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La diferencia filosófica básica entre ellos radica en la defensa que hace Kant de la
racionalidad, que contrasta con el ataque a fondo que le administra Nietzsche en
tanto ve en ella aquello que aplasta y desnaturaliza la verdadera fuerza que anima
al hombre: los instintos o, hacia el final de su obra, la Voluntad de poder. De
cualquier modo, tienen ambos un punto en común: la lucha entre razón e instinto,
que desplaza a la medieval tensión entre razón y fe.
Para Kant, la razón es (y debe ser) capaz de determinar a la voluntad y llama
voluntad santa a aquella que invariablemente se determina racionalmente
escapando al influjo de los sentidos. Pero la razón es una facultad de dudoso valor
pues tiende por naturaleza a ir más allá de lo que "razonablemente" le compete.
Los sistemas filosóficos racionalistas son una muestra de ello. Para el
racionalismo todo lo real es racional y todo lo racional es real; con esto, basta
pensar para conocer con certeza. El conocimiento se reduce al análisis conceptual
y la percepción es considerada una intelección oscura y contusa. Por esto, es
urgente que la razón se autoexamine a fin de evitar estos excesos del
racionalismo. Esa es la tarea que Kant emprende en su Crítica de la Razón Pura
cuyo resultado es un cisma ontológico: La razón (ratio, stricto sensu, el
entendimiento) conoce en tanto se aplica al material dado en la sensibilidad y
meramente piensa en objetos metaempíricos e incondicionados de los que carece
de material sensible. La distinción pensar/conocer es central en la "Crítica" pues
permite visualizar la anfractuosidad por donde es posible separar la ciencia (que
conoce) de lo que Kant llama metafísica dogmática, que cree conocer lo que
simplemente piensa, puesto que la razón cae en un estado de exceso que Kant
llama ilusión trascendental. La razón, ya convenientemente expurgada de
ilusiones metafísicas indebidas, deja de ser dudosa y puede recuperar y encarrilar
sus aspiraciones por lo incondicionado por la vía de la filosofía práctica. Kant
estaría de acuerdo en defender al hombre como un animal racional. En esta
definición, la racionalidad es la differentia specifica, lo que lo distingue de las otras
especies animales. Sólo que la racionalidad no es un don ya realizado, ya dado a
priori, sino, más bien, una capacidad de realizar (potencialidad). La razón se
despliega y actualiza en el tiempo y este desenvolvimiento de sus potencialidades
constituye la trama profunda de la historia de la humanidad. Si la racionalidad
fuera un simple repertorio de ideas innatas siempre las mismas para cada ser, no
habría propiamente historia alguna. El progreso de la historia se basa en la
perfectibilidad humana y es la tarea que el hombre como especie tiene planteada.
La perfectibilidad humana, su no acabamiento, es lo que permite entender al
género humano como algo más que un género lógico, esto es, como un
compuesto de individuos considerados como unidades discretas. La humanidad
no es un concepto, es una Idea, una totalidad de continuum a la que pertenece
toda la serie de las generaciones, aún las futuras. En tanto Idea, la humanidad se
proyecta hacia lo infinito e indeterminado y deja de ser una abstracción genérica
en la que se desvanecen los individuos.
Estos preceden al concepto, que es una abstracción a partir de individuos
concretos, mientras que, por el contrario, la Idea precede a los individuos, que
reciben de ella su sentido. Kant se halla en un momento crucial de la historia
occidental: la Ilustración. ¿Qué es la Ilustración? es el nombre de un artículo que
Kant escribe en 1784 como respuesta a una encuesta realizada por una revista
filosófica de la época. Y es contundente: la Ilustración es la salida del hombre de
la minoría de edad. Esta minoría de edad es la carencia de convicción y
disposición en utilizar el propio entendimiento sin la tutela o dirección de otro. El
hombre mismo es culpable de este tutelaje pues no es achacable a una
imperfección del entendimiento sino a su propia vacilación. La divisa de la
Ilustración será Sapere aude! Pocos son los que, venciendo la molicie o la
cobardía, logran espantarse los fantasmas de la minoridad. El grueso del género
humano termina por aficionarse hasta convertirlos en parte de su naturaleza (cf. el
mito platónico de la caverna). Sin embargo, sí hay libertad, libertad política, es
decir; la vigencia del estado de derecho es “casi inevitable” que el público se
ilustre, aunque sea lentamente. Esta paulatina Ilustración no se alcanza por
revoluciones porque éstas generan, según Kant, nuevos prejuicios que anquilosan
el entendimiento “de la mayoría multitudinaria” de modo semejante al que lo
hacían los arcaicos.
Así, por ejemplo, Nietzsche examina la distinción kantiana entre fenómeno y cosa
en sí, viendo en ella la expresión de una vitalidad decadente que ya no se
encuentra a gusto en lo sensible y se fabrica un refugio en un mundo más allá de
los fenómenos. Todo el pasado filosófico es evaluado y ponderado de esta
manera. Sus producciones tienen para él el valor de síntomas que trasuntan
tendencias vitales declinantes o ascendentes.
El tema del fundamento de la verdad o del fundamento a secas lo trata Nietzsche
en la primera parte de Zaratustra. Allí se habla de la muerte de Dios. Zaratustra
baja de la montaña al valle luego de diez años de meditación y tropieza con un
eremita que vive ascética y santamente dedicado al diálogo con Dios. Pero tal
diálogo es imposible porque Dios ha muerto. Esta es la "buena nueva" que
Zaratustra lleva a los hombres y ese es el centro de la enseñanza. Zaratustra
anuncia el Superhombre pero esta anunciación es, como todo el resto de su
prédica, tributaria de la noticia sorprendente y colosal de la muerte de Dios. Toda
idealidad desaparece con Dios, toda trascendencia supuestamente objetiva se
pierde con Él, y con ellas, toda moral normativa, al menos en los términos en los
que ha sido concebida, en expresión última como obligación ante Dios. A partir de
esto, quedan al hombre dos posibilidades: la superación ligada a la fuerza
creadora en el Superhombre o el decrecimiento del último hombre, figura en la que
Nietzsche representa al “buen burgués” y al que compara con insectos que gozan
de su pequeña seguridad y alcanzan su ansiada felicidad. El último hombre
expresa la traición al ideal del Superhombre y el conformismo del rebaño, que,
como decía Anouilh ("Medea") sólo quiere "roer su pedazo de pan al sol". El
hombre es en su esencia superación creadora. "Lo que debemos amar en el
hombre es que consiste en un tránsito (Ubergang) y un ocaso (Untergang)". El
hombre debe hundirse en su ocaso para pasar a ser otra cosa, para devenir
Superhombre. Desde la óptica nietzscheana, la perfectibilidad humana planteada
por Kant sería un incesante empequeñecimiento del hombre porque aspira a una
superación tan radical que comporte la desaparición misma del hombre.
El hombre ilustrado kantiano es satirizado en la figura del camello (discurso "De
las tres transformaciones"), que encarna al hombre que se halla bajo el peso de la
trascendencia.
Queda una tercera posibilidad, de la cual daremos sólo algunas indicaciones: que
el Dios muerto funcione como fundamento. Esto fue lateralmente tratado por
Freud. En Tótem y tabú presenta lo que se ha denominado el “mito fundamental
del psicoanálisis”, que versa sobre el fratricidio dentro de la horda primitiva y de la
constitución de la organización social de las fratrias a la sombra del recuerdo a la
vez culpógeno y afectuoso del padre muerto. La transición de la horda a la fratria
es posible en tanto aparece un lugar vacío e incolmable, una virtualidad que
precisamente es wirklich por ser tal. Ocupar el lugar del padre muerto pasa a ser
el crimen o pecado prototípico. De todas formas, el tema del fundamento en
psicoanálisis va en múltiples direcciones que no se agotan en Tótem y tabú. La
fratria freudiana tiene clara relación con la Offentlichkeit kantiana puesto que
ambas funcionan como fundamento de la estratificación social y de la verdad tanto
moral como científica.
De todas estas "máscaras", la que mejor define su "tarea" es la del filósofo que, a
martillazos, emprende la crítica radical de la tradición metafísica. Su tarea: echar
por tierra razones últimas, saberes fundamentadores, destruir certezas, dogmas,
derribar valores, imperativos.
Puesto que "es preciso que se determinen de nuevo el peso de todas las cosas"
(Nietzsche, 1984: afor. 269.) , la tarea consistirá en desenmascarar la más grande
de las ilusiones : la verdad, ya que ella es el peor atentado contra la vida.
Los filósofos, señala Nietzsche en Más allá del Bien y del Mal, siempre estuvieron
muy lejos de la valentía de confesarse qué es en términos fácticos “la verdad”,
ellos que se habían jurado dudar de todas las cosas. “La verdad” los ha seducido
sin dejarse cortejar; ellos han insistido con medios inhábiles y torpes para
conquistar los favores de esta “mujer”, pero como los filósofos entienden poco de
mujeres, sólo han sabido levantar un gigantesco castillo de errores. Nietzsche se
presenta como el heredero de la gran tarea de demolición, de
desenmascaramiento, como aquél que comete la osadía de “plantarse” delante de
la verdad para demandarla e interrogarla.
Siguiendo esta veta, Nietzsche bifurca el abordaje de “la verdad” por dos rutas:
(1) mediante una crítica al lenguaje representacionalista y (2) mediante una crítica
tenaz a la noción de “mundo verdadero”. Esto le dará pie a cuestionar la veritas
desde sus elementos constitutivos, a tal punto que logrará disolver la problemática
misma de la verdad, rehabilitando la noción de “apariencia”.
Pero los conceptos no son ni universales ni necesarios, ellos se han formado, para
Nietzsche, dejando de lado lo individual, lo real, olvidando las metáforas
originarias; el concepto es sólo un acontecimiento, un evento, una contingencia,
no es originario sino derivado de una metáfora, es una metáfora olvidada, nace
como olvido; el concepto es ficción, engaño, ilusión por haber nacido como olvido
pero también porque tiene a la base una potencia artística: la metáfora.
Pero para crear, para inventar este mundo el hombre debió inventar primero la
veracidad, él mismo debió concebirse como un ser sencillo, transparente, sin
contradicciones para luego, a la manera de un dios, crear a su imagen "el mundo
del ser". Junto al "mundo verdadero" el hombre creó el "mundo aparente"; se vio
en la obligación, entonces, de falsear no sólo al mundo sino a sí mismo. Este
camino lo condujo al ámbito de la mentira, del error, del engaño, de la falsificación:
transportó erróneamente las categorías de la razón a la realidad, olvidando que
sólo se trataba de ficciones que habían servido para hacer soportable el mundo,
de artículos de fe. Las ficciones pasaron a constituir las verdades más profundas,
hasta que se llegó al convencimiento de la necesariedad misma de la verdad,
surgió el instinto de verdad.
Pero Nietzsche se pregunta por qué la búsqueda de la verdad "a toda costa" si ella
se opone a la vida; hay un divorcio entre la vida, contradictoria, cambiante y la
voluntad de verdad, con su búsqueda incansable de lo imperecedero, lo estable, lo
uno. Nietzsche opone de tal manera vida y verdad que define a esta última como
el peor atentado contra la vida; el afán de verdad es, para el filósofo del devenir,
un acto de quijotismo, sin dejar de ser un principio destructor de la vida, contrario a
ella, un afán de muerte que acaba con la voluntad de vivir. El hombre verídico
será, para Nietzsche, aquél que desconfía del devenir; lo definirá como "una
especie improductiva y doliente, una especie fatigada de la vida" (Nietzsche, 1981:
afor 77).
Así, la verdad es cuestionada por Nietzsche no sólo desde el plano ontológico -no
existe una realidad en-sí, un mundo de esencias-, sino también desde el plano
epistemológico: no hay correspondencia entre nuestros juicios y la realidad;
nuestras representaciones, nuestras verdades, entre las que se encuentra la
noción de "mundo verdadero", sólo son creencias, artículos de fe, ficciones
reguladoras.
Existencia y apariencia.
Suprimir el " mundo verdadero " significó, ante todo, disolver la antinomia
verdadero-aparente. El espacio vacante dejado por el "mundo verdadero" no es
ocupado por el "mundo aparente", sino que la noción misma de apariencia parece
ser dejada también, "fuera de juego". Sin embargo, en la La Gaya Ciencia
Nietzsche se pregunta : "¿Qué será para mí la apariencia de ahora en adelante?-
y se responde - ...la apariencia es para mí la vida misma y la acción, que en su
ironía para consigo llega al extremo de hacernos creer que allí hay apariencias,
fuegos fatuos, danza de duendes y nada más..." (Nietzsche, 1984: afor. 54). De
esta manera Nietzsche parece abrir nuevamente un espacio de juego a la
apariencia. Pero ¿a qué se refiere cuando señala que la vida misma es
apariencia? ¿cómo hará para "rehabilitar" la noción de apariencia sin incurrir en
contradicciones? Se hace necesario analizar lo que las nociones mismas de
apariencia, ficción y máscara significan para Nietzsche y ver de qué modo son el
hilo conductor de su tarea crítica.
Afirmar que todo es ficción, máscara, apariencia es negar que la existencia sea
algo más que una red de relaciones móviles y contingentes. Por lo tanto,
desenmascarar no es alcanzar la cosa en-sí, la verdad en-sí, sino experimentar la
existencia como un incesante fluir de máscaras; desenmascarar es enmascarar: al
quitar una máscara ninguna verdad se hace presente, se desoculta, se revela,
sólo hay una nueva máscara.
Así como de las creencias no podíamos decir que eran verdaderas o falsas,
puesto que ellas son el criterio de lo verdadero, tampoco de las máscaras
podemos señalar su verdad o falsedad, ya que la verdad y la falsedad son ellas
mismas máscaras, ilusiones, ficciones; la verdad no es una instancia superior que
determine el carácter verdadero o falso de la máscara, sino que es ésta última
quien define el carácter de la verdad.
Este instinto de metáfora que permitió el surgimiento del "mundo verdadero", pero
que permitió también "rehabilitar" la apariencia , será la voluntad de poder que
"...como prodigio de fuerzas, sin principio ni fin, como juego de fuerzas, ...como un
mar de fuerzas que se transforma eternamente" (Nietzsche, 1981: afor. 1060),
atraviesa y define a la existencia; ésta será, entonces, el ciclo múltiple de
máscaras en que se transfigura la voluntad de poder .
Perspectivismo
La crítica de Nietzsche a la verdad significa, ante todo, negarla como posibilidad:
desenmascaradas las categorías metafísicas que la hacían posible y que le abrían
un espacio de juego, se desvanece la posibilidad misma de existencia de la
verdad en cualquiera de sus formas. Nietzsche señala que "la pérdida de una
ilusión no crea ninguna verdad, sino un poco más de ignorancia, una ampliación
de nuestro espacio vacío, un ensanche de nuestro desierto" ( Nietzsche, 1981:
afor. 595). Esto significa que su crítica a la verdad no debe interpretarse como la
crítica a una determinada concepción de la misma y la posterior elaboración de
otra teoría de la verdad que reemplazaría a la ya desplazada; "la verdad sale tan
descuartizada como Dionysos" (Deleuze, 1986: 151), señala Deleuze.
Cuestionada en su esencia, negada como certeza, denunciada como ilusión,
engaño, se destruye la posibilidad misma de reemplazar una verdad por otra.
Conclusión.
"Ay, qué sois, pues, vosotros, pensamientos míos escritos y pintados?...¿ qué
cosas escribimos y pintamos nosotros, nosotros los mandarines de pincel chino,
nosotros los eternizadores de las cosas que se dejan escribir, qué es lo único que
nosotros somos capaces de pintar?. Ay, siempre únicamente aquello que está a
punto de marchitarse y que comienza a perder su perfume!... Sólo para pintar
vuestra tarde, oh pensamientos míos escritos y pintados, tengo yo colores, acaso
muchos colores...!" (Nietzsche, 1986:afor. 296).
No es gratuito que Hegel haga uso aquí de la expresión “idea de Dios”. Pues la
negativa a acceder a un conocimiento racional de Dios como el que pretendía la
antigua Theologia naturalis de la metafísica, destaca en la filosofía a partir del
momento en que Kant convierte a Dios en una idea ilegitimable e ilegitimada, y lo
confina, de esta suerte, a un “Absoluto más allá”. Para comprender esto, conviene
recordar, aunque sea sumaria y sinóptica, cómo funciona la arquitectónica
cognoscitiva kantiana. Kant comienza por distinguir, además de la sensibilidad y el
entendimiento, el entendimiento y la razón, erigiendo entre ambos una barrera que
permite establecer las limitaciones del conocimiento. Mientras el entendimiento
crea conceptos con base en las sensaciones y por vía de la mediación sintética de
la imaginación, la razón por su parte se comporta según ideas. Los conceptos
puros o categorías del entendimiento son legitimables en tanto se aplican a
objetos de la empiria, esto es, en tanto se refieren a priori a objetos, entes, ‘cosas’.
Las ideas en cambio no se refieren nunca a objetos, por lo que no hallan en el
orden de la experiencia legitimidad alguna. Mientras los conceptos que forma el
entendimiento garantizan un conocimiento cierto de los fenómenos, las ideas de la
razón se aventuran en un terreno sobre el cual el conocimiento no tiene ningún
poder. Así, la razón se ve expuesta al error y la pérdida, y su destino no es otro
que la ilusión trascendental. Cuando Hegel pone de manifiesto que la idea de Dios
se ha vuelto un error ya refutado para la filosofía de su tiempo, lo que quiere decir
es que su conocimiento ha quedado preso en el horizonte de la ilusión
trascendental conforme a los postulados de la filosofía crítica. Se hace evidente
entonces que al asumir a Dios como objeto del preguntar de la filosofía, se bracea
en el mar sin fondo y sin orillas de la metafísica, y que la razón se mantiene aquí
en el mero extravío y en la pérdida de sí misma. Que el conocimiento se halle
enraizado en los fenómenos exiliando a Dios del conocer es un hecho tras el cual
merodea el fantasma de la filosofía kantiana. Tras la apabullante incursión de esta
filosofía en las ciencias, el entendimiento se enriqueció con la aprehensión de una
colorida variedad de objetos, logró la expansión del conocimiento de las cosas
finitas y “la extensión de las ciencias se hizo casi ilimitada, ampliada hasta lo
inabarcable”.13 Esto trajo consigo una inmediata consecuencia: la de que se haya
hecho tanto más estrecho el círculo del conocer acerca de Dios. Es en el seno de
esta limitación donde cabe situar la ruina de la teología natural de la metafísica y
de su pretensión de un conocimiento racional de Dios. Pues a partir de entonces,
Dios sólo puede ser objeto de la ilusión, y su saber el reflejo del delirio en que se
sume la razón misma.Atestiguar la estrechez de miras del conocer a la que lo
reduce el obrar analítico del entendimiento al legitimar el saber de las cosas
finitas, pero reduciéndose a esta llana finitud, constituye para Hegel “el último
grado de rebajamiento del hombre”.14Pues con esta limitación acontece aquella
transfiguración esencial, esta vez en el ámbito del conocer, transfiguración que
denominamos “muerte de Dios” y cuya esencia y medida permanecen para
nosotros como inabarcables. Es así como se comprende que la mentada limitación
“convirtió a Dios en un fantasma infinito, que está lejos de nuestra conciencia, y a
la par al conocimiento humano en un fantasma vano de la finitud, en sombra y
compleción de la apariencia”.15 Dios muere por obra del entendimiento que lo
mata al confinarlo a ese absoluto más allá en que no es ya ni cognoscible ni
temible. Con esto el entendimiento hunde en la nada las posibilidades últimas del
conocer que pertenecen a la naturaleza de la razón, para reducirse a la
determinación de las condiciones de posibilidad del conocimiento de los
fenómenos. La extensión de las ciencias, favorecida por el obrar analítico del
entendimiento, juega un papel decisivo en el complot que termina por desterrar a
Dios de todo conocimiento. Lo anotado por Hegel en esta dirección es quizá aún
más válido en nuestro presente: Hubo un tiempo en el cual toda ciencia fue una ciencia de
Dios; en cambio nuestro tiempo se destaca en saber de todo y de cada cosa, de una
muchedumbre infinita de objetos, pero nada de Dios. Hubo un tiempo en el que se tuvo interés y
urgencia de saber acerca de Dios, de sondear su naturaleza, en el que el espíritu no tenía ni
encontraba reposo sino en esta ocupación, en el que se sentía infeliz por no poder calmar esta
apetencia, y menospreciaba todo otro interés cognoscitivo. Nuestro tiempo se ha despojado de
esta apetencia y de su afán, hemos terminado con ella. [...] A nuestra época ya no le causa más
angustia el no conocer nada de Dios; más bien vale como evidencia suprema el que tal
Sin duda, desde hace ya mucho tiempo, la escandalosa sentencia Dios ha muerto
se ha vuelto un lugar común en la filosofía, que suele asociarla al pensamiento de
Nietzsche. En esta referencia habitual, lo mentado por la citada sentencia no ha
sido pensado con propiedad, y más bien se lo ha hecho objeto de toda suerte de
malinterpretaciones. La puesta en claro de su aparición en otras formulaciones
filosóficas (digamos por caso, en Plutarco, en Pascal, y por supuesto, en Hegel)
permite redimensionar el espacio en el que se abre su auténtica comprensión. Así
concebida, la declaración de la “muerte de Dios” encuentra su propio espacio de
reflexión en la metafísica, guardando una relación esencial con la constatación de
su ruina (Kant-Hegel) y su consumación o superación (Heidegger).La exégesis
heideggeriana del significado de la frase de Nietzsche Dios ha muerto ha
contribuido en gran medida a establecer de modo manifiesto la íntima
correspondencia de este pensamiento con la metafísica. Al decir de Heidegger, la
interpretación de la frase ilumina un estadio de la metafísica occidental que puede
pretenderse su estadio final, “porque en la medida en que con Nietzsche la
metafísica se ha privado hasta cierto punto a sí misma de su propia posibilidad
esencial, ya no se divisan otras posibilidades para ella”.21 El modo como
Nietzsche llevaría la metafísica a este límite no es otro que el de la inversión de su
estructura fundamental. Según Heidegger, dicha estructura no consiste en otra
cosa que en comprender el ser del mundo sensible sólo en cuanto referido a un
mundo inteligible o suprasensible.La frase de Nietzsche Dios ha muerto toca su
significación esencial a la luz de esta inversión de la estructura fundamental del
pensar en el que se mantiene la metafísica. Nietzsche efectuaría esta inversión al
poner lo suprasensible como un producto de lo sensible que carecería en sí mismo
de toda consistencia. Así invertida, después de Nietzsche “a la metafísica sólo le
queda pervertirse y desnaturalizarse”.22Con todo, aquí está de por medio mucho
más que una llana destitución de lo suprasensible, pues lo que se pone en juego
es más bien una comprensión esencial del término “metafísica”. Por metafísica,
Heidegger entiende el ámbito del ser de lo ente, o bien, “la verdad de lo ente en
cuanto tal y en su totalidad”.23 De esta suerte, las posibilidades de la metafísica
se establecen siempre en dirección a la pregunta por el ser en cuanto ser del ente,
que hay que diferenciar en su formulación y alcance de “la verdad del Ser mismo”.
Metafísicamente considerada, esta verdad ha sido reducida a la dimensión de lo
suprasensible, si nos atenemos a lo que según Heidegger ha sido hasta Hegel la
historia manifiesta o acontecida de la metafísica. Con lo que, interpretada
metafísicamente, la “muerte de Dios” compromete el mantenimiento de la verdad
de lo ente y su referencia al ser —más exactamente, al ente supremo— que le
sirve de fundamento. La frase Dios ha muerto encierra, pues, este significado
metafísico. Con ello se indica, a su vez, que el ámbito para la comprensión
auténtica de la sentencia no puede ser otro que la propia metafísica, entendida
como verdad de lo ente. En ese sentido, la frase no implica una cuestión religiosa
o doctrinal, y se sitúa más allá de las habladurías que la hacen valer como una
escueta “falta de fe” o como una prédica incondicional de ateísmo. Su significación
más esencial estriba en el cuestionamiento que acarrea para la metafísica el
hundimiento (más aún, el ocaso) del mundo suprasensible en su totalidad.
Así pues, proclamada estridentemente por Nietzsche, pero precursada por Hegel
en su versión moderna de un “Viernes Santo especulativo”, sin desconocer del
todo su experimentación mítico-poética en el caso particular de Hölderlin quien la
atestigua bajo el modo de una “huida y retirada de los dioses”,43 la “muerte de
Dios” acontece en el momento definitivo del filosofar occidental que desde
Heidegger reconocemos como “superación de la metafísica”. Esta superación, por
su parte, sólo se hace comprensible a la luz del postulado según el cual la
metafísica tiene en la onto-teología su más propia esencia. En esta medida, es
preciso insistir aquí en que la interpretación del sentido original de la “muerte de
Dios”, inicialmente en su versión de ocaso del ser y de hundimiento del mundo
suprasensible, así como de los fenómenos asociados a ella (ruina y superación de
la metafísica, pero también “olvido del ser” y olvido de este olvido) implica ganar
una comprensión de esta esencia onto-teológica. Siguiendo a Levinas, “el fin de la
metafísica que conduce a la muerte de Dios es en realidad una prolongación de la
onto-teología”.44La intelección última de la “muerte de Dios” se juega en esta
prolongación. Pero su captación supone, como nos lo exigimos anteriormente, una
toma de posición, e incluso una decisión, sobre la esencia de la metafísica, o
cuando menos —tarea más a nuestro alcance— sobre el sentido en que hay que
acoger el movimiento que se dirige a su consumación y, en consecuencia, a su
superación.