Sei sulla pagina 1di 453

Indice

Prólogo -Murray Bookchin: hacer la


revolución para rehacer la sociedad
Por qué escribí este libro
Sociedad y Ecología
Jerarquías, Clases y Estados
Puntos de inflexión en la historia
Ideales de libertad
Definiendo el proyecto revolucionario
Desde aquí hasta allá
Bibliografía en castellano de Murray
Bookchin
Murray Bookchin
TRADUCCIÓN Y PRÓLOGO DE Pablo
Abufom Silva

Rehacer la sociedad
Senderos hacia un futuro verde
LOM PALABRA DE LA LENGUA
YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

© LOM Ediciones
Primera edición, 2012
ISBN: 978-956-00-0372-0

Título original: Remaking Society: Pathways to a


Green Future
South End Press, Boston, 1990

Motivo de Portada: Catalina Marchant V.


Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 2688 52 73 • Fax: (56-2) 2696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
PRÓLOGO -Murray Bookchin: hacer la
revolución para rehacer la sociedad

¿Quién podría negar hoy que los problemas


ecológicos constituyen una de las principales
inquietudes de cualquier persona o grupo preocupado
por el futuro de nuestras sociedades? Nos
enfrentamos, más que nunca, a una crisis general del
modelo de desarrollo basado en la explotación de los
llamados recursos naturales y humanos. La amenaza
de una catástrofe energética, climática y en general de
los sistemas ecológicos se ha instalado en el
imaginario colectivo de un modo similar a como lo
hizo en la segunda mitad del siglo XX la posibilidad
de una hecatombe nuclear. Parece estar en el primer
lugar de la agenda histórica la búsqueda de una
solución a la crisis ecológica. La urgencia de esta
búsqueda surge de la inminente destrucción del aire y
los suelos, así como de la posibilidad de que en el
algún momento de nuestro futuro cercano ya no
contemos con los recursos energéticos necesarios
para el modo de vida que hemos desarrollado.
Nuestra misma existencia, y la de otras formas de
vida en el planeta, se ve amenazada por esta
compleja situación.
En este contexto, la obra de Murray Bookchin
(1921-2006)[1], y en particular este libro que
presentamos, ocupa un lugar crucial para la
comprensión de la crisis y sus posibles salidas. En mi
opinión, los principales aportes de Remaking Society
son 1) su manera de concebir los problemas
ecológicos como arraigados en cuestiones sociales,
2) su marco naturalista y dialéctico para pensar lo
social tanto como lo natural, 3) su valoración de la
reflexión teórica como una actividad esencialmente
orientada a la práctica política y, finalmente, 4) su
claro programa estratégico y reconstructivo. El libro
es bastante preciso y presenta sus puntos de vista de
un modo que no requiere mayor despliegue
hermenéutico. En este prólogo quisiera simplemente
señalar los aspectos más destacables del pensamiento
de la ecología social tal como la formuló Bookchin
desde la década de 1960, y en particular aquellos
planteamientos que podrían ser útiles en el Chile del
siglo XXI.
La tesis principal de la ecología social es que para
comprender y enfrentar correctamente los problemas
ecológicos debemos arraigarlos en el dominio de lo
social, es decir, de las distintas formas que tienen y
han tenido las relaciones sociales. Esto significa que
para entender no solamente el cómo, sino también el
por qué de la crisis que enfrentamos, debemos
preguntarnos por el tipo de relaciones entre seres
humanos que se ubican en la base de nuestra relación
con la naturaleza. En primer lugar, este punto de vista
pone en cuestión la tradicional noción de que existe
un abismo, incluso un antagonismo, entre humanidad y
naturaleza, y que por tanto la explicación de la crisis
es simplemente que la humanidad ha decidido, por
alguna oscura razón, explotar la naturaleza para su
propio beneficio. Bookchin fue particularmente
crítico de las corrientes ecológicas antihumanistas
que entendían a la humanidad (en cuanto especie)
como un “cáncer” en el planeta y que no veían
ninguna solución específicamente humana a la crisis
ecológica, aparte de la sumisión al poder cósmico de
una madre tierra a la que había que dejar tranquila.
Al mismo tiempo, esta visión nos obliga a combatir
con la misma fuerza las corrientes reformistas del
ambientalismo, que creen que es posible solucionar
los problemas ecológicos sin reformular
profundamente nuestro modelo de sociedad. Así, en
general, este arraigo de lo ecológico en lo social nos
lleva a tener en cuenta las relaciones de dominación y
explotación que constituyen la base material de la
sobreexplotación de la naturaleza entendida como
mero recurso. Tanto la reducción de la humanidad a
una especie sin distinciones, sin contexto histórico y
cultural que permita entender las divisiones reales
entre distintos grupos y clases sociales, como la
reducción de los problemas ecológicos a cuestiones
técnicas y neutras políticamente, se fundamentan en la
misma despreocupación por el lugar que dichas
relaciones de dominación y explotación ocupan en la
crisis. Esta perspectiva invita a ecologistas y
revolucionarios a expandir y complejizar sus
proyectos, incluyendo unos la dimensión social de la
ecología y los otros la dimensión ecológica de lo
social.
En segundo lugar, Bookchin desarrolló un marco
filosófico que él llamo “naturalismo dialéctico”[2] y
que, tomando la herencia teórica de Aristóteles,
Hegel, Marx y Kropotkin, presenta un enfoque
coherente para responder las preguntas más
complejas que puede enfrentar una filosofía de la
naturaleza. ¿Cuál es el lugar de la humanidad en la
naturaleza? ¿Cómo debemos pensar la relación entre
nuestra naturaleza biológica y nuestra naturaleza
social? ¿Es posible encontrar un fundamento objetivo
para la ética en la evolución natural y social? ¿Es la
naturaleza un reino de necesidad, donde opera un
estricto determinismo por el que somos simplemente
programados genéticamente, y la sociedad un reino de
libertad, donde podemos tomar decisiones y ser
creativos? Finalmente, ¿cuál es el rol de la
humanidad en la evolución natural, si es que tiene
uno? Bookchin creyó haber encontrado una teoría que
permitiera responder todas estas preguntas y de ese
modo poder fundamentar filosóficamente la ecología
social. No es completamente insensato afirmar que si
no son absolutamente ciertas, sus respuestas al menos
elaboran un proyecto teórico muy potente para
explicar de forma coherente todos los factores que
están en juego en las cuestiones ecológicas,
sociopolíticas y éticas. Me interesa mencionar aquí
simplemente dos aspectos de su naturalismo
dialéctico. Por un lado, Bookchin cree que es absurdo
pensar que hay una diferencia cualitativa esencial
entre humanidad y naturaleza. La humanidad es
producto de un largo proceso evolutivo que comienza
con el surgimiento de la vida orgánica y en el que
podemos percibir una tendencia inmanente hacia el
desarrollo de la complejidad y la subjetividad en las
especies que habitan el planeta. La humanidad es la
forma más autoconsciente de la naturaleza, pero sigue
teniendo ella misma un fundamento biológico natural.
Por ello, la sociedad, como fenómeno
específicamente humano, no es una especie de invento
extraterrestre del que debamos renegar, sino que es
una de las formas más elaboradas del despliegue de
las potencialidades evolutivas de la humanidad como
especie. En términos más estrictamente filosóficos,
humanidad y naturaleza existen en un continuo
ontológico en el que las diferenciaciones son
internas, y su desarrollo tiene la forma de la
actualización de potencialidades. No se trata aquí de
una teleología determinista, sino de un despliegue de
las posibilidades históricas de la materia. Que
hayamos llegado a ser lo que somos no estaba
inscrito a fuego en nosotros. A medida que la
naturaleza adquiere mayor subjetividad, adquiere
mayor libertad, y de ese modo la evolución natural
comienza a asumir su propio rumbo, de manera más
que evidente en las elecciones más o menos
racionales tomadas por los seres humanos desde sus
orígenes.
Esta visión naturalista dialéctica nos permite al
mismo tiempo encontrar una base objetiva para la
ética en la evolución natural y social, en otras
palabras, una ética ecológica. Si a partir de lo que
hemos dicho podemos concluir que la humanidad
tiene un rol protagónico en el fomento de una
evolución natural que desarrolle plenamente sus
potencialidades (y las nuestras), los criterios
objetivos para una ética son precisamente el
despliegue y la plenitud de las capacidades de los
individuos y las comunidades. Vista así, una ética
ecológica es una herramienta crítica para reconocer
lo inadecuada e injusta que es la sociedad capitalista
y estatal a la hora no solo de satisfacer las
necesidades básicas de los individuos y sus
comunidades, sino sobre todo de permitir el
desarrollo pleno de lo que podemos llegar a ser
como seres humanos. Tal como vivimos hoy, la
creatividad que nos caracteriza y nuestra capacidad
para comunicarnos significativamente y para tener
una vida buena quedan completamente interrumpidas
por la explotación a la que viven sometidas las
grandes mayorías. A diferencia de una ética de la
obligación, como las que hemos conocido con el
cristianismo y los moralismos kantianos, y que tiene
como consigna “si debemos hacerlo, podemos
hacerlo”, podríamos decir que una ética ecológica
invierte esta consigna y cree que “si podemos
hacerlo, debemos hacerlo”, puesto que nuestra
principal responsabilidad es con el potencial que
tenemos para ser más de lo que somos. Los límites de
esta posibilidad son estrictamente históricos: hemos
demostrado tener la capacidad para modificar nuestra
“naturaleza humana” a lo largo de interminables
experimentos sociales, políticos y culturales, y cada
vez pareciéramos ser más capaces para trascender
los aparentes límites de nuestras naturalezas
biológicas, por ejemplo con los avances de la
nanotecnología y la neurociencia.
En tercer lugar, Bookchin sentía un compromiso
personal con una reflexión teórica muy profunda, que
fuera capaz de sintetizar el desarrollo de las ciencias,
la historia, la antropología, la filosofía y la teoría
política para producir, en conjunto con las tradiciones
ideológicas más fuertes de la antigüedad y la
modernidad, una perspectiva teórica fuertemente
orientada a la práctica concreta de los movimientos
sociales y políticos que pretendían una
transformación radical de la sociedad agobiada por
la explotación capitalista y la dominación política del
Estado. Es así como sus obras recorren la historia
política de nuestras sociedades, desde las primeras
comunidades humanas hasta el monstruo totalitario
del Estado-nación moderno, en sus variantes más o
menos democráticas, más o menos burocráticas. Es
así como recorre el pensamiento filosófico desde
Aristóteles a Hegel, y lo conecta con las reflexiones
críticas de Proudhon, Marx, Bakunin, Kropotkin y la
teoría crítica del siglo XX. Bookchin escribe sus
principales obras en una época en que la
intelectualidad se ha separado trágicamente de los
movimientos sociales y se ha recluido en las
universidades, fomentando más la reproducción de
cánones e ideologías dominantes que la creación de
perspectivas críticas útiles para la transformación
social, y en la que el sentido común es expresado por
una disolvente filosofía así llamada posmoderna que
hace de la pluralidad una excusa para el
individualismo y de la crítica de lo establecido una
excusa para el nihilismo[3]. Por ello, Bookchin
considera de máxima urgencia para los
revolucionarios retomar las profundas reflexiones de
la estudiosa tradición socialista (anarquista y
marxista) y complementarla con el explosivo
crecimiento de investigaciones en todos los ámbitos a
lo largo del siglo XX, para comprender y expresar
con claridad los problemas a los que nos enfrentamos
y las posibles soluciones para ellos. La creación de
una teoría revolucionaria que con inteligencia haga
conexiones entre distintas tradiciones de pensamiento
exige que tengamos un ojo puesto en la coherencia
teórica interna que vuelva nuestra perspectiva
consistente y convincente, y otro puesto en las
estrategias adecuadas para el momento actual. Para
Bookchin, las visiones aparentemente utópicas de los
pensadores de siglos anteriores cobran hoy un valor
inédito: ya no son simples fantasías de un mundo
mejor, sino el imperativo de una transformación
radical en un sentido libertario y ecológico. En este
sentido, es particularmente actual la reivindicación
que hace Bookchin de la tradición histórica del
anarquismo, desde el modo en que Proudhon y
Bakunin le dieron voz a anhelos profundos del
proletariado del siglo XIX hasta la arrojada
experiencia de los anarquistas rusos y españoles en
las revolucionarias primeras cuatro décadas del siglo
XX. Resulta muy interesante que los movimientos
sociales recuperen, aun cuando no lo expliciten, la
antigua tradición libertaria de la democracia directa y
la autogestión[4].
En esta orientación activista y militante de su
pensamiento, Bookchin también consideró
fundamental la constitución de un movimiento
ecológico y libertario complejo, que desplegara su
potencialidad de transformación social en la forma de
instituciones específicamente dedicadas a ese fin.
Fundó el Instituto de Ecología Social en Vermont, una
serie de publicaciones de mayor o menor alcance, y
participó activamente en grupos políticos cuya
militancia respondía tanto a la necesidad de formular
una perspectiva estratégica coherente para el
empoderamiento popular como a la obligación de
hacerse parte de las reivindicaciones específicas de
estudiantes, trabajadores y ciudadanos en general. Un
movimiento ecológico y libertario debía ser capaz de
ofrecer soluciones reales en lo inmediato, al mismo
tiempo que una visión de las conquistas históricas
posibles en el largo plazo para los oprimidos y
explotados.
Finalmente, la ecología social, para Bookchin,
debía presentar un programa reconstructivo de la
sociedad una vez que el movimiento social
revolucionario rompiera con el capitalismo y con el
Estado. Este programa partía de la base de un marco
general donde se extendía el reducido análisis de la
izquierda, concentrado sobre todo en un análisis
económico y de clase, según Bookchin, hacia un
análisis más general de la dominación, en el que la
cuestión del poder y la jerarquía fuera investigada de
forma específica. Para Bookchin esto significaba una
crítica al modelo mecánico de cierto marxismo que
no se despegaba de la matriz base/superestructura
para evaluar, por ejemplo, el problema del Estado o
la cultura ideológica del capitalismo. Pero sobre todo
implicaba poner los problemas actuales en una
perspectiva histórica mucho mayor, que pudiera
encontrar tendencias generales en las que se
explicaba la emergencia de las jerarquías a partir de
las gerontocracias, la emergencia de la explotación
de la naturaleza como recurso natural a partir de la
dominación entre seres humanos, y la emergencia del
Estado a partir del fortalecimiento y sofisticación de
las élites dominantes. Esta visión histórica más
amplia nos permitiría, al mismo tiempo, conectar las
urgencias del presente con los anhelos profundos de
la humanidad en tiempos anteriores, para proyectar
desde nuestra realidad objetiva y subjetiva las
posibilidades de una sociedad radicalmente distinta.
Así, una sociedad ecológica y libertaria debe
pensarse a partir de la transformación de las
relaciones económicas de producción, en particular
de la propiedad comunitaria (no nacional o estatal)
de las riquezas producidas por el trabajo, pero
también a partir de una profunda reformulación del
modo en que se organizan políticamente las
comunidades humanas, rescatando las tradiciones
democráticas y federales que impulsan un orden
político desde abajo y donde la participación efectiva
en los asuntos comunitarios es condición de la
libertad; de una revisión exhaustiva de los
potenciales y los riesgos de la tecnología de modo
que fomenten el equilibrio natural y efectivamente
tengan como fin la satisfacción de necesidades y
deseos humanos generales, y no exclusivamente los
de una élite; y, como ya hemos visto, de una ética
ecológica fundamentada en nuestro potencial para la
libertad, la creatividad, la comunicación y una
sensibilidad con el mundo natural y humano, que
asuma la realidad actual de los conflictos vivientes
de una humanidad dividida, y por lo tanto que no
espere ingenuamente una transformación social
pacífica, pero que se proyecte hacia una humanidad
reconciliada en la que la garantía de la felicidad
dependa de la actividad cotidiana de los individuos
en sus comunidades, y no de una gran batalla contra
poderes que organizan nuestras vidas desde afuera o
desde arriba.
Hoy, cuando no parece tan lejana la idea de un
Estado y un capitalismo “verdes” que intenten
reponerse a la crisis mediante desesperados planes
de rescate y de educación pública que permitan
disminuir el fuerte impacto de la civilización en el
mundo natural, debemos ser capaces de asumir el
desafío de desarrollar una perspectiva radical de los
problemas ecológicos y sociales, así como de
organizar un movimiento social que pueda enfrentarlo
sin caer en los atolladeros de la burocracia estatal ni
en las falsas ilusiones de una humanización del
capitalismo. Rehacer la sociedad en un sentido
libertario y con métodos revolucionarios parece ser
la única forma de solucionar la crisis ecológica y de
desplegar plenamente las potencialidades humanas.
Esto es lo que está en disputa, esta es la tarea del
momento.
***
La traducción de este libro surgió a partir de mi
interés en poner a disposición del público chileno y
latinoamericano las refrescantes ideas de Murray
Bookchin. Mi mayor agradecimiento es para Paulo
Slachevksy y el Comité Editorial de LOM por acoger
este proyecto y comprometerse con su publicación.
La hija de Murray, Debbie Bookchin, fue muy amable
y generosa en todo el proceso inicial de este
proyecto. Agradezco a Sergio Domínguez por
ayudarme con correcciones y reflexiones para que
este libro quedara lo mejor posible. Chuck Morse fue
una gran ayuda para resolver algunos complejos
pasajes del libro. En algunos casos extremos he
puesto entre corchetes los términos cuya difícil
traducción requiere tener en cuenta las palabras en
inglés. Por supuesto, todos los errores son de mi
exclusiva responsabilidad.
PABLO ABUFOM SILVA
Santiago de Chile
Otoño, 2012
[1]Para una reseña biográfica recomiendo al lector
interesado revisar la breve biografía que escribió Janet
Biehl, quien fuera la compañera de Bookchin hasta su
muerte (puede encontrarse en inglés y en castellano en
la página sobre Bookchin en los Anarchist Archives,
http://dwardmac.pitzer.edu/Anarchist_Archives/).
También es interesante el artículo “Ser un
Bookchinista” donde Chuck Morse presenta una
profunda visión sobre su experiencia como estudiante
en el Instituto de Ecología Social y como militante en el
núcleo revolucionario creado por Bookchin
(http://www.negations.net/ser-un-bookchinita/).
[2]The Philosophy of Social Ecology. Montreal: Black
Rose Books, 1995.
[3]La crítica de Bookchin a esta filosofía quedó
magistralmente registrada en su artículo “Historia,
Civilización y Progreso”, publicado en la segunda
edición de The Philosophy of Social Ecology. También
resulta interesante su crítica al individualismo en Social
Anarchism or Lifestyle Anarchism. An Unbridgeable
Chasm (Oakland: AK Press, 2001).
[4]En Chile encontramos evidencia de esto en la
indiscutible presencia de la horizontalidad y la
organización democrática participativa en el movimiento
estudiantil que tanto el 2006 como el 2011 demostró
que las luchas son del conjunto del movimiento y que
sus dirigentes cumplen un rol exclusivamente de
voceros, responsables ante las bases. Igualmente,
durante las movilizaciones del 2011, diversas
experiencias de colegios autogestionados irrumpieron
como muestra de que la íntima conexión entre huelga y
expropiación tiene un análogo en la educación (véase
Colectivo Diatriba/OPECH/Centro Alerta. Trazas de
Utopía. Santiago: Quimantú, 2012). Hoy por hoy, los
estudiantes tienen todavía mucho que enseñar.
Por qué escribí este libro

Desde hace mucho tiempo que tenía pensado escribir


un libro que resumiera con claridad mis ideas acerca
de “rehacer la sociedad” desde un punto de vista
ecológico. Me parecía (y a muchos de mis amigos
también) que existía una necesidad de poner en un
libro de alrededor de doscientas páginas las ideas
que he desarrollado a lo largo de varios libros
extensos; un libro que no fuera demasiado exigente
para lectores inteligentes interesados en la ecología
social.
Sin embargo, lo que finalmente hizo que me
decidiera a escribir este libro fue un incidente más
bien escalofriante. En los primeros días de junio de
1987, tuve el privilegio de ser uno de los oradores en
un Encuentro Nacional de los Verdes estadounidenses
en Amherst, Massachusetts. El evento recibió una
sorprendente cobertura en la prensa nacional, y con
toda razón. Alrededor de dos mil personas de al
menos cuarenta y dos estados llegaron a Amherst para
debatir los problemas prácticos y teóricos del
movimiento Verde en los Estados Unidos. Esta fue la
mayor reunión de radicales e independientes
estadounidenses en muchos años. Mayormente
activistas y anticapitalistas, estos verdes estaban
profundamente involucrados en sus barrios,
comunidades y lugares de trabajo. Reflejaban un
amplio espectro del radicalismo en Estados Unidos y
expresaban sus promesas y problemas, sus esperanzas
y limitaciones.
El encuentro estuvo marcado por más de una
docena de sesiones plenarias de quinientas a mil
personas y por una impresionante cantidad de talleres
sobre asuntos tan exóticos como la ética ecológica y
tan oportunos como el feminismo, el racismo, el
imperialismo y la democracia económica; en efecto,
sobre casi todos los problemas sociales prácticos que
podían ser de interés para el rápidamente creciente
movimiento Verde en Estados Unidos. Hubo
calurosas disputas sobre política electoral versus no-
electoral, independiente versus de coalición,
revolucionaria versus reformista y, en resumen, en
torno a todos los debates que han tenido eco a lo
largo de los años en los principales encuentros de
radicales.
Pero algo nuevo surgió en estos debates. Apareció
una serie de tendencias, más exactamente formas de
pensar, que podrían parecer excepcionalmente
estadounidenses, pero que creo que ya han surgido o
surgirán en los movimientos Verdes, y quizá en los
movimientos radicales en general, fuera de los
Estados Unidos.
Lo que mejor puedo hacer para describir al menos
una de estas tendencias es dar cuenta de un incidente
que me dejó preocupado. Ocurrió en una
conversación después de cenar, cuando la gente se
relajaba en pequeños grupos sobre el amplio césped
de nuestro lugar de encuentro para conversar sobre
los eventos del día. Un joven alto y robusto que venía
de California comenzó a hablar de un modo vago
sobre la necesidad de “obedecer” las “leyes de la
naturaleza”, de “subyugarnos humildemente” (si es
que recuerdo bien sus palabras) “a los mandatos de la
naturaleza”. En un primer momento sus frases
parecían más bien retóricas; luego, su monólogo cada
vez más estridente comenzó a parecerme muy
perturbador.
Su uso de palabras como “obedecer”, “leyes de la
naturaleza”, “subyugar”, y “mandatos” me recordó el
mismísimo lenguaje que he oído de parte de personas
anti-ecológicas que creen que la naturaleza debe
“obedecer” nuestros mandatos y sus “leyes” deben
ser usadas para “subyugar” el mundo natural mismo.
Ya pensara en aquel joven verde de California que
me bombardeaba con su verborrea aparentemente
“ecológica” o en los acólitos modernos de las frías
deidades de la ciencia que creen que el “hombre”
debe controlar implacablemente a la naturaleza para
“su” propio interés, me parecía claro que estas dos
visiones aparentemente opuestas tenían algo básico
en común: compartían el vocabulario de la
dominación y la sujeción. Del mismo modo en que mi
verde de California cree que los seres humanos
deberían ser dominados por la naturaleza, los
acólitos del cientificismo creen que la naturaleza
debería ser dominada por el “hombre”.
Mi verde de California, en efecto, apenas había
invertido esta indeseable relación entre seres
humanos y naturaleza al convertir a las personas en
objetos de dominación, del mismo modo en que sus
oponentes cientificistas (usualmente grandes
industriales, banqueros y empresarios de nuestra
sociedad corporativa moderna) convierten el mundo
de la vida, incluyendo a los seres humanos, en objeto
de dominación. El hecho de que la humanidad y la
naturaleza estuviesen siendo confinadas a un destino
común basado en la dominación por una mentalidad y
una sociedad jerárquica, parecía eludir a mi verde de
California con su mensaje simplista de “rendirse” a
la naturaleza y sus “leyes”.
Profundamente alterado por el hecho de que un
autodenominado Verde pudiera pensar de forma tan
similar a la de sus oponentes ecológicos, decidí
hacerle una pregunta directa: “¿Cuál crees que es la
causa de la actual crisis ecológica?”. Su respuesta fue
muy enfática: “¡Los seres humanos! ¡La gente es
responsable de la crisis ecológica!”.
“¿Quieres decir que personas tales como los
negros, las mujeres y otros oprimidos están causando
desequilibrios ecológicos y no las corporaciones, la
agroindustria, las élites dominantes y el Estado?”, le
pregunté con completo asombro.
“¡Si, la gente!” respondió aún más
apasionadamente. “¡Todo el mundo! Sobrepueblan la
tierra, contaminan el planeta, devoran sus recursos,
son codiciosos. Por eso es que existen las
corporaciones, para darle a la gente las cosas que
quieren”.
Sospecho que nuestra discusión se hubiese vuelto
explosiva si mi verde de California no se hubiese
distraído con un juego de voleibol al que se unió de
un salto.
No pude olvidar esta conversación. De hecho, me
acecha hasta hoy debido a que, según lo que he
aprendido desde entonces, refleja el pensamiento de
muchos ambientalistas, algunos de los cuales se
autodenominarían militantemente “radicales”.
El aspecto más chocante de esta forma de pensar
no es solo que se asemeja bastante a la forma de
pensar que encontramos en el mundo corporativo. Lo
que es más serio es que sirve para desviar nuestra
atención del rol que la sociedad tiene en la
producción de colapsos ecológicos. Si la “gente”
como especie es responsable de los trastornos
ambientales, estos dejan de ser resultado de
trastornos sociales. Se crea una mítica “Humanidad”
–independiente de si estamos hablando de minorías
étnicas oprimidas, mujeres, pueblos del Tercer o del
Primer Mundo– en la que todos son señalados como
cómplices de poderosas élites corporativas en la
producción de trastornos ambientales. De este modo,
las raíces sociales de los problemas ecológicos son
ocultadas astutamente. Se crea un nuevo tipo de
“pecado original” biológico en el que un grupo
indefinido de animales llamado “Humanidad” es
convertido en una fuerza destructiva que amenaza la
supervivencia del mundo viviente.
Reducida a mera especie, los seres humanos ahora
pueden ser tratados como simples fenómenos
zoológicos sujetos a las “leyes biológicas” que
presumiblemente determinan la “lucha por la
existencia” en el mundo natural. Si hay hambruna, por
ejemplo, puede ser explicada mediante nociones
biológicas tan simples como la “escasez de
alimentos”, supuestamente causada por el “exceso de
población”. Si hay guerra, puede ser explicada por
las “tensiones” que provocan la “sobrepoblación” o
la necesidad de “espacio vital”.
De manera similar, podemos desestimar o
justificar el hambre, la miseria o la enfermedad como
“controles naturales” que se le imponen a los seres
humanos para mantener el “equilibrio de la
naturaleza”. Podemos olvidar cómodamente que gran
parte de la pobreza y el hambre que aflige al mundo
tiene su origen en la explotación corporativa de los
seres humanos y la naturaleza –en la agroindustria y
en la opresión social–. Así, los seres humanos son
solamente una especie, como los conejos, las ratas y
otras, que está inexorablemente sujeta a las
inclementes “leyes naturales”.
Si uno ve la condición humana de esta manera, de
tal modo que todas las formas de vida son
“biocéntricamente” intercambiables a pesar de sus
cualidades únicas, también las personas se vuelven
intercambiables con los saltamontes o incluso los
virus –como han sugerido seriamente en un debate los
defensores de este punto de vista– y son igualmente
desechables en la interacción de las denominadas
leyes naturales[1].
El joven californiano que presentó estas
perspectivas solamente expresó las nociones más
crudas que conforman esta ideología en ascenso. Bien
puede haber sido una de esas personas que me he
encontrado recientemente en los Estados Unidos que
creen que a los niños africanos –presumiblemente
como a otros “animales”– se los debiese dejar morir
de hambre porque están “sobrepoblando” el
continente y agobiando la “capacidad de carga” de
sus respectivos países. O, lo que es igualmente
insano, que la epidemia del SIDA debiese ser
bienvenida como un medio de reducir la población
“excesiva”. O más chovinistamente, que a los
“inmigrantes” latinoamericanos que llegan a los
Estados Unidos (a menudo indígenas cuyos ancestros
llegaron a las Américas hace miles de años) se les
debiese prohibir la entrada porque amenazan
“nuestros” recursos.
Cuando se lo presenta de un modo tan crudo y
racista, con el uso de palabras como “nuestros” para
designar unos Estados Unidos cuyos recursos están en
manos de un puñado de megacorporaciones, este
punto de vista es probablemente repugnante para la
mayoría de los estadounidenses. Sin embargo, en
cuanto respuesta ingenua, puramente zoológica a
cuestiones sociales altamente complejas, esta
perspectiva tiende a ganar cada vez más seguidores,
particularmente entre los tipos más machistas,
autoritarios y reaccionarios que siempre han usado la
“naturaleza” y las “leyes naturales” como sustitutos
de un estudio de las problemáticas y preocupaciones
sociales reales.
La tentación de igualar a los seres humanos que
viven en sociedades complejas, altamente
institucionalizadas y amargamente divididas, con
animales comunes y corrientes encuentra su voz en
argumentos aparentemente sofisticados que
usualmente se presentan bajo el disfraz de filosofías
ecológicas “radicales”. El resurgimiento de un nuevo
maltusianismo que sostiene que las tasas de
crecimiento de la población tienden a exceder las
tasas de crecimiento de la producción de alimento es
la más siniestra de las creaciones ideológicas.
El mito de que los aumentos de población en
lugares como Sudán, por ejemplo, resultan en
hambruna (y no el hecho notable de que los sudaneses
podrían alimentarse fácilmente si no fueran forzados
por el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional, controlados por Estados Unidos, a
plantar algodón en vez de grano) representa
típicamente la clase de argumentos que está ganando
popularidad entre muchos ambientalistas. A la
“naturaleza”, nos señalan arrogantemente algunos
euroamericanos privilegiados que se presentan como
teóricos de la “ley natural”, “se le debe permitir que
siga su curso” –como si las ganancias de las
corporaciones, los bancos y la agroindustria no
tuvieran nada que ver con el “curso” de la naturaleza.
Lo que hace que este nuevo “biocentrismo”, con su
imagen antihumanista de los seres humanos como
intercambiables con roedores u hormigas, sea tan
insidioso es que ahora forma la premisa de un
movimiento en ascenso llamado “ecología
profunda”[2]. La “ecología profunda” fue engendrada
por gente acomodada, criada con una dieta espiritual
de cultos orientales mezclada con fantasías de
Hollywood y Disneylandia. La mente estadounidense
es ya lo suficientemente amorfa sin la carga de mitos
“biocéntricos” provenientes de una creencia budista y
taoísta en una “unidad” tan cósmica que los seres
humanos con toda su peculiaridad son disueltos en
una forma de “igualdad biocéntrica”
omnicomprensiva. Reducidos a una mera forma de
vida entre muchas, los pobres y empobrecidos o se
vuelven blanco de una completa exterminación si son
socialmente desechables, o se vuelven objetos de
brutal explotación si es que pueden ser usados para
hacer más grande el mundo corporativo. En
consecuencia, términos como “unidad” y “democracia
biocéntrica” van de la mano con una piadosa fórmula
para la opresión humana, la miseria e incluso el
exterminio.
Finalmente, el pensamiento ecológico no se
enriquece con una mezcla irreflexiva de religiones tan
dispares como el budismo y el taoísmo con el
cristianismo, menos aún de filósofos como el
pensador judío Spinoza con un apologista del
nazismo como Heidegger. Declarar, como hace Arne
Naess, el pontífice de la “ecología profunda”, que los
“principios básicos del movimiento de la ecología
profunda se hallan en la religión o en la filosofía”, es
llegar a una conclusión notable por su ausencia de
una referencia a la teoría social[3].
En esta mezcla hay suficiente “biocentrismo”,
antihumanismo, misticismo y religión con su ética de
la “ley natural” como para alimentar tendencias
extremadamente reaccionarias y atávicas, pese a
todas las bienintencionadas referencias de la ecología
profunda a la “descentralización” y la “no-jerarquía”.
Esto nos enfrenta a la cuestión de otra tendencia
exótica que se filtra en los movimientos ecologistas.
Me refiero a la paradójica necesidad de una nueva
“espiritualidad” ecológica teísta. Que la palabra
“espiritualidad” pueda a menudo tener el significado
de una sensibilidad decente, incluso saludable con
respecto a la naturaleza y sus sutiles interconexiones,
es una razón muy sustancial para estar alerta ante su
degeneración en una forma de religión natural atávica
y vulgar, poblada por dioses, diosas y eventualmente
una nueva jerarquía de sacerdotes y sacerdotisas.
Desafortunadamente, las versiones místicas del
feminismo, así como el movimiento ecológico en su
conjunto, han demostrado ser demasiado vulnerables
a esta tendencia. El lúcido naturalismo al que la
ecología se ha prestado tan intensamente está en
peligro de ser suplantado por una perspectiva
sobrenatural que es inherentemente ajena a la propia
fecundidad y autocreatividad de la naturaleza.
Podríamos preguntar razonablemente: ¿Por qué el
mundo natural ha de ser poblado con dioses y diosas
de la tierra cuando la evolución natural exhibe un
maravilloso poder para generar tan rica y asombrosa
variedad de seres vivos? ¿No es esto suficiente para
repletar la mente humana de admiración y respeto?
Introducir en el mundo natural formas deificadas
creadas por la imaginación humana en nombre de la
“espiritualidad” ecológica, ¿no es acaso una de las
formas más crudas del “antropocentrismo” (para usar
una palabra para la proyección de lo humano en lo
natural que evoca tanto desprecio en los movimientos
ecológicos)?
Adorar o venerar a cualquier ser, natural o
sobrenatural, será siempre una forma de autosujeción
y servidumbre que, en última instancia, conduce a la
dominación social, ya sea en nombre de la naturaleza,
la sociedad, el género o la religión. Más de una
civilización estuvo atribulada por los acertijos de
“deidades naturales” que eran cínicamente utilizadas
por élites dominantes para darle soporte a la más
rígida, opresiva y deshumanizante de las jerarquías
sociales. El momento en que los seres humanos caen
de rodillas ante cualquier cosa que es “superior” a
ellos, la jerarquía habrá tenido su primer triunfo
sobre la libertad, y las espaldas humanas quedarán
expuestas a todas las cargas que la dominación social
pueda poner sobre ellas.
He señalado algunos de los problemas que surgen
de las tendencias misantrópicas y antihumanas en el
movimiento ecológico no para difamar al movimiento
en su conjunto. Muy por el contrario: al revisar estas
tendencias mi propósito es remover el hongo que se
ha acumulado alrededor del movimiento y dar un
vistazo al prometedor fruto que la ecología puede
producir para el futuro. Escribí este libro para
mostrar, de la forma más clara posible, que la
ecología por sí misma, arraigada con firmeza en la
crítica social y en una visión de la reconstrucción
social, puede darnos los medios para rehacer la
sociedad de un modo que beneficiará a la naturaleza y
a la humanidad.
Sin embargo, no es posible realizar esa crítica y
esa visión mediante un tambaleo irreflexivo que va
desde un extremo que aboga por la completa
“dominación de la naturaleza” por “el hombre” hacia
otro confuso extremo “biocéntrico” o antihumanista
que en esencia reduce la humanidad a un enjambre
parasitario de mosquitos en un mistificado pantano
llamado “Naturaleza”. Debemos alejarnos de la
catapulta ideológica que cada cierto tiempo nos
arroja de moda en moda, de absurdo en absurdo.
Es tentador regresar al radicalismo del pasado,
donde ciertos dogmas asegurados eran socialmente
inspiradores y tenían a su alrededor el aura de una
rebelión romántica. Habiendo sido criado en esa era,
hace medio siglo, es algo que me parece agradable en
términos emocionales, pero muy inadecuado en
términos intelectuales. Hoy solo quedan los
escombros de esa teoría radical tradicional. Mucho
de lo que se presenta como socialismo y comunismo,
opera en realidad como un apoyo crucial de la
sociedad mercantil reinante. Eslóganes arcaicos
como la “nacionalización de la propiedad” y una
“economía planificada” refuerzan la creciente
centralización y racionalización de la economía
corporativa y el Estado. La actitud casi reverencial
de Marx hacia la innovación y el crecimiento de la
tecnología amenaza con expresar los fines más
malignos de una ideología y una burocracia
tecnocráticas. Incluso los fines políticos estratégicos
del radicalismo ortodoxo, con su visión del
proletariado como clase hegemónica, se desvanecen
con la sustitución de los trabajadores industriales por
la automatización. Ningún gran movimiento se reúne
bajo la bandera roja, solo los rebeldes fantasmales
del pasado que perecieron en las fallidas
insurrecciones de una era de antaño y los líderes que
los guiaron hacia un limbo histórico.
De la misma manera, el ambientalismo liberal se
ha convertido en un bálsamo para tranquilizar las
malas consciencias de rapaces industrialistas que se
involucran en un insípido ballet con los lobistas,
abogados y funcionarios ambientalistas. Para este
equipo, la naturaleza es básicamente un conjunto de
recursos naturales. Sus ballets ambientales tienen la
finalidad de tranquilizar conciencias de acuerdo a la
ética del mal menor, no una ética del bien y la virtud
mayores. Típicamente, un inmenso bosque es
“compensado” por un pequeño grupo de árboles, y un
gran humedal por un pequeño santuario silvestre,
supuestamente “mejorado”.
Mientras tanto, el deterioro general del
medioambiente ocurre a un paso disparatado. Ciclos
planetarios básicos, como la proporción de los gases
atmosféricos y los factores que la determinan, son
debilitados, aumentando la cantidad de dióxido de
carbono en el aire. Selvas forestales ecológicamente
frágiles, que han habitado la tierra por sesenta
millones de años o más, y cuyo rol en mantener la
integridad del aire que respiramos es incalculable,
son eliminadas imprudentemente. Contaminantes
químicos como los clorofluorocarbonos amenazan
con adelgazar y abrir agujeros gigantes en la capa de
ozono que protege todas las formas de vida
complejas de la dañina radiación ultravioleta del sol.
Estos son los principales daños que se le infligen al
planeta. No incluyen la dieta diaria de contaminantes
químicos, la lluvia ácida, los perjudiciales aditivos
en los alimentos, y los venenos agrícolas que pueden
estar modificando el espectro completo de
enfermedades que cobran vidas humanas y no-
humanas actualmente.
El control de estas alteraciones potencialmente
desastrosas del equilibrio ecológico de la tierra se ha
derrumbado casi completamente ante los
“compromisos” y “compensaciones” diseñados por
ambientalistas liberales. En efecto, lo que hace que el
enfoque liberal sea tan desesperanzadoramente poco
efectivo es el hecho de que da por sentado el actual
orden social, como el aire que respiramos o el agua
que bebemos. Todos estos “compromisos” y
“compensaciones” se basan en la paralizante creencia
de que la sociedad de mercado, la propiedad privada
y el estado-nación burocrático de hoy no pueden ser
cambiados en ningún sentido fundamental. Así, es el
orden vigente el que determina los términos de
cualquier “compromiso” o “compensación”, del
mismo modo que las reglas y el tablero del ajedrez
determinan de antemano lo que pueden hacer los
jugadores (y no los dictados de la razón y la
moralidad).
“Jugar según las reglas” del juego ambiental
significa que el mundo natural, incluyendo a los
pueblos oprimidos, siempre pierde algo, ficha por
ficha, hasta que al final todo está perdido. Mientras el
ambientalismo liberal se estructure según el statu quo
social, el derecho de propiedad siempre prevalecerá
sobre los derechos públicos y el poder siempre
prevalecerá sobre la falta de poder. Ya sea un
bosque, un humedal o un buen suelo agrícola, el
“constructor” que posea cualquiera de estos
“recursos” es el que usualmente determina los
términos en los que se da toda negociación y en
última instancia el que logra que triunfe el criterio de
la riqueza por sobre las consideraciones ecológicas.
Finalmente, el ambientalismo liberal está afectado
por un coherente rechazo de ver que una sociedad
capitalista basada en la competencia y el crecimiento
por sí mismo debe, finalmente, devorar el mundo
natural, del mismo modo que un cáncer sin
tratamiento debe finalmente devorar a su huésped.
Las intenciones personales, sean buenas o malas,
tienen poco que ver con este proceso imparable. Una
economía que se construye sobre la máxima “Crece o
Muere” debe necesariamente contraponerse al
mundo natural y arruinar la ecología a medida que va
consumiendo la biosfera. No es necesario que el
mundo “socialista” orientado al crecimiento,
burocrático y altamente estratificado no ofrece
ninguna alternativa al fracaso del liberalismo. Los
países totalitarios son igualmente culpables en el
saqueo del planeta. La diferencia más importante
entre ellos y sus contrapartes occidentales es que los
esfuerzos de una “economía planificada” son más
sistemáticos. Cualquier oposición –sea liberal o
radical– es más fácilmente silenciada por las
instituciones de un Estado policial.
Las limitadas opciones que parecen confrontarnos
–notablemente, un insensible “ecologismo” de tipo
misantrópico y un nauseabundo ambientalismo
liberal– requieren que busquemos respuestas en otro
lugar. ¿Es acaso una “ecología profunda” que
mistifica la naturaleza “salvaje” y la vida silvestre la
única respuesta al ambientalismo liberal y su dieta de
fracasos, por más importante que sean las zonas de
naturaleza virgen que aún existen? ¿Estamos
obligados a optar entre el lobby, los “compromisos”
y “compensaciones”, y una mentalidad “biocéntrica”,
antihumanista que tiende a reducir la humanidad a
nada más que una mera especie animal y la mente a
una plaga en el mundo natural? ¿Es el retorno al modo
de vida de la caza y la recolección en el que unos
trozos de piedra son nuestros principales materiales
para intervenir el mundo natural la única respuesta a
una tecnología descontrolada? ¿Y es acaso la
celebración de la irracionalidad, el instinto y la
religiosidad la única respuesta a la lógica de la
ciencia y la ingeniería moderna?
Lo admito, he simplificado las alternativas. Pero
lo he hecho solo para revelar sus lógicas y sus
implicancias. Entre otras cosas, no quiero negar que
incluso el ambientalismo liberal y el valor de una
sensibilidad instintiva cumplan un papel en la
resistencia a una poderosa tecnología que ha sido
puesta al servicio de un crecimiento, una acumulación
y un consumo insensatos. Me opongo a la
construcción de un reactor nuclear, una nueva
carretera, el proyecto de deforestar una ladera, o un
nuevo condominio que amenaza con destruir un
paisaje urbano –todas estas oposiciones representan
importantes actos, pese a sus limitaciones, para
prevenir un mayor deterioro ambiental–. La tierra, la
vida silvestre, la belleza natural del paisaje y la
variedad ecológica a salvo de las excavadoras y los
depredadores que buscan el lucro, son enclaves
importantes de la naturaleza y la estética que deben
ser preservados en cada lugar que sea posible. No
exige mayor sabiduría teórica o ideológica reconocer
que casi toda maravilla y toda belleza, desde un árbol
escultural hasta un mamífero madriguero, tienen su
lugar en el mundo y su función en la biosfera.
No obstante, llevar estos convincentes hechos a un
punto en el que la humanidad es vista o como una
plaga en la naturaleza o como el “señor de la
creación” nos lleva a un resultado bastante siniestro.
Ambos puntos de vista sirven para poner a la
humanidad contra la naturaleza, ya sea como “plaga”
o como “señor”. La humanidad (en la medida en que
esta palabra denota una especie más que unos seres
sociales altamente divididos que viven en agudo
conflicto unos con otros como oprimidos y opresores)
es arrancada de la evolución de la vida y puesta en un
estante como un objeto inanimado. Aislada del mundo
de la vida mediante maldiciones o alabanzas, se la
despacha a un mundo primitivo del pasado distante o
es catapultada a las estrellas, agasajada con trajes
espaciales y armas exóticas. Ninguna de estas
imágenes menciona un hecho tremendamente
significativo: los seres humanos existen en diversas
sociedades, que son profundamente relevantes para
nuestros problemas ecológicos. Como seres sociales,
los humanos han desarrollado formas de relacionarse
mediante instituciones que, más que cualquier otro
factor en particular, determinan la manera en que se
enfrentan al mundo natural.
Planteo que debemos ir más allá de la capa
superficial de ideas creada por el “biocentrismo”, el
“antihumanismo”, el maltusianismo y la “ecología
profunda” en un extremo, y la creencia en el
crecimiento, la competencia, la “superioridad”
humana y el poder social en el otro. Si pretendemos
armonizar la relación de la humanidad con la
naturaleza, debemos observar los factores sociales
que han dado lugar a ambos extremos en sus
diferentes formas y responder las preguntas clave
sobre la condición humana.
Después de todo, ¿qué es la sociedad humana
cuando intentamos mirarla desde una perspectiva
ecológica? ¿Una “maldición”? ¿Una tremenda
“bendición”? ¿Un “dispositivo” para hacer frente a
las necesidades materiales? ¿O, me atrevo a decir, un
producto de la evolución natural así como de la
cultura, que no solo resuelve una amplia variedad de
necesidades humanas, sino que además,
potencialmente al menos, puede ocupar un rol
preponderante en el fomento de la evolución de la
vida en el planeta?
¿Qué factores han producido sociedades humanas
ecológicamente perjudiciales? ¿Y qué factores
podrían producir sociedades humanas ecológicamente
beneficiosas?
Una tecnología bien desarrollada, ¿es
necesariamente antiecológica o puede ser usada para
mejorar la biosfera y los hábitats?
¿Qué lección podemos aprender de la historia que
sea capaz de responder estas preguntas y llevar
nuestro pensamiento más allá de los eslóganes en
autoadhesivos de automóvil que encontramos de igual
forma entre los ambientalistas misantrópicos y
liberales?
En efecto, ¿cómo deberíamos pensar estas
preguntas? ¿Mediante la lógica convencional? ¿La
intuición? ¿La inspiración divina? ¿O quizá mediante
formas de pensar basadas en el desarrollo
denominadas “dialécticas”?
Y finalmente, pero en ningún caso, en último lugar
¿qué tipo de reconstrucción social necesitamos para
armonizar la relación de la humanidad con la
naturaleza, suponiendo, seamos claros, que la
sociedad no puede ser dejada a un lado para que cada
uno corra a reclamar su cumbre en la Sierra Nevada o
las montañas Adirondack? ¿Por cuáles medios
políticos, sociales y económicos podrá alcanzarse
dicha reconstrucción? ¿Y qué principios éticos la
guiarán?
Estas son, en el mejor de los casos, preguntas
preliminares. Hay muchas otras que habrá que tomar
en cuenta antes de que nuestra discusión llegue a su
fin. Dudo que tenga sentido proseguir en este lugar;
tengo una profunda aversión hacia las largas listas de
ideas, declaraciones pensadas a medias, diagramas
de flujo y autoadhesivos de eslóganes que están tan
de moda hoy en día. Cuando mi joven de California
me gritó la frase “seres humanos”, se esforzó por no
pensar y ahora sirve como crudo modelo de
insensatez intelectual para aquellos cuyas mentes han
sido modeladas por Hollywood, Disneylandia y la
televisión.
Por ello, más que nunca, tenemos una desesperada
necesidad de coherencia. No estoy hablando de
dogmas. Me refiero a una verdadera estructura de
ideas que ponga a la filosofía, la antropología, la
historia, la ética, una nueva racionalidad y las
visiones utópicas al servicio de la libertad –libertad,
permítanme agregar, para el desarrollo tanto natural
como humano–. Esta es una estructura que tendremos
que construir en las páginas siguientes, no solo reunir
de forma apurada y desordenada en un simple y
absurdo montón de ideas. El pensamiento inacabado
es tan peligroso como el dogma totalmente terminado.
Ambos promueven una visión nada de creativa sobre
la realidad que puede ser forzada y torcida en
cualquier dirección; de allí vienen las nociones
extremadamente contradictorias que encontramos en
la “ecología profunda”.
Escribí este libro para abordar las preguntas que
he formulado con la esperanza de que podamos crear
el marco coherente al que ya he aludido y desarrollar
una práctica que necesitamos con urgencia. Fue
impulsado por un incidente, por un encuentro con la
vida real, no por reflexiones académicas solitarias y
extravagancias privadas.
Si el movimiento ecológico que ayudé a forjar
hace treinta años busca tener influencia en
Washington o instalar sus tiendas en la montaña, la
pérdida será irreparable. Hoy, el pensamiento
ecológico puede darnos la síntesis de ideas más
importantes que hayamos visto desde la Ilustración,
hace dos siglos. Puede abrir perspectivas para una
práctica que podría cambiar completamente el
paisaje social de nuestra época. La militancia
estilística que los lectores encontrarán en este libro
proviene de un atribulado sentido de urgencia. Es
nuestro deber vital no dejar que una forma de pensar
ecológica y el movimiento que puede producir se
degeneren y recorran los caminos del radicalismo
tradicional hacia los laberintos perdidos de una
historia irrecuperable.
[1]No he hecho esta referencia a los virus sin pensarlo. El
“irrecusable derecho” a existir de los virus patogénicos
ha sido planteado seriamente en el libro de David
Ehrenfeld, The Arrogance of Humanism (Nueva York:
Oxford University Press, 1978), pp. 208-210.
[2]Véase Bill Devall y George Sessions, Deep Ecology
(Salt Lake City: Peregrine Smith Books, 1985), para
una descripción comprensiva de las visiones expresadas
por el movimiento de la “ecología profunda”. Gran
parte del lenguaje usado por los “ecologistas profundos”
–términos como “igualdad biocéntrica”– será
encontrada en esta obra.
[3]Ibid., p. 225.
Sociedad y Ecología

Los problemas que enfrenta mucha gente hoy en día


para “definirse” a sí misma, para saber “quién es” –
problemas que alimentan una gran industria
psicoterapéutica– en ningún caso son problemas
personales. Existen no solo para los individuos
privados; existen para la sociedad moderna en su
conjunto. Socialmente, vivimos en una desesperada
incertidumbre acerca de cómo las personas se
relacionan unas con otras. Sufrimos la alienación y la
confusión sobre nuestras identidades y metas no solo
como personas; toda nuestra sociedad, concebida
como una entidad singular, parece no tener mucha
claridad sobre su propia naturaleza o su sentido de la
orientación. Mientras sociedades anteriores quisieron
propiciar una creencia en las virtudes de la
cooperación y el cuidado, dándole por lo tanto un
significado ético a la vida social, la sociedad
moderna propicia una creencia en las virtudes de la
competencia y el egoísmo, despojando, de ese modo,
a la asociación humana de todo significado –excepto,
quizá, como instrumento para la ganancia y el
consumo irreflexivo.
Tendemos a creer que los hombres y las mujeres
de épocas anteriores eran guiados por creencias y
esperanzas firmes –valores que los definían como
seres humanos y daban sentido a sus vidas sociales–.
Hablamos de la Época Medieval como una “Época
de Fe” o de la Ilustración como una “Época de la
Razón”. Incluso el momento anterior a la Segunda
Guerra Mundial y los años que le siguieron nos
parecen una seductora época de inocencia y
esperanza, pese a la Gran Depresión y a los terribles
conflictos que la marcaron. Como dijo un anciano
personaje en una reciente y sofisticada película de
espionaje: lo que extrañaba de sus años juveniles
durante la Segunda Guerra Mundial era su “claridad”
–un sentido de propósito y un idealismo que guiaba su
conducta.
Hoy, esa “claridad” se ha ido. Ha sido
reemplazada por la ambigüedad. La proliferación de
armas nucleares, el hambre masiva en el Tercer
Mundo y la pobreza en el Primero se burlan de la
certeza de que la tecnología y la ciencia mejorarían la
condición humana. La fervorosa creencia en que la
libertad triunfaría sobre la tiranía es desmentida por
la creciente centralización de los Estados en todo el
mundo y por el debilitamiento de los pueblos por
parte de las burocracias, las fuerzas policiales y las
técnicas sofisticadas de vigilancia –en nuestras
“democracias” no menos que en los países
visiblemente autoritarios–. La esperanza de que
íbamos a formar “un solo mundo”, una vasta
comunidad de grupos étnicos dispares que
compartirían sus recursos para mejorar la vida en
todas partes, ha sido destrozada por una creciente ola
de nacionalismo, racismo, y un insensible chovinismo
que fomenta la indiferencia ante el sufrimiento de
millones.
Creemos que nuestros valores son peores que
aquellos sostenidos por personas de hace tan solo dos
o tres generaciones. La generación actual parece más
centrada en sí misma, privatizada y mezquina en
comparación a las anteriores. Carece de los sistemas
de soporte provistos por la familia extendida, la
comunidad y un compromiso con el apoyo mutuo. El
encuentro del individuo con la sociedad parece
ocurrir a través de frías agencias burocráticas en vez
de personas amables y cálidas.
Esta carencia de identidad y sentido social es aún
más brutal ante los crecientes problemas que nos
confrontan. La guerra es una condición crónica de
nuestro tiempo; la incertidumbre económica, una
presencia generalizada; la solidaridad humana, un
mito evanescente. De los problemas que encontramos,
uno no menor son las pesadillas de un apocalipsis
ecológico –un colapso catastrófico de los sistemas
que sostienen la estabilidad del planeta–. Vivimos
bajo la constante amenaza de que el mundo de la vida
será irrevocablemente socavado por una sociedad
enloquecida en su necesidad de crecer, reemplazando
lo orgánico por lo inorgánico, el suelo por el
cemento, los bosques por la tierra baldía, y la
diversidad de las formas de vida por los ecosistemas
simplificados; en resumen, un retroceso en el reloj
evolutivo a un mundo anterior, más inorgánico,
mineralizado, incapaz de sustentar formas de vida
complejas de cualquier tipo, incluyendo la especie
humana.
La ambigüedad sobre nuestro destino, sentido y
propósito nos enfrenta entonces a una pregunta más
bien alarmante: ¿es la sociedad misma una maldición,
una desgracia para la vida en general? ¿Vivimos
mejor gracias a este nuevo fenómeno llamado
“civilización” que parece estar a punto de destruir el
mundo natural producido a lo largo de millones de
años de evolución orgánica?
Ha surgido toda una literatura que ha recibido la
atención de millones de lectores: una literatura que
promueve un nuevo pesimismo sobre la civilización
como tal. Esta literatura pone a la tecnología en
oposición con la naturaleza presumiblemente
“virgen”; a las ciudades en oposición con el campo;
al campo en oposición con “lo salvaje”; a la ciencia
en oposición con la “reverencia” por la vida; a la
razón en oposición con la “inocencia” de la intuición;
y en efecto, a la humanidad en oposición con toda la
biosfera.
Mostramos signos de estar perdiendo la fe en
nuestras capacidades singularmente humanas, nuestra
capacidad para vivir en paz unos con otros, nuestra
capacidad para preocuparnos por nuestros iguales y
por otras formas de vida. Este pesimismo es
alimentado diariamente por sociobiólogos que ubican
nuestros errores en nuestros genes, por antihumanistas
que desprecian nuestras sensibilidades
“antinaturales” y por “biocentristas” que degradan
nuestras cualidades racionales con la idea de que no
somos diferentes, en nuestro “valor intrínseco”, a las
hormigas. En resumen, presenciamos un asalto
ampliamente difundido en contra de la capacidad de
la razón, la ciencia y la tecnología para mejorar el
mundo para nosotros y para la vida en general.
El tema histórico de que la civilización debe
oponerse inevitablemente a la naturaleza, y de hecho,
que corrompe la naturaleza humana, ha resurgido
entre nosotros desde los días de Rousseau, y
precisamente en un momento en el que nuestra
necesidad de una civilización verdaderamente
humana y ecológica no podría ser mayor si es que
hemos de rescatar nuestro planeta y a nosotros
mismos. La civilización, con sus emblemas de la
razón y la técnica, es percibida cada vez más como
una nueva desgracia. Aun en un nivel más básico, la
sociedad como fenómeno por derecho propio es
cuestionada en la medida en que su rol fundamental
en la formación de la humanidad es visto como
dañinamente “no-natural” e inherentemente
destructivo.
La humanidad, en efecto, está siendo difamada por
los seres humanos mismos, irónicamente, como una
forma de vida maldita que no hace sino destruir el
mundo de la vida y amenazar su integridad. A la
confusión que tenemos acerca de nuestra embrollada
época y nuestras identidades personales, ahora hemos
agregado la confusión que resulta del hecho de que la
condición humana sea vista como una forma de caos
producida por nuestra proclividad hacia la
destrucción caprichosa y por nuestra capacidad para
ejercer esta proclividad aún más efectivamente
debido a que poseemos razón, ciencia y tecnología.
Hay que reconocer que pocos antihumanistas,
“biocentristas” y misántropos que teorizan sobre la
condición humana están preparados para seguir la
lógica de sus premisas hasta un punto tan absurdo. Lo
que es vitalmente importante en esta mezcolanza de
ánimos e ideas inacabadas es que las variadas
formas, instituciones y relaciones que conforman lo
que llamaríamos “sociedad” son mayormente
ignoradas. En vez de eso, de la misma forma en que
usamos palabras vagas como “humanidad” o términos
zoológicos como homo sapiens que ocultan
tremendas diferencias, a menudo amargos
antagonismos, que existen entre personas blancas
privilegiadas y personas de color, hombres y mujeres,
ricos y pobres, opresores y oprimidos; de la misma
forma usamos palabras vagas como “sociedad” y
“civilización”, que ocultan tremendas diferencias
entre sociedades libres, no-jerárquicas, sin clases y
sin Estado, por un lado, y otras que son, en distintos
grados, jerárquicas, de clase, estatistas y autoritarias.
Ocurre, en efecto, que una ecología socialmente
orientada es reemplazada por la zoología. Y los
intereses económicos y sociales en conflicto entre
personas son reemplazados por las “leyes naturales”
transversales basadas en cambios demográficos entre
animales.
El hecho de simplemente oponer “sociedad” a
“naturaleza”, “humanidad” a “biosfera”, y “razón”,
“tecnología” y “ciencia” a formas menos
desarrolladas, a menudo primitivas, de interacción
humana con el mundo natural, evita que examinemos
las complejísimas diferencias y divisiones al interior
de la sociedad que son tan necesarias para definir
nuestros problemas y sus soluciones.
El antiguo Egipto, por ejemplo, tuvo una actitud
significativamente diferente hacia la naturaleza que la
antigua Babilonia. Egipto asumió una actitud
reverencial hacia una serie de deidades naturales
esencialmente animistas, muchas de las cuales eran
físicamente en parte humanas y en parte animales,
mientras que los babilonios crearon un panteón de
deidades políticas muy humanas. Pero Egipto no fue
menos jerárquico que Babilonia en su trato de las
personas y fue igualmente, si no más, opresivo en su
visión de la individualidad humana. Ciertos pueblos
cazadores han sido tan destructivos de la vida
salvaje, a pesar de sus fuertes creencias animistas,
como las culturas urbanas que reclamaron una
predominancia de la razón. Cuando estas diferencias
son simplemente reunidas con una gran variedad de
formas sociales en la palabra “sociedad”, ejercemos
una gran violencia al pensamiento e incluso a la
simple inteligencia. La sociedad per se se convierte
en algo “no-natural”. La “razón”, la “tecnología” y la
“ciencia” se vuelven cosas “destructivas” sin que
importen los factores sociales que condicionan su
uso. Los intentos humanos por alterar el ambiente son
vistos como amenazas, como si nuestra “especie”
pudiera hacer poco o nada por mejorar el planeta
para la vida en general.
Por supuesto, no somos menos animales que otros
mamíferos, pero somos más que manadas pastando en
planicies africanas. El modo en que somos más –a
saber, los tipos de sociedades que formamos y el
modo en que nos dividimos y oponemos en jerarquías
y clases– afecta profundamente nuestra conducta y
nuestros efectos en el mundo natural.
Finalmente, al separar de manera tan radical la
humanidad y la sociedad de la naturaleza o al
reducirlas ingenuamente a entidades meramente
zoológicas, ya no podemos ver cómo la naturaleza
humana deriva de la naturaleza no humana y la
evolución social de la evolución natural. La
humanidad se enajena o aliena no solo de sí misma en
nuestra “época de la alienación”, sino del mundo
natural en el que siempre ha estado arraigada como
una forma de vida compleja y pensante.
En consecuencia, los ambientalistas tanto liberales
como misantrópicos constantemente nos presentan
reproches sobre cómo “nosotros” en cuanto especie
somos responsables por el colapso del medio
ambiente. Uno no tiene que ir a enclaves de místicos
y gurúes en San Francisco para encontrar esta visión
asocial y centrada en la especie sobre los problemas
ecológicos y sus fuentes. Bien podrían hallarse en la
ciudad de Nueva York. No olvidaré fácilmente una
presentación “ambientalista” organizada por el
Museo de Historia Natural de Nueva York en los
setenta en que al público se le exponía a una larga
serie de exhibiciones, cada una con ejemplos de
contaminación y alteraciones ecológicas. La
exhibición se terminaba con la presentación que tenía
un cartel asombroso, “El Animal Más Peligroso de la
Tierra”, y consistía simplemente en un espejo
gigantesco que reflejaba al visitante humano que se
paraba frente a él. Recuerdo claramente a un chico
negro parado frente al espejo mientras un profesor
blanco trataba de explicarle el mensaje que esta
arrogante exposición intentaba expresar. No había
exhibiciones de directorios corporativos planeando
deforestar una montaña o funcionarios del gobierno
actuando en colusión con ellos. La exposición
expresaba principalmente un único mensaje,
básicamente misantrópico: la gente como tal, no una
sociedad rapaz y sus ricos beneficiarios, es
responsable por las perturbaciones ambientales –los
pobres no menos que los que son personalmente
ricos, la gente de color no menos que los blancos
privilegiados, las mujeres no menos que los hombres,
los oprimidos no menos que los opresores–. Una
mítica “especie” humana había reemplazado a las
clases; los individuos reemplazaron a las jerarquías;
los gustos personales (muchos de los cuales están
determinados por unos medios de comunicación
depredadores) reemplazaron a las relaciones
sociales; y los desempoderados que viven vidas
magras y aisladas reemplazaron a las gigantes
corporaciones, a las burocracias que buscan su
propio beneficio y a la violenta parafernalia del
Estado.
La relación de la sociedad con la naturaleza
Dejando a un lado estas escandalosas exhibiciones
“ambientales” que ponen a personas privilegiadas y
desfavorecidas frente al mismo espejo, parece
apropiado en este punto plantear una necesidad muy
relevante: la necesidad de reubicar a la sociedad en
el cuadro ecológico. Más que nunca, debe ponerse un
fuerte énfasis en el hecho de que casi todos los
problemas ecológicos son problemas sociales, no
simple o principalmente resultado de ideologías
religiosas, espirituales o políticas. Que estas
ideologías puedan fomentar una perspectiva
antiecológica en las personas de todos los estratos es
un hecho que apenas requiere ser destacado. Pero en
vez de tomarlas simplemente en un sentido literal, es
crucial que nos preguntemos cómo se desarrollan
estas ideologías.
Con frecuencia, las necesidades económicas
pueden llevar a la gente a actuar en contra de sus
mejores impulsos, incluso contra valores sentidos
naturalmente. Los leñadores que son contratados para
deforestar un bosque maravilloso normalmente no
tienen ningún “odio” por los árboles. Tienen pocas o
ninguna otra opción que cortar árboles del mismo
modo que los trabajadores del matadero tienen pocas
o ninguna otra opción que matar animales domésticos.
Cada comunidad u ocupación tiene su buena cuota de
individuos destructivos o sádicos, por cierto,
incluyendo a ambientalistas misantrópicos que
quisieran que la humanidad fuera exterminada. Pero
para la gran mayoría de las personas, este tipo de
trabajo, que incluye onerosas tareas como la minería,
no son ocupaciones escogidas libremente, sino que
surgen a partir de la necesidad y, sobre todo, son el
resultado de configuraciones sociales sobre las que
las personas comunes y corrientes no tienen control.
Para entender los problemas del presente –los
ecológicos tanto como los económicos y políticos–
debemos examinar sus causas sociales y remediarlos
con métodos sociales. Las ecologías “profundas”,
“espirituales”, antihumanistas y misantrópicas nos
despistan gravemente cuando reenfocan nuestra
atención en síntomas sociales y no en causas sociales.
Si nuestra obligación es observar los cambios en las
relaciones sociales para entender nuestros cambios
ecológicos más significativos, estas ecologías nos
llevan de la sociedad a fuentes “espirituales”,
“culturales” o “tradicionales” que son definidas
vagamente. La Biblia no creó el antinaturalismo
europeo; sirvió para justificar un antinaturalismo que
ya existía en el continente desde épocas paganas, a
pesar de los rasgos animistas de las religiones
precristianas. La influencia antinaturalista del
cristianismo se volvió particularmente fuerte con la
emergencia del capitalismo. La sociedad no solo
debe ser integrada en el cuadro ecológico para
entender por qué la gente tiende a escoger
sensibilidades opuestas –algunas, fuertemente
naturalistas, otras, fuertemente antinaturalistas–, sino
que debemos indagar más profundamente en la
sociedad misma. Debemos buscar la relación de la
sociedad con la naturaleza, las razones por las que
puede destruir el mundo natural, y, alternativamente,
las razones por las que ha podido y todavía puede
mejorar, propiciar y contribuir enriquecedoramente
a la evolución natural.
En la medida en que podemos hablar de
“sociedad” en un sentido abstracto y general –y
recordemos que cada sociedad es tremendamente
única y diferente de otras en la perspectiva más
amplia de la historia– nos vemos obligados a
examinar eso que podemos llamar “socialización”, y
no solamente “sociedad”. La sociedad es una
configuración de relaciones que a menudo damos por
sentado y vemos de forma muy fija. Para muchos hoy
en día parece como si una sociedad de mercado
basada en el intercambio y la competencia hubiese
existido “desde siempre”, aunque tengamos algunas
nociones vagas de que existieron sociedades
premercantiles basadas en el regalo y la cooperación.
La socialización, por otro lado, es un proceso, del
mismo modo en que la vida individual es un proceso.
Históricamente, el proceso de socializar personas
puede ser visto como una suerte de infancia social
que involucra una dolorosa crianza de la humanidad
hacia la madurez social.
Cuando comenzamos a considerar la socialización
más en profundidad, nos enfrentamos a que la
sociedad misma en su forma más primitiva emerge en
gran medida desde la naturaleza. Toda evolución
social, de hecho, es virtualmente una extensión de la
evolución natural hacia un reino distintivamente
humano. Como declaró hace alrededor de dos mil
años Cicerón, el orador y filósofo romano: “… con
nuestras manos creamos una segunda naturaleza
dentro del reino de la Naturaleza”. La observación de
Cicerón, sin duda, es muy incompleta: el primitivo
“reino de la Naturaleza”, presumiblemente intocado,
o “primera naturaleza”, como ha sido llamado, es
reelaborado en su conjunto o en parte en una
“segunda naturaleza” no solo mediante el “uso de
nuestras manos”. El pensamiento, el lenguaje, y
algunos complejos cambios biológicos muy
importantes tienen también un rol crucial y a veces
decisivo en el desarrollo de una “segunda naturaleza”
dentro de la “primera naturaleza”.
Uso el término “reelaborar” deliberadamente para
concentrarme en el hecho de que la “segunda
naturaleza” no es simplemente un fenómeno que se
desarrolla fuera de la “primera naturaleza” –por ello
el valor especial que debe atribuir al uso de Cicerón
de la expresión “dentro del reino de la
Naturaleza…”–. Enfatizar que la “segunda
naturaleza” o, más precisamente, que la sociedad
(para usar este término en el sentido más amplio
posible) emerge desde dentro de la primitiva
“primera naturaleza” implica reestablecer el hecho de
que la vida social siempre tiene una dimensión
naturalista, por más que en nuestro modo de pensar,
sociedad se oponga a naturaleza. La ecología social
expresa claramente el hecho de que la sociedad no es
una “erupción” repentina en el mundo. La vida social
no necesariamente se enfrenta a la naturaleza como un
combatiente en una guerra implacable. La emergencia
de la sociedad es un hecho natural que tiene sus
orígenes en la biología de la socialización humana.
El proceso de socialización humana desde el cual
emerge la sociedad –ya sea en la forma de familias,
bandas, tribus o tipos más complejos de interacción
humana– tiene su fuente en las relaciones parentales,
particularmente en el apego entre la madre y su cría.
La madre biológica, sin duda, puede ser reemplazada
en este proceso por muchos substitutos, incluyendo
los padres, parientes o, en ese caso, todos los
miembros de la comunidad. Es cuando los padres
sociales y los hermanos sociales –es decir, la
comunidad humana que rodea a los jóvenes–
comienzan a participar en un sistema de cuidado,
comúnmente llevado a cabo por los padres
biológicos, que la sociedad comienza a existir
propiamente.
A partir de esto la sociedad avanza más allá de un
grupo meramente reproductivo hacia relaciones
humanas institucionalizadas, y desde una comunidad
animal relativamente amorfa hacia un orden social
claramente estructurado. Pero en el origen mismo de
la sociedad, parece más probable que los seres
humanos hayan sido socializados en una “segunda
naturaleza” por medio de vínculos sanguíneos
profundamente arraigados, específicamente vínculos
maternales. Veremos que con el tiempo las estructuras
o instituciones que marcan el avance de la humanidad
desde una comunidad meramente animal a una
auténtica sociedad comenzaron a sufrir cambios con
un profundo alcance y estos cambios son asuntos de
suprema importancia para la ecología social. Para
bien o para mal, las sociedades se desarrollan en
torno a grupos con estatus, jerarquías, clases y
formaciones estatales. Pero la reproducción y el
cuidado familiar siguen siendo las perdurables bases
biológicas para toda forma de vida social, así como
los factores que originan la socialización de los
jóvenes y la formación de una sociedad. Como
observó Robert Briffault en la primera mitad del
siglo XX, “el único factor conocido que establece
una profunda distinción entre la constitución del
grupo humano más rudimentario y todos los otros
grupos animales [es la] asociación de madres y crías,
que es la única forma de verdadera solidaridad social
entre animales. En toda la clase de los mamíferos hay
un aumento continuo en la duración de esa asociación,
que es la consecuencia de la prolongación del
período de dependencia infantil”[1], una prolongación
que Briffault correlaciona con aumentos en el periodo
de gestación fetal y avances en la inteligencia.
La dimensión biológica que Briffault agrega a lo
que hemos llamado sociedad y socialización no
puede ser subrayada con más énfasis. Tiene una
presencia definitiva, no solo en el origen de la
sociedad a lo largo de épocas enteras de evolución
animal, sino en la recreación diaria de la sociedad en
nuestras vidas cotidianas. La aparición de un recién
nacido y extendido el cuidado que recibe por muchos
años nos recuerda que no es solo un ser humano lo
que se está reproduciendo, sino la sociedad misma.
En comparación con los jóvenes de otras especies,
los niños se desarrollan lentamente y por largos
periodos de tiempo. Al vivir en íntima asociación con
padres, hermanos, grupos de parientes y una
comunidad cada vez más amplia, retienen una
plasticidad mental que contribuye a que existan
individuos creativos y grupos sociales siempre en
formación. Aunque algunos animales no humanos
puedan aproximarse a formas humanas de asociación
de muchas maneras, no crean una “segunda
naturaleza” que encarna una tradición cultural, ni
poseen un lenguaje complejo, potencias conceptuales
elaboradas o la impresionante capacidad para
reestructurar su entorno a partir de propósitos que
surgen de sus propias necesidades.
Un chimpancé, por ejemplo, tiene una vida infantil
de tan solo tres años, y su juventud dura siete. A los
diez años, es plenamente adulto. Los niños y niñas,
por contraste, son considerados infantes por
aproximadamente seis años y jóvenes por catorce. Un
chimpancé, en resumen, crece mental y físicamente en
casi la mitad del tiempo requerido por un ser humano,
y su capacidad para aprender o, al menos para
pensar, ya es estable en comparación con el ser
humano, cuyas capacidades mentales pueden
expandirse por décadas. De la misma forma, las
asociaciones de chimpancés son a menudo
idiosincráticas y bastante limitadas. Las asociaciones
humanas, por su parte, son básicamente estables,
altamente institucionalizadas y están marcadas por un
grado de solidaridad, por un grado de creatividad que
no tiene equivalente en las especies no humanas hasta
donde nosotros sabemos.
Este grado prolongado de plasticidad mental,
dependencia y creatividad social en humanos da lugar
a dos resultados que tienen una importancia decisiva.
Por una parte, las primeras asociaciones humanas
deben haber fomentado una fuerte predisposición a la
interdependencia entre miembros de un grupo –y no
ese “individualismo a ultranza” [rugged
individualism] que vinculamos con la
independencia–. La abrumadora masa de evidencia
antropológica sugiere que la participación, el apoyo
mutuo, la solidaridad y la empatía eran las virtudes
sociales que los primeros grupos humanos enfatizaron
en sus comunidades. La idea de que las personas son
mutuamente dependientes para la buena vida, más
precisamente para la supervivencia, se seguía de la
prolongada dependencia de los jóvenes con respecto
a los adultos. La independencia, para no hablar de la
competencia, hubiese parecido profundamente ajena,
si no bizarra, a una criatura criada por muchos años
en una condición mayormente dependiente. El
cuidado por otros hubiese sido visto como el
resultado perfectamente natural de un ser altamente
aculturado que se hallaba, a su vez, claramente en
necesidad de cuidado extendido. Nuestra versión
moderna del individualismo, más precisamente del
egoísmo, hubiese ido a contracorriente con la
solidaridad y el apoyo mutuo de épocas tempranas –
rasgos, yo agregaría, sin los cuales un animal
físicamente frágil como el ser humano apenas hubiese
podido sobrevivir como adulto, mucho menos como
niño.
Por otra parte, la interdependencia humana debe
haber asumido una forma altamente estructurada. No
hay evidencia de que los seres humanos normalmente
se relacionen mutuamente mediante los sistemas más
bien laxos de vínculos que encontramos en nuestros
parientes primates más cercanos. Que los vínculos
sociales humanos puedan disolverse o des-
institucionalizarse en periodos de cambio radical o
de descomposición cultural es algo demasiado obvio
como para argumentarlo aquí. Pero en condiciones
relativamente estables, la sociedad humana nunca fue
la “horda” que los antropólogos del siglo pasado
presupusieron como la base de una vida social
rudimentaria. Por el contrario, la evidencia de la que
disponemos apunta al hecho de que todos los
humanos, quizá incluso nuestros distantes ancestros
homínidos, vivieron en algún tipo de grupo familiar
estructurado y, posteriormente, en bandas, tribus,
villas y otras formas. En resumen, se vinculaban
(como lo hacen todavía) no solo emocional y
moralmente, sino también estructuralmente en
instituciones planificadas, claramente definibles y
más bien permanentes.
Los animales no humanos pueden conformar
comunidades laxas e incluso tomar posturas
protectoras colectivas para defender a sus jóvenes de
los depredadores. Pero dichas comunidades apenas
pueden ser consideradas estructuradas, excepto en un
sentido amplio, a menudo efímero. Los humanos, por
contraste, crean comunidades altamente formalizadas
que tienden a volverse cada vez más estructuradas a
lo largo del tiempo. En efecto, no solo conforman
comunidades, sino un nuevo fenómeno llamado
sociedades.
Si no distinguimos las comunidades animales de
las sociedades humanas corremos el riesgo de ignorar
los rasgos únicos que distinguen la vida social
humana de las comunidades animales, a saber, la
capacidad de la sociedad de cambiar para mejor o
peor y los factores que producen estos cambios. Al
reducir una sociedad compleja a una mera
comunidad, podemos ignorar fácilmente cómo
difieren unas sociedades de otras a lo largo del curso
de la historia. También podríamos no entender cómo
convirtieron simples diferencias de estatus en
jerarquías establecidas firmemente, o las jerarquías
en clases económicas. De hecho, corremos el riesgo
de no comprender totalmente el sentido mismo de
términos como “jerarquía” como sistemas altamente
organizados de mando y obediencia –en cuanto se
distinguen de diferencias personales, individuales, y
a menudo de corta duración, de estatus que podrían,
en la mayoría de los casos, no involucrar actos de
obligación–. Tendemos, en efecto, a confundir las
creaciones estrictamente institucionales de la
voluntad humana, propósito, intereses en conflicto y
tradiciones, con la vida comunitaria en sus formas
más fijas, como si nos enfrentáramos con rasgos
inherentes, aparentemente inalterables de la sociedad,
más que con estructuras fabricadas que pueden ser
modificadas, mejoradas, empeoradas (o simplemente
abandonadas). El truco de toda élite dominante, desde
el comienzo de la historia hasta los tiempos
modernos, ha sido identificar sus propios sistemas
jerárquicos de dominación socialmente creados con
la vida comunitaria como tal, teniendo como
resultado que las instituciones hechas por el ser
humano adquieren una sanción divina o biológica.
Una sociedad y sus instituciones tienden así a
reificarse en entidades permanentes e incambiables
que adquieren una misteriosa vida propia aparte de la
naturaleza, a saber, productos de una “naturaleza
humana” aparentemente fija que es resultado de la
programación genética en la concepción misma de la
vida. Alternativamente, una sociedad y sus
instituciones pueden ser disueltas en la naturaleza
meramente como otra forma de comunidad animal con
sus “machos alfa”, “guardianes”, “líderes” y formas
de existencia tipo “horda”. Cuando se plantean
asuntos incómodos como la guerra o el conflicto
social, se los adscribe a la actividad de los “genes”
que presumiblemente dan origen a la guerra e incluso
a la “codicia”.
En cualquier caso, sea la noción de una sociedad
abstracta que existe aparte de la naturaleza o una
comunidad natural igualmente abstracta que es
indistinguible de la naturaleza, aparece un dualismo
que separa tajantemente la sociedad de la naturaleza,
o un crudo reduccionismo que disuelve la sociedad
en la naturaleza. Estas nociones aparentemente
contrastadas, pero íntimamente relacionadas, son
tanto más seductoras cuanto más simplistas. Aunque a
menudo sus partidarios las presentan de una forma
más matizada, dichas nociones son fácilmente
reducidas a eslóganes de autoadhesivo que se
congelan en tercos dogmas populares.
Ecología Social
El acercamiento a la sociedad y a la naturaleza que
presenta la ecología social podría parecer más
demandante en términos intelectuales, pero evita las
simplicidades del dualismo y las crudezas del
reduccionismo. La ecología social trata de mostrar
cómo la naturaleza llega lenta y gradualmente hacia
la sociedad, sin ignorar las diferencias entre sociedad
y naturaleza, por una parte, ni la medida en que ambas
se funden mutuamente, por otra. La socialización
cotidiana de los jóvenes por parte de la familia no
está menos arraigada en la biología de lo que el
cuidado cotidiano de los ancianos por parte del
establishment médico está arraigado en los datos
duros de la sociedad. Igualmente, nunca dejamos de
ser mamíferos que todavía tienen pulsiones naturales
primitivas, sino que institucionalizamos estas
pulsiones y su satisfacción en una amplia variedad de
formas sociales. Por ello, lo social y lo natural se
permean mutuamente de forma continua en las
actividades más ordinarias de la vida diaria sin
perder su identidad en un proceso compartido de
interacción, más aún, de interactividad.
Por más obvio que esto parezca con respecto
problemas cotidianos como el cuidado, la ecología
social formula preguntas que tienen una profunda
importancia para las diferentes formas en que la
sociedad y la naturaleza han interactuado en el tiempo
y los problemas que estas interacciones han
producido. ¿Cómo emergió una relación divisiva,
aparentemente combativa entre la humanidad y la
naturaleza? ¿Cuáles fueron las formas e ideologías
institucionales que hicieron posible este conflicto?
Dado el crecimiento de las necesidades y las
tecnologías humanas, ¿fue este conflicto realmente
inevitable? ¿Puede ser superado en el futuro, en una
sociedad orientada ecológicamente? ¿Cómo encaja
una sociedad racional, ecológicamente orientada, en
los procesos de la evolución natural? O aún más
ampliamente, ¿hay alguna razón para creer que la
mente humana –ella misma un producto de la
evolución natural, así como la cultura– representa una
cumbre decisiva en el desarrollo natural, en
particular en el largo desarrollo de la subjetividad
desde la sensibilidad y la autoconservación de las
formas de vida más simples hasta la notable
intelectualidad y autoconsciencia de las formas más
complejas?
Al hacer estas preguntas tan provocativas no estoy
intentando justificar una arrogancia pavoneante con
respecto a las formas de vida no humanas.
Claramente, debemos llevar el carácter único de la
humanidad como especie, marcada por ricos atributos
conceptuales, sociales, imaginativos y constructivos,
hacia la sincronicidad con la fecundidad, la
diversidad y la creatividad de la naturaleza. He
argumentado que esta sincronicidad no será alcanzada
oponiendo naturaleza y sociedad, formas de vida no
humana y formas de vida humana, fecundidad natural
y tecnología o subjetividad natural y mente humana.
En efecto, un importante resultado que emerge de una
discusión sobre la interrelación entre naturaleza y
sociedad es el hecho de que la intelectualidad
humana, aunque única, también tiene una base natural
muy profunda. Nuestros cerebros y sistemas
nerviosos no nacieron repentinamente sin una larga
historia que los antecediera. Eso que apreciamos
como más propio de nuestra humanidad –nuestra
extraordinaria capacidad de pensar en niveles
conceptuales complejos– puede ser rastreado hacia la
red nerviosa de los invertebrados primitivos, los
ganglios de un molusco, la médula espinal de un pez,
el cerebro de un anfibio y la corteza cerebral de un
primate.
Además, en lo más íntimo de nuestros atributos
humanos, no somos menos producto de la evolución
natural que de la evolución social. Como seres
humanos incorporamos en nosotros eones de
diferenciación y elaboración orgánica. Como todas
las formas de complejas vida, no solo somos parte de
la evolución natural; también somos sus herederos y
los productos de la fecundidad natural.
Al intentar mostrar cómo la sociedad crece
lentamente desde la naturaleza, sin embargo, la
ecología social está a su vez obligada a mostrar cómo
la sociedad también experimenta la diferenciación y
elaboración. Al hacer esto, la ecología social debe
examinar aquellas coyunturas de la evolución social
donde ocurrieron divisiones que lentamente llevaron
a la sociedad a oponerse al mundo natural y explicar
cómo esta oposición emergió desde su origen en los
tiempos prehistóricos a nuestra propia época. En
efecto, si la especie humana es una forma de vida que
puede mejorar consciente y enriquecedoramente el
mundo natural, en vez de simplemente dañarlo, es
importante para la ecología social revelar los
factores que han hecho que muchos seres humanos se
conviertan en parásitos del mundo de la vida en vez
de activos compañeros en la evolución orgánica. Este
proyecto debe ser llevado a cabo no de una manera
fortuita, sino con la seria intención de volver
coherentes el desarrollo natural y social, cada uno en
los términos del otro, y de mostrar lo relevantes que
son para nuestra época y para la construcción de una
sociedad ecológica.
Quizá una de las contribuciones más importantes
de la ecología social a la discusión ecológica actual
sea la idea de que los problemas básicos que oponen
sociedad y naturaleza emergen desde dentro del
desarrollo social mismo –no entre la sociedad y la
naturaleza–. Es decir, las divisiones entre sociedad y
naturaleza tienen sus raíces más profundas en las
divisiones al interior del dominio social, a saber,
conflictos firmemente establecidos entre humanos y
humanos que a menudo son oscurecidos por nuestro
amplio uso de la palabra “humanidad”.
Esta visión crucial va a contrapelo con casi todo el
pensamiento ecológico actual e incluso con las
teorías sociales. Una de las nociones más fijas que el
pensamiento ecológico de hoy comparte con el
liberalismo, el marxismo y el conservadurismo es la
creencia histórica en que la “dominación de la
naturaleza” requiere la dominación del humano por el
humano. Esto es patente en la teoría social. Casi
todas nuestras ideologías sociales contemporáneas
han puesto la noción de dominación humana en el
centro de su teorización. Una de nuestras nociones
más ampliamente aceptadas, desde los tiempos
clásicos al presente, es que la liberación humana de
la “dominación del hombre por la naturaleza” supone
la dominación del humano por el humano como
primer medio de producción y el uso de los seres
humanos como instrumentos para el aprovechamiento
del mundo natural. Por ello, para aprovechar el
mundo natural, se ha argumentado por siglos que es
necesario sacar provecho de los seres humanos
también, en forma de esclavos, siervos y
trabajadores.
Que esta noción instrumental invada la ideología
de casi todas las élites dominantes y haya entregado
tanto a los movimientos liberales como
conservadores una justificación para su acomodo al
statu quo no requiere mayor argumentación. El mito
de una naturaleza “mezquina” siempre ha sido
utilizado para justificar la “mezquindad” de los
explotadores en su duro trato a los explotados –y le
ha dado una excusa al oportunismo político de la
causa liberal así como de la conservadora–.
“Trabajar dentro del sistema” siempre ha implicado
una aceptación de la dominación como forma de
“organizar” la vida social y, en el mejor de los casos,
de liberar a los humanos de su presumida dominación
por la naturaleza.
Lo que quizá es menos conocido, sin embargo, es
que Marx también justificó la emergencia de la
sociedad de clases y el Estado como escalones hacia
la dominación de la naturaleza y, presumiblemente, la
liberación de la humanidad. Fue con la fuerza de esta
visión histórica que Marx formuló su concepción
materialista de la historia y su creencia en la
necesidad de una sociedad de clases como escalón en
el camino histórico al comunismo.
Irónicamente, mucho de lo que hoy pasa como
ecología mística, antihumanista, involucra
exactamente el mismo tipo de pensamiento, solo que
en una forma invertida. Como sus oponentes
instrumentales, estos ecologistas también asumen que
la humanidad está dominada por la naturaleza, sea en
la forma de “leyes naturales” o de una inefable
“sabiduría de la tierra” que debe guiar el
comportamiento humano. Pero mientras sus oponentes
instrumentales sostienen la necesidad de alcanzar la
“rendición” de la naturaleza ante una humanidad
activa-agresiva “conquistadora”, los ecologistas
antihumanistas y místicos sostienen que se debe
alcanzar la “rendición” pasiva-receptiva de la
humanidad ante una naturaleza “conquistadora”. Por
más que las dos perspectivas se distingan en sus
palabrerías y piedades, la dominación sigue siendo
la noción subyacente a ambas: el mundo natural es
concebido como un tirano que debe ser controlado u
obedecido.
La ecología social hace saltar dramáticamente esta
trampa al reexaminar todo el concepto de
dominación, tanto en la naturaleza y en la sociedad
como en la forma de “ley natural” y “ley social”. Lo
que normalmente llamamos dominación en la
naturaleza es una proyección humana de sistemas
altamente organizados de mando y obediencia
sociales sobre formas muy idiosincráticas,
individuales y asimétricas de comportamiento, a
menudo ligeramente coercitivas, en comunidades
animales. Dicho de forma sencilla, los animales no se
“dominan” entre ellos del mismo modo en que una
élite humana domina, y a menudo explota, a un grupo
social oprimido. Ni “gobiernan” a través de formas
institucionales de violencia sistemática como lo
hacen las élites sociales. Entre los simios, por
ejemplo, hay muy poca o nada de coerción, sino solo
formas erráticas de comportamiento dominante. Los
gibones y orangutanes son notables por su
comportamiento pacífico hacia los miembros de su
propia especie. Los gorilas son a menudo igualmente
pacíficos, aunque uno puede destacar machos
físicamente más fuertes, maduros y de “estatus alto”
entre otros físicamente débiles, más jóvenes y de
“estatus bajo”. Los “machos alfa” celebrados entre
los chimpancé no ocupan posiciones de “estatus” muy
fijas dentro de lo que son grupos más bien fluidos.
Cualquier “estatus” que alcancen puede deberse a
muchas y diversas causas.
Uno puede saltar alegremente de una especie
animal a otra, sin duda, retrocediendo hacia razones
muy diferentes y asimétricas para buscar individuos
de estatus “alto” versus otros de estatus “bajo”. El
procedimiento se vuelve más bien tonto, sin embargo,
cuando palabras como “estatus” son usadas de
manera tan flexible que se les permite incluir meras
diferencias en el comportamiento y las funciones
grupales, en vez de acciones coercitivas.
Lo mismo ocurre con la palabra “jerarquía”. Tanto
en sus orígenes como en su significado estricto, este
término es altamente social, no zoológico. Siendo un
término griego, inicialmente utilizado para denotar
diferentes niveles de deidades y, luego, de cleros
(característicamente, Hierápolis era una antigua
ciudad frigia en Asia Menor que era el centro de
adoración de la diosa madre), la palabra ha sido
insensatamente expandida para incluir desde
relaciones de colmena a los efectos erosivos del agua
en los que una corriente desgasta y “domina” su lecho
de roca. Las elefantas protectoras son llamadas
“matriarcas” y los simios atentos que exhiben un gran
coraje en la defensa de su comunidad, adquiriendo
apenas unos pocos “privilegios”, son designados a
menudo como “patriarcas”. La ausencia de un sistema
organizado de dominio –tan común en las
comunidades jerárquicas humanas y sujeto a cambios
institucionales radicales, incluyendo revoluciones
populares– es mayormente ignorada.
De nuevo, las diferentes funciones que se supone
que realizan las presumidas jerarquías animales, es
decir, las causas asimétricas que ponen a un
individuo en un estatus de “macho alfa” y a otros en
uno menor, son hechos subestimados, si es que son
percibidos. Uno podría, con el mismo aplomo, poner
a todas las secuoyas altas en un estatus “superior”
sobre otras más pequeñas, o, de forma más molesta,
considerarlas como un “élite” en una “jerarquía”
mezclada del bosque por sobre robles “sumisos”, los
que, para complicar el asunto, son más avanzados en
la escala evolutiva. La tendencia a proyectar
mecánicamente categorías sociales en el mundo
natural es un intento tan absurdo como proyectar
conceptos biológicos en la geología. Los minerales
no se “reproducen” de la forma en que lo hacen las
formas de vida. Las estalagmitas y las estalactitas en
las cavernas ciertamente aumentan su tamaño con el
tiempo. Pero en ningún sentido crecen de una forma
que siquiera remotamente se corresponda con el
crecimiento en los seres vivos. Tomar los parecidos
superficiales, a menudo alcanzados de formas
extrañas, y agruparlos en identidades compartidas, es
como hablar del “metabolismo” de las rocas y la
“moralidad” de los genes.
Esto nos sugiere el problema de los repetidos
intentos de leer rasgos éticos, así como sociales, en
un mundo natural que solo es potencialmente ético en
la medida en que conforma la base para una ética
social objetiva. Sí, la coerción existe en la
naturaleza; lo mismo el dolor y el sufrimiento. Pero
no la crueldad. La intención y la voluntad animal son
demasiado limitadas para producir una ética de bien
y mal o de bondad y crueldad. Es muy limitada la
evidencia de que exista pensamiento inferencial y
conceptual entre animales, excepto en primates,
cetáceos, elefantes y posiblemente otros pocos
mamíferos. Incluso entre los animales más
inteligentes, los límites al pensamiento son inmensos
en comparación con las extraordinarias capacidades
de los seres humanos socializados. Hay que admitir
que hoy somos sustancialmente menos que humanos
en vista de nuestro potencial todavía desconocido
para ser creativos, afectuosos y racionales. Nuestra
sociedad actual sirve para inhibir, y no para realizar,
nuestro potencial humano. Todavía carecemos de la
imaginación que nos permita conocer cuánto pueden
expandirse nuestros mejores rasgos humanos con un
ordenamiento ético, ecológico y racional de los
asuntos humanos.
Por contraste, el mundo no humano conocido
parece haber alcanzado límites bastante fijos en su
capacidad para sobrevivir a los cambios ambientales.
Si la mera adaptación a cambios ambientales es vista
como criterio de éxito evolutivo (como muchos
biólogos creen), entonces los insectos deberían
ponerse en un plano de desarrollo más elevado que
cualquier forma de vida mamífera. Sin embargo, no
serían más capaces de hacer una evaluación
intelectual elevada de sí mismos de lo que una “abeja
reina” sería remotamente capaz de tener conciencia
de su estatus “real” –un estatus, agregaría, que solo
los humanos (que han sufrido la dominación social de
estúpidos, ineptos y crueles reyes y reinas) serían
capaces de imputar a insectos mayormente
irracionales.
Ninguno de estos comentarios tiene el sentido de
oponer metafísicamente la naturaleza a la sociedad o
la sociedad a la naturaleza. Por el contrario, su
sentido es argumentar que lo que une a la sociedad
con la naturaleza en un continuo evolutivo graduado
es la notable medida en que los seres humanos,
viviendo en una sociedad racional ecológicamente
orientada podrían encarnar la creatividad de la
naturaleza – en contraste con un criterio puramente
adaptativo del éxito evolutivo. Los grandes logros
del pensamiento, el arte, la ciencia y la tecnología
humanos no solo sirven para monumentalizar la
cultura, sirven también para monumentalizar la
evolución natural misma. Nos entregan evidencia
heroica de que la especie humana es una forma de
vida de sangre caliente agudamente inteligente,
excitantemente versátil –y no un irracional insecto de
sangre fría, genéticamente programado–, que expresa
los mejores potenciales creativos de la naturaleza.
Las formas de vida que crean y alteran
conscientemente sus ambientes, en el mejor de los
casos en formas que los vuelvan más racionales y
ecológicos, representan una extensión vasta e
indefinida de la naturaleza en líneas evolutivas
fascinantes, quizá ilimitadas, que ninguna rama de
insectos podría alcanzar, a saber, la evolución de una
naturaleza plenamente autoconsciente. Si esto es
humanismo –más precisamente, humanismo
ecológico–, la actual cosecha de antihumanistas y
misántropos es bienvenida a tomar lo mejor de él.
La naturaleza, por su parte, no es una visión
escénica que admiramos a través de un ventanal –una
vista que se congela en un paisaje o un panorama
estático–. Dichas imágenes de la naturaleza como
“paisaje” pueden ser edificantes espiritualmente,
pero son ecológicamente engañosas. Fija en el tiempo
y el espacio, esta imaginería nos conduce fácilmente
a olvidar que la naturaleza no es una visión estática
del mundo natural, sino la larga y acumulativa
historia del desarrollo natural. Esta historia
involucra la evolución del dominio fenoménico
inorgánico, tanto como del orgánico. Donde sea que
nos posemos en un campo abierto, un bosque o en la
cima de una montaña, nuestros pies descansan sobre
eras de desarrollo, sean estratos geológicos, fósiles
de formas de vida extintas hace mucho tiempo, los
decadentes restos de los muertos recientes, o el
quieto movimiento de la vida nueva que emerge. La
naturaleza no es una “persona”, una “madre
protectora” o, en el crudo lenguaje materialista del
siglo pasado, “materia y movimiento”. Ni es un mero
“proceso” que involucra ciclos repetitivos como
cambios estacionales y el proceso de construcción y
destrucción de la actividad metabólica –a pesar de lo
que afirmen algunas “filosofías del proceso”–. La
historia natural es más bien una evolución
acumulativa hacia formas y relaciones cada vez más
variadas, diferenciadas y complejas.
Este desarrollo evolutivo de entidades
crecientemente heterogéneas, en particular de formas
de vida, es también un desarrollo evolutivo que
contiene emocionantes posibilidades latentes. Con
variedad, diferenciación y complejidad, la naturaleza,
en el curso de su propio despliegue, abre nuevas
direcciones para un mayor desarrollo según líneas
alternativas de evolución natural. En la medida en
que los animales se vuelven complejos,
autoconscientes y crecientemente inteligentes,
comienzan a tomar esas opciones elementales que
influyen en su propia evolución. Son cada vez menos
objetos pasivos de la “selección natural” y cada vez
más sujetos activos de su propio desarrollo.
Una liebre marrón que muta en una blanca y ve un
terreno cubierto de nieve en el que puede camuflarse
actúa por su propia sobrevivencia, no solo “se
adapta” para sobrevivir. No está simplemente siendo
“seleccionada” por su ambiente; está seleccionando
su propio ambiente y haciendo una elección que
expresa una pequeña cantidad de subjetividad y
juicio.
Mientras mayor sea la variedad de hábitats que
emergen en el proceso evolutivo, mayor será la
probabilidad de que una forma de vida dada,
particularmente una que sea neurológicamente
compleja, tenga un rol activo y crucial en preservarse
a sí misma. En la medida en que la evolución natural
sigue este camino de desarrollo neurológico, da
origen a formas de vida que ejercen un rango cada
vez más amplio de elecciones y una forma naciente de
libertad en el desarrollo de sí mismas.
Dada esta concepción de naturaleza como historia
acumulativa de niveles más diferenciados de
organización material (especialmente de formas de
vida) y de creciente subjetividad, la ecología social
establece una base para la comprensión significativa
del lugar de la humanidad y la sociedad en la
evolución natural. La historia natural no es un
fenómeno de “todo-vale”. Está marcada por la
tendencia, la dirección y, en lo que concierne a los
seres humanos, por propósitos conscientes. Los seres
humanos y los mundos sociales que estos crean
pueden abrir un horizonte notablemente expansivo
para el desarrollo del mundo natural –un horizonte
marcado por la consciencia, la reflexión, una libertad
de elección y una capacidad para la creatividad
consciente sin precedentes–. Los factores que reducen
muchas formas de vida a roles mayormente
adaptativos en ambientes cambiantes son
reemplazados por una capacidad de adaptar
conscientemente los ambientes a formas de vida
nuevas y existentes.
La adaptación, en efecto, le abre paso cada vez
más a la creatividad y la aparentemente implacable
acción de la “ley natural” a una mayor libertad. Lo
que generaciones anteriores llamaron “naturaleza
ciega” para denotar la carencia en la naturaleza de
una dirección moral, se convierte en la “naturaleza
libre”, una naturaleza que lentamente encuentra una
voz y los medios para aliviar las innecesarias
tribulaciones de la vida para todas las especies en
una humanidad tremendamente consciente y una
sociedad ecológica. El “Principio de Noé”, la idea
de preservar toda forma de vida existente sin otra
razón que ella misma –un principio formulado por el
antihumanista David Ehrenfeld– tiene poco
significado sin la presuposición, al menos, de la
existencia de un “Noé”, es decir, una forma de vida
consciente llamada humanidad que pueda rescatar las
formas de vida que la naturaleza misma extinguiría en
eras de hielo, deshidratación de los suelos o
colisiones cósmicas con asteroides[2]. Los osos
pardos, los lobos, los pumas y otros no están más a
salvo de la extinción por estar exclusivamente en las
“protectoras” manos de una “Madre Naturaleza”
putativa. Si hay algo de verdad en la teoría de que los
grandes reptiles del Mesozoico se extinguieron por
cambios climáticos que presumiblemente siguieron a
la colisión de un asteroide con la tierra, la
sobrevivencia de los mamíferos existentes podría
bien ser una sobrevivencia así de precaria ante una
catástrofe natural igualmente insensata a menos que
haya una forma de vida consciente, orientada
ecológicamente, que tenga los medios tecnológicos
para rescatarlos.
El asunto, entonces, no es si acaso la evolución
social se opone a la evolución natural. El asunto es
cómo la evolución social puede situarse en la
evolución natural y por qué ha sido puesta –
innecesariamente, argumentaré– en contra de la
evolución natural en detrimento de la vida como un
todo. La capacidad de ser racionales y libres no nos
asegura que esta capacidad se realice. Si la evolución
social es vista como la potencialidad para expandir
el horizonte de la evolución natural en una dirección
creativa sin precedentes, y los seres humanos son
vistos como la potencialidad de la naturaleza para
volverse autoconsciente y libre, la problemática que
enfrentamos es por qué estas potencialidades han
sido distorsionadas y cómo pueden ser realizadas.
Forma parte del compromiso de la ecología social
con la evolución natural el que estas potencialidades
son en efecto reales y pueden ser realizadas. Este
compromiso se opone derechamente a una imagen
“escénica” de la naturaleza como paisaje estático que
evoca temor reverencial a los montañeses o como
paisaje romántico que conjura imágenes místicas de
una deidad personificada, tan de moda hoy en día.
Las divisiones entre evolución natural y evolución
social, vida humana y vida no humana, una intratable
naturaleza “mezquina” y una ambiciosa humanidad
devoradora, han sido todas engañosas y
desorientadoras cuando han sido vistas como
inevitabilidades. No menos engañosos y
desorientadores han sido los intentos reduccionistas
de absorber la evolución social en la evolución
natural, fusionar la cultura con la naturaleza en una
orgía de irracionalismo, teísmo y misticismo, igualar
la vida humana con la mera animalidad o imponer una
artificiosa “ley natural” sobre una sociedad humana
obediente.
Si algo ha convertido a los seres humanos en
“extranjeros” en la naturaleza son los cambios
sociales que han convertido a muchos seres humanos
en “extranjeros” en su propio mundo social: la
dominación de jóvenes por adultos, de mujeres por
hombres y de hombres por hombres. Hoy, como
durante muchos siglos, todavía existen seres humanos
opresivos que literalmente son dueños de la sociedad
y otros que son propiedad de ella. Hasta que la
sociedad pueda ser reclamada por una humanidad sin
divisiones que use su sabiduría colectiva, sus logros
culturales, sus innovaciones tecnológicas, su
conocimiento científico y su creatividad innata para
su propio beneficio y para el del mundo natural, todos
los problemas ecológicos tendrán sus raíces en los
problemas sociales.
[1]Robert Briffault, “The Evolution of the Human
Species”, en The Making of Man, V.F. Calverton, ed.
(Nueva York: Modern Library, 1931), pp. 765-766.
[2]David Ehrenfeld, op. cit., p. 207.
Jerarquías, Clases y Estados

Hasta ahora, he intentado mostrar que la humanidad y


la capacidad humana para pensar son productos de la
evolución natural, no “extranjeros” en el mundo
natural. En efecto, cada intuición nos dice que los
seres humanos y sus conciencias resultan de una
tendencia evolutiva hacia mayor diferenciación,
complejidad y subjetividad. Como muchas intuiciones
sensatas, esta tiene, de hecho, su fundamento: la
evidencia paleontológica de esta tendencia. Los
fósiles unicelulares más simples del pasado distante y
los restos más complejos de mamíferos de tiempos
recientes atestiguan la realidad de un notable drama
biológico. Este drama es el relato de una naturaleza
que se vuelve cada vez más consciente de sí misma,
una naturaleza que lentamente adquiere nuevas
capacidades de subjetividad y que da paso a una
notable forma de vida primate llamada ser humano,
que tiene el poder de elegir, alterar, y reconstruir su
entorno, y plantear la problemática moral de lo que
debería ser, no simplemente vivir sin cuestionar lo
que es.
La naturaleza, como he argumentado, no es una
escena congelada que observamos desde una ventana
o desde la cima de una montaña. Definida más amplia
y ricamente que un eslogan o un autoadhesivo, la
naturaleza es la historia misma de su diferenciación
evolutiva. Si pensamos la naturaleza como un
desarrollo, discernimos la presencia de esta
tendencia hacia la autoconciencia y, en última
instancia, hacia la libertad. Las discusiones sobre si
la presencia de esta tendencia es evidencia de una
“meta” predeterminada, una “mano conductora”, o un
“Dios” son simplemente irrelevantes para los
propósitos de esta discusión. El hecho es que se
puede mostrar que dicha tendencia existe en el
registro fósil, en el desarrollo de unas formas de vida
a partir de otras anteriores y en la existencia misma
de la humanidad.
Además, preguntarse cuál podría ser el “lugar” de
la humanidad en la naturaleza conlleva reconocer
implícitamente que la especie humana ha
evolucionado como una forma de vida que está
organizada para hacerse un lugar para sí misma en el
mundo natural, no solo para adaptarse a la
naturaleza. La especie humana y sus enormes
potencias para alterar el ambiente no fueron
inventadas por un grupo de ideólogos llamados
“humanistas” que decidieron que la naturaleza estaba
“hecha” para servir a la humanidad y sus
necesidades. Las potencias de la humanidad han
emergido de eones de desarrollo evolutivo y de
siglos de desarrollo cultural. La pregunta por el
“lugar” de esta especie en la naturaleza ya no es una
cuestión zoológica, una cuestión de ubicar a la
humanidad en evolución general de la vida, como en
la época de Darwin. El problema del “origen del
hombre”, para usar el título de la gran obra de
Darwin, es hoy tan aceptado por las personas
inteligentes como lo son las enormes potencias que
posee nuestra especie.
Preguntarse por el “lugar” de la humanidad en la
naturaleza se ha convertido en una cuestión moral y
social, y una que ningún otro animal puede
preguntarse sobre sí misma, por más que muchos
antihumanistas quieran hacer de la humanidad una
especie más en una “democracia biosférica”. Y para
los seres humanos, preguntarse por su “lugar” en la
naturaleza es preguntarse si acaso las potencias de la
humanidad serán usadas al servicio del desarrollo
evolutivo futuro o si serán usadas para destruir la
biosfera. La medida en que las potencias de la
humanidad sean puestas en pos o en contra del
desarrollo evolutivo futuro tiene mucho que ver con
el tipo de sociedad o “segunda naturaleza” que los
seres humanos establezcan: si acaso la sociedad será
dominadora, jerárquica y explotadora, o si será una
sociedad libre, igualitaria y orientada
ecológicamente. Esquivar la base social de nuestros
problemas ecológicos, oscurecerla con las telarañas
primitivistas lanzadas por místicos y antiracionalistas
autoindulgentes, implica literalmente retroceder el
reloj del pensamiento ecológico a un nivel atávico de
emociones trilladas que pueden ser utilizadas para
propósitos totalmente reaccionarios.
Pero si la sociedad es tan fundamental para una
comprensión de nuestros problemas ecológicos,
tampoco puede ser pensada como una visión escénica
congelada que observamos desde las alturas
rarificadas de una torre académica, el balcón de un
edificio gubernamental o las ventanas de la oficina de
un directorio corporativo. La sociedad también ha
emergido de la naturaleza, como he intentado mostrar
en mi descripción de la socialización humana y la
reproducción cotidiana de dicho proceso socializador
hasta hoy. Considerar que la sociedad es “extranjera”
con respecto a la naturaleza reafirma el dualismo
entre lo social y lo natural tan predominante en el
pensamiento moderno. En efecto, dicha visión
antihumanista sirve para allanar el terreno
precisamente a todas las fuerzas antiecológicas que
oponen sociedad y naturaleza y reducen el mundo
natural a meros recursos naturales.
Del mismo modo, disolver la sociedad en la
naturaleza arraigando los problemas sociales en
factores genéticos, instintivos, irracionales y místicos
es allanar el terreno precisamente a aquellas fuerzas
primitivistas que promueven tendencias racistas,
misantrópicas y sexistas, ya sean entre mujeres o
entre hombres.
Lejos de ser una escena congelada, una que facilite
que los elementos reaccionarios identifiquen la
sociedad existente con la sociedad como tal –del
mismo modo que los oprimidos y sus opresores son
agrupados en una sola especie llamada homo sapiens
y son tenidos como igualmente responsables con
respecto a nuestra crisis ecológica actual– la
sociedad es la historia del desarrollo social con sus
muchas y diversas formas y posibilidades sociales.
Culturalmente, somos todos repositorios de la
historia social, del mismo modo que nuestros cuerpos
son repositorios de la historia natural. Llevamos en
nosotros, a menudo inconscientemente, un vasto
cuerpo de creencias, hábitos, actitudes y sentimientos
que promueven visiones tremendamente regresivas
con respecto a la naturaleza así como con respecto a
nosotros mismos.
Tenemos imágenes fijas, a menudo inexplicables
para nosotros mismos, de una “naturaleza humana”
estática, así como de una naturaleza no humana, que
sutilmente le dan forma a una multitud de actitudes
hacia miembros de los dos sexos, los jóvenes, los
ancianos, los lazos familiares, las lealtades de
parentesco y la autoridad política, por no mencionar
los diferentes grupos étnicos, vocacionales y
sociales. Arcaicas imágenes de jerarquías todavía le
dan forma a nuestras visiones sobre las diferencias
más elementales entre las personas y entre todos los
seres vivientes. Nuestro ordenamiento mental de las
diferencias más simples entre los fenómenos en
ordenes jerárquicos, por ejemplo de “uno a diez”, han
sido formadas por distinciones socialmente
ancestrales que se remontan a un tiempo demasiado
remoto como para que lo recordemos.
Estas distinciones jerárquicas han sido
desarrolladas en el curso de la historia, a menudo a
partir de inofensivas diferencias en el estatus, hasta
conformar jerarquías plenamente desarrolladas de
duro mando y abyecta obediencia. Conocer nuestro
presente y darle forma a nuestro futuro requiere una
comprensión significativa y coherente del pasado, un
pasado que siempre nos forma en distintos grados y
que influye profundamente en nuestras visiones sobre
la humanidad y la naturaleza.
La idea de dominación
Para alcanzar una comprensión clara de cómo el
pasado afecta el presente, debo examinar brevemente
una idea básica en la ecología social, una que ya se
ha filtrado hacia el pensamiento ecológico actual. Me
refiero a la idea de la ecología social de que todas
nuestras nociones sobre la dominación de la
naturaleza surgen de la muy real dominación del
humano por el humano. Esta afirmación, con su uso de
la palabra “surgir”, debe ser examinada en términos
de su intención. No es solo una afirmación histórica
sobre la condición humana, sino que también es un
desafío a nuestra condición contemporánea que tiene
vastas implicancias para el cambio social. Como
afirmación histórica declara, en términos muy
certeros, que la dominación del humano por el
humano precedió la idea de dominar la naturaleza. En
efecto, la dominación humana del humano dio origen
a la idea misma de dominar la naturaleza.
Al enfatizar que la dominación humana precede la
idea de dominar la naturaleza, he evitado
cuidadosamente el uso de un verbo resbaladizo que
está muy en boga hoy en día: a saber, que la
dominación de la naturaleza “involucra” la
dominación del humano por el humano. Me parece
que el uso de este verbo es particularmente
desagradable porque confunde el orden en el que
emergió la dominación en el mundo y, por ello, la
medida en que debe ser eliminada si hemos de
alcanzar una sociedad libre. Los hombres no
pensaron en dominar la naturaleza hasta que ya habían
comenzado a dominar a los jóvenes, a las mujeres y,
eventualmente, a dominarse unos a otros. Y no será
hasta que eliminemos la dominación en todas sus
formas, como veremos, que crearemos realmente una
sociedad racional, ecológica.
Por más que los escritos de los liberales y de
Marx promuevan la creencia de que los intentos por
dominar la naturaleza “condujeron” a la dominación
del humano por el humano, ningún proyecto similar
existió alguna vez en los anales de lo que llamamos
“historia”. En ningún punto de la historia de la
humanidad los oprimidos de cualquier periodo
accedieron felizmente a su opresión en una ilusa
creencia de que su miseria les conferiría en última
instancia un estado de gozosa libertad de la
“dominación de la naturaleza” a sus descendientes en
alguna época futura.
Estar en desacuerdo con palabras como
“involucrar” o “conducir”, tal como lo hace la
ecología social, no es una forma de casuística
medieval. Por el contrario, la forma en que estas
palabras son usadas plantea la cuestión de las
diferencias radicales que encontramos en la
interpretación de la historia y de los problemas que
yacen ante nosotros.
La dominación del humano por el humano no
apareció porque los pueblos crearon un “mecanismo”
socialmente opresivo –ya sean las estructuras de
clase de Marx o la “megamáquina” construida por
humanos de Lewis Mumford– para “liberarse” de la
“dominación por parte de la naturaleza”. Es
exactamente esta misma idea nauseabunda la que dio
pie al mito de que la dominación de la naturaleza
“requiere”, “presupone” o “involucra” la dominación
del humano por el humano.
En este mito básicamente reaccionario está
implícita la idea de que formas de dominación como
las clases y el Estado tienen su origen en las
condiciones y necesidades económicas; en efecto, que
la libertad solo puede ser alcanzada una vez que la
“dominación de la naturaleza” ha sido alcanzada, con
el resultante establecimiento de una sociedad sin
clases. De algún modo, la jerarquía parece
desaparecer en un montón de nociones vagas o es
subordinada a la meta de abolir las clases, como si
una sociedad sin clases fuera necesariamente una que
está libre de jerarquías. Si hemos de aceptar la visión
de Engels, y en cierto grado la de Marx, cierta forma
de jerarquía sería “inevitable” en una sociedad
industrial e incluso bajo el comunismo. Hay un
acuerdo sorprendente entre liberales, conservadores
y muchos socialistas, como ya he señalado, en que la
jerarquía es inevitable para la existencia misma de la
vida social y en que es una infraestructura para su
organización y estabilidad.
Al disputar la idea de que la dominación de la
naturaleza surge de la dominación del humano por el
humano, la ecología social invierte radicalmente la
ecuación de la opresión humana y amplía
enormemente su alcance. Intenta explorar los sistemas
institucionalizados de coerción, mando y obediencia
que precedieron a la emergencia de las clases
económicas y que no están necesariamente motivados
por lo económico. Por lo tanto, la “cuestión social”
de la desigualdad y la opresión que nos ha plagado
por siglos es extendida por la ecología social mucho
más allá de las formas económicas de explotación
hacia formas culturales de dominación que existen en
la familia, entre generaciones y sexos, en grupos
étnicos, en instituciones de administración política,
económica y social, y muy significativamente, en la
forma en que experimentamos la realidad en su
conjunto, incluyendo la naturaleza y las formas de
vida no humanas.
En resumen, la ecología social plantea el problema
del mando y la obediencia en términos personales,
sociales, históricos y reconstructivos en una escala
que enmarca, pero que va más allá, de las
interpretaciones económicas más restringidas de la
“cuestión social” que prevalecen hoy. La ecología
social extiende, como veremos, la “cuestión social”
más allá del dominio limitado de la justicia hacia el
reino ilimitado de la libertad; más allá de la
racionalidad, la ciencia y la tecnología dominantes
hacia formas libertarias de estas; y más allá de
visiones de reforma social hacia visiones de
reconstrucción social radical.
Comunidades humanas tempranas
Nosotros, en esta época, todavía somos víctimas de
nuestra historia reciente. El capitalismo moderno, el
más único y pernicioso de los órdenes sociales que
hayan emergido en el curso de la historia humana,
identifica el progreso humano con la competencia y
rivalidad amargas; el estatus social con la rapaz e
interminable acumulación de riqueza; los valores más
personales con la codicia y el egoísmo; la producción
de mercancías, de bienes explícitamente hechos para
la venta y el lucro, como la fuerza motora de casi
toda iniciativa económica y artística; y el lucro y el
enriquecimiento como la razón para la existencia de
la vida social.
Ninguna sociedad conocida a lo largo de la
historia ha hecho que estos factores sean tan centrales
para su existencia o, peor, ninguna los ha identificado
con la “naturaleza humana” como tal. Cada vicio que,
en tiempos anteriores, era visto como la apoteosis del
mal ha sido convertido en una “virtud” por la
sociedad capitalista.
Tan profundamente arraigados están estos atributos
burgueses en nuestras vidas cotidianas y nuestras
formas de pensar, que nos cuesta comprender cuán
opuestas eran las imágenes de los valores humanos
sostenidas por las sociedades precapitalistas, aun
cuando no hayan sido respetadas todo el tiempo. Para
la mente moderna es difícil apreciar que las
sociedades precapitalistas identificaban la excelencia
social con la cooperación más que con la
competencia; con la desacumulación más que con la
acumulación; con el servicio público más que con el
interés privado; con la entrega de regalos más que
con la venta de mercancías; y con el cuidado y el
apoyo mutuo más que el lucro y la rivalidad.
Estos valores eran identificados con una naturaleza
humana no corrompida. En muchos aspectos, todavía
son parte de un cuidadoso proceso de socialización
en nuestras propias vidas que tiende a fomentar la
interdependencia, y no esa agresiva y egoísta
“independencia” que nosotros llamamos
“individualismo a ultranza”. Para entender de dónde
vinimos socialmente y cómo llegamos a estar donde
estamos, es necesario desvestir nuestro actual sistema
de valores y examinar, aunque sea sumariamente, un
cuerpo de ideas que entregan una imagen más clara de
una sociedad más orgánica, realmente ecológica, que
emergió desde el mundo natural.
Esta sociedad orgánica, básicamente preliteraria o
“tribal” era impresionantemente no dominadora, no
solo en su estructura institucionalizada sino que
también en su propio lenguaje. Si los análisis
lingüísticos de antropólogos como los que hallamos
en la obra tardía de Dorothy Lee son acertados, las
comunidades indias como los Wintu de la costa
pacífica carecían de verbos transitivos como “tener”,
“tomar”, y “poseer” que denotan poder sobre
individuos y objetos. Más bien, una madre “iba” con
su hijo hacia la sombra, un jefe “estaba” con su
pueblo y más comúnmente la gente “vivía con”
objetos en vez de “poseerlos”.
Por más que estas comunidades puedan haber
diferido entre ellas en muchos aspectos sociales,
oímos en sus lenguas y detectamos en sus rasgos de
comportamiento actitudes que se remontan a un
cuerpo compartido de creencias, valores y modos de
vida básicos. Como observó Paul Radin, uno de los
antropólogos estadounidenses más talentosos, había
un sentido básico de respeto entre los individuos y
una preocupación sobre sus necesidades materiales
que Radin llamó principio del “mínimo irreductible”.
Cada uno tenía derecho a los medios de vida, sin
importar su contribución productiva. Nadie
cuestionaba el derecho a vivir, de tal modo que
conceptos como “igualdad” no tenían significado,
aunque solo fuera porque las “desigualdades” que nos
afectan a todos –desde las cargas de la edad a las
incapacidades de la mala salud– tenían que ser
compensadas por la comunidad.
Nociones tempranas de una “igualdad” formal, en
la que todos somos “igualmente” libres de morirnos
de hambre o por abandono, habían de reemplazar la
igualdad sustantiva en la que, sin embargo, aquellos
menos capaces de ser plenamente productivos
recibían razonablemente lo que necesitaban. La
igualdad existió, como nos dice Dorothy Lee, “en la
naturaleza misma de las cosas, como un producto de
la estructura democrática de la propia cultura, no
como un principio a ser suplido”[1]. No había
necesidad, en estas sociedades orgánicas, de
“alcanzar” la igualdad, puesto que lo que había era un
respeto absoluto por el hombre, por todos los
individuos sin importar ningún rasgo personal.
Este generoso juicio de Lee hubo de ser repetido
por Radin, quien por décadas vivió entre los
indígenas Winnebago y disfrutó su plena confianza:
Si me pidieran que señalara breve y sucintamente
cuáles son los rasgos sobresalientes de la
civilización aborigen, para empezar, no dudaría en
responder que hay tres: el respeto por el
individuo, sin importar la edad o el sexo; el
impresionante grado de integración social y
política alcanzada por ellos; y la existencia de una
seguridad personal que trasciende todas las
formas gubernamentales y todos los intereses y
conflictos tribales y de grupo.[2]

El respeto por el individuo, que Radin señala


como primero en la lista de los atributos aborígenes,
merece ser enfatizado hoy, en una era que rechaza lo
colectivo como destructivo de la individualidad, por
un lado, y que, sin embargo, en una orgía de puro
egoísmo, ha destruido efectivamente todos los bordes
del ego de individuos flotantes, aislados y
atomizados, por el otro. Una colectividad fuerte
podría respaldar al individuo, como revelan estudios
detallados sobre ciertas sociedades aborígenes, aun
más que una sociedad de “libre mercado” con énfasis
en un yo egoísta, pero empobrecido.
No menos sorprendente que la igualdad sustantiva
alcanzada por muchas sociedades orgánicas es la
medida en que su sentido de la armonía comunitaria
era también proyectado en el mundo natural en su
conjunto. En ausencia de estructuras sociales
jerárquicas, la visión aborigen de la naturaleza era
también notablemente no-jerárquica. Descripciones
de muchas ceremonias aborígenes entre comunidades
cazadoras y horticultoras nos dejan la fuerte
impresión de que los participantes se ven a sí mismos
como parte de un amplio mundo de la vida. Las
danzas parecían asemejarse a simulaciones de la
naturaleza, particularmente de animales, más que a
intentos humanos de forzar a la naturaleza, ya sea a
las presas durante la caza o a fuerzas como la lluvia.
La magia, que fue denominada durante el siglo XIX
como “la ciencia del hombre primitivo”,
aparentemente tenía un aspecto doble. Uno de estos
aspectos parece haber sido reconociblemente
“coercitivo” en el sentido de que se esperaba de un
ritual dado que produjera necesariamente un
determinado efecto. Este tipo de magia,
presumiblemente, tenía su propia forma de
“causalidad” fuerte, no muy distinta de la que
esperaríamos encontrar en la química.
Sin embargo, como he sugerido en otro lugar,
existieron rituales –especialmente rituales grupales–
que pueden haber precedido en el tiempo a las
actividades mágicas más familiares, con causa-
efecto; rituales que no eran coercitivos, sino más bien
persuasivos. La vida salvaje era vista en una relación
complementaria de “dar-y-tomar” en la que la presa
se daba desinteresadamente al cazador como un
participante más en la amplia órbita de la vida, una
órbita basada en la propiciación, el respeto y la
necesidad mutua. La humanidad no era menos parte
que los animales en esta órbita complementaria en la
que humanos y no-humanos se entregaban unos a otros
según la necesidad mutua más que por una lógica de
“compensaciones”[3].
Este alto sentido de complementariedad en los
rituales aparentemente reflejaba un sentido activo de
la igualdad social que veía las diferencias personales
como partes de un todo natural mayor más que como
una jerarquía piramidal del ser. El intento de la
sociedad orgánica de situar a los seres humanos de
una comunidad al mismo nivel unos con otros, de ver
en cada uno un par con el cual interactuar, producía
una noción altamente igualitaria de la diferencia
como tal.
Esto no quiere decir que los pueblos aborígenes se
consideraran a sí mismos “iguales” a las criaturas no-
humanas. De hecho, tenían una aguda conciencia de
las desigualdades que existían en la naturaleza y la
sociedad, desigualdades creadas por diferencias en
las habilidades físicas, la edad, la inteligencia, los
atributos genéticos, las enfermedades y cosas
similares. Los pueblos tribales intentaban compensar
estas desigualdades dentro de sus propios grupos, por
ello la emergencia de un “mínimo irreductible”, como
Radin lo llamó, que le daba a cada miembro de la
comunidad acceso a los medios de vida, sin importar
sus habilidades o contribuciones al fondo común. A
menudo se les permitían “privilegios” especiales a
individuos que cargaban con enfermedades para
igualar sus situaciones con respecto a otros miembros
más capacitados de la comunidad.
Pero en ningún sentido los pueblos aborígenes se
igualaban con los animales. No actuaban ni pensaban
“biocéntricamente” o “ecocéntricamente” (para usar
palabras que han llegado a estar en boga
recientemente), ni siquiera “antropocéntricamente” al
relacionarse con formas de vida no-humanas. Sería
más apropiado decir que no tenían un sentido de la
“centricidad” como tal, excepto hacia sus propias
comunidades. La creencia sostenida por una tribu de
que ella era “La Gente”, distinta de los extranjeros u
otras comunidades, era una debilidad provinciana de
las sociedades tribales en su conjunto y generalmente
implicaba miedo a los extraños, guerras y una
mentalidad cerrada en sí misma que la emergencia de
las ciudades comenzó a superar. En efecto, hasta que
las formas de vida territoriales que aparecen con las
ciudades comenzaron a reemplazar las lealtades
basadas en líneas de sangre, la noción de una
humanidad común era en efecto vaga y el tribalismo
era muy restrictivo en su visión de los extranjeros y
los extraños.
En este mundo interno de igualdad sustantiva, la
tierra y aquellos “recursos” que nuestra sociedad
actual considera como “propiedad”, estaban
disponibles para el uso de todos en la comunidad, al
menos en la medida en que eran necesitados. Pero, en
principio, dichos “recursos” no podían ser
“poseídos” en ningún sentido personal, mucho menos
“adueñados” como propiedad. Así, en adición a los
principios del “mínimo irreductible”, la igualdad
sustantiva, las artes de la persuasión y una
concepción de diferenciación como
complementariedad, las sociedades orgánicas
preliterarias parecen haber sido guiadas por un
compromiso con el usufructo. Las cosas estaban
disponibles para los individuos y las familias de una
comunidad porque eran necesitadas, no porque eran
propiedad o producto del trabajo de un poseedor.
La igualdad sustantiva de comunidades orgánicas
preliterarias no era solamente un producto de las
estructuras institucionales y la costumbre ancestral.
Se insertaba en la sensibilidad misma del individuo:
en la forma en que percibía las diferencias, los otros
seres humanos, la vida no-humana, los objetos
materiales, la tierra y los bosques, en efecto, en la
forma en que percibía el mundo natural en su
conjunto. La naturaleza y la sociedad, que son tan
duramente divididas y contrapuestas en nuestra
sociedad y nuestras sensibilidades, se entrelazaban
lenta y gradualmente una en la otra como un continuo
compartido de interacción y experiencia cotidiana.
No hace falta decir que ni la humanidad
“dominaba” la naturaleza, ni la naturaleza
“dominaba” la humanidad. Muy por el contrario: la
naturaleza era vista como una fecunda fuente de vida,
bienestar, en efecto como un pariente providencial de
la humanidad, no un amo “mezquino” o “tacaño” que
había de ser coaccionado para que entregara los
medios de vida y sus ocultos “secretos” a un hombre
fáustico. Una imagen de la naturaleza como
“mezquina” hubiese producido comunidades
“mezquinas” y participantes humanos interesados en
sí mismos.
Esta naturaleza era cualquier cosa menos ese
fenómeno relativamente carente de vida en que se ha
convertido en nuestra era –el objeto de la
investigación de laboratorio y la “materia” de la
manipulación técnica–. Consistía en la vida salvaje
que, en la mente aborigen, estaba estructurada por
líneas de parentesco como los clanes humanos; en los
bosques, que eran vistos como un cielo protector; y
en las fuerzas cósmicas, como los vientos, la lluvia
torrencial, un sol resplandeciente y una luna benigna.
La naturaleza literalmente permeaba la comunidad no
solo como un ambiente providencial, sino también
como el flujo sanguíneo del lazo de parentesco que
unía humano con humano y generación con
generación.
La lealtad entre los parientes en la forma del
juramento de sangre –un juramento que combinaba la
expresión del deber hacia los propios familiares con
la venganza contra quienes los ofendieran– llegó a ser
la fuente orgánica de continuidad comunitaria.
Aunque esta fuente se volviese eventualmente ficticia,
especialmente en tiempos más recientes en los que la
palabra “pariente” ha llegado a ser un tenue
subrogante de los auténticos lazos de parentesco, hay
poca razón para dudar de su viabilidad como medio
para establecer el lugar de uno en las primeras
comunidades humanas. Era la propia afiliación por la
sangre, ya fuera por tener antepasados o descendencia
en común, lo que determinaba si un individuo era
aceptado como parte de un grupo, con quién podía
casarse, la responsabilidad que tendría con otros, así
como la responsabilidad que tendría consigo, es
decir, toda la serie de derechos y deberes que los
miembros de una comunidad tenían unos con otros.
Era sobre la base de este hecho biológico de los
lazos de sangre que la naturaleza penetraba las
instituciones más básicas de las sociedades
preliterarias. La continuidad de los lazos de sangre
era literalmente un medio para definir la asociación
social e incluso la propia identidad. Si uno pertenecía
a un determinado grupo o no, y quién era uno, en
relación con otros, estaba determinado, al menos
jurídicamente, por las propias afiliaciones
sanguíneas.
Pero había también otro hecho biológico que lo
definía a uno como miembro de una comunidad: si se
era macho o hembra. A diferencia del lazo de
parentesco, que habría de ser lentamente diluido a
medida que instituciones particularmente no-
biológicas como el Estado usurpasen el lugar de la
genealogía y la paternidad, la estructuración sexual
de la sociedad ha permanecido con nosotros hasta
hoy, por más que haya sido modificada por el
desarrollo social.
Finalmente, un tercer hecho biológico lo define a
uno como miembro de un grupo, a saber, la edad.
Como veremos, los primeros ejemplos
verdaderamente sociales de estatus basados en
diferencias biológicas eran esencialmente los grupos
de edad a los que uno pertenecía y las ceremonias
que legitimaban el propio estatus de edad. El
parentesco establecía el hecho básico de que uno
tenía ancestros en común con miembros de una
comunidad dada. Definía los propios derechos y
responsabilidades hacia otros de la misma línea de
sangre –derechos y responsabilidades que podrían
involucrar con quién podía uno casarse de un grupo
genealógico particular, quién habría de ser ayudado y
apoyado en las demandas normales de la vida y a
quién podía uno acudir buscando ayuda en caso de
dificultades de cualquier tipo–. El linaje literalmente
definía al individuo y al grupo, de un modo similar a
como la piel forma la frontera que distingue a una
persona de otra.
Las diferencias sexuales, también biológicas en su
origen, definían el tipo de trabajo que uno realizaba
en la comunidad y el rol de un padre o una madre en
la crianza de los jóvenes. Las mujeres esencialmente
recolectaban y preparaban el alimento; los hombres
cazaban animales y asumían un rol protector de la
comunidad en su conjunto. Estas tareas básicamente
diferentes también hicieron surgir culturas sororales y
fraternales en las que las mujeres desarrollaban
asociaciones, informales o estructuradas, y se
involucraban en ceremonias y adoraban deidades que
eran distintas a las de los hombres, que tenían una
cultura propia.
Pero ninguna de estas diferencias de género –por
no mencionar las genealógicas– confería inicialmente
una posición de mando a un miembro de un grupo
sexual o una posición de obediencia ante otro. Las
mujeres ejercían pleno control sobre el mundo
doméstico: el hogar, el fogón familiar y la
preparación de los medios de vida más inmediatos
como las pieles y la comida. A menudo, las mujeres
construían sus propios refugios y se ocupaban de sus
propios huertos a medida que la sociedad avanzaba
hacia una economía horticultural.
Los hombres, a su vez, lidiaban con lo que
podríamos llamar asuntos “civiles” –la
administración de los nacientes asuntos “políticos”
de la comunidad, apenas desarrollados, como las
relaciones entre bandas, clanes, tribus y hostilidades
intercomunitarias–. Más tarde, como veremos, estos
asuntos “civiles” llegaron a un estado altamente
elaborado a medida que los movimientos
demográficos pusieron a unas comunidades en
conflicto con otras. Al interior de las primeras
sociedades comenzaron a surgir fraternidades de
guerreros que en última instancia se especializaban
en cazar tanto hombres como animales.
Lo que es razonablemente claro es que en las
primeras fases del desarrollo social, las culturas de
las mujeres y de los hombres se complementaban
mutuamente y fomentaban en conjunto la estabilidad
social del mismo modo en que proveían los medios
de vida para toda la comunidad. Las dos culturas no
se hallaban en conflicto mutuo. En efecto, es dudoso
que una de esas primeras comunidades humanas haya
podido sobrevivir si una cultura de género hubiese
intentado ejercer alguna posición de mando, mucho
menos una antagónica, sobre la otra. La estabilidad
de la comunidad requería un balance respetuoso entre
los elementos potencialmente hostiles si la
comunidad habría de sobrevivir en un entorno más
bien precario.
Es principalmente porque los asuntos “civiles”, o
si se quiere “políticos”, son tan importantes en
nuestra sociedad que hoy leemos en el mundo
preliterario un rol de “mando” en los hombres en su
monopolio de los asuntos “civiles”. Olvidamos
rápidamente que las primeras comunidades humanas
eran en realidad sociedades domésticas,
estructuradas principalmente en torno del trabajo de
las mujeres, y a menudo fuertemente orientadas, en la
realidad tanto como en la mitología, hacia el mundo
de las mujeres.
Los grupos de edad, sin embargo, tienen
implicancias sociales más ambiguas. Físicamente, los
ancianos de una comunidad eran los miembros más
débiles, más dependientes y a menudo más indefensos
en los periodos de dificultad. Era de ellos de quienes
se esperaba que dieran la vida cuando había
momentos de necesidad que amenazaban la existencia
de la comunidad. Por ello, eran los miembros más
vulnerables, tanto psicológica como físicamente.
Al mismo tiempo, los ancianos de una comunidad
eran los repositorios vivientes de su sabiduría, sus
tradiciones, su conocimiento y su experiencia
colectiva. En un mundo sin lenguaje escrito, eran los
custodios de su identidad e historia. En la tensión
entre la vulnerabilidad personal extrema, por un lado,
y la encarnación de las tradiciones de una comunidad,
por otro, pueden haber estado más dispuestos a
aumentar su estatus, a rodearlo con un aura cuasi
religiosa y un poder social, por así decir, que los
ponía en una posición más segura con respecto a su
pérdida de poder físico.
La emergencia de las jerarquías y las clases
Los comienzos lógicos de la jerarquía, así como una
buena cantidad de datos antropológicos a nuestra
disposición, sugieren que esta surge desde el
predominio de los ancianos, que parecen haber
iniciado los primeros sistemas institucionalizados de
mando y obediencia. Este sistema de dominio por los
ancianos, por más benigno que pueda haber sido en
sus comienzos, ha sido designado como
“gerontocracia” y a menudo incluyó tanto ancianas
como ancianos. Detectamos evidencia de este rol
básico, probablemente primario, prácticamente en
todas las sociedades existentes hasta tiempos
recientes, ya sea como concejos de ancianos que se
adaptaban a formas de clan, tribales, urbanas o
estatales, o, de hecho, en rasgos culturales
impresionantes como la adoración de ancestros y una
etiqueta de deferencia hacia los mayores en muchos
tipos diferentes de sociedades.
El ascenso del creciente poder masculino en la
sociedad no necesariamente removió a las ancianas
de posiciones de alto estatus en esta primerísima
forma de jerarquía. Figuras bíblicas como Sara
tuvieron una voz distintivamente autorizada y
dominante en asuntos tanto públicos como privados,
incluso en la familia patriarcal y polígama de los
beduinos hebreos. En realidad, Sara no es una figura
atípica en las familias explícitamente patriarcales;
efectivamente, en muchas sociedades tradicionales,
una vez que una mujer sobrepasaba la edad de la
crianza de los hijos, a menudo adquiría el estatus de
lo que ha sido llamado una “matriarca”, que
disfrutaba de enorme influencia en la comunidad en
general, a veces incluso excediendo aquella de los
hombres mayores.
Pero incluso una temprana gerontocracia tiene una
dimensión igualitaria de algún tipo. Si uno vive lo
suficiente, uno podría convertirse en un “anciano” en
sentido honorario, o, en ese caso, un “patriarca”
dominante e incluso una “matriarca”. La jerarquía en
esta forma primaria parece ser menos rígida
estructuralmente debido a una suerte de “movilidad
social” biológica. Su existencia es todavía coherente
con el espíritu igualitario de las primeras sociedades
comunales.
La situación cambia, sin embargo, cuando los
hechos biológicos que inicialmente subyacen a la
vida comunal temprana se vuelven cada vez más
sociales, es decir, cuando la sociedad se desarrolla
cada vez más y modifica la forma y el contenido de
las relaciones dentro de y entre los grupos sociales.
Es importante enfatizar que los hechos biológicos que
entran en las relaciones de sangre, las diferencias de
género y los grupos de edad, no desaparecen
simplemente una vez que la sociedad comienza a
adquirir sus propias fuerzas generativas de
desarrollo. La naturaleza está profundamente
entrelazada con muchos de estos cambios sociales.
Pero la dimensión natural de la sociedad es
modificada, complicada y alterada por la
socialización de los hechos biológicos que existen en
la vida social en todo momento.
Considérese uno de los cambios principales en las
primeras sociedades que habría de influir
profundamente sobre la evolución social: la creciente
autoridad de los hombres sobre las mujeres. En
ningún caso queda claro que la supremacía jerárquica
masculina fuera el primero o necesariamente el más
inflexible de los sistemas de jerarquía que habría de
corroer las estructuras igualitarias de la sociedad
humana primaria. La gerontocracia probablemente
precedió a la “patricentricidad”, la orientación de la
sociedad hacia los valores masculinos, o (en su forma
más exagerada) a las jerarquías “patriarcales”. En
efecto, lo que a menudo pasa por tipos bíblicos de
patriarcado son modificaciones patricéntricas de la
gerontocracia en la que todos los miembros jóvenes
de la familia –hombres tanto como mujeres– están
bajo completo dominio del hombre mayor y a menudo
de su cónyuge femenino mayor, la así llamada
matriarca.
Que los hombres nacen con un estatus especial en
relación a las mujeres se convierte en un hecho social
obvio. Pero también depende de hechos biológicos
que son modificados para distintos fines sociales. Los
hombres son físicamente más grandes, más
musculares, y normalmente poseen mayores
cantidades de hemoglobina, dentro del mismo grupo
étnico, que las mujeres. Estoy obligado a agregar que
ellos producen cantidades significativamente mayores
de testosterona que las mujeres –un andrógeno que no
solo estimula la síntesis de proteína y produce mayor
musculatura, sino que también fomenta rasgos de
comportamiento que asociamos con un mayor grado
de dinamismo físico–. Negar estas adaptaciones
evolutivas, que le entregan a los hombres mayor
atletismo en la caza de presas y, luego, de otros
humanos, invocando excepciones individuales a estos
rasgos masculinos es simplemente pasar por alto
importantes datos biológicos.
Ninguno de estos factores y rasgos necesita
producir la subordinación de las mujeres a los
hombres, ni es probable que lo hayan hecho.
Ciertamente, la dominación masculina no tenía
ninguna función cuando el rol de la mujer era tan
central para la estabilidad de la comunidad humana
temprana. Los intentos de institucionalizar la
subordinación de las mujeres, dado su rico dominio
cultural y su rol decisivo en la conservación de la
comunidad, hubiesen sido profundamente destructivos
para la armonía al interior del grupo. Efectivamente,
la misma idea de dominación, por no mencionar la de
jerarquía, tendría que emerger todavía en las
comunidades humanas tempranas que eran
socializadas en los valores del mínimo irreductible,
la complementariedad, la igualdad sustantiva y el
usufructo. Estos valores no eran simplemente un
credo moral; eran parte de una sensibilidad global
que abarcaba al mundo humano así como al no-
humano.
Pero sabemos que los hombres comenzaron a
dominar a las mujeres y comenzaron a darle primacía
a su cultura “civil” por sobre la cultura “doméstica”
de las mujeres. Que esto ocurrió de una manera muy
oscura e incierta es un problema que no ha recibido
la cuidadosa atención que merece. Ambas culturas –
masculina y femenina– mantuvieron una distancia
considerable una de la otra bien avanzada la historia,
incluso a medida que el hombre parecía tomar una
posición preeminente en el ámbito social en casi
todos los campos de actividad. Hay un sentido en el
que los asuntos “civiles” masculinos simplemente
eclipsaron los asuntos “domésticos” femeninos sin
suplantarlos completamente. Hallamos muchas
ceremonias en las sociedades tribales en las que las
mujeres parecen conferir a los hombres poderes que
ellos no tienen realmente, como las representaciones
ceremoniales de la capacidad para dar a luz.
Pero a medida que la sociedad “civil” se volvía
más problemática debido a los invasores, las pugnas
intercomunitarias, y finalmente, la guerra sistemática,
el mundo masculino se volvió más asertivo y
agonístico –rasgos que probablemente harán que los
antropólogos varones le den a la esfera “civil” mayor
prominencia en su literatura, especialmente si no
tienen ningún contacto significativo con las mujeres
de una comunidad preliteraria–. Que las mujeres a
menudo se burlaban de la belicosidad masculina y
vivían vidas enteras por su cuenta en relaciones
personales muy cercanas, es un hecho que parece ir
desvaneciéndose hacia la nota al pie en la mayoría de
las descripciones de los antropólogos. La “choza de
los hombres” se erigía en activa oposición al hogar
de la mujer, donde el ámbito cotidiano de la crianza
de los niños, la preparación de la comida y una vida
social intensamente familiar permanece apenas
percibida por los antropólogos, aunque era
psicológicamente cardinal para los hoscos hombres
de una comunidad. En efecto, la vida sororal
conservaba una vitalidad y una exuberancia
sorprendentes mucho después de la emergencia de las
sociedades urbanas. El habla de las mujeres, sin
embargo, era despreciado como “chisme” y su
trabajo era considerado “servil” incluso en
sociedades euroamericanas.
Irónicamente, la degradación de las mujeres, en sí
misma siempre variable y a menudo incoherente,
aparece cuando los hombres forman jerarquías entre
ellos mismos, como ha mostrado tan hábilmente Janet
Biehl en su esplendida obra sobre la jerarquía[4]. Con
crecientes conflictos intercomunitarios, guerra
sistemática y violencia institucionalizada, los
problemas “civiles” se volvieron crónicos.
Demandaron cada vez mayores recursos, la
movilización de hombres e impusieron demandas en
el dominio de la mujer sobre los recursos naturales.
De la piel del cazador más hábil emergió un nuevo
tipo de criatura: el “hombre grande”, que era también
un “gran guerrero”. Lentamente, cada ámbito de la
sociedad preliteraria era reorientado hacia el
mantenimiento de sus elevadas funciones “civiles”.
El juramento de sangre, basado en lealtades de
parentesco, era gradualmente reemplazado por
juramentos de fidelidad con sus soldadescos
“compañeros” que eran traídos de otros clanes,
extranjeros solitarios, rompiendo así con las
tradicionales líneas de sangre y su santidad.
Aparecieron “hombres inferiores” que estaban
obligados a forjar sus armas, darles sustento,
construir y adornar sus habitaciones y finalmente
erigir sus fortificaciones y monumentalizar sus
hazañas con impresionantes palacios y mausoleos.
Incluso el mundo de la mujer, con sus reservados
fundamentos, era remodelado, en un menor o mayor
grado, con el fin de apoyar al hombre grande con
jóvenes soldados o siervos hábiles, ropajes para
adornarlo, concubinas para complacerlo y con el
crecimiento de aristocracias femeninas, héroes y
herederos que lleven su nombre hacia el futuro. Todos
los elogios serviles a su gran estatura, que son vistos
comúnmente como signos de debilidad femenina,
emergieron, poniendo en claro contraste y volviendo
prominente un ensamble cultural basado en la fuerza
masculina.
El servilismo hacia los jefes, guerreros y reyes no
era simplemente una condición impuesta por los
guerreros a las mujeres. Junto con la mujer servil está
la invariante imagen del hombre servil, cuya espalda
provee un reposapiés para monarcas arrogantes y
capitalistas degradantes. La humillación del hombre
por el hombre comenzó tempranamente en la “choza
de los hombres”, cuando los niños cobardes
experimentaban una vida de burla por su
inexperiencia a manos de los hombres adultos; y los
“hombres pequeños” experimentaban una vida de
desdén por sus logros limitados en comparación con
aquellos de los “hombres grandes”.
La jerarquía, que comienza a levantar
tentativamente su cabeza con las gerontocracias, no
apareció repentinamente en la prehistoria. Expandió
su lugar lentamente, cuidadosamente, y a menudo
sigilosamente, mediante una forma casi metabólica de
crecimiento cuando los “hombres grandes”
comenzaron a dominar a los “hombres pequeños”,
cuando los guerreros y sus “compañeros” comenzaron
a dominar gradualmente a sus seguidores, cuando los
jefes comenzaron a dominar la comunidad y
finalmente cuando los nobles comenzaron a dominar a
los campesinos y siervos.
Del mismo modo, la esfera “civil” de lo masculino
comenzó lentamente a invadir la esfera “doméstica”
de lo femenino. Gradualmente, puso al mundo
femenino cada vez más al servicio del masculino, sin
destruirlo. El mundo sororal, lejos de desaparecer,
tomó una forma oculta, confidencial, que las mujeres
compartieron unas con otras a espaldas de los
hombres, a medida que confrontaban nuevas
relaciones “civiles” creadas por ellos.
De ese modo, en las relaciones de género así como
en las relaciones intramasculinas, no hubo un salto
repentino desde el igualitarismo sexual de las
primeras sociedades preliterarias hacia la
“prioridad” masculina. En efecto, hubiese sido más
bien imposible, como Biehl ha señalado, divorciar la
dominación de la mujer por el hombre de la
dominación del hombre por el hombre. Las dos
siempre interactuaron dialécticamente para reforzarse
mutuamente con actitudes de mando y obediencia que
gradualmente permearon a la sociedad en su conjunto.
En la parte inferior de toda escala social siempre
estuvo el extranjero residente –hombre o mujer– y el
grupo de cautivos de guerra que, con los cambios
económicos, se convirtió en una cuantiosa población
de esclavos.
La transición de una sociedad mayormente
“doméstica” a una mayormente “civil” también estuvo
condicionada por muchos factores menos
perceptibles, pero muy importantes. Mucho antes de
que la dominación se institucionalizara
rigurosamente, la gerontocracia ya había creado un
estado mental que se estructuraba en torno al poder
de los ancianos para mandar y la obligación de los
jóvenes de obedecer. Este estado mental iba mucho
más allá del indispensable cuidado y atención
requeridos para la instrucción de los niños y los
jóvenes en las artes de la sobrevivencia. En muchas
comunidades preliterarias, los ancianos adquirieron
grandes poderes de decisión con respecto al
matrimonio, las ceremonias grupales, las decisiones
sobre la guerra y las disputas intracomunitarias entre
personas y clanes. Este estado mental o, si se quiere,
este condicionamiento, era una presencia
problemática que presagiaba problemas aún mayores
a medida que la jerarquía se extendía generalmente
sobre la sociedad.
Pero incluso en las sociedades tempranas, la
jerarquía era ulteriormente reforzada por los
chamanes y, luego, por los gremios chamánicos que
ganaron prestigio y privilegios por virtud de su muy
incierto monopolio sobre las prácticas mágicas. Sea
la “ciencia del hombre primitivo” o no, el arte del
chamán era ingenuo, en el mejor de los casos, y
fraudulento, en el peor –y más a menudo esto último,
a pesar de los cultos, los aquelarres y la literatura
pop que encontramos al respecto en la actualidad–.
Reiterados fracasos en el uso de las técnicas mágicas
por parte de los chamanes podía ser fatal, no solo
para una comunidad en problemas o para una persona
enferma. Su fracaso podía ser peligroso para el
chamán mismo, que podía llegar a ser atravesado por
lanzas o exiliado en la desgracia.
Así, como anota Paul Radin en su excelente
investigación sobre los chamanes del oeste africano,
los gremios chamánicos siempre buscaron aliados
influyentes que pudieran disminuir la ira y la
incredulidad popular. Dichos aliados a menudo eran
ancianos que se sentían inseguros como resultado de
sus propias capacidades fallidas o jefes en ascenso
que se hallaban necesitados de legitimación
ideológica desde el mundo espiritual[5].
Otro refinamiento más de la jerarquía fue la
transición desde el estatus de “hombre grande” –cuyo
prestigio dependía tanto de su distribución de los
regalos como de sus proezas como cazador– al
estatus de jefe hereditario. Aquí somos testigos de la
notable transmutación de un “hombre grande”, que
debe ganar activamente la admiración pública con
impresionantes acciones de todos los tipos, en un
sabio consejero jefe, que comanda el respeto sin
ninguna prerrogativa de poder, y finalmente, en una
figura casi monárquica que evoca miedo, ya sea por
su considerable séquito de “compañeros” armados,
su estatus como semidios con poderes sobrenaturales
propios, o ambas.
El desarrollo gradado de un “hombre grande” en
un rotundo aristócrata fue influido por alteraciones
básicas en el vínculo de parentesco y su importancia.
El vínculo de parentesco es sorprendentemente
igualitario cuando no es distorsionado. Evoca un
sentido simple de lealtad, responsabilidad, respeto y
apoyo mutuo. Se basa en la fuerza moral de un
sentido compartido de ascendencia, en la creencia de
que somos todos “hermanos” y “hermanas”, por más
ficticios que puedan llegar a ser estos lazos
ancestrales en realidad –y no en el interés material, el
poder, el miedo o la coerción.
El “hombre grande”, el jefe y finalmente el
autócrata socavan este vínculo esencialmente
igualitario. Puede conseguir esto al afirmar la
supremacía de su propio grupo de parientes por sobre
otros, en cuyo caso un clan completo puede adquirir
un estatus real o dinástico con relación a otros clanes
en la comunidad. O puede evadir completamente su
propia parentela y adoptar “compañeros”, ya sean
guerreros, partidarios u otros, que son llevados a su
redil exclusivamente sobre la base de sus propias
proezas y fidelidad sin importar sus afiliaciones
sanguíneas.
Este es un proceso altamente corrosivo. Se crea
otro tipo de “persona” nuevamente: una persona que
no es miembro del grupo de parientes del “hombre
grande” ni, por último, miembro de la comunidad.
Como los mercenarios del Renacimiento o incluso de
la antigüedad clásica, es un “compañero”, con otros
compañeros como él mismo, que se suma a una
“compañía” militar que no tiene tradiciones o
lealtades sociales.
Estas “compañías” fácilmente pueden ponerse en
contra de o sobre la comunidad, conformando una
monarquía o una aristocracia coercitivas. En la
famosa épica sumeria Gilgamesh adoptó a Enkidu, un
completo extraño, como su “compañero”, desafiando
por lo tanto la integridad de todo el sistema de
parentesco como forma de cemento social, y
socavando su compleja red de compromisos que eran
tan esenciales para los valores igualitarios de la
sociedad preliteraria.
Lo que quisiera enfatizar es cuánto de la
diferenciación jerárquica simplemente actualizó y
convirtió relaciones ya existentes de la sociedad
originaria en un sistema de estatus mucho antes de
que emergiera la relación estrictamente económica
que llamamos “clases”. El estatus de edad se fundió
con los cambios en el estatus de género; la sociedad
“doméstica” fue puesta al servicio de la sociedad
“civil”; los gremios chamánicos establecieron
vínculos con las gerontocracias y los grupos
guerreros; y los grupos guerreros modificaron los
lazos de parentesco, en última instancia reduciendo
las comunidades sanguíneas tribales a comunidades
territoriales basadas en la residencia más que en los
lazos de sangre y compuestos por campesinos,
siervos y esclavos.
Nuestra época actual es la heredera de esta vasta
remodelación de la diferenciación de la humanidad,
no solo entre clases sino, mucho antes, entre
jerarquías en las que se incubaba el sistema de
clases. Hoy, estas jerarquías todavía conforman el
suelo fértil para la existencia de opresiones
solapadas por parte de grupos etarios, de mujeres por
hombres y de hombres por hombres, en efecto, un
amplio paisaje de dominación que también da origen
en gran parte a sistemas mayormente explotadores
basados en clases.
Fue solo más tarde que este inmenso sistema de
dominación social se extendió hacia la idea de que la
“humanidad” dominara la naturaleza. Ninguna
sociedad ecológica, por más comunal o benigna en
sus ideales, puede alguna vez remover este
“objetivo” de dominar el mundo natural hasta que ha
eliminado radicalmente la dominación del humano
por el humano, o, en esencia, toda la estructura
jerárquica de la sociedad en la que se basa la noción
misma de dominación. Tal sociedad ecológica debe
atravesar la capa superficial del fango de la
jerarquía, un fango que se filtra desde las fisuras en
las relaciones familiares que existen entre
generaciones y géneros, iglesias y escuelas,
amistades y amores, explotadores y explotados y en
las sensibilidades jerárquicas con respecto al mundo
de la vida en su conjunto.
Recuperar e ir más allá del mundo no-jerárquico
que alguna vez conformó la sociedad humana y sus
valores del mínimo irreductible, la
complementariedad y el usufructo, es una agenda que
corresponde a las secciones finales de este libro.
Baste tener en cuenta que la ecología social ha hecho
de la comprensión de la jerarquía –su ascenso,
alcance e impacto– el aspecto central de su mensaje
de una sociedad ecológica liberadora y racional.
Cualquier agenda que contenga menos que estos
imperativos es oscura, en el mejor de los casos, y
groseramente desorientadora, en el peor.
A riesgo de repetirme, permítaseme enfatizar que
la palabra jerarquía debiera verse estrictamente como
un término social. Extender este término para cubrir
todas las formas de coerción es arraigar ciertos
sistemas de mando y obediencia conscientemente
organizados e institucionalizados en la naturaleza y
darles un aura de eternidad que es comparable solo
con la programación genética de un insecto “social”.
Tenemos mucho más que aprender del destino de
nuestras propias figuras monárquicas en la historia
humana que del comportamiento de las “abejas
reinas” en colmenas.
Figuras como Luis XVI de Francia y Nicolás II de
Rusia, por ejemplo, no se convirtieron en autócratas
porque tuvieran una psiquis y una personalidad
fuertes programadas genéticamente, mucho menos
mentes agudas. Eran hombres ineptos, torpes,
psicológicamente débiles y notoriamente estúpidos
(incluso según descripciones monarquistas de sus
propios reinados) que vivieron en tiempos de
conmoción social revolucionaria. Aun así su poder
fue virtualmente absoluto hasta que fue restringido
por la revolución.
¿Qué les dio ese enorme poder del que
disfrutaron? Su poder solo puede explicarse por el
ascenso de instituciones de soporte diseñadas por el
hombre como burocracias, ejércitos, policías,
códigos legales y judicaturas que conscientemente
favorecieron el absolutismo y una Iglesia
ampliamente difundida, mayormente servil, que en sí
misma se estructuraba según esquemas altamente
jerárquicos. En resumen, un vasto aparato
institucional, afianzado profundamente, que había
estado en construcción por siglos y que fue derrocado
en levantamientos revolucionarios en cosa de
semanas. Aparte de los insectos genéticamente
programados, no tenemos absolutamente ningún
equivalente de dichas jerarquías en el mundo no
humano. Pongamos la palabra “jerarquía” fuera de su
contexto social en la vida humana y crearemos la
mayor de las confusiones al intentar comprender sus
orígenes entre nosotros y los medios para eliminarla
–una capacidad social, debo agregar, que solo
nosotros, como seres humanos, poseemos.
Del mismo modo, la palabra “dominación” debiera
verse estrictamente como un término social si no
queremos perder de vista sus variadas formas
institucionalizadas –formas que son únicamente
humanas–. Los animales ciertamente ejercen coerción
unos sobre otros, usualmente de manera individual,
ocasionalmente incluso como pequeñas “pandillas”
que presumiblemente exigen acceso a aparentes
“privilegios” (una palabra que podemos estirar más
allá de todo reconocimiento si es que examinamos el
“privilegio” comparativamente, tal como existe en
una especie o en otra).
Pero no solo este comportamiento “dominante”
está asociado con uno o unos pocos animales
individuales; es altamente tentativo, a menudo
episódico, informal y entre algunos simios en
particular, tremendamente difuso. Los “privilegios”
que nuestros parientes animales más cercanos
reclaman son muy diferentes en una especie o en otra,
incluso en un grupo o en otro. Instituciones duraderas
como los ejércitos, la policía, e incluso los grupos
criminales, no existen en el mundo animal. Allí donde
parecen existir, como “soldados” en insectos como
las hormigas, son ejemplos de una conducta
genéticamente programada y no instituciones
humanamente diseñadas abiertas al cambio radical
mediante la rebelión.
Es tentador preguntar, en primer lugar, por qué
dichas instituciones sociales coercitivas, más
precisamente jerarquías y sistemas de estatus,
emergieron entre los seres humanos, y no solo cómo
emergieron. En otras palabras, ¿cuáles fueron las
causas que dieron lugar a la dominación y la
sumisión institucionalizadas aparte de las
descripciones de su emergencia y desarrollo?
El estatus, como ya he señalado, apareció entre los
grupos etarios, aunque en una forma inicialmente
benigna. Por ello, una configuración psicosocial de
deferencia hacia los ancianos ya estaba presente en
las primeras sociedades, incluso antes de que las
generaciones mayores comenzaran a reclamar
privilegios reales de parte de las generaciones más
jóvenes. He citado las debilidades y las
inseguridades que produce la edad en los mayores y
su capacidad para presentar su mayor experiencia y
conocimiento al servicio de su creciente estatus.
Las gerontocracias no presentan ningún misterio
como fuente de la consciencia del estatus. Que
aparecieran jerarquías etarias es a menudo una
cuestión de tiempo: el proceso de socialización con
su necesidad de instrucción cuidadosa, creciente
conocimiento y una cada vez mayor reserva de
experiencia era prácticamente garantía de que los
mayores ganasen un grado justificable de respeto y,
en situaciones precarias, buscasen una cierta cantidad
de poder.
Sin embargo, la forma más desafiante del estatus
social probablemente sea el poder que los “hombres
grandes” ganaron y concentraron, inicialmente en
ellos mismos luego en sus “compañías” cada vez más
institucionalizadas. Aquí encontramos una dialéctica
compleja y muy sutil. Los “hombres grandes” eran
notables, como hemos visto, por su generosidad, no
solo por sus proezas. Su distribución ceremonial de
regalos a la gente –un sistema para la redistribución
de la riqueza que adquirió rasgos altamente
neuróticos en las ceremonias de potlatch de los
indígenas del noroeste, donde amargas competencias
entre “hombres grandes” conducían a una orgiástica
“desacumulación” de todo lo que poseían con el fin
de “acumular” prestigio dentro de la comunidad–
puede haber tenido orígenes muy benignos. Ser
generoso y dar era un protocolo social que promovía
la unidad y contribuía a la sobrevivencia misma de la
comunidad humana temprana.
Dado el tiempo y la probable susceptibilidad de
los hombres a buscar aprobación comunal, una
susceptibilidad que se arraigaba en su sentido de
“masculinidad” y en el respeto de la comunidad por
sus proezas físicas, es probable que la “grandeza”
significara poco más que la generosidad y un aprecio
por la destreza y el coraje. Estos hubiesen sido
atributos que cualquier comunidad preliteraria
hubiese valorado en un hombre, así como las mujeres
tenían muchas habilidades que eran profundamente
valoradas. Este tipo de “grandeza”, como sugieren las
ceremonias de potlatch, fácilmente podría haber sido
reificado como un fin en sí mismo. O, como en ciertas
comunidades como los Hopi, al contrario, puede
haber sido visto como socialmente disruptivo por su
estridente individualidad, y por ello, era severamente
restringido. En consecuencia, cuando los
“educadores” euroamericanos intentaban enseñarle a
los niños Hopi a jugar deportes competitivos, tenían
tremendas dificultades para lograr que los niños
mantuvieran el registro de los puntajes. La costumbre
Hopi desalentaba la rivalidad y la confianza en uno
mismo por considerarlo algo dañino para la
solidaridad comunitaria.
A lo largo de este proceso, en efecto, cada
comunidad tuvo que confrontar alternativas en
conflicto a medida que comenzaban a aparecer
jerarquías en potencia: primero, como
gerontocracias, luego como “grandes hombres”
individuales y grupos guerreros. Estas jerarquías
potenciales pueden haber sido desarrolladas a su
propio ritmo, inicialmente con mínimos efectos
divisivos en la comunidad, o pueden haber sido
fuertemente restringidos incluso después de haber
comenzado a aparecer. Hay evidencia de que dichas
tendencias opuestas aparecieron en diversas
comunidades preliterarias, ya sea camino a
convertirse en jerarquías plenas o siendo detenidas
en varios niveles de su desarrollo, cuando no se las
hacía simplemente retroceder hacia una condición
más igualitaria.
En efecto, la costumbre, la socialización y los
preceptos básicos como el mínimo irreductible, la
complementariedad y el usufructo, bien pueden haber
tendido en favor de la restricción de la jerarquía más
que de su cultivo. Esto es evidente en la gran cantidad
de comunidades humanas que existieron bien
avanzada la historia euroamericana y que contaban
con pocas o ninguna institución jerárquica. Solo una
parte sorprendentemente pequeña de la humanidad
desarrolló sociedades que se estructuraron
masivamente en torno a las jerarquías, las clases y el
Estado. Quizá una mayoría evitó en varios grados
este oscuro camino de desarrollo social o, al menos,
ingresó en él solo de un modo limitado.
Pero debiésemos destacar este hecho: una
comunidad que se desarrolla según un esquema
jerárquico, de clases y estatal tiene un impacto
profundo sobre todas las comunidades a su alrededor
que continúan en una dirección igualitaria. Una
comunidad guerrera conducida por un cacicazgo
agresivo compele a las comunidades vecinas
pacificas a crear sus propias formaciones militares y
jefaturas si han de sobrevivir. Una región entera
puede ser modificada de un modo drástico –cultural,
moral e institucionalmente– simplemente como
resultado de jerarquías agresivas en una sola
comunidad.
Podemos rastrear esto de manera clara al estudiar
los cementerios de una comunidad en los Andes que
inicialmente carecía de armas y ornamentos que
tenían que ver específicamente con el estatus, solo
para encontrar que estos sitios comenzaron a exhibir
artefactos guerreros y de prestigio en un nivel
posterior de desarrollo. De hecho, este cambio puede
ser atribuido a la emergencia de una comunidad
vecina que se había embarcado en un desarrollo
social agresivo y orientado a los guerreros en un
tiempo anterior, afectando profundamente la vida
interna de comunidades más pacíficas que la
rodeaban. Así pudo haber sido en muchas partes del
mundo, de manera aislada.
No menos impresionante es la evidencia que
encontramos de cambios en las sociedades indígenas
americanas, desde “imperios” altamente
centralizados, guerreros y cuasi-estatistas hasta
comunidades descentralizadas, más bien pacíficas y
relativamente no-jerárquicas. En sus fases
centralistas y militaristas, pareciera que estos
“imperios” se volvieron tan sobrecargados de jefes,
explotadores, y llegaron a ser tan desgastantes para
las comunidades que controlaban que o colapsaron
bajo su propio peso o simplemente fueron derrocados
por rebeliones locales. Los indígenas constructores
de montículos del Medio Oeste americano o los
Mayas de México pueden haberse embarcado en una
expansión militar vigorosa, solo para desaparecer
cuando ya no podían sostenerse a sí mismos o retener
la obediencia de las poblaciones súbditas. Este
vaivén histórico de instituciones comunales entre la
centralización y la descentralización, comunidades
guerreras y comunidades pacíficas, sociedades
expansivas y sociedades contractivas, tuvo lugar
también en Occidente hasta el surgimiento del
Estado-nación en Europa durante los siglos XV y
XVI.
En la medida en que las mujeres fueron reducidas
a espectadoras de los cambios intracomunitarios que
dieron lugar a la jerarquía, no participaron
significativamente en su desarrollo. Al ser
victimizadas, compartieron con el estrato más bajo de
las jerarquías masculinas una opresión y degradación
que todas las élites dominantes impusieron en sus
subordinados. Los hombres no solo degradaron,
oprimieron y a menudo usaron a las mujeres como
objetos; también oprimieron y asesinaron a otros
hombres en una orgía de matanza y crueldad. Los
primeros reinos del Medio Oriente eran reacios a
mantener prisioneros de guerra masculinos porque
eran considerados potencialmente demasiado
rebeldes, de modo que eran ejecutados antes que
esclavizados. Cuando los esclavos comenzaron a
aparecer en grandes cantidades, eran a menudo
explotados implacablemente y eran tratados,
especialmente en las minas y en la agricultura de gran
escala, con una crueldad espantosa. La fuerza física
masculina se convirtió en un riesgo, más que en una
ventaja, cuando era usada con propósitos
explotadores.
Las causas de la jerarquía no son, entonces, un
misterio. Son bastante comprensibles cuando
escarbamos sus raíces en los aspectos más mundanos
de la vida cotidiana como la familia, la crianza de los
jóvenes, la segmentación de la sociedad en grupos
etarios, las expectativas puestas en el individuo como
hombre o como mujer en la cotidianidad de los
mundos doméstico o “civil” y en los aspectos más
personales de la aculturación así como de las
ceremonias comunitarias. Y la jerarquía no
desaparecerá hasta que modifiquemos radicalmente
estas raíces de la vida cotidiana, y no solo mediante
una transformación económica, con la eliminación de
la sociedad de clases.
No solo las jerarquías preceden a las clases, sino
que, como Biehl ha mostrado, la dominación
masculina sobre otros hombres generalmente
precedió la dominación de las mujeres. Las mujeres
se convirtieron en las espectadoras degradadas de
una civilización orientada a lo masculino que se
levantó por sobre la propia cultura de la mujer, la
corroyó y estableció formas sistemáticas de
manipularla. Cuando los hombres intentaron absorber
la cultura de la mujer, la distorsionaron y la
subordinaron –aunque lo consiguieron solo de forma
limitada–. Las relaciones, afectos y formas de vida
sororales continuaron a espaldas de los hombres y a
menudo fuera de su rango de visión en las alcobas
secretas de la historia, por decirlo de alguna manera.
Los hombres, en cambio, eran a menudo el objeto
de las burlas de las mujeres, incluso en culturas que
eran dominantemente patriarcales. Tampoco las
mujeres aspiraron siempre a participar en una
sociedad “civil” que era aún más brutal para los
hombres que para los animales domésticos. No
olvidemos que no fueron bueyes los que arrastraron
inmensos bloques de piedra por las rampas de las
grandes pirámides del antiguo Egipto, sino
usualmente siervos y esclavos, que eran considerados
como más prescindibles que el ganado.
La emergencia del Estado
La culminación institucionalizada de la civilización
masculina fue el Estado. Aquí nuevamente
encontramos una complicada dialéctica que, si
ignoramos sus sutilezas, puede conducirnos a
discusiones muy simplistas de la formación del
Estado en la que las instituciones estatales irrumpen
repentinamente en la historia, completamente
desarrolladas y derechamente coercitivas. En efecto,
dicha irrupción de estados, desde instituciones
aparentemente “democráticas” a otras altamente
“autoritarias”, son más un fenómeno moderno que
premoderno, particularmente la repentina sustitución
de Estados republicanos por Estados totalitarios.
Excepto en periodos de invasiones, cuando las
aristocracias foráneas fueron rápidamente impuestas
en comunidades relativamente igualitarias, es poco
común encontrar modificaciones rápidas en las
instituciones estatales, comparativamente hablando. A
menos que consideremos cómo comenzó a emerger el
Estado, cuánto se desarrolló y cuán estable era,
encontraremos muchas dificultades incluso para
definir el Estado, y aún más para explorar las formas
que asumió en diferentes sociedades.
Básicamente, el Estado es un sistema profesional
de coerción social –no solamente un sistema de
administración social como es considerado
ingenuamente por el público y por muchos teóricos
políticos–. La palabra “profesional” debe enfatizarse
tanto como la palabra “coerción”. La coerción existe
en la naturaleza, en las relaciones personales, en
comunidades no-estatales, no-jerárquicas. Si bastara
la coerción para definir un Estado, tendríamos que
reducirlo con desesperación a un fenómeno natural,
algo que claramente no es. Solo cuando la coerción
es institucionalizada en una forma profesional,
sistemática y organizada de control social –es decir,
cuando las personas son sacadas de sus vidas diarias
en una comunidad y se espera de ellas no solo que la
“administren”, sino que lo hagan con el apoyo de un
monopolio de la violencia– es que podemos hablar
propiamente de un Estado.
Puede haber diversas aproximaciones a un Estado,
particularmente Estados incipientes, cuasi-Estados o
Estados parciales. En efecto, ignorar estas
gradaciones de la coerción, la profesionalización y la
institucionalización hacia un Estado plenamente
desarrollado es pasar por alto el hecho de que la
estatalidad, como la conocemos hoy, es producto de
un largo y complejo desarrollo. Cuasi-Estados, semi-
Estados e incluso Estados plenamente desarrollados
han sido a menudo muy inestables y con frecuencia
han desangrado su poder a lo largo de años, llegando
a convertirse esencialmente en sociedades sin Estado.
Por ello, históricamente tenemos los vaivenes que
van desde imperios altamente centralizados a
sociedades feudales señoriales e incluso “ciudades-
Estado” bastante democráticas, a menudo con
retornos hacia imperios y Estados-nación, ya sea en
forma autocrática o republicana. Las ideas simplistas
de que los Estados llegan a ser como un bebé recién
nacido, omiten el importantísimo proceso de
gestación del desarrollo estatal y han resultado en una
gran confusión política hasta hoy mismo. Todavía
vivimos con nociones confusas de la actividad
estatal, la política y la sociedad, cada una de las
cuales requiere que se la distinga cuidadosamente de
la otra.
Cada Estado no es necesariamente un sistema
institucionalizado de violencia en interés de una clase
dominante en particular, como el marxismo nos da a
entender. Hay muchos ejemplos de Estados que eran
la “clase dominante” y cuyos intereses existían más
bien aparte e incluso en antagonismo con las clases
privilegiadas, presumiblemente “dominantes” de una
sociedad dada. El mundo antiguo es testigo de clases
distintivamente capitalistas, a menudo altamente
privilegiadas y explotadoras, que fueron frustradas
por el Estado, circunscritas por él y en última
instancia devoradas por él –lo que en parte es la
razón por la que una sociedad capitalista nunca
emergió del mundo antiguo–. El Estado no
“representa” otros intereses de clase, como los de los
nobles terratenientes, los comerciantes, los artesanos
y otros. El Estado ptolemaico en el Egipto helénico
era un interés por sí mismo y no “representaba”
ningún otro interés que el suyo propio. Lo mismo
ocurre con respecto a los Estados azteca e inca, hasta
que fueron reemplazados por invasores españoles.
Bajo el Emperador Domiciano, el Estado romano se
convirtió en el principal “interés” del imperio,
sobrepasando los intereses incluso de la aristocracia
terrateniente que sostenía una posición de tanta
primacía en la sociedad mediterránea.
Tendré mucho que decir sobre el Estado cuando
distinga la actividad estatal de la política y lo
auténticamente político de lo social. Por ahora
debemos dar un vistazo a las formaciones tipo-Estado
que eventualmente produjeron diferentes tipos de
Estados.
Un cacicazgo, rodeado de una “compañía” de
guerreros de apoyo como el Estado azteca, es todavía
un tipo incipiente de formación estatal. El monarca
aparentemente absoluto era seleccionado de un clan
real por un concejo de ancianos del clan, sus
habilidades eran cuidadosamente puestas a prueba y
podía ser removido si resultaba ser inadecuado para
cumplir sus responsabilidades. Como el Estado
espartano altamente militarista, los caciques o reyes
todavía estaban circunscritos por tradiciones tribales
que habían sido modificadas para producir la
centralización del poder.
Algunos estados del Medio Oriente, como el
egipcio, el babilonio y el persa, eran prácticamente
los hogares extendidos de monarcas individuales.
Conformaban una notable amalgama de una sociedad
“doméstica” con una sociedad territorial: un
“imperio” era visto principalmente como la tierra
adjunta al palacio del rey y no estrictamente como
una unidad territorial administrativa. Faraones, reyes
y emperadores eran nominalmente dueños de la tierra
(a menudo en conjunto con el clero) al cuidado de las
deidades, que eran encarnadas en el monarca o
representadas por él. Los imperios de los reyes
asiáticos y norafricanos eran “hogares” y los
habitantes eran vistos como “sirvientes del palacio”,
no como ciudadanos en ningún sentido occidental del
término.
Estos “Estados”, en efecto, no eran simplemente
motores de explotación o control en el interés de una
“clase” privilegiada. Eran hogares resplandecientes
con vastas burocracias y séquitos aristocráticos que
eran Estados que perseguían sus propios intereses y
se perpetuaban a sí mismos. La administración era
vista como la tarea de mantener un hogar muy costoso
con monumentos a su poder que gravaban y
socavaban prácticamente toda la economía. En el
Antiguo Reino de Egipto, posiblemente se puso el
mismo esfuerzo en la construcción de pirámides,
templos, palacios y mansiones que en el
mantenimiento del sistema de irrigación del valle del
Nilo. El Estado egipcio era muy real pero se
“representaba” solo a sí mismo. Concebido como un
“hogar” y un terreno sagrado en el que el Faraón
encarnaba a una deidad, el Estado era casi congruente
con la sociedad misma. Era, en efecto, un tremendo
Estado social en el que la diferenciación de la
política y la sociedad era realmente mínima. El
Estado no existía por sobre la sociedad o aparte de
ella; las dos eran esencialmente una: un hogar social
extendido y no una agrupación de instituciones
coercitivas independientes.
La polis griega de la época clásica no nos ofrece
una imagen más completa del Estado de la que
encontramos en el Medio Oriente. Atenas puede ser
considerada como el apogeo de la política de clase
en contraste con el mundo privado del hogar basado
en la vida familiar, el trabajo, las amistades y las
necesidades materiales que puede propiamente ser
llamado social o la administración de ejércitos,
burócratas, sistemas judiciales, policía y otros afines,
que podemos propiamente llamar arte de gobernar.
Puesta en el contexto de esta distinción triple –social,
política y estatal– la polis ateniense es muy difícil de
definir. El Estado, más propiamente el cuasi-Estado
creado por los atenienses en la época de Pericles,
poseía atributos tremendamente tribales que
involucraban directamente la participación de una
ciudadanía mayormente masculina en actividades
aparentemente estatistas. Estos atenienses habían
inventado la política: la administración directa de los
asuntos públicos por una comunidad en su conjunto.
Hay que reconocer que esta comunidad política o
“dominio público”, como ha sido llamado, existió
dentro de un dominio mayor de residentes
extranjeros, mujeres de todas las clases y esclavos,
todos privados de derechos. Esta gran población sin
derechos proveía los medios materiales para que
muchos ciudadanos atenienses pudieran darse cita en
asambleas populares, funcionar como jurados
masivos en juicios y administrar colectivamente los
asuntos de la comunidad. Aquí la política había
comenzado a diferenciarse del dominio social de la
familia y el trabajo.
Pero, ¿era esta polis realmente un Estado? Que los
atenienses de la época clásica ejercieron coerción
contra esclavos, mujeres, extranjeros y polis rivales
es claramente evidente. En el Mediterráneo oriental,
la influencia ateniense se volvió crecientemente
imperial a medida que la ciudad forzaba a otras polis
a unirse a la Liga Délica controlada por Atenas y les
cobraba impuestos, usando estos fondos para
mantener a la ciudadanía ateniense y engrandecer la
polis. Las mujeres de estratos altos y en ascenso eran
a menudo confinadas a sus casas y obligadas a
mantener una base doméstica para la vida pública de
sus maridos.
Las limitaciones de la democracia ateniense no son
absueltas por decir que las mujeres eran degradadas a
lo largo de gran parte del mundo mediterráneo, quizá
aún más en Atenas que en otras regiones, ni las
absuelve decir que los atenienses eran generalmente
menos severos en su trato con los esclavos que los
romanos. Pero, en el mismo sentido, no podemos
ignorar el hecho de que la Atenas clásica fue
históricamente única, en efecto, no tuvo precedentes,
en gran parte de la historia humana, debido a las
formas democráticas que creó, el alcance de su
funcionamiento y su fe en la competencia de sus
ciudadanos para administrar los asuntos públicos.
Estas instituciones eran formas de una democracia
directa, como veremos, y reflejan una aversión
pública hacia la burocracia que hace que ellas sean
las instituciones estructuralmente más democráticas
en la carrera de la vida política humana. El Estado
ateniense, en efecto, no era un fenómeno
completamente desarrollado.
De hecho, no puedo subrayar lo suficiente que
Atenas, como muchas otras “ciudades-Estado”, se
hubiese desarrollado normalmente hacia una
oligarquía si exploramos la forma en que muchas
ciudades autónomas eventualmente se volvieron cada
vez más autoritarias y estratificadas internamente.
Este fue el caso de Roma, las ciudades-Estado
italianas de la Baja Edad Media, las federaciones de
ciudades germanas, y los municipios de Nueva
Inglaterra en América. Uno podría seguir
interminablemente y citar ciudades descentralizadas,
aparentemente libres e independientes que
eventualmente pasaron de ser comunidades más bien
democráticas a aristocracias.
Lo que es destacable de Atenas es que la tendencia
aparentemente “normal” hacia la oligarquía fue
conscientemente revertida por los cambios radicales
introducidos por Solón, Clístenes y Pericles en toda
la estructura institucional de la polis. Las
instituciones aristocráticas fueron firmemente
debilitadas y conscientemente abolidas o reducidas a
meros cuerpos ceremoniales, mientras que a las
instituciones democráticas se les otorgó cada vez más
poder y eventualmente incluyó a toda la ciudadanía
masculina, sin importar la propiedad o riqueza que
tuvieran. El ejército fue convertido en una milicia de
infantería cuyo poder comenzaba a exceder, por lejos,
el de la caballería aristocrática. Por ello, todos los
rasgos negativos de la democracia ateniense, tan
comunes en el Mediterráneo y en esa época en
general, deben ser vistos en el contexto de una
inversión revolucionaria de la tendencia normal hacia
la oligarquía en la mayoría de las ciudades-Estado.
Es fácil censurar esta democracia porque
descansaba en una gran población esclava y
degradaba el estatus de las mujeres. Pero hacerlo con
arrogancia desde las alturas con una distancia de más
de dos mil años, con una visión retrospectiva que ha
sido enriquecida por un debate social interminable,
es levantarse a uno mismo de los propios cordones de
la tremenda riqueza de los hechos históricos. En
efecto, es ignorar aquellos raros momentos de
creatividad democrática que aparecieron en
Occidente y han nutrido ricas tradiciones utópicas y
libertarias.
Efectivamente no encontramos el Estado como
aparato plenamente profesional y específico
arraigado en el interés de clase hasta que vemos la
emergencia de las naciones modernas en Europa. El
Estado-nación, como lo conocemos hoy, finalmente
despoja a la política de todas sus características
aparentemente tradicionales: democracia directa,
participación ciudadana en los asuntos de la vida
gubernamental y una responsabilidad sensible al
bienestar comunitario. La misma palabra
“democracia” sufre una degradación. Se convierte en
“representativa” más que cara-a-cara; es altamente
centralizada más que libremente confederal entre
comunidades relativamente independientes; y es
despojada de sus instituciones de base.
Los ciudadanos educados e informados son
reducidos a meros contribuyentes de impuestos que
intercambian dinero por “servicios”, y la educación
pierde su orientación cívica ante un currículo
diseñado para entrenar a los jóvenes en habilidades
recompensadas financieramente. Todavía nos queda
ver cuán lejos irá esta desastrosa tendencia en un
mundo que está siendo dominado por robots
mecánicos, computadores que pueden fácilmente ser
usados para la vigilancia e ingenieros genéticos que
tienen limitadísimos escrúpulos morales.
De este modo, es de enorme importancia que
sepamos cómo llegamos a una condición donde ese
“control” de la naturaleza del que tanto nos
orgullecemos de hecho nos ha vuelto más serviles a
una sociedad dominante que en cualquier otro
momento de la historia. En el mismo sentido, es
inmensamente importante conocer precisamente
aquellos logros humanos en la historia que, por más
fallidos que hayan sido, revelan cómo la libertad
puede institucionalizarse y, ojalá, expandirse más allá
de cualquier horizonte que podamos encontrar en el
pasado.
No hay forma de que volvamos al igualitarismo
ingenuo del mundo preliterario o a la polis
democrática de la antigüedad clásica, ni debiéramos
desearlo. El atavismo, el primitivismo y los intentos
de recapturar un mundo distante con tambores,
cascabeles, rituales artificiales y cánticos cuya
repetición y fantasías invocan a una presencia
sobrenatural –por más que esto pueda ser negado o
afirmado como inocente o “inmanente”– nos desvía
de la necesidad de una discusión racional, una
investigación penetrante de la comunidad y una aguda
crítica del sistema social vigente. La ecología se basa
en las maravillosas cualidades, la fecundidad y la
creatividad de la evolución natural, que se merecen
nuestra más profunda apreciación emocional, estética
y, sí, intelectual –y no en deidades
antropomórficamente proyectadas, sean “inmanentes”
o “trascendentes”–. Nada ganamos yendo más allá de
un marco naturalista, verdaderamente ecológico y
solazándonos en fantasías místicas que son
psicológicamente regresivas e históricamente
atávicas.
No serviremos a la creatividad ecológica
poniéndonos en cuatro patas y aullándole a la luna
como coyotes o lobos. Los seres humanos, no menos
producto de la evolución natural que otros mamíferos,
han ingresado definitivamente al mundo social. Por su
propia potencia mental, enraizada biológicamente,
están literalmente constituidos por la evolución para
intervenir en la biosfera. Dañada como está hoy por
las condiciones sociales actuales, su presencia en el
mundo de la vida marca un cambio crucial en la
dirección de la evolución desde una que es
mayormente adaptativa a una que es, al menos,
potencialmente creativa y moral. En gran parte, su
naturaleza humana está formada socialmente por la
dependencia prolongada, la interdependencia social,
la creciente racionalidad y el uso de dispositivos
técnicos y su aplicación con propósitos. Todos estos
atributos humanos son mutuamente biológicos y
sociales, siendo estos últimos uno de los mayores
logros de la evolución natural.
Las jerarquías, las clases y los Estados
distorsionan las potencias creativas de la humanidad.
Definen si la creatividad ecológica de la humanidad
será puesta al servicio de la vida o al servicio del
poder y el privilegio. Si la humanidad es separada
irrevocablemente del mundo de la vida por la
sociedad jerárquica o es reunida con la vida por una
sociedad ecológica depende de nuestra comprensión
de los orígenes, el desarrollo y, sobre todo, el
alcance de la jerarquía –la medida en la que penetra
nuestras vidas diarias, nos divide en grupo etario
contra grupo etario, género contra género, hombre
contra hombre y produce la absorción de lo social y
lo político en el Estado omniabarcante–. Los
conflictos de una humanidad dividida, estructurada en
torno a la dominación, conducen inevitablemente a
conflictos con la naturaleza. La crisis ecológica, con
su conflictiva división entre humanidad y naturaleza,
surge, sobre todo, a partir de divisiones entre humano
y humano.
Nuestros tiempos explotan estas divisiones de una
forma muy astuta: las mistifican. Las divisiones no
son vistas como sociales sino como personales. Los
conflictos reales entre las personas son conciliados,
incluso ocultados, por recursos a una “armonía”
social que no tiene realidad en la sociedad. Como el
ritual atávico con su recurso apenas oculto al mundo
del espíritu y su “espiritualismo” teísta, el grupo de
encuentro se ha convertido en la arena privatizada
para aprender a “conciliar” –y esto, mientras
tormentas de conflicto se desatan a nuestro alrededor
y amenazan con aniquilarnos–. Que este uso de los
grupos de “encuentro” y de la “espiritualidad” teísta
para conciliar y des-espiritualizar se ha puesto de
moda desde su lugar de incubación en el llamado
Cinturón del Sol al sur de Estados Unidos no es un
accidente. Es algo que ocurre cuando tiene lugar una
genuina campaña, con el nombre de
“posmodernismo”, cuyo fin es descartar el pasado,
diluir nuestro conocimiento de la historia, mistificar
los orígenes de nuestros problemas y fomentar la
desmemoria y la pérdida de nuestros ideales más
ilustrados.
Por ello, nunca antes ha sido más necesario
recuperar el pasado, profundizar nuestro
conocimiento de la historia, demistificar los orígenes
de nuestros problemas, recuperar la memoria de las
formas de libertad y los avances que fueron hechos
para liberar a la humanidad de sus supersticiones,
irracionalidades y, sobre todo, de una pérdida de fe
en las potencialidades de la humanidad. Si vamos a
re-ingresar en el continuo de la evolución natural y
jugar un rol creativo en ella, debemos re-ingresar en
el continuo de la evolución social y jugar un rol
creativo allí también.
No habrá “reencantamiento” de la naturaleza o del
mundo hasta que logremos un “reencantamiento” de la
humanidad y las potencialidades de la razón humana.
[1]Dorothy Lee, Freedom and Culture (Englewood Cliffs,
NJ: Prentice Hall, Inc, 1959), p. 42.
[2]Paul Radin, The World of Primitive Man (Nueva York:
Grove Press, 1960), p. 11.
[3]He examinado este importante y mayormente
descuidado aspecto de la magia en mi libro The Ecology
of Freedom (Palo Alto: Cheshire Books, 1982. La
Ecología de la Libertad, trad. Marcelo Gabriel Burello,
Madrid: Nossa y Jara Editores/Colectivo Los
Arenalejos, 1999). Sin embargo, en ningún caso creo
que esta forma no coercitiva de magia tenga algún
significado en nuestra época. La señalo simplemente en
cuanto ejemplo de cómo las comunidades no
jerárquicas veían el mundo natural, y no como otra
técnica que debiese ser recuperada para el uso de
místicos y teístas modernos. Los primeros cazadores se
equivocaban, por supuesto. Las presas no se ofrecían
gustosamente a las lanzas y flechas más de lo que eran
“forzadas” por prácticas mágicas más coercitivas a
convertirse en alimento para la dieta paleolítica. Intentar
restaurar estos rituales hoy (y nadie sabe muy bien qué
forma tenían) sería, en el mejor de los casos, ingenuo, y
en el peor, cínico. En la medida en que los rituales
tienen algún lugar en una sociedad libre, debiesen ser
nuevos rituales que fomenten una alta estima por la vida
y la consociación humana, y no un descenso a un
atavismo que es absurdo e insignificante para la mente
moderna.
[4]Janet Biehl, “What is Social Ecofeminism?”, en Green
Perspectives, Nº 11.
[5]Paul Radin, op. cit., pp. 212, 215.
Puntos de inflexión en la historia

He intentado mostrar cuán lejos debemos ir y cuán


profundamente debemos entrar en los aspectos más
cotidianos de nuestras vidas para desarraigar la idea
de dominar la naturaleza.
Al hacer esto, he intentado enfatizar la medida en
que la dominación del humano por el humano precede
a la idea de dominar la naturaleza, incluso precede a
la emergencia de las clases y el Estado. He
preguntado –e intentado responder– cómo emergieron
las jerarquías, por qué lo hicieron y por la forma en
que se diferenciaron cada vez más, en grupos de
estatus primero temporales y luego firmemente
establecidos y, finalmente, en las clases y el Estado.
Mi propósito ha sido dejar que estas tendencias se
desplieguen según su propia lógica interna y examinar
todas sus formas matizadas en el camino. Al lector se
le ha recordado insistentemente que la humanidad y
sus orígenes sociales no son menos producto de la
evolución que otros mamíferos y sus comunidades; en
efecto, que los seres humanos pueden expresar una
creatividad consciente en el desarrollo evolutivo de
la naturaleza y pueden ampliarlo, no detenerlo o
revertirlo.
Si la humanidad ha de jugar un rol como este, es
algo que depende del tipo de sociedad que emerja y
de la sensibilidad que la sociedad fomente. Ahora es
importante examinar aquellos puntos de inflexión en
la historia que podrían haber llevado a las personas a
alcanzar una sociedad racional, ecológica, o una
sociedad irracional, antiecológica.
El ascenso de los guerreros
Quizá el primero de los cambios en el desarrollo
social que hizo virar a la sociedad en una dirección
que se volvió seriamente dañina, tanto para la
humanidad como para el mundo natural, fue el
crecimiento jerárquico del dominio civil masculino, a
saber, el ascenso de gerontocracias masculinas,
grupos guerreros, élites aristocráticas y el Estado.
Reducir estos desarrollos altamente complejos al
“patriarcado”, como muchos autores tienden a hacer,
es ingenuo y simplista. No es tan sencillo como que
los “hombres” –una palabra genérica que es tan vaga
como la palabra “humanidad” y que ignora la
opresión de hombres por hombres así como de
mujeres por hombres– se “tomaron” la sociedad, ni
que la sociedad civil masculina simplemente
subvirtió el mundo doméstico de las mujeres
mediante las invasiones de pastores patriarcales
indoeuropeos y semitas, por más importantes que
estas invasiones hayan sido en la subyugación de
muchas sociedades horticulturales tempranas. El
énfasis de algunas ecofeministas, místicos y acólitos
cristianos o paganos en esta teoría de la “toma de la
sociedad” y las invasiones simplemente crea otro
misterio sin resolver: ¿cómo ocurrieron los cambios
dramáticos, como la emergencia del patriarcado, en
las sociedades pastorales que llevaron a cabo la
invasión? Tenemos evidencia de que el ascenso del
dominio civil masculino con su preocupación por los
asuntos intertribales y la guerra lograron una posición
predominante lentamente y de que algunas
comunidades pastorales se orientaban hacia la mujer
en áreas estratégicas como la descendencia y la
herencia de la propiedad, por más que estas
comunidades fueran guiadas por belicosos guerreros.
En muchos casos, el dominio civil de los hombres
se desarrolló con lentitud y probablemente adquirió
importancia con el aumento de las poblaciones
vecinas. Los hombres eran, de hecho, necesitados
para la protección de la comunidad en su conjunto –
incluyendo a sus mujeres– de otros hombres
predadores. La guerra pudo haber emergido o se pudo
haber desarrollado entre comunidades horticulturales
matricéntricas y aparentemente “pacíficas” que
intentaron expulsar a pueblos primitivos cazadores y
recolectores de los bosques que luego iban a ser
convertidos en tierras de cultivo. Seamos francos
sobre esto: por más matricéntricas o pacíficas que
hayan sido las primeras comunidades agrícolas,
probablemente eran más bien guerreras a ojos de los
cazadores que lograron desplazar, es decir, aquellos
pueblos y culturas cazadoras que no estaban en
ningún caso predispuestos a abandonar sus formas
libres de ganadería y asumir el cultivo de alimentos.
Las declaraciones de grandes oradores indígenas, las
palabras de Wovoka, el mesías indígena Paiute de la
Danza Fantasma de la última parte del siglo XIX,
sobre la agricultura del arado, todavía evocan esta
mentalidad: “¿Habré de hundir un cuchillo en el
pecho de mi madre, la Tierra?”.
Pero no podemos dudar mucho de que el lento giro
desde el dominio de los ancianos al del hombre más
viejo o del patriarca, el cambio desde la influencia
de los chamanes animistas a los sacerdocios
adoradores de deidades, y el ascenso de los grupos
guerreros que culminó finalmente en monarcas
supremos, todos conformaron un gran punto de
inflexión en la historia hacia la dominación, las
clases y la emergencia del Estado. Existe la
posibilidad de que las comunidades matricéntricas de
gente de villas pudieran haber dado forma a un
camino de un carácter enteramente distinto para la
humanidad en su conjunto. Basada en el cultivo de
huertos, en herramientas sencillas, el usufructo, el
mínimo irreductible, la complementariedad y los así
llamados valores femeninos del cuidado y la crianza
(que, en cualquier caso, han estado con nosotros en la
socialización de sus niños hasta tiempos recientes), la
sociedad podría haber dado un giro relativamente
benigno en la historia. La preocupación que las
madres comparten normalmente con sus hijos pudo
haberse generalizado como una preocupación que las
personas podrían haber compartido unas con otras. El
desarrollo técnico basado en necesidades limitadas
podría haber continuado muy lentamente hacia formas
sociales cada vez más sofisticadas y la vida cultural
pudo haberse elaborado con considerable
sensibilidad.
Sea inevitable o no, el hecho es que esta
bifurcación en la ruta de la historia temprana habría
de llevar la marca de un giro en un sentido patriarcal,
sacerdotal, monárquico y estatista, y no en un sentido
matricéntrico y no-jerárquico. Los valores guerreros
del combate, la dominación de clase y el dominio del
Estado habrían de formar la infraestructura básica de
todo el desarrollo “civilizado” –no menos en Asia
que en Europa, y no menos en áreas del Nuevo
Mundo, como México y los Andes, que en el Viejo
Mundo.
Los melancólicos intentos de muchos en los
movimientos ecologistas y feministas de retornar, de
un modo u otro, a un mundo de tranquilas villas
neolíticas son comprensibles teniendo en cuenta los
resultados más pesadillescos de la “civilización”.
Pero su imaginería de este mundo distante y su
creciente odio hacia la “civilización” como tal, deja
sitio para sospechar considerablemente.
Ciertamente, es poco probable que las
comunidades cazadoras y recolectoras primitivas
sintieran más amor por sociedades hortícolas
igualmente primitivas que el que sentía un Wovoka,
compartieran o no una creencia en la misma Diosa
Madre. Tampoco es probable que, con la creciente
población, las sociedades agrícolas pudieran haber
retenido los tiernos sentimientos celebrados por las
feministas más atávicas de nuestros días. Los
pastores patricéntricos y los invasores marinos
podrían haber previsto un desarrollo que fuera más
benigno, seguramente, pero habría sido uno difícil de
evadir. Si la “civilización” era concebida en “pecado
original”, era probablemente un “pecado” o mal que
opuso a cultivadores de alimento y cazadores (los
cuales podrían haber sido igualmente matricéntricos y
animistas) y, mucho después, a pastores y
cultivadores.
En cualquier caso, había muchas cosas en la
sociedad tribal y de villas –ya estuviera compuesta
por cazadores o cultivadores– que necesitaban
remedio. Primero que todo, las sociedades tribales y
de villas eran notoriamente localistas. Una
descendencia compartida, ya sea ficcional o real,
lleva a una exclusión del extranjero –excepto, quizá,
cuando se invocan cánones de hospitalidad–. Aunque
las reglas de la exogamia y los imperativos del
comercio tienden a fomentar alianzas entre el
“nativo” y el “extranjero” de una comunidad tribal o
de villa, un “extranjero” puede ser asesinado
sumariamente por un “nativo”. Las reglas de
retribución por robo, asalto y asesinato se aplican
exclusivamente para el “nativo” o sus parientes, y no
para alguna autoridad que exista aparte del grupo de
descendencia común.
Las sociedades tribales y de villas son, en efecto,
sociedades muy cerradas, cerradas a los extranjeros a
menos que se los necesite por sus habilidades, para
repoblar la comunidad luego de guerras costosas y
epidemias letales o como resultado de matrimonios.
Y son sociedades cerradas no solo con los
extranjeros, sino a menudo con las innovaciones
culturales y tecnológicas. Mientras muchos rasgos
culturales pueden expandirse lentamente de una
comunidad tribal y de villas a otra, dichas
comunidades tienden a ser altamente conservadoras
con respecto a las innovaciones básicas. Para bien o
para mal, las formas de vida tradicionales tienden a
atrincherarse profundamente con el paso del tiempo.
A menos que se desarrollen localmente, las nuevas
tecnologías tienden a ser resistidas –por razones
comprensibles, por cierto, si uno toma en cuenta los
efectos socialmente disruptivos que pueden tener en
costumbres e instituciones consagradas–. Pero el dato
duro es que este conservadurismo hace que una
comunidad tribal y de villas sea altamente vulnerable
al control, y en efecto, a la erradicación por parte de
otras comunidades que tengan dispositivos
tecnológicos más efectivos.
Una segunda característica problemática de las
sociedades tribales y de villas son sus limitaciones
culturales. Estas no son sociedades que tiendan a
desarrollar sistemas complejos de escritura, de allí
los términos “no-literarias” o “preliterarias”, con los
cuales son designados por muchos antropólogos. Hoy,
cuando el irracionalismo, el misticismo y el
primitivismo se han puesto de moda entre personas de
clase media acomodada (irónicamente, mediante
obras escritas), la incapacidad de los pueblos no-
literarios de mantener registro de su historia y su
cultura, o de comunicarse por pictografías, es
considerada una bendición primitiva. Comúnmente,
se pasa por alto que la ausencia de escritura
alfabética, de hecho, no solo limitó severamente el
alcance del panorama cultural de los primeros
tiempos, sino que incluso fomentó la jerarquía. El
conocimiento del saber popular, los vínculos
ancestrales, los rituales y las técnicas de
sobrevivencia se transformaron en el tesoro especial
de los ancianos quienes, mediante la experiencia, el
aprendizaje de memoria o ambos, estaban
estratégicamente posicionados para manipular a los
más jóvenes.
La gerontocracia, en mi visión de las primeras
formas de jerarquía, fue posible debido a que los
jóvenes debían consultar a sus ancianos para adquirir
conocimiento. No había rollos o libros disponibles
para reemplazar la sabiduría inscrita en el cerebro de
los más viejos. Los ancianos usaban su monopolio
del conocimiento de manera notoria para establecer
la forma más temprana de dominio en la prehistoria.
El patriarcado mismo le debe mucho de su poder al
conocimiento que el anciano de un clan comandaba
por virtud de la experiencia que se le confería por la
edad. La escritura fácilmente podría haber
democratizado la experiencia social y la cultura, un
hecho astutamente conocido por las élites dominantes
y especialmente la casta sacerdotal, que retuvo un
riguroso control sobre la alfabetización y confinó el
conocimiento de la escritura a “funcionarios” o
clérigos.
Hoy en día ha emergido toda una literatura que
mistifica el primitivismo. Es importante recordarle a
las personas pensantes que la humanidad no nació en
un mundo hobbesiano de guerra de “todos contra
todos”; que los dos sexos fueron alguna vez
mutuamente complementarios cultural y
económicamente; que la desacumulación, la entrega
de regalos, el mínimo irreductible y la igualdad
sustantiva constituían las normas básicas de las
primeras sociedades orgánicas; que la humanidad
vivió en una relación armoniosa con la naturaleza
porque vivió en una condición de armonía social
interna dentro de la misma comunidad. Sin embargo,
no podemos ignorar que este mundo inocente,
vulnerable a las tendencias internas hacia la
jerarquía, así como a los invasores que los
subyugaron a élites guerreras, tenía grandes defectos
que mantuvieron a los seres humanos alejados de la
plena realización de sus potencialidades.
La idea de una humanitas compartida, que podría
poner a gentes de diversos trasfondos étnicos, incluso
tribales, en el proyecto común de construir una
sociedad plenamente cooperativa para que sea
gozada por todos, no existió. Ciertamente llegaron a
formarse confederaciones tribales, a menudo para
mitigar la sangrienta guerra intertribal y con el
propósito expansionista de desplazar a “otros”
pueblos de su tierra. La Confederación Iroqués es
quizá el ejemplo más celebrado de cooperación
intertribal sobre la base de fuertes tradiciones
democráticas. Pero era una Confederación que estaba
enteramente enfocada en sus propios intereses, pese a
todos sus méritos. En efecto, consiguió despertar el
amargo odio de otros pueblos indígenas como los
Hurones y los Illinois, cuyas tierras invadió y cuyas
comunidades asoló.
La emergencia de la ciudad
Después del giro de una senda matricéntrica de
desarrollo a una patricéntrica guerrera, el siguiente
gran punto de inflexión que encontramos en la historia
es la emergencia y el desarrollo de la ciudad. La
ciudad habría de formar una arena social enteramente
nueva, una arena territorial en la que el lugar de
residencia y los intereses económicos prontamente
reemplazaron a las afinidades fundadas en lazos de
sangre.
La naturaleza radical de este giro y su impacto en
la historia son difíciles de apreciar hoy. La urbanidad
es en tal medida parte de la vida social moderna que
simplemente la damos por sentada. Además, se ha
puesto tanto énfasis en que la ciudad aceleró el
desarrollo cultural (escritura, arte, religión, filosofía
y ciencia) y en el ímpetu que le dio al desarrollo
económico (tecnología, clases y la división del
trabajo entre oficios y agricultura), que a menudo no
percibimos los nuevos tipos de asociación humana
que la urbanidad produjo.
Quizá por primera vez, por lo que podemos juzgar,
los seres humanos fueron capaces de interactuar unos
con otros dando relativamente poca importancia a sus
lazos ancestrales y de sangre. La noción de que las
personas eran básicamente parecidas, sin importar su
ascendencia tribal y de villa, comenzó a alcanzar
preeminencia por sobre las diferencias étnicas. La
ciudad reemplazó cada vez más al hecho biológico
del linaje y el accidente del nacimiento en un grupo
de parentesco específico, por el hecho social de la
residencia y los intereses económicos. La gente no
solo nacía en una condición social distinta; en
diversos grados podían comenzar a elegir y cambiar
su condición social. Las instituciones sociales y el
desarrollo de una ecúmene puramente humana llego al
primer plano de la sociedad y gradualmente marginó
a la comunidad tradicional hacia el fondo de la vida
social. El parentesco se retiró más y más al reino
privado de los asuntos familiares y las
desvanecientes relaciones de clan comenzaron a
encogerse en una estrecha familia extendida de
parientes inmediatos en vez del vasto sistema de
“primos” del clan.
Una de las cosas más importantes del nuevo
ordenamiento social creado por la ciudad fue el
hecho de que el extraño o “extranjero” podía ahora
hallar un lugar seguro en una gran comunidad de seres
humanos. Inicialmente, este lugar no le confería
igualdad al “extranjero”. Pese a su declarada apertura
a residentes foráneos, la Atenas de Pericles, por
ejemplo, rara vez les dio la ciudadanía y el derecho
de alegar en la corte, excepto a través de la voz de
ciudadanos atenienses. Pero las primeras ciudades sí
le dieron a los extranjeros una creciente protección
ante el abuso de los “nativos”. En muchos casos de
ciudades emergentes, se estableció un compromiso
entre los valores tribales basados en los lazos de
sangre y los valores sociales basados en las
realidades de la residencia en la que el “extranjero”
adquiría derechos básicos que la sociedad tribal casi
nunca concedía, restringiendo a la vez la ciudadanía
al “nativo” y dándole una mayor latitud de derechos
civiles.
Aún más que hospitalidad, entonces, la ciudad le
ofrecía al “extranjero” una justicia de facto o de jure,
pero lo hacía en la forma de la protección provista
por un monarca y, en años posteriores, por códigos
legales. Mínimamente, tanto el “extranjero” como el
“nativo” eran ahora vistos como seres humanos con
un cuerpo compartido de derechos, no simplemente
como mutuamente excluyentes en su humanidad y
necesidades. Con el auge y el desarrollo de la ciudad,
la idea germinal de que todos los pueblos eran en
cierto sentido un solo pueblo llegó a tomar forma y
alcanzó una nueva universalidad histórica.
No quiero sugerir que este enorme paso en el
desarrollo de la idea de una humanitas común
ocurrió de la noche a la mañana o que no estuvo
acompañado por algunos cambios bastante
cuestionables en la condición humana, como veremos
enseguida. Quizá las ciudades más liberales como las
polis griegas, particularmente la Atenas democrática,
dejaron de conceder la ciudadanía a los residentes
foráneos, como he señalado, en los tiempos de
Pericles. Solón, casi un siglo antes, había entregado
libre y abiertamente la ciudadanía a todos los
forasteros que traían desde el extranjero las
habilidades que Atenas necesitaba. Pericles, el más
democrático de los líderes atenienses,
desafortunadamente abandonó la liberalidad de Solón
e hizo de la ciudadanía un privilegio para los
hombres de ascendencia ateniense comprobada.
Las creencias e instituciones tribales también
permearon las primeras ciudades. Persistían en la
forma de visiones religiosas altamente arcaicas: la
deificación de los ancestros, seguida de jefes tribales
que eventualmente se convertían en monarcas divinos;
la autoridad patriarcal en la vida doméstica; y las
aristocracias feudales que fueron heredadas de las
sociedades de villas de la última parte de la época
Neolítica y de Bronce. Por otro lado, en Atenas y
Roma, el proceso de toma de decisiones de la
asamblea tribal y de villa no solo era mantenido sino
revitalizado y, en Atenas al menos, se le daba la
suprema autoridad durante la época de Pericles.
La ciudad existió en tensión con estas creencias e
instituciones. Continuamente intentaba reinventar las
religiones tradicionales en religiones civiles que
fomentaran la lealtad a la ciudad. El poder de la
nobleza era sostenidamente erosionado y la
capacidad del patriarca de comandar las vidas de sus
hijos era permanentemente desafiada con el fin de
llevar a los jóvenes al servicio de instituciones
civiles como la burocracia y el ejército.
La tensión nunca desapareció completamente. En
efecto, conformó un constante drama de política civil
por casi tres mil años y salió a la superficie en
violentos conflictos como los intentos de aldeas
medievales de subyugar a los nobles y obispos
dominantes. Las ciudades buscaron llevar la
racionalidad, una medida de justicia imparcial, una
cultura cosmopolita y una mayor individualidad a un
mundo que estaba atravesado por el misticismo, el
poder arbitrario, el chovinismo y la subordinación
del individuo al mando de las élites aristocráticas y
religiosas.
Legalmente, al menos, la ciudad no alcanzó la
madurez cívica hasta que el emperador Caracalla en
el siglo III D.C. proclamó a todos los hombres libres
del Imperio Romano ciudadanos de Roma. Los
motivos de Caracalla pueden ser justamente vistos
con sospecha: estaba patentemente interesado en
expandir la base de impuestos del imperio para
cubrir los crecientes costos imperiales. Pero aun
como gesto legal, este acto creó un sentido mundial
de que todos los seres humanos, incluso los esclavos,
pertenecían a la misma especie, que hombres y
mujeres eran uno, sin importar su procedencia étnica,
riqueza, ocupaciones o posición en la vida. La noción
de una gran ecúmene humana había recibido
legitimación a una escala desconocida hasta ese
momento, excepto en la filosofía y en ciertas
religiones (en el judaísmo no menos que en el
cristianismo).
El edicto de Caracalla no disolvió, desde luego,
las barreras localistas que todavía dividían a
distintos grupos étnicos, pueblos y villas. Tierra
adentro, cerca de las fronteras del Imperio y más allá,
estas diferencias eran tan fuertes como lo habían sido
por milenios. Pero el edicto, luego reforzado por la
visión del cristianismo de un mundo unificado bajo el
dominio de una deidad-creadora única y un
compromiso con el libre albedrío individual,
determinan un nuevo estándar para la afinidad humana
que solo pudo haber emergido con la ciudad y sus
valores cada vez más cosmopolitas, racionalistas e
individualistas. No es accidental que el tratado más
famoso de Agustín en defensa del cristianismo se
haya titulado Ciudad de Dios y que los patriarcas
cristianos miraran hacia la ciudad de Jerusalén con el
mismo anhelo que los judíos.
El extendido ordenamiento social iniciado por la
ciudad no fue alcanzado sin la pérdida de muchos
atributos profundamente importantes de la vida tribal
y de villas. La propiedad comunitaria de la tierra y de
los así llamados recursos naturales dio paso a la
propiedad privada. Las clases, categorías basadas en
la propiedad y la administración de dichos
“recursos”, fueron transformándose de jerarquías de
estatus más tradicionales a otras más económicas, de
modo que se presentaba una oposición entre esclavos
y amos, plebeyos y patricios, siervos y señores, y
luego, proletarios y capitalistas.
Tampoco desaparecieron las jerarquías anteriores
y más básicas estructuradas a partir de grupos de
estatus como las gerontocracias, los patriarcados, los
cacicazgos y con el tiempo, las burocracias. En
cuanto grupos de estatus, conformaron las bases
ocultas de relaciones de clase más visibles y
tormentosas. En efecto, los grupos de estatus
simplemente eran presupuestos como un estado de
cosas “natural” de modo que los jóvenes, las mujeres,
los hijos y las masas de gente común comenzaron a
ingresar inconscientemente en complicidad con su
propia dominación por las élites. La jerarquía, de
hecho, se incorporó al inconsciente humano mientras
las clases, cuya legitimidad era más fácil de desafiar
debido a la visibilidad de la explotación, llegó a
ocupar el primer plano de una humanidad en conflicto
y amargamente dividida.
Vista desde este lado negativo, entonces, la ciudad
consolidó la privatización de la propiedad de un
modo u otro: estructuras de clases e instituciones
cuasi o plenamente estatistas. Una tensión entre los
avances alcanzados por la emergencia de la ciudad y
la pérdida de ciertos valores arcaicos pero
profundamente apreciados, incluyendo el usufructo, la
complementariedad y el principio del mínimo
irreductible, hicieron surgir un desconcertante
problema en el desarrollo humano que puede ser
propiamente denominado la “cuestión social”. Esta
frase, alguna vez tan popular entre teóricos radicales,
se refería al hecho de que la “civilización”, a pesar
de sus grandes avances, nunca ha sido plenamente
racional, ni ha carecido de explotación. Para usar la
frase de manera más expansiva, y con un sentido más
ético, uno podría decir que todos los extraordinarios
logros de la humanidad bajo la “civilización”
siempre han estado manchados por el “mal” de la
jerarquía.
“Mal” no es una palabra que Marx haya usado
cuando intentaba convertir la crítica al capitalismo en
una ciencia “objetiva”, libre de toda connotación
moral. Le debemos a Mijaíl Bakunin la idea de que el
“mal” era en efecto una condición a ser tomada en
cuenta en su pensamiento y él intentó propiamente
mostrar que muchos cambios sociales, por más
“necesarios” o inevitables que parecieran en su
momento, se convirtieron en un “mal” en el drama
general de la historia. En su Federalismo, Socialismo
y Antiteologismo, Bakunin observa: “Y no vacilo al
decir que el Estado es un mal, pero un mal
históricamente necesario, tan necesario en el pasado
como lo será su completa extinción tarde o temprano,
tan necesario como lo fueron en el pasado la
bestialidad primitiva y las divagaciones teológicas”.
Dejando a un lado la referencia de Bakunin a una
“bestialidad primitiva” como un prejuicio
comprensible hace más de un siglo, su
reconocimiento de que la humanidad se desarrolló
tanto a través del medio del “mal” como a través del
medio de la “virtud”, se vincula con la sutil
dialéctica de la “civilización” misma. El precepto
bíblico no condenó a la humanidad en vano; hay un
reconocimiento ancestral de que ciertos males no
podían ser evitados en el ascenso de la humanidad
desde la animalidad. Los seres humanos no estaban
más conscientes de estar creando jerarquías cuando
investían autoridad en los ancianos de lo que lo
estaban cuando investían autoridad en los
sacerdocios. La capacidad de razonar ciertas
premisas hacia sus conclusiones no llega tan fácil en
un ser que es, después de todo, un primate
mayormente inconsciente, cuya capacidad para ser
racional es más una potencialidad que una actualidad.
En este sentido, los pueblos preliterarios no estaban
mejor equipados para lidiar con el desarrollo de su
realidad social que aquellos que habían sido
manchados por los peores aspectos de la
“civilización”. Hoy, la “cuestión social” existe para
nosotros precisamente en el hecho de que nos hemos
levantado hacia la luz de la libertad con ojos
semiabiertos, cargados por oscuros atavismos,
antiguas jerarquías y prejuicios profundamente
arraigados a los cuales todavía podríamos regresar,
si persiste la actual contrailustración del misticismo y
el irracionalismo; y esto podría llevarnos a nuestra
ruina. Sostenemos una daga proverbial en nuestras
manos que fácilmente podría ser utilizada para cortar
en ambos sentidos: para nuestra emancipación o para
nuestra destrucción.
La “civilización” ha afilado esta daga,
convirtiéndola en el filo de una navaja, pero no nos
ha entregado una mejor guía para usar tan peligroso
instrumento que el poder conferido sobre nosotros
por la conciencia misma.
El Estado-nación y el capitalismo
Un tercer punto de inflexión histórica lo encontramos
en la emergencia del Estado-nación y el capitalismo.
Los dos –el Estado-nación y el capitalismo– no van
necesariamente juntos, pero el capitalismo triunfa tan
rápido con el surgimiento del Estado-nación que a
menudo son vistos como fenómenos que se
desarrollan conjuntamente.
De hecho, la construcción de nación se remonta a
un tiempo tan lejano como el siglo XII, cuando
Enrique II de Inglaterra y Felipe Augusto de Francia
intentaron centralizar el poder monárquico y adquirir
territorios que eventualmente habrían de conformar
sus respectivas naciones. La nación habría de corroer
lentamente todo poder local, pacificando finalmente
las rivalidades locales entre baronías y aldeas. Los
patrimonios imperiales del mundo antiguo habían
creado inmensos Estados, pero no fueron duraderos.
Compuestos de grupos étnicos completamente
diferentes, estos imperios vivieron en un extraño
equilibrio con las comunidades arcaicas de villas que
apenas habían cambiado, cultural y tecnológicamente,
desde los tiempos neolíticos.
La principal función de esta sociedad de villas era
entregar tributos y trabajo impago a los monarcas. En
otros ámbitos, usualmente se las dejaba tranquilas.
Por ello, la vida local era subterránea, pero intensa.
Una gran parte de la tierra común que existía
alrededor de estas villas estaba abierta para el uso de
todos. Hay evidencia de que incluso la tierra
“privada” era regularmente redistribuida a familias
de acuerdo a sus cambiantes necesidades. La
interferencia desde arriba a menudo era mínima. Los
mayores peligros para esta estable sociedad de villas
provenían de ejércitos invasores y nobles
beligerantes. El resto del tiempo usualmente
permanecían tranquilas, es decir, cuando no eran
saqueadas por aristócratas y recolectores de
impuestos.
La justicia, en este tipo de sociedad, era a menudo
arbitraria. Las quejas del granjero griego, Hesíodo,
acerca de los injustos y egoístas barones locales hace
eco de un antiguo agravio que casi nunca sale a la
superficie en la literatura histórica que tenemos a
nuestra disposición. Los grandes códigos legales que
fueron heredados por el monarca de Babilonia,
Hammurabi, no eran la norma en el mundo
prerromano. Las más de las veces, los avaros nobles
hacían su propia “ley”, adecuada a sus necesidades
personales. El campesino puede haber buscado la
protección de los nobles para él y su comunidad de
los extranjeros saqueadores, pero pocas veces
buscaba justicia. Los imperios eran demasiado
grandes para ser gestionados administrativamente,
mucho menos jurídicamente. El Imperio Romano fue
una gran excepción a esta regla, principalmente
porque era una entidad costera y urbanizada más que
una vasta área tierra adentro con muy pocas ciudades.
Las naciones europeas, al contrario, se formaron a
partir de continentes que la historia esculpió en
territorios crecientemente manejables. Los sistemas
de caminos eran ciertamente pobres y la
comunicación era primitiva. Pero a medida que
emergieron reyes fuertes como Enrique II de
Inglaterra y Felipe Augusto de Francia, la justicia
real y los burócratas comenzaron a penetrar en áreas
otrora remotas y a llegar a las profundidades de la
vida cotidiana de las gentes. No hay duda de que la
“justicia del rey” era bienvenida por los plebeyos y
sus funcionarios actuaban como un amortiguador entre
los arrogantes nobles y las masas atemorizadas. El
desarrollo temprano del Estado-nación, en efecto,
estuvo marcado por un genuino sentido de promesa y
alivio.
Pero el poder real era usualmente un interés en sí
mismo, no una agencia moral para el desagravio de
las quejas populares, y eventualmente se volvió tan
opresivo como los nobles locales que desplazó.
Además, no era una herramienta flexible para
alcanzar el ascenso de la emergente burguesía. Los
reyes Estuardos de Inglaterra, que la catapultaron a la
revolución en la década de 1640, vieron a sus
naciones como patrimonios personales que tanto los
nobles poderosos como la rica burguesía amenazaban
con subvertir.
La idea de que el Estado-nación fue “formado” por
la burguesía es un mito que debiera ser desestimado a
estas alturas. En primer lugar, lo que llamamos
“burgués” en la Baja Edad Media no se parecía en
nada al “industrial” o capitalista industrial que
conocemos hoy. Aparte de algunas acaudaladas casas
bancarias y capitalistas comerciales involucrados en
el mercado del transporte, el naciente burgués era
generalmente un maestro artesano que funcionaba
dentro de un sistema de guildas altamente restrictivo.
Casi no explotaba a un proletario del tipo que
encontramos hoy.
Las disparidades en la riqueza, por cierto,
eventualmente dieron lugar a artesanos que ya no
aceptaban más aprendices y convertían sus guildas en
sociedades privilegiadas para sí mismos y sus hijos.
Pero esta no era la norma. En la mayor parte de
Europa, las guildas fijaban los precios, determinaban
la calidad y la cantidad de los bienes que se
producían y estaban abiertas a aprendices que, con el
tiempo, esperaban convertirse en maestros también.
Este sistema, que regulaba cuidadosamente el
crecimiento, era difícilmente capitalista. El trabajo
era hecho principalmente a mano en pequeños
talleres, donde el maestro se sentaba junto al aprendiz
y atendía las necesidades de un mercado limitado,
altamente personalizado.
En la Baja Edad Media, la economía señorial con
su elaborada jerarquía y sus siervos de la gleba
estaba en disolución, aunque en ningún caso había
desaparecido completamente. Comenzaron a aparecer
granjeros relativamente independientes que
trabajaban como dueños de su tierra o como
inquilinos de nobles ausentes. Al mirar el panorama
amplio de Europa entre los siglos XV y XVIII, uno
encuentra una economía altamente mixta. Junto con
siervos, granjeros inquilinos y pequeños
terratenientes, habían artesanos, algunos más
acomodados y otros más humildes, que coexistían con
capitalistas, la mayoría de los cuales estaba
involucrada en el comercio más que en la industria.
Europa, en efecto, era el centro de una economía
altamente mixta, no una economía capitalista, y su
tecnología, pese a los grandes avances a lo largo del
Medioevo, todavía se basaba en los oficios manuales
y no en la industria. Incluso la producción en masa,
como el sistema organizado en el tremendo arsenal de
Venecia (que empleaba a tres mil trabajadores),
involucraba artesanos, cada uno de los cuales
trabajaba de un modo muy tradicional en pequeñas
alcobas y talleres.
Es importante subrayar estos rasgos del mundo que
precedió directamente a la Revolución Industrial
porque condicionaron tremendamente las opciones
sociales que se abrían para Europa. Previamente a la
era de la monarquía Estuardo en Inglaterra, los
Borbones en Francia y los Habsburgo en España, las
aldeas europeas gozaban de una extraordinaria
autonomía. Las ciudades italianas y alemanas, en
particular, aunque en ningún caso de forma exclusiva,
conformaron fuertes Estados por derecho propio,
tomando formas políticas que iban desde simples
democracias en sus primeros años, a oligarquías en
periodos posteriores. También formaron
confederaciones para luchar contra señores locales,
invasores extranjeros y monarcas absolutos. La vida
cívica floreció en estos siglos, no solo
económicamente, sino que también culturalmente. Los
ciudadanos generalmente debían su lealtad en primer
lugar a sus ciudades y solo en segundo lugar a sus
señores territoriales y naciones emergentes.
El crecimiento del poder del Estado-nación desde
el siglo XVI en adelante se convirtió tanto en fuente
de conflictos como en fuente del orden en el control
de nobles desobedientes. El intento por parte de la
monarquía de imponer soberanía real sobre las
aldeas y ciudades del periodo produjo una era de
ataques casi insurreccionales en contra de los
representantes de la corona. Los registros reales
fueron destruidos, los burócratas asaltados y sus
oficinas demolidas. Aunque a la persona del monarca
se le daba el respeto que correspondía a la cabeza
del Estado, sus edictos eran a menudo ignorados y sus
funcionarios casi eran linchados. La Fronda, una serie
de conflictos iniciados por la nobleza francesa y los
burgueses parisinos contra el creciente poder real
durante la juventud de Luis XIV, prácticamente
demolió el absolutismo y condujo al joven rey fuera
de París hasta que la monarquía reafirmó su poder.
Detrás de estos levantamientos en muchas partes
de Europa encontramos una ascendente resistencia a
las intrusiones por parte del Estado-nación
centralizado sobre las prerrogativas de las aldeas y
ciudades. Este levantamiento municipal alcanzó su
punto más alto a comienzos del siglo XVI, cuando las
ciudades de Castilla se levantaron en contra de
Carlos II de España e intentaron establecer lo que era
esencialmente una confederación municipal. La lucha,
que duró por más de un año, concluyó en la derrota
de las ciudades castellanas después de una serie de
notables victorias por su parte, y su derrota marcó la
decadencia económica y cultural de España por casi
tres siglos. En la medida en que la monarquía
española estaba a la vanguardia del absolutismo real
durante dicho siglo y jugó un rol principal en la
política europea, el levantamiento de las ciudades –o
de los Comuneros, como eran llamados sus
partisanos– creó el prospecto de una vía alternativa
al desarrollo del continente hacia los Estados-nación,
a saber, una confederación de aldeas y ciudades. Por
un tiempo, Europa vaciló genuinamente entre estas
dos alternativas y no fue hasta bien avanzado el siglo
XVII que el Estado-nación se volvió predominante
por sobre una vía confederal.
Sin embargo, no murió la idea de la confederación.
Salió a la superficie entre los radicales de la
Revolución Inglesa que eran condenados por los
seguidores de Cromwell como “anarquistas a la
suiza”. Reapareció, en las confederaciones que los
granjeros radicales intentaron establecer en Nueva
Inglaterra después de la Revolución Americana;
nuevamente, en Francia, en los movimientos radicales
de las secciones –las asambleas barriales de París y
otras ciudades francesas, establecidas durante la
Gran Revolución– y, finalmente, en la Comuna de
París de 1871, que llamó a una “Comuna de
comunas” y a la disolución del Estado-nación.
En la época que precedió inmediatamente a la
formación del Estado-nación, Europa estaba por
enfrentarse a una bifurcación en su camino histórico.
Dependiendo de la fortuna de los Comuneros y de los
sans culottes que atestaban las secciones parisinas de
1793, el futuro del Estado-nación pendía de un hilo.
De haberse movido el continente en la dirección de
las confederaciones urbanas, su futuro hubiese
tomado un curso más benigno socialmente, quizá
incluso una forma más revolucionaria, democrática y
cooperativa que la que habría de adquirir en los
siglos XIX y XX.
De la misma forma, es bastante poco claro que un
desarrollo capitalista industrial del tipo que existe
hoy haya sido predeterminado por la historia. Que el
capitalismo aceleró tremendamente el desarrollo
tecnológico a un ritmo que no tiene precedente en la
historia es un hecho que no requiere discusión
detallada. Y lo mismo con respecto a lo que este
desarrollo tecnológico le hizo a la humanidad y a la
naturaleza –y lo que podría hacer en una sociedad
verdaderamente ecológica–. Pero el capitalismo,
como el Estado-nación, no era ni una “necesidad”
inevitable”, ni una “precondición” para el
establecimiento de una democracia cooperativa o
socialista.
En efecto, importantes fuerzas tendieron a inhibir
su desarrollo y predominancia. En cuanto sistema de
mercado amargamente competitivo basado en la
producción para el intercambio y la acumulación de
la riqueza, el capitalismo y una mentalidad
capitalista, con su énfasis en el egoísmo individual,
se presentaba en gran parte en oposición a tradiciones
y costumbres profundamente arraigadas, incluso a las
realidades vividas de las sociedades precapitalistas.
Todas las sociedades precapitalistas habían puesto en
muy alta estima la cooperación más que la
competencia, por más que este énfasis haya sido
comúnmente desatendido, o en efecto, usado para
movilizar fuerzas de trabajo colectivas al servicio de
las élites y los monarcas. Sin embargo, la
competencia como modo de vida –como “sana
competencia”, para usar la jerga burguesa moderna–
era simplemente inconcebible. El comportamiento
masculino agonístico en los tiempos antiguos y
medievales, ciertamente, no era poco común, pero
generalmente se enfocaba en el servicio público de
una u otra forma y no en el propio engrandecimiento
material.
El sistema de mercado era esencialmente marginal
en un mundo precapitalista, particularmente en uno
que enfatizaba la autosuficiencia. Cuando el mercado
alcanzó prominencia, digamos, en tiempos
medievales, era cuidadosamente regulado por guildas
y preceptos cristianos contra el interés y el lucro
excesivo. Ciertamente, el capitalismo siempre
existió, como observó Marx, “en los intersticios del
mundo antiguo” –y del medieval, uno podría
agregar–, pero en general no alcanzó un estatus
socialmente dominante. La primera burguesía, de
hecho, no tenía aspiraciones mayormente capitalistas;
sus fines últimos eran determinados por la
aristocracia de modo que los capitalistas de tiempos
antiguos y medievales invertían sus ganancias en
tierra e intentaban tener una vida de clase alta
después de retirarse de los asuntos de negocios.
El crecimiento, también, era criticado como una
grave violación de tabúes sociales y religiosos. El
ideal del “límite”, la clásica creencia griega en el
“justo medio”, nunca perdió completamente su
impacto en el mundo precapitalista. En efecto, desde
tiempos tribales hasta bien avanzados los tiempos
históricos, la virtud fue definida como un fuerte
compromiso del individuo con el bienestar de la
comunidad y el prestigio era adquirido al disponer de
la riqueza en forma de regalos, no al acumularla.
No sorprende que el mercado capitalista y el
espíritu capitalista que enfatizaba el crecimiento
infinito, la acumulación, la competencia y aún más
crecimiento y acumulación para las ventajas
competitivas en el mercado, hayan encontrado
interminables obstáculos en las sociedades
precapitalistas. Los nacientes capitalistas del mundo
antiguo rara vez ascendían a un estatus superior al de
funcionarios de monarcas imperiales que necesitaban
mercaderes para adquirir mercancías raras y exóticas
de lugares muy lejanos. Sus ganancias eran fijas y sus
ambiciones sociales eran restringidas.
Los emperadores romanos dieron mayor libertad a
la temprana burguesía, por cierto, pero la despojaban
sin problemas mediante impuestos y expropiaciones
episódicas. El mundo medieval en Europa le dio a la
burguesía una carta blanca sustancialmente mayor,
particularmente en Inglaterra, Flandes y el norte de
Italia. Pero incluso en el mundo cristiano más
individualista, los capitalistas se encontraron con
fuertes sistemas de guildas que circunscribían
duramente el mercado y eran usualmente
mesmerizados por los valores aristocráticos de la
buena vida que operaba en contra de las virtudes
burguesas de la parsimonia y la acumulación
material.
En efecto, en la mayor parte de Europa, la
burguesía era vista como una clase inferior
desdeñable: demoníaca en su pasión por la riqueza,
arribista en sus ambiciones de pertenecer a la
nobleza, culturalmente perturbadora en su proclividad
por el crecimiento y amenazante por su fascinación
por la innovación tecnológica. Su supremacía en la
Italia y el Flandes del Renacimiento era altamente
inestable. Derrochadores condotierri como los
Medici, que lograron el control de las principales
ciudades del norte de Italia, devoraron las ganancias
del comercio en gastos ostentosos para palacios,
monumentos cívicos y armamento. Los cambios en las
rutas comerciales, como el giro en el intercambio
desde el Mediterráneo al Atlántico en los años que
siguieron a la captura turca de Constantinopla (1453),
finalmente condenó a las ciudades-Estado italianas a
ocupar un lugar secundario en Europa. Fue el gran
avance del capitalismo en Inglaterra lo que le dio a
esta economía supremacía nacional y finalmente
global.
Este avance tampoco fue un hecho inevitable de la
historia, ni la forma que tomó estaba predeterminada
por fuerzas sociales suprahumanas. El Estado y la
economía inglesa fueron quizá las más laxamente
construidas en Europa. La monarquía nunca alcanzó
el absolutismo logrado por Luis XIV en Francia, ni
fue Inglaterra una nación claramente definible. Nunca
llegó a un arreglo con sus vecinos celtas en Escocia,
Gales y, menos aún, con Irlanda, a pesar de infinitos
intentos de incorporarlos a la sociedad anglo-sajona.
El feudalismo tampoco estuvo profundamente
establecido en el reino, pese a la actual preocupación
inglesa por el estatus. En una sociedad tan porosa,
con una historia tan inestable, el mercader y, más
tarde, el capitalista industrial encontraron un mayor
grado de libertad para el desarrollo que en ningún
otro lugar.
La nobleza inglesa, a su vez, era mayormente una
nouvelle élite que fue instalada por los monarcas
Tudor después de que la tradicional nobleza
Normanda casi se destruyó a sí misma en la
sangrienta Guerra de las Rosas en el siglo XV. Los
nobles, a menudo de orígenes humildes, no tenían
aversión por sacar un buen provecho del comercio.
Para amasar grandes fortunas vendiendo lana en la
industria textil de Flandes, cercaron arbitrariamente
las tierras comunes del campesinado y las
convirtieron en tierras de pastoreo.
La difusión del sistema capitalista de
“externalización”, además, en el que los así llamados
agentes llevaban lana a las cabañas familiares,
pasándole los hilos no terminados a los tejedores y
luego a los tintoreros, llevó eventualmente a la
concentración de todos los labradores en “factorías”,
donde eran obligados a trabajar en condiciones duras,
explotadoras y altamente disciplinadas. De este
modo, la nueva burguesía industrial franqueó las
tradicionales restricciones de las guildas en las
aldeas y llevó a una creciente clase de proletarios
desposeídos a su servicio. Cada trabajador podía
ahora ser puesto a trabajar competitivamente contra
otros en un mercado de trabajo presumiblemente
“libre”, disminuyendo los salarios y entregando
inmensas ganancias en el nuevo sistema de factorías
que se desarrolló cerca de los principales centros
urbanos de Inglaterra.
En la así llamada Gloriosa Revolución de 1688 –
no confundir con la tormentosa Revolución Inglesa de
la década de 1640– los avaros nobles ingleses y sus
contrapartes burguesas llegaron a un acuerdo político.
A la aristocracia se le permitió administrar el Estado,
la monarquía fue reducida a un mero símbolo de la
unidad interclase y a la burguesía se le dio carta
blanca para administrar la economía. Permitiendo
pugnas entre varias élites dominantes, la clase
capitalista inglesa disfrutó el derecho virtualmente
irrestricto de saquear Inglaterra y mover sus
operaciones al extranjero para reclamar la India,
grandes partes de África y bastiones comerciales
estratégicos en Asia.
Antes del capitalismo existieron economías de
mercado. En efecto, coexistieron con economías
bastante comunales. Hay periodos en la Época
Medieval que son testigos de un fascinante equilibrio
entre aldea y campo, oficios y agricultura, habitantes
de burgos y cultivadores de alimento e innovaciones
tecnológicas y restricciones culturales. Este mundo
habría de ser idealizado por escritores románticos en
el siglo XIX y por Pedro Kropotkin, el anarquista
ruso, que exhibió una aguda sensibilidad por las
diversas alternativas al capitalismo ofrecido por una
sociedad y una mentalidad cooperativas en distintos
momentos de la historia.
El rápido surgimiento del capitalismo inglés en el
siglo XVIII y la extensión global de su alcance en el
siglo XIX alteró estos prospectos radicalmente. Por
primera vez, la competencia era vista como algo
“saludable”; el comercio como algo “libre”; la
acumulación como evidencia de “parsimonia”; y el
egoísmo como evidencia de un interés en sí mismo
que operaba como una “mano invisible” al servicio
del bien común. Conceptos de “salud”, “libertad”,
“parsimonia” y “bien común” habrían de servir como
soporte de la ilimitada expansión y el saqueo
irracional, no solo de la naturaleza, sino también de
los seres humanos. Ninguna clase de proletarios en
Inglaterra sufrió menos durante la Revolución
Industrial que las inmensas manadas de búfalos que
fueron exterminadas en las planicies estadounidenses.
Ningún valor y comunidad humana fue menos
distorsionada que los ecosistemas de plantas y
animales que fueron despojados de sus bosques
originales en África y Sudamérica. Hablar de la
depredación de la “humanidad” de la naturaleza es
una burla ante la depredación del humano por el
humano tal como es representada en las tormentosas
novelas de Charles Dickens y Émile Zola. El
capitalismo dividió a la especie humana contra sí
misma de un modo tan agudo y brutal como el que
dividió a la sociedad contra la naturaleza.
La competencia comenzó a permear cada nivel de
la sociedad, no solo poniendo a los capitalistas
contra los capitalistas en la lucha por el control del
mercado. Puso al comprador contra el vendedor, a la
necesidad contra la codicia y al individuo contra el
individuo en los niveles más elementales de la
convivencia humana. En el mercado, un individuo se
enfrentaba a otro con un refunfuño, incluso cuando, en
cuanto trabajadores, cada uno buscaba, como un
asunto de mera sobrevivencia, conseguir el mejor
provecho del otro. Ningún discurso moralizante y
piadoso puede alterar el hecho de que la rivalidad en
el nivel más molecular de la sociedad es una ley
burguesa de la vida, en el sentido literal de la palabra
“vida”. La acumulación para menoscabar, comprar o
de otro modo absorber o superar a un competidor es
una condición para la existencia en un orden
económico capitalista.
Que la naturaleza también es víctima de esta furia
social competitiva, acumulativa y siempre en
expansión sería obvio si no fuera por el hecho de que
hay una fuerte tendencia a fechar los orígenes de esta
tendencia social en el origen de la tecnología y la
industria como tal. Que la tecnología moderna
magnifica factores económicos como más
fundamentales –a saber, el crecimiento como ley de la
vida en una economía competitiva y la
mercantilización de la humanidad y la naturaleza– es
un hecho evidente. Pero la tecnología y la industria en
sí mismas no convierten cada ecosistema, especie,
pedazo de suelo, vía fluvial, o, en ese caso, los
océanos y el aire, en meros recursos naturales. No
monetizan y le ponen precio a todo lo que pueda
explotarse en la lucha competitiva por la
sobrevivencia y el crecimiento[1]. Hablar de “límites
del crecimiento” en una economía de mercado
capitalista es tan insignificante como hablar de
límites de la guerra en una sociedad guerrera. Las
piedades morales que hoy vociferan muchos
ambientalistas bienintencionados son ingenuas, en el
mismo sentido en que las piedades morales de las
multinacionales son manipuladoras. El capitalismo no
puede ser “persuadido” a limitar el crecimiento más
de lo que un ser humano puede ser “persuadido” a
dejar de respirar. Los esfuerzos por un capitalismo
“verde”, por volverlo “ecológico”, están condenados
por la misma naturaleza del sistema en cuanto
sistema de crecimiento interminable.
En efecto, los preceptos más básicos de la
ecología, como la preocupación por el equilibrio, un
desarrollo armónico hacia una mayor diferenciación,
y en última instancia, la evolución de mayor
subjetividad y mayor conciencia, se hallan en
contraste radical con una economía que homogeneiza
la sociedad, la naturaleza y el individuo, y que divide
al humano contra el humano y la sociedad contra la
naturaleza con una ferocidad que debe finalmente
destrozar el planeta.
Por generaciones, los teóricos radicales opinaron
sobre los “límites internos” del sistema capitalista,
los mecanismos “internos” dentro de sus operaciones
como economía, que producirían su autodestrucción.
Marx ganó el aplauso de muchos escritores por
presentar la posibilidad de que el capitalismo fuera
destruido y reemplazado por el socialismo debido a
que entraría en una crisis crónica de disminución de
ganancia, de estancamiento económico y de guerra de
clases con un proletariado cada vez más
empobrecido. Ante los profundos dislocamientos
biogeoquímicos que han abierto grandes agujeros en
la capa de ozono y aumentado la temperatura del
planeta mediante el “efecto invernadero”, ahora estos
límites son claramente ecológicos. Cualquiera sea el
destino del capitalismo como sistema que tiene
“límites internos” en un sentido económico, podemos
decir enfáticamente que tiene límites externos en un
sentido ecológico.
En efecto, el capitalismo encarna plenamente la
noción de “mal” de Bakunin sin la cualificación de
que es “socialmente necesario”. Más allá del sistema
capitalista no quedan “puntos de inflexión en la
historia”. El capitalismo marca el fin del camino en
un largo desarrollo social en el cual el mal penetró en
el bien y lo irracional penetró en lo racional. El
capitalismo, en efecto, constituye el punto de
absoluta negatividad para la sociedad y el mundo
natural. Uno no puede mejorar este orden social,
reformarlo o rehacerlo en sus propios términos con
un prefijo ecológico como “ecocapitalismo”. La
única opción que tenemos es destruirlo, puesto que
encarna todas las enfermedades sociales –desde los
valores patriarcales, la explotación de clase y el
estatismo a la avaricia, el militarismo, y ahora, el
crecimiento por el crecimiento– que han afectado a la
“civilización” y envilecido sus grandiosos avances.
[1]Substituir al capitalismo con palabras como “sociedad
industrial” puede ser así muy confuso. El capitalismo
“industrial”, en efecto, precedió a la Revolución
Industrial. En el famoso arsenal de Venecia, una gran
fuerza de trabajo utilizaba herramientas muy
tradicionales, y en las primeras fábricas de Inglaterra la
fuerza de trabajo se estructuraba en torno a máquinas y
técnicas bastante simples. Lo que estas fábricas hicieron
fue intensificar el proceso laboral, no introducir
innovaciones técnicas particularmente asombrosas. Las
innovaciones vinieron después. Hablar de una “sociedad
industrial” sin una referencia explícita a las nuevas
relaciones sociales introducidas por el capitalismo, a
saber, el trabajo asalariado y un proletariado
desposeído, a menudo le otorga a la tecnología poderes
místicos y un grado de autonomía que no tiene
realmente. Crea también la desorientadora idea de que
la sociedad puede vivir con una economía de mercado
“verde”, “ecológica” o “moral”, aun en las condiciones
del trabajo asalariado, el intercambio, la competencia y
otros semejantes. Este mal uso del lenguaje le imputa a
la tecnología –gran parte de la cual podría ser muy útil
social y ecológicamente– lo que realmente debiese
imputársele a un cuerpo muy distintivo de relaciones
sociales, a saber, las relaciones sociales capitalistas.
Puede que se gane una mayor “influencia” en un
público ignorante al usar esta expresión, pero a menudo
es a expensas de maleducar a la gente.
Ideales de libertad

He mencionado los intentos populares de resistir la


inmersión de la sociedad en el “mal”, a saber, la
resistencia de los Comuneros españoles y de los sans
culottes franceses ante el Estado-nación y, menos
directamente, de los artesanos y granjeros
independientes ante el capitalismo.
Pero la deriva de las instituciones patricéntricas,
urbanas y económicas en una dirección cada vez más
antihumanista y antiecológica fue combatida por la
gente de una forma generalizada y con ideas más
explosivas de lo que he indicado. Hoy, cuando
corremos el riesgo de perder todo el conocimiento de
la historia y, particularmente, de la tradición
revolucionaria y las alternativas utópicas que ofreció,
es muy importante que examinemos los movimientos
libertarios que emergieron en cada uno de los puntos
de inflexión de la historia, así como las ideas de
libertad que propusieron. Aquí encontraremos un
notable desarrollo de ideas que buscaron
contrarrestar la inmersión de la “civilización” en el
mal. En efecto, encontraremos progreso en su sentido
más auténtico: una ampliación de las luchas sociales
para abarcar asuntos más y más fundamentales y una
sofisticación del concepto mismo de libertad.
Permítaseme establecer desde el comienzo una
distinción muy importante entre los ideales de
libertad y las nociones de justicia. Las dos palabras
han sido usadas de manera intercambiable de tal
forma que se han vuelto casi sinónimos. En realidad,
la justicia difiere profundamente de la libertad, y es
importante que desacoplemos claramente una de la
otra. Históricamente, han dado lugar a tipos de luchas
muy diferentes y hasta hoy expresan exigencias
radicalmente diferentes a los sistemas de autoridad.
La distinción entre meras reformas y cambios
fundamentales en la sociedad reside, en gran parte, en
las demandas por la justicia y en las demandas por la
libertad, por más que ambas hayan permanecido muy
cercanas en situaciones sociales muy fluidas.
La justicia es la demanda de equidad, de “juego
limpio” y de una participación en los beneficios de la
vida que son conmensurables con la propia
contribución. En palabras de Thomas Jefferson, es
“lo igual y exacto…” basado en un respeto por el
principio de la equivalencia. Esta distribución justa,
o equivalente, del trato que uno recibe –social,
jurídica y materialmente– a cambio de lo que uno da,
ha sido tradicionalmente representada por la balanza
que Iustitia, la diosa romana, sostiene en una mano, la
espada que sostiene en la otra y la venda que cubre
sus ojos. Tomada en su conjunto, la indumentaria de
Iustitia es prueba de la cuantificación de una equidad
que puede ser parcelada y distribuida en ambas
partes de la balanza; el poder de la violencia que
permanece detrás de su juicio en la forma de su
espada (bajo condiciones de “civilización”, la
espada se ha convertido en el equivalente del
Estado); la “objetividad” de sus visiones es
expresada por sus ojos vendados.
No debemos examinar aquí las elaboradas
discusiones de las teorías de la justicia, desde
Aristóteles en el mundo antiguo a John Rawls en el
moderno. Involucran exploraciones sobre la ley
natural, el contrato, la reciprocidad y el egoísmo,
asuntos que no son de interés inmediato para nuestra
investigación. Pero la venda que cubre los ojos de
Iustitia y la balanza que sostiene en sus manos son
símbolos de una relación muy problemática que no
podemos darnos el lujo de ignorar. En presencia de
Iustitia, todos los seres humanos son presumiblemente
“iguales”. Permanecen “desnudos” ante Iustitia, para
usar un término común, privados de todo privilegio
social, derecho especial y estatus. El famoso “clamor
por la Justicia” tiene una larga y compleja
genealogía. Desde los primerísimos días de opresión
y explotación sistemática, el pueblo le dio a Iustitia
una voz –ciega o no– y la convirtió en la vocera de
los oprimidos contra la dura inequidad y las
violaciones al principio de la equivalencia.
Inicialmente, Iustitia fue contrapuesta al canon
tribal de venganza de sangre, de una retribución no
mediada racionalmente por el daño infligido al
propio linaje. La famosa lex talionis –ojo por ojo,
diente por diente, vida por vida– se aplicaba
exclusivamente para pérdidas infligidas en los
propios parientes, no para la gente en general. Por
más racional que parezca la demanda de equidad
tribal en su mandato de equivalencia en el trato, este
principio era localista y restringido. Nadie salía en
defensa del extraño que era abusado o asesinado –
aparte de su parentela en un territorio lejano–. El
castigo, a su vez, era a menudo muy arbitrario. Más
de una vida fue comúnmente reclamada por crímenes
que solo existieron en los ojos del observador, con el
crudo resultado de que disputas de sangre podían
sostenerse por generaciones, cobrando la vida de
comunidades enteras y personas que eran
patentemente inocentes de las infracciones que hacía
ya mucho tiempo se habían desvanecido en la
memoria de los combatientes.
El muy debatido significado de la Orestiada de
Esquilo –una trilogía dramática griega sobre la
venganza tribal por el asesinato de una madre por su
hijo en retribución por la muerte que esta le causó a
su padre– tiene muchos tópicos distintos. Entre ellos
resalta por su importancia el alto sentido de
obligación que un hijo (y una hija) tiene con una
madre bajo un sistema de ley así llamado matriarcal,
en el que las mujeres, y no los hombres,
presumiblemente conformaban los nudos socialmente
reconocidos de parentesco y ascendencia. Pero no
menos importante como tópico –y posiblemente más
para los atenienses clásicos, que estimaban esta
trilogía– era la necesidad de llevar la justicia desde
un arcaico mundo de venganza cruda e irracional a un
dominio de equidad racional y objetiva: hacer que la
justicia fuera “igual y exacta”.
Esto no quiere decir que la justicia tenga su origen
en Grecia. En el periodo que siguió a la transición
desde las sociedades tribales a las aristocracias
feudales y monarquías absolutas, el clamor por la
justicia –en efecto, por códigos legales escritos que
estipularan claramente las penas por los crímenes– se
convirtieron en una demanda principal para los
oprimidos. La equivalencia en la forma de justicia
“igual y exacta” fue lentamente despojada del sesgo
de clase, ya sea en el Código Deuteronómico hebreo
o en las reformas de Solón en Atenas. La ley romana,
base de mucha de la jurisprudencia occidental
moderna, sofisticó enormemente las primeras
ganancias populares, reconociendo en la ius naturale
y en la ius gentium que los hombres eran realmente
iguales por naturaleza, por más que sean convertidos
en desiguales por la sociedad. Incluso la esclavitud
fue reconocida como un “contrato” en el que un
esclavo, cuya vida podía haber sido reclamada en la
guerra, era mantenido con vida si entregaba su cuerpo
y trabajo al vencedor.
Lo que es problemático acerca de la justicia “igual
y exacta”, sin embargo, es que todas las personas no
son naturalmente iguales, pese a la igualdad formal
que se les confiere en una sociedad “justa”. Algunos
individuos nacen físicamente fuertes, otros pueden
nacer más débiles, comparativamente hablando. Otros
pueden diferir notablemente por virtud de su salud,
edad, enfermedades, talento, inteligencia y medios
materiales a su disposición. Estas diferencias pueden
ser triviales o importantísimas en términos de las
demandas que se les imponen en la vida cotidiana.
Irónicamente, entonces, esta noción de igualdad
puede ser usada sutilmente para percibir a las
personas de un modo tremendamente desigual: las
mismas cargas se le imponen a individuos muy
dispares que tienen diferentes capacidades para
enfrentarlas. Los derechos que adquieren, por más
“iguales y exactos” que puedan ser, se vuelven
insignificantes para aquellos que no pueden
ejercerlos debido a desventajas físicas o materiales.
Así, la justicia se vuelve muy desigual en sustancia
precisamente porque es establecida meramente en su
forma. Una desigualdad de iguales puede emerger de
una sociedad en que se percibe a todos como
jurídicamente iguales, es decir, sin tomar en cuenta su
condición física o mental.
Las sociedades tribales así llamadas igualitarias
reconocían la existencia de estas importantes
desigualdades y buscaban mecanismos
compensatorios para establecer una igualdad
sustantiva. El principio del mínimo irreductible, por
ejemplo, creaba un pilar básico para superar las
disparidades económicas que, en la sociedad
moderna, hacen que muchas personas que son
formalmente iguales sean muy desiguales en
sustancia. Todos, sin importar su estatus, capacidades
o incluso voluntad de contribuir materialmente a la
comunidad, tenían derecho a los medios de vida
básicos. Estos medios no podían ser negados a ningún
miembro de la comunidad. Cada vez que era posible,
se le daba un trato especial al enfermo, al anciano y
al débil para “igualar” su posición material y
minimizar sus sentimientos de dependencia. Hay
evidencia de que dicho cuidado se llevaba a cabo
incluso en las comunidades neanderthales cerca de
cincuenta mil años atrás. Se han encontrado restos de
esqueletos de un hombre maduro que tenía una seria
discapacidad de nacimiento y cuya sobrevivencia no
hubiese sido posible sin la atención especial recibida
de parte de su comunidad. Ciertamente, en el nivel de
la vida económica, el principio rector de la justicia –
la desigualdad de los iguales– no había emergido
plenamente. Los pueblos preliterarios parecen haber
sido regidos por otra máxima: la igualdad de los
desiguales, una máxima que conforma los
fundamentos del ideal de libertad.
El intento de igualar desigualdades inevitables, de
compensar en casi todos los niveles de la vida las
carencias producidas por circunstancias sobre las que
no se tiene control –ya sea un impedimento físico de
cualquier tipo o incluso una falta de derechos debido
a defectos que puedan surgir de una serie de factores
inescapables– conforma el punto de partida de una
sociedad libre. Aquí me refiero no solo a los
mecanismos compensatorios obvios que tienen lugar
cuando un individuo está enfermo o impedido. Me
refiero también a actitudes; en efecto, me refiero a
una perspectiva que se manifiesta en un sentido del
cuidado, de la responsabilidad y una preocupación
decente por los seres humanos y no humanos cuyos
sufrimientos, apremios y dificultades pueden ser
alivianados o removidos por nuestra intervención. El
concepto de igualdad de los desiguales puede
sostenerse en factores emocionales como un sentido
de simpatía y de comunidad y una tradición que evoca
un sentido de solidaridad, incluso un en sentido
estético que encuentra belleza en la naturaleza y
libertad en lo salvaje. La noción libertaria básica de
que aquello que normalmente pasa por justicia
“exacta e igual” es inadecuado –que podría condenar
a muchas personas a vidas desfavorecidas (o algo
aún peor) por factores que pueden ser remediados
por medios racionales– es la piedra de toque de la
libertad concebida como ética. Realizar “libremente”
las propias potencialidades y alcanzar la realización
presupone que estas mismas potencialidades sean
realizables porque la sociedad vive según una ética
de la igualdad de los desiguales.
Permítanme subrayar la palabra “ética” en este
punto. Las comunidades preliterarias vivieron según
la máxima de la igualdad de los desiguales como una
cuestión de costumbre, como la forma tenue de una
tradición heredada. Debido a su localismo, además,
la costumbre se aplicaba exclusivamente a los
miembros de la comunidad, no a los “extranjeros”.
Puestos en el amplio panorama de la sociedad
temprana, los pueblos preliterarios eran tan
vulnerables a la violación de sus costumbres como a
la invasión por parte de comunidades técnicamente
más sofisticadas. No era muy difícil romper
costumbres como la igualdad de los desiguales y
reemplazarla con sistemas de privilegio que carecían
incluso de una noción de justicia. Una vez que las
libertades consuetudinarias fueron destruidas, el
“clamor por la justicia” llegó a primer plano –un
pobre pero necesario sustituto del desenfrenado
poder de los nobles y reyes–. Los mandatos morales,
luego formulados como leyes, comenzaron a confinar
su poder. Los profetas bíblicos, particularmente el
anárquico Amos, no solo lanzaron relámpagos
retóricos contra los privilegiados y los reyes de
Judea; también extendieron las fronteras de la
costumbre irreflexiva, basada en la tradición, hacia el
dominio de la moralidad.
Los oprimidos ya no estaban obligados a encontrar
la autoridad para la restitución de la justicia en las
débiles neblinas de la tradición. Podían establecer
códigos morales, basados en sistemas de autoridad ya
existentes, para retener los limitados derechos que
reclamaban. Pero no hubo ningún esfuerzo serio por
formular estos derechos en términos racionales, es
decir, por convertirlos en una ética coherente que se
prestara a la razón y al discurso.
Durante muchos siglos, entonces, la justicia fue una
preocupación moral que tomó la forma de
mandamientos cuasi-religiosos, a menudo
derechamente sobrenaturales más que juicios
discursivos. “Igual y exacto” quería decir precisión, y
no un argumento razonado sobre lo correcto y lo
incorrecto. En efecto, se decía que lo correcto y lo
incorrecto eran órdenes venidas del cielo y por ello
eran tratados más como “virtud” y “pecado” que
como “justo” e “injusto”. Debemos volcarnos
principalmente hacia los griegos y los romanos –y
tanto a sus filósofos como a sus juristas– para
encontrar debates razonados en el lenguaje secular
del mundo real en torno a la justicia y, eventualmente,
la libertad.
Fue entre estos pensadores que la justicia,
concebida como un asunto racional y secular, iba a
tomar la forma de un problema ético. Se comenzaron
a razonar las diferencias entre actos justos e injustos,
no simplemente a adoptarlas como mandatos morales
de una deidad o heredados como una costumbre
consagrada. La libertad, a su vez, comenzó a emerger
no solo como un melancólico anhelo, sino como un
cuerpo de ideas siempre en expansión, sofisticado
por la crítica y por los profundos proyectos de
rehacer la sociedad. Se iniciaba un nuevo dominio de
la evolución que no era solamente natural y social,
sino también ético y emancipatorio. Los ideales de
libertad comenzaron a formar parte de la evolución
de la buena sociedad y, en nuestro propio tiempo, de
una sociedad ecológica.
Mito
He establecido una distinción muy clara entre
costumbre, moralidad y ética porque los ideales de
libertad a lo largo de la historia habrían de tomar
formas muy diferentes cuando pasaron de tener un
punto de vista tradicional a tener uno prescriptivo, y
finalmente, uno racional.
Estas distinciones no son una cuestión de mero
interés histórico. Hoy, la justicia se ha vuelto más
imbricada con la libertad que en ningún momento del
pasado reciente, de modo que a menudo meras
reformas son insensatamente confundidas con
cambios sociales radicales. Los intentos de alcanzar
una sociedad justa que involucran poco más que
alteraciones correctivas en una sociedad básicamente
irracional se confunden con intentos de alcanzar una
sociedad libre que involucran una reconstrucción
social fundamental. La sociedad actual, en efecto, no
está siendo rehecha; está siendo modificada mediante
alteraciones cosméticas más que cambios básicos.
Las reformas en nombre de la justicia son
promovidas, en efecto, para administrar una
profunda y creciente crisis más que para eliminarla.
No menos problemático es el hecho de que la
razón, con sus demandas de crítica fundamental,
análisis y coherencia intelectual, está siendo
subvertida por la moralización “pop”, a menudo con
un carácter abiertamente religioso, mientras que la
creación mística de mitos invade incluso las
interpretaciones morales de la libertad, evocando
imágenes primitivistas y potencialmente
reaccionarias de la liberación. Estas tendencias
atávicas están usualmente orientadas a lo personal
más que a lo social. La terapia personal reemplaza a
la política bajo la égida de la “autoliberación”; la
creación de mitos se entremezcla con la religión para
producir un exuberante crecimiento del mercado de
místicos objetos exóticos. Todas estas cosas son
lanzadas en contra de la racionalidad en nombre de la
“Unicidad” cósmica, una “noche”, para usar la
expresión de Hegel, “donde todas las vacas son
negras”.
El carácter regresivo de este desarrollo merece un
escrutinio cuidadoso. Las primeras ideas de libertad
estaban confinadas a la imaginación mitopoiética. Su
realización estaba condenada al fracaso mayormente
porque vivían en fantasías oníricas del retorno a una
“época dorada” irrecuperable, debido a la medida en
la que incluso la humanidad temprana estaba
separada de un supuesto estado de prístina
animalidad. Fue solo con los mitos, como la homérica
Isla de los Comedores de Loto, que fantaseamos con
una condición en la que la naturaleza prevalece
completamente y la animalidad permea
completamente la comunidad humana de tal modo que
incluso la memoria es obliterada. La placidez de los
comedores de loto, que no tienen voluntad ni sentido
de la identidad, los dispensa de tener un pasado o un
futuro en su inmediatez intemporal y su aparente
eternidad “natural”. Los marinos de Odiseo, enviados
a explorar la isla, son recibidos “amablemente” y se
les sirve la “dulce fruta del loto”, que los priva “de
cualquier deseo de retornar o comunicarse” con su
embarcación. No solo están “felices de quedarse” y
se dejan sedar; se “olvidan de su hogar” y de sí
mismos como seres individualizados. Como los
engendros actuales de la era terapéutica y mística, no
tienen un “yo” que satisfacer puesto que no poseen un
“yo” que pueda ser evocado.
Esta fantasía mítica de la prehistoria y de una
armonía perdida con la naturaleza que es más
vegetativa que animal, es un libelo contra los seres
humanos en su conjunto –seres que poseen intelecto
así como funciones fisiológicas y un sentido tanto del
“deber-ser” como del “ser”–. Que la mente y el
cuerpo han sido erróneamente puestos en una aguda
oposición por la religión así como por la filosofía no
quita el hecho de que sean diferentes de maneras muy
determinadas.
Ninguna de estas observaciones pretende negar
que la humanidad efectivamente viviera en armonía
con la naturaleza en distintos grados en el pasado.
Pero dicha armonía nunca fue tan estática, tan
intemporal, y tan carente de desarrollo como el que
corresponde al mundo de los comedores de loto en
todas sus variantes en distintos mitos. Aquí, el
carácter tremendamente arbitrario del mito, su falta
de corrección crítica por la razón, nos conducen a
falsedades completas. Vista desde un punto de vista
primitivista, la “libertad” toma la traicionera forma
de una ausencia de deseo, actividad y voluntad, una
condición tan inútil que la humanidad deja de ser
capaz de reflexionar racionalmente sobre sí misma y,
por lo tanto, de prevenir que las emergentes élites
dominantes la dominen completamente. En este
mundo mítico –y mistificado– no habría fundamento
para defenderse contra la jerarquía o para resistirla.
Tampoco la naturaleza, por más prístina y
“salvaje” que la veamos, está tan fija en el tiempo,
tan carente de dinamismo y tan eterna como para ser
poco más que la escena que uno podría contemplar
desde la ventana de una casa de verano de clase
media. Esta imagen básicamente suburbana de la
naturaleza falsea su fecundidad, su riqueza de cambio
y desarrollo. La naturaleza es turbulentamente activa,
aun cuando los comedores de loto no lo son.
Veremos, de hecho, que la ideología de la clase
dominante fomenta aún más estas visiones estáticas e
irreflexivas del paraíso para poner a la libertad en un
lugar remoto y hacer de su deseo algo incompatible
con su realización. En efecto, la isla de los
comedores de loto es un mito regresivo sobre el
retorno a la infancia y la pasividad, cuando el recién
nacido simplemente requiere cuidados y ser
amamantado, y es arrullado hacia una receptividad
sedada por una madre siempre atenta. El hecho de
que la primera palabra para la “libertad” sea amargi,
la expresión sumeria para un “retorno a la madre” es
ambiguo. Puede ser algo regresivo tanto como la
sugerencia de una creencia de que la naturaleza en el
pasado era abundante y la libertad existía solo en la
cuna de la sociedad matricéntrica.
Que había una libertad a ser ganada mediante la
actividad, la voluntad y la conciencia después de que
la sociedad fuera más allá de la mera costumbre, y
que era necesaria la esperanza para alcanzar un orden
nuevo, racional y ecológico para la humanidad y la
naturaleza era algo que todavía debía ser descubierto.
En efecto, una vez que los lazos entre la humanidad y
la naturaleza fueron rotos, esta se convirtió en la
ardua labor de la historia. Retirarse hacia el mito,
hoy, es sentar las bases para un peligroso quietismo
que nos impulsa más allá del umbral de la historia
hacia el oscuro, a menudo imaginado y mayormente
atávico mundo de la prehistoria. Este retiro nos
obliga a olvidar la historia y la riqueza de la
experiencia que tiene para ofrecernos. La
personalidad se disuelve en un estado vegetativo que
antecede al desarrollo animal y al impulso evolutivo
de la naturaleza hacia mayor sensibilidad y
subjetividad. Así, incluso la “primera naturaleza” es
calumniada, degradada y se le niega su propia
dinámica enriquecedora en favor de una imagen
estática y congelada del mundo natural donde la
ricamente coloreada evolución de la vida es pintada
con pasteles descoloridos, despojados de forma,
actividad y autodirectividad.
Estas imágenes vegetativas de una “época dorada”
–y que son revividas hoy por místicos de los
movimientos ecológicos de Estados Unidos,
Inglaterra y Europa central– no surgieron
simplemente de los oprimidos en la historia. Es
verdad que, a medida que la vida tribal daba lugar a
la “civilización” en el Medio Oriente, Egipto y Asia,
un sentido de pérdida y una mirada melancólica hacia
el abandonado jardín del Edén permeó los sueños
utópicos de las clases bajas. La gente hablaba con
anhelo de una época en la que el león y el cordero
descansaban uno junto al otro y la naturaleza proveía
todo lo necesario para vivir a una humanidad en
armonía. La condición humana era concebida en
términos de una época dorada que era seguida por
una época de plata menos paradisíaca, finalmente
descendiendo hacia una época de hierro que marcaba
el comienzo del conflicto, la injusticia y la guerra,
solo para ser repetida una y otra vez hasta la
eternidad como las estaciones del año. Había muy
poca noción de la historia en un sentido de verdadero
desarrollo; se la pensaba más bien como mera
degeneración, recuperación y repetición continua.
No nos equivoquemos, sin embargo, en creer que
esta imaginería fue promovida solamente por los
oprimidos. La creencia en una relación puramente
pasiva con la naturaleza y los seres no-humanos
sirvió a lo largo de la historia más fácilmente a los
intereses de las élites dominantes que a los de los
dominados, por más a menudo que haya sido evocada
en las ensoñaciones de los pueblos oprimidos. En
primer lugar, estas imágenes no eran más que
ensoñaciones, mitos que funcionaban como válvulas
de escape para los descontentos muy reales de los
dominados y convertían los intentos activos de
cambiar el mundo en rituales catárticos y anhelos
sedados. Atesorados por sacerdotes y sacerdotisas,
eran distribuidos en dramas cuidadosamente
coreografiados al son de los tambores y el ruido de
las flautas, actuando en rituales controlados la ira que
podría haberse convertido en acción y cambios
sociales básicos. Ninguna sociedad regresó alguna
vez a su pasado “dorado”; en efecto, la imaginería de
un ciclo inevitable, con su especiosa promesa de un
“eterno retorno”, reforzaba la manipulación
sacerdotal de los pasivos feligreses.
Aún más irónicamente, la imagen de una “época
dorada” perdida era usada para justificar la tiranía de
la “época de hierro”. Sacerdotes, sacerdotisas y
nobles se combinaban para explicar la pérdida de una
“época dorada” como el castigo de la humanidad por
una caída en desgracia. Sea una Eva que indujo a
Adán a comer la fruta del árbol del conocimiento o
una Pandora que abrió la caja que contenía todos los
males que habrían de afligir a la humanidad, el
paraíso o la “época dorada”, se había perdido –se
afirmaba– porque la humanidad o sus sustitutos
violaron su pacto con el poder sobrenatural. La
miseria, en efecto, había caído sobre la humanidad
por sus propias faltas o por arrogancia, y no por la
emergencia de la jerarquía, la propiedad, el Estado y
las élites dominantes.
En efecto, era necesario el dominio en sus distintas
formas para disciplinar a una ingobernable
humanidad que carecía del sentido de la obediencia
requerido para mantener un mundo ordenado. De ese
modo nos encontramos con una notable persistencia
de mitos retrospectivos de una “época dorada” no
solo en los mitos de los oprimidos, sino también en la
literatura de sus opresores. Que el mito sea
astutamente utilizado para justificar la dominación de
las mujeres en la historia de Pandora y la dominación
de los hombres en la Odisea (una épica
verdaderamente aristocrática en la que la próxima
isla que encuentra Odiseo después de dejar la de los
comedores de loto es la isla de los Cíclopes,
personajes duramente patriarcales) revela que el
drama es sorprendentemente indiferente a las
cuestiones de género en su tratamiento de la
subyugación. Los hombres no son menos víctimas que
las mujeres de los diversos seres demoníacos que
dominan las islas que encuentra Odiseo, cada una de
las cuales parece ser una época mítica.
Los tanteos del racionalismo griego hacia un
sentido de la historia –de avances más que de
retrocesos– son mucho más radicales que las
imágenes basadas en las falsas nociones de una
naturaleza cíclica y básicamente estática. La historia
de Tucídides del pueblo griego en las partes iniciales
de La Guerra del Peloponeso es impecablemente
secular y naturalista. Ningún mito deja caer su peso
sobre esta descripción de los hechos de la
emergencia de la polis y el establecimiento de la
patria griega. Siglos después, Diodoro Sículo es
distintivamente realista en su historia de la evolución
de la humanidad desde la prehistoria a la historia, un
drama de cambios que rompe con los lazos, los ciclos
y el provincianismo del mito. No son solamente los
griegos los que llaman la atención de Diodoro, sino
“la raza de todos los seres humanos y su historia en
las partes conocidas de la tierra habitada”.
El cristianismo, pese a sus ambivalencias y su
retirada del secularismo de los cronistas griegos,
trajo un sentido de la historia, del futuro y de la
redención a las masas que eran prisioneras de los
ciclos del eterno retorno. Que padres de la iglesia
como Agustín invocaran la Caída de la inocencia en
el Jardín del Edén era algo que podía esperarse de
una religión que simplemente se adaptó a la autoridad
y al Estado romano. Pero sus propios orígenes como
movimiento judaico popular, incluso rebelde, lo
empantanaron en inconsistencias que lo dejaron
abierto a interpretaciones tanto radicales como
conservadoras. La religión judía, pese a todas sus
visiones trascendentales y dualistas de un dios
creador que está claramente separado de su creación,
removió a la deidad de la vida social tanto como de
la naturaleza. Como han observado H. y H.A.
Frankfort, los problemas sociales ahora podían
debatirse en un dominio mayormente secular. Ya no
estaban completamente entremezclados con el mito y
las pretensiones divinas de autoridad. En los
imperios antiguos, la tiranía había estado sumergida
en la autoridad de la divinidad y las pretensiones de
los monarcas de una sanción divina. En efecto, un
“cosmos sagrado” incluía una “sociedad sagrada” de
modo que la opresión social adquiría las cualidades
místicas de la naturaleza. Esta línea de pensamiento,
como ha señalado Janet Biehl, ha sido revivida en los
actuales intentos por tratar al mundo natural como
“sagrado” y por restaurar la eminencia de la
adoración de la Diosa en una forma no-social y
mitológica de “ecofeminismo”.
La Iglesia heredó esta tradición trascendental, por
más que haya intentado modificarla. Ernst Bloch
habría de observar que: “… por primera vez aparece
una utopía política en la historia [el énfasis es mío].
De hecho, produce la historia; la historia llega a ser
en cuanto historia redentora en la dirección del
reino, como un solo proceso continuo que se extiende
desde Adán hasta Jesús sobre la base de la estoica
unidad de la humanidad y la salvación cristiana a la
que está destinada”[1]. La utopía, en efecto, se
convirtió en una visión terrenal orientada hacia el
futuro más que hacia el pasado. Pese a su señuelo
religioso, la salvación puede ser alcanzada en la
tierra con el regreso de Jesús y la distinción entre
virtuosos y pecadores.
En efecto, las escrituras hebreas están cargadas de
un activismo y una predisposición hacia los
oprimidos que eran prácticamente desconocidos para
otras religiones en el Medio Oriente. Como señalan
los Frankfort, los textos egipcios que dan cuenta del
levantamiento social que siguió al colapso del
Antiguo Reino de los constructores de pirámides
“vieron el disturbio del orden establecido… con
horror”. El poder adquirido por los oprimidos es
evidencia “de lamentos y angustia… ‘os muestro
cómo el más bajo se convierte en el más alto’”, se
queja el cronista. “El pobre adquirirá riquezas”. Por
contraste, las escrituras hebreas se enfrentan a la
revuelta social de los oprimidos con júbilo. El
nacimiento del profeta Samuel, por ejemplo, es
celebrado con las palabras “El arco de los valientes
se ha quebrado, y los vacilantes se ciñen de vigor; los
satisfechos se contratan por un pedazo de pan, y los
hambrientos dejan de fatigarse”. Los pobres son
levantados “desde el polvo” y los mendigos son
elevados “desde la miseria, sentados entre príncipes
y se les da en herencia el trono de gloria…”[2].
No solo son sacudidos los efectos mentalmente
adormecedores del mito, como las secuelas de un
poderoso sedante; su fijeza y conservadurismo son
reemplazados por un sentido de lo dinámico y lo
temporal que produce ideales cada vez más
expansivos de libertad. El joaquinismo, una de las
tendencias más subversivas del cristianismo
medieval, rompe radicalmente con la nebulosa y
calculada vaguedad de la historia escritural oficial, y
la divide provocativamente en distintas épocas de
liberación humana. Aún más importante que los
grandes movimientos quiliásticos populares, ascetas
excéntricos como los flagelantes y los pastores o
pastoreaux, que habrían de atacar sin propósito
alguno al clero y a los judíos en su errancia, fueron
los monjes como Joaquín de Fiore, que habría de
sentar las bases para tendencias libertarias más
duraderas. Escribiendo en el siglo XII, Joaquín, abad
cisterciense de Corazzo, un pueblo calabrés en Italia,
reformuló la trinidad, una unidad mayormente mística
de la naturaleza triple de la deidad, en una cronología
radical. El Antiguo Testamento representaría la era
del Padre; el Nuevo, la era del Hijo; y el Espíritu
Santo era un “Tercer Reino”, por venir, un mundo sin
amos en el que la gente viviría en armonía, sin
importar sus creencias religiosas, y una generosa
naturaleza supliría lo necesario para todos. Desde el
siglo XIV en Inglaterra al siglo XVI en Alemania –
incluyendo las guerras Husitas en Bohemia, que
produjeron tempestuosos movimientos comunistas
como los extremos taboritas– campesinos y artesanos
lucharon valientemente en insurrecciones crónicas
para retener sus derechos comunales, localistas y de
guildas. Aunque aparezcan como conservadores a la
luz de la “modernidad”, con sus toscos valores
urbanos, tecnológicos e individualistas, esta
larguísima avalancha de conflicto incesante le dio a
la libertad un significado moral que ha perdido en
nuestra propia era de “socialismo científico” y
estrechos análisis economicistas.
Durante los siglos que culminaron con la Reforma
Protestante, la religión se fue volviendo cada vez más
terrenal y menos sobrenatural de lo que había sido en
el pasado, pese a su duradera influencia en los
movimientos campesinos y artesanos. Llegado el
momento de la Revolución Inglesa de la década de
1640, los democráticos Levellers eran mayormente
seculares en su perspectiva y se burlaban de la
devoción oportunista de Cromwell. No fue el tanto
cristianismo, sino un panteísmo naturalista (si puede
ser llamado como un teísmo de algún tipo), lo que
influyó en el pensamiento de revolucionarios
comunistas como Gerard Winstanley, que lideró el
pequeño movimiento Digger en las guerras civiles
inglesas de la década de 1650.
La libertad, una palabra relativamente exótica en
comparación con el clamor por la justicia, adquirió
un contenido distintivamente realista. Hombres y
mujeres comenzaron a luchar no solo por la libertad
religiosa, sino también por la libertad de la religión.
Comenzaron a luchar no solo contra formas
específicas de dominación, sino también contra la
dominación como tal y por la libertad para acceder a
los medios de vida en una sociedad comunitaria. El
activismo comenzó a reemplazar a la vegetativa
placidez de una reverencia melancólica del pasado.
La moralidad comenzó a desplazar a la costumbre; el
naturalismo comenzó a sobrepasar a lo sobrenatural;
la oposición a la jerarquía eclesiástica comenzó a
producir una oposición a la jerarquía civil. Un
revitalizante sentido del desarrollo comenzó a
reemplazar la fijeza de la mitopoiesis, sus rituales
repetitivos y la sujeción atávica del presente y el
futuro a un oscuro pasado supersticioso.
Razón
Si hay un solo hecho que marca la expansión de los
ideales de libertad, es el grado en que fueron nutridos
por la razón. Contrariamente a las historias populares
de la filosofía, la religión y la moralidad, el
racionalismo nunca fue abandonado en los últimos
siglos del mundo antiguo y el Medioevo. Pese a la
infestación del tardío Imperio Romano por el culto a
Isis y las religiones ascéticas orientales, el esfuerzo
helénico por ofrecer una interpretación racional del
mundo no solo fue retenido, sino que lentamente se
fue diferenciando en nuevas interpretaciones de lo
que constituía la razón.
De hecho, hoy vivimos en una paralizante
ignorancia con respecto a los distintos tipos de lógica
y de racionalismo que los pensadores desarrollaron
en nuestro propio tiempo. La idea de que hay un único
tipo de razón –una lógica más bien estática, formal y
básicamente silogística como la construida por
Aristóteles en su Organon– es completamente falsa.
En realidad, Aristóteles mismo utilizó un tipo de
razón muy orgánica y de desarrollo en sus otros
escritos. Los tipos formales de razón fueron
modelados a partir de las matemáticas,
particularmente la geometría. La razón orgánica, o
debiéramos decir, dialéctica, por otra parte,
subrayaba el crecimiento más que la fijeza; la
potencialidad más que una sucesión inferencial de
proposiciones; la educción fluida de fenómenos en
diferenciación permanente desde comienzos
generalizados, nacientes, como semillas, hasta
totalidades ricamente desarrolladas más que la
esquemática deducción de conclusiones fijas basadas
en premisas rígidamente establecidas. En resumen,
una dialéctica ricamente especulativa y orgánica
coexistió con la lógica formal y de sentido común que
usamos para problemas concretos en la vida
cotidiana.
Si la teología se trataba de algo, era de intentar
comprender racionalmente las acciones del creador-
deidad en su interacción con su creación,
particularmente con la humanidad. En la “Época de la
Fe” o mundo medieval ambos sistemas de
pensamiento fueron usados para explicar muchas más
cosas que la fe, a la que el misticismo, irónicamente,
se convirtió más fácilmente, en su melancólico anhelo
por una inocencia perdida hacía mucho, que el
escolasticismo del clero. Francisco de Asís se
conmovía profundamente por el sufrimiento de los
pobres y, más problemáticamente, veía en las formas
de vida no-humanas un tributo principalmente a la
gloria del dios-creador. Pero la orden franciscana fue
rápidamente cooptada por el Papado y, en tiempos de
Inquisición, pasó de ser perseguida a perseguidora,
incluyendo la persecución de sus propios acólitos
joaquinitas. La inocencia, la intuición y los anhelos
atávicos –pese a lo que digan nuestros místicos
modernos– no son barreras fuertes contra la
manipulación. A menudo fueron agudos pensadores
como Galileo quienes fueron silenciados mediante el
arresto domiciliario y racionalistas especulativos
como Bruno quienes fueron quemados en la hoguera
por la Inquisición, y no místicos como Francisco o
Meister Eckhart.
Mi punto, sin embargo, es que no hay un único tipo
de razón. En su forma dialéctica, la razón imparte al
pensamiento un sentido de la historia, del desarrollo
y del proceso, y no medios y análisis “lineales”,
proposicionales y silogísticos. Similarmente, las
primeras luces de un acercamiento organicista, no
mecanicista, al mundo, también comenzó a revivir
con las exploraciones en los campos de la biología y
la física. La evolución ya estaba en el aire en el siglo
XV, a juzgar por los escritos de Leonardo da Vinci
sobre los fósiles marinos que fueron encontrados en
montañas del interior, y por sus observaciones de
que, en un mundo siempre cambiante, el río Po
eventualmente “dejará tierra seca en el Adriático del
mismo modo en que ya ha depositado gran parte de
Lombardía”. En el siglo XVIII, la evolución era un
hecho aceptado entre los philosophes franceses,
gracias al trabajo de Maupertuis, Diderot y Buffon.
La recuperación del cuerpo, las pretensiones de lo
sensual, el derecho al placer físico –no meramente a
una apacible felicidad– comenzó a plantear un gran
desafío al ascetismo, no solamente a aquel
promovido por el cristianismo oficial, sino también
al que difundían sus espiritualistas radicales. La
creencia, tan ampliamente sostenida por los pobres,
de que los privilegiados debían compartir con ellos
en un fondo de miseria y autonegación
presumiblemente dado por dios, fue firmemente
socavada por las mismas personas comunes y
corrientes. Los goces del cuerpo y la plena
satisfacción de las necesidades materiales fueron
vistos, en tiempos del Renacimiento, cada vez más
como una dispensación celestial. Lujuriosas utopías
como la tierra de Cockaygne, en la que el trabajo era
desconocido y las perdices asadas caían sobre los
regazos, comenzaron a abundar entre las masas, a
menudo en claro contraste con las formas de vida
monásticas, hechas de negación, predicadas por sus
líderes místicos.
A diferencia de los milenaristas radicales, o
incluso de los joaquinistas, las masas no pusieron
estas utopías en un futuro distante o en los cielos.
Existían geográficamente en el Oeste, fuera de los
mapas del Renacimiento; y eran mundos a ser
descubiertos mediante la exploración activa, no
mediante el perezoso juego de la propia imaginación.
En efecto, no fueron siempre los racionalistas
escolásticos cristianos quienes representaron los
obstáculos más serios a esta tendencia naturalista,
sino más bien místicos medievales como Fray
Savonarola, la voz monacal de los oprimidos, que
quemó obras de arte de Florencia y predicó un feroz
evangelio de autonegación.
En comparación con la rica diferenciación de las
ideas y visiones liberadoras que aparecieron a
medida que la “Época de la Razón” se aproximaba,
los movimientos de oprimidos como los pastoreaux,
los flagelantes e incluso los joaquinistas, parecen
obstinados y titubeantes. Al desenredar los hilos más
seculares del racionalismo griego que habían sido
entremezclados por las teologías cristiana e islámica,
el Renacimiento le dio voz a ideas ricamente
especulativas y críticas.
Lo importante es que lo mejor de estas ideas, ya
sean presentadas como tratados sistemáticos,
diálogos o utopías imaginarias, son
impresionantemente omnilaterales. No solo son
racionales (e incluso de manera dialéctica), sino
además sensuales; promueven el mensaje de una
nueva sociedad en la que todo lo humano es
básicamente bueno y debiera permitírsele plena
expresión.
Desde un punto de vista social, son ecológicas en
el sentido de que son plenamente participativas:
todos los aspectos de la experiencia juegan un rol
complementario en la creación de un todo ricamente
diferenciado. Al cuerpo humano se le da ciudadanía
en estas nuevas ecocomunidades, no menos que a la
mente; a lo orgánico, no menos que a lo inorgánico; a
la pasión, no menos que a la razón; a la naturaleza, no
menos que a la sociedad; a las mujeres, no menos que
a los hombres. Por más limitadas en el tiempo que
puedan parecer a veces desde la perspectiva de
nuestras ideas modernas, ninguna parte del escenario
humano y natural parece escapar a la investigación
crítica y a los esfuerzos de reconstrucción. No
penetran solo en la organización social, la cultura, la
moralidad, la tecnología y las instituciones políticas,
sino también en las relaciones familiares, en la
educación, en el estatus de las mujeres y en los
ámbitos más mundanos de la vida cotidiana. Como en
el Renacimiento y la Ilustración, todo es puesto ante
la vara de la razón y es rechazado o justificado en
términos de su valor para un naturalismo y una
secularidad emergentes.
Que los pensadores apenas puedan esperar ir
mucho más allá de su época no debiera
sorprendernos. Necesitamos una verdadera
generosidad de espíritu para apreciar la expansividad
de sus ideas, según los periodos en que vivieron. Es
una de las grandes verdades de la sabiduría
dialéctica que todas las grandes ideas, limitadas
como están por sus propios tiempos e inadecuadas
como pueden aparecer en nuestro tiempo, pierden su
relatividad cuando son vistas como parte de un todo
siempre en diferenciación, del mismo modo en que un
bloque de mármol deja de ser un trozo de mero
material mineral cuando es esculpido en una
magnífica estructura. Visto dentro del todo más
amplio del que es una parte, no puede ya ser visto
como un mero mineral, del mismo modo en que los
átomos que conforman un organismo vivo no pueden
ser vistos como meras partículas. Con la vida emerge
el metabolismo, un fenómeno que nunca existió en el
nivel inorgánico y que nunca puede ser imputado a un
átomo, mucho menos a sus propiedades
electromagnéticas.
De modo que, si queremos comprender el carácter
perdurable de la obra de los pensadores de la
tradición liberadora, en efecto revolucionaria, estos
deben ser apreciados tanto por lo que agregan a
nuestra época como por lo que hicieron con la suya.
Así, podemos distinguir varias tendencias en los
expansivos ideales de libertad: primero, un
compromiso con el mundo existente, con la realidad
secular, no con una que existe en los cielos o más
allá del mapa del mundo conocido. No estoy
diciendo, con esto, que los teóricos, utopistas e
ideólogos radicales del Renacimiento, la Ilustración y
la primera parte del siglo XIX se conformaron
“realistamente” con el mundo en el que vivían. Por el
contrario, en el mejor de los casos intentaron ver más
allá de este e intentaron basar sus ideales en los
mejores rasgos de las épocas en que vivieron.
Lo que nos lleva a la segunda tendencia que
expresaron: la necesidad de una sociedad
cuidadosamente estructurada que estuviera libre de
las explosiones producidas por los ingobernables
nobles en Inglaterra y en el continente europeo. El
Renacimiento, particularmente la aristocracia de esta
época, había arrojado a la sociedad a una condición
de guerra crónica. A partir de las ruinas dejadas por
las Guerras de las Rosas en Inglaterra y las guerras
de religión en Europa central, los teóricos sociales
radicales no podían concebir ninguna sociedad
humana que no fuera totalmente estable y que operara
casi como una máquina en la simetría cooperativa de
su funcionamiento. Mucho antes de que Descartes
convirtiera el mecanismo en una cosmovisión
filosófica, las explosivas perturbaciones sociales lo
volvieron un desiderátum radical. Que muchos
utopistas hayan tomado al monasterio bien regulado
como su modelo es radical en sí mismo; podrían
haber optado fácilmente por los nacientes Estados
nacionales centralizados, como habría de ocurrir en
el siglo XIX dentro del movimiento socialista. Si era
necesaria una “economía planificada” en su tiempo,
en parte para contrapesar el caótico comportamiento
de los nobles, en parte para controlar las
depravaciones de una emergente burguesía comercial
sobre el campesinado y los pobres urbanos, las reglas
tradicionales y socialmente responsables adoptadas
por el monasterio para la conducta de la vida
cotidiana parecían más éticas y humanas que otras
alternativas. Solo después, en el siglo XIX, y en
cierta medida un poco antes, habrían de identificarse
una sociedad ordenada y una “economía planificada”
con el Estado-nación centralizado; irónicamente, esto
se hacía en nombre de la idea de un “socialismo
científico” libre de valores y de los intentos por
alcanzar una economía “nacionalizada”.
Una tercera tendencia que contribuyó a los ideales
de libertad en expansión en el pensamiento radical
del Renacimiento y, nuevamente, de la Ilustración, fue
la alta estima en la que fue puesto el trabajo. No solo
Tomás Moro, Tommaso Campanella, Valentín Andrae
y Francis Bacon, entre otros, pusieron al artesano y al
cultivador de alimentos en un lugar honroso, sino que
también Denis Diderot llevó sus oficios y sus
contribuciones a la sociedad a las páginas de la
Enciclopedia francesa, donde se les da una atención
casi sin precedentes y sus habilidades son exploradas
con sobrecogedor detalle. Kropotkin cita una
ordenanza municipal que declara: “Cada uno debe
hallar placer en su trabajo, y nadie debe, pasando el
tiempo en holganza, apropiarse para sí lo que otros
han producido con dedicación y trabajo, porque las
leyes deben ser un escudo para la dedicación y el
trabajo”[3]. Esta constelación de tradiciones e ideas
no tiene precedente en la antigüedad y habría de ser
más bien ignorada durante la Revolución Industrial.
En efecto, valores profundamente humanitarios
permearon la economía mixta de campesinos,
artesanos, propietarios y proletarios en los siglos que
precedieron inmediatamente al ascenso del
capitalismo industrial en Inglaterra. Incluso se
impusieron límites al trabajo en esta época
desatendida y poco comprendida. Como habría de
observar Marie-Louise Berneri en su obra
indagatoria, Viaje a través de Utopía:
La idea Utópica de un día de trabajo más corto,
que a nosotros, acostumbrados a pensar en el
pasado en los términos del siglo XIX, nos parece
una idea muy radical, no aparece como una gran
innovación si se la compara con una ordenanza de
Fernando I con respecto a las minas de carbón
imperiales, que establecía la jornada del minero
en ocho horas. Y según Thorold Rogers, en la
Inglaterra del siglo XV, los hombres trabajaban
cuarenta y ocho horas a la semana[4].
Finalmente, entre las tendencias que sobresalen en
esta sociedad mixta, particularmente durante el
Renacimiento, está la gran importancia otorgada a la
comunidad. Esta se enfrentaba directamente con la
desintegración de las villas y los pueblos por parte
de un mercado siempre creciente y atomizador. El
ingobernable burgués tenía que ser controlado.
Arremetía no solo contra los frágiles vínculos que
reunían a la gente en un interés comunal compartido,
sino que también amenazaba sus guildas, sus
sociedades religiosas que se preocupaban de los
pobres y enfermos, sus lazos familiares extendidos y
sus altos valores de solidaridad humana. En la
medida en que todo quedaba a libre disposición,
desde la tierra común a las responsabilidades de
parentesco, los teóricos y utopistas radicales tensaron
sus músculos –y su visión– en contra del
comportamiento asocial del nuevo burgués y el
aristócrata orientado por el dinero.
No debemos ser muy severos al pensar en Tomás
Moro intentando mantener fuertes lazos familiares en
su Utopía y aferrarse a la ortodoxia católica ante el
escandaloso monarca Enrique VIII, cuya “reforma”
reemplazó el sombrero del obispo de Roma con la
corona de un rey inglés. Moro, como muchos de sus
contemporáneos renacentistas, se inclinó más hacia
una ecúmene humanista tal como era expresada por el
principio del papado, que hacia el nacionalismo tal
como era expresado por el monarca local. En efecto,
las reservas de Moro con respecto al ordenamiento
monárquico para su sociedad ideal son expresadas a
través de Hythloday, el narrador de Utopía que habla
en nombre de su autor, en un comentario muy
señalado: “…la mayoría de los príncipes se dedican
a asuntos de guerra más que a las útiles artes de la
paz; y de estos no tengo conocimiento ni deseo
tenerlo; generalmente se disponen a adquirir nuevos
reinos, y les importa más que gobernar aquellos que
ya poseen…”
Todavía de mayor alcance que la sociedad ideal de
Moro es la “Cristianópolis” de Valentín Andrae, una
comunidad profundamente moral que pone estrictas
regulaciones sobre el comportamiento, aunque con
una actitud profundamente humanitaria hacia las
necesidades y los sufrimientos humanos. La
“Cristianópolis” es en efecto una polis, una ciudad a
escala humana con muros claramente definidos, no un
Estado-nación. Pero está altamente estandarizada en
sus habitaciones y en su división casi matemática de
las funciones, zonas, y en su balance entre industria y
agricultura. Ninguna de estas utopías se basa en la
propiedad privada –otro rasgo monástico– y
distribuyen los medios de vida de acuerdo a las
necesidades. Ya sean descritas como islas como en el
caso de “Utopía” o comunidades como en el caso de
“Cristianópolis”, son ciudades reales, y tienen
cualidades ascéticas, a pesar de lo bien que viven sus
poblaciones. Estos rasgos significativamente
prenacionales y precapitalistas no deben ser
ignorados; el ideal monástico de servir, trabajar,
compartir y de regimentación de los intereses de un
bien comunitario visible invaden el pensamiento
radical del momento, particularmente entre los
utopistas. Aparecen en la “Ciudad del Sol” de
Tommaso Campanella, en la que las mujeres gozan de
un estatus inusualmente alto, con su eugenesia
platónica y el énfasis que se le da a las ciencias
naturales. El mundo ordenado, orientado al trabajo y
letrado que ofrecen es una mezcla compacta de
tradición medieval e innovación moderna. Los
teóricos sociales y utopistas del Renacimiento
estaban fascinados por las posibilidades de
mejoramiento humano abiertas por la ciencia, como
es evidente en la “Nueva Atlantis” bosquejada por
Francis Bacon, que enfatizaba fuertemente el rol de la
educación en la reconstrucción de la sociedad.
Estos temas –particularmente la ilustración
mediante el aprendizaje, la aplicación de la razón y el
orden a los asuntos humanos, una intensa fascinación
por la ciencia y un lugar elevado para el trabajo–
habrían de extenderse hacia la Ilustración del siglo
XVIII. En ese momento, el Estado-nación se ha
establecido claramente y la ciudad ha dejado de ser
la unidad básica para la innovación radical. Con
Montesquieu, que establece el tono del siglo, las
instituciones políticas comenzaron a suplantar los
asuntos de propiedad, las relaciones familiares y las
cuestiones culturales. Es interesante notar que los
programas comunistas impulsados por Abbe Mably y
Morelly son completamente marginales al trabajo de
los philosophes; en efecto, hasta hoy, ni siquiera
conocemos el nombre de pila de Morelly y su
influencia era muy limitada hasta que llegamos a los
últimos años de la Revolución Francesa, cuando
aparentemente su Código de la Naturaleza fue leído
por Graco Babeuf, el desafortunado líder de la
“Conspiración de los Iguales”.
La Ilustración estuvo más particularizada que el
Renacimiento, cuando disciplinas completas fueron
creadas por individuos singulares de una sola
plumada, y estuvo más orientada hacia los derechos
individuales que a la preservación de la comunidad.
Su compromiso con la autoridad eclesiástica y un
cuerpo político estructurado jerárquicamente hizo del
monasterio un anacronismo en el mejor de los casos,
y un anatema, en el peor. En efecto, más psicologistas
que racionalistas, los pensadores de la Ilustración a
menudo se interesaban por la naturaleza humana, no
solo por la razón humana. Tanto Diderot como
Rousseau, quizá la figura más importante de la era,
fueron hombres de “corazón” así como mentes
brillantes, y en sus obras la pasión espontánea jugó un
rol tan importante como el de la razón.
Anarquía y utopías libertarias
Bajo la superficie del intercambio de ideas radicales
entre los siglos XVI y XVIII, varias cuestiones
llegaron a quedar en aguda confrontación unas con
otras. ¿Podía el bienestar material para la gente en un
tiempo de profunda aflicción económica solo ser
adquirido a expensas de la subordinación del
individuo a una sociedad bien ordenada, basada en la
disciplina monástica y, posteriormente, en la
autoridad estatal? ¿Podía la igualdad en las cosas
materiales ser comprada sometiendo la libertad a
planes económicos obligatorios? Un modo de vida
pleno, sensual, incluso lúdico, ¿amenaza la necesidad
para todos de trabajar, una necesidad que ha nutrido
el ascetismo que aflige a tantas utopías e ideas
radicales sobre la sociedad? ¿Era posible la
abundancia para todos en un tiempo que todavía
debía demostrar su capacidad para proveer las
necesidades más elementales de la vida? ¿Y en qué
medida podían los hombres, por no mencionar a las
mujeres, crear una cultura política vivaz y
participativa mientras trabajaban ocho horas o menos
en tareas demandantes para satisfacer sus
necesidades materiales básicas? Pese a todas las
admoniciones morales que presentaban los ideales de
esta época extraordinaria, la mayoría de las visiones
que encarnan están patentemente afectadas por
preguntas de este tipo. Es simplemente imposible
entender sus posibilidades y limitaciones sin tomar en
cuenta estas preguntas.
Pero en medio de la deriva desde la ciudad a la
nación, del monasterio al Estado, de la ética a la
política, de la propiedad comunal a la propiedad
privada y de un mundo artesanal a un mundo
industrial, emergió una fascinante combinación de
visiones que a menudo contenía lo mejor –y lo peor–
de estas extensas antinomias sociales. Uso la palabra
“antinomias” deliberadamente, y no la palabra
“cambios”, porque estoy hablando de co-existentes
aparentemente contradictorios, pocos de los cuales
suplantaron plenamente a los anteriores en las mentes
de los pensadores radicales del siglo XIX. En efecto,
como veremos más adelante, han reemergido hoy,
como demandas modificadas en una síntesis
completamente nueva de ideas bajo la rúbrica de
ecología social. Es verdad que puestas unas al lado
de las otras, ciertos teóricos radicales hubieron de
escoger en muchos casos por una o por la otra. Es
distintivo del marxismo, por ejemplo, haber escogido
a la nación por sobre la ciudad y al Estado por sobre
la comunidad monástica autodisciplinada, presentada
particularmente por Andrae, cuyas visiones anticipan
la “villa industrial” de Robert Owen.
Pero otras formas de pensamiento radical habrían
de emerger y desarrollar una síntesis para su propia
época –un tiempo de rápida industrialización y
urbanización– y dar lugar a un rico legado de ideas
que los radicales ya no pueden ignorar. Y ha llegado
el momento de examinar ese legado, libres de un
tendencioso sentido de partidismo que surge más de
pequeños odios facciosos que de una reflexión seria.
Me refiero a las utopías libertarias y a las ideas
expresamente anarquistas que aparecieron en el siglo
XIX: tradiciones que promovieron ideales de libertad
que fueron tan racionales como éticos y tan
autorreflexivos como apasionados. Uno no puede
simplemente ignorar los convincentes análisis que
fueron presentados por William Godwin en Enquiry
Concerning Social Justice, la obra de Pierre-Joseph
Proudhon, las incisivas críticas de Mijaíl Bakunin, el
trabajo reconstructivo de Piotr Kropotkin,
particularmente sus profundas reflexiones ecológicas,
y las visiones utópicas de Robert Owen y Charles
Fourier, sin perder la riqueza moral y racional de las
ideas que siglos de luchas y esperanzas liberadoras
hicieron ingresar a sus obras.
No puede uno enfrentarse a ellos como
“precursores” visionarios –o peor, como propulsores
ideológicos– de Karl Marx y el “socialismo
científico”. Uno podría, con la misma arrogancia,
desechar el naturalismo de Aristóteles con respecto
al idealismo filosófico de Hegel, o la obra histórica
de Tucídides con respecto a la de Charles Beard. A
lo sumo, todos estos pensadores se complementan
mutuamente; y como mínimo, iluminan importantes
problemas allí donde entran en conflicto, cada uno
engendrado por una condición social diferente en un
drama de la historia que todavía se despliega.
El curso del desarrollo humano no se ha movido en
etapas claramente definidas y necesariamente
“progresivas” más de lo que lo ha hecho la historia
de las ideas. Si fuéramos a retornar a una sociedad
más descentralizada, un Aristóteles y un Tucídides
serían más relevantes para nuestras preocupaciones
por su valiosa sabiduría sobre las polis griegas que
un Hegel o Beard, cuya preocupación eran los
Estados-nación. Todavía tenemos pendiente evaluar
el sentido de la historia humana, los caminos que
debiera haber seguido y las ideas más apropiadas en
la reconstrucción para la sociedad sobre la base de la
razón y los principios ecológicos.
Los teóricos y utopistas radicales que siguieron a
la Revolución Francesa exhibieron ideales de
libertad más expansivos que sus predecesores de la
Ilustración y sintetizaron un extenso cuerpo de
alternativas al curso seguido por la historia;
alternativas que fueron ingenuamente ignoradas por
sus sucesores socialistas.
Ambos legados –la expansividad de sus ideales y
las alternativas que confrontaron a la humanidad– son
de enorme importancia para el radicalismo moderno.
Los pensadores anarquistas y utopistas libertarios
eran profundamente sensibles a las elecciones que
podrían haber sido tomadas para redirigir la sociedad
humana en un sentido racional y liberador.
Formularon profundas preguntas sobre si acaso la
comunidad y la individualidad podían llegar a ser
armonizadas una con otra; si la nación era el sucesor
necesario, en efecto ético, de la comunidad o
comuna; si el Estado era el sucesor inevitable de la
ciudad y las confederaciones regionales; si el uso
comunitario de los recursos tenía que ser suplantado
por la propiedad privada; si la producción artesanal
de bienes y las operaciones agrícolas pequeñas, a
escala humana, estaban destinadas por “necesidad
histórica” a ser abandonadas por líneas de montaje
gigantes y sistemas mecanizados de agroindustria.
Finalmente, formularon la pregunta sobre si acaso la
ética debía dar lugar al arte de gobernar y sobre cuál
sería el destino de la política si intentaba adaptarse a
los estados centralizados.
No vieron contradicciones entre el bienestar
material y una sociedad bien ordenada, entre la
igualdad sustantiva y la libertad, o entre sensualidad,
juego y trabajo. Vislumbraron una sociedad donde la
abundancia fuera posible y emergiera una cultura
política indiferente a las diferencias de género a
medida que disminuyeran la semana laboral, la
producción superflua y el consumo excesivo. Estas
cuestiones, anticipadas en casi doscientos años e
infundidas con el fervor moral de más de dos mil
años de movimientos heréticos como los joaquinistas,
han salido a la superficie en las últimas décadas del
siglo XX con más intensidad aún. Palabras como
“precursores” se han vuelto simplemente
insignificantes desde el punto de vista de una
sociedad acosada por la crisis, como la nuestra, que
debe reevaluar toda la historia de ideas y alternativas
abiertas por la historia social en el pasado. Lo que es
inmediatamente impactante de sus obras es su agudo
sentido de las alternativas a los abusos de su época y
los abusos de la nuestra.
No podemos ignorar las diferencias que distinguen
a los teóricos anarquistas y los utopistas libertarios
del siglo pasado de aquellos de un pasado más
distante. Las tendencias anárquicas como los
cristianos primitivos, los gnósticos radicales, la
medieval Hermandad del Espíritu Libre, los
joaquinistas y los anabaptistas vieron la libertad más
como resultado de una visitación sobrenatural que
como producto de la actividad humana. Esta
mentalidad básicamente pasiva-receptiva, basada en
fundamentos místicos, es crucial. Que ciertas
tendencias premodernas en la tradición anárquica
efectivamente actuaron para cambiar el mundo no
altera el hecho de que incluso estas mismas acciones
eran vistas como expresiones de una predestinación
teística. Según ellos, la acción surgía de la
transmutación de la voluntad divina en la voluntad
humana. Era producto de una alquimia social hecha
posible por una decisión sobrenatural y no resultado
de la autonomía humana. En esta perspectiva anterior,
la “piedra filosofal” del cambio estaba en el cielo, no
en la tierra. La libertad debía “venir”, en cierto
sentido, de agentes que eran sobrehumanos, ya se
tratara de una “segunda venida” de Cristo o de las
enseñanzas de un nuevo mesías. En general, según el
pensamiento gnóstico, siempre hubo élites como los
“psíquicos” que estaban libres de mal o líderes
bendecidos con la perfección moral. La historia, en
efecto, era vista como un reloj al igual que en la
crónica joaquinista: ella recorría un tipo metafísico
de tiempo hasta que los pecados del mundo se
volvían tan intolerables que activaban a la deidad,
que ya no renegaría de su creación ni del sufrimiento
de los pobres, menesterosos y oprimidos.
El Renacimiento, la Ilustración y, sobre todo, el
siglo XIX, alteraron radicalmente este ordenamiento
social ingenuo. La “Era de las Revoluciones”, si
hemos de caracterizar propiamente el periodo desde
fines de la década de 1770 hasta mediados del siglo
XX, desterró de su agenda histórica a las visitaciones
sobrenaturales y la postura pasiva-receptiva por parte
de los oprimidos. Los oprimidos debían actuar si
querían liberarse. Tenían que hacer su propia historia
deliberadamente, un concepto incisivo que Jean
Jacques Rousseau, pese a todos sus errores, agregó a
la historia de las ideas radicales y por el que merece
la inmortalidad. Los oprimidos debían razonar. No
había apelación a otros poderes que los de sus
propias mentes. La combinación de razón y voluntad,
de pensamiento y acción, de reflexión e intervención,
cambió todo el panorama del radicalismo,
despojándolo de sus cualidades míticas, místicas,
religiosas e intuitivas –que, desafortunadamente,
comienzan a retornar hoy en un mundo
desempoderado y psicológicamente terapeutizado.
El radicalismo de la “Era de las Revoluciones”,
sin embargo, fue más lejos. El tratamiento joaquinista
de la historia se mueve, al igual que la marxista, al
ritmo de unos inexorables “días finales”, un final,
incluso un absoluto hegeliano, donde todo lo que
tenía que ser, en cierto sentido, todo lo que se
desplegó, siguió la guía de una “mano oculta”, sea la
de Dios, el Espíritu y la “astucia de la razón” (para
usar el lenguaje de Hegel), o el interés económico,
por más oculto que este interés pueda haber estado
para aquellos que eran influidos por él. No había
verdaderas alternativas a lo que fue, es o incluso
podría ser – tal como revelaron los absurdos debates
sobre la “inevitabilidad del socialismo” hace una o
dos generaciones.
El énfasis que pusieron los anarquistas y los
utopistas libertarios sobre la elección en la historia
creó un punto de salida radicalmente nuevo desde las
visiones crecientemente teleológicas de los
socialismos religiosos y posteriormente “científicos”.
Este énfasis explica en gran parte la atención que los
anarquistas y utopistas libertarios del siglo XIX
pusieron en la autonomía individual, la capacidad del
individuo de hacer elecciones sobre la base de
juicios éticos y racionales. Esta visión es
notablemente diferente de la tradición liberal con la
que las nociones anárquicas de individualidad han
sido asociadas por sus oponentes, en particular por
marxistas. El liberalismo le ofreció al individuo una
pizca de “libertad”, ciertamente, pero una que estaba
constreñida por la “mano invisible” del mercado
competitivo, no por la capacidad de los individuos
libres de actuar según consideraciones éticas. El
“libre emprendedor” a partir del cual el liberalismo
modeló su imagen de la autonomía individual estaba,
de hecho, atrapado en una colectividad mercantil, por
más “emancipado” que pareciera estar de la comuna
medieval de guildas y de sus obligaciones religiosas.
Era el juguete de una “ley superior” de interacciones
mercantiles basadas en egos en competencia, cada
uno de los cuales anulaba sus intereses egoístas en la
formación de un interés social general.
El anarquismo y los utopistas libertarios nunca
concibieron al individuo libre de esta forma. De
acuerdo a los teóricos anarquistas el individuo tenía
que ser libre para funcionar como un ser ético –no
como un estrecho egoísta– al hacer elecciones
racionales, ojala desinteresadas, entre alternativas
racionales e irracionales en la historia. El embuste
marxista de que el anarquismo es producto del
“individualismo” liberal o burgués tiene sus raíces en
ideologías que son burguesas en su núcleo mismo,
como aquellas basadas en mitos de una “mano
invisible” (liberalismo), el Espíritu (hegelianismo) y
el determinismo económico (marxismo). El énfasis
anarquista y utopista libertario en la libertad
individual implicaba la emancipación de la historia
misma de una predeterminación ahistórica y
subrayaba la importancia de la ética en la
configuración de la elección. El individuo es, en
efecto, verdaderamente libre y adquiere verdadera
individualidad cuando él o ella está guiado(a) por
una noción racional, humanitaria y elevada del bien
social y comunitario.
Finalmente, las visiones anarquistas de un mundo
nuevo, particularmente las utopías libertarias,
implican que la sociedad siempre puede rehacerse.
En efecto, la utopía es, por definición, el mundo tal
como debiera ser de acuerdo a los cánones de la
razón, en contraste al mundo tal como es, de acuerdo
a la ciega e irreflexiva interacción de fuerzas. La
tradición anarquista del siglo XIX, menos gráfica y
pictórica que los utopistas que pintaban un cuadro de
imágenes nuevas y detalladas, llegó a sus teorías
razonando a partir de la historia humana y no según
una historia teológica, mística o metafísica. El mundo
siempre se había hecho a sí mismo a través de la
acción de seres humanos reales de carne y hueso, que
enfrentan elecciones reales en puntos de inflexión
histórica. Y podía rehacerse a sí mismo en un sentido
alternativo, cuya prueba eran las elecciones que otros
habían enfrentado en el pasado.
En efecto, la mayor parte de la tradición anarquista
no es un anhelo “primitivista” del pasado, como
historiadores marxistas como Hobsbawm nos
quisieran hacer creer, sino un reconocimiento de
posibilidades pasadas que permanecen incumplidas,
como la profunda importancia de la comunidad, la
confederación, la autogestión de la economía y un
nuevo equilibrio entre humanidad y naturaleza. La
famosa consigna de Marx de que los muertos deben
enterrar a sus muertos no tiene sentido, por más bien
intencionada que sea, cuando el presente intenta
parodiar el pasado. Solo los vivos pueden enterrar a
los muertos y pueden hacerlo solo si comprenden lo
que está muerto y lo que todavía vive; en efecto, lo
que conserva una intensa vitalidad en el campo de
batalla cubierto de cuerpos que es la historia.
En esto consiste la potencia del interés de William
Godwin por la autonomía individual, por la persona
ética cuya mente se ha desencadenado de las cargas
sociales de fuerzas sobrehumanas y de todas las
formas de dominación, incluyendo deidades como los
hombres de Estado, la autoridad de la costumbre así
como la autoridad del Estado. En esto consiste
también la fuerza del interés de Pierre-Joseph
Proudhon por el municipalismo y el confederalismo
como principios asociativos, como modos de vida
cuya libertad no está atada por el Estado-nación ni
por el pernicioso rol de la propiedad. En esto
consiste la hipostatización que hace Mijail Bakunin
de la espontaneidad popular y el rol transformador
del acto revolucionario, de la acción como expresión
de una voluntad que no está dominada por las cadenas
de la transigencia y el cretinismo parlamentario. En
esto consiste, finalmente, el poder de las visiones
ecológicas de Piotr Kropotkin, su preocupación
práctica por la escala humana, la descentralización y
la armonización de la humanidad con la naturaleza, en
contraste con el crecimiento explosivo de la
urbanización y la centralización.
Tendré la oportunidad de examinar y replantear las
ideas de estos notables y poco apreciados pensadores
en el contexto de los problemas que enfrentamos hoy
y la necesidad de una sociedad ecológica. Por ahora,
me detendré a examinar la cuestión de una
emancipación de otro tipo: la emancipación del
cuerpo en la forma de una nueva sensualidad y del
espíritu humano en la forma de una sensibilidad
ecológica. Estas son problemáticas que rara vez
figuran en las discusiones sobre la renovación social,
aunque tienen un lugar prominente en el pensamiento
utópico.
Íntimamente vinculado con la tradición anárquica,
y pese a los áridos trozos de ascetismo que afloran en
ella, encontramos un sentido de la simple joie de
vivre, del placer de vivir. La admonición de Emma
Goldman “¡Si no puedo bailar en tu revolución, no la
quiero!” es típicamente anárquica en su actitud.
Existe una colorida tradición que se remonta siglos en
la historia hasta los anarquistas artesanos (algunos
incluso eran campesinos) que demandaban tanto la
emancipación de los sentidos como la emancipación
de sus comunidades. Los ofitas, en la contracorriente
de la antigüedad, releyeron las escrituras bíblicas
para hacer del conocimiento la clave de la salvación;
de la serpiente y de Eva, agentes de la libertad; de la
extática liberación del cuerpo, el medio para la plena
expresión del alma. La Hermandad del Espíritu Libre,
un duradero movimiento que asumió distintos
nombres en la Europa medieval, rechazaba la
reverencia eclesiástica por la autonegación y
celebraba su versión del cristianismo como un
mensaje de puro libertinismo así como de liberación
social. En la historia de la “Abadía de Thelema” de
Rabelais, la máxima “¡Haz tu voluntad!” eliminó toda
restricción a los miembros de su lúdica orden,
quienes tenían la libertad de levantarse, cenar, amar y
cultivar todos los placeres de la carne y la mente
como ellos quisieran.
Los límites técnicos de las épocas pasadas, el
hecho de que el placer rara vez podía ser separado
del parasitismo en un demandante mundo de trabajo,
hacían que todos estos movimientos y utopías fueran
elitistas. Lo que los Hermanos del Espíritu Libre
robaban a los ricos, los ricos, a su vez, se lo quitaban
a los pobres. Lo que los miembros de la Abadía de
Thelema disfrutaban como un derecho era expropiado
de la labor de constructores, agricultores, cocineros y
los mozos que los servían. La naturaleza no era
abundante, se asumía, excepto en unas pocas áreas
favorecidas del mundo. La emancipación de lo
sentidos a menudo era considerada por los pobres y
sus profetas revolucionarios como un privilegio de la
clase dominante, aunque era algo más difundido en
las villas y en las aldeas de lo que se nos ha hecho
creer. Incluso los oprimidos tenían sus sueños de
placeres utópicos, de visiones donde la naturaleza era
efectivamente abundante y los ríos fluían con leche y
miel. Pero este ordenamiento maravilloso siempre
era producto de un ser que no eran ellos mismos, que
les concedía el regalo de la abundancia en la forma
de una “tierra prometida”, ya fueran deidades o
demonios irascibles en vez de tecnología y nuevos y
más equitativos arreglos en el trabajo y la
distribución.
Los grandes utopistas del siglo XIX representan un
cambio radical en esta mezcla tradicional de
perspectivas y en este sentido invitan a que les
pongamos atención. Las tempranas “villas
industriales” de Robert Owen, que combinaban las
tecnologías más avanzadas de la época con la
agricultura en comunidades a escala humana se
estructuraban en torno a las oportunidades
tecnológicas abiertas por la Revolución Industrial.
Sea la “primera naturaleza” abundante o no, es
evidente que la “segunda naturaleza” o la sociedad
humana es la productiva económicamente. La
humanidad construye su propia utopía social en vez
de esperar su entrega mesiánica de parte de seres
sobrehumanos.
Y lo hace a través de su propio ingenio técnico, las
potencias de la cooperación y la imaginación social.
Un utopismo tecnológico habría de desarrollar una
vida propia, ciertamente, culminando en este siglo
con el mundo tecnocráticamente administrado de H.G.
Wells, y guiado por la “Nueva Atlantis” de Francis
Bacon de siglos antes, esbozo de una utopía
cientificista del siglo XVI. La utopía de William
Morris, por otro lado, era más artesanal y
melancólicamente medieval, aunque plenamente
libertaria. Su “Noticias de ninguna parte” subvierte el
capitalismo y recrea la comuna del Medioevo con su
orgullo artesano, su escala humana y sus valores
cooperativos. Gran parte de la industria es echada
por la borda junto con la autoridad, y la producción
de calidad compensa las ganancias provistas por la
manufactura en masa de bienes mal hechos.
La utopía de Morris es, en este sentido, un salto
romántico hacia un mundo que se había ido para
siempre, pero no uno que carecía de lecciones para
su época y la nuestra. La calidad en la producción y
la maestría del artesano todavía nos acechan como un
estándar de excelencia y un medio de conservar
bienes por generaciones en una economía que no se
base en el desperdicio y cuyos productos no sean
desechables ni insulten cualquier canon de buen
gusto. Los valores de Morris eran claramente
ecológicos. Presentan un mensaje de escala humana,
de integración de la agricultura con las técnicas, la
producción de obras duraderas y verdaderamente
artísticas y una sociedad no-jerárquica.
El utopista que habría de fundir estas tradiciones
aparentemente opuestas –sensualidad y mente,
producción de bienes duraderos e industria, creencia
en una naturaleza abundante y actividad humana,
juego y trabajo– no era un socialista ni un ocioso
visionario, a saber, Charles Fourier, que hizo (a su
parecer) de la imaginación una ciencia y de los
modelos newtonianos de un mundo ordenado una
fantasía cosmológica. No es importante para los fines
de nuestra discusión explorar el sentido de misión de
Fourier y la profundidad de sus principios sociales.
No solo no era socialista; no era un igualitarista. Sus
obras están repletas de contradicciones, de robustos
prejuicios y describen la empresa totalmente
fracasada de hacer de su sistema de “atracción
apasionada” un sistema matemático, y de reclutar el
apoyo de los poderosos y ricos para establecer sus
falansterios ideales –enormes palacios que podrían
albergar a un mínimo de 1.620 personas con
disposiciones adecuadas y complementarias que
conformarían comunidades emocionalmente
balanceadas–. No hace falta decir que su falansterio
debía ser lo más autosuficiente posible, con talleres,
tierra de cultivo a su alrededor, residencias, centros
educacionales y salones de baile, todos conectados
por galerías cubiertas para proteger a los habitantes
de las inclemencias del clima y darles fácil acceso a
cada una de ellas.
Lo significativo en el falansterio de Fourier no son
sus principios estructurales, sino los principios que
guiaban su forma de vida, muchos de los cuales
fueron formulados en oposición a la monotonía del
trabajo industrial, los valores puritanos del tiempo, la
carga de la pobreza que era infligida en los sentidos y
en el cuerpo. En concordancia con esto, la libertad
sexual debía excluir las tradicionales inhibiciones
familiares y las convenciones filisteas. Dios domina
el universo por la atracción y no por la fuerza. Este
era un punto de vista novedoso, y en efecto uno
socialmente rebelde. El orden consiste en la
autosatisfacción, no en la obediencia a la autoridad.
La respuesta a la disciplina industrial es la rotación
diaria del trabajo, intercalada por goces personales
para el cuerpo y la mente, comida magnífica para
satisfacer el paladar, una galería de sugerencias
altamente imaginativas para aligerar la vida y la
importantísima creencia de que el trabajo tedioso
podía convertirse en juego si se le agrega encanto,
celebraciones y la compañía de complementarias
naturalezas apasionadas en la forma de
cotrabajadores. Por ello es que Fourier intentó
eliminar el demandante “reino de la necesidad”, que
mantenía a todos subyugados al trabajo, y
reemplazarlo con el ingenioso “reino de la libertad”,
que hacía incluso del trabajo duro un desiderátum
placentero.
El “Mundo Armónico” que Fourier visualizaba,
basado más en la atracción que en la coerción, se
convirtió en un programa social –ciertamente para sus
acólitos que iban a darle un carácter distintivamente
anárquico después de su muerte–. En opinión de
Fourier, no había contradicción entre el artificio
humano y la fecundidad natural, no más de lo que la
había entre el cuerpo y la mente, el juego y el trabajo,
la libertad y el orden, la unidad y la diversidad. Estas
son intuiciones rebeldes que todavía deben ser
desarrolladas por una versión naturalista de la
dialéctica. Los escritos de Fourier convergen en el
tiempo, si no en el espacio, con las “villas
industriales” de Robert Owen, que combinaban
realistamente las fábricas y los talleres con franjas en
comunidades plenamente integradas, una visión que
llegaría a ser el prototipo de la idea de Kropotkin de
una comunidad libertaria.
Entre los últimos años de la Revolución Francesa
y mediados del siglo XIX, los ideales de libertad
habían adquirido una base material sólida, naturalista
y tecnológicamente viable. Aquí, también, hallamos
un notable punto de inflexión en la historia cuando la
humanidad, por cualquier acción, podría haber
divergido de una senda de expansión orientada por el
mercado y el lucro hacia una armonía orientada por la
comunidad y la ecología, una armonía entre humano y
humano que podría haber sido proyectada por virtud
de una nueva sensibilidad en una armonía entre
humanidad y naturaleza. Tanto o más que la segunda
mitad del siglo XIX, cuando la sociedad quedó
engullida en un grado de desarrollo industrial que
rehacía totalmente el mundo natural, por no decir que
a la larga lo convertía en un mundo sintético, la
primera mitad del siglo estuvo llena de promesas de
una nueva integración entre la sociedad y la
naturaleza y una comunidad cooperativa que hubiese
satisfecho los impulsos más generosos hacia la
libertad. Que esto no haya ocurrido se debe en gran
medida al grado en que el espíritu burgués comenzó a
envolver a la sociedad euroamericana del siglo
pasado –y, también en un grado importante, al
proyecto revolucionario de rehacer la sociedad que
había encontrado expresiones tan ricas en los
utopistas, los socialistas visionarios y los anarquistas
después de la Revolución Francesa.
El proyecto revolucionario había adquirido una
rica herencia ética, un compromiso con la
reconciliación de las dualidades de la mente, el
cuerpo y la sociedad que oponían razón y
sensualidad, trabajo y juego, ciudad y campo,
humanidad y naturaleza. El pensamiento utópico y
anarquista en su mejor momento vio estas
contradicciones claramente e intentó superarlas con
un ideal de libertad basado en la complementariedad,
el mínimo irreductible y la igualdad de los
desiguales. Las contradicciones fueron vistas como
evidencia de una sociedad atrapada en el “mal”, en
efecto como una “civilización”, para usar la palabra
de Fourier, que se volvía contra la humanidad y la
cultura por la dirección irracional que había seguido
hasta ese momento. La razón, en su capacidad de ser
empleada especulativamente más allá de los estados
de cosas existentes, se convertía en un crudo
racionalismo, que se basaba en la explotación
eficiente del trabajo y los recursos naturales. La
ciencia, en su indagación de la realidad y su orden
subyacente, se convertía en un culto del cientificismo,
que era poco más que la ingeniería instrumental del
control sobre las personas y la naturaleza. La
tecnología, con su promesa de mejorar el trabajo, se
convertía en un ensamble tecnocrático de medios para
explotar el mundo humano y no-humano.
Los teóricos anarquistas y los utopistas libertarios,
pese a su comprensible creencia en que la razón, la
ciencia y la técnica podrían ser fuerzas creativas en
la reconstrucción de la sociedad, expresaron una
protesta colectiva en contra de la reducción de estas
fuerzas a fines puramente instrumentales. Estaban
lúcidamente concientes, como podemos ver
retrospectivamente desde el punto de vista de nuestro
propio malestar histórico, de las rápidas transiciones
que experimentaba el siglo. Sus ardientes demandas
de cambio inmediato en un sentido liberador fueron
permeadas por un sentido de ansiedad ante el hecho
de que la sociedad en su conjunto se enfrentaba con el
“aburguesamiento”, término utilizado por Bakunin
para referirse a los notables miedos anticipatorios y
el fatalismo que lo acongojó en los últimos años de
su vida.
Al contrario de lo que plantean los juicios filisteos
de Gerald Brenan y Hobsbawm, los énfasis
anarquistas en la “propaganda por el hecho” no eran
actos primitivos de violencia y mera catarsis de cara
a la pasividad pública ante los horrores del
capitalismo industrial. Eran, en gran medida,
producto de una reflexión desesperada sobre el hecho
de que se estaba perdiendo un momento histórico en
el desarrollo social, y cuya pérdida podría producir
en el futuro inmensos obstáculos para la realización
del proyecto revolucionario. Imbuidos con conceptos
éticos y visionarios, vieron correctamente su época
como una que demandaba la emancipación humana
inmediata, y no como una “etapa” entre muchas en la
larga historia de la evolución de la humanidad hacia
la libertad con sus interminables “precondiciones” y
“subestructuras” tecnológicas.
Lo que los teóricos anarquistas y los utopistas
libertarios no vieron es que los ideales de libertad
mismos experimentaban el “aburguesamiento”. Nadie,
quizá ni siquiera Marx, que jugó un rol tan importante
en este contagio, podría haber anticipado que el
intento de convertir el proyecto emancipatorio en una
“ciencia” bajo la rúbrica de “socialismo científico”
lo transformaría en una ciencia aún más “deprimente”
que la economía; en efecto, que lo despojaría de su
corazón ético, su espíritu visionario y su sustancia
ecológica. No menos apremiante es que el
“socialismo científico” de Marx habría de
desarrollarse a la par con el siniestro desarme de la
burguesía del objetivo mismo, así como de las
premisas ideológicas del proyecto revolucionario
mediante la justificación de la absorción de unidades
descentralizadas en el Estado centralizado, de
visiones confederalistas en naciones chovinistas y de
tecnologías a escala humana en devoradores sistemas
de producción masiva.
[1]Ernst Bloch, Man on His Own (Nueva York: Herder and
Herder, 1970), p. 128.
[2]H. y H.A. Frankfort, “The Emancipation of Thought
From Myth”, en Before Philosophy, H. and H.A.
Frankfort, et.al. (Baltimore: Penguin Books, 1951), pp.
242-243. Los pasajes de las crónicas egipcias aparecen
en estas páginas.
[3]Peter Kropotkin, Mutual Aid (Montreal: Black Rose
Books, 1989), p. 195.
[4]Marie Louise Berneri, Journey Through Utopia
(Londres: Routledge and Kegan Paul, s.f.), p. 54.
Definiendo el proyecto revolucionario

Los ideales de libertad, pese a haber sido


corrompidos, persisten entre nosotros. Sin embargo,
nunca antes ha estado el proyecto revolucionario más
diluido por aquel “aburguesamiento” que Bakunin
temió hacia el final de su vida, ni han sido sus
términos más ambiguos de lo que lo son hoy. Palabras
como “radicalismo” o “izquierdismo” se han vuelto
turbias y son acechadas por el grave peligro de estar
severamente comprometidas. Lo que hoy se presenta
como revolucionarismo, radicalismo e izquierdismo,
hubiese sido desechado hace una o dos generaciones
como reformismo y oportunismo político. El
pensamiento social se ha trasladado tan
profundamente a las entrañas de la sociedad actual
que los autoproclamados “izquierdistas” –sean
socialistas, marxistas o radicales independientes de
varios tipos– arriesgan la posibilidad de ser
digeridos incluso sin saberlo. Simplemente no existe
una izquierda conciente significativa en muchos
países euroamericanos. De hecho, ni siquiera existe
un radicalismo críticamente independiente, aparte de
pequeños enclaves de teóricos revolucionarios.
A la larga, lo más serio quizá sea que el proyecto
revolucionario arriesga perder su propia identidad,
su capacidad de autodefinición, su sentido de
dirección. Hoy no solo somos testigos de una
carencia de reflexión revolucionaria, sino que incluso
presenciamos una incapacidad para definir lo que
significan las palabras “cambio revolucionario” y el
sentido completo de términos como “capitalismo”. La
atribulada aserción de Bakunin sobre el
“aburguesamiento” de la clase obrera puede ser
igualada con el miedo de Marx de que llegue el día
en que una futura generación de trabajadores dé por
sentado el capitalismo de tal manera que parezca una
forma “natural” de sociabilidad y no una sociedad
limitada a un periodo específico de la historia. Decir
que la sociedad euroamericana es “capitalista” a
menudo evoca desconcierto en el mejor de los casos
o un engañoso contraste con las así llamadas
sociedades socialistas de países como Rusia o China,
en el peor. Usualmente parece incomprensible para la
sabiduría convencional que aquella es una forma
corporativa de capitalismo mientras estas últimas son
formas burocráticas.
Es posible que todavía no comprendamos lo que es
el capitalismo realmente. Desde el estallido de la
Primera Guerra Mundial, los radicales han descrito
cada periodo del capitalismo como su “fase final”,
aun cuando el sistema ha crecido, adquirido
dimensiones internacionales e innovado en
tecnologías que no eran previsibles ni por la ciencia
ficción hace un par de generaciones. El capitalismo
ha exhibido también un grado de estabilidad y una
capacidad para asimilar su oposición que habría
sacudido profundamente a los ancianos del
socialismo y el anarquismo del siglo pasado. De
hecho, es posible que el capitalismo no se haya
realizado completamente como la encarnación
absoluta del mal social, para usar las palabras de
Bakunin, es decir, como un sistema de implacable
rivalidad social entre personas en todos los niveles
de la vida y una economía basada en la competencia y
la acumulación. Pero al menos esto queda claro: es un
sistema que debe expandirse completamente hasta
que explote todos los lazos que unen a la sociedad
con la naturaleza, tal como indican los cada vez más
grandes agujeros en la capa de ozono y el incremento
en el efecto invernadero. Es literalmente el cáncer de
la vida social como tal.
En este caso, la naturaleza buscará su “venganza”.
Esta “venganza”, por cierto, podría asumir la forma
de un planeta inhabitable para las formas de vida
complejas como la nuestra y nuestros primos
mamíferos. Pero dado el ritmo acelerado de
innovación tecnológica, incluyendo los medios para
explorar los secretos mismos de la materia y la vida
en la forma de ciencia nuclear y bioingeniería, es
posible que el desastre de los ciclos naturales sea
enfrentado con un sustituto completamente sintético en
el que gigantes instalaciones industriales suplanten
los procesos naturales. Seríamos ciegos, hoy, si
ignorásemos dicha posibilidad –y la posibilidad,
también, de que futuras generaciones estén obligadas
a aceptar una pesadilla de sociedad totalitaria,
estructurada en torno a una administración global
completamente tecnocrática de los asuntos naturales y
sociales–. En ese caso, el planeta, tal como es
concebido bajo la rúbrica de la “hipótesis Gaia”,
como sistema natural autorregulado de controles y
equilibrios, sería reemplazado por un sistema
tecnológico parcial o totalmente diseñado, quizá una
“hipótesis Dédalo”, por decirlo de alguna forma, sin
la noción griega de límite y restricción.
Pero hasta que un panorama tan sombrío llegue a
ser un problema evidente en la agenda histórica,
necesitamos desesperadamente recuperar el proyecto
revolucionario y los nuevos elementos que se le han
agregado a lo largo de los últimos cincuenta años. No
pueden detenernos las recriminaciones de que la idea
misma de un proyecto revolucionario es evidencia de
“sectarismo” o “dogmatismo radical”. Eso que hoy es
denominado “liberal” o de “centroizquierda”, para
usar el prudente vocabulario político de nuestra
época, está demasiado debilitado intelectualmente
para poder distinguir entre el “sectarismo” y el
análisis penetrante de los problemas sociales y
ecológicos contemporáneos.
Nosotros, en cambio, debemos reexaminar resuelta
e independientemente los periodos pasados y
presentes en los que pueda clasificarse el proyecto
revolucionario, como la era del “socialismo
proletario”, la “Nueva Izquierda” y la así llamada
Era de la Ecología. Debemos explorar las respuestas
que se han dado en el pasado reciente a los
problemas que han surgido hoy y a los que vendrán.
Hasta que nos involucremos en una investigación
crítica de las soluciones anteriores, seguiremos a
tientas en la oscuridad de una historia desconocida
que tiene mucho para enseñarnos. Cargaremos con
una ingenuidad y una ignorancia que pueden
desorientarnos completamente hacia caminos
insignificantes, fútiles e incluso frívolos.
El fracaso del socialismo proletario
En gran medida, lo que hoy nos confronta
incisivamente es el hecho de que uno de los grandes
proyectos revolucionarios de la era moderna ya no es
viable o significativo en nuestra complicada situación
actual. Hablo en parte de los análisis marxistas de la
sociedad, pero sobre todo me refiero, como veremos,
al socialismo proletario en su conjunto, que se
extendió más allá del marxismo hacia formas
libertarias de socialismo e incluso ciertas ideas
utópicas. La idea de que el “ser determina la
conciencia” o, de forma menos filosófica, que los
factores materiales determinan la vida cultural es una
idea demasiado simplista como para que tenga hoy la
importancia que tuvo en la segunda mitad del siglo
XIX y la primera mitad XX, cuando el capitalismo
mismo le dio forma a la mentalidad de Europa y
América en un sentido altamente economicista.
Una mirada más atenta a la historia muestra que
esta imagen mayormente burguesa de la realidad, que
el marxismo convirtió en una ideología aparentemente
“radical”, se limita a momentos específicos en el
pasado, por más que parezca prevalecer hoy en día.
Sería imposible entender por qué el capitalismo no se
convirtió en un orden social dominante en varios
momentos del mundo antiguo si las tradiciones
culturales heredadas no hubiesen restringido y en
última instancia socavado los impulsos capitalistas
que operaban con fuerza en épocas pasadas. Uno
podría poner interminables ejemplos del grado en que
la “conciencia” parecía determinar el “ser” (si uno
quisiera utilizar un lenguaje “determinista” como
este), fijando nuestra mirada en las historias de Asia,
África y la América indígena, sin mencionar muchos
países europeos en el comienzo de los tiempos
modernos. En el nivel más amplio de la relación de la
conciencia con el ser –que todavía es
considerablemente importante entre los académicos
marxistas, aun cuando el resto de la teoría esté en
ruinas–, el marxismo da cosas por sentadas. En una
mirada retrospectiva desde su punto de vista
economicista y burgués, define en términos burgueses
una serie de problemas que tienen bases
distintivamente no burguesas y sorprendentemente no
económicas. Incluso el hecho de que ciertas
sociedades precapitalistas no hayan hecho una
transición al capitalismo, por ejemplo, se explica a
partir de una “carencia” de desarrollo tecnológico, la
pobreza de la ciencia y, como a menudo suele ser el
caso en muchas de las obras menos rigurosas de Marx
como los Grundrisse, a partir de los mismos factores
culturales que se supone que dependen de los factores
económicos.
Aparte del razonamiento circular que es
característico de gran parte del marxismo, lo que
debe preocuparnos más en el intento de definir el
proyecto revolucionario para nuestro tiempo es el
ideal de socialismo proletario y los mitos históricos
que han florecido a su alrededor. Los proyectos
revolucionarios siempre han estado arraigados en
rasgos específicos de sus periodos, por más que
hayan intentado universalizar sus ideas y hablar en
nombre de toda la humanidad en algunas ocasiones.
El radicalismo campesino se remonta casi a los
comienzos del establecimiento de villas. Arropado
con una moralidad religiosa universal, siempre quiso
hablar en nombre de esperanzas y valores
intemporales centrados en la tierra y la vida en villas.
Figuras como el anarquista ucraniano Néstor Makhno
en 1917-1921, y el populista mexicano Emiliano
Zapata, en la misma época, expresaron casi los
mismos objetivos. En este sentido, el radicalismo
artesano emergió a lo largo del Medioevo y alcanzó
su cenit en el movimiento de los enragés de la
Revolución Francesa y en la Comuna de París de
1871. Pierre-Joseph Proudhon fue quizá su vocero
más consciente, aunque las implicancias
reconstructivas de sus ideas municipalistas y
confederales tenían un alcance mayor que las de
cualquier clase particular por la que haya hablado.
El socialismo proletario, que todavía tiene
presencia en los ideales de muchos socialistas y
sindicalistas independientes, tiene una genealogía
más compleja y enrevesada. En parte surge de la
transformación, causada por el capitalismo, de
muchos trabajadores manuales más bien
autosuficientes en trabajadores industriales, durante
los explosivos años de la Revolución Industrial. De
un modo similar, dejando a un lado toda teoría, como
movimiento estuvo influido por sus orígenes rurales y
aldeanos, a saber, por la proletarización de los
campesinos, que fueron obligados a dejar sus villas y
culturas agrarias. Para explicar el carácter de su
descontento y su militancia es de gran importancia el
hecho de que hayan llevado esas culturas
precapitalistas, con sus ritmos y valores naturalistas,
a las ciudades industriales. Las clases trabajadoras
del capitalismo industrial tradicional, incluso en las
décadas de 1920 y 1930 en América y Europa, no
eran proletarios “hereditarios”. Los trabajadores
automotrices americanos, por ejemplo, fueron
reclutados en los montes Apalaches durante la
primera mitad del siglo XX. Muchos trabajadores
franceses, y especialmente españoles, fueron
reclutados de villas y pequeñas aldeas, cuando no
eran simplemente los artesanos de grandes ciudades
como París. Lo mismo ocurre con las clases
trabajadoras que en 1917 hicieron la revolución. Hay
que señalar que Marx, en su perdurable confusión,
generalmente pensó estos estratos altamente volátiles
como der alte scheisse (literalmente “la vieja
mierda”) y en ningún caso contaba con que harían las
revoluciones que sus seguidores celebrarían después
de su muerte.
Este trasfondo agrario produjo un mosaico muy
complejo de actitudes, valores y tensiones entre
culturas preindustriales e industriales, que le dieron
un carácter vigoroso, casi milenario, a hombres y
mujeres que, aun cuando trabajaban con maquinaria
moderna y vivían en grandes áreas urbanas, a menudo
muy letradas, eran guiados por valores mayormente
artesanales y campesinos. Los magníficos
trabajadores anarquistas que incendiaron el dinero
que encontraron en las armerías saqueadas en
Barcelona durante los días frenéticos del
levantamiento de julio de 1936 (como informa
Ronald Fraser) eran personas que actuaban a partir
de profundos impulsos éticos y utópicos, no
simplemente a partir de los intereses económicos que
el capitalismo habría de imbuir a gran parte de la
clase trabajadora con el paso del tiempo[1]. Los
proletarios del siglo XIX y el comienzo del siglo XX
eran de un tipo social muy especial. Eran délassé en
su pensamiento, espontáneos en el naturalismo vital
de su comportamiento, furiosos ante la pérdida de su
autonomía y sus valores provenían del mundo perdido
de los oficios manuales, del amor por la tierra y la
solidaridad comunitaria.
Ello explica el surgimiento de ese espíritu
tremendamente revolucionario en el movimiento
obrero desde las barricadas de junio de 1848 en
París, cuando una clase trabajadora ampliamente
artesana levantó las banderas rojas de una “república
social”, a las barricadas de mayo de 1937 en
Barcelona, donde una clase obrera aún más
consciente levantó las banderas rojas y negras del
anarcosindicalismo.
Lo que ha cambiado drásticamente en las décadas
que siguieron a este movimiento de casi un siglo de
duración, y en el proyecto revolucionario que fue
construido a su alrededor, es la composición social,
la cultura, herencia y objetivos políticos del
proletariado actual. El mundo agrario y las tensiones
culturales con el mundo industrial que promovieron
su fervor revolucionario han ido abandonando la
historia. Lo mismo ha ocurrido con las personas, las
propias personalidades que encarnaron este trasfondo
y estas tensiones.
La clase obrera se ha industrializado
completamente y no se ha radicalizado, como
esperaban devotamente socialistas y
anarcosindicalistas. No tiene sentido del contraste, no
hay en ella un choque de tradiciones, ni conserva
ninguna de las expectativas milenarias de sus
antecesores. No solamente los medios masivos han
comandado y definido sus expectativas (una
explicación conveniente si uno quiere anclar todo en
el poder de los medios modernos), sino que el
proletariado como clase se ha convertido en la
contraparte de la burguesía como clase, y no en su
inquebrantable antagonista. Usando el lenguaje que
fue engendrado por el socialismo proletario en contra
de sus propios mitos, la clase obrera es simplemente
un órgano dentro del cuerpo del capitalismo y no el
“embrión” en desarrollo de una sociedad futura, ese
concepto que figuró de forma tan significativa en el
proyecto revolucionario del socialismo proletario.
No somos testigos solamente de su fracaso como
“agente histórico” del cambio revolucionario, sino
también de su consumación como producto
engendrado por el capitalismo con el desarrollo del
capitalismo mismo. En su forma “pura”, el
proletariado como clase nunca ha sido una amenaza
para el sistema capitalista. Fueron precisamente las
“impurezas” del proletariado, como las partes de
latón y zinc que convierten al cobre en bronce
endurecido, las que le dieron a los primeros
proletarios su militancia y, en ciertos momentos
álgidos, su fervor milenario.
Aquí llegamos a un modelo terriblemente
defectuoso del cambio social que Marx introdujo en
el proyecto revolucionario de los últimos cien años,
uno que también fue implícitamente aceptado por los
radicales no-marxistas. Me refiero a la creencia de
que una nueva sociedad nace en el vientre de la
antigua y eventualmente sale de allí como un niño
robusto que conquista o destruye a sus padres.
Nada en la antigüedad apoyaba esta teoría
“embrionaria” de la revolución, si la podemos llamar
así. El feudalismo europeo reemplazó a la sociedad
antigua en las costas del norte del Mediterráneo –y
solo allí– porque las relaciones feudales eran en
general la forma en la que se descomponían las
relaciones tribales casi en todos los lugares donde no
eran convertidas en monarquías absolutas del tipo de
las que aparecieron en el Este. Las grandes zonas
rurales europeas al norte de los Alpes perdían
rápidamente sus rasgos tribales cuando se
encontraban con la sociedad romana. El capitalismo
no nació dentro del vientre del nuevo feudalismo
europeo y su nacimiento no fue inevitable, como nos
llevan a creer los historiadores marxistas del pasado
o Ferdinand Braudel e Immanuel Wallerstein más
recientemente. He intentado mostrar en otro lugar que
Europa, entre los siglos XIV y XVIII, era económica
y socialmente mixta, y ofrecía muchas alternativas al
capitalismo y al Estado-nación[2]. El mito de un
desarrollo “embrionario” del capitalismo y de la
“inevitabilidad” de su predominancia causaría
estragos en el proyecto revolucionario del socialismo
proletario.
En primer lugar, habría de crear el mito de que el
proletariado era el análogo de la burguesía en los
tiempos modernos y que presumiblemente, como la
burguesía medieval, se desarrollaba en un sentido
revolucionario al interior del mismo capitalismo. El
hecho de que el proletariado nunca tuvo la
predominancia económica asignada por Marx a la
burguesía temprana y que, en efecto, tendría que
apropiarse del poder político tanto como del
económico, creó una lata de gusanos teórica que
debería haber mostrado cuán absurda es la teoría del
“embrión” con respecto al proletariado, incluso si la
burguesía medieval gozaba del poder que se le
imputaba. Precisamente, de qué manera la clase
trabajadora podría levantarse más allá de sus propios
estrechos intereses en una economía a la que estaba
vinculada integralmente por sus estrechas demandas
de trabajo, mejores sueldos, menos horas de trabajo y
mejores condiciones de trabajo dentro del sistema
capitalista, seguía siendo un misterio impenetrable.
La economía marxiana, pese a todas sus
reflexiones extraordinarias acerca de la relación
mercantil y el proceso de acumulación, fue una
ideología mayormente artificial para mostrar que el
capitalismo conduciría al proletariado a la revuelta
mediante la miseria y las crisis crónicas. El
proletariado, se presumía, disfrutaba de una ventaja
sobre todas las demás clases oprimidas
precapitalistas, en el sentido de que el sistema
industrial permitía la cooperación en la fábrica
misma y por ello el tiempo lo convertiría en la mayor
parte de la población del país a medida que el
capitalismo se expandiera. No se pensó que el
sistema fabril domesticaría completamente al
proletariado mediante la anestesiante rutina industrial
de la fábrica; que sometería la indocilidad del
proletariado, condicionándola a la jerarquía
administrativa y a los métodos racionalizados de
producción; que el proletariado no sería conducido a
la revolución por la pura desesperación, sino que
sería estratificado contra sí mismo, proceso durante
el cual los bien pagados y “superiores” racialmente
serían enfrentados a los mal pagados y racialmente
“inferiores”; que las esperanzas de una crisis
económica crónica serían frustradas por astutas
técnicas de control de crisis; que el nacionalismo e
incluso el patriotismo chovinista prevalecería sobre
la solidaridad internacional de clase; en efecto, que
la innovación tecnológica reduciría numéricamente al
proletariado y lo llevaría a la colusión con sus propia
explotación mediante enfoques de gestión de tipo
japonés. Todo esto no fue ni vagamente comprendido
como parte de la lógica del desarrollo capitalista.
En segundo lugar, el mito de Marx de un desarrollo
“embrionario” habría de mistificar la historia y
eliminar su elemento esencial de espontaneidad.
Básicamente, en dicha teoría solo podría haber un
curso de desarrollo, no cursos alternativos. La
elección jugaba un rol muy insignificante en la
evolución social. El capitalismo, el Estado-nación, la
innovación tecnológica y el colapso de todos los
lazos tradicionales que alguna vez promovieron un
sentido de responsabilidad social no solo eran vistos
como inevitables, sino también como deseables. La
historia, en efecto, permitía tan solo el mínimo de
autonomía humana. “Los hombres hacen su propia
historia…” escribió Marx, una declaración más bien
obvia que los marxistas culturales habrían de
enfatizar mucho después de su muerte y en medio de
crecientes contradicciones entre sus teorías y la
realidad objetiva. A menudo se olvidaron de notar,
sin embargo, que Marx hizo esta afirmación
principalmente para enfatizar su frase concluyente:
“…pero no la hacen bajo circunstancias elegidas por
ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con
que se encuentran directamente, que existen y les han
sido legadas por el pasado”[3].
El proyecto revolucionario marxiano, pero en
ningún caso solamente este, llegó a quedar
sobrecargado con una serie de “etapas”, “subetapas”
y todavía más “subetapas” que dependían de
“precondiciones” tecnológicas y políticas. En
contraste con la política anarquista de presionar
continuamente contra la sociedad en busca de sus
puntos débiles y de intentar abrir áreas que hagan
posible el cambio revolucionario, la teoría marxiana
se estructuró en torno a una estrategia de “límites
históricos” y “etapas de desarrollo”. La Revolución
Industrial fue bienvenida como una “precondición”
tecnológica para el socialismo y las tendencias
ludistas fueron denunciadas como “reaccionarias”; el
Estado-nación fue anunciado como un paso crucial en
el camino hacia una “dictadura proletaria” y las
demandas confederalistas fueron denunciadas como
atávicas. A lo largo de todo el proceso, la
centralización de la economía y el Estado fue
bienvenida como un avance en el camino hacia una
“economía planificada”, es decir, una economía
altamente racionalizada. En efecto, tan fuertemente
comprometidos estaban los marxistas, incluyendo a
Engels en persona, con estas fatales perspectivas que
los socialdemócratas marxistas alemanes fueron
reticentes a aprobar la legislación antimonopolio en
la década de 1920 (para disgusto de la pequeña
burguesía alemana, que pronto se volvió hacia los
nazis en busca de alivio) porque la concentración de
la industria y el comercio en pocas manos
corporativas era vista como “históricamente
progresiva” con respecto a la cercanía del país con
una economía planificada.
En tercer lugar, el proletariado mismo, reducido
por el capitalismo a un ser instrumento más bien
maleable de la producción, era tratado como tal por
la vanguardia marxista. Los obreros eran vistos
primariamente como seres económicos y como la
encarnación de intereses económicos. Los esfuerzos
de radicales como Wilhelm Reich por apelar a su
sexualidad o artistas revolucionarios como
Maiakovski por apelar a sus sensibilidades estéticas
evocaron fuertes críticas por parte de los partidos
marxistas. El arte y la cultura eran tratados
mayormente como conductos de propaganda para ser
puestos al servicio de las organizaciones de
trabajadores.
El proyecto revolucionario marxiano fue notable
por su falta de interés en el urbanismo y la
comunidad. Estos eran asuntos dejados a un lado por
ser considerados “superestructurales” y
presumiblemente no tenían lugar en las
preocupaciones económicas de la “base”. Los seres
humanos y su amplio rango de intereses como
personas creativas, padres, hijos y vecinos eran
reconstituidos artificialmente como seres
económicos, de modo que el proyecto revolucionario
marxiano reforzaba la misma degradación,
desculturización y despersonalización de los
trabajadores operada por el sistema fabril. El
trabajador o trabajadora estaba en su mejor momento
cuando era un buen tradeunionista o un devoto
funcionario del partido, y no un ser culturalmente
sofisticado con amplias preocupaciones humanas y
morales.
Finalmente, la desnaturalización de los seres
humanos como vacíos seres de clase llevó a una
desnaturalización de la naturaleza misma. No solo los
problemas ecológicos fueron vistos como ajenos al
proyecto revolucionario marxiano, sino que fueron
vistos como insidiosamente contraproducentes en el
sentido literal de la palabra. Inhibían el crecimiento
de la industria y la explotación del mundo natural. La
naturaleza era tratada como “mezquina”, “ciega”, un
cruel “reino de necesidad” y un conjunto de “recursos
naturales” que el trabajo y la tecnología tenían que
someter, dominar y transformar. El gran avance
histórico producido por el capitalismo, al que Marx
le dio la bienvenida como “necesario”, fue su
despiadada capacidad para destruir todas las
restricciones y límites sobre el pillaje del mundo
natural. Encontramos así encomios de Marx al nuevo
ordenamiento industrial introducido por el capital
que, en su opinión, era “permanentemente
revolucionario” por su reducción de la naturaleza a
“simplemente un objeto” para la utilidad humana[4].
El lenguaje de Marx y sus visiones sobre el uso
ilimitado de la naturaleza para fines sociales no
refleja el así llamado humanismo o antropocentrismo
que es denigrado en estos días por tantos
ambientalistas angloamericanos. El “humanismo” de
Marx se basaba en realidad en una reducción
notablemente insidiosa de los seres humanos a
fuerzas objetivas de la “historia”, en su subyugación a
la legalidad social sobre la que no tenían ningún
control. Esta mentalidad es más desconcertante que
las formas más insensibles de “antropocentrismo”. La
naturaleza es convertida en meros “recursos
naturales” porque los seres humanos son concebidos
como meros “recursos económicos”. La visión de
Marx del trabajo humano como el medio por el que el
“hombre” se descubre a sí mismo en conflicto con la
naturaleza tiene la implicancia siniestra de que el
trabajo es la “esencia” de la humanidad, un rasgo que
es separado de todos los otros rasgos humanos.
En este sentido, Marx fue a contrapelo con la
auténtica tradición humanista del pasado, que
destacaba a los seres humanos por su conciencia,
moralidad, sensibilidad estética y empatía por todos
los seres vivientes. De forma aún más problemática,
si los seres humanos en la teoría marxista son meros
“instrumentos de la historia”, la felicidad y el
bienestar de las generaciones actuales puede ser
hipotecado para la emancipación de futuras
generaciones –una inmortalidad que los bolcheviques
en general, y Stalin en particular, utilizarían
letalmente y a una escala aterradora para “construir el
futuro” sobre los cadáveres del presente.
La contribución que el socialismo proletario hizo
al proyecto revolucionario fue mínima, y
principalmente en un sentido económico. La crítica de
Marx a la economía burguesa, aunque limitada a su
época, fue magistral. Reveló la capacidad latente de
la mercancía para desarrollarse como una fuerza
corrosiva capaz de cambiar la historia y el poder
subversivo del mercado capaz de eliminar todas las
formas tradicionales de vida social. Anticipó el
poder acumulativo del capital a un punto en el que el
monopolio era visto como su resultado y la
automatización como la lógica de la innovación
tecnológica capitalista. Marx también vio que una vez
que el capitalismo hubo emergido, produjo un
profundo sentido de escasez que ninguna sociedad
anterior había generado en el espíritu humano. La
humanidad alienada vivía con miedo y espanto ante
los productos de su propio trabajo. Las mercancías se
convirtieron en fetiches que parecían gobernar a la
humanidad a través de las fluctuaciones del mercado
y su misterioso poder para decidir asuntos cruciales
de supervivencia económica. Una sociedad libre solo
podía esperar resolver sus propios miedos,
inseguridades materiales y carencias artificialmente
generadas cuando la tecnología hubiese alcanzado un
nivel de desarrollo en el que la abundancia de bienes
volviera insignificante la escasez (después de lo cual
podría esperarse que, en una sociedad racional y
ecológica, los seres humanos desarrollaran
necesidades significativas que no estuvieran
distorsionadas por el mundo económico mistificado
creado por el capitalismo). Que este mundo
mistificado se encarne, como ha ocurrido en años
recientes, en varias religiones renacidas –cristianas o
paganas– y en la hipostatización del mito, el
chamanismo, la brujería y otros señuelos
autoindulgentes de lo arcano, es evidencia de la
medida en la que el capitalismo ha infectado no solo
a la economía, sino también a la vida privada.
Es importante incluir en el proyecto revolucionario
la necesidad de una tecnología que pueda remover los
miedos a la escasez, es decir, una tecnología
posescasez. Pero dicha tecnología debe ser vista
dentro del contexto de un desarrollo social y no como
una “precondición” para la emancipación humana en
todas las circunstancias y todas las épocas. Pese a sus
fallas y defectos, las sociedades precapitalistas
estaban estructuradas en torno a ciertas restricciones
morales poderosas. Ya he citado una ordenanza
municipal, destacada por Kropotkin, según la cual
“Cada uno debe hallar placer en su trabajo…”. Esto
no era en ningún caso una rareza. La idea de que el
trabajo debiese ser placentero y que las necesidades
y la riqueza no debieran expandirse indefinidamente
sirvió para condicionar considerablemente las
nociones populares de escasez. De hecho, la riqueza
a menudo era vista como demoníaca y una excesiva
indulgencia en los bienes era considerada como
moralmente corrosiva. Ofrecer regalos, deshacerse
de cosas innecesarias, como lo hemos visto, era
hipostasiado por sobre la acumulación de bienes y la
expansión de las necesidades. No es que las
sociedades precapitalistas carecieran
consistentemente de un apetito por los artículos de
lujo y las buenas cosas de la vida –ciertamente no en
la Roma imperial–, pero la sociedad reaccionaba
rápidamente, con ascetismo y apologías de la
autonegación, ante conductas que veía como “vicios”.
Irónicamente, fueron estas mismas tradiciones las
que Marx habría de ridiculizar con un lenguaje muy
fuerte, alabando al capitalismo por socavar “el modo
tradicional de satisfacer las necesidades, circunscrito
dentro de determinados límites, confinado a las
necesidades existentes y a la reproducción del viejo
modo de vida”[5]. La producción por la producción –
la indiferencia típicamente capitalista con respecto a
los bienes de calidad y su utilidad a cambio de una
valoración de la mera cantidad y el lucro– habría de
ser acompañada por el consumo por sí mismo. Esta
noción es comparativamente reciente, por cierto. Pero
está profundamente arraigada hoy entre grandes
masas de la población en el mundo occidental. Dada
la fetichización de las mercancías y la identificación
de la seguridad material con la riqueza material, las
nociones modernas del consumo ya no pueden ser
modificadas significativamente por la persuasión
moral solamente, pese a la importancia que tengan los
esfuerzos en ese sentido. Los patrones de consumo de
la actualidad se muestran irrelevantes, incluso
ridículos, por el hecho de que la tecnología puede dar
una buena vida para todos y de que la noción misma
de buena vida puede ahora ser redefinida en un
sentido racional y ecológico.
En cualquier caso, el marxismo comenzó a decaer
como proyecto revolucionario cuando el capitalismo
volvió a estabilizarse después de la Segunda Guerra
Mundial, sin que tuvieran lugar ninguna de las
“revoluciones proletarias” que se esperaba que
acabaran con la guerra y rescataran a la sociedad de
la alternativa de la barbarie. Su decadencia fue
acelerada por la evidente degeneración de la Rusia
soviética simplemente en otro Estado-nación, plagado
de chovinismo nacional y ambiciones imperialistas.
Que los estudios marxistas se hayan retirado a
enclaves académicos es testimonio de su muerte
como movimiento revolucionario. Se ha convertido
en algo seguro e inofensivo por su orientación general
tan intrínsecamente burguesa.
Los países capitalistas, por su parte, han
nacionalizado grandes sectores de sus economías.
“Planifican” la producción de un modo u otro y han
amortiguado la fluctuación económica con una gran
variedad de reformas. La clase trabajadora se ha
convertido en una fuerza social mayormente
desvitalizada para el cambio social básico, ni hablar
de revolución. La bandera roja del socialismo
marxiano descansa hoy sobre un ataúd de mitos que
celebran la centralización política y económica, la
racionalización industrial, una teoría simplista del
progreso lineal y una postura básicamente
antiecológica, todo en nombre del radicalismo. Pero
con bandera roja o no, sigue siendo un ataúd. Los
mitos que contiene desviaron trágicamente el
pensamiento y la práctica radical de los generosos
ideales de libertad que los antecedieron en la primera
mitad del siglo XIX.
El radicalismo de la nueva izquierda y el
utopismo contracultural
El proyecto revolucionario no murió con el reflujo
del marxismo, por cierto, aunque las ideas marxianas
vulgares lo contaminaran por décadas después de los
años 30. Ya en los últimos años de la década de 1950
y el comienzo de la década de 1960, toda una nueva
constelación de ideas comenzó a cuajar. El
nacimiento abrupto del movimiento de los derechos
civiles en los Estados Unidos creó un impulso social
en torno de la simple demanda de igualdad étnica,
que en muchos sentidos sugería las demandas de
igualdad que se remontan a la época de las
revoluciones democráticas en el siglo XVIII y sus
visiones radicales de una nueva fraternidad humana.
Los discursos de Martin Luther King, por ejemplo,
tienen un tono impresionantemente milenario que es
casi precapitalista en su carácter. Sus palabras son
abiertamente utópicas y cuasireligiosas. Contienen
referencias a “sueños”, a ascensos a la “cima de la
montaña” como el de Moisés; apelan a un fervor ético
que sobrepasa a una súplica por intereses especiales
y predisposiciones localistas. Sus palabras son
emitidas sobre un trasfondo de música coral que
presenta mensajes como “¡Libertad ahora!” y
“¡Venceremos!”
El ensanchamiento de la idea de emancipación, en
efecto, su santificación por una terminología religiosa
y una conducta como de plegaria, reemplazó la
pseudociencia del marxismo. Era un mensaje
intencionadamente ético, de redención espiritual y
una visión utópica de solidaridad humana que
trascendía la clase, la propiedad y los intereses
económicos. Los ideales de libertad eran ahora
reformulados en el vernáculo del proyecto
revolucionario premarxista –o sea, en un lenguaje que
hubiese sido comprensible para los soñadores
radicales puritanos de la Revolución Inglesa y quizá
para los yeomen radicales de la Revolución
Americana–. Gradualmente, el movimiento se volvió
cada vez más secular. Las protestas pacíficas
orquestadas principalmente por ministros y pacifistas
negros, para “dar testimonio” de la vulneración de
libertades humanas básicas, dieron paso a encuentros
enfurecidos y a la resistencia violenta contra el
estruendoso uso de la autoridad. Asambleas
ordinarias terminaron en disturbios hasta que, desde
1964 en adelante, casi todos los veranos
estadounidenses culminaron en levantamientos de los
guetos negros, con proporciones casi
insurreccionales.
El movimiento de derechos civiles no monopolizó
los ideales igualitarios que emergieron en los
sesentas. Precedidas en gran medida por el
movimiento “antibombas” de los cincuenta,
incluyendo la Campaña por el Desarme Nuclear
(CND) en Inglaterra y la Huelga de Mujeres por la
Paz en Estados Unidos, varias tendencias comenzaron
a converger para producir la Nueva Izquierda, un
movimiento que se distinguió claramente de la Vieja
Izquierda en sus objetivos, formas de organización y
estrategias para el cambio social. El proyecto
revolucionario estaba siendo recuperado, no en
continuidad con el socialismo proletario, sino con los
ideales libertarios premarxistas. Las variantes
contraculturales de la “revuelta juvenil” se filtraron
en este proyecto, con su énfasis en nuevos estilos de
vida, la libertad sexual y una amplia gama de valores
libertarios comunales. Emergió un colorido horizonte
de ideas, experimentos y relaciones sociales y
resplandeció con extravagantes esperanzas de un
cambio radical.
Por cierto, este resplandor no venía solo de la
ideología. Fue impulsado por radicales transiciones
tecnológicas, económicas y sociales en la sociedad
euroamericana. En el intervalo que separa el fin de la
Segunda Guerra Mundial y los primeros años de los
sesenta, lo que moría era mucho más que el
socialismo proletario. Otros rasgos principales de la
Vieja Izquierda decaían, como la institucionalización
del radicalismo en la forma de partidos obreros
jerárquicos, la desesperación económica que marcó
la década de la Gran Depresión y una herencia
tecnológica arcaica basada en las instalaciones
industriales masivas y un sistema fabril de trabajo
intensivo demasiado grande. La planta industrial de
los años de la Gran Depresión no era muy innovadora
técnicamente. La década de los treinta puede haber
estado caracterizada por una ardiente pero sombría
esperanza; los sesenta, en cambio, estuvieron
marcados por una promesa exuberante, una que
incluso exigía la gratificación inmediata de sus
deseos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el
capitalismo, lejos de retroceder a la depresión
crónica que precedió a la guerra, se había vuelto a
estabilizar sobre bases más fuertes que las que había
conocido alguna vez. Creó una economía
administrada en base a la producción militar,
estimulada por impresionantes avances tecnológicos
en electrónica, automatización, ciencias nucleares y
agroindustria. Los bienes parecían fluir en vastas
cantidades y variedades desde una interminable
fuente de riqueza. Esta era tan masiva, de hecho, que
franjas considerables de la población podían vivir de
sus meros restos. Décadas después, es difícil
comprender el pujante sentido de promesa que animó
este tiempo.
Este sentido de promesa era claramente
materialista. El rechazo de la contracultura de las
cosas materiales no entraba en conflicto con su
propio consumo de equipos de radio y televisión,
fármacos que “expandían la mente”, ropa exótica y
alimentos igualmente exóticos. Tempranos tratados
liberales como la “Triple Revolución” alentaban la
creencia muy justificada en que tecnológicamente, en
el mundo occidental al menos, ingresábamos a una
era de mayor libertad con respecto al trabajo. Que la
sociedad pudiera ser ajustada para sacarle partido a
estos bienes materiales y sociales era algo que
apenas se ponía en duda, con la condición, eso sí, de
que pudiera crear una buena vida a partir de un nuevo
punto de vista ético.
Estas expectativas se filtraron en cada estrato de la
sociedad, incluyendo a los más desposeídos. El
movimiento de los derechos civiles no surgió
simplemente del resentimiento que las personas de
color habían acumulado durante tres siglos de
opresión y discriminación. En los sesenta, se levantó
más irresistiblemente a partir de las expectativas
populares de una vida mejor, como la que disfrutaba
la clase media blanca, y de la creencia en que había
más que suficiente para todos. El mensaje ético de
King y sus lugartenientes tenía raíces profundas en la
tensión entre la pobreza negra y la riqueza blanca, una
tensión que hacía que la opresión de los negros fuera
aun más intolerable que antes.
En el mismo sentido, el radicalismo de la Nueva
Izquierda llegó a abarcar más y se volvió más
fundamental en la medida en que la abundancia
económica que Estados Unidos disfrutaba era
distribuida tan desigualmente y era empleada tan
irracionalmente –particularmente en aventuras
militares en el extranjero–. El entusiasmo de la
contracultura y sus reclamos se volvió cada vez más
utópico en la medida en que una vida confortable
para todos se volvió cada vez más factible. Los
jóvenes, los famosos “desertores” [“drop-outs”] de
los sesenta, hicieron una vocación ética de la
posibilidad de vivir bien de los basureros de la
sociedad, con “una ayudita de los amigos”,
parafraseando la letra de una famosa canción de los
Beatles.
No digo esto para denigrar al radicalismo de la
Nueva Izquierda o al utopismo de la contracultura. Lo
que hago es tratar de explicar por qué tomaron las
extravagantes formas que tomaron, así como por qué
habrían de desvanecerse cuando las técnicas de
“gestión de la crisis” del sistema reinventaran el mito
de la escasez y jalaran las riendas de sus programas
de bienestar.
Ni pretendo afirmar que los ideales éticos de la
libertad mecánicamente marcharon a la par con las
realidades materiales de la pobreza y la abundancia.
Las revueltas y visiones utópicas producidas por
campesinos a lo largo de quinientos años de historia,
las de artesanos a lo largo de un tiempo similar y con
visiones afines, las de radicales religiosos como los
puritanos y los anabaptistas, y finalmente las de
anarquistas racionalistas y utópicos libertarios –cuya
mayoría promovió mensajes ascéticos en tiempos de
subdesarrollo tecnológico– serían inexplicables a
partir de esta premisa. Estos proyectos
revolucionarios aceptaron parámetros para la libertad
fundados en la pobreza, y no en la abundancia. Fueron
movidos a la acción por los duros hechos de la
transición social de la villa a la ciudad, de las formas
sociales mixtas al capitalismo –cada nueva condición
aún peor que su antecedente, tanto psicológica como
materialmente.
Lo que movió a la Nueva Izquierda hacia su propio
proyecto revolucionario y a la contracultura a su
versión de una utopía ilimitada fueron los parámetros
de libertad fundados en la abundancia: cada nuevo
periodo potencialmente mejor que su antecedente. En
efecto, por primera vez parecía que la sociedad podía
comenzar a olvidarse de las potencialidades de la
tecnología para producir el bienestar material para
todos y concentrarse en su bienestar ético.
La abundancia, al menos en la medida en que
existió para las clases medias, y una tecnología con
una productividad incalculable, fomentó una ética
radical propia: la razonable certeza de que la
abolición de toda opresión –de los sentidos tanto
como del cuerpo y la mente– podía ser alcanzada
incluso sobre el terreno burgués del instrumentalismo
económico. La suposición de que la tecnología era
tan productiva que podía ser utilizada para apaciguar
a los ricos y eliminar los temores tradicionales a la
desposesión es algo que podría dar cuenta del tono
liberal de los primeros documentos de la Nueva
Izquierda como la “Declaración de Port Huron”. Los
ricos podrían disfrutar de su riqueza y, dejando las
cuestiones del poder y el control social a un lado,
parecía haber más que suficiente a disposición de la
sociedad como para proveer una vida abundante para
todos. El capitalismo y el Estado, en efecto, parecían
haber perdido su raison d’être, su razón de ser. Ya no
era necesario que los medios de vida fueran
distribuidos jerárquicamente porque la tecnología los
volvía disponibles según se los necesitara.
Por ello, el trabajo dejaba de ser una carga
históricamente explicable sobre las masas. La
represión sexual ya no era necesaria para desviar las
energías libidinales hacia las arduas labores. Las
convenciones que interrumpían el placer eran
insufribles en estas nuevas condiciones y la
necesidad podía ser reemplazada por el deseo como
un impulso verdaderamente humano. El “reino de la
necesidad”, en efecto, podía ser finalmente
reemplazado por el “reino de la libertad” –de allí que
en ese momento los escritos de Charles Fourier se
hayan puesto tan de moda en muchas partes de
Occidente.
En sus fases iniciales, la Nueva Izquierda y la
contracultura fueron profundamente anárquicas y
utópicas. Muchas de las inquietudes populares fueron
de crucial importancia en los proyectos que
comenzaron a salir a la superficie de su consciencia
colectiva. La primera de estas era ricamente
democrática: se apelaba a un sistema de toma de
decisiones cara-a-cara. Las palabras “democracia
participativa” llegaron a estar muy en boga como
descripción del control de base sobre todos los
aspectos de la vida, y no solo los aspectos políticos.
Se esperaba que todas las personas tuvieran la
libertad para ingresar en la esfera política y
enfrentarse con otras en la vida cotidiana de una
manera “democrática”. Esto significó, en efecto, que
se esperara que las personas fueran transparentes en
todas sus relaciones y en la defensa de sus ideas.
La Nueva Izquierda y, en una medida no menor, la
contracultura emergía en paralelo a ella tenían un
fuerte aire antiparlamentario que a menudo se
aproximaba a un anarquismo explícito. Mucho se ha
escrito sobre el “fuego en las calles” que llegó a ser
parte de las actividades radicales del momento. Sin
embargo, hubo también fuertes impulsos hacia una
institucionalización de los procesos de toma de
decisiones que fueran más allá del nivel de las
protestas callejeras y las manifestaciones tan
comunes durante la década.
La principal organización americana de la Nueva
Izquierda, los Estudiantes por una Sociedad
Democrática (Students for a Democratic Society,
SDS) y su contraparte alemana, la Unión de
Estudiantes Socialistas (también SDS) se distinguían
por la formalidad de sus conferencias y talleres. Pero
se ponían pocas limitaciones a la concurrencia – lo
que dejaba a estas organizaciones vulnerables a las
invasiones cínicas por parte de sectas radicales
dogmáticas parasitarias. Muchas de sus conferencias
y talleres, aparte de aquellas demasiado grandes,
adquirieron una geometría igualitaria propia: el
círculo, en el que no había líder o dirigente formal.
Los individuos cedían el foro simplemente
designando a sus sucesores de entre las manos
levantadas de aquellos que querían expresar sus
visiones.
Esta geometría y este procedimiento no era
simplemente una forma inactiva de simbolismo
organizacional y democrático. Toda la configuración
expresaba una creencia seria en el ideal del diálogo
cara-a-cara y una forma espontánea de discusión. Se
desconfiaba en extremo del liderazgo, a un punto en
el que las oficinas a menudo rotaban y se
desaprobaba un funcionariado muy afianzado por
considerarlo un paso hacia el control autoritario. Las
conferencias de la Nueva Izquierda contrastaban
dramáticamente con los encuentros altamente
formalizados, a menudo cuidadosamente orquestados,
que habían marcado las conferencias en el
movimiento obrero una o dos generaciones atrás. En
efecto, la democracia como forma radical de toma de
decisiones era vista por el socialismo proletario,
particularmente en su forma marxiana, como marginal
con respecto a los factores económicos.
En cierto sentido, la Nueva Izquierda, casi
deliberadamente, revivía tradiciones que habían sido
engendradas por las revoluciones democráticas de
hacía dos siglos. Precisamente porque los medios de
vida parecían estar potencialmente disponibles para
todos en abundancia, la Nueva Izquierda parecía
percibir que la democracia y un ideal ético de la
libertad era el sendero directo al mismo igualitarismo
social que el socialismo proletario había buscado
alcanzar por medios mayormente económicos y
partidarios. Este fue un notable giro de orientación en
el rol de la ética en una época en la que todos los
problemas materiales de la humanidad podían en
principio ser resueltos. La época premarxista de las
revoluciones democráticas, en efecto, se había
fundido con formas premarxistas de socialismo y
utopismo bajo la rúbrica de una democracia
participativa. La economía se volvía ahora
verdaderamente política y lo político comenzaba a
despojarse de la pátina de estatismo que la envolvió
por un siglo –un cambio que tenía implicancias
fundamentalmente anárquicas.
En segundo lugar, tal disposición democrática de
la vida social no tenía sentido sin descentralización.
A menos que la estructura institucional de la vida
democrática pudiera ser reducida a una escala
humana comprensible, que todos pudieran entender, la
democracia difícilmente adquiriría una forma
verdaderamente participativa. Debían desarrollarse
nuevas unidades de intercambio social y debían
establecerse nuevas formas de relaciones
interpersonales. En resumen, la Nueva Izquierda
comenzó a andar a tientas hacia nuevas formas de
libertad. Pero nunca desarrolló estas formas más allá
de las conferencias que usualmente eran convocadas
en campus universitarios.
En Francia, durante el levantamiento de mayo y
junio de 1968, hay evidencia de asambleas barriales
convocadas en varios arrondissements parisinos. Se
comenzaron proyectos barriales sin mucho
entusiasmo en los Estados Unidos, en particular
grupos de inquilinos en huelga y colectivos de
servicios orientados a los guetos. Pero la idea de
desarrollar nuevas formas de municipalismo
libertario como contrapoder con respecto a las
formas estatales prevalecientes no tuvo mayor
arraigo, excepto en España, donde el Movimiento
Ciudadano de Madrid jugó un rol principal en la
organización del sentimiento público en contra del
régimen de Franco. Así, las demandas por la
descentralización fueron un importante eslogan
inspirador. Pero nunca asumieron una forma tangible
fuera del campus, donde las preocupaciones radicales
se centraban en el “poder estudiantil”.
La contracultura ofrecía su propia versión de las
estructuras descentralizadas en la forma de estilos de
vida comunales. La década de los sesenta se
convirtió en la década par excellence de las comunas
de tipo anarquista, como las han denominado tantos
libros sobre el tema. En las ciudades, no menos que
en el campo, los asentamientos comunales se
difundieron bastante. Estos asentamientos apuntaban
no tanto al desarrollo de una nueva política como a
intentos de desarrollar formas radicalmente nuevas de
vivir que contrarrestasen las formas convencionales
que los rodeaban. Eran literalmente los núcleos de
una contracultura. Estas nuevas formas de vida
incluían la comunalización de la propiedad, la
práctica del usufructo con respecto a los medios de
vida, la rotación y participación común en las tareas
laborales, el cuidado colectivo de los niños por parte
de ambos sexos, costumbres sexuales radicalmente
nuevas, intentos de alcanzar una cierta medida de
autonomía económica y la creación de nueva música,
poesía y arte cuyo sentido fuera ir contra la corriente
de los gustos estéticos heredados. El cuerpo humano
y su embellecimiento, cual sea la opinión que
tengamos de los estándares que fueron desarrollados,
se volvieron parte de los intentos de embellecer el
entorno. Los vehículos, las habitaciones, los
exteriores de las construcciones, incluso los muros de
ladrillo de los edificios de departamentos eran
decorados y cubiertos con murales.
El hecho de que barrios completos estuvieran
mayormente conformados por estas comunas llevó a
sistemas informales de asociaciones intercomunales y
sistemas de apoyo, como los así llamados concejos
tribales. La idea del “tribalismo”, que la
contracultura tomó prestada demasiado fácilmente de
las culturas indígenas americanas, encontró su
expresión en un vernáculo del “amor” y el amplio uso
de las costumbres, rituales y especialmente la joyería
indígena, más que en la realidad de relaciones
duraderas y de apoyo mutuo. Hubo grupos que
intentaron vivir según estos principios tribales, que
incluso en algunos casos fueron principios
conscientemente anarquistas, pero eran
comparativamente poco comunes.
Muchos jóvenes que conformaban la contracultura
eran exiliados temporales de los suburbios de la
clase media, a los que regresarían después de los
sesenta. Pero los valores de muchos estilos de vida
comunales llegaron a ser ideales duraderos que
habrían de infiltrarse en la Nueva Izquierda, que
estableció sus propios colectivos para tareas
específicas como la impresión de literatura, la
gestión de “escuelas libres” e incluso guarderías.
Términos anarquistas como “grupo de afinidad”, que
era la unidad celular de acción del movimiento
anarquista español, llegaron a estar muy en boga. Los
anarquistas españoles desarrollaron estos grupos
como formas personales de asociación en oposición a
las ramas anónimas del Partido Socialista, basadas en
la residencia o en los lugares de trabajo, mientras que
los elementos más anárquicos de la Nueva Izquierda
mezclaron componentes más generales de la
contracultura, como el estilo de vida, con la acción en
grupos de afinidad.
En tercer lugar, la acumulación de la propiedad era
vista con sorna. La capacidad de “liberar”
exitosamente comida, ropa, libros y otros, de tiendas
departamentales y centros comerciales se convirtió en
una vocación, por decirlo así, y una medalla de
honor. Esta mentalidad y esta práctica llegaron a estar
tan difundidas que incluso se contagiaron a gente de
la clase media convencional. El hurto en tiendas
alcanzó proporciones epidémicas en los sesenta. La
propiedad era vista generalmente como una especie
de recurso público que podía ser usado libremente
por el público en su conjunto o “expropiado”
personalmente.
Valores estéticos e ideales utópicos que habían
quedado enterrados en los manifiestos artísticos y
políticos del pasado experimentaron un renacer
extraordinario. Se hicieron manifestaciones en los
museos, que fueron denunciados como mausoleos del
arte, y cuyas obras los manifestantes sentían que
debían ser ubicadas en lugares públicos para que
pudieran formar parte de un entorno vivo. Se
realizaba teatro callejero para el público en los
lugares más improbables, como las aceras de los
distritos comerciales; bandas de rock realizaban sus
conciertos en las calles o en plazas públicas; los
parques eran utilizados como áreas ceremoniales o
lugares para la discusión o simplemente como
hábitats al aire libre para jóvenes semidesnudos, que
flagrantemente fumaban marihuana a vista y paciencia
de la policía.
Finalmente, la imaginación de la sociedad
occidental llegó a sobrecalentarse con imágenes
insurreccionales. Una fatal creencia comenzó a
desarrollarse dentro de la Nueva Izquierda de que el
mundo entero estaba al borde del cambio
revolucionario violento. La guerra en Vietnam
movilizó muchedumbres de cientos de miles en
Washington, Nueva York y otras ciudades, seguido
por números similares en ciudades europeas –
movilizaciones masivas que no habían sido vistas
desde los días de la Revolución Rusa–. Los
levantamientos en los guetos negros se volvieron
lugares comunes, seguidos de sangrientos encuentros
con las tropas y los policías que cobraron muchas
vidas. Los asesinatos de figuras públicas como
Martin Luther King y Robert Kennedy fueron solo los
más publicitados de los homicidios que reclamaron la
vida de activistas de derechos civiles, estudiantes
que protestaban y, en un horrendo crimen, niños
negros en una ceremonia de iglesia. Estas contra-
acciones comenzaron a poner el terrorismo individual
de izquierda en la agenda de ciertas tendencias de la
Nueva Izquierda.
El año 1968 vio los levantamientos más
espectaculares de los movimientos estudiantiles y
negros. En Francia, durante mayo y junio, millones de
trabajadores siguieron a los estudiantes a una huelga
general que duró semanas. Esta “casi revolución”,
como ha sido llamada recientemente, se hizo eco a lo
largo del mundo en varias formas, aunque con mínimo
apoyo de la clase trabajadora –de hecho, con activa
hostilidad por parte de los trabajadores
estadounidenses y alemanes, un hecho que debiese
haber sellado fatalmente la muerte del socialismo
proletario.
Pese a otro resurgimiento importante en 1970 por
parte de los estudiantes estadounidenses, en el que
una huelga general siguió a la invasión de Camboya,
el movimiento fue más la proyección imaginaria de
una insurrección que algo real. En Francia, los
trabajadores eventualmente emprendieron la retirada
bajo las órdenes de sus partidos y sindicatos. Las
clases medias se encontraban en un genuino conflicto
entre los beneficios materiales que adquirieron del
orden establecido y el llamamiento moral expresado
por la Nueva Izquierda, e incluso por sus propios
hijos. Los libros de Theodore Roszak y Charles
Reich, que intentaban explicar el mensaje ético de la
Nueva Izquierda, y particularmente de la
contracultura, a las generaciones anteriores, fueron
recibidos de manera sorprendentemente favorable.
Quizá millones de personas más bien convencionales
podrían haber tenido una activa simpatía con los
manifestantes contra la guerra, incluso con la misma
Nueva Izquierda, si su ideología hubiese sido
presentada en las formas populistas y libertarias que
eran coherentes con la propia herencia revolucionaria
estadounidense.
Los últimos años de los sesenta, de hecho, fueron
un periodo profundamente importante en la historia
estadounidense. De haber existido un desarrollo más
lento, más paciente y graduado por parte de la Nueva
Izquierda y la contracultura, grandes sectores de la
conciencia popular podrían haber sido cambiados. El
“sueño americano”, quizá como los “sueños”
nacionales de otros países, tenía raíces ideológicas –
no solo materiales– muy profundas. Los ideales de
libertad, comunidad, apoyo mutuo e incluso de
confederaciones descentralizadas, habían sido traídos
a Estados Unidos por sus colonos puritanos con su
forma congregacional de protestantismo que
proscribía toda jerarquía clerical. Estos radicales
predicaban el evangelio de un comunalismo cristiano
primitivo más que el de un “individualismo a
ultranza” (esencialmente un ideal de vaquero del
oeste, de un “anarquismo” puramente personal en el
que la solitaria “fogata” del solista armado sustituye
al corazón familiar del campesinado de la villa). Los
puritanos le habían dado un lugar prominente a las
asambleas populares cara-a-cara o a los concejos de
aldea como instrumentos de autogobierno, mucho más
que al gobierno centralizado. Quizá honrado más en
las excepciones que en su observancia constante, este
evangelio todavía ejercía una enorme influencia en la
imaginación estadounidense, una influencia que
fácilmente podría haber vinculado las ideas de la
Nueva Izquierda y la contracultura con una
democracia ética que muchos estadounidenses
hubiesen aceptado.
Resulta espantoso que la Nueva Izquierda, lejos de
seguir este curso histórico, haya hecho justamente lo
contrario a fines de los sesenta. Se separó de sus
orígenes anárquicos y utópicos. Lo que es peor,
adoptó acríticamente ideologías del Tercer Mundo,
inspiradas por los modelos sociales vietnamitas,
chinos, norcoreanos y cubanos. Estos fueron
introducidos hasta un punto enfermante por los restos
de marxistas sectarios que vivían rezagados desde los
años treinta, no solo en los Estados Unidos, sino
también en Europa. La propia democracia de la
Nueva Izquierda era usada en su contra por
autoritarios de tipo maoísta que intentaban “capturar”
a los SDS en Estados Unidos y Alemania. El
principal mecanismo para imbuir a estos movimientos
con una actitud servil con sedicentes grupos obreros y
negros era la culpa por pertenecer a la clase media;
en efecto, este mecanismo sirvió incluso para adoptar
un ruidoso fanatismo ultrarevolucionario que
marginalizó totalmente a los seguidores de esta
corriente y eventualmente los desmoralizó
completamente. La incapacidad de muchos
anarquistas en los SDS americanos y alemanes, así
como en otros movimientos similares, de desarrollar
un movimiento bien organizado dentro de otros más
grandes (particularmente con la fanfarronería
“ultrarevolucionaria” y el pavoneo radical en los
Estados Unidos) jugó directamente a favor de las
tendencias maoístas mejor organizadas –con
desastrosos resultados para la Nueva Izquierda en su
conjunto.
Pero no fue solamente la carencia de ideología y
de organización lo que llevó a la Nueva Izquierda y a
una contracultura titubeante a su fin. La
sobrecalentada y expansiva economía de los sesenta
iba siendo reemplazada sostenidamente por la
vacilante y más fría economía de los setentas. El
acelerado crecimiento económico fue
deliberadamente contenido y su dirección fue
parcialmente revertida. Bajo el gobierno de Nixon en
Estados Unidos y de Thatcher en Inglaterra, así como
de sus contrapartes en otros países europeos, se creó
un nuevo clima político y económico que habría de
reemplazar la bullente mentalidad posescasez de los
sesenta con una mentalidad de incertidumbre
económica.
La inseguridad material de los setenta y la
reacción política que siguió a la elección de los
conservadores en Estados Unidos y Europa
comenzaron a promover un retiro personal desde la
esfera pública. El apego por la vida privada y por
una carrera, así como mero el interés propio, ganó un
lugar cada vez más preponderante por sobre el deseo
de una vida pública, una ética del cuidado y un
compromiso con el cambio. La Nueva Izquierda se
marchitó aún más rápido que cuando floreció y la
contracultura se convirtió en la industria de las
boutiques y las formas pornográficas de licencia
sexual. En efecto, la “cultura de las drogas” que en
los sesenta era expansiva de la conciencia le dio paso
en los setenta a la “cultura de las drogas” sedante,
que ha creado crisis nacionales en la sociedad
euroamericana con el descubrimiento de nuevos
fármacos y sus exóticas combinaciones en “altos” y
“bajos” más intensos.
Todavía ha de escribirse una descripción
perceptiva de la Nueva Izquierda y la contracultura,
con pleno conocimiento de los hechos que llevaron a
sus orígenes, desarrollo y decadencia. Mucho del
material que ahora tenemos disponible lleva más la
marca de la sentimentalidad que del análisis serio.
El radicalismo de esa era, sin embargo, ha sido
percibido intuitivamente. La Nueva Izquierda nunca
fue tan educada como la Vieja, a la que intentó
suceder más con un énfasis en el activismo que en la
reflexión teórica. Pese a una oleada de electrificantes
y elevados tratados de propaganda, no produjo
recuentos intelectuales sensibles de los
acontecimientos que la crearon o de las posibilidades
reales que la confrontaron. A diferencia de la Vieja
Izquierda que, pese a todos sus fracasos, fue parte de
una tradición histórica de un siglo de duración, que
duró toda una época, una tradición llena de análisis
de las experiencias acumuladas y evaluaciones
críticas de sus resultados, la Nueva Izquierda parece
más bien una lejana isla en la historia cuya misma
existencia es difícil de explicar como parte de una
época histórica mayor.
Dada más a la acción que a la reflexión, la Nueva
Izquierda se aferró a versiones reacondicionadas de
los dogmas marxistas más vulgares para apuntalar su
reverencia culposa por los movimientos del Tercer
Mundo, sus propias inseguridades de clase media y el
oculto elitismo de sus líderes más oportunistas y
mediáticos que fueron prueba de que el poder en
última instancia corrompe. La juventud radical más
dedicada de los sesenta fue a las fábricas por breves
periodos de tiempo para “ganarse” a una clase obrera
mayormente indiferente, mientras otros se volcaron al
“terrorismo” –en algunos casos, más una parodia que
algo real, en otros casos, una costosa tragedia que
cobró las vidas de jóvenes dedicadísimos, aunque
tristemente mal guiados.
Se reciclaban así una vez más los errores que
fueron repetidos generación tras generación a lo largo
del siglo pasado: una indiferencia por la teoría, un
énfasis en la acción que excluía todo pensamiento
serio, una tendencia a recaer en dogmas estropeados
cuando la acción era reificada y la resultante certeza
de la derrota y la desmoralización. Y esto fue
precisamente lo que ocurrió a medida que los sesenta
llegaban a su fin.
Pero no todo se pierde en un desarrollo. El
socialismo proletario había concentrado la atención
del proyecto revolucionario en los aspectos
económicos del cambio social; la necesidad de crear
las condiciones materiales, particularmente bajo el
capitalismo, para una visión a futuro de la liberación
humana. Revivió y exploró plenamente el hecho –
hacía mucho enfatizado por autores como
Aristóteles– de que las personas tienen que estar
razonablemente libres de carencias materiales para
ser capaces de funcionar plenamente como
ciudadanos en la esfera política. La libertad que
carecía de las bases materiales para que las personas
actuasen como individuos o colectivos
autogestionados y autogobernados era la libertad
puramente formal de la desigualdad de los iguales, el
reino de la mera justicia. El socialismo proletario
murió en parte debido a su sobriedad y carencia de
imaginación, pero también ofreció una necesaria
corrección al énfasis puramente ético que pusieron
los radicales de épocas anteriores en las instituciones
políticas y a su visión mayormente imaginaria de las
disposiciones económicas que eran tan necesarias
para la plena participación popular en la
conformación de la sociedad.
La Nueva Izquierda restauró las visiones
anárquicas y utópicas del proyecto revolucionario
premarxiano y las expandió considerablemente de
acuerdo a las nuevas posibilidades materiales
creadas por la tecnología después de la Segunda
Guerra Mundial. A la necesidad de fundamentos
económicos sólidos para una sociedad libre, la
Nueva Izquierda y la contracultura agregaron algunas
cualidades fourierescas. Promovieron la imagen de
una sociedad sensual, no solo una que estuviera bien
alimentada; una sociedad libre del trabajo, no solo
una que estuviera libre de explotación económica;
una democracia sustantiva, no solo una formal; la
liberación del placer, no solo la satisfacción de la
necesidad.
Valores antijerárquicos, descentralistas,
comunalistas y sensuales habrían de persistir en los
setenta, pese a las contorsiones ideológicas de la
Nueva Izquierda y su deriva hacia un imaginativo
mundo de insurrección, “días de furia” y terrorismo.
Mientras que es cierto que muchos de los
activistas de la Nueva Izquierda habrían de hallar su
camino en el mismo sistema universitario que
despreciaron en los sesenta y llevarían vidas bastante
convencionales, el movimiento también amplió
vastamente la definición de la libertad y el alcance
del proyecto revolucionario, extendiéndolos más allá
de sus confines tradicionalmente económicos hacia
dominios culturales y políticos. En el futuro, ningún
movimiento radical de importancia puede ignorar el
legado ético, estético y antiautoritario creado por la
Nueva Izquierda y los experimentos comunalistas que
emergieron de la contracultura, aunque las dos
tendencias no fueron en ningún caso idénticas. Pero
dos preguntas quedan pendientes. ¿Qué formas
específicas debiera asumir un movimiento futuro si
espera llegar a las personas en general? Y ¿qué
nuevas ideas y posibilidades yacen ante él que
podrían expandir aún más los ideales de libertad?
Feminismo y ecología
Las respuestas a estas preguntas empezaron a emerger
incluso mientras la Nueva Izquierda y la contracultura
todavía sobrevivían, y comenzaron a centrarse en
torno a dos problemáticas básicamente nuevas: la
ecología y el feminismo.
Los movimientos conservacionistas, incluso los
movimientos ambientales que pretenden corregir
abusos específicos de contaminación, tienen una larga
historia en los países angloparlantes, particularmente
en Estados Unidos y Europa central, donde el
misticismo se remonta a la Baja Edad Media. La
emergencia del capitalismo y los impactantes daños
infligidos al mundo natural le dieron a estos
movimientos un nuevo sentido de urgencia. El
reconocimiento de que enfermedades particulares
como la tuberculosis –la famosa “Peste Blanca” del
siglo XIX– tienen sus principales orígenes en las
malas condiciones de vida y trabajo llegó a ser una
problemática importante para muchos médicos
socialmente conscientes como Rudolph Virchow, un
liberal alemán, que estaba profundamente preocupado
por la ausencia de una higiene apropiada entre los
pobres de Berlín. Movimientos similares surgieron en
Inglaterra y se multiplicaron a lo largo de gran parte
del mundo occidental. Así, la relación entre el medio
ambiente y la salud fue percibida como un problema
de tremenda importancia por más de un siglo.
En gran parte, esta relación era vista en términos
muy prácticos. La necesidad de limpieza, buena
alimentación, habitaciones bien ventiladas y
condiciones de trabajo saludables eran confrontadas
en términos más bien estrechos que no significaban
ningún desafío al orden social. El ambientalismo era
un movimiento de reforma. No resaltaba ningún
problema general más allá del trato humanitario a los
pobres y la clase trabajadora. Con el tiempo y las
reformas graduales, sus partidarios podían esperar
que no hubiese ningún conflicto serio entre una
orientación estrictamente ambiental y el sistema
capitalista.
Otro movimiento ambiental, básicamente
estadounidense (aunque bastante difundido en
Inglaterra y Alemania), emergió de una pasión mística
por el mundo salvaje. Las distintas corrientes que
entraron en este movimiento son demasiado
complejas como para desenredarlas aquí.
Conservacionistas estadounidenses como John Muir
encontraron en lo salvaje una forma de comunión con
la vida no humana espiritualmente revitalizante; una
que presumiblemente despertaba profundos anhelos e
instintos humanos. Esta visión se remonta incluso más
allá en el tiempo a la pasión idílica de Rousseau por
una forma de vida solitaria en medio de la naturaleza.
Como sensibilidad, siempre ha estado marcada por
bastantes ambigüedades. Lo salvaje, o lo que queda
de ello hoy, puede darle a uno un sentido de libertad,
un elevado sentido de la fecundidad de la naturaleza,
un amor por las formas de vidas no humanas, así
como una perspectiva estética y una apreciación del
orden natural enriquecidas.
Pero tiene también un lado menos inocente. Puede
conducir a un rechazo de la naturaleza humana, una
negación introvertida del intercambio social, una
oposición innecesaria entre lo salvaje y la
civilización. Rousseau se inclinó hacia este punto de
vista en el siglo XVIII por razones muy mezcladas
que no nos deberían preocupar en esta discusión. Que
Voltaire llamara a Rousseau “enemigo de la
humanidad” no es completamente una exageración. El
entusiasta de lo salvaje que se retira a las áreas
montañosas remotas y rehúye la compañía humana ha
provisto un ramillete de innumerables misántropos a
lo largo de los siglos. Para los pueblos tribales, estos
retiros individuales, o “búsquedas de visión”, son
formas de retornar a sus comunidades con mayor
sabiduría; para el misántropo es a menudo una
revuelta en contra de la propia especie; en efecto, un
desconocimiento de la evolución natural tal como se
encarna en los seres humanos.
Esta oposición de una “primera naturaleza”
aparentemente salvaje y una “segunda naturaleza”
social refleja una atormentada y ciega incapacidad
para distinguir lo que es irracional y antiecológico en
la sociedad capitalista y lo que puede ser racional y
ecológico en una sociedad libre. La sociedad es
simplemente condenada en su conjunto. La
humanidad, sin importar sus propios conflictos
internos entre opresor y oprimido, es reunida como
una sola “especie” que constituye una desgracia
maldita contra un mundo natural presumiblemente
prístino, “inocente” y ético.
Estas visiones se prestan fácilmente a un crudo
biologismo que no ofrece ninguna manera de darle un
lugar a la humanidad y a la sociedad en la naturaleza,
o, más precisamente, en la evolución natural. El
hecho de que los seres humanos también sean
productos de la evolución natural y que la sociedad
emerja de ese proceso evolutivo, incorporando en su
propia evolución al mundo natural transmutado como
vida social, recibe en general un lugar subordinado
con respecto a una imagen muy estática de la
naturaleza. Este tipo de imaginería simplista ve a la
naturaleza como una mera pieza en un decorado como
el que encontramos en las tarjetas postales. Hay muy
poco de naturalismo en esta visión; de hecho, esta
visión es más estética que ecológica. El entusiasta de
lo salvaje es usualmente un visitante o un turista en un
mundo que, por más edificante que sea por un rato, es
básicamente ajeno a su ambiente social auténtico. Lo
cierto es que estos entusiastas de lo salvaje llevan su
ambiente social en ellos mismos, lo sepan o no, y no
es menos cierto que el hecho de que las mochilas que
cargan son a menudo productos de una sociedad
altamente industrializada.
La necesidad de ir más allá de estas tendencias
tradicionales en el ambientalismo surgió a principio
de los sesenta, cuando algunos escritores anarquistas
intentaron en 1964 reformular las ideas libertarias en
un sentido ampliamente ecológico. Sin negar la
necesidad de detener la degradación del medio
ambiente por parte de la contaminación, la
deforestación insensata, la construcción de reactores
nucleares y cuestiones similares, se abandonó un
enfoque reformista con su foco en asuntos
individuales a favor de uno revolucionario, sobre la
base de la necesidad de reconstruir totalmente la
sociedad en un sentido ecológico.
Lo significativo en este enfoque, arraigado en los
escritos de Kropotkin, fue la relación que estableció
entre jerarquía y la idea de dominar la naturaleza.
Dicho simplemente: la idea misma de dominar la
naturaleza, se argumentaba en esta interpretación
anarquista, surgía de la dominación del humano por el
humano. Como he señalado antes en este libro, esta
interpretación revertía totalmente la visión liberal y
marxista de que la dominación del humano por el
humano surgía de un proyecto histórico compartido
de dominar la naturaleza usando el trabajo humano
para superar un mundo natural aparentemente
“mezquino”, tacaño, intratable, cuyos “secretos”
debían ser descifrados y puestos a disposición de
todos para crear una sociedad beneficiosa.
Ninguna ideología, de hecho, ha hecho más para
justificar la jerarquía y la dominación desde la época
de Aristóteles que el mito de que la dominación de la
naturaleza presupone la dominación “del hombre por
el hombre”. El liberalismo, el marxismo y otras
ideologías anteriores habían vinculado
indisolublemente la dominación de la naturaleza con
la libertad humana. Irónicamente, la dominación del
humano por el humano, el ascenso de la jerarquía, las
clases y el Estado, eran vistos como
“precondiciones” de su eliminación en el futuro.
Las visiones promovidas por los anarquistas
fueron deliberadamente denominadas ecología social
para enfatizar que los principales problemas
ecológicos tienen sus raíces en problemas sociales –
problemas que se remontan a los comienzos mismos
de la cultura patricéntrica–. El ascenso del
capitalismo, con una ley de la vida basada en la
competencia, la acumulación del capital y el
crecimiento ilimitado, llevó estos problemas –
ecológicos y sociales– a un punto acuciante; en
efecto, a uno que no tenía precedentes en ninguna
época anterior del desarrollo humano. La sociedad
capitalista, al reciclar el mundo orgánico en un
ensamblaje inanimado e inorgánico de mercancías,
estaba destinada a simplificar la biosfera, yendo de
ese modo en contra de la evolución natural y su
impulso milenario hacia la diferenciación y la
diversidad.
Para revertir esta tendencia, el capitalismo debía
ser reemplazado por una sociedad ecológica basada
en relaciones no-jerárquicas, comunidades
descentralizadas, ecotecnologías como la energía
solar, la agricultura orgánica e industrias a escala
humana, en breve, por formas democráticas cara-a-
cara de asentamientos creados económica y
estructuralmente a la medida de los ecosistemas en
los que se situaban. Estas visiones fueron exploradas
en artículos pioneros como “Ecología y pensamiento
revolucionario” (1964) y “Hacia una tecnología
liberadora” (1965), años antes de que el “Día de la
Tierra” fuera proclamado y una oscura palabra,
“ecología”, comenzara a formar parte del discurso
cotidiano.
Debe ponerse énfasis en que esta literatura
anclaba, por primera vez, los problemas ecológicos
en la jerarquía y no simplemente en las clases
económicas; se hacía un esfuerzo serio para ir más
allá de los problemas ambientales centrados en un
solo asunto hacia las profundas perturbaciones
ecológicas que tienen un carácter monumental; la
relación de la naturaleza con la sociedad,
anteriormente vista como inherentemente antagónica,
era explorada como parte de un largo continuo en el
que la sociedad emergía desde la naturaleza a través
de un proceso evolutivo complejo y acumulativo.
Puede que haya sido pedirle mucho a una Nueva
Izquierda crecientemente maoísta y una contracultura
cada vez más comercializada, ambas con una fuerte
predilección por la acción y una desconfianza cada
vez mayor por las ideas teóricas, que absorbiera la
ecología social en su conjunto. El uso de palabras
como “jerarquía”, un término casi no utilizado en la
retórica de la Nueva Izquierda, se volvió masivo en
el discurso radical de fines de los sesenta y comenzó
a adquirir particular relevancia para un nuevo
movimiento, a saber, el feminismo. Con la noción de
que la mujer, como tal, es víctima de una
“civilización” orientada a lo masculino sin importar
su “posición de clase” y estatus económico, el
término “jerarquía” se volvió particularmente
relevante en los primeros análisis feministas. La
ecología social fue crecientemente transformada por
autoras radicales feministas en una crítica de las
formas jerárquicas y no solo de las formas de clase.
En un sentido general, la ecología social y el
feminismo temprano desafiaban directamente el
énfasis economicista que el marxismo había puesto en
el análisis y la reconstrucción social. Hacía más
explícita y más claramente definible la perspectiva
antiautoritaria de la Nueva Izquierda al destacar la
dominación jerárquica, y no simplemente la opresión
anti-autoritaria. El estatus degradado de la mujer
como género y grupo de estatus fue claramente
visibilizado sobre el trasfondo de su aparente
“igualdad” en un mundo guiado por la desigualdad de
los iguales de la justicia. En un momento en que la
Nueva Izquierda se descomponía en sectas marxistas
y la contracultura era transformada en una nueva
forma de boutique, la ecología social y el feminismo
expandieron el ideal de la libertad más allá de
cualquier límite establecido en la memoria reciente.
La jerarquía como tal –ya fuera en la forma de
maneras de pensar, relaciones humanas básicas,
relaciones sociales y de interacción de la sociedad
con la naturaleza– podía ahora ser desvinculada del
tradicional nexo de los análisis de clase que la
ocultaba bajo una alfombra de interpretaciones
económicas de la sociedad. La historia podía ahora
ser examinada en términos de intereses generales
como la libertad, la solidaridad y la empatía por la
propia especie; en efecto, como la necesidad de ser
una parte activa del equilibrio de la naturaleza.
Estos intereses ya no eran los de una clase, un
género, una raza o una nacionalidad en particular.
Eran intereses universales compartidos por la
humanidad en su conjunto. No es que los problemas
económicos y los conflictos de clase pudieran ser
ignorados, pero confinarse a ellos dejaba un vasto
residuo de sensibilidades y relaciones pervertidas
que debían ser confrontadas y corregidas en un
horizonte social más amplio.
En términos que fueron más expansivos que
cualquier otro que se hubiera formulado en los
sesenta o antes, el proyecto revolucionario podía
ahora ser definido claramente como la abolición de la
jerarquía, la rearmonización de la humanidad con la
naturaleza a través de la rearmonización del humano
con el humano, la consecución de una sociedad
ecológica estructurada en torno a tecnologías sensatas
y comunidades democráticas cara-a-cara. El
feminismo hizo posible que se resaltara el significado
de la jerarquía en una forma muy existencial.
Tomando prestado en gran parte de la literatura y el
lenguaje de la ecología social, el feminismo hizo de
la jerarquía algo concreto, visible y patéticamente
real a partir de la situación de las mujeres en todas
las clases, ocupaciones, instituciones sociales y
relaciones familiares. En la medida en que revelaba
la humillada condición humana que padecían todas
las personas, y particularmente las mujeres,
desmitificaba las sutiles formas de dominio que
existían en la enfermería, el dormitorio, la cocina, el
patio de recreo y la escuela, y no solo en el lugar de
trabajo y la esfera pública en general. De ese modo,
la ecología social y el feminismo se entretejieron
mutuamente y se complementaron en un proceso
compartido de desmitificación. Expusieron al íncubo
demoníaco que había pervertido cada avance de la
“civilización” con el veneno de la jerarquía y la
dominación. Una agenda aun mayor que la presentada
en los primeros momentos de la Nueva Izquierda y la
contracultura había surgido a mediado de los sesenta;
una que requería profundización, actividad educativa
y organización seria para alcanzar a las personas en
su conjunto, y no solo a un sector en particular de la
población.
Este proyecto podría haber sido reforzado por
problemáticas que atraviesan todas las líneas de
clase y grupos de estatus tradicionales: la subversión
de los vastos ciclos naturales, la creciente
contaminación del planeta, la urbanización masiva y
los incrementos en enfermedades ambientalmente
inducidas. Comenzó a emerger un público creciente
que se sintió profundamente implicado en los
problemas ambientales. Cuestiones de crecimiento,
de lucro, del futuro del planeta, asumieron a su
manera un carácter omnicomprensivo, socialmente
planetario; ya no eran asuntos singulares o de clase
sino problemáticas ecológicas y humanas. Que las
diversas élites y clases privilegiadas todavía
luchaban por su propio interés burgués podría haber
servido para destacar la medida en la que el
capitalismo mismo se convertía en un interés
particular cuya existencia ya no podía justificarse.
Podría haber dejado en plena evidencia que el
capitalismo no representaba una fuerza histórica
universal, mucho menos un interés humano universal.
El fin de los sesenta y el comienzo de los setenta
constituyó un periodo repleto de alternativas
extraordinarias. El proyecto revolucionario se había
desarrollado plenamente. Ideales de libertad, cuyas
hebras habían sido cortadas por el marxismo, fueron
retomados y promovidos en un sentido anárquico y
utópico para abarcar intereses humanos universales –
los intereses de la sociedad en su conjunto, no del
Estado-nación, la burguesía o el proletariado como
fenómenos sociales particularistas.
¿Puede rescatarse lo suficiente de la Nueva
Izquierda y de la contracultura del proceso de
descomposición que siguió a 1968 para abrazar el
proyecto revolucionario expandido inaugurado por la
ecología social y el feminismo? ¿Puede un
sentimiento radical y las energías de los radicales en
general ser movilizados en una escala y con una
intelectualidad que esté a la altura del amplio
proyecto revolucionario propuesto por estas dos
tendencias?
Las vagas demandas de democracia participativa,
de justicia social, de desarme y de otras afines tienen
que ser vinculadas en una perspectiva y un programa
coherentes. Requieren un sentido de la dirección que
podría adquirir solo mediante una reflexión teórica
más profunda, un programa relevante y una formas
organizacionales más definibles que las que la Nueva
Izquierda de los sesenta pudo generar. El llamado de
Rudi Dutschke a los SDS alemanes a una “Larga
marcha a través de las instituciones”, que significaba
poco más que adaptarse a las instituciones existentes
sin darse el problema de crear otras nuevas, condujo
a la pérdida de miles dentro de las instituciones.
Entraron y nunca salieron.
[1]Ronald Fraser, Blood of Spain (Nueva York: Pantheon
Books, 1979), p. 66.
[2]Para una completa discusión de esta economía mixta
precapitalista, véase mi libro The Rise of Urbanization
and the Decline of Citizenship (San Francisco: Sierra
Club Books, 1987).
[3]Karl Marx, “The Eighteenth Brumaire of Louis
Napoleon”, Collected Works, Vol. 11 (Nueva York:
International Publishers, 1979), p. 103.
[4]Karl Marx, Grundrisse (Nueva York: Random House
1973), pp. 109-110.
[5]Ibid.
Desde aquí hasta allá

La puerta que puede abrir el camino a una Nueva


Izquierda del futuro, una que encarne la experiencia
de los treinta, los sesenta y las décadas posteriores,
todavía gira sobre sus goznes. No se ha abierto, ni se
ha cerrado completamente. Sus vaivenes dependen en
parte de las duras realidades de la vida social
cotidiana, en particular de si la economía está
deprimida o en ascenso, del tipo de clima político
que existe en distintas partes del mundo, de
acontecimientos en el Tercer Mundo así como en el
Primero y el Segundo, de las fortunas de tendencias
radicales aquí y en el extranjero y de los extensos
cambios ambientales que confrontarán a la humanidad
en los años venideros.
Ecológicamente, la humanidad se enfrenta a
cambios climáticos importantísimos, crecientes
niveles de contaminación y nuevas enfermedades
ambientalmente inducidas. Terribles tragedias
humanas en forma de hambrunas y desnutrición
cobran millones de vidas anualmente. Una cantidad
incalculable de especies animales y vegetales
enfrentan la extinción como resultado de la
deforestación que sigue a las actividades forestales y
la lluvia ácida. Los cambios globales que degradan el
ambiente natural, y que podrían eventualmente
volverlo inhabitable para las formas de vida
complejas, tienen una masividad casi geológica, y
podrían estar ocurriendo a un ritmo que bordea lo
catastrófico para muchas especies animales y
vegetales.
Uno podría haber esperado que estos cambios
planetarios hubiesen catapultado al movimiento
ecológico al frente del pensamiento social y agregado
nuevas reflexiones a los ideales de libertad. Pero esto
no ha ocurrido. El movimiento ecológico se ha
dividido en distintas tendencias cuestionables que a
menudo se contradicen unas con otras. Muchas
personas son simplemente ambientalistas
pragmáticos. Sus esfuerzos se concentran en reformas
de asuntos singulares como el control de desechos
tóxicos, la oposición a la construcción de reactores
nucleares, las restricciones al crecimiento urbano y
otros similares. Estas son luchas necesarias,
ciertamente, que nunca pueden ser desdeñadas
solamente por ser limitadas y graduales. Son útiles
para desacelerar una apresurada carrera hacia
desastres como Chernobyl o Love Canal. Pero no
pueden suplantar la necesidad de llegar a las raíces
de las perturbaciones ambientales. En efecto,
mientras las luchas se restrinjan solamente a las
reformas, a menudo crearán la peligrosa ilusión de
que el orden social actual es capaz de rectificar sus
propios abusos. La desnaturalización del ambiente
debe ser vista siempre como inherente al
capitalismo, producto de su propia ley de la vida, en
cuanto sistema de expansión y acumulación ilimitadas
de capital. Ignorar el núcleo antiecológico del orden
social actual –en su forma occidental corporativa o
en su forma oriental burocrática– es disipar la
preocupación pública acerca de la profundidad de la
crisis y los medios consistentes para resolverla.
El ambientalismo, concebido como movimiento de
reformas graduales, se presta fácilmente a la
seducción del estatismo, es decir, a la participación
en actividades electorales, parlamentarias, orientadas
a los partidos. No requiere un gran cambio de
consciencia convertir un lobby en un partido o a un
peticionario en un parlamentario. Entre una persona
que humildemente solicita algo del poder y otra que
lo ejerce con arrogancia existe una simbiosis
siniestra y degenerativa. Ambas comparten la misma
mentalidad de que el cambio solo puede alcanzarse
mediante el ejercicio del poder, específicamente
mediante el poder de un cuerpo profesionalizado y
autocorrompido de legisladores, burócratas y fuerzas
militares, conocido como Estado. La apelación a este
poder invariablemente legitima y fortalece al Estado,
con el resultado de que, en efecto, disminuye el poder
del pueblo. El poder no permite ningún vacío en la
vida pública. Todo el poder que el Estado gana
siempre lo hace a expensas del poder popular. A su
vez, todo el poder que el pueblo adquiere, siempre lo
hace a expensas del Estado. Legitimar el poder del
Estado es, por lo tanto, deslegitimar el poder popular.
Los movimientos ecológicos que entran en
actividades parlamentarias no solo legitiman el poder
estatal a expensas del poder popular, sino que están
obligados a funcionar dentro del Estado, en última
instancia a convertirse en sangre de su sangre y hueso
de su hueso. Deben “jugar el juego”, lo que significa
que deben ordenar sus prioridades según reglas
predeterminadas sobre las que no tienen ningún
control. Esto no solo involucra a una determinada
constelación de relaciones que emerge con la
participación en el poder del Estado; se convierte en
un proceso constante de degeneración, una involución
sostenida de los ideales, prácticas y estructuras
partidarias. Cada demanda de un ejercicio “eficiente”
del poder parlamentario exige un retiro aún mayor de
los estándares de creencia y conducta supuestamente
valorados.
Si el Estado es un reino del “mal”, como enfatizó
Bakunin, el “arte” del gobierno estatal es
esencialmente un dominio de males menores o
mayores, no un ámbito de bien o mal en términos
éticos. La ética misma es redefinida radicalmente
desde el clásico estudio del bien y el mal hacia el
siniestro estudio contemporáneo de los compromisos
entre males menores y mayores –lo que en otro lugar
he llamado una “ética del mal”[1]. Esta redefinición
básica de la ética ha tenido consecuencias letales en
el curso de la historia reciente. El fascismo llegó al
poder en Alemania cuando la Social Democracia
vivía optando entre liberales y centristas; luego, entre
centristas y conservadores; y finalmente, entre
conservadores y nazis –una involución sostenida en la
que un presidente conservador, el mariscal von
Hindenburg finalmente designó al líder nazi Adolf
Hitler como Canciller del Reich–. Que la clase
trabajadora alemana con sus tremendos partidos y
sindicatos masivos hayan permitido esta designación
sin algún acto de resistencia es un acontecimiento
funesto y fácilmente olvidado. Esta involución moral
no solamente ocurrió al nivel del Estado, sino que
también al nivel de los movimientos populares
alemanes, en una cruel dialéctica de degeneración
política y descomposición moral.
A los movimientos ambientales no les ha ido mejor
en su relación con el poder estatal. Han canjeado
bosques completos a cambio de simbólicas reservas
de árboles; vastas áreas silvestres han sido
entregadas a cambio de parques nacionales;
tremendos trechos de humedales costeros han sido
intercambiados por unas pocas hectáreas de playas
prístinas. En la medida en que los ambientalistas han
ingresado a los parlamentos nacionales como Verdes,
en general no han logrado más que un poco de
atención pública para sus diputados parlamentarios,
que sirven a sus propios intereses y por ello han
avanzado muy poco para detener la decadencia
ambiental.
La coalición Hesse de los Verdes alemanes con el
gobierno socialdemócrata a mediados de la década
de 1980 concluyó en ignominia. No solo el “ala
realista” de los Verdes alemanes ensució los mejores
principios del movimiento con transigencias, además
convirtió al partido en una entidad más burocrática,
manipuladora y “profesional” –en pocas palabras,
algo muy parecido a aquello que hacían esos rivales
que alguna vez denunciaron.
El reformismo y el parlamentarismo, al menos,
tienen una cierta tangibilidad que plantea preguntas
reales en términos de teoría política y un sentido de
dirección social. La tendencia más reciente en el
movimiento ambiental, sin embargo, es
completamente fantasmal y vaporosa. Dicho de una
sola vez: consiste en intentos de convertir a la
ecología en una
religión al poblar el mundo natural con dioses,
diosas, espíritus del bosque y cosas por el estilo –
todos estos apoyados por cuerpos de gurúes indios
financieramente astutos, sus competidores locales,
una variedad de brujas y los autodenominados
“anarquistas wicca”.
Por cierto, debiéramos enfatizar las raíces
estadounidenses de esta tendencia. Estados Unidos es
actualmente el país menos lector, menos informado y
más culturalmente analfabeto del mundo occidental.
La contracultura de los sesenta estableció una ruptura
no solamente con el pasado, sino con todo el
conocimiento del pasado, incluyendo su historia, su
literatura, su arte y su música. Los jóvenes que con
arrogancia se rehusaban a “confiar en cualquiera
mayor de treinta”, para usar un eslogan popular de la
época, rompieron todos sus lazos con las mejores
tradiciones del pasado. En una época de comida
chatarra, el espacio creado por esta ruptura fue
rellenado con una chocante mezcla de ideas chatarra.
Fantasías patentemente contradictorias fueron
transformadas, mediante drogas y rock, en un
escuálido fango de religiones ateas,
sobrenaturalismos naturales, una política de lo
privado e incluso de liberales reaccionarios. Si este
apareamiento de términos completamente opuestos
parece irracional, el lector debiera tener en mente
que la amalgama fue “hecha en América”, donde se
cree que todo es posible y el absurdo es normalmente
el resultado.
Parecería explicable que la ecología, una
perspectiva y una disciplina eminentemente
naturalista, pudiera ser infectada con basura
sobrenatural si este sinsentido se mantuviera
estrictamente dentro de los confines estadounidenses,
sin embargo, lo sorprendente es que se haya
difundido como un contaminante global por Europa,
especialmente en Inglaterra, Alemania y
Escandinavia. Con el tiempo ciertamente invadirá los
países mediterráneos también.
Como forma de “feminismo cultural”, esta
extensión de una ecología cuasi-teológica a las
relaciones de género ya lidera una enorme –y
creciente– cantidad de seguidores en países de habla
inglesa y alemana. La esperanza de que la ecología
habría de enriquecer al feminismo tomó la bizarra
forma de un “ecofeminismo” teísta, estructurado en
torno al singular rol “de crianza” de la mujer en la
biosfera. Dejando a un lado esta extensión
disparatadamente antropomórfica del comportamiento
humano a la naturaleza en su conjunto, las
“ecofeministas” teístas esencialmente han invertido el
rol eminente que las culturas patricéntricas le asignan
a los hombres simplemente dándole un giro a la
misma relación en favor de la mujer. Las mujeres son
privilegiadas en la naturaleza del mismo modo que
los hombres son privilegiados en la historia, con el
resultado de que el chovinismo masculino es
reemplazado por el chovinismo femenino.
En consecuencia, las diosas femeninas
presumiblemente “pacíficas” reemplazan a los dioses
guerreros masculinos, como si transar una deidad por
otra no fuera una extensión de la religión y la
superstición a los asuntos humanos –ya sean llamados
“inmanentes”, “trascendentales”, “paganos”, o
“judeocristianos”–. Los mitos femeninos basados en
la “crianza” reemplazan los mitos masculinos
basados en la conquista militar, como si los mitos no
fueran inherentemente ficticios y arbitrarios –ya sean
“naturalistas” o “sobrenaturales”, “terrenales” o
“celestiales”–. El mundo, visto como una biosfera
compleja que debiese invitar al asombro, la
admiración y el fomento de una sensibilidad estética
así como protectora, es repensado como un terreno
básicamente femenino, habitado por espíritus del
bosque, brujas, diosas, y ofrendado por rituales y
mistificado por los mitos inventados –un ensamblaje
sustentado por un lucrativo maremoto de libros,
artefactos y ornamentos enjoyados.
En este terreno teísta, la actividad política y el
compromiso social tienden a encogerse desde el
activismo al quietismo, y desde la organización
social a los grupos de encuentro privados. A uno le
basta con cubrir un problema personal con una pátina
de género –ya sea un amorío fracasado o un infortunio
comercial– y es fácilmente designado como
“político” o como una forma de victimización de
género. La idea de que “lo personal es político”, en
efecto, es estirada al punto frívolo donde los asuntos
políticos son entendidos cada vez más en una jerga
terapéutica, de tal forma que la “manera” que tenga
uno de presentar las ideas es considerada más
importante que su sustancia. La forma reemplaza
crecientemente al contenido y la elocuencia es
denunciada cada vez más como “manipuladora”, con
el resultado de que una insensibilizadora
mediocridad de forma y contenido tiende a
convertirse en la norma del discurso político. El
escándalo moral que alguna vez conmovió al espíritu
humano a lo largo de los siglos en las altisonantes
palabras de los profetas hebreos es denunciado como
evidencia de “agresividad”, “dogmatismo”,
“divisionismo” y “comportamiento masculino”. Lo
que “cuenta”, hoy, no es lo que uno dice sino cómo lo
dice – aun si las aseveraciones son insultantemente
ingenuas y vacías. El “cuidado” puede fácilmente
retrogradar hacia la ingenuidad y la “preocupación”
hacia un infantilismo que hace de la propia política
más infantil que feminista.
Nada de lo que digo pretende negar la afirmación
feminista de que la mujer ha sido paria en una historia
principalmente masculina, una historia que nunca ha
prevenido que los machos dominen, exploten, torturen
y se asesinen unos a otros en una escala que excede
cualquier descripción. Pero ver a la mujer como la
víctima prototípica de la jerarquía y su opresión
como fuente de toda jerarquía, como algunas
feministas reclaman, es simplificar el desarrollo de la
jerarquía de un modo bastante reduccionista. Los
orígenes de un fenómeno no agotan la comprensión
que tengamos de él, del mismo modo que los orígenes
del cosmos no agotan nuestra comprensión de su
desarrollo desde una masa compacta indiferenciada a
formas extremadamente complejas. Las jerarquías
masculinas son asuntos altamente complejos.
Encarnan sutiles interacciones entre hombres como
padres, hermanos, hijos, trabajadores y tipos étnicos,
incluyendo su estatus cultural y sus inclinaciones
individuales. Un padre afectuoso, que a menudo se
presenta de un modo amable en la relación con su hija
en comparación con una madre competitiva, debiera
recordarnos que la jerarquía es lo suficientemente
intrincada en el nivel familiar como para examinarla
de manera pausada en el nivel social.
Tampoco la antropología entrega sustento
concluyente al estatus de la mujer como víctima
prototípica de la jerarquía. Las ancianas, de hecho,
disfrutaron un estatus alto junto con los ancianos, en
las primeras gerontocracias jerárquicas. Y las
mujeres no eran las únicas víctimas de la jerarquía, ni
necesariamente las más oprimidas. Los hijos de los
patriarcas eran a menudo confrontados con demandas
insoportables, y en muchas ocasiones tratados más
duramente por sus padres que sus hermanas o madres.
En efecto, el poder de los patriarcas a menudo era
compartido de forma bastante abierta con sus esposas
mayores, tal como demuestra la posición de mando
que tiene Sara en las escrituras hebreas.
Finalmente, en ningún caso es claro que las
mujeres no formen jerarquías entre ellas o que la
abolición de la dominación masculina vaya a eliminar
la jerarquía como tal. Hoy la jerarquía engloba vastas
áreas de la vida social, como las burocracias, los
grupos étnicos, las nacionalidades, las clases
ocupacionales, por no mencionar la vida doméstica
en todos sus aspectos. Permea el inconsciente humano
de formas que a menudo no tienen una relación
directa o incluso indirecta con las mujeres. Involucra
formas de ver el mundo natural que de ningún modo
se relacionan con asignaciones putativas de una
inclinación supuestamente “instintiva” de las mujeres
a ser “cuidadoras” y “custodias” de la vida como tal
–un crudo biologismo que difama el rol de la mujer
en la construcción de una cultura muy orientada al ser
humano y sus artefactos como la alfarería, el tejido y
la agricultura. En cualquier caso, muchas
sacerdotisas, brujas y chamanes parecen haber
ocupado –y todavía ocupan– un lugar distintivamente
jerárquico en la relación con sus acólitas y feligresas.
Hacia un interés humano general
Los impulsos antirracionales, teístas e incluso
antiseculares que salen a la superficie en los
movimientos ecológicos y feministas plantean una
problemática fundamental para nuestro tiempo. Son
evidencia de una tendencia siniestramente anti
Ilustración que se propaga por gran parte de la
sociedad occidental contemporánea.
En Estados Unidos y Europa, casi todos los altos
ideales de la Ilustración están siendo impugnados
actualmente: su meta de una sociedad racional, su
creencia en el progreso, sus altas esperanzas de
educación, sus demandas de un uso humano de la
tecnología y la ciencia, su compromiso con la razón y
su creencia ética en el poder de la humanidad para
alcanzar un mundo viable material y culturalmente.
Unos oscuros atavismos han reemplazado estos
objetivos en ciertas tendencias al interior de los
movimientos ecológicos y feministas; pero también se
han ramificado a nivel mundial en la forma de un
nihilismo yuppie llamado posmodernismo, en una
mistificación de lo salvaje como la “verdadera
realidad” (para citar a un vulgarizador), en una
sociobiología que supura racismo y en un crudo
neomaltusianismo que se presta a la indiferencia
hacia el sufrimiento humano.
La Ilustración del siglo XVIII, por cierto, tuvo
serias limitaciones –limitaciones de las cuales
muchos de sus voceros estaban plenamente
conscientes–, pero legó sus ideales y valores
heroicos a la sociedad y a los siglos posteriores; hizo
descender a la mente humana desde el cielo a la
tierra, del reino de lo sobrenatural al de lo natural;
promovió una perspicaz visión secular con respecto
al oscuro mundo mítico que supuraba en el
feudalismo, la religión y el despotismo monárquico;
desafió nociones de desigualdad política, de
supremacía aristocrática, de jerarquía clerical, un
desafío que en última instancia sentó las bases de
gran parte de los sentimientos anti-jerárquicos de las
generaciones posteriores.
Sobre todo, la Ilustración intentó formular un
interés humano general que superase el
provincianismo feudal y establecer la idea de una
naturaleza humana compartida que pudiese rescatar a
la humanidad en su conjunto de un particularismo
tradicional, nacionalista y tribal.
El abuso de estos ideales por parte del capitalismo
industrial a través de la mercantilización y la
mecanización del mundo no los niegan ni un ápice. En
efecto, la Ilustración sondeó áreas de la razón, la
ciencia y la tecnología que en ningún caso se ven
reflejadas en las formas que han asumido actualmente
estos logros. La razón, para pensadores como Hegel,
significaba una dialéctica de desarrollo eductivo, un
proceso que se expresa mejor en el crecimiento
orgánico que en las inferencias deductivas que
hallamos en la geometría y otras ramas de las
matemáticas. La ciencia, en el pensamiento de
Leibniz, se centraba en el estudio de las dimensiones
cualitativas de los fenómenos, y no simplemente en
los modelos cartesianos de un mundo matemático
maquínico. La tecnología fue estudiada por Diderot
en primer lugar desde un punto de vista artesanal, con
una mirada acuciosa tanto de las habilidades
artesanales como de la producción masiva. En efecto,
Fourier, el verdadero heredero de esta tradición
ilustrada, habría de darle a la tecnología una
inclinación fuertemente ecológica y subrayaría la
importancia crucial de los procesos naturales en la
satisfacción de las necesidades materiales.
Que el capitalismo haya distorsionado estas metas,
reduciendo la razón a un crudo racionalismo
industrial enfocado en la eficiencia más que en una
intelectualidad elevada; que haya usado la ciencia
para cuantificar el mundo y generar una dualidad
entre pensamiento y ser; que haya utilizado la
tecnología para explotar la naturaleza, incluyendo la
naturaleza humana, son distorsiones que tienen sus
raíces en la sociedad y en ideologías que buscan
dominar tanto a la humanidad como al mundo natural.
Las corrientes que hoy denigran la razón, la
ciencia y la tecnología son quizá reacciones
comprensibles a las distorsiones burguesas de los
objetivos de la Ilustración. Son comprensibles,
también, en términos del desempoderamiento que
siente por el individuo en una época de poder
concentrado y cada vez más centralizado en manos
corporativas y estatales, del anonimato producido por
la urbanización, de la producción en masa y el
consumo masivo, y de la frágil condición de un ego
humano que es asediado por fuerzas sociales
incomprensibles e incontrolables.
Pero estas corrientes, en cuanto reacciones
comprensibles, se vuelven profundamente
reaccionarias cuando los sustitutos que ofrecen
involucran una disolución del interés humano general
promovido por la Ilustración en el particularismo de
género, la sustitución de un humanismo empático por
una cultura folklórica tribal, y de una sociedad
ecológica por un “retorno a lo salvaje”. Se vuelven
crudamente atávicas cuando culpan de las
perturbaciones ecológicas a la técnica y no a las
instituciones estatales y corporativas que la emplean.
Y se retiran a la oscuridad mítica de un pasado tribal
cuando evocan un terror al “extranjero” –sea un
hombre, un inmigrante o el miembro de un grupo ético
diferente– como una amenaza para la integridad del
grupo “nativo”.
Que ciertos grupos de personas puedan tener
identidades culturales únicas –pretensiones que son
justificables en la medida en que son verdaderamente
culturales y no “biológicas”– no es algo que esté en
disputa, especialmente si reconocemos que su
compromiso más fuerte es con toda la humanidad en
una sociedad libre, no con una porción particular de
ella. Los motivos ecológicos de la
complementariedad, el mutualismo y las relaciones
no-jerárquicas son completamente deshonrados con la
evocación de un particularismo racial, de género o
nacional. Si la Ilustración nos dejó algún legado
singular que debamos estimar por sobre otros, es
justamente la creencia en que la humanidad de una
sociedad libre debe ser concebida como una unidad,
un “uno” bañado por la luz de la razón y la empatía.
Rara vez en la historia hemos sido llamados tan
fuertemente a tomar partido por este legado como
hoy, cuando el fango de la irracionalidad, el
crecimiento insensato, el poder centralizado, la
perturbación ecológica y los retiros místicos hacia el
quietismo amenazan con aplastar los logros humanos
de tiempos pasados. Rara vez antes hemos sido
llamados no solo a contener este fango, sino además a
devolverlo a las profundidades de un pasado
demoníaco del cual emergió.
He intentado mostrar que la historia occidental no
ha sido el avance lineal de una etapa a otra y de una
“precondición” a otra en un ascenso sin problemas
hacia un control cada vez mayor sobre una “primera
naturaleza” “ciega”, “mezquina” e intratable. Muy por
el contrario: la prehistoria pudo haber permitido
algunas alternativas antes de que emergieran las
sociedades guerreras patricéntricas – sociedades que
podrían haber experimentado un desarrollo más
benigno que aquel que conformó nuestra propia
historia.
En la “era de las ciudades” se abrieron
alternativas posibles, antes de que el Estado-nación
clausurara las oportunidades abiertas por las
confederaciones urbanas con sus comunidades a
escala humana, sus tecnologías artesanales y su
sensible equilibrio entre campo y ciudad. Tan solo
hace dos siglos, en la “era de las revoluciones
democráticas”, el mundo occidental, con su sociedad
y economía mixtas precapitalistas, parecía preparado
para un ordenamiento social anárquico.
A lo largo de la historia, los expansivos ideales de
libertad basados en la igualdad de los desiguales se
pusieron en un plano paralelo al más antiguo “clamor
por la justicia” con su desigualdad de los iguales. En
la medida en que la costumbre heredada era
absorbida por una moralidad de mandamientos y
ambas se volvían parte de una ética racional, la
libertad comenzó a desarrollar una mirada hacia
adelante, más que hacia atrás, y se dejó de ser el
mero anhelo por una “época dorada” para llegar a ser
la fervorosa esperanza de una utopía creada por el
ser humano.
Los ideales de libertad se volvieron más seculares
que celestiales, algo cotidiano más que la
extravagante prodigalidad de la naturaleza o la
generosidad de una clase privilegiada. Llegaron a ser
tanto sensuales como intelectualmente sofisticados.
Los avances científicos y tecnológicos pusieron la
seguridad material y el tiempo de ocio necesarios
para una democracia participativa en la agenda de un
proyecto revolucionario radicalmente nuevo. A partir
de las antinomias, o coexistentes aparentemente
contradictorios, de estos avances, particularmente en
la economía mixta que existió en Europa entre los
siglos XIV y XVIII, varias elecciones fueron
posibles: entre ciudad y nación, comunidad y Estado,
producción artesanal y producción en masa.
El anarquismo, que se desarrolló plenamente en la
“era de las revoluciones”, destacó la importancia de
la elección; el marxismo destacó la inexorabilidad de
las leyes sociales. El anarquismo permaneció
sensible a la espontaneidad del desarrollo social, una
espontaneidad ciertamente inspirada por la
conciencia y por la necesidad de una sociedad
estructurada. El marxismo se ancló profundamente en
una teoría “embrionaria” de la sociedad, una
“ciencia” basada en “prerrequisitos” y
“precondiciones”. Lo trágico es que el marxismo
silenció prácticamente todas las voces
revolucionarias anteriores por más de un siglo y
mantuvo a la historia misma atenazada por el frío de
una teoría notablemente burguesa del desarrollo
basada en la dominación de la naturaleza y la
centralización del poder.
Hemos señalado que el capitalismo todavía tiene
que definirse plenamente. No existe ninguna “última
fase”, en nuestra opinión, no más de lo que dicha
“fase”, que fue saludada con certeza por los
revolucionarios durante la Primera y la Segunda
Guerra Mundial, tuvo lugar en ese momento. Si el
capitalismo tiene algún límite, no es interno, basado
en crisis crónicas, ni depende de la búsqueda del
proletariado de sus intereses particulares. Fueron
establecidos por el socialismo proletario, o la Vieja
Izquierda, y hoy solo quedan sus ruinas.
El éxito del proyecto revolucionario debe
depender ahora de la emergencia de un interés
humano general que atraviese los intereses
particulares de clase, nacionalidad, etnia y género. La
Nueva Izquierda, nutrida por deslumbrantes avances
en las tecnologías de la época posterior a la Segunda
Guerra y por la gratificación de las necesidades más
triviales causada por niveles de producción sin
precedentes, descongeló las tenazas del marxismo e
hizo que los sesenta volvieran, por un momento, al
radicalismo ético, en efecto sensual, de la era
premarxista.
Si hoy puede reformularse un interés general como
una nueva agenda libertaria, debe basarse en los
límites más obvios que enfrenta el capitalismo: los
límites ecológicos impuestos al crecimiento por el
mundo natural. Y si el interés general puede ser
encarnado en una demanda no-jerárquica, se trata de
la demanda de las mujeres por una sustantiva
igualdad de los desiguales – es decir, se trata del
expansivo ideal de la libertad. La cuestión que
enfrentamos ahora es si acaso los movimientos
ecológicos y feministas pueden estar a la altura de
este desafío histórico. Es decir, si estos movimientos
pueden ampliarse para llegar a ser un movimiento
social general; en efecto, si pueden llegar a ser una
Nueva Izquierda libertaria que hable en defensa de un
interés humano general, o si se desarticularán en
intereses particulares en torno del parlamentarismo
reformista, el misticismo y el teísmo en sus variadas
formas, y el chovinismo de género.
Finalmente, cualquiera haya sido el prospecto de
alcanzar una sociedad libre y ecológica en el pasado,
no hay ni la más remota posibilidad de que hoy pueda
alcanzarse a menos que la humanidad tenga la
libertad para rechazar las nociones burguesas de la
abundancia, precisamente porque la abundancia está
disponible para todos. Ya no vivimos en un mundo
que valora la entrega de regalos por sobre la
acumulación y las restricciones morales que limitan
el crecimiento. El capitalismo distorsionó los valores
de ese mundo anterior a un punto en el que solo el
prospecto de la abundancia puede eliminar el
consumo insensato y ese sentido de escasez que existe
entre los desposeídos. Ningún interés humano general
puede emerger cuando los que tienen son un
permanente reproche a la privación material de los
que no tienen, y cuando aquellos que no trabajan se
burlan, con su mera existencia, de la vida condenada
al trabajo de las clases obreras. Una democracia
participativa no puede ser alcanzada por la sociedad
en su conjunto mientras la vida pública esté
disponible solamente para aquellos con suficiente
tiempo libre como para participar en ella.
En la medida en que la humanidad ha podido hacer
elecciones cruciales acerca de la dirección que pudo
haber seguido, en general han sido malas elecciones.
El resultado de esto es que la humanidad ha sido
generalmente menos que humana. Pocas veces ha
realizado lo que pudo haber sido, dadas sus
potencialidades para el pensamiento, el sentimiento,
los juicios éticos y los ordenamientos sociales
racionales.
Los ideales de libertad están ahora en su lugar,
como he señalado, y pueden ser descritos con
razonable claridad y coherencia. No nos
confrontamos simplemente con la necesidad de
mejorar o alterar la sociedad; nos confrontamos con
la necesidad de rehacerla. Las crisis ecológicas que
enfrentamos y los conflictos sociales que nos han
desgarrado y han hecho del siglo XX el más
sangriento de la historia, solo pueden resolverse si
reconocemos claramente que nuestros problemas
llegan hasta el corazón de una civilización
dominadora, no simplemente hasta un conjunto mal
estructurado de relaciones sociales.
Nuestra actual civilización tiene dos caras y está
plagada de ambigüedad. No podemos simplemente
denunciarla como machista, explotadora y
dominadora sin reconocer que también nos liberó, al
menos en parte, de los lazos localistas del tribalismo
y de una obediencia abyecta a la superstición, que en
última instancia nos hicieron vulnerables a la
dominación. Del mismo modo, no podemos
simplemente alabarla por su creciente universalidad,
el grado en el que fomentó la autonomía individual y
el secularismo racional que aportó a los asuntos
humanos sin reconocer que estos logros en general
fueron comprados al costo de la esclavitud, la
degradación masiva, el dominio de clase y el
establecimiento del Estado. Solo una dialéctica que
combine la crítica minuciosa y la creatividad social
puede desensamblar los mejores materiales de
nuestro mundo hecho pedazos y ponerlos al servicio
del proyecto de rehacerlo.
He subrayado que nuestra mayor necesidad es
crear un interés humano general que pueda unificar a
la humanidad en su conjunto. Mínimamente, este
interés gira en torno al establecimiento de un
equilibrio armonioso con la naturaleza. Nuestra
viabilidad como especie depende de nuestra futura
relación con el mundo natural. Este problema no
puede resolverse mediante la invención de nuevas
tecnologías que suplanten los procesos naturales sin
hacer a la sociedad más tecnocrática, más
centralizada y en última instancia totalitaria. Para que
la tecnología reemplace los ciclos naturales que
determinan la proporción atmosférica de dióxido de
carbono y oxígeno, para que nos dé un substituto para
la descompuesta capa de ozono que protege toda la
vida de la radiación solar letal, para que substituya el
suelo por soluciones hidropónicas, se requeriría un
sistema de gestión social altamente disciplinado que
es radicalmente incompatible con la democracia y la
participación política del pueblo.
Una realidad abrumante, en efecto global, como
esta, nos plantea preguntas acerca del futuro de la
humanidad en una escala que ningún periodo histórico
del pasado se había visto obligado a enfrentar. El
mensaje de una “tecnocracia ecológica”, si puede
llamarse así, es el de un grado de coordinación social
que requiere los despotismos más centralizados de la
historia. Aun así, sigue siendo muy poco claro que
dicha tecnocracia ecológica pueda alcanzarse en
términos científicos, o que, tomando en cuenta los
delicados equilibrios y controles involucrados, los
sustitutos naturales para los procesos naturales
puedan ajustarse lo suficientemente bien para no estar
sujetos a equivocaciones catastróficas.
Si los procesos vitales del planeta y de nuestra
especie no han de ser administrados por un sistema
totalitario; la sociedad moderna debe seguir ciertos
preceptos ecológicos básicos. He sostenido en este
libro que la armonización con la naturaleza no puede
alcanzarse sin la armonización de humanos con
humanos. Esto significa que nuestra idea misma de lo
que constituye la humanidad debe ser clarificada. Si
seguimos siendo tan solo seres de clase y género,
seres étnicos y con nacionalidades, es obvio que no
será posible ningún tipo de armonía entre los seres
humanos. En cuanto miembros de clases, géneros,
grupos étnicos y nacionalidades, habremos
estrechado el significado de lo que significa ser
humano por medio de intereses particularistas que
explícitamente nos ponen a unos en contra de los
otros.
Aunque la ecología presenta un mensaje de
diversidad, lo hace como unidad en la diversidad. La
diversidad ecológica, además, no se halla en el
conflicto; se halla en la diferenciación, en la plenitud
que es mejorada por la variedad de sus componentes.
Socialmente, esta visión es expresada en el ideal
griego de que la persona completa, multilateral es el
producto de una sociedad completa, multilateral. Los
intereses de clase, de género, étnicos y nacionales
son temiblemente similares en su reducción de una
visión expandida del mundo a una más bien estrecha,
de intereses más amplios a otros pequeños, de la
complementariedad al conflicto. Por cierto, sería
absurdo predicar un mensaje de reconciliación
cuando los intereses de clase, de género, étnicos y
nacionales son muy reales y están enraizados
objetivamente en grandes conflictos. Nuestra
civilización con dos caras se enfrenta a un largo
pasado en el que las meras diferencias de edad, sexo
y parentela fueron transformadas en jerarquías, las
jerarquías en clases y las clases en estructuras
estatales. Los mismos fundamentos de los intereses en
conflicto en la sociedad deben ser confrontados y
resueltos de manera revolucionaria. La tierra ya no
puede ser propiedad de nadie; debe ser compartida.
Sus frutos, incluyendo aquellos producidos por el
trabajo y la tecnología, no pueden ser expropiados
por unos pocos; deben ser puestos a disposición de
todos según la necesidad. El poder, no menos que las
cosas materiales, debe ser liberado del control de las
élites; debe ser redistribuido de forma tal que su uso
se vuelva participativo. Hasta que estos problemas
básicos sean resueltos, no puede haber desarrollo de
un interés general que formule una política que
resuelva la creciente crisis ecológica y la
inadecuación de esta sociedad para enfrentarla.
La cuestión que quiero señalar, sin embargo, es
que ningún interés general de este tipo puede
alcanzarse por los medios particularistas que
caracterizaron a los movimientos revolucionarios
anteriores. La crisis ecológica actual es
potencialmente capaz de movilizar un apoyo e
involucramiento público que es más transclase y más
amplio que cualquier problemática que la humanidad
haya enfrentado en el pasado. Y con el paso del
tiempo, esta crisis se volverá más extrema y
omniabarcante de lo que lo es hoy. Su mistificación
por ideólogos religiosos y mercenarios corporativos
amenaza con poner en la cuerda floja al futuro mismo
de la biosfera.
Tampoco podemos ignorar la historia reciente del
proyecto revolucionario y los avances que consiguió
con respecto a otros anteriores. Las revoluciones
pasadas fueron en su mayoría luchas por la justicia, y
no por la libertad. Los ideales de libertad, igualdad y
fraternidad, tan generosamente promovidos por la
Revolución Francesa, se establecieron en una fallida
definición de los términos mismos. No detallaré el
hecho de que los intereses insensatamente
particularistas de la burguesía interpretaron la
libertad como libre comercio; la igualdad como el
derecho de contratar mano de obra; y la fraternidad
como la obediencia de un proletariado emergente a la
supremacía capitalista. Oculto en este eslogan del
republicanismo clásico estaba el hecho de que la
libertad significaba poco más que el derecho del yo
de perseguir su propio interés; la igualdad poco más
que el principio de justicia; y la fraternidad, tomada
literalmente, poco más que una sociedad masculina
de “hermanos”, pese a que algunos hombres
explotaran a otros.
Tomadas en sentido literal, los eslóganes de la
revolución nunca ascendieron al dominio de la
libertad. En cualquier nivel que examinemos la
revolución, fue un proyecto para alcanzar la
desigualdad de los iguales, no para lograr la igualdad
de los desiguales. La Revolución Española de 1936-
1937, trágicamente abortada, intentó ir más allá de
este proyecto limitado pero fue aislada. Sus
elementos más revolucionarios –los anarquistas–
nunca lograron el apoyo popular que necesitaban en
todo el país para realizar sus metas tremendamente
emancipatorias.
El capitalismo ha cambiado en las décadas
posteriores al socialismo proletario. Su impacto en la
sociedad y en la naturaleza es quizá más devastador
hoy que en cualquier momento desde la Revolución
Industrial. El proyecto revolucionario moderno,
iniciado por la Nueva Izquierda de los sesenta, con su
llamado a una democracia participativa, ha ido
mucho más allá del nivel de las revoluciones clásicas
y sus metas particularistas. La idea de “el Pueblo”, un
ilusorio concepto que inspiró la emergencia de los
movimientos democráticos del siglo XVIII en el
momento en que la sociedad comenzaba a
diferenciarse en clases claramente definibles, ha
adquirido ahora un nuevo significado con la constante
descomposición de las clases tradicionales y la
emergencia de problemáticas transclase como la
ecología, el feminismo y de un sentido de la
responsabilidad cívica con los barrios y las
comunidades. Los movimientos como los Verdes en
Alemania, y posiblemente en otros países, o diversos
movimientos de iniciativas ciudadanas en un
creciente número de ciudades y pueblos, están
abordando cuestiones humanas más generales que el
aumento de los salarios y los conflictos de clase en el
lugar de producción. Con el ascenso de los
movimientos ecológicos, feministas y ciudadanos,
aparecen nuevas posibilidades para generalizar los
ideales de libertad, para darles una dimensión
ampliamente humana y verdaderamente popular.
Hablar vagamente de “el Pueblo”, sin embargo, sin
examinar la relación del ciudadano ordinario con las
metas de tipo populista, nos expone al peligro de
enfrentarnos con el tipo de abstracción vaga que
caracterizó al marxismo por más de un siglo. Más
allá de la necesidad de compartir la tierra, distribuir
sus frutos según necesidad y desarrollar un interés
humano general que sobrepase los intereses
particularistas del pasado, el proyecto revolucionario
debe tomar como punto de partida un precepto
fundamentalmente libertario: todo ser humano normal
es competente para gestionar los asuntos de la
sociedad y, más específicamente, de la comunidad de
la que es miembro.
Este precepto plantea un desafío radical a las
abstracciones jacobinas como “el Pueblo” y a las
abstracciones marxistas como “el Proletariado” al
demandar que la sociedad sea existencialmente
“poblada” por seres vivientes reales que sean libres
para controlar sus propios destinos y el de la
sociedad. Es un desafío al parlamentarismo como
sustituto de una democracia auténtica en coherencia
con la observación clásica de Rousseau:
La soberanía no puede ser representada, por la
misma razon por la que no puede ser enajenada:
consiste en la voluntad general, y la voluntad no se
representa, porque o es ella misma, o es otra; en esto
no hay punto medio. Luego, los diputados del pueblo
no son ni pueden ser sus representantes: son tan solo
sus comisarios, y no pueden determinar nada
definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no
haya ratificado es nula, y ni aun puede llamarse ley.
El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña; porque
solo lo es durante la eleccion de los miembros del
parlamento, y luego de que estos están elegidos, ya es
esclavo, ya no es nada[2].
Cualquiera sea la interpretación que hagamos de la
“voluntad general” y de otras de las formulaciones
propuestas por Rousseau, el impulso básico de su
declaración constituye un ideal imperecedero e
innegociable de libertad humana. Implica que ninguna
democracia sustantiva es posible y ningún concepto
de autoadministración es significativo a menos que el
pueblo coincida en asambleas abiertas cara-a-cara
para formular las políticas de la sociedad. Ninguna
política, en efecto, es legítima democráticamente a
menos que haya sido propuesta, discutida y decidida
directamente por el pueblo y no a través de
representantes o sustitutos de ningún tipo. La
administración de estas políticas puede quedar en
manos de concejos, comisiones o colectivos de
individuos calificados, incluso electos, los que, bajo
supervisión pública y con plena responsabilidad ante
las asambleas que elaboran las políticas, pueden
ejecutar el mandato popular.
La distinción entre elaboración y administración
de políticas –una que Marx no fue capaz de hacer en
sus escritos sobre la Comuna de París de 1871– es
crucial. Las asambleas populares son la mente de una
sociedad libre; los administradores de sus políticas
son las manos. Las asambleas siempre pueden
revocar a los administradores y terminar sus
operaciones, según necesidad, insatisfacción y
cuestiones similares. Estos meramente ejecutan lo que
aquellas deciden y dependen plenamente de su
voluntad.
Esta distinción crucial hace de la existencia de la
asamblea popular una cuestión mayormente funcional
en los procedimientos democráticos, y no una
cuestión estructural. En principio, las asambleas
pueden funcionar bajo cualquier grupo demográfico y
condición urbana –al nivel del bloque, el barrio o el
municipio–. Solo tienen que estar coordinadas por los
tendones apropiadamente confederales para llegar a
ser formas de autogobierno. Dadas las condiciones
logísticas modernas, no puede haber una urgencia tal
que las asambleas no puedan convocarse lo
suficientemente rápido como para tomar decisiones
importantes por un voto mayoritario y que los
concejos correspondientes ejecuten dichas decisiones
–sin importar el tamaño de una comunidad o la
complejidad de sus problemas–. Los expertos
siempre estarán disponibles para ofrecer sus
soluciones, en el mejor de los casos distintas
soluciones que promuevan la discusión, a los
problemas más especializados que una comunidad
pueda enfrentar.
Las poblaciones no pueden ser tan grandes ni las
asambleas tan numerosas que no puedan coordinarse
de un modo que perpetúe su integridad como cuerpos
de decisión cara a cara. Los delegados a los cuerpos
municipales, de ciudad y regionales, pueden
considerarse meramente como los mandatos
caminantes de las asambleas locales. Aún más,
debemos desengañarnos de la idea de que siempre
podemos alcanzar consenso en grupos grandes. Una
minoría no tiene el derecho de abortar la decisión de
una mayoría, ya sea al interior de una asamblea o
entre asambleas. Si la “voluntad general” de
Rousseau puede, de hecho, ser transformada en una
voluntad generalizada –es decir, si puede suponerse
que personas racionales que no tienen otros intereses
que los de la comunidad en su conjunto tomarán
decisiones racionales compartidas sobre asuntos
transparentemente claros– bien podría ocurrir que se
logre el consenso. Pero en ningún caso esta es una
meta siquiera deseable. Es una tiranía oculta basada
en una costumbre inconsciente, en efecto, un retorno
atávico a tiempos en los que la opinión pública era
una fuerza tan coercitiva como la violencia explícita
(que, al menos, existía públicamente). Una tiranía del
consenso, como la famosa “tiranía de la falta de
estructura”, degrada a una sociedad libre, tiende a
subvertir la individualidad en nombre de la
comunidad y el disenso en nombre de la solidaridad.
Ni la verdadera comunidad ni la solidaridad son
impulsadas cuando el desarrollo del individuo es
abortado por la desaprobación pública y sus ideas
disonantes son “normalizadas” por la presión de la
opinión pública.
Una serie de problemas éticos, incluso educativos,
que forman parte del desarrollo de individuos
competentes subyace al desarrollo de asambleas
autogestionarias cara a cara. La asamblea alcanzó su
forma más sofisticada de desarrollo en la polis
ateniense, donde, en contraste con las actuales
críticas de la ciudad helénica como “patriarcal”,
muchos de los antiguos la vieron como un gran
“gobierno de la muchedumbre”. Mantuvo su
reputación peyorativa hasta bien avanzados los
tiempos modernos. Que los radicales en el siglo
veinte, que la ven en retrospectiva dos mil años
después, puedan denunciarla como una “tiranía” que
oprimió a mujeres, esclavos y extranjeros, no deja de
tener una cierta ironía. Si tomamos los abusos más
mórbidos del mundo antiguo, que estaba saturado de
patriarcado, esclavitud y despotismo, la democracia
ateniense se distingue como una luz en el camino. La
idea de que la democracia occidental puede
descartarse simplemente como una tradición
“masculina” y que debiéramos retornar a tradiciones
“tribales”, cualesquiera sean, es atávico hasta el
núcleo. Con la polis, la naturaleza de dos caras de la
civilización occidental –Oriente no ofrece mejoras
notables, debo agregar– exhibe actualmente su mejor
perfil en la historia de la libertad.
Todo esto nos plantea la cuestión de qué es lo que
constituye la base ética de la asamblea y sus
ancestrales estándares de competencia. En primer
lugar encontramos el ideal de la solidaridad o la
amistad (philia), un ideal en el que la lealtad a la
comunidad era encarnada por las relaciones íntimas
entre sus miembros. Una consociación vivida, vital y
profundamente sentida existió entre muchos de los
miembros de la polis ateniense, en las guildas de las
aldeas medievales y en una interminable red de
pequeñas sociedades en las aldeas y ciudades del
mundo precapitalista. El simposio griego, en el que
grupos de amigos se reunían para cenar, beber y
discutir, se corresponde en parte con la rica vida de
café de barrio de las ciudades francesas, españolas e
italianas. La comunidad se componía, en cierto
sentido, de “comunas” más pequeñas. La
contracultura de los sesenta transformó esto en formas
de vida literalmente comunales. El ideal de una
Comuna de comunas fue abiertamente promovido en
1871 en las proclamas revolucionarias de la Comuna
de París durante su breve existencia. Las sociedades
populares se nuclearon en torno a las secciones
parisinas de 1793 y ofrecieron modos de asociación
que hacían de la revolución un ejercicio íntimo de
afinidad cívica.
Otro ideal ético fue la importancia atribuida a la
integridad. Los griegos desconfiaban de los
especialistas, pese a la simpatía de Platón por ellos,
porque la experticia excesiva parecía involucrar una
deformación del propio carácter en torno a un interés
o habilidad particular. Saber un poco sobre todo y no
mucho sobre algo en particular era evidencia de una
persona integral que, según la necesidad, podía
entregar una visión inteligente sobre un asunto y
presentar un buen argumento para defender sus
juicios. Este énfasis en lo amateur, un énfasis que no
evitó que los griegos fundaran la filosofía, la ciencia,
la matemática y la dramaturgia occidental, iba a ser
un ideal duradero por siglos después de que la polis
desapareciera de la historia.
La integridad implicaba también un cierto grado de
autosuficiencia. Ser “dueño de uno mismo” no solo
significaba que se era competente, sino también que
se era independiente. En los tiempos antiguos, se
esperaba que esta persona integral no estuviera en
una posición de cliente. Un interés especial podía
hacer que un individuo fuera vulnerable y
dependiente de los deseos de un amo. El individuo
que podía realizar muchas tareas diferentes, se
suponía, podía entender un amplio abanico de
problemas. Si era materialmente independiente,
digamos, como un granjero que poseía la tierra que
trabajaba, y podía suplir la mayor parte de sus
necesidades con sus propios esfuerzos y habilidades,
era presumiblemente capaz de formar un juicio
objetivo, libre de influencia indebida por parte de la
opinión de los otros. Los griegos creían en la
propiedad no porque fueran codiciosos; en efecto, ser
generoso con amigos y vecinos era tenido en alta
estima en la sociedad griega. Pero un pedazo modesto
de tierra que le diera al granjero y a su familia los
medios básicos de vida los liberaba de la
manipulación por parte de aristocracias terratenientes
y mercaderes.
Dar parte del propio tiempo libre y servicios a la
polis era visto como otro ideal que a menudo
conducía a esfuerzos agónicos por lograr
reconocimiento público, un rasgo griego que ha sido
agudamente reprochado, pero a menudo groseramente
incomprendido. El celo con el que los griegos servían
a sus comunidades, de hecho, fue idealizado como
una forma de dedicación cívica hasta nuestra propia
época. El reconocimiento cívico a menudo requería
considerables sacrificios personales, y el celo
exhibido por los dirigentes griegos surgía de un deseo
de inmortalidad social. En efecto, destruir una ciudad
griega implicaba eliminar la memoria y la
inmortalidad de sus figuras más heroicas, así como
destruir la identidad misma de sus habitantes.
Si el celo cívico amenazó con distorsionar los
equilibrios relativamente delicados de una sociedad
de clases que podía zambullirse fácilmente en la
insurrección, los griegos formularon un ideal de
“límite” –el “justo medio” que significaba “nada en
exceso”– que habría de transportarse profundamente
hacia la ética occidental. La noción de límite habría
de aparecer en las aldeas y ciudades medievales e
incluso bien avanzado el Renacimiento. Bajo el
clamor que marcó a las ciudades-Estado italianas de
la Baja Edad Media, habían normas informales de
comportamiento cívico que limitaban el celo
excesivo y la conducta díscola, pese a la emergencia
final de oligarquías y dominios personales.
Como ha señalado M.I. Finley, la polis ateniense –
y, yo agregaría, muchas aldeas democráticas
posteriores– establecieron esencialmente un sistema
de etiqueta cívica que mantuvo la excesiva ambición
bajo una medida de control. Las ciudades medievales
italianas, por ejemplo, crearon notables controles y
equilibrios para prevenir que un interés particular en
la ciudad adquiriera demasiada preeminencia sobre
otros, un equilibrio que la polis griega había
establecido durante la Antigüedad. El autocontrol, la
dignidad, la cortesía y un fuerte compromiso con el
decoro cívico fueron parte de los atributos
psicológicos que en muchas ciudades precapitalistas,
estructuradas en torno de asambleas, se tradujeron
efectivamente en instituciones de un sistema de
controles que fomentaba la armonía, por más tentativo
que pareciera. El poder a menudo se dividía y
subdividía de tal modo que existieran fuerzas que
contrarrestaran que el predominio de alguna
institución en particular, y los intereses que
representaba, se volvieran excesivamente poderosos.
En su conjunto, este ensamble ético fue
personificado por un nuevo tipo de individuo: el
ciudadano. El ciudadano no era una persona tribal, ni
un miembro de un grupo de parentesco, aunque
existieron fuertes relaciones familiares en las
ciudades precapitalistas del pasado y los lazos de
parentesco tuvieron un rol preponderante en los
conflictos políticos. Pero para ser un ciudadano en el
sentido tradicional, uno tenía que ser más que un
pariente. Las fidelidades primarias del ciudadano
estaban con la polis, la aldea o la ciudad, al menos
antes de que el Estado-nación convirtiera la
ciudadanía en una parodia de su significado original.
Los ciudadanos, a su vez, fueron creados mediante
el entrenamiento, a través de un proceso de
construcción de carácter que los griegos llamaron
paideia, que no es exactamente la traducción de la
palabra “educación”. Uno debía aprender la
responsabilidad cívica, razonar las propias visiones
con cuidado escrupuloso, confrontar argumentos
opuestos con claridad y, ojalá, presentar principios
probados que exhibieran altos estándares éticos.
Adicionalmente, se esperaba de un ciudadano que
aprendiera artes marciales, que participara con otros
ciudadanos en destacamentos de milicia; en efecto, en
muchos casos, que aprendiera a comandar
apropiadamente durante enfrentamientos militares.
El ciudadano de una ciudad democrática
precapitalista, en resumen, no era el “votante” de un
sistema parlamentario, o un mero “contribuyente”,
para usar la jerga cívica moderna. Era, en el mejor de
los casos, un ser informado, dedicado cívicamente,
activo, y sobre todo, autogobernado, que ejercía
considerable disciplina interior y hacía del bienestar
de su comunidad –ese interés general– su principal
interés en exclusión de su propio interés.
Esta constelación de preceptos éticos conformó un
todo unificado, sin el cual la democracia cívica y las
asambleas populares no hubiesen sido posibles. No
puede ponerse suficiente énfasis en la notable
declaración de Rousseau de que los ciudadanos
construyen ciudades, y no solamente edificios. Sin
ciudadanos, en este sentido clásico, las ciudades eran
meros grupos de edificios que tendían a degradarse
en oligarquías o a ser absorbidos en Estados-nación.
Municipalismo libertario
A partir de lo anterior debiera ser obvio que la
asamblea del pueblo encontró su hogar auténtico en la
ciudad, y en ciudades de un tipo muy especial. Las
dos caras de la civilización occidental nos obligan a
distinguir los rasgos desagradables de la ciudad –su
legitimación de la propiedad privada, sus clases, su
patricentrismo y el Estado– de los grandes avances
civilizatorios que alcanzó como nuevo terreno para
una humanitas universal. Hoy, en un momento en que
el prejuicio anticiudad la ha presentado como un
horrible fenómeno social, podría estar bien poner el
énfasis en el gran avance que la ciudad logró al
ofrecer un dominio compartido a las personas con
diferentes trasfondos étnicos, ocupaciones y estatus.
La “civilización”, un término que deriva de la
palabra latina de ciudad, no fue solamente un
“matadero”, para usar el dramático término de Hegel.
Tuvo literalmente dos caras (como solo Hegel pudo
apreciar tan bien): una miraba hacia una humanidad
común y la otra hacia las barbaridades que habrían de
justificarse en nombre del progreso y los avances
culturales.
Las democracias participativas y las asambleas
populares, sin duda, se originaron en las comunidades
tribales y de villas, pero no se volvieron formas
autoconscientes de asociación que las personas
concibieran como fines en sí mismos hasta que
emergió la ciudad. Hay evidencia de que existieron
en tiempos tan antiguos como los de Sumeria, en las
ciudades que se fundaron en Mesopotamia. Pero fue
la polis griega y luego las aldeas medievales las que
hicieron que estas democracias y estas asambleas
tomaran plena conciencia del hecho de que eran una
forma de vida, y no solamente una técnica para
administrar la sociedad, y que debieran ser
construidas con un sentido ético y racional que
cumpliera con ciertos ideales de justicia y de buena
vida, y no como simples instituciones sancionadas
por la costumbre. Las ciudades significaron un paso
decisivo en la vida social y, pese a todas sus
limitaciones, nos dieron obras como la República de
Platón y la Política de Aristóteles, que han tenido una
presencia duradera en la imaginación occidental.
La naturaleza autorreflexiva de la ciudad la
convirtió en una institución humana notablemente
única y creativa. Para Aristóteles, la ciudad –más
propiamente la polis, que era una entidad ética
altamente autoconsciente– tenía que conformarse a
ciertos estándares estructurales si había de cumplir
sus funciones éticas. Tenía que ser lo suficientemente
grande como para que sus ciudadanos pudieran
satisfacer sus necesidades materiales, pero no tan
grande que fueran incapaces de tener familiaridad
unos con otros y elaborar políticas en el discurso
público, cara a cara. Estructura y ética, función e
ideales de libertad, fueron inseparables unos de
otros. Pese a todos sus errores, Aristóteles intentó –
como muchos otros atenienses entre los que vivió–
poner la forma al servicio del contenido. Se opuso a
cualquier separación de estos, incluso en detalladas
discusiones sobre la planificación urbana.
Este enfoque llegó a ser una piedra angular de la
tradición democrática occidental. Pudo haber existido
en la mente de figuras como los hermanos Gracchi en
la antigua Roma, Cola di Rienzi en la Roma medieval
y Étienne Marcel en el París del siglo XIV; hombres
que guiaron a las masas urbanas en revueltas
dramáticas para lograr las confederaciones de
ciudades y establecer democracias cívicas. Fue una
bandera levantada por las ciudades españolas que se
rebelaron contra el dominio centralizado en el siglo
XVI y, nuevamente, en la Revolución Francesa y en la
Comuna de París de 1871. Existe todavía en nuestra
época en las asambleas municipales de Nueva
Inglaterra, muchas de las cuales todavía guardan
vigilantemente sus derechos localistas.
La ciudad, en efecto, abrió un terreno nuevo para
la gestión social que no involucra el uso de
instituciones estatales –o sea, el arte de gobernar– ni
un dominio estrictamente privado que involucra el
propio hogar, el lugar de trabajo, las escuelas, las
instituciones religiosas y los círculos de amigos.
Tomada literalmente del término griego del que se
origina, la ciudad creó la política, un mundo único en
el que los ciudadanos se reúnen a discutir
racionalmente los problemas como comunidad y
administran sus asuntos cara a cara.
Si una municipalidad puede ser administrada por
todos sus ciudadanos en una asamblea única o tiene
que subdividirse en varias asambleas
confederalmente vinculadas depende mayormente de
su tamaño, de allí el mandato aristotélico de que una
polis no debiese ser tan grande que uno no pueda oír
un grito de ayuda desde los muros de la ciudad.
Aunque las asambleas pueden funcionar como redes
en un bloque, un barrio o a nivel de aldea, cumplen
con los ideales tradicionales de la democracia cívica
cuando las ciudades en las que se ubican están
descentralizadas. La visión anárquica de las
comunidades descentralizadas, unidas en
confederaciones o redes libres para coordinar las
comunidades en una región, refleja los ideales
tradicionales de democracia participativa en un
contexto radical moderno.
Hoy, en la condición social prevalente que
ensombrece el futuro de nuestra era, perdemos de
vista la idea misma de una ciudad, de la ciudadanía y
de la política como un dominio de autogestión
municipal. Las ciudades son confundidas con
inmensos cinturones urbanos que propiamente
debiesen ser descritos como un proceso
aparentemente interminable de “urbanización”.
Amplias franjas de concreto y edificios gigantes
engullen las entidades definibles, a escala humana,
que alguna vez llamamos ciudades, y arrasan con el
campo también.
Del mismo modo, los ciudadanos se marchitan
hasta llegar a ser “votantes” anónimos de sus
representantes. Su principal función es el pago de
impuestos, el oneroso trabajo diario para mantener la
sociedad actual, reproducirse y retirarse
decorosamente de toda vida política –un dominio que
está reservado para el Estado y su funcionariado–.
Nuestro discurso distorsionado vuelve borrosa las
cruciales distinciones entre construcción de ciudad y
urbanización, ciudadanos y votantes, política y arte
de gobernar.
La ciudad, en cuanto municipalidad a escala
humana y autogobernada, libre y confederalmente
asociada con otras municipalidades a escala humana
y autogobernadas, se disuelve en inmensos cinturones
urbanos. El ciudadano, como activo formulador de
políticas, está siendo reducido a un contribuyente
pasivo, el mero recipiente de servicios públicos
provistos por agencias burocráticas. La política está
siendo degradada al arte de gobernar, un arte
practicado por los cínicos y manipuladores
profesionales del poder.
El ensamble completo es administrado como un
negocio. Es considerado como exitoso si es que tiene
“superávit” fiscal y entrega los servicios necesarios,
o como un fracaso si está sobrecargado con “déficit”
fiscal y opera de manera ineficiente. El contenido
ético de la vida de la ciudad como arena de
inculcación de las virtudes cívicas, los ideales
democráticos y la responsabilidad social es
simplemente eliminado y su lugar es tomado por una
mentalidad empresarial que enfatiza el ingreso, los
gastos, el crecimiento y el empleo.
Al mismo tiempo, el poder es profundamente
burocratizado, centralizado y concentrado en cada
vez menos manos. El poder que debiera ser
reclamado por la gente es expropiado por el Estado y
por entidades económicas semi-monopólicas. La
democracia, lejos de adquirir un carácter
participativo, se vuelve puramente formal. En efecto,
la Nueva Izquierda fue la expresión de un deseo
profundo de reempoderamiento que ha permanecido
imbatible desde los sesenta, el deseo de recuperar la
ciudadanía, de terminar con la degradación de la
política en arte de gobernar: la necesidad de revivir
la vida pública.
Estas problemáticas todavía se ubican en la cima
de la agenda social actual. El ascenso de
movimientos de iniciativa ciudadana en Alemania, de
movimientos municipales en Estados Unidos, de
intentos de revivir ideales cívicos en varios países
europeos, incluyendo la recuperación en Francia de
palabras como décentralisation, por más que a este
término se le haga justicia excepcionalmente, son
evidencia de intentos populares de lograr este
reempoderamiento de la vida social. En muchos
lugares el Estado, con sus extensos recortes a los
servicios sociales, ha dejado un vacío que las
ciudades están obligadas a llenar aunque sea para
seguir funcionando. Las necesidades de transporte,
vivienda y bienestar son satisfechas cada vez más por
las localidades. Los residentes urbanos, obligados a
defenderse, aprenden las artes del trabajo en equipo y
la cooperación.
Una brecha tanto ideológica como práctica se abre
entre el Estado-nación, que se vuelve cada vez más
anónimo, burocrático y remoto, y la municipalidad,
que es el único dominio fuera de la vida personal con
el que el individuo debe lidiar de un modo muy
directo. No vamos al Estado-nación para encontrar
escuelas adecuadas para nuestros niños, para
encontrar trabajos, cultura y lugares decentes para
vivir. Nos guste o no, la ciudad es todavía el
ambiente más inmediato que encontramos más allá de
la esfera de la familia y los amigos y con el cual
estamos obligados a enfrentarnos con el fin de
satisfacer nuestras necesidades como seres sociales.
Potencialmente, el sentido de desempoderamiento
que ha llegado a ser un malestar popular en nuestra
época podría también convertirse en una fuente de
poder dual en los grandes Estados-nación del mundo
occidental. Todavía deben surgir movimientos
conscientes que busquen modos para ir desde un
“aquí” estatista y centralizado hasta un “allá”
cívicamente descentralizado y confederal,
movimientos que puedan levantar la demanda de la
confederación comunal como una alternativa popular
a la centralización moderna del poder. A menos que
intentemos –vanamente, creo yo– revivir los mitos de
las insurrecciones proletarias o pretendamos una
endeble confrontación armada con el tremendo
armamento nuclear del Estado-nación moderno,
estamos obligados a buscar contrainstituciones que
se opongan al poder del Estado-nación.
Comunas, cooperativas y varios colectivos
vocacionales, por cierto, pueden ser excelentes
escuelas para enseñarles a las personas a administrar
iniciativas autogestionadas. Pero son usualmente
proyectos marginales, a menudo de corta duración, y
más útiles como ejemplos que como instituciones
operativas. Ninguna cooperativa podrá reemplazar
alguna vez a la gigante cadena de supermercados
simplemente compitiendo con ella, por más prestigio
que pueda adquirir, ni un “Banco del Pueblo”
proudhoniano podrá reemplazar a alguna gran
institución financiera, por más miembros que llegue a
tener.
Tenemos otras cosas que aprender de Proudhon,
quien veía en la municipalidad una importante arena
de actividad popular. No dudo en usar aquí la palabra
política, si es comprendida en su sentido helénico,
como gestión de la comunidad o polis en asambleas
populares, y no como arte de gobernar y actividad
parlamentaria. Toda sociedad contiene vestigios del
pasado, de instituciones anteriores, a menudo más
libertarias, que han sido incorporadas a las
instituciones actuales. La República Americana, por
ejemplo, todavía tiene elementos de una democracia
como la del concejo municipal, que Tocqueville
describió en su libro La Democracia en América.
Las ciudades italianas todavía tienen barrios vitales
que pueden conformar la base de nuevas relaciones
comunitarias. Las aldeas francesas retienen
características a escala humana que pueden
organizarse en nuevas entidades políticas. Podemos
hacer estas observaciones con respecto a
comunidades a lo largo del mundo –comunidades
cuya solidaridad abre el prospecto de una nueva
política basada en el municipalismo libertario– que
eventualmente podrían llegar a constituir un
contrapoder al Estado-nación.
Permítaseme enfatizar que este enfoque presupone
que hablemos de un movimiento, no de instancias
aisladas donde las personas en una sola comunidad
asumen el control de su municipalidad y la
reestructuran sobre la base de asambleas barriales.
Presupone que exista un movimiento que altere una
comunidad tras otra y establezca un sistema de
relaciones confederales entre municipalidades; un
movimiento que conforme un poder regional por
derecho propio. Es imposible juzgar cuán lejos
podamos llevar este enfoque municipalista libertario
sin conocer en detalle las tradiciones experimentadas
por una región, los recursos cívicos que posee y los
problemas que enfrenta. Dada la experiencia de este
autor con el asunto del control local en Estados
Unidos, esto es lo que podemos decir: ninguna
demanda, cuando ha sido levantada, ha encontrado
mayor resistencia por parte del poder del Estado. El
Estado-nación sabe, mucho mejor que sus oponentes
en los movimientos radicales, cuán
desestabilizadoras pueden ser las demandas por
control local.
Además, la idea del municipalismo libertario tiene
una genealogía que se remonta a las revoluciones
americana y francesa, y a la Comuna de París, en la
que el confederalismo fue una propuesta viable para
grandes masas de gente. Pese a lo dramático que han
sido los cambios desde entonces, no hay razón, en
principio, para dudar que el municipalismo libertario
no pueda ser reivindicado hoy, cuando los
movimientos okupa, las organizaciones barriales y
los grupos de bienestar comunitario se han levantado
y han decaído, solo para volver a levantarse como
evidencia de un impulso crónico que el Estado-
nación nunca ha sido capaz de exorcizar.
Descentralización y tecnología
La ecología social ha agregado una dimensión única,
urgente, a la necesidad de un movimiento
municipalista libertario y a las problemáticas que
enfrenta. La necesidad de reescalar las comunidades
para que se ajusten a la capacidad natural de carga de
las regiones en las que se ubican y de crear un nuevo
equilibrio entre campo y ciudad –todas demandas
tradicionales de los grandes pensadores utópicos y
anarquistas del siglo XIX– han llegado a ser
imperativos ecológicos hoy en día. No solo son
visiones en apariencia utópicas de un tiempo pasado,
sueños y deseos de pensadores solitarios; señalan
necesidades apremiantes si hemos de ser una especie
viable y vivir en armonía con un mundo natural
complejo que está bajo amenaza de ser destruido. La
ecología, en efecto, ha presentado las claras
alternativas que nos confrontan: o damos un giro
aparentemente “utópico” en dirección a soluciones
basadas en la descentralización, un nuevo equilibrio
con la naturaleza y la armonización de las relaciones
sociales, o nos enfrentamos con la muy real
subversión de la base material y natural para la vida
humana en el planeta[3].
La urbanización amenaza con eliminar no solo la
ciudad, sino también el campo. La famosa
contradicción entre campo y ciudad que figuró tan
prominentemente en la historia del pensamiento
social se ha vuelto insignificante hoy. Esta
contradicción es eliminada por la expansión del
concreto sobre áreas irredimibles de suelo agrícola y
comunidades agrarias históricamente únicas. La
homogeneización de las culturas rurales por parte de
los medios masivos, los estilos de vida urbanos y una
mentalidad consumista generalizada amenazan con
destruir no solo coloridas formas de vida
regionalmente únicas; en realidad degradan
totalmente el contexto natural. Lo que la agroindustria
todavía no envenena con sus pesticidas, fertilizantes
químicos y maquinaria pesada que compacta el suelo,
lo destruyen hoy la lluvia ácida y los cambios
climáticos socialmente inducidos en la forma de
deforestación y aridez. La urbanización del planeta
simplifica los ecosistemas complejos, eliminando
suelo que estuvo en formación por siglos, reduciendo
lo silvestre a frágiles “reservas” y, directa o
indirectamente, empeorando gravemente las regiones
climáticas regionales.
La tecnología que hemos heredado de revoluciones
industriales previas, el insensato uso de automóviles,
la concentración de instalaciones industriales
masivas cerca de cauces de agua, el uso masivo de
combustibles fósiles y nucleares y un sistema
económico cuya ley de vida es el crecimiento, ha
producido, en tan solo unas cuantas décadas, un grado
de degradación ambiental que la vida humana no
logró producir desde su concepción. Casi todas
nuestras vías fluviales son odiosos desagües. Se han
encontrado “mares muertos” en aguas oceánicas que
se extienden por más de cientos de millas en las que
alguna vez fueron vitales áreas acuáticas. No tengo
que profundizar más en esta oscura letanía de heridas
generalizadas, posiblemente letales, que son
infligidas sobre cada rincón del planeta. Ya es
bastante conocido lo que se le hace a nuestra
atmósfera, a la capa de ozono que protege la vida en
el planeta, incluso a áreas tan remotas como el Ártico
y, más recientemente, a la Antártica, a los bosques y
selvas tropicales y, por supuesto, a los bosques
templados.
Nuestra misma sobrevivencia en el planeta, no
solo nuestro compromiso con llevar vidas plenamente
humanas y cumplir nuestras visiones más libertarias,
nos obliga a reexaminar nuestras nociones de
urbanismo y la relación de las ciudades con sus
sustratos ecológicos. También nos dicta que
reexaminemos nuestras tecnologías y los bienes que
producen; debemos revisar, en efecto, toda nuestra
visión de la naturaleza.
Necesitamos ciudades más pequeñas no solo para
llevar a cabo anheladas ideas de libertad, sino
también para satisfacer las necesidades más
elementales que nos permitan vivir en algún tipo de
equilibrio con la naturaleza. Las ciudades gigantes, o
más precisamente, los cinturones urbanos en
expansión, no solo conducen a la homogeneidad
cultural, el anonimato individual y el poder
centralizado; ponen una carga imposible sobre los
recursos locales de agua, sobre el aire que
respiramos y sobre todas las características naturales
de las áreas que ocupan. La congestión, el ruido y el
estrés producido por la vida urbana moderna llegan a
ser cada vez más intolerables, psíquica y físicamente.
Las ciudades que históricamente sirvieron para reunir
personas de distintas procedencias, y que las
condujeron a la solidaridad comunal, ahora las
atomizan. La ciudad es un lugar para esconderse, por
decirlo de alguna forma, y no para buscar cercanía
humana. El miedo tiende a reemplazar a la
socialidad, la brusquedad corroe la solidaridad, el
arreo de personas hacia medios de transporte,
oficinas y centros comerciales sobrepoblados
subvierte su sentido de la individualidad y fomenta la
indiferencia hacia la condición humana compartida.
La descentralización de las grandes ciudades para
transformarlas en comunidades a escala humana no es
la mistificación romántica de un solitario amante de
la naturaleza, ni un ideal anárquico remoto. Es algo
que se ha vuelto indispensable para una sociedad
ecológicamente sólida. Lo que ahora está en juego en
estas demandas aparentemente “utópicas” es una
elección entre un ambiente en veloz degradación y
una sociedad que viva en equilibrio con la naturaleza
de una manera viable y sustentable.
Lo mismo puede decirse con respecto a una
reconsideración de la base tecnológica de la
sociedad moderna. La producción ya no puede ser
vista como una fuente de lucro y de realización del
interés propio. Los bienes finales que necesitan los
seres humanos para mantener sus vidas así como para
su bienestar cultural y físico son más sagrados que
los fetiches mistificados que han sido utilizados por
varias religiones y cultos supersticiosos para
obnubilarlos. El pan, si se quiere, es más “sagrado”
que una bendición sacerdotal; la vestimenta cotidiana
es más “santa” que los vestidos clericales; las
habitaciones personales son espiritualmente más
significativas que las iglesias y los templos; la buena
vida en la tierra es más santificadora que aquella que
se nos promete en el cielo. Los medios de vida deben
tomarse por lo que son realmente: medios sin los
cuales la vida es imposible. Negárselos a las
personas es mucho más que un “robo” (para usar la
preferencia terminológica de Proudhon para describir
la propiedad); es simplemente un homicidio.
Nadie tiene el derecho de adueñarse de algo de lo
que depende la vida de otros, ni moral, ni social, ni
ecológicamente. Y nadie tiene el derecho de diseñar,
emplear o imponer a la sociedad equipamientos
tecnológicos privados que dañen la salud humana y la
salud del planeta.
Aquí la ecología coincide completamente con la
sociedad para producir una ecología social que
enfatice la íntima interconexión entre problemas
ecológicos y sociales. La tecnología –la que usa la
sociedad para sostener la vida humana planetaria y
aquella que socava ambas– es uno de los puntos
principales de contacto entre valores sociales y
valores ecológicos. En una época de degradación
ecológica generalizada, no podemos conservar
técnicas que dañan injustificadamente a los seres
humanos y al planeta –y es difícil pensar que el daño
pueda infligirse en uno sin que se inflija en los otros.
Una gran tragedia de nuestra época es que ya no
vemos la técnica como una relación ética. El
pensamiento griego sostuvo que producir un objeto de
alta calidad y maestría era una vocación moral que
involucraba una relación especial entre el artesano y
el objeto que producía. En efecto, para muchas
culturas tribales, trabajar manualmente algo era
actualizar las potencialidades de la materia prima,
darle una “voz”, por decirlo así, a la esteatita, al
mármol, al bronce y a otros materiales, una expresión
que realice su capacidad latente para adquirir una
forma.
El capitalismo eliminó completamente este punto
de vista. En efecto, cercenó la relación del productor
con el consumidor, eliminando todo sentido de
responsabilidad ética del primero con el segundo,
dejando toda otra responsabilidad ética o moral de
lado. Si alguna vez hubo una dimensión moral en la
producción capitalista, estuvo en la idea de que el
interés propio era guiado por una “mano invisible” –
el juego de las fuerzas del mercado– de modo que la
producción en pos del lucro y la ganancia personal
serviría, en última instancia, al “bien general”.
Pero incluso esta andrajosa apología ha
desaparecido hoy. Una codicia constante, otro
ejemplo de la ética del mal, ha reemplazado todo
sentido del bien público. Una corporación es
elogiada simplemente porque es menos codiciosa que
otra, y no porque sus operaciones sean
intrínsecamente buenas. Aunque es demasiado fácil
culpar a la técnica de lo que en realidad es culpa del
interés burgués, la técnica, despojada de toda
restricción moral, también puede llegar a ser
demoníaca bajo el capitalismo. Una planta nuclear,
por ejemplo, es intrínsecamente mala; no puede tener
ninguna justificación. Que el aumento de reactores
nucleares eventualmente convertirá al planeta entero
en una gran bomba nuclear si ocurren suficientes
accidentes tipo Chernobyl –y con más plantas deja de
ser una cuestión accidental y pasa a ser una cuestión
de probabilidad– es algo que ninguna persona
informada pone en cuestión actualmente.
Las crecientes distorsiones ecológicas vuelven
igualmente problemáticas operaciones industriales
que antes fueron convencionales. La agroindustria,
alguna vez marginal con respecto a la granja familiar,
se ha generalizado tanto en las décadas recientes que
sus pesticidas y fertilizantes sintéticos llegan a ser un
problema global. Los complejos industriales
humeantes y el uso abusivo de automóviles están
empeorando todo el equilibrio ecológico de la
naturaleza, particularmente la atmósfera terrestre. Si
se investiga el panorama de la tecnología moderna no
es difícil ver que tenemos una profunda necesidad de
alterarla enormemente. No solo los intereses
ecológicos, sino los intereses propios de cualquier
ser humano requieren que avancemos hacia
tecnologías ecológicas y volvamos nuestra
interacción tecnológica con la naturaleza en una
actividad creativa más que destructiva.
Permítaseme enfatizar nuevamente que dicho
cambio no puede lograrse si no hacemos lo mismo
con respecto a la interacción entre nosotros, y
tampoco si no formulamos un interés general que
sobrepase los intereses particularizados de la
jerarquía, la clase, el género, los trasfondos étnicos y
el Estado. La precondición de una relación armoniosa
con la naturaleza es social: una relación armónica
entre seres humanos. Esto involucra la abolición de la
jerarquía en todas sus formas –tanto psicológicas y
culturales como sociales– y de las clases, la
propiedad privada y el Estado.
El avance desde “aquí hasta allá” no será una
repentina explosión de cambio que carezca de un
largo periodo de preparación ética e intelectual. El
mundo tiene que estar lo más educado posible si las
personas han de cambiar sus vidas, y no solamente
ver sus vidas cambiadas por élites autoungidas que
eventualmente podrían convertirse en oligarquías que
perseguirán sus propios intereses. La sensibilidad, la
ética, los modos de ver la realidad y la identidad
deben ser modificados por medios educativos, por la
política de un discurso razonado, por la
experimentación y la expectativa de repetidos
fracasos de los cuales tenemos que aprender, si la
humanidad ha de alcanzar la autoconciencia que
necesita para lograr finalmente la autogestión.
Los movimientos radicales ya no pueden
permitirse una zambullida irreflexiva en la acción por
la acción. Nunca hemos tenido mayor necesidad de
reflexión teórica y de estudio que hoy, cuando el
analfabetismo político ha alcanzado proporciones
impresionantes y la acción se ha convertido en un
fetiche, en un fin en sí mismo. Tenemos también una
gran necesidad de organización y no del caos nihilista
de los egocéntricos autoindulgentes en el que la
estructura de cualquier tipo es considerada como
“elitista” y “centralista”. La paciencia, el trabajo
duro del compromiso responsable con la labor
cotidiana de construir un movimiento, deben ser
valorados por sobre el drama de las prima donnas
que siempre están dispuestas a “morir” en las
barricadas de una “revolución” distante, pero que son
demasiado elevadas para involucrarse en las
aburridas tareas de difundir las ideas y sostener una
organización.
Avanzar desde “aquí hasta allá” es un proceso
demandante, no un gesto dramático. Siempre estará
marcado por incertidumbres, fracasos, digresiones y
disputas antes de encontrar su dirección. No hay
certeza alguna de que el cambio social radical vaya a
ocurrir en la vida de uno. Los revolucionarios de hoy
deben inspirarse en los elevados idealistas del
pasado, como aquellos grandes revolucionarios rusos
y franceses del siglo XIX que tuvieron poca
esperanza de ser testigos de los grandes
levantamientos que confrontaron a las generaciones
posteriores, pero a los que contribuyeron con el
ejemplo de sus vidas, su dedicación y sus
convicciones. El compromiso revolucionario no es
solo una aspiración que busca cambiar el mundo; es
también un imperativo interior para salvar las propias
identidades e individualidades de una sociedad
corruptora que degrada la personalidad con el
señuelo de emolumentos baratos y la promesa del
estatus en un mundo totalmente insignificante.
Debemos crear una nueva política que esquive las
trampas del parlamentarismo y la gratificación
inmediata de un “foro” tramado por los medios, que
es más una cuestión de autopromoción que algo
educativo. Los movimientos como los Verdes de
Alemania ya están repletos de estrellas que persiguen
su propio interés y que minan la integridad, la
perspectiva ética y el brío de sus días más heroicos.
Nuevos programas y una nueva política deben
estructurarse en torno del ambiente inmediato del
individuo –sus condiciones habitacionales,
problemas barriales, medios de transporte,
condiciones económicas, asuntos de contaminación y
condiciones laborales–. El poder debe ser
desplazado persistentemente a los barrios y las
municipalidades en la forma de centros comunitarios,
cooperativas, centros ocupacionales y, en última
instancia, asambleas ciudadanas.
El éxito no puede medirse por el apoyo inmediato
y constante que pueda suscitar un movimiento como
este. Solo un número relativamente pequeño de
personas van a trabajar inicialmente con un
movimiento con estas características, y es probable
que solo unos pocos participen en asambleas
barriales y confederaciones municipales –excepto
quizá cuando surjan problemáticas muy importantes
que demanden una amplia atención pública–. Las
viejas ideas y los métodos antiguos que se han vuelto
rutinarios en la vida cotidiana mueren muy
lentamente; es probable que nuevas ideas y nuevos
métodos crezcan lentamente también. Puede que los
grupos de iniciativas ciudadanas florezcan
repentinamente con brío y fervor cuando una
comunidad se enfrente, por ejemplo, al
establecimiento de una planta nuclear o al
descubrimiento de un vertedero tóxico en sus
cercanías. Un movimiento municipalista con una
orientación ecológica no debe engañarse jamás con
que dichas actividades masivas vayan a ser
necesariamente duraderas. Puede que se desvanezcan
tan rápido como emergieron. Uno solo puede esperar
que establezcan una tradición que pueda invocarse en
el futuro y que la educación popular que ofrezcan no
se haya perdido para la comunidad.
Al mismo tiempo, los miembros verdaderamente
comprometidos de un movimiento como este deben
promover una idea de cómo debiera ser la sociedad
en el largo plazo. Deben ir muy lejos en sus
objetivos, de modo que otros vayan cada vez más
lejos en sus actividades. Este núcleo de personas
debe promover soluciones históricas así como otras
más inmediatas en lo práctico. La sociedad actual
crea todas las reglas del juego con las que juegan
incluso los rebeldes con las mejores intenciones. Si
este hecho tremendamente importante no es visto con
claridad, las transigencias moralmente debilitantes se
convertirán, de hecho, en la regla que llevará a una
ética del mal basada en los males menores que
eventualmente van a producir el peor de los males.
Ningún movimiento radical puede perder de vista su
visión final de una sociedad ecológica sin perder,
poco a poco, todos los componentes que definen su
propia identidad.
Esta visión debe establecerse claramente de modo
que nunca pueda quedar comprometida. La vaguedad
de los fines socialistas y marxistas ha hecho un daño
irreparable al degradar estos fines con las exigencias
de una política “pragmática” y con transigencias
manipuladoras –en última instancia, con la
capitulación de la mismísima razón de ser un
movimiento–. Un movimiento debe darle a sus
ideales un carácter visual de modo que ingresen en la
imaginación de una nueva política, y no tan solo
presentar sus ideas en declaraciones programáticas.
Estos intentos han sido realizados con considerable
éxito por parte de grupos como Arquitectura del
Pueblo, que se dio el trabajo de volver a planificar
barrios completos en Berkeley, California, y
demostrar visualmente cómo podían llegar a ser más
habitables, comunitarios y atractivos estéticamente.
Una Sociedad Ecológica
Hoy tenemos un magnífico repertorio de nuevas
ideas, planes, diseños tecnológicos y datos de trabajo
que pueden darnos una imagen muy gráfica de una
comunidad ecológica y una democracia participativa.
Por más valiosos que estos materiales puedan ser
para demostrar que finalmente podemos construir
comunidades sustentables sobre la base de recursos
renovables, no debiéramos verlos simplemente como
nuevos sistemas de ingeniería que nos permitan llevar
la sociedad a una relación equilibrada con un
ambiente natural dado.
También tienen implicancias éticas de largo
alcance que solo pueden ignorarse si se fomenta una
mentalidad ecotecnocrática hacia las tecnologías así
llamadas apropiadas, un término que es demasiado
ambiguo como para ser utilizado en un contexto más
amplio de ideas ecológicas. Que el cultivo orgánico
puede cumplir nuestros requisitos básicos de
alimentos sin químicos, que nos ofrece un inventario
superior de nutrientes y que mejora nuestro suelo en
vez de destruirlo son los argumentos convencionales
para cambiar la agroindustria por formas ecológicas
de cultivo de alimentos. Pero la granja orgánica hace
mucho más que esto. Nos lleva hacia el cultivo de
alimentos, no solo a su consumo. Entramos a la
cadena alimenticia misma que tiene sus comienzos en
el suelo, una cadena de la que somos un componente
vivo y en el que ocupamos un papel transformativo.
Nos acerca al mundo natural en su conjunto, del que
hemos sido alienados. Cultivamos una parte o todo
nuestro alimento y usamos nuestros cuerpos para
plantar, desmalezar y cosechar. Nos involucramos en
un “ballet” ecológico, si se quiere, que es mucho
mejor que la actual moda del trote en caminos de
asfalto y aceras de concreto. Como una ocupación
entre muchas que el individuo puede practicar en el
curso del día (para seguir el consejo de Fourier), la
huerta orgánica enriquece la diversidad de nuestras
vidas cotidianas, agudiza nuestras sensibilidades
naturales hacia el crecimiento y la descomposición, y
nos pone en sintonía con los ritmos naturales. Por
ello, la huerta orgánica, para tomar solo un ejemplo
significativo, sería vista, en una sociedad ecológica,
como algo más que una solución a nuestros problemas
nutricionales. Se volvería parte de nuestra existencia
como seres social, cultural y biológicamente
conscientes.
Lo mismo ocurre si nos involucramos en el cultivo
del agua, particularmente en los sistemas
autosustentables de monitoreo desarrollados en el
pionero Instituto de Ecología Social en Vermont,
donde los mismos desechos de peces herbívoros
fueron reciclados por plantas acuáticas para ofrecer
alimento para los propios peces, creando así un ciclo
ecológico cerrado y autosuficiente para entregar
proteínas comestibles a comunidades humanas. El uso
de energía solar, una tecnología que ha alcanzado un
grado extraordinariamente alto de sofisticación y
eficiencia, puede ser considerado como ecológico no
solo porque se basa en un recurso energético
renovable, sino también porque nos trae el sol, las
condiciones cambiantes climáticas, los cielos, por
decirlo así, a nuestras vidas cotidianas de un modo
muy palpable. Podemos decir lo mismo de la energía
eólica, la presencia de ganado en una comunidad, la
agricultura mixta, las técnicas de compostaje que
reciclan los desechos de una comunidad en nutrientes
para el suelo; en efecto, todo un patrón o ensamble
ecológico en el que un componente es usado para
interactuar con otros con el fin de producir un sistema
modificado humanamente que cumpla con las
necesidades humanas al mismo tiempo que enriquezca
el ecosistema natural en su conjunto[4].
Una sociedad ecológica, estructurada en torno de
una Comuna confederal de comunas, cada una de las
cuales toma forma a partir de los ecosistemas y
biorregiones en los que se ubica, desplegaría este
ensamble de tecnologías de una manera artística.
Haría uso de los recursos locales, muchos de los
cuales han sido abandonados debido a las técnicas de
producción en masa.
¿Cómo sería enfrentado el problema de la
propiedad y el control de la propiedad en una
sociedad como esta? Históricamente, el radicalismo
moderno ha enfatizado la nacionalización de la tierra
y la industria o el control obrero de estos recursos.
Una economía nacionalizada, como han apuntado
rápidamente los anarquistas, presupone la existencia
del Estado. Este mero hecho debiera ser suficiente
para rechazarla inmediatamente. Lo que no es menos
inquietante es que una economía nacionalizada es el
caldo de cultivo para burocracias económicas
parasitarias que han dejado a los países así llamados
socialistas del Este en un limbo económico plagado
de crisis. Ya no tenemos que cuestionar su validez
operacional en términos estrictamente teóricos como
fuente de estatismo, incluso de totalitarismo. Sus
propios acólitos la han ido abandonando,
irónicamente, en pos de una solución relativamente
“de libre mercado”.
El control obrero, privilegiado desde hace mucho
por tendencias sindicalistas en oposición a las
economías nacionalizadas, tiene serias limitaciones
propias. Excepto en el caso de España, donde los
sindicatos influidos por anarquistas como la CNT
mantuvieron un férreo control de cualquier empresa
díscola que pudiera convertirse fácilmente en un
interés capitalista colectivo, una iniciativa colectiva
no es necesariamente una comuna –ni es
necesariamente comunista en su perspectiva–. Más de
una empresa bajo control obrero ha operado de un
modo capitalista, compitiendo con otras por recursos,
clientes, privilegios e incluso utilidades.
Cooperativas públicas o bajo control obrero muy a
menudo se convierten en corporaciones oligárquicas,
una tendencia ampliamente experimentada en Estados
Unidos y Escandinavia. Lo que distingue a muchas de
estas empresas es el hecho de que se convierten en un
interés particularista, más o menos benigno. Pero no
son muy diferentes de una empresa capitalista y están
sujetas a las mismas presiones sociales por parte del
mercado en el que deben funcionar. Este
particularismo tiende crecientemente a invadir sus
metas éticas superiores, generalmente, en nombre de
la “eficiencia”, la necesidad de “crecer” si han de
sobrevivir y la abrumadora tentación de adquirir
mayores ganancias.
El municipalismo libertario presenta una
aproximación holística a una economía orientada
ecológicamente. Las políticas y decisiones concretas
que tienen que ver con la producción agrícola e
industrial serían elaboradas por ciudadanos en
asambleas cara a cara, como ciudadanos, no solo
como trabajadores, granjeros o profesionales que, en
cualquier caso, estarían involucrados en actividades
productivas rotativas, sin importar su experticia
profesional. Como ciudadanos, participarían en estas
asambleas en su nivel más alto –su nivel humano–
más que como seres socialmente guetizados.
Expresarían sus intereses humanos generales, no sus
intereses particulares de estatus.
En vez de nacionalizar y colectivizar los campos,
fábricas y talleres, y centros de distribución, una
comunidad ecológica municipalizaría su economía y
se uniría con otras municipalidades para integrar sus
recursos en un sistema confederal regional. Los
campos, las fábricas y los talleres serían controlados
por las asambleas populares de las comunidades
libres, no por un Estado-nación o por productores
obreros que bien podrían desarrollar un interés
propietario en ellos. Todos, en cierto sentido,
participarían como ciudadanos, y no como egos
interesados en sí mismos, seres de clase o parte de un
“colectivo” particularizado. La idea clásica del
ciudadano racional, involucrado en una relación
discursiva cara a cara con otros miembros de su
comunidad, adquiriría un sustento económico y se
difundiría en cada aspecto de la vida pública. Un
individuo como este, presumiblemente libre de todo
interés particularista en una comunidad donde cada
cual contribuye al conjunto con lo mejor de sus
habilidades y toma del fondo común de productos lo
que necesita, le daría a la ciudadanía una solidez
material amplia y sin precedentes, una que va mucho
más allá de la propiedad privada.
No es demasiado fantasioso suponer que una
sociedad ecológica consistirá en municipalidades de
un tamaño moderado, cada una de ellas una comuna
de pequeñas comunas domésticas o viviendas
privadas que serán delicadamente armonizadas con el
ecosistema natural en el que se ubican. La elección de
una vida comunitaria o individual es una cuestión que
debe estar en las manos de las generaciones futuras,
donde cada individuo hará su elección, tal como
ocurre hoy.
La intimidad comunal sería fomentada
conscientemente. Ninguna municipalidad estaría tan
lejos de otra que la distancia entre ellas no pueda ser
razonablemente recorrida a pie por sus vecinos. El
transporte se organizaría en torno al uso colectivo de
vehículos, ya sean monorrieles, ferrocarriles,
bicicletas, automóviles y otros, y no a partir de
conductores individuales que obstruyen los inmensos
sistemas de carreteras con sus vehículos vacíos.
El trabajo rotaría entre aldea y campo, y entre las
tareas cotidianas. El ideal de Fourier de un día de
trabajo altamente diversificado sería bien honrado en
una repartición del día laboral en la huerta, el trabajo
artesanal con objetos, la lectura y las recitaciones, así
como una buena porción del tiempo para la
manufactura de las instalaciones. La tierra se usaría
ecológicamente de tal modo que los bosques
crecerían en áreas que son más adecuadas para la
flora arborícola y los diversos vegetales comestibles
en áreas más adecuadas para la cosecha. Las huertas
y los cercos de setos abundarían para ofrecer nichos
a una amplia diversidad de formas de vida y por lo
tanto eliminarían la necesidad de pesticidas a través
de un sistema de controles y equilibrios biológicos. Y
otras áreas serían reservadas, quizá más extensamente
de lo que se hace hoy, para la vida silvestre. El uso
físico del cuerpo sería fomentado como parte de un
proceso de trabajo diversificado y mayor atletismo.
La energía solar y eólica sería usada extensamente y
los desechos serían recolectados, compostados y
reciclados. La producción enfatizaría la cualidad por
sobre la cantidad, los hogares, el mobiliario, los
utensilios y la vestimenta serían hechos para durar
por años, y en algunos casos, por generaciones. Todo
el patrón municipal que he descrito sería planeado
con una profunda sensibilidad por una determinada
región para preservar sus rasgos naturales lo más
posible, con una preocupación por las formas de vida
no humana y el equilibrio de la naturaleza.
Las instalaciones industriales, diseñadas a partir
de máquinas pequeñas y multipropósito, las últimas
innovaciones en tecnologías a escala humana, la
producción de bienes de calidad y un gasto mínimo
de energía, serían ubicadas en las regiones para
servir a la mayor cantidad posible de comunidades
sin la irracional duplicación de los mismos
complejos y productos, como ocurre en una economía
de mercado.
Quisiera afirmar de plano que una tremenda
importancia sería atribuida a los dispositivos para
ahorrar trabajo –ya sean computadoras o maquinaria
automática– que liberen a los seres humanos de
labores innecesarias y les dieran un tiempo de ocio
sin estructura para su autocultivo como individuos y
ciudadanos. El reciente énfasis del movimiento
ecológico, particularmente en los Estados Unidos, en
las tecnologías que requieren un trabajo intensivo,
presumiblemente para “ahorrar” energía agotando a
las clases trabajadoras de la sociedad, es una
afectación escandalosa, a menudo autoindulgente, de
la clase media. La ensalada de académicos,
estudiantes, profesionales y similares que han
expresado estas visiones son en general personas que
nunca han sido obligadas a un día de trabajo oneroso
en sus vidas, por ejemplo en una fundición o una línea
de montaje automotriz. Sus propias actividades de
trabajo intensivo se han centrado generalmente en
torno de sus “hobbies”, que podrían incluir salir a
trotar, hacer deporte, y hacer excursiones en bosques
y parques nacionales. Unas pocas semanas de un
verano caluroso en una fundición de acero
rápidamente los desengañaría con respecto a las
bondades de las industrias y tecnologías de trabajo
intensivo.
Entre un “aquí” que es totalmente irracional,
derrochador, basado en gigantes cinturones
industriales y urbanos, una agroindustria altamente
química, el poder centralizado y burocrático, una
alarmante economía armamentista, una contaminación
masiva y un trabajo irracional por un lado, y la
sociedad ecológica que he intentado describir, por el
otro, encontramos una zona indefinible de
transiciones tremendamente complejas, una que
involucra el desarrollo de una nueva sensibilidad así
como de una nueva política. No hay sustituto para el
rol de la conciencia y el apoyo de la historia para
mediar esta transición. Ningún deus ex machina
puede ser invocado para dar el salto desde “aquí
hasta allá”, ni debiéramos desear que hubiese uno.
Las personas nunca podrán controlar aquello que no
pueden modelar por su cuenta. Puede serles quitado
de las manos tan fácil como les fue concedido.
En última instancia, todo proyecto revolucionario
depende de la esperanza de que las personas
desarrollen una nueva conciencia si son expuestas a
ideas profundas que patentemente cumplen con sus
necesidades y si la realidad objetiva –la historia, la
naturaleza o ambas– las vuelve susceptibles a la
necesidad de un cambio social radical. Sin las
circunstancias objetivas que favorecen una nueva
conciencia y los medios organizados para presentarla
públicamente, no habrá un cambio de largo alcance,
ni siquiera los calculados pasos necesarios para
lograrlo. Todo proyecto revolucionario es, por sobre
todo, un proyecto educacional. El resto debe venir
del mundo real en el que viven las personas y de los
cambios que ocurren en él.
Un proceso educacional que no se mantiene en
contacto con el mundo real, con sus tradiciones así
como con sus realidades cotidianas, solo llevará a
cabo una parte de su tarea. Todos los pueblos tienen
sus propios trasfondos libertarios, para repetir una
afirmación que ya hice antes, y sus propios sueños
libertarios, por más que puedan ser confundidos con
la propaganda de los medios y las imágenes que los
distorsionan.
El “sueño americano”, tan en boga hoy en día, por
ejemplo, tiene componentes anárquicos así como
burgueses y ha tomado formas muy diferentes. Una
corriente puede remontarse a los puritanos
revolucionarios que cruzaron el Atlántico para
establecer una “Nueva Jerusalén” cuasi comunista.
Pese a todos sus errores, produjeron comunidades
coherentes, básicamente igualitarias que se
gobernaban a sí mismas en concejos de aldea
directamente democráticos. Otro “sueño americano”
fue modelado por la cultura vaquera del sudoeste en
la que el corazón doméstico de Nueva Inglaterra fue
reemplazado por la fogata solitaria. Sus héroes fueron
pistoleros ferozmente individualistas que son
celebrados en los así llamados spaghetti westerns de
Sergio Leone como “El Bueno, el Malo y el Feo”.
Otro más que emergió a comienzos del siglo XX fue
el “sueño americano” del inmigrante empobrecido, el
mito de que las calles americanas están
“pavimentadas con oro”, en pocas palabras, un sueño
de posibilidades materiales ilimitadas para el
mejoramiento y la idea de que “todo es posible” en
Estados Unidos.
He presentado estas visiones cuasi utópicas, que
son singularmente nacionales cuando descubre la
variedad de “sueños” en los países europeos, para
enfatizar que de un modo u otro el proyecto
revolucionario debe establecer contacto con estos
anhelos populares y encontrar maneras para
reformularlos en ideales contemporáneos de libertad.
El anarquismo no es la obra de un genio que pasó
gran parte de su vida en el Museo de Londres y
entregó una “ciencia” socialista al mundo de su
época. O es un producto social –sofisticado, sin duda,
por teóricos capaces, pero que emerge de las
aspiraciones más profundas, generosas y libertarias
de un pueblo– o es nada. Este fue el caso del
anarquismo español entre la década de 1880 y los
últimos años de la década de 1930, o el anarquismo
italiano y ruso antes del ascenso de Mussolini y
Stalin, cuando los escritos de Bakunin, Kropotkin y
Malatesta le dieron una expresión teórica a
aspiraciones profundamente sentidas por los
oprimidos. En todos los lugares en los que el
anarquismo echó raíces, lo hizo porque llegó a ser
literalmente una voz de libertad para un pueblo
anhelante y porque habló su lengua, a saber, sus
ideales más queridos, sus esperanzas más
apasionadas, y todo esto con el vocabulario de sus
lenguas específicas. Es este atributo profundamente
popular, su arraigo en la vida social de un pueblo y
sus comunidades, lo que ha hecho que las ideas
anarquistas sean profundamente ecológicas en su
naturaleza y que los teóricos anarquistas sean los
auténticos iniciadores radicales de las ideas
ecológicas en nuestra época.
Hacia una naturaleza libre
El anarquismo y la ecología social –es decir, el
ecoanarquismo– deben contar con el hecho de que las
personas normales tienen una capacidad no explotada
de razonar que no difiere de la de los individuos más
brillantes de la humanidad. El ecoanarquismo debe
trabajar con la suposición de que la humanidad en su
conjunto es especialmente única. Ocupa un lugar
único en la evolución, que, por cierto, no justifica la
idea de que deba, mucho menos de que pueda,
“dominar” la naturaleza. Lo que hace únicos a los
seres humanos en contraste con todas las formas de
vida no humanas es que tienen las extraordinarias
facultades del pensamiento conceptual, la
comunicación verbal estructurada a partir de una
gama formidable de conceptos y amplias capacidades
para alterar el mundo natural de formas que podrían
ser tremendamente destructivas o magníficamente
creativas.
¿Podemos desechar estas facultades notables como
meros accidentes o incidentes en la evolución de la
vida, en efecto de la naturaleza en su conjunto? No
hay modo de refutar ni de demostrar el famoso
lamento de Bertrand Russell de que la conciencia
humana es el producto meramente accidental de
circunstancias impredecibles, una breve chispa de luz
en un cosmos oscuro, insignificante y sin vida, que
emergió de la nada de la realidad y debe
eventualmente desaparecer en ella sin dejar huella.
Quizá sea así, aunque todo enfoque filosófico que
plantee la cuestión del “sentido” de la humanidad
debe derivarse de presuposiciones incomprobables.
En el siglo XIX, la física hizo la importantísima
presuposición de que el movimiento es un “atributo”
de la materia y procedió a erigir un cuerpo altamente
sofisticado de ideas defendibles a partir de esta
noción incomprobable. Es posible que la capacidad
de estas presuposiciones para clarificar la realidad
haya sido la mejor “prueba” que la física necesitaba
para validar el rol de las presuposiciones como tales.
La ecología moderna, específicamente la ecología
social, también necesita presuposiciones si ha de
convertirse en una perspectiva coherente que intente
explicar el lugar de la humanidad en el mundo
natural. Ha emergido una serie de teorías ecológicas
frívolas que esencialmente niegan a la humanidad
algún lugar único en la naturaleza, por ejemplo, uno
que sea distinto del “valor intrínseco” de un caracol.
Esta visión, como he observado, tiene un nombre:
“biocentricidad”, y presenta la idea de que los seres
humanos no son ni más ni menos “valiosos” que los
caracoles en el mundo natural (de allí el mito de una
“democracia biocéntrica”). En el esquema natural de
las cosas el ser humano y el caracol son meramente
“diferentes”. Que sean “diferentes” es en realidad un
hecho trivial, que no nos dice nada acerca del modo
en que son diferentes y la significación de esa
diferencia en el mundo natural.
Nos enfrentamos así con una importante pregunta.
¿Cuál es el lugar de la humanidad en la naturaleza?
Mirando intuitivamente la evolución del universo,
podemos ver –de un modo que ningún otro animal
puede hacerlo– una tendencia general de la sustancia
activa, turbulenta, a desarrollarse desde lo simple a
lo complejo, de lo relativamente homogéneo a lo
relativamente heterogéneo, de lo simple a lo variado
y diferenciado. El atributo más impactante de la
sustancia –un término que creo que necesitamos para
destacar la noción dinámica y creativa de una
“materia” estática, aparentemente “muerta”– es un
proceso de desarrollo. Con desarrollo no quiero
decir un mero cambio de lugar o ubicación; me
refiero, más bien, a un despliegue de las
potencialidades latentes de un fenómeno, la
actualización de la posibilidad y la forma no
desarrollada en la plenitud del ser. En el nivel más
primitivo de la sustancia hay un despliegue germinal
a lo largo de diversos grados de desarrollo en los que
cada todo es una potencialidad para un todo más
diferenciado, el despliegue de una tendencia hacia
una subjetividad y una flexibilidad cada vez mayores.
No estoy hablando de una teleología preordinada o un
fin predeterminado que marca la compleción de un
desarrollo inexorable. En realidad lo que estoy
tratando de explorar es un afán o esfuerzo inherente y
una tendencia hacia mayor diferenciación,
complejidad, creciente subjetividad (que no es algo
intelectual hasta que la encontramos en los seres
humanos) y flexibilidad física.
Estas son presuposiciones, y son básicas. Pero
aparentemente, en cierto punto, la tendencia del
desarrollo inorgánico hacia la complejidad sí alcanza
un umbral visible y claro en el que emerge la vida. La
línea divisoria entre los dos dominios consiste en un
fenómeno llamado metabolismo, en el que las
proteínas, compuestas de aminoácidos, desarrollan la
propiedad de la autoconservación activa y, con ella,
un vago sentido de autoidentidad. Las rocas y el agua
que las erosiona son pasivas. El agua simplemente
erosiona y disuelve el mineral en rocas.
Por contraste, una simple ameba ya es
intensamente activa. Está literalmente ocupada en ser
ella misma al mantener un equilibrio dinámico entre
el proceso de construcción y descomposición que
determina su existencia. No es simplemente pasiva en
la relación con su ambiente: es un yo incipiente, un
ser identificable, que se involucra en preservar
inmanentemente su identidad. En efecto, exhibe un
tenue sentido de autodirección, el germen de lo que
eventualmente aparece como propósito, voluntad e
intencionalidad cuando examinamos formas de vida
desarrolladas de un modo más complejo y subjetivo
en periodos posteriores de la evolución.
La posterior diferenciación de organismos
unicelulares como la ameba en organismos
multicelulares como la esponja, y eventualmente otros
altamente complejos como los mamíferos, da paso a
una especialización cada vez mayor de órganos y
sistemas de órganos. Se llega a un punto en este
proceso en el que comenzamos a observar claramente
la emergencia de redes nerviosas, sistemas nerviosos
autonómicos, cerebros estratificados y finalmente,
seres autoconscientes a lo largo de un extenso
proceso evolutivo.
Esto simplemente es evidencia de una tendencia en
la naturaleza misma que se remonta a la
interactividad de los átomos para formar moléculas
complejas, aminoácidos y proteínas. La vida adquiere
mayor flexibilidad con la sangre caliente, un
desarrollo que permite que formas de vida
específicas sean más adaptables a diferentes climas.
Las especies interactúan unas con otras y con su
ambiente, además, para producir ecosistemas cada
vez más diversificados, muchos de los cuales abren
nuevos caminos para el desarrollo evolutivo y una
mayor subjetividad que conduce a elecciones
elementales en la persecución, e incluso el
desarrollo, de nuevas sendas evolutivas. La vida, en
estos niveles de complejidad, comienza a jugar un rol
cada vez más activo en su propia evolución. Ya no es
el objeto meramente pasivo de la “selección natural”;
participa en su evolución de modo que estamos
obligados a cambiar la terminología que conservamos
desde los días de Darwin y hablar de “evolución
participativa”.
Si examinamos el despliegue evolutivo de este
proceso acumulativo –en el que las formas de vida
reabsorben desarrollos anteriores a su propio
desarrollo, ya sean redes nerviosas primarias que
cubren la piel, ganglios nerviosos que conforman
nuestra médula espinal, cerebros “reptiles” y otros
similares– podemos hacer algo más que hipótesis
sobre el hecho de que la naturaleza exhibe una
tendencia hacia su propia evolución autodirigida, un
movimiento hacia un desarrollo más consciente en el
que la elección, aunque sea tenue, revela que la
evolución biótica contiene un potencial para la
libertad. Hablar de la naturaleza simplemente como
un “reino de necesidad” es pasar por alto su
fecundidad, su tendencia hacia la diversidad, su
matriz como desarrollo de subjetividad,
autoidentidad, elección rudimentaria e
intencionalidad consciente, en resumen, se trata más
bien de un reino de libertad potencial en el que la
vida, al menos, emerge de su larga evolución como la
base de una identidad y una autodirección genuinas.
Es en la especie humana que encontramos este
desarrollo plenamente actualizado, al menos dentro
de los límites creados por la vida social y la
aplicación de la razón al manejo de los asuntos
humanos. La humanidad, en efecto, llega a ser la voz
potencial de una naturaleza devenida autoconsciente y
autoformativa.
Así, podemos hablar de la naturaleza prehumana
como una “primera naturaleza” en el sentido de que la
identidad, la conciencia y las bases para la libertad
todavía son demasiado tenues y rudimentarias para
ser consideradas como plenamente autodirectivas.
Podemos incluso encontrar muchas aproximaciones a
la autoconciencia, principalmente en el mundo
primate. Pero no es hasta que alcanzamos la
humanidad que esta potencialidad adquiere una nueva
“segunda naturaleza” o naturaleza social que se presta
a una plena realización: un producto evolutivo que
tiene la plenitud de la mente, de las habilidades
comunicativas extraordinarias, de la asociación
consciente y la habilidad para alterarse
deliberadamente a sí misma y al mundo natural.
Negar estos extraordinarios atributos humanos que se
manifiestan en la vida real, sumergirlos en ideas de
una “democracia biocéntrica” que considera que los
seres humanos y los caracoles son “iguales” en
términos de su “valor intrínseco” (lo que sea que
signifique esta frase) es simplemente frívolo.
Aún más –y de un modo muy significativo–, este
enfoque “biocéntrico” diluye los rasgos más
característicos de la humanidad: su capacidad para la
actividad con propósitos. Niega la facultad humana
para cambiar el mundo y, en gran parte, para
cambiarse a sí misma. En vez de esto, desarmada por
un anestésico evangelio de pasividad y receptividad,
la corriente de este modo “biocéntrico” de
pensamiento es mayormente adaptativa y básicamente
no crítica. Uno oye este tipo de doctrinas quietistas
del Taoísmo y de filosofías occidentales del “Ser”
que van desde las visiones estáticas de Parménides
hasta Martín Heidegger, cuya perspectiva, en mi
opinión, puede hacerse coincidir fácilmente con las
ideas del Nacional Socialismo, un movimiento al que
perteneció por más de una década.
Los grandes preceptos de los primeros radicales
(Robert Owen, Charles Fourier, Mijaíl Bakunin y
Karl Marx, entre muchos otros) pusieron un énfasis
crucial en la creencia de que la humanidad debe ser
un agente activo en el mundo. Estos preceptos se
ubican en el núcleo del proyecto revolucionario y los
ideales de libertad. Han emergido varias escuelas de
ecología que predican la necesidad de una relación
pasiva entre la humanidad y la naturaleza, de una
obediencia abyecta de los seres humanos a las “leyes
de la naturaleza”, que presumiblemente producen
hambrunas que son “controles de población”, y esto
podría significarle a la ecología una peor reputación
de la que tiene la economía. Si la economía alguna
vez adquirió una reputación como “ciencia
deprimente”, es posible que la ecología, en sus
formas más reaccionarias, pueda llegar a merecer el
mote de “ciencia cruel”.
La humanidad, como ya he señalado, todavía es
menos que humana. Dada la sociedad actual,
competitiva, dividida e insensible, todavía le queda
un largo camino para realizar su potencial de razón,
cuidado y simpatía. Pero dicha potencialidad se
expresa de incontables formas que no tienen
equivalente en otras formas de vida y su actualización
depende de cambios sociales básicos que todavía han
de llevarse a cabo. El más atroz de los crímenes
cometidos por ciertos ecologistas al enfrentarse a
estos imperativos sociales es la levedad con la que
han hecho desaparecer del discurso mismo de sus
inquietudes la condición social humana. Este trato de
las personas meramente como una “especie” pone a
todos los seres humanos en complicidad con su
propia degradación por parte de las élites, las clases
y el Estado, no solo con la degradación de la
naturaleza por parte de una sociedad que vive regida
por la consigna de “crecer o morir”.
Desde el punto de vista de lo que la humanidad
puede ser, tenemos suficientes razones para hablar de
una relación entre humano y humano y entre
humanidad y naturaleza que trascienda la prístina
“primera naturaleza” desde la que emerge una
“segunda naturaleza” social y que abra el camino a
una “naturaleza libre” radicalmente nueva en la que
una humanidad emancipada llegará a ser la voz y la
expresión de una evolución natural devenida
autoconsciente, cuidadosa y empática con el dolor, el
sufrimiento y los aspectos incoherentes de una
evolución dejada a su azaroso despliegue, a menudo
desvariante. La naturaleza, a partir de la intervención
humana racional, adquirirá entonces intencionalidad,
el poder de desarrollar formas de vida más
complejas y la capacidad para diferenciarse.
Encontramos en este punto las profundísimas
preguntas sobre el desarrollo de una ética ecológica.
La intervención humana en el mundo natural no es una
insana aberración evolutiva. Los seres humanos no
pueden estar más separados de la naturaleza y su
propia animalidad de lo que los roedores pueden
vivir separados de sus pieles. Lo que hace del animal
humano un producto de la evolución natural no son
solo sus rasgos primates; es también la medida en la
que la humanidad actualiza un esfuerzo
profundamente arraigado de la evolución hacia la
autoconsciencia y la libertad. Aquí encontramos el
fundamento de una ética verdaderamente objetiva,
concebida en términos de una filosofía de la
potencialidad y la actualidad, y no de una relación
mecánica de causa y efecto o a partir del
agnosticismo causal de Hume y sus seguidores
positivistas contemporáneos.
La realidad siempre es formativa. No es un mero
“aquí” y “ahora” que no exista más allá de lo que
podemos percibir con nuestros ojos y narices.
Concebida como formativa, la realidad es siempre un
proceso de actualización de potencialidades. Es tan
“real” u “objetiva” en términos de lo que puede ser
como lo es en cualquier momento dado.
La humanidad, concebida a partir de esta noción
dialéctica de causalidad, es más de lo que es
actualmente; es también lo que puede ser –y quizá lo
que será mañana o en las generaciones que vienen–.
En cuanto encontramos una tendencia, incluso una
potencialidad, que pueda producir libertad y
autoconciencia, la libertad y la autoconciencia no son
menos reales (o en los términos más precisos de
Hegel, “actuales”) en la sociedad de lo que lo son
como potencialidades en la naturaleza.
Lo que hace del animal humano un producto de la
naturaleza no es solo la voz que le da a la naturaleza,
sino también el hecho de que puede intervenir en la
naturaleza precisamente en cuanto producto de la
evolución natural que, en efecto, ha sido configurado
a lo largo de eones de desarrollo orgánico
precisamente para hacer eso, en la medida en que
tiene un lugar en el mundo natural. Lo que hay de
distorsionado en la condición humana no es que las
personas intervengan activamente en la naturaleza y la
alteren, sino que lo hacen activamente para destruirla,
justamente porque es el desarrollo social de la
humanidad lo que ha sido distorsionado. Reaccionar
irreflexivamente ante este apremiante hecho,
demandando que los seres humanos “minimicen” su
intervención en la naturaleza o quizá incluso que la
detengan completamente, como han hecho en nuestros
días muchos ecologistas, es tan ingenuo como el niño
que patea furiosamente la silla con la que se ha
tropezado.
El mensaje de la ecología social es un llamado no
solo a una sociedad libre de jerarquía y
sensibilidades jerárquicas, sino también a una ética
que ponga a la humanidad en el mundo natural como
un agente que logre que la evolución –social y
natural– se vuelva plenamente autoconsciente, un
agente con la mayor libertad en lo que respecta a su
habilidad para hacer que la evolución sea lo más
racional posible en su cumplimiento de las
necesidades humanas y no humanas. No estoy
defendiendo una visión que apruebe una “ingeniería
natural”. El mundo natural, como he subrayado
reiteradamente en escritos anteriores, es demasiado
complejo para ser “controlado” por el ingenio
humano, la ciencia y la tecnología. Mis propias
inclinaciones anarquistas han fomentado en mi
pensamiento un amor por la espontaneidad, tanto en la
conducta humana como en el desarrollo natural. La
imaginación tiene un lugar primordial junto a lo
racional; lo intuitivo, lo estético y un sentido del
asombro por lo maravilloso forman parte del espíritu
humano tanto como lo intelectual. No podemos
negarle a la evolución su propia espontaneidad y
fecundidad más de lo que podemos negárselas a la
evolución social.
Pero tampoco podemos rechazar el lugar de la
racionalidad en la vida y el grado en que es producto
tanto del desarrollo natural como del desarrollo
humano. Nos hallamos en una encrucijada de sendas
en conflicto: o nos sometemos a un irracionalismo
irreflexivo que mistifica la evolución social con
mitos, deidades y un crudo particularismo en nombre
del género o élites ocultas –uno que deja sin rumbo a
la evolución social, con sombríos resultados para la
vida humana y no humana– o recuperamos el
activismo, tan denigrado hoy en día, y transformamos
el mundo en un dominio cada vez más amplio de
libertad y racionalidad. Esto implica una nueva forma
de racionalidad, una nueva tecnología, una nueva
ciencia, una nueva sensibilidad y un nuevo yo; y,
sobre todo, una sociedad verdaderamente libertaria.
[1]Véase mi libro de próxima aparición, La Ética del Mal
(Montreal, 1990).
[2]Jean Jacques Rousseau, The Social Contract (Nueva
York: Modern Library, 1950), p. 94.
[3]No puedo evitar una observación acerca de la
ignorancia masiva que existe en los movimientos
ecológicos americanos y europeos con respecto a la
extensa genealogía de estos ideales. El anarquismo,
cuyas ideas de control obrero y descentralización, por
no mencionar la idea de la huelga general, han sido
saqueadas repetida y escandalosamente por los
“neomarxistas” –nociones que Marx y Engels
denigraron explícitamente– es moneda común en los
movimientos “marxistas” sedicentes. Lo mismo ocurre
con respecto a Fourier, Owen y particularmente con las
ideas de Kropotkin, por no mencionar las ideas
promovidas por los anarquistas a comienzos de los
sesenta. Y ni una sola palabra de reconocimiento puede
hallarse en los payasos mal informados que, refugiados
sobre todo en la academia, han reciclado tantas ideas
ecoanarquistas en nombre de la “ecología profunda” y
el “ecofeminismo”. Aparentemente, nada existe en el
pensamiento americano y europeo hasta que ha sido
registrado debidamente en una publicación académica
en la forma de un “paper” y, por cierto, por un profesor
o un aspirante a profesor.
[4]El autor presentó estas ideas hace décadas en el ensayo
“Hacia una tecnología liberadora” y desde entonces se
han filtrado al movimiento ecológico. Con
reconocimiento o sin él, estas ideas han llegado a
formar parte de nuestra sabiduría convencional
contemporánea de una forma más tecnocrática que
ecológica y ética.
Bibliografía en castellano de Murray
Bookchin

“Hacia una tecnología liberadora” (1965, publicado bajo el


seudónimo Lewis Herber), en Hacia una tecnología
liberadora. Barcelona: Ediciones Síntesis, 1981, pp. 7-
65.
El anarquismo en la sociedad de consumo (1971).
Barcelona: Kairós, 1974.
Los límites de la ciudad (1974). Madrid: H. Blume
Ediciones, 1978.
Los anarquistas españoles (1977). Barcelona: Editorial
Grijalbo, 1981.
Por una sociedad ecológica (1980). Barcelona: Editorial
Gustavo Gili, 1984.
La Ecología de la Libertad. La emergencia y la
disolución de las jerarquías (1982). Madrid: Nossa y
Jara Editores, 1999.
Historia, Civilización y Progreso. Esbozo para una
crítica del relativismo moderno (1994). Madrid: Nossa y
Jara Editores, 1997.

Potrebbero piacerti anche