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ADN

Aún tiemblan mis manos al sostener esta edición. Qué puede tener de temible un libro
como este; con su lomo desgarbado, sus hojas amarillentas y una tapa apenas discernible. Una
edición vieja que me acompaña desde mi juventud. Integra a excepción de su contratapa. Qué
secreto oculta un libro en cuyas páginas ni una sola pista puede hallarse; ni el atisbo más leve
que permita desentrañar los escalofríos que me produce. Es de este modo que estoy seguro de
la mirada ajena. Pero no escapo de la mía. Perdí años huyendo de la ponzoña que yo mismo
administraba, zahiriendo mis adentros con fementidas acciones. Planeo en estas pocas
palabras abrazar la honestidad, dilatada in extremis, y confesarme.
Mi infancia estuvo cautivada por los libros. Libros que yo no tocaba, sino que mi
abuela leía. Repantigado en el suelo o en una cama, yo la oía hasta que ella, cansada, dejaba el
libro en su estante. Una vez dormida, yo me acercaba a la estantería y veía los libros que la
adornaban. Eran pocos, luego lo supe, pero era increíble verlos allí. Pasaba la vista por los
anaqueles fantaseando con tomar uno entre mis manos, con poseerlo, y afirmar que era mío y
sus historias le pertenecían sólo a mi voz. Por fin, una tarde, decidí acabar con la fantasía. Mi
abuela leía. Esta vez poca atención puse a sus palabras. Antes de lo acostumbrado cerró el
libro y lo dejó en el estante. “Por qué tan pronto…” pensé “…debe saber mis intenciones.”.
Pero no, se acostó a dormir como siempre y me dejó vía libre. Ayudado con una silla alcancé
el punto más alto y tomé un libro. Qué feliz estuve la corta tarde junto a ese libro, el primero
que mis ojos relamían y mis dedos indagaban. Duró poco, la noche llegó y mi madre tuvo que
explicarme porqué la abuela ya no despertaría. Apurado devolví el libro a su lugar, y corrí
hasta el baño donde frenéticamente lavé mis manos.
Mi primer acercamiento a los libros fue lapidario, literalmente. Sin embargo, no
impidió que prosiguiera un camino de lecturas. Y cuando cumplí catorce años logré hacerme
miembro de la biblioteca del barrio. Por aquel entonces vivía cerca de Bernal. La biblioteca
predilecta era La Moreno, Quilmes no ofrecía nada mejor. Así que La Moreno. Junto a mi
madre, aquél día que estrenaba catorce años, tramitamos la tarjeta que me permitiría el retiro
de libros, asentando números, fechas, documentos. Ese mismo día un primer libro vendría
conmigo.
A éste le siguieron muchos más. Vuelto un hábito, cada primero de mes devolvía el
libro retirado y elegía otro para que me acompañara a casa. Jamás intenté leerlos en la sala de
lectura. El libro es asunto privado, no es ninguna actividad pública. Cada palabra, cada
párrafo, cada capítulo deben horadar en la mente del lector, visitándola como recorriendo un
nuevo hogar, abriendo puertas y cerrando otras, tocando paredes y observando ventanas, para
luego regresar inexcusablemente a su estante, a su lugar exacto de descanso, al espacio
universal exacto que se le ha asignado. Fue así que cada primero de mes, al cabo de una
sesuda lectura, el libro retornaba a su ámbito designado en la biblioteca. Muchos fueron los
que leí por aquellos años.
La desdicha sobrevino durante mis años en la carrera de abogacía. Continuaba viviendo
en Bernal, no ya con mis padres. Entonces, una visita de mamá me hizo saber que papá estaba
enfermo. Llevaba varias semanas postrado en la cama desconociendo la causa. Fui a visitarlo
en seguida. Comía poco y así no había perdido el ánimo. Recordaba muchas anécdotas y fui
víctima de sus remembranzas por más de tres horas. Le conté cómo me iba en la facultad y le
dije que seguía leyendo. “del uno al uno del otro mes, serás meticuloso, vos.” dijo riéndose. Y

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sí, así tenía que ser, sin falta, sin intromisión. Nos despedimos, él deseándome suerte, yo
deseándole compostura. Una tarde cuando viajaba para la facultad de Derecho el celular me
suena y atiendo a mamá. Papá había muerto. Pasé una noche sin palabras acompañándola a
ella. Todo terminó rápido, se lo llevaron al crematorio a primera mañana. Pasaron días en los
que atontado, sintiendo una injusticia flagrante, mi cabeza le daba vueltas al asunto.
De vuelta en mi casa descubrí lo que era imposible. Los que me condenaría hasta el día
de hoy que escribo estas líneas. Entre mis cosas que de imprevisto había abandonado para
asistir a mi madre, encontré un libro. Ese libro tenía en su contratapa el sello azul gastado de
La Moreno. Desesperado consulté, lo que mi mente abotargada sabía muy bien, el día. El día
era 3 de julio del 2013. Es decir, dos días habían pasado y el libro continuaba en mi
propiedad, continuaba fuera del lugar que le pertenecía por antonomasia. Dos días que
irrumpían como dardos venenosos en una piel desnuda; como dos líneas que arruinan una
tangente. Aún el libro no había sido devuelto. La grima fue profunda.
Pasaron dos semanas sin que supiera que hacer. Aterrado sólo me dispuse a la inacción.
Y cuando se abalanzaba el día 1 de Agosto, pensé que quizá no todo estaba perdido. Quizá
podría remediarlo. Aquel primero de mes me conduje hasta La Moreno. Llevaba conmigo el
libro. Subiendo las escaleras del edificio, aminoré el paso. Asomado desde el entrepiso divisé
la biblioteca. Vi al bibliotecario trabajar frente a su computadora. Procediendo lentamente
subí el último trecho. “Buen Día. ¿Saca un nuevo libro hoy?” dijo al verme. Un frío recorrió
mi espalda, el cuerpo se entumeció. Bastaba observar los ojos del bibliotecario, él lo sabía
todo, había apercibido la falta y ahora ataviaba sus palabras con deferencia. Yo no quería estar
allí, supe desde mi llegada que todo estaba perdido, que nada era remisible, que ya todo había
sido alterado insolublemente. Disparado como atrapado en un rayo huí de la biblioteca.
Los años pasaron y mi lucha por vencer la verdad se enfangaba más y más. Primero,
jamás volví a visitar La Moreno. Poco tardé en mudarme, lejos a la dirección desde donde
firmo este escrito. Mi madre vela por mi identidad; nos visitamos los primeros meses, pero
ahora ya es una ilusión verla. No han faltado las ocasiones en las que intenté esconder o
destruir el libro. Mas siempre sortilegios que desconozco frenan mis conatos o remedian mis
acciones; salvando las hojas del fuego, desenterrándolo de los huecos profundos que cavo.
Sólo pude arrancar la contratapa eliminando la prueba de su procedencia. Pero ya no importa.
Por este medio confieso mi pecado como mi omisión. Acepto el ludibrio que acarree.
Esperaré aquí sentado la llegada de la policía y no opondré resistencia alguna.
Juan Cruz Feijóo

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