Cuando hubo confesado el músico su anhelo más secreto, se deslizó el diablo,
carnal y socarrón, y fue a ocupar el taburete del piano. Satán tocó toda la noche para el hombre. Al despertar, oliendo aún a whisky y a resaca, saboreó el pianista con las teclas una facilidad pasmosa y nueva. Todas las noches, cuando acaba el concierto, coloca en una bolsa para el amo las almas de su público.