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Rasguños (2002-2016)

Artículos aparecidos en El Catoblepas

Gustavo Bueno

Volumen 1
(2002-2004)

1
Índice

2002
Noetología y Gnoseología…………………………………………………………5
Etnocentrismo cultural, relativismo cultural y pluralismo cultural……………...9
Mundialización y Globalización………………………….………………………17
Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura. Ciencia de la cultura y
filosofía de la cultura…………………………………………………………………29
Función social de la Universidad Popular………………………………………49
La Huelga General del 20J: un proyecto confuso……………………………..64
¿Qué es un aventurero?................................................................................72
Nota sobre las seis vías de constitución de una disciplina doctrinal………...83
La canonización de Marilyn Monroe…………………………………………….90
El concepto de creencia y la Idea de creencia……………………………….105

2003
Sobre el concepto de «memoria histórica común»…………………………..120
El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales y el «No a la guerra» de los
Premios Goya……………………………………………………………………….125
Las manifestaciones «Por la paz», «No a la Guerra», del 15 de febrero de
2003………………………………………………………………………………….131
SPF, Síndrome de Pacifismo Fundamentalista………………………………141
Filosofía y Locura………………………………………………………………..164
«En nombre de la Ética»………………………………………………………..184
Los «ingenios» de Mingote……………………………………………………..210
Campoamor y Ortega……………………………………………………………242
Peña 21…………………………………………………………………………...248
El español como «lengua de pensamiento»………………………………….252
La Idea de la Fama………………………………………………………………271
Santiago González Noriega, los «profesionales de la cultura» y los «hombres
de izquierdas»………………………………………………………………………290

2
2004
El Proyecto Symploké…………………………………………………………..296
Propuesta de clasificación de las disciplinas filosóficas…………………….326
Sobre el aforismo «Hablando se entiende la gente»………………………...340
Ante la reforma de la Constitución española de 1978……………………….363
Proyecto para una trituración de la Idea general de Solidaridad…………...378
Sobre la obligatoriedad de la asignatura «Religión»………………………...435
Vías muertas hacia la democracia participativa……………………………...469
«Estamos motivados»…………………………………………………………..474
La base de la firmeza……………………………………………………………477
Octubre de 1934…………………………………………………………………479
La viscosa ideología pacifista de la farándula socialdemócrata……………486
¿Qué es el idealismo trascendental?...........................................................498

3
2002

4
Noetología y Gnoseología
(haciendo memoria de unas palabras)
Gustavo Bueno

El inspirador del materialismo filosófico reconstruye la historia del uso


de los términos Noetología y Gnoseología

Unos alumnos de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense me


han pedido que haga memoria sobre el origen del término «Noetología», que
incorporé al vocabulario filosófico hace más de treinta años. Las siguientes líneas
son el resultado de mi anamnesis.

Durante los años cincuenta del pasado siglo, en Salamanca, intentaba


liberarme del psicologismo –un psicologismo procedente ya fuera del
behaviorismo, del psicoanálisis, de la reflexología y, en parte, del gestaltismo–
que inundaba entonces no sólo la lógica, sino también la crítica de arte, la ética,
la moral, la pedagogía (a través de Piaget). Naturalmente, las críticas de Husserl
al psicologismo ofrecían en aquellos años el mejor instrumento para conseguir
una tal «liberación».

Por mi parte, creía entonces haber vislumbrado dos caminos capaces de


conducir más allá de los reduccionismos psicologistas.

Uno de ellos partía de los contenidos noemáticos (que Husserl distinguía de


los noéticos -Husserl había acuñado ambos términos noético y noemático
partiendo del griego-; mi amigo Francisco Trujillo Marín utilizó el
término Noesis como nombre de una revista que comenzó a publicar por
aquellos años) pero como un portillo de entrada hacia la propia subjetividad; no
se trataba de un camino que, desde la subjetividad condujese a la posibilidad de
lo que entonces se llamaba (Jaspers, Merleau-Ponty, &c.) el «salto hacia la
trascendencia objetiva» (no necesariamente teológica). Se trataba de partir ya
de esa «trascendencia noemática», como algo dado, a fin de explorar hasta qué
punto ella nos ofrecía la posibilidad de penetrar en la subjetividad; lo que
equivalía a presuponer que la subjetividad, lejos de constituir un recinto
inmanente, sustantivo y originario, nos era ya dada desde contenidos objetivos.
Expuse esta idea en una conferencia ofrecida en la Sociedad Española de
Filosofía (pronunciada el 6 de mayo de 1955), en cooperación con
el Departamento de Filosofía e Historia de la Ciencia del CSIC, publicada ese
mismo año en la revista Theoria, con el título «Introducción del concepto de

5
categoría noemática en la teoría de la ciencia psicológica» (Theoria, núm. 9,
1955, págs. 33-52).

El otro camino partía de la subjetividad atribuida a la lógica formal cuando se


interpretaba como expresión de las leyes del pensamiento (todavía por Boole, o
por Stuart Mill), es decir, aquello que en los términos de Husserl constituía el
orden de las noesis. Pero las noesis husserlianas no podían separarse de
los noemas, de los contenidos objetivos. Según esto me parecía posible
remontar las leyes lógico-formales interpretadas como expresión de un «orden
mental» (o intelectual-psicológico) a fin de establecer unas leyes de este orden
noético que alcanzarían ya un sentido lógico-material y no meramente
psicológico; un orden lógico-material capaz de incorporar principalmente los
procesos dialécticos, que yo había intentado explorar en un artículo publicado en
la Revista de Filosofía aquel mismo año (el artículo lleva como título «Las
estructuras "metafinitas"», Revista de Filosofía, año XIV, núm. 53-54, 1955,
págs. 223-291). Acuñé por todo esto, ad usum privatum, el término «noetología».
La Noetología pretendía ser la disciplina orientada a investigar y a establecer las
leyes universales dialécticas del «pensamiento», pero entendiendo el
«pensamiento» no en términos subjetivo-psicológicos, sino más bien subjetivo-
lógicos, es decir, noéticos (interpretando a Husserl con libertad).

Escribí muchas cuartillas tratando de establecer alguna «ley noetológica» cuya


jurisdicción no se agotase en los pensamientos subjetivos individuales, sino en
una subjetividad abstracta en cuanto tal, que envolviese no solamente al
pensamiento científico, sino también al pensamiento filosófico, al pensamiento
cotidiano, político, artesanal, &c., a partir de un nivel social, histórico
determinado.

Y ya en la Universidad de Oviedo, cuando escribí El papel de la filosofía en el


conjunto del saber, me pareció oportuno hacer público aquel proyecto de
Noetología (que en el citado libro ocupa las páginas 164-198, Editorial Ciencia
Nueva, Madrid 1970).

¿Cuándo, por qué y hasta qué punto el proyecto de Noetología fue


abandonado o aplazado? Algo de esto se dice en el opúsculo ¿Qué es la
filosofía? (Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 104-105): «En El papel de la filosofía se
alude a una "Noetología", en cuanto perspectiva que no podría confundirse ni
con la perspectiva psicológica (por ejemplo, la que es propia de la Epistemología
genética, en el sentido de Piaget), ni con la perspectiva gnoseológica –ni siquiera
con la gnoseología del cierre categorial–. Tendría que ver, más bien, con la
perspectiva de una "Lógica material dialéctica". No nos atreveríamos a seguir
defendiendo hoy el proyecto de una Noetología en las condiciones expuestas;
pero tampoco nos atreveríamos a impugnarlo de plano. Probablemente Alberto
Hidalgo tiene razón cuando dice que la formulación del proyecto noetológico

6
en El papel de la filosofía "quedó varada en el preciso instante en que sus
materiales básicos ingresaron en el círculo más potente de la Gnoseología". Sin
embargo, el proyecto de una Noetología sigue desbordando el proyecto
gnoseológico (como proyecto de una teoría general de la ciencia), puesto que
aquél buscaba englobar tanto a las formas de proceder de la razón científica
como a las formas de proceder de la razón filosófica. El análisis de los
procedimientos más generales de la razón dialéctica (de sus desarrollos
constructivos, de sus contradicciones internas, de sus metábasis) es una tarea
que, sin perjuicio de su ambigüedad, la consideramos todavía abierta a la
filosofía.»

Sin embargo, iniciado el nuevo siglo, me atrevería a afirmar que el proyecto de


Noetología fue abandonado o aplazado principalmente cuando cristalizó la
Teoría del Cierre Categorial a finales de los años sesenta (hay que tener en
cuenta que El papel de la filosofía en el conjunto del saber, que apareció en el
año 1970, había sido entregado a la editorial en el año 1968). ¿Y por qué? La
Gnoseología dejó marginada a la Noetología en el momento en que aquélla se
orientaba hacia el análisis de la identidad asociada a los contextos
determinantes, en torno a los cuales se consideraban constituidas las ciencias
categoriales (distinción, por ejemplo, entre la Economía política en cuanto
ciencia «categorialmente cerrada» y Economía como «ciencia abierta»: Ensayo
sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972,
pág. 67). Y ello obligaba a poner en otro plano un proyecto de tratamiento
universal y global en el cual las «leyes del pensamiento científico» quedaban
mezcladas con las leyes del pensamiento filosófico, mundano, &c. Se trataba de
partir de las ciencias positivas y de renunciar por tanto, en principio, al proyecto
de investigación de unas «leyes universales del pensamiento», desde las cuales
las «leyes del pensamiento científico» pudieran pasar a ser un mero caso
particular. (Las razones para elegir el término Gnoseología para designar a la
Teoría de la Ciencia, en cuanto indisociable de la teoría de la verdad científica,
abandonando el término muy común y equívoco de Epistemología, están
detalladamente expuestas en el volumen primero de la Teoría del cierre
categorial.)

Sin embargo, el análisis (propiamente «noetológico») de los procedimientos


más generales de la razón dialéctica quedaba abierto. El ensayo «Sobre la Idea
de Dialéctica y sus figuras», publicado en El Basilisco (nª 19, julio-diciembre
1995, págs. 41-50), puede considerarse como un «ejercicio de Noetología» en
el que, por cierto, se utiliza como criterio fundamental de clasificación de las
«figuras» el mismo criterio que ya había sido expuesto en El papel de la filosofía
en el conjunto del saber,así como se utilizaban muchas ideas expuestas en el
ensayo II, capítulo IV, «Sobre dialéctica», de Ensayos materialistas(Taurus,
Madrid 1972): en esta obra pueden encontrarse también alusiones explícitas a

7
la teoría gnoseológica del cierre categorial que estaba «cristalizando» en
aquellos años (ver páginas 315-319, &c.).

22 de febrero de 2002
Gustavo Bueno

8
Etnocentrismo cultural,
relativismo cultural y pluralismo cultural
Gustavo Bueno

Se constata en las discusiones del presente la efectividad de un trilema entre cuyas opciones
sería preciso elegir (quien impugna el relativismo cultural habrá de ser clasificado como
etnocentrista o como pluralista, &c.), se denuncia cual pueda ser la fuente de este trilema, y se
propone una cuarta vía a través de la cual podamos liberarnos del sistema de disyuntivas
constatado.

1. El incremento de la inmigración resucita el debate entre el relativismo y


el etnocentrismo

En estos últimos años, y a consecuencia del incremento de inmigrantes


procedentes del llamado «tercer mundo» a los diversos países de Europa,
vuelven a resurgir con gran virulencia los debates entre relativistas culturales o
integracionistas con los «intolerantes» que exigen la adaptación del inmigrante
a la cultura propia del país de acogida. Y ello sin perjuicio de que la «adaptación»
requiera, por parte de quien debe adaptarse, desprenderse de instituciones
consideradas como «señas de identidad» de la cultura de origen (pongamos por
caso: el shador, la burka, la poligamia, la ablación del clítoris, la circuncisión, el
disco labial, el vudú, la institución de los maridos visitadores, la pena de
lapidación o de mutilación, la vendetta, &c.).

Las acusaciones que los defensores del relativismo cultural, o los


defensores del pluralismo, dirigen contra quienes no comparten sus puntos de
vista, suelen canalizarse a través de algo que ellos consideran como la más
terrible denuncia: «etnocentrismo». Ser acusado de etnocentrista es tanto,
prácticamente, como ser acusado de intolerante, intransigente, arcaico, racista,
violentador de los derechos humanos, «carne de la derecha más conservadora»,
e ignorante del ABC de la Antropología moderna, caracterizada ad
hoc precisamente como disciplina constituida desde la perspectiva del pluralismo
o del relativismo cultural.

Y, en efecto, la Antropología, como disciplina científica, comenzó en el siglo


XIX (Edward Burnett Tylor, Lewis Henry Morgan, &c.), por no referirnos a sus
precedentes (Joseph François Lafiteau, Charles de Brosses, &c.), reconociendo
la pluralidad de culturas (entendidas como «esferas culturales»); pluralidad que

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parecía ligada a los métodos comparatistas característicos de la nueva
disciplina.

El pluralismo cultural, en la etapa del evolucionismo antropológico (Morgan,


Federico Engels) parecía compatible muchas veces con el postulado de una
posible confluencia de las diversas esferas culturales en una Civilización
universal.Postulado que muchos consideraban como encubriendo un monismo
cultural, y aún un etnocentrismo de signo europeo, dado que la «Civilización»
era generalmente concebida a imagen y semejanza de la «Cultura europea»,
que encontraba además en esa ideología la justificación del colonialismo (el
colonialismo, entendido como el único modo a través del cual las culturas del
presente, situadas en la época del salvajismo o de la barbarie, podrían alcanzar,
sin necesidad de que transcurrieran siglos o milenios, el estadio superior de
la civilización... europea).

En las escuelas antropológicas posteriores al «evolucionismo», por ejemplo,


en las escuelas funcionalistas (representadas por Bronislaw Malinowski) y
después, en algunas variables del estructuralismo (representadas por Claude
Levi-Strauss), el pluralismo cultural fue deslizándose poco a poco hacia un
relativismo radical: cada esfera cultural tendría su propia estructura interna
(emic), que sería imposible entender desde fuera (etic). Por ello cabrá decir, con
Levi-Strauss: «Salvaje es quien llama a otro salvaje.» De este modo el
relativismo cultural comenzará a asociarse a un «espíritu moderno» (que algunos
interpretarán pascalianamente como un sprit de finesse), el espíritu de la
comprensión, de la tolerancia, del respeto por el «otro» y por su «sensibilidad»,
que se contrapone al sprit géométrique, rígido, intolerante, «imperialista», ciego
para todo aquello que no presupone una evidencia universal, por encima de
cualquier sensibilidad individual o de grupo.

2. Nos encontramos no ante alternativas, sino ante disyuntivas: el trilema

Lo más grave del asunto es que estas tres actitudes o filosofías de la cultura
que designamos como monismo cultural («etnocentrismo», para sus
adversarios), relativismo y pluralismo cultural, no se presentan como meras
alternativas, sino como disyuntivas entre las cuales hay que elegir. ¿De donde
deriva la disposición disyuntiva de estos tres modos de entender las relaciones
que entre sí pueden mantener supuestamente las esferas culturales?

Sin duda, a nuestro entender, del mismo concepto de «esfera cultural»,


entendida como una totalidad relativamente cerrada (un «todo complejo», en
sentido atributivo), autosuficiente, sin perjuicio de las prestaciones e influencias
que pueda recibir de las restantes esferas culturales que constituyen el conjunto
o totalidad distributiva de la cultura, entendida como esfera cultural. Como

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paradigma del concepto de «esfera cultural», en este sentido, cabría considerar
a cada uno de esos «superorganismos» que Oswald Spengler llamó
precisamente «culturas».

Sin embargo, acaso el mejor modo de mostrar hasta qué punto el esquema
de las esferas culturales está vivo y actuante en nuestros días, incluso entre
gentes que ni siquiera emplean esta denominación, es analizar la expresión
«señas de identidad», tantas y tantas veces utilizada por políticos, periodistas,
intelectuales o radiofonistas, para referirse a lo que ellos consideran «su cultura
propia». Porque la inocente fórmula –«señas de identidad»– en realidad sólo
tiene sentido en función de una esfera cultural presupuesta, es decir, de una
esfera cuya identidad (de índole sustancial) se presupone, y de la que resultaría
ser un mero indicio la «seña de identidad» considerada. Así, la sardana sería
una seña de identidad de una supuesta cultura o esfera cultural catalana, y el
aurresku sería una seña de identidad de una supuesta cultura o esfera cultural
vasca. Lo que equivale a decir que la importancia, el significado, el alcance, &c.,
de la sardana (o el del aurresku) no puede captarse por sí misma, ni siquiera por
las semejanzas que pueda mantener con instituciones de otras esferas
culturales, sino por lo que tiene de revelación, indicio o seña de una identidad
presupuesta, que se aplica precisamente a la cultura de referencia, y no a la
seña de identidad en sí misma, en su suposición material.

Ahora bien, al poner en un plano de confrontación, cuanto al valor,


consistencia, dignidad, originalidad, &c., a las diversas esferas culturales, cabe
dar una «razón lógica» del sistema de alternativas (disyuntivas) que hemos
establecido; pues este sistema tiene que ver con el sistema de cuantificadores
de la lógica de predicados, vinculados a los valores {1, 0} de verdad:

(1) O bien afirmamos que, entre las diversas esferas culturales del todo
distributivo de culturas, sólo una esfera cultural puede considerarse como
soporte de valores auténticos; es decir, que solamente existe una esfera cultural
que merezca ser considerada como cultura auténtica o verdadera (las demás
esferas culturales serían reflejos, de-generaciones, o meras apariencias o
fenómenos de la «cultura verdadera»).

(2) O bien afirmamos que todas las esferas culturales valen igual, en cuanto
culturas que encuentran su sentido precisamente en la concavidad de su propia
esfera: «Todas las culturas son iguales», leemos en una enorme placa instalada
en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México.

Y esta afirmación se desarrolla en otras dos versiones dicotómicas (puesto


que la igualdad no implica conexidad):

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(2A) «Todas las culturas son iguales», pero en régimen de disyunción, de
separación, incluso de inconmensurabilidad «megárica» (que puede alcanzar la
situación de la incompatibilidad). Es evidente que la fórmula de esta opción
equivale a la fórmula opuesta: «Todas las culturas son desiguales», sin que
quepa hablar por ello de contradicción lógica, porque la igualdad postulada se
refiere en unos casos a igualdad en dignidad, en derechos, &c., de las esferas
que, sin embargo, se consideran desiguales en contenidos o en identidad
numérica o sustancial.

(2B) «Todas las culturas son iguales», pero sin necesidad de presuponer
entre ellas un régimen de separación; por el contrario, postulando la posibilidad
y conveniencia de una convivencia o yuxtaposición de los hombres
pertenecientes a las diversas culturas (este era el esquema que Américo Castro
utilizó para describir la supuesta convivencia, bajo Fernando III el Santo, de las
tres religiones –judíos, moros y cristianos– que hoy se acostumbra a traducir
como la convivencia entre «las tres culturas»).

La opción (1) es la del monismo cultural (que desde las otras opciones se
percibirá como etnocentrismo); la opción (2A) es la del relativismo cultural; y la
opción (2B) es la del pluralismo cultural o multiculturalismo. Entre estas tres
opciones sería preciso, al parecer, elegir.

3. Ilustraciones críticas de cada uno de los miembros del trilema

El monismo cultural (prácticamente el etnocentrismo, si dejamos de lado, de


momento, los intentos de crear una «cultura universal» obtenida por refundición
de todas las esferas culturales) es, sin duda, sin necesidad de ser denominada
de este modo, la perspectiva más tradicional, sin perjuicio de las interpretaciones
del principio de la homomensura de Protágoras –«el hombre es la medida de
todas las cosas»– como un hombre moldeado por cada cultura (en el sentido del
relativismo cultural). Sin embargo, el monismo cultural puede ser presentado y
«justificado» a partir de dos fuentes bien distintas:

La primera quiere mantenerse en el terreno de los hechos, es decir, al


margen de los juicios de valor. Si sólo cabe hablar de una esfera cultural de
referencia, de la cual todas las demás fuesen reflejos o incluso degeneraciones,
es porque todas las esferas culturales realmente existentes en la tierra habrían
sido originadas por una cultura originaria, y serían como pulsaciones de esa
cultura madre, identificada con la cultura egipcia. Tal fue, como es sabido, la
visión monista de la cultura defendida por la escuela del llamado difusionismo
radical, de Sir Grafton Elliot Smith, o de William James Perry (The Children of the
Sun, 1923).

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La segunda no duda reivindicar el monismo cultural, incluso el
etnocentrismo, pero en nombre, no ya de realidades que acaso sólo están
demostradas por una ciencia ficción, sino en nombre de unos valores, no ya
pretéritos sino futuros, que se imponen desde una esfera cultural dada a quien
se identifica con ella. Para Pericles o para Platón los valores de la «paideia» (o
cultura griega) eran los únicos valores que podían oponerse a los pueblos
bárbaros; para los españoles que entraron en América los valores cristianos (que
no solamente eran valores religiosos, sino también morales, éticos,
ceremoniales, políticos, artísticos), solían ser vistos como los únicos valores que
debían prevalecer sobre los dioses bárbaros, inspirados por el diablo; para la
mayor parte de los científicos e ingenieros occidentales (y no sólo los de la época
positivista), los valores de la «cultura occidental» (que comprende tanto los
valores científicos como los valores democráticos) serán los únicos valores que
pueden ser aceptados y que deben ser ofrecidos a los demás pueblos; dentro de
esta misma perspectiva Richard Rorty ha defendido recientemente la necesidad
de asumir la posición «etnocentrista» en todo cuanto concierne a los valores de
verdad y a otros criterios propios de nuestra cultura.

Ahora bien: el monismo cultural, como etnocentrismo, es hoy difícilmente


defendible, y muchos de los argumentos del relativismo y del multiculturalismo
pueden servir para reducirlo a sus justos límites. Pero tampoco consideramos
defendible al relativismo cultural, en tanto él se enfrenta a la evidencia de la
superioridad de unas «culturas» frente a otras, tanto en el terreno tecnológico,
como en el científico y aún en el político. ¿Y la opción del integracionismo
cultural? Si se interpreta como mera convivencia o yuxtaposición de pueblos o
de religiones diferentes, nos parece evidente que una tal opción es, en realidad,
vacía, más bien un deseo, de índole irenista. No puede decirse que convivan, o
que coexistan, ni siquiera pacíficamente, grupos sociales con diferentes culturas,
salvo si algunos se mantienen en sus ghettos, frente a quienes mantienen las
posiciones dominantes. La integración efectiva sólo será aparente (una
integración por yuxtaposición), hasta tanto que los grupos sociales en posición
dominada, o bien alcancen posiciones dominantes, o bien se desprendan de sus
instituciones incompatibles con las de la sociedad de acogida. Así ocurrió con
moros, judíos y cristianos en la Sevilla medieval: el mito de la convivencia que
puso en circulación Américo Castro está siendo contestado en nuestros días
(Antonio Domínguez Ortiz, Francisco Rodríguez Adrados, Serafín Fanjul García).

4. El mito de las esferas culturales como fuente del trilema

Pero, ¿cómo podríamos rechazar cada una de las tres opciones del trilema
(monismo, relativismo, pluralismo) sin rechazar el trilema mismo? Porque es
evidente que una vez aceptado el trilema (en nuestro caso, el dilema bifurcado),
no tendríamos más remedio que acogernos a alguna de sus opciones. Es

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evidente que, una vez aceptado el trilema por algún crítico, si éste descarta que
el autor por él criticado es relativista o pluralista, tendrá que lanzar contra él la
temible acusación de etnocentrista.

Se trata, por tanto, por mi parte, de regresar más atrás del trilema, es decir,
se trata de denunciar el supuesto sobre el cual el trilema está funcionando a toda
máquina en nuestros días, sin que periodistas, intelectuales, políticos y
radiofonistas, pero también historiadores, sociólogos y antropólogos, se den
cuenta de ello.

Y este supuesto es el de las esferas culturales, entendidas como entidades


sustantivas que ofrecen al investigador muy diversas «señas de identidad» de
su sustancia (¿de qué si no?): de una sustancia que se supone procedente de
los tiempos más arcanos y que pretende mantener su identidad, considerada
como el valor supremo y sagrado. Pero no existen esferas culturales en ese
sentido. Las esferas culturales son sólo construcciones ideológicas, pura y
simplemente mitos.

Lo que nos permitirá añadir una cuarta opción al sistema de las tres
opciones, (1) (2A) (2B), que hemos establecido a partir del supuesto de las
esferas culturales: que no ya una o todas las esferas culturales pueden tomarse
como sujetos o soportes de valor, sino ninguna.

Y si no existen esferas culturales como entidades dotadas de identidad


sustantiva (idiográfica, numérica, delimitada en el todo distributivo), entonces las
opciones, o los conceptos mismos de etnocentrismo, de relativismo cultural y de
pluralismo de esferas culturales se disuelven. Las esferas culturales no son
entidades dotadas de una identidad sustancial propia; a lo sumo, son entidades
fenoménicas, delimitadas acaso a lo largo de los siglos (cuando no inventadas ad
hoc por grupos, pueblos o naciones en busca de Estado), por aislamiento de
otras esferas fenoménicas, o por mezcla de algunas de ellas. Y con esto
queremos decir que los diagnósticos (o acusaciones) tanto de etnocentrismo,
como de relativismo o de pluralismo, son diagnósticos o acusaciones imposibles,
si nos mantenemos en un terreno científico o filosófico. Son diagnósticos o
acusaciones que sólo podrán mantenerse en el terreno doxográfico de las
opiniones confusas y oscuras acerca de las nebulosas ideológicas que se forman
en una coyuntura determinada. ¿Acaso puede admitirse, en el terreno científico,
como diagnóstico psicológico o psiquiátrico, la posesión o la obsesión diabólica?
Pero, según nuestra tesis, el diagnóstico de etnocentrismo o el de relativismo,
en el terreno de la Antropología, no va más allá de lo que pudiera ir el diagnóstico
de posesión diabólica, o el de obsesión diabólica, en el terreno de la Psiquiatría.

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5. Reducción de las esferas culturales sustantivas a esferas culturales
fenoménicas

No existen esferas culturales dotadas de una identidad sustantiva. Esas


esferas sólo tienen una identidad fenoménica, la suficiente para comenzar a
organizar las descripciones etnográficas y etnológicas pertinentes.

Identidades fenoménicas, porque su unidad se resuelve en un sistema,


conglomerado o concatenación, ya sea de rasgos culturales (pautas,
instituciones, elementos) pero también naturales (raciales, por ejemplo)
o terciogenéricas (como puedan serlo las relaciones pitagóricas del triángulo
rectángulo, que no son ni naturales ni culturales, y esto dicho frente a los
dualistas que siguen considerando como un principio fundamental el de la
distinción en el Universo entre la Naturaleza y la Cultura, una última pulsación
acaso de la antigua distinción entre la Materia y el Espíritu).

Ahora bien: la reducción de las esferas culturales, dotadas de identidad


sustancial, a la condición de esferas culturales dotadas de unidad fenoménica,
no debe ser confundida con la reducción de la teoría de las esferas culturales a
alguna de las teorías agregacionistas de la cultura (a la teoría de los mosaicos
culturales, por ejemplo). La clave de estas últimas teorías podemos ponerla en
un proceso de «sustantivación de las partes» (de los rasgos, pautas, elementos)
enfrentado al proceso de «sustantivación del todo complejo» que conduce a la
esfera cultural sustantiva.

Pero también la sustantivación de las partes sería gratuita: una esfera


cultural no es el resultado de la agregación de supuestos elementos culturales
(que algunos llaman memes) preexistentes. Los elementos o rasgos culturales
son figuras que se conforman a partir de las propias totalidades fenoménicas, y
precisamente en el momento en que estas se descomponen o despiezan en
partes formales en el mismo proceso del choque cultural. Tampoco los ojos, o
las frentes, como pensaba Empédocles, preexistieron a los animales que se
hubieran podido formar a partir de la unión de esos «miembros solitarios» que
habrían dado lugar, primero, a monstruos horrorosos que la adaptación al medio
tendría que haber pulimentado poco a poco. Un hueso fémur no precede al
organismo vertebrado, pero una vez formado puede ser extraído del animal,
conformándose como una figura, elemento, valor o contravalor de
la fábrica orgánica. Los elementos, rasgos, instituciones culturales... no son
previos a las esferas culturales fenoménicas, pero pueden ser despiezados,
transportados e incorporados, con las deformaciones eventuales, a otras esferas
culturales, o bien como elementos con capacidad de integración con otras partes
suyas, o bien como elementos con capacidad disolvente del conjunto
fenoménico constituido por una esfera cultural dada. Y todo esto sin perjuicio de

15
que la incorporación de un elemento o rasgo procedente de una esfera cultural
dada a otra, no sea siempre «limpia», puesto que arrastrará casi siempre otros
elementos, astillas o rasgos de la esfera cultural de origen.

6. No existen conflictos de culturas, pero tampoco integración de culturas


o relativismo cultural

No cabe hablar, según lo que hemos dicho, por tanto, de conflictos de


culturas, o de conflictos de civilizaciones; tampoco cabrá hablar de integración o
de expansión de culturas. Todas estas expresiones habrían de ser reexpuestas
en términos de conflictos de elementos culturales, o de integración, o de difusión
de elementos o rasgos culturales. Por ello, quien considere a un elemento
cultural (pongamos por caso, el sistema democrático) como universal, no podrá
sin más ser acusado de etnocentrismo. Menos aún podrá ser acusado de
etnocentrismo (o de monismo cultural) quien reconozca y defienda la
universalidad del teorema de Pitágoras, como elemento desprendido, no ya de
la cultura griega, sino de toda cultura, como estructura válida para todas las
culturas, por encima de cualquier relativismo.

Niembro, 23 de marzo de 2002


Gustavo Bueno

16
Mundialización y Globalización
Gustavo Bueno

Se intenta determinar un criterio objetivo que permita establecer una diferencia entre los
términos, usualmente confundidos, de Mundialización y Globalización.

1. He aquí dos términos de máxima actualidad que en nuestros días están


en boca de todos, tanto en las bocas de los altos funcionarios, políticos o
banqueros que se reúnen en edificios bien protegidos policialmente de ciudades
como Seattle, Davos, Gotemburgo, Génova, como en la boca de quienes acuden
a esas ciudades a las manifestaciones «anti-globalización» (o, por un modelo
alternativo de globalización) o, sencillamente, se reúnen en lugares elegidos por
ellos (Portobello, por ejemplo).

«Todo el mundo» –puede decirse– tienen sus propios saberes y opiniones


sobre la «globalización», otras veces designada como «mundialización». Pero
ocurre que estos saberes y opiniones, ya sean técnicos, científicos o ideológicos,
son muy diversos. Un teólogo católico, un teólogo protestante o un ortodoxo –
por no decir un musulmán, un hebreo o un confuciano– tendrá probablemente
un concepto de la globalización y de la mundialización muy distinto del que pueda
tener un economista tecnócrata, demócrata y agnóstico, un marxista, un
«demócrata participativo», un anarquista o un humanista-indigenista.

Tendría por ello poco sentido que, por mi parte, aprovechase esta solemne
ocasión para exponer mis propias opiniones sobre el particular, como si los
ilustres miembros de un auditorio tan distinguido como el presente, que ya tiene
sus propias opiniones formadas al respecto, necesitasen conocer con urgencia
una opinión más; una opinión que, ni ellos ni yo, podríamos en ningún caso
considerar como sabiduría llovida del cielo, cuya importancia o novedad
justificase o exigiese su inmediata revelación.

2. Entonces ¿por qué he aceptado una tarea tan comprometida, por qué me
he decidido a enfrentarme, en general, con las ideas de mundialización y
de globalización? Sencillamente porque yo no voy a hablar propiamente de la
globalización, ni voy a hablar de la mundialización, en sí mismas consideradas.
No se alarmen. No voy, por ello a «salirme» del tema anunciado: voy a hablar de
las relaciones entre estas dos Ideas.

17
Es evidente que para hablar de las relaciones entre los términos de un modo
que no sea estrictamente algebraico es necesario tener en cuenta la materia,
significado o contenido de estos términos. Sin embargo, cuando nos
mantenemos estrictamente en la consideración de sus relaciones, la materia,
significado o contenido de los términos globalización y mundialización, aunque
no pueda ser eliminada, si puede ser «desviada» en nuestro tratamiento de su
posición frontal, de suerte que en lugar de ofrecérsenos como materia directa se
nos ofrezca como materia oblicua. No es lo mismo tratar en directo del punto y
de la recta como elementos de la Geometría de Euclides que tratar de sus
relaciones, de suerte que puedan quedar desviados, en perspectiva oblicua (y
acaso definitiva, según el formalismo de Hilbert) sus supuestos contenidos
absolutos.

3. Ahora bien, ocurre que tampoco existe unanimidad, consenso o acuerdo


en el momento de caracterizar la naturaleza de las relaciones que ligan a los
términos mundialización y globalización. Nuestra primera tarea habrá de
consistir, en consecuencia, en clasificar estas opiniones (o teorías para algunos)
sobre tales relaciones.

Y el criterio de clasificación más inmediato que conozco es el que pone a un


lado las relaciones de identidad (esencial, sin perjuicio de diferencias
accidentales o secundarias) y al otro las relaciones que
dicen diferencias. Podríamos entonces distinguir dos grandes familias o grupos
de opiniones o teorías al respecto.

4. En el primer grupo incluiremos a todas las opiniones o teorías que


defiendan de algún modo la tesis según la cual los términos mundialización y
globalización son equiparables porque dicen lo mismo en esencia y porque sus
diferencias no serían tanto reales (o conceptuales) cuanto verbales
(«semánticas», decían ya, en casos como éste, algunos procuradores en Cortes
de hace treinta años y siguen diciendo hoy algunos diputados del Parlamento
democrático). Algunos teóricos de este grupo precisarán el alcance de la
expresión «diferencias verbales», a través de las diferencias que puedan existir
entre dos lenguas reconocidas, como puedan serlo el inglés o el español.
«Globalización», dirán algunos, sería término propio de la lengua inglesa y su
utilización en español, en competencia con el término «mundialización»,
constituiría un anglicismo que muchos puristas desearían ver borrado (así se
expresó el señor Enrique V. Iglesias, Presidente del Banco Interamericano de
Desarrollo en una conversación que mantuvimos en Oviedo el día en que fue
nombrado «Hijo adoptivo» de la ciudad). Decir «globalización» en lugar de decir
«mundialización», sería como decir «oftalmólogo» en lugar de decir «oculista».
Habrá matices diferenciales, sin duda (no hay dos términos enteramente
sinónimos), pero estos matices serían considerados irrelevantes cuanto a las
«esencias».
18
Ahora bien, las teorías u opiniones incluidas en este primer grupo no nos
parecen bien fundadas. Ni siquiera en virtud de las adscripciones lingüísticas que
se les atribuyen («globo» y «global» son términos del español de origen tan latino
como «mundo» o «mundial»). La identidad entre las ideas de globalización y
mundialización sólo puede mantenerse en el supuesto (que constituye una
petición de principio) de una definición estipulativa de la mundialización por la
globalización o recíprocamente. Pero una tal equiparación estipulada tendría que
saltar por encima de las diferencias objetivas que cabe advertir y sobre las cuales
se apoyan las teorías u opiniones que incluimos en el segundo grupo.

Por tanto, si reconocemos los fundamentos como nosotros lo hacemos de


las opiniones o teorías del segundo grupo, la objeción fundamental que dirigimos
contra las teorías de la equiparación no puede ser otra sino la de la ignorantia
elenchi.

5. Nos atendremos, por tanto, a las teorías (u opiniones) del grupo segundo,
que comprende a todas aquellas que sostengan la diferencia esencial entre
globalización y mundialización. Ahora bien, los criterios para establecer y valorar
estas diferencias pueden ser de muy distinto orden. Tendremos pues, ante todo,
que clasificar estos diferentes «órdenes».

Acaso el criterio más profundo para establecer las diferencias entre estos
órdenes sea el que distinga los fundamentos que se atienen, o bien, (A) a
(supuestas) diferencias de orden material (categorial podríamos decir), o bien
(B) las que se atienen a diferencias de orden estructural, es decir, que tengan
que ver con ideas tan generales como las de todo y parte (lo que será pertinente,
en principio teniendo en cuenta que la globalización implica operaciones de
totalización).

En realidad, los criterios (A) vienen a presuponer que los procesos de


mundialización y los de globalización tienen la misma estructura lógico-material,
por lo que sus diferencias habría que tomarlas de los campos categoriales a los
cuales se aplican. De este modo, entre los criterios (A) citaríamos, como los más
utilizados, los dos siguientes:

(1) La mundialización y la globalización serían procesos operatorios de la


misma estructura, que se aplicarían a dos campos o fases históricas, por
ejemplo, diferentes (aunque formasen parte de una misma categoría): la
mundialización designaría a los procesos de totalización (social, comercial,
política...) que tuvieron lugar en la era de los descubrimientos modernos
(América, principalmente), es decir, en la era de las tecnologías paleotécnicas
(en el sentido de Mumford) aunque tuvieran precedentes; mientras que la
globalización se utilizaría de hecho para designar a los procesos de totalización

19
vinculados a las neotecnologías, principalmente a las que implican la energía
eléctrica (telégrafo, teléfono, automóvil, avión, televisión, Internet...).

Esta distinción, que nos es propuesta de vez en cuando, tiene sin duda un
fundamento cuanto a los conceptos asignados a cada término. Lo que carece ya
de todo fundamento es la asignación a los términos de tales conceptos. Por la
misma razón podríamos mudar esta asignación, llamando globalización a la
mundialización o recíprocamente.

Las diferencias en este orden parecen por tanto lingüísticamente gratuitas o


puramente convencionales. Pero sobre todo dejan escapar diferencias de
concepto efectivas que están envueltas, como mostraremos, en los términos
globalización y mundialización, y que no habría por qué desaprovechar.

(2) Mundialización y globalización son procesos de similar estructura pero


aplicada a campos categoriales diferentes. Por ejemplo, el término globalización
se aplicaría a la categoría económica («globalización» designaría al proceso de
totalización económica e instrumental, llevado a cabo sobre todo a raíz del
hundimiento de la Unión Soviética y, con ella, la política bilateral de bloques de
la «guerra fría» y la consolidación de un mercado mundial continuo,
descolocación de las empresas multinacionales, abaratamiento de costos, &c.);
otros dirán sencillamente que la globalización no es otra cosa sino la extensión
planetaria del modo de producción capitalista. Esta extensión alcanza a la
antigua URSS y a China. En cambio, el término mundialización, tendría que ver
con categorías no estrictamente económicas, sino por ejemplo, políticas,
religiosas, tecnológicas; mundialización equivaldría a «cosmopolitismo», si
tenemos en cuenta que «mundo» traduce ya en los clásicos el termino griego
«cosmos».

También esta distinción es gratuita, no cuanto a los conceptos desde luego,


sino cuanto a la asignación de los nombres; puesto que si no se dan otras
razones, aunque se admita la distinción de los conceptos correspondientes (lo
que en cualquier caso no es muy claro: las categorías económicas no son
independientes de las tecnológicas o de las políticas), tan gratuito sería llamar
mundialización a la globalización así entendida, como a lo contrario. Y también
quedarían eclipsados los conceptos obtenidos en ambos términos y que obran
en ellos siempre de un modo más o menos consciente.

6. Estas consideraciones nos advierten sobre la naturaleza de nuestro


propósito: lo que buscamos es una distinción conceptual, desde luego, pero tal
que la asignación de los nombres («globalización», «mundialización») no sea
gratuita, sino que esté justificada, en virtud de que la diferenciación de los
términos corresponda a una diferenciación de los conceptos. ¿Cómo? De la

20
única manera que cabe la justificación en este terreno: en la propia historia
etimológica de los términos, pero en tanto que esta historia envuelve un proceso
de desarrollo («noetológico», en algún sentido) de ideas holóticas, en este caso,
y que suponemos obrando en dicho proceso. No se trata de apoyarnos
simplemente en argumentos etimológico-históricos a fin de justificar, por así
decir, la distinción por la etimología. No somos gramáticos y más bien al revés
tratamos de justificar (o reinterpretar) la etimología y la historia de los términos
por la distinción establecida en el terreno pertinente: aquel en el cual actuase (en
los decursos empíricos de la historia de los conceptos) una lógica capaz de
mantener «noetológicamente» el curso de ciertas relaciones vinculadas a
determinadas estructuras (aquí las holóticas). La situación podría compararse
con aquella en la cual el historiador de la Aritmética, va constatando los primeros
y sucesivos conatos de simbolización numérica pero no como meros datos
«empíricos», sino en la medida en la que la sucesión de los diversos intentos
puede ser interpretada, al menos, parcialmente, como resultado de la «lógica
interna» en virtud de la cual pueda decirse que es la estructura de la teoría de
los números la que está guiando de algún modo, por razones objetivas, el curso
empírico de los «ensayos» de simbolización numérica.

En nuestro caso, tal es nuestra tesis, la estructura desde la cual nos


disponemos a reinterpretar los datos de la Filología, de la Etimología o de la
Lexicografía, es la estructura holótica, de la que se ocupa la llamada «Teoría de
los todos y las partes». Desde esta estructura los propios datos etimológicos o
históricos que arrastran los términos de referencia se recomponen, al menos
parcialmente. Sólo aparentemente podrá parecer, por tanto, que estamos siendo
reabsorbidos por la Filología. La verdad es la contraria: intentamos reabsorber la
Filología en la lógica material y reexponerla desde ella. Dicho de otro modo: de
lo que tratamos es de establecer unas relaciones firmes entre mundialización y
globalización tales que estando objetivamente establecidas de un modo riguroso,
sean a la vez asignables a los términos de referencia (lo que nos permitirá a su
vez concluir que estos términos envuelven ya de algún modo nuestras
definiciones). Desde esta perspectiva tratamos de desarrollar una «teoría
formal» y establecer finalmente algunas proposiciones desde las cuales sea
posible reinterpretar algunos hechos.

7. Desde la perspectiva de la teoría holótica, las diferencias entre


globalización y mundialización pueden ser expuestas de modo terminante –
según diferencias, insistimos que habrían de quedar reflejadas en la historia
misma de los términos respectivos– de la siguiente manera.

La globalización es una operación o conjunto de operaciones, realizadas por


un sujeto operatorio o por un grupo cooperativo de sujetos (teniendo en cuenta
que cooperación no implica siempre armonía, sino conflicto entre los sujetos

21
cooperantes). Y es una operación de totalización cuyo resultado es la
construcción de un «globo». Presuponemos, en esta caracterización, que las
operaciones de las que hablamos son manuales («quirúrgicas») y, por tanto, se
aplican a cuerpos, sin olvidar que los símbolos algebraicos o los mapas
geográficos son también cuerpos que referimos a otros cuerpos; por
consiguiente, que una totalización, en cuanto es resultado de operaciones
«quirúrgicas» (manuales), ha de entenderse como construcción o configuración
de un cuerpo a partir de partes suyas o de términos que una vez constituido el
todo, puedan figurar retrospectivamente como partes.

¿Y qué es un globo, desde una perspectiva operatoria? Genéticamente, sin


duda, es el resultado de una globalización, lo que significa (para quien creyese
que estamos moviéndonos en un terreno de tautologías) que no cabe suponer
dados «globos» previamente a las operaciones de globalización; sin perjuicio de
que, una vez cumplido el resultado de la operación podamos segregar este
resultado (el globo, en nuestro caso) de acuerdo con los principios generales de
los cursos que venimos denominando alfa-operatorios. Por lo demás, las
operaciones que se resuelven en la conformación de un globo pueden proceder
de muchas maneras, ya sean componiendo, ya sean segregando (el «globo
ocular» resulta sin duda de la disección de tejidos «adheridos» a él en el continuo
orgánico). Pero no ya genéticamente, sino estructuralmente un globo es
sencillamente una esfera (o un esferoide); al menos Cicerón dice que globus, en
latín, se corresponde con el término sphairos, en griego. Estructuralmente por
tanto, y cualquiera que haya sido la vía que haya conducido hacia él, un globo
es un cuerpo esférico, de radio finito, cuyo contorno es la superficie esférica y su
dintorno es el conjunto de «partes englobadas» en ellas. Su entorno es el
conjunto de cuerpos (esféricos o no) capaces de incidir sobre el dintorno del
globo, susceptible de recibir su influencia.

Por este motivo, una esfera de radio infinito ya no será un globo, sino un
concepto geométrico límite, que no puede ser localizado en ninguna región del
mundo «porque su centro estaría en todas las partes y su circunferencia en
ninguna».

El concepto de «globo» no implica por tanto su unicidad y es compatible con


una pluralidad de globos, de globalizaciones. Esto no quiere decir que los
diferentes globos o esferas hayan de distribuirse siempre como una multiplicidad
de partes diversas. Pueden estar éstas en contigüidad y, sobre todo,
intersectadas y aun incluidas unas en otras, como si se tratase de estructuras o
de capas concéntricas. Esta es la situación más interesante para nosotros
porque en ella es donde aparece la distinción entre una esfera englobante y otra
esfera o esferas englobadas; relación que en la Lógica de clases suele
simbolizarse como relaciones de inclusión entre clases.

22
En realidad, las relaciones posibles que cabría establecer entre las esferas
o globos son las consabidas relaciones que en la Lógica de clases se conocen
como relaciones de disyunción, de intersección (parcial) o de inclusión;
relaciones que Euler representó precisamente por medio de círculos o esferas
(sin perjuicio de que las clases lógicas fuesen principalmente totalidades
distributivas y los círculos o esferas de Euler fuesen totalidades atributivas).

Sin embargo, a través de la representación de Euler podemos establecer las


conexiones entre las esferas englobantes (de otras esferas) y los géneros de
Aristóteles-Porfirio; y, por consiguiente podremos redefinir el concepto
aristotélico-porfiriano de Género supremo o categoría como una esfera
englobante que, a su vez, no está englobada en otra de su materia, es decir,
como una esfera englobante máxima. Pero este es justamente el concepto
lógico-material (topológico) que preside la construcción del concepto
de Civilización, tal como lo expuso Arnold Toynbee; concepto cuyas conexiones
con los debates de nuestros días sobre la «globalización» económica y cultural
son evidentes. En efecto, según Toynbee, las civilizaciones, en las que según él,
se repartiría la integridad de la cultura humana, son «globales», porque ninguna
de las unidades que las constituyen puede ser entendida plenamente sin hacer
referencia a la civilización que las abarca. Huntington subraya cómo las
civilizaciones, para Toynbee, «engloban sin ser englobadas». Y añade: una
civilización es una «totalidad» que posee un cierto grado de integración, en la
que sus partes están definidas (como dice Melk) por su relación recíproca con el
todo. Una civilización es un «todo complejo», había dicho, un siglo antes, Tylor.

Sobre esta idea de las civilizaciones englobantes y no englobadas, y de la


imposibilidad de que una civilización incorpore a su ámbito a otras civilizaciones
englobantes, se apoya Samuel P. Huntington en el desarrollo de su teoría sobre
el Choque de civilizaciones, a la que los acontecimientos del 11 de septiembre
de 2001 dieron una inesperada actualidad ideológica. La teoría del choque de
civilizaciones, en este caso el choque entre la civilización occidental y
la civilización islámica, podía servir para «legitimar» y orientar la respuesta de
los EEUU, de acuerdo con la llamada Carta de América, de 14 de febrero de
2002, suscrita también por Huntington.

8. La globalización dice, en resolución, multiplicidad de globalizaciones, y


posibilidades muy variadas de relaciones (de asimilación, de conflicto, de
intersección, &c.) entre ellas. Pero la Idea de Mundo, tiene una estructura muy
diferente. Ante todo, el Mundo no es un todo, y si lo presentamos como tal,
como complexio omnium sustantiarum, será en virtud de meras operaciones
intencionales, y no efectivas, de operaciones metafísicas atribuidas a un
Demiurgo divino.

23
Porque el Mundo es una pluralidad que propiamente, no tiene contorno ni,
por tanto, entorno. La Idea de Mundo puede utilizarse en plural, pero con la
condición de que esos mundos (otras veces llamados «universos») no queden
«englobados» en los demás, porque entonces se reducirían a un único Mundo.
Ni siquiera deben intersectarse: cada mundo «se vuelve sobre sí mismo» y
precisamente entonces empieza a constituirse como tal, como un universo. No
existe «comisario de exposición» de pintura, organizada en torno a Picasso,
Antonio López o a Saura que no hable del «universo de Picasso», del «universo
de Antonio López» o del «universo de Saura»; lo que quiere decir el señor
comisario con ello es probablemente que fuera del conjunto de cuadros que él
controla, los demás cuadros existentes no le interesan, que el conjunto de
cuadros que él controla ha de considerarse por sí mismo, en el recinto de la
exposición, y en el cual los visitantes deberían olvidarse de cualquier otra cosa
y, si fuera posible, no salir jamás del recinto. Un Mundo, cabría decir, no tiene
(como si fuese una mónada lebiniziana) «ventanas al exterior». Cuando Popper
habla de «los tres Mundos», también estaba subrayando su presunta
incomunicación; y cuando se habla de «pequeños mundos», «microcosmos», o
en general de los «mundos económicos» se está aludiendo a las supuestas leyes
autónomas que regirían para cada uno de ellos. El mundo es por tanto «autista»,
único, porque aun cuando reconozcamos algo fuera de él, no lo consideramos.
«Cada persona es un mundo», se dice en este mismo sentido. Pero con el globo
no ocurre esto, porque, como hemos dicho, los globos pueden estar encajados
unos en otros, como en una caja china.

El autismo que es, según esto, constitutivo de la Idea de Mundo, cabe sin
embargo considerarlo como resultado de una operación meramente intencional,
puesto que no existe nada parecido a un «universo Picasso». La «mundialización
local», si cabe hablar así, es, por ello mismo una operación que puede llegar a
tener un signo opuesto a la operación globalización. Pues la globalización, en
cuanto englobante, dice incremento o ampliación de materiales «exteriores» al
conjunto inicial; pero la mundialización, si es local, dice restricción, abstracción
de materiales externos. Solamente habría una posibilidad de que una
mundialización no fuese realmente restrictiva, a saber, cuando el mundo sea
único, dotado de unicidad. Y este es el caso del Mundo por antonomasia, el
Mundo en cuanto término de la tríada de la metafísica tradicional: Mundo, Alma,
Dios; el Mundo, como decía Mauthner, no admite plural, «por lo que sería una
insolencia hablar de mundos, como si existiera más de uno».

Ahora bien, este Mundo único ha de carecer, como ya hemos dicho de


exterioridad y, por tanto, de contorno. Luego, según lo dicho, no puede
considerarse como resultado de una totalización efectiva. El Mundo, en cuanto
se concibe como un todo, resulta de una totalización imaginaria que sólo puede
llevarse a cabo «gracias a Dios». En efecto, «mundo» designaba originariamente

24
el cofre de la novia, todavía hoy llamamos mundo al baúl. Las joyas y otros útiles
heterogéneos, que constituían el ajuar de la novia, se guardaban en un mundo,
en un receptáculo, cerrado en el entorno, acaso vacío. La metáfora que
suponemos pudo dispararse a partir de esta operación fue la siguiente: ampliar
el mundo, el cofre, a extremos infinitos; considerar al espacio vacío, al
receptáculo como un lugar en el que Dios fue depositando su obra de los seis
días, a la manera como la novia depositó sus joyas en el cofre o el emigrante
sus enseres en el baúl. Y con todo esto queremos decir que el Mundo sólo
alcanza su sentido como totalidad «a través de Dios»; pero esta totalidad es
imaginaria, porque el Mundo no tiene límites. Ni siquiera en el caso en el que él
se suponga finito: como es sabido Einstein recogió estas ideas estableciendo
que el Mundo es finito pero ilimitado. Y en tanto que los globos o esferas pueden
englobar a otras esferas, como ocurría con las esferas homocéntricas de
Eudoxio que, con el centro en el globo terráqueo iban envolviéndose unas a otras
y eran envueltas por la última esfera englobante o cielo de las estrellas fijas,
formaban el Mundo, el cosmos, un sólo Mundo; porque si un Mundo mayor
envolviese al Mundo efectivo, lo refundiría en él formando un único Mundo. No
cabe hablar pues de mundo de mundos como tampoco cabe hablar de nación
de naciones.

La mundialización es, según esto, un proceso literalmente opuesto al de la


globalización. Y el único criterio de distinción relativa será éste: el globo es
cerrado en sí mismo, mientras que el mundo desborda toda globalización. Por
ello, si la globalización se aplica a las categorías económicas, la mundialización
desbordará estas categorías y acogerá a otras diferentes, de carácter social,
político, religioso, cultura, &c.

9. De lo que precede deducimos que así como para hablar de


mundialización estricta no es preciso dar parámetros, porque sólo existe una
mundialización, para hablar en concreto de globalización, englobante o
englobada, hay que dar parámetros, porque sin ellos el concepto pierde todo su
sentido; además, un cambio de parámetros altera también las relaciones de
globalización que habíamos considerado.

Es obvio que en los debates de nuestros días sobre la globalización, el


parámetro es el Género humano como totalidad que vive precisamente en
el Globo terráqueo (en «el Globo», a secas, como se decía a título de galicismo,
en el siglo XVIII); es decir, en la Tierra anterior a los viajes interplanetarios y a la
«colonización de las galaxias», de las que ya se hablaba en el Viaje a la Luna de
Cyrano de Bergerac.

En este terreno hablaríamos mejor de mundialización, en sentido ampliativo.


Pero la globalización, referida a Gea (que algunas escuelas, como las de

25
Lovelock y Margulis, han considerado como un todo orgánico autoregulado) y a
los hombres que viven en ella constituyen hoy por hoy la globalización límite
(englobante y no englobada) si dejamos de lado cualquier «contacto en la tercera
fase». Una globalización que ha de verse como resultado de procesos de
globalización ampliativa sucesiva, procesos cuyo límite sólo tiene sentido
positivo si van referidos a la esfericidad de la Tierra, que puede ser compartida
con otras globalizaciones de su ámbito. Como esquema prototipo de
globalización político geográfica de la Humanidad terrestre podríamos citar el
esquema que ofreció Kelsen: un globo terráqueo cuya superficie esférica esté
dividida en círculos (proporcionales a las dimensiones territoriales de cada
Estado) y en círculos que no sean sino las bases de otros tantos conos cuyos
vértices confluyan en el centro de la Tierra.

Desde esta perspectiva el primer proyecto de globalización que podríamos


citar habría sido el del Imperio de Alejandro; y la primera globalización efectiva
habría tenido lugar en el siglo XVI, cuando Carlos I, pudo dar a Juan Sebastián
Elcano un «globo terráqueo» con la divisa: Primus circumdedisti me. Por
supuesto esta globalización no podría considerarse como desarrollada en un
terreno estrictamente económico, implicaba también una intención de
globalización política y, por supuesto, cultural y religiosa.

10. Las ideas expuestas sobre la estructura lógico-holótica de la


globalización nos permiten formular tres proposiciones (referidas a la
globalización, relativa al parámetro «género humano terrestre») con las que
pondremos fin a nuestro análisis.

Proposición I. La globalización no se termina en la constitución de alguna esfera


sustantiva con «identidad propia». Una globalización, como proceso operatorio
es siempre una concatenación abstracta, morfodinámica, que logra, a partir de
una zona previamente configurada, extender un circuito o torbellino cuya
recurrencia o sostenibilidad ampliativa depende, no solamente de las partes
internas de la zona de origen, sino de la capacidad de absorción de energías
del medio o de otras zonas subordinadas.

Proposición II. La globalización, en cuanto totalización, afecta al todo; pero no a


la integridad de sus partes. En la globalización se nos ofrece el todo pero no
todas las partes: totum, sed non totaliter. Aunque cabe advertir una tendencia
entre quienes utilizan el término globalización, sobre todo si lo utilizan
críticamente, al suponer que la globalización es totalitaria, en el sentido
integral de todas las partes, de suerte que pueda decirse que «todas ellas han
de estar en todas». Pero muchas de estas partes concatenadas por la
globalización, quedarán sin globalizar; más aún, la globalización próxima a sus
límites máximos, puede determinar un número cada vez mayor de unidades

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políticas globalizadas (de «globos políticos autónomos»: antes de la
«globalización» de la que hoy hablamos había 80 estados en la ONU; en
nuestros días el número asciende a 184). Todavía más: aun suponiendo que
la globalización de un campo material dado llegase a borrar a otras posibles
líneas de globalización, y actuase como globalización única, no por ello el
campo total quedaría «agotado» en el circuito de la globalización de referencia,
porque (en virtud del principio de symploké) muchas partes permanecerían
«deslocalizadas» de ese supuesto circuito globalizador y totalizador.

Proposición III. La globalización del género humano terrestre sobre la Tierra es


una totalización operativa cuyo sujeto operatorio no puede ser el propio
Género humano como totalidad, puesto que este Género humano es antes un
resultado, a lo sumo, que un principio de la operación. Por consiguiente la
globalización, y aun las globalizaciones máximas, han de correr a cargo de
sujetos operatorios parciales. Pero el nombre que mejor conviene a estas
partes orientadas a globalizar a la Humanidad de un modo real es el nombre
de Imperio.

Ahora bien: como las globalizaciones máximas pueden partir de «centros


diferentes», los procesos «imperialistas» de globalización si son simultáneos
darán lugar necesariamente a conflictos que no tienen por qué ser interpretados
como «conflictos de civilizaciones», sino como conflictos de proyectos de
globalización, si es que a cada proyecto de globalización dado puede
corresponder uno alternativo, una antiglobalización, que casi siempre incluye un
proyecto de globalización alternativa. Una vez terminada la II Guerra Mundial los
dos proyectos de globalización enfrentados durante los largos años de la Guerra
Fría fueron el de la Unión Soviética y el de los Estados Unidos. Derrumbada la
Unión Soviética el único proyecto de globalización efectivo que permanece es el
de los Estados Unidos, actuando en funciones de Imperio universal. Esta es la
razón por la cual la globalización por antonomasia puede situarse a comienzos
de los años noventa. Pero otros proyectos de globalización se preparan en
contra: algunos, sin adscripción estatal fija, aunque sean internacionales (como
ocurre con los movimientos «antiglobalización»); otros con adscripciones
políticas más o menos precisas, que podemos llamar el Islam o China.

11. Concluiremos diciendo que una globalización, que tiene como radio un
círculo máximo, por mucha capacidad englobante de otras que posea, siempre
podrá ser englobada o intersectada por otras globalizaciones. Es decir, jamás
podemos considerar que, tras una globalización máxima, habremos conseguido
agotar la realidad y dar «fin a la historia». Cualquier globalización podrá quedar
siempre desbordada por otras globalizaciones o por otros procesos que ni
siquiera lo son: cualquier globalización quedará siempre desbordada
precisamente por la realidad misma del Mundo.

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Intervención en el acto de recepción del premio Paul Harris,
concedido al autor por el Rotary Club de Oviedo,
ceremonia celebrada en el Auditorio de Oviedo
el sábado 6 de abril de 2002.

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Espiritualismo y materialismo
en filosofía de la cultura.
Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura
Gustavo Bueno

Conferencia pronunciada en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia,


el día 14 de mayo de 2002, al presentar Der Mythos der Kultur.

Sección primera Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura. La Tabla I como tabla gnoseológica.
Sección segunda Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura. La Tabla II como tabla
ontológica.

Presentación

Buenos días. Me agrada poder hablar en Maguncia, una ciudad en la que


estuvo muy presente la filosofía clásica española de Francisco Suárez,
especialmente sus Disputationes Metaphysicae, y la Concordia de Luis de
Molina. En primer lugar quisiera agradecer a la Universidad Johannes
Gutenberg, a su Seminario de Filosofía, en especial al señor profesor Stephan
Grätzel, y al señor Andreas Thimm del Estudio General. Es para mi un honor
poder ofrecer aquí esta conferencia. Pido disculpas por su carácter esquemático
debido a los límites de tiempo. Quisiera también disculparme por mi alemán
oxidado, que es el alemán de un lector, no el de un oyente, ni el de un hablante.

Introducción

1. La «Cultura» ha llegado a constituirse, a lo largo de los siglos XIX y XX,


en un inmenso campo abierto a la investigación científico-positiva (investigación
diversificada en múltiples disciplinas que suelen englobarse, desde Heinrich
Rickert, mediante el rótulo «ciencias culturales»).

Pero la «Cultura» es también y simultáneamente asunto inexcusable para la


atención filosófica (y esta atención aparece institucionalizada en una disciplina
denominada «filosofía de la cultura»).

Y así como existen (dentro del conjunto de las «ciencias de la cultura») no


sólo disciplinas muy diferentes, sino también diferentes metodologías científicas
(tales como «estructuralismo», «funcionalismo», «evolucionismo»...) así también

29
existen diferentes «filosofías de la cultura» (entre ellas, y como más importantes,
consideraremos aquí al «espiritualismo» y al «materialismo» de la Cultura).

Ahora bien: los dominios extensionales de los términos que acabamos de


utilizar (tales como «ciencia», «filosofía», «funcionalismo», «espiritualismo»...)
no tienen límites precisos o claros; se comportan, más bien, como «conjuntos
borrosos», en el sentido de Zadeh. El concepto de «cultura azteca» es un
concepto científico (al menos, es considerado como tal, por la mayoría de los
arqueólogos e historiadores); sin embargo, este concepto esta ejercitando acaso
una Idea de «esfera cultural» cuyo alcance desborda cualquier campo categorial
y nos compromete con determinados presupuestos filosóficos. La interpretación
materialista de las culturas es comúnmente considerada como una alternativa
filosófica (más que científica) a la interpretación espiritualista de la cultura. Sin
embargo no faltan escuelas (por ejemplo, la escuela del «materialismo cultural»
de Julian Stewart, Leslie White o Marvin Harris) que consideran al materialismo
como condición necesaria par llevar adelante el estudio científico de los
fenómenos culturales; y tampoco faltan escuelas (por ejemplo, las escuelas más
o menos próximas al «idealismo de Baden» tal como se expresa e las obras del
«marburgés» E. Cassirer, por ejemplo) que objetan al materialismo cultural su
incapacidad de principio para alcanzar una comprensión genuina de los
fenómenos culturales, interpretados como procesos simbólicos.

Nos encontramos, sin duda, ante «conjuntos borrosos». Pero a la vista de


los ejemplos recién propuestos cabe pensar que la «borrosidad» que parece
afectar a todos ellos no es siempre del mismo género, y que existen formas muy
diversas de borrosidad.

Nuestro propósito en esta ocasión es trazar entre estos «conjuntos


borrosos» («ciencia de la cultura», «filosofía de la cultura», «espiritualismo»,
«materialismo») algunas líneas de delimitación de carácter abstracto, definidas
en el contexto de un determinado «sistema de coordenadas», con un objetivo no
tanto orientado a la transformación (sin duda utópica) de unos conjuntos
borrosos en otros conjuntos claros y distintos, cuanto orientado a establecer y
«medir», en función de los límites abstractos propuestos, las diferentes
variedades de la «borrosidad» que damos por supuestas. La retícula de paralelos
y meridianos que los geógrafos arrojan intencionalmente sobre la superficie
terrestre no discrimina, salvo en el mapa, cuadriculas incomunicadas, con
fronteras nítidas e intraspasables; sin embargo esa retícula artificiosa sirve
precisamente para medir los incesantes procesos de desbordamientos,
violaciones e interacciones que tiene lugar entre los sectores separados por
líneas fronterizas claras y distintas.

30
2. Dos son las «retículas» que nos proponemos arrojar sobre el «campo de
la cultura» (en su sentido más amplio, el que opone sin mayores averiguaciones
el «campo de la Cultura» a los «campos de la Naturaleza o de las Matemáticas»).

Ante todo, una retícula, que designaremos como retícula I, a través de la


cual pretendemos establecer criterios pertinentes para determinar los «ámbitos
de jurisdicción» de las disciplinas culturales, tanto de las disciplinas de carácter
científico, como de las disciplinas de naturaleza filosófica.

Pero también otra retícula, que designaremos como retícula II, mediante la
cual pretendemos establecer criterios pertinentes para determinar las diferencias
entre las concepciones ontológicas que podamos reconocer como alternativas
doctrinales filosóficas.

La retícula I tiene un alcance eminentemente gnoseológico, si entendemos


la Gnoseología como una teoría de las ciencias positivas contradistinta de la
llamada Epistemología, como teoría del conocimiento; contradistinción que sólo
alcanza pleno sentido cuando presuponemos que una ciencia positiva no tiene
por qué ser entendida esencialmente como una forma de conocimiento (tenemos
que remitirnos en esta cuestión a nuestra Teoría del Cierre Categorial (vol. 1,
Pentalfa, Oviedo 1992 ). Pero aun cuando la Gnoseología, en sentido estricto,
se circunscriba al análisis de la estructura de las ciencias positivas, habrá que
considerar como cuestiones obligadas de esa misma Gnoseología a todas
aquellas que se refieran al análisis de disciplinas que, aun no siendo ciencias
positivas, utilizan estructuras lógicas muy similares a las que encontramos en las
ciencias positivas (como es el caso de las disciplinas filosóficas, de las disciplinas
jurídico-doctrinales, o de las disciplinas teológico-dogmáticas) y son, por tanto,
contrafiguras, de consideración inexcusable, de las ciencias positivas. (Además,
durante amplios periodos históricos, estas disciplinas han sido consideradas
como ciencias deductivas, de rango similar al de los Elementos de Euclides:
las Disputationes Metaphysicae de Francisco Suárez, la Ethica more geometrico
demonstrata de Benito Espinosa, o la Reine Rechtslehre de Hans Kelsen).

La retícula II que vamos a arrojar sobre el campo de la cultura


filosóficamente considerado tiene una alcance ontológico, puesto que los puntos
de referencia que ella utiliza son precisamente aquellos (de Mundo, de
Homine, de Numine) en torno a los cuales se estructuró la Metaphysica
specialis tradicional, desde Hurtado de Mendoza y Francis Bacon hasta Leclerc
o Christian Wolff. Esta organización de la Metaphysica specialis se refleja de
algún modo en la Ontología especial del materialismo filosófico en cuanto
doctrina de los tres géneros de materialidad. La Ontología de la Cultura tiene que
ver (suponemos) con todo cuanto se contiene bajo la rúbrica de la Ontología
especial (pero en cambio, carece de toda conexión, al menos desde un punto de

31
vista materialista, con todo cuanto pueda caer bajo la rúbrica de la Ontología
general, en cuanto doctrina de la materia en su sentido ontológico-general).

Sección I
Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura
La Tabla I como tabla gnoseológica.

1. El objetivo de esta sección es la determinación de algún criterio que tenga


capacidad para establecer una línea divisoria general que permita dar cuenta de
la diversidad, que suponemos efectiva, entre los tratamientos técnicos y
científico-positivos que han logrado abrirse camino en los terrenos que
englobamos bajo el rótulo general de «campo de los fenómenos culturales» y los
tratamientos de esos mismo campos, muchas veces ya previamente roturados
por las técnicas y las ciencias positivas de la cultura, que reconocemos como
filosóficos.

Los problemas implicados en el trazado de una línea divisoria semejante en


el campo de las «categorías culturales» son análogos a los problemas que
plantea el trazado de una línea divisoria general, en el campo de las categorías
naturales o matemáticas, entre los tratamientos técnicos y científico-positivos
propios de las técnicas y ciencias positivas de la Naturaleza o del mundo
matemático y los tratamientos de esos mismos contenidos que suelen ser
reconocidos como filosóficos. Pero los problemas propios de cada uno de estos
órdenes de disciplinas, sin perjuicio de sus analogías, son diferentes en cada
caso.

En efecto, mientras que los tratamientos técnicos o científicos-positivos de


los campos físicos, biológicos o matemáticos han logrado una autonomía,
incluso un «cierre» peculiar que permite casi siempre deslindar, o «mantener a
raya» al menos, las cuestiones filosóficas aunque sea negándoles el sentido
(«¿qué puede decirse acerca del espacio fuera de la Geometría?» preguntaba
hace más de 70 años Moritz Schlick), los tratamientos técnicos o científico-
positivos de los campos culturales casi nunca logran este tipo de «autonomía
categorial» y menos aun los grados propios de un cierre sostenido en sus
campos respectivos. Para decirlo en una terminología bien conocida, aunque
muy comprometida y discutible: las técnicas y ciencias positivas en los campos
naturales o matemáticos logran con mucha frecuencia segregar las cuestiones
que tengan que ver con los «juicios de valor» ateniéndose a las «cuestiones de
hecho»; muy pocas metodologías técnicas o científico-positivas aplicadas a los
campos de la cultura pueden «poner entre paréntesis» los valores que afectan a
cualquier contenido cultural. Y esto significará para muchos que cualquier
tratamiento técnico o científico-positivo de un campo cultural entrañará siempre
una filosofía más o menos explícita. (Por nuestra parte, no podemos aceptar

32
estos criterios, que implican la tesis de la «libertad de valoración», en el sentido
de Max Weber, que sería propia de las ciencias positivas, en general, puesto que
partimos del supuesto de que no sólo las ciencias culturales –que, de acuerdo
con la tesis de Rickert, dicen referencia a valores– sino tampoco las ciencias
naturales o matemáticas pueden considerarse como disciplinas absolutamente
«libres de valoración»; y en lugar de tales criterios utilizaríamos otros que
la teoría del cierre categorial establece entre las disciplinas, naturales o
culturales, que logran alcanzar un estado alfa-operatorio y las disciplinas,
naturales o culturales, que no pueden rebasar el estado de construcción beta-
operatorio).

2. No es este el lugar oportuno para suscitar de nuevo la cuestión de las


diferencias entre las técnicas, tecnologías o ciencias positivas naturales o
matemáticas, y las técnicas, tecnologías o ciencias positivas culturales, que sean
reconocidas como tales cualquiera que sea el «grado de su cientificidad». Nos
será suficiente partir, como cuestión de hecho, de la constatación siguiente: que,
al menos las técnicas o investigaciones científicas de los más diversos campos
culturales (y no sólo las investigaciones ejercidas en los campos naturales o
matemáticos) mantienen una firme voluntad de abstención en sus trabajos de
cualquier planteamiento filosófico. El lingüista que investiga el proceso de
diptongación de las vocales latinas en las lenguas románicas, no quiere, ni acaso
necesita, saber nada acerca de la «libertad creadora», o de la «espiritualidad»
del lenguaje humano en general; el investigador positivo de las religiones propias
de las más diversas sociedades humanas, primitivas o recientes, no quiere saber
nada (como dice, por ejemplo Evans-Pritchard) acerca de la verdad y ni siquiera
del origen de los dogmas de esas religiones (cuestiones que ninguna filosofía de
la religión podría poner entre paréntesis). También es cierto que tampoco cabe
hablar «en general»: mientras que la antropología del parentesco tiene un ancho
margen para investigar, fuera de toda preocupación filosófica, el origen y aun la
verdad funcional de las diferentes formas de familia (la poligamia tendrá que ver
con los pueblos pastores y agricultores, la poliandria, generalmente ligada a la
institución de la «occisión de las hembras recién nacidas», tiene que ver con
pueblos que sólo disponen de terrenos cultivables muy reducidos), en cambio
los antropólogos que investigan el «origen de la Idea de Dios» difícilmente
podrán prescindir de todo presupuesto filosófico (las investigaciones de Wilhelm
Schmidt y su escuela presuponían explícitamente la doctrina tomista de las cinco
vías para llegar racionalmente al conocimiento de la Idea de Dios; una doctrina
que, según ellos habrá de suponerse ejercitada ya por los pueblos más
primitivos).

A pesar de todo partimos, como si fuese un «hecho académico», del


reconocimiento habitual de las profundas diferencias entre las «disciplina
culturales» o «humanísticas», que mantiene una orientación técnica o científico

33
positiva (la Lingüística, la «Ciencia de la religiones comparadas», la Historia del
arte, o la Antropología política) y las «disciplinas culturales» o «humanísticas»
que mantienen una orientación filosófica (la Filosofía del Lenguaje, La Filosofía
de la Religión, la Filosofía del Arte, la Filosofía Política...). Y este reconocimiento
es, en principio, independiente del alcance y valoración que se otorgue a las
disciplinas de las diferentes clases (es frecuente, por parte de muchos
investigadores científico-positivos de la cultura, considerar a las disciplinas
filosóficas como mera retórica o, a lo sumo, como ciencia en estado infantil), y al
alcance y valoración de sus relaciones (¿las disciplinas científico-positivas
tienen, respecto de las correspondientes disciplinas filosóficas, una
independencia mayor, incluso absoluta, de la que puedan tener las disciplinas
filosóficas respecto de las ciencias positivas? ¿hasta que punto hay que tener en
cuenta la enorme influencia de hecho que sobre las investigaciones realizadas
en el campo de las ciencias culturales han ejercido o siguen ejerciendo escuelas
filosóficas tales como la Fenomenología de Husserl, el Materialismo histórico
marxista o el «Existencialismo»?).

3. Por nuestra parte, ensayaremos la aplicación de ciertos criterios


procedentes de la teoría del cierre categorial, que presuponen la organización
categorial de los campos susceptibles de recibir un tratamiento técnico o
científico-positivo. Decir que una disciplina está organizada categorialmente
equivale a afirmar que si ella logra resultados efectivos, y no sólo intencionales,
es en la medida en que ella se mantiene en la inmanencia de una categoría, que
justamente se delimita «desde dentro», es decir, a partir de los procesos mismos
de construcción tecnológica o científico positiva. La «organización categorial» de
la Geometría excluye la posibilidad de demostración de un teorema geométrico
apelando a métodos sociológicos, o físicos o biológicos; la «organización
categorial» de una ciencia biológica (en la medida en que sea irreducible a la
condición de ciencia físico-química) excluye la posibilidad de construir una
morfología orgánica (la figura de una bacteria, o la de un bazo, o la de un ojo)
utilizando únicamente conceptos bioquímicos. Las construcciones más firmes de
la Geometría, de la Mecánica o de la Biología son aquellas que, procedentes sin
duda de construcciones técnicas precursoras, y mediante el cierre establecido
dentro de sus categorías respectivas, logran establecer verdades científicas. La
exaltación, creciente en nuestros días, de las ventajas de la interdisciplinariedad
en la investigación tecnológica y científica perdería todo su sentido si no se
tuviese en cuenta la categoricidad previa de las disciplinas respectivas.

Atendiendo a la etimología del término concepto (que conserva la referencia


a las operaciones manuales que tienen que ver con el capere latino: agarrar con
el puño, «cazar», ajustar») venimos llamando «conceptos» a todas las
configuraciones procedentes de operaciones técnicas o científicas que logran
una delimitación más o menos precisa en su campo, ya sea (para atenernos al
«eje sintáctico») en el terreno de los términos (concepto de triángulo, de
34
circunferencia, &c., del Libro I de Euclides), ya sea en el terreno de
las relaciones (conceptos de igualdad, de congruencia, de homotecia...) ya sea
en el propio terreno de las operaciones (concepto de adición, producto,
diferenciación).

Los conceptos científicos son los ejemplos más plenos de conceptos


categoriales estrictos. Pero por su categoricidad, sin duda no siempre plena (y
en muchos caso, deficiente), también consideraremos como conceptos a
muchas figuras técnicas o tecnológicas sobre todo si tienen un carácter
mecánico (por ejemplo el concepto de «motor de dos cilindros») pero también si
mantienen un carácter mágico (el ceremonial romano conocido
como suovetaurilia podría considerarse como un concepto cuya naturaleza
«mágica» no supone la ausencia de una voluntad de delimitación positiva de un
campo de influencia propio: si el análisis de Hofpner es aceptado, el oficiante
comenzaba delimitando –es decir conceptualizando de modo positivo– el área
en la cual podría ejercerse «bajo control» su poder mágico, haciendo dar tres
vueltas alrededor del terreno marcado al cerdo, al carnero y al toro, a los cuales
sacrificaría más tarde a fin de conseguir que su sangre comunicase su energía
al campo laborable).

Ahora bien, es suposición central de la teoría del cierre categorial que la


conceptualización de los términos, operaciones y relaciones de un campo
categorial dado no «agota» la materia real contenida en ese campo. La
morfología de un bazo, de un pulmón o de una bacteria, no «agota» la integridad
de la materia contenida en el bazo, en el pulmón, o en la bacteria. La
configuración triangular no «agota» la realidad de la materia configurada
triangularmente.

Este carácter abstracto de la conceptuación categorial explica, por un lado,


la posibilidad de la interdisciplinariedad, en cuanto al desarrollo de nuevas
construcciones tecnológicas o científicas; pero explica, por otro lado, la
posibilidad de las Ideas entendidas como resultantes de la confrontación de
conceptos vinculados a diferentes categorías, en el momento en el cual estas
categorías estén siendo «desbordadas» precisamente en función de la
comunidad de materiales que no quedan agotados por la conceptuaciones
correspondientes. Según esto las Ideas, ni «bajan del cielo» (como pudo pensar
San Agustín o Descartes) ni «emanan de la conciencia o de la razón pura»
funcionando en régimen de «vacío» de cualquier contenido categorial (como
pensó Kant, y sucesores). Ni son, por consiguiente, intemporales o coeternas:
las Ideas tienen una historia, y, por ejemplo, la propia Idea de Dios de la Teología
natural, lejos de ser una Idea eterna solo habrá comenzado a funcionar en
sociedades civilizadas relativamente recientes del primer milenio anterior a
nuestra era.

35
Las Ideas proceden, en suma, de conceptuaciones previas; de
conceptuaciones tecnológicas o científicas. Si nos atenemos a las tres Ideas por
antonomasia de la tradición escolástica vigente aún en Kant (es decir, a la Idea
de Mundo, la Idea de Hombre y la Idea de Dios), podemos ensayar esta tesis: la
Idea de Mundo no sería una suerte de «secreción» de la razón pura funcionando
por silogismos hipotéticos, sino una construcción límite procedente acaso de un
objeto técnico, el «cofre de la novia» (o mundus) ampliado a dimensiones tales
que lo hagan capaz de contener a todas las «joyas» que Dios creador haya
podido ir introduciendo en su interior. Ni la Idea de Dios procedería de lo alto, ni
de la razón subjetiva pura ejercitando los silogismos disyuntivos, sino de las
experiencias técnicas o políticas con animales numinosos de muy distintas
especies y géneros. Tampoco la Idea de Alma, humana o animal, procede de
vivencias internas dadas en la conciencia, sino de sensaciones «propioceptivas»
compuestas con representaciones de otros hombres o animales que se mueven
o se transforman en cadáveres. Y en cualquier caso, el número de Ideas, que la
historia ha ido acumulando rebasa ampliamente las tres ideas tradicionales.

En la medida en la cual las Ideas derivan de conceptos, cabría considerarlas


como conceptos ampliados transcategoriales o como «conceptos de segundo
grado».

Si las disciplinas técnicas o científicas las referimos siempre a formas de


conceptuación técnica o científico-positiva, las disciplinas filosóficas las
referiremos, siguiendo la tradición platónica, a la Ideas (Kant, como es sabido,
ensayó la redefinición de la filosofía metafísica por su referencia a las tres Ideas
consabidas, a la Idea antropológica, a la Cosmológica, y a la Teológica)

Las fórmulas precedentes permiten ensayar una concepción de la filosofía


más precisa (incluso más positiva) de la que puedan alcanzar las concepciones
de la filosofía como «investigación de la primeras causas» o de los «primeros
principios» o como «meditación sobre el Ser» o «meditación sobre la Nada» o
«meditación sobre la Muerte». Entendemos la filosofía, tal como se ha
desarrollado históricamente en la tradición helénica, como análisis y
confrontación de las Ideas, por oposición al análisis y confrontación de los
conceptos que caracterizan a las ciencias positivas. Y en la medida en que las
Ideas procedan de conceptos, reconoceremos como característica de la filosofía
la condición de saber de segundo grado.

4. Si aplicamos ahora la distinción entre conceptos e Ideas a los «campos


de la Cultura» obtendremos la posibilidad teórica de clasificar los términos de la
constelación semántica «cultura» (aunque estos términos, en cuanto a sus
significantes, no se reduzcan al significante mismo «Cultura», como pueda ser
el caso de los términos paideia, crianza, Bildung,...) en dos grandes clases:

36
aquella a la que pertenecen los términos culturales que expresan conceptos
culturales y aquella otra en la que puedan incluirse los términos que expresan
Ideas vinculadas a la cultura o a los componentes de la cultura. Los términos o
significantes que están afectados por el «coeficiente cultural» expresarán
muchas veces acepciones del propio significante «cultura»; otras veces serán
términos que expresan conceptos o Ideas que forman parte del entramado de
algún campo cultural, y no, por ejemplo, del entramado de algún campo natural:
«vaso campaniforme» es un significante que nos remite a un campo
cultural; termes lucifugus es un significante que nos remite a un campo natural.

Ahora bien, la clasificación de los términos culturales en estas dos clases


«teóricas» no es obviamente la única clasificación posible y pertinente en
cualquier contexto. Cabe ensayar otros criterios de clasificación relativamente
independientes del criterio según el cual distinguiremos los conceptos y las ideas
de cultura; independencia que no ha de entenderse como separabilidad absoluta
de las diversas clasificaciones, sino como disociabilidad de las mismas, a saber,
la que se deriva de la posibilidad de componer o «cruzar» las clases obtenidas
a partir de un criterio determinado con las clases obtenidas a partir de otro
criterio. Si lográsemos determinar un conjunto de criterios que pudieran cruzarse
mutuamente (lo que garantizaría su disociabilidad), podríamos afirmar que nos
encontraríamos ante un sistema clasificatorio que podría ser representado en
una tabla de clasificación (en este caso, la Tabla I).

A continuación presentamos un sistema de cuatro criterios de clasificación


de los términos que expresan o bien acepciones del propio término «cultura» o
equivalentes, o bien otros de términos de su misma constelación semántica.

5. El primer criterio que tendremos en cuenta es el que resulta de la


aplicación al campo de la cultura de la distinción general que venimos
considerando, a saber, la distinción entre conceptos e Ideas. Según este criterio
(decisivo, frente a quienes tienden a considerar que todo pensamiento sobre la
cultura implica ya una Idea de la cultura) los términos que tienen que ver con la
Cultura se clasificarán en uno de estos dos grupos: el de los «conceptos
culturales», y el de las «Ideas sobre la Cultura».

A tenor de la distinción general, veremos a los conceptos culturales como


determinaciones de un campo cultural en el que una parte aparece «recortada»
respecto de otras partes de ese campo. Según esto, los conceptos culturales
estarían construidos desde una perspectiva diamérica, respecto del campo
cultural de referencia. El concepto cultural «cultura azteca» se delimita frente al
concepto de «cultura maya» o frente al concepto de «cultura incaica». En
cambio, las Ideas que tiene que ver con los campos culturales estarían en
principio organizadas desde una perspectiva metamérica respecto de los

37
campos culturales considerados en su propia inmanencia. Estas ideas se
organizarían preferentemente en el momento en el cual los conceptos culturales,
en lugar de mantenerse en su contextos diaméricos propios, se considerasen
según las conexiones que ellos puedan mantener con otros términos
«exteriores» a las partes constitutivas del campo cultural.

Por lo demás, y en general, las Ideas culturales presupondrían conceptos


culturales previos. La Idea de cultura, en concreto, lejos de «bajar del cielo» o
«emanar de la conciencia pura de los hombres» (como hoy pretenden diversas
escuelas idealistas) proceden de conceptos y aun de conceptos técnicos
previamente establecidos. Sabido es que la Idea de cultura animi (expresión
que, en Cicerón y en otros clásicos latinos, desempeña la función de una Idea, y
no meramente de un concepto, sin perjuicio de que, a su vez, esta Idea pueda
ser reducida a la condición de un concepto de Cultura que se desprenderá
ulteriormente de la Idea) procede del concepto técnico de agri-cultura; un
concepto operatorio que nos remite a las operaciones de labrar, sembrar o
cosechar las tierras vírgenes («naturales»). La expresión «cultura» sigue
significando en español hasta el siglo XVIII y XIX el mismo concepto técnico
original vinculado a la agricultura («culturas de Oviedo» = cultivos o campos
cultivados en los alrededores de Oviedo; y lo que es más interesante, dado el
contexto lingüístico, es un cartel que puede leerse en Maguncia –y que había
sido recuperado en el departamento del profesor Grätzel– con la
inscripción: Kulturen betreten vervoten, es decir, «Prohibido entrar en los
cultivos»). Ahora bien: cuando metafóricamente se sustituyen las tierras vírgenes
(sin cultivar) por las almas salvajes (infantiles, intactas) comenzaremos a hablar
del cultivo de estas almas vírgenes mediante las disciplinas de la educación o la
conformación; un cultivo que dará un nuevo aspecto a las «almas cultivadas» y
unos frutos nuevos. Hablaremos de la cultura animi no tanto como un nuevo
concepto, sino como una Idea que se hará equivalente nada menos que con la
Idea «humanística» del hombre libre: la cultura animi, las «humanidades» –es
decir, todo aquello quoad humanitatem pertinent– definirán a los hombres libres
con respecto de las bestias, pero también con respecto de los esclavos –bestias
parlantes– y con respecto de los bárbaros.

La transformación de un concepto categorial de cultura en una Idea de


cultura puede tener lugar de muy diversas maneras. Por ejemplo, partiendo del
concepto categorial «Europa» (concebido como una «esfera cultural») puedo
regresar a la Idea universal-distributiva misma de «esfera cultural», abstrayendo
sus componentes específicos; pero puedo también, por vía de progressus, erigir
a «Europa» en el prototipo o modelo atributivo de cualquier otra «esfera cultural»
que aspire a ser considerada como verdaderamente humana (como lo hizo
Husserl en su Krisis).

38
6. El segundo criterio para clasificar los términos culturales, (tanto si nos
remiten a significados que tienen forma de conceptos como si nos remiten a
significados que tengan forma de Ideas) se apoya en la oposición entre lo que
es particular o específico (hablaremos de «términos culturales determinados») y
lo que es universal o genérico (respecto del «todo complejo» constituido por los
campos culturales, para seguir la fórmula de Tylor).

Esta distinción es funcional y, por tanto, sus valores dependen de los


parámetros que tomemos en cada caso. En ningún caso habrá que suponer que
los conceptos queden del lado de lo particular o específico mientras que las Ideas
deban situarse del lado de lo universal o genérico. Lo importante es constatar
cómo los conceptos culturales pueden alcanzar un grado notable de
indeterminación o generalidad («cultura de un pueblo» es término que suele
figurar como concepto etnológico genuino) y cómo las Ideas culturales pueden
mantener su vinculación a determinaciones particulares muy precisas, como es
el caso de la Idea de la latinitas erigida en la Antigüedad o en el Humanismo
renacentista como prototipo de la cultura más genuina.

7. Como tercer criterio de clasificación de los términos culturales tomaremos


la distinción que media entre la cultura subjetual (por ejemplo, la cultura animi) y
la cultura objetual. Con la cultura subjetual tiene que ver todo aquello que se
pone en referencia con las modificaciones, adquisiciones, habilidades, &c., de
un sujeto corpóreo operatorio, como sustrato que recibe hábito o capacidades,
ya sea como consecuencia de un cultivo, formación o disciplina características,
ya fuera, si se aceptase el punto de vista teológico o espiritualista, como
consecuencia de una ciencia inmanente e infusa. Lo que tiene que ver con la
cultura objetual es todo aquello que suponga que existe, no ya tanto como
residiendo en el sujeto operatorio, cuando actuando fuera de él, ya sea como
Cultura extrasomática material, ya como Cultura intersubjetual (intersomática o
social). Para decirlo de un modo más expresivo: mientras que la Cultura subjetual
se sostiene en el sujeto operatorio, es el sujeto operatorio quien aparece
sostenido y envuelto por la Cultura objetiva.

Es muy importante tener en cuenta que la distinción entre cultura subjetual


y cultura objetual no ha de entenderse simplemente como una distinción entre
dos entidades exteriores, que acaso sean capaces de yuxtaponerse o de
coexistir pacífica o polémicamente. La oposición entre estas dos modulaciones
de la cultura se parece más a la oposición que los geómetras llaman «oposición
dual» (como pueda serlo la oposición que media entre el punto y la recta del
plano euclídeo). En la oposición dual, cada término presupone el opuesto y aun
se define por su mediación: el punto es la intersección de infinitas rectas y la
recta es una coalineación de infinitos puntos. Desde una perspectiva
materialista, no hay posibilidad de admitir una cultura subjetual que no diga

39
referencia a la cultura objetual, como tampoco hay posibilidad de admitir una
cultura objetual que no diga referencia, al menos oblicua, a una cultura subjetual.

8. El cuarto y último criterio que tendremos en cuenta se acoge a la conocida


distinción de Pike entre la perspectiva emic y etic. Estas perspectivas se
constituyen según que, en el momento del análisis, nos situemos o bien en el
punto de vista del agente, o bien fuera de él. La distinción de Pike, expuesta
desde coordenadas espiritualista es susceptible de una reconstrucción
materialista (puede verse nuestro libro Nosotros y Ellos, Pentalfa, Oviedo 1990).

Aplicada al campo que nos ocupa, convendría advertir que la


distinción emic/etic puede incorporar respectivamente, o bien la actitud práctica
(«comprometida») del analista que identifica o rechaza los contenidos culturales
considerados (por tanto, la actitud de quien valora, positiva o negativamente,
estos contenidos) o bien la actitud distante (o «no comprometida», llamada a
veces «especulativa») de quien pretende mantener una actitud neutral («libre de
valoración»). La situación «desde fuera» es ambigua dado el carácter negativo
de su definición («no emic»). Son posibles muchas perspectivas «exteriores»,
existen muchas plataformas externas respecto de un contenido cultural
determinado.

¿Y cómo es posible reconocer siquiera la posibilidad de situarse etic no ya


ante una determinación cultural cualquiera sino ante la cultura humana en
general? Sugerimos que acaso sea el punto de vista de la Etología el único que
abre la posibilidad (al menos desde las coordenadas del materialismo) de una
consideración etic de las culturas humanas en general.

40
Tabla I
Conceptos de Cultura e Ideas de Cultura
(gnoseológica)

Criterio 1 Conceptos Ideas Criterio 1


Criterio 2 (de Cultura) (de Cultura) Criterio 4
1a 2a 5a 6a
Mi habilidad para Mis «culturas» Habitus Latinitas Perspectiva
injertar árboles (cultivos, tierras Cultura animi Europa(Husserl, emic
cultivadas) Ortega)
Cultura 1b 2b 5b 6b
determinada
(a esferas o a
Habilidades de Otras culturas Educación La cultura
componentes injertar abribuidas a (mesopotámicas, Paideia egipcia como
culturales) otros hombres mayas), otros Bildung matriz de otras Perspectiva
componentes culturas etic

culturales
(cabezas
jíbaras)
3a 4a 7a 8a
Educación, paideia... Instituciones Espiritualismo Espiritualismo
de las sociedades culturales de humanista sobrehumanista Perspectiva
en general casa sociedad, emic

«culturas
circunscritas»
Cultura
Indeterminada 3b 4b 7b 8b
Totalizaciones fenoménicas Naturalismo Materialismo
(subjetivas y objetivas) de esferas y anticultural o cultural
Perspectiva
componentes en el sentido de Tylor infracultural Espiritualismo etic
organicista
(Frobenius,
Spengler)
Cultura desde
Criterio 2 Cultura desde Cultura desde Cultura desde Criterio 4
perspectiva
Criterio 3 perspectiva subjetual perspectiva objetual perspectiva objetual Criterio 3
subjetual

Sección II
Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura
La Tabla II como tabla ontológica.

1. En la Introducción a este ensayo hemos presentado la Ontología de la


Cultura como un análisis de la Idea de Cultura (y, a su través, de los conceptos
de cultura) definido, no ya tanto como una penetración «en el ser de la Cultura»
en si mismo o absolutamente considerado, sino como una confrontación de la
Idea de Cultura (y a su través, de los conceptos de Cultura) con los tres núcleos
en torno a los cuales se organizó tradicionalmente la Metaphysica specialis: el de
Natura, el de Homine y el de Numine. (Dejamos de lado la cuestiones que podría
suscitarse al confrontar la Idea de Cultura con el «Ser» en cuanto núcleo de
la Metaphysica generalis). Los tres núcleos de la Methaphysica specialis se
reflejan en la Ontología Especial materialista a través respectivamente de los
Tres Géneros Máximos de materialidad: la materialidad primogenérica (M 1,
coordinable con la Idea Cosmológica), la materialidad segundo genérica (M2,
coordinable con la Idea Antropológica), y la materialidad terciogenérica (M 3,

41
coordinable con la Idea Teológica). En los Ensayos materialistas del autor
(Taurus, Madrid 1972) y en el opúsculo Materia (Oviedo, Pentalfa 1990, que
corresponde al artículo encargado por la Europäische Enzyklopädie zur
Philosophie und Wissenschaften que dirige el profesor Hans Jörg Sandkühler)
puede encontrarse una exposición más detallada de estas cuestiones.

En la ocasión presente, se trata de utilizar los tres géneros de la materialidad


como criterios para establecer las principales ideas alternativas a través de las
cuales se nos presenta la posibilidad de reconocer una «Ontología de la Cultura»
o, si se prefiere, una Filosofía de la Cultura desarrollada desde una perspectiva
ontológica, antes que desde una perspectiva gnoseológica.

2. Al confrontar las ideas sobre la cultura con la Idea Cosmológica (M1)


constatamos, como alternativa fundamental, la posibilidad de desarrollar la Idea
de Cultura en la línea del espiritualismo por un lado, o, por otro lado, la posibilidad
de desarrollar la Idea de Cultura en la línea del materialismo.

Cuando hablamos de «espiritualismo» nos referimos a la acepción filosófica


y no meramente mitológica (que es la que interesa a los etnólogos y
antropólogos) de este término. En efecto, «espiritualismo» como concepto
etnológico (muy próximo al concepto de «animismo», tal como lo expuso Tylor)
designa un conjunto de creencias (extendidas en la mayor parte de las
sociedades, y no sólo «subdesarrolladas», sino también «desarrolladas») según
las cuales existen ciertas entidades incorpóreas (o dotadas de cuerpos sutiles,
de naturaleza gaseosa, pneuma) que, o bien residen en el interior de los cuerpos
orgánicos (animales, hombres) pero pudiendo en general desprenderse de ellos
en ocasiones determinadas, o bien residen en lugares cercanos a la Tierra (por
ejemplo en su envoltura atmosférica) o, a veces, en lugares lejanos a la Tierra
ocupados por los planetas o por las estrellas fijas. Estos espíritus, son conocidos
como animas, demonios o entidades espirituales (en el «espiritismo»).

La concepción filosófica del espíritu (aunque tiene que ver sin duda con los
«conceptos etnológicos»), es más abstracta. Espíritu, desde el punto de vista del
sistema hilemórfico de los antiguos, es una Idea límite; en el sistema hilemórfico,
toda entidad real, finita y corpórea ha de considerarse como compuesta de un
principio pasivo llamado materia (hyle) y de uno activo llamado
forma (morfé).Ahora bien, del compuesto hilemórfico derivarían, por abstracción
y paso al límite, por un lado la Idea de una «Materia amorfa» (separada de toda
forma), que algunos identificarán con una «materia prima» común y aún previa
a todas las entidades existentes, y, por otro lado, la Idea de una «Formas
separadas» (de la materia) pero conservando el principio de su actividad y, por
tanto, su «inteligencia», que culminará en la Forma Suprema, entendida como
Acto Puro en la tradición aristotélica. Las entidades espirituales, en cuanto

42
formas activas separadas, en tanto siguen constituyendo parte del Mundo natural
o cósmico serán identificadas una veces con la almas espirituales actuantes en
los hombres (según la tradición agustiniana, renovada en la época moderna por
Gómez Pereira –en su doctrina del automatismo de las bestias– y por Descartes)
o bien con las formas separadas activas identificadas con los ángeles entendidos
como Inteligencias Separadas (Suárez, Disputación XXXV).

Si quisiéramos establecer un común denominador entre el espiritualismo


etnológico y el filosófico, frente al materialismo (a fin de evitar las dificultades que
presenta una definición directa de la materia) acaso el mejor procedimiento fuera
acudir a la mediación de la Idea de la Vida. Con relación a esta idea definiríamos
el espiritualismo como el rótulo de toda concepción que admite la posibilidad de
la vida de entidades separadas de los cuerpos orgánicos; en función de esta Idea
definiríamos el materialismo como el rótulo de cualquier concepción que vincula
internamente la vida a los cuerpos orgánicos. En el sistema de Gómez Pereira o
en el de Descartes, por ejemplo, se presupone que el espíritu incorpóreo sigue
viviendo aún cuando el cuerpo orgánico (un autómata), sobre el cual el actúa,
haya sido descompuesto. Y cuando ese espíritu actúa sobre la máquina
orgánica, se supondrá que su vida y, en general, su actividad es independiente
del movimiento de esa máquina que, en cuanto automática, ni siquiera podría
decirse que vive, y menos aun que siente, percibe, desea o piensa.

Ahora bien: el espiritualismo, definido como forma separada activa, es una


idea que se recorta obviamente en el ámbito de la Idea Cosmológica, mediante
un postulado de desconexión de ciertos contenidos de esta Idea respecto de los
restantes. Las formas separadas activas podrán ser concebidas como partes de
la Naturaleza, e incluso podrán ser consideradas como espíritus actuantes y en
cierto modo vivientes («la cultura como ser viviente») en la medida en la cual se
les supone una capacidad creadora, una «vis activa» independiente del resto de
las partes del universo cósmico (y esto sin perjuicio de que, a veces, pueda
concebírselas como dependientes de un Espíritu universal cósmico y a veces
trascendente, de naturaleza divina).

El materialismo, en cambio, niega la posibilidad de que existan entidades


espirituales, y entre otras razones, porque si se aceptase esta posibilidad
quedaría en entredicho el llamado «Principio de la conservación de la energía»
(que se levantó precisamente en contra de ese género de espiritualismo
biologista que, durante el XIX, se denominó «vitalismo»).

Así definidos tanto el espiritualismo, como el materialismo se nos presentan


como alternativas que se abren camino en el ámbito mismo de la Idea Cósmica,
de la «Naturaleza».

43
Y cuando aplicamos estas definiciones del espiritualismo y del materialismo
al campo de la cultura tendremos que considerar como espiritualistas a todas
aquellas concepciones que atribuyan la génesis y estructura de las formas
culturales a un proceso creador o «poietico», que «emerge» acaso de algún
sustrato humano, de algunos o de todos los pueblos y que se despliega orientado
por un destino propio independiente de la materia corpórea a la que acaso utiliza
instrumentalmente. Hablaremos de materialismo cultural cuando reconozcamos
la necesidad de descubrir en cualquier proceso de «creación» o «producción
cultural» la influencia determinante de otras formas o energías corpóreas,
orgánicas (humanas o protohumanas), inicialmente pre-culturales; influencia a
través de la cual el desarrollo de las formas culturales habría de quedar
«intercalado» en procesos cósmicos «envolventes» y muy especialmente
vinculado con los procesos de formación y desarrollo de las llamadas «culturas
animales».

3. Cuando confrontamos la Idea de Cultura con la Idea antropológica (en la


que se contienen fundamentalmente los sujetos operatorios) las alternativas de
desarrollo son múltiples, pero podríamos reducirlas a las siguientes:

(a) una alternativa humanista que tiende a identificar la Idea de Hombre con
la Idea de Cultura. La habitual definición del hombre como «animal cultural»
realiza plenamente esta alternativa, tanto si la definición se interpreta en la línea
del espiritualismo, como si se interpreta en la línea del materialismo cultural.

(b) una segunda alternativa se abrirá a quienes estén dispuestos a separar


la Idea antropológica de la Idea de Cultura. Alternativa de algún modo
«ahumanística», que podría desplegarse en dos versiones: la que considere a la
Cultura como una realidad que se mantiene «por encima del hombre», que
quedará por tanto desbordado por la Cultura («culturalismo sobrehumanista») y
la que considera a la Cultura como una realidad que habría que considerar como
una entidad que permanece por «debajo del hombre» a quien llegará a
corromper (vestigios de este «infrahumanismo de la cultura» pueden perseguirse
en una tradición que va desde los cínicos hasta Rousseau y que encuentra hoy
grandes defensores en militantes «contraculturales», al modo de Zerzan).
También los «antihumanistas radicales» pueden mantener actitudes
contraculturales cuando consideran a las culturas humanas como meros
«aparatos ortopédicos» habilitados por el «mono mal nacido» (Bolk, Daqué,
Klages).

(c) una tercera alternativa se presentará cuando la cultura sea interpretada


como un proceso que no es propiamente ni humano, ni infrahumano ni
sobrehumano, sino sencillamente como un proceso praeterhumano. La génesis
y el desarrollo de la cultura tendrá lugar ahora a través del hombre; pero éste se

44
mantendrá en sus propios ritmos antropológicos característicos, que no tienen
mucho que ver con los ritmos propios del desarrollo histórico de las culturas.

4. La confrontación, en tercer lugar, de la Idea de Cultura con la Idea


teológica es obligada para todo aquel que tome en serio la tesis del origen
histórico de la Idea moderna de Cultura, tal como se presenta en El Mito de la
Cultura, en el que se ha esbozado la tesis según la cual la Idea moderna de
Cultura (y, con ella, los principales contenidos que la integran: lenguajes,
religiones, sistemas políticas, artes, moral, &c.) no ha brotado «ex nihilo» sino
que es resultado del proceso de disolución de la Idea medieval teológico-
dogmática del Reino de la Gracia(otorgada por el Espíritu Santo) y de su
sustitución, más o menos secularizada, por un Reino de la Cultura (expresión del
«Espíritu del Pueblo»). Un Reino de la Cultura llamado a ejercer las funciones
del reino por él eclipsado, las funciones de un principio medicinal, elevante y
santificante. Es cierto que, en virtud del proceso que llamamos «inversión
teológica», que habría tenido lugar en la época moderna, Dios «se vuelve hacia
el Mundo y hacia el Hombre» hasta el punto de llegar a identificarse con ellos, al
menos en el terreno de la filosofía (mantendrá su distinción en la Teología
Dogmática). Desde el punto de vista de la inversión teológica, estaría justificado
«poner entre paréntesis» la Idea teológica en el momento del análisis del
significado de la Idea de Cultura. Pero en la medida en la que es a través de la
Idea teológica como se llega a la propia Idea de Cultura, siempre habrá de
considerarse importante la reconstrucción de las relaciones que la Idea de
Cultura pueda mantener con el Dios trascendente que la propia Idea de Cultura
contribuyó a sepultar en sus seno.

Si confrontamos la Idea de Cultura con la Idea teológica, las dos grandes


alternativas que se nos abrirán será las siguientes:

(T) La alternativa teológica, que actuará cuando en la Ontología de la Cultura


se haga figurar, de un modo más o menos explícito a la Idea Teológica. Y esto
de dos maneras: unas veces, interpretando a todo el «mundo de la cultura»
(conjuntamente acaso con el «mundo de la naturaleza») como «obra de Dios»,
como la misma «creación del universo» llevada a efecto por un Dios que busca
comunicarse simbólicamente con los espíritus finitos previamente creados por
él, a través de las formas culturales (o naturales). La metafísica de Berkeley,
podría, desde la perspectiva de la Filosofía de la Cultura, reinterpretarse como
una onto-teología de la cultura; y, lo que podría parecer paradójico (dada la
textura espiritualista del «idealismo material»), como una ontología materialista
de la cultura, si nos atenemos a la definición que venimos dando del materialismo
de la cultura (como inserción de los procesos culturales en el contexto de otros
procesos cósmicos, que, en nuestro caso se presentan como teológicos). No
estará fuera del lugar advertir aquí que esta interpretación del idealismo material

45
del Berkeley como materialismo de la cultura (a la que nos obliga la concepción
expuesta del materialismo cultural) coincide plenamente con la interpretación
que Fichte hizo, desde su idealismo absoluto, del propio idealismo de Berkeley.

Sin embargo, lo que precede no excluye la posibilidad de una ontología


espiritualista, muy próxima a la Idea Teológica, en el momento en el cual esta
idea comience a aproximarse a la Idea de Hombre en cuanto espíritu creador
identificado prácticamente con el espíritu divino. En el propio Fichte, podríamos
advertir los rasgos principales de esta ontología espiritualista, cuasi-teológica, de
la cultura; rasgo que cabe apreciar también en teólogos católicos del presente
(al modo de Karl Rahner) que tienden a ver en la cultura humana la continuación
de la «creación divina», de «la obra de los Seis días».

(A) La alternativa ateológica tendría que ser recorrida por toda ontología de
la cultura que considere necesario desvincularse de la idea teológica e incluso
oponerse a esta idea (como pudiera ser el caso del «ateismo postulatorio» que
suele relacionarse con Nietzsche, Scheler, o N. Hartmann).

5. Como un último criterio (que podríamos considerar subordinado al criterio


1, y por ello no le adscribimos siquiera un numero de orden, sino que le
atribuiremos el 0) podríamos tener en cuenta la distinción, ya utilizada en la tabla
I, entre la perspectiva subjetual y la perspectiva objetual a fin de establecer un
nexo interno entre la Tabla II (Ontológica) y la Tabla I (Gnoseológica).

Tabla II
Concepciones ontológicas de la Cultura
(ontológica)

Criterio 2
Cultura / Idea
a b
antropológica c
Identificación Separación
(M2) Identificación parcial Criterio 0
Cultura-Hombre Cultura-Hombre
Criterio 1 (praeterhumanismo)
(Humanismo) (sobre, infra Humanismo)
Cultura / Idea
cósmica (M1)
Aa Cassirer Ab Ac N.
Perspectiva
Herder Ortega Romanticismo Hartmann subjetual
A Fichte
Espiritualismo Scheler Hegel
Perspectiva
Frobenius objetual
Spengler
Ba Bb Etologismo Bc Freud
Perspectiva
Berkeley Wilson subjetual
B Moris
Materialismo
Teilhard Morgan Culturas Marx
Perspectiva
de Tylor extraterrestres objetual
Chardin Stewart
Criterio 3
Cultura / Idea T A T A T A Criterio 0
teológica (M3)

46
Final

Concluiremos explicitando dos puntos muy importantes implícitos en la


exposición que precede.

1. El primero tiene que ver con la relación entre las tablas I (Gnoseológica)
y II (Ontológica). Las retículas 1 y 2 sobre las que están construidas las tablas
respectivas, no son «conmensurables» o «coordinables» punto a punto. Ni
siquiera cabe considerar a la Tabla II como una ampliación o «detalle» del
cuadrante constituido por los cuadros (7a, 7b, 8a, 8b) de la Tabla I. Aún cuando
efectivamente la Tabla II pueda coordinarse globalmente con el cuadrante citado
de la Tabla I, no será posible una coordinación punto a punto, debido a que los
criterios utilizados en estas tablas no son siempre los mismos. La Tabla II no
contiene el criterio 3 (que distingue la perspectiva subjetual de la objetual) de la
Tabla I; por su parte, la Tabla I no contiene ni el criterio 1 (que distingue el
espiritualismo del materialismo) ni el criterio 2 (humanismo, ahumanismo,
praeterhumanismo) de la Tabla II.

La «inconmensurabilidad» de las tablas I y II nos depara la ocasión para


constatar la riqueza y variedad de perspectivas desde la cuales podemos
aproximarnos al «campo de la Cultura» y, en particular, para apreciar el
significado del «principio de Symploké» (Platón, el Sofista, 251e-253e) en el
punto en el cual este establece que «no todo está vinculado con todo»

2. El segundo punto tiene relación con la tabla II. Si asignamos a las ciencias
positivas los conceptos categoriales (que, suponemos no agotan la realidad de
sus campos respectivos) y asignamos a la Filosofía las Ideas (que, según hemos
dicho, no proceden del cielo ni de una conciencia a priori sino de los propios
materiales conceptualizados a través de la técnicas y de las ciencias), podríamos
arriesgarnos a concluir:

(1) que no cabe hablar de una «Ciencia Universal de la Cultura» que fuera
capaz de abarcar, no solamente la culturas animales, sino también a las culturas
humanas. Ni siquiera la «Antropología Cultural», definida como «ciencia de la
cultura humana», será algo más que un proyecto utópico, un «fantasma
gnoseológico».

Además es preciso registrar el hecho de la constitución de disciplinas que


aún teniendo una génesis indudablemente cultural (el caso de la Geometría, el
de la Electro tecnología o el de la Física nuclear) no pueden ser consideraras
como «ciencias de la Cultura» (como sugirió Gaston Bachelard). Pero tampoco
pueden ser consideradas en todos los casos como «ciencias naturales»: tal es
la situación de la Geometría. Y este es uno de los principales argumentos para

47
dejar de lado el dualismo dicotómico Naturaleza / Cultura, en nombre del cual
muchos dan por descontado que una disciplina científica que no pueda ser
considerada como ciencia natural habrá de ser necesariamente clasificada como
ciencia cultural.

(2) Si no existe una «ciencia universal de la Cultura», mucho menos podrá


hablarse de una Filosofía de la Cultura como disciplina exenta y relativamente
autónoma. Y no porque la Filosofía de la Cultura no exista, sino porque existen
diversas filosofías de la Cultura incompatibles entre sí tanto en métodos como
en doctrinas. Sólo podrá defender (acaso «deducir») la tesis de una filosofía
autónoma de la Cultura quien presuponga o bien que las «ciencias de la Cultura»
se mantienen en el terreno de la «descripción» de los fenómenos culturales, o
bien que la realidad de la Cultura pudiera ser comprendida dentro de una Idea
de Cultura interpretada como si ella fuese una Idea exenta e inteligible por sí
misma. Solamente desde una «hipótesis extrema» podría hablarse de una
Filosofía de la Cultura como sistema autónomo y exento, a saber: desde la
hipótesis de la reductibilidad de la «omnitudo realitatis» a la condición de «cultura
creada por el hombre» o por Dios. Es decir, desde la hipótesis de una ontología
panculturalista que hemos asociado a Berkeley o a Fichte.

Según esto será preciso concluir que los conflictos entre las diferentes
filosofías de la Cultura no podrán dirimirse en un supuesto ámbito autónomo de
la Filosofía de la Cultura. Será preciso remontarse a otros principios dados, fuera
de la Filosofía de la Cultura y aun de la Cultura misma. No cabe «apoyarse en la
cultura» al menos desde una perspectiva materialista para, desde ella, tratar de
dibujar una determinada concepción del Mundo capaz de resolver las cuestiones
relativas a Dios, al espíritu, a la libertad o a otras cuestiones semejantes. Es la
«concepción del Mundo» la que determina una Filosofía de la Cultura.

Conferencia en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia


leída en lengua alemana por el autor, en traducción de Nicole Holzenthal,
el día 14 de mayo de 2002, al presentar Der Mythos der Kultur

48
Función social de la Universidad Popular
Gustavo Bueno

Conferencia pronunciada en el acto de inauguración de las actividades conmemorativas de los


veinte años de la Universidad Popular de Gijón

Introducción

1. Veinte años es una cantidad de años que ya puede considerarse como


una «fracción (parte) formal» del siglo; y, desde luego, rebasa ya los quince o
dieciséis años de duración de una generación, considerada como la unidad del
ritmo histórico desde Tácito hasta Dromel (cuyo libro lleva la cita de Tácito) y
Ortega.

2. Decimos esto porque si la vida individual se mide por años y la vida social
o histórica de las instituciones se mide por siglos o por generaciones, la
Universidad Popular de Gijón ya ha traspasado las medidas de una vida
individual y ya puede considerarse como una institución consolidada.

3. La Universidad Popular tiene ya historia. Ya pueden contarse en ella


«generaciones» de gestores, profesores, alumnos. Se inició en los días de la
victoria socialista en las elecciones del Ayuntamiento de Gijón, y en las de
España. Hay que considerarla por tanto como un proyecto que, aunque tenga
precedentes, sin duda, fue puesto en marcha por el Ayuntamiento de Gijón en el
mismo año en el cual el Partido Socialista Obrero Español inició su etapa de
gobierno, durante una generación. Esperamos que la vida de la Universidad
Popular de Gijón se mantenga en lo sucesivo, cualquiera que sea el signo político
de los tiempos.

I. ¿Qué vamos a entender por «función social» de la Universidad Popular?

1. «Función social» es expresión que puede entenderse en un sentido


genérico, el que se deriva de tomar el término «social» como referido a la
sociedad humana, en general. Es el sentido que alcanzaba en el sintagma
«Universidad y Sociedad», que constituyó durante los años sesenta y setenta un
tema incesante de conferencias, mesas redondas, debates, &c. Yo he
pronunciado por lo menos quince conferencias sobre este tema en aquellos

49
años; confieso que dedicaba su primera parte a criticar el título que se me había
propuesto.

a) Que la Universidad Popular, como institución, tiene una función social que
la «justifica» y la «exige» es una tautología; puesto que toda institución es social
y sólo por serlo nace, vive y hasta muere, según el ritmo propio de las
instituciones.

b) Pero además la Universidad Popular, como universidad, tiene un carácter


social explícito. Porque el nombre de «Universidad» comenzó (con referencia a
instituciones similares a la nuestra) designando una corporación en cuanto tal
(«Universitas» se refería, en principio, no ya a sus contenidos, tareas, misiones...
sino a la asociación, corporación o Universitas Magistrorum et Scholarium; es
decir, la Universitas se refería a una institución ya preexistente,
denominada Schola o Studium generalis.) El nombre de «Universidad», por
antonomasia, fue muy posterior, de finales del siglo XIV. Las universidades más
antiguas de España (por no hablar de otras), como la de Sahagún (fundada por
Alfonso VI) o la de Palencia (fundada por Alfonso VIII, que logró su continuidad
en la de Salamanca), no se llamaron universidades, ni siquiera se les llama así
en las Partidas de Alfonso X.

«Universidad» comienza a ser, en París, una corporación o asociación de


maestros y discípulos que coexiste con las universidades de tejedores o de
talabarteros; sólo que el rasgo que caracteriza a esta nueva universidad no son
las lanzaderas o los cuchillos, sino los libros, o las letras. Por eso estas
universidades se llamaron «literarias», pero no en el sentido actual que opone
las letras a las ciencias, porque también los libros de Algebra o de Aritmética
tenían letras: la distinción no se establecía entre letras y ciencias sino entre letras
divinas y letras humanas, entre estudios o escuelas de Teología dogmática y
estudios o escuelas de Humanidades.

Es cierto que ese «nombre de asociación» (corporación, sindicato, &c.) que


originariamente es la Universitas Magistrorum et Scholarium hoy se ha perdido.
Y no solamente porque, desde finales del siglo XIV, como hemos
dicho, Universitasya designa la institución (a la que siguen acudiendo todavía
hoy maestros y alumnos) sino porque en el caso de las universidades populares,
al menos, ya no hay propiamente «alumnos» (o «discípulos» –de «disciplina»,
que alude a las correas de castigo–) sino «usuarios» o «consumidores» de
cultura. Este es un rasgo muy importante que puede servir para perfilar
diferencias entre las universidades populares y las universidades tradicionales.
Pues las universidades populares de hoy participan de las transformaciones
experimentadas por las sociedades occidentales, no sólo del antiguo régimen a
la democracia, sino de las democracias del siglo XX (anteriores a la caída de la

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Unión Soviética) y las democracias actuales, vinculadas formal y explícitamente
a la sociedad de mercado. Sociedad en la cual los ciudadanos se constituyen
ante todo como usuarios o consumidores de los bienes o productos que la
«sociedad» les ofrece. Incluso en las instituciones hospitalarias el enfermo sale
fuera de la relación tradicional médico/enfermo (relación llamada «paternalista»),
sustituida por la relación dispensador de servicios o bienes/usuario o consumidor
(usuario de quirófano, de bisturí, o consumidor de medicamentos).

2. Si es tautológico hablar, en general, de la «función social de la


Universidad Popular» (en cuanto institución o en cuanto universidad), ¿cómo
podríamos abandonar el terreno de las tautologías o de los encarecimientos
retóricos o propagandísticos?

De la única manera posible: partiendo del reconocimiento de que la


expresión «función social» es una denominación abreviada de pluralidades de
funciones muy diversas. Comparando, confrontando y diferenciando la
diversidad de funciones que pueden corresponder a una institución, podremos
ver las analogías con otras instituciones y, sobre todo, con las más afines, como
son las llamadas «instituciones docentes».

En nuestro caso:

a) Ante todo, la propia Universidad tradicional. Este es, sin duda ninguna, el
término fundamental de comparación de la Universidad popular respecto de la
Universidad tradicional. ¿En qué se diferencian? ¿En qué se asemejan?

b) Pero también será obligada la confrontación con otras instituciones


distintas de la Universidad tradicional, sin perjuicio de conformar una
«constelación» de instituciones afines a la Universidad popular:

i. La Iglesia y en particular las Universidades pontificias, o las instituciones


promovidas por la Iglesia, y que en algunos casos se denominaron «clases
nocturnas».

ii. Los Partidos políticos y sus instituciones «formativas» o docentes, por ejemplo,
sobre todo, las Casas del Pueblo.

iii. Las iniciativas privadas de la llamada «sociedad civil», como pudieron serlo
en su tiempo las Sociedades de Amigos del País, impulsadas por
Campomanes, más tarde los Ateneos, y en nuestros días los Clubs o
Asociaciones Culturales.

51
iv. Por supuesto, todas las instituciones relacionadas con los Museos, los
Teleclubs, y numerosos programas (llamados «culturales», «científicos» o
«educativos») de radio y televisión.

Sólo contrastando las funciones sociales diferenciales podremos esperar


decir algo más preciso sobre la función social de las Universidades Populares.

3. Ahora bien, en el momento de disponernos a analizar la función social de


una institución, es preciso distinguir dos perspectivas que son siempre
disociables, y que a veces llegan a separarse enteramente:

a. La perspectiva nematológica que envuelve, como una nebulosa


ideológica, a toda institución. Es esta una perspectiva en cierto modo emic (si
tomamos a los agentes de su proyecto como referencia). Se trata de las
funciones asignadas de un modo explícito en los preámbulos de sus
constituciones, en sus reglamentos o en sus hojas de propaganda.

b. La perspectiva efectiva (etic) o positiva, es decir, su funcionalismo


efectivo. Es obvio que la determinación de este funcionalismo depende del
sistema de coordenadas que adoptemos.

Lo importante es esto: no interpretar la nebulosa ideológica como una mera


superestructura encubridora, legitimadora o propagandística (como podría
derivarse del análisis del adjetivo «cultural» que suele acompañar a muchos de
los programas o instituciones que se ofrecen corrientemente: y esto lo decimos
en la medida en que sobreentendemos que el adjetivo «cultural» no significa
absolutamente nada, fuera de un adjetivo de prestigio, de propaganda) sino
advertir que ella, aunque sea falsa en lo esencial, incluye determinadas
funciones positivas. No cabe contraponer, por ejemplo, al modo de la
confrontación que Unamuno propuso entre Don Quijote y San Ignacio, el «limpiar
al caballo a mayor gloria de Dios» o limpiarlo «porque estaba sucio». Sin duda
San Ignacio envolvía su operación prosaica en una nebulosa ideológica explícita,
para nosotros: A.M.D.G.; pero también Don Quijote, al limpiar a su caballo
porque estaba sucio, está respirando en una ideología social encarnada en
Rocinante, como un caballo que debe estar limpio, porque él es el instrumento
para su proyecto de caballero andante.

La Iglesia es una institución real que está envuelta por una nematología
definida por ella misma: es una institución divina; e indirectamente dependen de
esta institución divina las Universidades pontificas. Pero de hecho, la Iglesia
Católica, incluso la Iglesia Católica medieval, desempeñaba otras funciones
estrictamente positivas (funciones de banca, de refugio de peregrinos, de sala
de espera, de promoción de gentes humildes, &c.). Hasta las drogas, como

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institución, o las Selmanas Celtas, tienen su nematología: Aldous Huxley, o
Timothy Leary, formularon la ideología de las drogas; la nebulosa ideológica de
las Selmanas Celtas necesita una gran actividad (puesto que, desde luego, no
son celtas); sus funciones positivas son sin embargo otras: asociaciones,
reivindicaciones autonómicas, nacionalistas o racistas, &c.

II. Las funciones sociales de la Universidad facultativa

Como hemos dicho el referente de contraste directo e inmediato, para


nosotros, es la Universidad tradicional o facultativa, puesto que la Universidad
popular se constituye precisamente en función de aquélla. Una función que a
veces se entenderá como opuesta, y otras veces como complementaria.

A. Funciones tradicionales de la Universidad tradicional según la


nematología universitaria estándar:

1. La institución universitaria tiene ya casi diez siglos, y esto sin contar sus
precedentes clásicos, que fueron, por cierto, instituciones privadas: la casa de
Calias –descrita en el Protágoras–, la Academia platónica y el Liceo de
Aristóteles. Sólo una hijuela del Liceo, la Escuela de Alejandría, el Museo,
comenzó a ser lo más parecido a una universidad de nuestros días.
2. Se comprende, por tanto, que las nematologías vayan evolucionando y
cambiando. Es preciso por tanto clasificarlas. Y nos parece que la clasificación
más importante, no solamente por sus fundamentos teóricos, sino por su alcance
práctico, sería la que establece estos dos grupos de nematologías:
las unitaristasy las pluralistas. Podría decirse que las nematologías unitaristas
subrayan el Unusde la Universitas, en tanto que las nematologías pluralistas
subrayan el alia de la etimología convencional (Unus versus alia). En un caso se
presupone que lo que es uno en principio se refracta en diversas partes; en el
otro caso se presupone que «las cosas múltiples» en su origen, se mueven hacia
una unidad, que acaso es sólo externa o superestructural.
3. Ideologías unitaristas. Las ideologías unitaristas las clasificaremos a su
vez en tres tipos, que podríamos poner en correspondencia, prescindiendo del
orden, con las tres edades que Comte asignó al desarrollo de la Humanidad.

a. Ideologías teológicas. La formulación más conocida de este tipo de ideologías


es la que se expresa en la concepción de la Universidad como institución
encaminada a promover la salud, o salvación, de los hombres: la salud del
cuerpo individual, encomendada a la Facultad de Medicina, la salud del cuerpo
social, asignada a la Facultad de Derecho, y la salud del alma o del espíritu,
atribuida a la Facultad de Teología. Como Facultad previa, preparatoria o
propedeútica, la Facultad de Filosofía (natural y moral).

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b. Ideologías positivas. Estas ideologías aparecen sin duda a raíz de la
revolución científica industrial. La Universidad se redefinirá ahora como
institución que tiene por objeto el cultivo de la ciencia, y sólo desde ella, de
sus aplicaciones técnicas e industriales (lo que diferencia a la Universidad,
según esto, de las llamadas Escuelas especiales, Escuelas de artes y oficios,
&c., es su perspectiva científica). La ideología de la ciencia unitaria favorecerá
la concepción de la Universidad en sentido unitarista. Es muy importante tener
en cuenta que la ideología positiva segrega de la Universidad propiamente
dicha a las Facultades de Teología, al menos en los países católicos, que en
España quedan incluidas en las Universidades pontificias.

c. Ideologías metafísicas (humanístico espiritualistas). Quizá estas sean las más


influyentes, aunque con otros nombres, en nuestros días. Han sido
promovidas paralelamente al auge de las llamadas «ciencias culturales»; y en
especial es la ideología universitaria que en España ha divulgado Ortega en
varios escritos suyos y especialmente en su Misión de la Universidad.

Permítaseme dedicar unas palabras a la idea que Ortega tiene de la


Universidad, dada la importancia que esta idea ha alcanzado, teóricamente, en
la nematología de las universidades actuales y su «vigencia» nematológica
(decimos esto porque, de hecho, las ideas de Ortega están enteramente
marginadas en la práctica y en los proyectos universitarios actuales, a pesar de
que se siga citando a Ortega de modo más bien ornamental).

Ortega se situó en las coordenadas generales de este espiritualismo cultural


antipositivista y antimaterialista cuando tuvo que formular su concepción de la
universidad. En su manifiesto Misión de la Universidad, publicado en 1930 (un
año antes de que se presentase en Londres la comunicación de Boris Hessen
sobre las raíces sociales y económicas de los Principia de Newton, que Ortega
ignoró), Ortega comienza «descargando» a la Universidad de todos los
componentes «adventicios» que, sin embargo, suelen ser tenidos como los
verdaderos problemas universitarios. Por ejemplo, Ortega separa los problemas
genuinos de la Universidad de los problemas derivados de la «cuestión social»:
da lo mismo –su esencia es la misma– si a la Universidad acuden los hijos de la
burguesía que si comienzan a acudir, en su día, los obreros. Tampoco le
incumben, según él, las cuestiones organizativas internas; incluso sugiere que el
orden interno de la Universidad no tiene por qué correr a cargo de los
catedráticos, ayudados por la «guardia suiza de los bedeles», sino que podría
ser encomendada a los propios estudiantes (Ortega prefigura así lo que diez
años después sería el SEU, o Sindicato Español Universitario). Según Ortega la
Universidad, la española y la europea, tiene un problema fundamental: que está
des-pedazada, que carece de unidad. Y es obvio que quien se aproxima, desde
una perspectiva unitarista, a la realidad empírica de la universidad española o

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europea, lo primero que tendrá que advertir sería esta falta de unidad,
interpretando la pluralidad real como un des-pedazamiento. Sólo que en lugar de
aceptar, como un hecho, esta pluralidad irreducible de la Universidad, como
consustancial de la institución universitaria, se percibirá como un problema. Un
problema, por tanto, que se le plantea a la Universidad en la medida en que se
suponga que ella tiene una misión propia, a la que corresponde, entre otras
cosas, dirigir su voz propia a las instancias supremas de la política nacional o
internacional.

El unitarismo desde el que se intenta concebir la misión de la Universidad


inspirará a muchos ideólogos que antes y después que Ortega han formulado
esquemas, generales o particulares, relativos a la «autonomía universitaria»,
pero en su sentido más profundo, y no en el sentido meramente administrativo.
Sólo cuando la Universidad haya recuperado la unidad que constituye su
esencia, podrá alcanzar esta soberanía de juicio y consejo que le corresponde,
respecto de la sociedad, y le permitirá pronunciar los manifiestos propios de los
sabios.

Pero Ortega, en la línea de Rickert o de Cassirer, no fundará ya la unidad


de la Universidad en la supuesta unidad de la investigación científica, sino en la
realidad radical de la que, según él, brota esa misma investigación, que
constantemente tiende a desvirtuarse, o a eclipsarse, por la «barbarie del
especialismo»: Ortega propone directamente una Facultad de Cultura, como
núcleo en torno al cual la Universidad podría recuperar la unidad que le
corresponde por esencia. Ortega no entiende, sin embargo, esa Facultad de
Cultura como una Facultad en la que habrían de cultivarse las «ciencias
culturales» de Rickert, sino los grandes esquemas vigentes relativos a la
concepción física del Mundo, de la Historia, de la Vida, ...

Y aquí es precisamente en donde, por mi parte, encuentro el punto más débil


de la formulación que Ortega hizo de la «Misión de la Universidad». Porque esta
Facultad de Cultura es en realidad una Facultad de Filosofía, en la cual la
Filosofía, como la Cultura, habría que entenderla, como es obvio, al modo como
Ortega entendió la Filosofía y la Cultura.

Pero esto es lo que se trata de demostrar. No es un principio del que pueda


partirse para dar cuenta de la unidad de la Universidad y de su supuesta
«misión». El manifiesto de Ortega es, a nuestro juicio, una pseudosolución, que
se sale del marco de los problemas, y a ello se debe, sin duda, el que sus ideas
no hayan sido seguidas de hecho; más aún, si lo hubieran sido, la Universidad
habría quedado prácticamente disuelta.

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4. Ideologías pluralistas. Para el pluralismo, por ejemplo, para el
materialismo filosófico, la Universidad es ante todo un conjunto plural de
instituciones a las que no se les puede asignar una misión propia unitaria. En
general, las disciplinas científicas cultivadas en la Universidad tienen, cada una
de ellas, su propio ritmo, su propio «destino», sin perjuicio de la
interdisciplinariedad. Pero, sobre todo, en la institución universitaria se integran
también «disciplinas» que poco tienen que ver con las disciplinas científicas
estrictas, por ejemplo, las disciplinas artísticas, las literarias, o las jurídicas. Y,
por supuesto, las disciplinas filosóficas. Es cierto que el profesor de filosofía
puede considerarse una y otra vez equiparado, en cuanto profesor, al profesor
de Química o al profesor de Mecánica, por sus cursos, horarios de trabajos,
relación con los alumnos, exámenes, calendarios, derechos y deberes laborales.
Pero esto no hace que la Filosofía pueda quedar anegada por las características
derivadas de la condición genérica de los profesores. Más aún, estas
condiciones genéricas contribuyen a una orientación de la filosofía hacia
direcciones que le son ajenas, sin perjuicio de que con ello se constituya una
nueva especialidad, la filosofía filológica o doxográfica, la «filosofía de profesores
para profesores».

La Universidad, como concepto unívoco, capaz de manifestar la estructura


interna de las diferentes partes que contiene, es una ficción. Por decirlo así, no
existe la Universidad, sino el conjunto de sus Facultades, de sus Departamentos
o de sus Disciplinas. Y esto dicho muy lejos del espíritu del nominalismo. Porque,
al menos es lo que pretendo afirmar, no es que no sea posible un concepto
universal, como pueda serlo el concepto de triángulo. Reconocemos que el
término Universidad es un rótulo que, en el tráfico urbano, designa a una
multiplicidad heterogénea de Facultades, Departamentos, disciplinas, &c., y que
contiene una cierta unidad genérica, incluso unívoca; sólo que esta unidad no es
recta, sino oblicua, es decir, no va referida a alguna estructura genérica interna,
común a todas sus partes, sino a alguna estructura extrínseca, a alguna
superestructura común a esas partes, aún cuando la institución universitaria se
constituye en torno a esa superestructura. Ocurre así con la unidad del concepto
de Universidad como ocurre con la unidad del concepto libro. ¿Quién puede
dudar de que el libro representa un concepto susceptible de definición rigurosa,
incluso unívoca? Solo que este concepto no será interno a los contenidos propios
de cada libro (¿qué tiene que ver un libro de poemas con un libro de
Termodinámica, con una novela o con un catálogo de libros?). La unidad del
libro, del códice, por ejemplo, se funda en su estructura corpórea, en su volumen,
en su encuadernación. Esta estructura es la que inspira a los editores, a los
libreros, en cuanto empresarios industriales o comerciales, el culto al libro, las
Fiestas del Libro (¿de qué libro?, habría que preguntar), la mitología de la
creación de hábitos de lectura de libros (¿de qué libros?). ¿Quién, salvo el
librero, se atrevería a suscribir un manifiesto sobre la «misión del libro»? Pero la
unidad de la Universidad podría equipararse a la unidad de una «encuadernación
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institucional», a la que habrían ido ajustándose las ciencias, artes, disciplinas y
técnicas más heterogéneas.

Si el adjetivo «universitario» dice algo –en particular, cuando se aplica a


sujetos tales como «espíritu universitario» o «vocación universitaria», incluso
«ética» o «moral universitaria»– es porque se opone a lo que no es universitario.
Pero la frontera entre lo que es universitario y lo que no lo es, es una frontera
que parece destinada a separar estratos sociales diferentes, con prestigios
coyunturales también diferentes. Las estructuras vinculadas directa o
indirectamente a clases sociales diferentes que suelen denominarse como
«capas intelectuales» y «capas obreras» de la sociedad (denominación ridícula
desde el momento en el que un obrero mecánico, por ejemplo, necesita ejercitar
su intelecto acaso con mucha mayor intensidad que un profesor o un escriba).
La «vocación universitaria» sólo tendría, según esto, como común denominador,
la aspiración de los individuos o de las familias a lograr la «liberación» de las
actividades «mecánicas» propias de los hombres que se suben a los andamios,
que bajan a las minas o que se mantienen sujetos al tractor; es decir, la
aspiración al ascenso social representado simbólicamente por profesiones tales
como abogado, médico, boticario o economista. Por tanto, el estudiante que,
habiendo terminado su bachillerato, dice sentir, y muy profundamente, una
«vocación universitaria», lo que está sintiendo es su «vocación» (emanada de
su familia, de su medio social) por ingresar en un estamento social constituido
por abogados, médicos, arquitectos o economistas, en tanto estas profesiones
gozan de un prestigio mayor del que suelen tener los obreros industriales, los
agricultores o los ganaderos. La «vocación universitaria» –que, en principio,
podría satisfacerse tanto en una Facultad de Derecho, como en una Facultad de
Medicina, en una Facultad de Física como en otra de Filología semítica– es una
vocación falsa, oblicua, y quien se cree movido por ella para entrar en la
Universidad demuestra estar prisionero en una muy espesa «falsa conciencia».
Quien desea ir a Madrid, a Sevilla, a Valencia o a París en tren, irá a la estación,
no ya movido por una «vocación ferroviaria», sino movido por un interés
determinado hacia el objeto de su viaje. Sólo un maniático iría a la estación
impulsado por su «vocación ferroviaria». Sólo un ingenuo, que en rigor está
desinteresado por cada una de las disciplinas que se cultivan en la Universidad,
puede decir que quiere entrar en la Universidad, o permanecer en ella, impulsado
por su «vocación universitaria».

B. Funciones positivas de la Universidad facultativa.

Las funciones positivas de la Universidad son sin duda múltiples y plurales:

1. Desde luego las funciones científicas, teóricas, doctrinales, aunque no


sean estrictamente científicas.

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2. Pero también otras funciones no científicas, principalmente las de ofrecer
altas titulaciones que permitan el ejercicio de determinadas profesiones.

3. Y desde luego funciones no científicas, de índole doctrinal, aunque con


fuerte carga teórica.

III. La Universidad Popular

A. Funciones sociales de la Universidad Popular en la perspectiva


nematológica.

En muchos lugares podemos investigar la nematología de las universidades


populares, particularmente en los documentos preambulares, en los discursos
de apertura, &c. Buscaríamos en primer lugar estas funciones por contraste con
las de las Universidades facultativas.

1. Ante todo el nombre. «Popular» viene de populus, pueblo, de donde


«público». Pero Universidad popular no es lo mismo que Universidad pública, en
el lenguaje cotidiano. Público se opone a privado (también a la Iglesia o
instituciones privadas). Popular se emplea, en cambio, frente a dos referentes
muy mezclados:

i. En el antiguo régimen el pueblo se oponía a la aristocracia, a los sacerdotes,


a las elites («el pueblo está ilustrado», dice Volney, en Las ruinas de
Palmira,oponiéndolo a la «minoría pequeñísima» de sacerdotes que quieren
mantenerlo en la superstición). Es una denominación que se constata todavía
en las «Repúblicas populares», en cuanto opuestas a las «Repúblicas
burguesas».

ii. En los regímenes democráticos el término popular suele oponerse al término


académico o profesional. Las «clases populares» suelen incluir a los vecinos
de los barrios, a trabajadores no universitarios o no titulados, a profesiones
manuales, &c.

2. «Popular» en Universidad popular se opone sobre todo a la Universidad


facultativa, pero sobre un fondo común. Ante todo, como característica general
de este fondo común, cabría establecer la condición de adultos, mayores de
edad, de los alumnos o de los usuarios. Es decir, de personas que han rebasado
la mayoría de edad, los estudios primarios y, en nuestros días, los secundarios,
pero que no han accedido a la Universidad.

3. Y esto es el principio de una diferencia de clases, de formación cultural o


científica o profesional. En este sentido la Universidad popular se propone mirar

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a estas clases que no han accedido a la Universidad facultativa, y se dirige a
ellas precisamente para cultivarlas, y para cultivar en adelante actividades que
quedan de hecho marginadas de la Universidad tradicional. La llamada
«extensión universitaria» fue asignada como una responsabilidad propia de la
Universidad facultativa.

4. Pero las Universidades populares son en cierto modo la contrafigura de


la Extensión universitaria. Porque se trata de dos corrientes que marchan en
sentido contrario, aunque algunas veces caminen en la misma dirección. Por ello
su confluencia puede llegar a ser turbulenta.

La Extensión universitaria es un movimiento, originado en Inglaterra


(la University extension, que el profesor Stuart de Cambridge fundó en 1871), sin
duda siguiendo precedentes importantes que Leopoldo Palacios señala con
precisión en su libro Las universidades populares, recordando que desde
1800 en Inglaterra existen multitud de asociaciones obreras que seguían la línea
de los institutos mecánicos de Lord Brougham: «todavía en 1845 permanecían
las Universidades inglesas estudiando para sí solas, dentro de sus muros,
separadas del mundo».

La Extensión universitaria es pues un movimiento que tiende a proyectar la


Universidad facultativa (cuyo público era la aristocracia y, sobre todo, la
burguesía o las clases acomodadas rurales o urbanas) hacia el pueblo
trabajador, ya sea para repartir sus riquezas, con espíritu de justicia distributiva,
ya fuera para educarle (como decía ingenuamente Adolfo Posada, refiriéndose
a la Extensión universitaria de Oviedo). En este sentido, la tan ponderada por su
«progresismo y preocupación social» Extensión universitaria de Oviedo, por
ejemplo, mantuvo una actitud política paternalista y aún reaccionaria. En general
las Extensiones universitarias podrían ser vistas como mecanismos de
domesticación del espíritu revolucionario, durante el periodo de 1870 a 1914, o
si se prefiere, desde la Guerra Francoprusiana a la Primera Guerra Mundial, que
formaba la parte más peligrosa de la llamada «cuestión social», exacerbada por
la Comuna de París.

Las Universidades populares surgen en cambio a partir del propio pueblo


trabajador, de sus ideólogos y de las organizaciones obreras. Es el «pueblo»
quien, al margen de la Universidad facultativa, quiere alcanzar la más alta
institución del saber, es decir, la Universidad; y, por ello, se acoge al nombre
(Universidad) porque busca reconstruir la institución «desde el pueblo». Su
fundador, el francés Deherme (que era anarquista), parecía en efecto inspirado
por este principio: que el pueblo, y desde él, alcance los valores máximos que la
historia había concedido a la aristocracia y a la burguesía. ¿No proyectó también
Deherme los «Palacios del Pueblo»? A fin de cuentas es la misma idea que

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inspiró a Lenin la edificación del Metro de Moscú o, en otro orden, a Girón (desde
el Ministerio de Trabajo, no desde el Ministerio de Educación Nacional –que
atendía a las Universidades facultativas–), la Universidad Laboral de Gijón,
creada como alternativa a una Universidad burguesa de Oviedo, que por cierto
había sido quemada por el pueblo, durante la Revolución de 1934.

Sin embargo, se comprende que desde la perspectiva de los partidos


revolucionarios, las Universidades populares, y no sólo la Extensión
universitaria, suscitasen recelos a los propios partidos políticos de izquierda,
como se advierte en manifestaciones del propio Lafargue, de Guesde y, en
España, de Besteiro.

En cualquier caso es importante constatar cómo después de la victoria de la


Revolución comunista, la antítesis que hemos apuntado se mantuvo en lo
esencial:

En la URSS a propósito del Proletkult (Proletarskaya Kultura): una


organización cultural educativa fundada en 1917 (A. Bogdanov, Pletnev) que
negaba la continuidad del progreso de la burguesía y del proletariado;
perspectiva que adoptó el propio Marr, con su delirante teoría de los lenguajes
nacionales, como lenguas de imperios, propias de las clases vencedoras y
explotadoras, que sería preciso sustituir por una nueva lengua internacional
emanada del proletariado victorioso. Lenin, como es sabido, se opuso a esta
corriente: «La cultura proletaria tiene que ser el desarrollo del acervo de
conocimientos conquistados por la Humanidad.» De ahí las primeras medidas
de la nueva Unión Soviética: liquidación del analfabetismo (1919), Facultades
obreras (una especie de escuelas medias anejas a los centros de enseñanza
superior), Asociación de Escritores Proletarios de Rusia (Mijail Sholojov –El don
apacible–, &c., que vuelven en parte a las tesis del proletkult, a raíz de la NEP,
en 1923).

En China la Revolución Cultural de Mao (1960), que entre otras cosas envió
a los profesores de las Universidades chinas a reeducarse segando campos o
realizando actividades paralelas.

B. Funciones positivas

1. En cuanto a la oferta. Las funciones positivas en cursos y talleres de la


Universidad Popular de Gijón es muy variada y precisa. El catálogo de
especialidades formativas es muy amplio y comprende diversas áreas. El área
primera se refiere a ocupaciones tales como la agricultura, animación, expresión
dramática, electricidad, turismo, &c.; en el área segunda se inscriben las
atenciones hacia las necesidades educativas específicas relativas a dinámica de

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grupos, cocina, entorno personal, &c.; el área tercera comprende la formación
cultural y para el ocio (museos, guitarra, &c.).

2. En cuanto a la demanda. La Universidad Popular de Gijón acoge a una


población en torno a las 2.000 personas (frente a las 40.000 de la Universidad
facultativa asturiana). Es cierto, sin embargo, que no cabe mantener la
correspondencia entre la oposición Universidad popular /Universidad facultativa
y la oposición entre lo popular y lo profesional (en el sentido de las profesiones
liberales, asociadas tradicionalmente a la burguesía), porque a la Universidad
facultativa acuden ya en nuestros días estudiantes de todas las clases sociales.

Los varones de la Universidad Popular de Gijón, según encuestas fiables,


parecen preferir los cursos, mientras que las mujeres parecen preferir los
talleres.

En cuanto a los motivos de la demanda, sin duda algunos son supletorios


de la Universidad facultativa, o de Escuelas de Artes y Oficios. Hay sin duda
«usuarios titulados» (aunque en una proporción que no alcanza el 10%). Otros
buscan mejorar su situación laboral (aunque en mucha menor medida). Otros
motivos de la demanda son más específicos de una Universidad Popular:
adquisición y mejora de conocimientos, posibilidad de ampliar relaciones
sociales, participar en actividades culturales y ocupar el tiempo de ocio.

Final

1. Las diferencias en la oferta de la Universidad Popular respecto de la


Universidad facultativa la pondríamos, si no nos equivocamos, no solamente en
los contenidos, sino sobre todo en el modo de ofrecerlos.

La Universidad facultativa procede de modo eminentemente teórico y


doctrinal (ya se trate de una doctrina científica o de una doctrina no estrictamente
científica). De ahí la importancia que en la Universidad facultativa tienen las
Matemáticas, la Física general, las disciplinas de carácter teórico que se
contienen precisamente en las llamadas «partes generales» de las disciplinas
correspondientes (Fisiología, Derecho Penal, Derecho Civil, &c.). Esto es lo que
muchos precisamente reprochan a la Universidad facultativa: que sus
licenciados salen de sus Facultades sin saber «nada en concreto»; acusación
errónea, porque la Universidad facultativa no tiene entre sus fines propios la
formación de técnicos o de profesionales en cuanto tales, sino precisamente el
cultivo de disciplinas científicas o doctrinales de carácter eminentemente teórico.
Precisamente por ello se distinguen las Facultades estrictamente tales de las
Escuelas Prácticas Profesionales, desde las Escuelas para Jueces hasta las
prácticas MIR para los médicos.

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La Universidad Popular procede en cambio de un modo eminentemente
pragmático, prefiriendo aplicaciones prácticas antes que «doctrinas» o «teorías»
–de hecho hay poca Matemática o poca Filosofía; a lo sumo hay en ellas más
bien divulgación biológica o científica, más próxima a esos esquemas que Ortega
asignaba a la Facultad de Cultura.

En la práctica las Universidades populares se interesan sobre todo por


«hacer cosas», incluso se enseña a mirar un cuadro, o se enseña a leer libros,
antes que ofrecer teorías del Arte o teorías de la Literatura.

2. En cuanto a la demanda, la Universidad popular mantiene efectivos sus


proyectos: cubrir las necesidades de una población que no está en general
cubierta por la Universidad facultativa.

Pero esta población –y esto es lo más importante que desearíamos


subrayar– debe comprender también a la misma población facultativa constituida
por todos quienes dejan de ir a una Facultad con respecto de las otras. Aquí es
donde advertimos la fatal influencia de la concepción unitaria de la Universidad
a la que antes me he referido. Sólo cuando enfocamos unitariamente la
Universidad podemos entender sus planteamientos oponiendo globalmente la
«población universitaria facultativa» a la «población no universitaria facultativa».
En una visión pluralista de la universidad la diferencia se establecerá de este otro
modo: «población facultativa propia de una Facultad determinada» (Medicina,
Química, Derecho, Psicología, &c.) y «población no especializada en una
Facultad dada». Pero esta población no especializada, ya esté adscrita a la
Universidad facultativa, ya esté fuera de ella, podría considerarse con todo
derecho como la población potencial de las Universidades populares.

3. Que, de hecho, la población efectiva de las universidades populares


alcance menos del 10% de titulados universitarios superiores, no quiere decir
que no pueda crecer esta fracción en el público potencial. Para ello habría que
incluir ofertas teóricas en proporción significativa. Es cierto que ello depende del
nivel de los usuarios; pero esta cuestión es coyuntural y tampoco hay que olvidar
que ella se realimenta con la oferta. Una parte del público que asiste a
conferencias no facultativas, en las diferentes salas de la ciudad, podría acudir
a cursos teóricos regulares organizados por la Universidad Popular. Y con ello la
propia estructura de la Universidad Popular se aproximaría a lo que puede ser
dentro de la sociedad del presente.

Esto es lo que os deseo, después de felicitaros por tener ya esta institución


en marcha, gracias al Ayuntamiento de Gijón. Permitidme terminar, como
reivindicación de la teoría, con unas palabras de Lenin: «El pensamiento

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abstracto, cuando es verdadero, no nos aleja de la realidad, sino que nos acerca
a ella.»

Reconstrucción de la conferencia pronunciada en el Salón de Actos del Antiguo


Instituto de Gijón, el día 3 de junio de 2002, en el acto de inauguración de las
actividades conmemorativas de los veinte años de la Universidad Popular de
Gijón.

63
La Huelga General del 20J:
un proyecto confuso
Gustavo Bueno

En este artículo se denuncia la confusión que parece existir


entre el proyecto de una Huelga General de signo meramente económico
y el proyecto de una Huelga General Revolucionaria

El 20 de junio pasado las centrales sindicales UGT y CCOO (aunque parece


que UGT llevó la iniciativa) lograron poner en marcha en España el proyecto de
una «Huelga General» de «trabajadores de todas las clases» como protesta
contra un Decreto Ley (el «decretazo») que el Gobierno del PP, presidido por
Aznar, promulgó con el fin de acelerar la reforma de la protección del
desempleo, que afectaba muy especialmente a los trabajadores andaluces
acogidos al régimen del PER (Plan de Empleo Rural: una solución coyuntural,
pero chapucera, que exigía urgentemente su sustitución por otras más dignas).
Por supuesto, el Decreto Ley afectaba a los trabajadores de toda España,
principalmente en lo concerniente al periodo de tramitación de sus seguros de
desempleo (hasta entonces adelantados por la empresa que los hubiera
despedido de un modo improcedente, o en otros supuestos).

La Huelga fue preparada y anunciada minuciosamente, pero sus


motivaciones objetivas no quedaban claras. Tampoco aclararon nada las
interpretaciones de los resultados de la Huelga: el Gobierno y los Sindicatos
dieron versiones diametralmente opuestas. Según los Sindicatos la Huelga
General fue un éxito clamoroso, que detuvo el trabajo en España, según algunos,
hasta en un 90%; según el Gobierno la Huelga fue un fracaso, hasta el punto de
no aceptar que hubiera existido de hecho una Huelga General. Semanas
después de la Huelga, la Secretaría de Estado de la Seguridad Social anunció
que el número de trabajadores dados de baja en la Seguridad Social el día 20
de junio de 2002, con motivo de la Huelga General, estuvo en el entorno del 17%,
o incluso en un porcentaje algo inferior. Desde el punto de vista de la Historia
positiva (la que se escriba dentro de cincuenta o sesenta años) este dato
procedente de la Secretaria de Estado es indudablemente el mejor criterio
objetivo para medir el alcance de una huelga activa (por ejemplo: los funcionarios
docentes, acabadas el 20J las clases pero todavía en periodo lectivo, debían
firmar el oportuno documento para manifestarse en huelga, con el descuento
consiguiente de los emolumentos y la baja en la Seguridad Social; pero muchos

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de ellos, que posteriormente afirmarían haber estado en huelga, no firmaron ese
documento, por lo que su huelga fue a lo sumo pasiva y vergonzante, y por tanto
no computable como huelga).

Las discrepancias tan escandalosas en las cifras, cuanto al número de


huelguistas, no creemos que puedan ser interpretadas simplemente como efecto
de la estrategia propagandística de los Sindicatos o del Gobierno. Sin duda tanto
los Sindicatos como el Gobierno exageraron (por no decir que mintieron); pero
las diferencias, aparte exageraciones, tienen también una explicación por razón
de la diversidad de criterios utilizados en el cómputo. Por ejemplo, en varias
ciudades, el comercio y aún los bancos permanecieron cerrados durante las
horas centrales del día: este cierre sería interpretado por los Sindicatos como
expresión de una huelga activa; pero en muchos casos la interpretación,
apoyada en declaraciones de los afectados, no atribuía el cierre al ejercicio de
una huelga activa, ni siquiera al ejercicio de una huelga pasiva (los pequeños
comerciantes no dejaban de percibir su nómina si eran autónomos; los
dependientes seguían percibiendo sus salarios directa o indirectamente; en
ningún caso acudían a la manifestación), sino simplemente al miedo de los
comerciantes a las represalias de los huelguistas (rotura de lunas de sus
escaparates, por ejemplo). En muchos casos las cerraduras de las puertas de
los bancos o de los grandes almacenes habían sido selladas con silicona.

Y, sobre todo, y sin perjuicio del aspecto masivo de algunas manifestaciones


de los huelguistas, ¿era legítimo confundir los gritos de las masas compactas de
huelguistas con los rumores de diez millones de votos que habían sido
depositados en favor del Gobierno, hasta el punto de llegar a convencerse, en
un delirio de subjetivismo, de que aquellas masas que gritaban eran superiores
en número a las masas que habían depositado su voto en las urnas? De hecho,
encuestas posteriores a la Huelga arrojaron un resultado que, por su apoyo al
Gobierno, se oponía frontalmente a las expectativas de los huelguistas.

Los objetivos de la Huelga General eran muy oscuros, aunque los


convocantes y muchos de sus seguidores «lo tuvieran muy claro». Sin duda
tenían claras muchas de sus formulaciones particulares, pero de lo que se trata
es de determinar las probabilidades objetivas. Por ejemplo, los sindicatos
«tenían muy claro» que la Huelga General no tenía intenciones políticas, sino
estrictamente económicas. Pero, ¿qué querían decir con esta fórmula tan clara
en su enunciación? Objetivamente podían querer decir:

(1) Que la Huelga General no estaba convocada por los partidos políticos
de oposición, sino por las centrales sindicales; y, en todo caso, que estaba

65
planeada en el marco más estricto de la legalidad constitucional vigente en
nuestra democracia (Artículo 28.2 de la Constitución de 1978): «Se reconoce el
derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses.» Por
consiguiente los Sindicatos convocantes, al afirmar que la Huelga General no
era una huelga política podían querer estar diciendo, o estaban diciendo, que la
Huelga era plenamente democrática, que ellos no convocaban una Huelga
General Revolucionaria, es decir, una Huelga General orientada a arruinar la
propia Constitución democrática coronada, a fin de sentar las bases, por ejemplo,
de una auténtica Constitución Socialista (¿quién se atrevería a hablar a estas
alturas de una Dictadura del Proletariado?). Como lo fue la Huelga de 1905
impulsada por Lenin; como lo fue la proyectada Huelga General Pacífica durante
los años cincuenta, mediante la cual se pretendía, con ingenuidad encantadora,
derribar al régimen de Franco una vez que el PCE, desde 1947, desistiera de «la
vía armada», por sugerencia del propio Stalin –según cuenta Santiago Carrillo
en sus Memorias–, y retirara las guerrillas (maquis) que operaban
principalmente en Levante y en el Pirineo, a fin de practicar el entrismo del cual
surgió Comisiones Obreras como una pseudomórfosis de los Sindicatos
Verticales (que, por cierto, tenían tanto de inspiración soviética como de
inspiración fascista italiana: la autoconcepción de los Sindicatos Verticales como
órganos de carácter público pasó integramente a las centrales sindicales de la
democracia, como pasaron a los sindicatos democráticos los mismos edificios
sindicales construidos durante el franquismo y las legítimas aspiraciones de los
trabajadores a transformarse en una especie de funcionarios del Estado, como
si se estuviera viviendo en una sociedad comunista y no en una sociedad
democrática de libre mercado).

(2) Que la Huelga General ni siquiera tenía un objetivo político-partidista, el


objetivo de derribar al Gobierno del Partido Popular. Tan sólo pretendía que este
Gobierno retirase el «decretazo».

Ahora bien, es difícil dejar de ver una intencionalidad claramente política-


partidista en la Huelga General convocada por las centrales sindicales:

(1) Ante todo, una intencionalidad dirigida contra el Gobierno de Aznar, y no


simplemente contra su Decreto. El indicio objetivo principal fue la fecha elegida,
el 20 de Junio de 2002, calculada para yuxtaponerla con el día en el cual acababa
el periodo semestral de la presidencia de España (de Aznar) en la Unión
Europea; fecha en la que los Jefes de Estado y de Gobierno europeos se
reunieron en Sevilla, convocados por el presidente español, que creía poder
ofrecer sin duda un balance muy satisfactorio de su gestión.

Ahora bien, la fecha del 20J «probaba demasiado» como fecha de


convocatoria de una Huelga General no política-partidista, sino puramente

66
económica, entre los múltiples días de elección posible para celebrar la Huelga.
Probaba que esta Huelga iba dirigida contra el presidente Aznar, y buscaba
deslucir a toda costa («que no se fuera de rositas») en su final la Presidencia
europea. Pero en todo caso los partidos políticos de oposición, y muy
especialmente los gobiernos socialistas de las comunidades autónomas,
apoyaron en todo momento y entusiásticamente la huelga convocada por lo
sindicatos («Párale los pies a la derecha», decía Izquierda Unida). Por tanto, aún
concedido que la Huelga no hubiera tenido en su origen una intencionalidad
político-partidista, es indiscutible que cobró esta intencionalidad no sólo en el
proceso de la convocatoria, sino en su ejecución.

(2) Pero si se quería derribar al Gobierno, en una democracia no sería la


Huelga General el procedimiento más indicado, habría que esperar al cambio en
las urnas. ¿O es que no se quería derribar al Gobierno por procedimientos
democráticos?

Más aún: según algunos analistas la intencionalidad política de la Huelga


General habría rebasado el ámbito partidista nacional (español), porque su
finalidad política habría que medirla en un ámbito internacional, aquel en el que
se mantienen enfrentados el (supuesto) eje Washington Londres Madrid Roma,
frente al (supuesto) eje Berlín París. La presunta gestión brillante de Aznar al
frente de la UE, y su renuncia como candidato a la Presidencia en las elecciones
de 2004 en España, le habrían colocado en una disposición muy favorable como
futuro presidente, y no meramente semestral (tras las reformas del reglamento),
de Europa, un cargo al que Felipe González habría secretamente aspirado en su
momento apoyado por la socialdemocracia alemana y francesa. Era preciso, por
tanto, rebajar el brillo de Aznar al final de su gestión europea, mediante una
Huelga General clamorosa que el «contubernio» habría urdido.

Ahora bien: cualquiera que fuera su intencionalidad explícita, me atrevo a


afirmar que la Huelga General, además de política-partidista (y no meramente
económica) no fue, si nos atenemos a sus circunstancias, una Huelga
democrática.

Para que una Huelga sea democrática, debe ser ejercitada individualmente,
por cada uno de los trabajadores (como ocurre con el voto en las urnas), y no
colectivamente. Es cierto que el artículo 37.2 de la Constitución reconoce la
posibilidad de conflictos colectivos; pero con este reconocimiento, si se extiende
al ejercicio de la Huelga, la Constitución padecería lo que los fundamentalistas
llamarían un «déficit democrático», como lo padece la Constitución de 1978 en
su Título II, al establecer que la Jefatura del Estado ha de recaer en un miembro

67
de la familia Borbón. El derecho de Huelga, en democracia pura, es un derecho
de cada trabajador; y, por ello, este derecho no puede entrar en colisión con el
derecho de los trabajadores que deseen acudir a su puesto de trabajo. Pero la
acción de los piquetes, que sólo por ficción vergonzante (por ficción que no se
atreve a considerarse revolucionaria) eran «informativos» –no disminuye en
nada el significado de esas acciones la referencia a los metafóricos «piquetes
empresariales» actuando principalmente sobre trabajadores con empleo
precario–, descalificó la naturaleza democrática de la Huelga, pese a los buenos
y confusos deseos de los dirigentes de la cúpula sindical. Una Huelga General
democrática no puede parar la Nación, ni causarle daños tan graves; los
derechos de una parte de la sociedad política no pueden atentar a la sociedad
política misma, y por ello «la ley que regule el ejercicio de este derecho [de
Huelga], sin perjuicio de las limitaciones que pueda establecer, incluirá las
garantías precisas para asegurar el funcionamiento de los servicios esenciales
de la comunidad». Los Sindicatos consideraron, en un ejercicio de subjetivismo
inconcebible y ad hoc, los decretos que regulan los servicios mínimos como
inconstitucionales, como si fueran ellos los que podían calificarlos. La intención
de los piquetes no era otra sino la de llevar a cabo un sabotaje a estos servicios
esenciales para la comunidad democrática (como había ocurrido días antes en
la huelga de autobuses de Barcelona). Unos días antes de la Huelga unos
desconocidos perpretaron la destrucción de parte de la red de fibra óptica de
Telefónica, provocando un colapso de comunicaciones en todo España de varias
horas. Los Sindicatos naturalmente negaron su participación en este sabotaje;
pero tendrían que demostrar que el sabotaje fue llevado a cabo por el Gobierno.

A esto hay que añadir otros indicios inequívocos: ¿Cómo interpretar los
petardos estruendosos que se arrojaban por algunos de los piquetes y en
algunas manifestaciones? ¿Cómo interpretar la quema de contenedores de
basura y agresiones directas a trabajadores que pretendían ocupar su puesto de
trabajo? Quienes arrojaban esos petardos, y según el modo como los arrojaban,
quienes quemaban los contenedores, quienes ejercían coacción física, tenían
sin duda en su cabeza confusa la idea de una Huelga General Revolucionaria; y
no les reprocho tanto esta idea, cuanto su creencia de estar representando la
condición del ciudadano demócrata que lucha legítimamente por sus derechos
«expropiados» y se justifica invocando la acción previa de los piquetes
empresariales (contra los cuales habría que ejercitar en democracia la
correspondiente acción judicial, pero no los petardos, la quema de contenedores
o las bofetadas).

Más aún, si analizamos cuidadosamente los mítines o los escritos en los


cuales se animaba a la Huelga General, podemos comprender hasta qué punto
las «razones» eran tan desaforadas que sólo podrían explicarse desde el
proyecto de una «propaganda de guerra», en la que todo está permitido,

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destinada a derribar al «gobierno de la derecha, defensor de los intereses
capitalistas» (¿a qué otros intereses podría defender el Partido Socialista o
Izquierda Unida en una democracia de mercado?). ¿Cómo, si no, interpretar
esas acusaciones –que se mantienen a la misma escala en la que se movía
Carrero Blanco cuando hablaba del contubernio «ruso-judeo-masónico»– según
las cuales «la reforma de los subsidios de paro es un escalón más en la frenética
carrera del PP para eliminar todas las conquistas sociales posibles»? Sólo unos
militantes sometidos a un estado de guerra rayano en la imbecilidad profunda
pueden ver de ese modo las intenciones de su adversario (a quien de ninguna
manera puede interesar eliminar las conquistas sociales posibles), y su error de
diagnóstico los conducirá inevitablemente al fracaso. ¿Cómo afirmar que desde
el momento en que los inmigrantes sin papeles, explotados, realizan las
principales tareas del campo, ya no es necesario el subsidio agrario? ¿Cómo
callar el hecho de que se hayan suscrito tantos contratos legales con inmigrantes
de países del Este o hispanoamericanos, que los desempleados españoles han
despreciado? ¿Cómo suponer que el «decretazo» conduce «lo que hasta ahora
constituía un derecho subjetivo del trabajador, a convertirse en una concesión
administrativa», dejando de lado el hecho de que el derecho subjetivo del
trabajador, en una sociedad democrática, está en función de un contrato de
trabajo? ¿Cómo atreverse a presentar, como argumento de incitación a la
Huelga, la cifras de los seiscientos mil millones de pesetas de ganancias de la
banca, durante el año 2000, frente a los salarios de los trabajadores inferiores a
dos millones de pesetas? ¿Acaso esos seiscientos mil millones de ganancias
iban a ser repartidos entre los consejeros de la administración de los bancos o
entre sus accionistas? ¿Acaso la mayor parte de esas ganancias no van
destinadas, dentro del orden capitalista, a la inversión y, a su través, a la creación
de puestos de trabajo, y esto sin perjuicio de las suculentas gratificaciones a los
grupos selectos de consejeros? Sólo para quienes tienen en su cabeza, de un
modo más o menos confuso, el objetivo de una Huelga General Revolucionaria,
pueden tener sentido esas desaforadas confrontaciones.

Y, sobre todo, cuando se insiste una y otra vez en la precariedad del empleo,
acusando a los empresarios de canibalismo laboral, ¿olvidan que si los
empresarios (y sobre todo los pequeños empresarios autónomos, los que más
puestos de trabajo ofrecen, aunque son muy pocos los trabajadores por cada
empresa, en la que ellos mismos trabajan también sin poder estar sindicados
como trabajadores) no ofrecen empleos permanentes es porque no pueden?
¿Olvidan que es absurdo pretender que los pequeños empresarios paguen al
trabajador que se ponga de baja durante meses y meses, hasta arruinarlo?
¿Olvidan que si los empresarios se arruinan los empresarios quedarían también
sin empleo? ¿Es que pueden existir, en una sociedad de mercado libre,
trabajadores sin empresarios? La ironía profunda de la realidad de la sociedad
democrática de mercado se nos muestra en el momento en el cual el trabajador
tiene que reconocer que si quiere mantener su empleo ha de procurar «ayudar
69
a su explotador», al empresario, porque si lo destruye, sin destruir «al sistema»,
se destruye también a sí mismo y a su familia. Y no se destruye lo que se quiere,
sino lo que se puede destruir.

Sólo dando a los trabajadores, intermitentes o permanentes, un estatuto


similar al de los Funcionarios del Estado, sería posible hablar de empleo estable;
pero esto no puede hacerlo una sociedad democrática de mercado libre, ni puede
hacerlo tampoco un gobierno socialdemócrata que sustituya al gobierno actual.
¿Acaso lo hizo durante sus dilatados años de mandato? Esto sólo puede hacerlo
un Estado comunista, pero bajo la condición de no tolerar que un desempleado
no acepte el empleo que se le ofrece a más de treinta kilómetros de distancia de
su domicilio.

Niembro, 20 de julio de 2002

Una demostración posthuelga


de la confusión denunciada en este artículo

El Comercio (Gijón), Sábado, 3 de agosto de 2002

Artefacto casero contra la cafetería Europa, que abrió el 20-J. La Policía investiga imágenes
del 20-J para aclarar un atentado en una cafetería de Gijón. Los autores colocaron
explosivos y panfletos con el lema «¡Jódete, esquirol!»

El propietario de la cafetería Europa, en la plaza del mismo nombre, donde ayer hizo
explosión un artefacto casero que destrozó la puerta principal, dice que volverá a «abrir en la
próxima huelga». Cerca del local, que estuvo abierto el 20-J, aparecieron pasquines que acusaban
a su dueño de esquirol, como el que el afectado muestra en la imagen. La Policía investiga la
autoría del atentado.

La Policía investiga documentación gráfica de la huelga general del pasado 20 de junio para
dar con los autores de un atentado en Gijón. Los hechos sucedieron a las dos y media de la
madrugada del viernes, momento en que explotó un artefacto casero en una cafetería, que abrió
el 20-J. El local amaneció rodeado de pasquines con el lema «¡Jódete, esquirol!».

A las tres menos cuarto de la madrugada del viernes el propietario de la cafetería Europa,
Manuel Ampudia, recibía la llamada de un sereno. El mensaje fue sorprendente: alrededor de las
dos y media, había explosionado un artefacto de fabricación casera en su cafetería, situada en la
plaza de Europa. Al llegar al local, se encontró la puerta principal reventada y decenas de
pasquines desperdigados por el suelo. El lema, escrito en asturiano, advertía que «la nuestra
miseria ye'l tu beneficiu. El que la fai la paga. ¡Jódete, esquirol!».

Pocos minutos después de la explosión, se desplazaron al lugar efectivos de la Policía


Científica y del Cuerpo de Técnicos de Desactivación de Explosivos (Tedax), que acordonaron la
zona. Tras analizar el artefacto, comprobaron que estaba fabricado con petardos pirotécnicos y
botes de aerosoles.

70
Los agentes analizan ahora el explosivo y los pasquines por si pudiesen aparecer huellas u
otras pruebas que puedan determinar la autoría de los hechos. El Cuerpo Nacional de Policía ha
abierto diligencias judiciales para aclarar el suceso y estudia documentos gráficos del 20-J para
descubrir si entre los piquetes se encontraban elementos radicales. Se admite que dar con los
culpables va a ser «difícil» y que los autores no tienen por qué estar entre el grupo que acudió a
la cafetería el día de huelga.

Eso sí, tanto el propietario de la cafetería como las fuerzas de seguridad vinculan la explosión
con el paro. El 20 de junio, Manuel Ampudia abrió su local a las seis de la madrugada, como suele
hacerlo todos los días. Alrededor de las siete horas tuvo «más que palabras» con algunos
piquetes, que le recriminaron su actitud. Los enfrentamientos verbales y forcejeos con miembros
de piquetes se reflejaron en los medios de comunicación. Al final, el establecimiento estuvo abierto
al público durante toda la jornada, para lo que precisó la colaboración de agentes antidisturbios,
que vigilaron para evitar que se produjesen nuevos incidentes. Ayer, Ampudia se personó
alrededor de las cinco de la madrugada en Comisaría para declarar sobre los hechos. Durante el
día, la cafetería Europa funcionó toda con normalidad, tan sólo alterada por la curiosidad de
numerosos clientes que se acercaron al establecimiento para interesarse por el suceso. El
propietario del local recibió, además, las llamadas de varios medios de comunicación de ámbito
regional y nacional.

La Nueva España (Oviedo), Sábado 3 de agosto de 2002

Gijón: Un artefacto destroza la puerta de una cafería que no cerró en la huelga general. El
hostelero, tras la explosión de varios petardos y «sprays», recogió papeles con amenazas
personales por haber abierto el 20 de junio

Algunos piquetes le habían advertido que, por no cerrar el 20-J, se iba a enterar. Ayer se
enteró. «Durante 10 años estuve viviendo en distintos países de Latinoamérica, y precisamente
fue por este tipo de cosas por las que volví, buscando tranquilidad. Es increíble que en pleno siglo
XXI y en el supuesto Primer Mundo pasen cosas como éstas». Con estas palabras de indignación
valoraba Manuel Ampudia, propietario de la cafetería Europa, situada en la céntrica plaza del
mismo nombre, la explosión de un artefacto casero en la puerta de su establecimiento.

El explosivo, colocado en entre las dos hojas de la puerta, detonó a las 2.30 horas de ayer,
destrozando la puerta del local. Alertados por vecinos, agentes del Cuerpo Nacional de Policía se
personaron instantes después en el lugar de los hechos, encontrando, además de la destrozada
puerta, varias decenas de pasquines con la frase: «La nuestra miseria ye el tu beneficio, el que la
fai, la paga. ¡Jódete esquirol!». Después de tomar testimonios, los agentes del Cuerpo Nacional
de Policía alertaron al Grupo de Desactivación de Explosivos de la Jefatura de Oviedo, que, junto
con agentes de la Policía Científica de la Comisaría de Gijón, examinaron el lugar de los hechos.
La primera conclusión de sus investigaciones, pendientes todavía de ulteriores análisis, es que el
artefacto que hizo explosión estaba hecho con petardos pirotécnicos y con botes de «sprays».

La nota encontrada en el lugar de los hechos trataba de recordar al dueño de la cafetería su


decisión de no secundar la jornada de huelga general convocada el 20 de junio. A pesar de lo
ocurrido, Ampudia asegura que «si mañana hubiera otra huelga, volvería a hacer lo mismo. A
partir de hoy pueden venir por aquí. Tendrán otra puerta para destrozar. No voy a cambiar mi
forma de pensar porque me hayan puesto un petardo».

Respecto a quién ha podido ser el responsable de la colocación del artefacto casero,


Ampudia afirma: «No hace falta ser ni Sherlock Holmes ni el inspector Gadget para saber
quién ha puesto el artefacto. Lo que no voy a hacer es acusar a nadie. Para eso está la
Policía». A pesar del explosivo, propietario y empleados de la cafetería trabajaron con
normalidad. Hasta otra.

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¿Qué es un aventurero?
Gustavo Bueno

El aventurero es la contrafigura del viajero, pero tampoco es el prototipo del ciudadano libre. El
valor del aventurero habrá que medirlo por el valor del destino al que sus aventuras hayan
podido llevarle

Ignacio Gracia Noriega, que nos contó hace unos quince años un «viaje con
aventuras y aventureros» –El viaje del obispo de Abisinia a los santuarios de la
cristiandad, que obtuvo el premio Tigre Juan de 1986– nos ofrece ahora en este
libro una serie muy nutrida de relatos de aventuras, o de aventureros sin viaje
propiamente dicho (según el concepto que más adelante expondré). El viaje de
Juan Gondár, el Obispo de Abisinia, acompañado de su fámulo Isboseth, de su
mono Don Babuino o Don Balbino y de su Biblia árabe, era un viaje imaginario
y, en todo caso, el viaje de alguien que no siendo asturiano quiso pasar por
Asturias, como lo fue el viaje, esta vez real, de otro portador de biblias, George
Borrow, «Don Jorgito el inglés», sobre el cual también ha escrito Gracia Noriega.
Pero en este libro nos encontramos con aventuras de asturianos fuera de
Asturias; asturianos que fueron de carne y hueso y cuya realidad no ofrece mayor
resistencia a la transparencia, elegancia y amenidad características del narrador
de la que podrían ofrecer unas aventuras imaginarias moldeadas a su medida.

1. El capítulo central, que es el segundo, de este libro, se organiza en torno


a siete personajes escogidos acaso como símbolos de la disposición de los
asturianos a aventurarse por todos los continentes. Por Europa, desde luego
(Pintaius), por Asia (Fray Melchor García Sampedro), por África (Amado Osorio)
y, la mayoría, por América (Gonzalo Díaz de Pineda, Pedro Menéndez de Avilés,
el Virrey Abascal, e Íñigo Noriega). También podría haberse citado a un
aventurero asturiano en Oceanía, quien descubrió un continente y bautizó su
descubrimiento con el nombre de «Australia», Don Pedro Fernández de Quirós.
Un hombre que no logró ser oído en la corte de Felipe III a pesar de que envió a
ella más de 50 Memoriales relatando su descubrimiento.

Antecede al capítulo central un primer capítulo orientado a la exposición de


las aventuras asturianas en términos abstractos, es decir, no
referidas nominatima aventureros con nombre y apellidos. En este primer
capítulo se introducen las principales «categorías profesionales» de los
aventureros, además de una «categoría cero», la de los anónimos: los

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balleneros, los marinos mercantes, los raqueros, los cazadores de osos, los
arrieros...

Y, por último, termina la obra con un tercer capítulo («Otros aventureros»)


que nos va ofreciendo las semblanzas de más de 50 aventureros asturianos, casi
todos «americanos», y alguno de tanta importancia como los del capítulo central.
Un conjunto cuyo elevado cardinal podría tomarse como símbolo de la multitud
de asturianos que «entraron» en América, desde los primeros años del
descubrimiento, y que desmienten la opinión tan extendida de que Asturias sólo
en época muy tardía habría tenido que ver con la entrada de españoles en el
nuevo continente.

2. Gracia no cree necesario comenzar su libro definiendo la «aventura» en


general y, por tanto, definiendo la «clase de los aventureros». Incluso parece
presuponer que estas definiciones son imposibles y, en todo caso, inútiles. «Es
ocioso intentar la definición de la aventura.»

Y, sin duda, tiene razón, al menos si entendemos la definición en su sentido


estricto, a saber, como definición positiva, por género y diferencia, por ejemplo,
pues las definiciones llamadas «inductivas» más que definiciones de una clase
dada, vienen a ser reglas para determinar sus elementos. Cuando la regla es
precisa, porque parte de un término base y de una operación bien delimitada, la
determinación puede ser rigurosa e inequívoca, como ocurre en las llamadas
«definiciones por recurrencia» (por ejemplo, cuando partiendo del término «0»,
como base o término canónico de la construcción, y del concepto «s» –término
«siguiente» resultado de sumar al anterior «+1»– establecemos la regla de
numeración de los términos de la clase «números naturales» diciendo: «esta
clase consta de 0; de s0=0+1=1; de s1=1+1=2; de s2=2+1=3; &c.»). Pero cuando
la regla no alcanza ese rigor, porque aunque parta de un término base (acaso a
título de primer analogado) más o menos preciso, no dispone de operaciones
unívocas, entonces la construcción no conduce con seguridad, no ya a la
determinación del concepto de la clase a definir, ni siquiera a la determinación
de sus elementos; esto ocurre, por ejemplo, cuando se utilizan operaciones
orientadas a determinar términos semejantes al término canónico, como cuando
decimos: «color rojo es el color de la sangre y de todos los colores semejantes
a ella, así como de los semejantes a los semejantes»; al no ser transitiva la
relación de semejanza, no puedo pasar de «a semejante a b» y de «b semejante
a c», y de «c semejante a d» a «d semejante a a», respecto del mismo parámetro
de semejanza. En nuestro caso, una definición inductiva de aventurero asturiano
podría sonar así: «aventureros asturianos son: Pintaius y todos los asturianos
semejantes a Pintaius y los que son semejantes a estos semejantes.» Pero tal
definición no nos daría una mínima seguridad, y no sólo porque su base canónica
(«Pintaius», del que no se sabe casi nada) sea excesivamente borrosa, sino,

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sobre todo, porque los parámetros de la semejanza irán cambiando de forma tal
que la enumeración no nos llevaría ni siquiera a la determinación de los
elementos de una clase borrosa. Pero también es cierto que el modo como
suelen establecerse las enumeraciones de los elementos de una clase dada (por
ejemplo, la enumeración de los aventureros asturianos que figuran en este libro)
es un modo que tiene mucho de inductivo; y este modo puede ser certero cuando
el que hace la enumeración tiene «buen juicio», es decir, sabe mantener los
parámetros pertinentes, como le ocurre a un buen catador, en materia de vinos.
Tal es el caso sin duda de Ignacio Gracia Noriega, que, en consecuencia, podría
responder a un supuesto crítico pedante que argumentase desde las posiciones
propias de un profesor de lógica inductiva, lo que el gran orador Antifón
respondió a un dramático pedante que le objetaba algo así como lo siguiente:
«¿Cómo te atreves a hablar en público sin saber definir la metonimia?» Antifón
le había respondido: «No sé definirla, pero escucha mi discurso y encontrarás
muchas.» Gracia podría responder: «No puedo definir el concepto de aventurero,
pero lee mi libro y encontrarás muchos; y muchos más de los que tú podrías
encontrar partiendo de una definición ya fuera inductiva, ya fuera deductiva,
porque, aunque partieses de ella, el poco talento que demuestras tener al
formular esta objeción no te permitiría aplicarla con buen juicio.»

3. Ahora bien, la cuestión que yo quiero plantear aquí no va referida a la


posibilidad de una enumeración certera de un conjunto de aventureros
asturianos –posibilidad que se hace real al leer el índice de este libro– sino que
va referida a la imposibilidad de definir el concepto de aventura (o de aventurero)
en general y de aventurero asturiano, en particular. ¿De dónde deriva esta
imposibilidad? ¿Acaso el término «aventura» o el término «aventurero» no tiene
un significado utilizable con precisión por quien tiene un «buen juicio» en lo
tocante a la lengua española?

Un modo de responder a estas preguntas puede ser el que comienza


dudando del carácter positivo que suele atribuirse al significado de «aventura» o
de «aventurero» en español. Porque si este significado aparentemente positivo,
fuese negativo, entonces no tendría nada de particular la imposibilidad de definir
positivamente el término «aventura» o el término «aventurero».

En efecto, un concepto negativo, por ejemplo, el concepto de una «clase


complementaria» de una clase positiva dada no admite definiciones positivas,
puesto que en esta clase podrán contenerse varios conceptos positivos: en el
concepto negativo «figura no triangular» se contienen múltiples conceptos
geométricos tales como «figura cuadrada», «figura redonda» o «figura rómbica».
Un concepto negativo, aunque sea claro (en su negación) es intrínsecamente
confuso en sus contenidos y si esto es así, lo que procede para eliminar en lo
posible la confusión de un concepto negativo, es decir, para hacer de él un

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concepto distinto, es renunciar a la definición positiva y recurrir a la clasificación,
una vez perfilada su definición negativa. Definición negativa que, a su vez, sólo
tiene sentido en función de algún concepto positivo previamente establecido.

4. Como concepto positivo de referencia tomaré, en esta ocasión, el


concepto de homo viator (viajero), entendido según la definición que ensayé en
el Prólogo a la monumental obra de Pedro Pisa Menéndez, Caminos reales de
Asturias(Pentalfa, Oviedo 2000). Sin duda, más de un lector dispondrá de
mejores definiciones, pero es obvio que yo no puedo utilizarlas hasta que él,
amablemente, después de leer este prólogo, me las comunique.

Supondré en resolución que el concepto de «viajero» implica el concepto de


«camino», que no será otra cosa sino un itinerario ya establecido que conduce
con seguridad a algún lugar (por ejemplo, a alguna posada) y que, por
consiguiente elimina cualquier sorpresa en materia de rutas. Esta es la razón por
la cual hay que tratar con mucha cautela la famosa fórmula de Antonio Machado:
«el camino se hace al andar»; porque cuando alguien anda recorriendo un
itinerario que todavía no es camino, no puede decir que está haciendo el camino;
porque para que su itinerario resulte ser un camino (y no meramente un sendero)
no será suficiente haberlo seguido, sino que hará falta haberlo re-corrido, re-
andado; hará falta «volver a las andadas», pues sólo de este modo podrá
comprobarse su «viabilidad pública», la viabilidad repetible de mi itinerario y su
seguridad como camino. Un camino es siempre, según esto, un «camino
trillado». Y esto no lo digo yo, lo dice, por ejemplo Covarrubias y, antes que él,
lo dijo Fray Luis de León al comentar en Los nombres de Cristo, el nombre
«Camino»: «por manera que este nombre, camino, de más de lo que significa
con propiedad, que es aquello por donde se va a algún lugar sin error...»

El camino es pues la norma del viaje; por lo que el viajero es, con propiedad,
quien recorre algún camino, algún itinerario ya establecido y reglado. Un
itinerario que no tiene por qué ser, salvo por abstracción, estrictamente espacial-
geográfico. Un itinerario es, así, alguna línea del espacio, pero del espacio
antropológico, que incluye siempre la temporalidad, la duración. Ningún camino,
ni el geográfico, puede recorrerse en un instante, fuera del tiempo. El itinerario
es siempre una «línea en el tiempo de una vida», ya sea ésta una vida terrena,
inmanente, aunque incierta (quia vitae sectabor iter?), sea de una vida espiritual,
trascendente, el Itinerarium mentis in Deo, que San Buenaventura pretendió
reglar, jalonar y graduar.

5. Los caminos se dibujan en el espacio antropológico, y a este espacio lo


consideraremos organizado en torno a tres «ejes» mutuamente inseparables sin
duda, pero disociables; ejes que pasan, respectivamente, o bien por el espacio
físico (no sólo geográfico: ahí está el fingido Viaje a la Luna de Cyrano de
Bergerac, o el viaje a la Luna real de los astronautas del Apolo XI), o bien por el

75
espacio social y humano (aunque fuera tan reducido como lo era el «viaje a
Citerea» practicado por algunos miembros de la clase ociosa francesa del
Antiguo Régimen) o bien por el espacio praeterhumano en el que habitan los
dioses o los númenes (y que algunas personas quieren recorrer transportados
en ciertos vehículos místicos, grandes o pequeños, ya tengan la forma de
pastillas redondeadas que nos transportan a los viajes psicodélicos, ya tengan
la forma de las meditaciones trascendentales).

Dejamos de lado los viajes, no ya fingidos o imaginarios, sino simplemente


metafóricos, es decir, los viajes que pueden tener lugar sin necesidad de
desplazamientos por caminos reales (por ejemplo, Viaje alrededor de mi
cuarto de Maistre) y cuya contrafigura serían las aventuras sin desplazamiento
físico que al parecer habría que atribuir a algunos grandes científicos («Einstein
o la aventura del pensamiento»).

6. En efecto, la aventura sería, en cierto modo, por lo que a su itinerario se


refiere la contrafigura del viaje; y el aventurero la contrafigura del viajero. Pues
el aventurero –tal sería su concepto negativo– sería el hombre que, saliéndose
de los caminos triviales, normales, sigue itinerarios «anormales», no
establecidos; y en el caso de que recorra caminos reales, acotados y reglados,
no lo hará buscando en ellos la seguridad específica que éstos caminos le
ofrecen como itinerario lineal, sino precisamente los sucesos puntuales, eventos
o contingencias que siempre podrán salirle al paso en el camino propiamente
dicho.

El aventurero, según esto, a diferencia del viajero no se mueve por rutas


seguras en las cuales la sorpresa, al menos en lo que al itinerario se refiere,
puede quedar eliminada o conjurada. Se opone a la rutina característica del viaje,
o bien porque se enfrente a aventuras fuera de caminos («aventuras sin viaje»,
por tanto) o bien porque se enfrenta con «viajes con aventuras». Dicho en forma
geométrica: porque se enfrenta, acaso porque las busca, con aventuras lineales
(aventuras de itinerario) o con aventuras puntuales (aventuras de suceso).
Dejemos de lado, por tanto, los itinerarios sin sucesos y los sucesos que puedan
tener lugar al margen de cualquier itinerario: éstos, porque ya no serían
aventuras; aquellos porque un itinerario, aunque haya cobrado la forma de
camino, jamás puede agotar el espacio por el que discurre hasta el punto de que
pueda decirse que ya ha quedado descartada la posibilidad de cualquier evento.
Y esto sin necesidad de salirse de la red de los caminos efectivos: los cruces de
caminos no pertenecen a la estructura interna de cada uno de los caminos que
se cruzan y, por consiguiente, cada cruce constituye, en cierto modo, un evento,
una contingencia, es decir, la posibilidad de un divertículo capaz de extraviar al
que marcha siguiendo una vía en sí misma segura.

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7. Podemos establecer, en virtud de lo que llevamos dicho, un primer criterio
de clasificación general de las aventuras y de los aventureros en dos tipos: el
tipo de las aventuras (o aventureros) de itinerario («aventuras sin viaje») y el tipo
de las aventuras (o aventureros) de suceso («viajes con aventuras»).

Como aventureros de itinerario consideraremos a todos aquellos que andan


por itinerarios nuevos (y que muchas veces ni siquiera pueden ser transformados
en caminos), por las razones que sean. Y no constituye razón alguna apelar a
un «afán de aventuras» del aventurero, para explicarlo, como tampoco da razón
de la capacidad somnífera del opio quien apela a su virtud dormitiva. Puede
haber razones de muy diversa índole, por ejemplo, el deseo de evadirse de los
caminos establecidos, el deseo de liberarse de la rutina; una liberación que
algunos confundirán con la libertad cuando acaso sólo consiste en una libertad-
de respecto de ciertas situaciones opresivas o insoportables de la vida reglada.
Así pretendían «explicar» muchos teóricos y, además, en nombre de un
pensamiento de izquierdas, el «espíritu aventurero» de tantos asturianos y, en
general, de tantos españoles. Según esta explicación, ese espíritu de aventuras,
más que de la libertad derivaría de la necesidad de evadirse del hambre o de las
miserias que esperaban a los aventureros si hubieran permanecido en su propia
tierra. Explicación, a mi entender, muy grosera, si se tiene sencillamente en
cuenta, en primer lugar, que muchos hombres, a pesar de su vida miserable, o
no se atreve a salir de su tierra en busca de aventuras o, cuando emigran,
procuran ser contratados previamente o recomendados a amigos o parientes
que les esperan en los puntos de llegada: es decir, emigran como viajeros, no
como aventureros. También hay que tener en cuenta, en segundo lugar, que los
que salen en busca de aventuras no son precisamente los más «necesitados»
de su tierra. Hernán Cortés no formaba parte precisamente de las familias más
«necesitadas» de Extremadura; ni Pedro Menéndez de Avilés pertenecía a las
familias más «necesitadas» de Asturias.

8. Los aventureros del primer tipo, los que se enfrentan con itinerarios
nuevos o imprevistos, podrían clasificarse en tres categorías, según el eje del
espacio antropológico al que más se aproxime la línea de su itinerario.
Distinguiremos así:

(1) Aventureros en el espacio físico, aventureros que siguen


rumbos nuevos, por tierra o por mar, rutas desconocidas que
generalmente discurren por lugares alejados de la «Ciudad» o del
Reino del que el aventurero es oriundo; pero también podrán
aparecer, como veremos, en lugares circunscritos al propio Reino
y aún a la propia Ciudad. Por eso, la lejanía del lugar de origen, su
exotismo, no es condición necesaria ni suficiente del itinerario de
un aventurero. El itinerario del Apolo XI conducía a sus tripulantes

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al lugar más alejado, hasta entonces, al que pudo haber llegado
cualquier navegante; sin embargo este itinerario había sido
milimétricamente programado, como previstas estaban también las
circunstancias de su destino, la Luna. En este sentido habría que
desaprobar la equiparación, como itinerario de aventuras, del
itinerario de Armstrong y el itinerario de Colón. Colón fue un
aventurero, pero Armstrong no lo fue en absoluto, estaba mucho
más «teledirigido» por la NASA de lo que Colón pudo estar
«teledirigido» por los Reyes Católicos. Y, por cierto, también Colón
estuvo teledirigido, en una medida mucho más grande de lo que
suele reconocerse, por los planes de los Reyes Católicos: sería
hora ya de rebajar un poco la gloria de Colón como aventurero,
subrayando precisamente sus semejanzas con un astronauta de
nuestros días.

El aventurero por antonomasia es el que sigue itinerarios nuevos,


imprevistos, extra-vagantes, el periegeta, el explorador, pero
también hay que reconocer la existencia del aventurero urbano
que, en la gran Ciudad, se extravía por la trama de calles o callejas
descubriendo acaso nuevos itinerarios, nuevos «corredores» que
discurren por los cruces de unas calles con otras, a través de las
vías principales y de las secundarias; porque estos cruces, según
hemos dicho, no están previstos en la estructura de cada calle o de
cada calleja.

(2) En un segundo grupo pondremos las aventuras y los


aventureros que puedan tener lugar principalmente en los
itinerarios del espacio social. Sin duda, los nuevos itinerarios que
puedan abrirse en el espacio social presupondrán itinerarios
geográficos congruentes, pero no se reducen a ellos. Habrá, en
consecuencia, aventuras de itinerario social en lugares exóticos
(por tanto, después de recorrer un itinerario de aventura, pero
también, simplemente, después de un viaje previo perfectamente
«programado») y habrá también aventuras de itinerario social,
desarrolladas en el ámbito de la propia Ciudad o del propio Reino.
Precisamente son los aventureros de esta clase aquellos que
confieren al término una cierta connotación peyorativa, la que
arrastra la palabra «aventurero» en cuanto maquinador (en el
momento de cruzar diversos itinerarios regulares y lícitos), o en
cuanto empresario oportunista, arriesgado y sin escrúpulos, o bien
en cuanto revolucionario político que, ignorante de los itinerarios
regulares, lanza imprudentemente a sus seguidores al fracaso o a
la muerte.

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(3) En tercer y último lugar he de referirme, por razones
sistemáticas, a los aventureros de itinerarios praeterhumanos (ni
geográficos, ni humanos) como son, por antonomasia, los
itinerarios religiosos. Estos itinerarios desbordan unas veces el
círculo de la propia religión y conducen al aventurero a religiones
relativamente extrañas, que implican abjurar de la propia. Un
célebre aventurero holandés, que llegó a tener la confianza de
Felipe V, Juan Guillermo, barón de Riperdá, había ya abjurado, en
sus primeros tiempos de Holanda, del catolicismo; volvió a
convertirse a esta religión cuando vio las posibilidades de medrar
en España; al cabo de los años, vuelto a Holanda, abjuró de nuevo
en 1730 del catolicismo y, tras una serie de avatares, acabó en
Marruecos haciéndose musulmán, con el nombre de Osmán Bajá.

Otras veces estos itinerarios espirituales de aventura se abren


camino sin necesidad de salir del propio recinto geográfico: a esta
clase pertenecía el itinerario que solía recorrer el hereje o el
alumbrado, que partiendo de su experiencia personal, incubada y
desarrollada en Piedrahita o en Valladolid, solía conducirle a la
hoguera.

9. Las aventuras de suceso, las aventuras eventuales, son aquellas que no


necesitan itinerarios insólitos, porque se nutren de contingencias que pueden
surgir ante el caminante en su viaje por los caminos más reales. Giraldo se pone
en camino por el Camino de Santiago. Antes de iniciar su peregrinación se había
prometido con una joven de su pueblo. He aquí su aventura, una vez internado
en el camino hacia Compostela: inesperadamente el diablo se le aparece, bajo
la forma de Santiago Apóstol y le induce a castrarse. Giraldo así lo hizo,
muriendo en consecuencia. Pero su alma, que no había muerto, fue transportada
a Roma, esta vez siguiendo un itinerario espiritual puro. En Roma la totalidad de
los Santos, en presencia de la Virgen y de Santiago lo declaró inocente. Lo
devolvieron a la vida y lo transportaron, siguiendo el mismo itinerario espiritual
aunque recorrido en sentido contrario, al mismo punto del Camino en el que se
encontraba al morir. ¿Qué más podríamos decir por nuestra parte? Que las
aventuras de Giraldo implican un itinerario insólito, absolutamente exótico,
puramente espiritual; y que, en este sentido, las aventuras de Giraldo son
«aventuras de itinerario». Sin embargo, tendríamos que añadir que esta aventura
de itinerario extra-vagante tuvo su comienzo en una aventura de suceso, de un
suceso ocurrido a lo largo de una marcha rutinaria por un camino real.
Concluiremos, por tanto, diciendo que las aventuras de Giraldo son también
aventuras de suceso, antes aún que aventuras de itinerario.

79
Sin duda, las aventuras de suceso pueden tener lugar en itinerarios exóticos,
pero no necesariamente. El itinerario de los astronautas, a los que nos hemos
referido, que pusieron por primera vez el pie en la Luna fue, hasta la fecha, el
itinerario más exótico recorrido en realidad, y no sólo en la imaginación; pero el
único suceso extraordinario que los astronautas del Apolo XI pudieron constatar,
fue precisamente la ausencia de los sucesos extraordinarios que eran esperados
por mucha gente y que algunos, sin duda, para no defraudar las expectativas,
supusieron se habían producido (se habló de contactos entre Armstrong y los
extraterrestres, que las autoridades habrían mantenido en el más riguroso
secreto).

Sin embargo, según su concepto, las aventuras de suceso tendrán lugar


principalmente cuando el caminante transite por itinerarios ya trazados, por
caminos reales. Acaso podríamos tomar a Don Quijote como símbolo del
aventurero de sucesos. Don Quijote no necesita salir fuera de los caminos del
Reino para experimentar las más sorprendentes aventuras: unas, debidas a
sucesos que ocurren, al parecer, espontáneamente (son las aventuras de la
Primera Parte); otras debidas a sucesos preparados a posta por otras personas
ociosas (son las aventuras de la Segunda Parte). En cualquier caso, Don Quijote
sabe que los sucesos extraordinarios aparecerán en los caminos o a lo sumo en
las posadas de los caminos, que no son posadas definitivas: «Vale más camino
que posada.» Esta podría ser la fórmula del aventurero que busca sucesos
extraordinarios antes que itinerarios exóticos.

10. Tendríamos que comenzar ahora a cumplir con la tarea de


«diagnosticar», con arreglo a los tipos y variedades de aventureros que hemos
dibujado, a los numerosos aventureros con los cuales va a tomar contacto el
lector del amenísimo libro de Ignacio Gracia Noriega que tiene en sus manos.
Pero no voy a hacer semejante cosa, entre otras razones por el recuerdo de
aquella observación de Voltaire: «La mejor manera de resultar odioso es decirlo
todo.» Dejo, en conclusión, al lector interesado las tareas del diagnóstico y del
análisis, con la confianza de que él podrá hacerlo mejor que yo y más
críticamente si dispone de tipologías más certeras. Y, en cualquier caso, el lector
sabrá decidir, mejor que yo, si los balleneros asturianos son antes aventureros
de itinerario, que aventureros de sucesos, o si los arrieros por el contrario son
antes aventureros de sucesos, que aventureros de itinerario. El lector sabrá
decidir si el «Paso Honroso» nos pone en presencia de una situación extrema
de aventura de sucesos. No sólo porque Pero Rodríguez de Lena «no tuvo que
alejarse mucho de Asturias para ser testigo de una de las mayores aventuras, si
no la mayor de la caballería andante española», sino porque Suero de Quiñones
como aventurero principal, no tuvo que moverse del puente de San Marcos de
Órbigo para recibir a los aventureros que llegaban al puente, a partir del sábado
día 10 de julio de 1434, con la pretensión de forzar el paso. El lector juzgará si

80
Gonzalo Díaz de Pineda, Pedro Menéndez de Avilés o Amado Osorio fueron
antes aventureros de itinerario geográfico que aventureros de itinerario social; y
si el Virrey Abascal o Íñigo de Noriega fueron antes aventureros de itinerarios
sociales que aventureros de itinerarios geográficos (a pesar de que corrieran sus
aventuras lejos de España; en rigor no tan lejos, puesto que se movieron dentro
del Reino). También tendrá que decidir el lector si Fray Melchor García
Sampedro fue aventurero por haber andado «por los caminos del Extremo
Oriente» o más bien por haberse internado en un itinerario espiritual que le llevó
al martirio. ¿Y Fray Francisco Menéndez? ¿Y Fray Servando Teresa de Mier
Noriega?

11. Terminaré presentando una paradoja. Paradoja al menos para todos


aquellos que den por descontado que los aventureros y, sobre todo, los
aventureros de itinerario, los trotamundos, se mueven impulsados por la libertad
y, más aún, la representan. Pero el aventurero –tal es la paradoja– parece rondar
también los límites en los que puede moverse la libertad humana, sencillamente
porque el ritmo de sus movimientos se mantiene a una escala distinta en la que
se mantiene el ritmo que solemos exigir a los movimientos libres. Éstos requieren
el pleno conocimiento de los objetivos y de las consecuencias de la acción, el
«dominio del hecho» (como dicen los maestros del Derecho Penal). Pero un tal
pleno conocimiento sólo es posible en el marco de la Ciudad, de una Ciudad en
la que las órbitas de los ciudadanos están ya previstas por las normas que
conforman la conducta de las personas libres, como previstos han de estar
los tipos de esas órbitas que conducen al ciudadano al delito, en general, y al
delito de imprudencia, en particular. Todo lo que suponga oscurecimiento de sus
objetivos y de sus consecuencias llevará al ciudadano al terreno de las acciones
imprudentes y aún temerarias; acciones en las que se amenguan los grados de
libertad y, en el límite, cuando el aventurero tiene primero que disparar, para
apuntar a continuación, se reducen a cero.

Pero el aventurero tiene mucho, por naturaleza, de imprudente y tiene


mucho de temerario. Sus objetivos son necesariamente borrosos; desconoce
también las consecuencias de sus actos, realizados en sus itinerarios de
aventura. En esto se diferencia el explorador auténtico que se abre camino por
primera vez en una selva lejana, del viajero que recorre después su camino con
libertad, con «pleno dominio del hecho» (guiado y escoltado, en el safari, por la
Agencia de Viajes y con la póliza de seguros al día).

En todo caso, difícilmente podríamos hacer del aventurero el prototipo del


ciudadano libre que propugnaron los revolucionarios de la Libertad, de la
Igualdad y de la Fraternidad. Sólo que esto no merma el valor del aventurero,
pues ¿acaso la libertad es la medida del valor? Una acción por ser libre, no ha
de ser valiosa. Una acción libre puede ser delictiva o perversa. De donde se

81
sigue que la libertad, por sí misma, no merece el respeto que tantas
constituciones democráticas le conceden. El respeto hay que concedérselo a los
resultados de la acción libre, a los resultados de la libertad, y no a la libertad
misma.

En conclusión habrá que decir que el aventurero, no por no ser hombre libre,
en sentido civil, carece de valor. Su valor está en otra parte, en
su destino, cuando éste sea valioso. El valor del aventurero habrá que medirlo,
en efecto, no tanto por sus aventuras cuanto por el valor del destino al que estas
aventuras hayan podido llevarle.

10 de junio de 2002

Prólogo al libro de José Ignacio Gracia Noriega, Hombres de brújula y espada.


Aventureros asturianos por el ancho mundo, Caja de Ahorros de Asturias 2002,
págs. 13-22. La ceremonia de presentación de este libro, con la presencia del
autor y del prologuista, se celebró el miércoles 7 de agosto de 2002, en la Feria
Internacional de Muestras de Gijón.

82
Nota sobre las seis vías de constitución de una disciplina
doctrinal en función de campos previamente establecidos
Gustavo Bueno

Se explicitan los criterios que determinan seis vías de constitución


de una disciplina doctrinal en la Teoría del Cierre Categorial

Carlos Iglesias y Alberto Hidalgo me piden que haga explícitos los criterios
de la enumeración de las seis vías de constitución de una disciplina que figuran
en ¿Qué es la Bioética? (Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001, págs. 33-
46), supuesto que esta enumeración no fuera meramente empírica:

«Desde la perspectiva gnoseológica distinguimos, por nuestra parte, seis


modos según los cuales (desde la perspectiva de la teoría del cierre
categorial) puede comenzar a constituirse una nueva disciplina («nueva»
respecto del sistema de disciplinas preexistente en la época histórica de
referencia); por tanto, seis vías diversas, seis alternativas genealógicas,
no enteramente excluyentes, que pueden ser tenidas en cuenta (en gran
medida desde una perspectiva crítica, no sólo para descartar, en cada
caso, las no pertinentes, sino para descartar a las eventuales
conceptualizaciones que sobre una disciplina dada, como pudiera serlo la
Bioética, tuvieran lugar desde esas vías) en el momento de determinar
qué curso concreto de desarrollo pudo seguir la disciplina de referencia,
en nuestro caso, la Bioética. La determinación de la vía a través de la cual
se ha constituido de hecho una disciplina dada no es por tanto sólo una
«cuestión histórica», puesto que, en general, como ya hemos reconocido,
la estructura gnoseológica de una disciplina no es enteramente disociable
de su génesis, ni recíprocamente.

1. Segregación interna. Esta alternativa puede tomarse en consideración


cuando partimos de una disciplina dada G que se suponga constituida
sobre un campo con múltiples sectores o partes atributivas (S1, S2, S3), o
con diversas partes distributivas (especies, géneros, órdenes, &c. E1, E2,
E3), o con ambas cosas a la vez. La Biología, como disciplina genérica,
comprende múltiples sectores (por ejemplo, los que tienen que ver con las
funciones respiratorias, digestivas, &c.) y muy diversas partes distributivas
(por ejemplo hongos, vertebrados, peces, mamíferos, &c.).
A partir de la Biología general podemos constatar cómo se constituyen,
por segregación interna, disciplinas biológicas específicas o particulares.
Estas disciplinas se «segregan» de la Biología general como el detalle se

83
segrega del conjunto; pero aunque sigan englobadas en la categoría
común, sin embargo pueden constituirse en especialidades que requieran
terminología, métodos, aparatos característicos, es decir, que requieran
constituirse como nuevas disciplinas (subalternadas, sin duda, a la
disciplina general). Los motivos por los cuales una categoría dada se
desarrolla por alguno de sus sectores o de sus partes distributivas no son
necesariamente internos a la categoría (aun cuando los contextos
determinantes y sus desarrollos hayan de serlo) sino que pueden ser
ocasionales (motivos económicos, de coyuntura, tecnológicos, &c.). Esto
significa que el desarrollo interno de una ciencia genérica, no por ser
interno ha de entenderse como un proceso homogéneo, armónico, sino
más bien como un proceso aleatorio, desde el punto de vista sistemático.
Una categoría, en su desarrollo, se parece de hecho más a un monstruo
que a un organismo bien proporcionado.
En principio las nuevas disciplinas se mantienen en el ámbito de las líneas
generales de la categoría; sin embargo no por ello cabe decir que las
disciplinas segregadas sean una simple «deducción», o reproducción
subgenérica de las líneas genéricas, porque bastarían las diferencias de
métodos para dar lugar a diferentes disciplinas dotadas de gran
autonomía en sus desarrollos. Podríamos poner como ejemplo
la segregación de la Mecánica de Newton, que comportaba la traslación
de sus leyes (formuladas por referencia a los astros) a los corpúsculos de
las nuevas teorías mecánicas, a partir de Laplace: la simple diferencia
de escalas implicaba adaptaciones de constantes, parámetros, nuevos
dispositivos experimentales, &c.

2. Segregación oblicua o aplicativa. La segregación aplicativa u oblicua se


diferencia de la segregación interna en que la disciplina constituida no
sólo tiene motivaciones extrínsecas (aunque con fundamento interno),
sino que es ella misma extrínseca desde su origen. Ahora la categoría
genérica ha de considerarse refractada o proyectada en otras categorías,
a título de aplicación. Pero los contextos determinantes nuevos ya no son
internos a la categoría de referencia. Por ejemplo, la teoría geométrica de
los poliedros se aplica a los cristales, para dar lugar a una cristalografía
geométrica, que se segrega de la geometría, pero no por desarrollo
interno de esta disciplina sino por desarrollo oblicuo (no hay razones
geométricas para la segregación de cierto tipo de poliedros
cristalográficos). Otro tanto ocurre con la llamada óptica geométrica.

3. Composición e intersección de categorías (o de disciplinas). Es un


proceso similar al anterior sólo que ahora no puede hablarse claramente
de «una disciplina dominante» que se aplique oblicuamente a un campo
«que la desborda», sino de una confluencia o intersección de diversas
disciplinas, y esto de muchas maneras: la confluencia de la Aritmética y

84
la Geometría en le Geometría Analítica, o la confluencia de la Química
clásica y la Física en la Química Física. La intersección puede dar lugar a
términos nuevos, por ecualización de los campos intersectados. Sin
embargo, las situaciones cubiertas más propiamente por esta tercera
alternativa son las llamadas «disciplinas interdisciplinares» (tipo
«Ciencias del Mar», en la que confluyen categorías tan diversas como la
Geología, la Biología, la Química, la Economía Política, la Geografía, &c.).
Estas disciplinas, constituidas en torno a un sujeto de atribución, no son
desde luego una ciencia categorial, pero sí pueden dar lugar a disciplinas
dotadas de una unidad práctica, aunque externa, que le confieren una
estructura que no es suficiente para disimular su naturaleza
enciclopédica.

4. Descubrimientos o invenciones de un campo nuevo (que será preciso


coordinar con los precedentes). Excelentes ejemplos de esta alternativa
nos los ofrece el Electromagnetismo o la Termodinámica, respecto del
sistema de la Mecánica de Newton, o la Fitosociología respecto de la
Taxonomía de Linneo y sucesores.

5. Reorganización-sustitución del sistema de las disciplinas de


referencia. Este proceso es enteramente distinto de los precedentes. En
aquellos las nuevas disciplinas se formaban en relación con otras
anteriores, que habían de mantenerse como tales; por consiguiente las
nuevas disciplinas habían de agregarse a las precedentes. Pero la
reorganización supone la destrucción total o parcial, la aniquilación o la
reabsorción de determinadas disciplinas dadas en la nueva. La
reorganización es unas veces sólo una reagrupación de disciplinas
anteriores, pero otras veces exige la reforma y aun la aniquilación de las
precedentes. Los ejemplos más ilustrativos de aniquilación pueden
tomarse de la Sociología y de la Filosofía de la Religión. No son disciplinas
que puedan considerarse agregadas sin más al sistema de las disciplinas
precursoras, ni son meros nombres nuevos para antiguas disciplinas,
acaso dispersas. La Sociología de Comte supone la propuesta de
aniquilación de la Psicología, sustituida por una Física social; la Filosofía
de la Religión contiene el principio de la aniquilación de la Teología
Fundamental como disciplina filosófica.

6. Inflexión. Llamamos inflexión a un modo de originarse disciplinas en


función de otras, partiendo acaso de una proyección oblicua a otros
campos, o de una intersección con ellos, incluso a veces de algún
descubrimiento o invención, pero de suerte que mientras en todos estos
casos, las «nuevas construcciones» tienen lugar fuera de las categorías
originales, en la inflexión la novedad (ya sea debida a la intersección, a la
invención, &c.) refluye en la misma categoría (la invención, el

85
descubrimiento, por ejemplo, se mantienen o son reformulables en el
ámbito de las categorías de referencia) como si fuese un repliegue
producido en ella merced a las estructuras que se habrían determinado
por procesos extrínsecos pero que son, en el regressus, «devueltas» a la
categoría. Cabría ilustrar este procedimiento con la Electroforesis, como
disciplina de investigación biológica (las estructuras dadas en tejidos,
células, &c., proyectadas en un campo electromagnético, determinan
comportamientos propios de los tejidos vivientes, con un significado
biológico característico, pero que no podría haber sido «deducido» del
campo estricto de la Biología).» (Gustavo Bueno, ¿Qué es la
Bioética?, Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001, págs. 33-35.)

Ante todo, conviene subrayar que las disciplinas doctrinales de las que
hablamos no hay que entenderlas exclusivamente como ciencias categoriales
estrictas (de algún modo, como «categorías»), sino también como géneros
subcategoriales (como pudiera serlo la Geometría Proyectiva respecto de la
Geometría en general) o como disciplinas no estrictamente científicas, en su
sentido más riguroso (como pudiera serlo la Sociología o la Filosofía de la
Religión). Pero los campos de las disciplinas de las que hablamos, aún cuando
no sean estrictamente campos categoriales, pueden ser considerados por
analogía, como si lo fueran.

Supondremos también que el «sistema de disciplinas», científicas o


analogadas, propio de una época histórica, queda reflejado en las clasificaciones
de las ciencias utilizadas en tal época, ya sea en representaciones explícitas
(como pueda serlo el «sistema de las ciencias» de Comte, el de Ampere, o el de
Ostwald) ya sea en las taxonomías implícitas en los planes de estudios o en la
organización de las Facultades universitarias, que constituyen por tanto un
material imprescindible para la investigación gnoseológica.

Presupondremos, en esta nota, que dado un estado de disciplinas o ciencias


de referencia, ninguna disciplina o ciencia nueva surge ex nihilo, es decir, sin
que esa nueva disciplina o ciencia pudiera no tener nada que ver con alguna de
las disciplinas o ciencias establecidas, y aún con el sistema de las mismas. Las
mismas contribuciones que tecnologías nuevas puedan suponer para la
constitución de nuevas disciplinas tendrían también lugar a través de disciplinas
ya constituidas.

86
2

Esto supuesto habría que tener en cuenta, según un primer criterio, dos
modos diferentes de surgimiento de una disciplina nueva a partir de un sistema
de disciplinas establecidas:

A) El modo del «desprendimiento», respecto de un campo o categoría dada, de


algún componente suyo (parte determinante, integrante, especie,...), dotado
de fertilidad suficiente como para poder constituirse en un campo de
investigación relativamente autónomo (cuanto a metodologías, problemática,
instrumental, &c.). Utilizando una metáfora jurídico política, podríamos
denominar a este modo como «modo de la emancipación» (que no implica la
anulación de todo nexo con el «género generalísimo»).

B) El modo de la «incorporación» en una categoría dada de contenidos propios


de otras categorías o campos, de suerte que una tal incorporación de lugar a
contextos determinados nuevos. El término «incorporación» se toma aquí en
sentido muy amplio; en todo caso, no se reduce al concepto de «involucración
entre categorías», que tiene un alcance más preciso (por ejemplo: hablamos
de «involucración de la Biología y de la Cristalografía» en situaciones,
gnoseológicamente relevantes, tales como las constituidas por la presencia de
cristales no orgánicos de calcita en la especie Paracentrotus lividus, que
obligan a confrontar las categorías cristalográficas y las biológicas; o bien,
hablamos de «involucración de la Aritmética y de la Geometría» en situaciones
gnoseológicas relevantes tales como la constituida por la «relación de
Leibniz»: 1/1 – 1/3 + 1/5 – 1/7... → π/4, que obliga a comunicar los géneros
matemáticos, tradicionalmente designados como cantidad discreta y como
cantidad continua, considerados como incomunicables).

Un segundo criterio habrá de tener en cuenta el orden de novedad (respecto


del campo o categoría dados) de la nueva disciplina constituida. Según este
criterio podemos distinguir tres órdenes de novedad:
I. La nueva disciplina (o ciencia) no desborda el campo o categoría precursora,
sino que puede afirmarse que se mantiene en el ámbito de este campo o
categoría.
II. La nueva disciplina (o ciencia) desborda el campo o categoría precursora y
nos hace «poner el pie» en un campo o categoría (o subcategoría) nueva.
III. La nueva disciplina (o ciencia) implica una reorganización del sistema mismo
de disciplinas tomado como referencia.

87
4

Cruzando los dos criterios anteriores resultan las seis vías de constitución
de disciplinas o ciencias de las que venimos hablando:

I. Modos de constitución de primer orden

(1) El proceso de «desprendimiento» puede tomar la forma de una exportación


o segregación de alguna parte a de la categoría A, al exterior del conjunto
restante de partes de A, sin que esto signifique que a no siga «envuelta»
por A,a título, por ejemplo, de especie cogenérica.

(2) El proceso de «incorporación» puede tener lugar cuando la categoría B (la


cristalográfica, por ejemplo), logra incorporar de algún modo algún campo que
le es exterior (como pueda serlo el de la teoría geométrica de los poliedros),
pero que, aplicado a él, puede proyectar como modelo heteromorfo relaciones
no deducibles.

II. Modos de constitución de segundo orden

(3) El proceso de «desprendimiento» puede tener lugar por regressus de los


campos o categorías precursoras, de cuya composición (por ecualización, por
ejemplo) pueda resultar una categoría o campo envolvente. De las disciplinas
zoológicas, compuestas con las botánicas, surgirá la Teoría celular,
fundamento de una Biología general.

(4) El proceso de «incorporación» tendrá lugar preferentemente en un proceso


de aplicación de categorías preexistentes a alguna invención tecnológica o a
algún descubrimiento de hechos hasta entonces desconocidos. Tal sería el
caso del surgimiento del Electromagnetismo o de la Fitosociología.

III. Modos de constitución de tercer orden

(5) El proceso de «desprendimiento» tendrá lugar cuando alguna de las


categorías quede demolida, de suerte que las partes desprendidas, junto con
otras, puedan reorganizarse en un campo o categoría nueva. Tal sería el caso
de la Sociología, respecto del sistema de disciplinas que contiene a la Teología
y a la Psicología.

(6) El proceso de «incorporación» se producirá en los casos en los cuales la


incidencia mutua de las categorías determine una inflexión en alguna de ellas
capaz de reabsorber, o limitar, pero sin demoler, campos o categorías

88
precursoras. Tal sería el caso de la Bioética, respecto de la Ética o respecto
de la Medicina.

89
La canonización
de Marilyn Monroe
Gustavo Bueno

Intervención en la presentación del libro Marilyn, de André de Dienes, publicado por Taschen
(Colonia 2002), celebrada en el Club Cultura de FNAC Parque Principado, el viernes 25 de
octubre de 2002

Introducción

1. Descripción del libro que se presenta

El libro que presentamos, publicado por Taschen, consta en realidad de dos


volúmenes de diverso tamaño, que se ofrecen contenidos en un único estuche
de gran formato (41×49×8 cms.).

En una fosa ad hoc, practicada en el fondo del gran estuche (que tiene el
aspecto de una caja de materiales fotográficos Kodak), está depositado el
volumen más pequeño, que es un facsímil de un bloque de cuartillas
mecanografiadas y corregidas a mano, que forman parte (págs. 157 a las 344;
con un apéndice de 97 páginas de fotografías de Marilyn Monroe en blanco y
negro) de la Autobiografía en inglés de André de Dienes (1913-1985), el
fotógrafo húngaro que en 1946 «descubrió» a Norma Jeane, y fue amigo y aún
mentor suyo hasta su muerte.

90
El volumen grande cubre al pequeño, y en él se despliega una espléndida
colección de fotografías en color realizadas por Dienes, junto con una traducción
al español de la mayor parte del texto inglés.

Como autor del libro figura en las portadas el mismo André de Dienes. Como
editores del libro figuran Steve Crist y Shirley T. Ellis de Dienes. Al final del gran
volumen aparecen sendos textos de Steve Crist y de Shirley T. Ellis. Crist cuenta
cómo a finales de 1999 descubrió, a través de un documental cinematográfico,
unas fotografías de un fotógrafo casi olvidado, André de Dienes. Con «paciencia
y mucha suerte» localizó a su viuda. Después de laboriosas conversaciones y
dándose confluencia de intereses con Benedikt y Angelika Taschen y todo el
equipo de Taschen, se decidió montar y publicar esta edición internacional y
monumental con veinte mil ejemplares de tirada (impresa y encuadernada en
Italia en junio de 2002, en cuatro versiones: en español, en inglés, en francés y
en alemán).

2. Planteamiento de la cuestión

¿Cuál es el significado y el alcance que podemos atribuir a este libro en el


contexto del fenómeno Marilyn Monroe?
Es evidente que la respuesta a esta pregunta depende en gran medida del
significado y alcance que demos al propio fenómeno MM. Nadie niega que este
fenómeno tiene sociológicamente un alcance universal, dada la difusión mundial
que la figura de la actriz tuvo en vida, así como la presencia internacional que
ella sigue manteniendo a los cuarenta años de su fallecimiento, el 4 de agosto
de 1962. En ese mismo año MM fue reconocida como la estrella más popular del
mundo (World's Most Popular Star), con la entrega del Globo de Oro (Golden
Globe), una especie de Premio Nobel del Cine y un episodio más de los procesos
de globalización de la segunda mitad del siglo XX.
No creemos que pueda decirse que se trata sólo de un fenómeno
sociológico, comparable a otros muchos fenómenos paralelos. Su importancia
en la llamada «vida cultural» podría deducirse también de la relación con Arthur
Miller (que precisamente en estos mismos momentos en los que estamos
presentando este libro, y en esta misma ciudad de Oviedo, está recibiendo el
Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2002); y no precisamente por su mera
relación matrimonial, que se extendió desde 1956 hasta 1961, puesto que
Marilyn Monroe también estuvo casada unos meses (en 1954), y por segunda
vez, con una estrella de baseball, Joe DiMaggio, una especie de Ronaldo de la
época. Lo significativo de su relación con Arthur Miller es que Marilyn Monroe
tuvo que ver también con la producción dramática de este autor. Obras
importantes como The Misfits tienen que ver con MM, y sobre todo, en la
tragedia After the Fall, que Arthur Miller presentó en Broadway en 1964 dirigida

91
por Elia Kazan; obra que fue traducida y adaptada al español por Adolfo
Marsillach: Después de la caída.

Pero también es evidente que el hecho de la difusión universal de una figura


no es suficiente para medir el alcance y significado de esta figura. Todo depende
del papel que en esta universalización pueda atribuirse a la figura misma.

Lo que hemos dicho será suficiente para establecer el plan de nuestra


exposición en las siguientes dos partes, de la que aquí, dadas las circunstancias,
sólo podremos ofrecer un esquema:

I. Hipótesis de referencia sobre el significado y alcance de la figura


universal de Marilyn Monroe

1. Contra la interpretación estándar

La hipótesis de referencia que vamos a defender está construida a la contra


de la interpretación estándar, a la que contribuyó el propio Arthur Miller, del
fenómeno Marilyn Monroe; interpretación estándar que, sin embargo, suele tener
pretensiones muy altas en cuanto a los criterios que suelen ponerse en juego,
de índole psicoanalítica o semiótica:

Marilyn Monroe sería un icono fabricado por la industria cinematográfica


americana, de Hollywood principalmente, y ofrecida al mercado internacional
como un sex-symbol, como un «objeto de deseo». La fabricación de este icono,
para distribuirlo en el mercado internacional, habría implicado la explotación de
la individualidad inocente e ingenua, de carne y hueso, de Norma Jeane, que, en
manos de sus explotadores insaciables, incitados por la presión de un mercado
capitalista de elasticidad indefinida, presionó sobre la vida de Marilyn hasta un
punto tal que determinó su desequilibrio y aún su prematura muerte (que algunos
interpretan como asesinato, y otros como suicidio).

92
Por consiguiente, el icono no representó a la Norma Jeane real,
cuya identidad personal habría sido destruida y fragmentada incluso en el propio
ámbito de su icono. Algunos ven, en el montaje serigrafiado de la fotografía de
Marilyn realizada por Andy Warhol, la prueba de esa deconstrucción o
fragmentación de la misma identidad de la persona y del icono de la actriz, que
cabría constatar desde las coordenadas de los críticos posmodernos.

2. El interés de este libro no es precisamente psicológico

Desde esta perspectiva cabría preverse que el libro que presentamos nos
ofrecería los datos más íntimos de la verdadera personalidad de Norma
Jeane. La autobiografía inédita de su descubridor, André de Dienes, nos
permitiría redescubrir a Norma Jeane detrás del icono Marilyn Monroe.

El libro que presentamos, y así lo interpretan algunos, tendría principalmente


un significado eminentemente psicológico o, como se dice ordinariamente,
«humano» (como si el icono Marilyn Monroe no fuese humano sino, por ejemplo,
felino, extraterrestre o vacuno).

Pero por mi parte consideraré esta interpretación y la hipótesis que la


sustenta como desorientada y superficial.

3. Dos clases de iconos

A los cuarenta años de su fallecimiento, MM es ante todo, desde luego, un


icono, y así se le considera. Esto nos obliga a decir unas palabras sobre los
iconos.

Para una cierta clase de críticos de la cultura, periodistas, &c., «icono» viene
a ser un término relativamente exótico en español; un término procedente
inmediatamente del francés; y los analistas franceses «de la cultura», con la
cursilería y gratuidad que caracteriza a muchos de sus intérpretes (en la línea

93
Deleuze, Baudrillard o Lyotard), pueden haber dado a algunos españoles la
impresión de que bastaba utilizar el término «icono» para decirlo todo, como si
se tratase de un término técnico de diagnóstico. Cuando se añade: el icono MM
es «ofrecido al mercado internacional como objeto de deseo autoreferente, como
objeto erótico», parece que se ha agotado el asunto, con la precisión propia de
un experto. En realidad no se ha dicho nada, sino una reiteración tautológica y
abstracta de los presupuestos de un psicoanálisis vulgar.

Un icono es una imagen; pero no una imagen natural, como lo son las
imágenes que en la superficie del lago reflejan los árboles de la orilla; estas son
las imágenes, eikasia, a las que Platón se refiere en el libro VI de La
República,exponiendo el mito de la caverna.

Los iconos son imágenes, sin duda, imágenes corpóreas (no son imágenes
«mentales», ni alucinaciones, ni pseudopercepciones), pero imágenes
artificiales, fabricadas por algún «demiurgo». Los iconos son cuadros pintados,
o esculturas, es decir, figuras que representan «superficialmente» (es decir, en
una superficie plana o curvada) algo distinto de sí mismas. No son
autoreferentes, son alotéticas, y, por tanto, no pueden ser normalmente «objetos
de deseo», salvo para los enfermos que las conviertan en fetiches, en el sentido,
ahora sí, freudiano. Y sólo por analogía podríamos decir que un icono es tratado
como fetiche cuando su valor icónico de uso queda subordinado a su valor de
cambio y a su precio en el mercado: es la «fetichización», en el sentido de Marx,
que, por supuesto, sólo muy lejanamente tiene que ver con el fenómeno Marilyn
Monroe.

¿Y qué es lo que representa un icono alotético? Cosas de muy diversos


tipos, entre las cuales distinguiremos dos clases límites (refiriéndonos siempre a
iconos figurativos, es decir, dejando de lado los iconos abstractos, como puedan
serlo los que hoy llamamos logotipos): la de los iconos idiográficos y la de los
iconos nomotéticos, según la relación que mantenga el sentido semántico del
icono con su referencia.

94
Los iconos idiográficos serán aquellos cuya referencia es individual: son los
retratos, iconos que son interpretados como representación de individuos reales,
y por supuesto corpóreos. Icono incluye representación semejante (en el sentido
pictórico); al menos el concepto (de Peirce) de los «signos icónicos» recoge esta
relación alotética de semejanza figurativa, que no cumplen los signos no
icónicos. Otra cosa es que la semejanza esté mejor o peor conseguida; o que,
faltando la referencia del icono idiográfico, no sea posible probarla; o que se
declare a esa relación, en muchos casos, como absurda, cuando los iconos
pretenden tener referencia individual, dotada de unicidad, pero a la que se le
atribuye naturaleza espiritual o infinita. El iconoclasmo que estalló en Bizancio
en la época de León III arremetió contra todas las pretendidas imágenes icónicas
de los ángeles o de Dios, que eran adoradas en los templos. El iconoclasmo
bizantino acaso fue incitado por la iconoclastia propia de los musulmanes que
rodeaban al imperio de Oriente y que, a su vez, tenía sus precedentes en la
religión judía: Moisés destruyendo el becerro de oro, y dando a beber el resultado
de su fundición a los idólatras, es el primer gran iconoclasta conocido, si es que
el becerro de oro tenía algo que ver con el buey Apis. Los artistas plásticos
(pintores, escultores) que vivían en Constantinopla tuvieron que huir con sus
iconos, o con el arte para fabricarlos, a Occidente; acaso algunos de los que
huyeron son los que fabricaron en la Corte de Alfonso II la Cruz de los Ángeles.
Otros huyeron a Ucrania, o a Rusia, en donde el término icono pasó a su lengua:
la teología cristiana, desde Arnobio a San Agustín, había defendido la legitimidad
de los iconos, dentro de la ortodoxia. En cualquier caso, el icono por antonomasia
que se popularizó en España fue el icono de la Virgen del Perpetuo Socorro: un
icono idiográfico, sin duda, aunque su referencia y semejanza con la madre de
Cristo haya que darla por supuesta.

Los iconos nomotéticos serán aquellos cuyas referencias no son ya


individuales, sino específicas o genéricas. Los más interesantes son aquellos
iconos que llegan a alcanzar la función de cánones o de paradigmas, y cuyas
referencias no son ya propiamente individuos, cuanto individuos que forman
parte de una clase. Y esto con relativa independencia de la «realidad» de la
figura promedio de esta clase, realidad que podría probarse mediante el
conocido procedimiento de las «fotografías medias» de Galton, procedimiento
utilizado en antropología para probar la estabilidad, dentro de sus variaciones,
de una raza determinada (por ejemplo, la raza sueca).

95
Los iconos canónicos son, además de modelos, modelos normativos,
arquetípicos, distribuibles, que más que representar una realidad individual,
como retratos, se ofrecen como esquemas a los que se ajustan o deben
ajustarse otras realidades individuales, bien sea de manera isológica (como
paradigmas), bien sea de manera heterológica (como cánones). El ejemplo por
antonomasia de canon icónico nos lo ofrece el Doríforo, llamado «canon de
Policleto». La «canonización» del Doríforo, formulada por los críticos
decimonónicos del arte griego, pero ejercitada en la misma historia de la
escultura clásica y moderna, no consistió tanto en erigirlo en un paradigma que
sirviese para construir esculturas clónicas suyas; se trataba más bien de un
canon que contenía las proporciones de las partes del cuerpo –cabeza, tronco,
extremidades– pero susceptible de ser modulado y variado según formas muy
diferentes (heterológicas).

Supuesta la distinción entre iconos idiográficos e iconos nomotéticos, la


situación más interesante es la planteada por aquellos casos en los cuales tiene
lugar el proceso de metamorfosis de un icono originariamente idiográfico en un
icono nomotético. O, por decirlo más explícitamente, en los procesos de
canonización de un icono idiográfico (como ha sido el caso, ocurrido en estos
mismos días, de la canonización de Josemaría). Cabría además acogerse a una
suerte de evhemerismo iconológico, en virtud del cual nos inclinásemos a decir
que todo icono canónico (el Doríforo de Policleto, la Venus de Milo, Apolo de
Belvedere, &c.) tuviese como origen un ídolo idiográfico, un retrato de algún
individuo de carne y hueso. Lo importante es que en el proceso de la
canonización, la vida individual desaparece, pierde su interés, al transfigurarse
en una vida puramente personal (per-sonare), y a lo sumo sólo lo mantiene a
través del icono canonizado.
Por tanto lo que sí es imprescindible advertir es el hecho, que antes hemos
mencionado, de la superficialidad que por naturaleza es inherente a los iconos
en general, y a los iconos canónicos en especial. Superficialidad quiere decir: lo
que tiene que ver con la superficie, y no con algo que pueda estar detrás de ella
o dentro de ella. La superficialidad (según hemos señalado en otra ocasión) es
característica común, en efecto, a la escultura y a la pintura, a diferencia de lo

96
que ocurre con la arquitectura. La arquitectura no es sólo tridimensional (como
también lo es la escultura): consiste también en cuerpos con exterior y con
interior, con cuerpos en los que podemos entrar o salir. Pero la escultura no tiene
interior, no tiene nada dentro de ella («tu cabeza es hermosa, pero sin seso»); ni
tampoco lo tiene la pintura: no puedo «levantar las faldas» a La maja
vestida para ver lo que hay debajo de ellas (puedo aplicar rayos X por si se trata
de un palimpsesto).

Por ello, los iconos y, por tanto, los iconos canónicos, son alotéticos: lo que
tienen más allá de su superficie, lo más «profundo» de ellos, está fuera de ellos
y no en su interior.

Lo que pueda encerrarse en esas profundidades no puede representarse


plásticamente: requiere la palabra, el relato, el mito (fracasa aquí el lema: «una
imagen vale por mil palabras»). Por ello hay que ponerse en guardia contra el
horaciano Ut pintura, poiesis, y no sólo por motivos estéticos, como sugiere
Lessing en su Laoconte (el clamorem horridum ad sidera tollunt, del poeta
Virgilio, exigiría al escultor practicar un agujero negro en la boca de Laoconte,
por completo repulsivo), o por motivo de la inefabilidad plástica que los
iconoclastas atribuyen a todo lo que es espiritual (el dolor de Agamenón no
puede representarse: Timantes hubo de velar su rostro), sino por motivos
estrictamente «estructurales». El icono necesita ahora del mito, pero no porque
el icono sea un mito (como tantas veces se dice al analizar el icono MM) sino
porque está envuelto en el mito y sólo a través de él puede interpretarse.
Estamos ante el icono Leda, pintado por Leonardo. Viene a cuento acordarnos
aquí de este cuadro porque el fotógrafo André de Dienes, que lo reproduce en
su libro, parece que se lo mostró a Marilyn para inspirarle o sugerirle poses
fotográficas (acaso con dudoso éxito): Leda aparece con los ojos cerrados y la
sonrisa genuinamente vinciana. Pero sólo el mito puede hacernos entender el
icono: El icono no nos dice que Leda fue la esposa de Tindaro, rey de Esparta,
hijo de la ninfa Bateia; que Leda, además de esposa fiel, es madre, por obra de
Tindaro, de Elena, de los Dióscuros, y de Clitemnestra (la que tuvo de Agamenón
a Ifigenia, y la que, junto con su amante Egisto, asesinó a su marido). Pero Leda
es amada por Zeus, y Zeus sabe de la fidelidad de Leda, sabe que no puede
romper su virtud de esposa y madre; por eso se acerca a Leda en forma de cisne
que busca con ansia su boca. Leda percibe algo divino en este cisne
sobrenatural, cierra los ojos, y sonríe hacia adentro. Se deja llevar, por el divino
animal.

4. ¿Cómo analizar dentro de este sistema de conceptos el icono Marilyn


Monroe?

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Norma Jeane fue una mujer real, de carne y hueso, que nació en 1926.
Nadie duda que Norma Jeane fue una mujer real, no un ente de ficción. Parecen
bien demostrados muchos datos de su biografía: la condición de hija de padre
desconocido, los trabajos de su niñez, sus ocupaciones en la adolescencia como
modelo de fotógrafos, el divorcio en 1946 de un matrimonio que duró muy poco,
su entrada en Hollywood, sus relaciones con importantes directores, ejecutivos
y empresarios de cine, su matrimonio con Arthur Miller, sus relaciones con el
presidente Kennedy; algunas cadenas de televisión han divulgado las relaciones
que con Marilyn tuvieron los investigadores del FBI, que dirigido por J. Edgar
Hoover, decidieron controlar los movimientos de MM (aunque también investigó
el FBI, y existen los expedientes, a Marlene Dietrich como sospechosa de espía
nazi; a Frank Sinatra, a John Lenon, &c.). Lo que podría resultar paradójico es
que en la época en que las fotografías de Norma Jeane aparecían en portadas
de revistas, pero sin ser aún un icono, lo hacían de forma anónima, y cuando
tuvieron nombre, éste fue un pseudónimo, formado por el apellido de su madre
y el nombre de un actriz ya desaparecida, Marilyn Miller (1898-1936).

Por tanto puede decirse que las fotografías de Marilyn tienen como
referencia a una mujer real, y por consiguiente, y aparte los nombres, si
hablamos de iconos, el icono de Marilyn es ante todo un icono idiográfico.

Pero lo realmente interesante es el proceso de transformación del icono


idiográfico en icono normativo. Es decir, el proceso de canonización del icono
originario; proceso en el cual las referencias individuales comienzan a borrarse,
a ser asunto de rumores, leyendas, cuentos, mitos. Y mitos irrelevantes porque
el ascenso de la popularidad de Marilyn fue determinándolo así. Eran rumores
que constituían un acompañamiento de fondo, pero sobre ellos destacaba
sobrevolando la figura de un icono canónico.

No cabe confundir por tanto, la canonización del icono con una «pérdida de
su identidad»; lo que algunos llaman «naufragio de esa identidad» era
precisamente la elevación de una identidad sustancial a una identidad esencial,
a su condición de personalidad pública. Menos aún cabe decir que fue la
identidad del icono universal la que nació desmoronándose: al revés, la
consistencia del icono canónico, la «consistencia icónica», se mantuvo
asombrosamente idéntica a sí misma, acaso porque el tiempo de su despliegue
en vida fue muy breve (unos trece años).

La cuestión se plantea ahora de un modo más abstracto: ¿qué significado


puede atribuirse al icono canónico de Marilyn?

Si nos ceñimos lo más posible al campo de los hechos en los que se


constituye el canon, es decir, si dejamos de lado hipótesis psicoanalíticas o

98
metarelatos hipotéticos, triviales por lo demás, o conceptos extraídos del
repertorio semiótico, aquello que habría que tener en cuenta sería
principalmente, a nuestro juicio:

(1) El contenido mismo explícito del icono

(2) La época y el curso de su despliegue

(3) Su confrontación con otros iconos coetáneos, o con cualquier otro en


general

(1) En cuanto al contenido del icono. Lo que consideramos esencial es que


este icono nos muestra la figura inequívoca de una mujer de raza indoeuropea,
con acusados rasgos nórdicos, y aún esteurópidos (en algunas imágenes los
pliegues parpebrales recuerdan a los del presidente Carter). El icono podría
figurar en un libro de antropología como prototipo de la raza nórdica. (Sabemos
que muchas personas sensibles reaccionarán ofendidas al ver simplemente
escrita la palabra «raza» aplicada a los hombres: desde el genotipo humano no
puede hablarse de razas. Concedámoslo, porque basta hablar del fenotipo. Y
porque los cruces de individuos mongólidos siguen siendo fenotipos mongólidos;
y porque nadie ha visto que el cruce de fenotipos négridos de lugar a individuos
blancos o amarillos.)

Más aún, el icono de Marilyn no se reduce, en sus contenidos semánticos,


a la anatomía antropológica del modelo, a su desnudo. Norma Jeane aparecía
muchas más veces desnuda y anónima, pero el icono de Marilyn Monroe es el
de una mujer vestida. Marilyn Monroe es una mujer blanca, pero vestida, una
«mona vestida». Y no de cualquier modo. El icono de Marilyn no nos ofrece una
mujer vestida de hindú, de japonesa, de azteca, de mora o de porruana: MM viste
según la moda occidental, la de los años cincuenta y sesenta, los años de la
Guerra Fría.

(2) El proceso de canonización del icono comienza en 1946 y alcanza, en


vida, su momento más alto en la década de los cincuenta, con la Guerra Fría, y
culmina con la presidencia de Kennedy. Pero el curso del icono sigue después
de muerta Norma Jeane en 1962.

(3) Los iconos con los que habría que confrontar al icono de Marilyn son
múltiples. Entre los coetáneos habría que confrontar sin duda el de Marlene
Dietrich, el de Greta Garbo, la Divina, y el de Ingrid Bergman. Todos ellos iconos
de mujeres de la raza o fenotipo blanco nórdico.

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He aquí la interpretación del canon MM que sugiero (una interpretación que
procura ceñirse, casi como si fuera un sombreado, al campo de los hechos): la
canonización o transformación del icono anónimo en un icono con nombre de
batalla, MM, se produjo inmediatamente después de la victoria de Estados
Unidos, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, y fue desplegándose en
el proceso mismo en el cual Estados Unidos tomaba conciencia, no sólo de haber
ganado la Guerra, sino de haberse convertido de hecho en titular de un nuevo
Imperio universal, frente al Japón, a quien acababa de destrozar, frente a China,
frente a la Unión Soviética; un Imperio que estaba además comenzando a
impulsar la creación de Europa, con el Plan Marshall.

En el despliegue de tan gigantesca corriente, es en donde aparece el icono


MM como modelo, no ya del «eterno femenino», sino de la mujer americana
blanca, de la novia y madre de los americanos que estrenan el Imperio universal
y ensayan el ascenso hacia el Estado de Bienestar. Por ello el icono de Marilyn
no es el icono de una mujer negra, pero tampoco japonesa, o china, o mora o
hispana. Es una mujer blanca nórdica, no precisamente germánica. Y como
hemos dicho, el icono va vestido con los trajes y modelos del diseño americano.
MM es americana y representa a Norte América, al Imperio que está naciendo:
por eso la mujer del icono es extrovertida, sonriente. Su rostro es transparente,
por no decir de expresión vulgar, no contiene ningún mensaje de misterio, de
complejidad, de «mujer fatal», como pretendían serlo la Dietrich o la Garbo.
Marilyn Monroe es el icono que representa el canon fenoménico que los
americanos proponen para la nueva etapa de su historia, para orientar el
arquetipo al que habrán de sujetarse las novias y las madres de los futuros
americanos, muy lejos de arquetipos chinos, japoneses, negros o hispanos.

100
Comparemos el canon Marilyn con el canon Leda, de Leonardo, al que nos
hemos referido antes. La Marlene, la Greta o la Bergman podrían aproximarse
más a este canon, aunque no excesivamente. Pero la distancia de Marilyn al
canon de Leda leonardesco es diametral. Y esto es tanto más significativo
porque, como ya lo hemos indicado, André de Dienes nos dice que mostró a
Norma la Leda de Leonardo (que reproduce en la página 258 de su
autobiografía) a fin de inspirarla en sus posturas. Pero las actitudes de Marilyn
(a la que hay que suponer un gran talento para ofrecer lo que a sus compatriotas
iba a interesar, puesto que logró el éxito y el triunfo total) no pueden ser más
opuestas. Nada de ojos cerrados, de sonrisa vinciana. Comparemos esta
fotografía que figura en la página 117 del «megalibro»: aquí está Marilyn con
ojos cerrados, pero la expresión de los músculos de su mandíbula no nos orienta
hacia ninguna profundidad divina, sino que expresan la preocupación pragmática
de la protagonista en función de un proyecto preciso, de algo que tiene que
hacer, no de algo que está recibiendo. Marilyn no es un icono que exprese la
disposición a recibir algún cisne divino. Y si en algunas fotografías Marilyn cierra
los ojos lo hace juntamente con la boca entreabierta, una boca que sugiere que
otros hombres ya han poseído o están dispuestos a poseer a otras mujeres
normadas por el canon. Es ella la que se ofrece como canon; mientras que Leda
no se ofrece, acepta a Zeus, en forma de cisne, como un destino sobrenatural.

101
II. El alcance de la obra que presentamos en función de la interpretación
propuesta del canon MM

La clave de esta obra que presentamos, y su novedad, podría derivarse de


la circunstancia de que la Autobiografía inédita de André de Dienes nos ofrece
datos valiosísimos y significativos no ya tanto para conocer la «vida privada y
auténtica» de MM y su prehistoria, sino más bien la contribución que la propia
Norma Jeane pudo haber tenido en la constitución y desarrollo del icono
canónico MM, en el sentido dicho.

Por de pronto este libro nos parece la refutación de la interpretación


estándar del icono MM.

Nada de muchacha ingenua, explotada, utilizada por insaciables


empresarios capitalistas. Norma Jeane sabía lo que quería, y utilizó a esos
empresarios o ejecutivos tanto o más como ellos la utilizaban a ella. Fue Norma
Jeane la que, tras sus primeros pasos de tanteo, a través de los cuales va
advirtiendo el impacto que causa a los hombres que la fotografían, tras aceptar
(ya casada con un marine, que estaba en Europa) la propuesta de un fotógrafo
importante (André) que le abre las puertas a primeras portadas de revistas y a
Hollywood, un húngaro con cierta «cultura europea», que se enamora de Norma,
que acaba correspondiéndole –«contigo he tenido mi primer orgasmo»– y aún
se promete con él en matrimonio. Es aquí donde tienen lugar los primeros pasos
de MM. Incluso su nombre.

Comienza un día, en el idilio con André, como observación de las dos MM


que se dibujan en sus manos: las junta y André le cuenta una historia de
Transilvania en donde las MM se interpretan en relación con el memento
mori.Pero André transforma inmediatamente esta interpretación y dice: married
me,cásate conmigo. Y luego Norma se inventa el nombre de batalla, a base del
de su madre y quién sabe si no estaba también influyendo el nombre del
presidente Monroe, que dijo aquello de «América para los americanos».

André describe cómo en los días en que han concertado el matrimonio,


Norma pasa las horas pintándose las uñas, peinándose, vistiéndose con una
sábana. «Aquella tarde –dice André (pág. 88)– se incubaba todo un sex-symbol.»
Así lo interpretaba el húngaro desde la perspectiva del varón que ha logrado por
fin acostarse con MM.

Pero MM sigue su destino. De poco le sirvió al fotógrafo haber logrado que


MM experimentase con André su primer orgasmo. Ella iba a otra cosa: no iba a
la caza de orgasmos, porque Marilyn tenía otro destino, el destino que la
orientaba hacia su proceso de canonización, hacia su transformación en un icono

102
canónico. Todo lo demás era irrelevante para ella, a pesar de los pesares. Y si
no lo era para ella tampoco ha de serlo para nosotros. André le presenta a un
compañero, y se sorprende de que MM le da cita. A los pocos días, en Nueva
York, en pleno compromiso matrimonial con André, éste encuentra que en su
apartamento ha dormido otro hombre. Es un poderoso hombre de Hollywood.
Porque Marilyn ha ido seleccionando y eligiendo todos aquellos que podían
contribuir a su canonización. Integramente se consagra a lograr su fama, como
explícitamente confiesa ella una y otra vez. No busca la inmortalidad más allá de
la vida, ni las riquezas, ni la felicidad: ella busca la fama. No es precisamente
ambición, ni algo describible en términos meramente psicológicos. Más bien se
diría, utilizando las palabras de Shakespeare, que ella se ocupará en adelante,
«en ser lo que aparece». Y sin duda, al ir escalando niveles sociales cada vez
más altos, advertirá que su icono, al relacionarse con personas concretas, tendrá
que llenarse de contenidos también concretos. Pero ya es tarde. Ella está muy
poco cultivada. Lee algunas páginas de Dostoiewski y de Proust. ¿Qué más da?
¿Qué podría entender ella de todos esos cuentos? Pues la cuestión no es leer,
sino disponer de las categorías pertinentes para interpretar lo leído. Más le
interesan las lecciones de arte escénico de Lee Strasberg. Esto es lo suyo.

Marilyn va sabiendo penosamente que su personalidad individual se ha


transformado en un canon. Por eso incluso se siente a veces explotada, pero no
precisamente por motivos económicos. Es que su vida estuvo consagrada a
ofrecer a Norteamérica el canon de la mujer del futuro, de la madre y de la novia
de los norteamericanos blancos. Y cuando se siente desfallecer, cuando ve que
se distancia del icono de modo irreversible, muere.

Empédocles, considerado como un Dios por sus conciudadanos, se arrojó


al Etna para que no le vieran envejecer.

103
104
El concepto de creencia
y la Idea de creencia
Gustavo Bueno

Intervención inaugural de las Jornadas sobre superstición, creencia y


pseudociencia, celebradas en Gijón del 27 al 29 de noviembre de 2002, organizadas por la
Sociedad Asturiana de Filosofía

Comparezco muy gustoso en estas Jornadas organizadas por la Sociedad


Asturiana de Filosofía, que ha tenido el acierto de fijar como tema para este año
el de la Superstición, creencia y pseudociencia. Mi propósito, en el umbral de
estas Jornadas, es dibujar las líneas generales de una Idea de creencia que
mantenga la conexión con otras partes del materialismo filosófico. Por supuesto,
la ocasión no permite sino un desarrollo puramente esquemático de estas
cuestiones.

I
Los dos momentos de la creencia:
epistemológico y ontológico

1. Comenzamos suponiendo que «creencia» es un nombre singular, pero


denotativo de una pluralidad, que se nos hace más cercana cuando utilizamos el
término en plural, «las creencias». Por tanto, «creencia» lo interpretaremos
gramaticalmente como un singular genérico o universal, como una totalidad

105
distributiva, que contiene en su extensión múltiples especies de creencias, y a
su vez, a través de estas especies, o directamente, múltiples
creencias individualizadas, individualizadas por su contenido (sin perjuicio de
que, a su vez, estas singularidades individuales puedan multiplicarse
oblicuamente al modo de «universales noéticos», en función de los sujetos
individuales que las mantengan: el Escorial es sin duda un edificio singular, pero
su silueta se multiplica, «noéticamente», en todas las retinas oculares o
corticales que lo perciben). La creencia en los dioses olímpicos es una creencia
individualizada que pertenece a la especie de las creencias religiosas
secundarias; esa creencia individualizada, que constituye un contenido de la
cultura objetiva griega, se encontrará «multiplicada» en los diversos ciudadanos
que «participaban» de ella.

La suposición sobre la multiplicidad de creencias específicas se mantiene


aquí contra las teorías «monistas» de la creencia, según las cuales la creencia
sería única, a la manera de un todo atributivo cuyas partes, centrales o
periféricas, pudieran ponerse en correspondencia con las diversas creencias
específicas. Esta visión monista de las creencias fue de algún modo defendida
por Malebranche (para quien todas las creencias, incluida la creencia en la
existencia del Mundo exterior, derivaban de la creencia en Dios, «en quién
veíamos a todas las cosas»), y también, a su modo, por Antonio Gramsci (lo que
se explica, acaso, por la influencia de Benedetto Croce).

2. Como universal, el término «creencia» (por tanto, cada especie de


creencia, o cada creencia singular) no alude a una idea simple, sino a una idea
de estructura conceptual originariamente binaria, como constituida por
dos momentosinseparables aunque disociables. A cada momento de la idea
corresponderá un concepto de creencia. Habría que hablar, por tanto, de
dos conceptos de creencia, inseparables aunque disociables.

Estos dos conceptos de creencia no se comportan como dos términos


correlativos (al modo de la correlación derecha/izquierda propia de los cuerpos
que mantienen una asimetría bilateral enantiomorfa) sino más bien, en principio,
como los términos de un dualismo (en sentido geométrico). Tales momentos
podríamos denominarlos, por lo que diremos, el momento subjetivo (o
psicológico, epistemológico) y el momento objetivo (o material, ontológico) de la
creencia. Cuando logremos disociar cada momento de su dual, diremos que
hemos alcanzado los correspondientes conceptos de creencias (subjetiva,
objetiva).

Pero la Idea de creencia, tal como la presentamos aquí, aparecerá como el


proceso capaz de abarcar ambos momentos (ambos conceptos).

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3. Sin embargo, el tipo de las relaciones duales, utilizado en geometría, no
es del todo adecuado para recoger el tipo de conexión que media entre los dos
conceptos que suponemos actúan en la constitución de la Idea de creencia. La
dualidad no supera la discontinuidad (o ruptura) entre los términos duales, por
ejemplo, entre los puntos y rectas: hay que partir de la recta para obtener los
puntos, por intersección con otras rectas; y hay que partir de múltiples puntos
alineados (es decir, de rectas intersectadas) para llegar a la recta, es decir, hay
que cortar abruptamente una recta dada por otras rectas, para obtener los
puntos.

Más cerca de la conexión que media entre los dos momentos de la creencia,
en cuanto éstos son inseparables (aunque sean disociables), está la conexión
que media entre el anverso y el reverso de un objeto (una moneda, un billete)
cuando el anverso y el reverso puedan darse en continuidad, como ocurre en
una cinta de Möbius. Desde esta perspectiva entenderíamos la conexión que la
idea de creencia podría llegar a establecer entre los dos momentos o conceptos
que hemos distinguido de la creencia, en tanto ellos son disociables pero
inseparables.

4. Ante todo, el momento subjetivo, al que corresponde el concepto


psicológico de creencia. Desde esta perspectiva, la creencia es el contenido de
un sujeto psicológico, al cual contenido éste sujeto presta un asentimiento tan
intenso que llega a tomarlo como real y verdadero. Ilustra muy bien este
momento subjetivo de la creencia la situación irónica descrita en los siguientes
términos: «Fulano sufre por sus creencias: cree que calza el 40 y calza el 42»;
porque «creencias» se toma aquí (gracias al componente crítico de la ironía) en
su momento subjetivo, como un «sentimiento» o «juicio» erróneo alojado en la
«mente», en el ánimo o en el cerebro de Fulano.

Pero hay algo más: desde la perspectiva psicológico subjetiva, la creencia


se nos presenta como un sentimiento, juicio, vivencia o proceso subjetivo tal que
quien «lo vive» experimenta un «sentimiento de realidad» (término de W.
James), en virtud del cual su «sentimiento» lo sitúa emic enfrente del contenido
material de la creencia, como si este contenido fuese una realidad distinta de su
propia vivencia o sentimiento.

Ortega o Jaspers añadían esta nota: la creencia implicaría el sentimiento del


sujeto de estar «envuelto» por la creencia, de suerte que de ninguna manera la
creencia apareciese como alojándose en el sujeto. Esta precisión sobre el
carácter «envolvente» de la creencia parece muy ilustrativa, aunque es errónea
en general, sencillamente porque no todo contenido de creencia es envolvente;
es suficiente que el contenido esté enfrente de mí, como cuando digo que creo
que el Sol que sale cada día es el mismo, con identidad sustancial, que el de

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ayer (y no un Sol nuevo, procedente de un «poblado del Sol», como creían los
byraka).

Conviene advertir que el concepto subjetivo de creencia puede ser


considerado, por separado, como contradictorio (es decir, como si no fuera un
concepto), puesto que sólo puede mantenerse como tal suponiendo que el
concepto o materia de la creencia, en rigor, ha de ser reducido a la condición de
«contenido de conciencia» (o de la «mente») para después, desde ahí, ser
objetivado mediante un procedimiento tan ramplón como es el de la
«proyección» de supuestos contenidos subjetivos sobre la «pantalla» de la
realidad. Pero la «proyección» es sólo una metáfora tomada de la superposición,
mediante la linterna o la antorcha, de una figura corpórea ya conformada sobre
una pantalla blanca o manchada; pero el concepto de «proyección» se diluye
cuando pretende utilizarse para dar cuenta de la conformación misma de la figura
que se nos aparece (por ejemplo, la figura de un «ánima en pena»).

El concepto psicológico de creencia sólo se entiende, por tanto, en cuanto


concepto crítico epistemológico. Sólo quien ha criticado el sentimiento de
realidad inherente a una creencia, y ha determinado sus componentes
alucinatorios o erróneos, puede mantener el concepto psicológico de creencia.
En realidad, por tanto, lo que llamamos concepto psicológico de creencia debería
ser reducido a la condición de un subproducto del concepto objetivo de creencia,
transformado en concepto epistemológico-crítico.

El concepto crítico de creencia tiende, por tanto, a ver en las creencias


meros contenidos mentales (con lo cual, dicho sea de paso, las creencias
dejarían de serlo). Más aún, el concepto crítico de creencia, recíprocamente,
tiende a ver a la mente, cuando ella está «poblada» de creencias, como
un credendario, denominado a veces mentalidad, por ampliación del sentido
(crítico por cierto) que Lévy-Bruhl dio a la mentalidad primitiva, como conjunto de
creencias que violan, según él, las leyes de la lógica –identidad, tercio excluido,
&c.–, es decir, como mentalidad prelógica.

No deja de ser paradójico, constatar que en los años sesenta del pasado
siglo, sociólogos e historiadores «marxistas», pero interesados por recuperar,
contra los economicistas, la importancia histórica de las «superestructuras»,
fundaron una nueva disciplina histórica a la que denominaron «Historia de las
mentalidades».

En resolución, el concepto subjetivo de creencia no se nos da tanto en


perspectiva emic (puesto que el creyente no toma su creencia como contenido
de conciencia) cuanto en perspectiva etic (como concepto del crítico, que ha
reducido la creencia, como alucinatoria o errónea, a la condición de un contenido

108
mental, y ha añadido después el ramplón mecanismo de la proyección, atribuido
al creyente).

5. El momento objetivo de la creencia es aquel que nos la presenta según


la materia o contenido objetivo (ontológico) que se abre al sujeto a través de la
creencia. La «creencia» designará ahora, inmediatamente, al contenido objetivo
de la misma (por ejemplo, el Sol que sale cada día como el mismo Sol que salió
ayer), y es desde este contenido objetivo, y sólo desde él, como podemos decir
que es la materia de la creencia la que al «refractarse» en el sujeto, determina
en él la creencia en el Sol. Pero el creyente, desde un punto de vista emic, no se
comporta, en cuanto creyente, como tal creyente. Quien ve el Sol brillando en el
cielo, no «cree ver» el Sol, simplemente lo ve; y únicamente puede decir que
«cree verlo» cuando le asalta alguna duda sobre la salud de sus ojos.

En consecuencia, la relación entre el momento subjetivo y el momento


objetivo de la creencia no es en modo alguno complementaria, sino dialéctica.

6. La Idea de creencia que estamos exponiendo es la misma idea del


proceso del dualismo circular que nos lleva del contenido objetivo al contenido
subjetivo, con el retorno correspondiente. Un proceso similar habría sido
recorrido por Pascal cuando «creía» poder decir, aunque en lenguaje metafísico,
que «en cuanto cuerpo el espacio me reabsorbe como a un punto, pero en
cuanto espíritu, yo reabsorbo al espacio».

7. La Idea de creencia, cuando se analiza en función de los conceptos


consabidos de sujeto y objeto, en situación metamérica, es una idea dual circular,
de estructura dialéctica, pero contradictoria, aunque ella se haga consistir en una
reiteración indefinida de contradicciones que fueran anulándose sucesivamente
(como ocurriría en una «solución» de la paradoja russelliana del bibliotecario que
consistiera en montar un dispositivo mediante el cual el que bibliotecario, o una
máquina, inscribiese y borrase sucesivamente en el catálogo-problema el título
del catálogo de los catálogos que no se citan a sí mismos). De este modo, los
contenidos ontológicos de las creencias se destruirían críticamente al ser
reducidos al campo mental subjetivo, y los contenidos subjetivos quedarían
anulados o reabsorbidos, como si fuesen signos formales, «que manifiestan
cosas distintas de sí mismos, sin praevia notitia sui a las potencias
cognoscitivas. En la tradición escolástica, solamente los conceptos del
entendimiento, dado su carácter espiritual, podían ser signos formales; pero
desde una perspectiva materialista la función de los signos formales abría de ser
traspasada precisamente a las percepciones apotéticas. Quien percibe el Sol
que sale cada día lo hace porque no percibe los sacudimientos de la retina ocular
y de la retina cortical; lo que percibe es el Sol que sigue su curso, y para ello será
preciso que los procesos cerebrales correspondientes sean «enteramente

109
trasparentes», es decir, consistan en des-aparecer para que el Sol pueda
aparecer a la percepción o a la creencia.

8. Si no es viable el entendimiento de la «circulación» entre los términos,


metaméricamente dados, sujeto (S) y objeto (O), será preciso recurrir a otros
modos de dar cuenta de esta circulación dual continua. En otros lugares
(Cuestiones cuodlibetales, Mondadori, Madrid 1988, Cuestión 2, págs. 88 y sigs.,
y Cuestión 10, pág. 382 y sigs.) hemos sugerido el modo diamérico de llevar
adelante la resolución de esta cuestión (el modo diamérico es muy próximo al
tratamiento de los términos S y O como si fuesen conceptos conjugados. Se
trataría de descomponer o fragmentar a S en múltiples [S1, S2, S3... Sn] y a O en
múltiples [O1, O2, O3... On] a fin de concebir la conexión diamérica de los Si a
través de los Oi y de los Oi a través de los Si.

Según esto, entenderemos las creencias no ya tanto como un movimiento


del sujeto que nos lleva hacia el objeto, o como una acción del objeto que nos
lleva hacia el sujeto, sino como un campo de operaciones y relaciones entre
sujetos a través de objetos, y entre objetos a través de sujetos.

9. La consecuencia inmediata de este modo de acercarse a las creencias


es bien clara: las creencias son originariamente sociales; lo que implica que la
creencia, en su sentido psicológico e individual, no puede tomarse como un
concepto primitivo, pese a las pretensiones de muchos psicólogos. La creencia
en su sentido subjetivo-psicológico, sería un concepto derivado de un campo
social y, por tanto, había que entenderla como una creencia-límite, que llamamos
creencia a la manera como llamamos elipse a la circunferencia con distancia
focal nula.

10. Otra conclusión que podríamos extraer de las premisas señaladas: que
las llamadas creencias subjetivas, o psicológicas, no son verdaderas
creencias,sino pseudocreencias o falsas creencias, apariencias de creencias. No
son creencias sino delirios o alucinaciones; o bien acaso, reducciones artificiosas
o delirios metódicos que pretenden haber partido de la subjetividad y haber
llegado a poner el pie en creencias objetivas.

Como situaciones «canónicas» de pseudocreencias construidas en el siglo


XVII –el siglo de los sueños– por Cervantes y por Descartes, citaríamos la
creencia del licenciado Vidriera, según la cual su cuerpo era de vidrio, y por ello
se envolvía de telas o trapos para evitar ser quebrado, y la creencia de Renato
Descartes, según la cual su espíritu se hacía presente a sí mismo en
el cogito(para lo cual tenía que dudar metódicamente de la realidad de los
hombres que veía pasar, considerándolos como autómatas o como apariencias).
Ahora bien: verse a sí mismo como un hombre de vidrio ¿no es un delirio, por lo

110
menos tan grande, como ver a los demás como autómatas? La duda cartesiana
en la realidad de los cuerpos exteriores no plantea tanto una cuestión metafísica,
cuanto una cuestión de óptica relativa a la salud de nuestros ojos.

11. Corolario de la tesis precedente: que todo aquello que sea concebido
como «contenido psicológico puro» no podrá ser llamado creencia, sino por
abuso de las palabras. Más bien habría que llamarlo opinión, fe, confianza,
sospecha, suposición, esperanza, hipótesis teórica o mito; porque todos estos
contenidos se dan ya como «criticados». (Ortega, víctima de la oposición
metamérica entre S y O, contraponía las Ideas, como contenidos subjetivos «que
están en mí», a las creencias, en las que el creyente «estaría». Pero esta
denominación no puede suscribirla quien entiende a las ideas como ideas
objetivas.)

12. El mito, como tal, no será, por tanto, una creencia, si aparece como un
relato dramático que precisamente no requiere el asenso del que lo escucha
como relato del narrador (a quien prestará una mayor o menor confianza). Otra
cosa es que podamos hablar de creencias míticas.

13. Podemos ahora establecer la tesis según la cual los dos momentos de
la creencia no son simétricos en cuanto a su «intervención» en la constitución de
la Idea de creencia, porque el momento originario o primitivo a partir del cual se
construye la Idea de creencia, es el momento ontológico.

La Idea de creencia es, según esto, una idea ontológica, antes que una idea
psicológica o incluso que una idea epistemológica. Pues estas ideas
(psicológicas, epistemológicas) sólo podrán concebirse como subordinadas a la
Idea ontológica, incluso como subproductos suyos.

Decimos que la Idea de creencia es ontológica en el mismo sentido en el


que llamamos «ontológico» al argumento de San Anselmo para probar la
«creencia» en la existencia de Dios. Sólo que la estructura ontológica de las
creencias, sin perjuicio de la reverencia debida a San Anselmo, no tendría por
qué ser entendida teológicamente. La característica ontológica de la creencia la
pondremos en el hecho de que, en cualquier verdadera creencia, el contenido
semántico (esencia material) de la creencia requiere poner su existencia más
allá de los contenidos oblicuos (formales o reflexivos) de orden psicológico que
la acompañen.

Las creencias, en resolución, son ontológicas porque son constitutivas de


las partes mismas de lo que llamamos «realidad» o «mundo».

111
14. Luego si todas las verdaderas creencias son ontológicas o constitutivas
de la realidad, ¿quiere decirse que todas las creencias habrán de ser
verdaderas?

Nuestra respuesta es «sí», de algún modo. Y con esta respuesta queremos


alejarnos, ante todo, de la radical propuesta de separación que Bertrand Russell
estableció entre conocimiento y creencia.

Toda creencia, por cuanto contiene el esquema mismo de la constitución de


la realidad, habrá de tener algo de conocimiento y, por tanto, un fundamento de
verdad, un fulcro, como lo hemos llamado en otras ocasiones, en que apoyarse.
Y tomamos aquí «verdad» en el sentido de la identidad entre los cursos diversos
de objetos constituidos que nos ponen ante una realidad causal (realidad tiene
que ver con res, traducido al español por cosa, cuyo concepto es muy próximo
al de causa).

Concluimos: si las creencias son sociales es porque están fundadas en


fulcros reales: sólo porque las creencias son verdaderas pueden ser sociales,
salvo que admitamos la telepatía. ¿Cómo podría socializarse una creencia
subjetiva si no tuviese un fulcro en que apoyar la comunicación? Habrá que
afirmar, por tanto, que las creencias no son verdaderas por ser sociales o
«ilusiones socializadas» (pese a las pretensiones del sociologismo) sino que
pueden socializarse porque son, de algún modo, verdaderas.

15. La verdad concedida, en algún tanto, a toda verdadera creencia, no


significa que haya que renunciar a toda demolición crítica de determinados
contenidos de creencias concretas mantenidas por un grupo social determinado.
Significa sólo que habrán de deslindarse los fulcros de referencia, reconociendo
que sobre estos fulcros se entretejen mitos, reconstrucciones, fantasías. La
crítica de las creencias no consiste por tanto en aniquilarlas (lo que es imposible)
cuanto en distinguir sus componentes constitutivos (ontológicos) y sus
componentes adventicios o supersticiosos.

16. Las creencias, social e históricamente dadas, por su carácter colectivo


y múltiple, tenderán siempre a entretejerse con partes adventicias, gratuitas o
imaginarias. Son las creencias «enmarañadas» que sobreañaden, al canon de
referencia, los componentes adventicios que las convierten en creencias
supersticiosas. Por analogía, los etólogos y los psicólogos, con Skinner, llaman
supersticiones, también con abuso del término, a ciertos aditamentos que los
animales o los hombres sobreañaden, por vía individual, al esquema etológico
de sus conductas; pero la superstición de las palomas ya no es una creencia,
porque carece de componentes lingüísticos, es decir, porque no es social, sino
individual; y sólo mediante el lenguaje una conducta individual «supersticiosa»

112
podría ser representada ante otros individuos, lo que no excluye que algunos
puedan también imitarla. Sólo cuando las conductas supersticiosas, en el sentido
etológico, están incorporadas a conductas lingüísticas socializadas, podremos
aludir a la estructura pseudo causal (en modo alguno causal, como pretenden
tantos psicólogos) que caracteriza a la superstición, por ejemplo, a las conductas
de la llamada, por Frazer, magia homeopática, que ya pueden ser llamadas
creencias. Pero atribuir pseudocausalidad, incluso causalidad, a las conductas
«supersticiosas» procedentes del «refuerzo», a las palomas, es
antropomorfismo. La paloma, que da vueltas sobre sí misma, antes de ir al
dispensador de la bola de alimento, no lo hace porque atribuya a sus vueltas una
eficacia causal sobre el dispensador de las bolas: esta atribución se la hace
Skinner. Las vueltas que la paloma da antes de dirigirse al dispensador, más que
como orientadas causalmente hacia él, habrá que interpretarlas como dirigidas
a la consolidación del control del animal sobre sus propias anamnesis.

En cualquier caso, si bien las conductas supersticiosas, en sentido


etológico, son individuales (tienen un funcionamiento individual, lo que equivale
a decir que no son en sí mismas supersticiosas, sino únicamente por relación al
canon causal utilizado por el etólogo), no toda conducta individual, sobre todo en
el hombre, es supersticiosa, aunque no sea simple sino envuelta por «rasgos
adventicios» (pero dotados de un funcionalismo en la conducta práctica de cada
sujeto).

Hablaríamos en estos casos de conductas idiorítmicas (el sujeto prefiere


atenerse a rituales o ceremonias propias al leer el periódico, al afeitarse, &c.,
sencillamente porque ellas facilitan su control, miden el tiempo, &c.) en recuerdo
de aquellos monjes del Monte Athos que, cada uno de los cuales, «vivía a su
aire», a diferencia de los monjes nomorítmicos, que regulaban su conducta
según normas comunes muy estrictas.

17. Además, las creencias cuando no son sólo sociales (o propias de un


grupo), sino están orientadas en el sentido de un enfrentamiento del grupo que
las comparte con otras creencias propias de otros grupos sociales, nos ponen
en la vecindad de las ideologías. Estas creencias «enmarañadas», enfrentadas
a otros grupos, están en efecto muy próximas a lo que desde Marx llamamos
«ideologías». Las ideologías son, en efecto, creencias constitutivas del mundo
social.

Toda filosofía es, de algún modo, una ideología, aún cuando no toda
ideología sea filosófica. Le falta la crítica y la confrontación con otras ideologías.
Se trata de una diferencia estilística, si se quiere, pero de importancia central.

113
En otros lugares hemos llamado «nebulosas ideológicas» a los sistemas de
creencias interesadas en el sostenimiento, reivindicación, defensa o análisis
frente a otros grupos sociales, de alguna institución «en marcha» (como puedan
serlo las drogas, la televisión, la democracia o la Biblia).

18. Los fulcros sobre los cuales se apoyan las creencias (o las ideologías)
son de dos tipos:

• O bien son fulcros constituidos por los otros sujetos que comparten la
creencia
• O bien son fulcros constituidos por objetos

19. Ejemplo de fulcros sociales: la creencia milenarista de El Profeta, Juan


de Leyden, y de sus seguidores, en el inminente fin del mundo. Se trataba de
una creencia errónea, pero apoyada en el fulcro de un grupo de creyentes
que esperaban la justicia y el fin de sus miserias. Había una verdadera creencia
en la «comunidad del deseo»; pero esta verdad estaba entretejida con todo tipo
de fantasías absurdas de orden teológico y astronómico.

Análisis análogos podríamos llevar a cabo para enjuiciar algunas creencias


de Don Quijote. Porque Don Quijote no es el Licenciado Vidriera. Don Quijote es
un personaje de ficción. Pero él y otros muchos (los lectores de los libros de
caballerías) creían en los valores que Don Quijote encarnaba; y si Cervantes
criticaba esos valores, es porque comenzaba reconociendo su vigencia
moribunda.

20. Cuanto a la creencia en Dios del argumento ontológico anselmiano: el


fulcro de esta creencia, recogida por el argumento, podría ponerse en la creencia
en un Tu concreto, Cristo, representado por una Cruz que está enfrente de los
monjes y la figura de un cuerpo clavado en ella, irreductible a una alucinación
(salvo desdoblamiento de personalidad). La creencia de San Anselmo y los
monjes estaría apoyada en el fulcro de una persona real, Cristo (en palabras de
Pascal: «Sólo se llega a Dios a través de Jesucristo»). Una persona que se
muestra a los monjes entretejida con teorías teológico metafísicas que hablan de
un «Ser cuyo mayor no puede ser pensado»; por tanto de una Ida que haría
imposible el «retorno» desde ella misma al Cristo que está haciéndose presente
a la percepción apotética de los monjes.

114
II
Clasificación de las creencias

Esbozaremos tan solo la línea programática de esta clasificación de las


creencias, que toma como criterio la doctrina del espacio antropológico propia
del materialismo filosófico.

Las creencias podrían ser clasificadas en tres grupos simples,


correspondientes a los tres ejes del espacio antropológico.

A. Creencias circulares

Creencias en la realidad del grupo social y del espacio social derivado, si


seguimos a Stern y a Piaget, de las experiencias en torno al llamado «espacio
gustativo» o bucal. En los mamíferos dotados de lenguaje, la creencia en un
grupo social arrancaría de la conducta de «chupar el mundo a través del pezón
de la madre».

También las creencias políticas, de naturaleza casi siempre ideológica, se


reducirían principalmente al eje circular.

B. Creencias angulares

Se incluirán en este grupo las creencias propias de las religiones primarias.


La creencia en el oso que el cazador tiene enfrente es mucho más verdadera
que la creencia de ese cazador en su cogito (por tanto, en su ánima).

Las creencias religiosas no proceden de la «proyección» de supuestas


vivencias anímicas subjetivas, como pretendió la teoría animista de Tylor. Es
preciso disponer de pantallas sobre las cuales proyectar esas supuestas
experiencias: sobre los animales puedo «proyectar» las ánimas; lo que no tiene
sentido es proyectar los animales sobre las ánimas.

Las creencias propias de las religiones secundarias incluyen todo el mundo


de las mitologías politeístas.

Mucho más problemáticas son las creencias propias de las religiones


terciarias, en la medida en que estas se resuelven en creencias circulares (la
creencia en la propia Iglesia, en la Sinagoga, en la comunidad de los fieles).

115
C. Creencias radiales

Estas creencias son constitutivas de nuestro mundo entorno. La creencia en


la estabilidad de nuestro hábitat, la creencia en el sistema solar, entretejida con
teorías protocientíficas. Más interesantes son, para el análisis, las creencias
actualmente vigentes en torno al big bang, la creencia en la evolución biológica
o la creencia de algunos científicos en la fusión fría. Se trata de creencias
científicas que presentan sin embargo una notable diferencia. Podría decirse que
la creencia en la evolución es una creencia verdadera, mientras que la creencia
en el big bang es tan solo una teoría, probable para unos, y absurda para otros.
Nada queremos decir sobre la fusión fría.

Además de estas tres clases de creencias simples habría que distinguir


creencias complejas, ya fueran de naturaleza circular y angular (AB), ya fueran
de naturaleza angular radial (BC), ya fueran de carácter circular radial (AC).

Como ejemplo de creencias tipo AB podríamos citar la creencia en el marcho


cabrío de quienes participan del aquelarre, o la creencia en la comunidad entre
hombres y grandes simios de quienes han suscrito el Proyecto Gran Simio.

Como ejemplo de creencias tipo BC cabría citar a la creencia en Mitra, como


regenerador de la naturaleza, propia de los asistentes a las ceremonias de
iniciación en el mitreo.

Y como ejemplo de creencias tipo AC citaríamos la creencia en


comunidades antropomórficas de extraterrestres, o la creencia en robots u
ordenadores inteligentes.

La mayor parte de las creencias participan de los tres ejes (ABC); en


consecuencia cuando se establecen las clasificaciones de las creencias en los
términos que preceden es porque se ha atendido al mayor peso relativo
apreciado en algunos de los ejes.

III
Las creencias en el conjunto de la cultura humana

1. Creencia y conciencia

Bajo este epígrafe no hacemos sino suscitar la cuestión acerca de si las


creencias son conscientes o inconscientes.

116
Nos remitimos a la obra citada (Cuestiones cuodlibetales), en donde hemos
procurado llamar la atención acerca de la inanidad de las más frecuentes
definiciones de la conciencia («autopresencia del alma ante sí misma»,
«presencia de la realidad, del objeto, ante el sujeto», &c.). La conciencia
procedería de las creencias, cuando estas funcionan como ortogramas
normativos. La conciencia aparecería en el choque de creencias en conflicto.
Esto nos permitiría también definir la falsa conciencia en los términos que en la
citada obra han sido expuestos.

2. Creencia y razón

La cuestión que suscitamos aquí es la de si las creencias son racionales o


irracionales. También aquí tendríamos que debatir la opinión muy común de que
las creencias son irracionales, y que frente a ellas la «razón» o el «logos»
representa un giro nuevo en la historia.

Sin embargo, por nuestra parte, defenderíamos la tesis de que en principio


toda creencia es racional, tesis en gran medida basada en la premisa acerca del
carácter lingüístico de toda creencia. Pero toda conducta lingüística supone un
logos, por tanto una razón; otra cosa es el tanto de verdad que haya de
corresponder a cada creencia. La creencia mítica de la Tierra sostenida por Atlas
no puede en modo alguno considerarse como irracional; por de pronto presupone
ya el desarrollo muy avanzado de una civilización capaz de representarse a la
Tierra como una bola o como un disco que flota en el espacio. Racional es
también la pregunta de por qué esa bola o ese disco que ya flota en el espacio
no se precipita al abismo; racional es también el intento de explicación mediante
el mito antropomórfico de Atlas, que es sin duda falso. Pero la sustitución de esta
creencia por la teoría «racional» de Anaximandro –la Tierra no cae al abismo
porque ocupa el centro del mundo y está en equilibrio– tampoco nos conduce a
una verdad plena.

Por tanto el desarrollo de la razón no implica la destrucción previa de toda


creencia. La razón filosófica o científica no resulta tanto de la aniquilación previa
de las creencias, cuando de la confrontación mutua de las creencias más
heterogéneas y diversas, capaces de «romperse» o «disgregarse» en la
confrontación.

3. Creencia y ciencia

Tampoco cabe establecer una disyuntiva entre las creencias y las ciencias.
Una ciencia presupone siempre una creencia, lo cual no implica ningún absurdo,
cuando se ha empezado por advertir que toda creencia es racional. Por esta

117
misma razón, también, las ciencias pueden instaurar nuevas creencias, cuando
son verdaderas y se socializan, como ha sido el caso del heliocentrismo.

Final

Terminaremos distanciándonos de la tendencia a contraponer creencias y


ciencias, creencias mitológicas y razón, creencias inconscientes y creencias
conscientes.

Como hemos intentado probar, hay creencias mitológicas que son tan
racionales como puedan serlo las creencias científicas o inspiradas por las
ciencias: el mito de la caverna es una creencia cuya racionalidad es acaso
mucho mayor de lo que pueda serlo la creencia en el big bang. Hay creencias
filosóficas y creencias científicas (con fulcros científicos), y hay creencias
metafísicas (propias de la falsa conciencia) y hay también creencias
anticientíficas. Cada especie de creencias y, sobre todo, cada creencia individual
y concreta (como pueda serlo la creencia en Zeus, dentro de la especie de
creencias religiosas secundarias), necesita un análisis pormenorizado y
particular.

La posición que consideramos filosóficamente más acrítica es la que se


orienta a la crítica de especies de creencias, en lugar de atenerse a las creencias
individuales y concretas envueltas por esas especies, y sobre todo, la que se
orienta a la crítica de la «creencia» general, de la «creencia inespecífica»,
oponiéndola, por ejemplo, a una «razón» también inespecífica.

118
2003

119
Sobre el concepto de
«memoria histórica común»
Gustavo Bueno

Intervención en la presentación del libro De Bilbao a Oviedo pasando por el penal de


Burgos (Pentalfa 2002), memorias políticas de José María Laso, en la Sala Príncipe del
Ayuntamiento de Oviedo, el 20 de diciembre de 2002

No considero necesario reexponer en esta intervención, que es al mismo


tiempo un homenaje a José María Laso, las ideas que figuran en el prólogo a
sus memorias, puesto que se supone que todos los presentes pueden leerlo.

Me parece en cambio más oportuno hacer algunas reflexiones sobre el


concepto de «memoria histórica», que estos días va y viene, no solamente en
los medios asturianos, sino también en los medios nacionales.

Es evidente que el «recuerdo» de los hechos históricos, como los recuerdos


que constan en la memorias de José María Laso, es el recuerdo selectivo de los
hechos históricos, y por tanto parcial o partidista. Y precisamente para tratar de
eliminar o atenuar esta condición es por lo que a nuestro juicio se ha inventado
el pseudoconcepto de «memoria histórica común», para presentar como
imparciales y objetivos los recuerdos que a todas luces se abren paso tras los
años de amnesia determinada por la transición democrática. E incluso se ha
constituido una institución encargada del cuidado de la «memoria histórica», y lo
que es más sorprendente aún, de su recuperación (concepto este que implica,
si es que quiere ser concepto, que existe una memoria histórica objetiva,
parcialmente perdida o eclipsada, y que por ello necesita ser recuperada, no ya
construida).

Se trata de la ARMH Asociación para la Recuperación de la Memoria


Histórica. Izquierda Unida y el Partido Socialista Obrero Español presentaron
formalmente al Congreso de los Diputados, del 9 de septiembre al 4 de octubre
de 2002, proposiciones no de ley en esta dirección (el día 28 de octubre de 2001
la ARMH había encontrado en Prioranza del Bierzo, León, los cuerpos de trece
republicanos fusilados y enterrados en campo abierto el 13 de octubre de 1936).

Por ello los socialistas de la monarquía democrática exhortaron a los


administradores públicos «a coordinarse y cooperar con los medios materiales y
humanos necesarios para facilitar la exhumación, identificación y enterramiento

120
de las víctimas de la Guardia Civil que por defender los valores republicanos
fueron asesinados y enterrados sin identificar en fosas comunes».

Por consiguiente constatamos ya con claridad que la memoria histórica se


aplica selectivamente al contexto de la recuperación de los huesos de los
fusilados por Franco en la Guerra Civil o en la postguerra, enterrados en fosas
colectivas y anónimas; recuperación reivindicativa puesto que, se dice, los
fusilados y asesinados pertenecientes «a la parte de Franco» ya recibieron sus
honores en el Valle de los Caídos.

Y aquí no entramos en la cuestión de la oportunidad y legitimidad de la


operación de desenterrar a los fusilados del «bando republicano» (algunas veces
la recuperación no se ha hecho físicamente, sacando los huesos de las fosas,
sino simbólicamente, poniendo sobre las fosas los nombres de quienes
descansan en ellas). Se trata de analizar qué pueda significar el que esa
recuperación se haga en nombre de la «memoria histórica».

«Memoria histórica» es un concepto espúreo, sobre todo cuando él pretende


tener como referencia el supuesto (metafísico) «archivo indeleble» cuya custodia
estaría encomendada al género humano; y que es susceptible de eclipsarse ante
los individuos, dotados de una memoria más flaca. Por ello estos tendrán que
«recuperar» una memoria histórica común, objetiva, que se supone ya
organizada, aunque oculta (ocultada) a la espera de ser desvelada o recuperada.
Por ello, la «recuperación de la memoria histórica» puede tomar la forma de una
reivindicación: porque se supone que el eclipse de esa memoria histórica, que
se sustenta en el seno del género humano, o en la sociedad, no es casual sino
intencionado.

No se trata de una amnesia, sino de una ocultación, por quienes quieren


«enterrar el pasado». Lo que ocurre es que si no hay amnesia tampoco tendría
que haber memoria.

El concepto de «memoria histórica» pretende remitirnos, por tanto, a un


sujeto abstracto (la Sociedad, la Humanidad, una especie de divinidad que todo
lo conserva y lo mantiene presente) capaz de conservar en su seno la totalidad
del pretérito que los mortales del presente deben descubrir. Esta memoria
histórica tiende a ser una memoria histórica total, que se aproxima a lo que
pudiera ser la memoria eterna de quien vive las cosas tota simul et perfecta
possesio.

Pero este sujeto abstracto, receptáculo de la memoria histórica no existe, es


un sujeto metafísico. No hay «memoria histórica».

121
La Historia, sencillamente, no es memoria, ni se constituye por la memoria.
Es esta una metáfora muy vieja, sin duda, canonizada por el canciller Bacon de
Verulamio, cuando clasificó a las ciencias en función de las «facultades
intelectuales» que él consideró esenciales: Memoria, Imaginación, Razón. Así,
la Historia sería el producto de la Memoria; la Poesía de la Imaginación y la
Filosofía, junto con las Matemáticas, de la Razón.

Esta ocurrencia de Bacon, sin perjuicio de su ramplonería psicologista, fue


tomada en serio por d'Alembert, en el Discurso preliminar de
la Enciclopedia, que la hizo doctrina común entre las gentes de letras, incluidos
a los políticos y a los historiadores.

Pero la Historia, en lo que tiene de ciencia, no es efecto de la memoria, ni


tiene que ver con la memoria más de lo que tenga que ver la Química o las
Matemáticas. La Historia no es sencillamente un recuerdo del pasado. La
Historia es una interpretación o reconstrucción de las reliquias (que permanecen
en el presente) y una ordenación de estas reliquias. Por tanto la Historia es obra
del entendimiento, y no de la memoria.

La memoria (y el recuerdo, como la amnesia) tiene como referencia y


soporte al cerebro humano (singular) de cada hombre. La memoria, por tanto,
sólo puede conservar aquello que cada hombre singular ha experimentado o
vivido, dejando aparte su herencia genética. Por tanto la memoria tiene como
ámbito aquella parte del mundo envolvente que le ha afectado, la memoria
episódica (es decir, aquella memoria mediante la cual las cosas recordadas del
mundo mantienen la referencia al instante de la trayectoria biográfica de quien
está recordando). Otra cosa es la llamada memoria semántica, que tiene que ver
con el lenguaje, con la ciencia, con la «razón».

Nadie puede tener memoria, por lo tanto, de algo que anteceda a su vida
propia. Y por ello la Historia no se reduce a la memoria. Nadie puede «recordar»
la historia de Amenophis IV, el faraón descubierto por los egiptólogos, a partir de
las reliquias (templos, estatuas, jeroglíficos) que siguen existiendo en el
presente. Sólo un impostor o una impostora (acaso un demente) puede decir que
tiene memoria histórica del faraón Amenophis IV, porque dice recordar, tras un
ejercicio de «regresión hipnótica», haber sido una de sus concubinas.

La distinción fundamental hay que ponerla en la propia memoria cerebral,


como distinción entre memoria individual y memoria personal. Es decir, la
distinción entre el individuo y la persona, que son conceptos conjugados,
aplicada a la memoria.

122
La memoria individual tiene como materiales propios los recuerdos de la
vida privada, familiar o biológica; la vida que está fuera de la historia, la vida que
estudia el psicólogo.

La memoria personal es la que tiene como material a los recuerdos de la


vida propia pero en relación con la vida pública (política, científica, artística,
profesional). La persona implica siempre a un grupo de personas,
necesariamente dadas en sucesión histórica. Dicho de otro modo, la memoria
personal tiene siempre que ver con la historia. La memoria personal es
necesariamente histórica, y por tanto la memoria histórica no es sino un modo
de designar, de modo redundante, a la memoria personal.

Y entonces ocurre que la memoria histórica o personal es necesariamente


parcial y partidista, porque una persona es sólo una parte de la historia. Y la
biografía es importante para la historia en la medida en que ella es una reliquia,
una parte más a interpretar.

La memoria histórica personal es el recuerdo del mundo histórico que a cada


cual, o a su grupo, le ha tocado vivir, especialmente en un sentido activo. El
peligro por tanto de la pretensión de convertir las memorias personales (o del
grupo de personas), necesariamente parciales (partidistas), en memoria histórica
objetiva o total es evidente. En realidad se trata de una pretensión reivindicativa.
¿Qué quiere decir la «memoria histórica» de los sucesos de octubre de 1934 en
Asturias? ¿Qué es «memoria histórica» del proyecto de invasión de las guerrillas,
a través del Pirineo, en 1945? ¿Qué es «memoria histórica» de la transición
democrática? ¿Quién se atrevería a afectar imparcialidad científica en esta
«memoria histórica» por antonomasia, para los españoles del presente?

La memoria histórica, en cuanto memoria personal, subjetiva o de grupo que


es, tiene siempre un componente reivindicativo. Y no digo que la reivindicación
no deba hacerse, digo que no debe hacerse en nombre de una «memoria
histórica universal», común y objetiva, puesto que la memoria histórica es
siempre memoria individual, biográfica, familiar o de grupo. Y esto explica por
qué la llamada «memoria histórica» se oculta: porque no es memoria sino
selección partidista. La memoria histórica es a la vez damnatio memoriae. Por
ejemplo, la memoria histórica, que contradictoriamente, propone borrar un retrato
de Girón, ministro de Franco, de la Universidad Laboral de Gijón. Que propone
retirar del callejero de una ciudad los nombres de los «golpistas» que se alzaron
contra la República; una memoria histórica que por otra parte no pide eliminar
los nombres de otros golpistas contra la República, los de octubre de 1934, como
lo fueron Ramón González Peña o Belarmino Tomás.

123
Por tanto, las reivindicaciones de las memorias personales, contra todo tipo
de amnesia y de amnistía, no debe hacerse en nombre de la memoria histórica
común, sino en nombre o bien de la memoria individual o familiar, o bien en
nombre de planes y programas políticos o científicos. Esto explica por qué la
llamada «memoria histórica» no es propiamente memoria, sino selección
partidista; por qué se eclipsa de modo funcional, y por qué la «memoria
histórica», paradójicamente, derriba las estatuas de Lenin o de Franco. Dicho de
otro modo, la memoria histórica sólo puede aproximarse a la imparcialidad
cuando deje de ser memoria y se convierta simplemente en historia.

Las memorias de José María Laso, en torno a las cuales estamos todos
reunidos aquí hoy, son por tanto unas verdaderas memorias históricas. Y esto
es debido a que las memorias de Laso son auténticas memorias personales y no
meramente memorias individuales. En las memorias de José María Laso figuran
tanto los episodios de sus detenciones como los incidentes de la batalla de
Kursk; porque la batalla de Kursk, por ejemplo, sin perjuicio de que haya sido
objeto ulterior de las investigaciones históricas del propio Laso, constituyó no
sólo un acontecimiento histórico fundamental del final de la Segunda Guerra
Mundial, sino un acontecimiento que ya figuraba en la biografía de José María
Laso, en los años de su formación personal y política. Estas memorias de Laso,
como memorias auténticamente personales, tienen por ello un interés general,
por así decir, público y no solamente privado. Una vez más podemos ver a
propósito de José María Laso, un estoico de pies a cabeza de nuestros días,
como lo más valioso de su vida privada o íntima es al mismo tiempo lo que ella
tiene de vida pública, histórica.

124
El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales
y el «No a la guerra» de los Premios Goya
Gustavo Bueno

Quienes hablan de la Paz, en general, y dicen «No a la guerra», en abstracto, deberían meditar
en los argumentos que el materialismo histórico ofrece frente el idealismo histórico. Y deberían
también tener en cuenta que el idealismo no es simplemente una actitud inofensiva, «de buena
voluntad», sino que encubre la mala fe de quien quiere atribuir a la maldad de los demás lo que
deriva de la misma concatenación histórica y social de los hechos; y de quienes con esto se
consideran ya disculpados de toda responsabilidad

El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas tiene un


gran interés para delimitar los caminos que intentan explorar gentes, que se
consideran de izquierda, pertenecientes a las clases liberales («intelectuales,
artistas, científicos») que no teniendo tras de sí a ninguna fuerza social a la que
representar (un sindicato, un partido político, una iglesia) asumen solemnemente
la representación de la «Razón», la del «Pensamiento» o la de la «Cultura», para
enfrentarse con lo que ellos consideran la derecha y el mal radical: el
imperialismo de Estados Unidos, según el giro que ha tomado tras el 11 de
septiembre de 2001. Quien tenga este Manifiesto contra la Barbarie en sus
manos, que se disponga a escuchar, a través de sus profetas, las revelaciones
de la Razón, del Pensamiento y de la Cultura.

Lo verdaderamente asombroso es que, en los días de hoy, algunas decenas


de profesores, artistas, periodistas, cantantes, cineastas... sigan encontrando la
posibilidad de reunirse bajo una bandera que lleva escrita entre sus pliegues
palabras tales como «intelectuales», «pensamiento», «razón» o «cultura»;
palabras que estos individuos utilizan del modo más primario e ingenuo
imaginable, acríticamente. ¿Quién de los firmantes podría ofrecernos una

125
mínima teoría sobre la razón, sobre los intelectuales, sobre el pensamiento o
sobre la cultura? Produce sonrojo ver como los abajo firmantes ponen estas
palabras en su bandera, como si ellos fueran sus abanderados. Yo conozco a
algunos de ellos, y algunos de los más ilustres: me consta que carecen de
capacidad para dar una idea de Razón que pueda dar más de dos pasos, o una
idea de Cultura o de Pensamiento o incluso de «Intelectuales» que pueda
considerarse un poco alejada de los «lugares comunes». Y aunque pudieran
ofrecernos algunos esbozos, ¿quiénes son ellos para levantarlos como bandera?

Me dicen algunos: «es cierto que la expresión "los intelectuales" es muy


difícil de interpretar, pero sirve para entendernos.» Falso. Sirve para todo lo
contrario, para no entendernos en absoluto.

Dicen los abajo firmantes: «Los intelectuales (en el sentido más amplio y
menos elitista del término) en función del privilegio que supone el acceso al
conocimiento... tienen una responsabilidad tan específica como grave: la crítica
radical y continua de los argumentos esgrimidos por el poder...» Se nos
presentan por tanto unos individuos bajo el título de intelectuales, «pero en el
sentido más amplio y no elitista del término». Ahora bien: el único modo de
ampliar el sentido, de modo no elitista, y ampliarlo en el sentido más ancho, será
considerar intelectuales a todos los hombres, puesto que todos los hombres
tienen entendimiento o inteligencia, es decir, facultades intelectuales. Más aún,
el mecánico electricista que le arregla el motor del automóvil a un individuo de
la Alianza Antiimperialista tiene probablemente más inteligencia de la que él
pueda tener. Y si todos los hombres son intelectuales, o bien los abajo firmantes
quieren decir que se manifiestan en nombre de todos los hombres, lo que es sin
duda excesivo, o bien quieren decir, al utilizar el término «intelectuales», que se
refieren a un subconjunto del conjunto total de los hombres. Pero no definen en
qué consista tal subconjunto, y no será su condición intelectual la que los defina.
Dirán: «nuestra condición se define porque hemos accedido al conocimiento.»
¿A qué conocimiento? ¿Será algún conocimiento compartido por pintores,
cineastas, profesores de derecho o de literatura? ¿Y cual puede ser este
conocimiento que, además, no sea compartido por otros muchos hombres?

Pero en seguida vemos que la responsabilidad que se atribuyen esos


intelectuales se define por la «crítica al poder». ¿A qué poder? ¿Al poder del
Estado, en general? Esto ya nos daría la pista: los abajo firmantes son
anarquistas. Pero muchos de ellos nos consta que no son anarquistas, sino
profesores de derecho internacional público, o prestigiosos diplomáticos. Luego
estos al menos, ¿se unen para criticar al poder en el sentido del poder difuso,
del que hablan algunos franceses? Entonces los abajo firmantes habrán
avanzado aún más por la senda libertaria. Pero, ¿con cuantas divisiones cuenta
estos intelectuales de la AIA para conjurar la microfísica del poder? Esta

126
acechará también a cada intelectual o a cada artista, al relacionarse con los otros
artistas o con otros intelectuales. Concluirán: «nosotros luchamos contra el poder
ligado al imperialismo de USA.» Otra vez les preguntamos, ¿con cuantas
divisiones contáis para acometer esta empresa? Responderán: «No contamos
con la fuerza o con el dinero, contamos con la Razón.»

Esto, que no produce vergüenza ajena cuando lo escuchamos de bocas


adolescentes, produce sonrojo e indignación cuando lo escuchamos de bocas
de individuos «profesionales adultos». ¿Acaso el Imperio no cuenta también con
la razón?

El lenguaje idealista y mentalista de los abajo firmantes rebasa los límites


del ridículo. Resulta que, según ellos, el poder, con la complicidad de los medios,
«inunda las mentes». Y resulta algo aún más asombroso: que los abajo firmantes
dicen «haber hecho del pensamiento su herramienta».

Eso sí, hablan del «imaginario colectivo» (sin haberse parado «a pensar»
de donde viene semejante expresión), y no olvidan de ponerse al día, «en
cuestión de género», conminando (¿quienes son ellos para conminar a nadie?)
a escritores/as, profesores/as, científicos/as, investigadores/as, pero
discriminando injustificadamente al género masculino, al incluir en su
enumeración sólo a los artistas (¿por qué no incluyen también a los artistos?).

Se horrorizan del terrorismo de Estado, e incluso de la llamada pena de


muerte (sin haberse siquiera «puesto a pensar» en lo contradictorio de esta
expresión), pero olvidan mencionar al terrorismo de ETA, o a los terroristas que
destruyeron las Torres Gemelas. ¿O es que piensan que las derribó el propio
Pentágono para disponer de un casus belli?

El Manifiesto de esta izquierda indefinida, extravagante y divagante, no


merece el más mínimo respeto. Es un manifiesto ridículo e ingenuo, y lo único
que se podría decir, para salvar a los firmantes (algunos son amigos) es esto: o
bien suponer que lo han firmado sin leerlo, o bien recordar que cien individuos
que, por separado, pueden formar un conjunto distributivo de cien sabios, cuando
se reúnen para hacer un manifiesto como el que comentamos, constituyen un
conjunto atributivo formado por un único idiota.

En la ceremonia de distribución de los premios Goya celebrada el 1º de


febrero de 2003 los «artistas e intelectuales» asistentes, como si tratasen de
continuar el Manifiesto de la Alianza de los Intelectuales, dieron un espectáculo,
sobreañadido al de su propia ceremonia, exhibiendo unas pegatinas con la
inscripción: «No a la guerra.» Más aún, uno de los actores agraciados, rebosante
de ingenio, en el momento en el que se disponía a hablar ante el micrófono, fingió

127
verse obligado a recurrir al guión para su discurso y, como condensando una
supuesta argumentación muy compleja, para la que se requería la lectura, sacó
un papel y leyó la pegatina: «No a la guerra.» Es decir, hizo lo del vasco del
sermón, cuando resumía la argumentación teológica del predicador sobre el
pecado diciendo: «No es partidario.»

Aquí no se trata de discutir si el rechazo a la guerra es o no defendible. Lo


que se discute es el modo y las circunstancias en las que se manifiesta una
posición al modo del vasco del sermón.

Decir «No a la guerra» en general, o en abstracto, es superfluo porque


prácticamente nadie dirá en abstracto y en general «Sí a la guerra». Por tanto,
un lema semejante, en general o en abstracto, no se dirige propiamente contra
nadie, salvo que se construya ad hoc el adversario, el maniqueo (como es el
caso), es decir, a alguien que supuestamente dice «Sí a la guerra», en general,
en abstracto (lo que sería equivalente a decirlo inspirado por un afán de
destrucción, de aniquilación, de sadismo, de nihilismo, como haría un loco o
Mefistófeles)

Lo más importante es que a este alguien implícito, «los artistas e


intelectuales de izquierda» lo identificarán inmediatamente con «la derecha». Y,
en el contexto actual, la derecha será Bush, pero también Aznar, Blair, &c.
(Chirac, en cambio, deberá ponerse a la izquierda, pero en estos detalles no
reparan los artistas.)

128
Ahora bien, es puro infantilismo suponer que los Estados Unidos y sus
aliados quieren la guerra por motivos generales, es decir, impulsados por un afán
satánico o demente, o incluso por un mero espíritu de codicia capitalista (el
petróleo). Esos «artistas e intelectuales» debieran analizar las circunstancias
que determinan en concreto una guerra, o incluso el afán del control del petróleo.
Si, por ejemplo, se tratase de una guerra defensiva (contra ataques inminentes
o ya en curso, como los ataques del 11S, los ataques a los kurdos), ¿quién podría
arriesgarse a tirar las armas, en nombre del pacifismo? Esas armas las tomaría
inmediatamente el enemigo. Hablar de paz, de diálogo y de desarme en general,
en estas circunstancias (que habría que analizar en cada caso, desde luego)
sería suicida.

Y si la guerra fuera preventiva, por ejemplo, del posible control del petróleo
de Irak por los terroristas islámicos, o acaso por los chinos, ¿cabría también decir
en general «No a la guerra»? Habría por lo menos que descender incluso al
análisis de los títulos por los cuales pueden considerarse los irakies dueños «por
derecho natural» de un territorio dado y de los recursos que él contiene (el
petróleo, por ejemplo), supuesto que hayan sido los primeros ocupantes, incluso
con cientos de años de ocupación. Pues si, por ejemplo, alguien defiende que la
tierra es de todos, es decir, si defiende la tesis de que el derecho de propiedad
privada no es un derecho natural (como lo defendió la tradición española que,
por boca de Vitoria o de Vives, negó que el derecho de propiedad fuera un
derecho natural), tampoco a un Estado podrá atribuírsele «por derecho natural»
la propiedad de los recursos petrolíferos de su territorio, si es que estos recursos
o su control resultan ser imprescindibles para la sostenibilidad en el futuro
inmediato de la propia sociedad política en la que se vive. Y entonces la única
razón del «propietario» para no ser expropiado, no será el derecho natural a su
propiedad, sino la fuerza de que pueda disponer para resistir la expropiación. Y
esto es lo que ocurre de hecho: lo demás es metafísica idealista.

Sin duda todas estas cuestiones son muy complejas, difíciles y caben
muchos puntos de vista. Por ello es intolerable que unos autodenominados
«intelectuales y artistas» digan, «en nombre de la izquierda», No a la guerra, a
la manera como lo dicen las autoridades religiosas (el Papa, o el Dalai Lama) o
el vasco del sermón; o a la manera ingenua de los partidos de oposición (el
PSOE, en este caso, por boca de su secretario general) cuando, aprovechando
la coyuntura creada por una encuesta en la que un 70% de españoles dicen «No
a la guerra», se apresura a «ponerse delante de la procesión», de forma que la
falsa disyuntiva implícita («Sí a la guerra») sea atribuida explícitamente al
Gobierno y a su partido.
No a la guerra, no al chapapote y al galipote. Los intelectuales y artistas han
creído tener asegurado con estas proclamas la trascendencia, urbi et orbe, más
allá de sus banales ceremonias estéticas. Recuerdan a aquel alcalde de la época

129
del cantonalismo del siglo XIX español, que no sabía argumentar en público, y
que cuando comenzaba su discurso y se trabucaba, resolvía la situación,
asegurándose además los aplausos del público, exclamando: «¡Viva
Cartagena!». Los intelectuales y artistas creían tener asegurada la trascendencia
y la impunidad de sus declaraciones inofensivas; pero si hubieran tenido algún
reparo se hubieran escondido inmediatamente, como hacen los caracoles
cuando les tocan los cuernos. De otro modo, ¿por qué no han dicho en otras
ceremonias similares estos artistas e intelectuales: «No a la ETA»? ¿Acaso
porque estaban muy cerca de San Sebastián?

No hablo de memoria. He tratado y debatido en varias ocasiones con


«artistas e intelectuales» de este ramo. Puedo asegurar que, en general, las
ideas filosóficas (pues ellos les llaman así, «su filosofía») que «abrigan» son de
un infantilismo sorprendente. Lo mejor que podrían hacer era callarse, es decir,
hablar sólo a través de su arte, pero no «reflexionar» en público ni sobre su arte,
ni sobre cuestiones generales, como si tuvieran especial competencia para ello.
«Escultor, trabaja y no hables» decía Goethe, y repetimos nosotros.

Más aún: su mismo infantilismo encubre a estos artistas e intelectuales la


percepción correcta de la realidad, por ejemplo la interpretación de las
encuestas. Todos los españoles (y los franceses, y los ingleses, y los
luxemburgueses) dirán «no a la guerra» si se les pregunta en general y en
abstracto. Pero la pregunta no es esta. La pregunta es no sólo si en general hay
que hablar de no a la guerra sino, cuando nos atacan, o nos amenazan con un
ataque inminente, es necesario, y prudente, recurrir a la violencia y a la guerra;
o si podemos contentarnos, ya que estamos entre artistas, con ensalzar a la Paz
Perpetua y al amor entre todos los hombres entonando la Novena Sinfonía.

130
Las manifestaciones «Por la paz»,
«No a la Guerra», del 15 de febrero de 2003
Gustavo Bueno

Se ofrecen aquí dos textos: un análisis encargado por La Nueva España


sobre las manifestaciones del 15 de febrero, y las respuestas
a un cuestionario solicitado por El País

El carácter masivo e internacional de las manifestaciones del 15 de febrero


obliga a reconocer su condición de síntoma muy relevante del estado de la
evolución de las sociedades políticas del principio del tercer milenio, una vez
derrumbada la Unión Soviética y acabada la Guerra Fría.

Conviene hacer, sin embargo, dos puntualizaciones restrictivas a lo que


acabo de decir. La primera tiene que ver con el carácter «masivo» de las
manifestaciones; la segunda, con su carácter «internacional».

Las manifestaciones han sido, sin duda, masivas. Las evaluaciones, para
España, varían mucho, como siempre, oscilando, en algunas ciudades, desde
los dos millones (evaluación de los organizadores) hasta poco más de medio
millón (evaluación de la policía, en autonomías no precisamente afectas al PP).
Pero aún cuando aceptásemos las evaluaciones más generosas, la «masa»

131
constituida por los tres millones hipotéticos de manifestantes españoles sigue
siendo muy inferior a la «masa» del cuerpo electoral español, y a la parte de él
que apoyó en las urnas, hace tres años, al partido en el gobierno.

Las manifestaciones han sido inter-nacionales: Madrid, Londres, París,


Berlín, Bruselas, Roma, Moscú, Pequín, Camberra. Pero no han
sido mundiales, y esta restricción es decisiva en el contexto de mi
argumentación. Sin duda ha habido manifestaciones en casi todas las ciudades
de los cinco continentes; pero masivas sólo en las naciones políticas
desarrolladas, o muy próximas al «estado de bienestar».

Al parecer las manifestaciones más voluminosas han correspondido a


España. Y si esto ha sido así, y no a título de mera fluctuación estadística, será
preciso explicar su por qué.

Si atendemos a las declaraciones de los propios manifestantes, expresadas


principalmente en las pancartas, pegatinas y consignas verbales, el objetivo de
las manifestaciones fue muy claro y unívoco: decir no a la guerra, y un no que
los propios manifestantes hacen equivalente a un sí a la paz. A una paz que casi
siempre parece entendida en un sentido muy parecido a como la entendieron
ciertos pensadores premarxistas del siglo XVIII, tales como el abate Saint-Pierre
o el propio Kant (y esto sin necesidad de que los manifestantes hayan tenido que
leer previamente ni al abate idealista ni al profesor laico, no menos idealista).

La unanimidad de las fórmulas utilizadas por los manifestantes más


diversos, para expresar los objetivos de sus manifestaciones, producirán la
impresión de algo así como un «clamor universal» por la paz, la impresión de
que la voluntad madura y civilizada de parar definitivamente la guerra,
sobreponiéndose a las edades de la barbarie, ha hecho por primera vez su
aparición en la historia del mundo, al comienzo de su tercer milenio.

Pero esta interpretación optimista de las manifestaciones del 15 de febrero


es muy poco rigurosa en los términos de su diagnóstico, y, en todo caso, es muy
superficial.

Es muy poco rigurosa en sus términos: no puede hablarse de «barbarie»


contraponiéndola, en función de la guerra, a la «civilización». Es generalmente
admitido, por los antropólogos e historiadores de la ciencia y de la tecnología,
que la guerra, en su sentido estricto (la guerra entre Estados, que no son las
riñas o agarradiellas entre las tribus), comienza con la civilización, y es
característica de ella (no se dice que sea necesaria) a lo largo de la historia. Más

132
aún, los más grandes desarrollos tecnológicos y científicos –para referirnos a los
últimos: la energía nuclear, la cibernética, los vuelos espaciales...– han sido
estimulados por las guerras mundiales del siglo XX. Es totalmente erróneo
suponer que las guerras han frenado el desarrollo de las ciencias y de las
tecnologías propias de los países más civilizados. Ha podido llegar a decirse que
la guerra, desde un punto de vista histórico, ha sido la «locomotora del
progreso». De esta afirmación algunos pretenden sacar argumentos para la
apología de la guerra, como «comadrona» del progreso, en contra de quienes
(últimamente, Juan Zerzan)sacan de los mismos hechos argumentos para atacar
al propio «progreso» y a la «civilización».

Es muy superficial, porque se atiene a las propias declaraciones de los


manifestantes. Pero las declaraciones de los manifestantes, aún suponiendo que
sean sinceras, no por ello pueden confundirse con la revelación de los
verdaderos motivos que han impulsado los clamores de los manifestantes. Por
detrás de los objetivos explícitos, incluso sinceros, de los agentes (de los motivos
llamados emic), actúan otros motivos implícitos, que desempeñan el papel de
verdaderas causas motoras, y que se descubren «desde fuera» (desde el punto
de vista etic). Muy pocos historiadores explicarán hoy las Cruzadas –la de Pedro
el Ermitaño, la de San Bernardo, la de Ricardo Corazón de León, la del obispo
Conrado, la de Inocencio III, la de San Luis...– como movimientos masivos de
cristianos de los siglos XII y XIII que, al grito de «¡Dios lo quiere!», buscaban, de
buena fe, la recuperación del Santo Sepulcro. La práctica totalidad de los
historiadores verá actuar, detrás de los objetivos emic de los cruzados, los
intereses mucho más terrenales de reyes, señores feudales, y, por supuesto, del
propio pueblo que acudía a encuadrarse entusiásticamente en esas guerras
santas contra el Islam que cambiaron el curso de la historia europea.

Mi tesis es esta: detrás de las fórmulas que expresan emic los objetivos de
los manifestantes del 15 de febrero –«Por la Paz», «No a la Guerra»– actúan
otros intereses verdaderamente motivos, no por ello siempre ilegítimos.
Simplemente enmascarados, o encubiertos, por las fórmulas explícitas: «Por la
Paz», «No a la Guerra».

Más aún: estos motivos efectivos son muy heterogéneos, incluso casi
siempre enfrentados entre sí. Y si esto es así, habrá que conceder que la unidad
de objetivos explícitos de los manifestantes del 15 de febrero es tan sólo una
unidad de confluencia coyuntural en un rótulo que cubre múltiples corrientes que
marchan en direcciones propias. Dicho de otro modo: el rótulo, sobre todo en su
forma positiva, «Por la Paz», será interpretado por cada corriente de
manifestantes de modos muy diversos y casi siempre incompatibles entre sí.
Hasta tal punto que no reconocerlo así es tanto como meter la cabeza debajo
del ala, es tanto como querer dejarse cegar por la luz que desprende la palabra
Paz.
133
Y esto es lo que hace que el término Paz sea confuso, puramente ideológico.
Porque unos entenderán la paz como Pax Romana –la paz mantenida por un
Imperio, por medio de sus legiones, del que hoy se sienten herederos muchos
ciudadanos norteamericanos que se proponen como objetivo mantener el orden
mundial, la Pax Norteamericana–. Otros entienden la paz como Paz Cristiana, la
paz de la Ciudad de Dios, muy lejos de la Ciudad terrena. Por su parte, la paz y
la libertad de Euskalerría, que reclaman el PNV, EA y ETA de consuno, es
incompatible con la paz hispánica de la Constitución de 1978. Muchos
sobreentienden la paz como la paz propia del estado de Bienestar vinculado al
orden capitalista; y habrá quienes sólo entienden la paz como la paz propia de
una sociedad comunista, que abomina de aquellas palabras de Goethe cuando
decía: «Prefiero la injusticia al desorden (a la guerra)».

Es imprescindible, por tanto, clasificar las motivaciones efectivas de los


manifestantes de acuerdo con criterios pertinentes para nuestro propósito.

El criterio de clasificación que hemos adoptado es el criterio político. Según


él clasificaremos las corrientes que se manifestaron en el 15 de febrero en dos
grandes grupos: el grupo formado por las corrientes de manifestantes que no se
sienten impulsados por motivos políticos (sin perjuicio de que sus actos puedan
ser aprovechados por los políticos) y el grupo formado por las corrientes de
manifestantes que se sienten y están impulsados por motivos estrictamente
políticos (aunque sólo se expresen mediante fórmulas apolíticas, generalmente
de carácter ético).

(1) Las corrientes de manifestantes que consideramos apolíticas son


también muy heterogéneas y tienen en común el no ir, en el fondo, contra «un
gobierno concreto» (por ejemplo, el de Aznar en España) sino acaso, al menos
muchas veces, contra todo gobierno («contra el Poder»), con el espíritu del
anarquismo más o menos elaborado. Dos tipos de manifestantes apolíticos sería
preciso distinguir: el tipo de aquellos manifestantes impulsados por un fuerte
imperativo ético y el tipo de los manifestantes impulsados más bien por la
tendencia enérgica hacia el disfrute de los bienes y valores que nos ofrece la

134
sociedad de consumo. Son dos tipos muy diferentes, aunque todos ellos odian
la guerra y buscan la paz.

Respecto de los manifestantes éticos: entendemos aquí por ética a un


conjunto de normas definidas, no ya por el origen de su fuerza de obligar (ya sea
la conciencia autónoma, ya sean los mandamientos divinos) sino por su objetivo;
y este objetivo no es otro sino el de la promoción de la vida de los sujetos
corpóreos, de la propia y de la ajena (el valor o virtud fundamental de esta ética
materialista es la fortaleza, que se constituye en firmeza, cuando se aplica a uno
mismo, y en generosidad, cuando se aplica a los demás). El mal ético por
antonomasia es producir la muerte a alguien. Por ello se comprende que, desde
una perspectiva ética, la guerra haya de ser condenada.

Y sin embargo, hay que tener presente, que además de las normas éticas
existen y actúan las normas morales y las políticas, que van orientadas a
promover la vida de los grupos sociales, de las bandas, de las familias, de los
sindicatos, de los partidos políticos, de los Estados. Y aunque muchas veces las
normas éticas y las normas morales o políticas son compatibles, otras muchas
veces entran en conflicto objetivo, que en vano se intentará disimular. Desde un
punto de vista ético es necesario dar acogida a cualquier inmigrante, legal o
ilegal, que llegue a nuestras costas; pero desde el punto de vista económico
político, el incremento del volumen de inmigrantes que, a golpe de ética, llegase
a sobrepasar ciertos límites –dos o tres millones para España, por ejemplo–
arruinaría la economía nacional, y obligaría a dejar en suspenso el ejercicio de
las normas éticas. «La guerra es inmoral» (sobreentendiendo: no es ética), dicen
los manifestantes más teóricos. Desde luego, pero un político que condena la
guerra apelando a su conciencia ética deja automáticamente de actuar como
político, pues ha puesto aparte la prudencia política.

Pero nadie podría afirmar que todos los manifestantes apolíticos del 15 de
febrero estaban movidos por motivos éticos. Muchos de ellos aborrecen la
guerra, el servicio de armas (fueron o son objetores de conciencia, insumisos,
&c.), no precisamente por motivos éticos sino por simple voluntad de «disfrutar
de la vida». A veces son llamados «vitalistas»: haz el amor y no la guerra. Es
una actitud bien reflejada en la reciente película de Emilio Martínez-Lázaro, Al
otro lado de la cama.

Los apolíticos, sean éticos, sean vitalistas, se mezclan muy fácilmente: en


las manifestaciones del 15 de febrero vimos a colegialas y a monjitas de exaltado

135
pacifismo, encontrábamos a clérigos postconciliares católicos, pero también a
evangelistas, a mujeres juristas Themis, a transexuales, a jueces para la
democracia, a ONGs de variado cromatismo, y por supuesto a artistas e
intelectuales; y simplemente a ciudadanos no organizados en asociaciones que
sólo buscan «vivir y dejar vivir» a los demás.

¿Y acaso no es irrecusable la conducta de los manifestantes apolíticos? En


principio sí, si no fuera porque los principios no actúan nunca solos, y porque un
principio unilateralmente aplicado raya muchas veces con el idealismo de
adolescente, y a veces con el cinismo, con el egoísmo o con la estupidez.
¿Acaso puede olvidar alguien que para disfrutar en paz y en libertad de los
bienes y valores del estado de Bienestar, así como para «crear» obras de cultura
tan exquisitas como la película Habla con ella, hace falta petróleo y alimentos,
misiles y policías? ¿O es que se pretende, en nombre de una supuesta armonía
universal, dejar que otros hagan el trabajo sucio (de policías, o de soldados), a
fin de poder disponer de una plataforma desde la cual pueda seguirse disfrutando
de la vida, o segregando los más puros sentimientos de ética pacifista?

(2) Las corrientes de manifestantes políticos son también muy


heterogéneas, pero al menos ellas podrían ofrecer una definición de paz menos
metafísica, o menos cínica, que la que puede ofrecerse desde la conciencia ética
o desde la conciencia vitalista.

Los manifestantes políticos, en efecto, o bien circunscriben sus objetivos


principalmente a un recinto intranacional, o bien refieren sus objetivos a un
contexto internacional.

La paz, para los políticos intranacionales, puede alcanzar ya una definición


política (aunque esta no se haga explícita en la manifestación): unas veces el
objetivo será derribar al gobierno, pero no a todo gobierno (como los
anarquistas), sino precisamente al gobierno de Aznar. Desplazar a Aznar y a su
partido en las próximas elecciones sería la mejor manera de sentar las bases de
una paz justa y duradera para España. Otras veces el objetivo de quienes claman
por la paz y por la libertad política no será tanto derribar al gobierno de España
en ejercicio, sino a cualquier gobierno de España: la paz y la libertad, en la
Península Ibérica –dicen los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos
radicales– exige que España, «prisión de naciones», desaparezca. Sólo con la
independencia del País Vasco la paz y la libertad duraderas podrán volver a
Euzkadi, dice un conocido obispo católico, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Mucha más importancia tienen las posiciones de los manifestantes políticos


en el contexto internacional. En China (como en Francia o en Alemania) la paz
incluye, entre otras muchas cosas, la posibilidad del control del petróleo de Irak;

136
del mismo modo que la paz, para Estados Unidos (y no sólo para su gobierno y
para los petroleros tejanos) incluye, entre otras muchas cosas, ese mismo control
del petróleo iraquí, y, por tanto, la evitación de que el control pase a manos iraquí-
musulmanas o chinas. Cada Estado tiene sus propios intereses y, por tanto, su
definición propia de paz. Y cada Estado europeo, más que Europa, porque los
intereses de España no están identificados con los de Francia o con los de
Alemania, como pretenden hacernos creer quienes dan por supuesto que el
Gobierno de España «está rompiendo la unidad de Europa» por su desacuerdo
con Francia, Alemania y Bélgica (como si Europa fuera la Europa de
Carlomagno).

No cabe, en conclusión, poner a un lado «los que están a favor de la paz» y


al otro «los que están a favor de la guerra», y menos aún pretender una
correspondencia biunívoca entre los amigos de la paz y la «Izquierda» y los
amigos de la guerra y la «Derecha». Aunque no sea más que porque entre los
amigos de la paz se encuentra el actual presidente de Francia, el Papa y los
obispos, que, aunque se hayan olvidado de las Cruzadas, difícilmente podrían
ser considerados como de izquierdas.

Lo que ocurre es que no existen «amigos de la guerra» más que entre


dementes o sádicos. La clase de los amigos de la guerra es prácticamente la
clase vacía. Los apolíticos llaman amigos de la guerra simplemente a quienes
no sólo miran con el ojo de la ética o del disfrute, sino también con el ojo de la
política, al margen de la cual ni siquiera la ética o el disfrute serían posibles. No
se olvide que las más apasionadas exhortaciones éticas suelen proceder de
determinadas ONGs que están financiadas por diversas instituciones políticas
de los propios Estados.

Y tampoco existen los «amigos de la paz» como una clase homogénea,


según hemos dicho. Los amigos de la paz capitalista son enemigos de los
amigos de la paz socialista o comunista; los amigos de la paz china entran en
conflicto con los amigos de la paz islámica. Los amigos de la paz, por separado,
podrán estar tan lejos del fuego de la guerra como si fuesen témpanos de hielo,
pero es bien sabido que los témpanos de hielo, cuando se acercan y se frotan
mutuamente, desprenden calor.

En lo que precede, tendríamos los elementos para la explicación de la


masiva respuesta de los manifestantes españoles. Porque es estas
manifestaciones habrían confluido coyunturalmente las corrientes más diversas:

137
las corrientes de los apolíticos (éticos, vitalistas, antiglobalización...) y las
corrientes de los políticos, no solamente contra el gobierno en ejercicio (PSOE e
IU principalmente), sino también contra el gobierno de España en general
(nacionalistas radicales catalanes, vascos, &c.). Y por supuesto las corrientes
antiyanquis y antiotan, y las corrientes amigas de esa Europa central que los
manifestantes interesados empiezan a identificar ahora con la verdadera Europa.

No trato, por mi parte, de justificar la alineación internacional del gobierno


Aznar, puesto que una decisión que se acoge a la prudencia política es siempre
discutible y sólo retrospectivamente podrá juzgarse su acierto o desacierto. Lo
que sí quiero es atacar enérgicamente las descalificaciones a priori de una
política de alineación, descalificación llevada, no ya en nombre de la prudencia
política, sino en nombre de la Paz, de una paz ética en el mejor de los casos,
cuyos significados políticos contrapuestos la convierten en una palabra vacía.
Sólo quien utiliza este concepto simplista de la paz puede atribuir a quien busca
diferenciarlo en su complejidad la condición de «amigo de la guerra». Pero la
guerra no la busca nadie que esté en su sano juicio: la guerra la encuentra quien
pisa en un terreno político, y no se limita a cerrar los ojos volviéndose al terreno
de la irresponsabilidad ética o vitalista. Pedir la paz de este modo confusionario
es tan irresponsable e imprudente como pueda serlo quien se equivoque
aceptando la necesidad de acudir a una guerra ante un ataque que parece
inminente. Y cuando hablo de guerra, hablo no sólo de guerra defensiva, ante
ataque librado, sino de guerra ante ataque inminente: la distinción entre guerra
defensiva y preventiva, aplicada a los casos particulares, es puramente escolar.
No sólo debo revolverme contra quien me ha atacado depositando a escondidas
veneno en mi copa; también tengo que revolverme contra quien, según indicios
ciertos o muy probables, me consta que tiene el plan de depositar veneno en mi
copa en la cena del mes próximo.

Publicado en La Nueva España (Oviedo), el 19 de febrero de 2003, páginas 44


y 45, con el título: «Las verdaderas razones de las manifestaciones 'Por la
Paz'».

Respuestas a un cuestionario
solicitado por el diario El País

¿Cree que Sadam Husein representa un peligro para la paz mundial?

138
Ningún individuo, aunque se llame Gengis Khan o Hitler o Bush puede poner
en peligro la paz del Mundo. «Si el teniente Bonaparte hubiera muerto en Tolon
otro oficial hubiera llegado a ser primer cónsul». Un jefe político consolidado
forma parte de un grupo y de un sistema social, y es este grupo o sistema el que
puede poner en peligro el status quo de ese orden mundial que llamamos paz,
incluso cuando es injusto. La peligrosidad de Sadam Husein está en función de
sus conexiones con otras sociedades, principalmente la islámica y la china. El
orden mundial, en cuanto incluye el estado de bienestar de las democracias
homologadas, podría estar en peligro cuando se confronta con esos otros
sistemas en un escenario de dentro de 50 años: la distinción entre guerra
defensiva y preventiva es puramente escolar.

¿Cree que está justificado un ataque a Irak?

Depende de la perspectiva en la que nos movamos. Desde la perspectiva


de la ética (entendiendo las normas éticas como aquellas que,
independientemente de su génesis, tienen como objetivo la preservación de la
vida de los sujetos corpóreos humanos) el ataque a Irak no está justificado. Pero
¿podría concluirse una condena tan terminante desde la perspectiva de las
normas políticas o morales (entendiendo por normas políticas o morales aquellas
que tienen como objetivo la preservación del grupo social, del partido político, o
del Estado)? Doy por supuesto que existen contradicciones objetivas entre las
normas éticas y las normas políticas o morales. Lo más fácil es negar el conflicto,
tratando de subordinar las normas políticas a las normas éticas (o viceversa).
Sin embargo, quienes, viviendo en un estado de bienestar –aquel en el que vive
el Papa, o la mayor parte de los artistas o intelectuales del presente– adoptan la
actitud de la pureza ética, es porque dejan de mirar a quienes hacen el trabajo
sucio de asegurar las condiciones de la sostenibilidad del estado de bienestar.
Nadie negará que las normas éticas obligan a dar acogida a los emigrantes que
llegan a nuestras costas; pero sin embargo se aceptará de hecho que a partir de
un cierto volumen de emigrantes, obtenido por la aplicación de las normas éticas,
la economía nacional, y no sólo el estado de bienestar, quedaría arruinado. En
cualquier caso, el debate sobre la justificación del ataque a Irak hay que
plantearlo en el terreno político; plantearlo sólo en el terreno ético es una decisión
que tiene que ver con la mala fe (en el sentido de Sartre). Y el debate en el
terreno político depende de premisas demasiado complejas como para poder
resolverlas al modo del vasco del sermón.

¿Qué opinión le merece la política en torno a la guerra del Gobierno de


Aznar?

En la expresión «Gobierno de Aznar» cabe acentuar el componente


«Gobierno» y el componente «Aznar». Quiero decir que el componente

139
«Gobierno» impone unas orientaciones y responsabilidades (como se las impuso
hace 10 años al «Gobierno de González») de las cuales la oposición puede
creerse más aliviada. A mi juicio, la política de Aznar, alineándose con la «Europa
peninsular e insular», es tan prudente, en función de los intereses de España,
como pueda serlo la política de alineación en la «Europa continental». Sólo
retrospectivamente cabrá evaluar este juicio; lo que me parece absurdo es una
descalificación a priori, impulsada por motivos éticos –sino ya electoralistas– más
que políticos.

¿Cómo cree que puede afectar este conflicto a la unidad europea?

La «unidad europea» es una expresión demasiado confusa, dada la


heterogeneidad de sus contenidos, que se incrementarán además cuando tenga
lugar la incorporación de nuevos socios, como para poder dar un juicio global. El
conflicto actual, de momento, ha servido, no tanto para provocar, sino para
manifestar de modo evidente, la fractura que ya preexistía entre la «Europa
continental» (la Europa de Carlomagno, orientada hacia el Este, y concretamente
hacia su petróleo) y la «Europa insular o peninsular» (Inglaterra, España, Italia...)
más orientada hacia el Oeste. Tan responsables de esa fractura son los socios
de la «Europa continental» como los de la «Europa peninsular».

Respuestas enviadas a El País el día 13 de febrero de 2003

140
SPF
Síndrome de Pacifismo Fundamentalista
Gustavo Bueno

Una interpretación de las actitudes pacifistas desencadenadas por la guerra del Irak como un
fenómeno social de carácter ético y no político, sin perjuicio de sus eventuales consecuencias
políticas de menor cuantía

Denominamos «Síndrome de Pacifismo Fundamentalista» al conjunto de


fenómenos sociales que están teniendo lugar durante los primeros meses del
año 2003 en curso, y en prácticamente todas las ciudades de los Estados de
bienestar, y cuyo síntoma más relevante y notorio es un «clamor universal»
expresado en forma de manifestaciones públicas masivas o localizadas (en
recintos cerrados), procesiones, imágenes de televisión, &c., con ciudadanos
que gritan: «¡No a la Guerra! ¡Paz!», en el contexto de la invasión del Irak por los
ejércitos anglonorteamericanos. (La fórmula «¡No a la Guerra!» tiene una
intención eminentemente polémica –que muchas veces equivale a «¡No a
Estados Unidos!» o «¡No al Gobierno de Aznar!»–; la fórmula «¡Paz!» tiene una
intención desiderativa, y ella misma «pacífica» –mientras que la fórmula «¡No a
la Guerra!» implica una intención polémica y aún belicista–.)

Hay también otras formas de expresar este clamor, otros síntomas del
mismo síndrome, tales como pancartas, velas encendidas, sentadas, chapas,
discursos, huelgas, pequeñas acampadas, ayunos. Pero el síntoma principal del
clamor es el procesional-vociferante (muy pocas veces la procesión es
silenciosa).

141
El síndrome que tratamos de describir no lo entendemos como una reacción
generalizada, suscitada por motivos etológicos que habrían de afectar a todos
los vertebrados (como ocurre con el SGA, o «Síndrome General de Adaptación»
de Hans Selye). Ni siquiera afecta a todos los hombres; tampoco a todos los
hombres de las sociedades civilizadas. Como la civilización está siempre
asociada a la Guerra, con todos los dolores y tragedias que ella comporta, se
comprende que en casi todas las civilizaciones podamos encontrar un lugar en
el que se da culto a la Paz. En Atenas se erigió un Templo a la Paz, Eirene, tras
la victoria de Cimón sobre Artajerjes, en el año 466 ane. El Senado romano
instituyó, trece años antes de Cristo, el Ara Pacis Augustae, un altar elevado
dentro de un recinto rectangular en el que cada año vestales y sacerdotes
celebraban sacrificios votivos (en el célebre bajorrelieve que se conserva en los
Uffizi de Florencia, vemos por cierto en procesión a Octavio Augusto –la Pax
Octaviana– con escolta armada).
No sólo se ha celebrado y exaltado la Paz, alguna paz en concreto; incluso
se ha interpretado con frecuencia alguna paz concreta como si fuera la paz
perpetua, aunque no fuera universal. Por ejemplo, con el nombre de Paz
perpetua,acordaron en 1516 los Cantones suizos una alianza con el Rey de
Francia, Francisco I, que acabó en tiempos de la Gran Revolución.
Movilizaciones públicas en favor de la Paz han tenido lugar durante el siglo
XX, ya en los años de la Primera Guerra Mundial (¡Abajo las armas!, de Carlos
Liebknecht y Rosa de Luxemburgo, fusilados después por el gobierno
socialdemócrata de Ebert y Noske), pero eran movilizaciones promovidas por
grupos políticos muy definidos. Otra cosa fueron las movilizaciones por la Paz
suscitadas a raíz de la Guerra del Vietnam (la Segunda Guerra Mundial,
consecutiva al ataque nazi a Polonia, no desencadenó en cambio
manifestaciones por la Paz). Manifestaciones que, sin perjuicio del espíritu hippy
o afines, se prolongaron en los movimientos de 1968, en el mayo francés, en
México, en Praga, en Estados Unidos: «Haz el Amor y no la Guerra», y durante
la Guerra Fría, con un marcado carácter antinorteamericano y antiotan. Después,
desde 1999, los movimientos antiglobalización en Seattle, Barcelona, Génova,
Porto Alegre, &c., también mantenían el leitmotiv de la Paz.

Pero nunca ha habido una serie de manifestaciones públicas en favor de la


Paz y con el No a la Guerra, tan intensas, masivas, continuadas y extendidas por
las más diversas ciudades del planeta como las que se están produciendo en los
meses del invierno y primavera del año 2003. Se trata por sus características de
un fenómeno nuevo, sin perjuicio de los «brotes precursores», suscitado por la
guerra del Irak, y que se hace presente durante algunas horas del día (a veces
también al anochecer), y con gran riqueza de sintomatología, fija y variante.

El Síndrome se ha desencadenado como una especie de alergia social ante


las imágenes relacionadas con los preparativos y desencadenamiento de la

142
guerra de Irak, que ha hecho reaccionar a trabajadores sindicados y a sus
líderes, a profesores universitarios y a los estudiantes, a monjitas, profesores de
segunda enseñanza y colegiales, a una gran parte del clero, a concejales y al
pueblo llano, a militantes o simpatizantes socialistas, comunistas y anarquistas,
a amas de casa y a probos funcionarios, a periodistas, intelectuales y artistas.
La secuencia de las manifestaciones del Síndrome obedecen a un automatismo
característico, aunque no es específico de estas manifestaciones. Es el
automatismo que caracteriza a ciertas reacciones sociales en las que intervienen
periodistas e intelectuales, y que está muy bien captado y simbolizado en la
película de Rob Marshall, Chicago:las consignas humanistas del «gran
abogado» (que busca, por supuesto, su propio provecho) funcionan como las
cuerdas a través de las cuales se mueven los periodistas como títeres que
actúan en nombre de la buena causa en un gran guiñol, transmitiendo al pueblo
ingenuo los mensajes más simplistas que ellos han hecho suyos, y que han sido
calculados por el «gran abogado».

Los factores desencadenantes del SPF son muy heterogéneos y a veces


incompatibles entre sí (como ocurre, por lo demás, con alergias de parecida
sintomatología). Sin embargo la heterogeneidad de las causas parece
desdibujarse ante la homogeneidad de los efectos (de los fenómenos).

Por supuesto, el síndrome no es una especie única. Cabe citar especies


diferentes del mismo género, por ejemplo los movimientos medievales de las
Cruzadas, los movimientos milenaristas del siglo XVI (como el que dirigió El
Profeta, Juan de Leyden) o el ¡Maura no! en la España de principios del siglo XX.

La característica del síndrome que intentamos describir es la


heterogeneidad de los sujetos afectados, heterogeneidad (de profesiones,
edades, sexos, partidos políticos...) que no impide la canalización de todos sus
sentimientos y pensamientos en un «pensamiento único» excluyente y simplista:
¡Paz!, !Paz!, ¡Paz!, ¡No a la Guerra!, ¡No a la Guerra!...

¿Y por qué hablar de síndrome, y no de expresión de deseos de buena


voluntad? Por el modo en que se manifiestan estos deseos (que no siempre son
de buena voluntad). El modo del automatismo simplificado y colectivo a través
de los cuales se canalizan las reacciones, que en principio podrían ser no
patológicas. El automatismo toma la forma de una cruzada. Muchas veces
decir ¡Paz! o ¡No a la Guerra! se ha convertido en una forma de saludo; la
chapa ¡No a la Guerra! que llevan prendida intelectuales, artistas y todo género
de creadores, recuerda una especie de carnet de identidad o detente, o
simplemente una cruz o una media luna. Pero el automatismo, en el caso de los
fenómenos sociales, es tanto más significativo y paradójico si se tiene en cuenta
que todo fenómeno social necesita de símbolos, objetivos, formulaciones,

143
ideologías, &c. que tienen que ver con la «conciencia» de los individuos,
considerados libres, y, por tanto, con la incorporación «de buena fe» de estos
individuos al proceso social. Pues aún cuando entre las causas del síndrome
haya que hacer figurar muchas veces a agentes organizados muy definidos
(comités de preparación y seguimiento de las manifestaciones, gabinetes de
agitación y propaganda por internet, establecimiento de horarios y calendarios y
su articulación internacional: nada de movimientos espontáneos) sin embargo el
síndrome no se produciría sin esa «incorporación libre» de los individuos, y es
aquí donde reside el síndrome y su misma «espontaneidad». De manera que
aún cuando pueda afirmarse que los manifestantes han sido instigados como
individuos a incorporarse a las manifestaciones sociales, sin embargo son
totalmente responsables de su incorporación, y así lo proclaman ellos mismos
cuando declaran enérgicamente, en las encuestas, que su participación en las
manifestaciones se debe a una decisión íntima, tomada reflexivamente y «en
conciencia». Los mismos instigadores, organizadores o ideólogos que puedan
considerarse como factores causales del síndrome, apelan a la conciencia de los
manifestantes. Y, en efecto, esta conciencia, aunque haya sido estimulada, por
contagio o imitación (en el sentido de Gabriel Tarde), es conciencia individual
propia y responsable: en esto reside su naturaleza fenoménica, su carácter
ilusorio.

Pero sabemos, o damos por supuesto, que una conciencia práctica, por
intensos que sean sus requerimientos, puede ser una falsa conciencia. La
paradoja de la falsa conciencia es esta: que cuanto más intensamente brille en
ella la evidencia o la certeza práctica, más abstracta o errónea es, más falsa
conciencia. Y esto incluso en los casos en los cuales el «consenso de las
conciencias» sea prácticamente universal. Durante siglos y siglos los hombres
tuvieron la evidencia de que ocupaban el centro del Mundo, y de que el Sol giraba
en torno a la Tierra; pero esta evidencia era errónea, abstracta. Todavía en
nuestros días la mayor parte de las «conciencias» sigue creyendo en su
inmortalidad; la gente sigue hablando con sus muertos y les ofrece flores y
oraciones en sus tumbas. Pero esta conciencia es ilusoria, y tan intensa, que
cualquier argumento contra ella resbalará como resbala el agua de la lluvia ante
una superficie impermeable. Y esto dicho sin perjuicio de reconocer el
funcionalismo social y psicológico del culto a los muertos. Lo que se afirma es
que este funcionalismo pasa por la ejercitación de una falsa conciencia, y que
esta falsedad no queda suprimida por su funcionalismo, que es precisamente el
que la entre-tiene.

Y hablando de la supervivencia de la conciencia, cabe suscitar una cuestión


que está muy relacionada, aunque de modo muy especial, con el SPF. Es la

144
cuestión de la diferencia en el modo de creer en esta inmortalidad por parte de
quienes, en situación de guerra, se reconocen en la vecindad de la muerte. La
diferencia tiene que ver con la distancia entre cristianos (o judíos) y musulmanes.
Cristianos o judíos tratan siempre, cuando emprenden una acción peligrosa para
su vida, de preservar esta vida, no ya tanto evitando el peligro de muerte (puesto
que ello conduciría a la cobarde inhibición o deserción) sino no utilizando a ella
misma como instrumento, preservándola en lo posible precisamente para poder
seguir actuando personalmente. Por ello, un individuo cristiano, aunque sea el
terrorista que pone una bomba, prepara la coartada respecto de los efectos que
para su cuerpo esa bomba pueda tener: en ningún caso utilizará su propio cuerpo
viviente como instrumento, inmolándolo, al estilo de los musulmanes palestinos
o iraquíes (que, a la hora de la verdad, se inmolaron mucho menos de lo que se
preveía). ¿Cómo no poner en relación estas diferencias de conducta con las
respectivos creencias en la inmortalidad del alma? Los cristianos creen en la
inmortalidad del alma vinculada al cuerpo (creen en la resurrección de la carne)
y por ello vinculan su conciencia individual a su propia corporeidad. En cambio,
en la tradición musulmana, la conciencia individual puede vivirse como si
estuviese subsumida en la conciencia de algún principio superior, angélico o
divino. Es bien sabido que en la tradición del pensamiento musulmán –Alkindi,
Alfarabi, Avicena, todos ellos vivieron además en las proximidades del Éufrates–
el Entendimiento Agente, principio del conocimiento racional humano, se
identificaba con Dios o, al menos, con alguna de las Inteligencias que mueven
las esferas celestes. Alfarabi, que vivió en Bagdad hace poco más de mil años,
reinterpretó al Arcángel Gabriel, el que reveló a Mahoma el Alcorán, con el
Entendimiento Agente. Contra este modo de entender el «mecanismo» de la
razón (dentro de los planteamientos de Aristóteles), Santo Tomás defendió,
contra los «averroístas», la naturaleza individual del Entendimiento Agente (otra
cuestión es la de si Averroes mantuvo efectivamente la tesis tradicional
musulmana; lo que puede decirse, con Renan, es que las expresiones que utiliza
en su comentario Sobre el alma de Aristóteles, incluso las que se contienen en
el párrafo 125, no son todo lo claras que sería de desear). Y no es que la tradición
cristiana se mantenga al margen de la creencia en los ángeles; es que, para los
cristianos, el hombre, a través de la Encarnación de la Segunda persona de la
Trinidad, queda elevado, en la jerarquía universal, incluso por encima del primer
coro angélico, y aún dispone de ángeles para su servicio (el más popular es el
Ángel de la Guarda individual). ¿Quién se atrevería a subestimar el alcance de
estas diferencias teológicas como índices de las diferencias sociales e históricas
irreductibles entre las sociedades empapadas de cristianismo y las que están
empapadas de islamismo?

145
Precisamente por atención a estas diferencias tenemos que comenzar
circunscribiendo el SPF a las sociedades «occidentales», a las manifestaciones
de España, Italia, Francia, Alemania, Portugal, Argentina, Australia y aún
Estados Unidos. Puesto que es evidente que las manifestaciones masivas ¡Por
la Paz! y ¡No a la Guerra! de Palestina, Irán, Pakistán, Egipto, Jordania o del
propio Irak no son propiamente manifestaciones pacifistas, sino precisamente
todo lo contrario: proclaman la Yihad, la Guerra Santa; no van dirigidas contra la
Guerra, sino contra esta guerra que el imperialismo anglonorteamericano ha
emprendido contra su pueblo. Es evidente que a pesar de la semejanza
«fenotípica», debida en gran parte al contagio de algunos rasgos, la génesis de
las manifestaciones islámicas no tiene que ver con la génesis del SPF de los
pueblos occidentales. Diremos más: las manifestaciones islámicas contra esta
guerra, que algunos estiman dirigida contra sus propias creencias, no plantean
ningún enigma. ¿Qué otra cosa podría hacer un pueblo invadido y que, lejos de
practicar el pacifismo hindú (al estilo de Gandhi), cree en el Arcángel San
Gabriel, en Mahoma, en la Guerra Santa y está dispuesto, no sólo «a sufrir por
sus creencias», sino también a inmolarse por ellas?

Lo que sí ofrece dificultades de explicación y de interpretación es el SPF


constatado en las sociedades occidentales, acondicionadas como Estados de
bienestar, como Estados de derecho y como Democracias de mercado pletórico,
resultantes de la evolución darwiniana de una selección natural o histórica que
ha logrado, tras siglos y siglos de guerras continuadas, establecer el orden
internacional de los vencedores que culminó, tras la Segunda Guerra Mundial,
con la institución de la Organización de las Naciones Unidas.

Desde una perspectiva filosófica, el problema lo plantearíamos de este


modo: ¿Cómo se ha llegado a la situación, que consideramos característica de
SPF, según la cual el no a la guerra concreta del Irak se identifique, por parte de
millones y millones de personas, con un no a la guerra en general y por tanto,
con un sí a la Paz, a una paz perpetua universal y trascendental, que se justifica,
al modo fundamentalista, en nombre de la Humanidad, es decir, con una
exigencia que dice proceder de las mismas entrañas del Género Humano?

Lo característico, en efecto, de este SPF estribaría, cuanto a su objetivo, en


la condenación de la guerra del Irak en nombre de la paz universal y perpetua (lo
que no excluye una argumentación de corroboración contra la guerra concreta
de Irak, que denuncia los intereses de los petroleros tejanos, por ejemplo,
aunque esta argumentación figuró más bien en los prodromos del síndrome –
¡No cambiar sangre por petróleo!–, fórmula sustituida por las consignas ¡No a la
Guerra, Sí a la Paz!) y en cuanto a la forma de justificación de ese objetivo, en

146
la manera axiomática, tautogórica, dogmática, de vivirlo. Son estas
características las que necesitan explicación, puesto que aparecen en
sociedades de tradición secular belicista: todas ellas tienen ejércitos
permanentes, una gran parte de ellas disponen de bombas atómicas, y la
mayoría están integradas en organizaciones militares internacionales tipo OTAN.
Y en sociedades de una profunda tradición crítica contra todo tipo de evidencias
axiomáticas o de revelaciones arcangélicas.

¿Representa el SPF el indicio de la cristalización de una «filosofía», de una


«ideología» pacifista universal, de un pensamiento único de signo pacifista que
entrañaría una concepción nueva, cuanto a la extensión y firmeza del consenso,
del Género Humano, y por tanto de la Naturaleza y de la Cultura? ¿Estamos ante
una revelación práctica nueva –con sus precedentes, sin duda– de la que habría
que esperar cambios revolucionarios, aunque por vía pacífica, en todo lo que
concierne a la transformación del Género humano? Algunos han hablado de una
nueva conciencia práctica de la Humanidad, surgida en los albores del tercer
milenio.

Sea. Pero quienes no creemos en revelaciones del espíritu de la época, ni


menos aún en revelaciones del arcángel San Gabriel, tenemos que plantear el
problema de la génesis y rápida cristalización, al menos aparente, durante estos
meses, de ese nuevo consenso universal en torno a la paz perpetua, en la
medida en que es vivido precisamente como una evidencia inmediata e
indiscutible, por todo aquel que cree representar los intereses mismos del
Género Humano («me avergüenzo de la guerra, en cuanto hombre»). Hasta un
punto tal se manifiesta esta evidencia inmediata como derivada de la conciencia
misma de la Humanidad, que quien la posee –es decir, quién está afectado del
SPF– no puede concebir siquiera la existencia de alguien que no la comparta.
Quien declaró la guerra, quien no busca pararla de inmediato, quien colabora de
algún modo con ella –Bush, Blair, Aznar– no podrá ser por tanto considerado
propiamente como persona humana: será un asesino con el cual es indigno
discutir; estará fuera de sí, será un demente o un loco. (El día 4 de abril tuve el
honor de pronunciar en León la lección inaugural de un congreso de psiquiatras,
asistentes sociales, &c., en torno al tema Genio, Locura, Creatividad. Un
periodista, ante una nube de cámaras y grabadoras, me preguntó,
completamente en serio, si no había que pensar, en el contexto del Congreso, si
el presidente Aznar no había enloquecido por su comportamiento en apoyo de
Bush y Blair.) De hecho, quienes sufren el SPF no admiten siquiera que alguien
argumente en su presencia, no ya «en favor de la guerra», sino simplemente
tratando de entender las razones o motivos «antropológicos» del enemigo.
Inmediatamente levantarán sus pancartas y estallarán en un griterío
ensordecedor –¡Guerra no!– como hicieron algunos concejales de Cádiz o hacen
los diputados de Izquierda Unida o del PSOE en cada sesión de control o de

147
información en el Parlamento. Son estas sesiones las pruebas más
contundentes contra la teoría habermasiana del diálogo. Tras cuatro o seis horas
de debates intensos, las posiciones al final se mantienen sin moverse un
milímetro. Pero las posiciones del fundamentalismo más intolerante son propias
de los partidos de la oposición, sobre todo IU y PSOE, que comienzan
descalificando por completo al gobierno del PP, sin entrar siquiera en sus
argumentos, porque proceden iluminados por la evidencia de que todo aquel que
simplemente tolera la guerra (tolera, de tollere) para evitar males mayores está
ya militando en las filas del mal o de la demencia. No merece siquiera la pena
ser rebatido. Sólo ser derribado.

«Nada puede hacerse ante un batallón de requetés recién comulgado»,


decía Indalecio Prieto durante la Guerra Civil Española. Nada puede
argumentarse ante una procesión de artistas, cristianos, comunistas, socialistas,
estudiantes «recién comulgados» con la evidencia de la paz perpetua de la
humanidad. Sólo puede esperarse a que la fase aguda del síndrome comience
a calmarse, a que los manifestantes y los políticos dejen de gritar ¡Paremos la
Guerra!, incluso después de la toma de Bagdad.

Pero algo puede hacerse cuando nos distanciamos un poco, aunque sea
mirando desde el balcón de una gran ciudad a la procesión cuyos aullidos
seguimos sin embargo escuchando y a la policromía de las corrientes de
procesionarios que la componen.

Distinguimos ante todo corrientes de izquierdas definidas: en España, IU y


PSOE, que van del brazo: pero también distinguimos corrientes que no quisieran
ser definidas como de izquierda, sino que creen encontrarse más allá de esta
distinción, como pudieran serlo las corrientes del «laicado» organizadas por
párrocos católicos, que portan cirios semipascuales, por europeístas, por gentes
del centro derecha; aunque también podrían clasificarse como izquierdas
extravagantes o divagantes, nutridas principalmente por los que a sí mismos se
llaman artistas e intelectuales. Sin embargo todos ellos hablan como si fuesen
«conciencias» inspiradas directa e inmediatamente por el mismo Género
Humano que habría inspirado, hace ya unos años, en 1947, la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre.

Por motivos taxonómicos obvios, y de la misma manera que pusimos aparte


a los manifestantes musulmanes de Irán, de Palestina, de Pakistán, &c., contra
la guerra en curso, pero en nombre de una Guerra Santa, tenemos que segregar,
entre los manifestantes españoles a aquellos que en las manifestaciones se
comportan mediante actos agresivos propios de la kale borroka, estrechamente

148
vinculados con los grupos que asaltan las sedes del PP, con bombas caseras,
pintadas o rotura de cristales. Hay que suponer que estos grupos, si no están
compuestos de dementes exaltados próximos a las manadas de monos
aulladores, no actúan afectados al SPF en nombre de la Paz, sino que se
orientan por motivos de lucha que acaso tienen mucho que ver con la antigua
acción directa de los anarquistas del XIX y principios del XX, o con el terrorismo
secesionista gallego, vasco o catalán del presente.

Las corrientes afectadas por el SPF se inspiran directamente en su


evidencia práctica inmediata e intuitiva que les lleva al rechazo incondicional de
la guerra, en nombre de la paz. La nueva revelación no necesita mayores
definiciones ni precisiones, ni las admite. Podrían decir los afectados: «Más vale
sentir la Paz, y la aversión visceral a la Guerra, que saber definirlas.» Pero esto
no excluye que, de hecho, y sin perjuicio de ese sentimiento (quienes, a través
del clero posconciliar, tomaron algún contacto con la filosofía alemana dirán: «sin
perjuicio de esa vivencia de la paz») las diferentes corrientes representen sus
sentimientos (o sus vivencias) por medio de diferentes fórmulas ideológicas
(filosóficas, teológicas o científicas). Por ejemplo:

Las corrientes de izquierdas definidas levantarán la pancarta de la igualdad,


de la justicia o de la solidaridad: es la solidaridad con el pueblo iraquí, o con
cualquier otro pueblo atacado que entre en nuestro campo visual (campo que
queda a veces eclipsado por las urgencias del momento: Nigeria, el Congo, &c.),
lo que desencadenará en ellos el SPF.

Las corrientes que tienen que ver con la Iglesia católica, con su Papa en
vanguardia, hablarán en nombre del amor y de la fraternidad de todos los
hombres (aunque con frecuencia, el término «solidaridad» vaya sustituyendo,
entre los cristianos afectos al SPF, al término «caridad» –que suele ser
rechazado enérgicamente– o «fraternidad» –acaso por influencia de la izquierda
extravagante constituida por las ONGs cristianas y socialistas a la vez–).

Las corrientes que invocan el europeísmo, como un depósito de «valores


históricos» capaces de enfrentarse a los «valores norteamericanos», hablarán
en nombre de la racionalidad y de la civilización: la Guerra nos conduce, dirán,
derecho a la Barbarie.

Los artistas e intelectuales, que generalmente se autodefinen como de


izquierda, y aún como «vanguardia de la humanidad», hablarán de la Paz en
nombre de la creatividad: la Creación exige la Paz, porque la Guerra destruye

149
las salas de exposiciones, los auditorios, los estudios de cine y de televisión, los
museos y aún los mismos caballetes de los pintores.

También hay grupos de ecologistas o de verdes que proclamarán su


aborrecimiento a la guerra por el «impacto ambiental» que producen los misiles,
los tanques reventados, los bosques en llamas.

Los juristas confiarán en la instauración de un Tribunal Internacional-


Universal de Justicia cuyas sentencias puedan mantenerse por encima de los
Estados. Es el ideal límite de la profesión: que el Poder Judicial (es decir, el poder
de jueces, abogados y legistas) sea no sólo independiente, sino superior al Poder
Ejecutivo, a los poderes ejecutivos de todos los Estados del mundo.

Son precisamente estas envolturas ideológicas, tan diferentes entre sí, de


la común «vivencia de la Paz», las que nos ponen sobre la pista de la necesidad
de explicar los mecanismos a través de los cuales cristaliza el SPF.

Sencillamente es inadmisible que el SPF pueda ser explicado como


expresión de una revelación directa procedente de una conciencia de la
humanidad, a título de fuente, que, a través de diferentes cauces, se hace
presente a las diversas corrientes que de ella emanan.

Habrá que explicar, por de pronto, la inflexión pacifista de las izquierdas


definidas. La izquierda radical, la izquierda jacobina, sobre todo, la que instauró
la serie de las generaciones de izquierda con la Gran Revolución, se abrió paso
a través del terror y de la guillotina y, poco después, a través de las guerras
napoleónicas. Pero, para volver a épocas más recientes, ¿no apoyó el partido
socialdemócrata alemán la Primera Guerra Mundial, y dirigentes destacados
suyos, como hemos dicho, fusilaron a los líderes que se oponían a la guerra? Y,
¿cómo los comunistas pueden olvidar que la Revolución de Octubre exigió el
asalto al Palacio de Invierno, y los planes quinquenales de Stalin exigieron la
muerte de millones de ciudadanos? ¿Cómo pueden olvidar en España las
corrientes de izquierda que la Revolución de octubre de 1934 equivalía al
principio de una guerra civil preventiva, ante la gran probabilidad de que el
gobierno de Lerroux, que había dado entrada en el ejecutivo a tres diputados de
la CEDA, diera un golpe de estado fascista al estilo Dollfuss? ¿Y cómo olvidar
los proyectos del Partido Comunista de España, tras la Segunda Guerra Mundial,
para organizar un ejército guerrillero capaz de derribar al régimen de Franco,
supuestamente en agonía? ¿Y Cuba? ¿Y las guerras de liberación nacional de
Africa o de América del Sur? El grado de conciencia de muchos manifestantes
por la paz puede contrastarse advirtiendo, no sin vergüenza ajena, que muchas

150
pancartas por la paz portadas por gentes de izquierda llevaban inscrita una
imagen del Che Guevara.

Y la Iglesia Católica, al defender la Paz incondicional en nombre de Cristo,


tendrá que explicarnos el versículo de Mateo 10,34: «Yo no he venido a traer la
Paz sino la Guerra» (la Vulgata traducía «la Espada», lo que permitía a los
exégetas ofrecer la ingeniosa hermenéutica: «espada espiritual»). Y tendrá que
explicar toda la tradición de las Cruzadas, la doctrina de la guerra justa, desde
Santo Tomás hasta Vitoria, y aún los artículos del Catecismo de Juan Pablo II,
en los que se dice que «no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la
legítima defensa mediante la fuerza militar» (2308-2309). Pero entonces, ¿quién
es el Papa, hablando en nombre de un Dios inexistente (aunque el espíritu de
tolerancia ni siquiera quiere entrar en este punto), para oponerse a priori a la
decisión que debe suponerse fruto de la prudencia política de los gobiernos
legítimos? Una decisión que, equivocada o no (en todo caso, la prudencia sólo
prueba su verdad por sus resultados), el gobierno español ha creído
imprescindible actuar en línea con Estados Unidos, Inglaterra y otros países,
para mantener el orden internacional.

¿Y quien puede defender la Paz, en general, en nombre de Europa y de su


supuesto racionalismo? Sólo quien toma a Kant y a su paz perpetua como
símbolo de Europa. Pero, ¿donde está el racionalismo de Kant, que intentó hacer
revivir a las tres ilusiones trascendentales de la Razón especulativa –Alma,
Mundo, Dios– realimentándolas con el voluntarismo de la Razón práctica y
convirtiéndolas por tanto, de hecho, en tres gigantescas imposturas? ¿No son
tan europeos como Kant el padre Vitoria, Hobbes o Hegel, o bien Spengler,
Scheler, Schmitt, Ortega? Conviene recordar a los pacifistas algunas ideas del
primero de todos ellos, a quien suelen invocar jueces y partes, a Francisco de
Vitoria, presentado una y otra vez como el fundador del Derecho Internacional:

«En segundo lugar, digo que cuando es necesario para el fin de la victoria
matar a los inocentes es lícito hacerlo, como el bombardear una ciudad
para tomarla, aunque ello cause la muerte de inocentes, ya que estas
muertes se siguen sin intento o per accidens [hoy decimos: como efectos
colaterales]. De esto no puede dudarse, lo mismo que si se expugnara un
castillo.»
«Es lícito a los españoles comerciar con ellos [con los bárbaros, con los
indios], pero sin perjuicio de su patria, importándoles los productos de que
carecen y extrayendo de allí oro o plata, u otras cosas en que ellos
abundan [Vitoria no conocía el petróleo].»
«Si tentados todos los modos, los españoles no pueden conseguir su
seguridad entre los bárbaros si no ocupando sus ciudades y
sometiéndolas, pueden lícitamente hacerlo.»

151
(Ninguno de estos textos aparece por cierto citado por un «Grupo de
dominicos de Salamanca» que en marzo de 2003, invocando a su hermano de
orden, manifiestan su Rechazo contra la Guerra –sin duda estos dominicos
querían decir «rechazo a la guerra», pero su apasionamiento les hizo olvidar la
ley de la doble negación–. En las mismas páginas de internet de los padres
dominicos, Fray Bernardo Cuesta O.P. subraya, como si quisiera señalar la
diferencia de nuestras guerras con las de la época del padre Vitoria, que «la
capacidad destructora del moderno armamento, realizada a distancia, hace
imposible cualquier tipo de discriminación entre combatientes y población civil».
El padre Cuesta se ha olvidado de que el moderno armamento que precisamente
opera a distancia de miles de kilómetros, ha conseguido objetivos selectivos
mucho más precisos que el que conseguían a menos distancia los cañones del
siglo XVI, lo que explica que el número de muertos de la guerra del Irak, previsto
por los pacifistas en torno al millón de personas, no haya superado la cifra de los
miles.)

¿Y qué nos dicen los artistas e intelectuales? En cuanto artistas, ofrecen en


España un proyecto cuya enunciación sería digna del cerebro de una gallina, si
esta pudiera hablar o escribir: «Cultura contra la Guerra». Porque, ¿acaso la
guerra no es ella misma cultura, y, más aún, atributo de la civilización? ¿Acaso
las armas –desde le flecha hasta el tomahawk– no son productos culturales? Al
levantar su pancarta Cultura contra la Guerra los artistas e intelectuales –es
decir, los creadores– parecen querer hacer revivir algo así como la antigua
fórmula de las letras contra las armas, enfrentándose, y ello ya tendría sentido,
a los discursos sobre las nupcias entre las armas y las letras. Pero al tomar la
parte por el todo, las letras por la cultura, están demostrando simplemente el
desarrollo del sistema de sus conceptos; están dando por supuesto que las letras
(o afines: las músicas, las pinturas) son valiosas por el hecho de ser cultura.
Además, el ser artista no confiere a quien se presenta como tal ningún título
especial para apoyar, en cuanto ciudadano, sus juicios sobre la paz y la guerra,
sobre todo si tenemos en cuenta que un gran número de escultores o pintores,
que han sobresalido en sus oficios respectivos, no alcanzaron cocientes
intelectuales superiores a 0,40. Sabemos que el cociente intelectual se calcula
sobre la medida de aptitudes que privilegian el lenguaje, el cálculo, &c., y que lo
valioso puede ser, en el tablero de la cultura objetiva, hablar o calcular más que
pintar o esculpir. Pero cuando hablamos de fórmulas verbales (conceptuales, por
tanto) tales como las que figuran en la pancarta Cultura contra la Guerra, la
condición de artista, de pintor o de escultor, lejos de añadir alguna autoridad,

152
puede más bien ponerla en duda. No es la condición de artista la más apropiada
para adoptar juicios políticos prudentes. Los deseos o los sentimientos,
canalizados por el arte, no constituyen ninguna garantía en la formación de
opiniones fundadas sobre la paz o sobre la guerra. Y en todo caso, ¿cómo
pueden olvidar los artistas que la exaltación de la guerra y de los valores
guerreros proceden sobre todo de la escultura o de la pintura, de la música, o de
la poesía épica? Los museos de pintura o de escultura, los conservatorios de
música o las bibliotecas quedarían diezmados si la «cultura pacifista» de algún
gobierno democrático se decidiera a expurgarlos de las obras de arte que exaltan
las virtudes bélicas (muchas editoriales ya han iniciado esta tarea, al menos en
el terreno de los cuentos infantiles, expulsando de sus páginas al lobo feroz, a la
madrastra, al ogro y a otras muchas figuras de la «cultura popular tradicional»).

En cuanto al Tribunal Superior de Justicia: se reprocha a Estados Unidos el


no aceptar que un semejante tribunal entendiese de las causas abiertas contra
Sadam Husein y el cortejo de la baraja de los cincuenta y cinco. Pero, ¿cómo iba
a aceptarlo si uno de los motivos constantes en las manifestaciones por la paz
han sido los gritos y carteles en los que se llama ¡asesinos! a Bush, Blair y Aznar?

Las ideologías pacifistas que envuelven, como nebulosas, al SPF, son,


como hemos visto, muy diversas y heterogéneas, pero todas convergen en un
requerimiento ético: «¡No a la Guerra! ¡Sí a la Paz!» Se diría de quienes se
manifiestan en torno a la Paz lo mismo que Maritain dijo de quienes se sentaban
en torno a la mesa que estaba redactando la declaración de los derechos
humanos (que era, por cierto, una declaración dada a escala ética): «Todos
estamos de acuerdo con tal de que no se nos pregunte por las razones.»

El SPF, en efecto, no se alimenta de razones, sino de principios inmediatos


de carácter ético, orientados a preservar la vida de los cuerpos humanos,
cualquiera que sea la condición de estos cuerpos –sanos o enfermos, niños o
ancianos–. Estos principios éticos se canalizan por dos vías diferentes: la vía de
la voluntad (o del amor) y la vía del conocimiento (o de la razón). Por la vía del
amor transcurren las voces de quienes se oponen a la guerra inspirados en las
Bienaventuranzas (¡Amáos los unos a los otros!, ¡No odiéis al enemigo!, &c.).
Por la vía de la razón transcurren las voces de quienes, más fríos, se oponen a
la guerra apelando a su irracionalidad y a la estupidez de quienes recurren a ella.
Ahora bien: los principios éticos son abstractos, como es propio de todo principio.
Un principio sólo es tal en composición con otros principios que limitan y
determinan su alcance. Por ello es mero simplismo atenerse a un principio en
abstracto; y no es «incoherencia» el que los que discurren por la vía de la caridad
(invocando las encíclicas de Juan XXIII o de Juan Pablo II) pertenezcan a

153
tradiciones que han utilizado ampliamente el recurso a la violencia (desde las
Cruzadas a la Inquisición, desde el Padre Vitoria hasta las pastorales del
Cardenal Gomá o de Pla y Deniel). Quienes condenan la guerra en nombre de
la estupidez humana no hacen sino refugiarse en la petición de principio (son
estúpidos quienes emprenden una guerra, en lugar de seguir las vías de la
negociación pacífica y del diálogo, como si estas condujesen siempre a algún
puerto) y no explican la guerra. Y al considerarla, por estúpida, inútil e irracional,
se obligan a considerar estúpida e irracional prácticamente toda la historia de la
humanidad. Prefieren despreciar a entender.

Y no se trata de impugnar los principios éticos, porque ellos conservan


intacta toda su fuerza, la fuerza del deber ser. De lo que se trata es de reconocer
las contradicciones objetivas, en determinadas circunstancias, entre los
principios éticos y los principios morales o políticos, evitando la ocultación de
estas contradicciones, mediante la apelación al odio o a la estupidez de quienes
han optado por la guerra. Esta ocultación de la contradicción objetiva sólo puede
explicarse como un producto de la mala fe, es decir, de una pretensión de
justificación preventiva, que arroja toda la culpa a quienes aceptan la guerra por
no haber seguido sus consejos. Pero, ¿tenían estos consejos capacidad alguna
para arreglar algo?

De hecho, la estrategia de quienes trabajan para apoyar y extender la fuerza


de estas normas –periodistas, cámaras de televisión, fotógrafos– se orientan
sistemáticamente hacia la presentación monográfica de imágenes de niños
desgarrados por una mina, de mujeres destrozadas por una bomba, de ancianos
tendidos en el suelo de su casa o en la cama del hospital. Son los cuerpos
heridos, despiezados o muertos, de niños, mujeres y ancianos, aquellos que
los medios parecen seleccionar preferentemente como excitantes del horror
ético. No deja de tener interés la constatación del escaso uso, por parte de
los medios de las imágenes de docenas y docenas de cuerpos humanos que son
destrozados semanalmente en las carreteras por los accidentes de tráfico
propios del Estado de bienestar; su exhibición se consideraría de mal gusto,
«obscena», porque hiere la sensibilidad; menos aún se utilizan estas imágenes,
que podrían ofrecerse en flujo continuo y creciente durante años y en todo el
mundo democrático, para emprender una campaña orientada a la extirpación, en
nuestra cultura objetiva, de los automóviles (a fin de cuentas podría decirse que
los accidentes de carretera son daños colaterales del tráfico).
Ahora bien: las evidencias éticas que constituyen el núcleo del SPF, si creen
poder prescindir en la práctica de su exposición o manifestación, de cualquiera
de las nebulosas ideológicas en las que de hecho van envueltas, es porque se
consideran inmediatamente reveladas a la conciencia íntima de cada cual, sea
por el Dios que se hizo presente en el Evangelio de San Juan («Dios es

154
caridad»), sea por el Género Humano que se reveló en la Declaración de
Derechos Humanos de la ONU.

Sin necesidad de entrar a discutir la suposición de semejantes fuentes de


estas evidencias éticas inmediatas (¿desde donde actúa el Dios invisible?
¿cómo puede haber escrito algo en el corazón humano?), lo cierto es que tales
evidencias éticas, para concretarse en el SPF, han tenido necesidad de causas
más positivas y prosaicas, menos sublimes. De esto ya nos ofrece un indicio la
circunstancia de que la luminosidad de la conciencia ética, en la forma del
síndrome SPF, suele ser más intensa en los individuos que viven en los llamados
Estados de bienestar, sobre todo si están en época electoral, y muchas veces
en función del sostenimiento de la vida de otros individuos lejanos que
contribuyen directamente a su propio bienestar. (Si el gobierno francés insinuó
la posibilidad de interponer su veto en el Consejo de Seguridad ante las
potencias que instaban perentoriamente a la intervención militar en Irak, no era
sólo porque estaba recibiendo la iluminación directa de Dios o del Género
Humano, sino porque tenía intereses muy fuertes con los iraquíes, relacionados
con el precio muy barato del barril de crudo explotado por compañías francesas
y otras muchas cosas.)

En general, la energía que nutre las evidencias normativas, incluso si estas


son éticas, no es ética por sí misma, sino de otro orden, que se transforma y se
purifica, sin duda, en la forma de energía ética, a la manera como la chatarra se
transforma y purifica en la estatua moldeada por el gran escultor. Si las normas
éticas brillasen por la inspiración directa de Dios, o de los corazones humanos,
no se explicaría la conducta de tantos y de tantos hombres pertenecientes a
tribus primitivas (los dobuanos, por ejemplo), o de gentes más evolucionadas, ni
de la conducta de tantos y tantos hombres de sociedades históricas capaces de
llevar a la hoguera, «abrasados por la caridad divina», a los herejes, o de hacer
pasar por las cámaras de gas a millones de judíos.

El combustible del imperativo ético, y concretamente, del que actúa como


imperativo categórico en el SPF, no es él mismo ético. Por ejemplo, el imperativo
ético que se expresa en el ¡No a la Guerra! de los militantes o simpatizantes del
PSOE o de IU que se manifiestan, por decenas de millares, contra el gobierno
del PP, no se alimenta de combustibles éticos (¿por qué estos no ardieron en la
guerra primera del Golfo, o en Kosovo, o en Afganistán, o del Congo?) sino
políticos: el impulso del ¡No a la Guerra! es prácticamente equivalente al no al
Gobierno a quien previamente se le ha identificado con la guerra asesina. (De
hecho fotografías de miembros del gobierno o del Partido Popular han sido
paseadas por los manifestantes con el rótulo de «asesinos».)

155
La conciencia ética que se expresa en el SPF, aunque esté alimentada por
intereses que tienen poco que ver con la ética, no tiene sin embargo por qué
entenderse como una máscara hipócrita destinada a encubrir esos intereses. Es,
si cabe, algo peor. Pues la conciencia ética tiene consistencia por sí misma, y
por así decirlo, los objetivos de esta conciencia ética purifican la probable
miseria, subjetivismo o suciedad, o simplemente particularismo, de los intereses
que la mueven, como ocurre siempre que cabe disociar los fines operis de
los fines operantis.

Si consideramos al SPF como un fenómenos ideológico de falsa conciencia


no lo hacemos en función de esos supuestos intereses ocultados que esa
voluntad ética por la paz entraña; lo hacemos por la forma abstracta o simplista
según la cual se ejercita esa voluntad ética, intentando ocultar las
contradicciones objetivas.

Forma abstracta, porque los objetivos éticos se proponen como si ellos


fueran objetivos sustantivos y viables en su estado de abstracción. Como si la
paz y el no a la guerra pudieran ser objetivos susceptibles de ser propuestos al
margen de la política, derivándolos directamente de la conciencia ética de la
humanidad, o de la conciencia divina, es decir, de una conciencia metafísica.
Porque si la humanidad histórica sólo existe dividida en sociedades políticas, y
la paz y la guerra sólo pueden tener lugar entre estas sociedades, los
requerimientos éticos que se expresan en el SPF deberían formularse teniendo
en cuenta las coyunturas políticas, y habrían de fundarse sobre un juicio
meditado acerca del significado del orden internacional que, se supone,
mantiene en equilibrio a las sociedades políticas que existen sobre la Tierra.
Pedir la paz y no la guerra incondicionalmente, abstrayendo cualquier
consideración de coyuntura internacional, es un acto que roza con el infantilismo,
descontando la mala voluntad. Pero no puede tomarse en cuenta, como
exculpación del infantilismo simplista que se les imputa, los juicios dogmáticos
que ellos formulan sobre el carácter depredador, asesino o demente de quienes
decidieron la intervención en Irak tras la reunión de las Azores, porque estos
juicios están construidos ad hocpara condenar éticamente la guerra y pedir la
paz, y forman parte, en consecuencia, de un círculo vicioso. Aún los más
fanáticos defensores de la paz, que comienzan su saludo con el ¡No a la
Guerra!, es decir, los enemigos de Bush, Blair o Aznar, tendrían que comenzar
tratando de entender las razones del enemigo, en lugar de limitarse a negarles
cualquier tipo de razón, declarándoles necios, locos o asesinos, sin mayor
discusión.

Pero la guerra está en marcha, y tiene sus motivos, y su propia dinámica, y


sus propios objetivos. Estos objetivos tienen sin duda que ver con la
consolidación de un orden internacional, una vez que el derrumbamiento de la

156
Unión Soviética llevó a la Asamblea General de las Naciones Unidas a formar la
«ilusión democrática» expresada en la Carta. Pero, ¿cómo la ONU puede ser la
plataforma de un orden internacional? ¿Acaso su fuerza procede de alguna
fuente distinta de las aportaciones de sus socios? ¿Acaso estos socios no
continúan actuando en ella por cuenta propia, como Estados o como coaliciones
de Estados, siguiendo intereses particulares, y a los que sólo la fuerza de los
demás podría poner límites? Afirmar que los Estados Unidos, junto con Blair y
Aznar, han subvertido el orden internacional y el derecho internacional, al decidir
la intervención, sin contar con el Consejo de Seguridad de la ONU, es suponer
que ese orden internacional representa el orden del derecho y de la justicia. Pero
una tal suposición es errónea. ¿Acaso no forma parte de ese derecho
internacional la facultad de veto que tienen los cinco grandes? Si Estados Unidos
o Inglaterra hubieran expresado explícitamente su derecho de veto contra una
mayoría del Consejo contraria a la Guerra, se hubieran mantenido dentro del
derecho internacional. Si un socio de la ONU siente amenazada su seguridad y
decide proceder contra los causantes de esa inseguridad (otra cosa es que
acierte o se equivoque en su identificación) comenzará buscando adhesiones de
otros Estados; pero si no las encuentra y puede prescindir de ellas, a nadie tiene
que pedir permiso, según el derecho internacional, para obrar por su cuenta. Los
otros socios invocarán el orden internacional y el consenso. Pero la cuestión es
esta: ¿quién manda en el mundo en cada época? Es decir: ¿tienen más poder
contra los Estados Unidos y sus aliados todos los demás países de la ONU
juntos? El 11 de septiembre de 2001 determinó que los Estados Unidos,
golpeados gravemente por un terrorismo bien organizado, y ante la debilidad de
reacción de otros socios, experimentase la necesidad de poner sobre la mesa
(en la ONU y fuera de ella) la cuestión: ¿quién manda en el mundo? Y sobre
todo: ¿quién va a mandar en el mundo a lo largo del siglo que comienza, cuando
otras grandes potencias (como China, Rusia o Japón) o algunas coaliciones de
pequeñas potencias (como Irak, Irán, Libia) puedan poner en peligro ese orden
que habrá de mantenerse, desde luego, a la medida de quien tiene capacidad
para sostenerlo?

Ese orden será injusto, desde el punto de vista del «derecho natural», pero
quien se mantiene en él dirá siempre que prefiere la injusticia al desorden. En
todo caso la cuestión no está en elegir entre Orden y Justicia, sino entre un Orden
y otro Orden. Y desde esta perspectiva la distinción entre guerras justas e
injustas se reduce al terreno de la mera legalidad formal; y la distinción entre
guerras defensivas y guerras preventivas comienza a aproximarse a la condición
de una distinción oligofrénica. Cuando se invoca la necesidad de guardar el
orden internacional y las normas del derecho internacional, se procede como si
el orden internacional fuese idéntico a la justicia. Pero lo que llamamos orden
internacional o derecho internacional tiene muy poco que ver con la justicia
absoluta; tiene que ver con la situación de equilibrio factual alcanzado en las
épocas precedentes por las potencias en conflicto. Se trata de un orden que
157
cualquier potencia podría «denunciar» en cualquier momento siempre que
tuviera fuerza para ello, es decir, siempre que tuviera seguridad de no meterse
en un camino de aventuras condenado, con toda probabilidad, al fracaso. Dentro
de la República romana, o del Imperio, la justicia –«dar a cada uno lo suyo»– se
orientaba al mantenimiento del orden esclavista, a dar al terrateniente lo que era
suyo y al esclavo sus cadenas. Esta misma idea de justicia es la que se utiliza
en nuestros días bajo la fórmula del orden internacional.

Los artistas e intelectuales que están creando, en el seno de un orden


internacional vigente, en el que coexisten las democracias del bienestar, obras
para las cuales el petróleo se hace imprescindible (porque el petróleo es
necesario para que los creadores puedan, como Pedro Almodovar, coger el
avión para recoger los premios que le concede una institución del Imperio, que
no podría existir fuera de ese orden), ¿cómo pueden pedir la paz y decir no a la
guerra sin mayores averiguaciones? ¿No se han preguntado si, al margen de
que Sadam Husein tuviera o no armas bacteriológicas o armas químicas, el
control de los recursos del Irak puede ser necesario para que el orden
internacional, que ampara sus creaciones, se mantenga? Es decir, para que otro
orden, el propio de una paz asiática, o acaso el de una paz musulmana,
eventualmente iconoclasta (y por tanto enemiga de cualquier creación
escultórica o pictórica), sustituya al orden en el que los artistas e intelectuales
siguen segregando sus creaciones.

Las propuestas éticas que no tienen en cuenta las condiciones políticas en


las cuales pueden desenvolverse las formas de vida de las mismas gentes que
las expresan son productos de un mero infantilismo. Las propuestas éticas, como
lo son los artículos de la Declaración universal de los derechos humanos, sólo
pueden mantenerse desde algunas de las determinaciones (de etnia, lengua,
sexo, religión...) que la propia Declaración pretende poner entre paréntesis, es
decir, abstraer, para que el hombre sea reconocido como tal. Pues no es desde
la conciencia humana (menos aún desde la divina) desde donde se proponen los
derechos humanos como imperativos éticos. Es desde España, o desde Francia,
o desde Italia, o desde Alemania... con todo lo que ello significa. Y quien no
advierte tal significado es porque ha vuelto su corazón al estado de pureza del
niño, es decir, porque obra de un modo infantil. Infantilismo que ni siquiera
advierte que, en medio de su clamor SPF, la guerra está en marcha y que el
orden será impuesto por quienes tienen mayor potencia política y militar, y no
por las consignas éticas, que por sí solas no conducen a ninguna parte. Y con
ello no pretendo insinuar siquiera que quien haya sido vencido habrá de
contentarse con su suerte; digo que su rebelión sólo será posible si él mismo
logra desencadenar mecanismos políticos y no sólo éticos, lo que significa, a su

158
vez, que ha de prepararse para la guerra, y no limitarse a pedir la paz en los
escenarios o en las calles. Deben saber los pacifistas españoles, herederos de
los objetores de conciencia o de los insumisos, que quienes buscaron la
debilitación del ejército y quienes rechazaron la posesión de la bomba atómica,
podrían haber conducido a España a una situación de inferioridad irreversible en
un orden internacional en el que otras naciones europeas (como Francia)
disponen de la bomba atómica y del derecho a veto en el Consejo de Seguridad.

Cabe también señalar otro componente del SPF que tiene que ver con la
falsa conciencia, y aún con la mala fe (en el sentido sartriano del que hemos
hablado). Me refiero a quienes ofrecen su recomendación ética de la paz como
si fuese un remedio suficiente para evitar las reglas y mantener el orden
internacional, poniéndose por tanto ellos mismos al margen de toda
responsabilidad, puesto que «ya advirtieron a tiempo del peligro». Pero, ¿es que
acaso una guerra se produce por el simple hecho de no obedecer al interés
ético?

10

Entre las múltiples cuestiones interesantes que el análisis del SPF suscita
destaca la del significado que pueda tener la afectación por el síndrome de las
corrientes de izquierda definida más relevantes, como son en España IU y PSOE
(y mucho de este significado habría que extenderlo a las izquierdas de otros
países).

La cuestión se plantea a partir de un hecho que tiene mucha novedad: que


las izquierdas en general no se han movilizado en función de propuestas por la
paz en general, sino por la libertad, la igualdad o la justicia. No es que no hayan
buscado la paz, y hayan establecido organizaciones en torno a este ideal. Es
que no han rehuido la violencia o la guerra, o la revolución armada, para
conseguir una paz justa. O dicho de otro modo: han preferido muchas veces el
desorden de la revolución a la injusticia de la paz. Y si han combatido la guerra
(¡Abajo las armas!) ha sido en función de guerras juzgadas como episodios de
la política depredadora de los Estados del antiguo régimen o del imperialismo
capitalista; o bien en función de proyectos bélicos o de revoluciones imprudentes
que pudieran conducir (para utilizar expresiones de Engels) a una «carnicería en
las filas del proletariado».

El gradualismo característico de la socialdemocracia es seguramente el


antecedente más próximo a la orientación pacifista de las izquierdas del presente
(a pesar de que ellas gestionaron, sin embargo, la entrada de España en la
OTAN a lo largo de los años ochenta, colaboraron con la Guerra del Golfo, a
principios de los noventa y apoyaron la intervención en Kosovo, al margen del

159
Consejo de Seguridad). Pero todo ha cambiado desde la consolidación de la
democracia de 1978 y desde el derrumbamiento de la Unión Soviética. La
derecha del Antiguo Régimen ha desaparecido como tal, como un fenotipo; y la
cooperación de los Estados democráticos del bienestar ha hecho confluir a la
derecha democrática con las izquierdas democráticas. La igualdad, la libertad y
la justicia están garantizadas por la Constitución. La seguridad social, el
incremento de los salarios o atención a los ancianos interesa tanto casi o más al
centro derecha que a las izquierdas, en una democracia, tanto para que las
empresas puedan disponer de un mercado efectivo, como para que los políticos
del gobierno puedan ser reelegidos. Algunas izquierdas se mantienen
rígidamente fieles a las antiguas fórmulas («la derecha depredadora, que no
atiende a la seguridad social, que atenta contra los salarios, &c.»). La oposición
entre la derecha y la izquierda tiene que buscar nuevos criterios para definirse.
En España se viene intentando explorar, como criterio de las izquierdas, el
federalismo, incluso la autodeterminación de algunas «nacionalidades»; sin
embargo este criterio ha sido también alimentado y lo sigue siendo por la derecha
o por el centro (como se decía en la terminología clásica, «por las capas de la
pequeña burguesía catalana, o vasca, o gallega, &c.»).

¿No ocurrirá que las izquierdas han visto en su ¡No a la Guerra! un


procedimiento prometedor para «morder en la yugular» a los gobiernos que han
contribuido en la toma de decisiones de las Azores? No se plantearán siquiera
por tanto entender las razones que el adversario pueda tener, a medio y a largo
plazo. No se entrará en el análisis, en España, de las ventajas que la alianza con
los sistemas de vigilancia del Pentágono o de la CIA puedan reportar para la
localización de los comandos terroristas; y las ventajas para España que el
Gobierno pudiera haber visto en su actitud de apoyo con los aliados serán
interpretadas automáticamente como ventajas propias de buitres carroñeros,
ventajas para los empresarios que se disponen a participar en los proyectos de
reconstrucción de Irak (como si hubiera otro modo de mantener el estado de
bienestar de los trabajadores de una democracia de mercado distinta de la que
consiste en «dar obra» a las empresas). Y para no analizar los motivos del
comportamiento del gobierno en esta guerra, se descalificará a la guerra en
general, contando con ello con la colaboración de las izquierdas divagantes (que
se nutren sobre todo de artistas y de intelectuales) y también de las izquierdas
extravagantes (procedentes de las ONGs socialdemócratas, libertarias,
insumisas y cristianas). Vemos así a las izquierdas confluyendo en un nuevo
ideal ético, a saber, el ideal de la Paz.

El 6 de marzo del año 2003 el juez Garzón, ante una «muchedumbre»


compuesta de gentes de izquierdas, definidas e indefinidas, divagantes y
extravagantes, lee un manifiesto en el que proclama la «Revolución por la Paz».
Una Paz de izquierdas fundada en un nuevo orden internacional, coronado por

160
un Tribunal Internacional de Justicia que abriría una nueva época para la
humanidad, la de la paz perpetua. ¿No están con todo esto las izquierdas
evolucionando hacia las posiciones de una izquierda fundamentalista, de tal
manera que el SPF pudiera considerarse como el anuncio de un parto
inminente?

La cuestión es si estos planteamientos éticos de la izquierda no representan


su disolución como organizaciones políticas. Un político no puede mantenerse
encerrado en sus imperativos éticos, los que impulsan a dar acogida a cualquier
inmigrante que desembarque en nuestras playas; un político tiene que saber que
el imperativo ético de acoger al inmigrante se enfrenta objetivamente a las leyes
del funcionamiento de la economía política del Estado. Un político de izquierdas
no puede levantar como «seña de identidad política» la bandera ética del ¡No a
la Guerra! en general, sin tener en cuenta la distribución cambiante, en cada
minuto, de las sociedades políticas que interaccionan en ese equilibrio que
llamamos concierto internacional. Debe saber que el orden internacional que en
cualquier momento pueda establecerse es un orden que no puede tomarse como
canon de la justicia. El orden internacional sólo puede estar garantizado por la
acción de las potencias hegemónicas. ¿Con cuantas divisiones cuentan quienes
proyectan la «Revolución por la Paz» para el siglo que comienza? ¿No estamos
antes simples fórmulas retóricas que se aprovechan del prestigio de la violencia
revolucionaria para proclamar como ideal un hierro de madera?

11

Lo que hemos llamado mala fe de estas abstractas actitudes éticas deriva


del hecho de que quien las mantiene sabe o debe saber que son imposibles, y
sin embargo las mantiene cerrando los ojos ante la contradicción objetiva, que
achacará a la maldad y egoísmo de quienes ponen tasa, por ejemplo, a la
inmigración. Desde este punto de vista, los manifestantes del invierno-primavera
de 2003 no deberían ser propiamente considerados como la expresión de un
«movimiento ciudadano». Pues no han sido tanto los ciudadanos quienes se
manifiestan, sino los hombres. Porque el ciudadano, como átomo o individuo
racional de una ciudad, es decir, de un Estado, es, ante todo, quien actúa en
beneficio de la Ciudad o del Estado. Pero en cuanto hombre, desborda al Estado,
actúa como «ciudadano del Mundo», un concepto que implica tanto como una
afirmación una negación: la definición como ciudadano de una ciudad positiva,
sencillamente porque el Mundo –el Cosmos de los estoicos cosmopolitas– no es
una ciudad terrena real, y está más cerca de la utópica «Ciudad de Dios».
Quienes se manifiestan no son por lo tanto políticos, y es un error, a nuestro
juicio, interpretar las manifestaciones de principios de 2003 como signo de que
los jóvenes, por fin, han dejado de ser apolíticos, pues la intención de estos
jóvenes es de carácter ético y no político. Incluso cabría definir su sentido general

161
como impulsado por la voluntad (inconsciente, utópica) de reducir la política a la
ética. Por este motivo las manifestaciones del invierno-primavera de 2003,
consideradas desde una perspectiva política, representan una reacción
«humanística» desencadenada como un síndrome (efímero, aunque cíclico) en
los más diversos organismos políticos que constituyen el Estado de bienestar.

12

El SPF es un fenómeno social, como hemos dicho, que sin embargo se nutre
de sentimientos éticos individuales, y su carácter de síndrome lo adquiere no
tanto en función de los sentimientos individuales, sino de la confluencia de estos
sentimientos. El SPF se ha manifestado en la forma de un clamor universal, a
cuyos protagonistas puede haber parecido el signo de un paso decisivo en la
evolución de la humanidad hacia la paz y la racionalidad. Pero se trata de una
ilusión, que se mantiene en los límites de la simple ideología, del sentimiento y
de la emoción. Sin perjuicio de este clamor o griterío, y en medio de él, las tropas
anglonorteamericanas seguían avanzando por el desierto y conquistando
Bagdad, Basora, Mosul o Tikrit. De hecho han desmantelado «el orden de
Sadam». Ni siquiera puede decirse que el imperialismo norteamericano tenga
hoy por hoy un signo depredador. Los orígenes y el desarrollo del imperialismo
norteamericano son muy distintos de los orígenes y el desarrollo del imperialismo
inglés. Lo más probable es que los Estados Unidos intenten llevar al Irak hacia
la situación propia de una democracia de mercado, capaz de ampliar la demanda
internacional. Los gobiernos títeres que imponga al principio dejarán de serlo a
medida que se incremente precisamente el estado de bienestar, pues el objetivo
de Estados Unidos no es la depredación del Irak, sino el envolvimiento sucesivo,
en círculos concéntricos, de China. De hecho, muchos de quienes fueron
afectados por el SPF comienzan ya, tras la victoria inminente, a recoger velas.
Es muy difícil que los más exaltados de los voceros de la paz, por vía ética,
adviertan que los instrumentos de su protesta no funcionan sin petróleo: un
petróleo que no se produce, refina y distribuye con consignas éticas, sino con
recursos técnicos y políticos.

La orientación ética y no política de las manifestaciones de 2003 no excluyen


la probabilidad de multitud de efectos políticos que ellas puedan tener. Por
ejemplo, en el caso de España, los efectos podrán tomar la forma de beneficios
electorales para IU y para el PSOE, en el contexto de su estrategia de acoso y
derribo del partido en el gobierno. En el caso más favorable para el PSOE,
Rodríguez Zapatero llegará el año 2004 a la Moncloa, gracias a su demagogia
ética, con mayoría absoluta. Pero ni siquiera esa victoria tendría un significado
político diferencial. Por mucho que Rodríguez Zapatero hable en nombre de la
izquierda, si Rodríguez Zapatero llega a la Moncloa, tendrá que reconciliarse con
el Pentágono, y con la OTAN. Porque, sin duda, todo el mundo busca la paz, es

162
decir, su paz. Y nadie debe olvidar que nuestra paz sólo puede alcanzarse
mediante la guerra. El cristianismo, que comenzó a ascender como un poderoso
movimiento internacional de signo ético religioso y pacífico, ¿hubiera conseguido
por sí mismo efectos políticos de importancia si no hubiera pactado con el
Imperio de Constantino, de Teodosio, de Justiniano, de Carlomagno o de Carlos
I?

163
Filosofía y Locura
Gustavo Bueno

Se dibujan en este trabajo las líneas de clasificación, en cuatro bloques


bien diferenciados, desde el materialismo filosófico, de la problemática suscitada por el tema
«Filosofía y Locura», propuesto para el próximo
Congreso de Filósofos Jóvenes

La Asamblea en la que se clausuró, el 25 de Abril de 2003, el 40 Congreso


de filósofos jóvenes, en Sevilla, y en la que se constituyó el comité organizador
del 41 Congreso, eligió para este próximo congreso, por el habitual
procedimiento de votaciones por descarte, el tema de «Filosofía y Locura». El
Catoblepas me ha pedido que redacte un planteamiento de este tema, y de su
problemática, desde las coordenadas del materialismo filosófico. Un
planteamiento que pueda servir para canalizar, incluso, por supuesto, desde la
discrepancia con las coordenadas propuestas, los trabajos de todos aquellos que
estén interesados en participar en el Seminario convocado por esta
revista, como un modo de preparación para el próximo Congreso de filósofos
jóvenes que, en principio, se celebrará en Barcelona en torno a la Semana santa
del año 2004.

El artículo que sigue es sólo un borrador de este planteamiento solicitado


por El Catoblepas, y su principal propuesta es la diferenciación de cuatro
bloques de asuntos, a través de los cuales cabría canalizar las múltiples
cuestiones que el tema suscita.

I
Cuestiones metodológicas

1. Imposibilidad de tratar directamente el enunciado del tema titular

El tema titular viene expresado en un sintagma en el que aparecen,


vinculados por la copulativa «y», dos términos del lenguaje ordinario, «Filosofía»
y «Locura»; lo que quiere decir que la copulativa «y» no puede interpretarse en
el terreno de la lógica de proposiciones, como si «y» fuese una conjuntiva. Si
mantenemos la copulativa gramatical «y», habrá que interpretar a los términos,
al menos aproximadamente, como ajustándose al formato lógico de las clases
booleanas. De este modo, «y» podrá interpretarse como un producto de las
clases (F, L). Esto supuesto, cabría dar cinco interpretaciones diferentes al
enunciado titular (acompañamos las fórmulas de las paráfrasis que nos parecen
más pertinentes, aunque podría haber otras).

164
(1) F ∩ L = K (para k ≠ )

«Entre Filosofía y Locura existen zonas de intersección cuya investigación


constituirá una tarea abierta.»

(2) F ∩ L = K (para k = )

«Filosofía y Locura son 'categorías' disyuntas: no puede haber nada en


común entre Filosofía ('reino de la Razón') y Locura ('reino de la sinrazón,
de lo irracional'). Las supuestas intersecciones recogidas en (1) habría
que referirlas, a lo sumo, a personas individuales (filósofos locos o
enloquecidos –como el Kant decrépito de 1804, afectado de demencia
senil– o bien a locos filósofos –paranoicos con delirios metafísicos, por
ejemplo–).»

(3) F ∩ L = F, es decir: (F  L)

«La Filosofía es una forma, entre otras, de Locura. Habrá formas de


Locura no filosóficas; pero la Filosofía comienza como un extrañamiento
o asombro ante cualquier realidad existente («¿por qué existe el ser y no
más bien la nada?», de Leibniz o Heidegger) y esto sólo puede derivar de
un desajuste en la inserción madura y equilibrada, que piden tantos
psicólogos, del hombre con su mundo.»

(4) F ∩ L = L, es decir: (L  F)

«La Locura es ella misma una forma, entre otras, de Filosofía. No todas
las formas de la Locura tienen que ver con la Filosofía; pero la Locura es,
por sí misma, una forma de Filosofía.»

(5) (F ∩ L = F) & (F ∩ L = L), es decir: (F = L)

«La Filosofía y la Locura son lo mismo, por ejemplo, dos modos


equivalentes de 'estar en el mundo'; y esta interpretación parecerá
obligada cuando no solamente suponemos (3) sino también (4).»

La exposición de estas cinco alternativas-disyuntivas lógicas tiene por sí


sola efectos críticos indudables ante todos aquellos que se dispongan, sin
mayores averiguaciones, a ocuparse del tema titular tal como aparece
enunciado; pues la simple constatación de estas cinco alternativas, ineludibles
en su conjunto, sugiere la incorrección de una interpretación global de este tema,

165
como si «Filosofía y Locura» expresase directamente una conexión de dos Ideas
capaz de congregar en su entorno cuestiones filosóficas precisas.

Aun cuando la defensa de cualquiera de estas alternativas pudiera ser


ensayada (al menos en el terreno erístico o retórico), sin embargo nos parece
que la copiosa producción dialéctica que podría derivarse, sin duda, de un
planteamiento semejante, nos llevaría (en la defensa de cada posición, con sus
variantes, respecto de todas las restantes) a una tal confusión y prolijidad que
acaso nos inclinase más hacia el lado de la Locura que hacia el lado de la
Filosofía. (Por otra parte a confusiones y prolijidades semejantes nos tienen
acostumbrados tantos cultivadores –profesores, estudiantes, periodistas– de la
llamada «Filosofía del presente»).

Para evitar un planteamiento semejante tendremos que regresar hacia sus


raíces, a saber, hacia el tratamiento de los términos «Filosofía» y «Locura» como
si correspondieran a conceptos o clases unívocas («enterizas»). Habrá que
comenzar negando, al menos en principio, que Filosofía y Locura sean
conceptos positivos, susceptibles de ser tratados directamente. Habrá que
comenzar rompiendo o fracturando la aparente unidad léxica de estos términos,
sustituyéndolos por las partes en las cuales hayan sido divididos
adecuadamente. De este modo, ni siquiera nos veremos obligados a rechazar a
priori la consideración de las alternativas recién enumeradas; puesto que tales
alternativas podrían ser «recuperadas» para la discusión una vez que haya sido
reducida la relación inicial (Filosofía y Locura) a un sistema de relaciones entre
las «partes de fractura» de sus términos.

Obviamente, las «líneas de fractura» de los términos titulares (Filosofía,


Locura) habrán de trazarse de forma tal que las partes en las que resolvamos
cada término puedan «conmensurarse» con las partes del otro término. La
fractura más «económica» será la que se atenga a una división del término
Filosofía en dos géneros y a una división del término Locura en otros dos
géneros, capaces de «confrontarse», de manera pertinente, con los primeros.

2. La fractura del término Filosofía en dos géneros

Ante todo, es imprescindible (si queremos huir de la logomaquia, por erudita


que ésta sea) delimitar la extensión del propio término Filosofía que queremos
dividir. El término es, en su origen, griego (probablemente procede del círculo
platónico –Heráclides Póntico–, aunque se le atribuyó un origen anterior,
pitagórico, con objeto de prestigiarlo); pero se ha extendido de tal modo (es
común, entre los antropólogos, utilizar «filosofía» en sentido lato como rótulo
capaz de cubrir las exposiciones de la cosmología, religión o moral propias de
cada sociedad preestatal) que resulta ser hoy intratable. Esta extensión

166
«antropológica» encierra además una consecuencia muy importante, extraída en
la línea del relativismo cultural, según la cual habría que considerar como simple
efecto del etnocentrismo helénico (o europeo) la asignación de un lugar
privilegiado, incluso por antonomasia, a la filosofía del «área de difusión
helénica». La filosofía de tradición griega (prácticamente: la filosofía de tradición
platónica, académica, incluyendo a Aristóteles) sería sencillamente la filosofía
característica de una determinada sociedad mediterránea, que no es más
filosofía que la filosofía dogon, la filosofía esquimal, la filosofía maya o la filosofía
azteca, y otras filosofías que pretenden ser «liberadas» de Europa por los
autodenominados «filósofos de la liberación», con Enrique Dussel a la cabeza.

Por nuestra parte comenzamos por atenernos a la filosofía en su sentido


estricto tradicional (vinculado al «área de difusión helénica»), sin por ello
despreciar a priori la posibilidad de que otros se atengan a las «filosofías»
o Weltanschauungen de otros círculos culturales. Sólo tratamos, en principio, de
evitar la «locura» de un tratado confusivo de la filosofía dogón, esquimal, azteca,
maya o hindú, en relación con la Locura misma.

Al atenernos a la filosofía de estirpe griega no por ello estimamos que


estamos recayendo en etnocentrismo helénico (o europeo). La razón es que la
tradición de la filosofía griega se diferencia esencialmente de las demás
«tradiciones filosóficas» por una característica objetiva que permite «ponerla a
salvo» del relativismo cultural, a saber: su conexión con las ciencias positivas
(originalmente, con la Geometría). Por supuesto, esto no significa que todos los
contenidos de la filosofía griega puedan ser reducidos a tal característica, pero
sí que habrán de estar afectados por ella (sin que por esto desaparezcan las
analogías de sus componente étnicos con las filosofías propias de otras
culturas).

Y si es posible atribuir tan profundo significado a las ciencias positivas


respecto de la filosofía es porque damos por supuesto (puede verse nuestro
opúsculo ¿Qué es la filosofía?) que la filosofía no es un «saber exento», sino un
saber de segundo grado, que sólo puede actuar en función de otros saberes de
primer grado (como puedan serlo los saberes geométricos, incluidos sus
métodos; y no sólo ellos, sino también los saberes técnicos, políticos, &c.). La
concepción de la filosofía como saber de segundo grado, significa que no cabe
hablar de una filosofía exenta o pura, y que lo que suelen llamarse «estudios de
filosofía pura», no son otra cosa sino estudios de filosofías pretéritas (Platón,
Aristóteles... Suárez, Leibniz) o presentes, cuyo conjunto arroja una cierta
«sustancialidad doxográfica» o filológica. Sin embargo, las filosofías incluidas en
ese cuerpo doxográfico (el de la Historia de la Filosofía, y el de las filosofías
publicadas del presente) sólo alcanzará su sentido filosófico cuando vayan
referidas a los saberes de primer grado sobre los cuales se constituyeron (la
filosofía platónica habrá que referirla a los saberes geométricos de su época; la
167
aristotélica a los correspondientes saberes zoológicos, astronómicos o políticos;
la filosofía de Suárez a los saberes políticos o teológicos de su tiempo; y la
filosofía cartesiana a su Geometría o a su Mecánica). Pero, a su vez, para que
la filosofía filológicamente recibida rebase el terreno de la doxografía, será
imprescindible referirla a su vez, a través de una filosofía de segundo grado
adecuada al presente, a los saberes de primer grado de este mismo presente.
Es imposible entender hoy filosóficamente el hilemorfismo de Aristóteles desde
las puras coordenadas aristotélicas: habrá que referirlo a coordenadas físicas o
biológicas de nuestros días (tampoco podemos entender hoy geométricamente
los elementos de Euclides, como si las geometrías euclidianas o la axiomática
hilbertiana no existieran todavía).

Es imposible, por tanto, estudiar filosofía (o «filosofar») sobre el vacío de


saberes de primer grado. Porque las Ideas, de las que se ocupa la filosofía, no
descienden del cielo ni se segregan del cerebro o del alma, y nada significan al
margen de los conceptos que, a su vez, dependen de las experiencias técnicas,
políticas, históricas, psicológicas... de los hombres. Las ideas más abstractas de
la Ontología («Ser», «Materia», «Cantidad», «Sustancia», «Causa») sólo
alcanzan o recuperan significación filosófica, es decir, una significación no
meramente filológico-etnológica, cuando van referidas a conceptos o
experiencias vivas, y en contacto con las ciencias positivas del presente. Habría
incluso que retirar todo sentido a expresiones hoy todavía muy usadas, tales
como «tener vocación filosófica», «hacer filosofía» o pertenecer a la «comunidad
filosófica», cuando a estas expresiones se les inyecta el sentido de un saber
exento, inmanente, o de primer grado. Sólo puede «hacerse filosofía» a partir de
saberes y experiencias previas (tecnológicas, científicas, políticas, históricas...),
es decir, de saberes de primer grado, a su vez estratificados en diferentes
niveles.

Correspondientemente, sólo será posible «entender» la filosofía ofrecida por


otros, pretéritos o contemporáneos, si disponemos de la posibilidad de acceder
de algún modo, o de reconstruir, los saberes de primer grado que ellos tuvieron
como referencias, según una jerarquización que va desde los saberes o
experiencias comunes (incluyendo a todas aquellas acciones y operaciones
lingüísticas, sociales, &c., a través de las cuales los individuos alcanzan un
mínimum de madurez, en el sentido de la Psicología Evolutiva) hasta los saberes
o experiencias específicas y aún personales, como pudieran serlo la experiencia
de los debates dialécticos entre sofistas que tuvo Platón en Atenas, o la
experiencia de lo que hoy conocemos como «ilusión de Aristóteles» (la
sensación de duplicación de la nariz cuando dejamos resbalar sobre ella dos
dedos cruzados), la «experiencia de eternidad» de Espinosa, la «experiencia del
imperativo categórico» de Kant, o la «experiencia del Gran Mediodía» de
Nietzsche. En cualquier caso, las Ideas de las que se ocupa la filosofía no
«flotan» aisladas, sino que se entretejen en diversos sistemas de Ideas (o
168
«sistemas filosóficos», implícitos o explícitos); lo que abre la posibilidad de una
consideración dual de una filosofía dada, ya sea como el análisis del
entretejimiento de las ideas que forman parte de un sistema, ya sea como el
análisis de una idea que aparece presente en diferentes sistemas filosóficos.

Ahora bien: los saberes de primer grado no son meramente individuales,


sino que están integrados en sistemas de saberes socializados dotados de una
determinada estabilidad histórica; saberes que funcionan como Mapae Mundi de
las sociedades de referencia. Los saberes de primer grado de cada individuo (y
esta afirmación va dirigida contra las pretensiones siempre recurrentes del
subjetivismo filosófico) se conforman como participación de esos sistemas
socializados o concepciones del mundo propias de cada época histórica, que
constituyen el llamado «sentido común» de la sociedad correspondiente.

Mantendremos, a efectos de nuestros propósitos metodológicos, la grosera


distinción (para el análisis de la filosofía de tradición helénica) entre la edad
antigua, la edad media y la edad moderna (con su ampliación a la edad
contemporánea). El «saber de referencia» o saber de sentido común de la época
medieval, por ejemplo, estaría integrado por «evidencias» (o «certezas») –en
realidad, errores– tales como que la Tierra ocupa el centro del Universo, que el
Sol es un foco de fuego, que los Diablos pueden actuar sobre los hombres, por
posesión o por obsesión, que muchas formas de locura tienen que ver con la
posesión o la obsesión diabólica, que Dios gobierna al Mundo rectamente y que
las almas individuales siguen viviendo después de la muerte de los cuerpos.

Concluiremos sugiriendo la conveniencia metodológica de referirnos,


cuando hablemos de filosofía en el contexto del enunciado titular (Filosofía y
Locura) no ya al sentido subjetivo que cada cual pueda dar al término filosofía,
sino a la filosofía positivamente formulada en cuerpos de doctrina tales como los
que se encuentran expresados en las obras o escuelas de Platón, o de
Aristóteles, de Plotino, o de San Agustín, de Santo Tomás, o de Suárez, o de
Báñez, o de Descartes, o de Leibniz, de Kant, o de Hegel, de Marx, o de
Nietzsche, &c.

No es que no sea posible un debate sobre las relaciones entre Filosofía y


Locura en el que el término «Filosofía» sea interpretado por quienes debaten a
su modo, al margen de las referencias positivas de las escuelas históricamente
dadas; es que este debate sólo podría alcanzar interés en el ámbito de la
subjetividad de los interlocutores. Fuera de este círculo «privado», el debate
sería prácticamente imposible. Si sugerimos la conveniencia de sobreentender
la «Filosofía», en el contexto de un Congreso de filósofos jóvenes, en el sentido
positivo del que hemos hablado, es precisamente para alcanzar la posibilidad de
un debate multilateral con referencias comunes, capaz de sustituir a la

169
confluencia de monólogos yuxtapuestos, con enfrentamientos o convergencias
puramente externas, por una más profunda confluencia o divergencia interna de
Ideas que sean capaces, en su caso, de asimilaciones, transformaciones o,
eventualmente, de destrucciones mutuas.

Desde esta perspectiva positiva se nos impone de inmediato la distinción


entre los dos planos desde los cuales puede accederse a una filosofía: el plano
en el que un sistema actúa desde sus propias coordenadas (lo que se
corresponde con una perspectiva emic) y el plano en el que ese sistema sea
considerado, interpretado o traducido, desde otro sistema de referencia (lo que
se corresponde con una perspectiva etic). Por nuestra parte, y para poner las
cartas boca arriba, adoptaremos como perspectiva etic las coordenadas del
materialismo filosófico. Pero damos por supuesto que todo aquel que entre en el
debate ha de estar dispuesto a «desnudar» también sus propias coordenadas.
Damos por supuesto que si no las tuviere, debería abstenerse de todo debate, o
circunscribirlo a un terreno puramente doxográfico o, simplemente, escolar. Sólo
existe un modo de confrontar dos sistemas de Ideas: referirlas a los saberes
comunes de primer grado que les correspondan y que sean pertinentes. Por
ejemplo, sólo podemos confrontar las concepciones gnoseológicas de la ciencia
propias del falsacionismocon las posiciones del descripcionismo a través del
análisis de determinados teoremas concretos de la Física, de la Geometría, o de
la Biología, pongamos por caso.

En resolución: aún circunscribiendo la extensión del término Filosofía del


enunciado titular al terreno, en todo caso inabarcable prácticamente, de la
filosofía de tradición helénica positivamente expresada, será preciso sin
embargo, dada su variedad, dividirla o «fracturarla» a fin de hacer tratable la
cuestión de sus relaciones con la Locura.

Caben muchos criterios para llevar a cabo esta división. El criterio que
estimamos más pertinente para nuestros propósitos, después de desechados
otros, es el que se atiene, no ya tanto a caracteres absolutos (doctrinales) –por
ejemplo, a la característica de ser materialista, o a la de ser espiritualista, o
idealista– sino a características relativas o funcionales que puedan considerarse
propias de las filosofías de referencia. Concretamente, a la relación que una
filosofía dada, en cuanto saber de segundo grado, mantiene respecto de los
saberes de referencia (de primer grado) constitutivos del sentido común de la
sociedad o época histórica en la que una filosofía se desenvuelve
necesariamente (rechazamos enteramente la posibilidad de una filosofía
«gnósticamente implantada»).

Según este criterio, clasificamos a las filosofías, en la medida en que ello


sea posible, en dos grupos: el de las filosofías concordantes (o consonantes,

170
ortodoxas, convergentes o conciliadoras) y el de las filosofías discordantes (o
disonantes, heterodoxas, divergentes o disidentes) respecto del sistema de
sentido común de referencia.

Concordancias o discordancias que, en todo caso, no podrá ahorrar a cada


filosofía (en lo que tiene de mapamundi universal) la explicación de las relaciones
entre saberes de segundo grado y el saber de referencia de primer grado que
suponemos les corresponde necesariamente.

En general, las filosofías de signo materialista manifestarán vigorosas


tendencias discordantes respecto de los saberes tradicionales que contengan
elementos espiritualistas muy arraigados (tales como «Dios», «Ángeles»,
«Almas», «Milagros»...). Pero también las filosofías idealistas pueden ser
discordantes con los componentes materialistas que el saber primero de
referencia suele contener; y ello aún cuando una filosofía idealista pretenda
presentarse a sí misma como un mero «sombreado» del sentido común. Decía
Berkeley, en el prefacio a sus Dialogos entre Hilas y Philonús: «Si los principios
que aquí intento propagar se admiten como verdaderos... los hombres se
apartarán de las paradojas a favor del sentido común.»

Se dirá que las filosofías concordantes buscan la «reconciliación con la


realidad» tal como ella se manifiesta en el sentido común (cuando se supone
que éste expresara la verdad y no la apariencia engañosa). Para las filosofías
discordantes, al menos las más radicales, el mundo del sentido común habrá de
ser «vuelto del revés»: tal fue el caso de la filosofía platónica, que late en el mito
de la caverna.

Conviene advertir en todo caso que la distinción entre filosofías


concordantes y filosofías discordantes no es coordinable con la distinción, más
general (puesto que se extiende, no sólo a la filosofía, sino al arte, a la literatura,
a la música, al teatro, &c.), que Umberto Eco propuso entre «integrados» y
«apocalípticos». Las filosofías concordantes, sin duda, podrían «integrarse» en
el sistema vigente con más facilidad que las discordantes; pero en ningún caso
una filosofía discordante tiene que presentarse (como algunos suelen creer)
como «apocalíptica». En efecto, una filosofía discordante podría a la vez esperar
la posibilidad de alcanzar gradualmente, o en un momento dado resoluciones
más o menos próximas a las discordias. Puede ocurrir que no confíe en poder
alcanzar tales resoluciones, pero sin que por ello entre en una «crisis
escatológica» acaso porque tampoco las buscaba en el terreno real, al
mantenerse en el terreno de una conciencia especulativa que deja que el mundo
discurra por sí mismo, más allá de nuestra recusación o de nuestra aprobación.

171
3. La fractura del término Locura en dos géneros

Las razones que hemos aducido para circunscribir denotativamente el


término Filosofía a un corpus positivizado (evitando una definición abstracta, sin
parámetros), son aplicables también en el momento de delimitar el término
Locura. Nos parece necesario evitar definiciones absolutas, por ejemplo, las
definiciones etiológicas de carácter metafísico (del estilo: «La locura es la
expresión de la libertad infinita de los impulsos deseantes que el Poder mantiene
agarrotados»), para atenernos a definiciones relativas y funcionales, aunque, en
nuestro caso, sean más bien negativas: «Locura es una situación de
desequilibrio inasimilable que una parte del sistema social o cultural mantiene,
en la medida en que está afectado por la locura, respecto del sistema total, y
que, en el caso de su desarrollo progresivo, llevará a la destrucción o desarreglo
de la parte no asimilada.»

En función de esta definición puramente funcional de locura, la división


esencial del concepto que podríamos proponer es la que separa, de algún modo,
la locura objetiva (como el conjunto de las locuras objetuales) de la locura
subjetiva (subjetual, en tanto afecta al sujeto corpóreo, individualmente o en
grupo, como sujeto de conducta perceptual o motora).

La locura objetiva (podría llamarse también locura cultural, en sentido


objetivo) tiene lugar por relación al sistema etic que se tome como referencia y
aparece como característica propia de un curso de construcciones o proyectos
inasimilables por ese sistema. La locura objetiva puede no implicar la locura
subjetual correspondiente. Cuando Rodrigo el Alemán, cubierto de plumas de
ave, se arroja de la torre de Plasencia, en pleno siglo XV, con la pretensión de
volar, comete una locura objetiva (respecto de nuestro sistema de referencias),
pero él no estaba loco en el sentido de la locura subjetual; simplemente estaba
equivocado en sus cálculos. El género «locura objetual» podría especificarse
según los ejes del espacio antropológico, distinguiendo una locura circular de
una locura radial y de una locura angular.

La locura objetiva sólo alcanzará un significado etic, como hemos dicho,


cuando se tome como sistema de referencia, no un sistema de coordenadas
relativo a una sociedad histórica dada, sino el sistema de coordenadas que
consideramos válido en términos absolutos en el presente (por ejemplo, el
sistema heliocéntrico en Astronomía, frente al sistema geocéntrico medieval). En
general, por nuestra parte, tomaremos como sistema de referencia etic al
materialismo filosófico, en tanto él incluye, a su vez, referencia al estado de las
ciencias positivas del presente. Sólo de este modo podremos poner el concepto
de locura objetiva a salvo del relativismo cultural. Y esto no significa que lo que
constituye una locura objetiva, y no propiamente subjetiva, en relación a una

172
sociedad determinada, no pueda serlo también por relación al sistema de
referencia etic (el materialismo filosófico, en nuestro caso). Así, cuando San
Pablo (I Corintios, 23) reconoce que su predicación de Cristo es «escándalo para
los judíos y locura (stultitia) para los gentiles», utiliza «locura» en un sentido
relativista (para los gentiles), sin que ello excluya que lo sea también para un
sistema materialista que no reconoce la posibilidad de la salvación de la
humanidad derivada de la vida de Jesús crucificado, muerto y sepultado
milagrosamente. En cambio, la locura subjetual ofrecería criterios etic más
directos, precisamente por afectar al sujeto corpóreo. La locura del licenciado
Vidriera no es descrita etic por Cervantes, puesto que él nos habla de
comportamientos subjetuales (tales como envolverse con vendas para evitar
quebrarse).

El concepto de locura objetiva es el concepto que actúa en expresiones o


situaciones tales como las siguientes: «Es una locura [que sería radial y circular
a la vez] arriesgarse a edificar un rascacielos de 1.500 metros de altura»; o bien:
«Es una locura [que interpretaríamos como circular] desencadenar una guerra
bacteriológica sin haber previsto con todo detalle las consecuencias que las
armas biológicas pueden tener sobre la potencia agresora.» Una disidencia
política, en determinadas circunstancias, puede ser considerada como una
locura objetual dada en el eje circular (aún cuando en ciertas condiciones
pudiese haber sido transformada en locura subjetual, como ocurrió en la Europa
del siglo XV o XVI con algunos herejes o disidentes políticos –¿Doña Juana la
Loca?–, o en la Unión Soviética, después del XX Congreso, con tantos disidentes
políticos que fueron ingresados en hospitales psiquiátricos). También diremos
que es una locura objetiva [radial, en este caso] preparar una concentración
humana de 700 millones de personas alineadas, a fin de hacerlas desfilar
rítmicamente: la órbita terrestre podría quedar desviada por sus pasos. Por
último, será una locura [angular] el desafío de cualquier grupo de hombres a los
númenes angélicos, preparando en secreto una guerra a muerte contra ellos.
También la licantropía, como institución, podría considerarse (cuando no sea
mera impostura) como una locura angular.

En general, hablamos de locuras subjetuales para evitar las connotaciones


mentalistas que arrastra la expresión «locura subjetiva». La locura subjetual
(subjetiva) tiene lugar en la relación del sujeto corpóreo (animal, sobre todo
humano) con su entorno, dado dentro del sistema. La locura subjetual afecta al
individuo o al grupo de individuos, altera sus funciones cognitivas o
conductuales, según una gama muy amplia y heterogénea que va desde la
simple distracción o «enajenación transitoria» (la que padeció Ampère cuando,
al salir de su gabinete, colgó un letrero en la puerta advirtiendo: «No llame, he
salido», y al volver, después de leer el letrero que él mismo había puesto, se
alejó de su gabinete ante el anuncio que lo declaraba vacío), hasta las anomalías

173
más graves, como puedan serlo los éxtasis farmacológicos o un «síndrome de
La Tourette». También puede llegar a la destrucción total de la personalidad
(psicosis esquizofrénicas, locura senil, &c.). Es evidente que las locuras objetivas
pueden haber sido promovidas por sujetos normales (no afectados por locuras
subjetuales); recíprocamente (a pesar de que es frecuente dar por supuesto que
sólo en un estado de desequilibrio es posible «crear» obras originales:
Baudelaire renunciaba a las terapias ordinarias para no caer en la vulgaridad)
sujetos desequilibrados pueden crear obras vulgares y perfectamente
equilibradas: como dijo Kretschmer, «la psicopatía no es un billete para el
Parnaso». La mayor parte de los versos o dibujos de los enfermos sometidos a
terapias de conducta en casas de salud son vulgaridades propias de individuos
conrrientes e indoctos.

4. Genio y Locura

Concluimos estas consideraciones metodológicas separando la cuestión


titular –Filosofía y Locura– de otras cuestiones colindantes muy tratadas en la
literatura psiquiátrica o psicológica, principalmente la cuestión sobre el Genio y
la Locura, (Cesare Lombroso, Genio y Locura, 1864: «El genio es una de las
formas de locura»; Ernest Kretschmer, Hombres geniales, 1954, y otros tantos).
En efecto, aunque Aristóteles, al plantear la pregunta por la causa de que
«quienes han sido eminentes en filosofía, política, poesía o arte han sido también
temperamentos melancólicos (atrabiliarios)», citando como ejemplos
precisamente a Sócrates y a Platón, sin embargo no es frecuente que los
psiquiatras consideren hoy a los grandes filósofos en la categoría de los genios,
reservada más bien para científicos o para artistas. En todo caso, de hecho, es
muy escaso el número de grandes filósofos que a la vez hayan padecido locura
subjetiva, en comparación con el gran número de artistas (músicos y pintores
principalmente) y aún de científicos (matemáticos o físicos, sobre todo) que sí la
han padecido.

Con esto no quiere decirse que la oposición Genio/Locura no tenga


implicaciones importantes para la conexión Filosofía/Locura que nos ocupa, y
que habrá que investigar.

II
Cuestiones sobre taxonomía de las relaciones emic que una Filosofía (ya sea
concordante, ya sea discordante) podría mantener respecto de la Locura

Las cuestiones agrupadas en este segundo bloque se sitúan en la


perspectiva emic (en este caso, doctrinal, doxográfica) de las filosofías
consideradas, en la medida en que en estas filosofías sea posible identificar
algún tipo de relación sistemática con alguna forma de locura y con su temática.

174
Hemos creído poder distinguir cinco especies, en principio bien delimitadas,
de relaciones; de las cuales la primera se caracterizaría por su actitud
eminentemente teórica o especulativa, mientras que las cuatro siguientes se
caracterizan por su orientación práctica.

(1) Filosofías (de la Locura) de primera especie: filosofías neutrales


respecto de la Locura

En esta especie incluiríamos a todas aquellas filosofías que, ante la Locura,


sólo pretenden, en principio, interpretarla y explicarla a la luz de determinados
sistemas de Ideas, pero sin buscar directamente alguna finalidad práctica
vinculada con el asunto. Tal sería el caso de los estudios sobre la Locura que
Michel Foucault inauguró en 1961 en su Folie et déraison: Histoire de la Folie à
l'âge classique, a partir de la idea del «Poder».

Sin embargo, habría que discutir si esta especie de filosofía de la locura es


puramente especulativa y no más bien contiene una praxis libertaria orientada
hacia la formación de una base ideológica «para la disidencia en todo el mundo»
(para utilizar la fórmula de David Cooper), o bien, en el caso de que fuese
especulativa, si no es antes Sociología (política, eclesiástica, &c.) o Historia, que
filosofía.

(2) Filosofías (de la Locura) de segunda especie

Incluimos aquí a las filosofías, ya sean concordantes ya sean discordantes,


orientadas a la eliminación de la locura subjetual, en la medida en que estas
locuras sean consideradas como enfermedades, anomalías, alienaciones, &c.,
susceptibles de ser tratadas mediante la filosofía.

Como prototipo de esta especie de filosofía de la locura habría que poner


acaso al epicureísmo, interpretado como filosofía de orientación ética, que se
definió a sí mismo como «medicina del alma» (therapeia tes psyches). En esta
misma línea cabría interpretar al psicoanálisis. (Puede verse nuestro
artículo «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto
antropológico de 'heterías soteriológicas'», El Basilisco, nº 13, 1982, págs. 12-
39.). Y, para citar ejemplos más recientes: las «logoterapias» de Victor Frankl,
Von Weisäcker o Ludwig Biswanger –que utilizaban las ideas filosóficas de
Edmund Husserl o de Martin Heidegger como instrumentos terapéuticos– o las
discutidas propuestas en nuestros días de Lou Marinoff, Más Platón y menos
Prozac. Incluiremos también aquí a todas aquellas utilizaciones de alguna
«filosofía positiva» a efectos de conceptuación metodológica psiquiátrica, o de
análisis teórico o tratamiento práctico de diversas formas clínicas de locura

175
(puede verse el reciente libro de Juan Valdes-Stauber, Antropología y
epistemología psiquiátricas, Oviedo 2002).

(3) Filosofías (de la Locura) de tercera especie

Nos referimos a aquéllas posiciones filosóficas orientadas a estimular un


cierto desarrollo de alguna discordancia subjetiva (algunas veces denominada
locura), como procedimiento de conformación de una personalidad «más libre y
creadora», «menos reprimida».

Si Epicuro podía ser propuesto como prototipo de las filosofías de la locura


de segunda especie, Diógenes el Cínico y, en general, el cinismo, podría tomarse
como prototipo de esta tercera especie de filosofía de la locura, llevada a cabo
desde la perspectiva de una filosofía que suele ser ella misma discordante, a
veces de un modo radical.

Una filosofía de la disidencia más moderada que la que atribuimos al cinismo


radical estaría representada en el Elogio a la locura que Erasmo escribió en 1508
(«Yo soy, como podéis ver, aquella dispensadora de bienes llamada por los
latinos stultitia y por los griegos moria.»). Erasmo distinguió sin embargo
(capítulo 38) dos clases de locura: la locura furiosa (que se manifiesta en el
orden de la guerra, en el incesto, el parricidio o el sacrilegio) y la locura
divertida (que él hace consistir en un «cierto extravío de la razón que a un mismo
tiempo libra al alma de angustiosos cuidados y la sumerge en un mar de
delicias»). Añade: «Tal extravío es el que, como un gran favor de los dioses,
pedía Cicerón en sus Cartas a Ático, a fin de perder la conciencia de sus muchas
adversidades.» Y pone como ejemplo a aquel ciudadano de Argos que había
estado loco hasta el punto de pasar todo el santo día en el teatro completamente
solo, riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía ver representar comedias
admirables aunque en el escenario no había nada, lo cual no era obstáculo para
que practicase bien todos los deberes de la vida. Habiéndolo curado su familia a
fuerza de cuidados y medicamentos, y ya recobrado el juicio y completamente
sano, se lamentó con sus amigos en estos términos: «¡Vive Polux, amigos, que
me habéis matado! No, no me habéis curado quitándome esa dicha, haciendo
desaparecer a viva fuerza el extravío más dulce de mi espíritu.»

El caso del ciudadano de Argos nos recuerda a Don Quijote, que «entregó
su alma a Dios» («quiero decir, que se murió», aclara Cervantes) tan pronto
como los bachilleres, curas y barberos lograron curarle de su ingeniosa locura
(se ha sostenido que el adjetivo ingenioso, que acompaña al «hidalgo»
cervantino, tiene que ver con una cierta destemplanza que Covarrubias y otros
atribuyen al «ingenio», y que ronda con la locura). Lo cierto es que la
«justificación» de la locura del ciudadano de Argos que Erasmo propone está

176
muy próxima a las «justificaciones» ordinarias de las drogas euforizantes,
psicodélicas o excitantes de la creatividad que sacan también a los hombres de
la vulgaridad de su vida cotidiana, y les llevan a las proximidades de la
locura: Philosophia Perennis de Aldous Huxley, Psilocybin Project de Timothy
Leary, Corriente Alterna de Octavio Paz, &c.

(4) Filosofías (de la Locura) de cuarta especie

Incluimos aquí a todas aquellas doctrinas que, de un modo u otro, se


orientan hacia la defensa de una locura objetiva, de una «vuelta del revés» al
mundo de las apariencias en el cual los hombres estuvieran aprisionados, como
en una caverna. Sin duda es Platón el fundador de esta especie de filosofía de
la locura, expuesta, no sólo en el libro VI de la República, sino también en
el Ion (poseído por una locura divina, que inspira el arte a su naturaleza vulgar)
y el Fedro (en donde se habla de la locura poética, de la locura profética, de la
locura ritual y de la locura erótica).

En realidad las que en otro tiempo se llamaron «filosofías de la liberación»


(de índole libertaria, surrealistas, &c.) que buscaban volver al mundo del revés,
al menos en el terreno de la representación, podrían clasificarse junto con las
filosofías de la locura de cuarta especie.

(5) Filosofías (de la Locura) de quinta especie

Se incluirían aquí a todas aquellas filosofías orientadas hacia la eliminación


de cualquier tipo de locura objetiva. Se trata de las filosofías de la reconciliación
con la realidad, en la medida en que ésta se supone sometida a sus propias
leyes, a su destino. Las Éticas de Aristóteles podrían ponerse en esta dirección;
pero, sobre todo, el estoicismo medio (el de Panecio y Posidonio) y el estoicismo
romano (Séneca, Marco Aurelio, Epicteto), que tan presente está en Espinosa.
Es la filosofía que se condensa en la sentencia: Fata volentem ducunt, nolentem
trahunt (Séneca, Epístolas morales, XVIII, 4: los hados conducen al que quiere
y arrastran al que no quiere). Es la filosofía de la libertad «como conciencia de la
necesidad», que muy difícilmente puede reconocer la posibilidad de justificar
cualquier tipo de locura objetiva (salvo que esta locura objetiva se explique ella
misma como un efecto del orden necesario de la naturaleza: «Las ideas
inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que
las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas» dice Espinosa en su Ética II,
36).

177
III
Cuestiones sobre la taxonomía de las relaciones etic entre la Filosofía y la
Locura

La taxonomía que aquí esbozamos resulta de la obligada combinatoria


cruzada entre las distinciones que hemos establecido en el término Filosofía
(filosofías concordantes y discordantes) y en el término Locura (locura objetual y
subjetual).

(1) Filosofía concordante y Locura subjetual

Esta primera especie acoge a todas aquellas filosofías que de algún modo
tienden a poner en conexión la orientación concordante de una filosofía con la
locura subjetual de sus defensores, incluso en el caso en que estos sean sus
«creadores». Como ejemplos muy conocidos de una situación semejante cabría
poner a los últimos días de Emmanuel Kant (el Kant demente senil, al que se
refiere la obra de Tomás de Quincey, y su adaptación española de Alfonso
Sastre) y a las «crisis de locura» de Augusto Comte.

Es evidente que el interés de esta especie de relaciones requiere que el


estado de enajenación de los filósofos afectados, incluso de los concordantes (y
suponiendo que ese estado no es efecto del sistema) no los haya separado
enteramente de su filosofía. El interés reside en la constatación de la eventual
descomposición de las Ideas del sistema en un estado demencial (caso de los
últimos escritos de Kant), puesto que ello nos dará ocasión para penetrar en
muchos mecanismos del propio sistema filosófico en la fase de su
«degeneración», en la medida en que esta fase tenga que ver con el momento
de su construcción o con el de su estructura. La demencia senil de Kant no es
equiparable, en todo caso, a la demencia senil de un ciudadano vulgar; la
amencia del sabio no tiene por qué ser idéntica a la amencia del ignorante, como
tampoco el ateísmo de un musulmán se identifica con el ateísmo de un católico.

(2) Filosofía discordante y Locura subjetual

Una segunda especie de relación acoge a las situaciones en las cuales


quepa hablar de una filosofía discordante que de algún modo tenga algo que ver
con la locura subjetual del filósofo. Citaremos en primer lugar el caso de
Demócrito (si interpretamos su atomismo como una «vuelta del revés» del
mundo de las apariencias, del mundo fenoménico –en el que no se perciben
átomos (que son invisibles)– y como locura su decisión de cegarse «para poder
dedicarse íntegramente a la meditación»). La consideración de la locura de
Demócrito no es una ocurrencia nuestra, sino que está autorizada por una larga
tradición:

178
«9. Ser reputado un ignorante por sabio, o un sabio por loco, no es cosa
que no haya sucedido en algunos pueblos. Y en orden a esto, es gracioso
el suceso de los Abderitas con su compatriota Demócrito. Este Filósofo,
después de una larga meditación sobre las vanidades, y ridiculeces de los
hombres, dio en el extremo de reírse siempre que cualquiera suceso le
traía este asunto a la memoria. Viendo esto los Abderitas, que antes le
tenían por sapientísimo, no dudaban en que se había vuelto loco. Y a
Hipócrates, que florecía en aquel tiempo, escribieron, pidiéndole
encarecidamente que fuese a curarle. Sospechó el buen viejo lo que era;
que la enfermedad no estaba en Demócrito, sino en el pueblo, el cual a
fuer de muy necio, juzgaba en el Filósofo locura, lo que era una excelente
sabiduría. Así le escribe a su amigo Dionisio, dándole noticia de este
llamamiento de los Abderitas y relación que le habían hecho de la locura
de Demócrito: Ego vero neque morbum ipsum esse puto, sed immodicam
doctrinam, quae revera non est immodica, sed ab idiotis putatur. Y
escribiendo a Filopemenes, dice: Cum non insaniam, sed quandam
excellentem mentis sanitatem vir ille declaret. Fue, en fin, Hipócrates a ver
a Demócrito, y en una larga conferencia, que tuvo con él, halló el
fundamento de su risa en una moralidad discreta, y sólida, de que quedó
convencido, y admirado. Da puntual noticia Hipócrates de esta
conferencia en carta escrita a Damageto, donde se leen estos elogios de
Demócrito. Entre otras cosas le dice: Mi conjetura, Damageto, salió cierta.
No está loco Demócrito; antes es el hombre más sabio que he visto. A mí
con su conversación me hizo más sabio, y por mí a todos los demás
hombres: Hoc erat illud, Damagete, quod conjectabamus. Non insanit
Democritus, sed super omnia sapit, & nos sapientiores effecit, & per nos
omnes homines.» Benito Jerónimo Feijoo, «Voz del Pueblo», Teatro
crítico universal, tomo primero (1726), discurso primero, §. III.

Citaremos también a Rousseau (si su filosofía, políticamente disidente con


el Antiguo Régimen, tuvo algún efecto en su delirio persecutorio, emparentado,
según algunos psiquiatras, con una desconfianza de tipo paranoide). Citaremos
por último a Nietzsche (cuya locura subjetual acaso se debió más a su sífilis que
a la «transmutación de todos los valores» que propugnaba su filosofía). Es
interesante recordar, en unos días en que «ser especialista en Nietzsche»
significa para muchos profesores estar en la vanguardia de la sabiduría, cómo
hace cien años se discutía ya sobre Nietzsche, en la época de Lombroso o de
Moreau. Por ejemplo, en un artículo de Emilio Bobadilla (Fray Candil) –Alma
española, 26 de diciembre de 1903– leemos párrafos como los siguientes: «La
teoría ética de Nietzsche la ha refutado vigorosamente Nordau en
su Degeneración. Tal vez lo más hermoso de Nietzsche sea su libro sobre El
origen de la tragedia. Lo demás es muy sugestivo, pero a la vez caótico, sueños
de un gran poeta enfermo, incoherencias de un cerebro que se sumerge en la
sombra. Aquí, en Valencia, con este sol, me sería imposible soportar una página

179
de Nietzsche; en cambio, en París, en días grises, le leo con deleite. Es un
filósofo de invierno [todavía faltaban 30 años para al advenimiento de los nazis],
para leído en momentos de mal humor, de misantropía, bajo un cielo brumoso.
Aunque predica la fuerza y combate la piedad, no puede menos de inspirar una
gran tristeza. ¡Pobre! En sus últimos días exclamaba: ¡Mutter ich bin
dumm! (¡madre, estoy idiota!).»

(3) Filosofía concordante y Locura objetiva

La tercera especie recoge las situaciones en las cuales una filosofía, sin
perjuicio de su orientación concordante (y de su concordancia efectiva con la
realidad ambiente, considerada como intrínsecamente racional, como es el caso
de las «concordancias acomodaticias» de Santo Tomás o de Hegel), sin
embargo ha de relacionarse con una locura objetiva (medida, como hemos dicho,
desde nuestras propias coordenadas), como pudiera serlo, si nos referimos a
Santo Tomás, su defensa de la transustanciación eucarística, que no por la
profunda explicación teológica que de ella ofrece, podrá dejar de ser
considerada, para utilizar otra vez la frase de San Pablo, «locura para los
griegos», y por tanto, también para nosotros.

La naturaleza concordista de una filosofía no la aleja, por tanto, de la locura


objetiva.

(4) Filosofía discordante y Locura objetiva

En la cuarta y última especie incluimos todas las situaciones en las cuales


pueda advertirse la relación entre una filosofía discordante y una locura objetiva.
Y si esta relación se reconoce tendremos que concluir que, si bien el carácter
conciliador (o armonista) de una filosofía no la preserva de alguna locura
objetiva, tampoco queda preservada de ella la condición discordante de la
filosofía de referencia. Sugerimos a Descartes como un ejemplo eminente de
esta cuarta especie de relación entre Filosofía y Locura. El Descartes que
pretendió revolucionar (volver del revés) a la filosofía tradicional, pero que al
mismo tiempo desencadenó (aunque no la inventase) una forma de locura
objetiva llamada a extenderse como una mancha de aceite en todo el mundo
científico de la Edad Moderna: la locura objetiva representada por la doctrina del
automatismo de las bestias, locura no muy distinta a la que Cervantes atribuyó
al Licenciado Vidriera.

180
IV
Cuestiones relacionadas con el análisis de las relaciones (de semejanza o de
contraste) entre ideas filosóficas («filosofemas») e ideas constitutivas de
estados de locura («deliremas»)

1. En este cuarto bloque de cuestiones incluimos los casos (en número


indefinido) en los cuales puedan ser puestos en relación (de semejanza o de
contraste) no ya los sistemas filosóficos en general, sino
ciertas Ideas (vinculadas a determinados conceptos o experiencias)
constitutivas o relevantes en ellas, y ciertos deliremas (vinculados a experiencias
también características, descritas en la literatura psiquiátrica).

Tanto si las relaciones son de semejanza, como si son de contraste, el


alcance crítico de los análisis considerados en este cuarto bloque es evidente: si
constatamos que una celebrada Idea filosófica está asociada a una experiencia
que aparece también en un síndrome de locura subjetual, podremos concluir que
la Idea en cuestión no es un producto de la originalidad del filósofo creador del
sistema, o una consecuencia del mismo, puesto que las experiencias
correspondientes no derivan de su filosofía. Podremos con ello confirmar la
dependencia de esas Ideas respecto de otras experiencias o saberes de primer
grado, y ello incluso cuando constatemos la distancia diametral entre la
experiencia que está a la base de una Idea filosófica y la experiencia encontrada
en una patología subjetual. (Si la filosofía se mantiene libre de locura objetiva,
ello se deberá no ya a su potencia filosófica propia, sino a que los saberes o
experiencias de primer grado que están a su base son normales y no
patológicos.)

Recíprocamente, este análisis nos obligará a veces a buscar cómo, detrás


de una Idea, se ejerce la acción de alguna experiencia anormal que es la que
hace inteligible tal Idea.

2. Sea nuestro primer ejemplo la metafísica eleática. ¿Cómo es posible


entender una concepción que afirma la «unidad compacta» de todos los
fenómenos –cuya diversidad ha de declararse aparente– y la conformación
esférica de la realidad total? Esta metafísica podría ser interpretada, desde
luego, como un resultado de la razón dialéctica (remitimos a nuestra La
metafísica presocrática); pero la cuestión es esta: ¿Cómo semejante resultado
pudo ser propuesto por Parménides como una evidencia, si no estuviera
actuando en él algún mecanismo psicológico o psiquiátrico vinculado con los
éxtasis de reabsorción en esferas envolventes propias de algunas prácticas
místicas, ayudadas acaso por ciertas drogas?

181
3. El demonio de Sócrates ha sido puesto en conexión, por Dodds, con
ciertas tradiciones chamánicas. Pero no sería necesario recurrir a semejanzas
etnológicas; sería suficiente alegar semejanzas psiquiátricas, y concretamente
el llamado «síndrome de la heautoscopia delirante» (o visión, por el sujeto, del
doble o sosias de sí mismo) en cuanto contradistinta del llamado «síndrome de
Capgras» (el sujeto ve el doble de otra persona conocida: una enferma se
negaba a tener relaciones sexuales con su marido porque «nunca está claro si
es él mismo o su hermano gemelo»).

4. La experiencia cartesiana del cogito contrasta sin duda con las


experiencias dadas en los síndromes de sosias. Sin embargo, y precisamente
por ello, podría atribuirse esa evidencia cartesiana no ya tanto a la supuesta
arquitectura lógica o racional de su sistema, sino a una experiencia enteramente
vulgar (dicho de otro modo: de poco serviría el cogito cartesiano como primer
principio de la filosofía a un sujeto afectado del delirio heautoscópico, que sabe
con evidencia –que lo ha visto de repente, como si fuera «una luz en mi cabeza»–
que su yo existe también fuera de él, que le sigue a todas partes; el sujeto
afectado de este delirio tendría que decir: «Yo pienso y el otro yo que me
acompaña piensa también, luego los dos existimos», una especie
de cogitogeminado).

Con todo ese «espíritu» que Descartes supone actuando a través de su


glándula pineal (suposición, por cierto, que deja en ridículo al llamado
«racionalismo cartesiano»), ¿no tiene mucho que ver con un delirio de
heautoscopia «racionalizada»? Sobre todo cuando ponemos en relación ese
espíritu separado con la necesaria vivencia del cuerpo propio, como algo extraño
al ego, vivencia característica del llamado delirio nihilista o «síndrome de
Cotard», en el que el enfermo tiene la impresión de no tener vísceras. ¿Habría
que atribuir a Descartes algo así como un síndrome de Cotard? Y habría que
concatenar esta evidencias cartesianas con la visión que Descartes nos
comunica de los otros hombres que pasan por la calle, incluso algunos conocidos
suyos, como si fuesen autómatas, puesto que esta visión nos recuerda a los
enfermos afectos al «síndrome de la prosopagnosia». Sería conveniente
recordar, a esta luz, el famoso sueño que Descartes tuvo en Suavia, el 10 de
noviembre de 1619, que Adrien Baillet nos relató, y que Freud psicoanalizó a
instancias de Máximo Leroy (véase su conocido libro, Descartes, el filósofo
enmascarado). Este análisis de la filosofía cartesiana, desde la perspectiva de la
locura, nos confirmaría que la consideración de Descartes como «padre de la
filosofía moderna» (tan revolucionaria que, al parecer, apenas pudo haber tenido
ocasión de ser recibida adecuadamente en la atrasada España de la leyenda
negra) deja mucho que desear, y que es preciso no confundir al Descartes
matemático con el Descartes metido a filósofo.

182
5. La idea del Gran Mediodía de Nietzsche (vinculada a su doctrina del
eterno retorno) no es independiente de ciertos modos de experimentar el tiempo
propios de enfermos afectados de éxtasis psicopatológicos (esquizofrénicos,
epilépticos: véase Juan José López Ibor, Lecciones de Psicología
médica, Diana, Madrid 1957). La idea de la duree reelle de Bergson recuerda el
«síndrome de la presentificación» descrito por Pierre Janet (Les obsessions et la
psychasthénie, Alcan, París 1903), o captación unitaria de conglomerados de
estados psíquicos y percepciones fenoménicas.

6. El nihilismo metafísico de Cioran (expresado en fórmulas sin sentido,


propias de un «poeta adolescente», fórmulas tales como: «El Ser Supremo no
tiene el recurso de darse la muerte, por lo que es digno de piedad») deriva acaso
de un prolongado estado de depresión propio de esos neuróticos que han sido
llamados «pirómanos literarios del suicidio». Como dice François Crouzet: «Los
pirómanos no se sienten obligados a arrojarse en el fuego alumbrado por ellos.
El pirómano quema, pero no se quema a sí mismo.» (ver Francisco Alonso-
Fernández, El talento creador, Temas de Hoy, Madrid 1996; y, por supuesto: Karl
Jaspers, Psicopatología general, 1913.)

183
«En nombre de la Ética»
Gustavo Bueno

Muchos de los problemas políticos, económicos y sociales de nuestro presente suelen recibir,
por parte de personas interesadas, un diagnóstico ético.
Se intenta demostrar que este diagnóstico no es siempre inocente

§1

El asesinato de la teoría por un hecho

En una declaración solemne difundida por todos los medios de


comunicación el día 15 de junio de 2003, el dirigente del Partido Socialista
Obrero Español señor Jesús Caldera, intima a todas las fuerzas sociales, y
particularmente al Partido Popular, a que, «en nombre de la Ética», exijan a los
dos diputados socialistas de la Comunidad Autónoma de Madrid, señor Eduardo
Tamayo y señora María Teresa Sáez, como desertores (otras veces, aunque de
modo inadecuado, «tránsfugas») en el momento de la elección de presidente de
la Asamblea de Madrid, la devolución de sus actas de diputados. En aquel
momento tal devolución hubiera permitido la sustitución automática de los
diputados que actuaron por su cuenta, al margen de la disciplina de su partido,
por otros dos nombres tomados de la «lista cerrada y bloqueada», lo que hubiera
hecho posible, en una nueva votación, que fueran elegidos los señores Francisco
Cabaco y Rafael Simancas, como presidentes del parlamento y del gobierno de
la comunidad madrileña, respectivamente (otra cosa es que posteriormente el
señor Simancas, por motivos coyunturales, declarase que no aceptaría el voto,
no ya de los «traidores», pero ni siquiera el de sus eventuales sustitutos). El
señor Caldera, portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, dijo más: «El no
proceder de este modo [en nombre de la Ética] beneficiaría al PP», insinuando,
acaso por mecánica aplicación del principio cui prodest, que, puesto que este
episodio (producido en las filas del PSOE) terminaría beneficiando al PP, éste
habría tenido que tener parte en el comportamiento de los desertores. La

184
consecuencia es obviamente inadmisible, y sólo la confusión de ideas,
alimentada por los intereses partidistas, puede haber movido la boca del señor
Caldera. Que el Partido Popular obtiene un beneficio político del escándalo
socialista es evidente, pero su causa propia y directa no es otra sino el mismo
descalabro del PSOE, en cuanto partido de la oposición. Que el portavoz de un
partido político recurra a la Ética para convencer a sus rivales políticos de la
conveniencia o necesidad de favorecerle, ¿no tiene mucho de apelación a un
«pacto entre caballeros» (como propuso el señor Llamazares, de Izquierda
Unida)? Pero los «pactos entre caballeros» tienen que ver más con la moral que
con la ética.

La apelación a la ética tiene aquí todo el aspecto del recurso a una cortina
que, con un nombre sublime, lo que busca es ocultar problemas políticos de
fondo. Principalmente estos dos:

1º El problema derivado del supuesto de que los diputados de un partido


político (elegidos por el pueblo) tienen que acatar por disciplina las consignas de
la cúpula del Partido. Y como el análisis de este supuesto podría hacer tambalear
los fundamentos de nuestra partitocracia (con sus listas cerradas y bloqueadas),
lo mejor es evitar este análisis, y zanjar la cuestión acusando a los diputados
elegidos por el pueblo de gravísima «falta de ética».

2º El problema derivado de la explicación extrapolítica que habría que


ofrecer de esta «falta de ética»: que los diputados disidentes sólo pueden haber
actuado movidos por un soborno económico (por parte, se dice en este caso, de
empresas constructoras). En ningún caso, por la razón política por ellos alegada,
a saber, que no estaban dispuestos a aceptar la entrada de Izquierda Unida, en
las condiciones pactadas a última hora, en el parlamento y gobierno de la
comunidad de Madrid. Estas razones no son tenidas en cuenta, en absoluto, y lo
más grave es que la razón por la cual se desestiman es la petición de principio,
por entero gratuita, en la que incurre la «cúpula dirigente» y según la cual «el
pueblo» que votó al PSOE y a IU votó «a la Izquierda»; por tanto, que la
«voluntad popular» votaba «a la Izquierda» (y, a pesar de ello, sólo sobrepasó al
PP en un escaño: lo que demuestra que «el pueblo» no tenía una opinión
común). Pero precisamente es la propia deserción de los diputados electos la
que pone este supuesto en duda, puesto que muchos militantes del PSOE (y no
sólo los desertores) son los que no querían el pacto con Izquierda Unida, es
decir, los que ponían en cuestión la supuesta unidad de la Izquierda, que aquí
se hace funcionar como unidad mítica. Queda pendiente, por tanto, la cuestión
del supuesto soborno (cuya resolución se desplaza hacia los tribunales de
justicia); pero si hubiera habido este soborno, el delito comprometería en todo
caso al PSOE, sin perjuicio de que los sobornantes tuvieran algo que ver con el
PP. Del modo más cínico imaginable, sin embargo, la estrategia defensiva del

185
Partido Socialista y de Izquierda Unida ha consistido en presentar al Partido
Popular, en todo caso, como el incitador y responsable de la crisis institucional.
Y, posteriormente, se llegaría a acusar de perjuros a los diputados rebeldes,
cuando tomaron posesión de sus escaños (el 23 de junio), como si el hecho de
haber sido elegidos por «el pueblo» implicase un juramento de fidelidad al
Partido que los presentó (incluso cuando éste partido introducía novedades
sustanciales en su programa de pactos); pero de este modo, al declarar perjuros
a los militantes expulsados, los diputados socialistas podían rasgarse las
vestiduras en la cámara saliéndose de ella, y acusando de cómplices con los
llamados perjuros, y de indignidad, a quienes se quedaban en ella (los diputados
del PP). Una maniobra de enmascaramiento digna de sicofantes atenienses que
«no se paran en barras» con tal de disimular sus propias verguenzas y destruir
al adversario a cualquier precio. La importancia de esta crisis, aunque sea
«puntual» en la apariencia, puede medirse si tenemos en cuenta que, a través
de ella, se tambalea toda la doctrina de la democracia partitocrática y de la
representación popular, en virtud de aquel mecanismo que Spencer llamó el
«asesinato de la teoría por un hecho».

Ahora bien: durante el primer semestre del año 2003 en curso han tenido
lugar, además de este gravísimo incidente desencadenado en el seno del PSOE,
importantes acontecimientos políticos, tanto a escala internacional (la Guerra del
Irak) como a escala nacional (las Elecciones municipales y autonómicas del 25
de mayo). En el curso de estos acontecimientos se ha recurrido una y otra vez,
por parte precisamente de las izquierdas, a las descalificaciones éticas, ya sea
de los políticos de centro (considerados, desde luego, como políticos de
derechas, más aún, como herederos del franquismo), ya sea de los políticos que
militan en alguno de los partidos de izquierdas. Las denuncias que las izquierdas
formularon en torno a la supuesta ausencia de «conducta ética» por parte de los
políticos de centro (o de derecha), servía para pedir (exigir) la dimisión de estos
políticos, o bien apoyo para un voto de censura. Y cuando la presunta falta de
ética denunciada recaía sobre militantes ellos mismos de izquierdas, solía ir
acompañada de la expulsión fulminante del Partido, sin proceso interno previo:
este era el mejor modo que el Partido tenía a su disposición para
«desentenderse» de los problemas políticos implicados en el
desencadenamiento de la deserción, para zanjar simplemente el problema en
nombre de la Ética (sólo quince días después de la expulsión la cúpula del PSOE
se vió obligada, por el escándalo, a anunciar que estaban dispuestos a abrir una
investigación interna). Por último, dirigentes de Izquierda Unida, y también del
PSOE, han acusado con frecuencia, durante estos meses, al presidente Aznar
de falta de Ética, al apoyar en las Azores a los Estados Unidos e Inglaterra en
su decisión de intervenir militarmente en el Irak; dirigentes o militantes de
Izquierda Unida, o del Partido Socialista, han llamado públicamente asesino al
presidente, y han «exigido» una y otra vez su dimisión.

186
En conclusión: no sólo se recurre a las acusaciones de «falta de Ética» del
gobierno popular durante la guerra del Irak; los dirigentes del PSOE y de IU han
vuelto a apelar a la Ética para condenar la conducta de los diputados desertores
de los que ya hemos hablado (decía en el Congreso el secretario general de los
socialistas, Rodríguez Zapatero, para justificar la expulsión del Partido: «No
actuaron en sus convicciones con un mínimum de Ética»).

§2

Es sospechoso quien apela a diagnósticos éticos tratando de problemas


políticos

Nos parecen muy sospechosas las apelaciones a la Ética por parte de los
ideólogos y dirigentes de los partidos de izquierdas en el momento de
enfrentarse al diagnóstico de problemas cuya naturaleza es específicamente
política. ¿No apelaba también de hecho a la ética el propio diputado socialista
desertor, señor Tamayo, al manifestar que su indisciplina era debida a una
«cuestión de conciencia», que le obligaba a evitar el pacto de los socialistas con
los comunistas?

¿Qué alcance tiene por tanto esta apelación a la Ética por parte de los
políticos de izquierdas? A nuestro entender hay que partir desde luego de una
grave confusión y oscuridad de los conceptos; pues una falta grave de ética
podría también serles imputada a quienes llamaron «asesino» al presidente
Aznar, tratando con ello de destruirle, no ya sólo como político, sino como
persona. Tampoco es nada evidente la acusación de falta de ética a unos
diputados electos que no cumplen la disciplina del Partido (las presuntas
corrupciones inmobiliarias que a estos desertores pudieran ulteriormente
imputárseles no fueron invocadas en el decreto de su expulsión del PSOE). El
incumplimiento de unas normas de disciplina del Partido, teniendo en cuenta,
además, que la doctrina constitucional hace propietarios a los diputados de sus
actas, una vez elegidos por el pueblo (y por el pueblo en general, no ya por los
partidos que en él actuaron en el momento de la consulta electoral, lo que hace
que los diputados ya no puedan ser considerados tanto representantes de sus
votantes como de todo el pueblo), no podía calificarse en principio de «falta de
ética» (incluso ese incumplimiento podría haber estado inspirado, como hemos
dicho, por motivos éticos) sino de falta política (en todo caso moral, y no ética).
Pero la cúpula del PSOE, en bloque, prefirió adoptar la estrategia del
«linchamiento ético» de los diputados rebeldes, a fin de evitar la posibilidad de
considerarlos como rebeldes, puesto que eran soberanos, y acusándolos en
cambio de corrupción económica (sin pruebas, sin presunción de inocencia), es
decir, acusándoles de un delito ético precisamente porque no podían acusarles
de un delito político.

187
§3

La sorprendente querencia de las izquierdas democráticas hacia la Ética

¿De dónde mana esta querencia de las izquierdas hacia el terreno de la


Ética? ¿Se trata de una mera confusión de conceptos?

No, porque aunque lo fuera, podrían estar actuando como alimento de la


confusión funcionalismos políticos muy precisos. Y en los casos citados la
apelación a la Ética no sería otra cosa sino un modo de desviar planteamientos
políticos cuya publicación resultaría indeseable, o contraproducente, en la lucha
partidista por el poder. Y esto de diverso modo.

Por ejemplo, el intento de juzgar a Aznar desde categorías


éticas («¡Asesino!») podría estar determinado por un automatismo estratégico
orientado a evitar el enjuiciamiento político de los compromisos del Presidente
del Gobierno con los aliados atlantistas; un enjuiciamiento engorroso, y de
resultados retrospectivos nada claros, puesto que muchos podrían ver o terminar
viendo, que la alianza de España con las potencias atlantistas sólo podría traer
beneficios políticos indudables a España y al gobierno popular. Por ello, en lugar
de un debate político, y aprovechando la oleada de manifestaciones orientadas,
al menos ideológicamente, por consignas y valores éticos (¡Paz!, ¡No a la
Guerra!),una descalificación ética previa podía ser argumento suficiente para
derribar al gobierno, desprestigiando su actuación en sus «raíces éticas», sin
necesidad de entrometerse en los berenjenales del análisis político, muy poco
apropiado, además, para dirigirse a las grandes masas de manifestantes,
políticamente muy heterogéneas, que gritaban, rebosantes de vivencias
éticas: «¡No a la Guerra! ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!»

O bien (para el caso de la deserción de los parlamentarios socialistas


madrileños), su descalificación ética permitía hacer recaer la responsabilidad de
la catástrofe a la conducta «puntual», individual, de dos militantes (que, en
principio, fueron presentados como casos aislados de «traición»), y evitaba que
se pusiese en tela de juicio al Partido en su conjunto, o al menos a la cúpula del
Partido que los había nombrado desde hacía años para puestos de importancia.
La apelación a la Ética, por tanto, lejos de ser indicio de una «conciencia
sensible», algo así como una herencia delicada de la estirpe krausista, acaso
ingenua o inocente, pero pura, resultaba ser una apelación astuta, taimada y
malintencionada, propia de sicofantes, tendente ella misma a ocultar la realidad
de la corrupción en el seno del Partido, las banderías internas ya históricas del
socialismo, y los propios errores en la lucha política.

188
Para decirlo de un modo directo: la apelación a la Ética es sospechosa, en
muchos casos, de mala fe.

En los casos que analizamos, la apelación a la Ética trata de evitar que se


planteen las cuestiones de las responsabilidades que pudieran recaer sobre la
mesa que designó a los desertores como titulares de las listas cerradas y
bloqueadas de candidatos, sobre las luchas internas entre esos «renovadores
por la base» y otras familias del PSOE madrileño o nacional, sobre las posibles
complicidades con las turbias negociaciones relacionadas con «el ladrillo», que
puestas «en escena» podrían deslucir, con su «obscenidad», la imagen pública
del Partido Socialista. Lo más conveniente era, por tanto, justificar la expulsión
con argumentos parecidos a los que pudiera formular la «Comisión de Ética» de
la Federación Socialista de Madrid.

Ahora bien, como la apelación a la Ética, en contextos políticos, no es


ninguna improvisación del Partido Socialista (ni, en parte, de Izquierda Unida),
motivada por la urgencia requerida en el tratamiento de perentorios problemas,
sino que es una querencia constante de las izquierdas ibéricas; y como esta
querencia, sea oscura y confusa, sea clara y distinta, no es en todo caso inocente
(como no es inocente, al menos en su propósito, la esperanza puesta en las
Cátedras de Ética impulsadas por el PSOE, y en la «Comunidad ética», nombre
con el cual, del modo más cursi imaginable, se designa a los funcionarios del
Estado destinados a impartir y a cultivar la Ética en las Universidades y otros
centros de enseñanza, sobre todo en aquéllos centros que cuentan con
militantes del llamado «movimiento CTS», que también pone a la Ética como
último fundamento de su ideología tecnocrática), se reconocerá la conveniencia
de volver, una vez más, al intento de analizar la misma idea de la Ética en sus
relaciones con la Moral, con el Derecho y con la Política, que los acontecimientos
últimos han puesto tan de moda.

§4

Propósito de este artículo

Lo que necesitamos es una definición de Ética que no sea meramente


estipulativa (o propuesta para ser «consensuada»), ni se base únicamente en
los usos lingüísticos propios de una sociedad determinada. Buscamos una
definición operatoria, en relación con objetivos predeterminados, en nuestro
caso, el de ser capaz de garantizar la universalidad de las normas éticas y la
capacidad de distinguir las normas éticas de las normas políticas y morales. El
consenso (por ejemplo, el consenso de la «comunidad ética») en una definición
de Ética no garantiza su operatividad objetiva, porque los funcionarios de una
«comunidad ética» no tienen asegurada la claridad y distinción de sus ideas. El

189
uso ordinario del término tampoco es fundamento suficiente para determinar
filosóficamente una idea, porque, con mucha frecuencia, las acepciones léxicas
populares de los términos adolecen de oscuridad y confusión (el uso ordinario,
en el español de nuestros días, conduce a llamar «cristalero» a quien vende o
produce vidrios, que, en general, no son cristales sino cuerpos amorfos).

Y si mantenemos el principio de que «pensar es pensar contra alguien»,


resultará imprescindible poner sobre la mesa las definiciones de Ética más
relevantes contra las cuales presentamos nuestra definición operatoria.

§5

Doce definiciones de uso corriente de Ética

Ante todo, ofrecemos una muestra de las concepciones de la Ética más


corrientes en nuestros días, pero que tenemos que rechazar por no satisfacer
los requisitos definicionales que suponemos exige la definición operatoria y de
los que hablaremos en el párrafo siguiente.

Analizaremos doce definiciones de Ética (por supuesto esta docena no


constituye una lista cerrada) correspondientes a otras tantas ideas o
concepciones utilizadas en el presente. Estas definiciones están extraídas de
manuales, artículos o disertaciones cuyos autores no citamos, de modo
deliberado, a fin de evitar cualquier contaminación personal en nuestra
exposición y en nuestra crítica.

(1) La Ética es el tratado de la moral (como la Biología es el tratado o la ciencia


de la vida).

(2) La Ética es el tratado del Bien, o de «lo Mejor». Se sobreentiende, del Bien o
de lo Mejor «para el hombre», y, según algunas teorías «más adelantadas»,
también para los animales y para los vivientes en general.

(3) Ética es todo aquello que tiene que ver con la promoción o realización de la
Libertad o de la Justicia. Estas definiciones suelen considerarse como
especificaciones de (2).

(4) Ética como conjunto de normas que afectan a determinados hombres, a


saber, aquéllos hombres que estén dotados de conciencia ética.

(5) Ética como conjunto de normas que afectan a individuos que, a su vez,
forman parte de sociedades cristianas, o musulmanas, o simplemente
«civilizadas».
190
(6) Ética como forma de conducta ajustada a Valores.

(7) Ética como conjunto de normas que una sociedad humana ha de establecer
por consenso (por ejemplo, el que condujo a la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948) para hacer posible la convivencia.

(8) Ética como conjunto de normas que regulan el comportamiento de los


individuos de cualquier sociedad humana.

(9) Ética como conjunto de normas o de formas de conducta derivadas de


imperativos que afectan a todos los hombres.

(10) Ética como obediencia a la norma absoluta de un Imperativo categórico.

(11) Ética como sometimiento de las conductas humanas al deber ser (y no


meramente al ser de los instintos o de los intereses).

(12) Ética como conducta inspirada por el Amor o por la Caridad.

§6

Criterios propuestos para una definición de Ética

Nos atendremos aquí a los criterios distintivos de un tipo de definiciones


reales que se fundamentan en la doctrina del primero de los modi sciendi (la
definición) que forma parte de la Teoría del Cierre Categorial.
Ante todo conviene subrayar que las definiciones reales de las que nos
ocupamos (como pretende ser la definición de Ética) no son meras definiciones
nominales. En éstas, el definiendum tiene como referencia propia la misma
definición, y es sustituible por ésta (el definiendum «cuadrilátero», por definición
nominal, suple por «polígono de cuatro lados», y queda agotado, por así decir,
en la definición con la que se identifica definicionalmente). Pero en las
definiciones reales el definiendum ha de tener un sentido y una referencia
predefinicional, es decir, supuesta previamente a la definición-k que se considera
(lo que no excluye que ese sentido y referencia predefinicional-k pueda a su vez
comprenderse en otras definiciones k-1). Cuando defino «redondel» por
«circunferencia» (como lugar geométrico de los puntos que equidistan de uno
dado), el «redondel» (como definiendum) no queda agotado en
la definitio (circunferencia, como definición nominal de «lugar geométrico de los
puntos...», &c.); ni puede quedar agotado por ella, puesto que «redondel» nos
remite a figuras bidimensionales de la percepción, constituida por partes finitas
(por ejemplo, los cuadrantes) mientras que la circunferencia es unidimensional
(una línea invisible) y está constituida por infinitos puntos. Por ello la

191
circunferencia no se identifica definicionalmente con el redondel, ni éste es un
simple ejemplo de circunferencia (la «circunferencia» se identifica con el
«redondel» a partir de un proceso que, hace ya más de cincuenta años,
describimos como proceso picnológico –ver «Los procesos picnológicos»,
en Theoría, Madrid 1952, nº 1, págs. 22-24 y nº 2, págs. 83-86.–).

Una definición real habrá de satisfacer, según lo dicho, criterios relativos al


propio campo material, fenoménico, en cuyo ámbito se nos delimita de un modo
más o menos claro (o borroso) la figura (o las figuras) cuya definición real (por
tanto, implicando las relaciones con otras figuras del campo) buscamos, pero a
un nivel esencial o estructural. Con esto estamos simplemente suponiendo que
no es posible movernos en un mundo de esencias (terciogenéricas), jorismático
respecto del mundo de los fenómenos correspondientes.

1. Primer epígrafe: los requisitos de referencia predefinicional

Nuestro primer epígrafe comprenderá los requisitos definicionales que


tengan que ver con esta predefinición del definiendum fenoménico k (si el campo
es un plano, los redondeles, en cuanto contradistintos de los cuadrados o de los
triángulos, pueden constituir el definiendum). Prácticamente los requisitos
incluidos en este primer epígrafe irán orientados a determinar las referencias de
las figuras fenoménicas que van a ser definidas, en tanto son contradistintas de
otras figuras fenoménicas identificables, evitando de este modo que a la
definición propuesta (como esencial) le corresponda otra figura fenoménica q
distinta de la figura k que pretendemos definir. La definición de «punto» del Libro
I de Euclides, «lo que no tiene partes», no sólo tiene como referencia fenoménica
la intersección de dos rectas, sino también, como recuerda Aristóteles, la sílaba
o el alma. Podríamos poner bajo este epígrafe el criterio tradicional según el cual
«la definición debe ajustarse a todo y a sólo lo definido». En conclusión: si no es
posible determinar en el mundo de referencias k los fenómenos constitutivos
del definiendum, tampoco será posible una definición esencial (la definición de
circunferencia por lugares geométricos no conduciría a un concepto esencial o
estructural si no estuviese establecida de algún modo su referencia a los
«redondeles»; con esto nos oponemos a las pretensiones de algunas
matemáticos «espiritualistas» que, con Karl Von Staudt, creen poder construir y
ofrecer una «Geometría sin figuras»). En cualquier caso, la definición podrá
desempeñar el papel de predicado del definiendum («el redondel es una
circunferencia» es una definición dotada de un sentido en el que la identificación
de sujeto y predicado queda establecida mediante un autologismo). Y aquí cabría
fundar también la regla tradicional que prescribe evitar el círculo vicioso, evitar
que lo definido entre en la definición, como parte formal suya (en las definiciones
por recurrencia, tipo 1=0+1, no hay círculo vicioso).

192
2. Segundo epígrafe: los requisitos relacionados con la universalidad de la
definición

En un segundo epígrafe incluiremos aquéllos requisitos que tengan que ver


con la estructura lógica material del definiendum fenoménico. En efecto, esta
estructura puede ser la de una totalidad atributiva, o bien la de una totalidad
distributiva, y no porque esta alternativa haya de estar ya predeterminada a
priorien el definiendum fenoménico, sino porque cabría que su determinación
tuviese lugar en la propia definición. Asimismo, y en el supuesto de
un definiendumdistributivo, la definición deberá precisar si es universal o si es
particular al definiendum. Obviamente, en el caso de distributividades
climacológicas (o graduales) –como puedan serlo las figuras elípticas respecto
de su distancia focal– habrá que establecer los límites de la universalidad
mediante la determinación de los casos límite (por metábasis, por ejemplo) a
partir de los cuales entramos en la extensión de otra definición. Más aún, en el
caso de definiciones distributivas, habrá que establecer si la definición es
alotética (es decir, si cada elemento distributivo dice relación interna a otro u
otros elementos de la clase, de suerte que haya que hablar de clases binarias,
ternarias, &c., y no meramente monarias) o bien si se trata de definiciones
autotéticas, respecto de cada elemento. «Matrimonio monógamo» es una clase
binaria cuya extensión está constituida por pares de elementos, como también
es el caso de las moléculas biatómicas de la Química clásica.

Luego si una definición no contiene la determinación de la forma lógica


material del definiendum, habrá que concluir que la definición k considerada es
confusa y oscura, es decir, es una definición malformada.

3. Tercer epígrafe: los requisitos relacionados con la conexividad

En el tercer epígrafe (supuesta ya la universalidad distributiva de la


definición) incluiremos los criterios relativos a la determinación de la conexividad
o no conexividad de la definición. En efecto, una definición universal puede ser,
respecto del campo fenoménico, no conexa, y puede ser conexa. La definición
(o el predicado correspondiente) de «recta paralela a una dada» en el plano
euclidiano es universal a todas las infinitas rectas del plano, porque dada una
recta cualquiera siempre existirá otra recta paralela a ella. Pero esta
universalidad no es conexa porque el paralelismo no es un predicado capaz de
conexionar a dos rectas cualesquiera del plano; antes bien, el paralelismo
introduce en las rectas del plano una clasificación en clases disyuntas (no
conexas) constituidas por los diferentes haces de paralelas. En cambio la

193
propiedad o predicado «primos», aplicada a los pares del conjunto de los
números primos, es universal a todos los números primos y conexa.

Por consiguiente, la definición de un predicado o concepto universal que no


contenga la posibilidad de distinguir si se trata de una universalidad conexa o no
conexa, habrá de considerarse como una definición deficiente, blanda o
impotente.

4. Cuarto epígrafe: los requisitos relacionados con la operatoriedad en la


discriminación de los casos concretos

En un cuarto y último epígrafe incluiremos los requisitos que debe reunir


la definitio para ser capaz de discriminar, ante los fenómenos dados del campo
del definiendum, si constituyen casos de la definición o bien si corresponden a
conceptos diferentes. En este epígrafe se contienen por tanto las reglas
operatorias que suponemos implícitas a toda definición real y, por tanto, capaces
de introducir clasificaciones efectivas en el campo fenoménico de referencia.

§7

Crítica a las definiciones (1) (2) (3) de Ética desde criterios comprendidos en el
primer epígrafe

(1) La definición de Ética como tratado de la Moral la impugnamos, como


definición primaria, en virtud de criterios comprendidos en el primer epígrafe.
Obviamente no podemos impugnarla a título de mera definición nominal-
estipulativa, puesto que cualquiera, en principio, puede utilizar el término ética
según su propia definición. La impugnamos en la medida en que con el
término ética designamos también a un campo de
fenómenos ontológicos (antropológicos, zoológicos, conductuales)
materialmente diferente al campo de fenómenos gnoseológicos (tratados, libros,
teorías) que, sin duda, está por otra parte estrechamente vinculado con el
primero.

Ahora bien, la referencia del término ética a un campo ontológico es tan


efectiva, ya en la propia historia léxica del término, como pueda serlo su
referencia gnoseológica, y es más antigua que lo que pueda serlo la referencia
estipulativa a un campo gnoseológico. Bastaría decir, por tanto, a título de
impugnación de la definición (1), que la definición de ética por referencia al
campo ontológico es en todo caso tan legítima como la referencia al campo
gnoseológico; y lo que habría que deducir de ahí es que la definición
gnoseológica de ética mantiene la referencia a un campo material de fenómenos
distinto del campo al que queremos referir nuestra propia definición. Pero no se

194
trata de una impugnación meramente voluntarista, aunque fuera legítima
(«postulo una definición ontológica de ética con el mismo derecho que otros
postulan la definición gnoseológica»), porque al confrontar ambas definiciones
(y dejando aparte razones etimológicas, muy importantes sin duda) podemos
concluir que la definición gnoseológica presupone lógicamente a la definición
ontológica, y puede derivarse de ésta por metonimia, sin que sea posible
recíprocamente defender que la definición ontológica de ética es una metonimia
de la gnoseológica y, por tanto, derivable de ella. Es en virtud de este argumento,
y no en virtud de una primacía meramente léxica (filológica), por lo que
afirmamos la prioridad de la definición ontológica de la ética e impugnamos en
consecuencia la prioridad de la acepción gnoseológica.

El término ética va referido, en efecto, originariamente a una dimensión


ontológica del ser humano y desempeña el papel de un predicado que afecta a
determinados comportamientos humanos (algunos pretenden ampliarlo a otras
especies zoológicas) distinguiéndolos de otros, precisamente porque no reúnen
las condiciones necesarias para recibir tal predicado. Desde una perspectiva
etimológica podría afirmarse que esta dimensión ontológica de la ética va
referida, en algunos casos, a características hereditarias (genéticamente)
atribuidas a ciertos hombres, mientras que en otros casos irá referida a
características derivadas del aprendizaje (por tanto, a características culturales,
en el sentido subjetivo del término, que es común a hombres y animales). Estos
dos tipos de referencias ontológicas del étimo ethos del término ética no pueden,
por tanto, sin más, ponerse en correspondencia con la consabida oposición entre
Naturaleza y Cultura, puesto que también el aprendizaje es, en gran medida,
natural (véase nuestro artículo «La Etología como ciencia de la Cultura», El
Basilisco, nº 9, 1991, págs. 3-37.).

La referencia de la ética a la dimensión ontológica natural-genética está


representada por el término êthos (con eta: ηθος), equivalente a carácter de
cada individuo (un carácter asociado a la virtud, areté, de signo aristocrático y
hereditario). Es el término que aparece en el fragmento 250 de Heráclito: «el
carácter (ethos-con eta) del hombre es su demonio.» Esta acepción del
término êthos es la que probablemente actuó primariamente en quienes
acuñaron el término etología (véase el artículo citado anteriormente).

En cambio, la referencia de la ética a la dimensión ontológica del aprendizaje


de los seres humanos, produce el término éthos (con epsilon: εθος) y nos pone
delante de los hábitos (virtudes o vicios) que constituyen, en la tradición
aristotélico escolástica, el contenido primario del campo de la ética. Y, por
supuesto, como ya hemos dicho, también esta dimensión cultural-subjetiva está
considerada por los etólogos y por la Etología.

195
Ahora bien (y refiriéndonos a la ética en su dimensión ontológico-humana):
es evidente que los comportamientos éticos –antiéticos también, por tanto– de
los hombres habrán de ser inmediatamente contrastados, comparados y
analizados. Y las re-presentaciones, o reflexiones en torno a estos
comportamientos comparados (de los hombres entre sí y con los animales, por
tanto, comparaciones éticas y etológicas), cuando alcancen un mínimum de
sistematismo podrán dar lugar a una disciplina o tratado que recibirá también,
por metonimia, el nombre de «Ética». De este modo, el término ética cobrará un
significado o dimensión gnoseológica en el momento en el cual con él
designemos antes a un libro, como pueda serlo la Ética a Nicómaco de
Aristóteles, o la Ethica more geometrico demonstrata de Espinosa, que algún
tipo de conducta. Ahora Ética, en sentido gnoseológico, irá referida antes a libros
o teorías que a los comportamientos virtuosos o viciosos a los que esos libros o
esas teorías se refieran. Y nos parece evidente que si un libro, un tratado o una
teoría recibe la denominación de Ética, es por metonimia de los comportamientos
éticos reales, a la manera como el templo recibe la denominación de iglesia por
metonimia de la asamblea de los fieles que en el templo se reúnen. La metonimia
podría ir en sentido inverso, en otros casos, es decir, desde un sentido
gnoseológico primario hasta el sentido ontológico derivado, como es el caso del
término «Geografía» aplicado al terreno («la torturada geografía de Cuenca»).
Pero este sentido inverso, que presupone la prioridad de la dimensión
gnoseológica, está fundado, en el ejemplo considerado, en la misma estructura
del término geo-grafía, que alude directamente al proceso gnoseológico de
descripción; lo que no ocurre con el término ética, que únicamente podría
alcanzar el significado gnoseológico a partir de un previo significado ontológico
(«etológico»), como significado primario. Otra cosa es que la acepción
gnoseológica, secundaria, del término ética se consolide léxicamente muy
pronto, en cuanto se hayan puesto en circulación los «Tratados sobre Ética».
Con todo, la metonimia de la Ética-tratado no tiene, en principio, más alcance
que el propio de una abreviatura o síncopa escolar del sintagma «filosofía ética»
(en la traducción latina: «filosofía moral»), contrapuesto, en las escuelas
antiguas, a la «filosofía natural» (o filosofía de la Naturaleza). Así aparece en
el Tesoro de Covarrubias: «Ética es una parte de la filosofía que, por otro
nombre, se llama filosofía moral.» Por lo que habrá que decir que Covarrubias
está coordenando ética con filosofía moral antes que con moral.

Se nos aparece aquí el término «moral» como referido, a su vez,


primariamente, a un campo ontológico, que precisamente Cicerón presentó
como traducción del griego τα ηθη: «en lo que se refiere a las
costumbres (mores) que los griegos llaman ta êthe», dice en su Tratado sobre el
destino. De aquí habría podido surgir la ocurrencia de reservar «Moral» para
designar el campo ontológico de la ética, y desplazar este término al campo
gnoseológico. Pero la traducción de Cicerón no justifica esta redistribución de
significantes, porque los mores siguen siendo referidos a las ta êthe, a un campo

196
ontológico, antes que gnoseológico. Es decir, los mores son costumbres que,
aunque puedan tener una referencia a los individuos, se predican de ellos en
cuanto los individuos son miembros de una gens, de una nación. Son
costumbres en sentido etnológico. Y entonces nos encontramos con el
término mores como término que desborda el ámbito de las conductas
individuales (en el que se mantienen los hábitos, virtudes o vicios, considerados
por la Ética), puesto que va referido principalmente a los grupos (gentes,
naciones, etnias) o a los individuos en tanto son miembros del grupo; lo que nos
induce a no perder la distinción entre Ética y Moral, es decir, a no confundir las
normas éticas con las normas morales.

Por último, la impugnación de la definición (1) de Ética, por los motivos de


prioridad lógica que hemos alegado, se refuerza por una consideración cuyo
alcance ideológico es mucho mayor. Interpretar originariamente la ética como un
predicado atribuible a quienes asumen el oficio de «reflexionar sobre la Ética»
(en sentido ontológico) equivale a atribuir a los miembros de esa llamada, y muy
ridículamente, «comunidad ética» (el gremio de los funcionarios a quienes se les
ha encomendado la enseñanza de la Ética), la condición de genuinos
depositarios de la «conciencia ética», como si la misión de esa «comunidad
ética» pudiera definirse por el objetivo de algo así como la insuflación de la
conciencia ética en el pueblo indocto. Pero, ¿quién podría admitir semejante
concepto de la «comunidad ética»? Ante todo, habría que comenzar ampliando
esa «comunidad ética» al conjunto de todos los hombres que se comportan
éticamente; por lo que el gremio de los profesores de ética, como comunidad
gremial ética, seguiría presuponiendo a la comunidad real ética, y no al revés.

(2) Ética como el tratado del Bien, o de lo Mejor: una definición que puede
impugnarse desde la perspectiva de diversos epígrafes, pero será suficiente
atenernos al primero. Porque el término Bien (o Mejor) no se ajusta a todo y a
sólo lo definido. Ante todo, porque en el campo de la ética también han de figurar
los vicios, que no son bienes. Y porque el bien, o lo mejor, se aplica también a
campos que no sólo son distintos de los campos que contienen las conductas
éticas, sino que son incompatibles con ellos, como corresponde con el bien o lo
mejor en el sentido político o moral. Hay bienes, en sentido político (por ejemplo,
una guerra) que, sin embargo, desbordan y se contraponen al bien en el sentido
ético. Sin duda hay que constatar una tenaz resistencia a reconocer como bien
a todo aquello que sea incompatible con el bien en sentido ético, lo que
conduciría a considerar como males (Das sogenante Böse, 1963, de Konrad
Lorenz) a supuestos bienes políticos o morales. Pero la resistencia a reconocer
la contradicción dialéctica objetiva entre los bienes o valores éticos y los bienes
o valores políticos o morales no puede ocultar la realidad de que las categorías
políticas contienen, como bienes característicos, auténticas «monstruosidades»
éticas. Por lo que sólo en el supuesto de una destrucción de las categorías

197
morales o políticas estaríamos legitimados para no reconocer bienes o valores
políticos o morales que estén en contradicción con bienes o valores éticos.

(3) La definición de la Ética por la Libertad («la Ética no es otra cosa sino la
preparación para la Libertad, o la realización de la Libertad») tampoco satisface
los requisitos contenidos en el epígrafe primero, y sólo puede mantenerse
incurriendo en círculo vicioso. En efecto: la definición no se aplica a todo y sólo
lo definido, y, por ello, la Ética no puede definirse por la Libertad. Hay libertades
políticas, colectivas, que poco tienen que ver con la ética: la libertad política de
un pueblo (por ejemplo, la política de un Frente de Liberación Nacional) implica
ordinariamente la transgresión de las normas éticas más elementales, la guerra
a muerte contra los invasores. Pero no sólo esto: incluso cuando nos referimos
a la libertad individual tampoco es imposible subordinar la libertad individual de
una persona a su comportamiento ético. El criminal (asesino, torturador) puede
serlo precisamente en virtud de su libertad, como es el caso del crimen gratuito
propio del «imbécil ético» que busca realizar el crimen como una forma de arte
bella. Y sólo porque es libre es también responsable. Por tanto, solamente
cuando, por definición circular, presuponemos que únicamente hay libertad
cuando hay conducta ética, parecería que hemos definido la ética por la libertad;
pero con este círculo vicioso arruinaríamos toda la teoría de la responsabilidad,
y nos obligaríamos a tratar a cualquier «criminal ético» como un autómata, por
ejemplo, como un enfermo. Los únicos delitos que cabría reconocer serían los
delitos políticos y morales; lo que implicaría la tesis (gratuita) que se trata de
demostrar, a saber, la tesis de que todo hombre es éticamente bueno, si es libre.

Consideraciones parecidas cabría hacer a propósito de las definiciones de


la Ética por la Justicia. La Justicia, en su sentido positivo, es el «ajuste» de la
conducta a las normas morales o legales vigentes en una sociedad. Pero no
siempre lo que es justo es ético. «Justo es dar a cada uno lo suyo.» Pero esto
presupone una predefinición de «lo que es suyo». De este modo, el
ordenamiento jurídico de la Roma antigua, en la que Gayo formuló su definición
de justicia («dar a cada uno lo suyo», suum cuique tribuere), suponía dar o
devolver al terrateniente su tierra y sus esclavos, lo que implicaba casi siempre
odiosas transgresiones a la ética (trabajos extenuantes, mala alimentación,
torturas, enfermedades y muerte). Quienes están dispuestos a reconocer la
posibilidad de las guerras justas tendrán que admitir que la guerra, aunque sea
justa, implica heridos y muertos, es decir, transgresiones a la ética. Pero quienes
niegan, como contradictoria, la posibilidad misma de una guerra justa, en nombre
de la ética, sólo podrán hacerlo saltando por encima de la condición política de
la guerra (justa o injusta, legitimada o deslegitimada). Sólo definiendo lo que es
justo por la ética (como justicia natural, no ya positiva) podría definirse la ética
por la justicia. Pero con ello estaríamos encerrados en un puro círculo vicioso.

198
§8

Crítica a las definiciones (4) (5) (6) de Ética desde criterios comprendidos en el
segundo epígrafe

Las definiciones (4) (5) y (6) serán aquí impugnadas por dejar
indeterminadas las dimensiones lógico materiales al margen de las cuales
(suponemos) es imposible reconstruir la estructura ética de la conducta humana.

Presuponemos, en efecto, como condición material misma del campo ético


a definir, que la conducta ética se mantiene en un ámbito antropológico, es decir,
que el predicado ético (o contraético) sólo afecta a los hombres (a los individuos
humanos) y a todos los individuos humanos. La ética que buscamos definir,
el definiendum, es pues un predicable universal, respecto del género humano o
de la especie humana; lo que significa que todo aquel que presuponga
un definiendumético que no sea universal, está sencillamente definiendo otra
cosa de la que nosotros pretendemos definir; y, por consiguiente, que no cabe
diálogo posible con él. Esto significa que la cuestión del «relativismo cultural» ha
de suponerse al margen de la cuestión de la ética, como también permanece al
margen de cualquier relativismo cultural la cuestión de la validez de los teoremas
de Euclides. La cuestión del relativismo cultural afecta a las normas morales, o
políticas, o religiosas, pero no a las normas éticas. Quién al enfrentarse con la
definición de la ética comienza planteando la cuestión del posible relativismo
cultural de las normas éticas, demuestra que está pisando un terreno distinto de
aquel en el que nosotros nos movemos; porque no se trata de dilucidar si las
normas éticas son relativas a las diversas culturas que se consideren, sino de
determinar su contenido, supuesto que hayan de ser universales. La
universalidad de la ética va referida a los hombres, al eje circular del espacio
antropológico. Desde este punto de vista hay que concluir que la idea de una
ética animal, tal como suele ser utilizada por diversas sociedades de defensa de
los animales, Frentes de Liberación Animal, o la misma Declaración Universal de
los Derechos de los Animales de 1978, y teorizada por los etólogos y
«pensadores» que suscribieron el Proyecto Gran Simio en 1993, es una idea
ante todo oscura y confusa, porque en ella no se determina si la llamada ética
animal atribuye conducta ética a los propios animales (como sujetos de conducta
ética) o bien se limita a considerar a los animales como materiales y objetos,
entre otros, de la conducta ética humana. Lo que suscita a su vez la cuestión
central sobre los fundamentos en virtud de los cuales fuera posible considerar
como materia u objeto de las normas éticas a entidades que no son sujetos
éticos, sean vivientes, animales, vegetales, hongos o protoctistas. También
habría que extender la «materia ética» a las entidades no vivientes (¿es ética
una conducta orientada a demoler una hermosa roca silicea cristalizada?).

199
La cuestión de la universalidad distributiva del predicado «Ética» renueva la
cuestión misma de los límites del campo humano, en su eje circular. La dificultad
principal, para establecer estos límites, estriba en la imposibilidad de superponer
el campo humano, dado en el espacio antropológico, a la especie humana (o al
Género humano, homo sapiens). ¿Cabe en efecto analizar, desde el punto de
vista de la ética, a los australopitecos o a los neandertales? ¿Cabe considerar
ética, por analogía, a la conducta de la paloma o del águila cuando alimenta o
protege a sus crías? ¿Y no sería suficiente esta analogía para considerar como
materia de la ética humana, antrópica, a «nuestros hermanos» (o primos) los
póngidos?

En cualquier caso, y en el contexto de nuestro asunto, cabe dejar de lado,


en algún punto, todas estas cuestiones; pues de lo que se trata no es tanto de
admitir o no a los animales no humanos en el campo de la ética (como objetos o
como sujetos) sino de proceder como si el campo humano sólo pudiera ser
definido, al menos en el eje circular, por la conducta ética, supuesto que a ésta
se le da un alcance universal.

Desde nuestro punto de vista habría que concluir que, sin perjuicio de la
universalidad distributiva reconocida en la predefinición a la ética, no es posible
definir el campo humano, en el eje circular, por la ética, salvo que estemos
dispuestos a excluir del campo antropológico a la moral, a la política, a la
economía e incluso a la religión (y, ante todo, a las religiones primarias). El
«círculo» que delimita el campo al que pertenecen los sujetos corpóreos
vinculados por relaciones y operaciones éticas es, desde luego, un círculo
constituido por sujetos humanos (no meramente animales). Pero no cabe hablar
de sujetos humanos a partir de unas ciertas características zoológicas de
naturaleza genética. Es preciso partir de características culturales o históricas
(sociales, políticas, lingüísticas, religiosas). Lo que significa que si consideramos
«humano» a un sujeto corpóreo, no será tanto por sus características zoológicas,
anatómicas o morfológicas abstractas, sino por la posibilidad (y sin necesidad de
dotarle de un alma espiritual) de incorporar estas características anatómicas o
morfológicas, ya desde su estado de embrión, a un «círculo humano». Según
esto, el campo de la ética no tiene capacidad para delimitar el círculo de lo
humano, sino que, al revés, es el círculo de lo humano (un círculo, por lo demás,
de «geometría variable» a lo largo del desarrollo antropológico e histórico) el que
determina el campo de la ética. Lo que no significa que aquéllos sujetos
corpóreos que en un momento dado quedan fuera del círculo humano sólo
merezcan el tratamiento propio de «cosas». Por de pronto, ciertos animales han
merecido un tratamiento específico (en cuanto númenes o dioses) que no es
precisamente ético, pero sí antiético, a través del sacrificio ceremonial. Por lo
general, los animales no reciben un tratamiento ético en cuanto materia de caza,
de matadero, &c., lo que no excluye, en la medida de lo posible, que haya que

200
dar un trato «bioético», o sencillamente afectuoso, a gatos o perros domésticos;
un trato que sólo podría ser llamado ético por analogía.

En cualquier caso no hay incompatibilidad lógica entre la tesis de la


universalidad de la ética a todo el campo antropológico y la tesis según la cual la
moral, la política, la economía o la religión pueden seguir siendo consideradas
humanas (desde el punto de vista de la Antropología filosófica) aún cuando ellas
estén «más allá del bien y del mal ético». La compatibilidad de esta tesis puede
fundarse en la condición abstracta que venimos atribuyendo a las normas éticas
(abstractas, precisamente respecto de la moral, de la política, de la economía o
de la religión). Según esto, que las normas éticas se conciban como universales
a todos los hombres no significará que tales normas hayan de «agotar» la
integridad de la realidad humana. Las normas éticas afectan al totum humano,
pero de aquí no se seguirá que hayan de afectarlo totaliter. En particular, para la
demostración del carácter no ético y aún contraético del comportamiento
religioso de los hombres ante los animales numinosos bastaría tener en cuenta
la figura del sacrificio ceremonial propio de las religiones primarias.

De acuerdo con estas consideraciones tendremos que desestimar la


definición (4) porque ella sólo podría sostenerse en el supuesto ad hoc de que la
conciencia ética es universal a todos los hombres y en todos los momentos de
la vida humana. La definición (4) no satisface, por tanto, el criterio de
universalidad distributiva de las normas éticas. La fórmula (4) confunde acaso la
definición de las normas éticas con la cuestión de la «fuerza de obligar» que
corresponde a estas normas, presuponiendo que sólo si la fuerza de obligar
emana de la conciencia ética cabría considerar ética a una conducta. Pero la
idea de una conciencia ética, dotada de fuerza de obligar autónomamente, es
una reliquia del espiritualismo (que sigue presente en la filosofía kantiana del
imperativo categórico) que el materialismo filosófico no puede aceptar. Desde la
perspectiva del materialismo, la fuerza de obligar de la conciencia ética
autónoma podrá explicarse a partir de los procesos psicológicos de
«internalización» de normas sociales propias del grupo.

Recusamos la definición (5) no ya tanto por la heteronomía que ella pueda


encerrar (las normas éticas como mandatos divinos) sino por el relativismo
cultural que ellas arrastran y que, por principio, llevan a desconocer la
universalidad distributiva que reconocemos a las normas éticas en la
predefinición.

Por análogas razones recusaremos también las definiciones (6). Los valores
a los que se apela no son, por sí mismos, universales: en nuestra sociedad
globalizada los únicos valores universales son los valores de la Bolsa; al menos
ellos logran la universalidad propia de la transformación equivalente de unos en

201
otros a través del mercado. Las tablas de valores no son universales y, con
frecuencia, los valores más altos en la jerarquía de una tabla no suelen ser
valores éticos, sino vitales (valentía, riesgo), políticos o religiosos (más allá de la
ética: el sacrificio de Isaac). Cuando se habla hoy de la «educación en valores»
lo primero que habría que hacer es responder a la pregunta: ¿en qué valores
vamos a educar?

En todo caso, la universalidad de los valores éticos habría que fundarla,


antes que en su condición de valores, en su condición material de valores éticos.
Es la ética la que hace universal al valor, y no el valor el que hace universal a la
ética.

§9

Crítica a las definiciones (7) (8) (9) de Ética desde criterios comprendidos en el
tercer epígrafe

Estas definiciones de ética, aún cuando satisfagan, en el mejor caso, el


requisito de la universalidad, contenido en el segundo epígrafe, no se plantean
siguiera la cuestión de la conexividad o no conexividad que habría de afectar a
las normas éticas. Pero la conexividad de un predicado está vinculada a la
condición alotética del mismo. La distributividad universal de un predicado
conexo presupone, en general, la no reflexividad originaria del mismo, lo que es
propio de los predicados alotéticos, sin excluir la posibilidad de su reflexivización,
como resultado de un proceso de construcción de predicados racionales
simétricos y transitivos, o por cualquier otro proceso.

La definición (7) establece, por «definición consensuada» (es decir,


externamente, aunque el consenso esté tomado por una asamblea
parlamentaria, o por la asamblea general de las Naciones Unidas), la
universalidad de las normas de los llamados Derechos Humanos (que tienen
efectivamente, en general, un contenido ético, según hemos expuesto en otro
lugar: «Los 'Derechos humanos'», El Basilisco, nº 3, 1990, págs. 67-88, y El
sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996), aunque pretenden derivar estas
normas de una supuesta naturaleza humana, anterior incluso a sus condiciones
históricas, es decir, abstrayendo la lengua, la etnia, el sexo, la cultura, la religión:
«todos los hombres nacen iguales...» Pero se trata de un supuesto, en sí mismo,
puramente metafísico, porque estos hombres abstractos (sin lengua, raza,
cultura, sexo, religión) no existen previamente a sus determinaciones
lingüísticas, étnicas, culturales, &c., en las que aparece, desde el principio de su
historia, repartido el «Género humano». En consecuencia, la universalidad
definida por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no
puede presentarse como el principio de un progressus que partiera del hombre

202
originario, sino a lo sumo como el término de un regressus, que tiene mucho de
convenio o ficción jurídica, llevado a cabo a partir de diferencias profundas (que
se constataron vivamente a raíz de la segunda guerra mundial), que se buscaba
atenuar: el impulso procedente de la necesidad pragmática de establecer un
sistema mínimo de normas internacionales que, además, no estuviesen
subordinadas a dogmáticas religiosas propias de cada cultura o sociedad. Por
ello se recurrió al «hombre universal» y al comercio internacional entre los
hombres, dos ideas que aparecen ya como hechos una vez acabada la segunda
guerra mundial.

Pero este «hombre universal» resultaba definido como una universalidad


distributiva, como hombre individual, al cual se le reconocen, al modo
roussoniano, como si fueran derechos subjetivos suyos, incluso características
tales como la pertenencia a un grupo social, a un Estado o a una confesión
religiosa; lo que es filosóficamente inadmisible, porque un individuo humano no
puede considerarse como si fuese una «sustancia personal» dotada de derechos
subjetivos anteriormente a su pertenencia a la sociedad humana. La misma
Declaración Universal de los Derechos Humanos, al atribuir la condición de
persona humana a un organismo procedente de otros hombres, aunque sea por
la mediación de una probeta o por clonación, está ya presuponiendo que los
individuos humanos no son tanto «datos originarios» sino entidades procedentes
de otros hombres previamente definidos.

Las definiciones (8), aún cuando van referidas confusamente a las normas
éticas y morales, asumen sin duda la forma de la universalidad, al concebir a las
normas éticas o morales como un tipo especial de aquellas normas que todas
las sociedades humanas necesitan para regular su convivencia. Pero esta
universalidad no tiene en cuenta la condición de conexividad. Las normas éticas
o morales, sean inventadas, creadas o imitadas, así definidas, pueden ser
universales sin necesidad de ser conexas: todos los grupos sociales se ajustarán
sin duda a determinadas normas éticas o morales, pero que no por ello estas
normas son intercambiables o conexas. Las normas morales son relativas al
grupo social y con frecuencia son diferentes e incompatibles (basta pensar en
las normas morales relativas a la regulación de la familia, que en unas
sociedades establecen la norma monogámica, en otras la poliándrica y en otras
la poligámica, sin contar la diferencia entre normas permanentes o variables). La
universalidad conexa que atribuimos a las normas éticas no puede ser derivada,
por tanto, del carácter universal vinculado a la necesidad de los sistemas de
normas a los que toda sociedad está sometida.

Objeciones similares levantamos contra las definiciones (9).


Concedamos ad hominem que todos los hombres están sometidos a
determinados imperativos de naturaleza ética, cualquiera que sea su origen.

203
Pero al no determinar los contenidos materiales de estos imperativos
universales, la conexividad de las normas éticas queda sin garantizar. Como
contenidos de estos imperativos éticos podríamos poner tanto las letanías del
hechicero dobuano («corta, corta / desgarra y abre / desde la nariz / desde las
sienes / desde la garganta / desde la raíz de la lengua / desde el ombligo... /
desgarra y abre...») como la norma eugenésica de arrojar a los niños
defectuosos por el Taigeto.
§10

Crítica a las definiciones (10) (11) y (12) de Ética desde criterios comprendidos
en el cuarto epígrafe

Las definiciones de Ética que venimos considerando en este cuarto grupo


han de ser rechazadas a partir de los criterios del epígrafe cuarto, relativo a la
capacidad operatoria de las normas éticas (sin excluir la posibilidad de otros
criterios formulados en función de otros epígrafes).

En efecto, la norma (10), de tradición kantiana, sólo considera éticas


aquellas conductas inspiradas por imperativos categóricos autónomos, no
heterónomos o hipotéticos. Pero, al margen de la naturaleza metafísica de esta
distinción (que presupone una filosofía espiritualista de la conciencia autónoma)
y del formalismo con el que se intenta dar cuenta de la universalidad de las
normas éticas (y que tiene como precio, ya señalado por la ética material de los
valores, el no poder ofrecer ninguna norma material universal, puesto que las
normas tendrían que ser creadas por cada persona: ¿o es que Hitler no tenía su
propio imperativo categórico?) lo que nos importa subrayar aquí es la falta de
operatividad de este criterio para diferenciar una norma ética y una norma moral
o jurídica. Es evidente que, en nuestra sociedad, la mayor parte de las normas
éticas (por ejemplo, la norma de no matar, de no herir, de no maltratar, de no
robar al vecino, de no calumniarle) están incorporadas al ordenamiento jurídico,
como normas legales (heterónomas). Y, lo que es más importante: su fuerza de
obligar deriva antes de la coacción heterónoma que de la propia conciencia
autónoma. En efecto, si las normas éticas tuviesen esa eficacia autónoma que
el idealismo les atribuye, en cuanto a su fuerza de obligar, ¿por qué habrían de
ser reproducidas en el ordenamiento jurídico?, ¿acaso el ordenamiento jurídico
reproduce en forma de ley obligatoria la fuerza obligatoria que mueve a los
organismos a respirar o a comer? La condición heterónoma de una norma, en lo
que concierne a su fuerza de obligar, no elimina el contenido ético que tal norma
pueda tener.

La definición (11) de las normas éticas, basada en la distinción entre el ser y


el deber ser, tampoco satisface los criterios de operatoriedad discriminatoria.
Sencillamente, existen muchos contenidos del deber ser que no son éticos, por

204
ejemplo, el deber de acudir a filas en caso de guerra, el deber de disparar o
arrojar bombas contra el enemigo. Y no entramos aquí en la cuestión misma de
la distinción entre el ser (el ser humano, su naturaleza, sus instintos, su curso
histórico) y el deber ser. Pues sólo cabe oponer el ser y del deber ser, en el
sentido consabido, cuando se da por supuesto que el ser que determina
histórica, social, política o religiosamente a los hombres, no es ya, él mismo, un
deber ser. De donde resultará que la oposición entre el ser y el deber ser es una
mera distinción escolar, que ha pasado a formar parte, como un dogma, de la
sabiduría de la «comunidad ética», pero que no es otra cosa sino un modo
encubierto de oponer un deber ser a otro deber ser (por ejemplo, un deber ser
ético a un deber ser moral o político). ¿Acaso el deber ser que impulsaba al
Enrique VII de Hume a continuar seguir siendo rey de Inglaterra no brotaba del
hecho de la misma realidad de rey en ejercicio, una realidad conquistada por la
fuerza? Dicho de otro modo: la realidad del reinado de un rey es, en general, un
hecho que hace derecho. ¿O es que sólo puede derivarse un deber ser de la
legalidad (siempre contingente, o tan contingente como cualquier otro título
socialmente arraigado) de una herencia o de una elección? ¿Cuántos reyes,
cuántas dinastías que ya fueron, no debieran haber sido?

Por último, las definiciones (12) de ética, basadas en el amor (o en la


caridad, o en la filantropía, &c.) tampoco son operativas. Multitud de actos
humanos inspirados por el amor a los hombres (o a un hombre determinado)
tienen un signo negativo desde el punto de vista ético. El amor, en forma de
caridad, llevaba a los inquisidores, «abrasados por la caridad hacia el pecador»,
a quemar en la hoguera, o a conmutarles la pena por el garrote, a los marranos;
el amor, en su forma de compasión, lleva a algunos hombres a dar muerte
eutanásica a tetrapléjicos o a otros enfermos dolientes, contrariando las normas
éticas más elementales.

§11

La definición material (materialista)


de las normas éticas

La concepción material (materialista) de las normas éticas, basada no ya


tanto en la génesis de las normas éticas (en su terminus a quo: la conciencia
divina, la conciencia autónoma humana, la conciencia social) cuanto en el
objetivo o terminus ad quem de las mismas (o si se quiere, en sus fines
operis más que en su fines operantis) satisfacen los requisitos definidos que
hemos considerado en los epígrafes expuestos en el §4 que precede. Las
normas éticas quedarían así definidas por su objetivo material, que no sería otro
que el de la salvaguarda de la fortaleza de los sujetos corpóreos, en la medida
en que ello sea posible, y por los procedimientos que estén a nuestro alcance,

205
por ejemplo, mediante la medicina, definida ella misma como una profesión de
naturaleza ética. Pues aquello que es universal a todos los hombres, y que
establece relaciones de conexividad entre ellos, es precisamente el cuerpo
humano. Y al vincular las normas éticas a la salvaguarda de la vida corpórea de
los sujetos humanos, desvinculamos el campo de la ética del campo de la
conciencia. Por ejemplo, si la infidelidad de un cónyuge respecto de su pareja es
éticamente reprobable, lo será en la medida en que esa infidelidad, hecha
pública, produzca deterioro en la firmeza del otro; pero si esta infidelidad, o el
adulterio correspondiente, se mantienen ocultos, la desviación de la
norma moral de la fidelidad conyugal no constituirá un atentado a la ética. (Para
una exposición general de este asunto puede verse El sentido de la vida, lectura
1, 6.)

Es, por otra parte, evidente que la definición material (materialista) de ética
presupone ya delimitado, como hemos dicho anteriormente, el círculo de los
individuos humanos, entre los cuales tendrá lugar la distributividad de las normas
éticas. Una delimitación que no puede llevarse a cabo en nombre de la ética,
salvo que la ética se tome como signo distintivo, antes que como signo
constitutivo (serían humanos aquéllos sujetos corpóreos respecto de los cuales
mantengo una conducta ética, pero sin que esto implicase que deje de ser
humano lo que no es objetivo de una tal conducta).

En todo caso, la universalidad conexa de la ética materialista es abstracta,


y, por tanto, está sometida a procesos de contradicción dialéctica con normas
morales, sociales, políticas o religiosas. Por ejemplo, en las sociedades en las
que figura la institución de la ejecución capital, la norma ética «no matarás»
queda subordinada a la norma jurídica de la ejecución capital.

Pero también las normas éticas materiales están sometidas a una dialéctica
interna, desencadenada entre ellas mismas, es decir, en la contraposición de las
propias normas éticas. El caso más obvio es el de las norma ética que autoriza
a matar a quien pretende matarme, es decir, la norma de la defensa propia. Esta
norma pone en conflicto la norma ética de la salvaguarda de la vida del asesino
con la norma ética de la salvaguarda de mi propia vida. También se produce un
conflicto entre normas éticas estrictas en situaciones ofrecidas por «la
Naturaleza» en el proceso mismo preciso de la individuación de los sujetos
corpóreos. Situaciones como las de los hermanos siameses, cuya separación
suponga la muerte de uno de ellos, enfrentará a la norma ética de mejorar
(incluso salvar) la vida de uno de ellos, aún contraviniendo la norma ética de
salvar al otro. También en las situaciones en las que hay que elegir entre la vida
de la madre y la vida del feto tiene lugar un conflicto, tradicionalmente reconocido
entre normas éticas.

206
Sin embargo, la operatoriedad de la definición material de ética se hace
patente, principalmente, en los casos en los cuales las transgresiones a la moral
o a la política se presenten enmascaradas como si fueran transgresiones a la
ética, es decir, cuando «en nombre de la ética» se pretenden ocultar, o se ocultan
de hecho, problemas que tienen propiamente un planteamiento político propio,
como son los problemas suscitados por la rebeldía de los dos diputados
socialistas de la Comunidad de Madrid a los que ya nos hemos referido. Al
discriminar, en estas situaciones, la dimensión ética de la dimensión política, no
estamos meramente hablando de nombres, sino de realidades diversas, de
conceptos distintos, y de responsabilidades diferentes.

Muchas situaciones (conductas, actuaciones) calificadas por los políticos


como «atentados contra la ética» son en realidad, como hemos intentado
demostrar, atentados a las normas morales o políticas constitutivas de un grupo
viviente. En efecto, el comportamiento ético exigido a los militantes de un Partido
equivale mucho más a lo que otras veces se llamaba caballerosidad, o
bien honradez, honor o lealtad, que a requerimientos éticos. Porque todas las
virtudes citadas son antes virtudes morales, propias del grupo, que virtudes o
valores éticos propios de los individuos. La caballerosidad es un comportamiento
propio de los caballeros, que han de mantener entre sí relaciones de cortesía
(llevadas a veces al extremo del «dispare usted primero», en el duelo o en la
batalla), evitando los golpes bajos, requiriendo el cumplimiento de los pactos, &c.
Cuando el PSOE requiere al PP «en nombre de la Ética», para que se solidarice
con él, incluso para lograr conseguir que los diputados disidentes de sus filas
devuelvan sus actas, este requerimiento se hará en nombre de un «pacto entre
caballeros». Un pacto que se supondrá implícitamente establecido, al menos,
entre los dirigentes de los Partidos políticos de la partitocracia, que habrían de
mantener entre sí la cortesía parlamentaria y unos mínimos servicios mútuos
(por ejemplo, en cuanto a sueldos, dietas y privilegios, necesariamente
homologables al margen de los enfrentamientos políticos; también en cuanto a
cortesías y favores personales: «hoy por tí y mañana por mí»; lo que
groseramente es percibido por la plebe frumentaria en la sentencia: «los lobos
de la misma manada no se muerden entre sí»).

Pero la cortesía parlamentaria es la virtud moral o política más degradada


en el hemiciclo de las Cortes de la democracia española de 1978; la regla en ese
hemiciclo son las acusaciones, exigencias, insultos, celadas, trampas, juicios
temerarios sobre chapapotes o guerras, tendidos por los caballeros del PSOE o
de IU a los caballeros del PP en el gobierno. Consideraciones análogas habría
que hacer en torno al honor, a la lealtad, a la honradez o a la fidelidad o disciplina
de partido.

207
Pero ni la caballerosidad, ni el honor, ni siquiera la lealtad o la honradez son
por sí mismas virtudes éticas, sino virtudes morales, deontológicas, ciudadanas
o políticas, incluso virtudes propias de una banda de cuarenta ladrones. En
ocasiones estas virtudes se enfrentan incluso con la propia ética: el duelo a
pistola entre caballeros contiene la posibilidad de la muerte del otro, o de la
muerte propia. El Médico de su honra se ve llevado incluso a inducir un
asesinato, en nombre de su honor. La traición o la deslealtad no son formalmente
un crimen ético, sino moral o político. Por ello, suele ser implícitamente admitido,
que el traidor o el espía pueda estar movido precisamente por requerimientos
éticos, tales como la salvación de su vida o de su hacienda, o el cumplimiento
de objetivos humanísticos o religiosos, que se dibujan más allá de los límites de
un grupo, de una nación o de una confesión religiosa. Ni el desertor del campo
de batalla (ni siquiera el tránsfuga al ejército enemigo), el traidor, atenta
directamente contra la ética (aunque pueda hacerlo indirectamente, como «daño
colateral», si su deserción contribuye a desmoronar la firmeza del camarada de
trinchera).

Que un «Comité de Ética» haya heredado de hecho muchas de las


funciones de los antiguos Tribunales de Honor no es razón suficiente para que
la Ética se confunda con la Deontología, o con la caballerosidad. Es cierto que
la mayor parte de los Códigos morales se mantienen a un nivel tal en el que no
aparecen conflictos con las normas éticas. Pero no por ello hay que concluir que
todo código moral presupone formalmente el respeto a las normas éticas: basta
recordar la institución de la vendetta. Y, sobre todo, basta recordar las bandas
mafiosas de nuestros días que, para subsistir como tales, necesitan mantener
con rigor sus propias normas morales, las estrictas normas que regulan la lealtad
de los bandoleros a la banda, y castigan con la muerte fulminante (y no sólo con
la expulsión del grupo) la traición de los militantes (como ocurre con ETA o con
las bandas de narcotraficantes). Las normas morales de las bandas mafiosas no
son normas éticas, sino normas orientadas a asegurar la eficacia (a «levantar la
moral» de los individuos que constituyen el grupo) de las actividades más
horrendas, como son el asesinato por la espalda o las masacres con coches
bomba. Lo que no quiere decir que la condenación de los responsables de estos
asesinatos o masacres sólo pueda fundarse formalmente en motivos éticos (en
la «violación de los derechos humanos»). Porque la condenación ha de fundarse
en motivos políticos. Así, en el caso de España, hay que tener presente que ETA
no sólo asesina a «seres humanos», sino que, selectivamente, lo que asesina
son «seres humanos españoles», por lo que ETA no es tanto enemiga de la
Humanidad, cuanto enemiga de España.

Y todo esto lo decimos sin perjuicio de reconocer las indudables


interacciones que determinadas normas morales o políticas han de tener con las
normas éticas. Aún cuando la ruptura, por parte de un militante, de la disciplina
de su partido, o la de la fidelidad de un socio fundador al pacto con el resto de
208
los cofundadores, no constituya por sí misma una violación a las normas o
valores éticos, sin embargo ello no quiere decir que tales rupturas o deslealtades
no puedan tener implicaciones éticas. Siguiendo ejemplos anteriores: la
infidelidad puede derivar de una falta de firmeza del socio infiel, o la deslealtad
del desertor puede tener que ver con una falta de su generosidad; pero muy
pocos partidos políticos, o muy pocos socios mercantiles, responderán a la
deserción o a la infidelidad de sus socios con «remedios éticos». Darán por
supuesto, aunque no lo digan, que no se encuentran ante una situación de falta
de ética, sino de crisis política o de crisis administrativa de su sociedad.

En cualquier caso no se trata, por nuestra parte, como algunos podrían


pensar, de pretender un mero cambio de denominaciones, a saber, de llamar
«desviaciones morales» a la deserción, a la traición o a la infidelidad, en lugar
de llamarlas «desviaciones éticas». Dirán algunos: «¿qué más da un nombre u
otro? ¿acaso no es todo lo mismo cuanto a la cosa?» Nuestra respuesta es
que no es lo mismo, y que no se trata de un cambio de nombres, sino de un
cambio de conceptos, de conceptuaciones de cosas tales como la traición, la
infidelidad, el asesinato o la deserción política. No es lo mismo llamar
«cuadrado» a un cuadrilátero equilátero que llamarle «paralelogramo
equilátero», pues si así lo hacemos estaríamos muy cerca de la confusión de
este cuadrado con el rombo. Y aunque la confusión pueda ser necesaria en
algunos casos (en aquellos en los que se requiere la ecualización del rombo y
del cuadrado), en otros casos (por ejemplo, en arquitectura) la confusión puede
resultar desastrosa. Otro tanto, y más aún, diríamos cuando nos movemos entre
las figuras que se dibujan en el terreno político.

209
Los «ingenios» de Mingote
Gustavo Bueno

Texto publicado en el catálogo de la exposición Antonio Mingote, 50 años en ABC(mayo-junio


2003), Ayuntamiento de Madrid, Madrid 2003, páginas 69-98

El problema

1. Que Mingote es el mejor humorista o ironista gráfico de nuestro tiempo


es una opinión común, a la que me adhiero. El objetivo de las consideraciones
que siguen no es otro sino analizar los «mecanismos» del humor o de la ironía
de Mingote. Análisis que muchos estimarán, sin duda, superfluos (no hace falta
saber fisiología para digerir bien); pero sin embargo, me parece que este análisis
está justificado por el mero hecho de ser posible.

2. Mingote, se dice, viene cultivando durante décadas enteras, y sin perder


un solo día, un «género peculiar de chiste profundo, que hace meditar» (otros
dicen: «que da que pensar»). Sin duda, pero ¿qué es eso de «meditar»? O bien,
¿qué es eso de «pensar»?

Sin duda, medita profundamente o piensa profundamente el que no se


mantiene en la superficie (en el mero chisme obsceno, dicho en voz baja, en el
curso de una conversación jocosa). Pero ¿cómo medir la superficialidad? Sin
duda, hay chistes no superficiales, acaso aquellos a los que Gonzalo de Berceo
se refería para designar arcanos o adivinanzas teológicas. Pero ¿acaso un
chiste, por ser teológico, tiene asegurada su profundidad? Algunos llaman
teológico a un chiste de vascos que corre por ahí: «—Oye, Pancho, ¿Dios es
nombre o apellido? —Apellido, hombre. —¿Pues cuál es su nombre? —
Cagüen.» Este chiste tiene gracia, sin duda, sólo que más que de chiste teológico
habría que clasificarlo de chiste «vascológico». Algunos consideran como canon
de la máxima profundidad, en el terreno del humor gráfico, una escena de
Máximo en la que un Dios Padre envuelto por las nubes, y con rostro preocupado
y deprimido dice: «Me encuentro raro últimamente. Debo ir al teólogo.» Es un
tema de Máximo que Mingote cita con variaciones. Ahora bien: ¿qué sentido
tiene decir que este «pensamiento profundo» de Máximo es profundo por ser
teológico? Porque el chiste será bueno, pero no es teológico. Para un teólogo
natural (es decir, para un aristotélico iconoclasta) el chiste de Máximo es el colmo
de la superficialidad, porque ese Dios, con cara deprimida, no es el Dios de los
teólogos, es un Zeus mitológico «que amontona nubes». El Dios de los teólogos
naturales es incorpóreo, no tiene barbas, no puede ser representado, ni menos
210
aún puede estar deprimido. Por eso el chiste de Máximo es, teológicamente,
frívolo, y su estructura es paralela a la de otro dibujo en el que figurase un cubo,
pero rotulado como octaedro, y con una frase que dijera al pie del dibujo: «Me
encuentro raro con tantas caras, debo ir al geómetra.»

«Los chistes de Mingote nos hacen meditar, después de sonreír.» Sin duda,
pero meditar ¿en qué? Cada cual puede meditar sobre asuntos muy diversos
que el dibujo pueda sugerir «por asociación libre»; pero lo que nos importa es
determinar si son las escenas de Mingote las que conducen internamente a
ciertas «meditaciones» más que a otras. Si esto fuera así, habría que admitir que
las escenas de Mingote no son «completas», «clausuradas», sino que, por el
contrario, han de verse como escenas «abiertas» que piden ser desbordadas,
pero no aleatoriamente, sino determinadamente, orientándose en algunas
direcciones más que en otras.

3. La dificultad mayor que seguramente presenta el problema del análisis


especificativo de la obra de Mingote deriva de la tentación por los tratamientos
psicologistas, en el límite «existenciales»; porque estos análisis fácilmente nos
llevan a la imposibilidad de decir nada específico, anegándolos en
puntualizaciones génericas, tales como «la soledad del hombre», «la estupidez
de la gente», &c. Y esto, tanto cuando el análisis va referido al autor (al
«creador», dirán los menos teólogos), cuando va referido al intérprete.

Por referencia al autor: uno de los adjetivos que con más frecuencia se
repiten para caracterizar las obras de Mingote es el de «ingeniosas»; casi todo
el mundo encarece su ingenio y, más aún, su genio. Pero un ingenio considerado
desde una perspectiva psicológica. Un ingenio entendido como posesión
eminente de ciertas facultades intelectuales (por ejemplo, la capacidad de tener
ocurrencias). A fin de cuentas esta fue la perspectiva principal desde la cual
analizó el ingenio Huarte de San Juan en su Examen de ingenios, 1575 («ingenio
deriva de in genere, engendrar dentro de sí, producir con el entendimiento»).
Pero Huarte de San Juan añade la observación de que difícilmente se encuentra
«hombre de muy subido ingenio que no pique algo en manía, que es una
destemplanza caliente y seca del cerebro». Algunos, como H. Weinrch, han
creído ver en esta observación de Huarte de San Juan el origen del adjetivo que
Cervantes aplicó a su héroe, al «ingenioso hidalgo». Y otros, con Martín de
Riquer, llevan esta interpretación aunque, tímidamente, hasta la posibilidad de
una interpretación tal como la del «desequilibrado Hidalgo». Ocurrencia que nos
parece disparatada, incluso como sugerencia. ¿Por qué no se acuerdan también
los eruditos, en el momento de tratar de entender el adjetivo titular que Cervantes
dio a Don Quijote, de otros usos tradicionales del adjetivo, relacionados con el
oficio de un caballero que busca defender «el castillo interior» de su honra? En
el Fuero juzgo, Ley 14, Título 18, Partida 2ª, leemos: «ingenioso debe ser el

211
Alcayde, porque es cosa que se le toma en gran provecho para guardar de su
castillo». En este sentido, «ingenioso» tiene que ver con una facultad de
repentizar, de combinar recursos disponibles, de urdir atajos para coger al
enemigo en una encerrona. El ingenio militar tiene que ver con todo esto: el
«ingenioso dispositivo» que Anibal dio a su ejército en Cannas.

Seguramente Huarte de San Juan ya fue víctima de una fisiología ficción,


fundada en la teoría hipocrática de los humores: la «destemplanza» que él
observa en el ingenioso podría interpretarse de un modo más positivo en el
terreno del ingenio objetivo, del que hablaremos más adelante. Y con esto no se
trata de ignorar la importancia de la concepción psicológico-subjetiva del ingenio
y de la potencia de su traducción. «Vulgarmente –dice Covarrubias en 1611–
llamamos ingenio a una fuerza natural del entendimiento, investigadora de lo que
por razones del discurso se puede alcanzar en todo género de ciencias,
disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños». Esta
perspectiva psicologista será también habitual, fuera de España, cuando se trata
del ingenio, y sobre todo por parte del espiritualismo cartesiano, que
precisamente procederá, siguiendo la inercia de su lengua, como si el espíritu,
se definiera por el ingenio, y recíprocamente. Sus Regulae ad directionem
ingenii (comenzadas en 1628) se traducirán por la expresión Reglas para la
dirección del espíritu (Regla XIV: preparar la intuición del orden; aquí se agota
toda la habilidad de la razón. Pero aunque la razón es participada por todos los
hombres, no todos saben aplicarla a cada caso adecuadamente; para ello
necesitan ingenio). En el materialismo francés posterior, en gran medida
derivado del cartesianismo, por ejemplo, el materialismo de Helvetius, en su
tratado De L'Esprit encontramos también que al menos en las artes, «el espíritu
es el talento», con lo que espiritual equivale a sutil o a ingenioso.

Si desistimos de interpretar el ingenio desde una perspectiva psicológica o


formal, no es tanto porque neguemos que esta perspectiva no nos permite
caracterizar diferencialmente a unos hombres respecto de otros (y aun a
clasificar a las personas en ingeniosas y en torpes, bastas, cuadriculadas, &c.),
y esto sin perjuicio de que las personas psicológicamente torpes, sean en
ocasiones más profundas que las personas ocurrentes e ingeniosas. La
perspectiva psicológica, en el análisis de la ingeniosidad, nos pone delante de
un espacio vacío si se contempla esta ingeniosidad directa o indirectamente; y
sólo comienza a adquirir relieve indirectamente, o mediatamente, cuando se la
analiza a través de los objetos mismos que, por hipótesis, ella produce, y que
precisamente llamamos también «ingenios» en sentido objetivo o material: «las
mismas máquinas inventadas con primor –dice Covarrubias, refiriéndose por lo
menos a los ingenios mecánicos–, llamamos ingenios, como el ingenio del agua
que sube desde el río Tajo hasta el Alcazar de Toledo, que fue invención de
Juanelo, segundo Arquímedes». Y como el mismo Covarrubias, al exponer el
concepto vulgar de ingenio (que viene a ser el concepto subjetivo) habría
212
comprendido en él tanto a las facultades o disciplinas mecánicas, como a las
liberales, así también sería ilógico exceptuar a los «ingenios liberales» del
concepto general de los ingenios objetivos, como si únicamente fuesen ingenios
objetivos los mecánicos.

El concepto de ingenio objetivo, en cualquier caso, no tiene por qué


considerarse como denominación extrínseca del concepto de ingenio subjetivo
(como una simple metonimia análoga a la que proyecta el concepto de Iglesia,
como asamblea de los fieles, sobre el templo que los acoge). Pues si el ingenio
subjetivo o formal se toma como causa operatoria de cada ingenio objetivo o
material, será el ingenio objetivo (generalmente extrasomático, aunque también
puede consistir en gesticulaciones mímicas) el que deba tomarse como causa
determinativa o ejemplar del ingenio subjetivo. Es el ingenio objetivo, ya
constituido, el que nos permite, en todo caso, regresar, como a una causa
cooperante, no creadora (puesto que es la materia objetiva la que tiene también
función conformadora), al ingenio en sentido subjetivo y la que hace posible
diferenciar unos ingenios subjetivos de los otros, según el principio tradicional:
«las facultades subjetivas se especifican por sus objetos».

No estamos negando, por tanto, el ingenio o la ingeniosidad a Mingote,


como autor o creador de cientos y aún miles de ingenios objetivos, liberales, más
que mecánicos; estamos afirmando que el ingenio subjetivo de Mingote sólo
puede ser analizado en función de sus obras, y sólo a partir de estas obras
podremos especificar diferencialmente, los ingenios liberales de Mingote, de los
ingenios mecánicos de Juanelo, pongamos por caso; y, más aún, acaso los
ingenios irónicos (o humorísticos) de Mingote, de otros ingenios liberales, pero
no irónicos, como pudieran serlo los sistemas de reglas para la integración de
las funciones exponenciales.

213
Por referencia al intérprete de las obras de Mingote: diremos, ante todo, que,
al margen del intérprete, el ingenio objetivo permanecería en un estado
meramente virtual, porque el ingenio irónico, como lo vemos incluye al intérprete
en su propia estructura. No es que el ingenio irónico tenga en sí una ironía o
humor interno que ulteriormente pudiera ser o no ser entendido por el intérprete.
La ironía, el humor y el ingenio es un juego que requiere la cooperación o
complicidad del intérprete, a la manera en como el juego del ajedrez requiere
dos jugadores, porque nadie puede jugar al ajedrez consigo mismo.

Y sin embargo, el tratamiento psicológico del intérprete de los ingenios


irónicos o humorísticos suele ser considerado, en consecuencia, como la vía más
profunda para el análisis de los chistes. Así procedió S. Freud en su obra
maestra El chiste y sus relaciones con el inconsciente. Ahora se pondrá el acento
en las «magnitudes psíquicas», tales como «sorpresa» o «disfrute». El ingenio
irónico debe ser tal que sea capaz de producir una «sorpresa placentera», que
se agote en sí misma, sin trascender de su propio ejercicio (lo que nos recuerda
no sólo la «acción inmanente» de los escolásticos, sino también la «finalidad sin
fin» de Kant). Y no negamos que la sorpresa sea la que determina la «descarga»
de «energía psíquica» (intelectual, emocional) que si produce sonrisa o
carcajada es (se dice) porque es placentera. Con esto se discrimina ese tipo de
sorpresas de otras sorpresas que desencadenarán terror o asombro (o, para
decirlo en el lenguaje del síndrome general de adaptación de Selye, que produce
«reacción de alarma»). Pero, a parte de esta discriminación, lo de «placentera»
no añade nada a la sonrisa o a la carcajada; y esto aún suponiendo que toda
sonrisa o carcajada sea placentera, porque las carcajadas pueden ser dolorosas
o suscitadas por problemas inquietantes y «trascendentes». En cualquier caso,
lo que importa es determinar por qué tiene lugar la sonrisa o la risa, en relación
con la estructura objetiva del ingenio irónico o humorístico. Es esta estructura la
que da la razón de la sonrisa o de la risa, y no la sonrisa o la risa la que da la
razón de la estructura del ingenio irónico o humorístico. Otro tanto ocurre con el
«disfrute», o con la reacción placentera. En los últimos años puede observarse
un incremento notable de la apelación al concepto de «disfrute» como razón y
justificación de cualquier acto o proyecto personal. Se trata de un paso más en
el avance imparable del psicologismo. El crítico musical termina diciendo para
subrayar el éxito de un concierto sinfónico, que el público «disfrutó»
intensamente; lo mismo dirá el crítico teatral o el crítico deportivo («los
espectadores disfrutaron mucho del juego del equipo visitante»). El disfrute
parece tratarse como si fuera una magnitud homogénea que establece la calidad
de las cosas más heterogéneas según el modo de recepción en el sumidero
psicológico. Pero ¿cómo medir una sinfonía por el disfrute o fruición de los
oyentes? ¿Acaso no hay mayor disfrute aun en una sesión de rock? ¿Acaso
muchos no disfrutan, propiamente, ante una sinfonía, si es que se torturan
tratando de averiguar sus mensajes? No decimos que la gente no disfrute de los
chistes de Mingote; decimos que otros no disfrutan de ellos, se irritan, y otros
214
simplemente no los entienden; por lo que es irrelevante que disfruten o dejen de
disfrutar para medir el alcance de estos ingenios.

4. Al excluir el punto de vista psicológico, excluimos también el mismo punto


de vista del autor o creador de los ingenios. El autor de una obra maestra queda
segregado de ella misma. «¿Quién soy yo para arreglar esta obra maestra?»,
decía Oscar Wilde al director escénico de una comedia suya, una de cuyas
escenas pretendía rectificar. Consideramos, por tanto, irrelevantes, las
intenciones subjetivas del autor de una obra maestra. Las intenciones objetivas
están grabadas en la propia obra y no hace falta que el autor nos las explique,
porque a veces las estropea con su discurso. «Escultor, trabaja y no hables»,
decía Goethe a un escultor. Nos dará lo mismo saber si Mingote busca corregir
la realidad o compadecerse bondadosamente de sus miserias, si está
angustiado por la soledad, o si ésta es para él ante todo un tema retórico (como
lo fue al parecer el tema de la muerte para Unamuno). Mingote ha dicho en
alguna ocasión: «No tengo la pretensión de que los chistes arreglen nada; pero
tienen que contribuir, en la medida que sea, a formar una conciencia de las cosas
que están mal.» Preguntamos por nuestra parte: ¿para qué tendrían que
contribuir a formar esa conciencia si no es para arreglar algo? Esto suscita la
cuestión del significado de la conciencia gnóstica, puramente especulativa, la
conciencia de la fuga seculi, la de Plotino, al definir al sabio como conciencia de
la intrascendencia de lo que ocurre en el asalto a las ciudades o en la matanza
de sus habitantes. Se sabe, sin embargo, que los chistes de Mingote han ejercido
influencia positiva real (pero esta influencia no es ninguna medida de su ingenio).
José Manuel Vilabella en su Teoría de Mingote nos cuenta un caso de influencia
fulminante de uno de los ingenios de Mingote a través de uno de sus intérpretes,
el general Franco: «En una ocasión Mingote publicó en ABC un chiste sobre la
construcción de los Nuevos Ministerios. La obra estaba paralizada hacía años y
los madrileños se preguntaban qué ocurría y por qué los andamios estaban
vacíos. En la viñeta de Mingote el vigilante de las obras interrumpidas decía algo
así: "No gano mucho en este trabajo, pero no me puedo quejar porque es un
empleo para toda la vida". Al día siguiente Franco se presentó en el Consejo de
Ministros con un papelito en la mano y todos los asistentes pudieron advertir que
se trataba de un recorte de periódico: "¿Qué pasa con las obras de los Nuevos
Ministerios?", inquirió airado el general. Los ministros se miraron estupefactos,

215
unos se encogieron de hombres, el del ramo articuló una disculpa algo torpe y
otro empezó a decir: "Como usted sabe, excelencia"... Franco los interrumpió a
todos con un ademán enérgico. "Nada, nada. Que se termine esa dichosa obra".
Y con un gesto teatral echó sobre la mesa el recorte de periódico. Los ministros,
aterrorizados, se levantaron a medias de sus asientos y miraron aquel papelito
que en la inmensa mesa de caoba parecía un diminuto barco a la deriva. Era,
naturalmente, el chiste de Mingote.»

Estas informaciones sobre los efectos que puedan tener los ingenios de
Mingote, así como los fines psicológicos de su autor, tienen, sin duda, mucho
interés, pero solamente de un modo indirecto nos conducen hacia el análisis de
la estructura interna de la obra misma. El verdadero alcance de esta obra habrá
de atenerse a los contenidos internos de la obra según su finis operis, que, sin
embargo, no está desvinculado de los propios intérpretes.

En lo que sigue nos atendremos, a efectos de citas, al libro El hombre solo y


a la antología publicada en «Temas de hoy», Lo mejor de Mingote, 1.

I
La estructura general de los ingenios de Mingote

1. Entendemos que los dibujos de Mingote no están dirigidos a la mera


contemplación especulativa del público. Si no me equivoco, las escenas de
Mingote, además de sus componentes representativos y, por supuesto,
expresivos (de la psicología del propio autor) tienen un componente apelativo de
importancia central, en tanto que suponemos que van dirigidos al público a fin de
sugerirle que complete o desarrolle alguna de las relaciones implícitas en la
escena. En gran medida, los ingenios de Mingote cuentan con esta colaboración
del intérprete y en el proceso de la misma es en donde tendría lugar la
meditación, la sonrisa o la risa, si es que se produce.

216
Las figuras gráficas de Mingote se ofrecerían como símbolos que piden una
interpretación por parte del intérprete. Dicho en las palabras que Maimónides
utiliza en su Guía de perplejos: «existe una gran diferencia entre el conocimiento
que el que produce una cosa posee con respecto a ella [diremos aquí: el
conocimiento emic de Mingote, en cuanto autor de sus dibujos] y el conocimiento
que poseen otras personas con respecto a la misma cosa. Supongamos que una
cosa sea producida de acuerdo con el conocimiento del productor; en este caso
el productor estaría guiado por su conocimiento en el acto de producir la cosa.
Sin embargo, otras personas que examinan esta obra y adquieren un
conocimiento de la totalidad de ella para este conocimiento, dependerá de la
obra misma. Por ejemplo, un artesano hace una caja de la cual las pesas son
movidas por la corriente de agua e indican de este modo cuántas horas han
pasado... Su conocimiento no es el resultado de observar los movimientos tal y
como en realidad se desarrollan, sino que por el contrario, esos movimientos se
producen de acuerdo con su conocimiento. Pero otra persona que mire ese
instrumento, recibirá conocimiento fresco en cada momento que perciba.
«Cuanto más observa, más conocimientos adquiere, hasta que comprende la
maquinaria por completo.» Las obras de Mingote, tal como las entendemos, son
conjuntos complejos de rayas y puntos, maquinados, y puestos en escena, para
ser «descifrados» por sus intérpretes, y calculados para que el público
reconstruya las relaciones que vinculan las partes formales de la escena
ofrecida. Aunque los dibujos ofrecen simultáneamente todas las partes formales,
sin embargo, con frecuencia, el intérprete debe introducir una sucesión de
operaciones, recorrer un tiempo, un «discurso». El curso del tiempo se impone
al intérprete porque también las partes formales del ingenio suelen ser
temporales, es decir, están dadas en un tiempo u orden de sucesión de
movimientos. Un hombre riega un arbolito del que pende una soga de ahorcar:
será preciso recorrer intencionalmente el intervalo tiempo que ha que transcurrir
desde que el hombre riega el árbol joven, hasta el momento en que pueda crecer
y ser apto para que el hombre pueda colgarse de él.

217
Podríamos comparar, según esto, los dibujos de Mingote con las cajas
enigma, artificiosamente dispuestas, como un conjunto de piezas dispuestas
para ser abiertas o «puestas en escena»: el enigma no reside propiamente en el
mensaje que eventualmente podría haberse depositado previamente en el
interior de la caja, sino en el mismo desciframiento de las relaciones entre las
piezas ofrecidas y de lo que se contiene tras ella. No se busca, según esto, tanto
la sorpresa y el descubrimiento que la caja pueda encerrar, cuanto el
desciframiento de las relaciones entre las partes que aparecen envueltas en el
fenómeno global.

2. Ahora bien, aunque se conceda la condición de ingenios objetivos a los


dibujos de Mingote es obvio que esta condición sigue siendo muy genérica, entre
otras cosas porque la naturaleza de los fines operis de los diferentes ingenios es
muy diversa. Hay ingenios (sean cajas negras, sean cajas enigmáticas, sean
cajas transparentes) que, aunque por su génesis, proceden de operaciones
humanas, por estructura han segregado aquella génesis: son ingenios
automáticos (como por ejemplo, las ruedas de canjilones que elevan el agua de
un río, que podemos contemplar instalados en el Guadalquivir). Hay otros
ingenios que requieren la intervención del sujeto operatorio que los interpreta,
ingenios operativos, y a esta clase de ingenios pertenecen, desde luego, como
hemos dicho, los de Mingote. Pero aun dentro de esta misma clase de ingenios,
ofrecidos a la manipulación o a la interpretación del sujeto, habrá que distinguir
los ingenios irónicos o de humor, de los ingenios neutros a ese respecto; ingenios
que, sin embargo, podrían ser lúdicos, como sería el caso de las cajas enigmas.

Hay muchos ingenios que, por su intención, tienen un carácter neutro, no


tienen intención irónica o humorística, como puedan serlo las adivinanzas
usuales, ya en sociedades primitivas, pongamos por caso, las adivinanzas de los
fang («una bola recorre el cielo todos los días»; este ingenio es ofrecido a los
miembros del grupo para obtener de ellos la respuesta que parece adecuada, en
este caso, «el Sol»). Estas adivinanzas no tienen probablemente una intención
irónica o humorística; su funcionalismo, antes que crítico es más bien
pedagógico, y orientado a fijar conceptos dados en el mundo práctico, mediante
metáforas estereotipadas. Sin duda, las adivinanzas o los problemas adivinanza,
pueden estar muy cerca de la ironía, sobre todo si la metáfora o la metonimia
que ellos piden llevar a cabo requiere una catacresis característica, como sería
el caso del enigma de la esfinge, preguntando por el animal que de niño anda a
cuatro patas, de adulto a dos y de viejo a tres.

218
No cabe afirmar por tanto que el ingenio es de por sí un ingenio irónico,
salvo que «todo ingenio» comience siendo sobrentendido como «todo ingenio
irónico», que es lo que acaso presuponía Bergson en La risa: «una frase
ingeniosa nos hace sonreír cuando menos, y, por lo tanto, para completar el
estudio de la risa es preciso internarnos en la naturaleza de lo ingenioso, hay
que esclarecer su idea fundamental.» Bergson, circunscrito al ingenio irónico o
humorístico cree poder caracterizarlo como una «cierta dramática manera de
pensar y, más en concreto, a una cierta disposición que tiende a esbozar como
de pasada, unas escenas de comedia, pero tan discreta, tan ligera y tan
rápidamente que todo haya concluido cuando lo empezamos a advertir». Se diría
que Bergson se limita en este análisis a definir «lo mismo por lo mismo», o si se
prefiere, «lo mismo genérico por una especie suya»; no analiza el ingenio irónico,
en general, sino subrogándola al ingenio de la comedia. Y si hay algo importante
a nuestro entender en el análisis bergsoniano de los ingenios irónicos es la

219
indicación del ingrediente operatorio que consideramos como esencial a estos
ingenios.

Pero hay ingenios que no son irónicos o humorísticos, como sería el caso
de las adivinanzas fang a las que ya nos hemos referido. Otra cosa es que a un
ingenio neutro, incluso automático, como podría serlo la rueda de agua del
Guadalquivir, pueda acompañar «oblicuamente» una sonrisa suscitada en el
momento en el que reconocemos en tal ingenio lo que tiene de burla que el
ingeniero (Juanelo, por ejemplo) hace al curso espontáneo del río, a una
Naturaleza dramatizada, o, más sencillamente, a nuestras propias ideas
subjetivas implícitas sobre la imposibilidad de que las aguas de un río puedan ir
hacia arriba aprovechando su mismo impulso hacia abajo, «agarrándose de sus
propios cabellos»; ideas que el propio ingenio es el que obliga a rectificar (la
sorpresa que pueda derivarse de esa rectificación es la que puede expresarse
no como causa sino como efecto, en la sonrisa). El ingenio automático más
primitivo ideado por nuestros antepasados es acaso el cepo; un ingenio que, por
sí mismo, no tiene nada de ingenio orientado a producir risa o sonrisa. Cuando,
sin embargo, el animal «cae en la trampa» es muy probable que el cazador
sonría, precisamente porque está experimentando la rectificación o crítica del
curso de concatenaciones naturales que siguen su propia ley, en beneficio suyo,
y que se vuelven contra él. Esto se ve muy claramente en el llamado cepo
etológico, mediante el cual el chimpancé que ha metido la mano en una calabaza
de cuello estrecho llena de cacahuetes, no puede sacar el puño que aprieta y
queda atrapado por su mismo instinto pero utilizado al servicio del cazador, en
funciones de «genio maligno» del primate. Sin duda el cazador, al contemplar a
su presa sonreirá, aunque su ingenio no estaba orientado a la sonrisa. Pero hay
sin embargo una especie de ironía objetiva, ligada a la técnica humana, en la
medida en que esta técnica «burla o engaña a la Naturaleza», porque puede
variar sus cursos en virtud de una dialéctica interna que deriva de la confluencia
de cursos diferentes en los que ha intervenido la conducta operatoria.

220
No todo ingenio es, según lo que venimos diciendo, directamente irónico o
humorístico. En cambio, nos parece que hay que afirmar que toda ironía o todo
humor ha de ser ingenioso en diverso grado y, por tanto, debe ser artificioso,
preparado o puesto en escena para el efecto. Dicho de otro modo, no sería
posible comenzar intentando determinar la naturaleza de la ironía o del humor,
tratando de situaciones que estuviesen al margen de los ingenios
correspondientes. No se podría pasar a la especificación de la ironía o del humor
como si fuera ingeniosa, sino que más bien habría que comenzar por el ingenio
para poder ulteriormente especificar la naturaleza de los ingenios irónicos o de
los ingenios humorísticos, supuesto que ambos tipos de ingenio no se reduzcan,
a lo mismo.

Por nuestra parte, vamos a ensayar aquí un criterio de distinción entre


ambos tipos de ingenio fundándonos en la diferente naturaleza o estructura de
aquello que suele considerarse ironía («si siguen ustedes dando limosnas en tal
abundancia acabarán con los pobres y, por tanto, harán imposible la caridad») y
de lo que suele considerarse humor (un explorador blanco está siendo cocido en
una gran olla por dos nativos africanos negros; tiene un pañuelo que rodea su
boca y el jefe pregunta la razón de esa mordaza: «es para evitar que se coma
las patatas»). La dificultad estriba en acertar con los criterios precisos. Bergson
en el mismo libro citado improvisa (parece) un criterio que le permite «salir del
paso» en el asunto que a la sazón le ocupa: la ironía tendría lugar cuando
exponemos un deber ser, como si fuese así en realidad («fingiendo creer en su
ser»); el humor «más científico», sería el reverso de la ironía, porque en él se
acentúa, con indiferencia cada vez más fría, el detalle de la realidad (diríamos:

221
el deber ser se oculta bajo el disfraz del ser: «el humorista sería un moralista que
se encubre bajo el disfraz del sabio»). Pero el criterio propuesto por Bergson es
muy débil, porque dentro de sus propias coordenadas elude otras dos
situaciones obligadas en su combinatoria: «fingir un deber ser por otro deber
ser» o «fingir un ser por otro ser». Además sobreentiende gratuitamente que las
normas que parecen desviadas por el ingenio irónico son normas morales,
cuando puede ocurrir también que esas normas en realidad sean simplemente
leyes naturales. Y, por ello, obligan a una conclusión errónea al atribuir al
humorista la condición de moralista, como si el humor pretendiese
necesariamente «ser edificante», corregir o rectificar costumbres y no
simplemente constatar el «carácter paradójico de la realidad».

Si mantenemos el supuesto, que hemos establecido o postulado, de que


tanto la ironía, como el humor, son determinaciones del ingenio operatorio,
podemos intentar dibujar una distinción de principio partiendo de ciertas
características comunes (genéricas) susceptibles de ser ulteriormente
especificadas, a saber: ironía y humor estarían asociados a procesos en los
cuales se desarrollan, real o intencionalmente cursos de acontecimientos,
personales o impersonales, dotados cada uno de una «lógica interna» pero de
suerte que su confluencia (en alguno de los puntos de su intersección) determina
una desviación o rectificación de la lógica interna de alguno de tales cursos.
Desde este punto de vista, los procesos en los que aparece la ironía o el humor
podrían considerarse como dialécticos, ya sea porque en ellos tiene lugar una
divergencia de algún curso que procedía como siendo «idéntico a sí mismo» (en
el límite, una metábasis), ya sea porque en ellos tiene lugar una convergencia
de cursos en principio diversos (en el límite, una catábasis). Ahora bien:

(1) La ironía tendría lugar en el momento en el cual los sujetos operatorios,


que actúan bajo normas, se ven obligados («por encima de su voluntad», por
tanto, sin connotaciones morales), en virtud de una disposición artificiosamente
preparada o maquinada por el artista (pero contenida en el ámbito de las propias
normas) a desbordar esas normas. Con esto no se trata propiamente de
«corregir», mediante la ironía, una conducta, sino acaso simplemente de
constatar los límites de las propias normas, o incluso de la normatividad en
general. La ironía sería así, esencialmente procesual, y podría comenzar su
curso (como es el caso de la ironía socrática) aceptando, o poniéndose en el
lugar del mismo curso de las normas que se suponen dadas, hasta llegar a
desbordarlas. Esta característica es precisamente la que se recogía, aunque de
un modo más bien torpe (abstracto, por eliminación del componente procesual)
en las definiciones de ironía ofrecidas antaño por los preceptistas de Retórica.
Por ejemplo, I. Kleutgen, definía así la ironía en su Ars dicendi: «Ironia tropus
est, quo verbum vel sermo a propia in contrariam significationem traducitur»; en
su estado extremo, la ironía se convertía en sarcasmo, diasirmo o plenasmo.

222
Ahora bien: la ironía implica de algún modo que, con algunas palabras
dadas, se esté queriendo decir la significación contraria (antífrasis, &c.); pero es
necesario añadir que las palabras dadas se referirán a situaciones en las cuales
los sujetos operatorios siguiendo el curso de esas operaciones (significadas por
las palabras) llegan internamente a resultados que contradicen, rectifican (o
«ponen en ridículo»), las mismas normas de las que se partió; una ironía que
podríamos llamar apagógica. Así, la ironía bíblica, tantas veces analizada, de
Elías (III Reyes, XVIII 26, 27). Elías se encara con los sacerdotes de Baal, que
habían estado llamando a su Dios desde la mañana al mediodía. Elías les dice:
«llamadle a grandes gritos, porque como es Dios, quizá esté pensando en algo;
podrá ser que está ocupado o de viaje, quizá esté durmiendo, y vuestros gritos
le despertarán.»

Un ejemplo de ironía en este sentido nos lo ofrece el ingenio de Mingote que


corresponde al número 28 del libro publicado en «Temas de hoy» antes citado.
Dos matrimonios están viendo con atención absorbente la pantalla de un
receptor de televisión cuyo reverso, obscenamente (es decir, «puesto en
escena») destapado muestra sus lámparas y cables al espectador; en primer
plano, dos niños –se supone que son los hijos de los matrimonios–; uno de ellos
explica al otro: «...y la cámara de rayos catódicos transforma los impulsos
variables de la luz en impulsos eléctricos, los cuales son amplificados y
transmitidos por ondas ultracortas al receptor, que hace la transformación
inversa, para que las personas mayores puedan ver anuncios de jabón, fútbol y
cosas así.» Este ingenio de Mingote podría analizarse de este modo: actúan en
él dos cursos paralelos y convergentes de operaciones normadas en marcha,
cada uno con una lógica interna de su propio discurso: la lógica propia del curso

223
de las operaciones de los adultos, que se mueven en un mundo de intereses
pragmáticos o vulgares (en los que juega un papel principal el jabón o el fútbol),
–curso al que hay que reconocer un funcionalismo familiar, social o cultural
indiscutible– y la lógica del curso de las operaciones de la más alta tecnología
de nuestro siglo, «encarnada» aquí en un niño. Sin duda, también un adulto
podría seguir la lógica de la alta tecnología; pero la mayoría de los adultos de
una sociedad seguirá la lógica de la sociedad de consumo; sólo el que se
mantiene al margen de esa sociedad puede seguir el curso verdaderamente
asombroso de la televisión desde el punto de vista técnico. En todo caso la ironía
de este ingenio no tiene por qué interpretarse de un modo edificante, y no tiene
por qué ir dirigida a lograr que los adultos se liberen de su vulgaridad y se
circunscriban a la tecnología científica. En cualquier caso, esta «moraleja» es
ajena a la ironía que tiene lugar precisamente, si no lo entendemos mal, no en el
momento de una eventual recuperación, sino en el momento de la caída o
desviación (degradación, dirán algunos) interna del genial invento en
aplicaciones comparativamente tan vulgares, y aun estúpidas que,
paradójicamente, van asociadas a la genialidad de los creadores de la televisión.
La ironía nos conduce aquí a la constatación de cómo es posible, o muy probable
que las creaciones humanas más sublimes en el terreno de la tecnología
terminan siendo un instrumento para el consumo de los bienes más vulgares o
triviales, que sin embargo, permiten que aquellos grandes inventos sublimes
puedan tener realidad. Parece evidente que si el curso de la lógica técnica
invadiese las propias pantallas de televisión, la televisión desaparecería como
instrumento social general y se convertiría simplemente en un instrumento de
laboratorio de Física.

224
(2) El humor, en cambio, tendrá lugar en el momento en el cual los sujetos
operatorios, sin perjuicio de ajustar sus conductas a normas determinadas se
ven constreñidos, por las circunstancias exteriores, a comportarse como
autómatas, y de forma tal que sus propias normas les conducirán a situaciones
que les llevarán a acogerse a las normas opuestas. He aquí una situación de
humor preparada en el ingenio número 15 de la colección de obras de Mingote
antes citada: subrayamos ante todo que esta situación no necesita texto, porque
los dibujos hablan ahora por sí mismos: un náufrago, agarrado a una balsa
mínima (se supone que ha sido armada por él, o en todo caso utilizada por la
norma de «salvar la vida») advierte que el viento, la inercia, o alguna corriente
de alta mar, le lleva irremisiblemente a un islote tan pequeño como la balsa, y en
el cual está montada una horca con su soga correspondiente ya preparada (es
decir, está montado un artilugio, presidido por la norma: «matar la vida por
ahorcamiento»). El humor, negro en este caso, de la situación tiene lugar cuando
el intérprete continúa las secuencias iniciales ofrecidas por el ingenio (ingenio
que tiene ya por tanto «calculadas» estas continuaciones) o cuando advierte que
el náufrago, gobernado por la norma de su salvación, es arrastrado «por encima
de su voluntad» a un islote en el que el «instrumento para matar» va a tener que
ser utilizado como único recurso disponible, a mano, como un destino al que,
casi como un autómata, habrá de acogerse si no quiere someterse a los
sufrimientos más horribles (el ingenio de Mingote no excluye la posibilidad de
que la horca hubiera sido dispuesta por algún individuo benevolente que
ofreciera, a un náufrago eventual, la posibilidad de una eutanasia relativa). Sin
duda, el náufrago que llega al islote podría acaso, en virtud de su libertad,
rehusar a la solución eutanásica, esperar a que pasase un barco y lo salvase de
verdad; pero si se diera este curso, la «gracia» del humor de esta situación se
evaporaría íntegramente. Luego el humor sólo permanece, al parecer, cuando
se desencadenan los automatismos que gobiernan a las normas por encima de
la voluntad de los sujetos que se dirigen por ellas.
Concluimos: tanto la ironía como el humor así entendidos, implican el
desarrollo interno de procesos de los cuales se deriva internamente (y no por
apariencia artificiosa o por un exabrupto extrínseco) la rectificación dialéctica, o
incluso la crítica, si no a la situación sí a las representaciones metafísicas o
ingenuas que de ella puedan ser mantenidas. Las escaleras de Escher son
paradojas que no pueden ser llamadas irónicas o humorísticas, porque son
contradicciones topológicas y no permiten una dialéctica operatoria efectiva (son
meras ilusiones ópticas); pero no hace falta apelar a las contradicciones
topológicas; son suficientes los contrasentidos gráficos, arquitectónicos o
escultóricos dispuestos ad hoc para mostrar ejemplos de ingenios que no son
irónicos ni humorísticos por sí mismos, puesto que no derivan internamente de
cursos operatorios efectivos; aunque, si pueden ser utilizados en contextos
irónicos o humorísticos, no es tanto en función de ellos mismos, sino de las
representaciones de quienes los contemplan (es el caso de los «objetos
imposibles» de Jacques Carelman: una sierra de arco con los dientes orientados

225
hacia dentro; dos bicicletas frente a frente, pero con la rueda delantera común;
permítaseme decir, de pasada, que la denominación «objetos imposibles» nos
parece de todo punto inadecuada, y aun metafísica –o patafísica, como acaso
querría Carelman– porque esos objetos son realizables tanto en dos
dimensiones como en tres; la denominación más ajustada sería la de «objetos
contrasentido», siempre que admitamos que los «contrasentidos» no se
circunscriben, como algunos «filósofos analíticos» pretenden, a la esfera del
lenguaje).

La ironía y el humor genuinos, según este análisis, requieren el desarrollo


interno de cursos dotados de su propia lógica pero dispuestos artificiosamente
(«ingeniosamente»), de suerte que su confluencia paradójica no sea en principio
absurda, puesto que está implícita en las propias leyes de desarrollo.

No es muy seguro que la ironía (no ya el humor) pueda tener siempre


efectos apagógicos de naturaleza crítica, sobre todo cuando las normas de
referencia han sido establecidas de una manera solemne y sin alternativas
fáciles de establecer. El artículo 20.2 de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, proclamado por la ONU en 1948 –«nadie podrá ser obligado
a pertenecer a una asociación»– entra en el territorio de lo ridículo cuando el
«automatismo embriológico» da lugar a parejas de hermanos siameses
inseparables. Otro tanto se dirá del artículo 13.1 («toda persona tiene derecho a
circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado»), cuando
lo aplicamos a esta situación. Quien pone en conexión las normas 20.2 y 13.1
de la Declaración Universal con los hechos reales de los siameses inseparables,
no puede decirse que practique el humor negro (porque las normas no tienen la
necesidad que reconocemos a determinadas situaciones embriológicas), sino la
ironía respecto de unas normas que, estando formuladas para ser aplicadas a
todos los sujetos humanos («universalmente») resultan inaplicables en ciertos

226
casos, considerados excepcionales, e imprevistos para aquellas normas, de tal
suerte que es la ideología global en la que tales normas se inspiraban (las
normas del individualismo ético), la que es puesta en peligro de derrumbamiento,
así como su solemnidad dogmática, urbi et orbe, resulta puesta en ridículo.

(3) Una última clasificación de los ingenios irónicos o humorísticos que sería
conveniente indicar para dar por terminado el «diagnóstico taxonómico» de los
ingenios de Mingote, es una clasificación que toma como fundamento la
distinción entre conceptos e Ideas, tal como la venimos utilizando, con objeto de
trazar la línea divisoria entre las ciencias o tecnologías (categoriales) y la filosofía
(mundana o académica). Aplicada esta distinción a nuestro caso, podríamos
construir en primer lugar la clase de los «ingenios irónicos conceptuales»
(científicos o tecnológicos); y, en segundo lugar, la «clase de los ingenios
irónicos filosóficos». También es cierto que hay casos que permanecen en la
intersección de ambas clases: el cepo etológico, que ya hemos mencionado,
podría considerarse como un ingenio irónico, pero que a la vez tiene una
estructura conceptual-técnica, y compromete ideas muy importantes que tienen
que ver con la naturarela del instinto y con la libertad.

Con todo esto queremos reconocer la realidad de la ironía o del humor


conceptual, y no propiamente filosófico, aunque damos por supuesto que las
Ideas no proceden de lo alto, sino que brotan de los propios conceptos. No faltará
quien ponga en duda la compatibilidad del ejercicio de la filosofía, entendida
como ocupación grave y solemne (el burro, símbolo de la filosofía), con la ironía
o el humor, considerados como frívolos o superficiales.

En realidad, nos encontramos aquí, ante dos géneros de filosofía que


tradicionalmente se simbolizaron respectivamente por Heráclito («el filósofo que
llora») y por Demócrito («el filósofo que ríe»). Pero si efectivamente hay risas o
sonrisas frívolas, tampoco puede afirmarse que no existan seriedades o
gravedades estúpidas. En cualquier caso, la filosofía crítica –la crítica del mundo
práctico de las apariencias en las que los hombres se mueven necesariamente–
es, ante todo, la filosofía de tradición socrática; y Sócrates fue precisamente
quien practicó y definió la ironía como el método propio de la filosofía. Es decir,
de la filosofía platónica, de la filosofía dialéctica. Y el fundador de la dialéctica,
según Platón, fue Zenón de Elea. Y Zenón de Elea se ha hecho inmortal,
precisamente, como inventor de ciertos «ingenios» maestros que conocemos
como aporías, o argumentos paradójicos contra el movimiento; argumentos
verdaderamente irónicos porque comienzan efectivamente aceptando los puntos
de vista del adversario, como en complicidad con él, para proceder a
continuación a sacar consecuencias internas que terminan dejándole en ridículo,
sin salida. Por ello, si el ingenio está montado sobre aporías aparentes, la ironía
no será auténticamente filosófica sino superficial, meramente verbal; y el ingenio

227
se reducirá, acaso, a sus contornos conceptuales, perdiendo su perfume irónico
(tal sería el caso del argumento «Aquiles» reducido por un estudiante de primero
de Matemáticas a los términos de un problema de cálculo con ecuaciones
diferenciales). Y tal sería también el caso de la «paradoja del bibliotecario», el
famoso ingenio o «argumento» presentado por Bertrand Russell como
argumento filosófico de naturaleza irónica, al ejemplificar una cuestión de teoría
de conjuntos con un problema de bibliotecarios. Y no es nada fácil determinar la
naturaleza irónica de este famoso ingenio de Russell. Quienes lo interpreten
como una pseudo paradoja semántica (porque entienden que el concepto de
«catálogo de los catálogos» carece de sentido, alegando que un catálogo es un
catálogo de libros, y que un catálogo no es un libro, salvo desde el punto de vista
de su encuadernación), la ironía del ingenio russelliano quedaría «desactivada»;
pero para quien entienda la paradoja como fundada en una situación real, la
ironía del ingenio podrá incrementarse sobre todo si, como única solución de la
aporía, se introduce la figura de un bibliotecario encargado, a tiempo completo,
de las operaciones de citar y borrar sucesiva e indefinidamente el registro
problemático asentado en el catálogo de los catálogos que no se citan a sí
mismos.

Y es ahora, por fin, cuando podemos arriesgarnos a ofrecer un diagnóstico


taxonómico de los ingenios de Mingote: los ingenios de Mingote, irónicos o
humorísticos tenderían a ser muchas veces ingenios filosóficos, y no meramente
ingenios conceptuales. Mingote habría de ser considerado, por tanto, como un
filósofo mundano de primer orden, que practica la crítica dialéctica, irónica o
humorística, del Mundo de la época en la que vivimos y a veces de épocas que
la precedieron; un filósofo que descubre situaciones dialécticas encubiertas, con
una penetración capaz de perforar con frecuencia la «escala conceptual»,
alcanzando, regularmente, el terreno de las Ideas, que se abren camino a través
de los conceptos.

Desde esta perspectiva cabe interpretar una tesis que el propio Mingote
sostuvo en su Discurso de ingreso a la Real Academia Española, en el momento
de diferenciar los ingenios ofrecidos por la revista Madrid Cómico y los ofrecidos
por la revista La Codorniz, de cuya ironía o humor él se declara heredero:
«en Madrid Cómico se burlaban de las gentes singulares que no se ajustaban a
las normas. La Codorniz se burlaba de las normas.» ¿No cabría poner en
correspondencia la ironía o el humor dirigido a las gentes singulares «que no se
ajustan a las normas» con una ironía o humor conceptual (circunscrito al terreno
de las normas vigentes) y a la ironía o al humor que se enfrenta con las normas
mismas, «regresando» más atrás de ellas con una ironía filosófica que nos pone
delante de las Ideas?

228
Pero, en cualquier caso, nuestro diagnóstico taxonómico no lo apoyaríamos
propiamente en estas declaraciones emic del autor (aunque su importancia para
nuestro propósito nadie puede discutir), sino en el análisis etic de los contenidos
de sus «ingenios». Y resulta que, sin perjuicio de arrancar siempre y
necesariamente de conceptuaciones más o menos precisas, Mingote se enfrenta
inmediatamente con Ideas dadas a la escala de la tradición filosófica académica,
ideas tales como Naturaleza/Arte, artes mecánicas/artes liberales,
Hombre/Naturaleza, Hombre/Dios, animales/hombres, &c. Queremos decir,
precisamente esto: que la ironía o el humor de Mingote está ya a escala de estas
Ideas. Y lo cierto es que los ingenios de Mingote nos conducen una y otra vez
irónicamente o con humor, casi siempre negro, hacia la crítica de los fenómenos,
a través de los cuales se desarrolla nuestro Mundo y nosotros los hombres con
él.

Y corroboramos nuestro diagnóstico haciendo ver cómo el pletórico conjunto


constituido por los ingenios de Mingote (30.000, 50.000) puede ser clasificado
en función de algún «sistema de Ideas» que, establecido al margen de este
material (para asegurar que el sistema utilizado no está constituido ad hoc), sin
embargo puede ser pertinente, no ya para agrupar meramente los ingenios de
referencia en diversas rúbricas, sino para ayudar al análisis hermenéutico
objetivo de estos ingenios y dar cuenta de las diferencias esenciales entre unos
y otros.
El sistema de Ideas que vamos a utilizar, no tenemos otro, es el que venimos
aplicando desde las coordenadas del materialismo filosófico, en Antropología,
con la denominación de «espacio antropológico». Es obvio que si hemos
diagnosticado a los ingenios de Mingote como ingenios filosóficos a través de los
cuales se nos ofrece la posibilidad de explorar críticamente la morfología de
nuestro Mundo, si el sistema que designamos como espacio antropológico
constituye un análisis total de nuestro Mundo en cuanto espacio práctico, la
mejor prueba del alcance filosófico de la obra de Mingote que nosotros
podríamos aportar, será mostrar hasta qué punto esta ha «pisado» todas las
direcciones (todos los ejes) del espacio antropológico, y cómo es precisamente
en función de estos ejes como cada ingenio se organiza en su estructura irónica
o humorística.
Denominamos (a cuenta del diagrama en el que se representan) a los ejes
del espacio antropológico, circular, radial y angular. El eje circular es aquel en
cuyo torno se centra el campo antropológico y en el que se dibujan los individuos
y grupos humanos, sus términos y sus relaciones, así como también ciertas
operaciones estrictamente «circulares» (como puedan serlo las operaciones de
mercado, de alianza matrimonial). El eje radial polariza todo aquello que suele
ser denominado como «realidad impersonal» constitutiva de nuestro Mundo-
entorno, una realidad eminentemente corpórea. El eje angular recoge cualquier
realidad que se suponga que no es circular ni radial, pero que sin embargo tiene
una morfología cuasi personal, por cuanto sus términos aparecen dotados de vis
229
appetitiva y de vis cognoscitiva (también incluiremos en el eje angular, como
términos-límite, aquellas entidades que intencionalmente no tienen morfología
corpórea, pero que son aludidos como sujetos personales, pero no humanos,
tales como ángeles o dioses). Conviene decir que la utilización del eje angular
en la obra de Mingote resulta imprescindible para captar las diferencias entre
unos y otros ingenios suyos; quiero decir, que si se prescindiese del eje angular
la ironía o el humor de muchos ingenios de Mingote se desvanecería.
En función del sistema de Ideas que constituyen el espacio antropológico,
la tipología de los ingenios de Mingote quedaría, en principio, establecida de este
modo: por una parte, por los tipos de ingenios «unidimensionales», a
saber, ingenios circulares, ingenios radiales e ingenios angulares. Por otra
parte, los tipos de ingenios que pertenecen a dos ejes o a los tres.

Ilustraremos sucesivamente con ejemplos estos diversos tipos de ingenios


de Mingote.

II
Ingenios que se mueven preferentemente en un solo eje

A. Ingenios de tipo «circular»

El eje circular comprende, entre otras, a las relaciones o interacciones


(operaciones) que pueden se establecidas entre diversos sujetos operatorios
humanos. Contiene también, como casos límite, las relaciones o interacciones
de los sujetos «consigo mismos» (las relaciones o interacciones reflexivas, en
sentido subjetivo). En cualquier caso, nos aproximamos al análisis del material
pertinente, desde el supuesto etic de que las situaciones autológicas no son
situaciones primitivas, sino derivadas, una vez puestas en marcha las relaciones
dialógicas.

230
Es probable que el libro de Mingote, Hombre solo, esté concebido emic
desde la perspectiva de la soledad metafísica que una tradición neoplatónica
(«Solo con el Sólo») mantiene como característica más profunda y primaria del
ser humano. Lo que, por nuestra parte, ponemos en duda es que desde esta
perspectiva fuera posible organizar un «ingenio irónico» consistente; por tanto,
lo que queremos decir es que la ironía o el humor desarrollados en situaciones
de soledad, a la que van referidos importantes conjuntos de ingenios de Mingote,
habrían de ser analizados desde la perspectiva etic que comienza reconociendo
la presencia de dialogismos previos, generalmente implícitos. Por ejemplo, el
ingenio número 13 de Hombre solo nos presenta, es cierto, la figura de un
hombre solo, vestido de torero, con la espada y la muleta dispuesta, y parado al
borde de un camino en el que una señal de peligro de tráfico anuncia toros: el
hombre se nos presenta haciendo autostop. Es evidente, por tanto, que el gesto
de su dedo va referido a otro individuo o individuos que se supone están
aproximándose en un automóvil o un tractor y, aunque no están representados
en la figura, están ejercitados por ella (si el torero hiciera el gesto en el vacío, en
un lugar intransitable, la ironía se volatilizaría, puesto que esta ironía cuenta con
el miedo de otros individuos a los toros sueltos, y con que el torero, con su
espada dispuesta, podría actuar como motivo suficiente para detener el coche).

Algunos ingenios de tipo dialógico: uno de los ingenios de Mingote que, a


mi entender, desencadena una situación irónica muy profunda (porque implica la
crítica de las mismas dimensiones dialógicas que vinculan por el honor a los
hombres) es el de dos individuos en actitud de duelo a pistola, espalda contra

231
espalda y con las armas dispuestas (número 101 de Hombre solo). La norma del
duelo a pistola entre caballeros se supone que prescribe que, una vez situados
espalda contra espalda, habrán de dar un número contado de pasos (ocho, diez,
doce...) y que una vez dados estos pasos habrán de volverse rápidamente cada
cual para disparar sobre el otro. Se trata por tanto de una norma pura, fundada
en el honor, y se refiere al «cuerpo a cuerpo» de dos hombres que se han
enfrentado a muerte. Pero es evidente que las normas del duelo entre caballeros
no excluyen explícitamente que los pasos hayan de ser dados descendiendo los
travesaños de una escalera positiva de dos hojas. El ingenio sitúa a los
caballeros en el momento de iniciarse el proceso, de espaldas, pero subidos al
último palo de la escalera. No es pertinente preguntar por qué se encuentran en
situación tan estrambótica, tan extraña: basta que ello sea posible (podrían haber
discutido, haberse enfurecido, haber decidido iniciar el duelo inmediatamente).
La aplicación de la norma del duelo entre caballeros les obliga a dar ocho o
quince pasos adelante, antes de volverse y disparar; pero, o bien el paso
adelante lo dan ambos horizontalmente en el vacío (con lo que la norma resulta
ridícula) o bien se deciden a bajar de espaldas cada escalón (y entonces la
norma caballeresca pone en peligro la estabilidad de los dos). En cualquiera de
las dos alternativas la «norma de los caballeros» queda puesta en ridículo por
una simple variación de la disposición del espacio que no está ni prohibida ni
contemplada por la norma; lo que demuestra que la norma caballeresca tiene
que contar además con presupuestos tan prosaicos, triviales y artificiosos como
los que se refieren a la declaración de un terreno horizontal.

También es dialógico el ingenio número 9 que nos presenta a un oficinista


ya curtido escribiendo una carta al amigo a quien había prestado la máquina de
escribir «porque no se acostumbra a la pluma»; y lo prueba porque con su pluma

232
escribe su carta con letras de molde indiscernibles de las que hubiera producido
la máquina. También aquí confluyen cursos de ortogramas diferentes pero
intersectados.

Entre los ingenios de tipo autológico analizaremos los siguientes:

El ingenio número 106 de Hombre solo nos presenta una situación inversa
a la del número 13. Aquí, una figura única resultaba estar interactuando con
otras; pero en el número 106, aparecen varias figuras de individuos, cada uno
de los cuales (aun cuando se supone que ya entregó una carta al señor juez) se
disponen a realizar un acto sobre sí mismos (en concreto buscan suicidarse,
arrojándose al vacío desde una atalaya muy elevada). Lo que aquí ocurre es que
hay muchos individuos solitarios que parecen dispuestos a llevar a cabo
similares operaciones, y todos ellos se juntan en la única escalera mecánica que
les conduce a la atalaya. La ironía no consiste en el autologismo suicida de cada
sujeto, sino en la yuxtaposición de autologismos, que no implican, sin embargo,
dialogismos, aunque cabría prever que esta yuxtaposición de solitarios (la de los
monjes de Nitria) pudiera dar lugar a una relación circular individual, es decir, a
un convento, en este caso, a un convento de suicidas. La ironía filosófica de este
ingenio la pondríamos, precisamente, en la crítica que ella contiene del principio
de la metafísica autológica expresada en el principio «Solo con el Solo». La
soledad emic resulta estar enclasada, y además mecánicamente, lo que da lugar
a la reducción de los sujetos más íntimos y libres, a la condición de automatismos
ideales, que dejan en ridículo su soledad.

En la misma dirección de la crítica a los autologismos podrían ponerse


algunas escenas autológicas tratadas psicológicamente mediante el mecanismo

233
de «ensoñación» que hace que cada sujeto aislado esté en rigor vinculándose
con otros sujetos recordados o fantaseados. Así, el viejo profesor de
Matemáticas, abstraído en el desarrollo de unos cálculos complicadísimos ante
la pizarra, está en rigor ligado («ligando») con una suculenta muchacha desnuda
(número 94); o el buen niño que está escribiendo en soledad «nunca más leeré
libros inmundos» pero que está ligado («ligando») con su imaginación con una
matrona opulenta (número 12).

Más objetiva es la crítica a la situación del «pobre solo» sentado ante un


ajedrez, porque sólo si viene otro jugador éste podrá ser utilizado (número 58).

Los autologismos más puros son también presentados de manera que ellos
nos conducen, desde la sublimidad a la cual un solitario ha regresado, al
miserable o ridículo contenido, en el progressus, de esa soledad: «pienso, luego
existo», escrito debajo de un mendigo miserable, sentado en un carrito, con
piernas y brazos mutilados (número 61).

O bien el «autologismo egocéntrico» (número 3) de un sujeto que para


realizarse gráficamente requiere que el sujeto solitario («el único» y su
propiedad, que comprende al mundo, y por tanto no puede serle ajeno al trazar
un círculo en el espacio) deba apoyarse de modo estrafalario con una única
mano en el suelo, haciendo de centro y trazando el círculo con la otra mano; un
egocentrismo por tanto, inconsistente y efímero, aunque su concepto debe estar
comprendido en el concepto del egocentrismo absoluto.

El «autologismo asistido»: un aparato grabador de sonido permite que un


violinista, después de su ejecución, reciba el aplauso ante su micrófono: también

234
aquí advertimos una crítica a los autologismos por cuanto el sujeto necesita
«des-doblarse» (número 72); o el autologismo imposible del caballero que
somete su conducta a la obediencia puntual a las normas y cuando éstas le
reiteran la prohibición de pisar la hierba en un campo inmenso, su autologismo
normativo tendría que llevarle (Kant lo había dicho: «puedo porque debo») a
remontar el vuelo, como única vía para no seguir desobedeciendo la norma
(número 10). La ironía se produce aquí del mismo modo a como se produce la
metábasis en Matemáticas hacia los número transfinitos o en Física hacia
el perpetuum mobile. No existen (en el campo de la intuición) los números
transfinitos, ni existen en la realidad los móviles perpetuos; sin embargo, éstos
han de ser necesariamente construidos como idealidades contradictorias que,
revertidas a las series reales, establecen sus límites. En el ingenio que nos
ocupa, «remontar el vuelo» es el único camino que puede seguir un sujeto,
riguroso con el cumplimiento de su deber, para satisfacer a la norma que él ha
acatado plenamente: volar es una consecuencia lógica del curso del
autologismo; esta consecuencia se enfrenta con la lógica de la gravedad. El
ingenio estriba en representar el curso ideal autológico con figuras llenas (como
las que representan los pasos reales) para así, de este modo, mostrar que la
compulsión emic de la norma ejercida debería mantener su misma fuerza, así en
la tierra como en el cielo. El ridículo de esa disciplina imposible, etic, es lo que el
lector constata. Sin duda, como hemos dicho, este ingenio podría considerarse
como una crítica certera e irónica contra el «puedo porque debo» del imperativo
categórico kantiano.

235
Los autologismos de los ahorcados (números 45, 46 y 47) abundan también
en esta crítica irónica consistente en subrayar la dependencia y subordinación
del autologismo suicida a la leyes naturales imprevistas por el sujeto operatorio.
Unas veces, porque la rama del árbol de la que se había colgado el individuo se
ha roto con su peso y vemos al individuo teniendo que arrastrarla en virtud de su
autologismo frustrado (número 45). Otras veces, el autologismo suicida se hace
depender del crecimiento de un arbolito plantado ad hoc (número 46); otras
veces porque comienza a caer la lluvia, y el suicida tiene que refugiarse en una
alcantarilla, esperando a que escampe, para ahorcarse.

B. Ingenios de tipo «radial»

Distinguiremos aquí los entornos y morfologías naturales de los entornos y


morfologías culturales.

Respecto de los primeros nos remitiremos al análisis de los ahorcados


citados en el epígrafe anterior. En cuanto a los segundos, podemos citar en
primer lugar el ingenio 139: un hombre de Neanderthal, con su maza, ve
asombrado el rebote de un muelle que ha caído de lo alto. El absurdo que él
percibe es sólo un reflejo de nuestro propio absurdo, al «ver» (inducidos por el

236
dibujo) que un objeto de la edad del acero, parece estar presente en la edad de
piedra. En cierto modo la ironía es aquí autodestructiva del propio ingenio: si
supusiéramos que el muelle ha caído de un platillo volante, la ironía desaparece
y el ingenio se convierte en simple descripción del asombro ante un contraste
semejante.

En el ingenio número 30 vemos la estatua ecuestre de un general que con


su espada esculpida acaba de cortar la rama de un árbol que esta invadiendo su
espacio escultórico: un transeúnte contempla la escena, entre asombrado y
resignado. ¿Cuál es el mecanismo de la ironía de este ingenio absurdo? Acaso
el que hace confluir las «lógicas internas» de dos cursos diferentes de
acontecimientos: el curso del arte estatuario, como mimesis, que, por tanto,
debiera prolongarse hasta el extremo de poner la estatua (si es que ésta
aparenta ser real) en movimiento, aunque sea en la forma degradada de utilizar
la espada victoriosa como humilde podadera; y el curso de la realidad que hace
que esto sea imposible. Sin embargo, el ingenio está dispuesto de suerte que el
absurdo no tiene por qué haberse producido en la realidad: la rama podía haber
sido cortada por un jardinero, y el curso ideal se reduciría a la asociación que el
viandante experimenta al ver la espada del general tan cerca de la rama recién
podada. Es el individuo que pasa y que está acostumbrado a ver la estatua del
general como un sustituto del general mismo, quien desencadena la asociación,
que el intérprete del ingenio reconoce como imposible. Este imposible
determinaría la rectificación del curso lógico ordinario al que se ajustan las
percepciones del ciudadano y, por tanto, la crítica irónica (iconoclasta) de los
retratos estatuarios solemnes.

237
Los ingenios 21, 22 y 23 están construidos en función del contraste entre el
Arte (como mimesis) y la Naturaleza. En el 21, un labrador, que tiene un
ventilador eléctrico en su casa, intenta conectar el molino de viento a la red para
lograr que mueva las aspas (se supone, en época de calma): la ironía aparece
aquí en la confluencia desproporcionada de estos dos cursos lógicos; en el 22 el
arte imita al arte: de la ventana de un molino de viento sale un molinillo de papel
que «dobla» al primero; en el 59, un sujeto al borde de una gigantesca catarata,
produce una pequeña catarata con un cubo de agua para bañarse. En el 88, un
campesino observa asombrado cómo el ramaje de un árbol configura una silla
de paja.

En el número 112 de Lo mejor de Mingote 1, un jardinero utiliza como


manguera la serpiente de una estatua de Laoconte allí reproducido; en otra figura
aparece un chico tocando un enorme trombón que a la vez es la mecedora en
donde se sienta. La ironía se dispara en estos casos al poner en confluencia
238
morfologías que resultan ser semejantes pero que tienen funciones totalmente
heterogéneas. No se trata de situaciones absurdas, de «objetos imposibles» de
Carelman, sino de situaciones que son, técnicamente posibles, pero
contingentes e incoherentes, por cuanto las morfologías propias de las artes
liberales (el Laoconte, un instrumento musical) aparecen degradadas a la
condición de morfologías propias de las artes serviles o mecánicas (manguera,
mecedora).

C. Ingenios de tipo «angular»

Aquí habría que distinguir las situaciones con morfologías corporales


personales, pero no humanas, y las situaciones que aluden a personas, pero sin
morfología alguna (como si fuesen espíritus puros, ángeles o divinidades
incorpóreas).

Entre los ingenios con morfologías angulares corpóreas, destacamos el


ingenio número 10 (de Lo mejor de Mingote) que nos presenta a un caballero
que está dispuesto a doblar la esquina en la que está a la espera una flamante
prostituta; pero antes de doblarla, un ángel de la guarda, en silueta punteada,
abre la alcantarilla en la que se supone va a caer el viandante que, distraído, va
mirando hacia arriba (acaso pensando anticipadamente en lo que podría
encontrar a la vuelta de la esquina). Aquí se desencadenan cursos diversos que
confluyen con sus propias lógicas: la lógica del viandante, la lógica de la
prostituta y la lógica del ángel, que quiere evitar la caída espiritual en el pecado,
mediante una caída física en la alcantarilla. El ingenio utiliza el ángel como un
elemento real más de la situación, en la que va a intervenir directamente. ¿No
queda desactivada la ironía de este ingenio por quien no cree en el ángel de la
guarda? No, porque el racionalista podría interpretar el dibujo punteado como la
explicación que daría quien, después de haber caído el hombre por la
alcantarilla, tratase de entender retrospectivamente la providencia divina.

En la misma línea se encuentra el número 11 de Hombre solo: un niño con


un ojo a la virulé, por un pelotazo, camina cogido de la mano por su ángel de la
guarda que también lleva a la virulé su ojo homólogo. La ironía se proyecta aquí
directamente contra el mito del ángel de la guarda.

Las «situaciones angulares» abundan mucho. El número 32 nos presenta a


un entomólogo que contempla sentado al pie de un árbol a unas bandas de
golondrinas que revolotean en torno a una jaula en la que está encerrada otra
golondrina. En el número 16 un hombre tumbado en el suelo soporta
pacientemente, y como si no lo advirtiera, el paso de un larguísimo hormiguero,
cuya lógica le conduce a subir por encima de sus narices. Pero también, entre
los ingenios de Mingote, encontramos otros en los que no hay morfologías

239
corpóreas angulares, al menos intencionalmente. Muy interesantes son las
situaciones en las cuales el hombre aparece como «envuelto» por alguna entidad
invisible, meta-física, que se manifiesta por algún efecto sorprendente o
peligroso: no hay morfología explícita, pero hay que suponer dado un eje angular
(numinoso, teológico, extraterrestre).

En el número 52, un náufrago está sentado en un islote en medio del


océano, en una espera eterna. Del cielo cae una teja. Si ésta cayera de un avión,
la ironía desaparecería.

Una situación similar, aunque sólo aparentemente de signo crítico la


encontramos en el número 41. Un alpinista que está en una cumbre ve caer del
cielo una soga. ¿De dónde sale? En todo caso es una soga que le invita a
ahorcarse.

III
Ingenios situados en más de un eje

Para evitar la prolijidad, nos limitaremos a sugerir la variedad de ingenios de


Mingote en cuyo análisis habría que utilizar más de un eje del espacio
antropológico. Un inmejorable ejemplo de ingenio situado a la vez en el eje
circular y angular nos lo proporciona el número 65 de la colección de «Temas de
hoy». Aquí aparece tan sólo la figura de un animal, pero este animal es un toro;
y el toro, presuponemos es uno de los animales que, aún hoy, permanece
cargado de fuerza numinosa. Ahora bien, el ingenio nos sitúa en la perspectiva
misma del toro, pero de un toro que está constantemente «dialogando» con los
hombres (con los críticos y con el torero). De este modo hay que decir que el

240
ingenio nos ofrece antes las relaciones que se establecen entre el toro y el
hombre, que las relaciones que se establecen entre el hombre y el toro. Desde
luego, las frases atribuidas al toro, con las banderitas puestas y el estoque
clavado, serían consideradas totalmente absurdas («antropomorfas») hace 50
años, cuando la etología aún no había dado sus pasos decisivos. Es decir, hace
50 años, el intérprete «racionalista mecanicista» se vería obligado a reducir
inmediatamente la dimensión angular a la radial. Pero en nuestros días la
situación es otra: un toro no formula frases semejante pero sí «expresa» algo
que tiene que ver con ello. No dice: «Y luego dirán los críticos que este ha sido
un espectáculo banal, aburrido, monótono»; pero sí habrá reaccionado con ira o
con terror ante los ataques de la cuadrilla inexperta. La ironía del ingenio se
desencadena haciendo ver que la perspectiva humana (capaz de ver el
espectáculo como banal y absurdo) es superficial y frívola porque sólo se atiene
a los aspectos formales del arte de torear, pero deja fuera el principal contenido
de la tragedia: la muerte del toro. Y la limitación se extiende sobre todo a quienes,
embebidos en el arte del toreo, han perdido por completo el sentido del
significado numinoso del toro. La ironía de Mingote consiste aquí en poner en
boca del toro, frases que deberían estar en la boca de los hombres.

Por último, las escenas con sirenas, en sus relaciones con los hombres, son
seguramente las mejores ejemplificaciones de ingenios dispuestos en tres ejes
(por ejemplo los números 128 y 129 de la colección «Temas de hoy»). La
dimensión angular está aquí representada por las propias sirenas, dado su
componente animal que, al estar unido «hipostáticamente» a un cuerpo de mujer,
cobra inmediatamente un significado extraño, numinoso. La ironía se dirige aquí
precisamente a neutralizar este contenido numinoso reduciéndolo a su condición
«radial» de alimento: el en número 128 un sujeto, acaso un náufrago que abraza
a una sirena y acaricia las escamas de su cola, dice: «pues verás, para hacer el
bacalao al pil-pil, se empieza...»

Final

Los análisis que hemos ofrecido de los ingenios de Mingote no tienen la


menor pretensión de orientar al intérprete de los mismos; los efectos irónicos y
humorísticos de los ingenios tienen que obrar por sí mismos.

Los análisis tendrían que ser mucho más minuciosos y prolijos; pero sobre
este punto lo más prudente es acogerse a aquella observación de Voltaire: «la
mejor manera de resultar odioso es decirlo todo.»

Gustavo Bueno
29 de enero de 2003

241
Campoamor y Ortega
Gustavo Bueno

Prólogo a la edición de las Obras filosóficas de Ramón de Campoamor publicada por la


Biblioteca Filosofía en español (Oviedo 2003, 2 tomos, 494+488 páginas)

Me ha parecido que podría tener interés bosquejar, en el pórtico de esta


publicación-recuperación de las obras filosóficas de don Ramón de Campoamor
(1817-1901), un paralelo entre su figura como ideólogo-filósofo muy distinguido
de la segunda mitad del siglo XIX, y la figura del ideólogo-filósofo, central en la
primera mitad del siglo XX, don José Ortega y Gasset (1883-1955). Un paralelo
entre figuras semejantes, aunque se considere bien fundado, no implica
obviamente identidad, aunque sí, cuando el paralelo no sea meramente
analógico, semejanza. Pero sólo desde el supuesto de unas líneas de
semejanzas bien establecidas entre figuras tales como la de Campoamor y la de
Ortega es posible determinar las diferencias más reales entre tales figuras. No
existen dos cosas entre las cuales no podamos establecer diferencias; por ello
las diferencias sólo comenzarán a cobrar significado cuando dispongamos de
unas líneas de semejanza explícitas o implícitas en función de las cuales puedan
establecerse esas diferencias.

Nos proponemos esbozar la naturaleza de las diferencias, a nuestro juicio


más significativas, que cabe establecer hoy, a una distancia suficientemente
amplia, entre dos ideólogos filósofos españoles de los siglos XIX y XX cuyas
obras han llegado plenamente hasta nosotros. Pero, según nuestro supuesto,
sólo será posible establecer diferencias que no sean obvias o disparatadas, en
todo caso no pertinentes, cuando previamente hayamos fijado las semejanzas
utilizables como criterios de pertinencia.

La primera semejanza entre Campoamor y Ortega la pondremos en la


condición, que ambos compartieron ampliamente, de ideólogos-filósofos.
Suponemos que toda filosofía es una ideología, si tomamos este término en el
sentido ordinario, procedente de Marx, de conjunto de ideas socialmente
arraigadas en un grupo social en cuanto se opone a otros grupos. Pero,
suponemos también, que no toda ideología es una filosofía. La filosofía, al menos

242
la de tradición académica, en su sentido público, envuelve también un modo
peculiar de tratamiento de las ideas que haríamos consistir, fundamentalmente,
en el reconocimiento y discusión dialéctica con las ideas opuestas, para lo cual
será preciso disponer de un repertorio suficientemente rico, que se nos ofrece
precisamente en la historia de las ideas. Se supone que un filósofo público ha de
«estar al tanto» de las ideas de su presente, y de la genealogía histórica de tales
ideas, por lo menos en sus líneas más generales; tal fue al menos la tradición
propia de la filosofía académica, la tradición platónica, que, de un modo más o
menos degenerado, subsiste en la filosofía universitaria, llamada a veces
«académica» por discutible antonomasia.

Pero tanto Campoamor como Ortega fueron filósofos de tradición


académica; incluso ocuparon ambos, aunque de distinto modo, la cátedra de
Metafísica de Madrid. Campoamor fue también académico de la Real Española
de la Lengua, y en su discurso de ingreso, en 1862, desarrolló el tema: «La
Metafísica limpia, fija y da esplendor al lenguaje.» Más aún: ambos pretendieron
haber construido un «sistema filosófico»; y, desde luego, defendieron la
necesidad de que la filosofía se expresase en forma sistemática. Ortega, en su
discusión con Maeztu, llegó a decir que un pensamiento no sistemático es,
simplemente, una indecencia.

Más aún. El «sistema filosófico» de Campoamor, como el «sistema


filosófico» de Ortega, estuvieron muy influidos por el idealismo clásico alemán;
pero mientras que a Ortega habría que relacionarlo principalmente con Hegel, a
Campoamor habría que relacionarlo con Schelling, como lo relacionaron ya los
editores, en 1901, de sus Obras completas (don Urbano González Serrano, V.
Colorado y M. Ordóñez). En el Prólogo que antepusieron a El
Personalismo, dicen los editores: «Premeditadamente hemos subrayado "sujeto
y objeto de sí misma" (la inteligencia) porque en afirmación tan escueta se
descubre el parentesco innegable del pensamiento filosófico de Campoamor con
la filosofía de la identidad de Schelling.»

Ahora bien, en el inevitable contexto de la confrontación entre el idealismo y


el realismo, las posiciones de Campoamor y las de Ortega son también
equiparables, en términos de proporcionalidad. La posición de Campoamor no
es en modo alguno la del idealismo trascendental de las formas a priori kantianas
(las formas de la sensibilidad, o las formas del entendimiento, difícilmente
«localizables» en un sujeto corpóreo); Campoamor está más cerca de esa
«positivización» (o psicologización) de las formas a priori kantianas desarrollada
por J. F. Fries, no muy lejos de la doctrina de J. Müller sobre la «energía
específica de los sentidos». No conviene olvidar que a Campoamor debemos,
en esta línea, una célebre «sentencia » que ha sido utilizada centenares de
veces por los profesores de filosofía que han querido ofrecer «didácticamente»

243
a sus alumnos de enseñanza media la clave del «giro copernicano» de Kant: «En
este mundo... nada es verdad ni es mentira, todo se ve del color del cristal con
que se mira.» Y Ortega no estaba muy lejos, con su perspectivismo (que no
quiere ser ni idealista ni realista) de este «kantismo positivizado» que prefiere
referir las formas a priori no ya aun sujeto metafísico o metahistórico, sino a un
sujeto etológico, psicológico, social o histórico, capaz de seleccionar (o cribar)
los estímulos procedentes de la realidad mediante las cambiantes
conformaciones de su propia subjetividad vital.

Cabe señalar otra semejanza, tan profunda como pertinente, relativa a la


«estilística» de las respectivas escrituras sobre asuntos filosóficos «graves»; una
semejanza estilística que estaría relacionada, sin duda alguna (y sin perjuicio de
particulares factores temperamentales), con la muy análoga implantación social
y política que ambos ideólogos filósofos tuvieron en sus respectivas sociedades
(en rigor, en la misma sociedad española, vista desde Madrid –Campoamor
había nacido en Asturias, pero salió de ella en su adolescencia y jamás volvió a
visitarla– en dos épocas históricas consecutivas pero con coordenadas sociales
y políticas aún comunes). Una implantación que les movía, o les obligaba, a
comportarse dentro de un estilo próximo al «discurso mundano», periodístico y
parlamentario. Ambos fueron periodistas a escala nacional (Campoamor dirigió
o controló, entre otras publicaciones, El Estado; Ortega controló o dirigió El Sol),
ambos gozaron de una gran fama o popularidad (la de Campoamor, según los
historiadores de la literatura, sobrepasó incluso a la de Zorrilla) y ambos fueron
oradores parlamentarios: Ortega durante las Constituyentes de 1931,
Campoamor durante casi todas las legislaturas del reinado de Isabel II y de la
Restauración.

La condición de «filósofos mundanos» de Campoamor y de Ortega se


advierte, a primer golpe de vista, en la escritura fluida, trasparente –nada
escolástica– y sembrada de anécdotas o de citas interesantes, en el momento
de tratar de cuestiones de indiscutible relevancia filosófica. Hablando de las
dificultades que ofrece la interpretación de los bisontes de Altamira, Ortega cree
conveniente recordar a los paleontólogos hermeneutas, enzarzados en las
disputas sobre la «magia de fecundación », la reacción que un vaquero serrano
de Ávila tuvo al llegar a Madrid y contemplar una exposición en la que se
reproducían bisontes de Altamira: «¡Ajo, qué propia está esta vaca pariendo!».
Campoamor, en un momento en el que está comprometido con los problemas
de la inducción, recuerda la reacción de un viajero francés que, visitando la
provincia de Burgos, y tras presenciar después del almuerzo la escena real de
un perro que mordía a un labrador, anotó en su cuaderno de notas: «En España
los perros muerden a los labradores de tres a cuatro de la tarde.»

244
3

No basta hablar simplemente de la «implantación política» de Campoamor


y de Ortega, puesto que también Balmes o Donoso Cortés, o Ramiro de Maeztu
o Vázquez de Mella, fueron pensadores que estaban «políticamente
implantados». Hay que añadir que las implantaciones políticas y sociales de
Campoamor y de Ortega tuvieron coordenadas muy similares. Pertenecientes
ambos a familias mesocráticas, pero con cierta conciencia de élite (Campoamor
había nacido en una villa asturiana, pero de madre hidalga, y con la potestad de
nombrar alcaldes; Ortega perteneció a una distinguida familia burguesa de
empresarios, publicistas, &c.); y de hecho mantuvieron durante su vida contacto
con las primeras figuras políticas o literarias de su época (María Cristina, la Reina
Regente y ex Regente, O'Donnell, Valera, Castelar...; Menéndez Pidal, Azaña,
Don Juan de Borbón...). ¿Cómo dudar de la correlación entre esta implantación
social y política con la ideología «aristocrática» de Campoamor («si soy un
aristócrata –dice Campoamor– algo intolerante en teoría, el público ha hecho
justicia a la tolerancia de mi democratismo práctico») y de Ortega (su teoría de
las minorías selectas y de las masas)? Ambos militaron, o por lo menos
estuvieron próximos, a formaciones políticas muy parecidas, de signo liberal: la
Unión Liberal de O'Donnell y después, es cierto, el Partido Conservador de
Romero Robledo; pero también Ortega rectificó, tras su experiencia republicana,
y se inhibió en la época de la Guerra civil, es decir, se distanció de la II República,
a la manera como Campoamor se inhibió y se distanció durante la época del
«sexenio revolucionario» (1868-1874) y, en particular, de la I República. Y así
como Campoamor, pasada la Primera República, mantuvo su fidelidad a la
Restauración, también Ortega, tras la Segunda República, volvió hacia la
monarquía encarnada a la sazón en la figura de Don Juan de Borbón, e incluso
se acogió a los años más plenos del franquismo, en los que fundó el Instituto de
Humanidades y tuvo en sus conferencias a lo más granado de la intelectualidad
franquista o falangista: Laín, Tovar, Conde...

Las coordenadas ideológico políticas de Campoamor y las de Ortega son


homólogas. Por de pronto, ambos mantuvieron decididamente sus distancias
ante cualquier forma de derecha católica integrista. Campoamor, tal como lo vio
Alejandro Pidal, era un «pagano rezagado, que no tenía de cristiano más que a
su mujer» (una dama irlandesa, católica sincera, hija del cónsul de Irlanda en
Valencia –la conoció siendo Gobernador Civil de la provincia– a la que
Campoamor acompañaba regularmente a misa –«gasto menos tiempo oyendo
misa que oyendo luego en casa los reproches de mi mujer cuando no la oigo»–,
incluso en su ancianidad llevándole a la iglesia la silla de tijera). También Ortega,
según declaraciones propias, intentó raer de todos los actos de su vida las
huellas del catolicismo («Yo, señores, no soy católico, y desde mi mocedad he
procurado que hasta los más humildes detalles de mi vida privada queden

245
formalizados acatólicamente»); también estuvo casado con una dama católica
no española y también transigió con su deseo de casarse por la Iglesia,
suscribiendo, eso sí (sin duda para «formalizar acatólicamente» el detalle
privado de su casamiento católico), un documento en el que hacía constar de
algún modo que su matrimonio sacramental era debido, no a propia convicción,
sino a una «cortesía» para con su esposa. Pero ambos «racionalistas», o
«raciovitalistas», tanto Campoamor como Ortega, se mantuvieron tan lejos de la
derecha integrista como de las nuevas izquierdas revolucionarias, anarquistas o
comunistas. Campoamor y Ortega eran liberales; y los liberales españoles solían
ocupar una posición no bien definida, la posición de un «centro », capaz de
oscilar unas veces hacia la izquierda y otras veces hacia la derecha.
Campoamor, una vez acabado el sexenio revolucionario, se hace del Partido
Conservador, y desempeña el oficio de Consejero de Estado; pero, ¿cuántas
veces no ha sido visto Ortega, una vez acabada la Guerra Civil, como un burgués
reaccionario que, entre otras cosas, saluda con alegría (carta a Marañón) la
victoria de Franco en 1939?

El paralelismo entre las actitudes de Campoamor y de Ortega frente a las


ideologías igualitarias, en materia de clases sociales o de razas, es evidente;
pero aquí no nos proponemos desarrollar en detalle este paralelismo ni otros
muchos, no menos interesantes, por ejemplo, los que tienen que ver con la
concepción política de España, de su historia y de su futuro.

Desde la constatación de las profundas analogías ideológicas entre estos


dos personajes sobresalientes, en sus siglos respectivos, Campoamor y Ortega,
es desde donde podemos intentar definir la raíz de sus iferencias en el terreno
filosófico.

Y estas diferencias, a nuestro juicio, no habría que ponerlas, como alguien


podría sospechar, tanto en el terreno filosófico doctrinal (por ejemplo, como
diferencias entre materialismo o espiritualismo, o entre idealismo o realismo, o
entre teísmo y ateísmo...) cuanto en el terreno filosófico-técnico, es decir, en la
«maquinaria» o incluso en la «orquestación de efectos especiales» de sus
respectivas «Concepciones del Mundo». No porque Campoamor fuese ante todo
un poeta, sin formación científica alguna, frente a un Ortega más atento a las
novedades de la física o de la biología coetáneas. También Campoamor estaba
«al tanto» de las novedades científicas de su época; incluso, como Ortega, que
en su juventud se asomó a algún laboratorio histológico de Leipzig, también
practicó la Anatomía, y con nota distinguida, como estudiante de la Facultad de
Medicina de Madrid.

246
La diferencia principal entre la filosofía de Campoamor y la de Ortega la
pondríamos, en reslución, no tanto en el plano de las diferencias doctrinales
entre sus «sistemas respectivos», cuando en la maquinaria o carpintería de
construcción de esos sistemas. Sin duda, la «maquinaria» de Ortega es mucho
más potente que la de Campoamor; pero, lo que queremos subrayar, es que la
diferencia entre las maquinarias respectivas de las que hablamos se dibuja antes
en el terreno social o cultural que en el terreno de la filosofía estricta. Ortega fue
desplegando su sistema a la par que fortalecía sus «músculos dialécticos» en la
dirección que el público le exigía (Husserl, Mommsen, Von Uexkull, Leibniz,
Cassirer, Einstein...) –descuidando también aquello que su público no le requería
(y de aquí deriva en parte su antidarwinismo y su antimarxismo). Campoamor,
desde un liberalismo mucho más escéptico, y con una celebridad ya colmada
como escritor, no sintió tanto esa necesidad de fortalecer sus músculos
dialécticos.

De hecho las obras filosóficas de Campoamor no alcanzaron, ni con mucho,


la resonancia pública que alcanzaron las obras de Ortega, y menos aún la
resonancia que siguen teniendo en nuestros días. Pero estas diferencias
evidentes dan pie para intentar ponderar hasta qué punto el incomparable mayor
alcance que una filosofía como la de Ortega tiene sobre otra filosofía homóloga,
como pudo ser la de Campoamor, puede ser debido, no a una mayor profundidad
u originalidad en el pensamiento, sino más bien a una mayor preparación en los
mecanismos coyunturales de «engranaje» con la temática social y cultural
coetáneas. Engranaje que no garantiza, en todo caso, una profundidad de
pensamiento mayor, pero sí una más grande capacidad de presencia coyuntural
que sólo el curso de los años podrá decidir si es, a cierta escala, efímera o, en
todo caso, superficial.

247
Peña 21
Gustavo Bueno

Prólogo al libro Peña 21, 25 años de taurinismo,


Grupo Editorial 7, Logroño 2003

Se celebran los 25 años (1978-2003) de la Peña 21 de Logroño. La Peña


21es una peña taurina, una peña taurina eminente. Y es obligado que en Logroño
exista una peña taurina, como la Peña 21, porque Logroño –o Varea, si se
prefiere– es acaso el primero entre los lugares de España en el que se
celebraron corridas de toros. Es probable que ya se hubieran corrido toros en
Oviedo, en la época de su fundador, Alfonso II; no es seguro que el Cid
Campeador alancease toros, si nos atenemos al dictamen de don Ramón
Menéndez Pidal, que interpreta esta «noticia» como una invención de Moratín.
Se sabe que el día de San Juan del año 1144 hubo toros en León, con ocasión
de la boda de Doña Urraca, «la asturiana», la hija de Alfonso VII el Emperador.
Pero parece seguro que en mayo de 1135, y en presencia del mismo Alfonso VII,
con ocasión de su coronación, tuvo lugar en Varea la que muchos consideran
como primera corrida de toros de España.

Habría que explicar o justificar, por tanto, la inexistencia de peñas taurinas


en Logroño, en el caso de que no existieran, pero no hay que explicar o justificar
la existencia de una peña taurina como la Peña 21.

Pero, ¿por qué, supuesto que exista ya la institución de los toros en una
ciudad, existen, o conviene que existan las peñas taurinas? Y, muy
especialmente, una peña taurina como la Peña 21.

No es fácil responder a esta pregunta. Sabemos que una peña taurina es,
por de pronto, una peña, o «tertulia o reunión regular de amigos», se dice. Pero
no todas las tertulias o reuniones regulares de amigos son «peñas». ¿Por qué
se llaman peñas a algunas tertulias o reuniones de amigos y no a todas?
Tampoco es fácil responder. El término «peña» tiene en español antiguo,
además del significado geológico de «piedra grande», el significado de
«fortaleza» o el de «castillo» (como generalización, acaso, del
latín penna, «almena»); pero también la palabra latina penna (que significa
«pluma», de donde piel, abrigo, amparo) acabó desembocando en el término
castellano «peña». Una confluencia similar se dio en la palabra «real», del
español, en la que terminaron desembocando las palabras rex-regis, y res-rei, lo
que dio lugar a la ridícula intervención de aquel diputado republicano que pedía
suprimir, en un debate parlamentario sobre tributos, los «derechos reales»,
248
creyendo que ellos habían sido instituidos por la monarquía, por el rey, e
ignorando que los derechos reales son una institución ya romana que tiene que
ver con las cosas (res) y no con el rey (rex).

Y todavía se complica más el asunto si admitimos la posibilidad de que


«peña» tenga alguna influencia o «contaminación semántica» de «piña» (en
latín pinea); en cuyo caso la «peña de amigos» tendría la connotación de «piña»
formada por un grupo de personas reunidas para defender algo, acaso desde
una fortaleza o desde un abrigo.

En cualquier caso, a estas connotaciones nos atenemos, y no sólo por


razones etimológicas, sino teniendo en cuenta la regla según la cual «entender
algo es entender contra quien ese algo se ha constituido o sigue
constituyéndose». El antagonista, en nuestro caso, no es difícil de identificar: es
el «movimiento antitaurino» que viene de muy atrás (por ejemplo, de los Decretos
Pontificios, desde Pío V hasta Pío IX) y que en nuestros días se alimenta de
fuentes nuevas que muy poco tienen que ver con los Papas de Roma. Pues
mientras que los Papas de Roma condenaban las corridas de toros en función
de los toreros (los toros, bestias irracionales, casi máquinas, no constituían para
ellos especial motivo de preocupación; sus escrúpulos venían del peligro de que
un torero, como animal racional, se expusiera a la muerte por simple juego,
vanidad o espectáculo), en nuestros días se pretende condenar a las corridas en
función del toro.

Y así muchos parlamentarios europeos invocan la Declaración universal de


los derechos del animal, adoptada por la Liga Internacional de los Derechos del
Animal en 1977, proclamada en 1978 y aprobada luego por la UNESCO y
posteriormente por la ONU, que es una declaración cuya redacción parece una
parodia de la Declaración universal de los derechos humanos, proclamada
también por la ONU en 1948; pero otros lo hacen en nombre de «la Cultura». El
día 20 de septiembre del año 2001, al comenzar la corrida en la recién
inaugurada nueva y flamante Plaza de Toros de Logroño (el día anterior me
había correspondido el honor de pronunciar una conferencia en el Ayuntamiento,
en la que tuve ocasión de exponer mi Teoría de la Plaza de Toros), unos jóvenes,
provistos de pancartas y de altavoces vociferantes, alborotaban, ante el público
que se disponía a entrar en la Plaza, diciendo: «¡Las corridas de toros no son
cultura!»

Pero las corridas de toros son cultura, y cultura muy desarrollada y refinada.
Podrá irse contra los toros, como podrá irse contra la guerra nuclear o contra la
silla eléctrica, pero no en nombre de «la Cultura», es decir, incurriendo en la
estupidez más indocta propia de quienes, desconociendo los rudimentos de la
antropología cultural, creen decir algo afirmando que los toros, la guerra nuclear

249
o la silla eléctrica, «no son cultura». Serán formas de cultura opuestas a otras
formas de cultura, pero en ningún caso son «Naturaleza». Y esto sin perjuicio de
que quienes buscan acabar con las corridas de toros, tengan razones, dentro de
nuestra «cultura», para pretenderlo.

En cualquier caso, las peñas, que también son, desde luego, instituciones
culturales, se definen por sus contenidos, por tanto, por sus contenidos
culturales. No es lo mismo una peña de mus que una peña de fútbol. El contenido
(cultural) de las peñas taurinas son los toros de lidia y los toreros. Toros y toreros
son inseparables en la corrida; pero son disociables: se disociaron hace ya
cuarenta años cuando el doctor Delgado «toreó a distancia», con un telemando,
a un toro al que previamente le había implantado unos electrodos en el cerebro.

Ahora bien, el toro es más efímero en la corrida que el torero. El toro


propiamente sólo dura el día (por eso puede llamársele efímero) de la corrida; el
torero permanece muchos días, pero también desaparece al cabo de los años, y
sin necesidad de morir en la plaza. Esto quiere decir que una peña taurina, como
la Peña 21, que tiene ya veinticinco años de vida, y que sigue viva, no pueda
asumir como contenido propio un toro o un torero determinado; estos, a lo sumo,
desempeñarán el papel de símbolos de los toros de lidia o de los toreros, en
general. Podría decirse, mutatis mutandis, a propósito de una peña taurina, lo
que decían aquellos agricultores de un departamento francés cuando fueron a
visitar a su Prefecto: «Venimos a visitar al señor Prefecto para agradecerle las
atenciones y servicios que viene prestándonos, aunque ya le hayan cambiado
varias veces en los últimos años.»

¿Cuál es el contenido (cultural, desde luego) de una peña taurina? El toro


de lidia y el torero, es decir, la relación y la interacción entre ambos. La dificultad
estriba en cómo interpretar esta relación, esta interacción. Unos la verán como
un caso de caza estilizada, otros como un simple juego y algunos incluso como
un deporte. En cualquier caso las relaciones entre el toro y el torero se
establecen a través del público que llena la plaza.

Yo soy de los que entienden la relación o la interacción entre el toro, el torero


y el público como una relación e interacción que tiene mucho de relación o
interacción religiosa. Pero quien puede inspirar este significado religioso, en el
proceso, es el toro y no el torero.

Y esto no es ninguna novedad. La «mosjolatría» está reconocida por los


antropólogos culturales desde hace muchos años, y en función de datos
incontestables. En Ugarit, unas tablas ofrecen una inscripción al Dios Baal que
dicen:

250
«Oh, Toro Él, Padre Mío
Oh Tú, que haces las criaturas.»

En la Biblia (no en sus traducciones manipuladas) Yahve recibe en varias


ocasiones el nombre de «Toro» (Gen 49,24; Is 1,24; 49,26; 60,16; Sal 132,2.5),
aunque los intérpretes sugieren que se trata de una sinécdoque para resaltar
el poder o la fuerza de Dios. Pero lo que ya no fue sinécdoque fue el Becerro de
oro,con el que Moisés se encontró al bajar del Sinaí, con el Becerro que quemó
(lo que para algunos exégetas es indicio de que en realidad ese becerro era de
madera, aunque estuviera chapado en oro) y cuyas cenizas obligó a tragar a los
israelitas idólatras.

El toro es un animal numinoso, si no divino. Alfonso Tresguerres ha


publicado un libro en el que defiende brillantemente esta tesis, para interpretar
desde ella a las corridas de toros (Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993).

Y si esto fuera así, a las peñas taurinas, en general, y en particular a la Peña


21 de Logroño, podría asignársele una función aún más precisa que la que es
propia de las funciones defensivas de las peñas o piñas constituidas para
mantener viva alguna empresa cultural de importancia amenazada. Las peñas
taurinas, y la Peña 21 de Logroño en particular, podrían asumir las funciones
propias de una hetería «consagrada» a la promoción y profundización de una
institución cultural tan refinada y única como lo es la corrida de toros de lidia.
Una institución al margen de la cual, no sólo los toreros, sino también los toros
de lidia, dejarían de existir.

Porque es gracias a la muerte, en la Plaza, de los toros, como los toros


numinosos resucitan en cada corrida, como resucitaba el toro celeste que envió
Anu, a instancias de la enfurecida diosa Isthar, a Gilgames, que logró darle
muerte ayudado por Enkidu.

251
El español como «lengua de pensamiento»
Gustavo Bueno

Publicado en El Español en el Mundo,


Anuario del Instituto Cervantes 2003, págs. 35-56

I
Planteamiento del problema

1. El enunciado titular del presente ensayo («El español como "lengua de


pensamiento"»), enunciado que amablemente me ha sido propuesto, para su
desarrollo, por el Instituto Cervantes, presupone, puesto que no es redundante,
que hay por lo menos dos clases de lenguas: aquellas que no son «de
pensamiento» y otras que son «lenguas de pensamiento». Y aún cuando el
sintagma «lengua de pensamiento» tenga un significado que no es muy claro y
no es muy distinto (es decir, aunque su significado sea muy oscuro y confuso,
cuanto a lo que a su connotación atañe) sin embargo daremos por descontado
que, al menos denotativamente, «todo el mundo» sabe a qué nos referimos al
hablar de un «lenguaje de pensamiento». La prosa de Fray Luis de Granada, la
prosa del Padre Feijoo o la prosa de Ortega y Gasset serán consideradas
generalmente como ejemplos de obras escritas en «lenguaje de pensamiento»;
mucho más difícil es que alguien considere a la prosa del Código de circulación
como un ejemplo de lenguaje de pensamiento, sin perjuicio de que podamos
reconocer en él un pensamiento «implícito» (una «filosofía», suele decirse hoy),
susceptible de ser analizada y explicitada.

En general, y como criterio de distinción entre una lengua de pensamiento y


una lengua que no es de pensamiento (en el sentido anterior) nos guiaremos por
la distinción, que otras veces hemos utilizado (El papel de la filosofía en el
conjunto del saber, Ciencia Nueva (Los complementarios 20), Madrid 1970, 319
págs.), entre conceptos e Ideas. Supondremos que los conceptos, que proceden
de las operaciones tecnológicas, sociales, &c. se expresan en una lengua de
primer orden, que aparece ya en un estadio muy primitivo de la civilización; en
cambio las Ideas, que surgen de la confrontación de conceptos, se expresarán
en un lenguaje de segundo orden (con muy diversos grados); un lenguaje que
sólo podría conformarse históricamente, a partir del desarrollo de una lengua de
primer orden.

Nuestro punto de partida ha de basarse por tanto en la suposición que el


español ha de clasificarse, por sus potencialidades al menos, entre las lenguas

252
de segundo orden, es decir, las «lenguas de pensamiento». (Lo que no quiere
decir que toda frase escrita en español haya de considerarse como un fragmento
de lenguaje de pensamiento).

El objetivo de nuestro ensayo podría entonces orientarse hacia la


determinación de las razones en virtud de las cuales clasificamos, desde luego,
el español entre las lenguas de pensamiento.

2. Tal objetivo parece traslucir, ante todo, un cierto sello reivindicativo. Pues
¿a quién se le ocurriría disponerse a dar razones para clasificar el español como
lengua de pensamiento si no fuera porque alguien lo ha puesto en duda o incluso
lo ha negado? Parece que quien no duda o no ha dudado jamás que el español
sea una lengua de pensamiento sólo puede ponerse a la tarea de «buscar
razones», cuando alguien ha puesto en duda lo que él ni siquiera advierte, por
evidente. Pero hay quienes, en los últimos años, han dudado de la capacidad del
español como lengua de pensamiento.

Ante todo, han dudado algunos autores alemanes. El más célebre en este
contexto, M. Heidegger, quien, según testimonio de Victor Farías habría dicho
que sólo en alemán es posible «pensar» (Heidegger y el nazismo, Barcelona
1989, págs. 366-403, &c.) Farías nos informa además de la preocupación de
Heidegger por «limpiar» el alemán de contaminaciones latinas. Por cierto, en
esta preocupación le habría antecedido Krause, que tanta influencia tuvo en
España, por obra de J. Sanz del Río y sus discípulos, que, por cierto, se limitaron
a parafrasear a Krause, como Enrique M. Ureña ha demostrado (véase, por
ejemplo, «Más sobre el fraude de Sanz del Río: las dos versiones del «Ideal de
la humanidad» (1851, 1860) y su original alemán», El Basilisco, núm. 12, verano
1992); incluso el «Ideal de la humanidad» de Sanz del Río, que en tiempo fue
considerado como la obra cumbre del fundador del krausismo español fue un
plagio literal de un artículo, más o menos olvidado, del maestro.

Pero no sólo algunos autores alemanes. Recientemente, algunos autores


españoles, que incluso reciben el título de grandes filósofos, de cuyos nombres
no quiero acordarme, han expresado con ocasión de unas ferias del libro en
Frankfurt y otras ciudades alemanas, su opinión acerca de la escasa capacidad
del español para la filosofía. El español, según ellos, sería una lengua muy
adecuada, para la poesía o para la literatura en general, pero no para el
«pensamiento», en su sentido más filosófico. Otra cosa es que se reconozca la
efectividad de un «pensamiento literario».

Ahora bien: ni Heidegger ni los autores españoles de referencia se han


molestado siquiera en dar alguna razón justificatoria de sus opiniones; por ello
me apresuraré a expresar mi propia opinión sobre el particular, diciendo, por de

253
pronto, que las afirmaciones sobre la incapacidad del español para «pensar» no
sólo son gratuitas sino ridículas. Y si esto es así será preciso explicar tales
opiniones gratuitas y ridículas a partir no ya de cualquier motivo objetivo, sino de
motivos subjetivos, psicológicos o sociales, como puedan serlo en el caso de
Heidegger, un chovinismo estrechamente ligado a lo que Rosenberg denominó
«el mito del siglo XX». En el caso de los publicistas españoles, habría que acudir
a algún mecanismo de autoexculpación característico de quienes, conscientes
de su propia inanidad filosófica, hacen responsable de ella al español que utilizan
y no a sus propias facultades personales.

Nuestro objetivo no es, en resolución, reivindicativo, aunque la


reivindicación, si alguien la necesita resultará de nuestra exposición como un
efecto indirecto u «oblicuo».

3. Quien no ha dudado nunca de la capacidad del español para la filosofía


o para el pensamiento puede sin embargo ocuparse del análisis de las razones
por las cuales es posible hablar de una tal capacidad; no se trata directamente
de reivindicar nada, ni se trata de «convencer» a Heidegger, ya fallecido, ni a
sus discípulos, o a los publicistas españoles que hemos citado. Es muy dudoso
que quien ha formado un juicio tan torcido sobre las capacidades del español,
disponiendo de los mismos materiales de los que nosotros disponemos, esté
preparado para rectificar su juicio después de haber escuchado nuestros
argumentos.

4. ¿Por qué entonces seguir con este asunto? La respuesta es bien clara:
porque el enunciado titular «el español como lengua de pensamiento» sólo
comienza a alcanzar su verdadero interés, no ya cuando partimos de la duda
(¿realmente es el español una lengua de pensamiento?), sino cuando partimos
de la certeza de que el español es una lengua de pensamiento. Pues es entonces
cuando podremos formular la cuestión fundamental: ¿acaso cabe reconocer
algún idioma que no sea una lengua de pensamiento?

Si la respuesta fuera negativa, es decir, si supusiéramos que todas las


lenguas son lenguas de pensamiento (si la clase de lenguas que no son lenguas
de pensamiento fuera la clase vacía), sería preciso analizar la conexión entre las
lenguas, en general, y el pensamiento; por tanto, sería preciso determinar la
posible diversidad de lenguas y sus correspondencias con los diversos tipos de
pensamiento.

Y si la respuesta fuera positiva, es decir, si reconocemos la clase de las


lenguas que no son de pensamiento, será preciso determinar las razones por las
cuales el español no pertenece a esa clase de lenguas.

254
5. Pero la clase «lenguas de pensamiento» no tiene por qué ser unívoca, o
unitaria. Caben variedades, especies diferentes y, por tanto, el análisis del
enunciado titular nos llevará internamente a plantear la cuestión de la variedad,
especie o tipo al cual pertenece el español como lengua de pensamiento. Y,
sobre todo, a plantear la cuestión de la relación entre el español como lengua de
pensamiento y las demás lenguas de pensamiento reconocidas como tales.

II
La lengua española como lengua de pensamiento

§I. La supuesta «anomalía española» en lo que se refiere a la disociación


entre el «pensamiento español» y el «pensamiento en español»

1. Lo que denominamos «anomalía española», referida a la supuesta


disociación entre el pensamiento español y el pensamiento en español, es una
anomalía sólo relativa puesto que disociaciones análogas se encuentren
también, a partir del siglo XVI, en otros muchos lugares (pensamiento francés y
pensamiento en lengua francesa; pensamiento alemán y pensamiento en lengua
alemana).

Pero aun siendo la anomalía española sólo de grado, no lo sería de un modo


lo suficientemente significativo, según algunos como para autorizarnos a concluir
que la disociación de referencia ha afectado de un modo característico a España.

La «anomalía» podría exponerse en estos términos: mientras que las más


grandes figuras del pensamiento francés, a partir del Renacimiento, escribirían
regularmente en lengua francesa (Montaigne, Descartes, Malebranche, Bayle,
Bossuet, Rousseau) y otro tanto ocurriría con el pensamiento inglés (John
Toland, Locke, Hume...), o con el pensamiento alemán (Lessing, Kant, Goethe,
Fichte, Hegel...), en cambio las grandes figuras del pensamiento español (Vitoria,
Suárez, Bañez, Molina, Juan de Santo Tomás, Oviedo...) siguen escribiendo en
latín. De aquí (se dice) que no contemos en español con pensadores del rango
de Montaigne, de Malebranche, o de Kant.

2. Esta anomalía es desde luego, muy relativa, si tenemos en cuenta que


también los grandes pensadores franceses, alemanes o ingleses escriben en
latín muchas de sus obras fundamentales (Bacon, Descartes, Espinosa,
Pufendorf, Leibniz...) y a veces en francés (Leibniz, Holbach...). Lo que nos
importa es analizar los «mecanismos» de la construcción de esta supuesta
anomalía y las diferentes interpretaciones que ella recibe:

A) La interpretación «más adversa» al pensamiento español (interpretación


incorporada a la «leyenda negra», alimentada después por hombres como

255
Montesquieu o Voltaire) es bien conocida: no podría hablarse propiamente de
pensamiento español (tampoco de ciencia española); no existió tan
pensamiento, ni tal ciencia. Los escolásticos españoles del siglo XVI y XVII son
sólo una reliquia de la barbarie medieval.

Y esto cualquiera que fueran sus causas: se aducirá el clima, la Inquisición,


la historia política (los españoles habrían gastado o despilfarrado sus energías
primero en la lucha contra los moros, después en las absurdas guerras
imperiales que arruinaron en la época moderna las posibilidades de su
economía).

Decía Feijoo en su discurso sobre el Paralelo de las lenguas Castellana y


Francesa:

«...los [españoles] que han peregrinado por varias tierras, o sin salir de la
suya comerciado con extranjeros, si son pícaros tanto cuanto de la
vanidad de espíritus amenos, inclinados a lenguas, y noticias, todas las
cosas de otras naciones miran con admiración; las de la nuestra con
desdén. Sólo en Francia, pongo por ejemplo, reinan según su dictamen,
la delicadeza, la policía, el buen gusto. Acá todo es rudez, y barbarie. Es
cosa graciosa ver a algunos de estos Nacionalistas (que tomo por lo
mismo de Antinacionales) hacer violencia a todos sus miembros, para
imitar a los extranjeros en gestos, movimientos y acciones, poniendo
especial estudio en andar como ellos andan, sentarse como se sientan,
reírse como se ríen, hacer la cortesía como ellos la hacen y así de todo lo
demás. Hacen lo posible por desnaturalizarse y yo me holgaría que lo
lograsen enteramente porque nuestra Nación descartase tales figuras.
Entre éstos, y aun fuera de éstos, sobresalen algunos apasionados
amantes de la lengua francesa que prefiriéndola con gran desventaja
frente a la lengua española, ponderan sus hechizos, exaltan sus primores;
y no pudiendo sufrir ni una breve ausencia de su adorado idioma, con
algunas voces que usurpan de él, salpican la conversación, aun cuando
hablan en Castellano. Esto en parte puede decirse que ya se hizo moda;
pues los que hablan Castellano puro, casi son mirados como hombres del
tiempo de los godos.»

B) Una interpretación más favorable al «pensamiento español», pero


igualmente adversa al «pensamiento en español», es la que reconoce la
importancia de la escolástica española como movimiento dotado de «identidad
propia» (dentro de su tradición), pero sigue menospreciando el pensamiento en
español. La «capacidad de los españoles» para el pensamiento del más alto nivel
estaría probada por la escolástica de los siglos XVI y XVII (a); pero sería esta

256
misma capacidad, así demostrada, la que probaría que el español, como lengua,
no es un instrumento apto para «pensar» (b).

(a) Nicole Holzenthal ha ofrecido recientemente, en un magnífico artículo (El


Basilisco, núm. 30, abril-junio 2001, págs. 43-52), un panorama del estado de la
cuestión sobre la presencia decisiva en la historia del pensamiento alemán del
pensamiento español del siglo XVI y XVII. Está reconocida desde hace años la
presencia en la filosofía alemana de los nombres de Suárez, Arriaga, Hurtado de
Mendoza, Oviedo, Gabriel Vázquez, Vitoria, Benito Pereira (Karl Eschweiler,
«Die Philosophie der spanischen Spätsscholastik auf den deutschen
Universitäten des siebzehnten Jahrhunderts», 1928). Algunos han llegado a
más: el proceso de recepción de la metafísica española dice N. Holzenthal,
exponiendo la tesis de E. Lewalter, ha de concebirse como una parte integral de
la prehistoria del idealismo alemán (se refiere al libro del Ernst Lewalter, de
1935, Spanisch-jesuitische und deutsch-luterische Metaphysik des 17.
Jahrhunderts)

(b) Pero sería la misma canalización latina-escolástica del gran pensamiento


español moderno la que explicaría la sequía del «pensamiento en español»,
puesto que habría desviado a grandes pensadores o filósofos españoles del
cultivo de su lengua como lengua de pensamiento. De este modo, mientras que
los grandes pensadores ingleses, franceses o alemanes, al escribir en la época
moderna, en su lengua nacional, habrían contribuido decisivamente a la
transformación de estas lenguas «étnicas» o «bárbaras» (en opinión de los
primeros humanistas del Renacimiento, como pudo serlo el mismo Erasmo) en
«lenguas de pensamiento», los grandes pensadores españoles, al descuidar la
lengua española, habrían contribuido a apartarla de una «evolución normal» o
menos anómala.

§2. La reconstrucción de la historia del pensamiento español

1. Nos parece imposible, incluso contando con la interpretación más


favorable de la supuesta anomalía (la que hemos expuesto en el apartado B)
mantener la construcción que presenta a la historia del pensamiento español
expresado en lengua española como la historia de un pensamiento abortado por
las mismas corrientes poderosas de un pensamiento español expresado en latín,
que habría impedido el desarrollo, en la época moderna, de un «español
filosófico» paralelo al desarrollo que habría experimentado el francés, el inglés o
el alemán.

Una tal construcción está planeada por quienes desde el interior y ya en el


siglo XX, se habían «tragado» la leyenda negra subestimando la importancia del
pensamiento español (ya se expresase en latín, ya en español) y sobrestimando

257
el pensamiento francés, el alemán, o en general, el pensamiento europeo;
considerando, por ejemplo, a Erasmo como la gran luminaria del siglo XVI,
gracias a la cual, y desde lejos (non placet Hispania) España pudo, en alguna
medida, rasgar las tinieblas en las que vivía. Pero sólo si rebajamos esa
sobrestimación de Erasmo como «gran pensador» (¿acaso sus «pensamientos»
desbordaron alguna vez el terreno más pedestre de la crítica a las devociones,
supersticiones o instituciones, en un terreno en el que las críticas no constituían
en España ninguna novedad?) podremos reducir a sus justas proporciones esa
erasmomanía que suscitó Bataillon. (Hemos tratado este asunto en España
Frente a Europa, págs. 63 y sigs.). Y lo que decimos de Erasmo habría que
decirlo también de Descartes (como pensador, no ya como geómetra), incluso
de Kant. También aquí tendría aplicación la sentencia de Mirabeau: «Los
grandes son grandes porque los miramos de rodillas».

No hablamos de la «ciencia europea» (en cuando contradistinta de la


filosofía europea de la época moderna). Una ciencia sobre cuyo prestigio se ha
apoyado el prestigio del pensamiento europeo. Hablamos del «pensamiento
europeo». Sólo quien lo contempla como si fuera la manifestación más excelsa
de la vanguardia del espíritu humano, y, en todo caso, la norma del
«pensamiento moderno», podrá estar inclinado a devaluar cualquier forma de
pensamiento independiente que haya sido mantenido en España. Por ejemplo,
sólo quien considera el atomismo mecanicista como la filosofía más profunda de
la Naturaleza alcanzada por el pensamiento moderno (Galileo, Descartes {*},
Gassendi), un pensamiento que había sido capaz de arrinconar definitivamente
el hilemorfismo (lo que conducía a revisar, por no decir negar, la teología
eucarística), podrá decir que España se mantuvo en las tinieblas (o que en ella
la mantuvo la Inquisición), por la tenacidad con la que se defendió, nemine
discrepante, durante el siglo XVII y el XVIII el dogma de la eucaristía. Y no sólo
por los escritores, en latín o en español (Suárez, Calderón, Gracián, Polanco...);
también por los políticos más «avanzados» del siglo XVIII como pudo serlo don
Zenón de Somodevilla.

Pero ¿por qué no ver también en esta tenacidad en la defensa del dogma
de la transustanciación eucarística, por parte de hombres que eran cualquier
cosa menos ingenuos o ignorantes (Regalado ha demostrado, con análisis
magistrales, cómo Calderón estaba, por lo menos, a la altura de Leibniz), la
manera que el «Pensamiento español» encontró para defenderse del torbellino
mecanicista-nominalista, mediante una concepción firme de la unidad ontológica
de los cuerpos físicos (la unidad del «pan eucarístico», por ejemplo) o la de los
cuerpos políticos (la unidad, tan ligada a la del Imperio, de la «Iglesia
eucarística», por ejemplo) que fuese capaz de resistir su disolución en las aguas
del atomismo o en las del individualismo?

258
2. Lo más notable de esta construcción de la historia del pensamiento
español se nos presenta en el momento en el cual quienes, no sólo se han
tragado la leyenda negra, sino incluso quienes la han asimilado, se encuentran,
al recorrer la historia del pensamiento español, con muchas Ideas que no
«desmerecen» del pensamiento más avanzado europeo coetáneo; e incluso lo
preceden.

Y entonces, en lugar de volver sobre sus prejuicios, tratando de seguir el


curso natural o interno del pensamiento español, lo que harán es analizar ese
curso desde «el exterior», aplicándole categorías historiográficas acuñadas en
otros países. Sólo apreciarán alguna importancia en el pensamiento español
realmente existente los siglos XVII, XVIII y XIX cuando logren «categorizar» este
pensamiento desde criterios europeos.

De este modo, se comenzará la historia del pensamiento español del siglo


XVI por el erasmismo; y, lo que todavía es más sorprendente, al enfrentarse con
pensadores anteriores a Erasmo pero susceptibles de ser puestos «en su línea»
(como es el caso de Pedro de Osma, maestro de Nebrija), en lugar de estudiar
las condiciones internas, sociales o históricas que determinaron a estos
pensadores, se les tratará desde el rótulo «pre-erasmistas».

Otro tanto ocurre con el cartesianismo. No es que no haya que analizar el


proceso de «recepción del cartesianismo en España»; lo que hay que hacer es,
ante todo, estudiar las condiciones históricas internas que permitieron tal
recepción. Lo que no podrá hacerse es incluir bajo el rótulo historiográfico de
«cartesianismo español» incluso a los precursores de Descartes, como si por
ejemplo, Gómez Pereira, que publicó su Antoniana Margarita en 1550, cuando
todavía Descartes no había nacido, sólo mereciese ser tomado en cuenta en
función de Descartes, en lugar de ser estudiado desde la perspectiva de las
propias tradiciones de los médicos-filósofos españoles (algunos de ellos –Pedro
Dolese, Francisco Vallés, &c.– vinculados a un atomismo anterior al de Juan de
Nájera, Abendaño, o al de Diego Mateo Zapata, atomismo que venía vía
Gassendi o Descartes).

Consideraciones análogas había que hacer en lo que respecta a la


ilustración del siglo XVIII. Sólo quien se haya tragado la concepción de la
«ilustración» que ideológicamente ofrecieron los propios ilustrados franceses o
alemanes (y sobre todo el Kant de la «liberación de la razón») puede creer hacer
un favor a Feijoo, o a Mayans o a Jovellanos considerándolos como cuasi-
ilustrados en lugar de aplicarse a analizar la propia evolución interna de la
sociedad española del siglo XVIII y de su pensamiento, sus precedentes en el
siglo XVII y XVI. Sólo desde esa perspectiva será posible evaluar el alcance de
las influencias foráneas.

259
Influencia que tuvo muchas veces la forma de una reacción en contra –en
modo alguno se trataba siempre de ignorancia– y no de imitación. Feijoo no
ignora el Discurso sobre las artes de Rousseau; da cuenta de él a los tres años
de su publicación, pero para impugnarlo. Ni Oviedo, ni Juan de Santo Tomás
ignoraban a los copernicanos o a los atomistas: sencillamente los sometían a
crítica sutil y, a la sazón, enteramente justificada.

3. Frente a esta construcción gratuita y ridícula, llevada a cabo desde una


perspectiva «externalista», inspirada por la influencia directa o indirecta que los
«prejuicios negros» siguen ejerciendo sobre muchos historiadores, según la cual
la lengua española no pudo seguir una evolución paralela, como «lengua de
pensamiento», a la que siguieron las otras lenguas europeas, hay que re-
construir la historia de la lengua española como «lengua de pensamiento»,
desde una perspectiva «internalista» opuesta. Podríamos partir de una tesis tan
precisa como la siguiente: que la lengua española lejos de haber retrasado su
desarrollo respecto de las restantes lenguas europeas, fue la que antecedió a
estas lenguas, ya en su fase juvenil de romance castellano.

Y ello habría sido debido, como es lógico, no a alguna virtud mágica interna,
sino a las propias circunstancias históricas en las que la lengua española se
desarrolló en la Edad Media, entre judíos y moros. En diversos puntos de
España, señaladamente en el valle del Ebro, en Huesca, en Tarazona (el Obispo
Michael), en Barcelona (Abrahan Barhiyya y Plato Tiburtinus), pero, sobre todo,
en Toledo, después de su conquista por Alfonso VI (1086), las corrientes del
pensamiento griego y arábigo o judío pasaron al latín europeo pero a través del
romance castellano. Pedro Hispano (un judío), por ejemplo, traducía del árabe al
romance castellano y Domingo Gundisalvo traducía este romance castellano al
latín.

Este proceso que había comenzado en el siglo XII (y que Valentin Rose, en
1874, acuñó con el concepto historiográfico de la «Escuela de Toledo») se
continuó en el siglo XIII, en el reinado de Alfonso X y no acabó aquí. Ello, y, por
supuesto, la historia social y política posterior (en la que el castellano se convirtió
en lengua internacional, el español) explica la riqueza de «obras de
pensamiento» en castellano y luego en español, desde las Partidas de Alfonso
X hasta el Lucidario de Sancho IV, desde el Discurso de la dignidad del
hombre de Pérez de Oliva hasta el Menosprecio de Guevara o el Examen de
ingenios de Huarte; y después Cervantes, Quevedo, Calderón, Gracián...
Precisamente algunos de estos escritores fueron los más apreciados
posteriormente en Alemania (en su artículo ya citado, N. Holzenthal subraya
cómo no suele hablarse de que Lessing hizo su tesis doctoral sobre Huarte de
SanJuan; o que Schopenhauer hiciera la suya sobre Baltasar Gracián, a quien
tradujo). Gran mérito de Antonio Regalado es haber presentado a Calderón como

260
uno de los grandes pensadores españoles a la altura de Pascal o de Hobbes y
haber mostrado el reconocimiento que él tuvo entre los filósofos alemanes,
desde los Schlegel hasta Nietzsche (Calderón. Los orígenes de la modernidad
en la España del Siglo de Oro, Destino, Barcelona 1995)

4. De hecho, la riqueza del vocabulario abstracto de segundo orden


(filosófico) de la lengua española es tan evidente que nos permitiría afirmar que
«es imposible hablar en español sin filosofar». Y esto habría que probarlo en
detalle llevando si cabe mucho más allá ese «género literario» que Feijoo cultivó
a propósito (así lo interpretamos) de la lengua de primer orden, el género de «los
paralelos» entre las lenguas: «en la copia de voces, único capítulo, que puede
desigualar sustancialmente los idiomas [Feijoo no tenía en cuenta la diferencia
en la estructura sintáctica de los idiomas, acaso porque consideraba a todos los
idiomas como realizando una única estructura, la latina], juzgo que excede
conocidamente el Castellano al Francés. Son muchas las voces castellanas que
no tienen equivalente en la lengua francesa; y pocas he observado en ésta que
no le tengan en la Castellana. Especialmente de voces compuestas abunda tanto
nuestro idioma que dudo que le iguale aún el latino, ni otro alguno, exceptuando
el griego».

Los «paralelos» habría que estudiarlos, por supuesto, no sólo en el terreno


léxico, sino también en el terreno morfológico y en el sintáctico, pero ya de la
mera consideración del léxico podríamos extraer importantes consecuencias.

Sin la menor pretensión de iniciar, en este momento, la investigación de


paralelismos de esta índole, se me permitirá constatar, a vuelapluma, algunas
series de palabras propias del román paladino (es decir, no exclusivas del
lenguaje técnico-académico), pero tales que corresponden a diferentes «áreas»
que hoy se delimitan como disciplinas académicas, con la exclusiva finalidad de
marcar el camino por el que podrían avanzar futuras investigaciones.

Nadie podría considerar a la lengua española poco desarrollada como


«lenguaje de pensamiento» después de haber constatado en ella, y en cuanto
lengua ordinaria (no académica), la presencia de series de vocabulario
correspondiente a Ideas ontológicas como las siguientes: «ser», «estar»,
«unidad», «criatura», «nada» (de res nata), «realidad», «cosa», «espacio»,
«tiempo», «causa», «relación», «sustancia», «accidente», «contingencia»,
«posibilidad», «necesidad», «finalidad», «semejanza», «igualdad», «identidad»,
«fundamento», «orden», «mundo», «universo», «todo», «parte». (También
cabría distinguir palabras para expresar totalidades atributivas –por ejemplo las
palabras construidas por el sufijo -ario: «arenario», «ideario», «calendario»,
«herbario», «imaginario», «lapidario», «argumentario»...– así como palabras

261
para expresar totalidades distributivas, como lo son las palabras en su forma
plural, por ejemplo, «peces», «hombres», «cerezas»).

El vocabulario lógico, gnoseológico o metalingüístico es también muy rico


en el román paladino. Son palabras de uso común: «género», «especie»,
«clase», «particular», «singular», «coherencia», «discurso», suposición,
operación; o bien: «verdadero», falso, aparente, engañoso, «sospechoso»,
«dudoso», «incierto», «crítico», &c. Ni siquiera recordaremos, por demasiado
obvio, el vocabulario estético, moral, jurídico o político.

5. En cualquier caso, el pensamiento español no sólo se encuentra


expresado en latín sino también en lengua española; ambas lenguas son inter-
nacionales. Otra cuestión es si cabe hablar, hoy por hoy, de «pensamiento
español» cuando nos referimos al pensamiento de los españoles expresado en
gallego, en catalán, en vasco o en castúo; y no porque no existan grandes
pensadores gallegos, catalanes o vascos, sino porque éstos se han expresado
precisamente en español (Feijoo, Balmes, Unamuno). La lengua española,
precisamente por su desarrollo internacional (la segunda «primera lengua» del
mundo) no se circunscribe a la España peninsular, sino que se extiende a la
totalidad de la «comunidad hispánica».

Otra cosa es que, en nuestros días, se debata, en las Autonomías, la


cuestión de la conveniencia o de la necesidad de encontrar un pensamiento o
filosofía ajustada a las supuestas «identidades culturales» de las Comunidades
Autónomas que conviven en el «reino de Cervantes», y que no quieren ser
reducidas a las condición de meras unidades administrativas. A veces, se
intentará crear, como categoría historiográfica, la Historia de la Filosofía en
Castilla y León; incluso la Historia de la Filosofía de Castilla La Mancha (cuya
unidad es seguramente más administrativa que la anterior). Otras veces, y desde
la América que habla español, se promoverá una «filosofía de la liberación» –
respecto de las filosofías europeas– en Méjico, Perú o Argentina. Y, por
supuesto, también se reivindicará la necesidad de reconocer como «lengua de
pensamiento» al eusquera, gallego, guaraní o quechua (si bien la mayor parte
de estas reivindicaciones no se hacen en nombre de «pensamiento español»,
sino en nombre de «identidades culturales» que precisamente no quieren ser
españolas).

6. La riqueza del español como lengua de pensamiento, es muy grande,


pero no insuperable. Tiene sus límites propios.

Estos límites le vienen impuestos, ante todo, por su misma historia. Esta es
la que determina las referencias, los modelos de construcción sintáctica, la

262
estructura de la gramática (orden de la frase con el verbo central y no terminal a
la manera del alemán) el sistema de tiempos y modos verbales, &c).

Pero si podemos hacer visibles estos límites es precisamente gracias a que


«los límites del Mundo» no son los «límites del lenguaje» (español), sino al revés.
Desde el español (como desde cualquier otro idioma), podemos alcanzar
regiones o aspectos del Mundo que no están recogidos en el propio lenguaje;
por vía de ejemplo, en español no existe palabra, ni por tanto concepto, para
designar al «padre a quien se le han muerto los hijos», palabra que formaría
parte del sistema al que pertenecen otras palabras tales como «viudo» o
«huérfano». Este simple ejemplo, obligaría a retirar la tesis de que «los límites
del lenguaje son los límites del Mundo»; y no porque el español carezca de
término para designar a «el padre a quien se le han muerto los hijos» el Mundo
queda limitado por este lado. En el Mundo existen también padres cuyos hijos
han fallecido. Y quien contraargumente que, con todo, y a fin de cuentas,
estamos definiendo ese concepto de «padre sin hijos» por medio del lenguaje,
aunque sea sirviéndonos de una construcción que utiliza otros términos del
mismo, podríamos responder que esta construcción está regida por un concepto
que presisamente no ha sido facilitado por la lengua española. Además, los
límites del español están delimitados por otras lenguas de pensamiento.

Desde el reconocimiento de los límites del lenguajes «a partir del Mundo»


podemos admitir la posibilidad de un aumento de la riqueza del español (no sólo
de su «copia») sabiendo que ella no es insuperable. Y no ya porque esté
superada por otras lenguas, sino por ella misma, en tanto no es una lengua
clausurada.

Dos son los principales métodos para ensanchar el español como lengua de
pensamiento: la traducción (asimilación, calcos lingüísticos, &c.) de ideas
ofrecidas por otras lenguas, y la creación de neologismos correspondientes a
ideas estrictamente definidas (y que acaso ni siquiera se encuentran expresadas
en otros idiomas).

7. Concluiremos con una proposición que nos parece axiomática: que el


desarrollo del español como lengua de pensamiento sólo es posible mediante el
desarrollo del pensamiento mismo.

Y si nos atenemos a lo que llevamos dicho, el desarrollo, o simplemente el


cultivo del pensamiento en español, no podrá fundarse exclusivamente en el
simple despliegue del «tesoro» de la lengua española. No podemos esperarlo
todo del análisis inmanente, por meditativo, que este análisis sea, de la prosa del
Quijote.

263
Esto nos lleva a tener que admitir que el desarrollo del pensamiento en
español no tiene por qué ajustarse siempre a las formas armónicas o «pacíficas».
El desarrollo requiere también las formas dialécticas y polémicas. El
«pensamiento» sólo puede desarrollarse enfrentándose a otros pensamientos a
propósito de las «cosas» del Mundo («si no hubiera existido Cleantes, yo no sería
Carnéades»). Dicho de otro modo: no cabe esperar que el «manso discurrir» del
pensamiento islámico, alemán, azteca o gallego, pueda desembocar en un
pensamiento integrador o globalizado susceptible de ser traducido al español, y
reflejado cuidadosamente en sucesivas ediciones del diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española. Es esta misma integración o globalización la
que suscitará enfrentamientos, roces y hasta incompatibilidades irreductibles.

Pues no estamos refiriéndonos únicamente al desarrollo de un lenguaje de


primer orden, que se alimenta de los nuevos descubrimientos científicos o de los
nuevos inventos técnicos (y tampoco aquí lo nuevo se acumula sin más a lo
antiguo, porque a veces lo desplaza, como el «telescopio» desplaza al
«catalejo»). Estamos hablando de la vida y del desarrollo de un lenguaje de
pensamiento. Y aquí no cabe tanto integrar por acumulación enciclopédica,
cuanto asimilar, pero sabiendo que la asimilación presupone, casi siempre, como
ocurre en los organismos vivientes, la destrucción del alimento, su «demolición»
hasta llegar al nivel molecular.

§3. La querella de la equipotencialidad de las lenguas

1. Se nos plantea ahora la consideración de una cuestión central, la que


podíamos llamar la cuestión de la «querella de la equipotencialidad de los
diferentes lenguajes de palabras», en cuanto medios para expresar el
pensamiento.

Las dos posiciones más radicales ante esta cuestión serían las siguientes:

(1) La que afirma la equipotencialidad plena de todos los lenguajes de


palabras (sin distinción siquiera entre lenguajes de primer orden y lenguajes de
segundo orden). Por tanto la que sostiene que cualquier lenguaje es apto para
decir cualquier cosa que pueda ser dicha en otro lenguaje. El célebre lingüística
K. Pike, que conocía el lenguaje de los clics de los bosquimanos, llegó a
mantener (en mi presencia, año 1985) la tesis de que cualquier texto escrito en
cualquier idioma «podía ser traducido al lenguaje de los clics».

(2) La que niega por completo la tesis de la equipotencialidad, pero no ya en


el sentido de establecer algún tipo de jerarquía lineal, cuanto a potencia de
pensamiento, de unas lenguas respecto de otras, sino en el sentido de
declararlas inconmensurables, intraducibles. Se trata de una versión del

264
relativismo cultural desarrollado en el terreno del pensamiento, en cuanto está
asociado al lenguaje. A esta posición se aproxima noblemente B.L. Whorf (en su
libro Language, Thought and Reality. Selected Wrintings, Ed. John Carroll,
Nueva York 1956), cuando defiende la tesis de que la lenguas hopi, o la nootka
(isla de Vancouver) tienen una estructura gramatical irreducible a las lenguas
indoeuropeas (sus oraciones no tienen sujeto ni predicado); en la lengua hopi no
hay ni pasado, ni presente, ni futuro.

2. Desbordaría los límites del presente Ensayo esbozar siquiera una mínima
exposición y discusión de estas posiciones extremas ante la cuestión de la
equipotencia de los lenguajes. Sólo podemos tratar de fijar nuestra posición, en
función de las posiciones extremas que acabamos de definir.

Desde luego, tenemos que rechazar la posición que defiende la


equipotencia absoluta. Ante todo, porque sería preciso diferenciar al menos, las
lenguas primitivas de los lenguajes más desarrollados o superiores. De hecho,
es imposible traducir la Ciencia de la lógica de Hegel al lenguaje de los
bosquimanos. El debate habría que restringirlo, en cualquier caso, al terreno de
los lenguajes de segundo orden, a los «lenguajes de pensamiento». Ahora bien,
no conocemos otra forma de defender esta equipotencialidad que no sea la
traducibilidad de los pensamientos expresados en un lenguaje en pensamientos
expresados en otro lenguaje. Pero esta forma de defensa encuentra cerrado el
paso por el relativismo cultural-lingüístico.

Sin embargo, lo cierto es que el argumento principal del relativismo


lingüístico, como el del relativismo cultural en general, es el argumento de la
inmanencia: no podemos hablar del Mundo mas que desde un lenguaje, ni
podemos hablar del lenguaje más que desde el propio lenguaje o desde un
metalenguaje que forme parte del lenguaje-objeto (no podemos hablar de otra
cultura más que desde nuestra cultura, &c.)

Pero el argumento de la inmanencia, lingüística o cultural, se apoya en el


supuesto de esa misma inmanencia como identidad megárica de una «lengua»
o de una «cultura». Este supuesto está implícito en el conocido criterio de las
«señas de identidad», puesto que la idea misma de unas señas de identidad da
por descontada una identidad preexistente, y esta es la que se trata de
demostrar. (Lo que se trata de demostrar es que la identidad alegada es algo
distinto de las propias señas que de ellas se aducen). Pero este supuesto es no
sólo gratuito sino erróneo. No existe una inmanencia lingüística, puesto que entre
dos lenguajes siempre cabe establecer operaciones no lingüísticas que permiten
la comunicación o incluso la traducción sin intérprete de un lenguaje desconocido
por el traductor, al menos si este lenguaje es primario. Ni existe inmanencia
cultural, sencillamente porque las culturas, como unidades (o identidades)

265
internas o cuasi-sustanciales u orgánicas, son unidades o identidades míticas
(sustantivaciones de multitudes de rasgos culturales descomponibles); por lo que
la tantas veces invocada disyuntiva entre el etnocentrismo cultural, el relativismo
y el pluralismo cultural no es tal disyuntiva (sólo podría haber pluralismo cultural
si hubiese culturas idénticas y cerradas en sí mismas incompatibles entre sí).

Frente a la idea de la inmanencia de las lenguas (o de las culturas),


levantamos la idea dialéctica del conflicto entre las lenguas y las culturas, cuanto
a los rasgos en los que cabe descomponer unas y otras, que no sean
mutuamente asimilables. Sólo de este modo la traducción será posible. Y cuando
no lo sea, los contenidos intraducibles, si no son asimilables (mediante los
conceptos, como ocurre, por ejemplo, en los llamados «calcos lingüísticos»)
deberán ser «destruidos», es decir, descompuestos o demolidos. Sólo así podrá
probar su potencia mayor o menos una lengua frente a otras, una cultura frente
a otras.

Ahora bien, según venimos suponiendo, las diferentes lenguas (unas cuatro
mil en los comienzos del tercer milenio) no son lenguas originarias ni resultados
de una evolución lineal, sino ramificada, y no tienen por qué encontrarse en el
mismo nivel de evolución. Habrá que afirmar que, incluso las lenguas de segundo
orden, no tienen por qué encontrarse siempre en un nivel análogo de desarrollo.

En gran medida, el mayor o menor desarrollo de una lengua o de una cultura


depende del grado de relación que haya tenido con otras lenguas o culturas y de
la asimilación que haya podido lograr de esas lenguas o culturas; dicho de otro
modo, de su historia. Puede asegurarse que una cultura que hubiera
permanecido aislada durante siglos y siglos se mantendría en un nivel de
desarrollo más bajo que las lenguas o culturas más abiertas que se encuentran
en su vecindad. Sólo asimilando estas lenguas (tomando en préstamo
vocabulario, por tanto, conceptos e Ideas) podría ponerse a un nivel similar.

3. La conclusión acaso más importante, a efectos prácticos, de las ideas


precedentes sobre la naturaleza de una lengua de pensamiento, cuando las
aplicamos a una lengua determinada, es la siguiente: que la condición de
«lengua de pensamiento» atribuida a una lengua dada (sobre todo si el
pensamiento del que hablamos pertenece al rango más alto, y por tanto, ha de
ser aplicado a los pensamientos de otras lenguas, en cuanto pensamiento
universal) no se reduce a predicar de esa lengua tal condición, a la manera como
podríamos predicar de un sólido regular la condición de dodecaedro. Porque la
condición de «lengua de pensamiento superior» obliga, por así decir, a la lengua
de la que se dice satisfacer esa condición a entrar en relación con la otras
lenguas de su rango, a fin de asimilarlas. Y esto implica no sólo traducirlas a los
propios términos, o mediante la creación de otros nuevos –tanto más potente es

266
una lengua cuanto mayor cantidad de «barbarismos» pueda asimilar– sino
también la demolición de aquellos bloques de otras lenguas que se consideren
en sí mismos intraducibles. Dicho de otro modo: una lengua de pensamiento, de
rango superior no puede admitir otras lenguas que sea superiores a ella misma;
a lo sumo podrá admitir su equipotencia. En cualquier caso la demolición implica
descomposición o análisis de los contenidos de la lengua asimilada y de las
formas culturales asociadas a ella; lo que habrá de dar lugar a reacciones,
muchas veces violentas, por parte de quienes se consideraban ser los
propietarios de tales ideas.

4. Tomemos. como ejemplo, por otra parte inexcusable cuando hacemos


«paralelismos» entre la lengua española y el alemán, la Crítica de la razón pura,
como una de las obras cumbre del pensamiento expresado en lengua alemana,
a saber, el pensamiento creador de la «filosofía trascendental»; una lengua que,
según Heidegger, era necesario utilizar «para poder pensar». Por tanto, una
lengua que sería, según eso, intraducible a otras lenguas inferiores, tales como
el latín o el español. Y así lo creeen quienes suponen que la propia idea de una
filosofía trascendental es intraducible a otras lenguas distintas de la alemana.

Ocurre, es cierto, que el propio termino transszendentale procede del latín,


y fue utilizado como término técnico por los escolásticos (Felipe el Canciller,
Santo Tomás, &c.). A esta circunstancia no suele dárlese, en nuestro contexto,
mayor importancia: se trataría de un simple préstamo léxico que Kant habría
tomado a título de mero significante para designar a un pensamiento totalmente
diferente de la idea escolástica: la «Idea alemana» de lo trascendental no tendría
nada que ver con la «Idea latina» o románica. Sería acepciones diferentes,
susceptibles de ser numeradas en el diccionario por 1, 2. Y así lo consideran los
diccionarios filosóficos, distinguiendo diferentes «acepciones» en la entrada
«trascendental», y, principalmente, la «acepción escolástica» y la «acepción
kantiana».

Este proceder sobreentiende, por tanto, que la acepción kantiana es, en


cuanto a su significado, enteramente nueva e independiente de la acepción
escolástica. El pensamiento alemán que creó la filosofía trascendental se
referiría a las «condiciones a priori de la posibilidad de conformación misma de
los fenómenos constitutivos del Mundo». Y este pensamiento constituye la gran
novedad de la filosofía alemana que, en modo alguno, podríamos rastrear en la
acepción escolástica latina o romance.

Pero resulta que la trascendentabilidad de la conciencia, con sus formas a


priori de la sensibilidad (espacio-tiempo) y del entendimiento (categorías), y aun
con las Ideas de la razón pura, lejos de ser una «secreción» de la estructura
interna de la lengua alemana (de su Innersprachform) es una reconstrucción
llevada a cabo con ideas anteriores y perfectamente inteligible a partir del análisis
267
de las diversas líneas que encontramos actuando en el término «trascendental»
a lo largo del desarrollo de la tradición filosófica.

Dos líneas «de evolución» del término trascendental serían necesarias y


suficientes para dar cuenta del núcleo de la filosofía trascendental kantiana.
Dejamos aquí de lado la acepción positiva del término trascendental, que
aparece en el lenguaje jurídico español, utilizado por ejemplo, en los tribunales
de la Inquisición, cuando condenaban a Doña Leonor de Vivero, a «infamia
trascendental a sus descendientes», es ésta una acepción positiva de la
trascendentalidad (no metafísica y a priori) que se justifica, sin embargo, por la
recursividad de las determinaciones que reciben la consideración de
trascendentales (como es el caso de la «infamia» o, para referirnos a un caso
más general en la Teología judeo-cristiana, del pecado original de Adán,
«trascendental a todos sus sucesores») .

(1) La línea que pasa por la doctrina de las propiedades trascendentales del
ser; trascendentales porque desbordan las categorías; una acepción que se
estabilizó en el siglo XII en la obra Summa de bono (Edición M. Wicki, Berna
1985) de Felipe el Canciller.

(2) La línea que pasa por la doctrina de las relaciones trascendentales –


trascendentales porque desbordan la categoría de la relación– tal como cristalizó
en el siglo XVI en las Disputationes de Francisco Suárez.

En efecto: los atributos trascendentales a todos los entes (y el ser, ante


todo), se predican, por analogía de proporcionalidad, de Dios (Acto puro, Motor
inmóvil) y de la Naturaleza (Dios existe o es respecto de su esencia, como la
Naturaleza existe o es respecto de la suya). Pero esta analogía de
proporcionalidad, que sería suficiente en el sistema aristotélico, es de todo punto
insuficiente en la ontoteología escolástica creacionista.

En efecto, el Dios de Aristóteles no es creador de la Naturaleza eterna; ni


siquiera la conoce. La Naturaleza existe, en su línea, independientemente de
Dios, de la misma manera a como Dios existe en la suya. La analogía de
proporcionalidad del ser, o del existir, no suprime por tanto la heterogeneidad
absoluta de estos dos órdenes de existencia. Es una analogía que está más
cerca de la equivocidad que de su univocidad: los análogos son simpliciter
diversa y sólo son secundum quid eadem.

Pero en el creacionismo de los escolásticos cristianos, la Naturaleza, como


conjunto de las criaturas, sólo existe en virtud de la causalidad eficiente de Dios.
Lo que significa que la existencia o el ser sólo puede predicarse de las criaturas
por la mediación de la existencia de Dios. Dicho de otro modo, el «Ser» es un

268
análogo, pero de atribución; un análogo cuyo primer analogado es Dios, mientras
que las criaturas sólo son en virtud de la relación de efecto a causa que
mantienen constantemente con Dios, en cuanto Causa primera (sobre esta
analogía primaria de atribución, o de proporción simple, se fundará ulteriormente
una analogía secundaria de proporcionalidad o proporción opuesta).

Ahora bien (y aquí establecemos la conexión entre la trascendentalidad del


ser, y la trascendentalidad de la relación): la relación trascendental es una
relación secundum dici (Suárez, Disputación 47), es decir, no es propiamente
una relación categorial, sino un proceso conceptualizado o «dicho» según el
modo de relación categorial. Pues una relación categorial es la que se establece
entre términos preexistentes a esa relación; por ejemplo, para que se establezca
una relación de igualdad mutua entre los segmentos a y b es necesario que a y
b preexistan a la relación. Pero en la relación trascendental de causalidad
creadora, establecida entre la causa y el efecto (tal como se entendía
tradicionalmente, es decir, como relación binaria), uno de los términos (el efecto)
no preexiste a la causa sino que es creado precisamente por ella, es decir, por
el otro término de la relación.

Y esto es tanto como decir que Dios, en cuanto causa creadora de las
categorías, es el término o condición trascendental de la existencia y de la
esencia de la criaturas que constituyen el Mundo. De suerte que podríamos decir
que el propio Mundo es de algún modo una manifestación de Dios. El espacio y
el tiempo infinitos serán una manifestación de la inmensidad divina; y será el
propio Newton quien llegue a decir (en la Cuestión 31 de su Óptica) que el
espacio es el «sensorio de Dios».

De todo lo cual concluimos que la trascendentalidad de la conciencia


kantiana, expuesta en su Transszendentale Elementarlehre, y, ante todo, la
trascendentalidad de las formas a priori de la sensibilidad (el espacio y el
tiempo), es una «transformación» de la concepción que Newton tuvo del espacio
tiempo como sensorios divinos; y la trascendentalidad de la conciencia, como
condición de posibilidad el Mundo y de sus categorías no es, a su vez, sino una
transformación de la trascendentalidad de la relación de causalidad que Dios
mantiene respecto de la Naturaleza, como conjunto de los fenómenos.

Dicho de otro modo: el trascendentalismo del pensamiento kantiano sólo


puede ser entendido (históricamente) como una transformación del
trascendentalismo del pensamiento ontoteológico escolástico, en virtud del cual,
la función de Dios, como condición trascendental del Mundo de los fenómenos
ha sido sustituida por la conciencia humana; una sustitución que se hará explícita
en el sistema de Hegel. Esto no suprime la originalidad de Kant en la historia del
pensamiento, ni menos aún suprime el carácter «revolucionario» de este
pensamiento (de la «revolución copernicana» de que él mismo habló). Lo que

269
suprime es la visión de la filosofía trascendental como una creación ex-nihilo del
pensamiento alemán expresado en lengua alemana.

Oviedo, 17 de enero de 2003

Nota

{*} Al citar a Descartes entre los representantes del atomismo mecanicista


moderno, tenemos en cuenta, dentro del mecanicismo, el llamado (por O.
Hamelin y otros) «corpuscularismo» cartesiano. Como es sabido, aunque
Descartes se proclamó siempre antiatomista, puede defenderse la tesis de que
lo habría sido antes en el terreno metafísico que en el terreno físico: Dios, dice
Descartes, pudo disponer la existencia de ciertas unidades elementales
indivisibles de la materia, sin que por ello pudiesen ser llamadas átomos en
sentido propio, dado que Dios podría siempre dividirlas, aunque ninguna
criatura de Dios pudiera hacerlo.

270
La Idea de la Fama
Gustavo Bueno

Hay diversos conceptos de Fama, a los que corresponden casi siempre, en lengua española,
acepciones adecuadas del término. Algunos de estos conceptos son claros y distintos, en su
campo; otros no lo son tanto; en todo caso los conceptos de la Fama nos remiten a una Idea
que los atraviesa, y que es la que en este ensayo tratamos de determinar

«Fama» es un término del español, de origen latino, que nos remite a una
serie de conceptos que se organizan en el marco de las categorías antrópicas
(es decir, no de las categorías etológicas ni de las cósmicas, ni de las teológicas,
salvo para quien crea en la Gloria de Dios respecto de las jerarquías angélicas).

Sólo cabe hablar de Fama en un espacio antropológico, y sólo son los


hombres (considerados en el eje circular de este espacio) quienes pueden
dar cuerpo a la fama. No cabe hablar de fama entre sujetos animales, ni entre
cosas, ni siquiera entre individuos humanos aislados, si esto fuera concebible.
La Fama sólo se desenvuelve en una sociedad de sujetos humanos y a partir de
un cierto estadio de su proceso histórico, en el que figure, desde luego, en
lenguaje doblemente articulado (no hay fama sin habla, sin lenguaje).

Es en el espacio antropológico en el que se abre el espacio de la fama, o si


se prefiere, el «espacio de resonancia» de la fama. Fuera de este espacio no
cabría hablar de fama. Adán, en el Paraíso, no hubiera podido ser famoso; para
ser famoso tuvo que esperar a que sus descendientes creyeran reconocerle
como Padre, aunque pecador.

Pero el carácter antrópico de la fama formal no quiere decir que


el contenidoo materia de la fama haya de ser siempre un sujeto humano; cuando
esto ocurre la fama comenzará a tener que ver directamente con la ética, con la
moral o con el derecho.

Pero también los animales, los caballos, por ejemplo, pueden ser famosos
(Bucéfalo, Incitatus, Babieca, Rocinante); también pueden ser famosas las cosas
inanimadas, naturales o culturales (las «famosas Cataratas del Niágara», el
«famoso Faro de Alejandría» o el «Ebro famoso»).

271
3

La materia de la fama, además, habrá de estar singularizada dentro de una


multiplicidad estructurable según el formato de una clase distributiva o atributiva.
La singularidad de la materia de la fama (o susceptible de serlo) puede ser
singularidad individual (como Bucéfalo o como Alejandro) o singularidad
específica (por ejemplo, la «famosa teoría de la relatividad»), o las singularidades
específicas constituidas por ciertos números enteros, muy famosos (como
pueden serlo los llamados «números mágicos» de la Física nuclear, tales como
2, 8, 20, 50, 82, ...).

Para alcanzar la medida del significado de esta condición de la materia de


la fama, la singularidad, hay que tener en cuenta la naturaleza del lenguaje que
suponemos condición de la fama. Las singularidades no forman parte, en
general, de la «maquinaria» de los lenguajes doblemente articulados, que están
construidos sobre esquemas funcionales o universales, es decir, sobre clases, y
no sobre nombres propios o singulares. Incluso los pronombres personales (yo,
tu) o los adverbios de lugar o tiempo (aquí, ahora) siguen siendo funciones
universales. Y esto implica que una singularidad, para llegar a ser famosa, es
decir, para que su nombre lo sea, debe, en general, «ingresar» en el sistema
lingüístico correspondiente por una vía distinta de aquella por la cual se
construye el lenguaje (cuestión distinta es la determinar hasta qué punto, sin
embargo, todo lenguaje funcional necesita algunas singularidades idiográficas
de referencia, por ejemplo, el Sol, que, en consecuencia, merecerían la
consideración de famosas).

En su significado más general y abstracto la fama se nos presenta como el


atributo de alguna materia singularizada, idiográfica (sujeto, animal o humano;
cosa, natural o artificial), en virtud del cual la materia singular es segregada de
su clase para mantener su presencia en un conjunto indefinido de sujetos
humanos. La fama implica, por tanto, que un conjunto indefinido de sujetos
humanos tengan noticia de una singularidad; pero podemos dejar de lado la
connotación axiológica de esta noticia, connotación que puede ser positiva o
negativa. La definición escolástica de fama (clara notitia cum laude) va referida
a la fama positiva; en ella, de la singularidad afamada, podría decirse que
es egregia, al menos en su sentido etimológico, lo que se segrega, por su
excelencia, del rebaño (ex-gregis), es decir, en términos lógicos, de la clase.
Pero también es famoso un asesino «legendario», como pudiera serlo Jack el
Destripador, el Doctor Petiot, o más recientemente Anthony Alexander King. Aquí
no cabe hablar de cum laude,aunque sí de clara notitia cum censura. Por lo
demás conviene constatar que hubo siempre una tendencia, que acaso es

272
originaria, a entender el término fama en sentido peyorativo: Ennio distinguía
la fama mala de la gloria; y Varrón (VI,55) sobreentiende el plural famosii como
«famosos de mala fama». Puede haber situaciones intermedias: la fama de un
sujeto numinoso, o la de un objeto repugnante, que a la vez suscita curiosidad o
atracción y horror o aversión. Y también famas neutras, desde el punto de vista
axiológico. Sin embargo, en la tradición escolástica prevaleció la connotación
meliorativa del término. Leemos en el Compendio de moral salmanticense (XXI,
2.1): «Según la definen los teólogos: [fama est] clara notitia, quam alii de nobis
habent. Esta noticia debe principalmente ser de una vida virtuosa y ordenada,
que es la materia de la verdadera fama; y secundario de las demás cosas, que
los hombres suelen estimar, como de sabiduría, ingenio, valor, y semejantes. La
fama es mayor bien que el honor, por ser la opinión y estimación interna, que
otros tienen de nosotros más preciosa, que el honor y reverencia externa, que
nos hacen muchas veces con falacia y fingimiento.»

La clasificación más importante de las singularidades afamadas acaso fuera


la que pusiera a un lado las singularidades subjetuales humanas, y al otro lado
las singularidades no humanas (ya sean subjetuales animales, cuando se les da
nombres propios, como es el caso del chimpancé Sultán de Köhler, o del
cuervo Roa de Lorenz), ya sean cosas (como el Partenón, o como aquel teorema
lógico que Leibniz llamó precisamente praeclarum theorema, es decir, teorema
famoso).

Sin embargo hay una característica de la fama común a ambas clases de


materias afamadas: la asimetría de las relaciones entre la materia afamada y el
espacio de resonancia. El afamado, el famoso, o lo famoso, lo es, como hemos
dicho, ante un conjunto indefinido de hombres. Pero en cambio este conjunto (o
cualquiera de sus miembros) no necesita ser famoso ante quien lo es o resulta
serlo. Más aún: mientras que la fama supone clara notitia de la singularidad
afamada, por tanto, presencia suya o conocimiento por parte del «conjunto de
resonancia», en cambio, las partes del espacio de resonancia no tienen por qué
ni siquiera ser conocidas por el objeto ni por el sujeto famoso, sobre todo si se
habla de lo que designaremos «fama de notoriedad». En este punto se asemeja
el sujeto famoso humano (el Cid, por ejemplo) a las singularidades famosas no
humanas (su caballo Babieca o su espada Tizona); porque tanto el Cid, como
Babieca o Tizona deben estar presentes en un conjunto indefinido de hombres
(su espacio de resonancia), pero estos hombres no tienen por qué estar
presentes, ni pueden estarlo a veces, en tales singularidades famosas. Podría
resumirse esta característica lógica de asimetría diciendo que la singularidad

273
famosa tiene nombre propio, mientras que los sujetos humanos que constituyen
el espacio de resonancia, son, en general, anónimos, en el contexto.

Cuando nos referimos a la fama de singularidades subjetuales humanas, la


distinción más importante es seguramente la que media entre la que pudiéramos
llamar fama habitual y la que llamaremos fama de notoriedad (que, en cierto
modo, es la fama por antonomasia en los usos actuales del término); porque
estos dos tipos de fama tienen (sin perjuicio de sus semejanzas) diferencias de
estructura muy significativas. La fama habitual es propia de todo sujeto que vive
en grupo, no es una característica de algunos sujetos excepcionales. En
realidad, de todo «animal grupal» puede predicarse la fama habitual; y sin
perjuicio de las características propias que adquiere en el caso de los sujetos
humanos, la fama habitual tiene indudables paralelos etológicos.

Así pues, mientras que la fama habitual es propia de los sujetos humanos
(todos los hombres tienen una fama habitual y pueden considerarse por ello
afamados; de otro modo, no hay sujetos humanos anónimos), en cambio la fama
de notoriedad sólo afecta a algunos sujetos humanos cuya singularidad ha sido
distinguida por las razones que sean.

La fama habitual, que tiene que ver directamente con la ética, con la moral
y con el derecho, viene a ser la representación y valoración (estimación, positiva
o negativa) que un grupo se forma respecto de cada uno de los sujetos que lo
integran. El sujeto, envuelto en su fama habitual, resulta diferenciado o
distinguido, para bien o para mal, en el grupo (sin duda existen casos extremos
de individuos tan neutros y anodinos que nadie podría darnos de ellos, no ya su
nombre, pero ni siquiera una descripción propia). Esta fama habitual (la fama en
el sentido jurídico, que tiene que ver con el honor o con la honra) podría
compararse con el reflejo o imagen que cada sujeto produce de sí mismo, según
su morfología y conducta, en el grupo con el cual ha ido conviviendo, o en el
promedio de los miembros de ese grupo; reflejo que constituye una suerte de
caparazón de cada sujeto (a veces útil, a veces perjudicial), una envoltura
habitual que en el terreno social-grupal es tan propia de él (a veces se considera
una propiedad suya) como pudiera serlo su epidermis. Cabría introducir una
«variación» en la fórmula de Ortega («yo soy yo y mi circunstancia»),
sustituyendo «circunstancia» por «fama»: «yo soy yo y mi fama»; advirtiendo que
mientras que la circunstancia me es dada como un «mundo entorno» (Um-Welt)
en el cual el yo individual debe insertarse para constituirse como un yo personal,
en cambio la fama es la reacción que los demás me devuelven ante mis acciones
como individuo o como persona.

274
Llamamos «habitual» a este primer tipo de fama porque el sujeto personal
puede, hasta cierto punto, utilizar diferentes trajes o máscaras, es decir, una
doble vida y por tanto tener más de una fama, si es que logra formar parte de
grupos diferentes. En todo caso la fama habitual se corresponde con el concepto
de reputación, que puede ser buena o mala; y el honor puede considerarse como
una modulación de esta fama habitual. A la fama habitual va referido sin duda el
refrán «coge buena fama y échate a dormir». Por cierto, acaso convenga resaltar
que la fama habitual, aunque muchas veces es de índole global («fulano tiene
fama de buena persona»), otras veces es de índole más específica, fijada en
algún rasgo distintivo simplificado, ya tenga signo positivo («tiene fama de
ocurrente» o «tiene fama de buen cirujano») o tenga signo negativo («tiene fama
de borrachín», «tiene fama de mujeriego»).

Esta fama habitual es la que tiene sin duda paralelos etológicos, a la manera
como el lenguaje verbal humano tiene paralelos en la comunicación no verbal o
interjeccional, o en la representación no verbal de los animales sociales. Es
sabido que en los grupos de chimpancés o de otros animales grupales cada
individuo ocupa una posición singular, y es representado «idiográficamente» por
los demás, ante los cuales él revalida su posición mediante alardes o rutinas de
rango: va adquiriendo, a lo largo de su vida, una «fama habitual», aunque no
verbal, en su grupo; pero obviamente esta «fama» etológica no es propiamente
fama habitual, en el sentido estricto. Decimos habitual porque acompaña a todos
los sujetos humanos en cuanto animales grupales, como si fuese un vestido que
el grupo le impone.

La fama habitual, que recae sobre cada individuo, como hemos dicho, al
modo de un traje invisible con el cual le visten quienes le rodean en la familia, en
el trabajo, &c., es la fama sobre la cual se tejen las connotaciones jurídicas del
concepto. Por ejemplo, la fama será entendida ahora como estimación suficiente
–aestimatio de los glosadores– que un individuo había de tener para poder
actuar como testigo en un juicio. La fama, en este sentido jurídico, goza de
protección legal, sobre todo cuando se considera buena. Viene a ser como un
bien patrimonial, otorgado por los demás, ya sea en forma de rumor, ya sea en
forma de «informe confidencial», y que puede ser justo o injusto. Lo importante
es que esta fama habitual forma parte de la persona, una parte que puede ser
menoscabada o enaltecida o exaltada. Cada cual tiene, por tanto, el derecho a
defender su (buena) fama, y a recuperarla en el caso de que le fuera
menoscabada o deteriorada por las difamaciones, las calumnias o las injurias. El
artículo 7.7 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección del Derecho
al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, modificado por
la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, de Código Penal vigente, en su
cuarta disposición final derogatoria considera como ilícitos: «La imputación de
hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones

275
que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su
fama o atentando contra su propia estimación...»

Pero la fama de notoriedad tiene una estructura distinta a la que es propia


de la fama habitual. La fama de notoriedad es ya un proceso que sólo se presenta
en sociedades humanas muy desarrolladas, por así decir, históricas. Y mientras
que la fama habitual es, como hemos dicho, una característica que afecta, en
principio, a todos los sujetos humanos, la fama de notoriedad sólo afecta a
algunas personas, llamadas «ilustres», «insignes», «egregias» o, simplemente,
«famosas» (seguramente porque el sufijo –oso, de abundancia, expresa muy
bien, por la cantidad, la diferencia entre la fama habitual y la fama de notoriedad).
Mientras que en la fama habitual el espacio de resonancia (familia, compañeros,
amigos, &c.) está constituido por sujetos que tienen contacto directo, o
percepción directa con la singularidad afamada (lo que no excluye que puedan
tener también con ella contacto verbal indirecto: rumores, murmuraciones), en la
fama de notoriedad los sujetos de ese espacio de resonancia no necesitan tener
percepción directa del afamado; más aún, muchas veces sólo lo conocen de
oídas (por el lenguaje) o por imagen fotográfica o televisiva. Y por ello la cantidad
de sujetos de la «caja de resonancia» puede ser mucho mayor que el
corresponde a una fama habitual, y el afamado puede llamarse famoso
precisamente por el carácter masivo de su caja de resonancia. La importancia
de los medios actuales de comunicación (radio, televisión, prensa: «las alas de
la fama están hechas de recorte de periódico», se decía antes de la televisión y
de la radio) reside en que la representación, en principio indirecta, que se tiene
del famoso puede transformarse en una representación perceptual parecida
(pero aparente) a la que es propia de la fama habitual (cuando a alguien que es
conocido gracias a la televisión se le acerca un anónimo y le confunde con algún
amigo o familiar: «nos conocemos ¿verdad?», o bien «yo a ti te conozco»).

Esto diferencia la conducta del sujeto famoso ante su espacio de resonancia


del sujeto meramente reconocido en un círculo específico de sujetos: el sujeto
famoso no conoce en general a los sujetos de su espacio de resonancia; el sujeto
conocido en un círculo específico sí suele conocer a los miembros de este
círculo. El individuo reconocido por un grupo amplio de amigos o colegas, a
quienes conoce por su nombre, no es por ello famoso; el individuo famoso puede
ser conocido por muchos sin que él conozca nominalmente a casi nadie, y por
eso el individuo famoso puede ser, por ello, «socialmente» un solitario, mientras
que en cambio el individuo reconocido no puede jamás mantenerse aislado del
círculo específico que le reconoce.

276
En cualquier caso, mientras que la fama habitual puede ser justa o injusta
(si la fama habitual es una «dimensión» ética, moral o jurídica) en cambio la fama
de notoriedad es un hecho social que está «más allá del bien y del mal ético».
La fama de notoriedad es una resultante, una «resultancia», que se produce en
la caja social de resonancia por encima de la voluntad (o del esfuerzo) que el
famoso haya mantenido, en pro o en contra, respecto de ella. Quien busca la
fama de notoriedad, casi nunca la encuentra; quien se encuentra con ella, acaso
no la había buscado.

Para analizar más de cerca la fama de notoriedad, que es la fama por


antonomasia, habrá que comenzar por el principio, reafirmando como materia
propia suya las singularidades o determinaciones de la persona que se supone
le corresponden de modo idiográfico y no nomotético. Por ello la fama personal
no va ligada al cargo o representación que la persona pueda tener, y que es
nomotética, y en su extremo más bajo burocrática; porque precisamente el cargo
hace muchas veces perder a la persona su nombre propio. El jefe de un
gobierno, conocido por millones de ciudadanos, no es famoso en cuanto tal jefe
de gobierno, ni siquiera lo es el Papa en cuanto vicario de Cristo. La razón es
que el «cargo» disuelve la «singularidad del Prefecto» («venimos a agradecerle
–le decían los campesinos de un departamento francés a su prefecto– las
atenciones que ha tenido con nosotros, aunque ya le han cambiado varias veces
en los últimos quince años»). La fama de un jefe de gobierno corresponderá a lo
sumo a su singularidad idiográfica si destaca en la clase de los jefes de gobierno,
o si se distinguió, antes de ser jefe de gobierno, en su partido; la fama de un
Papa corresponderá a su singularidad entre los demás papas, o entre sus
conciudadanos cuando entre ellos recupera su nombre propio. Un VIP, en cuanto
tal, no es un famoso; recibe atenciones de azafatas y conserjes, en cuanto VIP
(acreditado acaso por una visa o por una marca de automóvil), pero eso no le
convierte en famoso con nombre propio, sino precisamente en un VIP de
aeropuerto o de ceremonia de investidura. Y si esto es así, nadie debiera
asombrarse de que el actual Rey de España, en una encuesta de famosos del
año 2003, apareciera en el puesto catorce de una lista cuyo primer lugar lo
ocupaba la tonadillera Isabel Pantoja. Y esto no es debido a que España esté
enferma (como apuntan algunos profundos psicólogos), o a cualquier otra
hipótesis metafísica; se debe simplemente a la estructura de la fama de
notoriedad, estructura invisible para tantos psicólogos, psiquiatras o sociólogos
que pululan por nuestro país.

277
10

Las singularidades personales capaces de ser materia de una fama


personal de notoriedad pueden ser muy diversas y heterogéneas, y se hace
urgente una clasificación. Nos atendremos a la siguiente clasificación en tres
tipos que, por lo demás, sólo en sus extremos son plenamente disociables y aún
separables:

I. Singularidades que implican, o «incorporan», nunca mejor dicho, la propia


figura física del sujeto famoso (de su cuerpo entero, de su rostro, de sus piernas,
de sus manos, &c.). Sobre estas singularidades corpóreas se constituiría el
primer tipo de fama de notoriedad que denominamos fama subjetual o icónica.
La fama icónica es, obviamente, una fama esencialmente escénica. Es la fama
del gimnasta, del naturista, de las modelos, de los acróbatas, de los artistas de
cine, de los presentadores de televisión, de los boxeadores, futbolistas, actores
teatrales, y también la fama de sujetos con anomalías físicas, la fama de los
siameses o de los gigantes acromegálicos. Por supuesto, la fama icónica no
tiene por qué ser exclusivamente icónica, pero sobre el icono se apoyan
fácilmente singularidades de otros tipos.

II. Singularidades disociables, en principio enteramente, de la figura física


del famoso. Son las singularidades vinculadas a obras segregables del cuerpo
del famoso (como obras de cultura extrasomática), tales como edificios
arquitectónicos, obras de ingeniería, esculturas, pinturas, libros de cuentos,
composiciones musicales, obras científicas o literarias, inventos tecnológicos,
&c. Podríamos llamar a este tipo de fama, derivada de alguna de estas
singularidades, fama objetual o fama cultural extrasomática; por sinécdoque,
fama literaria, artística o científica.

A veces, la fama cultural aparece tan enteramente segregada del cuerpo de


su autor que este podría resultar ser desconocido por completo, como es el caso
de los autores anónimos o conocidos por un nombre convencional («Homero»,
según muchos filólogos hipercríticos de hace un siglo). En el límite, la
desconexión de la singularidad de tipo II y el sujeto corpóreo puede ser tal que
acaso el autor de una obra literaria, artística o científica (caso, en parte, de Bach;
caso de Galois; caso de Mendel) sólo alcanza la fama de notoriedad una vez que
su cuerpo ha muerto.

Y esto suscita la duda acerca de si la fama póstuma puede ser realmente


llamada fama personal. Si mantenemos nuestras distinciones, entre famas de
personas y famas de cosas, la respuesta es obvia: la fama póstuma es fama,
pero impersonal; porque la materia afamada es aquí la obra, incluso el retrato o
el nombre del autor, pero no la persona (sin perjuicio de que la conexión causa

278
efecto puede hacer de algún modo presente a la persona autora de la obra
famosa). Es en todo caso una fama de tipo II (fama cultural) pero no una fama
de tipo I (fama icónica).

Otra cuestión, que se plantea una y otra vez, es la de si al sujeto famoso le


merece la pena preocuparse por una fama póstuma, incluso si, para un
materialista, es preocupación racional la de la fama póstuma. «¿Qué es, decidme
–escribía Erasmo, en el capítulo 28 de su Elogio de la locura–, lo que mueve al
ingenio humano a cultivar las artes, tenidas como excelsas, y transmitirlas a la
posteridad? ¿No es la sed de gloria? De tantas vigilias y fatigas creyeron ser
resarcidos algunos hombres verdaderamente necios con no se qué fama, que
es la cosa más quimérica de la Tierra.»

En todo caso conviene mantener presente que la cuestión de la fama y aún


de la gloria póstuma ha de enfrentarse con la tradición secular que tiende a
interpretar la idea de la fama de notoriedad a la luz de la idea de inmortalidad.
Una tradición que, por cierto, podría entrar en conflicto con los dogmas cristianos
relativos a la verdadera y única inmortalidad, a saber, la inmortalidad sustancial
del alma espiritual, y a lo sumo de su cuerpo glorioso. Por ello, Gracián, en El
Criticón, pudo haber resultado sospechoso de saduceismo a alguno de sus
contemporáneos, cuando decía que gracias a la fama (de notoriedad, por
supuesto) la vida del hombre puede considerarse inmortal y, desde luego, más
larga que la del roble, el águila, el cuervo o la palma. Y tanto más sospechoso
cuando Gracián sugiere (en una época en la que todavía no había televisión ni
grabación de sonido) como condición necesaria para alcanzar la fama, garantía
de la inmortalidad, la utilización de los servicios de un «licor admirable y
maravilloso»; porque la inmortalidad, añade, «se consigue en efecto mediante
este licor, que se vende en una botica, y que es frecuentada por hombres tan
famosos como Alejandro, los dos Césares, Julio y Augusto, y otros de esta parte,
y los modernos, el invicto señor don Juan de Austria». Y cuando Critilo logra
recoger en una redomilla una gota de ese licor eterno –«que creyó sería alguna
confección de estrellas o alguna quintaesencia de lucimiento del sol, o trozos de
cielo alambicados»– halló que era una poca tinta mezclada con aceite.

Cabría por ello suscitar la cuestión de si la fama objetiva, la fama como autor
de una obra de cultura objetiva extrasomática, es realmente fama en un sentido
unívoco al que tiene la fama subjetual, o bien si la fama objetual deja de ser
automáticamente fama, porque la conexión de la obra con el autor deja de ser
relevante. El Teorema 47 del Libro I de Euclides segrega por completo a
Pitágoras, como supuesto autor o descubridor del teorema; si el teorema es
famoso, preclaro, en el ámbito matemático, esto será debido no a Pitágoras, sino
a su papel distinguido como teorema básico de la Geometría. No fue Courtois
quien descubrió el iodo, sino el iodo a Courtois.

279
III. Singularidades intermedias, no disociables enteramente del cuerpo del
famoso. La mejor ilustración de este tercer tipo de fama sería la que es propia
de un cantante. Una grabación segrega sin duda su figura, pero la voz sigue
ligada, «viviendo», en cuanto causada por el cuerpo del sujeto. Tampoco la fama
del santo permite disociar bien su vida y su obra; ni la fama de un médico es
enteramente disociable de su trato directo con los enfermos; y, a veces, si sigue
el consejo de Platón, la fama del médico podría considerarse como una mezcla
de fama de técnico científico y de músico: «La administración de un
medicamento –dice Platón al médico– debe ir acompañada de un bello
discurso.»

La disociación entre los tipos I, II y III no significa, como hemos dicho, que
ellos no puedan ir unidos en una materia singular de fama; ni menos aún significa
que la unión de estos tipos no refuerce la fama de un tipo con la de los otros.
Hay directores de orquesta famosos tanto por su labor directora como por su
figura escénica, en la cual su papel como músico se confunde muchas veces con
su papel como actor teatral; hay pintores o escultores que se ocupan
celosamente de transmitir su cuerpo a través de autorretratos. La fama de Dalí
es el prototipo de una confluencia entre fama cultural como pintor y fama
escénica como actor.

11

La fama de notoriedad, según la exposición que hemos hecho de ella, es


tan heterogénea que se hace preciso a su vez establecer diversas categorías,
que atraviesan los tipos de los que hemos hablado.

La fama, como proceso que segrega ex-grege a un individuo de su clase,


se desenvuelve por cauces categoriales. El famoso es famoso en algo (el sujeto
humano es famoso como pintor, como actor, como matemático, como acróbata,
&c.). Pero, a su vez, la fama, para constituirse como tal, debe desbordar de algún
modo el cauce categorial originario de su especialidad.
El famoso logra su notoriedad cuando desborda su nombre de la
especialidad de su profesión; porque si no la desbordase, recaeríamos en una
situación que es más parecida a la que es propia de la persona reconocida, con
buena reputación dentro de su especialidad: es la fama profesional, la fama de
quien recibe una medalla de su colegio profesional, incluso un Premio Nobel de
Química, sin por ello convertirse en famoso, o a lo sumo de un modo efímero. El
nombre del famoso ha de resonar más allá de quienes tienen que ver
profesionalmente con la especialidad en la que se origina la fama. Cuando dieron
el Premio Nobel a Echegaray se decía, aunque maliciosamente, que había
logrado su fama porque él pasaba por ser un buen matemático entre los
dramaturgos y un buen dramaturgo entre los matemáticos. De hecho, si se quiere

280
tener en la mano una lista de personas que no tienen fama de notoriedad,
aunque han tenido la mayor fama profesional imaginable en nuestros días, basta
consultar la lista de los Premios Nobel a lo largo de todo el siglo XX (y nos
referimos no solamente a los Premios Nobel en Química o en Medicina, sino
también en Literatura o en Economía). En muchas ocasiones el desbordamiento
de la especialidad originaria es tal que el famoso o su nombre se mantiene
incluso con el olvido de la especialidad que canalizó originariamente su fama.
Muchas veces la gente sabe que alguien es famoso pero sin saber por qué (es
decir, desde qué especialidad).

Esta circunstancia –la del desbordamiento del famoso respecto de los


círculos de la especialidad en la que se originó su fama– da pie para poder
introducir la figura de un terreno común en el que los famosos de diferentes
especialidades pueden encontrarse. Es un terreno que podríamos llamar
de fama enciclopédica,un terreno equiparable al del museo enciclopédico en el
que vemos las más variadas rarezas de las más diversas especialidades; el
terreno de las páginas de balances de la prensa de fin de año, recapitulando a
los «famosos del año» en la ciudad, en la autonomía o en el reino. Es el terreno
que se hace cuerpo en una «recepción institucional» a la que asisten, junto con
los cargos políticos o burocráticos, los famosos (ya sean artistas, intelectuales,
santos o lo que no lo son tanto). Pero, en general, la fama interespecialidad de
un físico no se confunde con la fama interespecialidad de un rockero. Su unidad
es supracategorial, por decirlo así, y se concreta más bien en el terreno
sociológico y psicológico. Una «reunión de famosos», aunque sea para recaudar
fondos para las víctimas de un terremoto, o para suscribir un documento de
protesta contra la guerra del Vietnam, no confiere más que una unidad extrínseca
a los «famosos reunidos» procedentes de diversas especialidades.

Hablamos, por tanto, de categorías de famosos para subrayar la


heterogeneidad de las famas de notoriedad, y de la imposibilidad de formar con
ellas una clase con unidad interna. Otra cosa es que puedan formarse clases de
famosos de un modo extrínseco, selecciones escénicas, reuniones sociales o
listas de protesta, a las que nos hemos referido. Acaso el concepto de
«popularidad» podría ponerse en correspondencia con esta fama enciclopédica,
difusa, en la que además alcanzan rangos más altos las tonadilleras o los artistas
de cine, que los cantantes de ópera o los premios Nobel o Príncipe de Asturias (
sin que por ello haya que dejar de advertir el carácter enciclpédico de los premios
que otorgan las referidas Fundaciones).

En conclusión, a la fama de notoriedad acompaña siempre, de un modo más


o menos explícito, la especialidad de su origen: fama musical, fama teatral, fama
política, fama deportiva, fama religiosa, fama científica, &c.

281
12

Supuesta la realidad de las clasificaciones categoriales de la fama, es


preciso tener en cuenta las reclasificaciones, por así decir transcategoriales, que
de hecho se utilizan, y que están fundadas no tanto en las categorías originarias,
sino en ciertos rasgos «transcategoriales», o si utilizásemos un lenguaje
escolástico, hoy ya fuera de uso, en «rasgos postpredicamentales». Sin embargo
queremos subrayar el hecho de que si no acudiésemos a estos conceptos
escolásticos no podríamos establecer la reclasificación de los famosos de la que
hablamos.

Por supuesto hay criterios diferentes: A) Un criterio cuantitativo (según la


dimensión del campo de resonancia); B) Un criterio axiológico.

A) Desde el punto de vista de la cantidad, que afecta a todas las categorías


de referencia, la fama puede medirse o se mide de hecho según dos criterios,
que pueden ir unidos pero también disociados.

a) Según el criterio de la duración, la fama puede ser fugaz (efímera o


anual), intermedia o permanente (secular). Como ya hemos dicho el mejor modo
de obtener una lista de famosos efímeros es consultar una lista de los Premios
Nobel.

b) Según el criterio de la popularidad o extensión del espacio de resonancia,


la fama de notoriedad puede medirse por el radio de este campo. Es desde este
punto de vista desde donde distinguimos entre una fama local, una fama
regional, nacional o internacional.

B) Desde el punto de vista del valor es más difícil establecer clasificaciones


de la fama atendiendo a criterios objetivos, salvo que estos criterios reduzcan el
valor a las tablas vigentes en una sociedad determinada; lo que inmediatamente
suscita la cuestión del relativismo cultural.

En cualquier caso «valor» no habría por qué interpretarlo siempre como


valor ejemplar, como si los famosos tuviesen que ser siempre modelos a seguir.
Al más famoso de los clásicos, más que seguirle, se le admira.

Pero cualesquiera que sean las inscripciones de la fama, casi todas las
clasificaciones axiológicas distinguen valores y contravalores, aunque los
parámetros sean distintos e incompatibles. En todas las tablas habrá una fama
blanca y una fama negra, o bien una fama noble o aristocrática y una fama pop,
kitsch o plebeya.

282
Es cierto que la mera condición social de «famoso de notoriedad» suele
conferir ya una especie de dignidad o valor al famoso, por el hecho de serlo y
por encima de la polarización axiológica; lo que de algún modo anula la distinción
entre «fama gloriosa» o noble y «fama plebeya» o vulgar (al menos cuanto a la
presencia en los medios, caché, &c., casi siempre a favor de la fama vulgar).
Pero quien mantenga la distinción insistirá en el hecho de que una fama vulgar,
según la tabla de valores de referencia, a medida que es más grande o intensa
en cantidad, hace aún más vulgar al famoso.

Es evidente que los análisis de las clasificaciones axiológicas de la fama


constituye uno de los materiales más ricos para la llamada «crítica de la cultura
y de la sociedad», por cuanto es evidente que las listas de famosos de una
sociedad determinada es el reflejo fiel de la tabla de valores que esa sociedad
mantiene, explícita o implícitamente.

En la medida en la que las tablas de valores son tablas cambiantes histórica


y socialmente, incluso en los casos en los cuales oficialmente esas tablas, al
menos en alguno de sus rangos, permanecen inmutables, tendrá que
reconocerse que los juicios de valor en torno a un famoso determinado están
siempre determinados por la vigencia social de esas tablas de valores (lo que no
excluye el que, en algunos casos, sea un famoso quien contribuya a alterar la
tabla de valores vigente). La fama de un músico en el siglo XV o XVI estaba en
general limitada socialmente por el rango social que correspondía a los músicos
como servidores o criados de la nobleza o del alto clero; hasta el siglo XVIII y
sobre todo el XIX, al músico no se le abre la posibilidad de una fama de
notoriedad muy distinta a su fama profesional. Hasta muy entrado el siglo XX,
los músicos «no académicos» (jazz en sus primeros tiempos, rock, pop) no
podían aspirar a un rango de fama de notoriedad similar a la que pudieran tener
los grandes tenores de ópera, los grandes violinistas o los directores de orquesta.

Pero, en nuestros días, la fama de notoriedad de músicos rock o pop puede


eclipsar a la de los músicos académicos, aunque estos representen a
vanguardias de mayor prestigio. Estamos en una situación en la que no cabe
plantear siquiera cuestiones de rango entre Bob Dylan y los Beatles, por ejemplo,
y Schömberg o Stockhausen, por mucho que algunos quieran distinguir entre
«música culta» (como si las otras formas de música no fueran también cultura) y
«música popular» (¿inculta?). La tendencia más generalizada es la de acoger
todo como formas diferentes de una «cultura musical del presente»; incluso de
llegar a considerar poco democrático o «burgués», poner en un rango distinto a
los cantantes más destacados de la Operación Triunfo y a los cantantes que
hayan destacado en las últimas temporadas de Opera del Liceo de Barcelona.

283
Cabría intentar definir, sin embargo, como tipo formal de fama de notoriedad
que, en principio, se mantuviera, al menos en la definición, al margen de todo
juicio de valor, el que denominaremos «fama vulgar»; tipo que, en principio, no
tendría por qué arrastrar ninguna connotación axiológica, pero que sin embargo
podría servir en el análisis de los criterios de rango de las diferentes
especialidades a través de las cuales puedan originarse las notoriedades
famosas. En efecto, el tipo de fama de notoriedad que designamos como fama
vulgar quiere mantenerse, en principio, en el terreno de la misma formalidad de
la idea de fama de notoriedad, tal como lo hemos entendido, sin connotaciones
axiológicas.

La fama de notoriedad, venimos suponiendo, implica algún contenido


específico (artístico, literario, científico, político) mediante el cual el famoso ha
contribuido con alguna singularidad, valorada, en general, positivamente,
relacionada con la persona o con la obra del famoso, ya sea por la originalidad
o novedad del contenido, o bien por la perfección o el dominio de las normas
heredadas. La fama de notoriedad, según esto, va esencialmente ligada a la
singularidad de la obra o de la persona por la cual el famoso se ha distinguido
como egregio (fuera de la grey, del rebaño). Advirtamos por tanto que el famoso
en un arte o en una ciencia no alcanza su condición de tal por motivos subjetivos
(como pueda ser el trabajo o el esfuerzo que él dedicó a la ejecución de su obra
o de su conducta, y menos aún a su voluntad de perfección o de creación), sino
por la obra o el modelo de persona que ha podido ofrecer, sin duda fruto del
esfuerzo, pero desligada escrupulosamente de él.

Nadie pregunta hoy por el esfuerzo y trabajo invertido por Beethoven en su


quinta sinfonía; porque tanto o más esfuerzo y trabajo que Beethoven podríamos
encontrarlo en músicos que sin embargo sólo han logrado componer obras
mediocres. «No pinta el que quiere, sino el que puede.» Sin embargo, cada vez
está más extendido el criterio «luterano» de valoración, según el cual no son las
obras las que «justifican» (traduciendo la terminología teológica al lenguaje
secular: las que confieren la fama o la gloria literaria) sino (en términos kantianos)
la buena voluntad, o incluso el esfuerzo subjetivo para conseguir la Fama (como
expresión secular de la Gloria teológica), así como la Fe en esa salvación (en
términos seculares: la conciencia de la propia voluntad de gloria, la confianza en
el triunfo).

Ahora bien, cabe reconocer en principio un tipo de contenidos


cuya singularidad no podría hacerse consistir en la originalidad, novedad,
creatividad, &c., respecto del promedio de los contenidos reconocidos en una
sociedad dada, sino precisamente todo lo contrario, en su vulgaridad; es decir,
en su capacidad de mantenerse del modo más fiel posible, como en un
«sombreado», a la misma escala en la que se producen los contenidos

284
(musicales, teatrales, dramáticos, &c.) dados en la «prosa de la vida», es decir,
de hecho en la propia subjetividad. «Yo quiero manifestar a los demás lo que yo
soy en mí mismo, quiero ser yo mismo, tengo confianza en que mostrando con
toda sinceridad y libertad lo que soy, deberé alcanzar la fama y la gloria.»

Ahora bien, como la subjetividad más íntima puede consistir y consiste, en


general, en la vulgaridad más absoluta, la singularidad de quien se esfuerza por
ser famoso sobre el principio de ser «sí mismo», podrá comenzar a consistir en
la manifestación de esa misma voluntad de exhibir impúdicamente su
«mismidad», como principio de su «justificación por la fama». Y este denuedo es
acaso la singularidad más valorada por un cada vez más amplio público vulgar
(lo que en tiempos de Lope de Vega se llamaba «el vulgo»), que ve de ese modo
abrirse una forma de exaltación y de justificación de su propia vulgaridad, cuando
reconoce, contempla o aplaude al famoso vulgar.

La singularidad del famoso vulgar que se convierte en


singularidad obscena («puesta en escena») no tiene por qué confundirse con un
estilo de arte realista o superrealista, que implica el dominio perfecto de técnicas
profesionales de reproducción (al estilo de lo que en pintura puede significar, por
ejemplo, Antonio López). No se trata tampoco de utilizar el román paladino en
obras literarias que, sin embargo, están escritas por sílabas contadas, es decir,
muy poco prosaicas, o naturales. Se trata en resumen no tanto de representar o
de reproducir, sino de hacer o decir «con toda el alma», con el corazón en la
mano, las mismas cosas «que uno lleva dentro» (aunque lo que lleva dentro sea
una estatua, como dicen algunos escultores ingenuos). Es evidente que el hacer
o el decir las cosas ordinarias en un contexto cotidiano no es lo mismo que
segregar fragmentos de este contexto cotidiano para seguir haciéndolas en un
escenario o ante unas cámaras de televisión; ni tampoco hay que dejar de
reconocer el «trabajo» necesario, por parte del futuro famoso, para lograr
mantenerse en el plano de la vulgaridad (observamos de paso la tendencia
creciente hoy a denominar «trabajos» a «obras creadas por artistas populares»,
como si estas obras quedasen dignificadas o justificadas, no sabemos si ante
algún sindicato, por el hecho de ser «trabajos»).

Lo que es significativo es que quien, desde la vulgaridad exhibida como


espectáculo, como puro sombreado de aquella vulgaridad, logra una fama de
notoriedad, estará creando un tipo de fama cuya singularidad habrá que hacerla
consistir en la misma vulgaridad de sus contenidos. Es decir, su fama será una
fama vulgar, y como hemos dicho, cuanto más fama de notoriedad logre el
personaje famoso, más vulgar será él mismo, y esto independientemente de que
como artista se identifique con sus contenidos o permanezca distanciado de ellos
(«si el vulgo es necio, es justo hablarle en necio para darle gusto»).

285
Es obvio que los contenidos vulgares que encarna la singularidad del
famoso vulgar son muy heterogéneos, y su valor, según la tabla de valores
vigente, puede ser muy diverso también. A veces, los contenidos vulgares
pertenecen a las vidas privadas, por ejemplo, a la vida doméstica, que no tiene
por qué ser delictiva. En estos casos suele decirse que el famoso «vende su
intimidad», en lugar de decir simplemente que es «obsceno» (venda o regale).
Otras veces, los contenidos ofrecidos rondan con la chabacanería (la que en
tiempos se atribuyó a los tagalos), incluso con la degradación deliberada, la
zafiedad o incluso con la difamación escandalosa, por no decir con la calumnia.

La notoriedad del famoso podría ir, sin embargo, en creciente, en proporción


directa con su vulgaridad. Cabría decir en estos casos no ya tanto que el famoso
vende o regala su intimidad, sino que el famoso vulgar está dispuesto a sacrificar
su fama habitual a la notoriedad de su fama de vulgaridad.

La fama vulgar, sin embargo, puede tener una función social tan importante
como la fama refinada, sencillamente porque el público (lo diversos públicos)
pueden ver en el famoso un arquetipo con el que identificarse o al que aborrecer.
En todo caso dispone con ellos de referencias en sus tareas cotidianas de
enjuiciamiento del mundo en el que vive. Un repertorio de famosos vulgares
puede constituir así para el vulgo una suerte de muestrario o catálogo empírico
cuya utilidad es similar a la que, para otros efectos, pueda tener un muestrario o
catálogo de colores. Además, el seguimiento de los famosos vulgares, a través
de televisión o de las «revistas del corazón», puede ser de gran utilidad,
confundida muchas veces con el entretenimiento, para la salud del público, que
encuentra representadas en los famosos vulgares formas de conductas,
orientaciones, transformaciones, &c., que pueden servirle de terapia e incluso
resolver problemas personales del propio espectador; los famosos de vulgaridad
entrarán aquí en competencia con los psiquiatras y con los psicólogos, de modo
parecido a como los curanderos hacen la competencia a los médicos.

El impudor de los famosos vulgares constituye además aquí, a su vez, una


especie de confesión a través de la cual el espectador puede quedar purgado de
muchas de sus miserias (en griego a esta purga se le llamaba catarsis).

Conviene advertir que la fama vulgar no es sólo un fenómeno que afecte


sólo al llamado «terreno del corazón»; la demagogia es también una vía
característica, abierta a través de la política, a la fama de notoriedad de los
llamados políticos populistas, políticos famosos que logran verbalizar ante su
electorado los proyectos más simplistas y los tópicos más resobados que un
público indocto acoge como claros y distintos. Un político demagogo puede llegar
a ser un famoso vulgar, pero tan vulgar como pueda serlo la exesposa o amante
de un torero célebre que cuenta ante las cámaras su «experiencia».

286
La singularidad efectiva del famoso vulgar habría que ponerla, sin embargo,
en su misma habilidad, que le hace capaz de mantenerse como uno más de los
que integran el vulgo; sólo que esta habilidad no debe ser percibida por el vulgo,
y por tanto no constituye un contenido específico de su fama.

13

La fama habitual, la reputación, la fama jurídica, tiene una función social muy
clara, en principio: la de asignar a cada individuo una determinada estimación
promedio, buena o mala, sobre la cual el grupo podrá apoyar sus expectativas
en el individuo. No entramos en el análisis de las difíciles cuestiones que suscita
la naturaleza de un «accidente» que, como la fama habitual, aún recogido desde
el entorno exterior al individuo, sin embargo llega a afectarle como un atributo
individual-patrimonial, que puede tener para el individuo el significado de un bien
salvador, o el de una maldición.

Planteamientos muy diferentes suscita la fama de notoriedad. La fórmula


más a mano para definir la función social de la fama de notoriedad apela a su
función normativa: el famoso estaría dado en función de tablas de valores
ejemplares o de contravalores, que desempeñarían un papel en la «selección
natural». Santo Tomás (II-II, 73c) sugiere una función pragmática que podría
serle asignada a la buena fama: preservarnos del mal (quien goza de buena fama
se cuidará de no escandalizar a los demás) y mantenernos en el bien (ayudados
precisamente por la buena fama). Sin embargo el mecanismo de la creación de
la fama de notoriedad no tiene por qué tener siempre una función pragmática.
Podría entenderse muchas veces como un efecto mecánico, como una selección
que la sociedad realiza sin ninguna función predeterminada, de un modo
aleatorio o contingente, en virtud de factores desconocidos, «subconscientes»
(otra cosa es que luego se asuman los papeles que puedan servir de normas).
En cualquier caso se puede afirmar, casi de un modo tautológico, que cada
sociedad tiene los famosos que se merecen.

14

¿Cabe hablar de una tendencia o instinto humano hacia la fama de


notoriedad?

No podría faltar quien defienda esta tesis. Descartando, por metafísicas, las
teorías que tienden a identificar este instinto de fama de notoriedad con un
supuesto «instinto de inmortalidad», nos encontramos ante todo con una
explicación más sobria, a saber, la que apela al «instinto del reconocimiento». El
deseo de ser reconocido sería el motor de la vida humana en general.

287
«Hablar del origen de la conciencia de sí mismo es necesariamente hablar
de un combate a muerte por el reconocimiento,» decía A. Kojève, leyendo a
Hegel. Y F. Fukuyama, resbalando por la pendiente del psicologismo (disimulada
con el recuerdo del thymos platónico), habla de una megalotymia (que distingue
de la megalopsiquia o magnanimidad de Aristóteles) como génesis del deseo de
gloria. Y cita a Maquiavelo como uno de los primeros en comprender que la
megalotymia, en su forma de deseo de gloria, «era el impulso psicológico
fundamental de la ambición de los príncipes». Sin embargo, al reducir la
megalotymia a la condición de un impulso psicológico, en principio común a
todos los hombres, en cuanto dotados de thymos, recae en el modo de
explicación por la virtus dormitiva: el deseo de la fama de notoriedad está en la
virtud megalotymica que actúa en todos los hombres.

La dificultad mayor que encontramos en esta teoría de la fama procede sin


embargo de su componente psicológico, y no porque este componente pueda
ser eliminado, sino porque no tiene carácter originario. El deseo de gloria, del
que habla Maquiavelo, pertenece al Príncipe, en cuanto tal, no en cuanto
individuo psicológico corriente (o a lo sumo, en cuanto individuo psicológico, pero
actuando como Príncipe), lo que equivale a decir que el «deseo de gloria» o, si
se quiere, la megalotymia, es antes un concepto político que psíquico. Y esto
quedaría confirmado por la multiplicidad de casos en los cuales la gloria se busca
para la República o para el Estado, y sólo a través de la República o del Estado
recae sobre los individuos que se identifican con ellos.

Cabría considerar otras explicaciones psicológicas del deseo de fama no


tautológicas, por cuanto apuntan a otros mecanismos, que ya no suponen
formalmente el deseo de fama, tales como la libido o instinto de poder, o bien la
libido o instinto sexual. Pero en todo caso la tesis sobre un instinto de fama de
notoriedad es difícilmente defendible. ¿Cómo hablar de «instinto» cuando
empezamos por negar que la fama tenga representación etológica?

Otros sospecharán que el deseo de fama de notoriedad procede de alguna


anomalía patológica de índole narcisista, o de compensación de un fuerte
complejo de inferioridad infantil. Por nuestra parte nos inclinaríamos a poner
como génesis del deseo de fama de notoriedad, que afecta a algunos, a la propia
fama habitual que, según hipótesis, es constitutiva de todos y, por tanto, sería el
análisis de las circunstancias biográficas de una fama habitual dada el que podría
dar cuenta del desencadenamiento, en algunos individuos, de formas tales que
se confunden con un deseo de fama de notoriedad a veces ridículas («que
hablen de mi, aunque sea insultándome, el silencio es la muerte»); o bien de un
mecanismo de autoafirmación («ladran, luego cabalgamos»), o bien de una
canalización de patrones culturales heredados.

288
Lo cierto es que empíricamente hay muchas personas que no quieren ser
famosas ni envidian a los famosos. Recordemos que la huida de la notoriedad,
de la fama de notoriedad, fue la divisa de los epicúreos: bene vixit qui bene latuit,
bien vivió quien bien se ocultó.

289
Santiago González Noriega, los «profesionales de la cultura»
y los «hombres de izquierdas»
Gustavo Bueno

Publicado en el suplemento Cultura de La Nueva España del jueves 4 de diciembre de 2003, nº


625, pág. VI, dedicado a Santiago González Noriega, fallecido el 26 de septiembre de 2003

Hace más de cuarenta años que conocí a Santiago González Noriega.


Venía a visitarme a Oviedo de vez en cuando, como estudiante de la Facultad
de Filosofía de la UCM; me sorprendía su erudición, su curiosidad y su voluntad
de saber. Recuerdo que en una ocasión, después de haber hablado de la
situación de la Metafísica en la Complutense –Ángel González, como sucesor
burocrático de Ortega, la profesaba–, y de haberme suscitado la cuestión de la
contingencia de las leyes naturales, me pidió prestado un tratado de Topología
que estaba yo estudiando por entonces y que le había propuesto como prueba
de la realidad de una legalidad objetiva que subsistía tras la ruina de la Metafísica
tradicional. En años posteriores, en los años 70, mantuve el contacto con él en
Madrid (recuerdo un simposio muy animado en su casa o en la de un amigo, que
acaso pueda rememorar mejor que yo Mariano Antolín o Pepe Avello) o en
Llanes (una cena en su casa de La Pereda, en la que hablábamos de Goethe y
que mejor que yo podría resumir su primo y amigo mío Ignacio Gracia Noriega).
Después perdimos el contacto directo, aunque de vez en cuando leía algunos de
sus trabajos, siempre interesantes. Ahora que la muerte ha «totalizado» su obra
es ya posible comenzar a re-flexionar sobre ella, como estamos haciendo cada
uno desde nuestro observatorio particular cuantos acudimos a esta cita de La
Nueva España.

Pero, en cualquier caso, las miradas, aunque procedan de un mismo


observador, puede dirigirse hacia muy distintos lugares. Tengo delante La subida
al calvario de Pieter Bruegel, un librito precioso que me envía su hijo Juan, y en
el que Santiago González Noriega cultiva el género literario del cuadro contado.
Mi primera intención ha sido ocupar el espacio del que dispongo con el análisis
de este cuadro contado. Pero como mi comentario ha desbordado el espacio
disponible me decido, después de romper los folios correspondientes, a hacer
una «reflexión» más general sobre el amigo que acaba de fallecer, tomando
como pie las palabras que días pasados tuve que improvisar para responder a
la pregunta que un estudiante me hizo en estos términos: «¿quién fue Santiago
González Noriega?».

290
Tratándose de un amigo, y de un amigo definitivamente ausente, me pareció
que lo más adecuado era responder con palabras parecidas a las que él mismo
habría utilizado. Es decir, responder desde la perspectiva que los antropólogos
vienen denominando «perspectiva emic». La dificultad es que Santiago no ha
utilizado palabras para definirse; pero sí ha definido su contrafigura. Y esto nos
hace posible reconstruir la suya como un vaciado. Otra cosa es si él mismo fue
algo distinto de su contrafigura, es decir, si la contrafigura fue antes lo que él no
quería ser que lo que él no era de hecho. Pero estas cuestiones psicológicas
sobre el ego y el super ego se las dejamos a los psicólogos.

La contrafigura a la que me refiero es presentada por Santiago González


Noriega en la forma de un tipo ideal que él se ve forzado a crear y que denomina
«intelectual progresista». Se trata de una entidad, añade, inspirado sin duda por
Max Weber, «ficticia mas no vacía». El tipo ideal de «intelectual progresista» le
servirá para definir la «actitud crítica» que le parece resumen y compendio del
«intelectual contemporáneo».

¿Y qué es el intelectual contemporáneo? Acaso puede decirse, a través de


las indicaciones que nos ofrece el ensayo El intelectual y la violencia, que el
intelectual contemporáneo es ante todo un «profesional de la cultura».

Lo que ya no es tan fácil de decir es lo que Santiago González Noriega


sobreentiende aquí por cultura. La expresión «profesional de la cultura» parece
ser una abreviatura de «profesional de la cultura superior». Y de la «cultura
superior», el ensayo da al menos una definición denotativa de acuerdo,
podríamos decir, con una costumbre muy extendida en nuestros días, al menos
entre quienes sobreentienden la cultura dentro de lo que en otra ocasión hemos
llamado «cultura circunscrita». Cultura superior es «filosofía, música, religión,
artes plásticas».

Pero ¿cuál es la razón por la cual se engloba en la unidad de la «cultura


superior» estas formas culturales entre las otras múltiples formas que cabría
añadir a la enumeración denotativa (tales como sistemas de parentesco,
agricultura, caza, artes serviles, política...)? Difícilmente podremos encontrar esa
razón en la estricta enumeración que se nos ofrece; esta razón ha de estar dada
en una concepción general del mundo, explícita o implícita. ¿Cuál puede ser esta
concepción general? Nos da una pista el autor al calificar al conjunto de las
formas enumeradas mediante el adjetivo «superior»: filosofía, religión, artes
plásticas... constituyen la cultura superior. Y esto nos lleva al idealismo alemán,
a la filosofía del espíritu, a los tiempos del «espíritu absoluto» hegeliano o afines.
Desde una concepción filosófica materialista, difícilmente podría justificarse la
decisión de englobar a la filosofía, a la música, a la religión y a las artes plásticas

291
bajo la rúbrica de «cultura superior». Pero esto no viene al caso, al menos de un
modo directo.

Lo que sí viene al caso es constatar que González Noriega, sin duda


acuciado, en cuanto profesor de una Facultad de Sociología, por dar un
fundamento más positivo histórico-sociológico a ese espíritu absoluto, acude a
Gramsci, el fundador del Partido Comunista Italiano, cuya estirpe idealista, como
discípulo de Croce, es bien conocida: «la comunicación de las formas superiores
de cultura –filosofía, música, religión, artes plásticas– y su difusión entre los
grupos más numerosos ha sido desde siempre asegurada, y lo es hoy de modo
creciente, por un buen número de profesionales de la cultura –críticos,
profesores, ensayistas, periodistas– cuya actividad, en decir de Antonio Gramsci,
ha tenido su expresión paradigmática en el clero y en su capacidad para
mantener en la Iglesia el difícil equilibrio entre los más refinados artistas e
intelectuales y los hombres más simples» [«los hombres más simples»: ¿cabe
percibir aquí un eco de El nombre de la rosa?]

Pero lo que hoy llamamos «intelectuales», dice González Noriega, vienen a


ser los profesionales de la cultura de nuestros días. ¿Y en qué se diferencian los
intelectuales de hoy del clero medieval moderno? Gramsci respondería: en que
los clérigos eran «intelectuales orgánicos» (como luego lo serán los intelectuales
del Partido Comunista), mientras que los intelectuales de hoy son intelectuales
no orgánicos, y críticos, por tanto, de los intelectuales orgánicos. ¿No tendría
que ver con esto esa «actitud crítica» considerada como «compendio de las
peculiaridades del intelectual contemporáneo»?

He aquí «mi reconstrucción» de las ideas que estarían implicadas en la


construcción de Santiago González Noriega.

El intelectual contemporáneo, a través de su actitud crítica ejercita su


función de «profesional de la cultura» de un modo, en cierto modo, opuesto
diametralmente a como la ejercitan los intelectuales orgánicos. Mientras que
para definir a los intelectuales orgánicos podríamos acogernos al tipo ideal de
los «intelectuales custodios de la verdad ya conseguida», mistagógica o por
revelación, de los «intelectuales conservadores», para definir a los intelectuales
contemporáneos, no orgánicos, nos veríamos forzados a acogernos al tipo ideal
del «intelectual progresista». Y el núcleo del progresismo del nuevo intelectual
sería su «actitud crítica».

¿Y cómo delimitar la naturaleza de esa actitud crítica? González Noriega


como si quisiera evitar divagaciones que nos pusieran en peligro de extravío,
acude a una piedra de toque muy precisa: la actitud crítica del intelectual
progresista ante la violencia.

292
Y es ahora cuando se nos desvelará la naturaleza del intelectual
contemporáneo, del intelectual progresista, si damos por buena la certera
observación o constatación de Santiago González Noriega: el intelectual
progresista en su denuncia y horror ante la violencia se refiere ordinariamente a
la violencia lejana, a los actos de violencia que tienen lugar en los campos de
exterminio, nazis o soviéticos, a la violencia ejecutada en la guerra del Vietnam
(Apocalipsis Now) o en Alabama. El intelectual progresista denuncia situaciones
horrorosas de violencia, concretas, con coordenadas de lugar y tiempo definidas,
pero tales que, por su lejanía, se transforman en abstractas. «Suceden en un
aquí y un ahora, en un puente de Stanleyville y a una hora determinada del
meridiano de Greenwich o Nueva York, y es aquí [dice, utilizando el análisis de
Hegel del aquí y el ahora] donde el objeto que se pretende más concreto, es
donde es precisamente más abstracto».

En resolución: el intelectual progresista se lanza, lleno de ira sublime, contra


la violencia, como expresión suprema del mal. Pero para él «el mal es, sobre
todo, el mal que en otra parte hacen otros» (González Noriega escribe este
ensayo en los primeros años de la década de los 90. ¿Cabría aplicar su
observación diez años después al caso de los intelectuales y artistas que en
España se manifestaron aquí y allá, como portadores de la conciencia ética
universal, frente a la guerra de Irak pero sin decir nada sobre los asesinatos
cotidianos cometidos por ETA a nuestro lado?).

¿Por qué ha de ir tan lejos el intelectual progresista hasta encontrar objetos


dignos de su ira?

Porque el intelectual progresista –una caracterización más exacta que la de


«hombre de izquierdas», dice González Noriega– es una existencia dividida
entre el intelectual y el ideal, entre el ideal benéfico, pero no amable, y la riqueza
inagotable de la vida.

«Una contradicción permanente, una desgarrada herida, es la vida del


intelectual. Lo real es el dolor, es este sufrimiento generalizado, este malestar
que la cultura no ha cesado de acrecentar.»

Pero el intelectual progresista, inmerso en una sociedad que para


mantenerse estructurada por los fines burgueses de dominación y de poder,
define la violencia por las formas externas de violencia, se inquieta por ella, pero
desatiende la violencia cotidiana aparentemente imperceptible. «Ante la diaria
violencia que el colectivo social ejerce sobre él en la mayor variedad de formas:
un anuncio interpuesto entre la mirada; un tímido apretón de manos; la obra de
un colega que no cabe reconocer, sino envidiar, porque el colega es también y
ante todo un competidor...».

293
17 de noviembre de 2003

294
2004

295
El Proyecto Symploké
Gustavo Bueno

Presentación del proyecto Symploké,


manuales de filosofía en español

El «Proyecto Symploké» se orienta principalmente a la composición de


manuales de filosofía, escritos en lengua española, y publicados ante todo a
través de internet – www.symploke.net – pero sin descartar la edición en papel
o en otros soportes según vayan aconsejando las circunstancias.

No es nada fácil delimitar un concepto de «manual de filosofía». Ante todo,


nos apresuramos a decir que un manual de filosofía no es un «libro de texto». El
libro de texto está calculado para servir de «instrumento» a los alumnos o a los
profesores que, en los establecimientos autorizados, públicos o privados, sigan
cursos regulares, ajustándose a los planes que establecen las leyes vigentes. A
veces incluso hay libros de texto diferentes para profesores y para alumnos. Los
libros de texto de filosofía no son pues otra cosa sino una especie del género
«libros de texto».

La discusión sobre la conveniencia o inconveniencia de los libros de texto


está abierta permanentemente (al margen de las corrupciones más corrientes, a
que ellos puedan dar lugar, se objeta que los libros de texto hacen perezoso al
profesor, e incitan al memorismo al alumno, esterilizando su espíritu de iniciativa
y de investigación). Obviamente todas estas objeciones tienen sus
correspondientes réplicas, a las que aquí no nos vamos a referir.

Pero estas objeciones a los libros de texto, en general, se agravan cuando


van referidas a los libros de texto de filosofía, y se agravan tanto que llegan a
«probar demasiado», o dicho de otro modo, que cabría decir de ellas que van
dirigidas no ya tanto contra la filosofía expresada en un libro de texto, sino contra
la filosofía en general, en la medida en que ella pretenda ser algo más que
«filosofar».

296
3

Pero si el Proyecto Symploké no va dirigido, según hemos dicho, a la


composición de libros de texto de filosofía, sino a la composición de manuales
de filosofía, ¿no podríamos dejar de lado el debate acerca de las ventajas o
desventajas de los libros de texto?

En parte sí –en todo aquello en lo que el manual difiere del libro de texto y,
por consiguiente, puede ponerse a salvo de los inconvenientes que a estos se
les atribuyen–. Pero en parte no, y, concretamente, en nuestro caso, en todo
aquello que el manual pretenda ser un «manual de filosofía», que se enfrenta
con la concepción de la filosofía como filosofar.

Un manual de filosofía no es un libro de texto, principalmente porque él no


va destinado al alumno, a fin de proveerle de un instrumento para preparar sus
exámenes, ni tampoco va destinado al profesor para ofrecerle, oficiosamente, ya
preparados los temas propuestos por el plan de estudios, imprescindible en toda
«filosofía administrada», que él se supone puede y aún debe preparar
libremente. Un manual de filosofía pretende ser la exposición completa –dentro
de la reducción de sus límites: un manual no es un tratado– de un conjunto de
doctrinas, ordenadas con cierta independencia de las orientaciones implícitas en
los cuestionarios oficiales (aún sin perjuicio de corresponderse con ellos) y
desarrolladas según sus fundamentos propios, y según las diferencias que
mutuamente mantienen entre sí con otros sistemas doctrinales. Un manual de
filosofía no es por ello un «ensayo» o un conjunto de ensayos; como «género
literario» debe asumir la forma de la exposición doctrinal, informativa de doctrinas
(por tanto, de problemas, de respuestas alternativas, &c.), con indicación lo más
precisa posible de datos positivos (fechas, estadísticas, títulos de obras)
pertinentes. Un manual de filosofía es, por tanto, un modelo de referencia (o un
contramodelo) que puede ser utilizado por el profesor o por el alumno. En el
manual el profesor debe poder encontrar una exposición «objetivada» (en el
sentido de que no sean meras opiniones propias subjetivas) con la cual puede
contrastar, impugnándola, corroborándola, desarrollándola, su personal
tratamiento de las cuestiones. Y el alumno puede encontrar en el manual (en
nuestro proyecto, además, de forma gratuita y de acceso directo a través de
cualquier ordenador), exposiciones y datos indispensables para coordenar y fijar
sus conocimientos (el mayor espejismo de quienes, abominando de manuales o
de libros de texto, creen poder sustituirlo por los «apuntes», que no pueden ser
otra cosa sino manuales o libros de texto plagados de erratas, de ideas
distorsionadas, &c.).

Por último, el manual es ocasión permanente para que las dificultades,


dudas, objeciones, &c., que su estudio pueda suscitar en el alumno puedan

297
también ser atendidas por el profesor, en un terreno mucho menos «subjetivo»
o «autista» que aquel en el cual el profesor se ve obligado a encerrarse cuando
únicamente dispone, como medio objetivo de comunicación entre él y sus
alumnos, de los «apuntes» que los propios alumnos han tomado de él.

Es evidente que, en todo caso, las ventajas que el manual puede tener, en
principio, sólo comenzarán a notarse si los contenidos del manual son buenos.
Pues no es el manual, en general, el que es bueno; es este manual concreto, en
comparación con otros, y según diversos grados de bondad.

Sin embargo, las dificultades de quienes objetan a los libros de texto de


filosofía el pretender «ofrecer la filosofía en un libro», cuando lo único, al parecer,
que cabría intentar, por parte del profesor, según la resobada fórmula kantiana
(«no es posible enseñar filosofía, sólo filosofar»), sería que el alumno
«filosofase» con el profesor, se refuerzan, si cabe, cuando nos referimos
a manuales de filosofía, puesto que un manual añadiría a un «simple libro de
texto» ciertos componentes de «prepotencia y dogmatismo» de los cuales el libro
de texto acaso no necesitase.

Pero, ¿qué es lo que se quiere decir con esta distinción entre «filosofar» y
«filosofía», utilizada con frecuencia como arma arrojadiza contra todo aquello
que no sea interrogación, debate, contradebate, es decir, contra todo lo que no
sea aquello que algunos llaman «filosofar»?

Ante todo tenemos que advertir de grave error a quienes pretendan insinuar
que con esta distinción estamos penetrando en alguna peculiaridad de la
Filosofía (que sólo pueda enseñarse «filosofando»); porque otro tanto puede
decirse de la Geometría o de otras disciplinas. También cabría decir: «No
podemos enseñar Geometría, si no es geometrizando.» Quien se aprende de
memoria un teorema de Euclides no aprende geometría; para entenderlo tiene
que geometrizar. De hecho Euclides, además, parece que le dijo a Tolomeo,
cuando este le manifestó que eran demasiado difíciles los Elementos que él
había escrito por indicación suya: «Majestad, no hay caminos reales para
aprender Geometría.»

Por ello, y con muy buen juicio, suele disolverse esta supuesta disyuntiva (o
filosofar o filosofía) aduciendo la posibilidad de filosofar mientras se enseña
filosofía, o de enseñar filosofía mientras se filosofa.

Lo que ocurre es que, tras la disyuntiva que nos ocupa, se esconde


seguramente otra distinción, que aparece explícita en otros muchos contextos:
la distinción entre filosofía como «perpetua inquisición, exploración, duda,
buceo...» y la filosofía como sistema. Pues muchas veces, si no todas, cuando

298
se contrapone el filosofar a la filosofía, lo que se está haciendo es oponer el
«libre torrente del pensamiento» (el filosofar como pensar, como acción y efecto
propio de «el pensador») a la filosofía como sistema doctrinal. Y muchos de
quienes dudan de los manuales de filosofía (o los aborrecen) es porque de lo
que dudan (o lo que aborrecen) es del sistema filosófico, que contraponen al
«ejercicio crítico» propio del filosofar.

Con esto piden el principio, porque dan por supuesto que es posible un
«ejercicio de filosofar crítico» al margen de toda doctrina sistemática. Sin duda,
porque confunden el significado psicológico subjetivo de un «filosofar prístino»
(un cavilar que muchos aprecian ya en el niño de cuatro años, cuando entra en
la fase del ¿por qué?) con el significado histórico y social. Acaso porque
presuponen que el filosofar («interpretado como amor al saber», como si ese
amor al saber no se diera, y aún más intensamente, cuando va referido al saber
entomológico o al saber filatélico) es una exigencia subjetiva originaria, vinculada
a la curiosidad y temen que el sistema, o la doctrina, mate esa curiosidad. Habría
que tener en cuenta, sin embargo, que la pregunta filosófica tiene poco que ver
con la curiosidad, o con el «por qué» infantil (que muchas veces es un mero
estereotipo); la curiosidad aparece en los niños y en los chimpancés, a quien
nadie en su sano juicio puede atribuirles una actitud filosófica.

Para quien presupone que la filosofía no brota de la curiosidad subjetiva, o


de la ignorancia psicológica, ni siquiera de la duda, sino de saberes firmes
obtenidos previamente a lo largo de un dilatado proceso histórico, es decir, para
quien presupone que la filosofía tiene un origen histórico, que se origina en la
confrontación entre conocimientos firmes y científicos (por ejemplo, geométricos,
como enfrentados también con otros conocimientos firmes), que suscitarán
problemas (y el problema viene siempre después de un teorema) o asombros,
entonces la contraposición entre el filosofar y la filosofía sistemática habrán de
plantearse de otro modo.

Por ejemplo, teniendo en cuenta, o simplemente sospechándolo, que los


problemas filosóficos y el asombro filosófico –por tanto, el «filosofar»– pueden
ser suscitados por el enfrentamiento entre «sistemas metafísicos» diferentes. La
filosofía académica, la filosofía de Platón, surgió –al menos según la tesis que
hemos expuesto en otro lugar– del análisis de los enfrentamientos entre las
diferentes metafísicas presocráticas, y con la referencia a saberes tan firmes
como los de la Geometría de su época.

Quienes aborrecen el sistema, porque temen que él mate el filosofar,


sustituyéndolo por dogmas doctrinales, demuestran tener un concepto
puramente escolar (en modo alguno «escolástico», en el sentido histórico) del
sistema filosófico. Porque el sistema filosófico es lo más opuesto al dogma que

299
cabe imaginar, desde el momento en que un sistema filosófico sólo puede
establecerse en el proceso de enfrentamiento dialéctico con otros sistemas. Este
enfrentamiento implica sin duda un filosofar, y un filosofar continuado, porque
continuas son las presiones que sobre un sistema ejercen los demás.

Por ello hay que dudar de si quienes pretenden reducir la filosofía a la


condición de una «reflexión radical y crítica» saben bien lo que quieren decir.

¿Entienden la reflexión, en sentido psicológico, como «meditación


solitaria», en la cual el «espíritu se inclina sobre sí mismo», acaso después de
adoptar la postura contorsionada que atribuyó Rodin al Pensador, a la manera
como los políticos franceses, los cartesianos del cogito, inducen a que todos los
ciudadanos hagan «un día de reflexión» antes de las elecciones legislativas? En
nuestros días el término «reflexión» parece dignificar cualquier «pensamiento»,
por infantil o necio que éste sea (dice un oyente al intervenir en una tertulia
radiofónica: «Sólo quiero hacer una reflexión: la violencia de género aumenta
porque los hombres somos muy egoístas.»).

Pero si entendemos la «re-flexión» en un sentido lógico objetivo (y no


psicológico subjetivo), es decir, si entendemos la reflexión como una situación
característica que se conforma al proyectar unas ideas sobre otras, a la manera
como el rayo de luz re-flexiona al chocar con un espejo (por ejemplo, si se
entiende la reflexión objetiva como el filtro del programa de un partido político, a
través de otros), entonces la reflexión filosófica requerirá la confrontación de uno
o más sistemas filosóficos, o el enfrentamiento de unas ciencias con otras. El
carácter reflexivo atribuido a la filosofía, en este sentido objetivo, ¿puede ser otra
cosa sino la misma condición de «saber de segundo grado», de un saber que
comienza confrontando otros saberes previamente dados?

¿Y qué quiere decir «radical»? «Lo que va a la raíz», se responde de


inmediato. Y esto parece muy claro en su momento negativo: una reflexión que
no se queda en la hojarasca, sino que «penetra más adentro». Pero, ¿dónde
está la raíz de la reflexión filosófica radical? ¿No es algo postulado o presupuesto
a título de primer principio, como el cogito de los cartesianos, o el Dios de los
ontologistas? Pero entonces, el que propone una «reflexión radical» se nos
manifiesta inesperadamente como un fundamentalista. Porque acaso no hay una
raíz o un fundamento único del que todo lo demás dependa. El fundamentalista
dirá que, de no ofrecer una raíz, o un fundamento único, sólo cabe el
escepticismo. Pero otra vez pide con esto el principio. Pues, ¿acaso no cabría
encontrar evidencias in medias res –sin necesidad de llegar a supuestas raíces–
, en construcciones circulares en las cuales los principios son al mismo tiempo
las consecuencias? En cualquier caso, el que propugna una filosofía como

300
«reflexión radical» debería tomarse al menos la molestia de decirnos a qué
raíces se refiere.

¿Y cuando se habla de «reflexión crítica»? Difícilmente puede encontrarse


una expresión más vaga y pretenciosa. Porque la crítica carece por completo de
sentido si no se dan los parámetros o los criterios. Decir de alguien que tiene un
«espíritu crítico» no es decir nada, desde una perspectiva filosófica; es decir
demasiado, desde una perspectiva psicológica («espíritu crítico» designa a
veces el mero negativismo del adolescente que está dispuesto a criticar incluso
el teorema de Pitágoras que acaba de aprender, sin advertir que criticar algo
puede significar muchas veces, no tanto espíritu de rigor, sino ignorancia de la
cuestión).

Sólo es posible la crítica respecto de determinadas referencias canónicas:


el musulmán critica al judío, y el judío critica al cristiano. La crítica, definida en
un plano lógico, consiste esencialmente en operaciones de clasificación. El
musulmán que critica al judío debe comenzar por determinar sus analogías y sus
diferencias, clasificándolas en categorías más amplias, a fin de poder tomar
partido a través de alguna de ellas. Por ello, quien no dispone de categorías
adecuadas, o de criterios, «después de conocer bien al enemigo», no podrá
criticarle objetivamente, por mucho «espíritu de crítica» que él tenga; sus críticas
serán siempre desajustadas o indoctas, y el crítico se destruirá en su misma
reputación de tal.

¿O es que quien habla de «reflexión radical y crítica» propugna en filosofía


una especie de «vuelta a Kant», a la filosofía crítica? Poca fuerza de convicción,
al menos para un materialista, tendría este requerimiento de la «vuelta a Kant».
¿O acaso quien propugna una «reflexión radical y crítica» quiere volver a
Descartes, como «creador de la filosofía moderna edificada por la crítica a toda
autoridad», que ve que la conciencia se ha emancipado de ella por la razón?

Es este un criterio vigente todavía en nuestra época, al menos es el criterio


utilizado por muchos historiadores generales (y por muchos historiadores de la
filosofía en especial) cuando tratan de definir esa «esencia» (descubierta ya bien
entrado el siglo XX) que llaman «modernidad», y que no se reduce a la condición
de un mero concepto historiográfico, por cuanto ella expresa, a su vez, una idea
filosófica sobre la propia filosofía, y sobre el alcance del papel que pueda
corresponderle en la «vida moderna»; una idea directiva, por tanto, de la
organización de los planes de estudio que serían necesarios para la educación
de la juventud en la vida de nuestra época. Pues «modernidad» significa
precisamente, para muchos de quienes hoy creen poder comprender su
«esencia», emancipación de la razón frente a la autoridad, pensamiento
autónomo, &c. Una revolución que habría comenzado con Descartes y habría

301
culminado con Kant, cuando dijo que la Ilustración era la emancipación del
hombre, mediante la razón, de su culpable incapacidad. Pero una gran mayoría
de los profesores de filosofía, incluso de aquellos que logran asumir
responsabilidades directivas en la organización de los planes de estudios,
consideran que Descartes y Kant siguen siendo los héroes y los modelos de la
«filosofía radical y crítica»; lo que explica a su vez la consideración que alcanzan
estos héroes en sus argumentaciones sobre la pedagogía de la filosofía y, por
supuesto, el puesto principal que se les concede en la Historia de la Filosofía.

No es esta valoración de Descartes o de Kant, como modelos de la


«reflexión crítica radical», una novedad, en cualquier caso, que se produzca en
nuestros días, sino que es ya una tradición del profesorado de filosofía español,
cuando se ve forzado a definir las diferencias entre su «ciencia» con otras
disciplinas, sobre todo en el momento de organizar un plan de estudios de
bachillerato. El 1853 don Nicomedes Martín Mateos, «apóstol de Bordas en
España», en el escrito que dirigió al Excmo. Sr. Marqués de Gerona (Ministro de
Gracia y Justicia), en una época en la que, como en la nuestra, se estaban
discutiendo los planes de estudio para la nación, decía con absoluta convicción:

«¿Qué era la filosofía antes de Descartes? Una ciencia de statu quo, una
abstracción de clasificaciones impertinentes, una ciencia de palabras. El
Parlamento había prohibido enseñar máximas contra los autores antiguos
y disputar contra los aprobados por los doctores y por la facultad de
Teología. El escolasticismo había olvidado la sana filosofía de San
Agustín, que enseñaba: "Que hay dos vías para conducir a las almas,
la autoridad y la razón: que si la autoridad es la última en el orden de
excelencia, es la primera en el orden del tiempo" &c. &c. La autoridad por
tanto se había extralimitado, y cuando con ella arguyen a Descartes,
responde: ¡¡autoridades a mí, que dudo hasta si hay hombres!!»
(Nicomedes Martín Mateos, Breves consideraciones sobre la reforma de
la Filosofía, Salamanca 1853, página 7.)

En estos debates aparecen seguramente confundidos el plano psicológico


social (en el que se dirimen las cuestiones de la «libertad», «emancipación de la
autoridad» de unos individuos o grupos frente a otros) con el plano filosófico.
Difícilmente podrá subestimarse la importancia del primer plano, que es el plano
de la psicología, de la sociología y de la historia, en el que transcurre
seguramente la mayor parte de eso que llamamos «filosofar». Pero las
revoluciones psicológicas o sociológicas contra las autoridades, ¿pueden
interpretarse sin más como revoluciones filosóficas, mediante las cuales la
«razón» o la «filosofía» alcanza su emancipación? Acaso Descartes o Kant (y
con ellos sus admiradores) tuvieron el sentimiento psicológico de que estaban
«emancipándose de la autoridad en nombre de la razón». Pero, ¿qué alcance
podía tener este sentimiento, más allá de ser una expresión retórica y

302
autopropagandística? ¿Es que antes de ellos no había habido crítica continuada,
aún cuando psicológicamente esta tomase la forma del comentario que
interpreta o aclara, transformándolas, las doctrinas heredadas? ¿Acaso Santo
Tomás no fue más crítico del hilemorfismo de Aristóteles, interpretándole a su
modo, en su teoría de la transubstanciación, mientras se declaraba aristotélico,
que Descartes, al declarar contra Aristóteles que la cantidad del pan sagrado era
su misma sustancia? ¿Tuvo en cuenta don Nicomedes que Descartes, cuando
dudaba incluso de la existencia de otros hombres, lejos de estar reivindicando la
razón de su cogito, contra la autoridad, estaba reduciendo su propio cogito a una
apariencia similar a las que sentía el licenciado Vidriera, si es que tomamos en
serio la afirmación de que mi ego no puede ser conformado al margen de los
demás hombres, de los cuales, por tanto, no cabe dudar sin dudar de mí mismo?
¿Y cómo podría la filosofía, en cuanto «reflexión radical y crítica», someter a
crítica radical a un teorema geométrico bien establecido? ¿Acaso este teorema
no lleva incorporada ya la crítica, pero la crítica geométrica, no la filosófica?
¿Acaso puede darse por axiomático que la filosofía surge de la duda, antes que
de saberes previos bien establecidos, pero acaso incompatibles con otros,
también bien establecidos?

Concluimos: quienes siguen pretendiendo presentar a la filosofía como una


«reflexión radical y crítica», a fin de deducir de esta definición, no sólo el «peso»
que ella debe tener en un plan de estudios de bachillerato, sino también el lugar
de orden que le corresponde (algunos profesores reivindican para la filosofía un
lugar importante en la enseñanza primaria, precisamente antes de que pueda
hablarse de «saberes previos bien establecidos») e incluso sus propios
contenidos, ¿no están de hecho reincidiendo en la concepción metafísica
tradicional de la filosofía como «la investigación de las primeras causas y de los
primeros principios»? ¿Qué otra cosa puede querer decir «radical», en sentido
positivo? «Ir a la raíz», ¿es algo distinto que ir a los fundamentos, a las primeras
causas o principios? Tendría sentido que alguien reivindique esta voluntad de
«saber radical», de ir a la raíz, cuando al mismo tiempo nos la haya presentado;
pues de otra manera no podemos saber a qué raíz se refiere, ni siquiera si tal
raíz existe. Si nos la presenta, tendrá que hacerlo a través de un sistema
filosófico, o bien a través de una «declaración de principios» dogmáticos, como
los que presentaban a la filosofía en su régimen de ancilla theologiae. Y en
cualquiera de ambos casos, ¿no es excesivo comenzar el debate acerca del
«lugar de la filosofía» en el plan de estudios, así como en los debates acerca de
sus contenidos, exigiendo a todos los que vayan a intervenir en estos debates
compartir el sistema filosófico o la declaración de fe que en ese planteamiento
del debate está implicado?

A nuestro entender, y en el momento del debate sobre el lugar, papel,


contenidos, &c., de la filosofía en un plan de estudios, se hace necesario
proceder con una definición práctico operatoria de la filosofía, que no comience
303
exigiendo cosas tan metafísicas como «primeras causas» o «reflexiones
radicales», es decir, que no comience dando por hecho que el profesor de
filosofía (si no ya el libro de texto o el manual) tiene la responsabilidad de enseñar
a sus alumnos a ejercitarse en ese tipo de reflexión radical y crítica, o en el de
conocer alguna causa o primer principio en los que se supone él debe estar ya
impuesto. ¿O acaso puede alguien pensar (sobre todo si fue clérigo) que por
haberse librado de las dogmáticas religiosas, el profesor de filosofía tiene ya
asegurado el ejercicio de una «reflexión radical y crítica»?

Desde hace treinta años venimos proponiendo la conveniencia de definir (en


el terreno práctico operatorio) a la filosofía de un modo positivo, es decir,
teniendo en cuenta los contenidos objetivos más permanentes de los que de
hecho se ocupa, y no de un modo metafísico, alegando los deseos hacia saberes
radicales o hacia primeras causas, a través de la reivindicación de las Ideas (en
el sentido amplio de la tradición platónica, y no sólo en el sentido restringido –el
de las Ideas ilusiones trascendentales de la tradición kantiana–) como materia
propia de la filosofía. Sin duda esta propuesta implica una reconstrucción
determinada, pero esta reconstrucción puede, en gran medida, mantenerse en
el mismo terreno práctico positivo (no metafísico) en el que se mueven los
debates en torno a los planes de estudios, a los libros de texto y a los manuales
de filosofía. Como elementos mínimos de una tal reconstrucción citaremos los
cinco siguientes:

(1) Las Ideas (con mayúscula) están presentes en toda la tradición filosófica
y en los más diversos sistemas filosóficos encontramos Ideas o elementos, si no
idénticos, sí afines y susceptibles de ser puestos en correspondencia, a través
de fenómenos comunes. Así por ejemplo la Idea de Causa, la Idea de Dios, la
Idea de Sustancia, la Idea de Cantidad, la Idea de Materia, la Idea de Espíritu, la
Idea de Tiempo, la Idea de Justicia, &c.

(2) Las Ideas se distinguen de los Conceptos, que se mantendrían en el


terreno de las técnicas, de las tecnologías o de las ciencias positivas.
«Arquitrabe» es un concepto arquitectónico, no es una Idea. «Razón doble» es
un concepto trigonométrico, no es una Idea.

(3) Las Ideas no proceden de una mente divina, ni de una mente humana
(no son «secreciones» de la «razón pura» cuando silogiza en forma categórica,
hipotética o disyuntiva); proceden de Conceptos tecnológicos o científicos,
vinculados a fenómenos operatorios, y precisamente como una reflexión
objetiva, primero entre los conceptos de diferentes categorías, después entre
Conceptos e Ideas, y por último entre las Ideas mismas. Las Ideas aparecen ya,
sin duda, muchas veces, antes de ser «institucionalizadas» como ideas
filosóficas, en la vida social ordinaria, en la filosofía mundana o vulgar. Los

304
lenguajes de las sociedades que han alcanzado un determinado desarrollo (en
la «civilización») constituyen el mejor reflejo de la presencia de Ideas, sin que
por ello pueda concluirse que las Ideas son meros contenidos lingüísticos.

(4) Las Ideas nunca actúan como entidades solitarias, sino en «sociedad»
con otras Ideas. Los sistemas filosóficos intentan reconstruir esas «sociedades
de Ideas» según líneas características.

(5) La diferencia principal entre una filosofía mundana o vulgar y una filosofía
académica (de tradición platónica, y no precisamente universitaria) podría
exponerse diciendo que la filosofía mundana contiene múltiples Ideas, pero
cuyas conexiones sistemáticas se llevan a cabo impulsadas por intereses
ideológicos o tradiciones dogmáticas conscientes o inconscientes.
Generalmente las conexiones, en la filosofía mundana o vulgar, se establecen
por pares (Espacio/Tiempo, Reposo/Movimiento, Materia/Espíritu,
Izquierda/Derecha) o por tríos (Pasado/Presente/Futuro, Poder legislativo/Poder
ejecutivo/Poder judicial) pero sin profundizar en la razón de estos agrupamientos
ni en los vínculos entre los pares, las ternas o las cuaternas entre sí.

Por este motivo a la filosofía mundana no podemos conferirle el atributo de


«legisladora de la razón». La filosofía académica, en cambio, puede redefinirse
precisamente por su carácter sistemático; sistematismo que sería dogmático
cuando no está confrontado con otras alternativas sistemáticas, y sistematismo
que comienza a poder ya ser llamado crítico cuando contenga esa confrontación
dialéctica. En estas confrontaciones dialécticas de unas cadenas de ideas con
otras, a través de los fenómenos, haríamos consistir el carácter crítico
(clasificatorio) de la filosofía académica. Y como criterio dialéctico de estas
confrontaciones tomaríamos, en primer lugar, la potencia reductora que un
sistema filosófico pueda tener ante los demás, y la resistencia que un sistema
ofrezca a ser reducido por otros.

Insistimos que esta definición de filosofía, en cuanto puede constituir una


dedicación, incluso un oficio, está calculada para que quien filosofa
espontáneamente o profesionalmente pueda dar a sus vecinos alguna indicación
aproximada de su ocupación. Si alguien pregunta a quien está filosofando
espontáneamente, o a un profesor de filosofía: «¿en qué te ocupas?», puede
quedar decepcionado, si no ya estupefacto, si escucha como respuesta: «Me
ocupo en reflexionar críticamente sobre la realidad radical»; o bien: «Me ocupo
en el conocimiento de las primeras causas de las cosas.» Pues estas respuestas
no definen evidentemente su ocupación efectiva (si así lo creyera alguien, había
que creer también que quien está filosofando está caminando en terrenos
propios de algún dios o de algún extraterrestre), sino a lo sumo las pretensiones
de ese «pensador».

305
En cambio, si en la respuesta dice algo semejante a esto: «Me ocupo en el
análisis de ciertas ideas tales como la idea de Causa, de Principio, de Raíz, de
Reflexión, de Realidad, y de la concatenación entre ellas», quien pregunta puede
recibir una información positiva sobre la ocupación de su vecino más precisa y
similar a la que recibiría alguien que preguntando a un matemático de qué se
ocupa escuchase como respuesta: «Me ocupo del concepto de conjunto, de los
números enteros y fraccionarios, de las tangentes y cotangentes» (en lugar de
escuchar: «Me ocupo de la esencia de la cantidad que constituye la sustancia
del universo»; una respuesta también similar a la de un gramático que ante la
pregunta en qué te ocupas respondiera: «Me ocupo de los verbos activos o
pasivos, de los morfemas de género y de número, de las concordancias y de
asonancias», en lugar de decir: «Me ocupo de la forma de expresión más
profunda del espíritu humano»).

El Proyecto Symploké, de manuales de filosofía en español, se inspira en la


concepción de la filosofía académica que acabamos de exponer en este
bosquejo. Por este motivo el Proyecto Symploké es constitutivamente dual,
porque él podrá desplegarse según dos vías, cada una de las cuales
«comprende» de algún modo a la otra:

(I) La vía que podríamos llamar sistemática doctrinal, orientada a expresar


las ideas más importantes de un sistema filosófico en confrontación, desde
luego, con otros. La vía sistemática requiere tomar partido por un sistema; no es
posible una neutralidad, que sería acrítica, por naturaleza. Sin embargo, el
partidismo no implica dogmatismo, si la parte asumida se mantiene en
confrontación dialéctica constante con otras. En principio, un manual de filosofía
podría tomar, como punto de vista, «la parte» de cualquier «sistema coherente».
El Proyecto Symploké toma la parte del materialismo filosófico.

Desde un punto de vista abstracto (abstracto respecto de la vía histórica de


la que hablaremos en II), es decir, poniendo entre paréntesis los vínculos de
filiación entre los sistemas, y suponiendo que los sistemas [S 1, S2, S3] que se
confrontan están ya constituidos, se nos abre una estructura matricial en la que
aparecen, por un lado, en columnas, las Ideas (I1, I2... In) y por otro lado, en filas,
los Sistemas (S1, S2, Sk)

306
I1 I2 I3 I4 I5 I6 I7 ... In
S1
S2
...
Sk

Un Sistema Sp se nos presenta así, en horizontales, como


una concatenaciónde Ideas, Ii. La idea de Sustancia, por ejemplo, habrá que
exponerla tanto en el sistema Sq de Aristóteles como en el sistema Sr de
Espinosa. Pero si esta confrontación no se hace desde una parte con capacidad
reductora («crítica»), la confrontación será meramente léxica o doxográfica.

Una Idea Iq, además de tener que ir referida a Conceptos y a fenómenos


operatorios, se nos presenta como un contenido de diversos Sistemas S. No
cabe en principio hablar de una filosofía (como sistema) que tenga lagunas o
casillas de la matriz en blanco, es decir, que carezca de capacidad para
«reexponer» al menos las más diversas ideas que puedan ser suscitadas; y aquí
podemos encontrar un criterio para diferenciar el filosofar de la filosofía.
Aproximadamente podríamos decir que el filosofar se mueve en la dirección de
las columnas, mientras que la filosofía se mueve en la dirección de las filas.

(II) La vía que suele llamarse histórica, y que conduce a la composición de


una Historia de los Sistemas Filosóficos. «Historia» que no tiene solamente el
sentido de una «historia linneana» (exposición de escuelas, doctrinas) sino el
sentido de una «historia evolucionista» o darwiniana, que nos muestra cómo los
sistemas, además de su pluralidad simultánea, han surgido sucesivamente, a
veces por emanación, unos de otros, pero casi siempre por influencia de un
medio fenoménico con sus propias legalidades. Y esto es debido a que un
sistema filosófico, cuando se le considera construido a partir de ideas, no puede
entenderse como una mera transformación de otros sistemas previos. Las Ideas
de las cuales se alimentan los sistemas no son eternas, ni pueden figurar como
átomos ingénitos; las Ideas, que brotan de la Tierra, son históricas, e incluso las
Ideas que pretenden ofrecernos representaciones de realidades eternas tienen
también una fecha de nacimiento: por vía de ejemplo, la Idea de un Dios
monoteísta no es eterna, sino que fue «institucionalizada» por Aristóteles; la Idea
de Cultura no es eterna sino que fue «institucionalizada» por Herder.

Por este motivo tampoco la Historia de los Sistemas es neutral, también aquí
hay que tomar partido. Es evidente que la vía histórica, en cuanto es historia
filosófica, para no recaer en la mera doxografía (por otra parte necesaria, desde
un punto de vista filológico), tiene que hablar desde un sistema, de la misma
manera que la confrontación sistemática (para no recaer en la lexicografía) tiene
que hacerlo desde la parte de un sistema. Esto excluye, en general, toda

307
perspectiva de eclecticismo y de confusión entre la importancia (o trascendencia)
histórico cultural de unas ideas o sistemas y su significado filosófico desde el
sistema tomado como referencia canónica. Nadie puede negar, como cuestión
de hecho histórico, la importancia histórica de Descartes o de Kant; pero desde
el materialismo filosófico no cabe reducirnos a estos criterios, según los cuales
Espinosa, o Santo Tomás, habrían de quedar reducidos a un rango inferior.

Un manual de historia de la filosofía que tenga pretensiones filosóficas, si


está expuesto desde coordenadas materialistas, tendrá que «tirar abajo», o
demoler, una gran parte de las construcciones históricas ofrecidas por el
idealismo. Por ejemplo, desde la perspectiva del materialismo, no podríamos
reescribir, como suele ser habitual, la lección correspondiente sobre Descartes,
presentándolo como «el instaurador del racionalismo moderno», como «el
pensador que ofreció a la filosofía un nuevo fundamento, el cogito». Y no porque
insistamos en buscar precedentes agustinianos, o cualquier otra fuente (entre
ellas a Don Quijote), al cogito, sino simplemente porque no es un principio.
Asimismo, ¿cómo considerar como modelo del racionalismo moderno a una
filosofía que postula una sustancia espiritual, como res cogitans, y la pone a
trabajar en una glándula del esfenoides? Descartes es sin duda un genio como
matemático; pero el chovinismo francés, o el de sus émulos españoles, al modo
de don Nicomedes Martín Mateos, no puede justificar la decisión de irradiar el
prestigio de su genio matemático sobre un sistema filosófico tan ruin, por no decir
ridículo. ¿Y qué decir de Kant, de su idealismo de la conciencia formal ética, de
sus postulados prácticos de la razón, en el que acoge como necesarios para la
vida moral a las ilusiones trascendentales? ¿Y qué decir de sus fabulaciones
sobre el sistema de las categorías, cuyo mérito –y es muy grande– no es tanto
filosófico cuanto estético (el mérito propio de una construcción tan arbitraria y
gratuita como ingeniosa)?

El Proyecto Symploké que presentamos ahora tiene sin duda bastante que
ver con otra empresa que hace ya más de quince años, al amparo de la nueva
situación creada por los gobiernos de la nueva democracia, llevamos a efecto
Carlos Iglesias Fueyo, Alberto Hidalgo Tuñón y el que esto escribe, Gustavo
Bueno Martínez. Aquel Symploké, sin embargo, más que un manual de filosofía
estaba concebido como un libro de texto, en papel, que pretendía ofrecer a los
estudiantes y a los profesores un conjunto de lecciones ajustadas puntualmente
a los planes de estudios presentados a la sazón por el gobierno socialista. Sin
embargo la perspectiva desde la cual fue escrito ese libro era también la
perspectiva del materialismo filosófico, en el estado de desarrollo que había
alcanzado en aquellos años. Para nuestra sorpresa, esta obra fue puesta en
entredicho por funcionarios del gobierno socialista, cuya desorientación era tan

308
grande que llegaron a tachar al libro de «prosoviético». El escándalo que esa
censura desencadenó en la prensa nacional, dado que obligaba a replantear la
cuestión de la libertad de cátedra en la nueva democracia, fue muy notable. Todo
se arregló, sin embargo, con ventaja para el libro, gracias a un programa de
televisión (Fernando García Tola me invitó al programa que él dirigía, Querido
Pirulí; yo le pedí, tras agradecer su invitación a un programa de gran audiencia
–quince millones de espectadores–, el plantear el problema de la libertad de
cátedra que se había suscitado a propósito de Symploké; en los anuncios que la
prensa dio de este programa figuraba mi intervención; cuando llegué al programa
–23 de marzo de 1988– Tola me enseñó un oficio del Ministerio, que acababa de
recibir, en el que se notificaba que Symploké estaba autorizado como libro de
texto), y el libro pudo beneficiarse, en varias ediciones, de la propaganda gratuita
que el escándalo le proporcionaba.

Pero el actual Proyecto Symploké, en el que se prevé la colaboración de un


grupo de profesores idóneos (entre ellos se cuentan también los antiguos autores
de Symploké) es una versión enteramente distinta y autónoma respecto del libro
de texto, ya pretérito, del mismo nombre. Por de pronto comprenderá una parte
histórica, a la que atribuimos tanta importancia como a la parte sistemática.
Además el actual proyecto no está orientado, como hemos dicho, a componer
un libro de texto que corresponda a un cuestionario oficial. Esta orientado a
componer manuales de filosofía sistemática, cuya estructura no vaya
subordinada a ningún plan de estudios vigente (además, siempre efímero), sino
manteniendo su organización propia. Lo que no significa que la temática
propuesta por los cuestionarios vigentes no esté también de hecho incorporada
a los manuales, ni que se dejen de ofrecer guías pedagógicas de
correspondencias que faciliten seguir esos programas. Estas correspondencias
podrán ajustarse no sólo a diversos planes de estudios que puedan sucederse
en España, sino también a otros planes de estudio de Naciones que hablan en
español. El formato electrónico e internet son prácticamente el único instrumento
que permite hoy mantener fluidamente y al día estas correspondencias.

Por último, los manuales de filosofía objeto del Proyecto Symploké no están
dirigidos, por supuesto, en exclusiva a los estudiantes: su público virtual es
mucho más amplio. Este público potencial no lo es tanto en calidad de
estudiantes que tienen que examinarse (menos aún en calidad de estudiantes
de «clases acomodadas», a las que se refiere el Plan general de Instrucción
Pública del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836), sino en calidad de
ciudadanos que han tenido acceso a una instrucción pública o privada, pero
como podría tenerlo cualquier otro ciudadano. Es decir, los manuales que
proyectamos van dirigidos a toda la Nación de los ciudadanos. La razón es que
presuponemos que la filosofía sistemática interesa principalmente, no tanto a los
individuos subjetivos (porque para intentar resolver los «problemas filosóficos»
de un individuo subjetivo existen ya psiquiatras, psicólogos, masajistas y también

309
grupos de licenciados en filosofía decididos a «practicar la filosofía» en su
función tradicional de «medicina del alma», que ya asumieron los epicúreos o los
estoicos) cuanto al ciudadano que tiene que formarse juicio (filosófico) en cuanto
miembro de una sociedad política.

Un manual de filosofía sistemática no es un libro de texto que haya de estar


subordinado a un cuestionario oficial vigente; su órbita pretende sobrepasar su
intervalo de vigencia que, según nos notifica la experiencia, suele ser muy corto.
En la Nación española, instaurada por la Constitución de 1812, cada diez, pero
también cada dos o tres años, un Plan de Estudios ha sucedido a otro: al Plan
del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836, sucede el Plan de don Pedro José
Pidal, de 17 de septiembre de 1845; a la modificación de este Plan por don
Nicomedes Pastor Díaz, de 8 de julio de 1847, sigue el Plan de Bravo Murillo de
14 de agosto de 1849. Y así sucesivamente, cada dos, tres o diez años a lo
sumo, hasta nuestros días, los de la Ley de Calidad de la Educación de 23 de
diciembre de 2002, de Pilar del Castillo Vera, así como el Real Decreto de 27 de
junio de 2003(«por el que se establece la ordenación general y las enseñanzas
comunes del Bachillerato»).

Sin embargo, a pesar de las diferencias de órbitas calculadas para un


manual y para un libro de texto, ajustado a un cuestionario vigente, no deja de
tener una gran importancia la confrontación de las órbitas asignadas a los
manuales y a los libros de texto, puesto que ambos tipos de obras tienen
obviamente una gran «porción de masa» común, o incluso objetivos muchas
veces convergentes, que podemos definir mediante la fórmula antes utilizada:
ofrecer un «cuerpo de doctrina» a los ciudadanos de una sociedad política.

Se comprende que los contenidos, ritmos y orientaciones que desde cada


gobierno (según que este sea monárquico o republicano; progresista o
conservador; de izquierdas, de centro, de derecha) pretende imponer en los
libros de texto no sean exactamente iguales (aunque, de hecho, sean mucho
más parecidos de lo que, desde algún punto de vista, podrían preveerse: las
diferencias se aprecian más en los preámbulos de las leyes, que casi ningún
profesor lee, que en los programas concretos, que todo profesor no tiene
posibilidad de no leer). Con esto no queremos decir que las orientaciones,
contenidos, &c., inspiradas en los Preámbulos no hayan tenido de hecho una
gran importancia práctica.

En cualquier caso queda abierta la posibilidad de medir, no ya un manual o


libro de texto dado, con el cuestionario oficial vigente, sino inversamente, de

310
medir los cuestionarios oficiales vigentes que se han sucedido, con las
coordenadas de un sistema filosófico, como pueda serlo el materialismo.

No es esta la ocasión de llevar a cabo una confrontación en forma entre el


concepto de filosofía (y de sus contenidos, historia, &c.) que tomamos como
canon y el de los diversos planes que se han ido sucediendo, refiriéndonos por
nuestra parte a la España de los siglos XIX y XX (sin abandonar, para el futuro,
la misma confrontación en otros países de habla española). Nos limitamos a
exponer aquí algunas indicaciones muy generales, orientadas a determinar el
lugar que puede ocupar nuestro proyecto de manual en relación con la sucesión
de los planes de estudios de bachillerato durante casi doscientos años (si nos
mantenemos, en general, al margen de los planes de estudio universitarios, se
debe a que en la Universidad regía antes el principio de la absoluta libertad de
programación y métodos por parte de cada cátedra que el del seguimiento de un
programa establecida por una autoridad oficial extrauniversitaria).

La más importante seguramente es la siguiente: que, a pesar de las


apariencias, puede afirmarse que la filosofía, en cuanto tal, no figura en los
planes de estudios que fueron sucediéndose en España durante la regencia de
María Cristina y durante el reinado de Isabel II; pero tampoco figura como tal en
los planes del sexenio revolucionario, ni en los de la restauración borbónica, ni
en los de la dictadura de Primo de Rivera (el «Plan Callejo»), ni en los planes de
la Segunda República (los Planes de Marcelino Domingo y de Villalobos). Hay
que esperar a 1938, a la Ley de Reforma de la segunda enseñanza de Pedro
Sáinz Rodríguez, en plena Guerra Civil, y en la parte de la España franquista,
para ver cómo la filosofía figura como tal, por primera vez, y en un régimen sui
generis, en los planes generales de educación nacional.

Esta afirmación general (sobre la ausencia de la filosofía en las sucesiones


de planes de estudios que han ido sucediéndose en España desde el Plan de
Instrucción Pública de 4 de agosto de 1836 hasta la Reforma de 20 de
septiembre de 1938) podrá hacer creer a muchos estudiosos que no tiene más
objeto que «negar la evidencia». Pero esta creencia puede ser explicada
perfectamente. El estudioso que cree que negar la presencia de la filosofía en el
periodo 1836-1938 es negar la evidencia, es porque está situándose en una
perspectiva etic (la de su propia concepción de la filosofía, de sus partes y de
sus contenidos, que él encuentra, al menos parcialmente, confirmadas en las
diferentes legislaciones que se suceden en este intervalo histórico). Nuestra
afirmación, en cambio, se sitúa en una perspectiva emic, a saber, la de los
propios legisladores. Y es desde esta perspectiva desde la que creemos poder
afirmar que no era la filosofía la que figuraba en los planes de estudios de

311
referencia, y que por el contrario, es un simple espejismo que sufren quienes
interpretan como «filosofía» determinados contenidos que efectivamente están
presentes en esos planes.

En efecto, y ante todo: el término mismo «filosofía» no se utiliza en general


en los Planes de Estudios del intervalo considerado. Sólo incidentalmente se
utiliza el término «filosofía» en el Plan de don Pedro José Pidal, de 17 de
septiembre de 1845; y figura como denominación del Bachillerato superior (que
seguirá a un Bachillerato elemental, de cinco años), al que efectivamente se
pone el nombre de Bachillerato en Filosofía, de dos años, que comprende dos
secciones, una de Letras y otra de Ciencias (en la que se cursan, entre otras
disciplinas, las Matemáticas sublimes, la Química y la Zoología).

En este Bachillerato o Ampliación a la Segunda Enseñanza, equivalente a


los años primeros de las facultades de letras o de ciencias, es en donde figura,
y sólo en la sección de Letras, una asignatura denominada «Filosofía con un
resumen de su historia», junto con la «Economía política», el «Derecho político
y administrativo» y las lenguas inglesa, alemana, latina, griega, hebrea y árabe.
En la Segunda enseñanza elemental, y en su tercer curso, sólo figura la
asignatura: «Principios de Psicología, Ideología y Lógica».

Ahora bien, lo que quiero decir es que estas disciplinas no están introducidas
a título de disciplinas filosóficas, orientadas a poner a disposición de los
estudiantes de Segunda Enseñanza instrumentos para una «reflexión radical y
crítica», o simplemente las líneas maestras de algún sistema filosófico completo
tomado como canon. Estas disciplinas (Psicología, Ideología y Lógica) parecen
calculadas más bien como disciplinas positivas, orientadas a suministrar una
información práctica, de cultura general y preparatoria (el equivalente de las
antiguas Summulae) a los estudiantes sobre algunas cuestiones muy
elementales de Psicología y de Lógica, con algo de Ideología (una disciplina
entonces de moda, comparable con la actual Psicología evolutiva, y que muy
pronto desaparecerá por completo del horizonte académico).

Pero ocurre que prácticamente en todos los sucesivos planes de estudio,


el modelo «Psicología, Lógica y Rudimentos de Derecho» (a veces «Ética») es
el que se mantiene invariante, desde el Plan de don Pedro José Pidal. Y esto es
tanto más significativo en cuanto que los Planes eran sustitutorios, ya en el
reinado de Isabel II, de los planes anteriores en los que figuraba o bien una
«Lógica y Metafísica» (con recomendación expresa del libro del padre Jacquier,
en la Real Cédula del 12 de julio de 1807), o bien una «Ideología, Religión, Moral
y Política», en el Plan de Instrucción Pública del Duque de Rivas, de 4 de agosto
de 1836.

312
En el Plan de Bravo Murillo (14 de agosto de 1849), en una segunda
enseñanza de cinco años, se establece, para el quinto año, junto con la «Física»
y la «Historia Natural», la «Psicología y Lógica» y la «Religión y Moral». El Plan
de Claudio Moyano, que había logrado la enseñanza primaria obligatoria y
gratuita, de 23 de septiembre de 1857, establece una enseñanza media de seis
años; en el último año se cursarán unos «Elementos de Psicología y Lógica»
(que un Real Decreto de 26 de abril de 1858 modifica así: «Elementos de
Psicología, Lógica y Ética»). En la reforma del 21 de octubre de 1868, y en el
Decreto de 25 de octubre de 1868, Ruiz Zorrilla (que fue Gran Maestre de la
Masonería española) mantiene para el «bachillerato en artes» el nombre de
«Psicología, Lógica y Filosofía moral» (aparece por primera vez la
«Antropología», junto con la «Lógica» y «Biología y Ética», en el Bachillerato
superior).

Es en la Primera República, el 3 de junio de 1873, bajo la presidencia de


don Estanislao Figueras (con Eduardo Chao en Fomento) cuando encontramos
un profundo cambio de orientación: un bachillerato de seis años con cuatro
grupos de disciplinas; el tercer grupo comprende [todo ello con un cierto tufillo
masónico]: «Antropología» (o «ciencia del hombre considerado en su espíritu,
en su cuerpo y en la relación entre ambos»), «Lógica» («comprendiendo las
teorías generales y elementales de Doctrina de la ciencia y Enciclopedia de las
principales ciencias particulares»), «Biología y Ética», «Cosmología y Teodicea»
(o «ciencia del mundo y ciencia de Dios, comprendiendo asimismo los principios
universales de Religión»). Pero este Plan de estudios republicano, en el cual la
filosofía sigue teniendo una inspiración espiritualista, de cuño krausista, se
queda en el papel. En 10 de septiembre de 1873 don Emilio Castelar deja sin
efecto el Plan del año anterior, por premura de tiempo, y la República cae al año
siguiente.

La primera reforma importante de la Restauración se establece por Real


Decreto de 13 de agosto de 1880, siendo Ministro de Fomento Fermín de Lasala,
pero sigue el modelo tradicional de la «Psicología, Lógica y Filosofía moral» para
los estudios generales de la enseñanza media. Otro tanto hay que decir del Plan
de Estudios de 16 de septiembre de 1894, ministro Alejandro Groizar:
«Elementos de Psicología, Lógica y Ética», para los estudios generales de
segunda enseñanza («Psicología elemental» en tercer año, «Principios de
Lógica y Ética» en cuarto año). En los estudios preparatorios, en la sección de
ciencias morales, se introduce una «Antropología general y Psicología»,
«Sistemas Filosóficos», «Sociología y Ciencias éticas», junto con «Ampliación
de Latín y Elementos de lengua griega», «Estética, Teoría del Arte e Historia de
las Literaturas».

313
En la «Exposición» del Real Decreto de 13 de septiembre de 1898 (ministro
Germán Gamazo) se subraya la importancia de la asignatura de «Religión»,
porque «su desaparición dejaría sin base los estudios filosóficos y morales». Y
se apoya en el ejemplo de países de «ilustración superior» tales como Austria,
Alemania, Suecia, Noruega, Rusia, Suiza e Inglaterra (por cierto, países no
católicos en su mayoría). La «Exposición» habla de ciencias históricas, de
ciencias naturales, de ciencias físico químicas, pero también de «ciencias
filosóficas» (entre ellas enumera la Religión, la Psicología, la Lógica y la Ética) y
de «ciencias estéticas» (la Literatura preceptiva y la Teoría e historia del arte).
El Real Decreto establece una segunda enseñanza de seis años. En el quinto
figuran la «Psicología y Lógica»; en el sexto la «Ética y Derecho usual con
Economía política».

Una novedad de enfoque la ofrece la reforma de Luis Pidal y Mon (Marqués


de Pidal), todavía durante la Regencia de María Cristina, en el reinado de Alfonso
XIII. En este Plan, expuesto en el Real Decreto de 26 de mayo de 1899, se
establece una segunda enseñanza de siete años; en él aparece por primera vez
la denominación «Filosofía», asignada al sexto año (cuatro horas semanales) y
al séptimo año (cinco horas semanales). Sin embargo, bajo esta denominación,
lo que encontramos es: «Lógica y nociones de Psicología» para el sexto año; y
«Elementos de Metafísica y de Ética, con Derecho Natural» para el séptimo año.
Pero el Real Decreto del 20 de junio de 1900 (siendo ministro de la regencia
Antonio García Alix) vuelve al modelo tradicional: «Psicología y Lógica» (en
cuarto año), «Ética y Sociología» (en quinto). Otro tanto hay que decir del Plan
del Conde de Romanones de 12 de abril de 1901, y 17 de agosto de 1901:
«Psicología y Lógica» en quinto curso y «Ética y rudimentos de Derecho» en
sexto.

Al comienzo del reinado de Alfonso XIII un Real Decreto de 6 de septiembre


de 1903, siendo ministro de instrucción Gabino Bugallal, establece un Plan de
estudios general para obtener el grado de bachiller que estaría vigente muchos
años («el plan del tres»). Se trata de un plan de seis años comunes (sin distinción
de ciencias y letras) y sin grandes novedades por lo que a nosotros respecta: en
quinto año figura como asignatura alterna la «Psicología y Lógica», en sexto,
también alterna, «Ética y Rudimentos de Derecho».

Durante la Dictadura de Primo de Rivera un Decreto de 25 de agosto de


1926 organiza la segunda enseñanza: es el famoso «Plan Callejo» (del ministro
que lo presenta, Eduardo Callejo de la Cuesta). Este plan establece un
bachillerato elemental de tres cursos y un bachillerato universitario de otros tres
cursos; uno de ellos común y los otros dos divididos en una sección de Letras y
otra de Ciencias. Solamente en la sección de Letras figura la asignatura
«Psicología y Lógica» en quinto curso, y la «Ética» en sexto. El «Plan Callejo»

314
es por tanto el plan que menos peso dio a las asignaturas que comúnmente
asociamos a la filosofía.

La Segunda República (reforma del 7 de agosto de 1931), siendo ministro


de Instrucción Pública Marcelino Domingo, comenzó manteniendo la «Religión»,
aunque como asignatura voluntaria, en segundo curso; y sigue el modelo
consabido: «Psicología y Lógica» en quinto curso, y «Ética y Rudimentos de
Derecho» en sexto curso. Pero más interés tiene el Plan del 29 de agosto de
1934, el llamado «Plan Villalobos» (del ministro de Instrucción Pública, el
salmantino Filiberto Villalobos González), que estableció el Bachillerato de siete
cursos comunes, y en el que figuraba ya por su nombre la asignatura de
«Filosofía y Ciencias Sociales», con cuatro horas en sexto curso y seis horas en
séptimo curso.

El cambio más importante experimentado para la situación de la filosofía en


el bachillerato español tiene lugar en plena Guerra Civil, con la Ley Sáinz
Rodríguez de 20 de septiembre de 1938. Es ahora cuando la filosofía alcanza su
mayor reconocimiento, en cuanto tal, y además, cabría decir, que no ex
abrupto, por cuanto continuaba la perspectiva que le había abierto el Plan
Villalobos en la República. Pero ahora no son ya dos años, sino tres, y además,
concebidos «desde el punto de vista de la filosofía»: una «Introducción a la
Filosofía» en quinto curso, una «Teoría del conocimiento y Ontología» en sexto
curso y una «Exposición de los principales sistemas filosóficos» en séptimo
curso. Al mismo tiempo este incremento de horario e incorporación de temas
distintos de los que venían dados a lo largo de un siglo («Psicología y Lógica»)
determinan una necesidad de ampliación del profesorado que, unida a la
creciente expansión de los centros de Enseñanza Media en España, dio lugar a
la constitución de un cuerpo de Catedráticos y Profesores de Filosofía de gran
influencia, y cuya capacidad de presión en nuestros días es, en gran medida,
efecto de aquellos otros.

Ahora bien: ¿a qué se debe el incremento espectacular de la presencia de


la filosofía en el Bachillerato en el comienzo de la «época franquista»? Sin duda
a las condiciones políticas que habían conducido a los rebeldes a cobijarse bajo
la cúpula ideológica de la Iglesia católica, así como a esta misma institución, a
declararse defensora de quienes la protegen, en una «verdadera Cruzada»
contra las amenazas del anarquismo y del comunismo ateo. El nuevo régimen
se trazó, como objetivo ideológico político, la restauración del «ser auténtico de
España», interpretado desde un «humanismo cristiano» que procuraba resucitar
el humanismo católico renacentista del Concilio de Trento. En suma, la filosofía
ocupaba un lugar primordial, pero en su función de ancilla Theologiae. «El

315
Catolicismo –leemos en el preámbulo de la Ley– es la médula de la Historia de
España. Por eso es imprescindible una sólida instrucción religiosa que
comprenda desde el Catecismo, el Evangelio y la Moral, hasta la Liturgia, la
Historia de la Iglesia y una adecuada Apologética, completándose esta formación
espiritual con nociones de Filosofía e Historia de la Filosofía.»

En teoría, estas funciones atribuidas a los estudios de filosofía en el


bachillerato se mantienen hasta la época de la transición democrática. En teoría,
porque en la práctica la misma naturaleza «escolástica» de esa filosofía, que
requería intrínsecamente el debate con tesis opuestas, constituía un principio de
independencia y apertura (aún dentro de su misma condición ancilar) que llegaba
más o menos lejos según las circunstancias. Lo verdaderamente significativo es
que un régimen, que se cobijaba en la cúpula de la Iglesia, no hubiera caído en
el misticismo antifilosófico que luego veríamos representado en los talibanes
islámicos, sino que, por el contrario, siguiendo precisamente la tradición
escolástica, hubiera creído necesario recurrir a la filosofía, no sólo para
interpretar la fe, sino para combatir a sus enemigos el anarquismo y el
comunismo. Esto era suficiente para que la filosofía alcanzase una posición
firme, como servidora de la fe; su emancipación era cuestión de tiempo, y en
realidad estaba ya lograda, si no en la representación, sí en el ejercicio. Desde
el momento que en clase de Filosofía había que debatir las pruebas de la
existencia de Dios, se estaba ya poniendo en tela de juicio la propia existencia
de Dios.

A partir de 1978 las reformas de los planes de estudios del bachillerato


fueron también sucediéndose. Las asignaturas de filosofía mantuvieron su
presencia, más o menos precaria. Aunque estuvieran libres, teóricamente, de la
cúpula teológica, esta libertad no significó cambios espectaculares, acaso
porque los profesores y los autores de libros de texto continuaban siendo
creyentes confesionales, más o menos liberales, y en una gran parte,
seminaristas, curas o frailes exclaustrados, que habían pasado por la guerra civil.
Los cuestionarios oficiales proponen enunciados que están formulados con una
intención ambigua, como si estuvieran destinados a evocar problemas metafísico
teológicos propios de la etapa del franquismo, por ejemplo: «La dimensión
trascendental del hombre», puesto que ellos podían ser tratados desde una
perspectiva abiertamente confesional cristiana (por ejemplo, el tema «El sentido
de la vida»), como puede verse en los contenidos que ofrecían los libros de texto
de la época. En 1987 Symploké se aventuró en el ofrecimiento de unas
respuestas al cuestionario oficial que estuvieran impregnadas seriamente de
materialismo filosófico (incluso en el tratamiento del tema sobre «La dimensión
trascendental del hombre» y «El sentido de la vida»). Pero Symploké estaba

316
estructurado enteramente en función del hombre, es decir, se presentaba como
una suerte de Antropología filosófica, una perspectiva humanística que obligaba
a forzar muchas veces la materia para someterla a este objetivo (por ejemplo, el
Cálculo lógico, la Lógica de Proposiciones, la Lógica de Clases o la Metodología
del saber científico se presentaban en el capítulo «Dimensión lógico racional del
hombre»); como si la lógica de clases y la teoría de conjuntos fuesen una
«dimensión» humana: el hombre servía aquí simplemente como leit motiv, a
falta de otro, para unificar la materia total; pero la unificación era aparente,
porque obligaba a interpretar a todas las partes del sistema como «dimensiones»
del hombre. La «dimensión psicobiológica del hombre» (para recoger los temas
de psicología del cuestionario oficial), la «dimensión lógico racional del hombre»
(para recoger los temas de lógica, gnoseología y epistemología), la «dimensión
socio estatal del hombre» (sociología, política y derecho) y la «dimensión
trascendental del hombre» (ética y moral, libertad, persona humana y el
problema religioso).

Acaso fuera preciso distinguir los planes de estudios de la etapa en la que


el Ministerio de Educación estuvo controlado por los gobiernos del PSOE (1982
a 1996) y los planes de estudios del control del Ministerio por los gobiernos del
PP (1996-). Cabe señalar muchas diferencias y también analogías. Acaso las
más significativas, desde nuestra perspectiva filosófica, sean las siguientes:

10

En los planes de la etapa del PSOE parece alentar una voluntad de


distanciación de cualquier vestigio de dogmatismo que suele estar vinculado al
sistematismo. Según esto a la filosofía se le asigna un objetivo preferentemente
psicagógico: se trata, al parecer, no ya tanto de ofrecer a los alumnos
información positiva o doctrinal (porque no se trata de «adoctrinar») sino de
educarle en un filosofar que se hace consistir en esa «reflexión radical y crítica»
(una filosofía entendida en sentido genitivo) de la que hemos hablado arriba. A
quienes escribieron la introducción del Real Decreto de 2 de octubre de
1992 (siendo ministro Alfredo Pérez Rubalcaba) parecía decirles mucho, o todo,
lo de la «reflexión radical y crítica»: «Caracteriza a la Filosofía una reflexión
radical y crítica sobre los problemas fundamentales a los que se enfrenta el ser
humano...» Remacha unos párrafos después: «La principal justificación de la
presencia de la Filosofía en el Bachillerato es la promoción de la actitud reflexiva
y crítica». Desde luego, manifiestan que «la afirmación kantiana de que "no se
aprende filosofía, se aprende a filosofar", conserva toda su verdad...». Los
«contenidos» que señala, distribuidos en cuatro grandes apartados, son también
todos ellos de signo «humanista»: 1. El ser humano, 2. El conocimiento, 3. La
acción humana, 4. La sociedad.

317
En esta época, adquiere un gran impulso una asignatura encomendada
muchas veces a los profesores de filosofía, denominada Ciencia, Tecnología y
Sociedad. Es una disciplina importada de Estados Unidos e Inglaterra que
ofrecía la ventaja, frente a los libros de filosofía convencional, de suscitar temas
de máxima actualidad, relacionando la ciencia con la tecnología moderna y con
los problemas sociales. Nada habría que objetar a los cursos de CTS en sí
mismos considerados; pero al ser presentados casi siempre como la más
auténtica forma de llevar adelante la «reflexión radical y crítica» y dada la
orientación que, en general, se daba al tratamiento de sus temas, se saca la
impresión retrospectiva de que los CTS servían a la socialdemocracia española
para ofrecer un sustituto al materialismo histórico, de estirpe marxista.

También merece la pena destacar que entre los autores de filosofía


contemporánea citados («aunque sin descartar a tantos otros») figuran
Habermas, Wittgenstein, Sartre y Ortega, pero no Husserl, ni Heidegger, que
eran de «obligada referencia» pocos años antes.

En suma, prevalecen los intereses éticos, sociales y constitucionales, el


eclecticismo, y sobre todo la preocupación por hacer reflexionar crítica y
radicalmente a los alumnos al margen de cualquier sistema de ideas.

¿Qué es lo que ha cambiado desde la época en la cual la filosofía, en el


franquismo, era ancilla Theologiae? Se ha liberado de la dogmática religiosa,
pero, ¿se ha liberado de toda dogmática? Nos parece que no: se ha sustituido
una dogmática por otra. La nueva dogmática tiene que ver ahora con la política
democrática, con la Constitución. No se toleraría que un libro de texto, o un
profesor de filosofía, plantease ni esbozase siquiera alguna crítica a la
Constitución o a la Democracia. Ahora no se acusaría, como en la época de
Franco, a un profesor de filosofía de «rojo» o «de ateo»; se le acusaría de
«franquista» o de «fascista», de «antidemócrata». La filosofía, liberada del
régimen de ancilla Theologiae, entra ahora en el régimen de ancilla
Democratiae.

11

Las reformas de los planes de filosofía durante la etapa del gobierno del
Partido Popular, desde 1996, toman una orientación notablemente diferente de
la que había asumido en la etapa socialista, sin perjuicio de semejanzas
interesantes. Por ejemplo, en el Real Decreto de 3 de agosto de 2001 (ministra
Pilar del Castillo Vera), al definir la Filosofía se mantiene la referencia al sintagma
«reflexión radical y crítica», pero curiosamente, se transcribe este sintagma entre
comillas, como distanciándose de él, a la vez que marca una continuidad con los
planes anteriores (al fin y al cabo mientras que la LOGSE de 1990 establecía

318
una ruptura con la etapa anterior derogando la LGE de 1970, la de Villar Palasí,
la LOCE de 2002 se presenta como una adaptación de la LOGSE de los
socialistas). Y, por nuestra parte, creemos ver en esas comillas una voluntad de
despegarse del psicologismo y del subjetivismo en el que se mantiene el
sintagma de marras, haciendo constar explícitamente que la filosofía, como
«reflexión radical y crítica», se ha ocupado a lo largo de la historia de unos
problemas específicos referidos a la totalidad de la experiencia humana.

La concepción de la filosofía que ahora se trasluce tiene muchos puntos de


contacto con la concepción del materialismo filosófico. Por de pronto, la filosofía
es explícitamente declarada como algo que no es una ciencia, aunque es
racional; no parece derivar de una «naturaleza, deseo o curiosidad» común a
todos los hombres (como si los chimpancés no fuesen también curiosos, sin por
ello ser filósofos), sino de condiciones históricas, puesto que a la filosofía se le
reconoce de hecho como una tradición que pertenece a lo que nosotros solemos
llamar el área cultural de difusión griega. Se le reconoce también un carácter
sistemático, que confiere a la filosofía una suerte de sustantividad
institucional, que podría hacerse consistir en el repertorio de «estructuras
conceptuales» acuñadas por tradiciones vigentes en una sociedad (desde la
doctrina aristotélica de las cuatro causas, hasta la doctrina kantiana de las doce
categorías); una sustantividad institucional que poco tiene que ver con la
sustantividad de quienes la conciben como una «sabiduría exenta». «Un curso
introductorio –se dice en la introducción a la asignatura Filosofía I– debe dotar a
los alumnos de una estructura conceptual suficiente de carácter filosófico.» Hay
que proponer a los alumnos la visión de «la organización sistemática del propio
quehacer filosófico». No se reduce pues la enseñanza filosófica a doxografía,
sino que tiene un carácter sistemático.

A los «apartados» que venían distinguiéndose, se añade uno de carácter


ontológico: «La realidad.»

Se reconocen varios sistemas filosóficos, pero no uno solo. Por tanto se


recomienda que la filosofía se exponga sistemáticamente, y como no puede
recomendar ni siquiera alguno en especial, opta por una solución práctica, que
concilia el sistematismo con el neutralismo: que cada profesor, o cada libro de
texto, exponga sistemáticamente (no doxográficamente) con tal de que su
exposición sea coherente.

Esta solución, ¿no tiene acaso el riesgo de conducir a un relativismo


filosófico, y a una desintegración de la unidad de la disciplina? El riesgo se
evitaría si a esta recomendación se añadiesen consideraciones tomadas del
principio de que un sistema filosófico sólo puede exponerse en confrontación con

319
los demás; porque de este modo recuperaríamos la unidad de la disciplina,
aunque fuese en la forma de una unidad polémica.

Señalaremos, por último, como una diferencia importante entre los planes
de la etapa del PSOE y de la etapa del PP, el hecho de la «sustitución» de la
disciplina Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) por otra disciplina
denominada Sociedad, Cultura y Religión (SCR). Mientras CTS se encuentra en
franca retirada, tras unos años de auge, la asignatura SCR comienza su periodo
de expansión. Es una disciplina que tiene también un gran juego «estratégico»,
puesto que permitiría, en principio, introducir el estudio de la Religión desde una
perspectiva confesional (pero plural: católica, evangélica, judía, islámica) para
quien lo desee y neutra para quien lo prefiera. Pero en todo caso, la Religión
queda «inmersa» entre la Sociedad y la Cultura. Dicho de otro modo, se le
imprime un «giro antropológico» a la Religión, difícil de recusar, porque también
puede ser asumido este giro desde una perspectiva confesional («la Religión es
la forma superior de la Cultura»).

12

Sobre la organización de un manual (de los manuales) de filosofía

Un sistema filosófico suele ser entendido como una gran construcción


doctrinal que ha de poder sacar «de su seno» –es decir, de los principios del
sistema– una división de la doctrina íntegra en sus diferentes partes, a las cuales
se hará corresponder el «sistema» de las disciplinas filosóficas (a veces
llamadas «ciencias filosóficas»). De este modo contamos con el sistema de las
ciencias filosóficas de Aristóteles, con el sistema de Wolff o con la Enciclopedia
de las ciencias de Hegel.

Pero no siempre «se le exige» a un sistema filosófico que contenga también


el «sistema de las ciencias filosóficas»; incluso se reprochará a tal exigencia una
contradicción con la idea misma de sistema filosófico, cuyas partes debieran
entenderse vinculadas «de modo continuo, todas con todas» (la división de un
sistema en disciplinas se justificaría a lo sumo en función de razones prácticas
que tienen que ver con la administración, más o menos burocrática, de la doctrina
sistemática en planes de estudios definidos).

Desde la perspectiva del materialismo filosófico, y en virtud del principio


de symploké, es decir, desde el pluralismo materialista, no es admisible la tesis
de la continuidad, que se resiste a distinguir partes diversas; pero tampoco tiene
por qué admitirse la equivalencia del sistema al «sistema de las ciencias
filosóficas». En el pluralismo materialista no cabe tal sistema de las ciencias
filosóficas, comenzando por la tesis de que tales ciencias no se reconocen como

320
unidades fuera de las categorías. Pero sí cabe reconocer la multiplicidad de
«corrientes» diversas en el proceso de concatenación de las ideas; a estas
diversas corrientes (que no tienen por qué ser interpretadas como meros
artefactos pedagógicos, puesto que tampoco en la realidad «todo está en todo»)
podrán corresponder, si no ciencias, sí determinadas «disciplinas» filosóficas. El
sistematismo filosófico no se hará consistir, por tanto, en una suerte de retícula
en la que todos sus puntos estuviesen interconectados con todos los demás, en
función de un principio único, sino más bien en una multiplicidad (indefinida) de
«líneas de concatenación de ideas» que en lugar de mantenerse sueltas o
aisladas se cruzan una y otra vez. En consecuencia, la cuestión de la
«constitución» del sistema de las disciplinas filosóficas, se plantea en realidad
en el materialismo filosófico como el problema de la clasificación de estas líneas
de concatenación, de las que habrá que partir.

Ahora bien: la clasificación de las líneas de concatenación capaz de


conducir a una organización del saber de segundo grado institucionalizado (con
la sustantividad institucional que le confiere el haber sido acuñado en términos,
vocabulario, sintagmas o doctrinas identificadas como filosofía, diferenciado de
los vocabularios técnicos, o anatómicos, o geométricos, o mitológicos) puede
entenderse de dos modos:

O bien como una operación de división de un todo sistemático presupuesto


(aunque esa totalidad no pretenda ser trascendental y dotada de unicidad) en
partes, adaptables a la práctica de una «administración» editorial o didáctica de
la filosofía, o bien como un agrupamiento de las Ideas concatenadas (por pares,
ternas, cuaternas o cadenas más largas), de suerte que estos agrupamientos
puedan constituir unidades temáticas más o menos estables y susceptibles a su
vez de ser coordenadas sistemáticamente.

Estos dos modos de entender la organización de la «materia filosófica


institucional» no tienen por qué interpretarse disyuntivamente; en realidad se
trata de una misma operación de clasificación de la materia, una vez en la
dirección descendente (la que va del todo a las partes) y otra vez en dirección
ascendente (la que va de las partes al todo). Pero siempre la clasificación se
hará en función de determinados criterios que son indisociables del sistema,
implícita o explícitamente, que se despliega a través de esa clasificación.

Cuando presuponemos explícitamente un sistema, como materia a dividir


(por ejemplo el sistema aristotélico, el sistema estoico, el sistema tomista, el
sistema hegeliano) es evidente que la «organización de la materia» –la distinción
entre las disciplinas filosóficas– tendrá que estar determinada por las mismas
líneas del sistema. Dicho de otro modo: no cabrá hablar de «disciplinas o
ciencias filosóficas» en abstracto, porque estas unidades estarán siempre dadas

321
dentro del sistema; así, la Teología, que es una parte del sistema aristotélico,
desaparecerá como tal disciplina en el sistema del positivismo, que la reducirá a
Sociología; la Teodicea sólo tendrá sentido como disciplina en el sistema de
Leibniz.

Sin embargo, lo cierto es que muchas de estas disciplinas o unidades de


clasificación de la materia filosófica han sido a su vez institucionalizadas en una
tradición universitaria que difícilmente puede ignorarse: Ontología, Cosmología,
Epistemología... Aunque estas disciplinas asuman el formato de «ciencias
especiales» (como la Fisiología, como la Geología), no lo tienen propiamente; y
aunque en su origen estén subordinadas a un sistema, de hecho encuentran
correspondencias, mediante las transformaciones consiguientes, en otros
sistemas. Estas correspondencias sólo podrán establecerse por la mediación de
los fenómenos (de los conceptos fenoménicos operatorios), en función de los
cuales suponemos organizado el saber de una sociedad determinada
(pongamos por caso la distinción entre cuerpos inorgánicos y cuerpos orgánicos
o vivientes).

Cuando nos atenemos a la concepción de la filosofía sistemática como una


«concatenación de ideas» (ideas, entendidas como unidades institucionalizadas
dentro de un proceso histórico; y además, ideas que no sólo resultan de las
«columnas» que cruzan diferentes líneas sistemáticas de la matriz de referencia,
sino que también están dadas en función de fenómenos intercategoriales) lo más
prudente, desde una perspectiva práctico dialéctica que no comienza exigiendo
explícitamente un criterio (un sistema determinado) es plantear la organización
de la materia filosófica en partes como una operación de clasificación de las
corrientes de concatenación de las Ideas, tomando como criterios de
correspondencia entre los diversos sistemas y en la medida en que ello sea
posible, los fenómenos comunes o correspondientes a los diferentes sistemas
(pongamos por caso, el fenómeno de la «sociedad política» tanto para los
totalitarios como para los anarquistas; el fenómeno de la «religión» tanto para
los teístas como para los agnósticos o para los ateos).

Supongamos (principio de symploké) que cada una de las Ideas no puede


estar aislada de todas las demás, sino vinculada a otras, pero no a todas ellas
(«no todo está vinculado a todo, del mismo modo, ni desvinculado de todo»).
Podemos entonces distinguir, en el entramado o entretejimiento de las Ideas,
tomando a cualquiera de ellas como referencia, dos sentidos en las corrientes
de concatenación: o bien el sentido expansivo de la concatenación de una idea
con otros círculos de fenómenos y esto de un modo recurrente (en el límite: la
irradiación trascenderá a los diversos círculos del mundo) o bien en un
sentido convergente hacia una idea (o grupos de ideas dados) en torno a los
cuales se centran las demás. Desde este punto de vista, la clasificación principal

322
que tendríamos que hacer sería aquella que partiendo de las ideas, como
unidades institucionales, y de su concatenación siempre imprescindible,
establezca dos tipos de agrupamiento:

Las agrupaciones de ideas concatenadas en sentido expansivo, divergente,


indefinido, y que por tanto no se dan «centradas» en torno a algunos círculos de
fenómenos característicos, sino a cualquiera de ellos, se concatenarán a través
de Ideas trascendentales a cualquier círculo de fenómenos particulares; y los
agrupamientos de ideas que en principio se concatenen en sentido convergente
hacia un centro o círculo de fenómenos explícitamente contrapuesto a otros
(pongamos por caso, el Estado, el Derecho, la Biosfera).

La agrupación de las ideas del primer tipo merecerán el título de Filosofía


general; las agrupaciones del segundo tipo darán lugar a Filosofías especiales.

La Filosofía general comprenderá dos géneros principales de agrupaciones


de Ideas, establecidas en función de las Ideas trascendentales, en el sentido
dicho de su institucionalización. Porque las ideas trascendentales
institucionalizadas por la tradición son precisamente las dos siguientes: la Idea
de Realidad (relacionada con la Idea del Ser, a la que muchos la reducen) y la
Idea de Verdad (relacionada con el Conocer, a la que algunos pretendan
reducirla). Probablemente la institucionalización de estas ideas tuvo como punto
de partida la oposición Objeto/Sujeto o bien la oposición Ser/Conocer. Pero las
Ideas de Realidad y de Verdad desbordan la distinción originaria (el
«Conocimiento»; por ello, la «Teoría del conocimiento» se mantiene prisionera
de sus marcos psicológicos, que hablan del sujeto cognoscente).

En cualquier caso, las disciplinas filosóficas generales institucionalizadas


(en el vocabulario, en la bibliografía, en los planes de estudios, &c.) que mejor
se corresponden respectivamente con las Ideas de Realidad y de Verdad son la
Ontología (la Metafísica) y la Gnoseología (o Teoría de la Verdad científica y de
la Verdad en general).

En cuanto a las filosofías especiales la pluralidad de las Ideas que pueden


constituirse en centros de convergencia de agrupamientos de Ideas constitutivas
de disciplinas filosóficas especiales (o «centradas») hace que las posibilidades
de clasificación sean aquí indefinidas. Podrá haber disciplinas filosóficas
centradas en torno a una Idea, referida a un círculo de fenómenos
característicos, como pueda serlo la Moda (Filosofía de la Moda), el Toreo
(Filosofía del Toreo), la Arquitectura (Filosofía de la Arquitectura), la Música
(Filosofía de la Música), la Tecnología (Filosofía de la Técnica), la Religión
(Filosofía de la Religión), el Derecho (Filosofía del Derecho), la Guerra (Filosofía
de la Guerra), &c.

323
Podrá haber disciplinas centradas en torno a dos Ideas referenciales
correlativas: Izquierda/Derecha, Espacio/Tiempo, &c.; a tres: Ciudad/Campo/
Estado, Ciencia/Tecnología/Sociedad, Sociedad/Cultura/Religión, &c.

Es evidente que las filosofías centradas tienen una unidad muy precaria (en
nada se parece a la unidad de un cierre categorial), dada la concatenación de
cada «centro» con otras Ideas. Por ejemplo, la Guerra se concatena con el
Estado, y recíprocamente, por lo que la Filosofía de la Guerra y la Filosofía del
Estado son en realidad inseparables, aunque no se resuelvan la una en la otra.
Pero esto no constituye ningún inconveniente para organizar disciplinas
filosóficas centradas muy diversas, siempre que esas concatenaciones
convergentes mantengan un determinado interés práctico.

Lo que no excluye a su vez el intento de clasificar, por reagrupación, estas


diferentes filosofías centradas. Y aquí otra vez disponemos de múltiples criterios.
Uno de los criterios más sólidamente institucionalizado, al que corresponden
ideas especiales, también institucionalizadas, es aquel por el que se agrupan,
por un lado, las ideas que están centradas en torno a diversos círculos
del espacio cósmico, y, por otro lado, las que están centradas en torno a círculos
dibujados en el espacio antropológico. Corresponden a las ideas
de Naturaleza y de Cultura (o Espíritu). Según esto podríamos clasificar las
filosofías especiales en dos grandes rúbricas, pero con el sentido de un
agrupamiento, no de una división: Filosofía de la Naturaleza y Filosofía de la
Cultura (o filosofía del Espíritu, o Filosofía humana).

La Filosofía de la Naturaleza, es decir, el conjunto de filosofías centradas en


torno a círculos pertenecientes al mundo cósmico, se clasificará según la división
común aceptada que separa, con líneas de frontera muy borrosas, los
fenómenos relativos a los cuerpos inorgánicos (Filosofía física) y los fenómenos
relativos a los cuerpos orgánicos (Filosofía biológica).

Además, reconoceremos la institución de una disciplina que engloba a todos


los centros del espacio cosmológico, tanto de lo inorgánico como de lo orgánico:
es la Filosofía de la Naturaleza.

Por su parte, las Filosofías humanas (culturales, del espíritu, &c.), centradas
en torno a fenómenos dados en el espacio antropológico, pueden clasificarse
según los tres ejes que reconocemos en este espacio.

Ante todo los «centros» que puedan ir referidos al eje circular (tales como
«Sociedad Política», «Empresas mercantiles», «Persona humana», «Libertad»,
&c.). Ahora las disciplinas convergentes en este eje se corresponden más bien

324
a la rúbrica de «Filosofía social y política». También a este eje circular se refieren
las disciplinas normativas tales como la Ética, la Moral y el Derecho.

En torno a los centros que pueden ir referidos al eje angular se organizarán


las disciplinas que tienen que ver con la Filosofía de la Religión.

Y las que se refieren a centros polarizados en torno al eje radial (que no hay
que confundir con el espacio cosmológico: el eje radial es un eje antrópico,
mientras que el espacio cosmológico prescinde de esta connotación, por
segregación del sujeto) puede englobarse en las disciplinas especiales que
suelen denominarse Filosofía de la Tecnología, Filosofía del Arte, Arquitectura,
Música, &c.

Por supuesto cabe establecer disciplinas centradas en torno a contenidos


de dos ejes: circular/radial (sería el caso de Ciencia, Tecnología y Sociedad) o
circular/angular (sería el caso de Sociedad, Cultura y Religión).

Además está instituida una disciplina que engloba a todos los contenidos
del espacio antropológico, y que comprende tanto a la Antropología filosófica
como a la Filosofía de la Historia.

Recapitulamos: el número de disciplinas filosóficas que, desde el


materialismo filosófico, cabe organizar es, en principio abierto, y está
determinado por la materia misma que la realidad ofrece, a través de sus
diferentes círculos fenoménicos. El pluralismo implícito al materialismo filosófico
no favorece una clasificación cerrada (menos aún descendente) de disciplinas
filosóficas, al modo de la clasificación de las ciencias filosóficas de Aristóteles o
de las de la Enciclopedia de Hegel. Pero tampoco excluye la posibilidad de
reconocer fundamento a todas las disciplinas institucionalizadas, y que, de un
modo u otro, son reconocidas tanto en sistemas materialistas como en sistemas
espiritualistas.

Ver la Adenda publicada en El Catoblepas, nº 28, junio 2004

http://www.symploke.net

325
Propuesta de clasificación
de las disciplinas filosóficas
Gustavo Bueno

Adenda al artículo «El proyecto Symploké»


publicado en El Catoblepas, nº 23, enero 2004

13

Criterios (vinculados al materialismo filosófico) para la clasificación de


las disciplinas filosóficas

1. En el párrafo anterior hemos indicado las razones que nos llevan a


transformar (por generalización) la cuestión tradicional de la división de la
filosofía (de divisione philosophiae) en la cuestión de la clasificación de la
filosofía, cuando ésta se entiende, no ya en su sentido subjetivo (el «filosofar»)
sino en el sentido objetivo del conjunto de las diversas concatenaciones de ideas
institucionalizadas que permiten atribuir a la filosofía una sustantividad
institucional tradicionalmente (históricamente) reconocible en el «todo complejo»
de la «Cultura» (en el sentido de Tylor) y, a su vez, diversificada
en disciplinas reconocidas como tales en el terreno académico, bibliográfico o
léxico (tales como «Ontología», «Teología natural», «Epistemología», «Filosofía
de la Naturaleza» o «Filosofía del Derecho»).

Subrayamos que la razón principal de esta generalización, orientada a


sustituir el proyecto de la división de la filosofía por el proyecto de
una clasificaciónde la filosofía, no es otra sino el común sobrentendido de la
división (divisio, diairesis) como un determinado «género» de clasificación, a
saber, el «género» que comprende a las dos «especies» descendentes de la
clasificación, es decir, a la clasificación descendente de las totalidades
distributivas (o interpretadas como tales) –a las clasificaciones taxonómicas– y
a las clasificaciones descendentes de las totalidades atributivas (o interpretadas
como tales) –a los desmembramientoso particiones, es decir a la clasificación
como partitio o merismós.

La división, en la lógica escolástica, «cubría» tanto a las taxonomías como


a los desmembramientos, es decir, a las clasificaciones descendentes; si bien
los desmembramientos se mantenían más cerca del merismós, o partitio, de la
lógica estoica.

326
Según esto, hablar de la «división de la filosofía» equivaldría de algún modo
a presuponer que la filosofía, en su sentido objetivo, se nos ofrece dada como
un todo, como un «sistema compacto o cerrado» –vinculado, de un modo u otro
al monismo metafísico, al modo del sistema hegeliano, cuando se interpretan sus
partes como entretejidas, según una estructura matricial, entre la Lógica, la
Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía del Espíritu– que, sin embargo, conviene
descomponer, por vía «descendente», sin perjuicio del artificio de esta
descomposición en las «disciplinas» constitutivas de la «Enciclopedia de las
ciencias filosóficas».

Ahora bien, cuando presuponemos, desde la perspectiva del pluralismo


inherente al materialismo filosófico, que no cabe tomar, como punto de partida,
un sistema filosófico cerrado o compacto, como materia o totalidad atributiva
correspondiente a la filosofía objetiva, sino que el punto de partida han de ser las
diversas series o concatenaciones de Ideas, de algún modo ya
institucionalizadas, entonces queda fuera de lugar la cuestión de la división, pero
no la cuestión de la clasificación de esas diversas series o concatenaciones de
ideas dadas, siempre que esa clasificación sea interpretada, en sentido
ascendente, es decir, en el sentido de las clasificaciones por agrupamiento (si el
conjunto de partes se interpreta como constituyendo un todo atributivo), sea en
el sentido de una tipología (si el conjunto de partes se interpreta como un todo
distributivo).

2. En cualquier caso, la distinción entre las clasificaciones descendentes


(divisiones o desmembramientos) y las clasificaciones ascendentes (tipologías o
agrupamientos) no ha de entenderse como una distinción disyuntiva
(«dicotómica»). La interpretación dicotómica o disyuntiva de estas distinciones
de la clasificación se mantiene más bien en el terreno abstracto, es decir, cuando
abstraemos la materia clasificada, y nos atenemos a la forma holótica de la
clasificación. Es el terreno en el que hemos de mantenernos en las exposiciones,
en forma de tablas gráficas, de las clases de clasificación, como puedan serlo
las exposiciones que en otros lugares (TCC, Vol. 1, Introducción,
§25; Symploké,11.4.2) hemos desarrollado de modos parecidos al siguiente

Según el sentido de la clasificación


Según el género Descendentes Ascendentes
holótico [divisiones] [tipificaciones]
Totalidades Taxonomías Tipologías
distributivas
Totalidades Desmembramientos Agrupamientos
atributivas

327
Dejamos de lado la cuestión de la determinación de la «clase de
clasificación» en la que habría que incluir la clasificación de clasificaciones
representadas por la tabla. Habría razones para considerar como tipos de
clasificación a cada uno de sus cuadros –tipo α, tipo β, tipo γ, tipo δ– como se
hace en Symploké, en cuyo caso estaríamos interpretando la tabla como una
tipología; habría también razones para interpretar esta clasificación de
clasificaciones como una taxonomía, si atribuimos a la idea de clasificación,
como modus sciendi, la condición de un «todo genérico» que dividimos en sus
especies. En todo caso, esta cuestión está vinculada a la discusión acerca de si
las oposiciones entre las especies de clasificación son disyuntas o no lo son.

Y esta discusión cobra otro sentido cuando mantenemos la perspectiva


abstracta o formal, a la que nos hemos referido, y cuando mantenemos la
perspectiva material, es decir, cuando la referimos a una materia determinada
(como pudiera serlo el conjunto N de los números enteros, el conjunto de los
elementos químicos, el conjunto de los organismos vivientes o el conjunto de las
«especies» de la Idea de clasificación).

En efecto, consideradas las clases de clasificación como referidas a una


materia determinada, las relaciones de disyunción dicotómica tal como aparecen
en el plano abstracto, se neutralizan de muchas maneras. Por ejemplo, y ante
todo, por la posibilidad de concatenar, en una clasificación determinada (por
ejemplo, en la clasificación de los elementos químicos en el sistema periódico)
diferentes especies o clases de clasificación. Pero, sobre todo, porque los
sentidos descendentes y ascendentes de una clasificación, cuando va referida a
una materia determinada pueden interpretarse como fases continuas de un
mismo proceso circular, a saber, la fase del progressus (del todo hacia sus
partes) y la fase del regressus (de las partes al todo). Y estas dos fases pueden
considerarse o bien como confluyendo en una misma o idéntica clasificación
material, o bien como no confluyendo exactamente (es decir, como si a la división
del todo en sus partes se superpusiera sin identificarse materialmente con ella,
y aun como siendo inconmensurable, una tipificación o agrupamiento, como
ocurre acaso en la confluencia de las clasificaciones cristalográficas de índole
geométrica y en las clasificaciones cristalográficas de índole química).

En cualquier caso, la continuidad circular de las divisiones (o clasificaciones


descendentes) y de las tipificaciones (o clasificaciones ascendentes) pueden
seguir rutas que designaremos (si mantenemos la referencia a la tabla gráfica),
como rutas horizontales (de taxonomías a tipologías o recíprocamente y de
agrupaciones a desmembramientos o recíprocamente) y como rutas
diagonales(de desmembramientos a tipologías, o recíprocamente, y de
taxonomías a agrupamientos, o recíprocamente). Por ejemplo, una taxonomía
podría continuarse por un agrupamiento que fuera confluyente, por la materia,
con aquella, si esta materia pudiera ser interpretada en un principio como una

328
totalidad distributiva (el conjunto N de los números enteros n se dividiría
taxonómicamente en dos subconjuntos, el de los números pares 2n y el de los
impares 2(n+1)); y también como una totalidad atributiva, la constituida por el
conjunto N considerado como una serie infinita de números susceptibles de ser
agrupados en otros dos subconjuntos infinitos, el de los pares y el de los impares
(si postulásemos que pueden coordinarse biunívocamente con el todo, nos
encontraríamos con la llamada «paradoja de Galileo», que compromete el
«principio de desigualdad», según el cual el todo es mayor que la parte).

Un triángulo equilátero puede ser desmembrado (o partido) en función de


sus medianas, en tres triángulos equiláteros; la agrupación de estos tres
triángulos rectángulos nos devuelve al todo originario.

Estas consideraciones sobre la neutralización de las oposiciones


clasificatorias según la interpretación que pueda recibir la materia clasificada son
necesarias para disolver aparentes disyuntivas que podrían confundir el análisis.
Valga como ejemplo la «unidad disciplinar» (gnoseológica) que se designa
tradicionalmente, desde Andrónico de Rodas como «Metafísica de Aristóteles».
¿Se trata de una unidad resultante de la división o clasificación descendente
(taxonómica o partitiva) de un todo previamente dado (como pudiera serlo el
«conjunto de los tres grados de abstracción») o bien se trata de una unidad
resultante del agrupamiento de un conjunto de tratados independientes (sobre la
idea de sustancia, sobre la idea de todo, sobre la idea de unidad...) pero que no
eran fácilmente integrables en otras disciplinas ya establecidas o
institucionalizadas (éticas, físicas...) pero que «venían después de los tratados
físicos»?

Concluimos redundando en la tesis inicial: que no es irrelevante, como mero


asunto de purismo terminológico, subrayar la diferencia entre divisiones y
agrupamientos en el momento de proponernos la empresa de establecer una
clasificación de disciplinas filosóficas, porque esta diferenciación formal está
arraigada, en nuestro caso, en el mismo concepto implícito del sistema filosófico
(monista o materialista) que se mantenga. Pero como la diferencia formal puede
estar «neutralizada» por una correspondencia o superposición de clasificaciones
materiales (las líneas de la clasificación de las disciplinas filosóficas según C.
Wolff pueden ponerse, en gran medida, en correspondencia con las líneas de la
clasificación de las disciplinas del materialismo filosófico) la consideración de las
diferencias formales entre las diferentes clases de clasificación comienza a ser
verdaderamente decisiva. Y ello es lo que justificaría nuestra insistencia en el
hecho de que la clasificación de las disciplinas filosóficas que presentamos tiene
el sentido de un agrupamiento y no el de una división.

329
3. Tal como venimos entendiendo el alcance de una clasificación de las
«disciplinas filosóficas», a saber, como clasificación de la multiplicidad
de agrupamientos de las Ideas que presuponemos van apareciendo en el
proceso de confrontación de los conceptos tecnológicos o científicos
(categoriales) –por tanto, sin perder jamás la referencia a los fenómenos– y de
las propias ideas entre sí, es evidente que esta clasificación habrá de estar
orientada necesariamente en función de criterios que tengan que ver con las
mismas ideas concatenadas por los diferentes «sistemas de concatenación» (en
nuestro caso, por el materialismo filosófico).

Por la misma razón, supondremos que una clasificación, históricamente


decantada, de las disciplinas filosóficas (pongamos por caso: la clasificación de
los peripatéticos, la de los estoicos, la de los escolásticos, la de los hegelianos,
&c.) habrá de estar vinculada a criterios inmanentes al mismo sistema, sin
perjuicio de que muchas veces estos criterios vayan confundidos unos con otros
por la propia inercia de la confluencia de las corrientes históricas.

Dicho de otro modo: una enumeración clasificatoria de las disciplinas


filosóficas no podría considerarse como exenta o previa a los contenidos (o
concatenaciones de Ideas) que puedan ser asignados a tales disciplinas. Es
evidente que la disciplina «Teología Natural», en cuanto parte integrante de una
clasificación global de las «ciencias filosóficas», está concebida en función de
criterios «ontoteológicos» que, al menos, habrán de contemplar la posibilidad de
la existencia de Dios (sin perjuicio de que se asigne a la disciplina teológica,
como su primera tarea, la demostración de esa existencia); lo que no quiere decir
que, en el supuesto de la cuestión «an sit Deus?» recibiera una respuesta
negativa (incluso en el sentido de negar la posibilidad misma del «sujeto» de tal
ciencia), la Teología Natural hubiera de ser enteramente borrada del cuadro de
las disciplinas filosóficas. Una filosofía atea tendrá que reconocer al menos como
idea institucionalizada, la propia idea teológica; en consecuencia, el materialismo
filosófico podrá reconocer una «disciplina temática» (en el sentido que más
adelante se explicará) organizada en torno a la Idea de Dios (no ya en torno a
Dios); una disciplina –«Teología temática»– que no tendrá por qué estar
subordinada a las demás o enmarcada en otra, como pudiera serlo la filosofía de
la religión, como pretendió Max Scheler, aun cuando sí interactuando con ella a
través de las religiones terciarias. La Teología temática, en el materialismo
perdería, eso sí, en el conjunto de la clasificación de las disciplinas, la primacía
jerárquica que le corresponde en la ontoteología. Y esto ya lo advirtió como
posibilidad, precisamente el fundador de la Teología Natural, Aristóteles: «Si las
sustancias físicas fuesen las primeras entre todos los entes, entonces también
la física sería la primera de las ciencias. Pero si hay otra naturaleza o sustancia
separada o inmóvil, otra será también necesariamente la ciencia que la estudie,
y anterior a la Física, y universal por ser anterior» (Metafísica, XI, 7, 1064b).

330
En el materialismo filosófico, la Teología temática deja de ser filosofía
primera; pero puede ser reconocida como disciplina temática, al lado, por
ejemplo, de la Cosmología pura (como filosofía del espacio-tiempo absoluto), o
al lado de la Pneumatología pura (como filosofía de las formas separadas); y no
porque estas «disciplinas temáticas puras» sólo puedan recibir una justificación
histórica o doxográfica, como disciplinas centradas en torno a ideas
«residuales», porque también podrían entenderse como análisis de los
«mecanismos» de su posible reconstrucción, como Ideas, en el presente.

Los seis criterios fundamentales para una clasificación de las disciplinas


filosóficas desde la perspectiva del materialismo filosófico

4. Buscamos explicitar los criterios que actúan en la clasificación de las


disciplinas filosóficas (clasificación que figura en la introducción del Diccionario
Filosófico de Pelayo García Sierra). Estos criterios habrán de dar cuenta de las
agrupaciones de los diferentes órdenes en los que la clasificación va
estructurada (los títulos, adjetivados ordinalmente; los grupos, numerados con
romanos; las líneas, con árabes; las rúbricas irán designadas por letras
mayúsculas).

Los criterios son presentados en forma dicotómica, pero no tanto porque


pretendan separar clases materialmente positivas (como puedan serlo la clase
de los pares y la clase de los impares en N, antes citado; suponemos que el
«conjunto de los impares» no es meramente negativo o complementario del
«conjunto de los pares», puesto que un «entero impar» podría ser interpretado,
al modo pitagórico, como un conjunto de números primitivos, precisamente por
su indivisibilidad por dos).

Criterio 1: Sistemático / temático

Se sitúa en una perspectiva sintáctica. Desde ella las Ideas, aun supuestas
siempre «en sociedad» podrán considerarse desde las concatenaciones o series
identificables de Ideas (cuyos términos son las Ideas), o bien desde las Ideas en
torno a las cuales se establecen aquellas concatenaciones (el equivalente de
esta distinción en Geometría plana puede ser la oposición entre rectas,
constituidas por puntos, y puntos que determinan rectas).

En función de este criterio, distinguiremos disciplinas sistemáticas


(organizadas en torno a series o concatenaciones, en número indefinido de
Ideas) y disciplinas temáticas (centradas en torno a un número finito de Ideas, y,
en el límite, a una sola Idea) –y sólo a su través de otras Ideas que la rodean.
Por tanto, también consideraremos como disciplinas temáticas a aquellas que se
centren sobre dos Ideas (por ejemplo, «Naturaleza / Cultura» o «Espacio /

331
Tiempo») o incluso de tres ideas definidas («Ciencia / Tecnología / Sociedad»).
Las disciplinas temáticas engloban a las que se incluyen en los títulos primero,
segundo y tercero; las temáticas, en el título cuarto.

Criterio 2: Especial / general

La oposición especial / general. El criterio tiene una inspiración sintáctica


pero distingue dos situaciones: la de aquellas disciplinas que pueden
considerarse circunscritas a un círculo limitado de Ideas, y la de aquellas
disciplinas que desbordan cualquier círculo y, en principio, se extienden
virtualmente a todos ellos.

A las disciplinas incluidas en la primera situación las


denominaremos filosofías especiales (o «centradas»); a las disciplinas que
puedan ser incluidas en la segunda situación, las denominaremos filosofías
generales (o «trascendentales», en sentido positivo).

Las filosofías especiales son, ante todo, las temáticas; pero también son
especiales las filosofías sistemáticas especiales. Las filosofías generales son
siempre sistemáticas (es decir, no temáticas).

Criterio 3: Ontológico / gnoseológico

Este criterio se aplica sobre todo a las disciplinas generales, que son
aquellas que se ocupan de Ideas o concatenaciones de Ideas trascendentales
que suponemos representadas principalmente por la Idea de Realidad y por la
Idea de Verdad.

Según el criterio 3 distinguiremos las disciplinas ontológicas y las disciplinas


gnoseológicas. Sin embargo esta distinción también se aplica a las disciplinas
especiales o centradas.

Criterio 4: Cosmológico / antropológico

El cuarto criterio es semántico y distingue las disciplinas filosóficas en


función de los campos de su referencia.

La oposición principal es aquí la que distingue el espacio cosmológico (a su


vez subdividido en inorgánico y orgánico) y el espacio antropológico (a su vez
subdividido según sus tres ejes en circular, angular y radial).

Estas subdivisiones, sobre todo las del espacio antropológico, han de


considerarse como abstractas, puesto que los ejes del espacio antropológico no

332
son separables, sino únicamente disociables. No cabe hablar de una filosofía
antropológica que se atenga a un eje puro (la filosofía de la religión, por ejemplo,
no solamente va referida al eje angular, sino también al eje circular y al radial).
Por consiguiente, las clasificaciones semánticas, según los ejes del espacio
antropológico, habrán de entenderse en el sentido del eje predominante, o
considerado tal, en el momento de concatenación de las Ideas respectivas.

Criterio 5: Morfológico / lisológico

Nuestro quinto criterio tiene en cuenta la distinción entre dos «escalas»


aplicables en el tratamiento de un mismo campo, la escala que
denominamos morfológica (que se mantiene a una distancia del campo tal que
sea posible el reconocimiento de las configuraciones propias de ese campo en
el terreno fenoménico –por ejemplo, tejidos, huesos, células... en el organismo;
estructuras cristalinas, en los seres inorgánicos; instituciones políticas, artísticas,
&c., en los campos antropológicos–) y la escala que abstrae esas morfologías,
sin por ello desbordar los contenidos propios del campo de referencia:
hablaremos de escala lisológica (de lissós, e, on, liso, pelado, sin relieve),
puesto que la denominación «escala abstracta» (respecto de las morfologías)
resultaría muy vaga y genérica. Por ejemplo, en los campos orgánicos, la escala
lisológica determina conceptos o ideas tales como «vida», «muerte»,
«teleología», «reproducción»...; en los campos inorgánicos la escala lisológica
nos ofrece conceptos tales como «gravitación», «masa», «acción y reacción»,
«tiempo o espacio»; en los campos antropológicos, conceptos o Ideas tales
como «libertad», o «normatividad», son lisológicas antes que morfológicas. Los
conceptos termodinámicos tales como p,v, t (presión, volumen, temperatura),
son lisológicos; los conceptos tecnológicos tales como «termostato», «máquina
de vapor», &c. son morfológicos.

El concepto de una escala lisológica no es, en consecuencia, un concepto


primitivo, sino que está dado en función del concepto de escala morfológica; el
carácter lisológico de un concepto o Idea es relativo a una morfología dada que
actua como parámetro, no es absoluto, porque también los conceptos o Ideas
lisológicas contienen componentes «heterogéneos» (morfológicos en su
terreno).

La dialéctica de la distinción entre la perspectiva morfológica y la perspectiva


lisológica desde la cual podemos organizar un campo dado reside en que, aun
siendo, de algún modo, cada una de ellas la negación de la otra, sin embargo se
implican mutuamente, y precisamente como «negación» una de otra. La
perspectiva morfológica no es únicamente aquella que nos permite penetrar en
el interior (en el detalle) del campo de referencia, dejando atrás, en
consecuencia, la perspectiva lisológica como vaga, inicial o inmatura. La

333
perspectiva lisológica es, sin duda, insuficiente, pero no por ello es menos
necesaria. Sin ella, el tratamiento morfológico del campo, aun técnicamente
superior, podría resultar desorientado en relación con otros campos de
conceptos o de Ideas. En este sentido, la oposición entre la perspectiva lisológica
y la morfológica podría ponerse en correspondencia (correspondencia no es
identidad) con la oposición tradicional entre la distinción y la claridad de los
conceptos o de las Ideas. Un concepto o Idea es «distinto» (en diverso grado)
cuando sus componentes internos o de dintorno están bien diferenciados, lo que
permite establecer sus interacciones; un concepto o Idea distinto se opone, por
tanto, a un concepto o Idea confuso. En cambio, una Idea o concepto es «claro»
cuando aparece bien diferenciado de su entorno (ya posea o no un contorno
mejor o peor definido); es «oscuro» cuando las diferencias con su entorno no
están bien definidas, como ocurre con los llamados «conceptos borrosos». Una
Idea o concepto dado a escala morfológica puede ser distinta pero oscura; una
Idea dada a escala lisológica, puede ser confusa, pero en cambio ser clara. Las
llamadas «cajas negras» (en el terreno gnoseológico) podrían redefinirse, en
cuanto lisológicas, como conceptos confusos (morfológicamente); y, sin
embargo, claros. Un automóvil, un receptor de televisión, el organismo de un
molusco, un Parlamento democrático son «cajas negras» para quien no sea
experto en mecánica, en electromagnetismo, en anatomía o en politología; sin
embargo, caben conceptos lisológicos (no morfológicos) claros y aún operatorios
para quienes no son expertos pero si usuarios de un automóvil, de un receptor
de televisión, de un molusco o de un Parlamento. Recíprocamente, con
frecuencia un experto en morfología de automóviles es acaso peor conductor, o
ni siquiera sabe conducir la máquina. Y otro tanto se dirá de un gastrónomo que
diferencia especies de moluscos, por sus caracteres organolépticos, sin saber
fisiología.

La distinción entre una escala morfológica y una escala lisológica, en tanto


afecta tanto a conceptos como a Ideas, tiene también aplicación a las disciplinas
filosóficas, especiales o generales. Desde luego, a la ontología: la doctrina de
los géneros de materialidad (M1, M2, M3) está formulada desde perspectiva
lisológica; la doctrina de la Scala Naturae es morfológica (en la ontología
escolástica las Ideas trascendentales tales como «ser», «unidad», «realidad»,
«bondad», o incluso «potencia», «acto» estaban dadas a escala lisológica; las
Ideas metafísicas de entidades tales como «Dios», «formas separadas»,
«formas astrales», &c., estaban dadas a escala morfológica).

Y en gnoseología, la gnoseología especial (de la Matemática, de la Biología,


de la Física...) se despliega a escala morfológica, respecto de la gnoseología
general, que es lisológica.

334
La oposición entre la escala lisológica y la morfológica es de contrariedad,
puesto que encontramos escalas intermedias y, por tanto, grados diversos en la
morfología y en la lisología.

Criterio 6: Doctrinal / proemial

El sexto criterio tiene en cuenta la oposición entre el ejercicio y


la representación de la actividad filosófica implícita en la construcción de las
disciplinas filosóficas, y distingue entre unas disciplinas doctrinales (cuyos
contenidos están determinados por los campos respectivos, que descansan en
última instancia en los fenómenos) y unas disciplinas proemiales, cuyo campo
está constituido él mismo por las propias disciplinas filosóficas. Las disciplinas
filosóficas proemiales tiene por tanto como campo a la propia filosofía.

Si aplicamos a la filosofía proemial la distinción expuesta en el criterio 5,


entre la escala lisológica y la escala morfológica nos encontraremos
aproximadamente, respectivamente, con dos disciplinas filosóficas ya
consolidadas institucionalmente, a saber, la Filosofía de la filosofía (a veces
llamada «perifilosofía» o «metafilosofía») y la Historia (filosófica) de la
filosofía (en cuanto contradistinta de la Historia filológica o doxográfica de la
filosofía).

La clasificación de la «Filosofía de la filosofía» o de la «Historia filosófica de


la filosofía» dentro de la filosofía proemial (lisológica o morfológica) constituye
en rigor una redefinición de estas dos disciplinas, cuyo estatuto en la
«Enciclopedia» de las disciplinas filosóficas es siempre muy ambiguo. Sin duda,
la Filosofía de la filosofía, tiene mucho que ver con la gnoseología; pero la
Historia filosófica de la filosofía ya no queda coordinada de modo tan sencillo.
Ordinariamente, la Historia de la filosofía, se considera como el equivalente, en
Filosofía, a la «parte histórica» de la «parte sistemático-doctrinal» de las ciencias
categoriales. Pero mientras que la historia de las ciencias categoriales no forma
parte del sistema de estas ciencias, la historia de la filosofía constituye un
contenido interno de la filosofía y, por ello, no cabe, sin más, reducirla a la
condición de un apéndice sobre «cuestiones de génesis» de una «estructura»
previamente establecida.

En cambio, cuando interpretamos a la historia de la filosofía como filosofía


proemial lo que estamos afirmando en realidad es que la historia de la filosofía
es una re-flexión sobre la propia filosofía. Pero una re-flexión objetiva (la reflexión
subjetiva, nos llevaría al infinito: «reflexión de la reflexión», «reflexión de la
reflexión de la reflexión», &c.) sólo parece posible cuando la materia sobre la que
se reflexiona sean las mismas Ideas o sistemas filosóficos, pero considerados
desde la inmanencia de algunos de ellos, tomados como plataforma. No cabe

335
una historia filosófica de la filosofía concebida desde una plataforma que no sea
ella misma filosófica. Lo que quiere decir que la historia filosófica de la filosofía
es siempre una historia reinterpretada desde un sistema de referencia
(Aristóteles dio la pauta al reinterpretar a las escuelas presocráticas desde su
doctrina de las cuatro causas).

De este modo podremos advertir cómo la historia filosófica de la filosofía


constituye una reflexión objetiva sobre el propio sistema filosófico que tomamos
como plataforma; una reflexión objetiva, puesto que implica la confrontación del
propio sistema con los demás y con su orden. Y, por ello mismo, una reflexión
morfológica, puesto que es la historia la que nos ofrece las formas características
que ha ido tomando a lo largo del tiempo el pensamiento filosófico.

14

Propuesta de clasificación
de las disciplinas filosóficas

Título primero:
Disciplinas filosóficas (sistemáticas) especiales («centradas»)

A'. Rúbrica primera: disciplinas filosóficas centradas en torno al espacio


cosmológico
Grupo 0. «Filosofía de la Naturaleza»
Indicación de contenidos: El mito de la Naturaleza, Scala Naturae
Línea 1: Filosofía de lo inorgánico
Grupo I. Disciplinas cosmológicas abstractas («lisológicas»)
Indicación de contenidos: Espacio, Tiempo, Duración, Causalidad,
Determinismo, Indeterminismo, Finitud o Infinitud del Mundo,
Principio antrópico, Teoría del Big-Bang, &c.
Grupo II. Disciplinas cosmológicas «morfológicas»
Indicación de contenidos: De orientación gnoseológica: teoría de
las ciencias físicas y naturales. De orientación ontológica: procesos
y estructuras inorgánicos (quarks, átomos, moléculas,
componentes químicos, cristales, sistema astronómicos...)
Línea 2: Filosofía de los organismos vivientes (filosofía biológica)
Grupo III. Disciplinas abstractas («lisológicas»)
Indicación de contenidos: De orientación gnoseológica: teoría de la
ciencias biológicas, taxonomías, clases linneanas y plotinianas, &c.
De orientación ontológica: vida, organismo, teleología,
conocimiento, &c.
Grupo IV. Disciplinas morfológicas
Indicación de contenidos: De orientación gnoseológica: análisis de

336
conceptos de las ciencias biológicas y etológicas. De orientación
ontológica: biogénesis, vida extraterrestre, teoría de la evolución,
&c.
A''. Rúbrica segunda: disciplinas filosóficas centradas en torno al espacio
antropológico
Línea 1: Disciplinas alineadas en el eje circular.
Grupo V. Disciplinas lisológicas: Antropología filosófica
Indicación de contenidos: Espacio antropológico, el mito de la
cultura, instituciones culturales, individuo, persona, libertad, ética y
moral, estructuras sociales (familias, grupos, naciones), filosofía
política (Estados, Imperios, derecho internacional), guerra y paz, la
idea de Progreso, &c.
Grupo VI. Disciplinas morfológicas
Indicación de contenidos: Filosofía de la historia, categorías
historiológicas (edades, periodos, ...), &c.
Línea 2: Disciplinas alineadas en el eje angular
Grupo VII. Disciplinas lisológicas: Filosofía de la religión
Indicación de contenidos: Parte gnoseológica y parte ontológica.
Los valores de lo sagrado.
Grupo VIII. Disciplinas morfológicas
Indicación de contenidos: Filosofía de la historia de las religiones.
Religiones primarias, secundarias y terciarias. La cuestión de la
verdad de las religiones.
Línea 3: Disciplinas alineadas en el eje radial.
Grupo IX. Disciplinas lisológicas
Indicación de contenidos: Tecnología, arte, economía, valores
tecnológicos, estéticos, &c.
Grupo X. Disciplinas morfológicas
Indicación de contenidos: Historia y sistema de las técnicas y
tecnologías. Filosofía del arte y sistema de las artes.

Título segundo:
Disciplinas filosóficas (temáticas) generales («trascendentales»)

B. Rúbrica tercera: Disciplinas filosóficas en torno a la Realidad


Grupo XI. Ontología
Indicación de contenidos: Ontología general y ontología especial.
Género de materialidad, ego trascendental. Esencia / existencia /
posibilidad / probabilidad. Categorías ontológicas básicas:
sustancia, cantidad, calidad, relación. Todos y partes, causalidad.
Grupo XII. Disciplinas morfológicas
Indicación de contenidos: Plataformas gnoseológicas; Scala
Naturae.
C. Rúbrica cuarta: Disciplinas filosóficas en torno a la Verdad: Gnoseología

337
Grupo XIII. Disciplinas lisológicas. Gnoseología general
Indicación de contenidos: Teoría general de la ciencia. Teoría de la
dialéctica, teoría de la verdad científica.
Grupo XIV. Disciplinas morfológicas
Indicación de contenidos: gnoseologías especiales (de la
matemática, de la Física, de la Biología, de las ciencias humanas).
Historia filosófica de las ciencias.

Título tercero:
Disciplinas filosóficas proemiales

Grupo XV. Disciplinas lisológicas: filosofía de la filosofía


Línea 1: Teoría de teorías sobre la filosofía
Línea 2: Teoría de la filosofía del materialismo filosófico.
Grupo XVI. Disciplinas morfológicas: Historia filosófica de la filosofía
Línea 1: Teoría de teorías sobre la historia de la filosofía.
Línea 2: La teoría de la historia de la filosofía del materialismo
filosófico. La división de tres épocas en función de las Ideas de M,
Mi, y E.
Línea 3: Historia filosófica de la filosofía antigua.
Línea 4: Historia filosófica de la filosofía medieval. (Judía, cristiana
y musulmana.)
Línea 5: Historia filosófica de la filosofía moderna: idealismo y
materialismo.
Línea 6: La filosofía contemporánea

Título cuarto:
Disciplinas filosóficas temáticas

(En este título no se establecen grupos de disciplinas temáticas;


podrían en cambio agruparse en rúbricas.)
D. Rúbrica quinta: de temática cosmológica.
Indicación de contenidos: Filosofía del espacio, Filosofía del tiempo y de la
duración, Filosofía del vacío, Filosofía del azar, Filosofía de la finalidad,
Filosofía de la célula, &c.
E. Rúbrica sexta: de temática antropológica.
Indicación de contenidos: Filosofía de la técnica, de la ciencia y de la sociedad,
Filosofía de la guerra y del terrorismo, Filosofía de la coquetería, Filosofía de
la solidaridad, Filosofía de la locura, Filosofía del progreso, Bioética, &c.
F. Rúbrica séptima: de temática ontológica.
Indicación de contenidos: Teología natural (filosofía de la Idea de Dios),
Pneumatología (Filosofía de las formas separadas y de los vivientes
extraterrestres). Filosofía de la existencia, &c.
G. Rúbrica octava: de temática gnoseológica.

338
Indicación de contenidos: Filosofía de los números, Intuición y razonamiento, &c.
H. Rúbrica novena: de temática histórica.
Indicación de contenidos: La Física de Aristóteles, la doctrina de las inteligencias
separadas en Suárez, el automatismo de las bestias en Gómez Pereira y
Descartes, la Idea de Roma en Ortega, &c.

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339
Sobre el aforismo
«Hablando se entiende la gente»
Gustavo Bueno

El monárquico Juan Carlos de Borbón, Rey de España,


y el republicano secesionista catalán José Luis Pérez Carod
aseguran que «Hablando se entiende la gente»

La expresión «Hablando se entiende la gente» es una frase hace tiempo


acuñada que se usa regularmente tanto en el español común, en el román
paladino, como en el español literario (sobre todo el de los novelistas, desde
Fernán Caballero hasta Pereda, desde Cela hasta Vargas Llosa). Tanto en el
lenguaje de la televisión (se recordará un programa de Tele 5, en los años
noventa, dirigido por Tip y Coll, cuyo rótulo era «Hablando se entiende la gente»),
como en el lenguaje político. En efecto:

La utilización más señalada de la frase, en estos meses electorales, fue la


que corrió a cargo de S. M. el Rey Don Juan Carlos I, cuando el 17 de diciembre
de 2003, con ocasión de la recepción en la Zarzuela del recién nombrado
presidente del parlamento de Cataluña, el republicano (es decir, antimonárquico)
y separatista (es decir, antiespañol) señor Ernesto Benach, pronunció la frase
que nos ocupa: «Hablando se entiende la gente.»

No es fácil determinar el alcance que el Rey quiso dar a la frase: ¿para


justificar la entrevista protocolaria, pero distanciándose de ella? ¿para sugerir la
posibilidad de una reconciliación, mediante el diálogo, del partido republicano
catalán con España y con su Monarquía? Lo cierto es que la frase de referencia,
puesta en boca del Rey de España, fue reproducida innumerables veces por

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todos los medios de comunicación y, salvo escasísimas excepciones, fue
alabada y exaltada por lo que tenía de «reconocimiento en democracia» de la
necesidad del diálogo con los disidentes y de la libre expresión. Sobre todo se
encareció la oportunidad de la frase real, por muchas personas que se
consideran representantes de la izquierda «culta», «intelectual» y «progresista»,
«pacifista» (¡No a la Guerra!) y dialogante en la mejor disposición habermasiana.

La propia ERC (Esquerra


Republicana de Catalunya) ha decidido,
al parecer, incorporar esta frase real a
su repertorio electoral, como anunció el
28 de enero de 2004 su adalid, José
Luis Pérez Carod, al presentar el lema
de su campaña para las elecciones
generales de marzo: «Hablando se
entiende la gente», «Parlant la gent
s'entén».

Estas izquierdas no sólo alabaron, ponderaron y exaltaron la ocurrencia de


don Juan Carlos ante el señor Benach; también descalificaron a quienes, en
artículos o entrevistas de prensa o de televisión, mostraron (como yo mismo lo
hice) alguna reserva ante la frase real.

Algunas personas que se sienten integradas en una «tradición de izquierda


democrática culta y progresista» descalificaron airadamente mis reservas «sin
necesidad de más comentarios»: su fundamentalismo democrático era tan
acendrado que llegaron a insinuar que el mero hecho de poner reservas a esta
sentencia del Rey, que, al parecer, ellos ven como sagrada en democracia,
testimonia una proximidad al fascismo o a la intolerancia.

Conviene recordar, sin embargo, que una parte de esta «izquierda


democrática» de nuestros días, que «suele reclamarse» habermasiana, es
heredera de una tradición católica de hace ya más de cuarenta años, aquella
que, impulsada por don Joaquín Ruiz Giménez, se canonizó en los Cuadernos
para el Diálogo (¿no es una injusticia que Jurgen Habermas haya recibido el
Premio Príncipe de Asturias cuando todavía Joaquín Ruiz Giménez –o incluso
Luis del Olmo– no lo han recibido? ¿quién empezó en la España del siglo XX a
recordar, aún siendo ministro de Franco, que «hablando se entiende la gente»?).
Los tiempos de los Cuadernos para el Diálogo eran los tiempos del «diálogo
entre marxistas y cristianos», los tiempos en los cuales, según una célebre frase
atribuida a Bergamín, decía un marxista dialogante convencido a su interlocutor:
«Marxistas y cristianos podremos seguir hablando juntos hasta la muerte; allí nos
separaremos, ustedes irán al cielo y nosotros al infierno.»

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Y si podían, en efecto, seguir hablando juntos hasta la muerte es porque
esos marxistas y esos cristianos eran solidarios... frente a un tercero, como
pudiera serlo, en la ocasión, la Unión Soviética. Cuando la Unión Soviética cayó
(y en su caída tuvo alguna parte el mismo diálogo que habría de conducir el papa
Wojtyla), el diálogo entre marxistas y cristianos también se dio por acabado. ¿O
es que puede olvidarse que la solidaridad entre grupos, o bloques históricos
(como pudo serlo el bloque marxista-cristianos dialogantes) se establece
siempre contra terceros enemigos comunes? Los obreros españoles –se dice–
son solidarios frente a los patronos; y los patronos españoles son solidarios
frente a los obreros. También, obreros y patronos españoles pueden ser
solidarios contra los obreros y los patronos franceses. Pero, ¿cómo podrían ser
solidarios todos los hombres entre sí, salvo que tuvieran algún enemigo común,
pongamos por caso, los marcianos de la Guerra de Mundos, por ejemplo?

La solidaridad, invocada hoy una y otra vez, y no sin razón, como base del
diálogo fértil, no es la virtud prístina, origen de las demás virtudes sociales y
políticas. ¿Acaso una madre da de mamar a su hijo por solidaridad con él? En
todo caso la solidaridad que se despliega dentro de un grupo se enfrenta, en
general, con solidaridades que interfieren o se entrecruzan con aquélla. Un
ejemplo reciente nos lo suministra lo sucedido en Nueva York a raíz del 11-S,
con los bomberos solidarios, que, movidos por el más noble espíritu de
solidaridad con un considerable conjunto de viudas de bomberos fallecidos a raíz
del derrumbamiento de las Torres Gemelas, acudieron, por solidaridad con ellas,
a consolarlas, hasta el punto de que acabaron emparejándose o liándose con
ellas. Para ello tuvieron que romper los lazos de solidaridad matrimonial que
mantenían con sus propias esposas. Amargamente estas han tenido que ir
dándose cuenta de cuales son los límites que habría que poner a la solidaridad
inmoderada de sus maridos.

Queda por tanto abierta, aunque sea a título de sospecha, esta cuestión,
como generalización de la experiencia del diálogo entre marxistas y cristianos,
solidarios ante la Unión Soviética: ¿qué tiene que ver la frase «hablando se
entiende la gente» con la solidaridad de las gentes que hablan entre sí, en
general?

No estará fuera de lugar, para comenzar, el ensayo de un «diagnóstico» de


la naturaleza estilística de la frase que nos ocupa: «Hablando se entiende la
gente.»

Ante todo, podría interpretarse esta frase como si estuviese contenida en el


estilo propio de las proposiciones descriptivas, que representan hechos, «cosas

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o procesos que ocurren, que son». Por ejemplo, la frase que nos ocupa, podría
interpretarse como representativa de hechos como el siguiente: dos individuos,
que no se conocen, llegan a la parada de un autobús de línea cuando éste acaba
de arrancar, perdiendo el autobús que iba a llevarles a otra ciudad próxima a la
suya. Deciden sobre la marcha alquilar entre los dos un taxi. Uno de ellos suscita
la cuestión sobre el modo de distribuir los gastos y de llevar a cabo los itinerarios
respectivos en la ciudad terminal de su viaje. Efectivamente, aparecen
dificultades, ventajas alternativas o desventajas, recelos mutuos; la discusión se
prolonga hasta el punto de que, en un momento dado el taxista se impacienta y
amenaza con dejar plantados a los viajeros frustrados. A punto de cesar la
conversación, y comprendiendo ambos que no les conviene tomar taxis por
separado, estos dos individuos deciden reanudar el trato, que ya tenían
avanzado, y, tras una corta deliberación, se ponen de acuerdo y alquilan el taxi.
«Hablando se entiende la gente.»

Sin duda esta interpretación descripcionista, y, por qué no decirlo, ramplona


en grado extremo, de la frase que nos ocupa, se validaría plenamente si la
refiriésemos a un conjunto indefinido de casos ya sidos, similares al que hemos
tomado como prototipo.

Pero la frase «hablando se entiende la gente» no puede ser reducida a la


condición de una proposición descriptiva. Si lo fuera, y se diese por probada
empíricamente, nadie podría salir al paso de ella, menos aún, impugnarla.
Sospechamos, por tanto, que si la frase en cuestión («hablando se entiende la
gente») suscita adhesiones o impugnaciones, es porque no es interpretada
simplemente como una proposición descriptiva de situaciones que la validen,
sino como una proposición normativa. Con esta frase no estamos expresando
hechos («el ser») de un determinado círculo, sino que estamos formulando
alguna regla de comportamiento, alguna norma de conducta (un «deber ser»),
similar a esta otra frase: «la gente debe hablar si quiere entenderse».

Obviamente, la interpretación normativa no excluye la posibilidad de


interpretaciones descriptivas factuales; ni excluye la posibilidad de apoyarse en
éstas, y no ya como un modo ilegítimo de justificar el deber ser por el ser, puesto
que los hechos invocados podrían ser ellos mismos aducidos como «hechos
normativos», como hechos que hacen derecho. Citar hechos en los cuales se
aprecia la capacidad que el hablar de la gente ha tenido para que esta misma
gente haya logrado entenderse, no tiene por qué interpretarse, salvo petición de
principio, como un apoyo en el terreno factual, empírico, sino precisamente como
una verificación de la practicidad real y efectiva de la norma: «La gente que se
conduce por la norma de hablar para entenderse, se entiende de hecho.» La
referencia a hechos ilustrativos podría ir orientada sencillamente a los críticos
que recelan de las normas utópicas, impracticables, y contraproducentes.

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Estaríamos, por tanto, en un caso de reinterpretación de los hechos desde
las normas, más que en un caso de fundamentación de las normas en los
hechos. O, si se prefiere, se trataría de probar, a partir de determinados hechos
normativos, la conveniencia de aplicar a otros hechos la norma que tan buen
resultado dio en las situaciones empíricas aducidas.

Ahora bien, una proposición normativa, concisa y sentenciosa, ofrecida


como guía de conducta, es un aforismo práctico. La frase «hablando se entiende
la gente» es, sin duda, un aforismo, y no una mera proposición especulativa o
descriptiva. Las sentencias o aforismos atribuidos a los siete sabios («nada en
exceso», «conócete a tí mismo»...) tampoco son propiamente proposiciones
especulativas; tienen una intención normativa.

Pero los fundamentos de la validez de una proposición normativa, de un


aforismo práctico, son de orden muy distinto a los fundamentos de las
proposiciones descriptivas. La validez de las proposiciones descriptivas tiene
que ver, sobre todo, con la verdad y con su demostración; la validez de las
proposiciones normativas tiene que ver con la bondad y con la prudencia.

Sin duda ni uno ni otro género de proposiciones pueden reclamar siempre


una validez absoluta «para todo universo posible». La validez va referida a un
campo definido.

Supondremos que «la gente» es el campo de validez del aforismo


«hablando se entiende la gente». Lo que buscamos entonces es determinar los
límites de la validez del aforismo que nos ocupa. No se trata, en principio, ni de
aprobarlo incondicionalmente, ni de impugnarlo de plano. El problema de la
validez de un aforismo es prácticamente el mismo problema que el de la validez
de la norma por él expresada. Presuponemos aquí que las normas –
característica de toda institución, y criterio diferencial, por tanto, de las culturas
humanas respecto de las culturas animales– se oponen a
las rutinas. Presuponemos que las normas pueden redefinirse como «rutinas
victoriosas», en un grupo humano, o, para ceñirse a nuestro caso, en una
«gente». Las normas asumidas por un grupo, o por una gente, aparecen siempre
enfrentadas a otras alternativas, normativas o rutinarias, a las cuales la norma
trata de mantener en sujeción. Por ello no tiene sentido una norma que prohibe
algo que no tiene alternativa positiva («no comerás carne de hipogrifo», porque
no existen hipogrifos, y, por tanto, no puedo comerlos) o que prescribe algo que
no tiene alternativa negativa («vivirás eternamente»). Las normas sólo tienen
sentido cuando van referidas a un campo que puede ser rebelde en relación con
ellas. Y esto nos permitirá aplicar a la interpretación de las normas una regla que
también se aplica a las proposiciones especulativas: entender una norma es
determinar contra qué normas o rutinas va dirigida. Entender el aforismo

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«hablando se entiende la gente» equivale a determinar contra qué formas de
comportamientos va dirigida la norma que en este aforismo se expresa.

El campo o ámbito de aplicación del aforismo «hablando se entiende la


gente» puede considerarse delimitado por el sustantivo que contiene («la gente»,
como conjunto de varios individuos o términos) pero en tanto que él está
determinado por dos verbos, que expresan operaciones o relaciones entre los
términos que componen la gente: hablar, como operación llevada a cabo por
los términos que componen una gente, y entenderse, como relación resultante,
al parecer, de la operación hablar.

Desde el punto de vista de la sintaxis lógica (no ya gramatical) el aforismo


presupone por tanto un campo de términos, constituido por los individuos que
forman «la gente» (aunque el sustantivo «gente» sea singular, desde un punto
de vista gramatical, sin embargo es un plural, desde el punto de vista semántico,
porque un solo individuo aislado no es capaz de constituir gente alguna; o, dicho
de otro modo, «gente» no es un singular, sino un plural totalizado, si bien no de
un modo distributivo sino atributivo). Supuesta esta pluralidad de términos, el
aforismo recomienda que, a fin de conseguir una relación estable (de
«entendimiento») entre esos términos (una relación en virtud de la cual puedan
seguir hablando esos términos dentro de un todo estable, en equilibrio dinámico),
se procede a aplicar una operación, a saber, aquella que se expresa con el verbo
«hablar», por cuanto sin duda, hablar es operar o interaccionar unos individuos
respecto de otros.

(1) ¿Qué es la gente, como campo de aplicación del aforismo? El término


«gente» tiene, sin duda, acepciones que no son pertinentes en el momento de
referirnos a un campo de términos en el que hay operaciones de hablar y
relaciones de entendimiento mutuo, porque «la gente» en su acepción de
muchedumbre o «gentío» no es un campo que pueda considerarse en
disposición de hablar. La «gente», como gente masiva, y sobre todo como
muchedumbre, escucha, o bien grita, vocifera, canta... pero no habla. Es cierto
que los gritos, o exaltaciones colectivas (por ejemplo desde las gradas de un
estadio), o cánticos de la gente proceden de las gargantas de los sujetos
individuales que la componen, a título de «unidades sonoras»; pero ahora, entre
otras cosas, el griterío o los sonidos modulados, brotan de esas gargantas
simultáneamente. Puede decirse que las corrientes de aire producidas por cada
boca individual se confunden unas con otras en un único clamor, algarabía o
concierto, en cuyo seno las voces individuales se desvanecen (sólo desafinando
–decía Unamuno– es posible hacerse oír, como individuo, cuando se canta en
coro). El habla se hace imposible.

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Por ello, la gente, en cuanto campo de las operaciones que caracterizan el
hablar, no ha de entenderse como una multitud compuesta de unidades
individuales; la gente capaz de hablar, conversar o coloquiar, no se resuelve en
unidades individuales, sino en pares (o parejas) de individuos, o en ternas, o en
cuaternas, o en septenas (como en el Colloquium heptalomeres, de Juan
Bodino, quien nos ofreció la conversación o simposium que, en torno a la religión,
mantuvieron, hace ya cuatro siglos, un católico, un calvinista, un luterano, un
judío, un mahometano, un tal Senamus y otro tal Torralba). La «gente», como
conjunto de grupos formados por personas capaces de hablar –incluso cuando
esos grupos son numerosos y coexisten, pero sin perder su estructura, en un
gran café «lleno de gente»– no está constituida por tanto por personas
individuales, sino por grupos de personas, capaces de conversar; por lo demás,
esos grupos de personas pueden ser de muy diversa condición. Pueden ser
«gentes de negocios», o bien puede ser «gente viajera»; puede ser «gente de
trueno» o bien puede ser «gente de cultura» (así se llaman hoy, algunas veces,
los «creadores», cineastas, artistas e intelectuales que conversan en diferentes
tertulias simultáneas de los cafés, y que se reúnen de vez en cuando para firmar,
por escrito, manifiestos contra la guerra y la telebasura); también hay «gente
menuda» y hay «gente gorda».

(2) Lo importante es que estas gentes –es decir, los individuos que forman
las gentes capaces de conversar– hablen entre sí, es decir, silabeen frases
sucesivamente, unas después de otras, en discursos o sermones a través de los
cuales ellos queden como anudados o cosidos unos a otros, y no meramente
yuxtapuestos en monólogos que se suceden (sobre esta imagen de la
conversación como hilo capaz de anudar a los hombres en una gente, sugirió
Varrón la conexión entre sermo y sarto: la palabra une a unos hombres con otros
en un grupo, como el sastre une a unos trozos de tela con otros en un traje).
Hablar no es, por tanto, únicamente dialogar. Más aún, casi nunca un diálogo
puede llegar a ser fértil. Por lo menos es preciso un trío –tria faciunt collegia–
,porque con tres interlocutores (a, b, c) ya se crean seis líneas simples de
conversación: (a, b) y (b, a), (a, c) y (c, a), (b, c) y (c, b), más coaliciones
significativas (y no sólo dos) como ocurre en una conversación o diálogo entre
dos personas. Las gentes capaces de hablar hablan entre sí, es decir, en su
propio grupo; sólo que este grupo puede tener elementos de intersección, a
través de los cuales podrá entablarse una comunicación entre ellos, es decir,
entre la gente, entendida no sólo como un conjunto distributivo de grupos, sino
como un conjunto de grupos intersectados boca a boca por el lenguaje.

Ahora bien, para que este lenguaje boca a boca pueda «entretejer» a la
gente que habla, es necesario que el lenguaje sea entendido por todos los
hablantes del grupo. Y si queremos extender el «entenderse» a otros grupos, el
lenguaje utilizado habrá de ser el lenguaje común, un román paladino. Y este
lenguaje, que es capaz de anudar a gentes muy diversas que hablan el mismo
346
idioma, es un lenguaje (y a ese lenguaje se refiere, sin duda, el aforismo) que si
tiene importancia política ha de ser un lenguaje especificado como lenguaje
nacional. Por mucho que me aproxime a un grupo de individuos que hablan en
chino, yo, que desconozco totalmente esta lengua, no podré entenderme con
ellos, hablando con ellos. La traducción que ERC ha hecho del aforismo real al
catalán, presentándolo como emblema de su campaña electoral, «Parlant la gent
s'entén», si no interrumpe la validez del aforismo aplicado a las relaciones entre
catalanes que hablen catalán e hispanohablantes, sí la dificultan notablemente;
pero esto es otra cuestión (cuando se han reunido gentes nacionalistas
catalanas, vascas y gallegas que hablando se entienden entre sí en catalán,
vasco o gallego, han tenido que recurrir al español –cuando no sabían inglés,
francés o alemán– para, hablando, entenderse entre sí).

Asimismo el aforismo tampoco se refiere a un lenguaje artificial, perfecto,


como aquel que buscaba Leibniz, con objeto de lograr un entendimiento pleno
entre todos los hombres que fuera capaz incluso de acabar con todas las
disputas («una vez conseguido el lenguaje lógico perfecto –cada palabra un
concepto, cada concepto una palabra– se acabarán las discusiones; bastará que
los interlocutores se sienten en los extremos de la mesa y sacando sus plumas
digan: ¡Calculemos!»).

Pero este lenguaje perfecto sólo sería útil para las gentes especializadas en
una materia definida. Si quisieran comunicar con otras gentes, deberían recurrir
al lenguaje ordinario. Además, ni siquiera cabría decir que el grupo de
especialistas se entendería hablando, puesto que ellos estaban escribiendo, con
sus cálamos, o con sus ordenadores, provistos de lenguajes lógico matemáticos.

No por ello hay que considerar imperfecto al lenguaje natural. Precisamente


la carencia de univocidad de las palabras de los lenguajes naturales es una de
sus mayores perfecciones, porque gracias a esa multivocidad las palabras
permiten interconectar campos y grupos heterogéneos. Es decir, pueden servir
de puentes de intersección de conceptos e ideas distintas, pero no
incomunicadas; por tanto, disociables, pero no separables (salvo que
artificialmente establezcamos una separación entre ellas mediante definiciones
convencionales). El lenguaje ordinario nos preserva, por ello, del riesgo de
separación entre ciertas cadenas de conceptos, respecto de otras, con las
cuales, sin embargo, median interconexiones decisivas.

Si nos atuviéramos a los lenguajes artificiales perfectos, nuestro aforismo


(«hablando se entiende la gente») perdería la virtualidad indefinida que él lleva
asociada. Con lenguajes artificiales perfectos, si ellos pudieran sustituir los
lenguajes ordinarios, podría decirse, a lo sumo, que hablando se entiende la

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gente especializada en él (que además ya no necesitaría hablar, sino escribir),
pero no «la gente» en general.

(3) ¿Y cómo interpretar el «entenderse» que figura en el aforismo?


Suponemos que el «entenderse», como relación mutua que ha logrado
establecerse entre las personas que forman parte de las gentes que han estado
hablando, no es una relación entre personas y proposiciones, sino una relación
establecida, a través de los lenguajes, entre las propias personas. El aforismo
no se refiere, salvo que forcemos mucho su aplicación, a la relación entre un
profesor que explica verbalmente a sus alumnos una lección de su programa y
el grupo de alumnos (que, por cierto, fácilmente constituye una masa o conjunto
de individuos antes que una gente, como conjunto de grupos), podría decirse,
sin duda que «hablando» (el profesor) entiende la gente masiva que llena el aula
o la sala de conferencias. Pero el aforismo dice: «se entiende», es decir, se
entienden los individuos de una gente entre sí. Pues no puede darse por probado
que porque los individuos que forman un grupo o gente masiva entiendan lo que
les habla el profesor, el predicador o el político, se entiendan entre sí. Todos
pueden entender al profesor, al predicador y al político, y cada cual a su manera,
sacando consecuencias diferentes y aún incompatibles entre sí.

El «entenderse la gente» (las gentes) al que se refiere el aforismo, no es


pues un entender especulativo, sino un entender práctico entre los individuos.
Es un entenderse en cuanto a acuerdos materiales entre los individuos, y no el
mero consenso entre los individuos que forman una asamblea de «partidos» que,
sin embargo, deciden dejar de lado provisionalmente su desacuerdo, acaso
simplemente como un paréntesis para volver a reunirse en la próxima sesión.

Estar de acuerdo es llegar a compartir objetivos, al menos en lo


fundamental, coordinar intereses materiales, es decir, establecer acuerdos
solidarios (contra terceros, explícitos o implícitos); no se trata de mantener
acuerdos formales que precisamente impliquen la discordia («mi primo y yo –
dice Francisco I de Francia, refiriéndose a Carlos I de España– estamos siempre
de acuerdo: los dos queremos Milán»).

El aforismo, al proponer, como norma, las operaciones del hablar para que
la gente se entienda, interpreta sin duda ese entendimiento entre las personas
en el sentido más amplio, un entendimiento que acaso también puede lograrse
a través de la «comunicación no verbal» (como cuando se dice que dos personas
mudas «se entienden» en el terreno erótico más primario, a través de sus
miradas o de sus gestos). El aforismo parece referirse, por tanto, a aquellas
situaciones en las cuales el entendimiento de las personas, aún siendo del
mismo género que el entendimiento primario, es de alguna especie o disposición

348
más compleja, que requiere precisamente del lenguaje de palabras para
alcanzar el acuerdo.

El aforismo tiene además un sello optimista, desde el momento en que no


contiene restricción explícita alguna. Nos dice, en general, que hablando puede
llegarse a un acuerdo; que hablando puede la gente, en general, llegar a
entenderse.

Por ello, quienes interpretan el aforismo en tesitura optimista, como norma


general, consideran a quienes dudan de la capacidad instrumental del hablar
para llegar a acuerdos –y más aún, a quienes consideran que el instrumento
verbal puede conducir a desacuerdos inesperados, irreversibles y profundos–
como si fueran gentes dogmáticas, sin espíritu democrático; en el fondo fascistas
residuales, inclinados a imponer consensus manu militari y no a través del
diálogo.

«Hablando se entiende la gente.» ¿Contra quién (o contra qué) se dirige


este aforismo? Sin duda, si nos atenemos a lo que ya hemos dicho, contra otras
orientaciones, concatenaciones causales presentes en el campo que constituye
el ámbito de su aplicación, es decir, contra otras corrientes que puedan
considerarse vivas o efectivas entre las gentes y que resisten, por tanto, a la
aplicación del aforismo.

Pero en la medida en que esas resistencias tengan a su vez sus propios


fundamentos, podrán también ofrecer sus contenidos a otras normas de
orientación opuesta a la que sugiere el aforismo. Dicho de otro modo, nuestro
aforismo se enfrentará (como ocurre en otros campos) a otros aforismos de
sentido opuesto, y orientados a recomendar a la gente que calle; pongamos por
caso: «No hables hasta que lo que vayas a decir valga más que el silencio»; o
bien: «Por la boca muere el pez»; o bien: «En boca cerrada no entran moscas»;
o bien: «No conviene dar tres cuartos al pregonero»; aforismos tan tradicionales
como el que comentamos y que sin embargo ofrecen normas totalmente
opuestas a él, en nombre de la prudencia.

Teniendo en cuenta la posibilidad de dar a los aforismos, aunque sea con


un cierto grado de artificiosidad, la estructura de una proposición condicional, del
tipo (p → q) –«si la gente habla, llegará a entenderse»–, podremos utilizar el
sistema de las oposiciones lógicas entre las proposiciones condicionales para
determinar, de un modo sistemático, las posiciones que «resisten» o «limitan»,
y seguramente con fundamentos propios, al aforismo que nos ocupa: «hablando
se entiende la gente». Sencillamente se trata de establecer los límites del

349
aforismo que nos ocupa mediante la consideración de los aforismos opuestos y
de los fundamentos de estos aforismos.

Si interpretamos el aforismo titular como una proposición hipotética


designada por I («si la gente habla, entonces la gente se entiende») podremos
obtener el sistema de las siete oposiciones al aforismo cuando tengamos en
cuenta las oposiciones por reciprocidad, por negación simple y por negación
doble (que nos conducirá a la oposición por contrarreciprocidad). No todos los
aforismos obtenidos en este sistema son independientes, dada la equivalencia
(antes lógica, es cierto, que gramatical o retórica) de las proposiciones
contrarrecíprocas; equivalencias que representaremos mediante llaves cuyas
flechas van aplicadas a las proposiciones equivalentes.

Los aforismos I, II, VII y VIII forman un grupo de transformaciones (mediante


las oposiciones de reciprocidad y negación doble) representables en un
cuadrado lógico:

350
Los aforismos I, III, IV y VII forman un grupo de transformaciones (mediante
las oposiciones de negación sencilla y doble), en el que se ha prescindido de la
oposición por reciprocidad:

Quedan pues, como aforismos independientes, los cuatro siguientes:

I (p → q) «Hablando se entiende la gente»


1
VIII (┐q → ┐p) «Si la gente no se entiende es porque no habla»

2 II (q → p) «La gente se entiende hablando»

351
VII (┐p → ┐q) «Si la gente no habla la gente no se entiende»

III (┐p → q) «Callando se entiende la gente»


3
V (┐q → p) «La gente no se entiende hablando»

IV (p → ┐q) «Si la gente habla no se entiende»


4
VI (q → ┐p) «La gente se entiende si no habla»

¿Tienen algún sentido los aforismos opuestos al de referencia? Y en la


medida en que lo tengan, ¿de qué modo limitan estos aforismos al que nos
ocupa, o acaso lo corroboran (cuando entre ellos sólo hay oposición de
reciprocidad)? El aforismo VIII, «Si la gente no se entiende es porque no habla»,
se opone por contrarreciprocidad al aforismo I, «Hablando se entiende la gente»,
pero, sin perjuicio de esa oposición, y precisamente por ella, el aforismo VIII es
equivalente al I: es una versión dialéctica del mismo, que refuerza su sentido,
subrayando que la razón por la cual la gente no se entiende es porque no habla
lo suficiente. Y puesto en esta forma el aforismo titular nos ayuda a penetrar en
la clave de la apariencia inexpugnable que suele revestir ante muchos este
aforismo titular: es un aforismo que contiene ya prevista la regla para resolver
cualquier dificultad que pudiera surgir en su aplicación, evitando el
reconocimiento de cualquier tipo de falsación: hablando se entiende la gente, y
si en alguna ocasión no se entiende la gente hablando, es porque no ha hablado
lo suficiente. Que siga hablando, y la gente llegará a entenderse, o estará ya
entendiéndose. Quienes confieren evidencia indiscutible al aforismo que
comentamos utilizan por tanto el mismo mecanismo de reiteración que utilizan
los brujos que mueven las piedras para hacer llover, cuando quieren responder
a las objeciones de quienes les echan en cara que la sequía sigue, después de
sus ritos: «es que no hemos movido las piedras lo suficiente» (el mecanismo de
salvación de la falsación por reiteración es distinto del mecanismo de conjuración
de la falsación por apelación a motivos externos ad hoc: «no ha llovido porque
otros brujos mueven las piedras en sentido contrario»). Es el mismo mecanismo
de salvación de la falsación que utilizan los demócratas fundamentalistas ante
quienes les muestran algunos déficits graves de la democracia:
«Estos déficits no comprometen en absoluto a la democracia, y sólo pueden
corregirse con más democracia.»

El mecanismo de la reiteración, como procedimiento de salvación de una


norma práctica, a fin de hacerla «impermeable» a toda dificultad de aplicación
capaz de comprometerla, no es, en nuestro caso al menos, un simple expediente
cerril, y aún peligroso, establecido en la línea del «mantenella y no enmendalla».
El mecanismo de reiteración puede ser absurdo aplicado a otros campos, como

352
el de la medicina (en el sentido hipocrático: «si el diagnóstico fue correcto y la
medicación apropiada habrá que insistir en el tratamiento, aunque el enfermo
empeore»; porque como recordaba el padre Feijoo, en la carta 21 del tomo
quinto, citando a Sydenhan, «los enfermos se curan en los libros y mueren en
sus camas».

Pero el aforismo que nos ocupa no es propiamente un aforismo médico, y el


funcionalismo de su reiteración puede tener otros fundamentos. Supongamos
que «entenderse la gente» significa, en un momento dado, «seguir conviviendo
o coexistiendo pacíficamente». En este supuesto, y sobrevenido un desacuerdo
grave entre dos Potencias (por ejemplo, un desacuerdo sobre fronteras o sobre
tasa de desarmes) la diplomacia propicia conversaciones y negociaciones
interminables que acaso dan lugar a desacuerdos aparentemente irreductibles
que incluso determinan la retirada de alguna delegación de la mesa de
negociaciones. El «principio de reiteración» inducirá a no dar por acabadas las
conversaciones. Volverán estas a reanudarse, y esto durante meses, incluso
años. Y es de evidencia práctica que mientras las negociaciones sigan, mientras
se siga hablando, las Potencias enfrentadas seguirán conviviendo,
«entendiéndose», sin que la sangre llegue al río. Pero en la hipótesis límite de
que las negociaciones se reiterasen durante años y años, y aún siglos (como
ocurre con las negociaciones de España con Inglaterra sobre Gibraltar, o con
Marruecos sobre Ceuta y Melilla), ¿podríamos atribuir al mecanismo de
reiteración el status quo de «entendimiento» del que partíamos? Seguramente
no. Si este entendimiento se mantiene no es acaso porque las conversaciones
se reiteren, sino por otros motivos. No serían las conversaciones, el hablar, lo
que hace que las Potencias (la gente diplomática) se entienda, sin alterar
el status quo, es el status quo lo que lleva a estas gentes a seguir hablando. No
es que la gente se entienda hablando, sino es que sigue hablando y hablando
porque ya se ha entendido en el terreno resbaladizo en el cual el hablar es a la
vez un modo de explorarse mutuamente, en el que cada dialogante busca la
ocasión propicia para dejar de entenderse con el antagonista.

El aforismo II («la gente se entiende si habla»), equivalente lógico del VII


(«si la gente no habla no se entiende»), no se deduce del aforismo I, ni del VIII.
Aún supuesto que la gente, hablando, se entienda, no podríamos decir que la
gente, para «entenderse» debiera hablar. Hay formas de comunicación no verbal
que permiten entenderse a las gentes, ya sean parejas heterosexuales u
homosexuales, ya sean grupos o gentes de garra o de monipodio. Y esto nos
lleva al aforismo III.

El aforismo III, «callando se entiende la gente», es el aforismo que se


enfrenta en toda la línea con el aforismo «hablando se entiende la gente». Pero,
¿está fundado?

353
Acaso podría decirse que «tiene sus fundamentos», que no es enteramente
gratuito. Incluso que tiene tantos fundamentos como su contrario. Y esto no
plantearía dificultades de principio. Los aforismos contrarios pueden tener
validez a la vez; por tanto, el efecto de cada uno de ellos no será tanto la
«impugnación total» del otro, cuanto la limitación de su esfera de influencia. La
construcción aforística «callando se entiende la gente» (que tiene sin embargo
los mismos derechos que el aforismo titular que comentamos) puede apoyarse
en múltiples situaciones particulares en las cuales quepa advertir que el silencio
puede ser, en ocasiones, el procedimiento más prudente para evitar un mal
entendimiento entre las gentes, fundado en acuerdos situados a un nivel distinto
del nivel que habría que remover cuando la gente habla de ciertas cosas. Se dirá
(frente a quienes aseguran que nada debe ocultarse, y que callar equivale
siempre a cerrar las heridas en falso) que muchas «cuentas pendientes» sólo
cabe saldarlas poniéndolas entre paréntesis, incluso olvidándolas. Sólo así
puede mantenerse una convivencia o entendimiento que quedaría muy
comprometida si, al hablar de ellas, «abriésemos las heridas», y no porque
estuvieran cerradas en falso, sino simplemente porque podrían ser reabiertas.
Hablar, en determinadas condiciones, puede ser una imprudencia si se quiere
que la gente siga coexistiendo pacíficamente. «No hay que nombrar la soga en
casa del ahorcado.»

Así, el silencio acerca de muchos asuntos relacionados con la Guerra Civil


española, muchas veces considerado culpable o cómplice, que durante los años
posteriores a la transición fue acaso una medida de prudencia política. ¿Hasta
cuando habría que mantenerla? Hace ya años, se ha comenzado a hablar de la
revolución de Octubre de 1934, de la Comuna Asturiana, o de la Guerra Civil de
1936 a 1939, de los «cuarenta años del franquismo»; se ha justificado la
conveniencia de hablar de estas cosas en nombre de una supuesta «memoria
histórica» postulada incluso para quienes todavía, y aún siendo historiadores, no
habían nacido en aquellos años, y por tanto difícilmente podrían tener memoria
histórica, salvo por metáfora indocta e irresponsable. ¿Puede decirse que las
gentes de España se han entendido más hablando de estas cosas que callando
sobre ellas? Ahí están los «diálogos», o monólogos superpuestos, entre
hombres tan eminentes como Enrique Moradiellos, Pío Moa, Preston, Ricardo
de la Cierva, Salas Larrazabal, Javier Tussell. Los que se han entendido entre sí
sobre estos asuntos, en lo fundamental, como Antonio Sánchez, José Manuel
Rodríguez Pardo o Iñigo Ongay, no ha sido solamente hablando sobre ellos, sino
sobre otras muchas cosas también que requieren leer, pensar y escribir.
Después de hablar y reiterar los argumentos una y otra vez, los interlocutores de
esta polémica sobre la revolución de octubre y la guerra del 36 no se han movido
un milímetro de sus posiciones iniciales. Difícilmente podría aducirse esta
polémica, mantenida por gente tan competente como la formada por Moradiellos,
Preston o Tussell, por un lado, y Pío Moa, Antonio Sánchez o José Manuel

354
Rodríguez Pardo por otro, como un argumento a favor del aforismo «hablando
se entiende la gente».

Lo que vienen en llamarse «memoria histórica» en nuestros días, de la que


se habla, ¿no ha exacerbado los desentendimientos o desacuerdos, y no sólo
entre las derechas y las izquierdas, sino sobre todo en el terreno de los proyectos
secesionistas que actúan en Cataluña, en el País Vasco y en Galicia? «Hablar
de estas cosas» da lugar a que cada interlocutor hable de lo que le interesa más;
hablar equivale para muchos a buscar y «encontrar» corroboraciones de sus
proyectos en la historia de los siglos anteriores (en los Fueros, en los layetanos
o en los celtas), y justificar sus proyectos con esos «recuerdos». Porque hablar
es un término demasiado ambiguo. Cada cual hablará a su manera y por ello,
para seguir entendiéndose en otros planos, lo más prudente sería callar.

Hablar puede significar precisamente no querer entenderse en un status


quodeterminado. Por ejemplo, en el status quo promovido por la Constitución
española de 1978, por la que franquistas y antifranquistas, con la Amnistía,
decidieron «olvidar» sus diferencias en nombre de un nuevo «entendimiento
democrático». Y es esencial tener en cuenta que aquí el «olvido» no tenía tanto
el alcance psicológico de una amnesia, sino el alcance político de una
reorganización de los datos y de los recuerdos, en una escala práctica y de su
subordinación a otros «recuerdos» de otra índole. Remover esos recuerdos, en
rigor, reconstruirlos interesadamente, hablando de ellos (como hacen en estos
últimos meses José Luis Pérez Carod y Pascual Maragall) no es el mejor camino
para llegar a entenderse con los demás españoles. Y cuando el señor Benach,
presidente del parlamento catalán que designó a Maragall y a Carod, fue a visitar
protocolariamente al Rey de España, para hablar con él, seguro que no fue
buscando «entenderse» con él, en cuanto Rey constitucional, salvo que pensase
(«hablando se entiende la gente») que don Juan Carlos acaso estaba dispuesto
a entenderse con los proyectos de Estados libres asociados, con tal de que estos
le siguieran manteniendo nominalmente como Rey de la Confederación. Seguro
que no quería entenderse con el Rey para mantener el status quo, entre las
diferentes regiones de España, creado por la Constitución de 1978, porque en
todo caso, hablar, no ya de la «memoria histórica», sino de las construcciones
históricas (incluso de la historia ficción levantada por historiadores profesionales
al servicio de los nacionalismos o de una izquierda metafísica) que desde 1978
se han ido levantando en el País Vasco, en Cataluña o en Galicia, tiene
precisamente como único objetivo el no seguir entendiéndose dentro del sistema
de las autonomías. Renan sabía que «los franceses debieron olvidar para
construir la nación francesa, sus orígenes galos, francos, burgundios o
normandos». Y, otra vez aquí, «olvido» es un término psicológico mal utilizado,
porque no tiene el sentido psicológico de amnesia, como hemos dicho, sino el

355
político de ordenación de los recuerdos en una escala práctica dentro de un
proyecto para el porvenir.

Preferían callar quienes veían en el silencio una voluntad, no ya de olvidar


psicológicamente, cuanto de considerar a los recuerdos dolorosos como
elementos que debieran quedar subordinados a otros nuevos proyectos de
convivencia democrática. Pero quienes, pasadas las primeras décadas de la
transición, creyeron ver que el silencio perjudicaba sus proyectos de
aproximación al poder, a través de las urnas, y que conducía a un status
quo que, a su juicio, perjudicaba sus intereses, entonces buscaron hablar, en
nombre de la «memoria histórica», con objeto de reivindicar su falta de
entendimiento con quienes ellos consideraban (y de un modo totalmente
antidemocrático) como una continuación del franquismo: lo más antidemocrático
que cabe imaginar es que el partido político de la oposición, en plena campaña
electoral, esgrima contra el partido antagonista, sus supuestas vinculaciones con
el franquismo: se trata de golpes bajos que nada tienen que ver con la
democracia. Hablar, a título reivindicativo, de la «memoria histórica», es buscar
no el entendimiento, sino la confrontación, dentro de la lucha partidista y
electoralista: es volver a hablar llamando asesino a Santiago Carrillo por su
supuesta y no probada responsabilidad en Paracuellos; es llamar asesino a
Manuel Fraga por sus actuaciones como ministro de la Gobernación en la época
de Franco.

Hablar, en resolución, puede también querer decir que no queremos seguir


entendiéndonos con los que hablan el mismo lenguaje. ¿No es este mismo
aforismo («callando se entiende la gente») el que de hecho se aplica
ordinariamente en la convivencia entre gentes de diversas confesiones
religiosas? «Evitemos las confrontaciones públicas, y por supuesto, las
domésticas, sobre cuestiones de fe, o de religión: son asuntos propios de la vida
íntima y privada de cada cual.» Si las personas que tienen diferentes creencias,
incompatibles entre sí («el cristianismo es un politeísmo blasfemo», según
muchos musulmanes; «el islamismo es una herejía ridícula del cristianismo»,
según la tradición cristiana), hablar de ellas en la mesa de la casa, o en el
parlamento, significaría que la coexistencia pacífica entre los que hablan se
pondría en peligro. Si estas gentes quieren seguir entendiéndose en el terreno
doméstico, o laboral o político, lo más prudente es callar sobre estos asuntos
comprometidos: «callando se entiende la gente».

El aforismo IV, «hablando no se entiende la gente» (equivalente lógicamente


al aforismo VI, «la gente se entiende si no habla») tiene también sus
fundamentos, pero tales que se reducen a un terreno casi tautológico: «no se
entiende la gente que no quiere hablar, precisamente para no entenderse» (en
los contextos, por ejemplo, de los que hemos hablado al comentar el aforismo

356
III, «callando se entiende la gente»). Pero es evidente que, fuera de ese terreno,
seleccionado ad hoc, el aforismo IV es tan ambiguo y gratuito como lo es el
aforismo I de referencia («hablando se entiende la gente»). Pues es evidente
que hay muchas situaciones en las cuales «la gente» tiene que hablar para
entenderse, y otras en las cuales «la gente» tiene que callar en muchas cosas
para entenderse en otras.

Precisamente porque el aforismo IV es el que más formalmente se opone,


por contrariedad o subcontrariedad, al I, es por lo que sirve para establecer sus
límites. Ya en el terreno de la oposición entre las proposiciones categóricas, se
reconocía que las proposiciones contrarias (A/E) no podrían ser verdaderas a la
vez, pero sí falsas a la vez; mientras que las proposiciones subcontrarias (I/O)
podían ser verdaderas a la vez, pero no falsas al mismo tiempo. No cabe aplicar
estas reglas, por supuesto, a las relaciones entre nuestros aforismos, que hemos
interpretado como proposiciones hipotéticas, y no categóricas; pero tampoco es
esta la ocasión para descender a las coordinaciones pertinentes. Aquí hablamos
tanto de verdad cuanto de validez práctica.

No será suficiente, por tanto, tratar aquí a los aforismo I («hablando se


entiende la gente») y IV («hablando no se entiende la gente») como si se
opusieran de modos similares a aquellos en los que se oponen las proposiciones
contrarias y subcontrarias, diciendo que estos aforismos (I y IV) son válidos (o
prudentes) a la vez (en parte, en el terreno en que lo sean) y peligrosos (o
imprudentes) a la vez (en parte, en el terreno en que lo sean). La razón es que
tales aforismos, al utilizar términos imprecisos y ambiguos («hablar», «gente»,
«entenderse») adquieren diferente alcance funcional y práctico, según los
«parámetros» desde los cuales estos términos se determinarán en cada caso.

Por ello, algunas veces, el aforismo «hablando se entiende la gente» puede


ser prudente, conveniente (por ejemplo, para reivindicar un estado de injusticia,
ya fue utilizado por Pereda, en 1889, en La Puchera: «Lo que se está hiciendo
conmigo no tiene igual... ¡vamos, no tiene igual!... Bueno que al hombre se le
estime en más o en menos de esto u de lo otro, porque pa eso están los ojos en
la cara y el sentío en los aentros; pero ¡congrio! que le diga... ¡que se le diga,
congrio! y hablando se entiende la gente»), pero puede ser imprudente en otras
circunstancias, si se habla «antes de tiempo», y así lo veía Julián Zugasti y
Sáenz (en El Bandolerismo, estudio social y memorias históricas, 1876: «–No se
ha perdido nada en no hablarle, porque si el padre del chico asistió a la cita de
Montilla, nosotros sabíamos muy bien que no llevaba el dinero; respondió el del
pelo cano. –Sí, pero hablando, se entiende la gente. –¿Y para qué nos habíamos
de acercar? ¿Para oír lamentos?»).
En general, el aforismo suele ser utilizado al servicio de unos presupuestos
que comienzan ya por ir referidos a situaciones en las cuales se da por hecho

357
que el hablar es preferible al callar, con lo que el aforismo adquiere un significado
enteramente tautológico, cuya ramplonería no hace sino desvirtuarlo por
completo. Dos ejemplos, el primero, la presentación del aforismo que Mariano
de Blas hace en su libro De paso por la vida (Editorial Contenidos de Formación
Integral):

«Hablando se entiende la gente. Este dicho encierra mucha sabiduría.


Muchos problemas, malentendidos, se aclaran y solucionan por el simple
hecho de hablar. Este procedimiento de hablar, de dialogar, es
sumamente necesario, sobre todo en el matrimonio. Se puede decir que
los esposos que saben manejar ese arte del diálogo, son capaces de
resolver gran parte, por no decir todos los problemas que se presentan
entre ellos. Lo primero que hay que decir es que es lo más natural del
mundo que surjan problemas, tengan diferentes modos de pensar,
diferentes puntos de vista entre ellos, entre los esposos; esto no es una
tragedia, es normal, pero ¿qué es lo que hacen él y ella cuando surgen
estas diferencias de opinión? Es un mal procedimiento el discutir. Nunca
se gana una discusión, porque si se logra verdaderamente convencer a
base de enojos o a base de gritos al consorte, lo único que se provoca,
es una aversión, un enojo, y por lo tanto, una predisposición para taparse
los oídos la próxima vez que surja una oportunidad de diálogo.»

El segundo ejemplo, igualmente tautológico, lo tomamos de un curso


mexicano de la Fundación Conevyt:

«¡Bienvenidos y bienvenidas al curso Hablando se entiende la gente!


Expresarse oralmente y por escrito significa, para la mayoría de las
personas, la posibilidad de satisfacer diversas necesidades de
participación, de información y de relaciones sociales, en general; por eso,
este curso, Hablando se entiende la gente, tiene como propósito principal
que usted continúe desarrollando sus habilidades en el empleo de la
lengua hablada, sobre todo en sus usos más formales o 'académicos',
aunque sin dejar de atender también a su uso menos formal o coloquial;
esto con el fin de que usted pueda comunicarse e interactuar en diferentes
ámbitos de su vida cotidiana. En este curso encontrará una revista que
incluye diversos textos relacionados con temas afines a los que se tratan
en éste, los cuales le servirán para ampliar la información de los mismos.
Durante el desarrollo del curso, usted tendrá oportunidad de repensar las
diversas situaciones donde se utilizan los lenguajes verbal y no verbal,
reconociendo el mensaje que comunican y reflexionando acerca de las
'interferencias' que pueden obstaculizar la comunicación. Realizará
actividades que lo o la llevarán a hacer entrevistas, exposiciones por
escrito, o bien a investigar para preparar la exposición oral de un tema de

358
interés. ¡No olvide que comunicándonos, aprendemos más! ¡Buena
suerte!»

El aforismo «hablando se entiende la gente» sólo podrá, según lo dicho, ser


considerado como una norma válida (prudente) cuando vaya referido a una gente
que puede suponerse en buena disposición para entenderse, mediante el
lenguaje común. Es decir, el aforismo sólo es válido cuando pide el principio,
cuando presupone que «esta gente» concreta está en disposición de entenderse
hablando. Pero este presupuesto implica siempre un riesgo que, muchas veces,
sería imprudente asumir. La validez del aforismo no puede deducirse de su
genérico contenido normativo, sino de los «parámetros» que, en cada caso, se
presupongan. Pero estos parámetros pueden convertir al aforismo no ya en un
mero círculo vicioso, sino en una norma imprudente y peligrosa, a la que
conviene poner freno.

En la vida civil, quien se guía por este aforismo puede dar lugar a situaciones
que seguramente él mismo no deseaba. Por ejemplo, nadie tiene derecho «en
nombre de la verdad» a descubrir, a lo largo de conversaciones íntimas, su
origen a un amigo que lleva toda su vida viviendo en una familia que le adoptó
de niño, y con la cual está identificado, si existen indicios de que esta revelación
puede desequilibrar las relaciones afectivas o jurídicas del amigo con esa familia.
¿Y cómo establecer estos indicios? ¿Qué tipo de «entendimiento con el amigo»
buscamos cuando nos decidimos a hablar con él de estos asuntos «enterrados»,
es decir, que se encuentran fuera de los intereses prácticos reales?

En situaciones como la descrita no podrá decirse que hablando se entiende


la gente, precisamente porque, al contrario, hablando dejan de entenderse
gentes que antes convivían normalmente.

En general: hablando, la gente puede llegar y llega de hecho a distanciarse


y a enfrentarse de modo irreversible. Hablando con él, el «otro» puede
descubrirme confidencialmente los principios delirantes que guían su conducta y
sus objetivos criminales. Hablar con él me habrá sido útil, desde luego, para
descubrir y entender la peligrosidad de mi amigo, pero no para «entenderme con
él», sino para «entenderlo», como individuo peligroso, a quien me veré obligado
a denunciar a la policía. Mi denuncia, por supuesto, dará fin al entendimiento con
este amigo, que verá mi denuncia como una deslealtad o como una traición. En
este caso habrá que decir que «hablando» esta gente, es decir, los amigos que
hablaban, dejaron de entenderse como amigos.

359
Tampoco me entenderé, si soy racionalista, hablando con alguien que me
diga que está endemoniado, o que tiene contactos íntimos con algún
extraterrestre. Si quiero mantener mi amistad con él, lo mejor será no hablar del
asunto.

El aforismo que nos ocupa puede resultar especialmente peligroso en la vida


política, en general, y en la democracia, en particular. No sólo porque también la
democracia tiene sus arcana imperii, de los cuales no conviene hablar (arcanos
o secretos que deben mantenerse reservados o clasificados como secretos),
sino también porque la democracia no tiene por qué tolerar que la gente hable
de cualquier cosa y como quiera «expresando libremente su pensamiento»,
invocando, como principio sagrado (en realidad: metafísico-espiritualista) aquel
que dice que «el pensamiento no delinque». Pero la tolerancia no es virtud
democrática, sino aristocrática; y si, en nombre de la tolerancia permitimos que
la gente hable de lo que le venga en gana, podrá ocurrir que esta gente se
entienda demasiado, pero a costa de desentenderse de otras gentes que
pertenecen a la misma democracia. Es totalmente imposible que una gente
formada en alguna ikastola por secesionistas radicales cuyo objetivo es romper
la unidad política existente, y por ciudadanos firmemente opuestos a tal
secesión, se entiendan hablando. Hablando, las diferencias entre estas gentes
se harán o se revelarán mucho más profundas de lo que parecían serlo y
conducirán derechamente a la ruptura política irreversible, y al desentendimiento
(sobre todo si el que nos habla de planes secesionistas dispone de pistolas en
su mano o en la de sus correligionarios).

El aforismo «hablando se entiende la gente» sólo encuentra su verdadero


campo de validez cuando se presuponga tautológicamente que el contenido del
«entenderse» es el hablar mismo, el seguir hablando cualquier cosa que sea, en
lugar de «llegar a las manos», pongamos por caso. Dos chinos hablan y hablan,
dialogan, discuten, se insultan, rodeados de un corro de vecinos. El extraño, que
contempla asombrado la escena, pregunta si este diálogo agitado durará mucho
o si los interlocutores llegarán pronto a las manos. La respuesta que recibe es
esta: «ninguno de los dos se atreverá a dar el primer golpe, porque con él
demostraría, ante nosotros, que contemplamos la disputa, que no tenía razón.»
Es evidente que mientras los negociadores (sindicatos y patronales, diplomáticos
representantes de Potencias en estado próximo a la declaración de guerra) sigan
hablando y vuelvan una y otra vez a la mesa de negociaciones, el conflicto no
estallará, y podrá decirse que hablando se entiende esta gente sin necesidad de
declararse la guerra. Pero no tanto porque se hayan entendido mediante el
diálogo (en el que precisamente se enfrentan una y otra vez), sino porque están
entendiéndose a otro nivel.

360
7

¿Qué alcance puede tener, o haber tenido, o seguir teniendo, el aforismo


«hablando se entiende la gente» en boca del Rey de España con ocasión de la
visita que Ernesto Benach le hizo en calidad de presidente del parlamento
catalán?

¿Quiso decir don Juan Carlos que hablando con los republicanos
separatistas catalanes (que estaban preparando su entrevista con los asesinos
secesionistas etarras) podría llegar a un entendimiento, bien fuera porque, tras
las conversaciones, acaso los separatistas republicanos quedarían convencidos
de lo inconveniente de sus pretensiones (y, por tanto, de los errores políticos,
históricos, económicos, &c., que sus posiciones envuelven), acaso porque el
propio Rey quedaría convencido por ellos? Convencido y preparado para
entender que las entrevistas clandestinas de José Luis Pérez Carod con ETA
fuesen desde luego (dada la fuerza de los razonamientos republicanos y
separatistas) de tal calibre que le ponían en disposición de abdicar como Rey de
España, o por lo menos, como Rey de una Constitución centrada en torno al
principio de la indivisibilidad de España.

¿O acaso lo que estaba en el trasfondo del aforismo, «hablando se entiende


la gente», tal como lo utilizó el Rey, en la ocasión de referencia, era más o menos
lo que sigue: «al decidiros a venir a visitarme institucionalmente a mi casa, como
Rey de España, tú, Ernesto, a pesar de que eres republicano y de que no quieres
ser español, demuestras que, por lo menos ahora, aceptas la realidad de
España, o como tu dices, del Estado español, y del lugar que tú y yo ocupamos
en él. Por tanto, al venir a hablar conmigo, aunque sea por vía protocolaria,
demuestras que utilizas mi protocolo, y que protocolariamente nos
entenderemos y seguiremos entendiéndonos, mientras vengas a verme en las
próximas legislaturas, y de modo indefinido, después de que haya renovado tu
cargo de presidente de la Generalidad, y cualquiera que sea el camino y las
palabras que tú utilices (que en realidad, me tienen sin cuidado, con tal de que
sigas visitándome). Tu podrás continuar diciendo que eres republicano y
separatista; tus frases poco significan para mí, porque lo que me importa –y es
aquí donde nos entenderemos– es que vengas cada cuatro años a decirme lo
mismo, puesto que, en este caso, nuestro entendimiento se consolidará si sigues
hablando de este modo: tú como republicano y separatista que me reconoce
como Rey de España, y por ello viene a visitarme; yo, como Rey de España que
recibo tu visita y espero que se repita indefinidamente, hables lo que hables.
Hablando se entiende la gente.»

361
8

En resolución, el aforismo «hablando se entiende la gente» sólo alcanza


validez plena cuando la gente se ha entendido (o cree haberse entendido,
después de haber hablado); a la manera como el aforismo «el que gana es
siempre el mejor» sólo vale realmente si definimos el mejor por el que gana.

Pero cuando el aforismo se enuncia en general, sin distinguir gentes ni


materias de entendimiento ni formas de lenguaje, lo menos que puede decirse
de él es que es puramente retórico. En rigor él es un aforismo no sólo confuso y
estúpido, sino frívolo o incluso, si se toma como norma, imprudente y peligroso.

362
Ante la reforma
de la Constitución española de 1978
Gustavo Bueno

Una constitución política no es un conjunto de «reglas de juego»

En diciembre del pasado año 2003 la Constitución española de 1978


cumplió 25 años. Muchos han observado, con cierta sorpresa, que precisamente
en torno a este aniversario, se han incrementado las manifestaciones de
proyectos de reforma a esta Constitución.

La sorpresa está fuera de lugar, porque también podría decirse que a una
Constitución que tiene ya un cuarto de siglo de vigencia (ninguna otra
Constitución española, desde la de 1812, duró tantos años), podrían convenirle
ciertas reformas. Sobre todo porque la propia Constitución las prevee, creando
al efecto su Título X («De la reforma constitucional»), en el que se establecen las
normas correspondientes.

La más característica acaso sea la que considera a cualquier Proyecto de


reforma constitucional como un caso particular de «iniciativa legislativa»,
contemplada en el artículo 87, pero en sus puntos 1 y 2, es decir, excluyendo la
posibilidad de una iniciativa popular para la presentación de proposiciones de
ley. Por tanto, la iniciativa de la reforma constitucional, en cuanto es una iniciativa
legislativa, corresponderá según el artículo 166 (que limita, al parecer, el artículo
87) al Gobierno, al Congreso o al Senado; también a las Asambleas de las
Comunidades Autónomas, a través del Gobierno o de la Mesa del Congreso. Se
diría que el reconocimiento, en la Constitución de 1978, de la posibilidad de una
reforma de ella misma, está contemplado desde la idea de la «inmanencia
jurídica de las Cortes», identificada con el Estado de Derecho. Idea en virtud de
la cual todo proceso político se concebirá (en fórmula de Torcuato Fernández
Miranda) como una «transformación de la ley a la ley». Y así, en efecto, tuvo
lugar la transición por antonomasia: como una transformación política de la
llamada por algunos «Constitución de 1967» (otros la llaman la «Ley franquista»)
en la Constitución de 1978.

363
2

La cuestión no se plantea, por tanto, por la constitucionalidad o


inconstitucionalidad de los proyectos legales de reforma de la Constitución (y,
por tanto, de los debates públicos previos para la preparación de tales
proyectos). La cuestión se plantea por la oportunidad o inoportunidad (en
términos de prudencia política) de una reforma de la Constitución. Y es obvio
que esta oportunidad o inoportunidad está en función, necesariamente, de la
materia de los artículos que se pretenden reformar. No es lo mismo referir la
reforma, aún dentro del Titulo II («De la Corona») al artículo 56, que instituye la
figura del Rey como Jefe del Estado, que referirla al artículo 57, que establece la
preferencia, a efectos de la sucesión, del varón sobre la mujer. A lo largo de la
campaña electoral de marzo del presente año se han oído de vez en cuando
voces pidiendo que el Jefe del Estado sea también «elegido por el pueblo» (es
decir, pidiendo la reforma del artículo 56); sin embargo, los partidos mayoritarios,
sólo se han referido, algunas veces, en cuanto defensores de los «valores
feministas», a la reforma, y parcial, del artículo 57. Incluso los partidos
parlamentarios que se proclaman republicanos in pectore sólo hablan de la
reforma del 57. En todo caso, estas proclamas in pectore de republicanismo,
desde el momento en que quienes las proclaman aceptan la Constitución y
actúan dentro de ella como parlamentarios, no tienen más relevancia que si estos
se proclamasen testigos de Jehová o miembros de una liga vegetariana. Pero la
práctica totalidad de los partidos parlamentarios, incluso aquellos que consideran
prudente la reforma del artículo 57 (dada la proximidad de la boda del príncipe
Felipe con doña Letizia, de condición plebeya) tienen por imprudente sacar a
relucir el artículo 56, cuya reforma arrastraría el Título II íntegro de la
Constitución.

No faltan tampoco quienes consideran que suscitar las «cuestiones de


prudencia» a propósito de la reforma de una Constitución que reconoce la
posibilidad legal de ser reformada, es sólo una excusa para mantener el status
quo. Quienes promueven el «Plan Ibarreche», por ejemplo, suelen acudir a la
comparación de una Constitución política con un sistema de «reglas de juego»,
cualquiera que este sea. «La Constitución –dicen– no es otra cosa sino el
conjunto de unas reglas de juego que los ciudadanos se han dado a sí mismos
para hacer posible su convivencia pacífica.» Por tanto, concluyen, ¿qué
inconveniente puede haber para cambiar estas reglas cuando un «grupo
suficiente» de ciudadanos decida hacerlo? Lo imprudente sería evitar o aplazar
las reformas, porque con el simple aplazamiento estaríamos reconociendo
(imprudentemente) que las «reglas de juego constitucional» no han sido creadas
por los ciudadanos, por el pueblo soberano, que en cualquier momento podrá
cambiar su juicio, o su opinión.

364
Ahora bien, la analogía de una Constitución política con un sistema de reglas
de juego es una metáfora muy débil y vulgar; una metáfora de la misma clase de
otras, comúnmente utilizadas por los políticos, tales como «nos queda la
asignatura pendiente de la supresión del peaje en las autopistas», o bien, «mi
gobierno –autonómico, nacional– en lo que se refiere a su gestión o a la
articulación de sus proyectos de ley ya tiene hechos sus deberes». Estas
metáforas escolares, que en principio no tendrían mayor importancia, comienzan
a ser significativas de una gran estupidez política cuando se reiteran una y otra
vez: «el primero que comparó a una mujer con una flor fue un poeta; el segundo,
un imbécil.» Las metáforas escolares (asignatura pendiente, deberes hechos),
cuando se han transformado, como metáforas fósiles, en conceptos prácticos,
nos ponen delante de una silueta de político con mentalidad de funcionario,
delante de la silueta de un político funcionario que entiende la sabiduría política
como una práctica rutinaria susceptible de ser preparada como se preparan los
deberes de la escuela, o de ser valorada en función de un examen escolar. Pero
la metáfora de la Constitución política como sistema de reglas de juego es más
peligrosa.

Ante todo, si el «juego» se entiende en el sentido en el que la Teoría de


Juegos da a los juegos de competición, o de ganancia cero, la metáfora es
indocta, porque precisamente en estos juegos no pueden cambiarse las reglas,
porque ellas están impuestas por las mismas relaciones internas que existen
entre quienes juegan: es el caso del «juego» entre empresarios comerciales en
competencia por un mercado; o el «juego» de dos Potencias políticas que
calibran las posibilidades de una declaración de guerra.

Y si el juego se entiende en el sentido de los «juegos convencionales» (el


ajedrez, el parchís, el fútbol, &c.), la metáfora es necia, en primer lugar, porque
tampoco los juegos convencionales pueden arbitrariamente cambiar sus reglas,
cuando estas están ya en marcha, sin destruirse; y porque, en todo caso, una
Constitución política no resulta de una convención o consenso arbitrario
mantenido entre quienes la formulan. El consenso político es el resultado de las
presiones deterministas que tienen lugar entre los grupos que han logrado
consensuar sus normas de coexistencia. Ibarreche y el PNV pueden creer que,
dado el amplio consenso previo que parece existir entre muchos vascos para
cambiar la Constitución (y aún para rasgarla entera), ésta podría cambiarse
como si sus artículos fuesen reglas de juego; es efecto de un subjetivismo
primario. Pero Ibarreche y el PNV, como el ERC y el BNG, deben saber que son
todos los españoles, y no sólo los vascos, los catalanes o los gallegos, los que
habrían de intervenir en una reforma de la Constitución.

365
3

En cualquier caso, quienes más urgen por la necesidad de la reforma de la


Constitución, no se mueven por el mero deseo de cambio, en abstracto, sino por
el deseo de cambiar algunos artículos en una dirección determinada. Y, además,
no quieren presentar, en general, estas reformas como si estuvieran próximas a
una «ruptura revolucionaria», precisamente porque saben, aunque sigan
utilizando la metáfora de las reglas de juego, como gentes que se mueven en la
política real, que la Constitución no es un sistema de reglas arbitrarias de juego
(«la Constitución no es el parchís», se ha dicho), presentan sus anticipos de
proyectos de reforma como simples interpretaciones o «lecturas» (otra metáfora
escolar) de la misma Constitución que, en consecuencia, seguiría intacta. Por
ejemplo, para ellos, «necesidad de reformar la Constitución» significa, sin más,
por ejemplo, la necesidad de transformar, y en corto plazo, el Senado en una
cámara de representación territorial autonómica, lo que sería solo una simple
nueva «lectura» del artículo 69.1 que, efectivamente, define al Senado como
«cámara de representación territorial». En general, quien habla de la necesidad
de la reforma de la Constitución –sobre todo quienes se consideran dentro de la
autodenominada «izquierda»– van en la dirección de un desarrollo del Estado de
las Autonomías: 17 agencias tributarias autonómicas, 17 tribunales superiores
de justicia, 17 policías militarizadas (por sus jerarquías, sus armamentos y sus
competencias), &c. Es decir, la reforma del Senado, tal como es propuesta, se
orienta en la dirección de la transformación del Estado de la Constitución de 1978
en 17 Estados federados o libremente asociados (se supone que los unos con
los otros).

Pero la orientación federalista (que algunas veces confluye con la


orientación secesionista de algunos partidos nacionalistas) de la reforma de la
Constitución, aunque suele ser atribuida a los partidos de izquierda, nada tiene
que ver con la izquierda política socialista o comunista. Tiene más que ver con
la necesidad, sentida por los dirigentes de ciertos partidos políticos
(socialdemócratas o comunistas) de mantener sus distancias con los llamados
partidos de derecha, en una época en la cual, la caída de la Unión Soviética ha
ido borrando las diferencias políticas, en las democracias homologadas, entre
las izquierdas y la derecha. Al no poder ofrecer, dentro de la estructura
democrática homologada, unas diferencias políticas definidas, recurren al
desarrollo federalista, tratando de encontrar allí las diferencias que buscan. Y
nadie niega una diferencia sociológica entre unas «capas de población»
tradicionalmente identificadas con la izquierda (obreros, ciudadanos con bajo
nivel de renta, &c.) y unas «capas de población» tradicionalmente identificadas
con la derecha (empresarios, banqueros, terratenientes, &c.). Lo que se niega
es que estas diferencias en el terreno sociológico puedan traducirse hoy al
terreno político: la «izquierda sociológica» tiene ya muy poco que ver con la

366
«izquierda política». Las «capas de la población» llamadas «de izquierda»
sociológicamente, han dejado de ser políticamente de izquierdas, en el sentido
del socialismo o del comunismo históricos: los obreros defienden la propiedad
de sus automóviles, de sus apartamentos o de sus segundas residencias si las
tienen (y si no las tienen, quieren tenerlas: ¿quién si no juega a la lotería?). Lo
que reivindican, con todo derecho democrático, esas «capas de izquierda
virtual» es el aumento de los salarios, de su seguridad social, y la posibilidad de
que sus hijos vayan a la Universidad. Lo que quiere decir que los partidos «de
izquierda» que dicen representarlas lo que hacen es tratar de canalizar sus votos
para llevar a cabo una gestión política que en muy poco se diferencia de la que
pueden llevar a efecto los llamados partidos de centro o de derecha, que también
buscan el pleno empleo, el incremento de salarios y la ampliación de la población
universitaria.

Es muy probable que, cualquiera que sea el partido que resulte victorioso
en las elecciones parlamentarias del 14 de marzo de 2004, tenga que afrontar la
reforma de algunos artículos de la Constitución de 1978. Si la Constitución fuese
algo similar a un «sistema de reglas de juego» cabría pensar en la posibilidad de
reformar algunos de sus artículos, aun manteniendo su conjunto. Obviamente,
sería de agradecer que el conjunto de las reformas que se propongan, se ajusten
a algunas ideas directoras, es decir, no sean simplemente el resultado de una
acumulación de reformas políticas sin conexión interna.

Los esbozos de «proyecto de reforma» que figuran a continuación se


acogen a dos ideas directoras: una determinada Idea de democracia (que hemos
expuesto en un libro reciente, Panfleto contra la democracia realmente existente)
y una determinada Idea de España (expuesta en un libro de hace unos
años, España frente a Europa), pero tomando como referencia concreta el
principio de su indivisibilidad como Nación política que figura ya en el artículo 2
de la Constitución de 1978: «indisoluble unidad de la Nación española.»

La Idea de España que, en vísperas de la composición, dentro de la UE con


otras Naciones políticas, se enfrenta con la Idea de España que tienen las
Potencias europeas hegemónicas (Francia y Alemania) y, sobre todo, con la Idea
de España que tienen la práctica mayoría de los partidos españoles «de
izquierdas», cuando consideran la gestión del Gobierno de Aznar al alinearse,
junto a Polonia, contra el proyecto de Constitución europea (proyecto de
inspiración francesa), como ocasión de un «retraso lamentable» en la marcha de
Europa hacia su unidad (dando por supuesto que esta unidad debe ser un
objetivo prioritario, aunque en ella España quedase relegada a un puesto de

367
comparsa). Y esto dicho, no sólo en la coyuntura de la campaña electoral, sino
en la coyuntura del ingreso en la UE de diversos Estados europeos.

Una «reforma de la Constitución» inspirada por esta idea de la unidad de


España y de la igualdad de los españoles tendrá que ir orientada a acabar con
todas las concesiones, «comprensiones» y veleidades, alimentadas sobre todo
por los partidos de izquierdas, que siguen prisioneros del franquismo y sólo
pueden discurrir, apoyándose en la «memoria histórica», tratando de ir en su
contra, cuando las referencias que el presente plantea ya han cambiado. La
reforma de la Constitución habría de ir orientada, según esto, a despejar las
ambigüedades a las que sus redactores hubieron de acogerse:
«nacionalidades», «respeto a las culturas y costumbres forales», &c. Quienes
hablan hoy de federalismo, y aun de «federalismo asimétrico», siguen
alimentando de un modo u otro, el secesionismo. En la campaña electoral que
tiene lugar estos días la palabra «España» ha vuelto a ser levantada, como
bandera, por el PSOE (salvo en Cataluña; mucho menos por Izquierda Unida, en
la que se encuentra el señor Madrazo), porque teme que sus ambiguos pactos
con Maragall y con Pérez Carod-Rovira pudiera conducirle a su ruina en las
elecciones. Nunca es tarde para que el PSOE vuelva a levantar la bandera de
España; pero es pronto aún, dada la confusión que reina en la cabeza de sus
dirigentes, para asegurar que este partido sabrá sacar las consecuencias en el
supuesto de que obtenga la mayoría absoluta que persigue.

La Idea de España, en la coyuntura de la nueva Constitución de la Unión


Europea, debe ser inmediatamente aclarada en la Constitución española. Pues
precisamente esta coyuntura es la que puede explicar, al menos en parte, el
«paso adelante» que han dado, en los últimos meses, los partidos nacionalistas-
secesionistas (PNV, ERC, BNG), que creen abierta la posibilidad de una «Europa
de los pueblos», en la que Euskalerría, Cataluña o Galicia –por no decir el Bierzo
o el Territorio Vadiniense– pudieran sentarse junto con Lituania, Chequia,
Bosnia, Servia, Croacia... o Chechenia.

Además, los «esbozos de proyectos de reforma de la Constitución» los


presentamos muchas veces como simples precisiones a la redacción de algunos
artículos que, en muchas ocasiones, al menos, pudo no ser intencionalmente
imprecisa o incluso incoherente; muchas veces, ni siquiera pudo haber sido más
precisa (¿cómo podían sospechar los «padres de la Constitución», cuando
estaban creando la figura de las Comunidades Autónomas, que unos años
después surgiría el «plan Ibarreche»?). Ni tampoco nos referiremos a todos los
artículos que pudieran ser susceptibles de reforma, en el sentido dicho; nos
atenemos sólo a los que juzgamos más perentorios.

368
5

Ante todo, el artículo 2, en el que se establece «la indisoluble unidad de la


Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (y aquí no
vienen a cuento consideraciones genéticas que aducen tantos comentaristas,
confundiendo las cuestiones «de génesis» con las cuestiones «de estructura»).
Pero a continuación, el artículo añade: «y reconoce y garantiza el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre
todas ellas». Este es el primer párrafo que requeriría, según nuestras
coordenadas, una reforma urgente. Y no sólo por razones generales, sino
simplemente en nombre de la precisión, porque ni «autonomía», ni
«nacionalidad», ni «solidaridad», son términos que los padres de la patria
hubieran tenido a bien definir. Más bien, los «sobreentendían», los «daban por
supuestos». Lo que quiere decir que cada cual lo estaba entendiendo a su
manera.

¿Qué es eso de «nacionalidad»? En su contexto político estricto (que es el


de la Sociedad de las Naciones, en tiempos, o el de la ONU en el presente)
«nacionalidad» es la condición que una sociedad o un individuo tiene en todo
cuanto concierne a su Nación política: «nacionalidad española», «nacionalidad
francesa». La misma Constitución utiliza en Títulos posteriores este concepto de
«nacionalidad»: artículo 11.1: «la nacionalidad española se adquiere...»; artículo
11.3: «el Estado podrá concertar tratados de doble nacionalidad...». ¿No es
incoherente utilizar el mismo término «nacionalidad» en el artículo 2 y en el
artículo 11? En el uso del término «nacionalidad» que hace el artículo 2 resuena
demasiado claramente el sonsonete del libro de Pi y Margall (Las
nacionalidades) de inequívoca inspiración federalista. Aquí, algunos padres de
la Constitución, o no se dieron cuenta de la incoherencia, o la dejaron pasar para
no interrumpir «el consenso», pero un consenso sin acuerdo. Porque al ir las
nacionalidades del artículo 2 referidas a la «autonomía de las nacionalidades»,
la orientación federalista de este artículo se acentuaba, en contra de muchos de
quienes la firmaron, porque «autonomía» es un término impreciso, por no decir
un sinsentido, que sólo con una aclaración muy precisa de sus contenidos puede
llegar a ser un concepto utilizable. El artículo 137 daba ya una pista: la autonomía
de la que gozan los municipios, provincias y comunidades autónomas se refiere
a la que es propia «para la gestión de sus respectivos intereses». Y estos
intereses fueron definiéndose en los Estatutos de Autonomía, y en muchos
casos, la definición no se ha dado por acabada. Esto se agrava cuando algunas
Comunidades reclaman «derechos históricos» (que la propia Constitución
reconoce en su Disposición Adicional primera); expresión –derechos históricos–
que con los años fue transformándose en esta otra: «comunidades históricas»,
de uso en nuestros días corriente. Una transformación que fue paralela a la
transformación del término «nacionalidad» en el término «Nación», justificada

369
con unas reconstrucciones históricas que confunden los conceptos de «Nación
étnica» o «cultural», con el concepto de «Nación política».

Pero es inadmisible, no sólo por motivos histórico-positivos (¿acaso


Asturias, o Andalucía, o Aragón, no son también Comunidades históricas?
¿Acaso la consideración de «históricas», atribuida a Galicia, País Vasco y
Cataluña, no procede tanto de la historia profunda como de la situación de sus
Estatutos respectivos en el año 1936?), sino sobre todo, porque esta
denominación es incompatible con la igualdad de los derechos de obligaciones
políticas que tienen todos los españoles en cualquier parte del territorio del
Estado (artículo 139).

Ahora bien, una contradicción no queda resuelta porque las proposiciones


que entre sí se contradicen figuren ambas en la misma Constitución. La
Constitución no borra la contradicción, la refuerza. Y vuelve a reforzarla cuando,
a lo largo del desarrollo de los Estatutos de las «Autonomías históricas», se ha
llegado a exigir, como condición para acceder a la condición de funcionario, el
dominio de las lenguas vernáculas, porque esta exigencia está en contradicción
con la norma 139.2, según la cual «ninguna autoridad podrá adoptar medidas
que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y
establecimiento de las personas». Si estos obstáculos se supone que no pueden
ser levantados ante las personas que no son funcionarios, ¿cómo levantarlos
ante los propios funcionarios?

El artículo 2, como para compensar estas incoherencias y contradicciones,


remata su reconocimiento del derecho a la «autonomía de las nacionalidades»
con la garantía de la solidaridad entre ellas. En rigor, tal como está redactado el
artículo, acaso por descuido, con la garantía del «derecho a la solidaridad». De
lo que resulta la extraña consecuencia, según la cual, la solidaridad es un
derecho de las nacionalidades (¿a dar o a recibir?), antes que un deber o una
disposición «espontánea» de estas nacionalidades. En cualquier caso, la
«solidaridad» entre las nacionalidades no garantiza la «igualdad» entre los
solidarios, porque la solidaridad casi siempre presupone la desigualdad interna,
que queda únicamente neutralizada por su igualación ante terceros (por ejemplo,
el Código Civil español dice en su artículo 1.140, que «la solidaridad podrá existir
aunque los acreedores y deudores no estén ligados del propio modo y por unos
mismos plazos y condiciones»).

En resolución: en nombre de la misma «consistencia» de la Constitución de


1978, la primera gran reforma de la misma tendría que suprimir, del artículo 2, el
término «nacionalidades», sustituyéndolo por los términos que utiliza en el Título
VII: «reconoce y garantiza la autonomía de los municipios, provincias y
Comunidades Autónomas que se constituyan». Sólo así podrá cortarse de raíz

370
la identificación de las Comunidades Autónomas históricas con supuestas
nacionalidades o «Naciones». Obviamente, habría que suprimir también de raíz,
como meros arcaísmos medievales, todas las disposiciones que reconocen a las
Autonomías «derechos históricos» de carácter foral, o sistema de tributación
diferencial (cupos, conciertos...). Con esto no se atentaría en modo alguno a la
pluralidad de las regiones españolas. Una tal pluralidad histórica o etnográfica
no puede transformarse en un ventajismo para las Comunidades implicadas en
todo lo que se refiere a la igualdad en derechos políticos y económicos.

En esta misma línea habría que reformar el artículo 3, referido a la


cooficialidad de las lenguas autonómicas y la lengua oficial común. La oficialidad
de una lengua autonómica habría que sobreentenderla como si fuera necesaria,
pero no suficiente en el ámbito de la Autonomía. Pero una lengua, no por ser
oficial debe ser preceptiva, porque basta que fuera potestativa en los ámbitos de
las instituciones autonómicas, pero no en el ámbito de los ciudadanos que en
ellas viven o trabajan. Una lengua oficial para el conjunto del Estado requiere
que ella pueda ser utilizada, y en todo momento y circunstancia, en todos los
Municipios, Provincias y Comunidades Autónomas, sin que sea un obstáculo
para ello la lengua de la Comunidad. La lengua común sólo lo es realmente en
su condición de lengua necesaria y suficiente para los españoles, en el ámbito
de su territorio. Pero no es suficiente cuando, para ser profesor de Matemáticas
o de Historia, en Galicia, País Vasco, Cataluña o Valencia, un ciudadano de Ávila
tenga, además, que dominar la lengua autonómica. Bastaría precisar el punto 2
del artículo 3, en el sentido siguiente: «las demás lenguas españolas serán
también oficiales en las respectivas Comunidades Autonómicas, de acuerdo con
sus estatutos, que habrán de reconocer el carácter suficiente y necesario de la
lengua oficial común» (no les vendría mal a los señores parlamentarios
españoles echar un vistazo al libro de Santiago González-Varas, España no es
diferente, Tecnos, Madrid 2002).

En esta misma línea sería necesario precisar el artículo 44.1, cuya actual
redacción es totalmente insuficiente si no se explicitan supuestos que el artículo
da, sin duda, por sobreentendidos: «los poderes públicos promoverán y tutelarán
el acceso a la cultura a la que todos tienen derecho». ¿Qué puede querer decir
«acceso a la cultura»? ¿a la cultura azteca o islámica? ¿a la cultura euskérica,
a la catalana o a la castellana? ¿acaso a una cultura cosmopolita? Bastaría
sustituir el término cultura por el término «educación»; aunque con ello tampoco
quedarían resueltas las dificultades en el momento de fijar los contenidos, pero,
por lo menos, neutralizaríamos la contaminación que el término «cultura» recibe
de la doctrina de las culturas nacionales y de los Estados de cultura que excogitó
Juan Teófilo Fichte. En cualquier caso parece evidente que los contenidos de
una educación a la que todos los españoles tienen derecho tendrá que ver con
los contenidos comunes, y no sólo con la lengua en la que se enseñan. Y entre

371
estos contenidos comunes habrá que contar, además de los contenidos tomados
de las «ciencias comunes a todos los pueblos» (Matemáticas, Física, Biología...),
los contenidos tomados de las «ciencias propias de cada pueblo». En nuestro
caso, la Historia común de España. Es imposible mantener la unidad indivisible
de España prevista por el artículo 2 sin una educación común en aquello que
afecta a una unidad histórica y social que existe antes de la proclamación de la
propia Constitución.

Estos mismos criterios podrían inspirar también la reforma del Senado en


cuanto «Cámara de representación territorial», como la define el artículo 69. La
reforma que propugnan los partidos federalistas, moderados o radicales, en el
sentido de transformar el Senado actual en Cámara de representación de las
autonomías (que a su vez, habrán de estar dotadas de agencias tributarias
propias, de tribunales superiores de justicia...) no podría tener otro efecto que el
de terminar por convertir a las Autonomías en Estados federados que buscan en
el Senado un ámbito de diálogo y confrontación. Un Senado de Comunidades
Autónomas sería el principio de las coaliciones de las Autonomías que se sientan
más solidarias frente a terceras autonomías; con ello, el principio de igualdad
quedará comprometido. Pero bastaría sustituir la interpretación restrictiva del
artículo 69 (que restringe a las Provincias y a la Autonomías la representación),
que lleva a estos efectos inconvenientes, por una interpretación ampliativa de
este artículo incluyendo en él a los Municipios. Porque el artículo 69 habla del
Senado como Cámara de «representación territorial». Pero en el Título VIII,
artículo 137, se declara que la organización territorial del Estado está constituida
por los Municipios, las Provincias y las Comunidades Autónomas. Luego no hay
ninguna razón de principio para excluir a los municipios del Senado, y sólo
razones prácticas, derivadas del número excesivo de municipios que podrían
estar representados. Pero esta dificultad puede soslayarse mediante normas
reguladoras pertinentes de ese derecho municipal «de principio», atendiendo a
criterios de población (por ejemplo, de mayor o menor población) o a otros
criterios.

Entendemos que es muy necesaria la reforma del artículo 6, que se refiere


a los partidos políticos. Reforma apoyada ad hominem en la exigencia que el
artículo 6 impone a estos partidos en el sentido de que su estructura interna y su
funcionamiento «deberán ser democráticos».

¿Qué quisieron dar a entender con esto los redactores del artículo? ¿Exigir
a los partidos democráticos comportamientos procedimentalmente democráticos
en cuanto al sistema de elección e sus dirigentes? ¿Acaso quedaría excluido por
ello un partido que decidiera elegir a sus dirigentes por sorteo? ¿Y qué criterios
habrán de aplicarse para considerar a un partido político como antidemocrático
y, en consecuencia, para deslegalizarlo?

372
Todo depende, como es obvio, de lo que cada cual entienda por democracia.
Si por democracia se entiende, tomando el término en su sentido sustantivado-
abstracto, que es el que adquiere en las taxonomías doctrinales, y cuyo principal
contenido es el de la «democracia procedimental» en la elección de los
representantes, cualquiera que sean los contenidos de los programas
respectivos, entonces el resultado será muy distinto a si la democracia se
entiende en concreto, como forma política de una sociedad de referencia
concreta y determinada, por ejemplo, España o Francia. Pero entonces,
«democracia» –como «República»– no es un sustantivo que pueda ser
desprendido de las sociedades concretas, salvo en los libros que establecen las
taxonomías abstractas de las formas de Gobierno o de Estado. No cabe hablar
de «democracia» o de «república», cuando hablamos de política real, como si
se tratase de un sustantivo abstracto; sólo podemos hablar de democracia
referida a sociedades concretas tales como «democracia ateniense»,
«democracia francesa» o «democracia española» (del mismo modo que cuando
hablamos de «república» en un sentido histórico concreto, y no meramente
abstracto y taxonómico, nos referimos a la «república francesa» o a la «república
italiana»). Para decirlo en una fórmula plástica: la democracia sustantivada-
abstracta, se enfrenta, en los libros de taxonomía política, a la aristocracia o a la
tiranía; pero la democracia, en su sentido concreto o existencial, se enfrenta
también a otras democracias. Consecuentemente establecemos una diferencia
inicial entre un individuo que se declara «republicano» en el terreno de la doctrina
abstracta taxonómica, pero sin determinar si pertenece a la república francesa o
italiana y que acaso resulta ser parlamentario o ministro de la monarquía
española o inglesa; y el individuo que se declara republicano en concreto porque
milita formalmente por el derrocamiento de la monarquía de su propio país. Otro
tanto ocurre con la democracia.

Según esto, los verdaderos enemigos de una democracia concreta no son


quienes se declaran fascistas, sino quienes aun considerándose demócratas
taxonómicos, buscan destruir la realidad de la democracia concreta que
tomamos como referencia. Un individuo del PNV, del ERC o del BNG, que
manifiesta su condición de demócrata (en el sentido taxonómico) puede ser
enemigo jurado de la democracia española si entre sus objetivos figura la
separación del País Vasco, de Cataluña o de Galicia de España; porque con esta
separación la democracia española concreta y realmente existente, quedaría
destruida. Que el individuo en cuestión siga considerándose demócrata
«pensando» en una nueva sociedad política resultante de la secesión con
España, muy poco puede interesar a quienes permanezcan fieles a la
democracia española real. El hecho de ser elemento de una subclase de una
clase común no asegura que los elementos o las subclases puedan ser
compatibles entre sí: cristianos y musulmanes, por el hecho de ser subclases de
la clase de las «religiones monoteístas», no son compatibles entre sí. Ni los
soldados del ejército francés de la I y II Guerra Mundial, por el hecho de ser
373
elementos de la misma clase «soldados», de la que también formaban parte los
soldados del ejército alemán, dejaban de ser enemigos entre sí. No hace falta ir
a buscar a los enemigos de la democracia española entre los militantes de un
partido fascista. Los verdaderos enemigos de la constitución española de 1978
son los militantes de los partidos secesionistas, aunque ellos se consideren (o
sean considerados por los partidos políticos españoles) como demócratas en
sentido taxonómico.

La falta de esta distinción fundamental entre «identidades», ecualizaciones


o semejanzas abstractas sustantivadas, o taxonómicas, es decir, isológicas
(recortadas en el plano de la esencia abstracta), e identidades concretas
(sinalógicas, recortadas en el plano de la existencia) es lo que lleva al absurdo
de reconocer la posibilidad legal, en una democracia, de un partido político que,
aun declarándose demócrata en el terreno taxonómico, y aun sin necesidad de
ser terrorista, es enemigo de la democracia concreta en el terreno sinalógico
(que es aquel en el cual una democracia concreta co-existe, de modo pacífico o
belicoso, con otras democracias). Una sociedad democrática podrá reconocer a
individuos con ideas demócratas taxonómicas, que contemplan el secesionismo,
e incluso tolerar la expresión pública de tales ideas en el terreno abstracto de la
doctrina política; pero no tiene por qué tolerar agrupaciones, asociaciones o
incluso partidos políticos constituidos precisamente con el objetivo de romper la
democracia real, porque tales agrupaciones, asociaciones o partidos, habrían
dejado de moverse en el terreno doctrinal de la opinión, para tomar la forma
propia de los movimiento facciosos.

La reforma del artículo 6 podría limitarse al añadido, al principio del artículo,


de las dos palabras que ponemos entre corchetes: «Los partidos políticos [no
secesionistas] expresan el pluralismo político...» Y al final del artículo: «su
estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos [y no únicamente
en abstracto, en sentido doctrinal, sino en concreto, en cuanto partidos que
forman parte interna de la democracia española y que, por tanto, no tiene el
ánimo de descomponerla]».

Por último nos parece también necesario reformar el artículo 15, mediante
la eliminación de la cláusula: «Queda abolida la pena de muerte», y esto aún a
sabiendas de que este esbozo de proyecto de reforma es todavía más inviable
que los esbozos que hemos presentado anteriormente, dada la ideología que se
ha ido creando, por inducción de la ideología alemana y de la Constitución de
Bonn. Sin embargo, esta reforma será considerada como ineludible por todos
aquellos que vean la imposibilidad de una sociedad democrática «en serio» (y
no efectos de darse unas «reglas del juego» más o menos convencionales) sin
la institución de la ejecución capital. Si una democracia va en serio, no podrá
permitir todo a los ciudadanos, ni menos aún los crímenes horrendos. Y sólo

374
mediante la ejecución capital es posible trazar un límite positivo de lo que está
permitido y de lo que no está permitido, de lo que es compatible con la sociedad
democrática y de lo que es inadmisible, porque inadmisible es reconocer siquiera
la posibilidad de que un miembro de esa sociedad pueda seguir siendo
considerado persona y rehabilitarse para su ulterior inserción social después de
haber cometido el crimen horrendo.

Dejamos para otra ocasión el análisis de algunas prácticas que han


conducido a un desvío progresivo de determinados artículos de la Constitución,
sin que sus «guardianes» lo hayan siquiera denunciado. Podríamos hablar aquí
de reformas de la Constitución que han tenido lugar en el terreno de los hechos,
y que son ya prácticamente irreversibles, si mantenemos las coordenadas
actuales del «Estado de las Autonomías». Bastaría citar el artículo 30, relativo a
las «Obligaciones militares de los españoles». La liquidación del ejército de
reemplazo (liquidación inspirada por una, a nuestro juicio, ridícula ideología
pacifista y antimilitarista, de inspiración ética, y no política, que dio beligerancia
a la denominada «objeción de conciencia») y su sustitución por un ejército
profesional, ha reducido a cero esas «obligaciones militares» del artículo 30 y ha
dejado a España en una situación de lamentable desproporción entre el rango
que como Potencia económica y política ha conseguido alcanzar, y su nivel
militar, propio de un Estado subdesarrollado.

Este conjunto de esbozos de propuestas de reformas de la Constitución,


inspirados en determinadas ideas sobre España y sobre la democracia, no se
ofrecen aquí a título de propuestas de reformas de algunas «reglas de juego» de
la Constitución, y menos aún como propuestas utópicas (¿quién podría
considerar como un ideal utópico ni siquiera una Constitución reformada según
las directrices de referencia?). Este conjunto de reformas (en realidad, una
selección de un conjunto más amplio) se ofrece aquí en la suposición de que
ninguna de ellas tiene una razonable probabilidad de prosperar.

¿Y por qué se proponen entonces, aunque sea a título de esbozos? Para


dar una contraprueba de que los artículos de una Constitución no tienen nada
que ver con un conjunto de «reglas de juego», para recordar que los artículos de
una Constitución son el resultado de presiones contrapuestas canalizadas, a su
vez, por ideas-fuerza también contrapuestas e impermeables las unas respecto
de las otras. Estas presiones, contrapresiones, e ideas-fuerza, confluyen de un
modo determinista en la redacción de una Constitución como la que hoy día nos
acoge...

375
Y mientras tanto, ETA seguirá masacrando a los españoles, y nuestros
representantes parlamentarios, ignorantes de la diferencia entre democracia
abstracta-taxonómica y democracia concreta, seguirán reconociendo como
demócratas a los partidos secesionistas, bajo la suposición, primero, de que ellos
no son «violentos», ni tienen conexiones con el terrorismo (y, si la tienen, los
jueces, hasta ahora, no alcanzan a probarlas) y, segundo, que los atentados
terroristas de ETA son antes atentados contra los derechos humanos que contra
España.

Nota final

En el momento de entregar este Rasguño llega la noticia de las matanzas de


Atocha, Santa Eugenia y Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, atribuidas a ETA.
¿Seguirán todavía (en el supuesto de que la policía detenga a los asesinos) los
socialistas y comunistas «éticos» clamando por su reinserción social? ¿Qué
quiere decir el señor Llamazares, en declaraciones ofrecidas minutos después
de los atentados, llamando «nazis» a los asesinos etarras? Esta denominación
no viene a cuento en términos políticos, y ningún politólogo podría aceptarla, por
ser profundamente incorrecta. Pero no se trata de esto: es que ella puede
contribuir (como ha contribuido ya) a desviar el diagnóstico preciso: a saber, que
ETA es el enemigo de España (junto con Pérez Carod o con Ibarreche, que sólo
se diferencia de ella por los métodos utilizados). Pero al diagnosticar a los etarras
de «nazis» la significación política de esta masacre se desvanece, porque en
este contexto, «nazi» –aplicado además a una organización cuyo cretinismo
político les lleva a proclamarse marxistas-leninistas– sólo puede arrastrar
connotaciones de tipo psicológico («nazi» es equivalente a violento, psicópata,
&c.). Esperamos que el Gobierno que salga de las próximas elecciones
deslegalice de modo inmediato a todos los partidos secesionistas y no sólo a los
que tienen vínculos directos con ETA. Pero no sería de extrañar que en las
próximas horas, quienes llaman hoy «nazis» a los etarras de ETA, al calibrar la
catástrofe electoral y política que se les avecina, comiencen a llamarlos
«fanáticos islamistas», con objeto de cambiar la interpretación en una dirección
que, en lugar de dirigirse contra ellos, pueda comenzar a ser dirigida contra un
Gobierno al que se le ha acusado «de haber enviado un ejército de ocupación a
Irak».

La terrible masacre del 11M no puede quedar, desde el punto de vista


político, en un motivo para volver a lamentar la ferocidad de los terroristas.
La masacre del 11M requiere una inmediata reforma de la Constitución
española de 1978, pero en un sentido opuesto al que pretenden darle los
cómplices del terrorismo y del secesionismo, que están presentes en
partidos políticos de la llamada izquierda (por ejemplo la conexión
Maragall-Carod y la conexión Ibarreche-Madrazo).

376
España, 11-M-2004

377
Proyecto para una trituración
de la Idea general de Solidaridad
Gustavo Bueno

El término «Solidaridad» está experimentando, durante los últimos años, un ascenso


asombroso como Idea general en el vocabulario político, moral, ético y humanístico de las
sociedades democráticas homologadas. Este artículo analiza el fenómeno e intenta determinar
algunas de sus causas y de sus límites, ofreciendo, en consecuencia, un ensayo de trituración
de la misma «Idea general» de Solidaridad

§ 1.

El fenómeno

1. El fenómeno –modesto, si se quiere, pero capaz de producir un cierto


asombro, o, por lo menos, de «llamar la atención»– es el proceso mismo del
ascenso del término «solidaridad» a la condición de término de la clase de los
términos de alta frecuencia que sirven como indicadores de los intereses e
ideologías dominantes en una sociedad determinada. Pero no se trata del
ascenso de un término circunscrito a círculos profesionales bien definidos, como
pueda ser el caso del término «obsoleto», o «adicional», en el círculo de los
economistas profesionales (cuando de la boca de un individuo, cuya
personalidad desconocemos, y al que vemos hablando por televisión, salen
palabras tales como obsoleto o adicional, podemos asegurar que este individuo
es un banquero, director de una financiera o catedrático de economía). Pero el
término «solidaridad» está en boca de todos: empresarios y sindicalistas,
clérigos y políticos, socialistas, comunistas y «conservadores», jóvenes y viejos,
varones y mujeres. Todo el mundo apela a la «solidaridad», la proclama y la alza
como bandera.

Hace un siglo el término «solidaridad» también experimentó, en España y


en otros países, una amplia proliferación. En 1906 se organizó una Solidaridad
Catalana; en 1907 Solidaridad Obrera; Solidaridad de Obreros Vascos (SOV) en
1911... y a partir de 1915 la letra y la música del Solidarity forever, el himno más
conocido de los sindicatos norteamericanos, se cantó y se adaptó por todo el
mundo (la música procedía de un himno religioso compuesto hacia 1856 por
William Steffe, con la letra Glory! Glory! Hallelujah!; en 1860 la música y parte de
la letra fue adaptada, en la guerra civil, como himno militar en recuerdo de John
Brown... y fue el 17 de enero de 1915 cuando el sindicalista Ralph Chaplin,
del IWW Industrial Workers of the World, logró encajar en esa música la
palabra solidaridad... «Solidarity forever!, for the union makes us strong»)... la

378
racha no se perdió: en 1923 se organizó, bajo el nombre de «Los solidarios», un
grupo de anarquistas (Ascaso, Durruti, García Oliver). Pero tuvo intermitencias,
junto con otros términos tales como «Cultura», «Libertad» o «Paz».

Pero en nuestros días, la palabra «solidaridad» vuelve a sonar una y otra


vez, ya sea a título de consigna exenta de pancarta («¡Solidaridad!»), ya sea
como núcleo de enunciados políticos o académicos. Por lo que a mí respecta
puedo decir que, durante estos últimos años, he pronunciado, a petición de
determinados organismos, diversas conferencias que giraban de un modo u otro
en torno a la solidaridad: «Cooperación, solidaridad y fraternidad» fue el título
que me propuso en 1998 una organización de estudiantes de la Facultad de
Economía de la Universidad de Oviedo; «La nueva cultura de la solidaridad», fue
un título que propuso en 2002 una institución de Albacete, de grato recuerdo; &c.

Los sociólogos tienen aquí un campo abierto para la investigación empírica


relativa a las frecuencias del término solidaridad en la prensa diaria, en los
púlpitos y hojas parroquiales, en los manifiestos de diversas ONGs, o en los
discursos de los políticos, y para el trazado de las correspondientes curvas de
frecuencia durante los años de la última década, confrontadas con las curvas de
frecuencias de otros términos (tales como cultura, democracia,
libertad o tolerancia). Pero estas investigaciones no se han hecho; no podemos
apoyarnos en ellas.

2. Lo que sí puede darse por cierto es que el curso de estos fenómenos no


es casual; y que si el término solidaridad ha experimentado un ascenso notable
en una escala de prestigio, esto será debido a motivos precisos, que habrá que
determinar. Entre estos motivos habría que contar, sin duda, con el repliegue de
otros términos, que acaso se encontraban en competencia con el que nos ocupa.

En cualquier caso, sólo llegaremos a entender a fondo el significado del


ascenso del término solidaridad, y aún del término mismo, cuando podamos
establecer cuál es el término (o los términos) a los que se opone y a los que
sustituye. Por supuesto, el mero recuento de frecuencias no nos serviría de
mucho, si tenemos en cuenta la gran diversidad de significaciones contextuales
que el término solidaridad arrastra. Constatar la evolución de las frecuencias, sin
tener en cuenta la gran diferencia de significaciones contextuales, serviría de
muy poco.

Comenzamos, por nuestra parte, por establecer las distinciones entre


significaciones contextuales del término «solidaridad» que juzgamos más
pertinentes. Esta tarea, que es en gran medida previa a cualquier investigación
empírica, puede también alcanzar un interés por sí misma, aún cuando quedaría
muy fertilizada con las investigaciones «de campo».

379
§ 2.

Diez ideas genéricas de solidaridad

1. La idea de solidaridad puede tener un significado muy abstracto y, a su


escala, unívoco: es el significado de una idea holótica, la de la relación e
interacción de las diferentes partes que forman un todo y que, precisamente en
cuanto lo forman, se dicen «solidarias». Presuponemos, por otro lado, que la
idea de totalidad implica la idea de corporeidad (vid. TCC, tomo 2, págs. 514-
527); es decir, que sólo cabe hablar propiamente de todos y de partes cuando
nos referimos a cuerpos tridimensionales o a componentes de cuerpos
tridimensionales, como superficies o líneas. Pero la interacción sólo es posible
entre los cuerpos tridimensionales, entre los cuerpos físicos o sociales (no entre
los cuerpos matemáticos).

Solidaridad dice multiplicidad de partes extra partes interactivas. Por tanto,


la solidaridad sólo tendrá lugar entre cuerpos, ya sea entre cuerpos inorgánicos
(«rueda solidaria a su eje») ya sean cuerpos orgánicos («solidaridad entre las
abejas del enjambre»). Se perderá el sentido del término cuando hablemos de la
solidaridad de un individuo simple –sin partes– consigo mismo, o de la
solidaridad de los lados del exágono (puesto que no cabe hablar de una
interacción entre estos lados). Es cierto que, a veces, referimos la solidaridad al
individuo, pero en tanto ésta es resultante de la cohesión entre sus miembros,
en cuanto cuerpo viviente. Pero en este caso la solidaridad no se refiere a un
individuo simple, a un espíritu, sino al individuo compuesto de múltiples partes.
En cualquier caso, la idea de solidaridad, como idea propia de la teoría de los
todos y las partes, se mantiene no tanto a escala de las relaciones de partes con
el todo, o del todo con las partes, sino a escala de las relaciones o interacciones
diaméricas de las partes de un todo entre sí, en la medida en que estas
relaciones e interacciones constituyan la unidad del todo y, a su través, la misma
definición de las partes.

La idea de solidaridad, según esto, tiene mucho que ver con la idea de
unidad; pero con la unidad de tipo holótico, es decir, la unidad que suele ir
asociada al todo en el que se integran las partes múltiples. «La totalidad es una
unidad», dice Aristóteles (Metafísica ∆, 1024a). «Unum quod idem est cum
multis, dicitur Totum; ex adverso Multa quae simul sumpta idem sunt cum unum,
dicuntur partes», dice Christian Wolff (Ontología, §341).

Ahora bien: la univocidad abstracta que atribuimos a la idea de solidaridad


en cuanto idea holótica encubre en realidad una equivocidad o, si se prefiere,
una analogía de atribución, o acaso una analogia inaequalitatis: la equivalencia
entre diversas acepciones, en muchos casos irreductibles e incompatibles, de la

380
solidaridad. ¿Y cómo un término que comenzamos reconociendo como unívoco
puede ser además considerado como equívoco (puesto que los análogos de
atribución eran equívocos)? No es fácil responder a esta pregunta desde las
coordenadas de la lógica escolástica; pero cabe responder con mucha sencillez
si nos acogemos al concepto de «función» (de conceptos funcionales, en el
sentido de Cassirer). Una función se define por una característica, que podemos
considerar unívoca; pero esa característica es puramente sincategoremática, es
decir, incompleta, abstracta (por sí misma) y, en consecuencia, pidiendo ser
determinada por la delimitación de un campo de variables y por parámetros. Es
entonces cuando la función puede ofrecernos sus valores. Y estos valores
podrán ser interpretados como acepciones conceptuales, o como ideas
propiamente definidas. Un conjunto de diversas acepciones, conceptos o ideas,
vinculables a una misma característica funcional, se corresponde con un
conjunto o constelación de conceptos o de ideas análogas.

En nuestro caso: la idea de solidaridad, considerada como una idea


funcional, con una característica de contenido holótico abstracto (algo así como
«entretejimiento de las partes de un todo») sólo se determina como idea en los
diferentes valores que pueda adquirir según los valores que vayamos dando a
las «variables independientes» todo, parte, relación o interacción, entre ellas. Si
interpretamos el «todo» como totalidad distributiva, la idea de solidaridad será
distinta de la que encontraríamos si interpretamos el «todo» como totalidad
atributiva; si como partes del todo tomamos a los diferentes cuerpos vivientes
(es decir, si el todo adquiere ahora el valor de la biosfera) la idea de solidaridad
(ahora: «solidaridad de los vivientes») será muy diferente de la que resulte si
tomamos como partes a los individuos humanos («solidaridad de los seres
humanos») o a los individuos de una raza antropológica («solidaridad de los
arios», «solidaridad de los negros kikuyos»). Es cierto que cabe siempre
reivindicar el punto de vista univocista considerando a estas diversas acepciones
o valores de la solidaridad como meras aplicaciones particulares de una misma
idea genérica. Pero cuando subrayamos la gran distancia entre estas diversas
aplicaciones, la oposición entre ellas, y los significados prácticos o filosóficos que
la idea de solidaridad cobra en tales diversas aplicaciones, resultará preferible
hablar de diversos valores (conceptos o ideas) de solidaridad, vinculados a
una característica puramente abstracta que actúa de forma unívoca común.

2. La solidaridad, es decir, los valores o acepciones de la idea de solidaridad,


son, desde luego, múltiples. A veces enfrentados, a veces intersectados, a veces
mutuamente incomunicados o desconectados.

Nuestra primera tarea habrá de orientarse hacia una clasificación


sistemática de acepciones o valores de la idea de solidaridad, en cuanto idea
funcional. Esta clasificación sistemática se confundirá con el procedimiento

381
mismo de construcción de la idea de solidaridad en cuanto idea funcional o
analógica. No buscamos, en todo caso, una enunciación empírica de acepciones
léxicas; buscamos acepciones que puedan considerarse enmarcadas
en criterios capaces de desarrollar la característica holótica que hemos atribuido
a la idea de solidaridad, a saber, la condición diamérica abstracta que envuelve
las relaciones y las interacciones entre las partes de un todo.

Cuatro son los tipos de criterios lógico materiales que tendremos en cuenta;
y suponemos que sería imperdonable no tenerlos en cuenta en una clasificación
a través de la cual pretendemos construir la misma idea de solidaridad.

Ante todo, el tipo de criterios que se vinculan con la intensión de la idea y, a


su través, con su extensión, con la delimitación de su campo.

En segundo lugar, consideraremos el criterio de la delimitación de la


extensión, y a su través, de la intensión del campo de la función solidaridad.

En tercer lugar, tendremos también en cuenta criterios pertinentes de


carácter modal. Unas veces la solidaridad se entenderá como un simple hecho,
contingente o circunstancial; otras veces la solidaridad se entiende como
necesaria (por cierto la definición de solidaridad que ofrece invariablemente la
Academia de la Lengua desde 1914, «Adhesión circunstancial a la causa o a la
empresa de otros», se mantiene fijada al concepto jurídico de obligación
solidaria; no es fácil de comprender cómo el Diccionario oficial no ha incorporado
las acepciones hace ya muchos años en uso; no puede pasar por una
generalización del concepto la sustitución de «obligación in sólidum», propia del
concepto jurídico, por el «a la causa o la empresa de otros», conservando para
más inri la nota de «adhesión circunstancial», que denuncia el origen jurídico de
las definiciones que pretenden fijar los académicos).

En cuarto lugar, consideraremos los criterios que tengan que ver con la
naturaleza dialéctica de la idea funcional, es decir, sus componentes conflictivos
(polémicos) o armónicos, atribuibles a la idea de solidaridad.

Los tipos de criterios a los que nos estamos refiriendo no han de entenderse
como si fueran siempre separables: una determinación material no tiene lugar
con independencia de alguna determinación modal. Sencillamente, los criterios
pueden cruzarse, y esta es la razón suficiente para considerarlos como
disociables.

3. Nos ocuparemos ante todo de los criterios del primer tipo, los que se
vinculan a la intensión de la idea (y, a su través, a la extensión de su campo).

382
En nuestro caso, la intensión habrá de entenderse como la misma
determinación material de la característica formal de la función solidaridad, que
hemos hecho consistir en el «entretejimiento diamérico» de las partes de un todo.
Según esta intensión, las «partes solidarias en el todo» se determinarán, por
ejemplo, ya sea como contenidos de naturaleza biológica, ya sea como
contenidos de naturaleza antropológica, arquitectónica («solidaridad de las
basas, columnas y arquitrabes del edificio»). Las determinaciones intensionales
pueden ser de muy diversa índole, y a esta diversidad corresponderán diferentes
acepciones o valores de la idea de solidaridad.

Podemos agrupar las determinaciones intensionales de la característica


holótica de la idea funcional de solidaridad en dos rúbricas: la rúbrica de las
determinaciones holóticas genéricas (si van referidas a referencias formales
entre totalidades) y la rúbrica de las determinaciones holóticas específicas (o
materiales). La razón de considerar genéricas a las diferentes formas holóticas,
es que ellas afectan no sólo a las totalidades tridimensionales corpóreas
estrictas, sino también a las totalidades unidimensionales, bidimensionales o n-
dimensionales (n > 3). En cambio, serán específicas aquéllas diferenciaciones
que afecten a las partes integrantes de los cuerpos en cuanto tales.

Entre las determinaciones genéricas o formales pertinentes para la


diferenciación de valores de la idea de solidaridad, tendremos en cuenta
únicamente, por su importancia, la oposición entre las totalidades isológicas
(asociadas principalmente a las totalidades distributivas, aún cuando la isología
también puede afectar a las totalidades sinalógicas atributivas, tipo «barra de
oro» que Platón propone como ejemplo en su Protágoras) y las totalidades
heterológicas (ya sean distributivas –como es el caso de los análogos de
proporcionalidad– ya sean sinalógicas –como el rostro, con su nariz, boca y ojos,
al que Platón se refiere en el mismo lugar–). De este modo, delimitamos los dos
primeros valores (opuestos entre sí) de la idea de solidaridad:

I. Solidaridades isológicas. Son solidaridades referidas a totalidades


compuestas de partes iguales; lo que abre la cuestión acerca de si la solidaridad
se funda en una igualdad o solidaridad previa (por ejemplo, la cohesión o
solidaridad de las moléculas de Na+Cl- vinculadas por enlaces iónicos en los
cristales hexaédricos –un solidaridad inorgánica–) o bien si la igualdad deriva de
la solidaridad entre términos diferentes pero ecualizados como partes del todo.

II. Solidaridades heterológicas. Son solidaridades que se establecen entre


partes que figuran como desiguales. Como ocurre con la que llamaremos
«solidaridad dioscúrica» (la solidaridad que unía a los hermanos Cástor y Polux,
que sólo podían convivir luchando) o, en general, con la solidaridad orgánica o

383
política (la unidad entre las partes heterogéneas del todo social, la unidad de los
patricios y de los plebeyos, del famoso apólogo de Menenio Agripa).

Cuando nos atenemos a las determinaciones específicas (materiales) que


puedan afectar a la característica de la función solidaridad, lo primero que
conviene subrayar es el papel que a estas determinaciones específicas de la
característica corresponde en cuanto a la «fundamentación» de una solidaridad,
realmente existente, cualquiera que sea su especificación. Así como no es fácil
apoyarse en las determinaciones I o II para fundamentar una solidaridad, en
cambio es difícil, por no decir imposible, fundamentar una solidaridad específica
prescindiendo de sus determinaciones materiales. Por este motivo, podría
asegurarse que las determinaciones materiales de la «función solidaridad»
contiene siempre el núcleo de una teoría o ideología de la solidaridad, dado que
el fundamento de la solidaridad entre un conjunto de partes tendrá algo que ver
siempre con la naturaleza de la unidad, con la naturaleza de la unidad del todo.

En cualquier caso, las determinaciones materiales de la característica de la


función solidaridad nos abren una gama muy rica de diferencias según la
naturaleza y extensión que se otorgue a los términos solidarios. El límite máximo
no podría ser otro sino el del «Mundo», en cuanto complexio omnium
sustantiarum(se trata de un límite, si no admitimos que el Mundo, como
«conjunto de todos los cuerpos», sea él mismo un todo corpóreo, de la misma
manera que el «conjunto de los cinco poliedros regulares» no es un poliedro
regular). Sin embargo, es obvio que las determinaciones materiales que
buscamos se mantendrán «por debajo» de este límite. Tal es el caso de las
determinaciones inorgánicas (la antes citada «solidaridad de las moléculas
entrelazadas por enlaces iónicos en los cristales de cloruro sódico») o el de las
determinaciones orgánicas, ya sean en su conjunto (la «solidaridad de la
Biosfera») ya sea de regiones suyas (la «solidaridad de los organismos que
constituyen una biocenosis», la «solidaridad de las hormigas que forman un
hormiguero», o la «solidaridad de los soldados que integran un batallón»).

Clasificaríamos, en principio, esta gran variedad de determinaciones


materiales de la característica en tres grandes rúbricas, establecidas en función
de los ejes del espacio antropológico. Cada una de estas tres rúbricas nos
pondría ante otras tantas determinaciones de la solidaridad: podríamos hablar,
ante todo, de una «solidaridad radial», refiriéndonos a la presunta solidaridad
que vincula, a través de la interacción gravitatoria, a todos los cuerpos del
sistema solar; hablaríamos también de una «solidaridad angular», refiriéndonos
a las interacciones vitales entre los organismos animales y los humanos, y
hablaríamos por último de una «solidaridad circular» cuando nos atuviésemos a
totalidades constituidas por individuos humanos, o por grupos de estos
individuos.

384
Sin embargo, teniendo en cuenta que nuestro propósito de ahora es el de la
exposición de los valores o acepciones de la idea de solidaridad que están o han
estado en curso en las sociedades históricas contemporáneas (porque antes la
idea de solidaridad no fue utilizada en el vocabulario político, ético o moral),
preferimos renunciar al criterio de los ejes del espacio antropológico (al precio
de renunciar también a una escala de análisis más adecuada al caso) y
atenernos, por ejemplo, a las coordenadas más comunes, heredadas de la
organización ontoteológico del mundo medieval, en torno a las tres ideas
de Dios, Mundo, Hombre (de donde la «solidaridad de las criaturas» o la
«solidaridad de los hombres»). Y teniendo en cuenta que esta organización
ternaria ha tendido a ser transformada, en la época moderna y contemporánea
(en la época en la que aparece la idea de solidaridad, y precisamente
rechazando toda fundamentación teológica), en una organización binaria, en un
espacio antropológico bidimensional polarizado en torno a dos ejes: el Mundo o
Cosmos (pero en tanto en él se conserva la herencia del Dios tradicional, y a
veces, en los mismos creadores de la ideología contemporánea de la solidaridad,
en la forma explícita de un panteísmo) y el Hombre; preferimos clasificar las
determinaciones materiales en dos grandes rúbricas, a las que haremos
corresponder la tercera y la cuarta determinación de los valores de la solidaridad:

III. Solidaridad cósmica. Es la solidaridad que engloba a los ejes radial y


angular, por tanto, la solidaridad que podrá a su vez determinarse en especies
más particulares, tales como la solidaridad entre los primates y los hombres,
defendida, por ejemplo, por los autores del Proyecto Gran Simio.

IV. Solidaridad antropológica o humanística. Es la solidaridad que englobará


a muy diversas determinaciones que se extienden, desde la determinación más
universal, el «Genero humano» (la solidaridad humanística por antonomasia)
hasta las determinaciones más particulares de índole racial, o étnica, o cultural,
o religiosa, o política, o sindical, o familiar.

4. En relación con los criterios del segundo tipo –aquellos que tienen que
ver con la delimitación de la extensión del campo de la función– las
determinaciones más significativas podrán clasificarse en dos grupos: aquéllas
que convienen en el carácter categorial del campo de la solidaridad, y aquéllas
que no tengan este carácter, sino el de carecer de límites definidos y, por tanto,
ser trascendentales (bien entendido que este término lo tomamos en el sentido
positivo, y no en el sentido metafísico del idealismo kantiano).

Distinguimos, de este modo, dos nuevas determinaciones de la idea de


solidaridad:

385
V. Solidaridades en sentido categorial. Son aquellas solidaridades que tienen
lugar en terrenos definidos de índole tecnológica, institucional o jurídica.

VI. Solidaridades en sentido trascendental. Son aquellas cuyo campo no está


definido, sino que se extiende de modo recurrente, como es el caso de la
solidaridad en sentido ético, o religioso, o místico.

5. Consideremos los criterios del tercer tipo, aquellos que tienen que ver con
la modalidad según la cual podría ser entendida la características de la «función
solidaria».

La perspectiva modal suele ser expuesta según diferentes oposiciones bien


conocidas. La primera fue sin duda la oposición entre la modalidad factual y la
modalidad normativa. León Bourgeois, en su Philosophie de la Solidarité, pág.
13, ya subrayó la distinción entre solidarité-fait y solidarité-devoir: «no se
confunden; son contrarias, pero es indispensable constatar la primera para
advertir la necesidad moral de la segunda.» Bourgeois estaría incurriendo, dicho
sea de paso, en la llamada «falacia naturalista» (supuesto que esta falacia esté
bien definida).

También podríamos citar la diferencia modal entre el ser y del deber ser, o
bien la diferencia modal entre los juicios de existencia y los juicios de valor. Pero
estas oposiciones no son tan claras y distintas como sus patrocinadores
pretenden. Por ejemplo, la oposición entre el ser (el hecho) y el deber ser (el
derecho, por ejemplo) queda neutralizada por el concepto, de tradición española,
tan importante en jurisprudencia o en política, de «los hechos que hacen
derecho», o, en general, por aquellas situaciones características de
las instituciones culturales, en las cuales su ser es constitutivamente un deber
ser o un ser normativo, lo que desvirtúa la llamada «falacia naturalista»
(Durkheim ya había hablado de los hechos normativos). Por parecidos motivos,
la oposición entre el ser y el valor (o entre bienes y valores) tampoco es clara,
puesto que hay «seres» que sólo comienzan a serlo en cuanto valores (por
ejemplo, los valores de la Bolsa), y hay valores que son indisociables de los
bienes.

Sin embargo, todas estas dificultades no son suficientes para llevarnos a


una desconsideración de las determinaciones modales, siempre que nos
atengamos a la estricta perspectiva de tal modalidad, con independencia de las
opiniones que mantengamos sobre su génesis o alcance (acaso la modalidad
factual, lejos de ser la originaria, deriva de un proceso de abstracción de
modalidades axiológicas).

386
Distinguiremos, por tanto, dos modalidades más, que consideramos muy
pertinentes y aún imprescindibles en el momento de establecer las
determinaciones de la característica de nuestra función solidaridad.

VII. Solidaridad neutra. Es la solidaridad axiológica o normativamente


neutralizada, ya sea por su condición factual, ya sea por cualquier otra condición.
En contextos tales como «la camada de ratas mostró una gran solidaridad ante
el ataque», el término solidaridad, utilizado por los etólogos, pretende
mantenerse «libre de toda valoración», con una intención puramente descriptiva.

VIII. Solidaridad normativa. Es la solidaridad que engloba a todas aquellas


situaciones en las que nos estemos refiriendo a una solidaridad marcada por una
modalidad axiológica o normativa, incluso parenética o exhortatoria («¡debéis ser
solidarios!»).

Hay que tener en cuenta que esta oposición, según el tercer criterio, entre
las solidaridades neutras y las solidaridades normativas, no se corresponde con
la oposición, según el criterio segundo, entre solidaridades categoriales y
solidaridades trascendentales. La solidaridad trascendental puede concebirse en
términos de una solidaridad normativa, sobre todo si se pone a un Dios
ordenador como fundamento de las trascendentalidad; pero puede concebirse
también en términos de una solidaridad neutra si se identifica este fundamento
como idéntico a una «interacción cósmica universal» (de todas las cosas con
todas) que nos llevaría a la posibilidad de reinterpretar la normatividad de las
solidaridades humanas como una imposición determinista del propio «ser
cósmico».

La solidaridad categorial puede ser neutra en principio, pero también puede


ser normativa, ya sea en el terreno de la tecnología, ya sea en el terreno de la
práxis jurídica. Otra cosa es que la solidaridad jurídica suela ser recíproca o
multilateral (solidaridad mutua entre los solidarios) mientras que la solidaridad
tecnológica pueda ser unilateral (en su Traité VI, §52, Cournot advierte cómo en
la esfera del reloj el minutero conduce a la aguja de las horas, pero ésta no
conduce a aquélla: «en otros términos, el movimiento de la aguja de las horas
es solidario [solidaire] del de la aguja de los minutos, mientras que el movimiento
de la aguja de los minutos es independiente del de la aguja de las horas»).

A la oposición según el tercer criterio (solidaridad neutra / solidaridad


normativa) podrían reducirse otras oposiciones como la propuesta Marc-Henri
Soulte entre solidaridad funcional «abstracta e impersonal», que reposa sobre la
interdependencia y la complementación de los seres humanos, y la solidaridad
humanista, general y singular a la vez, que implica amar al otro en tanto que
miembro de una común humanidad y buscando rebasar la incompletud humana

387
en los otros concretos. Ambos tipos de solidaridad se mantendrían en relación
de cooperación conflictual, más que en relación de coexistencia pacífica.

6. Por último, cuando tenemos en cuenta criterios dialécticos, es decir, que


consideran las determinaciones (ejercitadas o representadas) de la función
solidaridad en cuanto estén afectadas o inafectadas por las relaciones de
incompatibilidad, obtendremos dos determinaciones de la Idea que, sin perjuicio
de la desconsideración que suelen recibir por parte de los ideólogos o filósofos
de la solidaridad, tiene un significado principal e interno (categorial, en muchos
casos) en la filosofía materialista de la solidaridad:

IX. Solidaridad armónica. Es la solidaridad en la que sólo se considera la


perspectiva de la cohesión entre las partes del todo, tanto si esta totalidad es de
materia tecnológica –la solidaridad arquitectónica entre el arquitrabe y las
columnas– como si es de materia social o política –como la solidaridad entre las
comunidades autónomas españolas, tal como se contempla en el artículo 2 de
la Constitución de 1978.

X. Solidaridad polémica. Es la solidaridad en la que la cohesión de las partes


del todo está dada en oposición a terceros, o incluso en oposición de
incompatibilidad mutua.

¿Cabe establecer algún orden de prioridad lógica entre estas dos


modulaciones de la Idea de solidaridad, entre la solidaridad armónica y la
solidaridad polémica? Desde la perspectiva de la idea general parece que está
fuera de lugar tratar de establecer un orden, cualquiera que sea: estaríamos ante
dos acepciones o modulaciones independientes, lo que permitiría por tanto
interpretar la Idea de solidaridad armónica como si tuviera sentido por sí misma.
Sin embargo, desde la perspectiva de la Idea antropológica estricta (no ya
tecnológica o cósmica) hay razones de peso para dar la prioridad a la modulación
polémica sobre la modulación armónica. La principal razón, de carácter lógico,
se funda en la consideración de la mayor riqueza conceptual que corresponde a
la modulación polémica respecto de la modulación armónica y, por tanto, en la
posibilidad de pasar(constructivamente) desde la modulación polémica a la
armónica (suprimiéndole el componente polémico) y en la imposibilidad de pasar
constructivamente (es decir, sin agregarle ad hoc, tomándolos del exterior, los
componentes polémicos) de la modalidad armónica a la polémica: un tipo de
razones paralelo al que se utiliza en matemáticas cuando se atribuye prioridad
al concepto de magnitud vectorial respecto del concepto de magnitud escalar,
porque del vector, por neutralización de su dirección y sentido, se pasa bien a su
módulo escalar, contenido en aquel; pero del segmento escalar, sólo por
agregación externa a él y ad hoc de una dirección y un sentido puedo pasar al
vector.

388
Partimos de la modulación polémica de la Idea de Solidaridad como
modulación original de la idea. Un punto de partida que concuerda con la
prioridad efectiva que corresponde al concepto jurídico de solidaridad –un
concepto genuinamente polémico, desde la época de Gayo y Justiniano–
respecto de la idea de solidaridad social o política que se acuñó en Francia en el
siglo XIX (de lo que hablaremos en el §3). Sin duda es posible obtener de la idea
de solidaridad polémica, por abstracción, su modulación armónica. Pero en esta
modulación la idea quedaría desvirtuada, como se desvirtuaría el significado de
la estatua de Laoconte si le quitásemos las serpientes. Laoconte, con sus hijos,
pero sin las serpientes, seguiría siendo desde luego una asombrosa escultura;
pero su significado habría cambiado por completo y desde luego sería imposible
explicar la extraña asociación [solidaria] entre las figuras de Laoconte y de sus
hijos. En todo caso sería una ingenuidad suponer que la «escultura armónica»
de Laoconte con sus hijos se esculpió en primer lugar, sin relación alguna con
las serpientes, que sólo se habrían agregado después.

También la idea de solidaridad polémica, al transformarse ideológicamente


en una idea de solidaridad armónica, cambia de significado y «desciende» desde
la plataforma antropológica o biológica originaria hasta una plataforma
inorgánica abstracta o mecánica que, por supuesto, se reaplicará al propio
campo antropológico, que quedará contemplado de este modo desde la misma
perspectiva «inorgánica y abstracta» (por ejemplo, en la figura del «hombre
máquina»).

Se trata de un proceso análogo al que tiene lugar en la Teoría de las


ideologías. «Ideología» fue un término acuñado por Marx con un explícito
componente polémico: una ideología es un sistema de ideas socialmente
arraigado en un grupo o clase social en tanto está enfrentado a otros grupos o
clases sociales. Sin duda, es posible y frecuente «desactivar» el componente
dialéctico-polémico del término «ideología» reteniendo sólo sus contenidos
representativos, doctrinales, utópicos, &c. Pero entonces, la teoría de las
ideologías «desciende» de la plataforma sociológica o política y pasa a asentarse
en la plataforma psicológica en la que se incubó en los tiempos de Destutt de
Tracy. Y también la idea de una solidaridad armónica resulta ser, casi siempre,
por no decir siempre, ingenuamente interesada. Valga como ejemplo lo que
ocurrió con las Comunidades Autónomas en las que España quedó organizada
a raíz de la Constitución de 1978. Se concibió en un principio la solidaridad entre
estas regiones como una solidaridad armónica; sin embargo, el transcurso de los
años reveló la naturaleza polémica de esta solidaridad política entre
las Comunidades Autónomas, porque algunos interpretaron la autonomía como
una mera situación preparatoria de la independencia soberana. En la solidaridad
polémica, que consideramos como fundamento de la Idea polémica de
solidaridad, el antagonismo desempeña formalmente un papel constitutivo, o

389
bien un resultado inducido por la propia solidaridad. De aquí la conveniencia de
distinguir una solidaridad de antagonismos constitutivos y una solidaridad de
antagonismos inducidos, según tres tipos u órdenes de antagonismos:
a. Antagonismos de primer orden, que dan lugar a la solidaridad antagónica de
primer orden. Es la solidaridad de igualdad externa de los solidarios contra
terceros, constitutiva del concepto jurídico de solidaridad; por ejemplo, la
solidaridad definida en el artículo 1137 del Código Civil español es de primer
orden; como lo es también la solidaridad sindical proletaria contra los capitalistas
(«proletarios de todos los países, uníos»); este componente polémico y dialéctico
que habría de inspirar la «dictadura del proletariado», fundada en la solidaridad
proletaria, sería puesto entre paréntesis por la solidaridad armónica de la
socialdemocracia o afines, la solidaridad de las organizaciones patronales contra
las sindicales, o la solidaridad de los «bloques históricos» (en el sentido de
Gramsci) o la de los Frentes Populares (que reunían a anarquistas, comunistas
y socialistas, principalmente contra «la derecha»). O la solidaridad del sindicato
polaco llamado (no sin cierto autismo) «Solidaridad» de Lech Walesa contra la
Unión Soviética. También es solidaridad antagónica, de tipo político, la
solidaridad constitutiva de las ligas de Estados formadas contra terceros (la Liga
aquea, los «cinco reinos cristianos» de la España medieval contra el Islam, la
solidaridad de los países no alineados en Bandung, en la OTAN o en el «Pacto
de Varsovia», la solidaridad de los bloques de la Guerra Fría. En el Congreso de
Porto Alegre de 2002 sonó la divisa: «antiglobalización solidaria.»

La solidaridad antagónica de primer orden suele asumir la forma de una


estructura metafinita, en tanto que cada parte solidaria se identifica de algún
modo con todas las demás: el ataque a un miembro de la liga Aquea sería
interpretado como un ataque contra todos los demás miembros solidarios.

b. Antagonismos de segundo orden, que se establecen entre las mismas partes


solidarias y en donde la igualdad entre los miembros opuestos es puramente
analógica o posicional. Es la solidaridad propia de una biocenosis, o la
solidaridad de dos ejércitos enemigos, unidos cooperativamente en la batalla (si
un ejército huye, la batalla no puede celebrarse). Sin la cooperación del
antagonista no existe la unión solidaria de los Dióscuros: Cástor y Pólux sólo
pueden coexistir luchando. Este concepto de solidaridad cubre también, por
supuesto, los antagonismos de los juegos de competición tales como el boxeo,
el fútbol o el ajedrez; y a la solidaridad de segundo orden podría reducirse la
solidaridad entre los polos eléctricos de signo contrario.

c. Antagonismo de tercer orden: las solidaridades fundadas en este tipo de


antagonismo pueden ser ampliamente ejemplificadas: cada familia solidaria no
implica la solidaridad de las familias entre sí; tampoco las empresas
competitivas, ni los Estados, ni las democracias, son mutuamente solidarias. La

390
solidaridad entre los ciudadanos de la democracia A y los de la democracia B no
implica la solidaridad de la democracia A y B entre sí. Estamos ante un caso
particular de las disyunciones inducidas por la partición de un conjunto U entre
cuyas partes se define una relación de igualdad (o de equivalencia) que es
universal (afecta a todos los elementos del conjunto), pero que no es conexa (no
afecta a cada par de individuos cualesquiera del conjunto). Esta relación de
igualdad determina una partición de este conjunto en clases disyuntas (habría
que decir: insolidarias). El lenguaje de palabras define una relación universal al
conjunto de todos los hombres; pero la relación no es conexa, porque no todos
los que hablan un idioma pueden hablar con los que hablan otro idioma: la torre
de Babel.

En el límite, la solidaridad de tercer orden es la solidaridad de antagonistas


entre solidarios en sí mismos armónicos. Por ejemplo, la solidaridad entre todos
los trabajadores del mundo (la «solidaridad entre nosotros» de la que hablaba
el Manifiesto de los Trabajadores Internacionales de la Sección de Madrid a los
trabajadores de España de 1869 se concibe como una solidaridad
originariamente armónica –sin perjuicio de componentes coyunturales de
antagonismo de primer orden–, enfrentada a las «diferentes ideas»
[solidaridades] religiosas, de nacionalidades, «o sea, el llamado amor patrio y a
las diferentes opiniones políticas que nos han dividido»).

7. Las determinaciones obtenidas pueden cruzarse, por un cruzamiento ante


todo sintáctico, pero cuyas consecuencias semánticas tendrán muy diverso
alcance, que en este artículo no analizaremos. Podemos establecer de este
modo una tabla de 32 modulaciones específicas de la Idea de Solidaridad
(modulaciones de las 10 ideas generales que hemos definido) como la que se
ofrece a continuación. Cada cuadro de la tabla representa en realidad una clase
de modulaciones, susceptible de ser interpretada en muy diferentes modelos
materiales.

391
Criterio
1
I II
formal Criterio
Solidaridad Solidaridad
→ 3
isológica heterológica
material

VII
Solidar
(1) (2) (3) (4) (17) (18) (19) (20)
idad
III
neutra
Solidarid
VIII
ad
Solidar
cósmica
(5) (6) (7) (8) (21) (22) (23) (24) idad
normat
iva
VII
Solidar
(9) (10) (11) (12) (25) (26) (27) (28)
IV idad
Solidarid neutra
ad VIII
antropol Solidar
ógica (13) (14) (15) (16) (29) (30) (31) (32) idad
normat
iva
IX X IX X IX X IX X
Solidar Solidar Solidar Solidar Solidar Solidar Solidar Solidar
Criterio Criterio
idad idad idad idad idad idad idad idad
4 4
armóni polémi armóni polémi armóni polémi armóni polémi
ca ca ca ca ca ca ca ca

V VI V VI
Criterio Criterio
Solidaridad Solidaridad Solidaridad Solidaridad
2 2
categorial trascendental categorial trascendental

Un ejemplo de la conexión entre los cuadros de la tabla. La modulación (30)


de la función solidaridad nos pone ante una idea de solidaridad heterológica
referida al campo antropológico tomado en un sentido categorial, como sería el
caso de la solidaridad de los acreedores y deudores contemplada en el ya citado
artículo 1140 del Código Civil español; una solidaridad que algunos intérpretes
del código podrían considerar como isológica (lo que nos llevaría a incluirla en el
cuadro (14)). Una solidaridad, en todo caso, con explícitas connotaciones

392
polémicas y normativas (no neutras), y al menos en la esfera de la jurisdicción
del código civil vigente en España.

Conviene advertir, por último, que la tabla que representamos no tiene


pretensiones taxonómicas meramente «especulativas» sino, sobre todo,
pretensiones «críticas» derivadas de los efectos trituradores que el análisis de la
idea producirá ante quienes la utilizan en el sentido general metafísico e
indiscriminado de una idea-fuerza. Para decirlo de un modo plástico: ocurriría
como si la «sublime Idea» de la solidaridad quedase descompuesta en, por lo
menos, los 32 cuadros de la tabla en los que se divide inmediatamente. Cuadros
que se excluyen los unos a los otros e impiden seguir hablando con sentido de
la solidaridad general. Y a esto hay que añadir que la solidaridad determinada
en cada cuadro, tampoco puede interpretarse formalmente: dada su naturaleza
funcional o sincategoremática, es imprescindible, en cada caso, referirse a
la materia, a los valores materiales que toma la solidaridad en función de la
materia de las variables.

§ 3.

Para una historia crítica de la Idea de solidaridad

1. Ofrecemos en este párrafo un esbozo de lo que pudiera ser una «Historia


crítica» de la Idea de solidaridad. Un esbozo orientado a indicar, con líneas
punteadas, los caminos por los que podría transcurrir el trazado de la trayectoria
de la evolución del término, a la espera de que una investigación histórica en
regla confirme y precise, o desmienta, en todo o en parte, la trayectoria que aquí
se representa.

En todo caso este esbozo de Historia crítica se opone a una mera historia
empírica o meramente erudita. Una «Historia crítica» que, por serlo (y si
mantenemos la concepción de la crítica como clasificación) ha de presuponer
una sistemática, a la manera como la evolución de las especies vivientes sólo
puede ser expuesta una vez que se dispuso de una taxonomía de las especies,
que la misma teoría de la evolución estaría llamada a rectificar o matizar en
muchos de sus puntos. Los materiales historiográficos son, por supuesto,
imprescindibles; pero si no se dispone de criterios adecuados para su análisis,
la mera acumulación cronológica de tales materiales contribuirá a ocultar, más
que a desvelar, la verdadera historia de la idea de solidaridad.

2. Se admite generalmente que el término «solidaridad» – como término del


vocabulario ético moral o político– fue acuñado por Pedro Leroux, en su
libro LaGrève de Samarez, poème philosophique, Paris 1863. Sin embargo
Leroux (que había nacido en 1798, el mismo año que Augusto Comte) ya había

393
desplegado una intensa acción ideológica (fue la voz del grupo de socialistas
utópicos llamados los «humanitarios») y política en la revoluciones de 1830 y
1848, en las que fue encarcelado junto con Blanqui y Raspail. Amigo de George
Sand (cuya novela Spiridion, de 1839, refleja la influencia de Leroux) polemizó
con el eclecticismo de Victor Cousin, con Proudhon... tras una vida llena de
penurias (entre otras cosas para sacar adelante a su ocho hijos) murió en París
en el año de la Comuna (1871); en 1838 publicó De l'egalité, en 1839 Réfutation
de l'eclecticisme, y en 1840 De l'Humanité, de son Principe, et de son Avenir.

3. Ahora bien: el término «solidaridad» al que Leroux imprimió el nuevo


significado «humanitario» en el terreno social-político, en realidad, un significado
que comenzaba por eliminar los componentes polémicos para quedarse con los
componentes armónicos de la idea, no fue desde luego creado por él. Leroux
mismo lo dice en la Grève de Samarez: «yo he sido el primero en tomar de los
legistas el término de solidaridad para introducirlo en la filosofía [diríamos
nosotros: para transformarlo desde su condición de concepto jurídico, hasta su
condición de Idea], es decir, según mi opinión en la religión: he querido
reemplazar la caridad del cristianismo por la solidaridad humana.»

En efecto: el término solidaridad, y el adjetivo correspondiente («solidario»),


eran tecnicismos propios del vocabulario jurídico y lo siguen siendo. Estamos
pues ante un caso de la general transformación de los conceptos en Ideas.

En el Derecho Civil español, dentro del capítulo de las obligaciones (que


pueden ser individuales o colectivas, o como se dice técnicamente,
mancomunadas) la solidaridad figura como una especie de mancomunidad. Hay
obligaciones mancomunadas cuando existe pluralidad de deudores o de
acreedores. Las obligaciones mancomunadas pueden ser simples (por regla
general cuando son divisibles: cada deudor viene obligado por una parte de la
obligación y cada acreedor tiene derecho a una parte de la prestación)
o solidarias(cuando son indivisibles, y cada uno viene obligado por el todo o tiene
derecho al todo). La solidaridad, o mancomunidad solidaria, exige pluralidad de
personas: acreedores respecto de deudores y relativa a ambos. De aquí las tres
variedades de la obligación solidaria: activa (de los acreedores), pasiva (de los
deudores) y común. En el derecho romano se presumía la solidaridad (supuesta
la mancomunidad) debido a la naturaleza de la stipulatio; en la Novísima
Recopilación la presunción va a favor de la mancomunidad (libro 10, ley 10 título
1), así también en el Código Civil español (art. 1137) se presume la
mancomunidad, mientras que la solidaridad debe ser probada siempre. La
solidaridad puede existir aunque acreedores y deudores no estén ligados del
mismo modo y plazo (art. 1140 del Código Civil). En virtud de la solidaridad cada
acreedor tiene derecho a reclamar el todo de la prestación, sin perjuicio de la
obligación de los otros; cada deudor puede ser reconvenido por el todo de la

394
obligación, sin perjuicio de las obligaciones concertadas para distribuir la
responsabilidades.

Se discute mucho entre los «legistas» sobre cuál sea la naturaleza de la


obligación solidaria. Puede tener como origen un pacto expreso; algunos le dan
la categoría de un mandato, otros de ficción de un mandato de unos a otros
deudores y de unos a otros acreedores, porque de ese modo los deudores
solidarios, además de serlo por sí mismos, resultan garantes o fiadores mutuos.

Muy importante para nosotros (teniendo en cuenta la teoría de la solidaridad


social que León Bourgeois propondría a finales del siglo XIX, y de la que
hablaremos más abajo) es la aproximación del origen de las obligaciones
solidarias a la figura (procedente de la interpretación de un texto de Gayo)
del cuasicontrato. En el derecho romano sólo se reconocía como causa de
obligación al contrato y el delito; pero había también obligaciones nacidas de
un ex quasicontractu y de un ex quasidelicto. Se trataba de actos lícitos y
voluntarios, en los que no hay convención expresa, pero de los que resultan
obligaciones recíprocas o no recíprocas (por ejemplo, cuasicontratos en el cobro
de lo indebido, en la administración de bienes ajenos, en la comunidad de bienes
o en la adición de la herencia). Justiniano las reguló en su Institutiones (libro III,
cap. 27).

Pero la solidaridad también puede originarse en la determinación expresa


de la última voluntad, o en sentencia firme, o en disposición de la ley. Se
distinguen dos tipos de solidaridad: la solidaridad de las obligaciones
contractuales establecidas por pacto o ley, cuando se consigue esta forma de
responsabilidad (como es el caso de los foreros en el pago de esta especialidad
enfitéutica), cuando el señor puede exigir la pensión completa de cualquiera de
los foreros (en el caso en el que fallasen los demás solidarios) y la solidaridad
de prestación que no es producto de pacto (y se asigna a la última voluntad o a
sentencia firme con cláusula de solidaridad, en caso de co-reos de un delito, con
responsabilidad civil, de co-tutores...).

Es muy importante subrayar el carácter renunciable de la solidaridad


(carácter paradójico desde la posterior Idea general y metafísica de la
solidaridad) por parte del acreedor a favor del deudor solidario; lo que suscita la
duda, cuanto a la extinción de la obligación si son varios los deudores (habría el
peligro de que un acreedor y un deudor de mala fe perjudicasen a otros
acreedores simulando una renuncia total de la deuda). El artículo 1143 del
Código Civil establece: «la novación, compensación, confusión o remisión de la
deuda, hecha por cualquiera de los acreedores solidarios o con cualquiera de los
deudores de la misma clase extinguen la obligación...». La renuncia a la
solidaridad produce diferentes efectos, según los supuestos. Por ejemplo, la

395
renuncia de todos los acreedores a todos los deudores produce novación cuanto
a la naturaleza del vínculo; si todos los acreedores renuncian a favor de uno sólo
de los deudores subsiste la obligación solidaria para los demás deudores, pero
reducida la parte correspondiente al deudor a quien se remitió la solidaridad, la
realizada por uno de los acreedores en obsequio de todos los deudores, produce
novación parcial.

4. El término «solidaridad» fue también utilizado, antes y después de Leroux,


en contextos no jurídicos, sino tecnológicos (por ejemplo, la «solidaridad
unilateral», ya citada entre el movimiento de las agujas del reloj de la que habló
Cournot) o meramente abstractos: «porque yo creo en la solidaridad,
permítaseme la expresión, de la filosofía y de la Historia», decía Juan Donoso
Cortés en sus Lecciones de Derecho político (1836-1837). O bien: «Cuando la
solidaridad espontánea de la ciencia y el arte haya sido organizada...» que
leemos en el párrafo 22 del Discurso sobre el Espíritu Positivo de Augusto
Comte.

Estas acepciones del término solidaridad (que pueden coexistir con las
acepciones «humanísticas») nos remiten siempre a la idea de una trabazón (a
veces artificial, y postiza, resultante de una soldadura que hace solidario, por
ejemplo, al cajón del carro y a sus varas) de las partes de un todo, en virtud de
la cual las partes comienzan a ser interdependientes, recíproca o
arrecíprocamente. Las «acepciones holóticas» del término solidaridad son
probablemente anteriores a las propias acepciones jurídicas que se basan en
ellas; las acepciones holótico-tecnológicas (las que van referidas a totalidades
artificiales, como pueda serlo el «carro de las cien piezas» del que habla
Hesíodo), son probablemente anteriores a las «acepciones cósmicas» derivadas
de la interpretación metafísica del mundo como un todo (por ejemplo como un
edificio), con sus partes mutuamente trabadas por designio de un Arquitecto
Supremo.

5. Pedro Leroux no inventa, pues, el término solidaridad: lo toma, o cree


tomarlo, como él mismo confiesa, del vocabulario jurídico de los «legistas»
(aunque no habría que descartar la influencia en este vocabulario del vocabulario
técnico o tecnológico). Pero lo que nos importa aquí es analizar de qué modo un
término técnico (jurídico o tecnológico), delimitado en un concepto, se ha
transformado en un término «filosófico» (como dice el propio Leroux), es decir,
cómo un concepto («categorial») se ha transformado en una Idea (política,
sociológica, humanística, cósmica...). No estamos ante ninguna situación
insólita, sino ante la situación ordinaria relativa al curso de la generación de las
Ideas a partir de conceptos. Por ejemplo, la Idea de «Mundo», acaso originada
de la transformación del concepto de «cofre»; la Idea de «Progreso», derivada
del concepto de una escalera de mano o de un graderío; la Idea de «Evolución»,

396
generada a partir del concepto de despliegue o desarrollo –evolutio– de un rollo
de papiro.

Acaso los momentos más interesantes de la transformación del concepto


jurídico en Idea filosófica llevado a cabo por Leroux pudieran agruparse en los
tres siguientes:

El primero, podría hacerse consistir en la eliminación o abstracción del


componente polémico propio de las solidaridades antagónicas de los «legistas»,
que hemos clasificado como antagonismos de primer orden. La «Idea filosófica»
de solidaridad acuñada por Leroux tiene en efecto un inequívoco formato
«armónico» (solidaridad entre todos los hombres), antes que polémico, al menos
en el contexto del primer orden de antagonismo (y esto dicho sin perjuicio de que
más adelante podamos reconocer a la idea un componente polémico de tercer
orden, inducido por su enfrentamiento con otras solidaridades armónicas).

El segundo lo cifraríamos en la tendencia a la estructuración metafinita que


hemos advertido en los conceptos de solidaridad antagónica de primer orden y,
muy especialmente, en las solidaridades jurídicas, pero que, en principio,
también pueden afectar a las solidaridades armónicas. Cabría hablar de la
«solidaridad teológica», metafinita, presente en la doctrina de las personas de la
Santísima Trinidad, según San Agustín (De Trinitate V, 8). Incluso (contra el
propio Leroux) de la «solidaridad» fundada en la caridad, entre los miembros del
Cuerpo de Cristo, «cada uno de los cuales ama a todos los demás y a su
conjunto». O de la solidaridad que cabría atribuir a esa «sociedad de egos»
representada en el Destino del sabio de Fichte («cada individuo en la sociedad
está ordenado a perfeccionar a todo otro individuo») y que tanta afinidad tiene
con el texto de Schiller –Abrazaos, millones– sobre el que Beethoven compuso
el actual himno de la Unión Europea (que nos ofrece una imagen armónicamente
solidaria de los millones de europeos abrazándose mutuamente en la Paz
Perpetua).

El tercer momento importante de la transformación podría hacerse consistir


en lo que ella tiene de transformación de una relación (o sistema de relaciones)
categorial –recogida en los cuadros (14) o (30)–, en una relación (o sistema de
relaciones) trascendental –recogida en los cuadros (16) o (32), o acaso en los
cuadros (8) o (24)–; y correlativamente en la transformación de una relación
modal factual («circunstancial» o contingente) en una relación vista como
modalmente necesaria, respecto de los mismos seres humanos que la
mantienen.

397
En ningún caso se trata, por tanto, de una transformación de un concepto
en una Idea metafórica, o de una mera generalización de un concepto jurídico a
campos que lo desbordan. En efecto:

Mientras que la solidaridad, en el sentido jurídico, es una obligación


sobreañadida a los sujetos humanos («postiza», en cierto modo, como postiza
es la solidaridad de dos barras metálicas «soldadas» o solidarias a una tercera),
pero susceptible de ser extinguida, remitida o renunciada; como obligación, por
tanto, contingente –probablemente de aquí procede la definición que el DRAE
ofrece del término en su 22ª edición: «adhesión circunstancial a la causa o a la
empresa de otros»–. En cambio la solidaridad, en el sentido filosófico que Leroux
quiso darle, alcanza la forma de una relación trascendental (o secundum dici)
que lejos de presuponer ya dada la realidad de los términos de la relación (los
sujetos humanos) a ellos sobreañadida, como es propio de las relaciones
categoriales («predicamentales»), es constitutiva de los mismos términos y, de
algún modo, anterior a ellos; por cuanto, en nuestro caso, se presupone, tal como
Leroux procede, que los hombres no podrían existir enteramente al margen de
sus relaciones de solidaridad. La «transformación» del concepto jurídico en la
idea de Leroux no se queda, por tanto, en simple «generalización» o metáfora:
supone una transformación de la categoría misma de relación en la que se
dibujaba el concepto jurídico, para dejar paso a otro tipo de (supuesto) vínculo
ontológico, el que es propio de las relaciones trascendentales; y además implica
un cambio en la modalidad, como hemos dicho.

El mismo Leroux nos ha indicado, que el proceso de transformación del


concepto jurídico de solidaridad en la idea filosófica de solidaridad por él
acuñada, estuvo orientado a la sustitución de la idea cristiana de la caridad por
la idea «laica» de la solidaridad; por lo que nos creemos autorizados a concluir
que la idea de solidaridad de Leroux estuvo ya afectada, y no sólo en el ejercicio,
de un componente polémico, del tipo que hemos llamado de tercer orden (aún
cuando Leroux no parece haber reconocido componentes polémicos de primer
orden o de segundo), lo que reforzaría la apariencia armónica y no polémica de
la nueva idea de solidaridad.

Ahora bien: la decisión de poner a la caridad, y, por tanto a Dios (al Deus
est charitas del evangelio de San Juan) al margen de la solidaridad, ¿lleva
necesariamente a aproximar esta solidaridad, alejada de Dios, al hombre? Si
esto fuera así, la solidaridad de Leroux debería ponerse en línea, y aún
identificarse, con la idea de la fraternidad de la tríada revolucionaria («libertad,
igualdad, fraternidad») o con la idea de la filantropía. Una Idea que, en la época
moderna, se había ido construyendo como implicada en un humanismo que se
creía capaz de delimitar la idea de Hombre, no sólo ante Dios, sino también ante
el Mundo (ante el Cosmos). Se trata del humanismo absoluto que ha tendido a
poner la «dignidad del hombre» en el hombre mismo. Un humanismo, por cierto
398
y paradójicamente, de estirpe estrictamente cristiana, aunque llevado al límite;
porque el hombre en la tradición judeocristiana es la «obra del último día de la
Creación». Sobre todo, en el cristianismo, el hombre es Dios mismo gracias a la
unión hipostática en Cristo de la Segunda Persona de la Trinidad y del Hijo de
María, que hace que el hombre se sitúe, en la escala del Universo, incluso por
encima de los ángeles. En fórmula que Kant, heredero plenipotenciario de la
tradición cristiana, acuñó en su Crítica del Juicio teleológico: «el hombre es el fin
de la Naturaleza.» Es el humanismo absoluto (absoluto porque en él el hombre
queda disuelto de toda relación a Dios y el Mundo) que volverá a resurgir en las
posguerras del siglo XX: el humanismo absoluto de Gerhard Kränzlin, o el
humanismo vinculado al libertarismo existencial de Juan Pablo Sartre.

Pero no es nada seguro que el humanismo de Leroux pueda interpretarse


como un humanismo absoluto. Hay múltiples indicios para pensar que la idea de
solidaridad que él ofrece, aunque desvinculada del Dios cristiano explícitamente,
está también desvinculada de la fraternidad (que le parece anticuada) fundada
en la filantropía. Indicaciones que sugieren que la solidaridad de Leroux no se
concebía tanto marginada del Mundo, sino que se nos ofrecía como emanada
de una «solidaridad cósmica y armónica» –próxima al cuadro (23) de la tabla–,
de un Mundo afín al Cosmos de los panteístas románticos, un Mundo a su vez
muy próximo al Cosmos de los antiguos estoicos. Un Cosmos, por tanto, que no
implicaba tanto la igualdad entre las partes solidarias cuanto su desigualad, y
aún la gradación del encadenamiento (syndesmos) de todas las cosas, desde
las más humildes hasta las más elevadas: el hombre ocuparía el lugar intermedio
en esta sympatheia ton holon de la que habló Poseidonio. Como dice George
Sheridan, en su estudio sobre Leroux, la Humanidad, para Leroux incorpora a
todas las generaciones anteriores, e implica la comunión espiritual de todos los
vivientes. «Era una noción mística de Humanidad, que implicaba la necesidad
de una nueva fe o ideal, la religión de la Humanidad, guía para la reforma social.
A la luz de esta nueva fe solidaria o comunión moral podía reemplazar a la
caridad cristiana como vínculo esencial de las relaciones humanas.»

Una nueva fe en la armonía de la solidaridad cósmica que sigue viviendo en


nuestros días y no enteramente separada de ciertas evidencias espiritistas.
Escuchamos su música en las palabras de Ilya Prigogine: «Darwin nos enseñó
que el hombre está enmarcado en la evolución biológica; Einstein nos enseñó
que también lo estamos en un Universo en evolución. El darwinismo implica
nuestra solidaridad con todas las formas de vida, con el Universo en
expansión, nuestra solidaridad con el cosmos como un todo» (Ilya Prigogine &
Isabel Stengers, La nueva alianza, Gallimard, París 1979, traducción española
Alianza, Madrid 1983, pág. 18).

Pero ¿qué tiene que ver esta solidaridad cósmica con la solidaridad entre
los hombres, cuando a la palabra solidaridad no le damos simplemente el sentido
399
de interconexión (interconexión de todo con todo, interconexión prohibida, por
otra parte, por el principio de la symploké)? ¿Qué tiene que ver la solidaridad
genética, darwiniana (de los hombres con las fieras, con los estreptococos, con
los extraterrestres o con los espíritus), con la solidaridad como virtud moral, ética
o política? ¿Acaso nuestra solidaridad, en la biocenosis, con los estreptococos
no es precisamente el principio de una enfermedad grave, cuyo tratamiento
requiere precisamente destruir cuanto antes una solidaridad semejante?

En conclusión: la nueva idea de solidaridad, como principio del humanismo


socialista, sería una idea metafísica, muy proporcionada a las ideas que la teoría
positivista de la ciencia, y aún el materialismo científico del siglo XIX, desarrollará
a lo largo del siglo: Augusto Comte, Claudio Bernard o Federico Engels («existe
una muy especial solidaridad de los fenómenos sobre la que hay que llamar la
atención de la experimentación», dice Claudio Bernard en su Introducción a la
medicina experimental, II, 3). Una idea de solidaridad que intenta apoyar la
solidaridad humana, no ya en el Dios de la caridad cristiana del evangelio de San
Juan, sino en la solidaridad de un universo monista que «la ciencia» parecía
redescubrir sobre nuevas bases. Redescubrimiento que llevaría a situaciones
muy cercanas al ridículo, como la que alcanzó en el caso de Guillermo Ostwald,
presidente de la «Liga Monista», en su proyecto de fundar la moral humana en
el segundo principio de la termodinámica, proclamando, como nueva forma del
imperativo categórico, la siguiente máxima: «obra de tal modo que tus actos
presupongan un ahorro de energía capaz de contribuir al aplazamiento de la
muerte entrópica del Universo» (un imperativo que fácilmente podía ponerse en
comunicación con los ideales del quietismo budista zen).

Y no queremos impugnar este fundamento de la solidaridad en una supuesta


ley cósmica por acogernos a los argumentos contra la llamada «falacia
naturalista», según los cuales del ser de la supuesta solidaridad cósmica
monista no cabría derivar el deber ser de la solidaridad humana. Bastaría
interpretar la solidaridad cósmica como una ley normativa determinista, para que
la solidaridad humana quedase también fundamentada como ley esencial.
Nuestra impugnación se basa en la impugnación, propia del materialismo
filosófico, del monismo implicado en esa supuesta «solidaridad cósmica» que
desempeña el papel de antecedente del argumento. Ernesto Haeckel, en
su Historia Natural de la Creación (1868) ya había ironizado sobre la utilización
de la idea de solidaridad para referirse a las concatenaciones universales de los
fenómenos cósmicos: «ved, pues, qué es la solidaridad. Si Inglaterra tiene una
preeminencia cierta entre las demás naciones, lo debe a su alimentación,
esencialmente carnívora. Pero Inglaterra come mucha carne porque tiene mucho
ganado; y tiene mucho ganado porque tiene muchos tréboles en los prados; y
tiene muchos tréboles porque tiene muchos abejorros; pero los abejorros tienen
como enemigos a las ratas; y las ratas no son abundantes cuando hay muchos
gatos, y hay muchos gatos cuando hay muchas señoras mayores que los cuidan.
400
Luego el número de señoras mayores tiene una influencia evidente en la
prosperidad de Inglaterra. He aquí un ejemplo muy completo de la solidaridad.»

En cambio, la metafísica de la solidaridad humana que atribuimos a Leroux


lo pondría a resguardo de la acusación de resentimiento que Max Scheler (en su
obra El resentimiento en la moral) veía en la filantropía moderna «como concepto
polémico, de protesta, contra el amor a Dios»; y también de la acusación de
egoísmo que el mismo Scheler atribuyó a Lutero, al subordinar el amor al prójimo
al amor a sí mismo, derrumbando con ello el «principio de la solidaridad». Leroux,
nos parece, a través de su metafísica de la solidaridad cósmica, podría creer que
había logrado, mediante el principio de la solidaridad, superar la contradicción
entre el egoísmo y el altruismo o amor a los otros hombres, pero sin necesidad
de recurrir a la caridad, es decir, al amor a Dios tenido, como después lo tendrá
Nicolai Hartmann en su «ateísmo postulatorio», como incompatible con la
libertad humana.

6. La Idea de la solidaridad, acuñada por Leroux, en un ambiente tan oscuro


como metafísico, irá consolidándose a lo largo del siglo XIX como «categoría
sociológica», ya fuera incorporada a una idea de «solidaridad cósmica» entre
todos los fenómenos, ya fuera exenta de esta idea; ya fuera utilizada
explícitamente como tal categoría sociológica y antropológica, ya fuera
compartiendo usos impersonales más abstractos, tales como los de la
solidaridad «entre instituciones» o entre «miembros de un cuerpo orgánico».

Citaremos sólo dos muestras ilustres:

La primera, representada por el propio Augusto Comte, en cuanto fundador


de la sociología como nueva categoría científica, la sexta de su numeración, la
«Física social». Sin perjuicio de las acepciones no sociológicas, sino más bien
cósmicas («solidaridad de los fenómenos») o sociológicas o antropológicas
abstractas («solidaridad espontánea de la ciencia y el arte» del párrafo 22 de
su Discurso ya citado) que Comte atribuía al término solidaridad, lo cierto es que
la acepción más característica que él ha contribuido a definir (y que podríamos
llamar «solidaridad positivista») es la que va referida precisamente a la categoría
sociológica y a los individuos o grupos integrados en esta categoría, es decir, la
acepción sociológica de solidaridad. Una acepción que vuelve a incorporar, por
cierto, los rasgos metafinitos propios de una solidaridad armónica: «el conjunto
de la nueva filosofía [positiva] –dice en el párrafo 56 del Discurso de 1844–
tenderá siempre a poner de manifiesto, tanto en la vida activa como en la
especulativa las relaciones de cada uno con todos [subrayado nuestro] en una
serie de aspectos diversos, haciendo involuntariamente familiar el sentimiento
íntimo de la solidaridad social convenientemente extendido a todos los tiempos
y todos los lugares.»

401
La «solidaridad positivista», tal como Comte la concibió, no parece
depender, como en Leroux, de una solidaridad cósmica metafísica, sino que es
presentada más bien como un atributo de la sociedad humana, al menos de la
sociedad positiva del futuro. La «solidaridad positivista» descansaría «en las
representaciones que unos hombres tienen de otros hasta el punto de hacerse
responsables los unos por los otros». La solidaridad sería un atributo, por tanto,
inmanente a la misma sociedad humana del futuro, en función del Gran Ser y en
el contexto de la «religión de la humanidad». Una solidaridad que, habiendo
llegado a convertirse en un «involuntariamente familiar sentimiento íntimo»,
podría considerarse en la sociedad futura como un hecho que ya no necesitaría
apoyarse en hipotéticas solidaridades cósmicas, puesto que él mismo, el hecho
futuro, sería el apoyo de todas las demás relaciones sociales armónicas, a título
de hecho normativo (no como un hecho neutro).

La Idea sociológica de solidaridad, la solidaridad positivista, evoluciona, en


efecto, claramente, más hacia el tipo de las solidaridades armónicas –las que en
nuestra tabla de referencia giran en torno al cuadro (29)– que hacia el tipo de las
solidaridades polémicas que se incubaban por aquellos años entre los
movimientos obreros y políticos comprendidos por el Manifiesto Comunista y
orientados, en gran medida, a la dictadura del proletariado. Estos hechos
constituidos por sentimientos íntimos, de carácter práctico, de Comte (que sólo
son hechos postulados, puesto que se dan en el futuro, y, por tanto, piden
escandalosamente el principio del fundamento de la solidaridad) serán
denominados poco después (por Emilio Durkheim) hechos-normativos, o bien
(por Alfredo Fouillée) ideas-fuerza. Desde 1890, en efecto, año en el que se
publicó El Evolucionismo de las Ideas-fuerza, Fouillée se ocupó tenazmente de
este asunto. En 1893 publicó la Psicología de las Ideas-fuerza, y en 1908,
la Moral de las Ideas-fuerza (sobre la que volveremos más adelante).

Como segunda muestra, también en la dirección armonista, citaremos a


Federico Bastiat, quien en sus Armonías Económicas dedica un capítulo, el XXI,
a la solidaridad (vid. tomo 6 de las Obras, París 1864): la «ley de la solidaridad»
será complementaria de la «ley de la responsabilidad». La suerte de los hijos
depende de la de los padres; la sociedad humana será concebida como un
conjunto de solidaridades entretejidas.

7. Un nuevo hito en la historia de la idea de solidaridad lo representamos


por la obra de Emilio Durkheim. Nuevo hito, al menos desde la perspectiva de la
tabla de referencia, por cuanto es Durkheim quien introduce por primera vez en
la teoría de la solidaridad el criterio que hemos denominado 1, formal, que opone
la solidaridad isológica y la solidaridad heterológica.

402
En efecto, a Durkheim (en De la division du travail sociale, de 1893; que ha
de confrontarse con las Règles de la méthode sociologique de 1895 y con Le
Suicidede 1897) se debe la distinción, llamada a tener una enorme influencia,
entre la «solidaridad que resulta de las semejanzas» [y que corresponde a la
solidaridad isológica de la tabla] y la «solidaridad» que resulta de las
desemejanzas» [que corresponderá a la solidaridad heterológica]. Dicho sea de
paso, la distinción de Durkheim recuerda a la distinción que, en la época, propuso
Frazer, en La Rama Dorada, entre la «magia homeopática» y la «magia
simpática».

Durkheim denomina respectivamente a estos dos géneros de solidaridad


como solidaridad mecánica y solidaridad orgánica. Denominaciones que pueden
inducir a error, porque la «solidaridad mecánica» no sólo se daría entre los
grupos inorgánicos (digamos: entre las partes de la barra de oro
del Protágoras que ya hemos citado), sino también entre los cuerpos vivientes,
como pueda serlo un anillado, una lombriz que repite sus segmentos (de ahí
surgirá el concepto de las «sociedades segmentarias»), o un clan iroqués.

En las sociedades fundadas en la solidaridad mecánica los individuos son


iguales y obedecen a idénticos instintos; la religión lo penetra todo. De esta
solidaridad procedería el comunismo, en el que el individuo quedaría absorbido
en la colectividad, porque la unidad del todo excluye la individualidad de las
partes.

En cambio, en las sociedades en las que prepondera la solidaridad orgánica,


no se repiten segmentos iguales, sino órganos diferentes, que ya no se disponen
linealmente, como los anillos de la lombriz, sino coordinada o solidariamente. El
medio natural del individuo orgánico humano dejará de ser el medio natal a favor
del medio profesional. En Roma, las gentes y los comitia curiata serán
sustituidos por los comitia centuriata.

Durkheim y, en general, sus numerosos seguidores (pongamos por ejemplo


a Abel Rey, el célebre historiador de la ciencia griega, en su Ética, que tradujo
Morente al español en 1914), establecerán, como ley histórica, que la solidaridad
mecánica de las sociedades humanas, que primero está sola, o poco menos,
pierde progresivamente terreno, de suerte que la solidaridad orgánica se hará
poco a poco preponderante.

Son transparentes los componentes ideológicos de la teoría de la


solidaridad orgánica de la escuela de Durkheim. Al identificar el progreso social
con una solidaridad fundada en la heterogeneidad, en la jerarquía y en la
desigualdad, la solidaridad puede comenzar a funcionar como una bandera
levantada frente a los movimientos sociales igualitarios comunistas o

403
colectivistas. Alfredo Fouillée en su obra sobre la Moral de las Ideas-fuerza (libro
IV, cap. 1) objetó la disyuntiva de Durkheim entre la solidaridad orgánica y la
mecánica proponiendo un tercer tipo de solidaridad que denominó solidaridad
social, como una Idea-fuerza suprema. Esta idea de solidaridad sería capaz de
impulsar a los individuos a actuar en provecho de la sociedad humana, es decir,
en la práctica, tomándola como fin («como ya reconocieron Fichte, Hegel y
Comte»). Pero «en cuanto que su fin moral propio, y el fin de la sociedad humana
en el que vive, coincidan con el fin de la sociedad universal».

Lo que Fouillée, con todo su armonismo, no nos dice es por dónde


transcurren los caminos objetivos para llegar a una tal coincidencia. Parece
bastarse con fórmulas voluntaristas grandilocuentes, que piden el principio
acerca de la Idea-fuerza suprema y última, capaz de reconciliar todas las
oposiciones: «que el fin universal sea concebido según el verdadero solidarismo
moral, como universalmente social, como una sociedad de todos los individuos
inteligentes y amantes.» ¿Qué tipo de individuos de los que hoy integran los
llamados «voluntariados» se sentiría reconfortado con esta idea de solidaridad
de Fouillée? ¿Acaso el voluntariado se hace en nombre de la solidaridad
abstracta? Lo que impulsa (o «motiva») a un voluntario a ir a cuidar enfermos o
inmigrantes desamparados, o a ir a cristianizar paganos como misionero, no es
la solidaridad en general; las motivaciones hay que buscarlas en otros estratos
de la sociedad y del individuo, en la presión social, en el temor, en la voluntad de
poder, en la simpatía o en el espíritu de aventura. Y no cabe suponer que se ha
logrado formular una ley del progreso humano, con el nombre de la ley de la
solidaridad social, capaz de dar cuenta de las solidaridades específicas, cuando
lo que ocurre es que cada una de estas solidaridades tiene, por así decir, su ley
propia, que se opone casi siempre a la ley de las otras solidaridades. Lo que
quiere decir que «la ley de solidaridad general» es sólo una denominación
confusa y borrosa de procesos muy heterogéneos; o, dicho de otro modo, que la
ley universal presupone las leyes particulares y no al revés. La «ley universal de
solidaridad social» no tiene más consistencia que esa «ley de globulización»
insinuada por Heriberto Spencer (inspirado en Schelling, y considerada por el
Padre Teilhard de Chardin) a partir de la cual se pretendía explicar tanto las
pompas de jabón, como las células, tanto los globos oculares como los globos
planetarios.

8. La Idea de «solidaridad», considerada antes como un bien muy


conveniente para los seres individuales que como una exigencia social, es decir,
considerada desde la más ramplona perspectiva del «egoísmo» tipo Le Dantec
sin mayores pretensiones filosóficas (y más bien como crítica a estas
pretensiones), irá consolidándose entrada ya la segunda mitad del siglo XIX.
Sirva como ejemplo español, tomado del corpus de la RAE, el siguiente de Pedro
Antonio de Alarcón en sus Relatos (1882): «yo era humilde: yo quería mi puesto

404
en aquella familia de hermanos; yo abdicaba mi individualidad por conseguir
solidaridad en un poco de amor...»

9. León Bourgeois ofreció, en los primeros años del siglo XX, un desarrollo
original en el contexto de las doctrinas positivistas de la solidaridad, en la medida
en que ellas abrían perspectivas filosófico-políticas. En su conocida obra Essai
d'une philosophie de la solidarité (París 1902), Bourgeois emprende la tarea,
partiendo (como lo hiciera Leroux) del concepto jurídico de solidaridad, de
construir una idea filosófica (sociológico-político-antropológica) de solidaridad
que, sin embargo, no queda desprendida enteramente (como le ocurría a la idea
construida por Leroux) del marco jurídico originario en el que se forjó.

No se trata, en el caso de Bourgeois, de regresar a una fundamentación


cósmica de la solidaridad humana (como fue el caso de Leroux), ni siquiera a
una fundamentación humanístico trascendental (como fue el caso de Comte) o
sociológico-positiva (Durkheim). Bourgeois quiere mantener, para la idea
filosófica de la solidaridad, el mismo tipo de fundamentos jurídicos en los cuales
se basan las obligaciones solidarias del derecho romano y sucesores. Si bien
procede retrotrayendo estos fundamentos más atrás del horizonte en el que se
mantienen las ordenaciones legales positivas, a fin de situarlos en el terreno
social de las relaciones sociales constitutivas previas a cualquier codificación,
pero interpretadas desde las categorías jurídicas. Se trata de la misma estrategia
que condujo a las teorías políticas del contrato social: Rousseau utilizó el
concepto jurídico de «contrato», propio del derecho civil, para construir la idea
de un contrato originario o primordial anterior al mismo derecho civil (que
resultaría precisamente de ese contrato originario). A partir del contrato
primordial supuesto se pretendía dar cuenta de la génesis y estructura de la
sociedad política y, dentro de ella, de los contratos civiles, de los que es garante
la propia sociedad política, o Estado.

Bourgeois, asimismo, presuponiendo sin duda la doctrina que pone el


contrato civil (o pacto) como fuente de las obligaciones solidarias, postula
un cuasicontrato originario (apelando a una figura jurídica dibujada ya por los
comentaristas de Gayo y por Justiniano), en virtud del cual pueda decirse que
los hombres, que han sido formados gracias a otros hombres que constituyen la
sociedad, no solamente tienen con ellos una solidaridad factual (el hecho de la
solidaridad) sino un deber (el deber de solidaridad). En efecto, este deber de
solidaridad tendría, según Bourgeois, la naturaleza de una deuda legal (no sólo
moral). Ante todo se trata de la deuda que cada individuo tiene con quienes lo
han engendrado, educado y hecho hombre (nos acordamos de la prosopopeya
de las leyes del Critón platónico).

405
La solidaridad, como deber, se fundaría, en definitiva, en el (supuesto)
cuasicontrato que todos los hombres, por el hecho de ser formados por la
sociedad, suscriben con sus semejantes y cuyos efectos habrán de ser similares
a los de los contratos legales.

Según esto, la solidaridad nace de una deuda y de la obligación de pagarla.


Si la deuda se paga voluntariamente, y no tanto por liberalidad, por amor o por
sentimiento íntimo, sino por obligación, la solidaridad podrá considerarse como
bien fundada. Además sólo así podrá ser respetada y libre la propiedad
individual: después de que el propietario haya pagado las deudas sociales. El
pago deberá transferirse a todos los desheredados, bien sea espontáneamente
bien sea mediante impuestos progresivos que el Estado imponga como garante
de todo contrato.

Ahora bien: la transformación del concepto jurídico de obligación legal


solidaria en la idea de obligación social de solidaridad también determina
profundas modificaciones en el concepto jurídico-positivo original, y muy
especialmente en los componentes antagónicos que hemos llamado de primer
orden. Sin embargo, el concepto de solidaridad de Bourgeois no parece poder
asumir enteramente la forma de una «solidaridad armónica», por el componente
que él arrastra de «obligación impuesta», en última instancia, por el Estado.

En realidad, el fundamento de la solidaridad «socialista» que ofrece


Bourgeois esconde, ante todo, bajo la apariencia jurídica del cuasicontrato, el
reconocimiento de la presión social de quienes tienen «fuerza de obligar» al pago
de «las deudas». (¿Y por qué un hijo tendría que conceptualizar como deuda el
reconocimiento de la donación que sus padres le hicieron, al engendrarle y
enseñarle a hablar, sin él haberlo pedido?) Y en la medida en que se hace
intervenir al Estado para imponer el deber o la obligación de la solidaridad, el
fundamento de esta solidaridad deja de ser jurídico, porque dejan de serlo las
obligaciones fundamentadas (¿cómo sería posible definir a los acreedores y a
los deudores de estas deudas sociales?). En realidad se convierte en un
fundamento político, dentro del proceso de la lucha de clases que toma como
instrumento al Estado, ya sea desde la perspectiva socialdemócrata, ya sea
desde la perspectiva de la dictadura del proletariado.

La teoría contractualista (cuasi-contractualista) de la solidaridad, de


Bourgeois, tiene, sobre las teorías metafísicas trascendentales cósmicas o
humanísticas, la ventaja de su positivismo diamérico. También está libre de las
peticiones de principio propias de las teorías psicologistas (que apelan al
«sentimiento de solidaridad» como se apelaba a la virtud dormitiva del opio para
explicar su capacidad somnífera); un sentimiento de solidaridad que estaría
inscrito, como un imperativo categórico, en el corazón de los ciudadanos. La

406
solidaridad, como vínculo social, dejará de derivarse de principios metaméricos
(respecto de las mismas partes cuya solidaridad se trata de fundamentar) y
comenzará a ser derivada de principios diaméricos, es decir, de la misma
«presión» de unos individuos o grupos sobre otros grupos o individuos.

Pero no nos acercaremos, por ello, propiamente a una teoría jurídica o


cuasi-contractualista de la solidaridad; más bien estamos ante una teoría política
de la presión social entre grupos, individuos o clases en conflicto.

Una presión vista (o traducida o coloreada) desde las categorías de un


jurista. En realidad esta teoría de la solidaridad, si mantiene su carácter positivo,
sigue siendo por lo que tiene de una teoría factualista, que se apoya en la fuerza
efectiva de la que pueden disponer los grupos o individuos o clases que
reivindican la solidaridad de otros grupos sociales.

En cualquier caso, la teoría política de la solidaridad no necesita apelar a


oscuros principios metafísicos (cósmico, trascendentes o psicológicos) que
actuasen a través de cada «corazón humano»; le bastará invocar el hecho
positivo de quienes detenten un poder político suficiente para poder imponer la
solidaridad de unos ciudadanos hacia los otros. Un poder político que la ley
tributaria, por ejemplo, transformará en un poder jurídico, pero no
recíprocamente.

La concepción político-jurídica de la solidaridad parece capaz también de


dar cuenta de la solidaridad necesaria para la cohesión entre las partes formales
de una sociedad política determinada, partes formales que no son propiamente
los individuos. Por ejemplo, la necesaria solidaridad entre las 17 Comunidades
Autónomas en las que está repartida España a raíz de la Constitución de 1978
difícilmente podría fundarse en principios metafísicos, o en supuestos deseos
previos de convivencia, o en motivos psicológicos, éticos o morales. Una tal
solidaridad tiene una naturaleza política y jurídica a la vez, en cuanto es un deber
constitucional.

En cualquier caso, la solidaridad no implica igualdad entre las partes


solidarias. La solidaridad puede ser orgánica, y aunque pueda ser recíproca no
tendría por qué se simétrica. (El concepto de «federalismo asimétrico»,
defendido por algunos partidos socialdemócratas españoles, refleja la posibilidad
de relaciones lógicas recíprocas, pero no simétricas, en el campo de la
solidaridad.)

10. Los primeros años del siglo XX –acaso hasta el estallido de la Primera
Guerra Mundial– conocen una asombrosa floración de libros y folletos en torno
a la idea de solidaridad, así como también de asociaciones sindicales o políticas

407
que se acogen a esta misma idea. León Bourgeois sigue
publicando: Applications sociales de la solidarité (París 1902); Celestino Bouglé
publica Le Solidarisme(París 1907); George Fonsegrive su Solidarité, pitié,
charité: examen de la nouvelle morale (París 1907); L. Fleurant, Sur la
solidarité (Paris 1908) y, por supuesto no hay tratado de moral o de política de la
época que no se refiera de algún modo a la solidaridad, a veces muy
críticamente, y no sólo desde perspectivas cristianas tradicionales. Tengo a la
vista los libros de Léon Désers, por ejemplo, La Morale dans ses Principes (París
1905) y Les Morales d'Aujourd'hui et la Morale Chrétienne (París 1910); o el libro
de Guillermo Leoncio Duprat, traducido al español por R. Rubio (Madrid
1905), La Moral, fundamentos psico-sociológicos de una conducta racional, que
contiene múltiples referencias, a veces muy críticas, a las cuestiones en torno a
la solidaridad.

Tendría un gran interés el análisis y diagnóstico de las posiciones que estos


autores –y otros muchos más– van tomando ante las cuestiones planteadas por
la idea de solidaridad (sobre su fundamentación, sobre el modo de entenderla –
armónica o polémicamente, isológica o heterológicamente–, sobre las relaciones
con otras ideas colindantes).

También en estos años del siglo XX nos encontramos con una notable
floración de asociaciones sindicales o políticas que se conciben a sí mismas
como inspiradas por la solidaridad. Para referirnos a España: Solidaridad
Obrera fue fundada el 3 de Agosto de 1907, reuniendo a sindicatos catalanes
con gran auge hasta la llegada de la CNT («Solidaridad Obrera» fue el periódico
anarcosindicalista portavoz de la CNT que el 19 de Octubre de 1907 apareció
como semanario –con la colaboración de Anselmo Lorenzo o José Prat– y en
1915 como diario. La CNS se incautó en 1939 de este periódico y cambió su
nombre, «Solidaridad Obrera» por el de «Solidaridad Nacional» como órgano del
Sindicato Vertical). En 1916 se constituyó una asociación denominada
«Solidaridad Catalana» que agrupó a la «Lliga Regionalista» y a la «Unió
Nacionalista». En 1923 un grupo anarquista catalán se autodenominó «Los
Solidarios» (sin más determinaciones: el rótulo no nos dice si estos solidarios
eran obreros, catalanes, españoles, musulmanes, &c.), como si ellos tuvieran la
solidaridad por antonomasia. En la Segunda República cambiarán de nombre
por un no menos antonomásico: «Nosotros.»

Ya nos hemos referido a la «Solidaridad de Obreros Vascos» (SOV), una


confederación de sindicatos católicos vascos, fundada en 1911, de carácter
nacionalista y muy próxima al PNV, enfrentada en principio a la UGT, aunque
después de la Guerra Civil confluyó con ella en una «Alianza Sindical de
Euskadi».

408
Cabe afirmar que la Idea de solidaridad encarnada por estas asociaciones
tenía un carácter polémico, no armónico, en la medida en que tales asociaciones
concebían su solidaridad como enfrentada polémicamente (a veces, según el
tercer orden de antagonismo) a otros grupos o incluso a otras solidaridades. Se
trataba, por ejemplo, de la solidaridad de nacionalistas vascos contra el
«centralismo de Madrid», o de la solidaridad de los obreros vascos católicos
frente a los obreros socialistas, o de la «solidaridad catalana», frente a Maura,
&c.

§ 4.

Cooperación, solidaridad y fraternidad

1. La Idea de solidaridad, como cualquier Idea, sin perjuicio de su gran


riqueza interna, no puede considerarse únicamente de modo aislado: está
siempre en «sociedad» con otras Ideas, y puede considerarse como formando
parte de otras series o conjuntos de ideas más o menos afines tales como, en
nuestro caso, las ideas de cooperación y de fraternidad.

Estas tres ideas aparecen algunas veces asociadas en un sintagma


enumerativo («cooperación, solidaridad y fraternidad») que sugiere la intención
de una enumeración completa, puesto que el «y» final podría significar: «la
enumeración ha terminado». Nos encontramos en este caso ante la
enumeración de una tríada de ideas que además parecen formar parte, dadas
sus afinidades semánticas, de una misma «constelación de ideas».

2. Ya la misma circunstancia de construir tríadas merece alguna


consideración inicial, puesto que la tríada es ella misma una idea; y el que las
ideas se nos ofrezcan no ya flotando aisladas («megáricamente»), ni
encadenadas todas con todas, sino precisamente formando tríadas, no es algo
que pueda considerarse a priori como desprovisto de significado. ¿Quién no
tiene presentes tríadas tan famosas en nuestra tradición como puedan serlo la
«tríada capitolina» (Júpiter, Minerva, Juno) de los romanos, la tríada trinitaria
(Padre, Hijo, Espíritu Santo) de los cristianos, la tríada revolucionaria (Libertad,
Igualdad, Fraternidad) de los franceses, tan vinculada a la tríada de las virtudes
teologales (Fe, Esperanza, Caridad)?

Habrá que preguntar ¿acaso es la tríada una idea simple, un mero principio
indivisible? La respuesta, al menos en un terreno no teológico, es negativa, al
menos genéticamente. También el triplete numérico puede ser resultado de la
suma de un impar y un par. Y en todo caso, un triplete puede ser interpretado de
muchas maneras, por ejemplo, como una serie ordenada de ideas o principios
embotellados, o bien como un sistema de tres principios independientes los unos

409
de los otros, o bien como resultado de un cruzamiento de dos pares de términos
opuestos en el que uno de los términos hubiera de quedar anulado.

En general supondremos que los tripletes de ideas han de ser considerados


como resultantes de algún proceso de composición de ideas simples o primitivas.
Por ejemplo, la tríada de las relaciones aritméticas (igual, mayor, menor) puede
considerarse como resultante de un cruce de dos dicotomías: igual/desigual,
mayor que/menor que (la segunda dicotomía, en este caso, más que cruzarse
con la primera constituye una subdivisión de la desigualdad). La tríada
aristotélica de las sustancias –sustancia incorpórea divina, sustancias corpóreas
divinas o celestes e incorruptibles, y sustancias terrestres corruptibles– es el
resultado del cruce de estas dos dicotomías: sustancias corruptibles/sustancias
incorruptibles; ser móvil/ser inmóvil.

Es preciso, por tanto, buscar el fundamento de la unidad de cualquier tríada,


no basta suponerla dada como parece suponerlo quienes la enuncian
adjetivándola con el término «triple» («la triple exigencia de...»). ¿Por qué tendría
que ser triple y no cuádruple?

La posibilidad lógica de descomponer una tríada en sus componentes


dicotómicos o de cualquier otra índole, a fin de lograr recomponerla o
reclasificarla, demuestra la importancia de fijar el ámbito en el que se aloja cada
terna o triplete, puesto que los componentes dicotómicos de un triplete o terna
dada, serán ideas alojadas en el ámbito de ese lugar o constelación o symploké.
Así, el lugar de la tríada capitolina y el de la tríada trinitaria es un «lugar
teológico»; el lugar de la terna revolucionaria es un lugar político. ¿Cuál es el
lugar de la tríada que nos ocupa? Esta tríada intersecta con la revolucionaria por
la idea de fraternidad, lo que nos induce a sospechar que las ideas que nos
ocupan, y los principios revolucionarios están dados a la misma escala.

¿Concluiremos de ahí que su lugar es también de naturaleza política? En


este caso, ¿podríamos aplicar a nuestra tríada el análisis que, según hemos
sugerido en otra interpretación, puede aplicarse a la terna revolucionaria a partir
de la terna constituida por los tres axiomas de los Principia de Newton? No
necesariamente, porque la terna que nos ocupa también intersecta con otras
constelaciones.

3. El lugar de estas tres ideas parece situado, desde luego, en el espacio


antropológico, y más precisamente, si dejamos de lado el eje angular, en su eje
circular, el que está constituido por los hombres, individuos o grupos, en tanto
mantienen entre sí sistemas de relaciones y de operaciones mutuas.

410
Desde esta perspectiva podríamos comenzar comparando estas tres ideas,
en la medida en que tienen una coloración parenética, con otras ideas afines que
también han sido acuñadas en la tradición del pensamiento ético y moral, como
puedan serlo las ideas de la constelación de las virtudes.

Tomemos dos referencias, una antigua y otra moderna, de la doctrina de las


virtudes: la platónica y la espinosista.

La doctrina platónica distinguía tres tipos de virtudes cardinales propias,


correspondientes a cada una de las almas de que estaría constituido el
organismo humano: la fortaleza (andreia), la templanza (sophrosine) y la
prudencia (phronesis); la justicia (dikaiosine) era propiamente una virtud de
segundo grado, coordinadora de las demás. Pero difícilmente podríamos
establecer alguna correspondencia firme entre las virtudes éticas platónicas y las
ideas de nuestra tríada, que se dan obviamente en otro plano.

En la doctrina espinosista figuran también tres «virtudes cardinales»: la


fortaleza, la firmeza y la generosidad (aun cuando propiamente la firmeza y la
generosidad son proyecciones específicas de la fortaleza). Pero la única
correspondencia de escala, al menos, sería la que se establece entre la
solidaridad y la generosidad. Pero, ¿qué tiene que ver la fraternidad con la
firmeza o la cooperación con la fortaleza?

Concluimos: las tres ideas de la serie que nos ocupa, si no están dadas en
el lugar propio de las ideas éticas, habrán de estarlo en el lugar propio de las
ideas morales, o acaso políticas (es decir, económico-políticas). Serían ideas
originariamente morales, sociales, o económico-políticas, lo que no excluye que
puedan proyectarse a escala individual.

4. Como ideas que parecen planear sobre grupos humanos, en cuanto


formados por individuos ensamblados (diríamos, como ideas que tienen que ver
con la sintaxis de los individuos más que con los individuos mismos) las ideas de
nuestra tríada habrían de ser interpretadas primariamente como ideas relación y
secundariamente como operaciones (co-operaciones) de los sujetos humanos
aplicados a términos extrasomáticos, intrasomáticos o intersomáticos)
susceptibles de mantener el sistema de relaciones implicadas por estas ideas.
También es verdad que esta dialéctica entre relaciones y operaciones no se
mantiene de igual manera en los tres casos: en la idea de cooperación prima la
idea de operación sobre la de relación (que también es objetiva); en la idea
de solidaridad las relaciones y las operaciones aparecen en igual proporción; en
la idea de fraternidad prima la relación sobre la operación.

411
Ahora bien, las tres ideas que nos ocupan no quedan agotadas en sus
aspectos sintácticos; sus contenidos tienen una carga eminentemente semántica
y pragmática.

Pero al analizarlas desde esta perspectiva es cuando advertimos que las


tres ideas no son enteramente intercambiables, indeterminadas o flotantes en un
espacio antropológico amorfo. Sencillamente estas tres ideas no pueden
ponerse en un mismo plano que cortase al eje circular del espacio antropológico.

En efecto, el eje circular del espacio antropológico se envuelve en un tiempo


histórico. Y en este tiempo histórico venimos distinguiendo tres categorías
historiológicas: el presente, el pasado y el futuro, según que las influencias sean
recíprocas y constituyan círculos de codeterminación («el presente»), o bien
círculos de personas que influyen sobre el presente pero no recíprocamente («el
pasado»), o a la inversa («el futuro»). Estas tres categorías historiológicas se
reagrupan en dos: el presente por un lado y el pasado y el futuro por el otro.

Damos por evidente que la idea de cooperación se corresponde más bien


con el «círculo del presente». ¿Cómo podría alguien cooperar con las personas
difuntas (las que constituyen el «círculo del pretérito») o con las personas que
todavía no han nacido (las que constituyen el «círculo del futuro»)? Carece de
sentido, por tanto, «cooperar» con el pretérito o con el futuro.

En cambio, la idea de solidaridad, aunque no tiene sentido práctico referido


al pasado y lo tiene, ya desde luego, en el presente, mantiene también sentido
referida al futuro. Esta idea aparece curiosamente utilizada por algunos de los
defensores de la idea de «desarrollo sostenible» (popularizada a partir del
encuentro de Río de Janeiro de 1992): pues el rasgo distintivo de tal idea sería
«el principio de la solidaridad intergeneracional, diacrónica e histórica» (vid. Oriol
Pibernat, Mundo Científico, febrero 1996, pag. 31).

Por último, la idea de fraternidad, que también tiene sentido en el presente,


está formalmente implicada con el pretérito; porque la fraternidad es una relación
que se establece entre los sujetos en cuanto resultantes de los productos
relativos de estos sujetos con sus padres o madres, y con los antepasados que
están situados, desde luego, en el pretérito; lo que no excluye su importancia:
«cada vez los muertos mandan más sobre los vivos.»

¿Qué podemos concluir de las determinaciones que acabamos de


establecer? Principalmente que hemos al menos logrado asignar a cada una de
las ideas de nuestra tríada un lugar diferencial, si no exclusivo, en las categorías
históricas del eje circular del espacio antropológico. Pero estos lugares diversos,
suficientes para discriminar algunas relaciones que se cruzan en la nebulosa de

412
un triplete indeterminado, no deben hacernos olvidar que las tres ideas son antes
ideas morales o políticas (o económico-políticas), que ideas éticas. Esto significa
que hay que referirlas a grupos frente a otros grupos, porque la «moral universal»
contiene muy pocas líneas normativas, por no decir ninguna.

5. La idea de cooperación, en el terreno económico y social, apareció en la


Francia del siglo XIX por iniciativa de ideólogos impresionados por la
contemplación de la división de la sociedad europea en dos clases, la de los
propietarios y la de los desposeídos; los ideólogos cooperativistas vieron en el
«taller cooperador» la posibilidad de un nuevo orden social. Felipe Buchez,
amigo de Leroux, fundó la revista L'Atelier en 1840.

La cooperación indica operación conjunta. La cuestión más importante es


determinar si la cooperación está exigida por cada operación (supuesta personal
o individual) o es contingente a la propia operación. La cuestión no puede
tratarse poniendo entre paréntesis la propia obra (el finis operis). Por tanto no
tiene sentido tratarla en abstracto: la cooperación depende de la naturaleza de
la obra y por tanto no puede derivarse de una disposición psicológica, ética o
subjetiva, puesto que está en función de la obra que va a ser construida. Hay
obras que pueden resultar alternativamente de operaciones o de cooperaciones.
Pero hay obras personales no cooperativas en las que el trabajo «en equipo» o
cooperativo está fuera de lugar. La Quinta Sinfonía no se escribió, ni pudo
escribirse, cooperativamente, aún cuando su interpretación exija la cooperación
de los músicos de la orquesta. Tratar de cooperar formalmente con Beethoven
en el momento en que escribía su quinta sinfonía sería una forma de
importunarlo; la mejor manera de cooperar con él habría sido dejarlo tranquilo,
es decir, no cooperar con él formalmente.

Hay obras, en cambio, que sólo mediante el trabajo cooperativo y social


pueden hacerse, y esto ocurre ya en el campo etológico, por ejemplo en la caza
cooperativa de los leones en el Serengeti. La cooperación, sin embargo, tiene
sus límites, impuestos por la propia estructura de la obra. Una de las «leyes»
que establecen los límites de la cooperación objetiva es la llamada «ley de
Moede», como ley del rendimiento decreciente en los incrementos de
cooperación: el trabajo cooperativo de arrastrar con cuerdas un gran masa
pétrea exige la cooperación de varios individuos pero cada uno que se agrega al
trabajo cooperativo no contribuye con su fuerza de modo lineal sino según una
ley decreciente, que termina por hacer contraproducente la cooperación (por
muy buena voluntad subjetiva que mueva a los cooperantes). Como ejemplo
límite, el famoso «problema de la zanja»: si tres obreros pueden hacer una zanja
de un metro cúbico de profundidad en cuatro horas, ¿cuánto tardarán en hacerla
cooperativamente trescientos mil obreros? Es evidente que aunque
matemáticamente el tiempo invertido en hacer la zanja rondaría las décimas de

413
segundo, el trabajo sería imposible porque los cooperantes se estorbarían unos
a otros. Si aplicamos este tipo de leyes a la cooperación económica internacional
entre diferentes tipos de Estados, desarrollados y no desarrollados, las
consecuencias, muy diversas, tienen sin embargo la misma dirección.

Lo que nos interesa subrayar es el reconocimiento de las dos clases


contrapuestas de cooperación, a saber, la que llamaremos cooperación
armónica y la cooperación polémica. La cooperación armónica integra en la
misma dirección las operaciones que contribuyen a ella; sin perjuicio de que el
grupo cooperativo (con «moral cooperativa») esté dado en función de una obra
o resultado considerado ética o socialmente respetable, o esté definido en
función de un resultado criminal o mafioso; dicho de otro modo, la cooperación
armónica de un grupo no garantiza la armonía entre los diversos grupos
cooperativos. La cooperación puede ser, en efecto, también polémica o
competitiva, como ocurre en las democracias parlamentarias, en las cuales el
partido del gobierno necesita de la cooperación de la oposición en cuanto tal,
dentro de ciertas reglas. En el terreno económico la cooperación plantea
problemas específicos muy diversos y de naturaleza mucho más oscura, sobre
todo en empresas que tienden al monopolio. Si en la comercialización de un
producto la demanda cae, es decir, no coopera con la oferta, entonces la oferta
desaparece. Se ha dicho que la OCDE (Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico) se propuso como una cooperación de la oferta buscando
demanda (a la manera como lo hizo el Plan Marshall). La diferencia entre la
cooperación armónica y la cooperación polémica podría quedar simbolizada en
la diferencia que la escuela pitagórica establecía, en los juegos, entre
gladiadores y corredores; Pitágoras como es sabido recomendaba la
cooperación no competitiva o armónica («debéis comportaros como los
corredores, cada uno de los cuales busca llegar a su meta sin estorbar al rival; y
no como los gladiadores, cuyo objetivo no se cumple si no es a costa de destruir
al contrario»).

6. En cuanto a la solidaridad, nos atenemos a lo que hemos dicho


anteriormente, insistiendo en la conveniencia de mantener de algún modo el
carácter polémico de la idea de solidaridad. Carácter heredado de su
conceptuación jurídica originaria, es decir, de la concepción de la solidaridad
como una obligación o presión impuesta o emanada de la situación diamérica en
la cual un grupo entra en relación con otros grupos; de donde se deduce la
imposibilidad de la Idea límite «solidaridad entre todos los hombres» (porque
entonces la Idea de solidaridad se transforma en la Idea mítica de fraternidad,
de la que más abajo hablamos). Salvo que «todos los hombres» puedan
considerarse como constituyentes del domino de una relación de enfrentamiento
contra terceros, por ejemplo contra los marcianos invasores, o contra los

414
animales macroscópicos o microscópicos: solidaridad de todos los hombres
contra el SIDA o contra el bacilo de Koch.

7. En cuanto a la Idea de fraternidad, lo esencial es subrayar su carácter


originario como concepto zoológico, definible por la relación entre los términos
de un dominio de la relación «hijo de N». El concepto de fraternidad –dejando
aparte, como excepcional la «fraternidad legal»– se determina internamente,
bien sea como fraternidad materna (fraternidad uterina) o bien como fraternidad
paterna, o bien como fraternidad total (la fraternidad como relación entre los
individuos que descienden de un mismo padre y una misma madre). La
fraternidad se generaliza internamente al desarrollar la relación en sus
cuadrados, en sus cubos, &c. (entre los nietos, los bisnietos). La fraternidad dice
ascendientes comunes: es la fraternidad ampliada (más allá de la familia
nuclear). Aunque el concepto es zoológico, tiene especial aplicación en el campo
antropológico, en el que se constituyen familias con nombres propios, posibilidad
de registros de nombres y de incorporación legal de hijos no biológicos (por
adopción). La fraternidad, supone, por tanto, múltiples fraternidades, porque la
relación, aunque pueda considerarse universal a todos los hombres, no es
conexa. La fraternidad estricta, familiar, se opone por tanto a la relación de
ciudadanía, porque las relaciones políticas implican el desbordamiento de las
relaciones familiares. Como símbolo sigue valiendo la situación de Rómulo
matando a su hermano Remo en el momento de la fundación de Roma.

La fraternidad, antropológicamente, al generalizarse va desvaneciéndose;


sin embargo conserva el sentido de la «relación de sangre» y en este punto la
fraternidad adquiere ciertos tintes racistas («fraternidad aria», «fraternidad china,
&c.).

La Idea de fraternidad se amplía también en una dirección mítica cuando el


ancestro o padre común es interpretado en términos religiosos como Dios Padre:
ahora la fraternidad se funda en la condición de los hombres como hijos de Dios,
y de aquí surgió en nuestra tradición la idea de fraternidad entre todos los
hombres como hijos de Adán. Pero de hecho estas fraternidades,
históricamente, han jugado un papel polémico por la sencilla razón de que no
todas las sociedades se acogían al mismo Dios. De otro modo, los hermanos del
«pueblo elegido» constituyen una fraternidad distinta y opuesta a la de los
«hermanos en Cristo», o a la de los «hermanos musulmanes» (que asesinaron,
entre otros, al presidente Nasser). Es muy instructivo analizar la última tanda de
resoluciones acordadas por el Consejo Nacional palestino en su vigésima
sesión, celebrada en Argelia del 23 al 28 de Septiembre de 1991: el Consejo
Nacional palestino utiliza la idea de fraternidad dentro de un círculo
inequívocamente confesional, el islámico, refiriéndose a los «hermanos del
Islam»: «el Consejo Nacional Palestino saluda a la hermana Argelia, a la

415
hermana Túnez, al hermano reino de Marruecos, al hermano pueblo del Irak, a
las fraternas relaciones jordano palestinas, al hermano El Líbano... a los pueblos
hermanos de Sudán y Yemen...»; pero aún cuando expresa su aprecio a las
posiciones coetáneas de Su Santidad el Papa, ya no le llama hermano; y llama
«solidario» al Comité Especial de las Naciones Unidas para el ejercicio de los
derechos inalienables del pueblo palestino. Y no hablamos aquí de otras
fraternidades puramente metafóricas como las «fraternidades masónicas» o la
«fraternidad de los hermanos proletarios» (UHP).

Esto suscita la cuestión de las relaciones entre las ideas de cooperación y


de solidaridad. Ambas ideas tienen una estructura similar, en tanto que ambas
pueden desarrollarse según el modo armónico o bien según el modo polémico.
Además, se implican mutuamente: la cooperación dice solidaridad, y la
solidaridad activa dice cooperación (la solidaridad, a escala internacional suele
concretarse, en nuestros días, en un plano económico mediante la cesión del
0'7% del PIB de los países desarrollados llamados solidarios, o bien mediante la
remisión de la deuda exterior de los países subdesarrollados). Pero no por ello
cabe identificar la idea de cooperación con la de solidaridad. La idea de
cooperación hace más bien referencia los procesos cooperativos que tienen
lugar en el presente (en el sentido que antes hemos definido); la solidaridad se
abre camino a través de la cooperación («obras son amores») pero se funda en
relaciones que miran hacia el futuro.

En el contexto de la coordinación entre solidaridad y cooperación, la idea de


fraternidad tiene claramente el papel de delimitación del campo de aplicación de
la cooperación, y, en ella, de la delimitación del radio al que puede extenderse la
solidaridad. La fraternidad, si mantiene su sentido estricto y no el mitológico,
seguirá fundada en el antecesor común: las solidaridad aparece como nexo de
conexión entre los hermanos y la cooperación tiene lugar también entre estos
hermanos, que lo son porque pueden cooperar, por ser solidarios en la
fraternidad, en virtud de la cual se hacen proporcionados sus objetivos
operatorios, y los instrumentos necesarios para ello (muy especialmente el
lenguaje).

Por ello, cabe concluir que la fraternidad, como concepto estricto (fundado
en relaciones de parentesco de sangre antes que en relaciones de parentesco
de alianza) carece por completo de capacidad para transformares en una Idea
filosófica de alcance ético, moral o político. La razón ya la hemos insinuado: la
idea de fraternidad, para ser aplicada a un campo concreto, en cuanto Idea-
fuerza, requiere fijar la referencia de los parámetros y estos no pueden
determinarse internamente a partir de la idea abstracta (sin parámetros) de
fraternidad. Si los parámetros se fijan en la dirección más estricta, la fraternidad
define simplemente círculos de parentesco (estirpes, phyla, &c.) cuyo alcance se

416
mantiene en los límites de la etnografía o de la genealogía (en cuyo campo,
además, la fraternidad ha de comprender también al enfrentamiento entre los
propios hermanos, enfrentamientos simbolizados por las parejas de Caín y Abel,
de Rómulo y Remo, o de Cástor y Polux).

Si el parámetro se fija en un terreno teológico o dogmático (Dios, Cristo,


Mahoma, Adán), la idea de fraternidad cobra un sentido confesional («hermanos
en Cristo», «hermanos musulmanes»). Si el parámetro se fija con las
pretensiones de recubrir a todos los individuos del «Género Humano» (la idea
masónica de fraternidad, en cuanto fundamento de la filantropía), la idea sigue
siendo metafísica y sin conexión ninguna con un concepto estricto, porque el
«ancestro» del Genero Humano no puede ser fijado, y menos aún limitado, a los
descendientes del supuesto hombre de Cromañón. Ahora la idea de fraternidad
podrá desbordar legítimamente las propias fronteras convencionales del llamado
Género Humano para extenderse a los póngidos y a los primates, a los cuales
el Proyecto Gran Simio considera como hermanos o primos hermanos de los
hombres. La propia Declaración universal de los derechos del animal, aprobada
por la ONU en 1978, confirma esta posibilidad de ensanchamiento (delirante, a
nuestro juicio) del concepto de fraternidad.

§ 5.

Crítica a la «Idea General» de Solidaridad

1. Si entendemos la crítica como clasificación, la manera más expeditiva de


criticar a la Idea general de Solidaridad es clasificarla, a fin de establecer tipos
disyuntivos de solidaridad que puedan considerase incompatibles entre sí. Si hay
que elegir entre estos tipos, la conclusión será obvia: la Idea general de
Solidaridad quedará rota en cuanto «Idea fuerza», o en cuanto norma axiológica
de valor general positivo.

La crítica a la Idea general de solidaridad a través de su clasificación interna


podría considerarse como una crítica inmanente, puesto que tal crítica se
resuelve en la destrucción de unas solidaridades por otras. También son
posibles, sin duda, las críticas a la solidaridad desde «fuera» de ella, es decir,
desde situaciones que puedan considerarse ajenas a los núcleos de la
solidaridad, a pesar de que estos suelan englobarse en su campo. Pero estas
críticas por «desclasificación» también podrían seguir siendo consideradas como
clasificadoras, si bien fuera de la inmanencia del campo de la solidaridad.

2. Ante todo, nos atendremos a clasificaciones según criterios axiológicos


(éticos, morales, políticos...) de la solidaridad, incluso a las clasificaciones dadas
dentro de un mismo tipo, como puedan serlo las solidaridades «numéricas»

417
(dentro de una misma especie) que tienen que ver con la cohesión en
interdependencia de los individuos o de los grupos humanos.

En todo caso, la idea general de este tipo de solidaridades humanas, incluso


de las más tenaces, no garantiza el valor de una solidaridad dada, por vigorosa
que ella sea. Es preciso tener en cuenta los contenidos, es decir, la materia de
la solidaridad y no sólo su forma.

La solidaridad de un individuo con otros individuos del «Género Humano»


puede quedar devaluada, desde el punto de vista ético, moral o político, según
la materia en la que dicha solidaridad se establezca. La solidaridad (cuando se
reduce, como es frecuente, a una relación interindividual, más que moral o
política) de un ciudadano con un asesino, o con un ladrón que pretendió
extorsionarle (la solidaridad que me lleva a «ponerme en su pellejo») puede
convertirle en un caso más de quien está afectado por el «Síndrome de
Estocolmo» o simplemente en un cómplice, encubridor o delincuente. La
solidaridad, reducida al plano interindividual, y fundada en la «comprensión del
otro», en lo que tradicionalmente se llamaba la «sim-patía» (cuyo calco latino es
la «com-pasión») no garantiza en absoluto el valor ético moral cívico, &c. de la
solidaridad. Axel Honneth, que se mueve en las coordenadas de la llamada
Escuela de Francfort, ha sostenido recientemente la conveniencia de elevar el
término «solidaridad» a la condición de «título posible de la relación intersubjetiva
que Hegel denominó intuición recíproca» (la solidaridad representaría de este
modo una síntesis de las dos formas de reconocimiento que le preceden, porque
con el derecho comparte el punto de vista cognitivo del tratamiento igualitario, y
con el amor, el aspecto de la conexión emocional y de la atención cuidadosa).
Sea. Pero esta «intuición recíproca», núcleo de esta solidaridad reducida a la
intersubjetividad, ¿acaso no se manifiesta también en los casos más graves del
Síndrome de Estocolmo? ¿Acaso Kristine y Olson no debieron tener ya una
«intuición recíproca» cuando Olson secuestró a Kristine en el Kredit Banken de
Estocolmo en 1973? ¿Acaso no hay que hablar también de una «intuición
recíproca», incluido un tratamiento igualitario, de quienes están unidos en una
causa común, entre los cuarenta ladrones de la banda solidaria o entre los
asesinos de un comando islámico terrorista? La solidaridad, en estos casos, es
siniestra y repugnante.

La solidaridad, en lo que tiene de idea normativa, es una categoría moral o


política, pero no es una categoría ética, siempre que entendamos las normas
morales o las políticas como normas orientadas al mantenimiento de la cohesión
del grupo, o de la eutaxia del Estado, y las normas éticas como orientadas al
mantenimiento de la fortaleza de los individuos; por tanto, de la firmeza de cada
uno de ellos, y de la generosidad de los unos con los otros.

418
No hay por qué desconocer la posibilidad de la intersección de la solidaridad
con la ética, aunque más exacto sería decirlo al revés: las intersecciones de la
ética con la solidaridad, por cuanto la solidaridad moral, del grupo, bando o
nación es, sin duda, un cauce de acogida de intereses éticos. En la solidaridad
del grupo podría el individuo encontrar una seguridad necesaria para consolidar
su firmeza, y no otra cosa venía a ser la «asphaleia» de los epicúreos.

Pero la «proyección ética» de la solidaridad desvirtúa su perspectiva social,


moral o política en la medida en que toma necesariamente contacto con el
egoísmo, con la reducción de la solidaridad al cálculo egoísta que se resume en
la máxima «hoy por ti, mañana por mí». Una reducción de la solidaridad que
directamente aparece ya muy bien percibida en 1870 en la novela del argentino
Lucio Victorio Mansilla, Una excursión a los indios Renqueles: «estos bárbaros
–dije para mis adentros– han establecido la ley del evangelio, 'hoy por ti mañana
por mí', sin incurrir en las utopías del socialismo; solidaridad, el valor en cambio
para las transacciones, el crédito para las necesidad imperiosas de la vida y el
jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, créditos para
comer.»

En todo caso, el ejercicio de la solidaridad (moral o política) lleva en muchos


casos a conculcar los más elementales principios éticos, lo que resulta evidente
si se tiene en cuenta que la solidaridad moral es imprescindible para la acción
eficaz extorsionadora de un banda mafiosa; la solidaridad moral (de grupo) es
imprescindible para la eficacia de un comando asesino, de una banda terrorista,
como pueda serlo una banda como ETA; la solidaridad moral es imprescindible
entre los correligionarios de una secta fanática.

En resolución: la solidaridad, entendida como una tendencia de los


individuos a mantener su amistad con otros individuos, deja propiamente de ser
algo que tenga que ver con una virtud cívica o social, o moral o política, puesto
que, a lo sumo, sigue manteniéndose en los límites de una ética de la firmeza
que busca mi seguridad personal («hoy por ti, mañana por mí»), o sencillamente
una satisfacción emocional.

Otro tanto hay que decir, y se ha dicho muchas veces –al menos antes de
nuestra época, en la que la idea general de solidaridad se convierte en un valor
supremo– de la solidaridad de los grupos. Dice Galdós en El Gran Oriente: «los
honrados y los inocentes, que no eran los menos bajo el estandarte de Padilla,
hacían coro a los malvados, por la solidaridad que entre ellos reinaba.» Y
Guillermo Leoncio Duprat, en la obra que hemos citado, concluye que la
solidaridad humana puede ser «un precioso auxiliar para la razón práctica pero
un severo obstáculo para la virtud». Este es su argumento principal: que hay
solidaridad entre gentes honradas, pero también, y aún mayor, entre los

419
criminales, «Lombroso (añade Duprat) ha observado que, en general, el criminal
no gusta de la soledad, ni puede vivir sin compañía; necesita entrar en relación
con seres susceptibles de guiarle, de dirigirle, de dominarle sin cesar, uno de los
rasgos, según Pierre Janet, del histérico y del débil de espíritu». Vemos así como
la secta criminal saca partido del instinto de solidaridad, y de las tendencias a la
obediencia: «ejerce a veces, por la solidaridad, una verdadera trama sobre sus
miembros y aún sobre sus jefes, dóciles instrumentos de la colectividad.»

Concluimos reiterando nuestra tesis: la solidaridad es, directamente, antes


un concepto moral, de grupo o político, que un concepto ético, pues sólo
indirectamente, a través de un muy poco seguro cálculo de los efectos de la
ayuda mutua sobre la propia firmeza, puede alcanzar un significado ético. Pero
en cuanto concepto moral, una solidaridad de grupo entra en conflicto
inmediatamente con otras solidaridades de otros grupos: la solidaridad obrera o
sindical se constituye contra la solidaridad patronal; la solidaridad de una iglesia
cismática se establece contra la de la ortodoxa.

3. La solidaridad se clasifica también, como hemos visto, en solidaridad


isológica (entre iguales o semejantes) y solidaridad heterológica. La solidaridad
entre iguales o semejantes habrá que entenderla obviamente en el sentido de
una solidaridad fundada sobre relaciones previas de igualdad o semejanza
(igualdad en idioma, etnia, religión, partido político...) y no en una igualdad
posterior o derivada de la propia solidaridad heterogénea.

Pero la solidaridad isológica, por sí misma, no garantiza una «coexistencia


pacífica», puesto que puede ser el principio de un enfrentamiento de magnitud
incalculable, dado que, como hemos dicho, las relaciones de isología no son
conexas en el campo humano, y de ellas resulta el racismo, el fanatismo, y el
sectarismo partidista.

Y la solidaridad heterológica puede ser muy firme pero a costa de la igualdad


social y política que, desde otro punto de vista, podrán considerarse como
irrenunciables. La solidaridad entre el terrateniente esclavista (romano o
americano) y su «leales esclavos» puede llegar y llegó a ser muy intensa, como
lo fue la solidaridad entre el señor feudal y sus «buenos vasallos». Esta
solidaridad entre los desiguales, de una gran eficacia política y económica en
una época determinada, resultará odiosa en épocas históricas diferentes. No es
por tanto la solidaridad algo que pueda servir de guía para la valoración de las
sociedades políticas.

4. También pueden clasificarse las solidaridades, como lo hemos hecho, en


armónicas y polémicas.

420
Ahora bien, las solidaridades armónicas se establecen preferentemente a
partir de solidaridades heterológicas, porque los iguales, con frecuencia, se
enfrentan (insolidariamente) entre sí: la armonía, más o menos idealmente
representada, que reinó en algunos lugares y tiempos de las sociedades
esclavistas (pero en tanto estaban enfrentadas a los bárbaros) o feudales
manteniendo unidos a nobles y esclavos, o a señores y vasallos, podría
considerarse mucho más probable que la armonía entre los propios nobles, o los
propios señores feudales (que consideraban al Rey como un primus inter
pares, y sólo se unían, con una solidaridad efímera, contra terceros).

En cualquier caso, las solidaridades armónicas son «islas abstractas» que


flotan en un mar de solidaridades polémicas; por consiguiente, su consistencia
es siempre muy precaria y muchas veces meramente desiderativa. Es el caso
de las solidaridades que inspiran en nuestros días a los «grupos sin fronteras»
como puedan serlo los «médicos sin fronteras» o los «periodistas sin fronteras»
(que suelen clamar por la paz, pero que no pueden exigir siempre en el campo
de batalla que su «derecho a informar» esté por encima del cruce de los fusiles
o de los cañones); incluso se han organizado grupos como los de los «bomberos
sin fronteras». La solidaridad mutua de los bomberos con sus familias y con los
afectados por el ataque a las Torres Gemelas, de los bomberos que intervinieron
heroicamente a raíz del 11-S en Nueva York, les llevó a interesarse
solidariamente por las viudas de su compañeros muertos en el atentado; y hasta
tal extremo llegó su solidaridad con ellas que un número notable de bomberos
solidarios, abandonó, del modo más insolidario imaginable, a sus propias
esposas, que justamente manifestaron su dolor y su indignación.

En cualquier caso, la transformación de la idea de solidaridad en una idea


general que pueda ponerse al servicio de intereses ideológicos orientados a
encubrir las situaciones polémicas (la idea general de solidaridad suele estar
vinculada a los movimientos irenistas por la paz), suele tener lugar mediante la
neutralización de los mismos componentes polémicos. De este modo, la Idea
general de solidaridad viene a confundirse con una idea abstracta de
«solidaridad armónica» convergente con la idea de «Paz Perpetua Universal»,
entendida como una «ley natural» que sólo podría ser violada por los «instintos»
más bestiales que seguirían impulsando a algunos hombres o grupos humanos,
a los que se sitúa en el «eje del mal».

La Idea General de solidaridad armónica comenzará a constituirse como


idea capaz de bloquear el diagnóstico de las situaciones más evidentes de
solidaridad estricta, que son las situaciones de solidaridad polémica, y que, en
consecuencia, tendrán que ser diagnosticadas de otros modos, y erróneamente.
Un ejemplo tomado del proceder de los partidos políticos con representación
parlamentaria en la octava legislatura de la democracia española de 1978 (abril

421
2004), que acordaron, «en nombre del pluralismo democrático» (en rigor, para
neutralizar la presencia mayoritaria del PP en el Senado y «diluir» en el
«pluralismo» su condición de segundo partido que, aún derrotado en las
elecciones tras el 11-M, había sido votado por más de nueve millones de
electores), aún renunciando a algunos cargos, su presencia en diversos órganos
de gobierno del Congreso y del Senado. Los dirigentes del partido victorioso, el
PSOE, hablaron entusiásticamente del «consenso» logrado en esta legislatura
por todos los partidos «verdaderamente democráticos». Pero este diagnóstico
estaba equivocado de medio a medio, porque no puede hablarse de «consenso»
cuando precisamente el partido que representa casi la mitad del cuerpo electoral
no acepta un acuerdo orientado a «diluirlo» entre una docena de partidos muy
minoritarios. Aquí no cabe hablar en modo alguno de consenso, pero si de
solidaridad en sus sentido más estricto: la solidaridad polémica; porque, en
efecto, es simple cinismo hablar de consenso cuando de lo que se trataba era
de una solidaridad de «todos contra el PP». Esta solidaridad había sido ya
explícitamente planeada en la campaña electoral por el PSOE, Izquierda Unida
y otros partidos autodenominados «de izquierdas». Pero una vez obtenida la
imprevista victoria del 14-M, debida a los acontecimientos del 11-M, resultaba
improcedente seguir hablando de «unirse contra el PP» y hubo de recurrirse a la
idea del consenso.

5. Todas las críticas a la idea general de solidaridad, erigida en Idea-fuerza,


o en consigna de una acción humanística, cívica y política se resuelven en una
sola crítica: la crítica al formalismo de la Idea general de solidaridad, asociado a
su misma generalidad.

De este modo, la crítica materialista a la Idea de solidaridad es convergente


con la crítica que al formalismo kantiano del imperativo categórico llevó a cabo
la «Ética material de los valores». La forma de la ley ética o moral no puede ser
fuente de normas éticas o morales, si no se tiene en cuenta la materia de esas
normas: ¿acaso Hitler no obró también al dictado de un imperativo categórico,
avalado en una larga tradición germánica, que conducía su acción en el sentido
de la «purificación de la raza aria»?

La crítica materialista a la idea de solidaridad es también convergente con


la crítica materialista a la Idea general de Cultura (utilizada por quienes
consideran a la «Cultura» como la fuente de todos los valores). Porque la
«Cultura» se reparte en múltiples contenidos o materias coyunturales que se
enfrentan entre sí. La silla eléctrica, o los venenos de los Borgia, son objetos
culturales como pueda serlo la Victoria de Samotracia. Por ello, la Sinfonía 39 de
Mozart no adquiere su valor por el hecho de ser «cultura»; es «la Cultura», en
todo caso, la que adquiere valor por el hecho de contar, entre sus contenidos
materiales, a la Sinfonía 39 de Mozart.

422
La Idea general de solidaridad no puede tomarse como una forma capaz de
dar lugar por sí misma a valores positivos. Es preciso romper esa generalidad
hipostasiada, que toma la forma de una idea unívoca, y romperla en sus
diferentes modos, especies o tipos que la modelan como idea analógica.

Podríamos decir que la «solidaridad» se dice de muchas maneras, por lo


menos de 32 maneras, si nos atenemos a la tabla taxonómica. Y como estas
maneras son muchas veces incompatibles entre sí, tendremos que concluir que
el valor de una solidaridad sólo podrá brotar de su materia, y no de la formalidad
genérica que conviene a esa solidaridad. Si cabe encarecer, por sus valores
políticos, éticos, tecnológicos, la solidaridad de un grupo social, de una empresa,
de una compañía, de una familia, será porque los objetivos de ese grupo,
empresa compañía o familia requieren la solidaridad de sus miembros para ser
llevado a efecto; pero la solidaridad entre los miembros de una banda de
terroristas, mafiosa, o de una secta fanática, todavía será más repulsiva que la
deslealtad que algunos miembros pudieran desplegar al abandonar la banda o
la secta (algunos «intelectuales y artistas» dedicados al cine, y ocupados en la
«distinción» de algunas bandas terroristas, no han logrado disociar la materia de
la solidaridad de su forma; y su neutralidad ante la materia –como en el caso
de La pelota vasca,de Julio Médem– da como resultado una apología del más
repulsivo terrorismo. (Pueden verse, en relación con esto, los artículos de Íñigo
Ongay y Sharon Calderón en el anterior número de El Catoblepas.)

Es así como la tabla taxonómica, cuando nos conduce a la multiplicidad de


modos o especies de la solidaridad, o de solidaridades diversas numéricamente,
solidaridades humanas enfrentadas, dentro de un mismo tipo o especie, se
convierte en el mejor instrumento, no ya meramente para la taxonomía, sino para
la trituración de la Idea general de la solidaridad.

6. Pero obviamente, ese instrumento no tiene por qué ser el único


instrumento. Precisamente la especificación taxonómica de la Idea general de la
solidaridad nos permite también desclasificar muchas acepciones que se ocultan
bajo la Idea general de la solidaridad pero que no tienen que ver, en muchos
casos, con ella, salvo algún punto de intersección no siempre significativo. Pero
la Idea general, formal, de solidaridad, así como tiende a borrar, nivelar o
ecualizar groseramente a todos los modos o especies (principalmente bajo la
especie de la solidaridad armónica) en los cuales se determina propiamente,
tiende también a incorporar no menos groseramente a muchas ideas que sólo
de un modo oblicuo tienen que ver con las modulaciones de la solidaridad.

De esta manera llegamos a la situación del presente en la cual el uso


inmoderado de la idea general-formal de solidaridad la convierte en una idea
perezosa que obstaculiza la comprensión de muchas situaciones particulares.

423
¿Por qué interpretar como un caso de solidaridad el afecto y lealtad de Diego
(Juan, dicen hoy) Marsilla e Isabel Segura, «los amantes de Teruel»? Lo mismo
podríamos decir de la solidaridad de Píramo y Tisbe o de Romeo y Julieta (esta
última inspirada, al parecer, en los amantes de Teruel). ¿Cómo llamar solidaridad
a un amor que lleva a los amantes a la muerte? ¿Y por qué interpretar como
solidaridad a la liberalidad (magnanimidad o megalopsiquia) del señor hacia sus
esclavos, una «solidaridad orgánica» que sólo se despliega «manteniendo las
distancias» de estirpe y estatus que debieran considerarse como insolidarias por
la Idea general socialista de solidaridad? La solidaridad de la que en estos casos
podría hablarse sólo alcanzaría a lo sumo un sentido neutro (axiológicamente
hablando), equivalente a «cohesión social», la cohesión que la liberalidad
aceptada y agradecida por vasallos y esclavos comporta. Pero al reducir esa
liberalidad como un caso más de solidaridad todo quedará confundido. ¿No es
mera pedantería hacer un canto a la solidaridad al contemplar la imagen de una
madre dando de mamar a su hijo?

La cortesía, la amabilidad, la lealtad, el temor, la sumisión, la complicidad,


la adulación, la hospitalidad, la amistad, el patriotismo, la fraternidad, el amor
maternal, &c., no son meras especies de la solidaridad. Y considerarlos como
tales es un modo grosero de borrar sus diferencias. En muchos casos, además,
la fundación y valor de estas relaciones tiene muy poco que ver con alguna
solidaridad determinada. Y, por supuesto, puede venir en dirección contraria a
otras solidaridades determinadas; por consiguiente, nada se gana, salvo la
satisfacción de un dotrinarismo metafísico y pedante, «anegándolas» en las
aguas confusas y turbias de la idea general de la solidaridad. Se habla incluso
de una (supuesta) tendencia a la «globalización de la solidaridad», sin especificar
de qué solidaridad se trata. Siendo tan diversos los tipos de solidaridad, la
solidaridad global no dice mucho más de lo que dice el «progreso global», o de
lo que diría la «solidaridad de todas las confesiones religiosas» unidas bajo el
lema «Sacerdotes de todos los países, uníos». Se habla incluso de una
(supuesta) tendencia a la «globalización de la solidaridad», sin especificar de
qué solidaridad se trata. Siendo tan diversos los tipos de solidaridad, la
«solidaridad global» no dice más de lo que pueda decir la expresión «progreso
global», o de lo que diría la «solidaridad de todas las confesiones religiosas del
mundo»: «¡sacerdotes de todos los países, uníos! (acaso solidariamente contra
los ateos)».

Una anciana en el 11-M atiende a una mujer embarazada que ha sido


afectada por la metralla. Un periodista le pregunta: «¿De dónde sacó la fuerza
para su acción?» Respuesta: «De la solidaridad.» La respuesta se dar por válida
y aún magnífica, sin perjuicio del carácter tautológico propio de una respuesta
convencional. Pues la fuerza que movió a esa anciana a ayudar a la mujer
embarazada herida tenía acaso más que ver con un instinto maternal de afecto

424
que con una idea sociológica, abstracta o metafísica que roza con el deber o con
la obligación. Y en cualquier caso, el valor de esa «solidaridad» tal como la
anciana la percibe, derivaría de esa tendencia maternal afectuosa, y en modo
alguno el valor de ese instinto genérico derivaría de la solidaridad (que podría
estar impulsada por motivos más oscuros). ¿Y acaso Don Quijote cuando limpia
a su caballo lo hace por solidaridad con Rocinante? Lo hace porque estaba sucio.
Y cuando recibo por cortesía a una persona que viene a visitarme, acaso en
momento inoportuno, no lo hago por solidaridad con ella, sino por costumbre,
adulación o temor a represalias. En todo caso, mi cortesía es una relación
interpersonal pero no una relación moral o abstracta de solidaridad, que también
subsistiría en el supuesto de que, habiendo advertido que mi visitante es un
delincuente peligroso, me apresurarse, por solidaridad con sus posibles víctimas,
a denunciarlo a la policía.

El alcalde de una villa envía a la familia de una villa cercana (una familia
cuyos dos hijos pequeños han fallecido al ser alcanzados por un rayo) un
telegrama en el que les expresa «su solidaridad». En realidad, si no me equivoco,
lo que está queriendo decir el alcalde a la familia es que le expresa su
condolencia. Acaso «solidaridad», añadiría a «condolencia», algo más: la
disposición «apelativa» (no sólo expresiva) de ayudar en lo que sea preciso; pero
este añadido estaría aquí fuera de lugar, si suponemos que la familia afectada
no necesita auxilios. En cambio, si se tratase de una riada, que hubiera producido
grandes destrozos en la villa vecina, la expresión de solidaridad con los
afectados diría algo más que condolencia, diría, de inmediato, disposición de
ayudar o auxiliar a aquellos con quienes nos «identificamos en la desgracia»;
una modulación práctica de la solidaridad que podría inscribirse en el cuadro (15)
de la tabla. Cabría decir, por tanto, que la «condolencia», no implica «solidaridad
práctica», pero sí recíprocamente; pero esta conclusión sería muy artificiosa: la
con-dolencia se presupone que implica también disposición de hacer todo lo que
el afectado considere preciso: «obras son amores». En cualquiera de estos
casos, pero no en general, la solidaridad se mantiene en el terreno de la ética –
del auxilio a personas concretas–, más que en el terreno de la moral o de la
política («solidaridad de un Estado con otro Estado coaligado con él» que ha sido
atacado por una tercera potencia, aun cuando esta solidaridad entrañe la guerra
y, con ella, la conculcación de valores éticos).

¿Qué puede tener de común el término «solidaridad» cuando unas veces


se utiliza para expresar condolencia y otras veces obligación en el cumplimiento
de un pacto?

Sin duda, algo de común pueden tener estos usos del término solidaridad
(por ejemplo, la acción práctica de unos sujetos operatorios en beneficio de otros,
es decir, algo próximo a la cooperación o el auxilio); pero este núcleo común es

425
tan genérico (por ejemplo, etológico, los sujetos operatorios pueden ser hombres
o animales, y la materia de esos beneficios puede ser ética, moral o política,
buena o perversa respecto de terceros) que sobre él, y sin negar su virtualidad
conversacional –fundada precisamente en una ambigüedad– difícilmente
podremos fundar una doctrina política, o moral, o social, o ética definida; como
tampoco sobre ideas tan generales y confusas como las de «cosa», o
«cacharro», podríamos fundar una tecnología o una teoría física.

El alcalde de una villa envía a la familia de otra villa cercana (una familia
cuyos dos hijos pequeños han fallecido al ser alcanzados por un rayo) un
telegrama en el que les expresa «su solidaridad». En realidad, lo que está
queriendo decir el alcalde a esta familia es que le expresa «su condolencia».
Acaso «solidaridad» añadiría a «condolencia» algo más: la
disposición apelativade ayudar en lo que sea preciso (mientras que
«condolencia» tendría sólo el sentido expresivo del dolor). Pero este añadido
estaría aquí fuera de lugar, si suponemos que la familia afectada no necesita
auxilios. En cambio, si se tratase de una riada, que produjo graves destrozos en
la villa vecina, la expresión de «solidaridad con los afectados» diría algo más que
«condolencia»: diría disposición de auxiliar o ayudar a aquellos con quienes nos
«identificamos en la desgracia»; una modulación práctica de la solidaridad que
podría quedar inscrita en el cuadro (15) de la tabla. Cabría decir acaso que la
condolencia no implica solidaridad práctica, pero sí recíprocamente; pero esta
conclusión sería muy artificiosa, porque la condolencia implica también
disposición de «hacer todo lo que el afectado considere preciso» («obras son
amores»).

En cualquiera de estos casos la solidaridad se mantiene en el terreno de la


ética –del auxilio a personas concretas–, más que en el terreno de la moral o de
la política, como sería el caso de la «solidaridad de un Estado con un Estado
coaligado que ha sido atacado por una tercera Potencia», en cuanto esta
solidaridad entraña la guerra y, con ella, la conculcación de los valores éticos.

¿Qué puede tener de común el término «solidaridad», que unas veces se


utiliza para expresar «condolencia» y otras veces «obligación en el cumplimiento
de un pacto»? Sin duda algo de común pueden tener estos usos del término
solidaridad, por ejemplo, lo que tengan de acciones prácticas de unos sujetos
operatorios en beneficio de otros, es decir, algo así como «cooperación» o
«auxilio». Pero este componente común es tan genérico (por ejemplo, etológico)
–puesto que los sujetos operatorios puede ser hombres o animales, y puesto que
la materia de los beneficios puede ser ética, moral o política, buena o perversa
respecto de terceros– que sobre él, y sin negar sus virtualidades
conversacionales (fundadas precisamente en su ambigüedad), difícilmente
podremos fundar una doctrina política, o moral, o social, o ética definida; como

426
tampoco sobre ideas tan confusas como las de «cacharro» o las de «cosa»
podríamos fundar una doctrina tecnológica o física, porque tanto una taza como
un ordenador son «cacharros», y tanto una estatua como una estrella son
«cosas».

§ 6.

La Idea general de Solidaridad interpretada como «ley social» y como


«principio práctico»

1. No por haber intentado una trituración de la Idea general de solidaridad


podemos olvidar que esta idea general mantiene en nuestros días una gran
vigencia. Y este hecho es el que necesita se explicado, pero sólo en la medida
en que aceptemos la necesidad de descomponer la idea general. Si esta idea
general se considerase consistente, lo que necesitaría explicación es el que no
hubiera sido formulada. Pero si la consideramos inconsistente, lo que debemos
explicar es por qué se mantiene tenazmente y, en nuestros días, alcanza su nivel
de aceptación máxima como Idea parenética general (en paralelo al que
alcanzan otras ideas abstractas como «Cultura», «Paz» y «Democracia»).

Ahora bien, la idea general de la solidaridad, o bien se utiliza como si fuera


la representación de una «ley sociológica», o bien como si fuera
(alternativamente una veces, disyuntivamente otras) un «principio práctico» de
naturaleza moral, cívica, política o humana (un principio próximo, por su alcance,
al principio de la sindéresis). Supondremos que, acaso siempre, estas dos
interpretaciones de la idea general de solidaridad marchan juntas, oscura y
confusamente unidas, en la ideología de la solidaridad.

La solidaridad humana se interpreta como una ley social siempre que se da


por supuesto que la solidaridad es imprescindible para el proceso y
mantenimiento de cualquier sistema social, de parecido modo a como se
considera que la gravitación es imprescindible para el proceso y mantenimiento
del sistema solar. La solidaridad, desde esta perspectiva, será al sistema social
lo que la gravitación (que mantiene unidos a los planetas, «errantes» por sí
mismos) es al sistema solar. La solidaridad quedaría entonces reducida a una
suerte de ley de la gravitación de toda sociedad humana, del mismo modo a
como la gravitación astronómica podría considerarse como la ley de la
solidaridad de los planetas (y ulteriormente, en cuanto gravitación universal,
como la ley en virtud de la cual se mantienen unidos los cuerpos del Universo).

2. Pero si la «ley de la solidaridad» (en su coloración de solidaridad


armónica) fuera una ley constitutiva de las sociedades humanas, ¿qué sentido
podría tener el tratarla como un principio práctico, incluso como un deber? ¿Qué

427
sentido pueden tener las consignas parenéticas que apelan a la solidaridad
ciudadana, las exhortaciones cívicas tales como «ciudadanos, tenéis el deber de
ser solidarios»? ¿Acaso podrían tener más sentido que las exclamaciones que
un astrónomo entusiasta de Newton dirigiéndose al cielo dijera: «planetas,
atraeos en proporción directa de vuestras masas y en proporción inversa al
cuadrado de vuestras distancias»?

Se dirá que no hay paridad alguna entre el sistema solar –cuyos planetas
están sometidos a una ley de gravitación inexorable– y el sistema social –en el
cual los individuos, acaso por su libertad, se supone pueden escapar a la ley de
la solidaridad entendida como ley constitutiva–. Pero no es nada clara una
disparidad tan absoluta; ni tampoco es pertinente entrar aquí en la cuestión de
si un ciudadano es más libre al recorrer las órbitas de su carrera que un planeta
al recorrer la suya propia. Pues la cuestión es si la solidaridad es o no es
constitutiva del sistema social (sean los ciudadanos libres o no) a la manera cono
la ley de la gravitación es constitutiva del sistema solar. En todo caso, la paridad
entre el sistema solar y el sistema social respecto de sus respectivas leyes
(supuestamente) constitutivas podrá perseguirse por otro lado.

En efecto, la ley de la gravitación, aun siendo constitutiva del sistema solar,


es decir, aún no siendo posible que jamás deje de afectar a algún volante satélite
o meteorito de cualquier tipo, lo cierto es que puede ser neutralizada en algún
lugar o tiempo concreto. Y «neutralizar» la ley de la gravedad actuante en un
cuerpo no es suspenderla, sino enfrentarla a fuerzas iguales y de sentido
contrario actuando sobre ese mismo cuerpo. Quinientos millones de chinos,
según el problema ya clásico, convenientemente alineados, y dando, tras la
orden pertinente, un paso al frente, son capaces de alterar la órbita de la Tierra;
pero sin que ello implicase una excepción a la ley de la gravitación universal de
Newton. Todavía más, nos encontramos ante la posibilidad de que un cuerpo
inmerso, en el campo de la gravitación solar, y que constitutivamente está
afectado por la ley de la gravitación, puede sin embargo resultar des-gravitado. Y
esta consideración abre también la posibilidad de que un ciudadano que forma
parte de un sistema social regido por una ley de solidaridad constitutiva llegue
en un momento determinado a ser «desolidarizado» por el efecto de otra presión
igual y de sentido contrario a la suya constitutiva propia.

Dicho de otro modo: incluso en el supuesto del carácter constitutivo de una


ley de solidaridad que mantiene estructurado un sistema social, cabe pensar en
la posibilidad de que algunos miembros o grupos de ese sistema puedan quedar
bajo la situación de neutralización de esta ley. Basta tener en cuenta,
sencillamente, que la ley de la solidaridad, como la de la gravitación, no actúan
homogénea y unívocamente en cualquier punto del campo, sino que actúan en

428
diferentes núcleos capaces de deformar el «espacio-tiempo» de Minkowski;
núcleos que han de ser previamente dados.

Y estas diferencias ya pueden ser «manipulables» por los sujetos


operatorios. Lo que quiere decir que tendrá sentido, aún en el supuesto del
carácter constitutivo de la ley de la solidaridad social, la manipulación de una
solidaridad frente a otras, así como el proyecto, en un momento y lugar dados,
de selección de una solidaridad que se creyese «debiera» ser protegida frente a
otras.

En conclusión, la exhortación «debéis ser solidarios» alcanza todo su


sentido cuando dejamos de movernos en el terreno de la Idea general de
Solidaridad, y la referimos a algún tipo de solidaridad determinada: «debéis ser
solidarios con vuestro partido político, aún a costa de la solidaridad con vuestras
familias», o viceversa.

Más aún: los ciudadanos o grupos que forman parte de un sistema social,
aún estando sometidos constitutivamente a una «ley de solidaridad», podrían,
en el límite, no sólo escapar de la influencia de una determinada presión solidaria
para entrar en la influencia de otra presión diferente, sino quedar exentos de toda
presión, y no por que la ley de solidaridad perdiera su aplicación en ellos, sino
porque tales aplicaciones quedaran neutralizadas por presiones iguales y de
sentido contrario.

Así se explicarían tantos procesos individuales o grupales cuya trayectoria


los conduce a un atractor que podríamos reconocer como «atractor autista» y
cuyo límite es el suicidio individual o colectivo. Un suicidio individual, el de
Séneca, por ejemplo, es la expresión más acabada de la insolidaridad personal
objetiva determinada –puesto que «darse la muerte a sí mismo» es construcción
tan absurda como «darse la vida a sí mismo»– por una confluencia de
solidaridades, obligaciones, &c., que se enfrentan neutralizándose en algún
individuo. Un suicidio colectivo, como el de los 912 muertos (la mayoría suicidas)
del Templo del Pueblo en Jonestown, Guayana, el 18 de Septiembre de 1985,
es un caso eminente de insolidaridad por neutralización (de la «ley de
solidaridad»).

Pero no es necesario que el «atractor autismo» llegue al límite del suicidio


para que la insolidaridad se produzca. Pueden los individuos de una sociedad
aproximarse al autismo insolidario por otras muchas vías. Por ejemplo la vía que
conduce al retiro autárquico, a la soledad de la vida retirada, «solo con el Solo»,
de la vida de quien «solo en su casa con sólo Dios acompasa». La vida del monje
célibe (monachos) del desierto, como la del «eremita», o como, en la sociedad
industrial de la era neotécnica, la vida de quien busca la autosuficiencia autista

429
(«construye tu propia casa, construye tu propio barco»). En menor medida la
insolidaridad política predicada por los epicúreos y que inspira, a quien justifica
su conducta de «buena persona», porque pasa su vida (una vida de idiota) «del
trabajo a su casa y de sus casa al trabajo». O simplemente el autismo de quien
identifica su libertad con el autismo que se alimenta de sus propias opiniones, o
que imprime a su vida el sentido de «llegar a ser su propio yo», en el marco de
la individualidad más acusada.

En las democracias parlamentarias el voto secreto, tras el día de reflexión,


se considera como la revelación absoluta de la soberanía del yo de los
ciudadanos individuales; se supone que con sus votos secretos, que emanan de
sus conciencias absolutas –no vinculadas a nadie, insolidarias por tanto–, el
sistema social democrático podrá organizarse de un modo firme, como si la
solidaridad democrática pudiera resultar de estos millones de secretos votos
sagrados e insolidarios. Cabría decir que la solidaridad, respecto de las
tendencias autistas de los ciudadanos de las democracias parlamentarias,
desempeña un papel análogo al que la tercera ley de Newton (la ley de la acción
y la reacción) desempeñaba respecto de la ley de la inercia que, actuando por sí
sola, reduciría a las masas afectadas a un caos de cuerpos («insolidarios»); el
papel que en la tríada revolucionaria, centrada en torno a la igualdad,
desempeñaba la fraternidad respecto de la libertad.

3. Sería la constatación de esta tendencia de los individuos hacia los


«sumideros autistas», que resulta estar alimentada por la ideología de las
democracias parlamentarias homologadas, aquello que explicaría, no ya la
posibilidad, sino la necesidad de una «cultura de la solidaridad», como a veces
se dice.

Esta «cultura de la solidaridad» es posible, como hemos dicho, porque, aún


supuesta la ley de la solidaridad como ley constitutiva del sistema social, el
rumbo y orientación de las solidaridades concretas no podría derivarse de la ley
general, sino de la confluencia entre las diversas solidaridades concretas. De
este modo, la llamada «cultura de la solidaridad» puede alcanzar diferentes
interpretaciones.

Ante todo, como la presión sobre una solidaridad dada (entre los miembros
de una familia, de un círculo de amigos...) de otras solidaridades (por ejemplo, la
solidaridad de un partido político o de una ONG).

Pero sobre todo, como la tendencia hacia una educación socializadora


orientada a corregir las tendencias autistas del individualismo autosuficiente.
Una «cultura de la solidaridad» orientada a transformar, por ejemplo, a los
monasterios en conventos (a los monjes eremitas en frailes, incluso a los

430
frailes idiorrítmicos en monorrítmicos). La «cultura de la solidaridad» tomará la
forma preferente de una acción pedagógica, impulsada por el Estado y orientada
por ejemplo a sustituir los juegos en solitario (crucigramas, juegos de baraja) por
juegos solidarios, casi siempre entendidos en sentido armónico (aunque la
práctica demuestre que los juegos polémicos o competitivos –tipo rugby o fútbol–
son más atractivos, y no menos solidarios).

Pero siempre, una «cultura de la solidaridad» habrá que sobreentenderla


como referida a una especie de solidaridad, mejor que a otras. Una cultura o
cultivo de la solidaridad es siempre un cultivo selectivo y en este sentido,
polémico desde su principio.

Por ello, una cultura de a solidaridad tiene muy poco que ver con una «mera
activación» de una supuesta «solidaridad natural» y orientada en una dirección,
a la que tenderían por ley social todos los hombres. Una cultura de la solidaridad
es siempre una cultura ideológicamente inspirada y, como tal cultura, habrá de
transportar una carga de artificiosidad mayor que la «carga de naturaleza» que
suele serle atribuida, en la medida en que se le supone acogida a una ley general
de la solidaridad.

A veces la artificiosidad de esta cultura de la solidaridad podrá ser tan


intensa que, sin perjuicio de su eficacia, cuanto a la creación de solidaridades
positivas, podrá llegar a rozar el ridículo: los saint-simonianos de Ménilmontant,
en el comienzo del reinado de Luis Felipe, intentaron extender su traje barroco
en el que figuraba un famosos chaleco simbólico que sólo podía abotonarse por
la espalda, de tal modo que nadie podía abotonarlo por sí sólo (de modo autista),
puesto que necesitaba la ayuda solidaria de alguno de sus congéneres.

4. Se comprenden bien, desde las premisas que hemos expuesto, las


razones o la funcionalidad del auge que el término solidaridad vuelve a
experimentar en nuestros días de democracia parlamentaria homologada. El
respeto exquisito a la intimidad que estas democracias determinan y cuya
expresión más notoria es el sagrado secreto del voto personal, el cuidadoso
encapsulamiento en la privacidad de cualquier opinión o creencia religiosa,
metafísica o filosófica que pueda comprometer la tranquilidad que se asigna a
una convivencia o coexistencia pacífica, hace de los ciudadanos una especie de
mónadas, pero que a la vez han comprendido la necesidad de mantener lazos
de mutua sociabilidad, sin perjuicio de procurar echar un velo pudoroso sobre
todo lo que pueda servir para manifestar los «motivos personales» que les
impulsan a crear y cultivar esos lazos de sociabilidad. Por ello, en lugar de hablar
no ya de caridad o de fraternidad, sino de generosidad, cortesía, de amistad, de
lealtad, de amabilidad, de temor, de sumisión, de complicidad, de adulación, de
hospitalidad, de interés egoísta, de patriotismo, de compasión, de cooperación...

431
utilizaran un término general neutro que todos entienden porque todos saben
que habrían de entenderlo a su manera. Y este término es «solidaridad».

Pero la cooperación de los músicos en la orquesta no recibe su valor de la


solidaridad que ésta cooperación envuelve, sino que es esa solidaridad la que
recibe su valor de la cooperación de los músicos en una buena ejecución de la
sinfonía. Lo que se valora de la cooperación de los músicos en la orquesta, no
es el hecho de participar en la Idea de Solidaridad, sino su perfecta coordinación,
medida no por sus buenos deseos de cooperación (de «cooperación solidaria»),
sino por la coordinación perfecta de sus ejecuciones, que se mide por la
perfección de la obra. Y la generosidad no cobra valor por ser solidaria sino que,
a lo sumo, es la solidaridad allí apreciada la que cobra valor cuando se manifiesta
como generosa. Y otro tanto diríamos de la compasión, de la cortesía, de la
amistad...

Como contraprueba, cabría constatar que la solidaridad no es siempre la


condición necesaria para el dibujo de una figura ejemplar o heroica, porque a
veces es la insolidaridad la que define al héroe. La gloria de Aquiles, el «héroe
insolidario por excelencia», no deriva precisamente de su solidaridad con los
demás reyes griegos que fueron a luchar contra los troyanos. Porque Aquiles es
héroe insolidario, no por accidente, sino constitutivamente, como lo fue su cólera,
su mnenis rencorosa contra Agamenón. La insolidaridad con los demás reyes
aqueos que luchan contra Troya define el destino heroico de Aquiles, un destino
que él no elige, pero si asume; y el valor de Aquiles para asumir este destino es
atribuido por el propio Agamenón a un Dios: «si fuerte, ¿qué duda hay?, por
extremo eres, de la divinidad regalo es ello» (Il.I, 178). Un destino que lo dirige
precisamente enfrentándolo a los demás, sin compartir sus acuerdos, o sus
decisiones: Aquiles lucha con otros hombres que le han agraviado; Aquiles es el
héroe trágico que hace la guerra por su cuenta, sobre todo cuando, Antíloco, el
hijo de Néstor, le comunica que Patroclo ha muerto en manos de Héctor: «no
viviré más entre los hombres –dice Aquiles a su madre Tetis– si no hago pagar
a Héctor con su muerte, la muerte de Patroclo.» Y la amistad con Patroclo –que
sí era solidario con sus compatriotas– no tiene que ver con una solidaridad con
él; o, si se prefiere, con una solidaridad distinta a la que se reduce a la amistad
o al amor como pueda ser la «solidaridad de la madre con el hijo a quien da de
mamar». Y, sin embargo, no por ser insolidario en el sentido moral, social o
político de los términos Aquiles es egoísta, o deja de ser generoso o magnánimo.
¿Acaso no acaba devolviendo por fin el cadáver de Héctor que él había
profanado, a Príamo, su padre? Aquiles –un héroe que fue arquetipo de Sócrates
o de Alejandro– es el héroe que se encuentra más allá de la solidaridad o de la
insolidaridad, más allá del bien y del mal ético, o moral o político. Los irenistas,
los pacifistas, los «solidarios en todo y a toda costa» de nuestros días, no podrán
admirar a Aquiles; para ellos Aquiles solo podrá ser visto como un bárbaro un

432
asesino, o un criminal de guerra: las estatuas, tapices, retratos o relatos literarios
que en torno a Aquiles se han ido tejiendo en la historia habrían de ser
repudiados y destruidos, juntamente con las salas de los museos en las que se
exhiben, para que la educación de las nuevas tiernas generaciones no sufran
menoscabo. Un solidario y a toda costa debe ser también iconoclasta.

Y, sin embargo, el término solidaridad, rodando entre tan contrapuestos


canales ideológicos, ha logrado destilar preferentemente un significado útil (tanto
por lo que dice, como por lo que deja de decir) cuyo funcionalismo en nuestra
sociedad sería, sin duda, lo que explica su éxito. El contenido de este significado
no es, desde luego, «trascendental», como quisieron sus creadores; tampoco es
ético, y ni siguiera es político, sino psicológico-social. Se aprecia sobre todo en
su forma de adjetivo, aplicado a un individuo o a un grupo: «Pedro García fue un
hombre solidario», leemos en una necrológica de prensa; o bien, cuando un
alcalde dice: «Los vecinos del barrio F son muy solidarios». «Solidario» significa
aquí algo así como «cooperativo», participativo», dispuesto a «echar una mano
en los proyectos emprendidos por otros». Es la solidaridad que se atribuye
al mumique organiza los festejos en los poblados de las Islas Salomón; pero
también es la solidaridad de determinados individuos de una banda de primates,
frente a los «retraídos», o la solidaridad de los miembros de la banda de los
cuarenta ladrones, dispuestos a apoyar las iniciativas de otros miembros más
activos. El término solidaridad alcanza su significado de signo claramente
etológico, pero no trascendental, ni ético, ni moral, ni político. Son solidarios
aquellos soldados que (para utilizar la jerga que en tiempos se usaba en los
cuarteles) no se «escaquean». «Solidario», se opone a «rácano», en la acepción
que el DRAE registra en tercer lugar, aunque sin acertar plenamente: «poco
trabajador, vago»; decimos «poco acertadamente» porque el diccionario no
precisa que ese «poco» –o esa vagancia– se le atribuye al rácano, no en general,
sino en relación con las tareas propuestas, o en marcha, por una comunidad o
un grupo; el rácano lo es, respecto de esas tareas o propuestas, pero puede ser
muy trabajador y activo respecto de otras tareas que a él le interesen.

Sería precisamente la naturaleza etológica –y en especial de etología


humana (del comportamiento de los individuos en un grupo social)– que ha
adquirido el adjetivo «solidario» lo que explicaría el éxito de este término en
nuestra sociedad. Lo que se quiere decir al calificar a un individuo o grupo de
«solidario», no es tanto que sea generoso (adjetivo que puede alcanzar un
sentido ético: quien solidario o participativo en un grupo, no tiene por qué ser
necesariamente generoso respecto de otras personas determinadas); menos
aún, la solidaridad del solidario ha de confundirse con la caridad (aunque el
misionero que practica la caridad, puede también llamarse solidario).

433
El «funcionalismo» de esta acepción etológica de la solidaridad, como
«calidad de solidario», que sería la predominante en nuestros días, consistiría
precisamente en su neutralidad etológica, que permite dibujar una forma de
comportamiento frente a otros comportamientos («egoístas», «rácanos») sin
necesidad de entrar en profundidades éticas, morales, políticas o religiosas.
Apreciamos un cierto pudor en el misionero, en el bombero, o en el miembro de
cualquier ONG, cuando utiliza el término solidaridad, en lugar de hablar de
caridad, de com-pasión (sim-patía) o de generosidad, cuando trata de describir
la línea de su actuación. «Actúo por solidaridad» corresponde a una
conceptuación más neutra que la que se expresa en la frase: «actúo por
generosidad», o «actúo por caridad», o «actúo por patriotismo». Y, sin embargo,
lo cierto es que esa neutralidad es sólo aparente, porque quien utiliza el término
neutral lo está haciendo siempre desde algún marco ideológico, muy borroso, sin
duda, pero que para unos será moral, para otros ético, para otros político, para
otros religioso y para otros espiritista. Y esto es lo que tendría de «indecente» la
acepción etológica del término solidaridad: que quien invoca su condición de
«solidario», apelando a la «solidaridad» en abstracto, no muestra, sino que
oculta, las fuentes del valor supraetológico de su conducta y procede como si la
solidaridad fuese ya por sí misma, la fuente del valor; como si no pudiera
acogerse a la solidaridad tanto el bandido de los cuarenta ladrones, del que
hemos hablado, mejor dispuesto a cooperar con los planes de su capitán, como
el misionero mejor dispuesto a atender a cualquier incidencia que surja en su
misión, frente al misionero «rácano» que prefiere seguir la vida contemplativa.

Sevilla, 5 de abril de 2004


[Incorporados unos añadidos el 5 de junio de 2004.]

434
Sobre la obligatoriedad
de la asignatura «Religión»
Gustavo Bueno

Este artículo se propone alcanzar un planteamiento filosófico, y no meramente jurídico político


o confesional, de la cuestión, hoy muy debatida, sobre la reforma de los planes de estudio en lo
que afecta a la asignatura «Religión». En este artículo se reexponen y precisan las posiciones
que el autor mantuvo en el programa Esta es mi historia (TVE1, 21 de abril de 2004) dedicado
a este asunto

Introducción

Las religiones positivas y la asignatura «Religión»

1. Necesidad de deslindar la perspectiva jurídica de lege data de una


perspectiva filosófica de lege ferenda

Los debates sobre la asignatura «Religión» a escala nacional, que se han


incrementado a raíz de la victoria electoral del PSOE y aliados en las elecciones
parlamentarias del 14M de 2004, con motivo de la suspensión cautelar de la
LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza, de 23 de diciembre de 2002),
se mueven en el terreno confuso en el que se intersectan las perspectivas que
podríamos considerar de lege data (que toman a la Constitución de 1978 como
marco de los debates) y de lege ferenda (y no ya sólo dentro de la Constitución,
sino incluso desbordándola, en vistas a una reforma, al menos parcial, suya).

Es muy difícil, por no decir imposible, deslindar, en los debates concretos,


estas dos perspectivas, sobre todo si tenemos en cuenta que muchas posiciones
que formalmente se mantienen en el terreno jurídico, de lege data (aquél en que
actúa, como instancia suprema, el Tribunal Constitucional), están en realidad
promovidos desde una perspectiva de lege ferenda constitucional, a veces como
una «interpretación amplia» del propio texto constitucional. Sin embargo nos
parece que el intento preliminar de deslindar con la mayor claridad posible estas
dos perspectivas constituye la primera tarea necesaria para alcanzar una
perspectiva crítica que tenga interés filosófico; y entendemos siempre la crítica
como clasificación.

2. El debate desde la perspectiva de lege data constitucional sobre la


asignatura «Religión»

435
Obviamente, en la cuestión que nos ocupa, la perspectiva de lege
datapresupone la referencia a una ley vigente determinada y efectiva (en tanto
que no estamos haciendo simplemente Historia). Por tanto, la ley dada genérica
que aquí tenemos que presuponer es la Constitución española de 1978,
principalmente en sus artículos 16.3 («Ninguna confesión tendrá carácter estatal.
Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
española, y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la
Iglesia católica y las demás confesiones») y 27.3 («Los poderes públicos
garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la
formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»).
También forman parte de estas leyes fundamentales los Acuerdos suscritos por
el Estado español con la Santa Sede, y muy principalmente el Acuerdo sobre
enseñanza y asuntos culturales de 3 de enero de 1979 (ratificado ese mismo
año, en 4 de diciembre), cuyo artículo 2 establece que los planes educativos
«incluirán la enseñanza de la religión católica en todos los centros de
educación»; y cuyo artículo 3 establece, a su vez, que «la enseñanza religiosa
será impartida por las personas que, para cada año escolar, sean designadas
por la autoridad académica entre aquellas que el Ordinario diocesano proponga
para ejercer la enseñanza».

Las leyes específicas con incidencia en la asignatura de «Religión» que los


sucesivos gobiernos democráticos fueron poniendo o quitando son leges
datae: la Ley Orgánica del Estatuto de Centros Escolares, LOECE, del gobierno
de UCD, de 1981, que puso en suspenso el gobierno del PSOE de Felipe
González en 1982. La LOGSE, del gobierno socialista, atendiendo a las leyes
fundamentales (y en particular a los acuerdos con la Santa Sede de 1979)
reconoció la asignatura «Religión» y la hizo evaluable en el conjunto de
asignaturas para repetir curso y para el cálculo de la nota media en la expedición
del título de Bachiller (aunque no entraba en el cálculo de la media para la prueba
de acceso a la Universidad, ni para las becas). La LOCE (Ley Orgánica de
Calidad de la Educación), impulsada por el gobierno del Partido Popular y
aprobada en el 2002, y que el nuevo gobierno socialista de Rodríguez Zapatero,
en abril de 2004, considera como inadmisible con el espíritu de la LOGSE,
proyecta paralizar, a la manera como el gobierno como el gobierno socialista de
González hizo con la LOECE; sin embargo mantiene parecidas disposiciones de
la LOGSE (que son obligadas en el marco de las leyes fundamentales), a saber,
la oferta obligatoria de la asignatura «Religión católica» en los centros de
enseñanza (privados, concertados y públicos) pero voluntaria para los alumnos.

La diferencia entre la LOGSE y la LOCE parecía residir, principalmente, en


las alternativas para los alumnos que no escogieran la asignatura «Religión
católica». La LOGSE estableció como alternativa a la «Ética», para los alumnos
de secundaria que no eligieran «Religión». La LOCE estableció diversas
alternativas en primaria y primer ciclo de secundaria, y para el resto de la
436
secundaria propuso una asignatura evaluable llamada «Sociedad, Cultura y
Religión».

Los debates de lege data se mueven, por tanto, en el terreno jurídico, que,
en definitiva, se reducen a la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la
asignatura «Religión», y al alcance y evaluabilidad de dicha asignatura desde el
punto de vista de las diversas leyes específicas. De hecho, quienes mantienen
el debate en el terreno jurídico (por ejemplo, los profesores de asignaturas no
evaluables, que se consideran perjudicados ante la fuga de alumnos potenciales;
o bien los profesores que protestan por la decisión del Ordinario de no prorrogar
sus nombramientos por motivos derivados de su «vida privada») invocan
constantemente la Constitución. Por ejemplo alegan que la aconfesionalidad del
Estado, según el artículo 16.3, es incompatible con una asignatura confesional
de «Religión católica», y sugieren que esta asignatura, en la que ven una
catequesis disfrazada (o propaganda fidei) debiera pasar a las parroquias. Pero
esta alegación es contestada con el artículo 27.3, que garantiza el derecho que
asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral, &c.

Otra cosa es que los debates que se mantienen en el terreno jurídico, dentro
del marco constitucional, menos aún cuando estos debates se promueven desde
un gobierno socialista, crean prudente regresar más allá de la Constitución,
crean prudente, por ejemplo, pedir la reforma del artículo 16.3, al menos en lo
que concierne a la mención explícita de la Iglesia católica; o incluso creen
prudente denunciar los acuerdos de la Santa Sede del 4 de diciembre de 1979,
teniendo en cuenta, precisamente, la circunstancia de que la gran mayoría de su
electorado potencial es católico. Cualquier político socialista de estos años
consideraría imprudente el poner obstáculos al apoyo institucional o económico,
central o autonómico, que tradicionalmente se presta a las manifestaciones
públicas católicas, aunque repercutan directamente en el calendario escolar,
como puedan serlo las procesiones de Semana Santa, con la que se «identifican
en masa» los militantes, obreros y menos obreros, del Partido Socialista en
Andalucía. El incremento de los inmigrantes musulmanes podrá comenzar a
poner objeciones a este apoyo confesional que las instituciones, no sólo del PP,
sino del PSOE, vienen prestando a la Iglesia católica; instituciones que fueron
creadas precisamente, en el siglo XVI, como instrumento de lucha contra el
islamismo juntamente contra el protestantismo. Por la misma razón podrían
reivindicar algunos musulmanes o judíos (si no estuviesen en minoría) que se
retirase, al menos por parte de un gobierno socialista, de «izquierda progresista»,
la cruz de la mesa de juramentos o promesas de ministros o autoridades; o al
menos que se acompañase la cruz con la media luna y la estrella de David, y
que se agregase a la Biblia un Corán y un Talmud para que un eventual ministro
socialista de confesión musulmana o judía pudiese jurar o prometer ante ellos.

437
Dado el carácter minoritario de las confesiones islámicas o hebreas les
parecerá más prudente apoyarse en el artículo 16.3 para pedir la eliminación, sin
más, de la asignatura de «Religión».

3. De lege ferenda

Ahora bien, el debate sobre la asignatura «Religión», en el terreno de la lege


data, en el sentido dicho, no es un debate filosófico sino jurídico. Esto no quiere
decir que quienes intervienen en este debate no estén envueltos por ideologías
filosóficas o teológicas sobre la religión y sobre el Estado; y, por ello, siempre
tendrá el mayor interés filosófico el análisis de los debates jurídicos, atendiendo
a las ideas que en estos debates van implícitos.

Pero cuando queremos plantear el problema de la asignatura «Religión» en


el terreno filosófico, entonces será necesario regresar más allá del terreno de
la lege data constitucional y argumentar, si no queremos prescindir enteramente
de la referencia práctica a la Constitución dada, desde la perspectiva de lege
ferenda,que comprenda la reforma de la misma Constitución, o la denuncia de
Concordatos y Acuerdos pertinentes.

Por lo demás, esta perspectiva de lege ferenda constitucional suele ser


adoptada por los mismos partidos políticos que piden la reforma de la
Constitución en diversos aspectos de sus artículos o títulos.

Nuestra perspectiva crítica, que quiere ser ante todo filosófica, no quiere sin
embargo ser abstracta, sino práctica política, más que jurídica. Y la piedra de
toque decisiva en la argumentación filosófico política es la de la prudencia
política regulada por la eutaxia de una sociedad política determinada, en nuestro
caso, de España, en tanto la suponemos acogida a una constitución
democrática, la de 1978.

El debate, desde la perspectiva de lege ferenda constitucional, gira sobre


todo en torno a la Religión (y a sus relaciones con el Estado), en cuanto
fundamento de la asignatura «Religión». La asignatura «Religión», delimitada en
el contexto de un determinado plan de estudios, no podría, en efecto, definirse
al margen de la Religión, en tanto realidad dada en contextos muy diferentes a
aquellos en los cuales se dan los planes de estudios.

Todo el mundo distingue en efecto, de hecho, entre la Religión y la


asignatura «Religión». Todo el mundo menos aquel estudiante que, en los años
cincuenta del pasado siglo, en Salamanca, respondió en el Examen de Estado
ante uno de sus examinadores, el padre Guillermo Fraile OP, quien después de
haberle pedido, sin resultado alguno, una definición de Religión le preguntó:

438
«¿Es que tu no tienes religión?». «Si padre –respondió el aspirante a bachiller–
tengo la religión del padre Incio», refiriéndose al libro de texto del entonces
conocido autor. Una respuesta, en su ingenuidad, acaso más profunda de lo que
parece; al menos recuerda la respuesta que Eddington propuso para la pregunta
¿Qué es la Física?: «Lo que se contiene en el Tratado de Física.» Y, sobre todo
nos invita a reproducir cuestiones similares a las que, a propósito de aquélla
anécdota de exámenes, suscitaba yo (en una época en la que estudiaba
el Análisis matemáticode Rey Pastor) a quienes se reían de la rudeza de aquél
estudiante, a propósito de la definición del Algebra o de las Ciencias formales en
general. ¿Qué es el Algebra?: «Lo que se contiene en el Análisis matemático de
Rey Pastor y en otros tratados semejantes.» Pues, ¿dónde, fuera de los libros
de Algebra, existe el Algebra? ¿Acaso la Revelación mosaica existe fuera de
ciertos libros del Antiguo Testamento?

De hecho, quienes batallan para que se mantenga, a toda costa, en los


planes de estudio, la asignatura de «Religión», no parecen situarse muy lejos de
la respuesta de aquél estudiante de Salamanca. Proceden como si estuvieran
suponiendo que la eliminación de la asignatura «Religión» podría comprometer
la realidad misma de la religión en las generaciones futuras. Es decir, proceden
como si la religión fuese, si no ya enteramente idéntica, sí al menos parcialmente
idéntica y dependiente de la asignatura «Religión», es decir, de los libros que
hablan de la religión. ¿Cómo podríamos hablar de religión, en efecto –al menos
de las religiones «superiores» o terciarias, entendiendo por tales las llamadas
«religiones del libro»–, al margen de libros tales como los «libros por
antonomasia», la Biblia, o al margen del Corán? Es cierto que sigue fluyendo
una poderosa corriente, de fuentes muy lejanas, que tiende a separar la religión
y los libros («la letra no es el espíritu, la Biblia no es la Religión», decía Reimarus
a los protestantes «adoradores de la Biblia») o, lo que es equivalente, que tiende
a sustituir los libros revelados por el «libro que Dios escribió en el corazón de
todos los hombres» (como decía el vicario saboyano del Emilio de Rousseau, o
Lolita en el debate televisivo al que nos hemos referido). Pero en el corazón de
los hombres no hay nada escrito; y, en todo caso, esa religión natural, que se
hace consistir en puras secreciones sentimentales, no puede confundirse con las
religiones positivas (tales como el judaísmo, el cristianismo o el islamismo), que
son las que se tienen en cuenta en el momento de instituir la asignatura de
«Religión».

Más aún: en el supuesto de que algún grupo o partido político se organizase


siguiendo las direcciones «ilustradas» de los teóricos de la religión natural, y
propiciase una asignatura de «Religión» orientada en este sentido, se vería
obligado también a traducir el «libro escrito en el corazón de los hombres
honrados» en unos libros de texto titulados «Religión natural» y dirigidos a la
«educación en valores» de los niños y de los jóvenes en período de formación.

439
Por nuestra parte suponemos que cuando hablamos de la asignatura
«Religión» en los debates de lege ferenda sobre los planes de estudio, sólo
indirectamente nos referimos a la religión natural, es decir, siempre a través de
las religiones positivas y, en España, más precisamente, a las religiones del libro;
lo que no puede hacernos olvidar, teniendo a la vista los procesos de
globalización e inmigración crecientes, que en un futuro acaso no muy lejano
habrá que tener en cuenta también al hinduismo, a la cienciología, al jainismo, al
budismo, a los harekrisnas y hasta al vudú y al candomblé (pues también los
inmigrantes de Haití o del Brasil que arriben a las costas españolas podrán
reivindicar sus «derechos espirituales»).

Y supondremos también que las religiones positivas, ya consideren


esenciales o no las asignaturas de «Religión», no se reducen a esas asignaturas
sino que las desbordan.

El reconocimiento de esta realidad positiva de religión, como referente de la


asignatura «Religión», suele ser expresado en esta fórmula:
«El hecho religioso.» Una fórmula muy ambigua y equívoca que intenta coger
tanto al círculo de «hechos psicológicos de naturaleza sebasmática» («vivencias
religiosas», próximas a las de la religión natural del vicario saboyano, pero
también a los sentimientos íntimos del practicante del vudú o del harekrisna)
como al círculo de los «hechos institucionales», históricos y sociales (iglesias,
templos, rituales, sacramentos, dogmáticas...), pero que contienen también el
peligro (precisamente por su formato positivista: «hecho» expresado en «juicios
de existencia» en cuanto contradistinto a «valor», expresado en los «juicios de
valor»; o bien: «hechos como ser» frente al «deber ser») de dejar de lado al
componente normativo o axiológico de las realidades o hechos religiosos, y a la
pluralidad de especies de estos hechos religiosos y de sus relaciones polémicas
mutuas. El «hecho religioso» no es una realidad que pueda ser constatada como
realidad inerte, a la manera como se constata una roca que encontramos por el
camino. El hecho religioso es un hecho normativo, en fórmula de Durkheim, que
se nos da aquí y en conflicto con otros hechos religiosos de otras especies (la
especie «judía», o la «cristiana», o la «musulmana», o la «budista»). Desde este
punto de vista, el «hecho religioso» se asemeja a los «hechos políticos», por
ejemplo al «hecho socialdemócrata» en cuanto contrapuesto al «hecho
anarquista», el «hecho comunista» en cuanto contrapuesto al «hecho fascista».
Son hechos normativos, que proponen sus propias normas, que nos
comprometen y nos obligan a tomar posición, en pro o en contra, que no
podemos ignorar como si no fueran con nosotros.

Está muy extendida la ideología ad hoc de los «hechos religiosos» como si


fueran hechos de la «vida privada» que, por tanto, no tendrían, salvo obscenidad,
por qué salir a los escenarios públicos. Pero esta ideología se enfrenta de plano

440
con la realidad de las religiones superiores, terciarias, no clandestinas, sobre
todo con las religiones confesionales que son proselitistas y de naturaleza
pública. ¿Cómo podría un cristiano dejar de intentar, no solamente por amor o
caridad, sino por imperativo evangélico –«id y predicad a todas las gentes»,
Mateo 28:19–, convertir a su religión a quien está fuera de ella? ¿Como podrían
tolerar los católicos españoles, y sobre todo los andaluces, sin perjuicio de su
militancia en el Partido Socialista Obrero Español, que se les prohiban o graven
con impuestos (a título de tasas publicitarias) las manifestaciones públicas de su
fe en Cristo y en la Virgen en sus procesiones de Semana Santa? Las religiones
positivas, en general, son públicas y no privadas (como pudiera serlo la magia,
según el criterio del propio Durkheim: la magia es asunto privado entre el mago
–por ejemplo, el echador de cartas o el usuario de la bola de cristal– y su cliente;
pero el mago no es sacerdote, aunque muchas veces hay intersecciones
importantes entre ambas figuras).

Concluimos: la religión positiva es un hecho normativo y público


(confesional, social, en nuestros días) que compromete a todo ciudadano y le
obliga de hecho a tomar posiciones ante él, en pro o en contra, con espíritu de
tolerancia o de intolerancia. Por consiguiente, las cuestiones que suscita la
asignatura «Religión», son cuestiones que no pueden plantearse cortando la
referencia a esta naturaleza confesional de las religiones positivas del presente.

Y esto es tanto como decir que las cuestiones en torno a la asignatura


«Religión» –sobre todo cuando se adopta, como es nuestro caso, la perspectiva
de lege ferenda constitucional– son cuestiones de naturaleza práctica, puesto
que, en cualquier caso, la asignatura «Religión» siempre podrá entenderse como
un medio orientado hacia un fin objetivo (finis operis) que es el tratamiento de la
religión en cuanto es materia, a su vez, de carácter esencialmente práctico, es
decir, que si está viva, obliga a comprometernos y a tomar posición en pro o en
contra, desde el punto de vista confesional.

441
I
Cuatro alternativas posibles

El planteamiento de la cuestión que nos ocupa, tal como lo hemos expuesto


en la introducción, nos lleva a afirmar que los problemas suscitados por la
asignatura «Religión» (problemas relativos a su existencia y a su jerarquía en el
plan de estudios; problemas relativos a sus contenidos, y a la orientación de la
«disciplina») no son independientes de las posiciones prácticas que se
mantengan ante la religión misma, en cuanto es un hecho normativo en las
condiciones que hemos indicado.

Ahora bien, cuando en el plano del debate de lege ferenda constitucional


nos preocupamos ante todo por clasificar las posturas fundamentales que cabe
mantener ante la cuestión, lo primero que conviene constatar es que no nos
encontramos originariamente ante una disyuntiva (binaria), a saber, la de la
obligatoriedad de la asignatura «Religión» en los planes de estudios, o la
negación de esta obligatoriedad. Aceptar este planteamiento de la cuestión en
esta forma disyuntiva es tanto como caer en una trampa. Y la mejor prueba
interna es la siguiente: quienes se inclinan por el no («la asignatura 'Religión' no
debe figurar, y menos aún de forma obligatoria, en un plan de estudios propuesto
por el Estado») puede hacerlo a partir de principios opuestos entre sí, a saber, o
bien desde principios «ilustrados» o impíos (las religiones positivas llamadas
superiores son en realidad supersticiones, y lo mejor que podemos hacer con
ellas es ignorarlas), o bien desde principios confesionales o piadosos (las
religiones positivas son asuntos privados, ya sean de cada confesión o iglesia,
ya sea de cada individuo, de sus sentimientos personales); por consiguiente, un
estado laico o aconfesional, no tiene por qué incorporar asuntos privados que
conciernen a cada iglesia o a cada individuo. Pero quienes se inclinan por el sí

442
(«la asignatura 'Religión' debe figurar en el plan de estudios propuesto por el
Estado») también pueden apoyarse en principios opuestos entre sí, a saber: o
bien partir de principios confesionales (las religiones positivas encarnan valores
específicos o genéricos, de trascendencia social y temporal, que deben ser
tenidos en cuenta por un Estado atento a promover el bien común de los
ciudadanos), o bien a partir de principios ilustrados o impíos (las religiones
positivas son reliquias del Antiguo Régimen, en cuya liquidación deberá estar
comprometido el Estado, a través, entre otras formas, de la educación, del mismo
modo a como se compromete en la erradicación del delito o de la enfermedad).

Ahora bien, si los términos de la disyuntiva «sí a la asignatura 'Religión'»/«no


a la asignatura 'Religión'» pueden alimentarse de fuentes tan diversas e
incompatibles entre sí, tendremos que concluir que tal disyuntiva binaria es por
completo ineficaz en el momento de plantear los problemas suscitados por una
asignatura, en tanto una asignatura es indisociable de sus contenidos. Quienes
opten por el sí, en abstracto, discrepan hasta tal punto que sus diferencias
podrían llevar en rigor (si cuentan con el apoyo parlamentario suficiente) a una
mutua trituración de los contenidos de la asignatura «Religión», tal como los
concibe cada uno de sus defensores; y quienes opten por el no, en abstracto, no
por ello podrían marchar unidos en una política religiosa común en las Cortes,
que debería resolver la cancelación de la asignatura, lo que quiere decir que ese
«no» difícilmente será viable desde el punto de vista político de una democracia.

La capciosa disyuntiva entre el «sí» (a la asignatura) y el «no» (a la misma


asignatura) todavía se enturbia más si se equipara a la disyuntiva entre
lo confesional y lo laico, debido al carácter negativo del concepto de lo «laico»
respecto de la religión, lo que hace que este concepto tenga significados muy
diferentes: así, laico es, desde dentro de la Iglesia católica, el cristiano que no
pertenece a alguna religión, en el sentido eclesiástico clerical (alguna orden
religiosa: dominico, jesuita, legionario de Cristo); pero también es laico el
cristiano no practicante, o el no cristiano agnóstico, o el ateo. El concepto de
«laico» es enteramente ambiguo, por tanto, en su sentido positivo. Por ello el
«sí» pueden darlo tanto los laicos como los confesionales, y el «no» también.

En todo caso, tampoco porque no aceptemos la disyuntiva binaria (que no


es lo mismo que un dilema) hemos de pensar que el número de opciones
posibles es indefinido, o que estas opciones, aunque fueran limitadas en número,
podrían ser alternativas. Desde un punto de vista dialéctico, lo ideal, a efectos
de determinar el verdadero fondo de una cuestión que, en sí misma, nos pone
delante de contradicciones y de posiciones antagónicas explícitas, será poder
alcanzar una perspectiva tal que sea capaz de conducirnos a la determinación
de un sistema de opciones disyuntivas, aunque sean más de dos. El
planteamiento que hemos dado a la cuestión –fundado en la relación entre la

443
asignatura «Religión» y la condición de la religión como un hecho normativo, en
cuyo campo de influencia se encuentra la propia asignatura– nos permite
establecer (mediante la inserción del «sí» y el «no» en los contextos en que
puede producirse) un sistema completo (exhaustivo) de cuatro posiciones
disyuntivas, que son las que exponemos a continuación.

(1) Alternativa implantacionista

La primera alternativa, que llamamos implantacionista o de aceptación plena


de alguna religión positiva, se constituye por el reconocimiento pleno de los
valores o normas de la religión positiva de referencia, y de la conveniencia y aún
necesidad, en nombre de esas normas o valores, de instituir, dentro de
la propaganda fide, al modo católico, una asignatura en los planes de estudios,
que canalice estas influencias y valores reconocidos y, por tanto, que mantenga
su plena coloración confesional. El argumento principal podría formularse así
(ulteriormente la mayoría parlamentaria daría forma jurídica a este argumento):
«Si los valores religiosos son reconocidos como valores positivos, y de primer
orden, para una sociedad, sería contradictorio no reconocerlos en los planes de
estudios destinados a la formación de los jóvenes de una sociedad democrática.
La asignatura de 'Religión' deberá ser obligatoria y recibir un puesto preferencial
en la jerarquía de las disciplinas; los contenidos principales de esta asignatura
girarán en torno a la dogmática, ritual, historia y sacramentos de la confesión de
referencia.»

Ahora bien, conviene distinguir aquí tres vías diferentes que son
conducentes a esta misma primera posición:

a) La vía estrictamente confesional del creyente sincero que, sin necesidad


de llegar al grado superior del fanatismo, no pueda sin embargo admitir que lo
que él considera como valor supremo, en cuanto al bien y a la verdad, pueda ser
bloqueado por consideraciones prudenciales o pragmáticas.

b) La vía puramente pragmática del impío que, aún considerando a las


religiones positivas, desde el punto de vista especulativo, como simples
supersticiones metafísicas, sin embargo les otorga un gran valor político para la
gobernación de los pueblos, por lo que ningún gobierno podrá dejar de utilizar
(como enseñó el Critias platónico) la mentira política: «Un cura me ahora cien
gendarme», decía Napoleón. Demos pues el paso franco a todos los curas que
puedan colaborar, a través de la asignatura «Religión» a distribuir el opio del
pueblo.

c) Otra vía para llegar a esta posición es la vía estrictamente democrática o


sociológica, que sin querer entrar en el fondo de la cuestión, viene a decir: «Si la

444
mayoría o la presión social obliga a instituir la asignatura, aceptémosla como
tal.»

(2) Alternativa abolicionista

La segunda alternativa, que llamamos de bloqueo o abolicionista (siempre


que partamos del supuesto de la «influencia», virtual al menos, de la religión
positiva, en la asignatura «Religión», como asignatura posible), podríamos
interpretarla como resultado de un proceso de «desactivación» de la influencia
postulada (y confirmada por la tradición) en virtud de la cual, y sin necesidad de
subestimar el valor (religioso, social, político, psicológico) que la religión positiva
reclama, y también sin necesidad de reconocerle ese valor, se considerará
conveniente, o prudente, o incluso necesario, mantener el plan de estudios fuera
de la posible influencia que cualquier religión positiva pudiera ejercer en una
posible asignatura de «Religión».

A esta primera alternativa disyuntiva podrá llegarse desde tres vías que
parten de posiciones opuestas entre sí:

a) Las posiciones confesionales «piadosas» o «místicas» o «vitalistas»


(propias de algunas organizaciones de «cristianos de base», que seguramente
utilizan esta fórmula del marxismo pretérito para distinguirse de unos supuestos
«cristianos de superestructura») de quienes, reconociendo los valores de las
religiones positivas (o de una determinada religión positiva) y su decisiva
importancia para la vida personal o social, considera, acaso por ello mismo, muy
inconveniente el convertir a la religión en una «asignatura». Cabría advertir, por
cierto, un estrecho paralelismo entre esta posición y la que mantenían los
iconoclastas bizantinos cuando se oponían a la posibilidad de representar a Dios
en estatuas o pinturas; o, antes aún, en el siglo IV, a las posiciones de Eustacio
de Sebaste, cuando ridiculizaba las pretensiones de quienes querían meter a
Dios, que es ubicuo, en el templo: «la asignatura 'Religión' vendría a ser, para
quienes viven la religión como un sentimiento profundo, individual y social, lo que
eran las estatuas de Dios o los templos para quienes veían a Dios desde la
perspectiva de su omnipresencia.»

La religión, convertida en una asignatura, quedaría además contaminada de


implicaciones burocráticas; y mucho más cuando las circunstancias obligasen a
la coexistencia, en la asignatura de «Religión», de diversas religiones positivas
enfrentadas entre sí. Esta coexistencia, que difícilmente puede entenderse como
coexistencia pacífica, podría deparar inconvenientes graves que la prudencia
aconsejaría evitar.

445
Por esta vía caminarán también cómodamente quienes consideran que, en
un estado laico, la religión debe replegarse al mundo privado, abandonando toda
pretensión pública propia de un Estado confesional. La institución de una
asignatura de «Religión» en un plan de estudios público, equivaldría a tratar a la
religión como un asunto público, en contra del supuesto.

b) Por razones confesionales polémicas (coyunturales, oportunistas)


quienes pertenecen a una religión positiva minoritaria (el caso de los
musulmanes en España, y esto sin perjuicio de que se advierta un cierto
incremento de sus sectarios) puede preferir, estratégicamente, oponerse a una
asignatura «Religión» que se supone va a estar de hecho controlada por una
religión opuesta (en este caso, la religión de los «cristianos politeístas»), que
aceptar la ventaja «propagandística» que ofrece una asignatura que siempre
estará controlada por la iglesia católica mayoritaria. Nos parece evidente que las
posiciones oportunistas de los sarracenos en España cambiarían si su secta
llegase a ser en España tan mayoritaria como lo es en el Irán, pongamos por
caso, en donde la religión positiva no sólo está como asignatura en los planes
de estudios sino en las instancias más profundas del Estado.

c) Pero también las posiciones impías, «progresistas», de quienes no


reconocen los valores de las religiones positivas, o incluso las consideran, al
modo ilustrado, como contravalores residuales de épocas pretéritas, del
fanatismo o de la superstición. Si las religiones son interpretadas como reliquias
de sociedades primitivas en nuestra propia sociedad, ¿para qué ocupar un
tiempo escaso, muy valioso para emplearlo en otros objetivos, en su estudio?
Sería como ampliar el escaso tiempo disponible para estudiar Fisiología o
Astronomía para dedicarlo a los estudios de Magia o de Astrología: reduzcamos
la asignatura de Religión a otras asignaturas que se ocupen de las culturas
primitivas, tales como la Prehistoria, o la Antropología o la Sociología. En un
bachillerato regulado por un «Estado moderno» ni siquiera estaría justificada una
asignatura de «Religión» como «asignatura transversal», como tampoco estaría
justificada una asignatura transversal denominada «Astrología» o «Magia».

(3) Alternativa neutralista

La tercera alternativa corresponde a la de neutralización de los valores


religiosos específicos (no de negación, ni de aceptación) en el momento de
constituir una asignatura de «Religión».

Compartirá con la alternativa segunda (de bloqueo) la conveniencia de


mantener a los componentes específicos de las religiones positivas fuera de las
asignaturas de un plan de estudios de un Estado laico. Pero de aquí no se
concluirá la negativa a una asignatura de «Religión».

446
En efecto, se partirá del supuesto de que las religiones positivas, además
de los valores específicamente religiosos que ellas puedan soportar (apreciados
por sus propios confesionales) implican también valores de otros órdenes, y
valores que podrían ser disociados de los contenidos específicos. No sería
necesario por tanto hacer propaganda fidei (como en el caso de la posiciones
confesionales o de la mentira política). Bastaría que neutralizásemos estos
valores, poniéndolos entre paréntesis, sin afirmarlos ni negarlos (incluso
acogiéndonos a un agnosticismo positivo) a fin de resaltar las conexiones que
las religiones mantienen con el arte, con la pintura, con la música, con la filosofía,
con la asistencia social, con las terapias psiquiátricas o psicológicas, con el
psicoanálisis.
Podrían algunos considerar como una forma de neutralización (una forma
que, en todo caso, cumpliría las más estrictas exigencias de la «tolerancia
democrática» y del «irenismo más refinado») la implantación ecléctica, por
conjunción, de todas las confesiones encontradas, fundándose en la más
exquisita tolerancia recíproca, tal como se encuentra, por ejemplo, en la
concurrencia de diferentes servicios religiosos en un mismo templo (a la manera
como ocurre en algunas salas de aeropuerto, en la que judíos, musulmanes o
cristianos celebran por turno o simultáneamente sus ritos). Podría esperarse que
la conjunción de cosas incompatibles (como pueda serlo el desarrollo de ritos
musulmanes, que consideran blasfemo al cristianismo, frente a un Santísimo
expuesto en un templo cristiano, aunque sea de origen sarraceno, como ocurre
con la Mezquita de Córdoba; o bien la celebración de una misa cristiana en un
recinto islámico, aunque en tiempos hubiera sido cristiano, como Santa Sofía de
Estambul) podría conducir a la segregación o desprendimiento de contenidos
específicos positivos de cada religión. Voltaire aplaudió la absoluta tolerancia
religiosa, esperando que mediante ella las diferentes «supersticiones» se
destruirían las unas a las otras. Se esperaría que este modelo de neutralización
por conjunción abriría un proceso que, llevado al límite, nos conduciría hacia la
religión natural, según la idea que acaso inspiró a Lessing en su Natham el
Sabio, su famosa alegoría de los tres anillos. Si aplicásemos este modelo de
neutralización por conjunción positiva a la asignatura «Religión» obtendríamos
un modelo pedagógico muy original cuya posibilidad acaso sólo exigiera el
esfuerzo, a los parlamentarios, de conceder a esta asignatura cinco horas
semanales, a fin de que los lunes la religión fuera explicada confesionalmente
por un profesor católico, el martes por un evangelista, el miércoles por un rabino,
el jueves por un imán y el viernes por un bonzo.

(4) Alternativa racionalista

La cuarta alternativa, que podríamos denominar racionalista, ilustrada o


impía (por la asebeia que ella implica) parte de la devaluación de las religiones
positivas, pero no por ello cree conveniente ni prudente prescindir de la

447
posibilidad de una asignatura denominada «Religión». Habría, sí, que cambiar
su contenido. Y en lugar de concebirlo en el sentido apologético, o apostólico, o
propagandístico, o simplemente neutral, se le concebiría en el sentido ilustrado,
como medio de colaboración a la demolición de la falsa conciencia inherente a
la «alienación religiosa» de las sociedades del presente.

Y nada de anómalo tendría una asignatura a la que se asigna como objetivo


la demolición de su propio campo. Objetivos análogos tiene, mutatis mutandis, la
Facultad de Medicina, cuando investiga las enfermedades para erradicarlas; o
los Departamentos de Derecho Penal que estudian los delitos para prevenirlos.

Esta cuarta alternativa comprende a su vez dos orientaciones totalmente


distintas cuanto a los contenidos (lo que no tiene nada de extraño si se tiene en
cuenta que el criterio en función del cual se ha construido el concepto de esta
cuarta alternativa es negativo: la impiedad o asebeia, es decir, la crítica a toda
revelación o religión positiva).

a) Una orientación ilustrada, de carácter espiritualista, afín al deísmo del


siglo XVIII –Voltaire, Volney, Rousseau, Lessing–, orientación ilustrada que
puede tener grados muy diversos: desde el más radical de Voltaire, que buscaba
la demolición de todas las religiones positivas (aplastad al infame) hasta la más
moderada de Rousseau o de Lessing, que buscaba la reinterpretación de las
religiones positivas en el sentido de una religión natural, casi siempre entendida
como un sentimiento personal que incita «a los corazones justos» al
reconocimiento de un Dios creador a quien debemos reverencia. Este deísmo se
combina muy bien con el agnosticismo positivo –con el agnosticismo tal como lo
concibió quien acuñó el concepto, Th. Huxley, que lo refería no ya al dios de la
teología natural, sino al dios de las revelaciones ofrecidas a sus fieles, es decir,
a las iglesias gnósticas, como doctrinas y prácticas de salvación. Tomás Huxley
defendió el agnosticismo como la actitud madura de quienes, ante las propuestas
de una secta gnóstica (ya fuera una iglesia del siglo segundo, ya fuera una iglesia
anglicana, calvinista o romana) prefiere «suspender el juicio», es decir, no se
pronuncia ante la cuestión de su verdad, que respeta con el espíritu de la
tolerancia.

b) Una orientación antireligiosa positiva de signo materialista, que considera


al agnosticismo (y no sólo al agnosticismo positivo, sino al agnosticismo
teológico, ante la cuestión de Dios) como un ateísmo vergonzante, según la
conocida fórmula de Engels. La asignatura «Religión» sería una disciplina
propiciada por un Estado, no ya confesional, o agnóstico, o laico, en sentido
débil, sino laico en sentido fuerte, el de un Estado ateo, que da por supuesto que
una sociedad política sólo podrá considerarse verdaderamente democrática
cuando sus ciudadanos se reconozcan como personas que no pueden aceptar

448
ninguna esperanza que pudiera venir de un más allá de la propia sociedad
humana; por tanto, cuando el Estado asume su responsabilidad de educar a los
ciudadanos, corrigiendo la falsa conciencia de sí mismos, que es promovida muy
especialmente por las religiones positivas, pero también por la religión natural.

II
Discusión de cada una de las cuatro alternativas

La discusión de la que hablamos es una crítica a la asignatura «Religión»,


desde la perspectiva de lege ferenda constitucional, y no una crítica a
la religión.Nuestra crítica se concreta en tres órdenes de clasificaciones: la
primera la clasificación en los dos planos que hemos distinguido en la
Introducción, el plano de lege data y el plano de lege ferenda; el segundo la
clasificación en las cuatro disyuntivas que hemos expuesto en la parte primera;
y el tercero el de la clasificación de los límites políticos que puedan corresponder
a cada una de las cuatro disyuntivas reconocidas, y principalmente la
determinación de los límites de la política real respecto de los de la política ficción
o utopía.

1. Crítica a la alternativa implantacionista de aceptación plena


(maximalista) de la asignatura «Religión» con orientación confesional

Una política confesional radical (fundamentalista) carece de posibilidades


en una sociedad democrática en la cual las minorías de otras religiones, o la
presión de otros Estados, tengan fuerza suficiente para frenar planes de
formación religiosa de la población escolar de índole catequística, proselitista o
propagandística. La tolerancia religiosa incorporada a la política de la Iglesia
católica es un resultado histórico dependiente del incremento del poder de otras
confesiones (hemos tratado estas cuestiones en Panfleto contra la
democracia, La Esfera, Madrid 2004, 2ª ed., págs. 261 y siguientes).

La vía piadosa (la que hemos reseñado bajo el epígrafe a) del punto 1 de la
primera parte) sólo tiene posibilidades de prosperar cuando se de la
situación c)reseñada en el mismo punto. La vía pragmática, c), afecta
únicamente al gobernante, cuya prudencia política tendrá también que sopesar
la fuerza social de la confesión «protegida».

Consideramos innecesario pormenorizar estas críticas dado que en los


países occidentales nadie defiende hoy la confesionalidad obligatoria de la
asignatura «Religión».

2. Crítica a la segunda alternativa, de bloqueo o abolicionista

449
Los argumentos de lege ferenda orientados a impedir («bloquear») la
entrada de la religión en un plan de estudios, por medio de la asignatura de
«Religión», o bien, a abolir dicha asignatura, si figuraba en el plan, en cuanto
argumentos que actúan más o menos explícitamente en muchas corrientes de
opinión pública, o en idearios de partidos políticos, son de muy diversa
naturaleza, y, lo que es más significativo, incompatibles muchas veces entre sí.
Los hemos agrupado en argumentos «piadosos» y en argumentos «impíos», o
«progresistas». Lo que no excluye la posibilidad de que, en un momento dado,
pudiera producirse una coalición, en un parlamento, entre representantes de los
piadosos y representantes de los progresistas. No estaríamos ante un caso de
coalición contra natura, sino simplemente ante un caso más de «solidaridad» de
fuerzas opuestas entre sí, pero unidas en un «bloque histórico» contra los
terceros que defendieran la necesidad de incluir la asignatura de «Religión» en
el plan de estudios.

Ahora bien, las argumentaciones confesionales «piadosas» de los


«vivencialistas», o de los «vitalistas sociales», parten de principios erróneos,
sobre todo, de la consideración de la religión, en general, como asunto privado,
reducible a sentimientos espirituales, a vivencias o experiencias religiosas
subjetivas. Las concepciones subjetivistas o intimistas de la religión, en general,
son antes deseos de algunos ideólogos, en forma de propuestas, que realidades
psicológicas o sociales, capaces de suministrar una base no utópica para un
parlamento democrático.

La religión, al menos si la consideramos desde la perspectiva del


materialismo filosófico, no procede de fuentes subjetivas; y si es un sentimiento,
lo será en tanto que éste es una «percepción oscura» de realidades objetivas
(según la acepción, aún viva en español y en otros idiomas, que el
término sentimientocobra en expresiones tales como «he sentido el ruido de una
puerta»). El sentimiento religioso, desde una perspectiva materialista, habrá de
ser interpretado originariamente como una percepción oscura, pero no ya de la
propia subjetividad (de su «finitud», de su «inseguridad», de sus «ansias de
inmortalidad»), sino de alguna realidad numinosa que se hace presente, ya sea
en la forma de un animal, ya sea en la forma de un demonio, o ulteriormente, de
un dios personal. William James, en su obra clásica sobre Las variedades de la
experiencia religiosa, subrayó ya en los sentimientos religiosos sus
componentes de «sentimientos de realidad». Por ello, el «sentimiento religioso»
no puede defenderse a partir de su intensidad psicológica («yo vivo muy
profundamente el sentimiento de lo sagrado», puede decir tanto el místico
cristiano como el director de una sesión de vudú), independientemente de las
realidades que en él parezcan manifestarse. La intensidad del sentimiento que
una persona de una sociedad europea pueda experimentar, como cristiana, no
es menor que la intensidad del sentimiento del musulmán o sarraceno terrorista

450
cuando se inmola haciendo detonar el cinturón de explosivos, ni es menor que
el sentimiento de un practicante de vudú o de candomblé.

Estos sentimientos psicológicos subjetivos alcanzarían toda su fuerza


argumental si fueran unánimes, cuanto a sus contenidos, en una sociedad dada;
y esto es lo que ocurre en una sociedad, incluso si es democrática, cuando la
inmensa mayoría de los ciudadanos experimenten sentimientos religiosos
convergentes, cristianos, musulmanes o budistas. Pero cuando esto ocurre, la
decisión de bloquear la asignatura de «Religión» en un plan de estudios,
tampoco se apoya en el sentimiento íntimo, sino en la suma mayoritaria de estos
sentimientos íntimos, suma que ya no es un sentimiento, ni actúa como
sentimiento, sino que toma su fuerza de la ley de las mayorías, propia de las
democracias procedimentales. Si la mayoría de un parlamento logra bloquear la
asignatura «Religión», «en nombre de la espiritualidad de la vivencia religiosa»,
lo haría en virtud de su fuerza parlamentaria, que en principio nada añadirá a los
sentimientos íntimos. A contrario: la verdadera crítica a la argumentaciones
piadosas, basadas en la inefabilidad del sentimiento religioso, aparecen en los
momentos en los cuales la confrontación pública de la diversidad de estos
sentimientos sea notoria, de suerte que cada especie de sentimiento tenga
suficiente peso social o político. Esta es justamente la situación que se produjo
en Europa a raíz del incremento de la reforma protestante: sólo porque el número
de calvinistas, o de anglicanos, llegó a alcanzar un poder suficiente de oposición
al número de católicos, pudo comenzar el reconocimiento de la limitación del
«argumento sentimentalista» y, con él, el desarrollo de la ideología política de la
tolerancia religiosa (hemos desarrollado más ampliamente estas ideas
den Panfleto contra la democracia realmente existente, antes citado).

En una sociedad «plural» –en lo que concierne a sentimientos religiosos– el


argumento sentimental pierde la fuerza de argumento definitivo, y se reduce a
subjetivismo cuasi infantil y folklórico, y sólo mantiene su eficacia a través de la
confrontación social y política (no sentimental) con sentimientos de contenido
distinto, aunque de igual o superior intensidad.

Lo que ocurrió en Europa en los siglos XVII, XVIII y XIX con el pluralismo de
las iglesias cristianas, se incrementará en los siglos XX y XXI con el pluralismo
de las confesiones religiosas determinado por la inmigración masiva de
musulmanes (sobre todo) a los Estados históricamente cristianos.

Ahora bien: la ideología del pluralismo religioso lleva, como hemos dicho,
sobre todo a las confesiones minoritarias en un país (como es el caso de los
musulmanes en España) a posiciones favorables a la del bloqueo de la
asignatura «Religión». Una confesión minoritaria, que se acoge a los principios
de la democracia, sospechará siempre que la asignatura «Religión», incorporada

451
por el Estado aconfesional (pero no anticonfesional) a un plan de estudios, será
siempre ventajosa para la religión socialmente mayoritaria; y esto le llevará a
impugnar tal asignatura, reivindicando la conveniencia de que en un Estado laico
o aconfesional la religión pase a ser asunto de las iglesias, de las mezquitas, de
las sinagogas o de las parroquias, y no asunto de aulas académicas. Se sabe
también que cuando estas confesiones son mayoritarias en otros países, la
asignatura «Religión» u otras semejantes comenzarán a ser defendidas como
asignaturas obligatorias únicas, como ha ocurrido recientemente en Afganistán
en la época del dominio de los talibanes.

No entramos aquí en el análisis de la génesis de esta ideología del


sentimentalismo religioso, y de la concepción de la religión como asunto privado
y no público en un estado laico o no confesional. Tan sólo subrayaré la confusión
de ideas que reina en este terreno, sobre todo en lo relativo a la distinción entre
los conceptos de lo privado y lo público, o de lo laico y lo confesional. Muchos
equiparan lo público a lo estatal, y lo privado a lo individual (o bien, a la «sociedad
civil»). Los sentimentalistas, partidarios del bloqueo de la asignatura «Religión»,
suelen hacerlo desde el supuesto de que la religión es privada, es decir, no
pública-estatal; por eso los sentimentalistas convergen aquí con las confesiones
(sociales, no individuales) que reivindican, no precisamente en nombre del
sentimentalismo (sino del Islam, o del Antiguo Testamento) el control del cultivo,
la cultura, o la educación religiosa. En las sociedades cristianas, el
sentimentalismo religioso se extendió, a finales del siglo XIX y principios del XX,
en los movimientos que León XIII definió como «modernistas», centrados en
torno a la doctrina de la «inmanencia vital». Pero la tradición católica siempre
mantuvo la concepción de la fe como efecto de la Gracia, que recae «desde lo
alto», como gracia eficaz o suficiente, y a través de la tradición apostólica, en las
conciencias individuales; una concepción absolutamente incompatible con el
sentimentalismo de «modernistas» como Loisy o Laberthoniere.

La ambigüedad del término «laico» es también muy grande, dado su


carácter negativo, como hemos dicho. «Laico» se utilizaba, en la tradición
católica, para designar a los propios fieles cristianos que no pertenecían al orden
sacerdotal, pero que formaban parte de la iglesia romana (el «laicado»). Pero
después pasó a significar aquellos individuos que no pertenecen, no ya al orden
sacerdotal de la iglesia, sino tampoco a la iglesia: de aquí la idea de un Estado
laico, en el sentido de la Ilustración (escuelas públicas sin crucifijos, sin
padrenuestros, sin sotanas, &c.), y este laicismo podrá tener el sentido negativo
(moderado) de la mera abstracción, o bien el sentido positivo (radical) de la
oposición a cualquier residuo religioso en las aulas. De este modo vemos cómo
puede confundirse el concepto de un Estado no confesional con el concepto de
un Estado anticonfesional –todos ellos Estados laicos–, es decir, de un Estado

452
que toma una posición militante contra toda religión positiva, como fue el caso
del Estado jacobino en el siglo XVIII, o del Estado soviético en el siglo XX.

La crítica filosófico política a las posiciones abolicionistas de quienes piden


el bloqueo de la asignatura religión desde perspectivas confesionales partidistas,
está ejercida por la realidad de un Estado no confesional que reconoce la
legalidad de confesiones diversas. La crítica a una asignatura confesionalmente
orientada de modo exclusivista (como puedo ser la asignatura «Religión» tal
como se la concebía durante el régimen de Franco) se lleva a cabo únicamente
por el peso creciente de otras confesiones, apoyadas por el contexto
internacional.

La crítica a las posiciones abolicionistas de quienes piden el bloqueo de la


asignatura «Religión» desde posiciones confesionales minoritarias se ejercerá
por los representantes de un electorado mayoritariamente católico (o musulmán,
en su caso) que plantará cara, con las medidas de presión a su alcance, a la
estrategia oportunista de unas confesiones religiosas que estarían dispuestas a
defender el confesionalismo obligatorio de su propia religión si llegasen a
controlar el gobierno.

La crítica al abolicionismo de la asignatura «Religión» por motivos


«progresistas» la apoyamos en los motivos generales por los que hay que criticar
cualquier proyecto utópico, cuando las circunstancias, en el horizonte de una
sociedad democrática, permitan juzgarlo de este modo. Supuestas tales
circunstancias sería irracional (contraproducente) proclamar los fundamentos
racionalistas del abolicionismo en una sociedad que, como la española de 2004,
cree en Dios (en un 72%), en un Dios luminoso y radiante (en un 55%), dotado
además de rostro humano (en un 53%); de una sociedad que, como la española,
tiene un 36% de ciudadanos (con derecho a voto democrático, y que por tanto
forman parte del «pueblo») que creen que los ángeles tienen alas, y que en un
45% cree en «el cielo, como lugar en el que nos reconoceremos los unos a los
otros». Una sociedad, la española de 2004, con instituciones tan arraigadas
como las que corresponden con los llamados «ritos de paso», controlados por la
iglesia católica (bautismo, primera comunión, boda, entierro) –ritos de paso
practicados mayoritariamente por obreros sindicados y por burgueses sin
sindicar–; sin olvidar instituciones tales como las procesiones de Semana Santa
o el ya institucionalizado ofrecimiento de la copa de fútbol, por parte de los
victoriosos de la liga, bien sea a la Virgen del Pilar, a la Virgen de Montserrat, a
la Virgen de la Almudena, a la Virgen de Covadonga o a la Virgen de los
Desamparados.

Es evidente que no podrán esperarse resultados democráticos de una


sociedad mayoritariamente católica en propuestas que vayan en contra de los

453
intereses de la religión católica. La mayoría católica de una sociedad
democrática, aunque esté gobernada por agnósticos íntimos (o creyentes
vergonzantes), como parece ser el caso de muchos dirigentes del PSOE o de
Izquierda Unida, habrá de reflejarse, de algún modo, en el tratamiento de la
asignatura «Religión», de la misma manera que la mayoría protestante de una
sociedad democrática, se verá reflejada también directa o indirectamente en la
política de su gobierno. Las soluciones intermedias (abolición de la
obligatoriedad pero reconocimiento de la asignatura con carácter voluntario);
procedimientos de evaluación o de horarios capaces de ejercer efectos
disuasorios; alternativas con otras asignaturas como «Etica» o «Deportes»,
reflejan también el peso relativo, en la sociedad política, del contrapeso de las
confesiones correspondientes. En cualquier caso, cabe levantar críticas de
principio, desde un punto de vista filosófico, a los planes que proponen
alternativas a la asignatura voluntaria «Religión» tales como la asignatura de
«Etica», puesto que esta alternativa parece poner de manifiesto las ideas que el
legislador tiene relativas a la ética y a la religión, ideas que no podrían ser
ratificadas, desde luego, por una filosofía materialista. La alternativa –en rigor,
prácticamente disyuntiva– religión/ética, sugiere que el legislador, o bien
mantiene, sin necesidad de saberlo, una idea kantiana de la religión (de la
reducción de la religión a ética), o bien priva de la ética a los alumnos que optan
por la religión; lo que a su vez sólo podría justificarse si el legislador supone
gratuitamente que la asignatura «Religión» puede suplir los fines de la ética, y
no recíprocamente.

3. Crítica a la tercera alternativa, al neutralismo

El neutralismo busca una posición intermedia y neutral entre el


abolicionismo y el implantacionismo de la asignatura «Religión». El neutralismo
considera absurda la defensa, en un Estado aconfesional, de las posiciones
implantacionistas; pero también considera injustificadas las posiciones
abolicionistas, en tanto estas pretenden ignorar, en los planes de estudio, la
realidad de las religiones positivas o, como se dice, buscando expresiones
positivistas objetivistas, el «hecho religioso». Por tanto, el neutralismo tiende a
reconocer la necesidad o conveniencia de una asignatura «Religión» pero sin
que al mismo tiempo pueda ser acusado el plan de estudios de sectario.

La dificultad del neutralismo reside en la indefinición constitutiva de los


procedimientos a los que él pueda acogerse, y de los inconvenientes que surgen
cuando esa indefinición pretende ser despejada.

Dos son las principales vías para definir los procedimientos o vías del
neutralismo. Una es la vía positiva y ecléctica, de la aceptación conjunta de las
diferentes confesiones, de la que ya hemos hablado; otra es la vía reductiva, la

454
vía de la reducción de las religiones específicas a sus materiales genéricos, a
sus contenidos culturales.

La vía positiva, transitada de un modo más o menos explícito o tímido,


consiste en abrir la signatura «Religión» a todas las confesiones con las cuales
el Estado tenga suscritos convenios. Lo ideal sería, desde una perspectiva
irenista plena, no contentarse con las confesiones católicas, protestantes,
musulmanas o judías, sino también incorporar a los raelianos, testigos de jehová,
adventistas, palmarianos, harekrisnas, jainistas, ortodoxos, satanistas, budistas,
niños de dios, hinduístas, confucianos y hasta practicantes del vudú, de la
cienciología o del espiritismo. No sería necesario que estas confesiones o sectas
(no destructivas) tuvieran representación social significativa. Aunque en las
ciudades españoles no existieran organizaciones adventistas, coptas,
budistas..., ¿por qué los colegios o institutos de un «Estado abierto» no podrían
ofrecer la oportunidad a las «mentes inquietas y curiosas de los alumnos» de
que a través de la asignatura «Religión» un pastor anglicano, un brahmán, un
pope ruso, un chamán, un raeliano o un palmariano de la Santa Faz pudieran
dar cursos simultáneos de religión, a fin de «enriquecer» a los alumnos con las
espiritualidades respectivas?

La mera enumeración de estas posibilidades es, por la extravagancia que


envuelve, la mejor y aún única crítica a esta forma de neutralismo positivo; crítica
por su inviabilidad práctica y por su necesaria incoherencia (¿por qué ser neutral
entre cristianos, judíos y sarracenos, excluyendo a budistas, jainistas o
teósofos?). Será preciso seleccionar, restringir las opciones; pero ello violaría el
principio de neutralidad. ¿Por qué dar paso a un profesor sarraceno y no a un
profesor testigo de Jehová? ¿Por qué dar paso a un profesor católico y no a un
maestro de budismo zen?

Pero, sobre todo, la vía del eclecticismo que quiere abrirse «a la realidad del
hecho religioso» no podría olvidar que, entre los componentes más
características de muchas religiones y aún de las más importantes hay que
contar a las relaciones polémicas que estas religiones mantienen con las otras,
y sobre todo con algunas determinadas. El judaísmo considera blasfemo al
cristianismo, ante todo por su dogma fundamental, el dogma de la Encarnación
de la Segunda Persona en el hijo de María; algo similar ocurre con los
mahometanos (que llamaron siempre politeístas a los cristianos, por su dogma
de la Trinidad), y a su vez los cristianos consideran al islam como una herejía
suya. ¿Y cómo olvidar los conflictos entre luteranos, calvinistas y papistas? Los
conceptos de heterodoxia, blasfemia, profanación, y los procedimientos de
excomunión o de condenación, son todos ellos categorías religiosas; de forma
que una asignatura en la que los propios creyentes expresen sus puntos de vista
(más o menos atemperados por un irenismo imposible, si lo positivo de la religión

455
se mantiene), la asignatura de «Religión» se convertiría en una plataforma
académica en la que se reproducirían las condenaciones, excomuniones,
blasfemia o herejías que han tenido lugar a lo largo de los siglos. Un profesor
católico de religión católica no puede ocultar a sus alumnos que sus dogmas
fundamentales (Encarnación, Eucaristía, &c.) están en contradicción con el
islamismo o con el judaísmo; recíprocamente un profesor sarraceno de religión
mahometana no puede ocultar a sus alumnos el carácter politeísta del
cristianismo, por su dogma de la Trinidad, y la condición blasfema del mismo al
considerar a un hombre como si fuera Dios mismo, &c. Dice el Ministro socialista
del Interior que es necesario mantener el «control de toda actividad religiosa del
culto que sea» y, en particular, que no puede admitirse que en las mezquitas
erigidas en España se haga propaganda política, incluso terrorista fuera de los
límites estrictamente religiosos a los que ha de atenerse la predicación de los
imanes. Pero ¿quién establece esos límites? ¿Ignora el señor Ministro que el
islamismo se caracteriza por incorporar la política a su propia religión? Si algunos
musulmanes tienden a interpretar su religión en sentido pacifista ¿quién impedirá
que otros grupos musulmanes, asentados en España y pensando en la mezquita
de Córdoba, recuerden algunos versículos del Corán, como el 187 del capítulo
II: «Matad a vuestros enemigos donde quiera que los encontréis; arrojadles de
los lugares de donde ellos os arrojaron antes. El peligro de cambiar de religión
es peor que el del crimen»?

En cuanto a la vía reductiva de la asignatura «Religión» a una asignatura


titulada «Cultura religiosa», hay que decir que las dificultades son todavía
mayores, a pesar de la creciente tendencia a considerar a las religiones como
una simple categoría de ese «todo complejo» que Tylor designó como Cultura.
No se trata de discutir las conexiones entre la religión y otras categorías
culturales, aunque las diferencias entre religiones son aquí abismales. Las
religiones cristianas tienen aquí la gran ventaja de haber incorporado a su
historia las obras más sobresalientes de la Arquitectura, de la Escultura, de la
Música o del Teatro. ¿Dónde encontrar algún homólogo de Vitoria, de Cabezón
o de Bach en las mezquitas? ¿Dónde encontrar en las mezquitas algún
homólogo de Ribera, de Goya o de Salcillo? Imposible, por su iconoclastia.

Pero, en cualquier caso, estos contenidos culturales involucrados en la


religión tampoco justifican una asignatura específica de «Religión», porque
podrían ser distribuidos «transversalmente» en otras asignaturas (en Historia de
la música se hablará de Vitoria o de Bach, en Historia de las artes plásticas se
hablará del Cristo de Velázquez o del Apostolado de Salcillo; en Historia de la
filosofía se hablará de los Santos Padres o de los sufíes; en Historia política y
social se hablará de la destrucción del Templo de Jerusalén por Tito o de la
entrada de Mahoma en La Meca).

456
Una Historia comparada de las religiones, como contenido neutro de la
asignatura «Religión», entraña también grandes dificultades, derivadas de la
necesidad de selección y del enfoque, que no pueden ser neutrales. Muy distinta
será la comparación de las religiones hecha por un católico, por un luterano o
por un mahometano; y no porque la comparación la haga un racionalista impío
se conseguiría la neutralidad: «El que no está conmigo está contra mí.»

El fondo de la cuestión, desde una perspectiva filosófica, habría que ponerlo


en la pretensión de reducir, desde una perspectiva de neutralización, la religión
a una forma de cultura. Porque la reducción de la Religión a Cultura puede ser
llevada a cabo, desde un punto de vista etic, que prescinda precisamente de la
creencia viva, de la Fe; pero un creyente no puede reducir su religión a una forma
de cultura, sencillamente porque el Reino de la Gracia, desde la perspectiva del
creyente «agraciado», está por encima del Reino de la Cultura, que se constituye
precisamente por la secularización de aquél (remitimos al nuestro libro El mito
de la cultura).

Otra cosa es que la reducción de la religión a cultura (a la condición de


«hecho cultural») interese mucho a las confesiones minoritarias de los
inmigrantes, que, a través de los valores culturales, reivindican derechos
(indumentos, rituales, templos, fiestas) que difícilmente podrían alcanzar cuando
se encuentran en estados laicos o de confesiones mayoritarias diferentes. La
fraseología, tan utilizada hoy, del «enriquecimiento» que implica el estudio atento
de la asignatura «Religión», tiene mucho que ver con la reducción de la religión
a la cultura, cuyo estudio y participación también suele considerarse como un
«enriquecimiento espiritual», por quienes dan por supuesto que la participación
«en la cultura» constituye por sí misma un enriquecimiento. Pero, ¿acaso no ha
de considerarse también como un empobrecimiento que nos remite a épocas
medievales o bárbaras, o infantiles, la participación «vivida» en formas de cultura
medievales, o bárbaras o infantiles, como pudieran serlo los rituales mitraicos o
los aquelarres?

El concepto de «hecho cultural» no consigue, por tanto, la neutralidad que


pretende mediante la utilización de estas fórmulas positivistas, porque los
hechos culturales, como hemos dicho, son siempre hechos normativos y, por
consiguiente, al tratarlos, o bien aceptamos sus normas, o bien las impugnamos,
o bien nos mantenemos al margen de ellas y las destruimos, o bien nos
oponemos a ellas explícitamente. La condición de «hecho cultural» no justifica,
en todo caso, la conservación y cultivo de sus contenidos, como parecen creer
quienes ven en el repliegue «hacia la cultura» la tabla de salvación de una
asignatura de «Religión» que sea compatible con una confesión determinada. La
institución de la esclavitud es un hecho cultural, como pueda serlo el candomblé,
la cliteroctomía o las luchas de gladiadores del circo romano, o la doctrina de los

457
cuatro elementos, o la del geocentrismo. En cuanto «hechos culturales» será
preciso estudiarlos, pero sin que ello signifique que haya que mantenerlos
preservados, «por respeto a ellos», de una crítica demoledora. Sin duda es
necesario incluir en los programas de bachillerato, sea en la asignatura
«Religión», o en las asignaturas de «Historia del Arte» o de «Historia de la
Filosofía» el estudio de muchos materiales de las religiones positivas, pero esto
no significa que deba orientarse este estudio del modo más crítico y clasificador
posible.

4. Crítica a la cuarta alternativa, del racionalismo ilustrado o impío

Hemos distinguido dos orientaciones posibles de este racionalismo


ilustrado, a las que corresponden corrientes de opinión, sociales o incluso
políticas bien diferenciadas en los siglos XIX y XX: una orientación espiritualista
(deísta) del racionalismo ilustrado y su orientación materialista (atea). Ambas
orientaciones tienen de común su «racionalismo ilustrado», es decir, su
distanciamiento de toda religión positiva o revelada, aunque aquí caben grados:
desde un agnosticismo radical, que se opone al agnosticismo positivo mantenido
por Th. Huxley, y el agnosticismo positivo o tolerante que incluso simpatiza, al
modo de los modernistas descritos por el papa León XIII en
la Pascendi. (Presuponemos la distinción –que puede verse más ampliamente
expuesta en el Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra, s.v.
«Agnosticismo»– entre el agnosticismo positivo, que va referido a las
dogmáticas y rituales de las religiones gnósticas positivas, y el agnosticismo
metafísico, que va referido a la cuestión teológica de la existencia de Dios.)

a) La orientación espiritualista del racionalismo ilustrado comprende a su


vez dos versiones muy distintas: desemboca, en su versión más radical, en la
doctrina de la religión natural, entendida como la religión que ha logrado
desprenderse de las superestructuras o supersticiones creadas por los intereses
sacerdotales y políticos y cristalizadas en las dogmáticas y rituales de las
religiones positivas (es la línea de Voltaire o de Volney); pero otras versiones
menos radicales tienden a recuperar todo cuanto les sea posible de las religiones
positivas, reinterpretándolas según sus principios, y partiendo del supuesto de la
«identidad del mensaje» de todas las religiones positivas como manifestaciones
de un mismo sentimiento religioso «escrito en el corazón de los hombres
honrados», como decía el vicario saboyano del Emilio de Rousseau.

Lessing, en Natham el sabio, ofreció la fórmula general en su famosa


alegoría de los tres anillos de oro que el padre habría dado a sus hijos, como
prenda de su sucesión: los anillos simbolizaban al judaísmo, al cristianismo y al
islamismo. Lo que quería decir Lessing es que estas tres religiones positivas
son, en el fondo, la misma «Religión natural». En consecuencia, si se mantuviera

458
el criterio, la asignatura «Religión» quedaría bien respaldada, como asignatura
obligatoria, dada la importancia que se le atribuye, no sólo desde el punto de
vista ético (sino también espiritual y político), siempre que a esta asignatura se
le dieran los contenidos no confesionales pertinentes.

La crítica al proyecto, en un Estado aconfesional, de una asignatura


«Religión» entendida como «Religión natural», dentro de los límites del más
estricto humanismo (al modo kantiano), no sólo habría que fundarla en la crítica
filosófica a la misma doctrina de la religión natural, sino también a la crítica
política, relativa a su viabilidad.

Ya la propuesta «conciliatoria» de Lessing fue rechazada por las


confesiones afectadas, que veían en ella un desprecio de lo que cada una tenía
que considerar como sus valores más preciados: sus dogmáticas, sus
sacramentos, sus rituales, su organización eclesiástica. El irenismo ecuménico
que en nuestros días se predica por parte de algunos grupos religiosos no deja
de ser un experimento utópico fundado acaso en la solidaridad de los adalides
de las «religiones superiores» frente al ateísmo y la irreligiosidad en ascenso,
sobre todo en la época de la Guerra Fría. Pero esta solidaridad irenista
(«¡sacerdotes de todos los países, uníos!») no garantiza la irreductible
incompatibilidad de las religiones positivas entre sí, siempre que se mantenga la
fe en las creencias respectivas, y no se consideren éstas (con Lessing) como
meros símbolos de un fondo de religión natural.

Y la situación se agrava cuando la «religión natural» es incrementada


(«enriquecida») con doctrinas y creencias positivas que desbordan el estricto
horizonte humanista, y que van referidas a un «reino de las almas» o de los
espíritus (un reino praeterhumano, por tanto); porque en este supuesto, las
distancias entre las religiones positivas históricas se agrandarán, hasta el
extremo del antignosticismo. En efecto, estaríamos ahora en el caso del proyecto
de entender la asignatura «Religión» al modo como pudieran entenderla las
asociaciones espiritistas del siglo XIX, que tanta influencia tuvieron en el
krausismo español, inspirador de tantas corrientes de la social democracia. Y no
hay que olvidarse que el aparente psicologismo en la interpretación de los
fenómenos religiosos, tal como fue expuesto en la obra sobre la religión, ya
citada, de William James, y cuya influencia puede medirse por la universalidad
que ha alcanzado el término «experiencia» aplicado a los materiales religiosos,
enmascaraba, en realidad, una doctrina espiritista (en la Cuestión VII,
«Espiritismo y Religión», de Cuestiones cuodlibetales, ofrecimos un análisis, en
este sentido, de la obra de James, Las variedades de la experiencia religiosa).

b) Poco diremos sobre la orientación, ya claramente antignóstica, del


materialismo, que considerando a las religiones positivas y aún a la propia

459
religión natural («el deísmo es un ateísmo cortés») como momentos de un
estadio evolutivo y social de las culturas humanas que habrá de ser superado,
propugna la conveniencia de una asignatura «Religión» cuyo contenido fuera
precisamente el de la crítica y demolición de las religiones positivas, a fin de
lograr una educación racional de los ciudadanos del futuro, para hacerlos salir
del empobrecimiento al que les lleva el simple «respeto» a las religiones
positivas. En realidad, esta interpretación de la asignatura «Religión» viene a
equivaler a la propuesta de una sustitución de las religiones positivas y naturales,
y de su enseñanza, por la de una «Filosofía de la religión», desarrollada
necesariamente desde perspectivas materialistas y ateas. Una filosofía
esencialmente crítica (= clasificadora) que, por ejemplo, no tiene por qué
concebirse como orientada a «descalificar» ahistóricamente y globalmente a
todas las religiones positivas como meras supersticiones indignas, o mitos
infantiles promovidos por «grupos pequeñísimos de sacerdotes y gobernantes»
para mantener sometidos a los pueblos mediante la mentira política. La crítica
materialista y atea de las religiones positivas tendrá también que determinar qué
componentes o funciones de los dogma o rituales calificados de míticos puedan
hoy considerarse más arcaicos, y cuáles puedan haber contribuido, en la
dialéctica del proceso histórico y social, a la conformación de esto que llamamos
«logos»; pongamos por caso, hasta qué punto el dogma judeocristiano de la
creación del Mundo, o el dogma católico de la Eucaristía, pueden ponerse en el
origen mismo de la ciencia moderna, que se desarrolló en el ámbito de las
sociedades cristianas europeas (en contraposición de lo que ocurrió con el islam,
cuyo necesarismo teológico se interpreta muchas veces como un obstáculo
invencible para el desarrollo de una ciencia y tecnología operatorias, una vez
agotados los modelos grecorromanos desde los cuales los mahometanos se
beneficiaron hasta el siglo XII en el que Averroes fue obligado a enmudecer por
las propias autoridades sarracenas).

Esta cuarta alternativa, al enfrentarse con los valores artísticos, culturales,


&c., que puedan encontrarse en las religiones positivas, tendrá que proponerse
como objetivo el de la disociación o depuración de estos valores respecto de las
placentas religiosas en las que maduraron; tendrán que hacer ver, por ejemplo,
cómo el valor musical de la misa en sí menor de Juan Sebastián Bach, es
independiente de sus componentes religiosos.

III
Correspondencia de las alternativas expuestas con diversas alternativas
políticas

Tendría sin duda un gran interés explicitar las correspondencias de las


cuatro alternativas expuestas ante la asignatura «Religión» con las alternativas
(partidos políticos, corrientes, &c.) que pudieran establecerse, según alguna

460
clasificación de referencia. Por nuestra parte nos atendríamos a la clasificación
expuesta en El mito de la Izquierda (Ediciones B, Barcelona 2003), en la cual
clasificación figura por un lado una derecha global, vinculada al antiguo régimen,
en la tradición europea, o a las sociedades teocráticas del presente musulmán,
principalmente; y, por otro lado, seis géneros o generaciones de izquierda
política definida: la «jacobina», la «liberal», la «anarquista», la
«socialdemócrata», la «comunista» y la «asiática».

Sin embargo, por motivos de espacio y de tiempo, no es posible, en esta


ocasión, llevar a cabo una tal confrontación. Lo que sigue es sólo un esbozo, y
muy parcial (referido únicamente, y muy por encima, a la historia de la legislación
española relativa a la asignatura «Religión») de este proyecto, que requiere
investigaciones más cuidadosas, no sólo en el ámbito de la legislación española,
sino también en el de la francesa, alemana, italiana, &c.

Las líneas que siguen están propuestas únicamente a título de sugerencias


en función de investigaciones ulteriores (investigaciones que, con toda
probabilidad, quedan fuera de mi alcance).

(1) La primera «línea de investigación» podría ir orientada hacia la


determinación de correspondencias entre el implantacionismo de la asignatura
«Religión», en sentido confesional, como materia básica obligatoria y no
marginal, y las corrientes políticas encuadradas de algún modo, en el marco de
la derecha,en su sentido más estricto, el de la política del Antiguo Régimen,
Trono y Altar, de la tradición europea. También, en el presente, la política de las
sociedades teocráticas, principalmente las sociedades islámicas; sociedades
que sin perjuicio de sus eventuales tendencias «socialistas o comunistas»,
difícilmente podrían ser consideradas de izquierdas, precisamente por su
confesionalismo y comunismo «frailuno» (sea o no fundamentalista), y a pesar
de sus alianzas estratégicas con algunos partidos de izquierda que pudieran
coyunturalmente, como en los tiempos del diálogo cristianismo marxismo,
sentirse solidarios con ellas, en la lucha política contra la derecha o contra otros
géneros de la izquierda.

La correspondencia entre implantacionismo y derecha no necesita mayores


explicaciones (aunque sí análisis detallados de métodos y circunstancias).
Necesitaría explicación la ausencia o la debilidad del implantacionismo en
regímenes de derecha o vinculados al Antiguo Régimen, y más aún, la presencia
del implantacionismo en regímenes que ya no se consideraron como formas del
Antiguo Régimen, y que incluso se presentan como regímenes de izquierda,
especialmente del género socialdemócrata (como es el caso de España durante
el gobierno del PSOE desde 1982 a 1996). Probablemente no es suficiente
atribuir únicamente las opciones implantacionistas, más o menos tibias,

461
asumidas por los gobiernos del PSOE en España, a motivos pragmáticos,
«electoralistas» («París bien vale una misa»), relacionados con el
reconocimiento de la composición social de la España actual, cuyo electorado,
aunque suele declararse no practicante, en altos porcentajes, entiende este
concepto principalmente como «no ir a misa, ni confesarse, ni comulgar», pero
siguiendo siendo practicante de hecho, masivamente en Andalucía –con mayoría
permanente del PSOE–, con su participación entusiasta en las procesiones de
Semana Santa o en la romería de la Virgen del Rocío, y en el resto de España a
propósito de los ritos de paso de los que ya hemos hablado. También ha de tener
algo que ver en esta «anomalía» la circunstancia de que un gran número de
militantes y dirigentes del PSOE y de Izquierda Unida procedan de los tiempos
del diálogo marxismo cristianismo; muchos dirigentes de estos partidos han sido
o siguen siendo clérigos católicos reconvertidos y, en consecuencia, afectos a
alguna forma de implantacionismo.

Los gobiernos del siglo XIX, durante el reinado de Isabel II, ya fueran
conservadores o progresistas, se atuvieron a Constituciones de confesión
católica. No por ello podrían ser consideradas como meras versiones del Antiguo
Régimen, porque la monarquía era constitucional. Sin embargo, es evidente que
mantenían importantes herencias, dada la masiva implantación social de la
iglesia católica en España. No es de extrañar que, ya avanzado el siglo, por
ejemplo, en el Plan de Estudios de 17 de septiembre de 1845 (siendo ministro
don Pedro José Pidal), figuran como asignatura de segundo curso de los
estudios de segunda enseñanza, unos Principios de moral y religión, asignatura
que se mantendrá en el plan de estudios de 8 de julio de 1847 (ministro don
Nicomedes Pastor Díaz), y aumenta en el plan del 14 de agosto de 1849 (de
Bravo Murillo), que implanta la asignatura Religión y moral en los cuatro primeros
cursos. La «Ley Moyano» (23 de septiembre de 1857) reduce la asignatura al
tercer curso, en la forma de Historia Sagrada, explicación del catecismo y moral
cristiana, que se mantendrá, trasladada al primer curso, en el Plan del Marqués
de Corvera, Ministro de Fomento, del 21 de agosto de 1861. El plan Orovio (9 de
octubre de 1866) añade consideraciones interesantes en sus preámbulos y
exposiciones. Por ejemplo, en el artículo 10 del «Reglamento de segunda
enseñanza» leemos: «...se formará una Junta inspectora que vigile con el mayor
esmero sobre la educación literaria y enseñanza religiosa de los jóvenes. Esta
Junta la compondrán el párroco, el alcalde y un padre de familia. (...) En las
capitales de provincia estas casas de estudio [los Institutos] serán
inspeccionados por el director del Instituto y el delegado eclesiástico del ordinario
diocesano en la Junta de Instrucción Pública.» En las disposiciones relativas al
«segundo período de la enseñanza» leemos: «Los alumnos de los tres años del
segundo período de la segunda enseñanza asistirán los lunes y los viernes, a la
hora que el director señale, a una conferencia o explicación de Historia sagrada
y exposición de la doctrina cristiana, en lo cual se invertirá una hora».

462
Durante los gobiernos de la Restauración, tras el «sexenio revolucionario»,
la asignatura «Religión» también se recupera con justificaciones interesantes
que se apoyan más que en los específicos contenidos dogmáticos de la Iglesia
católica, en consideraciones culturales y espirituales (en las que cabe ver ecos
terminológicos de las filosofías idealistas y evolucionistas de cuño hegeliano o
krausista). Por ejemplo, en el plan de estudios del 13 de septiembre de 1898,
siendo Ministro de Fomento don Germán Gamazo, se afirma en la Exposición:
«La asignatura Religión, existente en no pocos de nuestros antiguos planes y
recientemente restablecida después de amplia discusión en el Parlamento, debe
sostenerse sin vacilación alguna, por responder a una de las fases, la más
elevada de todas, de la cultura del espíritu; su desaparición dejarían sin base los
estudios filosóficos y morales y el hecho de mantenerla en sus programas países
como Austria, Alemania, Suecia, Noruega, Rusia, Suiza e Inglaterra [países
protestantes u ortodoxos], cuya superior ilustración nadie osará poner en tela de
juicio, debe servir de saludable ejemplo, si para su sostenimiento necesitara la
asignatura de Religión de otros argumentos que los nacidos de su innegable
importancia intrínseca y de su positiva acción educadora.»

El plan de estudios de 20 de julio de 1900, siendo Ministro de Instrucción


Pública don Antonio García Alix, es más directo y expeditivo: «En un Estado
católico como el nuestro, y en un plan de enseñanza oficial, tiene que figurar la
religión: prácticas, doctrinas o cátedras de Religión que cursarán
obligatoriamente los alumnos de los cuatro primeros años (...). Después de traer
de las escuelas de instrucción primaria bien conocido el texto del Catecismo,
como habrá de demostrarse en el Examen de Ingreso, el profesor de Religión,
verdadero director espiritual de los jóvenes alumnos, no sólo dará sus pláticas
de ampliación, sino que les interrogará cuanto guste, y éstos quedarán
sometidos a una prueba final en que se certifique su aptitud, y sin cuya
aprobación no podrán aspirar a obtener sus títulos de Bachiller.»

El plan Romanones (17 de agosto de 1901) crea, en su artículo 14, el


«Cuerpo de Capellanes de Instituto, del cual formarán parte los actuales
profesores de Religión de los Institutos y de las Escuelas Normales, por orden
de rigurosa antigüedad. Dichos capellanes explicarán las cátedras de Religión,
Historia sagrada e Historia de la Religión».

El célebre plan del tres (6 de septiembre de 1903), siendo Ministro de


Instrucción Pública don Gabino Bugallal, prescribe la asignatura «Religión» en
los tres primeros años (dos horas semanales en primero y en segundo; una hora
semanal en tercero). Durante la dictadura de Primo de Rivera el plan Callejo (21
de agosto de 1926) mantiene como obligatoria la asignatura «Religión», si bien
reduciéndola a los dos primeros cursos. Y tras el «sexenio segundo
republicano», la asignatura «Religión» volverá a alcanzar su más consolidada

463
presencia oficial, en plena Guerra Civil y en la «España rebelde», a partir del plan
de estudios de 20 de septiembre de 1938, siendo Ministro de Educación Nacional
don Pedro Sáinz Rodríguez: la asignatura «Religión» figurará en los siete cursos
del bachillerato, con tres horas semanales. Es del mayor interés constatar, sin
embargo, que la justificación de la asignatura «Religión» que el preámbulo de
esa ley ofrece, avanzando mucho más allá de las justificaciones «culturales
espirituales» que apuntaba, entre otras, la ley Gamazo de 1898, se asienta ya
en motivos, no ya formalmente dogmáticos o específicamente religioso
vivenciales, sino explícitamente en fundamentos histórico culturales y políticos
(huyendo, al parecer, de los fundamentos espirituales culturales al modo
hegeliano o krausista); y sólo a su través se «recupera» la «Religión» como
asignatura:

«Consecuentemente, la formación clásica y humanista ha de ser


acompañada por un contenido eminentemente católico y patriótico
[diríamos por nuestra parte: ¡por Dios hacia el Imperio!]. El catolicismo es
la médula de la Historia de España. Por eso[subrayado nuestro] es
imprescindible una sólida instrucción religiosa que comprenda desde el
catecismo, el evangelio y la moral, hasta la liturgia, la historia de la iglesia
y una adecuada apologética...»

El plan de estudios de Ruiz Giménez (12 de julio de 1953) mantuvo la misma


tónica: asignatura «Religión» en los seis primeros cursos de bachillerato y, de un
modo u otro, en el curso preuniversitario (por ejemplo, en el curso 1959-60, como
«Historia de los concilios ecuménicos»).

Ninguna anomalía puede advertirse en la correspondencia entre el


implantacionismo extremado de la asignatura «Religión» y el régimen político del
franquismo en su aspecto de nacional catolicismo, cuya fachada, al menos, hacía
recordar tantas veces al Antiguo Régimen del Trono (aún con sede vacante) y
del Altar.

Sí cabe considerar. en principio, como más próxima a la anomalía, el


tratamiento de la asignatura «Religión» en los planes de estudios de la
democracia de 1978, por parte de los gobiernos socialistas progresistas (de la
cuarta generación de la izquierda), por cuanto este tratamiento es mucho más
moderado que el que le habían dado los gobiernos de la Segunda República.
Esta «anomalía» se funda en la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de
Ordenación General del Sistema Educativo, que en su disposición adicional
segunda reconoce que la enseñanza de la religión «ha de ajustarse a lo
establecido en el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales suscritos entre
la Santa Sede y el Estado español». Un Acuerdo que no fue, en todo caso,
denunciado por los gobiernos del PSOE. En consecuencia, el artículo 1 del Real

464
Decreto de 14 de diciembre de 1994, establece que la enseñanza de la religión
católica se impartirá en los centros docentes de segundo ciclo de educación
infantil, educación primaria, educación secundaria obligatoria y bachillerato,
tanto públicos como privados: será de oferta obligatoria para los centros y de
carácter voluntario para los alumnos. El artículo 2 garantiza también el derecho
a recibir enseñanza de otras confesiones religiosas, integradas en la Federación
de Entidades Religiosas Evangélicas de España, Federaciones de Comunidades
Israelitas de España y Comisión Islámica de España. De este modo llegamos a
la paradoja de que un Estado aconfesional, gobernado por el PSOE, incorpora a
sus planes de estudios como oferta obligatoria, no sólo a la religión de confesión
mayoritaria, sino también a otras confesiones, a veces con presencia puramente
testimonial. En el artículo 3 este Decreto prevé, para los alumnos que no hayan
elegido «Religión», actividades complementarias de materia muy variada. Tras
la victoria del PP en las elecciones del año 1996 y 2000 llegamos, año 2002, a
la LOCE, hoy en cuarentena, tras las elecciones del 14 de marzo de 2004.

Cabría decir que los debates jurídicos que en estos meses de 2004 tienen
lugar entre quienes buscan «recortar» la LOCE, para mantener el ideario
izquierdista, o mantener y ampliar la LOGSE, se mueven dentro del más ambiguo
eclecticismo teórico entre la alternativa (1), en retirada, y la alternativa (2),
abolicionista, pero nunca en sentido radical, al parecer, por parte del nuevo
gobierno. Sí en cambio, por parte de algunos portavoces de la Comisión islámica,
cuyo abolicionismo es, como hemos dicho, puramente coyuntural y defensivo del
peligro que ellos advierten de una asistencia mayoritaria del alumnado voluntario
a las clases de religión católica.

(2) La política abolicionista de la asignatura «Religión» ha tenido muy pocas


ocasiones de ejercerse de un modo claro en España. En todo caso, el impulso
hacia una política abolicionista, ya sea radical ya sea moderada (por ejemplo,
oferta obligatoria, voluntariedad en el alumnado) ha solido correr a cargo de la
izquierda liberal republicana (a veces en coalición con la izquierda
socialdemócrata). Durante el sexenio revolucionario, la reforma de quien fue
gran maestre de la masonería española, Ruiz Zorrilla (21 de octubre de 1868),
suprime la Facultad de Teología. «El Estado, a quien compete únicamente
cumplir fines temporales de la vida, debe permanecer extraño a la enseñanza
del dogma.» La asignatura «Religión» desaparece del plan de estudios, que
introduce sin embargo la «Antropología», y curiosamente empareja la «Etica» no
ya con la «Religión», sino con la «Biología» (artículo 3).

La Segunda República (reforma de Marcelino Domingo, de 17 de agosto de


1931) mantiene la «Religión», aboliendo su obligatoriedad (la asignatura
«Religión» permanece como voluntaria a lo largo de los tres primeros años). En

465
el plan Villalobos, de 29 de agosto de 1934, la asignatura «Religión» queda
abolida.

(3) Las alternativas neutralistas –tendientes a eliminar la orientación


confesional de la asignatura (ya tuviera esta orientación un signo monopolista,
ya tuviera el signo de un pluralismo ecléctico, pero confesional al fin y al cabo)–
han estado impulsadas, aunque muy ambiguamente, desde políticas de centro
derecha o de centro izquierda. El proyecto de mantener una asignatura de
religión a título de «asignatura cultural» y confesionalmente neutra (se suele dar
por supuesto que la neutralidad está asegurada cuando se habla de «Historia de
las Religiones comparadas», «Antropología de la Religión», «Sociología de la
Religión» y hasta «Filosofía de la Religión») es impulsado, eventualmente,
aunque de forma muy débil, por partidos de izquierdas (PSOE, IU) o por partidos
confesionales (musulmanes y cristianos). Muy débilmente porque es un secreto
a voces que la neutralidad en estas materias es prácticamente imposible de
conseguir y que, según el profesor que las imparta, la neutralidad quedará
siempre olvidada, en beneficio del enfoque (católico, evangelista, judío,
musulmán o racionalista) que imprima a la asignatura el profesor. Omitimos
mayores consideraciones que cualquier lector podrá hacer por su cuenta;
consideraciones que, sin embargo, deberían mantenerse siempre en la
perspectiva gnoseológica de la teoría de las ciencias humanas, para la cual es
asunto fundamental la cuestión de la «libertad de valoración» y de su posibilidad.

(4) ¿Y qué correspondencias políticas podríamos asignar a la alternativa


racionalista?

Ante todo, ¿cómo traducir esta alternativa racionalista en términos de


contenidos de una asignatura?

A nuestro juicio los contenidos de esta asignatura deberían tomar de un


modo u otro la forma de una «Filosofía de la Religión», antes que los de una
«Historia de las Religiones», una «Antropología» o una «Historia cultural». Y no
porque la Filosofía de la Religión, cuando no es mera apología de una religión
determinada o de las religiones en general, pueda siempre desenvolverse al
margen de la historia o de la antropología cultural, sino porque las utilizará,
reinterpretando sus datos desde sus propias coordenadas.

También es cierto que, según lo que hemos expuesto a propósito de la


alternativa (4), la asignatura «Filosofía de la Religión», cuando se mantiene a
distancia de todo tipo de confesionalismo, podría orientarse en dos direcciones
muy distintas y opuestas entre sí:

466
a) Ante todo, siguiendo una orientación humanista espiritualista, es decir,
entendiendo la asignatura «Religión» como Religión natural, y tratando de
reinterpretar su historia y sus componentes culturales como expresión de una
religión natural (o de una ética, en sentido kantiano).

Esta orientación de la asignatura «Religión» (que dejaría en todo caso muy


descontentos a católicos, musulmanes o calvinistas) no resultaría muy ajena a
lo que podrían impulsar algunas corrientes liberales o socialdemócratas
moderadas, de inspiración humanista o krausista. De hecho, mucho de aquello
que impulsó la asignatura «Etica», tan bien amada por la socialdemocracia en
los tiempos de Felipe González, tiene una inspiración humanista espiritualista
muy próxima a la religión natural, al deísmo, o al agnosticismo positivo, al incluir
en los programas temas tales como «el sentido de la vida», entendidos en los
términos de la trascendencia existencial.

b) Es muy difícil en cambio encontrar correspondencias políticas, en


España, a la concepción de la asignatura de «Religión» como una Filosofía de
la Religión de signo materialista, y no sólo ateo sino antignóstico. Descartada,
tras la caída de la Unión Soviética, la inspiración de los Partidos Comunistas, las
posiciones más próximas a esta versión de la cuarta alternativa habría que
buscarlas acaso en las corrientes radicales de una virtual «izquierda
republicana», impregnada de racionalismo cientificista, pero con muy escasa
organización política definida, y muy escasas posibilidades en un futuro
inmediato.

Otro tanto habrá que decir de las posibilidades de orientar, en un plan de


estudios, la asignatura «Religión» en el sentido del materialismo filosófico.

Final

Terminaremos desconfiando de quienes «ven muy claro» cuál debe ser el


camino por el que pudiera orientarse una asignatura denominada «Religión», o
de quienes «ven muy clara» la conveniencia de bloquear eficazmente cualquier
camino. Estamos ante una cuestión de naturaleza práctica, entretejida por
múltiples líneas ideológicas, filosóficas, políticas, confesionales, que no es fácil
controlar. La elección de alguna de las alternativas habrá de confrontarse con
las demás, y no sólo en abstracto, sino en cada circunstancia práctica, social y
política; lo que oscurece necesariamente cualquier «evidencia» simplista.

Ni siquiera la primera alternativa, la implantacionista, puede ofrecerse con


claridad deslumbradora al neutralista, o al racionalista, cuando se sitúa en una
perspectiva práctica, cuando el neutralista o el racionalista están pendientes de
las consecuencias no sólo de los principios de sus decisiones. Siempre habrá

467
que sopesar hasta qué punto, cuando presuponemos, como materia de elección,
la implantación de la religión católica, en lo que esta tenga, como se ha dicho,
de recapitulación de las demás religiones positivas (y aún de la religión natural)
–el catolicismo ha incorporado el Antiguo Testamento; el islamismo o el
protestantismo son «secreciones» o herejías suyas; ni tampoco le faltan algunas
gotas de budismo– no pueden ser más efectivos unos cursos bien llevados de
religión católica que una ensalada de antropología, de sociología o de historia de
las religiones, dada además la gran probabilidad de que quienes impartan estas
disciplinas no sean demasiado competentes en las mismas; y si lo fueran, su
erudición no se canalizaría fácilmente en la escala de la enseñanza media. Y
habrá que tener en cuenta que los propios cursos de religión católica,
desarrollados según el «método escolástico», ni siquiera constituyen un
obstáculo para que el alumno pueda distanciarse, sin trauma alguno, de la misma
religión. Por mi parte puedo asegurar, basándome en mi propia experiencia, que
fue a través de los cursos de religión católica del bachillerato de un instituto
público como me enteré de la existencia de Lucrecio, de Volney, de Voltaire o de
Marx; por tanto me inclinaría a sugerir al victimario que dice experimentar
terribles traumas ante este tipo de «experiencias escolares», que debiéramos
atribuirlos antes a sus entendederas, o quizá a alguna osteoporosis de su
cráneo, que a la asignatura misma de religión católica.

Y sobre todo, aún en el supuesto utópico de que pudieran alcanzarse en un


plazo medio alguna situación para las alternativas tercera o cuarta, habrá que
dudar de la disponibilidad de un cuerpo de profesores suficientemente
preparados para poder ofrecer una materia consistente capaz de ser enfrentada
a los debates que, no sólo desde el punto de vista de los apologetas de las
diversas confesiones, sino también de los sociólogos, antropólogos o
historiadores de las religiones, habrán de suscitarse.

468
Vías muertas
hacia la democracia participativa
Gustavo Bueno

Se suscitan algunas situaciones propias de las democracias parlamentarias


cuya explicación no es sencilla desde la «doctrina» corriente

1. Quienes, al modo fundamentalista, ven en las democracias


representativas realmente existentes indudables déficits democráticos, que
desempeñan el papel de barreras o de terrenos pantanosos que dificultan o
impiden el flujo esperado de una sociedad democrática plena, suelen también
intentar, por todos los medios, con su mejor voluntad, abrir nuevas vías que
hagan posible la perforación de esas barreras, o el tendido de puentes sobre los
terrenos pantanosos; en general, que hagan posible abrir vías nuevas que
permitan establecer ese flujo debilitado, desparramado, o incluso interrumpido.

Entre los «interruptores» más señalados de la corriente democrática se


cuentan aquellos que tienen que ver con el «déficit de participación» de los
ciudadanos en la vida política común. Nos referiremos hoy a dos de esos
«interruptores»: la abstención y (para quienes no se abstienen) el sistema de
votación mantenido a través de las urnas. Abstención parece ser tanto como
interrupción total de la participación del ciudadano en la vida política; cuando la
abstención afecta, no a unos pocos, sino a la mayoría, la democracia
representativa (se dice) desaparece. Cuando la participación se regula a través
de las urnas, en la forma ordinaria, la participación suele considerarse débil,
incluso en el supuesto de que la abstención sea minoritaria.

2. No todos están de acuerdo en que la abstención significativa, en unas


elecciones, haya de interpretarse siempre como una «catástrofe» de la
participación democrática. Cabría interpretar, desde una perspectiva optimista,
que quienes se abstienen de votar, no por ello dejan de participar en la sociedad
democrática, por ejemplo, a través de los impuestos o del cumplimiento de las
leyes y de los reglamentos. Y, sobre todo, mediante su misma abstención: quien
calla otorga; y quienes se abstienen de votar no tendrían por qué interpretarse
como boicoteadores de la democracia (salvo en los casos en los que la votación
sea legalmente obligatoria), sino simplemente como ciudadanos que confían en
la minoría votante, a la que atribuirán, por el hecho mismo de votar, un mejor
conocimiento de los problemas que están en juego.

469
En las democracias procedimentales este supuesto se verifica con
frecuencia. En una comunidad de vecinos se toman decisiones importantes,
muchas veces por la pequeñísima minoría que asiste a las juntas; se supone que
los vecinos que no asisten reconocerán tácitamente, sin embargo, las decisiones
que adopte la minoría, porque confían en quienes se han interesado por acceder
a la junta y «estudiar el caso».

Podría agregarse el argumento de que mucho más catastrófico que la


abstención mayoritaria sería para la democracia una participación masiva de los
ciudadanos en las elecciones, pero cuyos resultados arrojasen un «empate
técnico» en la consulta, o bien, una dispersión máxima de opciones. Aquel
empate, o esta dispersión, demostrarían inequívocamente que el «cuerpo
electoral» o el «pueblo» carece de una opinión común; y que, en consecuencia,
el sistema democrático de decisión, a pesar de la buena voluntad de los
electores, no ha funcionado. Será preciso, por tanto, si es preciso tomar
decisiones de modo perentorio (por ejemplo, una declaración de guerra), recurrir
a procedimientos no democráticos de decisión.

Sin embargo, la interpretación optimista de la abstención es muy dudosa. Si


ella tiene cierta aplicación en situaciones propias de simples democracias
procedimentales, la tiene muy escasa o nula en situaciones propias de
democracias políticas. La participación en las urnas se interpreta, en las
democracias representativas, como expresión ordinaria de la misma vida
democrática, y por ello esta participación suele considerarse muchas veces, no
sólo como un derecho de los ciudadanos, sino también como un deber, y esto
sin prejuzgar nada sobre el contenido del voto (que podría ser voto en blanco).

Desde luego, la abstención masiva destruye la estructura misma de las


democracias representativas; otra cosa es que se tienda a interpretar ad hoc la
abstención, o incluso a explicarla, alegando la influencia de causas o motivos
extrapolíticos, por ejemplo, fisiológicos, psicológicos, o sociales (hacía calor
excesivo; hubo epidemia; o bien había un importante partido de fútbol o buen
tiempo, y entonces la mayoría del cuerpo electoral prefirió asistir al estadio, mirar
las telepantallas, o ir a la playa). La interpretación optimista ad hoc, que de hecho
se practica ordinariamente en el análisis de las grandes democracias, es gratuita,
en la mayor parte de los casos; pero, de todas formas, lo que demostraría es la
naturaleza superestructural de las votaciones democráticas. (¿Por qué no
interpretar la «conducta disciplinada» del pueblo, en regímenes de dictadura
populista, como un excelente indicio de real participación democrática?)

Generalmente se interpreta a abstención mayoritaria (la que tuvo lugar, por


ejemplo, en las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2004) como
síntoma alarmante de la viabilidad de un proyecto democrático, como pudiera

470
serlo la Unión Europea. Y es interesante (por no decir sorprendente) analizar las
medidas que proponen los políticos y los medios de comunicación democráticos
(prensa, radio, televisión, es decir, el poder espiritual de las sociedades
democráticas actuales, cuyas funciones son equivalentes a las que
desempeñaba el clero en las sociedades del Antiguo Régimen). Estas medidas
se reducen principalmente a dos: hacer obligatorio el voto o, sobre todo, lograr,
a través de campañas de «concienciación» (concientización, decían los más
profesionalizados en el asunto), un incremento notable en la participación en las
próximas elecciones. Medidas que dan por supuesto que la participación masiva,
conseguida de este modo, iría orientada hacia un contenido determinado de los
votos, hacia la afirmación de la Europa política y de su Constitución, en el caso
que aquí consideramos.

Pero estas medidas «prueban demasiado», porque lo que no está


garantizado es el acuerdo entre la formalidad del voto y los contenidos de ese
voto. La obligatoriedad del voto no garantiza los resultados esperados
(favorables a los promotores de la Unión Europea). Y las «campañas de
concienciación» presuponen que quienes se abstienen no son conscientes, es
decir, no son «ciudadanos maduros». Pero esto es una simple petición de
principio, porque se supone que no son maduros porque se han abstenido de
votar favorablemente por la Unión Europea. Es decir, la «doctrina» sólo
considerará maduros y conscientes a los ciudadanos que votan en el sentido
deseado por quienes preparan las elecciones o el referéndum. ¿Por qué no
interpretar la abstención como indicio de que la mayor parte de los ciudadanos
conscientes no están interesados por los proyectos políticos de los europeístas?
¿Acaso las campañas orientadas a la participación pueden disociarse del
contenido atribuido a esa participación? Supongamos que la participación en el
referéndum previsto sobre la Constitución europea fuese masiva, pero que los
votos emitidos fuesen contrarios, también masivamente, a esa Constitución
europea. ¿Cabría hablar entonces de falta de madurez democrática?

3. Quienes consideran como déficit de la democracia representativa el


sistema de votaciones cuatrianuales o quinquenales, confiarán en que el
desarrollo de las nuevas tecnologías, de internet en particular, podrá corregir
este déficit y neutralizarlo prácticamente.

Cuando la mayor parte de los ciudadanos que constituyen el cuerpo


electoral, dicen algunos, tenga acceso a internet, y lo utilice regularmente,
podremos pensar en la posibilidad de una «participación democrática continua»,
análoga a la participación en el mercado continuo de la Bolsa. Día a día, incluso
hora a hora, el cuerpo electoral podrá manifestar su opinión, no ya a través de
las urnas, pero sí a través de las pantallas. El «pulso cotidiano» de la
democracia, sus tendencias y su evolución, podrá ser registrado con fidelidad

471
cada día y cada hora. Internet creará la nueva vía a través de la cual se
recuperará en las sociedades modernas, constituidas por millones de
ciudadanos, la democracia directa propia de las asambleas del ágora de las
sociedades antiguas, cuyo cuerpo electoral no alcanzaba siquiera un décimo de
millón de ciudadanos.

La cuestión se plantea en el momento de interpretar el significado


democrático de esta supuesta participación masiva y cotidiana de los ciudadanos
en los asuntos de la república. Caben considerar estas dos alternativas: o bien
la participación a través de internet toma la forma de un «voto-urna», es decir,
de un voto afirmativo, negativo o en blanco; o bien la participación incluye una
explicación del voto, o una propuesta nueva, es decir, adquiere el formato de un
«voto-informe».

¿Qué se habrá ganado con la participación continua mediante el voto-urna


por internet? Muy poco, porque esta forma de votación sigue encubriendo los
motivos del voto. Y estos motivos no tienen nada que ver con la libertad de juicio
del elector, porque un voto sólo podrá ser considerado como libre si está fundado
en un juicio maduro sobre el asunto sobre el que se vota, y no simplemente la
influencia de la autoridad de quien propone los contenidos del voto o los
defiende. Supongamos una votación sobre el trasvase del Ebro. Sólo quien ha
profundizado en las razones económicas, hidrológicas, agrícolas y sociales del
trasvase o de su cancelación puede ofrecer un juicio maduro, es decir, participar
verdaderamente en el proyecto. Todos los demás votarán según el marco desde
el cual suelen ir a las urnas: si son aragoneses, catalanes o de izquierdas,
votarán no; si son murcianos, o valencianos, aunque sean de izquierdas, votarán
sí. ¿Cómo hablar de libertad de voto en la formación de una decisión que es casi
ciega, como fundada en motivos puramente externos al asunto de que se trata?
Quien se cree más libre en el momento de formular su voto («yo voto que no al
trasvase, porque veo muy claro el sentido de mi voto») es quien menos libertad
tiene; la claridad que acompaña su juicio se refiere a la evidencia de que debe
ser fiel a sus siglas o a sus juicios indoctos. El incremento del número de votos,
en este supuesto, no hará más sino aumentar la algarabía que no añade ni un
ápice a la participación democrática.

Y si el voto es «voto-informe», será preciso un escrutinio minucioso: por


ejemplo, en un cuerpo electoral de treinta millones, y supuestos mil grupos de
escrutinio y evaluación que procesasen mil votos diarios, tardarían un mes en el
escrutinio, lo cual no es excesivo para un asunto no demasiado perentorio. Lo
que sí es insalvable es decidir, una vez clasificados y valorados los contenidos
de los votos-informe, una resolución, también razonada, puesto que aquí no tiene
sentido contar, y aún dejando de lado la cuestión de los sesgos de las

472
clasificaciones. Al final habría que recaer de nuevo en la autoridad de los
expertos.

473
«Estamos motivados»
Gustavo Bueno

Un comentario a las declaraciones


del general Sánchez, destacado en Kabul

La democracia de mercado pletórico en la que felizmente vivimos, ha


propiciado, si no iniciado, el incremento espectacular de la judicialización de los
conflictos públicos y de la psicologización de la vida cotidiana, ya sea privada,
ya sea pública.

La judicialización se lleva a efecto a costa de la neutralización de los


poderes ejecutivos; la psicologización a costa de la distanciación de los
mecanismos causales (económicos, políticos, religiosos...) que pueden estar
actuando en cada conducta.

Ambos procesos tienen sin duda conexiones profundas, en las que no


vamos a entrar. Pero tienen de común el formalismo. En virtud de este
formalismo el testigo de vista que acaba de presenciar el asesinato de un amigo
por un terrorista, ya no dirá: «Vi a un terrorista encapuchado asesinar a mi
amigo», sino: «Vi a un presunto terrorista encapuchado disparar contra mi
amigo.» Lo que de este modo se ha logrado es evacuar los contenidos materiales
del proceso, es decir, eliminar todos los mecanismos obvios que intervienen en
el escenario del asesinato, manteniendo únicamente la forma jurídica del
proceso (es decir, como si el testigo se pusiera en el punto de vista del juez); lo
que se logra transformando en variables, mediante el adjetivo «presunto», a los
protagonistas del suceso, y encomendando a la policía, y a los jueces, el
determinar los verdaderos y no presuntos argumentos.

Este formalismo tiene seguramente algo que ver con la inhibición que
sistemáticamente se practica, cada vez más, de los individuos privados respecto
de la vida pública, y con la ideología que acompaña a tal inhibición: «En realidad
lo verdaderamente importante es el presunto proceso delictivo, el que se haya
conculcado el ordenamiento jurídico, rozándose un tipo delictivo bien
determinado; el agente concreto de este roce es secundario, porque en cualquier
caso la acción de ese agente es accidental, y sólo pasajeramente imputable a
él, puesto que su personalidad, en cualquier caso, se mantiene íntegramente
intacta, juntamente con sus derechos; de lo que se trata es de reinsertar
rápidamente al asesino en el plazo más breve posible.»

474
Un crimen es importante como delito, y no por el criminal, que pudiera serlo
cualquiera. A la manera, podría añadirse, como un presunto enfermo de
legionela o de sida es importante por las bacterias o virus que transporta, cuando
se supone que la medicina podrá curar al enfermo en el plazo más breve posible,
lo que es un modo de decir que no hay enfermos, sino enfermedades. Así,
tampoco habrá criminales, sino crímenes.

La judicialización es, en todo caso, un proceso paralelo al de


la psicologización de la vida. Si la judicialización representa la «toma de
protagonismo», en todo cuanto concierne a los problemas públicos, de los jueces
–el «juez» es de hecho, entre los tres poderes, el supremo, el que tiene la última
palabra–; la psicologización representa la «toma de protagonismo», en todo
cuanto se refiere a los asuntos personales, del psicólogo, que sería quien dice la
última palabra, el que tiene la solución última. Un tren descarrila, una casa se
incendia: allí acudirá de inmediato el equipo de psicólogos, para «dar cobertura»
a las víctimas. Los psicólogos sustituyen aquí a los clérigos, como los jueces a
los políticos.

Pero el formalismo psicologista va mucho más allá, y penetra, como


ideología, en los mismos agentes responsables de la marcha de las instituciones
sociales o políticas, de las instituciones deportivas o de las instituciones militares,
por ejemplo. El entrenador de un equipo de fútbol de primera división manifiesta,
ante las cámaras, al enfrentarse con los problemas de la preparación del próximo
campeonato de liga: «Mis jugadores no están todavía suficientemente
motivados.» El general jefe de las tropas que van a la zona de Kabul declara,
según recoge la prensa del 19 de agosto de 2004: «Estamos motivados.» No
dice: «tenemos motivos, o buenas razones (entre ellas las patrióticas, las
económicas, las religiosas) para ir a Afganistán»; o bien: «tenemos motivos, o
buenas razones (entre ellas las económicas, es decir razones materiales) para
participar en las acciones militares con todas nuestras fuerzas»; o en su caso,
para jugar en el campeonato deportivo «dando todo lo mejor de nosotros
mismos». No dice el general «tenemos motivos», sino que dice «estamos
motivados», que es como decir: «los motivos nos tienen a nosotros.»

Entrenadores de fútbol y generales, jugadores y soldados dirán ante las


cámaras de televisión, en el mejor de los casos: «Estamos motivados.» Es decir,
asumirán la perspectiva del psicólogo conductista o del etólogo cuando logra
haber motivado a la rata para que pulse una palanca. Porque la motivación es
una categoría etológica de carácter formal o genérico, a la que se llega mediante
la evacuación de los contenidos específicos, es decir, de las causas motoras, o
de los motores específicos o motivos (objetos motivos, se decía en la tradición
escolástica).

475
No importa que estos motivos, en las ratas, sean bolas de alimento real o
sean bolas de alimento simulado; lo importante es que desencadenen, tras el
entrenamiento adecuado, la reacción deseada. No importan tanto, en
consecuencia, las causas o razones objetivas (los motores o las razones
motoras), las causas o razones reales que son capaces de mover
justificadamente a la acción a jugadores o soldados.

Lo que importa es que los jugadores o los soldados estén formalmente


motivados tras los entrenamientos correspondientes, cualquiera que sean las
causas objetivas, aquellas que precisamente se cuidan muy bien los
entrenadores o generales de poner entre paréntesis, porque no hace falta
«meterse en berenjenales» acerca de las causas o razones específicas por las
que se celebra un campeonato de fútbol o por las que comienza o se entretiene
una guerra en Afganistán.

Con el peligro de pasarse ellos mismos, entrenadores y jugadores,


generales y soldados, una vez abandonadas las perspectivas deportivas o
políticas, al punto de vista propio del psicólogo conductista o del etólogo, es
decir, una vez lograda la transformación de los jugadores o de los soldados en
una especie de palomas o de ratas de Skinner.

476
La base de la firmeza
Gustavo Bueno

Palabras pronunciadas en la ceremonia de recepción de la Sardina de Oro,


el día 10 de septiembre de 2004 en Avilés

Ante todo, las primeras palabras sean de agradecimiento a los directores de


la organización de «Sabugo, ¡Tente Firme!», por la ocurrencia que han tenido de
darme la «Sardina de oro». Y lo que tengo que decir es, sobre todo, que en
«Sabugo, ¡Tente Firme!» veo, ante todo, un lema moral y ético.

La firmeza es una de las primeras virtudes, según Benito Espinosa, nuestro


mentor. La firmeza es la aplicación de la fortaleza a uno mismo o al grupo;
después vendrá la generosidad, cuando la fortaleza se aplique a los demás
individuos o grupos. «Sabugo, ¡Tente Firme!» es, por tanto, una verdadera
sentencia, un verdadero lema de vida. Y yo creo que tienen que estar orgullosos
quienes asumen este lema como suyo.

Sobre todo, si tenemos en cuenta, como ahora se nos acaba de recordar,


que «Sabugo, ¡Tente Firme!» está en función de los barrios de Galiana y de
Rivero: «Sabugo, ¡Tente Firme!», mientras Galiana y Rivero se hunden. Porque
hay que tener en cuenta, y no lo digo yo, lo dice Santo Tomás de Aquino, que
los bienaventurados verán acrecentada su gloria y placer cuando vean a los
condenados hundidos en el infierno.

«Sabugo, ¡Tente Firme!»: la Firmeza de Avilés, me gustaría subrayarlo en


el momento de esta España que algunos quieren asimétrica, y en donde parece
que la base de nuestra firmeza esta más en Europa que en España misma.

Lo que quiero subrayar aquí es el hecho de que la firmeza de Avilés, a través


de Sabugo, procede de España. Si Avilés fue grande y firme lo fue precisamente
por estar ligada a la ría por la que entraba la sal y muchas otras cosas, a Oviedo,
a Asturias y a España. Desde su principio, Avilés fue villa de realengo, por tanto,
de ciudadanos libres de clérigos y de aristócratas.

El Fuero que hizo de Avilés una villa ejemplar fue otorgado por Alfonso VI y
ratificado por Alfonso VII, el Emperador. ¿Y cómo sería concebible que Avilés
hubiera dado figuras e instituciones tan universales si no hubiera estado
entroncada desde el principio con España?

477
La gran figura avilesina de la Edad Media, Rui Pérez de Avilés, intervino, a
las órdenes de Fernando III El Santo, en la toma de Sevilla: en el escudo de
Avilés, la proa en forma de sierra para cortar las cadenas que cerraban el paso
del Guadalquivir, lo atestigua.

Y la mayor gloria de Avilés, la del Adelantado Don Pedro Menéndez de


Avilés, el descubridor de la Florida y fundador de la ciudad de San Agustín, se
forjó en el servicio de Carlos I, y después, de Felipe II: San Quintín, la Armada
Invencible.

Si Carreño Miranda o Bances Candamo alcanzaron a ser lo que fueron se


debió a que dispusieron de la Corte de los Austrias como caja de resonancia.

Y dejo de contar, para no entrar en el terreno escabroso, aún hoy para


muchos, de la transformación de Avilés en una gran ciudad, como sede de una
empresa nacional que llevó el nombre de Ensidesa.

Avilés ha estado ligado esencialmente a España, y si es Avilés, como le


pasa a Asturias, es por ser España y no otra cosa. Esta es la lección que yo
sacaría de «Sabugo, ¡Tente Firme!».

El hecho de haber recibido el honroso galardón de la «Sardina de oro» me


deja un poco estupefacto cuando se me ocurre recordar una anécdota muy
famosa de Diógenes el cínico. Me refiero al mismo Diógenes que vivía en un
tonel y que cuando se le acercó Alejandro Magno para preguntarle: «¿Qué
quieres que haga por ti?», le respondió: «Pues que te retires un poco para tomar
el sol».

Este mismo Diógenes a sus discípulos les obligaba a llevar colgada una
sardina cuando salían a pasear por las calles de Atenas. A sus discípulos les
daba vergüenza llevarla. ¿Y por qué les daba vergüenza? Porque no habían
conocido la sardina de oro que «Sabugo, ¡Tente Firme!» nos ha entregado.

478
Octubre de 1934
Gustavo Bueno

Algunas consideraciones sobre el setenta aniversario


del frustrado levantamiento contra la II República en Asturias

Todos los años, pero sobre todo cada diez, a partir de Octubre de 1934, se
conmemoran los «hechos» que tuvieron lugar en España y, muy singularmente,
en Asturias. Todavía viven muchos de quienes intervinieron como agentes, como
pacientes o como simples espectadores en aquellos hechos. Todos, o casi todos,
recuerdan los hechos y sus testimonios suelen ser muy apreciados como
«ejercicios» de la llamada memoria histórica.

Pero esta «memoria histórica», fuente indudable de datos para el


historiador, no es un criterio infalible. Cuanto más verdadero sea el recuerdo,
más falsos pueden ser los contenidos recordados, si quien recuerda estaba él
mismo engañado o mediatizado. El concepto de memoria es esencialmente
subjetivo, psicológico, individual: la memoria está grabada en un cerebro
individual, y no en un cerebro colectivo puramente metafísico; sólo se pueden
recordar, por tanto, los acontecimientos que nos han afectado directamente e
individualmente (aunque fuese en actividades llevadas a cabo conjuntamente
con otros individuos).

Hablar de «memoria histórica» como si fuera una entidad colectiva, a la


manera como Jung hablaba de los «complejos colectivos», es como hablar del
pleroma. Los hechos que ofrece una memoria histórica se los ofrece siempre a
quien vive en algún presente; sólo desde el presente puede ejercerse la memoria
histórica y, por consiguiente, según el modo de relatar, podemos saber tanto del
presente de quien relata como de su pasado.

La tarea del historiador no consistirá entonces tanto en «recuperar la


memoria histórica», cuanto, muchas veces, en desmontar esa memoria en sus
partes, en analizarla y en explicarla. En cierto modo la historia crítica consiste
más en demoler una memoria histórica deformada que en recuperarla tal cual.
Quien recuerda su participación hace quizá cuatro décadas en algún aquelarre
o en algún vudú que tuvo consecuencias importantes para un grupo
determinado, por mínima racionalidad en la que se asiente, no podrá tanto
«recuperar» la memoria histórica de aquellas participaciones, cuanto analizarlas
desde el presente, descomponerlas y explicarlas, pero en modo alguno
justificarlas o recuperarlas sin más. La historia es obra del entendimiento y no de

479
la memoria, y esto dicho a pesar de la metáfora de Francisco Bacon que tanta
fortuna ha tenido y sigue teniendo precisamente a propósito de Octubre del 34 y
otros sucesos colindantes.

Los historiadores, que reclaman, no sin algún fundamento, su especial


autoridad en el momento de analizar los relatos que ofrecen quienes poseen
memoria histórica, tampoco pueden asegurar garantías definitivas. La mejor
prueba es que ante un material empírico y documental más o menos común los
historiadores se dividen en corrientes de opiniones diferentes y aún opuestas
entre sí, y casi siempre correlacionadas con las afinidades políticas que el
historiador pueda tener. Historiadores que militaron o simpatizaron con el ala
izquierda del PSOE darán una visión distinta de quienes militaron o simpatizaron
con la CNT o con el PC. Después de aportar al debate cada cual documentos
nuevos, siempre seleccionados, las posiciones respectivas no suelen moverse
ni un milímetro. Parece que el diálogo sirve casi siempre más que para remover
al interlocutor, para reafirmarle en sus posturas. Las tergiversaciones están
además a la orden del día, y están movidas por ideologías fáciles de determinar.

En la prensa de estos días se me atribuye, por algunos historiadores, «de


izquierda», como si fuera opinión mía (calificada por supuesto de absurda y
gratuita) la interpretación de la insurrección de Octubre como un caso de «guerra
preventiva» (contra el fascismo: Dolfus, Hitler, Viena, Berlín, &c.). Quienes
niegan en redondo que Octubre del 34 fuera una guerra preventiva están muchas
veces movidos (no siempre) por su rechazo de principio al concepto mismo de
guerra preventiva, tal como lo utilizó Bush II en la última guerra del Irak.

Clasificar a Octubre del 34 como guerra preventiva significará para muchos


una descalificación. Pero quienes hablan de guerra defensiva contra «el ataque
del fascismo» es porque suponen que el ataque fascista iba a venir de modo
inminente después de la entrada de los tres ministros de la CEDA en el gobierno.
Y resulta que esta guerra defensiva se habría desencadenado ante un ataque
aún no recibido, por lo que la guerra defensiva y la preventiva vendrán a ser lo
mismo.

Otros, en cambio, me han objetado que aquel octubre del 34 no fue ni guerra
preventiva ni defensiva, sino simplemente ofensiva contra la República
burguesa. Pero si se hubieran tomado la molestia de leer mi artículo, hubieran
podido advertir que cuando yo utilicé el calificativo de «guerra preventiva» para
octubre del 34, no pretendía decir que no fuera ofensiva contra la república
burguesa (como, a mi juicio, lo fue). Yo estaba utilizando la fórmula «guerra
preventiva» ad hominen, en un debate contra los pacifistas de izquierda
socialista, comunista o republicana que se escandalizaban, en la primavera de
2003, ante el concepto de «guerra preventiva» utilizado por Bush II y sus aliados.

480
Pero lo que yo dije fue esto: «las izquierdas que hoy se escandalizan ante las
justificaciones de Bush II y sus aliados de la intervención en Irak, como una
guerra preventiva, deberían también escandalizarse ante la justificación que
suelen dar de Octubre del 34 como guerra defensiva contra el fascismo, puesto
que el ataque aún no se había producido». Pero como en los cruces de opiniones
a través de la televisión o de la prensa no suele hilarse fino, el crítico no quiere
saber nada de argumentos ad hominem y te atribuye, sin más averiguaciones,
«el absurdo proceder» de equiparar situaciones históricas tan distintas como
Octubre de 1934 y Febrero de 2003.

¿Quiere esto decir que no es posible la objetividad histórica? No


necesariamente. También puede querer decir que todo relato histórico de
enjundia suficiente implica siempre unas coordenadas, a diferentes escalas, sin
las cuales el relato no es posible. Y sin que esto signifique necesariamente que
estas coordenadas han de entenderse siempre como «prejuicios subjetivos», o
partidistas.

Quien mantiene determinadas coordenadas puede pretender (y tendrá que


demostrarlo si puede) que las mantiene como plataforma sólida o verdadera. Por
ejemplo, quien presupone que la democracia parlamentaria española, tal como
se concreta en la Constitución de 1978, es una plataforma firme y verdadera,
acaso la única, para reconstruir la historia de España del siglo XX, tendrá que
interpretar Octubre del 34 como un conjunto de acontecimientos profundamente
antidemocráticos (al menos procedimentalmente), aunque se suponga que se
dirigieran a lograr la justicia social. Por el contrario quienes recuerdan o buscan
«recuperar la memoria histórica» de Octubre del 34 en términos épicos o líricos
(se proyecta levantar barricadas, marchas, estallidos pirotécnicos, &c., en Gijón
o en Mieres durante los días de Octubre de 2004 homólogos a los del 34)
difícilmente podrán mantener su interpretación desde las coordenadas de la
democracia y del Estado de derecho (en la práctica, ni el PSOE actual ni el PP
han manifestado su deseo de colaborar en estos proyectos, excogitados por
organizaciones políticas y culturales que, durante la primavera de 2003, se
manifestaron desde el pacifismo más extremo –«¡No a la guerra!» «¡Paz!»
«¡Diálogo!»– como la Fundación Juan Muñiz Zapico –de CC.OO.–, el Ateneo
Obrero de Gijón, Lliberación, PCA, IU, Bloque por Asturias, Sociedad Cultural
Gijonesa, JCA, el foro Arte Ciudad y la fundación Horacio Fernández Inguanzo).

Otros, aunque reconocen que los sucesos de Octubre del 34 no fueron


«constitucionales II República», los explicarán, y aún otorgaran su simpatía,
atendiendo a su buena voluntad, a su romanticismo, y a su carácter épico y
utópico –como si estos calificativos fueran defendibles en política–.

481
Otros van más lejos: aunque reconocen, casi como un defecto político, el
carácter utópico y romántico de Octubre del 34, terminan «justificándolo» no por
sus principios, métodos o causas, sino por sus efectos. Es el caso de Santiago
Carrillo:

«Nunca he dudado de la necesidad del movimiento de Octubre de 1934.


No se puede reescribir la historia con un si... condicional. Pero estoy
convencido de que sin aquella lucha España hubiera desembocado en un
régimen fascista, de tipo mussoliniano, rápidamente. Y hubiera
conservado íntegras sus energías, derrotado sin resistencia al régimen
republicano, para participar al lado del Eje en la II Guerra Mundial. Los
acuerdos entre los monárquicos de Goicoechea, Barrera y Lizarza con
Mussolini –publicados posteriormente– la posición de Gil Robles
ofreciéndose a Franco al comienzo de la Guerra Civil, sin contar la
financiación italiana a Primo de Rivera, son datos a mi entender bastante
elocuentes. España se hubiera visto envuelta en la loca dinámica que el
ascenso del fascismo desencadenó en el continente europeo. Otros
países, en éste, se vieron arrastrados a la Guerra del Eje, sin que los
antecedentes de sus relaciones internacionales, marcadas por su
inclinación hacia Francia y Gran Bretaña, lo hicieran previsible. Nos
hubiéramos ahorrado la Guerra Civil, pero no la cruenta represión
fascista, ni las bajas, probablemente más cuantiosas, acarreadas por la
participación en la II Guerra Mundial.» (Santiago
Carrillo, Memorias, Planeta, Barcelona 1993, pág. 112).

Siempre se le podría decir a Santiago Carrillo que el desencadenamiento de


futuribles que él despliega, digno de la más sutil ciencia media, tal como la
concibió el padre Molina, no es otra cosa sino un consuelo, más o menos
ingenioso (tanto más ingenioso cuanto más fantástico) para justificar a
posteriorisu intervención en los acontecimientos, aún reconociendo (y de un
modo no muy consecuente, por tanto) su fracaso.

Niembro, 3 de octubre de 2004

***

Respuestas de Gustavo Bueno a las preguntas formuladas por La Nueva


España, con motivo del 70 aniversario de Octubre de 1934, publicadas por ese
diario el domingo 3 de octubre de 2004.

1. ¿Octubre de 1934 es el prólogo de Julio de 1936?

482
Sólo un teólogo, hablando de la ciencia de visión divina, podría decir que
Octubre de 1934 fue «un prólogo en el Cielo» de Julio de 1936. Pero, para quien
no sea teólogo, ni musulmán, será muy difícil considerar a Octubre de 1934 como
prólogo de algo que todavía «no estaba escrito». Otra cosa es que, a partir de
Julio de 1936, pudiera ser utilizada esta metáfora para subrayar las relaciones
de continuidad que se percibían con sucesos ocurridos hacía menos de dos
años.

2. ¿Es un ataque a la II República o la primera batalla antifascista europea?

La «o» de esta pregunta puede interpretarse como disyuntiva o como


alternativa; en el segundo caso la dos opciones pueden ser verdaderas a la vez.
Desde la perspectiva de la Constitución de la II República Española, Octubre de
1934 fue un ataque a esa Constitución, y así lo vieron los miembros de su
Gobierno y otros dirigentes socialistas, como Besteiro. Desde la perspectiva de
los revolucionarios, de los agentes de la «huelga revolucionaria», la fórmula
«batalla antifascista» pudo ser asumida, siempre que la insurrección fuese
entendida como una Guerra Civil (Brenan dijo que Octubre de 1934 fue «la
primera batalla de la Guerra Civil»). Entre los objetivos del Comité
Revolucionario, presidido por Largo Caballero, podía figurar el de la preparación
de una batalla contra el fascismo, que creían se les venía encima (no todos: ni
Besteiro, ni Araquistain veían peligro fascista en la España de entonces). En este
caso se trataría de una «guerra defensiva» o, como se dirá después,
«preventiva» (es decir, defensiva ante un ataque aún no realizado, y en este
caso visto como inminente). Esta fórmula, u otras análogas («insurrección
defensiva») fueron compartidas por muchos «huelguistas» como definición y
justificación de sus actos, o como simple pretexto eufemístico para atenuar
responsabilidades en caso de fracaso («a fin de cuentas actuamos en defensa
de la República, aunque nuestros procedimientos no fuesen formalmente
democráticos»). Sin embargo, la definición de Octubre de 1934 como el inicio de
una batalla y, por tanto, de una guerra antifascista, de intención puramente
apotropaica, orientada a defender el orden constitucional, gravemente
amenazado, me parece a todas luces insuficiente y errónea. No da cuenta ni
siquiera de la terminología que utilizaron sus agentes: «Revolución social»,
«Comuna asturiana», &c. Si no todos, un gran sector de sus dirigentes (el
llamado «grupo bolchevique», Largo Caballero, el «Lenin español», Araquistain,
&c.) tenían en la cabeza el modelo del Octubre rojo de hacía poco más de quince
años. Y muchos cronistas e historiadores de Octubre de 1934, que en las
décadas aniversario anteriores a 1978, y todavía en la conmemoración de 1984,
asumían la perspectiva del relato épico, hablando de «la Batalla de
Campomanes» y de «la Batalla de Oviedo». Dicho de otro modo, entendían la
«Huelga revolucionaria» como el principio de una guerra ofensiva contra la II
República, en cuanto república burguesa, que había que desbordar.

483
3. ¿Cuál es el culpable histórico de la Revolución de 1934?

«Culpable histórico» es expresión que parece destinada a evitar la


engorrosa cuestión de la «culpabilidad jurídico penal» propia de una Estado de
Derecho, que apuntaría hacia el Comité Revolucionaria Nacional (la «Huelga
Revolucionaria» estaba concebida para todo España y no sólo para Asturias),
que dio la orden de salida, al parecer transmitida a Asturias por Teodomiro
Menéndez (la organización previa de la huelga revolucionaria armada, por su
escala, podría compararse a la organización previa del 18 de julio de 1936).
«Culpable histórico» equivale entonces a «causante histórico». No habría una
causa aislada, sino un efecto, largamente incubado, de la «correlación de
fuerzas» reajustadas tras las elecciones del año 1933.

4. ¿Por qué se hace ahora la revisión del relato histórico?

Probablemente porque la «izquierda convencional», que ha aceptado,


desde 1978, los principios del Estado de Derecho constituido como una
democracia parlamentaria y monárquica, y con una intensa coloración pacifista
(«¡No a la Guerra!» «¡No a la Violencia!» «¡Diálogo!»), ha de tener una gran
urgencia en reajustar las interpretaciones, explícitas o implícitas, que sus
partidos, sindicatos o corrientes mantenían acerca de Octubre de 1934 (algunas
de ellas de signo claramente leninista, lo que llevaba a una visión épica de la
Revolución de Octubre). Sería del mayor interés analizar comparativamente las
interpretaciones que, desde las izquierdas, en su diversas generaciones y
corrientes, fueron dándose de Octubre de 1934 durante los aniversarios 1944,
1954, 1964, 1974, 1984 y 1994; en particular habría que analizar las
denominaciones concretas de lo que hoy llamamos, con fórmula neutral,
«Octubre 34» (denominaciones tales como «Huelga General Revolucionaria»,
«Revolución Social», «Insurrección», «Batalla antifascista» o «Golpismo
frustrado»).

5. ¿Baja el prestigio de la Revolución y sube el de la República?

Probablemente, al menos desde la perspectiva del Estado de Derecho...

6. ¿Qué se pretendía con la Insurrección?

Objetivos diversos, pero que se creían convergentes, en principio. Muchos


se contentaron con la fórmula negativa: «detener al fascismo». Pero quienes
utilizaron las fórmulas de la Revolución Social y otras similares, pretendieron
mucho más, aún cuando estuvieran de acuerdo en el objetivo inicial, derribar la
República burguesa, porque buscaban instalar una República de signo soviético

484
unos, de signo anarcosindicalista otros, o de signo socialdemócrata fuerte unos
terceros.

7. ¿Qué consiguió?

Redefinir las posiciones en conflicto y mostrar que estas posiciones no eran


meramente especulativas: se midieron mutuamente las fuerzas y se
radicalizaron.

8. ¿La represión fue proporcionada?

El término «represión» suele cubrir dos frentes muy distintos: el de la


represión legal o penal («¿Habrá indultos?», preguntaron, todavía en octubre,
los periodistas al ministro de la Gobernación, señor Vaquero; «Habrá justicia»,
responde el gobernante radical) y el de la represión ilegal o alegal («En la
madrugada del 25 de Octubre fueron sacados de la Cárcel de Sama de Langreo
dieciséis detenidos, cuyos cadáveres fueron encontrados algo después
enterrados en una carbonera entre Tuilla y Carbayín»). Si hubo desproporción
en la represión penal (la cuestión de los indultos) fue por su clara inclinación
hacia la clemencia que podría esperarse en un Estado de Derecho que incluía la
pena de muerte (¿cuántos dirigentes revolucionarios fueron fusilados tras el
proceso legal?).

9. ¿Los combates fueron un banco de pruebas para la guerra civil?

No creo que pueda considerarse como un banco de pruebas, lo que no


quiere decir que algunos revolucionarios o algunos generales que intervinieron
en Octubre de 1934 pudieran sacar alguna experiencia del octubre asturiano.
Pero los planteamientos de la guerra civil fueron, al menos desde el punto de
vista militar, muy diferentes.

10. ¿En qué lado cree que habría estado usted de encontrarse en ese
momento histórico?

Para responder a esta interesante pregunta tendría que comenzar por poner
entre paréntesis todo lo que yo pueda saber sobre las consecuencias, directas o
indirectas, de ese momento histórico a lo largo de los setenta años posteriores
(incluyendo la caída de la Unión Soviética). Haría trampa si me situase en aquel
momento histórico con todos esos saberes relativos a su posterioridad. Pero si
pongo entre paréntesis estos saberes, ya no podré decir que era yo, un niño de
diez años entonces, «quien me encontraba en aquel momento».

485
La viscosa ideología pacifista
de la farándula socialdemócrata
Gustavo Bueno

Un análisis de las reacciones españolas ante la reelección de Bush


como presidente de los Estados Unidos de América (del Norte)

Farándula y socialdemocracia no son lo mismo. Por de pronto, la farándula


es mucho más antigua: tiene que ver con una danza de la Provenza y con unos
farsantes (creadores de farsas, cómicos de la legua) vagabundos (que algunos
filólogos alemanes, «barriendo para casa», asociaron al verbo fahren, viajar). La
farándula estaba emparentada con el mester de juglaría, y representó ese
espíritu libertario, bullangero, teatral, desenfadado, humanista, utópico, pacifista,
crítico del sistema económico y político, en el cual, sin embargo, los de la
farándula vivían, y al que servían.

La socialdemocracia, que apareció siglos después (como un cuarto género


de izquierda), mantuvo un cierto espíritu libertario, muy moderado y conciliador,
y siempre relativo, incluso frente a la severa disciplina de los partidos marxistas
anarquistas, que consideraban a sus posiciones conciliadoras y gradualistas
como una traición –el «renegado Kautsky»–, como una vuelta al capitalismo.
Aunque la verdad es que también los socialdemócratas, a quienes la
ambigüedad era esencial, porque ella corría como un hilo rojo, tanto en su
génesis como en su estructura, hicieron lo que pudieron. Por ejemplo, al final de
la PGM, cuando el SPD llegó al poder (Ebert, jefe del gobierno; Noske, ministro
de la guerra), fueron fusilados Rosa de Luxemburgo y Liebknecht, los
«espartaquistas»; o, por ejemplo, en la Segunda República española, el PSOE
(obviamente, su ala izquierda, aunque Besteiro, conocido como «marxista de
cátedra», como nos recuerda el diario Informaciones del martes 30 de abril de
1935, en su discurso de toma de posesión como miembro de la Academia de
Ciencias Morales y Políticas, a los pocos meses de la Revolución del 34, no se
atrevió a «condenar la salvajada de octubre») llevó la iniciativa de la sangrienta
revolución de octubre de 1934 contra la «República burguesa». Después de la
SGM la socialdemocracia española, una vez que se sintió amparada por la OTAN
(«¡De entrada, No!») y por el estado de bienestar en creciente, se hizo más
pacifista, pactista, liberal en las costumbres laicas, y aún «libertaria» (en palabras
del Zapatero incipiente). Sin dejar de hacer lo que pudo en Kosovo y antes aún
en otros lugares más próximos a la memoria histórica (el GAL, por ejemplo).

486
Lo cierto es que, a lo largo del siglo XX, la mayor parte de la farándula
europea (Cabaret, Brecht, La Barraca, &c.) se había ido polarizando hacia la
izquierda, en sus versiones divagantes o extravagantes. En España, ya en la
Guerra Civil, comenzó a presentarse bajo el rótulo «Intelectuales y Artistas».
Siguió actuando la farándula contra el franquismo («Libre como el viento») y, en
los años últimos, fueron incorporándose a ella algunas corrientes afines (entre
los «intelectuales»: periodistas, profesores de derecho internacional o de historia
contemporánea, algún que otro diplomático, clérigos anticlericales,
presentadores de televisión, tertulianos, &c.; entre los «artistas»: músicos,
directores de cine, cantantes, residuos de la movida madrileña, actores,
diseñadores, &c.).

Sus actuaciones públicas, como trujamanes de la «conciencia del pueblo»,


consistieron al principio en poner sus nombres entre los cientos y cientos de
firmas que suscribían los manifiestos de protesta contra el Gobierno. Muerto
Franco, ya no necesitaban firmar manifiestos, porque disponían de las páginas
centrales de los periódicos de mayor tirada, de emisoras de radio, de pantallas
de televisión. Representaban el Progreso, la Cultura, la Vanguardia de la
Humanidad, el 0,7%, el Pueblo, la Izquierda; decían representar hasta a la misma
Madre Naturaleza («¡No a las centrales nucleares!», «¡No al trasvase del Ebro!»).

Había muchos motivos y ocasiones, una vez desmantelados los Partidos


comunistas, para que se produjera la confluencia entre la farándula ampliada y
la socialdemocracia rampante. La ocasión más reciente, en la que la influencia
común llegó a tomar la calle, tuvo lugar en la primavera de 2003, con motivo de
la guerra del Irak (la farándula había quedado paralizada tras el atentado del 11S
y la inmediata guerra de Afganistán).

Pero las cosas habían cambiado. Desde Europa el 11S quedaba cada vez
más lejos, y cada vez más cerca el petróleo de Irak y la necesidad sentida por
Francia y Alemania por controlarlo, al margen de Estados Unidos. España había
decidido comprometerse con los Estados Unidos en el mantenimiento del orden
internacional establecido; esperaba, no sin fundamento, que si se
comprometieran también otros Estados europeos, el control del Irak –de su
petróleo– y del terrorismo islámico podría conseguirse plenamente.

Pero la socialdemocracia española vio con claridad que si esto ocurría podía
ya despedirse del gobierno. Optó por unirse a Francia y Alemania y salió a las
calles, teniendo como altavoces a los intelectuales y a los artistas, a la farándula
en general, de cuyas filas salían los lectores de los comunicados en las
manifestaciones. La farándula había heredado las funciones que los frailes del
Antiguo Régimen, incluso en la época del Padre Cádiz, asumieron: predicaba la
Paz, la Humanidad, a través de la necesaria caída de Aznar y de Bush.

487
Todo encajaba: la España progresista podía golpear con fuerza a Aznar y a
Bush porque tenía con ella a «Europa» (a Francia y Alemania: como si Inglaterra,
Italia, Polonia, &c., no fuesen Europa). Incluso creía también firmemente que el
pueblo americano estaba amordazado por los republicanos: suponía que el
pueblo que alentaba la democracia americana era evidentemente el pueblo
representado por el Partido Demócrata, como su propio nombre lo indicaba. Se
trataba, por tanto, de derribar a Bush para que el pueblo americano, secuestrado
por él, pudiera volver de nuevo a tomar las riendas de su destino oculto.

Es cierto que no quedaba siempre claro si el enfrentamiento había que


dirigirlo contra Bush o contra el pueblo americano, o a éste a través de aquél. A
Zapatero, por ejemplo, como signo de enemistad hacia Bush, no se le ocurrió
otra cosa sino sentarse cuando, en el desfile de la Castellana del 12 de octubre
de 2003, pasaba la bandera norteamericana. ¿No se había dado cuenta el
entonces aspirante a presidente, que la bandera no representaba al Partido
Republicano sino al Pueblo norteamericano? Se diera cuenta o no, su gesto era
el propio de la ambigüedad constitutiva de la socialdemocracia.

Y llega el año 2004, año de elecciones parlamentarias en España y de


elecciones presidenciales en Estados Unidos. La farándula, en confluencia con
los socialdemócratas, ven la ocasión de sacar rendimiento a las movilizaciones
por la Paz, contra Aznar y Bush, del año anterior. Quienes se manifiestan por la
Paz se supone que se manifiestan también contra Aznar, «que había llevado a
España a la guerra del Irak». La campaña electoral del PSOE encuentra en la
oposición a la guerra del Irak, y en la oposición a Bush, la principal arma para
golpear al gobierno del PP (a Aznar, y a otros dirigentes, la farándula y muchos
socialdemócratas les llaman «asesinos», incluso en el Parlamento).

Y en esto ocurre, como un efecto dignamente ilustrativo de la armonía


preestablecida, tan querida por el pacifismo de todos los tiempos, la masacre del
11 de marzo del 2004. «Terrible, pero es nuestra ocasión, siempre que no sea
ETA la responsable.»

La masacre del 11M servirá para derribar al gobierno del PP si los autores
han sido los musulmanes. Si hubiera sido ETA la masacre favorecería al
gobierno de Aznar. Hay que descubrir, por tanto, las pruebas, no buscando en la
dirección de ETA, sino en la dirección del terrorismo islámico, fuera marroquí,
fuera argelino, fuera iraquí: lo importante es que hubiera tenido algún contacto
con Al Qaeda, con el Irak.

Y resultó que los terroristas habían sido musulmanes. Luego ya se tenían


los motivos, los planes y se conocían los ejecutores. ¿Que ETA les facilitó la

488
infraestructura, los planos, &c.? ¡Qué mas daba! Los autores responsables eran
ellos.

Y cuando los socialdemócratas ya estuvieron seguros o casi seguros de que


esto había sido así, los intelectuales y artistas, la farándula, junto con los
dirigentes socialdemócratas, en lugar de preocuparse por las víctimas y dejar
para después de los funerales la cuestión de su autoría, lanzaron con toda
energía y prontitud la campaña del 12 y 13 de marzo, al grito de «¡Queremos
saber!».

Lo que querían saber, con una urgencia investigadora incomprensible (fuera


de este contexto), con una urgencia impuesta por las dos fechas, 12 y 13 de
marzo, que separaban del 14, día de las elecciones, era que los autores de la
matanza fueron los musulmanes. Y al gritar «¡Queremos saber!» estaban
diciendo implícitamente: «Lo que el gobierno está ocultando», lo cual era
completamente gratuito, porque el gobierno no ocultaba lo que ignoraba, y esto
aunque le pudiese interesar la autoría de ETA. ¿Por qué querían saberlo? ¿Por
qué no reprimían este imperioso deseo de saber para después de atender a las
víctimas? Porque de este modo todo el mundo haría responsable a Aznar,
aunque no fuera por vía jurídica, de la masacre; todo el mundo (es decir, todos
los electores necesarios) pensaría que Aznar era el responsable de la masacre,
por haber llevado las tropas españolas «a combatir contra el Islam en el Irak», y
que por ello quería ocultarlo. Pero, dice la farándula desde su sabiduría, contra
el Islam no se combate, aunque el Islam se haga terrorista; con el Islam se
dialoga... No hacía falta siquiera explicar este silogismo, todo el mundo lo intuía.

La farándula, aparte de la socialdemocracia, naturalmente, pudo gozar por


fin de la victoria de Zapatero. Almodóvar, Bardem, Banderas, &c., celebraron
esta victoria a la vez que asumieron la representación de las víctimas y del
género humano en tantos funerales.

«La derecha» había caído por fin en España. Muy pronto caería también la
«derecha republicana» en Estados Unidos. También allí el pueblo tenía que
obtener la victoria, a través de Kerry, el demócrata, en las elecciones del otoño.
También los norteamericanos «querían saber» (lo que ya sabían): que no se
habían encontrado armas de destrucción masiva, olvidando que ninguno lo sabía
cuando comenzó la guerra del Irak. Bush, hombre basto, casi analfabeto,
reaccionario, estúpido... –daba por supuesto la farándula– debía caer ante la
justicia popular, expresada en las urnas democráticas, como antes había caído
Aznar, tras la masacre.

Tan fuerte era la evidencia de la socialdemocracia española en la victoria


del partido demócrata norteamericano, que Zapatero, recién elegido Jefe del

489
Gobierno, retiró la invitación que se había hecho a una representación del
ejército norteamericano en el desfile de la Castellana del 12 de octubre de 2004.
Con este desaire a Bush, a Norteamérica, Zapatero reafirmaba, aunque sin salir
de la ambigüedad, su «europeísmo», es decir, su alineamiento con Francia y
Alemania.

Llega el otoño: elecciones en USA, duelo Bush-Kerry. Jamás habían


interesado tanto en España estas elecciones. Todas las cadenas de televisión
envían corresponsales especiales; durante días enteros se nos informa, minuto
a minuto, de los incidentes electorales; la expectación crece. La mayoría de los
intelectuales y artistas, españoles y norteamericanos (ahora sobre todo en la
sección de asesores, tertulianos o periodistas), confía plenamente en la caída de
Bush y en el triunfo de la Democracia (suponían, por tanto, que Bush no era
demócrata). «Se han inscrito varios millones más de electores»: la noticia se
comenta de inmediato en las pantallas. Los nuevos electores, probablemente
gente joven y progresista, darán el triunfo a Kerry.

¿Por qué interesó tanto en España el seguimiento de las elecciones


norteamericanas? ¿Por interés hacia Bush o hacia Kerry? ¿Acaso veían en ellos
equivalencias simbólicas, o bien del capitalismo tejano depredador, o bien del
talante demócrata más moderado? No se tenía en cuenta que Kerry, como los
socialdemócratas, mantenía su ambigüedad más intensamente aún que sus
homólogos europeos: también él formaba parte del gran capitalismo
norteamericano; era millonario, al menos consorte; se confesaba católico, pero
sin obedecer al Papa en cuestiones graves, que hubieran servido como materia
de excomunión en otra época: se había divorciado de su mujer y casado con la
millonaria de la salsa de tomate azucarada; había manifestado su apoyo a los
matrimonios de homosexuales, todo lo cual puede estar muy bien, pero no para
un católico. Más ambigüedades: la farándula le tiene por pacifista, pero había
apoyado la guerra del Afganistán y la del Irak. La farándula le tiene por
antimilitarista, pero en plena campaña se disfraza de soldado con una escopeta
en la mano, y prodiga saludos militares, con la mano en la sien, aún cuando va
vestido de civil.

La farándula americana da ciento y raya a la española, al menos en números


absolutos, como es lógico, en su «apoyo profesional» a la democracia de Kerry.
Ya en 2002 Michael Moore había escrito un libro de gran circulación, Estúpidos
hombres blancos; pero sobre todo, había «creado» su documental Fahrenheit
9/11, que fue premiado en Francia, en Cannes, naturalmente. Pero también
cantaron otros muchos grupos musicales de la farándula norteamericana, como
REM o Bruce Springsteen, que se habían hecho millonarios a cuenta de la Paz
y de la Libertad años antes; y Oliver Stone, y Woody Allen, y Steve Earle (The
Revolution Starts... Now), &c.

490
¿Acaso interesaba tanto Kerry a la farándula española a causa de la
identificación con sus colegas norteamericanos? No, porque este interés era
común a la farándula española y a la izquierda socialdemócrata.

Más bien parece que si el duelo Bush-Kerry interesaba tanto en España era
porque en él querían ver, tanto la farándula como la socialdemocracia española,
la reproducción ampliada del duelo de meses antes entre Rajoy y Zapatero. La
victoria de Kerry (por la que Zapatero llegó a apostar) significaría la confirmación
de que no solamente el pueblo norteamericano, sino también el pueblo español,
es decir la izquierda socialdemócrata universal (puesto que también se contaba
con la socialdemocracia europea), estaba contra Bush, es decir, contra la
derecha reaccionaria y conservadora, casi fanática. Confiaban por tanto que la
España renovada tras la masacre del 11M podría volver a reconciliarse con el
pueblo y el gobierno norteamericano.

Pero llega el martes negro. Bush resulta victorioso, por un margen popular
de cuatro millones de votos. La ideología socialdemócrata y la ideología de la
farándula se derrumban.

Y no importa aquí tanto subrayar las consecuencias que ello pudiera tener
en la política real posterior a la reelección de Bush, y al éxito de las medidas
tendentes a acortar el abismo abierto entre España y el gobierno reforzado de
Bush. Puede suponerse que, sin perjuicio de todo lo ocurrido en las elecciones
de Marzo o de Noviembre, lo más probable es que las aguas desbordadas
vuelvan a sus cauces, que todo pueda seguir igual, o incluso mejor.

Lo que sí parece esencial es tratar de analizar, del modo más claro posible,
a partir de las reacciones de los intelectuales y los artistas, la ideología de estos
intelectuales y artistas, de la farándula, y de la socialdemocracia rampante.

Pues ocurre que esta ideología, incluso cuando las aguas van volviendo a
sus cauces, se mantiene como si fuese impermeable a los sucesos ocurridos.
Puede afirmarse que las reacciones de estos intelectuales se orienta a digerir
estos sucesos, pero de modo tal que la textura de su ideología permanezca
invariante.

Y así, cuando la nube de intelectuales socialdemócratas (porque ahora –y


esta observación no deja de tener gran interés– los artistas de la farándula
parece que se han ido con la música a otra parte), es decir, asesores, tertulianos,
diplomáticos, periodistas, comienza el análisis de la cuestión, «¿por qué Kerry
ha fracasado, cuando todos esperábamos su triunfo, como su destino
manifiesto?», procede de modos parecidos a los siguientes:

491
Ante todo, y esto es muy importante, los «intelectuales» evitan en lo posible
reconocer la equivocación de sus pronósticos. Un tal reconocimiento equivaldría
a un rasgón escandaloso en el tejido de la ideología pacifista, democrática y
humanista, del «destino manifiesto» del «género humano», con la que se cubre
tanto a España como a Estados Unidos y a Europa.

Olvidando, en lo posible, lo que se había dicho hasta unas horas antes del
escrutinio, los «intelectuales» se entregarán a la tarea de explicar las causas del
fracaso electoral de los demócratas. Pero, por supuesto, estas causas no podrán
buscarse en el terreno político (desde luego, en el terreno de la misma
democracia procedimental), sino en otros terrenos, que los «analistas» creen
político, pero que en realidad es un terreno psicológico, sociológico o religioso.
Allí irán a buscar la explicación del cataclismo; y no por azar, sino porque no
quieren ir a buscarla en el terreno político, sea porque no necesitan explicación
(porque no «quieren saber nada» en este terreno), sea porque la temen. Pero
las explicaciones extrapolíticas (las que se apoyan en el terreno de la psicología,
de la sociología o de la religión) amenazan rasgar ellas mismas el tejido
ideológico de los intelectuales, aunque ellos ni siquiera se den cuenta. Por
ejemplo:

Unos alegarán que la razón del resultado electoral estriba en que los «roles»
(como dicen los intelectuales) o papeles (psicológicos) de Kerry y Bush han
estado cambiados: Kerry es liberal y progresista, pero la imagen que ofrece es
distante, taciturna y elitista; Bush es reaccionario, basto, pero ofrece una imagen
juvenil, próxima, simpática. Por ello «el pueblo norteamericano» votó a Bush y
no a Kerry.

Ahora bien, ¿acaso esta «explicación» no compromete a la misma base de


una democracia? ¿Qué electorado es ese que se deja engañar por el aspecto
simpático de un depredador, o el antipático de un hombre de bien? ¿Es que no
han tenido tiempo los electores para informarse de los proyectos de los
candidatos y de sus antecedentes y consiguientes? ¿Es que han elegido a uno
o a otro según que le supere o no en cinco centímetros de estatura, o que haya
hecho una mueca descuidada ante las cámaras de la televisión? No digo que un
porcentaje importante del pueblo soberano no se conduzca en su elección por
tales criterios. Lo que digo es que si el socialdemócrata que cree en la
democracia acepta este tipo de explicación, resultará ser un consumado
hipócrita o un profundo necio, puesto que él es el primero en no creer en el
«electorado responsable», aunque sea por ficción.

Otros se acuerdan del «voto evangélico». Comentaristas ilustres han


defendido la tesis de que el éxito de Bush se debió al «voto evangélico» de los
electores creyentes, que ven en Bush a un creyente convencido y seguro que

492
confía en Dios (además de confiar en los dólares, que recuerdan, también a
Kerry y a los demócratas, la necesidad de confiar en él: «In God We Trust»).
Pero, ¿no pone también esta explicación en peligro a la ideología democrática
en el momento en que discrimina en el cuerpo electoral un voto evangélico,
acaso de otro coránico? Evangélicos y coránicos, rubios y morenos, hombres y
mujeres, homosexuales y heterosexuales, ¿no debían quedar reabsorbidos,
para los demócratas, en el cuerpo místico electoral? «Ya no somos galos ni
francos, ya no somos borgoñones ni aquitanos: somos todos franceses.» ¿O es
que habría que comenzar neutralizando el voto evangélico, es decir, prohibiendo
ese voto, o haciendo apostatar a los creyentes, para que el cuerpo electoral
norteamericano se purificase y el sufragio pudiera ser absolutamente limpio?

Otros acuden a la supuesta condición de «gran comunicador» de Bush. Él


habla mirando al público y suelta frases solemnes, mientras coloca su mano
derecha sobre el corazón: de este modo «logra entrar en la gente», sobre todo
en la gente rural, poco viajada. Otra vez semejante explicación se mantiene al
margen de la política democrática. En realidad la niega, o la convierte en
demagogia o en populismo. Pues lo que se viene a decir con esto es que el
Pueblo es capaz de entregarse a un charlatán, a un comunicador, capaz de
«entrar en su corazón», como se entregó a Mussolini, o a Hitler, que también
eran grandes comunicadores. Si consigue el voto, como lo consiguió Hitler, este
voto, se dirá, es democrático sólo en la superficie, pero no lo es profundamente.
¿Donde está la línea divisoria? En realidad, este tipo de explicación sólo puede
fundarse en una tautología: sólo hay democracia cuando el electorado vota a un
candidato sabiendo lo que quiere, es decir: el Pueblo debe saber lo que quiere
el candidato («¡queremos saber!»), y el candidato lo que quiere el Pueblo. Para
lo cual el candidato (o el Partido) deberá comenzar por educar al electorado, y
de este modo podrá esperarse la perfecta comunicación entre ambos, entre los
políticos y el pueblo.

Esto es lo que están haciendo, con encantadora ingenuidad, los políticos en


estas semanas en Europa, cara al referéndum sobre su Constitución. Los
organizadores, reunidos en Roma estos días, declaran su gran temor de que los
ciudadanos europeos no participen, o de que si participan digan «No». Decía
uno de los ministros más ingenuos, europeísta y socialdemócrata convencido:
«Es precisa una intensa pedagogía previa, orientada a conseguir que el
electorado europeo sepa lo que debe querer, es decir, votar y votar que Sí para
que Europa prospere.» Pero una democracia adulta, ¿acaso no ha de suponer
que el Pueblo ya sabe lo que quiere, y que los diputados y candidatos son sólo
mandatarios suyos, y no pedagogos (o engañadores, o demagogos), que le
condicionan lo que tiene que votar?

493
Más aún, si siguen esta regla, debieran concluir que cuando un candidato
llega al Pueblo, aunque sea poniendo previamente su mano en el corazón, es
porque en realidad la está poniendo en el corazón del electorado, porque logra
engranar con él, con su voluntad.

Es decir, debieran concluir que los que votaron a Bush, y en particular los
menos letrados, sabían perfectamente lo que querían, como sabían lo que
querían los fascistas italianos que empujaron a Mussolini hacia la marcha sobre
Roma, o los nazis alemanes que encumbraron a Hitler. Otra cosa es que,
pasados los años, después de la derrota, rectificaran, aunque sin reconocer su
error, es decir, imputándoselo a aquéllos a los que habían elegido.

No fueron embaucados: los millones de votantes norteamericanos que


votaron a Bush sabían lo que querían, y además lo sabían en términos
políticos.¿Y qué es lo que querían? Querían un Comandante en Jefe que
mantuviese el orden internacional representado por la nación en la que ellos
vivían orgullosos, en el Imperio. Y acaso querían esto precisamente porque no
habían viajado demasiado, y no habían tenido ocasión de internarse en la
nebulosa ideológica de los demócratas precisamente más viajados (y más
viajados a costa, por cierto, de la política real, que no era propiamente pacifista).
Dicho de otro modo: los que votaron a Bush son totalmente responsables, como
lo fueron también quienes auparon a Mussolini o votaron a Hitler (Mussolini o
Hitler ofrecían lo que los italianos y los alemanes querían: otra cosa es que más
adelante, tras la derrota, y solamente por ella, comenzasen a rectificar y llegasen
incluso a colgar a Mussolini cabeza abajo, después de asesinarle, antes de que
este pudiera haberse suicidado, como lo hizo Hitler).

Otros recurrirán al concepto de «voto del miedo»: Bush habría asustado,


durante la campaña, a su pueblo con el terrorismo, y el pueblo le habría elegido
víctima de ese terror. ¿Qué género de electorado sería ese que se deja intimidar,
cuando el miedo no tuviera causa y fuera puramente psicológico? Porque si el
miedo fuese fundado, y no sólo creado por un charlatán, ¿acaso el voto del
miedo no estaría justificado democráticamente? Pues sería precisamente el voto
del miedo de quienes quieren salvar la democracia de atentados que ponen en
peligro su propia existencia, como la pusieron en el 11S. Lo que no sería
justificable en una democracia, sino simple imprudencia, es, confiando en la
celestial armonía preestablecida entre las democracias, y aún entre las
sociedades no democráticas, sería no tener miedo ante un peligro inminente,
hasta el punto de no hacer nada para prevenirlo (incluso mediante una guerra
preventiva).

¿No habrá al menos que contrastar estas explicaciones psicológicas,


sociales o religiosas del fracaso de Kerry, en cuanto ajenas a la inmanencia de

494
las estructuras políticas, con otras explicaciones basadas en la estructura política
misma de Estados Unidos? ¿Y cómo podría una explicación política de las
elecciones últimas orillar el hecho fundamental de que la democracia
estadounidense se encuentra ejercida por una sociedad política que es al mismo
tiempo, y de un modo incontestable, un Imperio, el Imperio por antonomasia de
nuestros días?

Y un Imperio realmente existente: esto lo saben todos los norteamericanos,


los de Nueva York y los del Middle East, lo saben los demócratas y los
republicanos. Pero lo saben de distinto modo. Los demócratas ambiguamente,
porque saben que el Imperio necesita la fuerza militar, y al mismo tiempo no
quieren saberlo porque respiran en la nebulosa ideológica del pacifismo. En
cambio, los republicanos, más bastos, rurales y realistas, como lo son también
los responsables de las grandes empresas y corporaciones industriales o
financieras, no viven flotando en esa nebulosa, ni necesitan ambigüedad, tienen
los pies puestos en la política real del Imperio.

Todos saben, incluso los más iletrados, que los marines norteamericanos
están distribuidos por toda la Tierra. Todos saben, y por supuesto también los
demócratas (la farándula acaso ni siquiera sabe esto: harto tiene con mirarse al
espejo), que su bienestar depende de su condición hegemónica. Están
orgullosos de ella. Pero los republicanos tienen un patriotismo vivo, fundado en
la historia y en su propio poder. Y han sentido el ataque del 11S en el centro
mismo del Imperio como un ataque a su propia existencia. Saben que su poder
se funda en el control sobre los enemigos y en la ayuda de los amigos; entre
otras cosas, y muy principalmente, en el control del petróleo.

Pero este control requiere un ejército, un poder militar, la bomba atómica...


y si las fuentes de aprovisionamiento, las fuentes del petróleo iraquí, por ejemplo,
corren el peligro de ser controladas por los enemigos (por ejemplo por China por
un lado, y por Francia y por Alemania por otro), entonces habrá que defenderlas
militarmente, porque sólo así se defiende el orden internacional real, y no sólo el
jurídico diplomático. La farándula, y muchos políticos socialdemócratas también,
proceden como si no quisieran saberlo, y prefieren pensar en que sus
automóviles, sus autopistas, sus aviones, sus instrumentos musicales, no tienen
nada que ver con el petróleo.

Las dificultades comienzan cuando el Imperio, a través del gobierno en


ejercicio, necesita frenar a los enemigos objetivos (que están a punto de controlar
el petróleo), y encuentran un plausible casus belli, porque al principio hay
consenso sobre el particular (por ejemplo, las «armas de destrucción masiva»);
por tanto, el gobierno cuenta implícitamente con la complicidad de la oposición

495
demócrata. Y entonces se encuentra con un frente cerrado de fiscales, de
abogados y de cantantes que le acusan de falsedad y de engaño.

El núcleo del «Pueblo» no se deja afectar por esta gritería. Él quiere un


Comandante en Jefe seguro, y no un candidato titubeante que se disfraza
malamente de soldado en la campaña electoral. Y por ello, cuanto más canta la
farándula por todas las pantallas pidiendo la Paz y la retirada de las tropas, más
desconfianza produce en el Pueblo soberano.

Lo que hubiera habido que explicar sería por qué la mayoría del pueblo
norteamericanos no hubiera votado a Bush. Pero el pueblo norteamericano votó
a Bush por razones políticas internas a su Imperio. Y estas razones deben ser
apreciadas, aunque no sean las nuestras, para entender, políticamente, lo que
ha ocurrido. Bush ha dicho a los norteamericanos que tras las elecciones, y con
la unión de todos, Norteamérica, el Imperio, no tiene límites. Esto es
precisamente lo que la mayoría del electorado norteamericano quería
saber; esto es lo que los socialdemócratas y la farándula no pueden reconocer,
aún cuando quieren seguir viviendo en su mismo terreno.

Pero ni la ideología de la farándula española, ni la de los intelectuales


socialdemócratas, se moverá por ello. Sigue presionando en ellos la memoria
histórica: «No nos moverán.» Los intelectuales y artistas tienen abierto todo el
campo de la psicología, de la religión, de la libertad, del humanismo, para buscar
y encontrar alimento inagotable para sus viscosas divagaciones. Cuya única
limitación está en la posibilidad de que el suministro de petróleo no esté
asegurado por las compañías capitalistas y por los gobiernos, que las coordinan,
aunque sean republicanos.

La farándula y sus aliados socialdemócratas dará en pensar que son sus


grandes ideas humanistas y pacifistas las que mueven a los pueblos, al Género
Humano, abrumado por sus razones. Por ejemplo, darán en creer que la Marcha
de la Sal, que promovió Gandhi para reivindicar la libertad de su pueblo ante el
Imperio británico depredador, injusto y explotador, logró el triunfo cuando los
Pueblos, la Humanidad, el Género Humano, reconociendo la injusticia y la
grandeza moral de los pacifistas que marchaban tras Gandhi, hizo que el
Imperio, avergonzado, se retirase. ¿Pero acaso fue esta la razón por la que aquel
Imperio se retiró? ¿Acaso en realidad, a quien convenció Gandhi, y la
muchedumbre de sus seguidores, no fue al Género Humano, sino a los enemigos
del Imperio británico, que aprovecharon la ocasión?

Hemos pretendido mostrar que el interés partidista inusitado que la España


de Zapatero, a través de los medios de comunicación, mostró por las elecciones
de Estados Unidos en 2004, no se debe, desde luego, a la mera curiosidad o

496
expectativa de lo que ocurre en un Imperio cuya influencia se extiende a toda la
Tierra; ni tampoco en el interés que España, que se había distanciado
simbólicamente de Bush, podría tener, tras la victoria de Kerry, en una nueva y
cómoda situación para reanudar las relaciones de amistad deterioradas, porque
esta reanudación tendría que producirse de cualquier modo. El interés principal
no habría brotado tampoco del afán de establecer paralelismos, sino de la
necesidad –esta es nuestra hipótesis– de justificar o corroborar la legitimación
de la victoria, inesperada también, que el PSOE obtuvo el 14 de marzo.

Del interés de convencer a los demás, y a sus mismas huestes, que se


habían manifestado por la Paz en el año 2003, contra Bush-Aznar, y que fue la
fuente de la que se nutrió el electorado extra de 2004, de que estaban justificados
mundialmente, puesto que hasta el pueblo norteamericano derrotaba a los
conservadores (al PP).

No se trataba, por tanto, de hacer paralelismos o comparaciones más o


menos forzadas. Se trataba de corroborar la ideología pacifista y
socialdemócrata, de justificar su victoria del 14M con la victoria del 2N, vistas
como el «destino manifiesto del mundo decente».

Y a pesar de todo, de los hechos en contra, la ideología se mantiene


incólume ante el intenso tornado. Artistas, intelectuales y socialdemócratas
demuestran tener en el campo ideológico, más que en real, verdadera memoria
histórica: «No nos moverán.»

497
¿Qué es el idealismo trascendental?
Gustavo Bueno

Coincidiendo con el final del año 2004, en el que se ha conmemorado el bicentenario de la


muerte de Kant, se bosqueja el significado que pudiera atribuirse al idealismo trascendental en
el proceso de la llamada «civilización occidental», sin circunscribirlo a la perspectiva que
considera al idealismo como un episodio importante de la Historia de la Filosofía

El significado de la gigantesca obra que Kant, tras muchos años de


esforzado trabajo, designó como Sistema del Idealismo trascendental, puede
medirse no sólo por la revolución que, apoyándose sin duda en movimientos
precursores, ella logró cristalizar en forma de un sistema más o menos
consistente, sino también, y sobre todo, históricamente, por la influencia que este
sistema logró ejercer sobre la posterioridad. Y no ya sólo en su posterioridad
inmediata (el idealismo alemán, el materialismo histórico, a través de Hegel
sobre todo), sino también en las ideologías de nuestro presente, a más de
doscientos años de distancia de su vida.

Kant, mediante el sistema del idealismo trascendental, logró reunir de un


modo nuevo las líneas maestras que venían desplegándose en las concepciones
del mundo antiguas, medievales y modernas. Con Kant comienza
verdaderamente la filosofía contemporánea, y no falta razón a quienes
consideran a Kant como el Aristóteles de la época moderna.

Pero la revolución copernicana que Kant imprimió a la concepción cristiana


del Mundo fue, cuanto a su fondo metafísico, una revolución de 360º, es decir,
una revolución conservadora, una «transformación idéntica». El «espíritu» de
esta revolución es el espíritu de la Utopía, del pacifismo armónico, que confía en
Dios, en la legalidad de la Naturaleza, y aún en el Alma, de algún modo inmortal
(o postulada como tal), para que sirvan, no sólo de consuelo a los hombres, sino
también de guía de sus normas y de garantía de su tranquilidad. La única
condición es que todos cumplan con su deber, con su imperativo categórico. Lo
demás «se nos dará por añadidura».

En nuestra época, muy pocos, entre los más «ilustrados», pueden


representarse hoy esta paz futura colectiva, o esa vida individual tras la muerte,
al modo mitológico (el «estado final», la «isla de los afortunados», o la beatitud
personal de ultratumba, que cada cual podría alcanzar en los Campos Elíseos,
provisto de una lira celestial con la que acompañarse para cantar eternamente

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la gloria de Dios). Pero tampoco se hace ningún esfuerzo para dejar de lado
estas representaciones: sencillamente se mantienen las formas, dejando «fuera
de foco» sus únicos contenidos posibles. Esto parece suficiente.

Y esto es lo que hizo Kant: «legitimar» ante el racionalismo materialista


ilustrado, que se alimentaba de las nuevas ciencias emergentes (la Mecánica, la
Biología, la Antropología), la concepción tradicional espiritualista cristiana, del
Alma, del Mundo y de Dios. La «legitimación» se lleva a cabo interpretando los
resultados de la Crítica de la Razón Pura como orientados, no ya a destruir
(como pretendía el materialismo) la fe tradicional en el Alma inmortal, en el orden
cósmico armónico, o el Dios justo (que el dogmatismo de la metafísica tradicional
pretendía demostrar científicamente), sino a poner coto a las pretensiones del
materialismo, un coto tan firme como se lo ponía el dogmatismo de la metafísica
tradicional.
Kant, una vez presentada su crítica a la metafísica espiritualista tradicional,
y una vez presentada la crítica al materialismo (considerado también como
metafísico), cree haber logrado «levantar una muralla» capaz de defender,
contra el materialismo, la fe en el Alma, en el Mundo y en Dios. Con razón ha
sido considerado Kant como el verdadero fundador, avant la lettre, del
«agnosticismo», pero en un sentido aún más profundo del que dio a este término
su creador, Th. Huxley. Huxley entendió el agnosticismo, ante todo, como
«agnosticismo positivo», es decir, como suspensión del juicio ante la dogmática
positiva revelada de una Iglesia determinada. Pero el «agnosticismo de Kant» se
establece en un terreno más abstracto (compatible con el antignosticismo, con
la crítica a toda revelación, tal como se desarrolla en La Religión dentro de los
límites de la razón pura). Por ello, el agnosticismo de Kant es, si cabe, más
insidioso que el agnosticismo positivo de Huxley. (Una exposición más amplia de
este concepto de agnosticismo en el Diccionario filosófico de Pelayo García
Sierra.)
Del agnosticismo de Kant podría decirse que estaba llamado a suministrar
la cobertura ideológica de las sociedades capitalistas, irracionalistas, pero no
materialistas; de las sociedades tolerantes, pacifistas. También de las
democracias cristianas, y de la Iglesia aggiornata que, una vez pasada la
primera reacción contra Kant, verá en Kant un aliado contra el materialismo.

Reiteramos nuestra afirmación de que no falta razón a quienes consideran


a Kant como el Aristóteles de la época moderna.

Época, la de nuestro presente, en la cual la influencia de Kant resulta ser


más directa –una vez retiradas las mediaciones hegelianas y marxistas– que la
que tuvo en el siglo XIX y XX, sobre todo después de la caída del fascismo y del
socialismo real. Puede decirse que, en general, la ideología de nuestros
científicos (el teoreticismo, por ejemplo) es en gran medida kantiana (aunque no

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porque la «ciencia misma» lo sea). Asimismo podrá decirse que la ideología de
la política democrática de mercado, una vez derrumbada la Unión Soviética,
tiene también en líneas generales la inspiración kantiana. Recordemos, por
ejemplo, la creación de la Sociedad de las Naciones por inspiración del
Presidente Wilson, que era kantiano; recordemos a Rawls y su teoría de la
justicia; recordemos la teoría de la paz perpetua entre las democracias de
Michael Doyle, &c. También la metodología de la Libertad, a través de la Cultura,
asumida por la mayor parte de los estados democráticos, en la época de la
«Globalización», es también kantiana.

De todo lo cual podríamos concluir que una de las tareas principales que el
materialismo filosófico tiene que asumir en este bicentenario de la muerte de
Kant sigue siendo la tarea de demolición del sistema del idealismo trascendental,
si es verdad que este sigue aún vivo entre nosotros. Este es nuestro homenaje
a Kant: reconocerle su vigencia y redefinir al materialismo filosófico como un
sistema que sólo toma su verdadera conciencia de sí mismo por su oposición al
idealismo kantiano.

Este texto constituye el Final de la conferencia de clasusura


de los IX Encuentros de Filosofía en Gijón (julio 2004), publicada
en la revista El Basilisco, nº 35, julio-diciembre 2004, pags. 3-40, bajo el título
«Confrontación de doce tesis características del sistema del idealismo
trascendental con las correspondientes tesis del materialismo filosófico».

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