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Universidad de Guadalajara

Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades


Departamento de Filosofía
Seminario sobre Aristóteles 2017-B
Docente: José Alejandro Fuerte
Alumno: Cuauhtli Esaú Santiago Aroña

Nietzsche y las “máscaras” de la ontoteología: crepúsculo y aurora del


fundamento universal-eterno

“Tendríamos que preguntar si nuestro destino ha de ser para toda


la eternidad ser discípulo de la Antigüedad decadente…”
Friedrich W. Nietzsche

Al desaparecer la garantía sobrenatural de Dios que funciona como fundamento


de la verdad de la ciencia moderna, pues todo, Dios incluido, ha de ser examinado
ante el tribunal de la racionalidad, se abre la tarea de reformular la relación de la
ciencia con su (posible) fundamento. Tomamos las obras e ideas de autores
extraordinariamente importantes y analógicamente disímiles: Kant y Nietzsche. El
primero fue un profesor ejemplar y omnicomprensivo- casi no hubo disciplina que
no cultivara llevó una vida universitaria regular toda su larga vida y vivió y murió
rodeado de la consideración de sus pares y de la admiración de sus alumnos. La
vida de Nietzsche fue casi como el reverso de la de Kant aun cuando tuvo un
comienzo semejante en la docencia universitaria. Abandonó sus cátedras, se retiró
de los círculos que frecuentaba y, finalmente, murió internado en un asilo para
locos.

La diferencia filosófica básica entre ellos radica en la defensa que hace Kant de la
racionalidad, que contrasta con el ataque a fondo que le administra Nietzsche en
tanto ve en ella aquello que aplasta y desnaturaliza la verdadera fuerza que anima
al hombre: los instintos o, hacia el final de su obra, la Voluntad de poder. De
cualquier modo, tienen ambos un punto en común: la lucha entre razón e instinto,
que desplaza a la medieval tensión entre razón y fe.
Para Kant, la razón es (y debe ser) capaz de determinar a la voluntad y llama
voluntad santa a aquella que invariablemente se determina racionalmente
escapando al influjo de los sentidos. Pero la razón es una facultad de dudoso valor
pues tiende por naturaleza a ir más allá de lo que "razonablemente" le compete.
Los sistemas filosóficos racionalistas son una muestra de ello. Para el
racionalismo todo lo real es racional y todo lo racional es real; con esto, basta
pensar para conocer con certeza. El conocimiento se reduce al análisis conceptual
y la percepción es considerada una intelección oscura y contusa. Por esto, es
urgente que la razón se autoexamine a fin de evitar estos excesos del
racionalismo. Esa es la tarea que Kant emprende en su Crítica de la Razón Pura
cuyo resultado es un cisma ontológico: La razón (ratio, stricto sensu, el
entendimiento) conoce en tanto se aplica al material dado en la sensibilidad y
meramente piensa en objetos metaempíricos e incondicionados de los que carece
de material sensible. La distinción pensar/conocer es central en la "Crítica" pues
permite visualizar la anfractuosidad por donde es posible separar la ciencia (que
conoce) de lo que Kant llama metafísica dogmática, que cree conocer lo que
simplemente piensa, puesto que la razón cae en un estado de exceso que Kant
llama ilusión trascendental. La razón, ya convenientemente expurgada de
ilusiones metafísicas indebidas, deja de ser dudosa y puede recuperar y encarrilar
sus aspiraciones por lo incondicionado por la vía de la filosofía práctica. Kant
estaría de acuerdo en defender al hombre como un animal racional. En esta
definición, la racionalidad es la differentia specifica, lo que lo distingue de las otras
especies animales. Sólo que la racionalidad no es un don ya realizado, ya dado a
priori, sino, más bien, una capacidad de realizar (potencialidad). La razón se
despliega y actualiza en el tiempo y este desenvolvimiento de sus potencialidades
constituye la trama profunda de la historia de la humanidad. Si la racionalidad
fuera un simple repertorio de ideas innatas siempre las mismas para cada ser, no
habría propiamente historia alguna. El progreso de la historia se basa en la
perfectibilidad humana y es la tarea que el hombre como especie tiene planteada.
La perfectibilidad humana, su no acabamiento, es lo que permite entender al
género humano como algo más que un género lógico, esto es, como un
compuesto de individuos considerados como unidades discretas. La humanidad
no es un concepto, es una Idea, una totalidad de continuum a la que pertenece
toda la serie de las generaciones, aún las futuras. En tanto Idea, la humanidad se
proyecta hacia lo infinito e indeterminado y deja de ser una abstracción genérica
en la que se desvanecen los individuos.
Estos preceden al concepto, que es una abstracción a partir de individuos
concretos, mientras que, por el contrario, la Idea precede a los individuos, que
reciben de ella su sentido. Kant se halla en un momento crucial de la historia
occidental: la Ilustración. ¿Qué es la Ilustración? es el nombre de un artículo que
Kant escribe en 1784 como respuesta a una encuesta realizada por una revista
filosófica de la época. Y es contundente: la Ilustración es la salida del hombre de
la minoría de edad. Esta minoría de edad es la carencia de convicción y
disposición en utilizar el propio entendimiento sin la tutela o dirección de otro. El
hombre mismo es culpable de este tutelaje pues no es achacable a una
imperfección del entendimiento sino a su propia vacilación. La divisa de la
Ilustración será Sapere aude! Pocos son los que, venciendo la molicie o la
cobardía, logran espantarse los fantasmas de la minoridad. El grueso del género
humano termina por aficionarse hasta convertirlos en parte de su naturaleza (cf. el
mito platónico de la caverna). Sin embargo, sí hay libertad, libertad política, es
decir; la vigencia del estado de derecho es “casi inevitable” que el público se
ilustre, aunque sea lentamente. Esta paulatina Ilustración no se alcanza por
revoluciones porque éstas generan, según Kant, nuevos prejuicios que anquilosan
el entendimiento “de la mayoría multitudinaria” de modo semejante al que lo
hacían los arcaicos.

La libertad política que se requiere es la más inofensiva de todas: “la libertad de


hacer uso público de la propia razón en cualquier dominio”. Obviamente, para esta
época ya está formada la Offentlichkeit, la opinión pública, la plataforma par
excellence en la que se dirimen las cuestiones prioritarias y, a cuyo dictamen se
han de ajustar los particulares. Nadie cuenta más que por su sapiencia e
idoneidad y aún los “soberanos” (príncipes gobernantes) emiten opinión en calidad
de entendidos en alguna materia. Impedir esta progresiva ampliación de
conocimientos es atentar contra la propia natura humana, pues este despliegue
motriz es su determinación (Bestimmung) más originaria, por más que falte mucho
para que “la totalidad de los hombres sean capaces o estén en posición de
servirse bien y con seguridad del propio entendimiento”. La tutoría se hace
patente, en opinión de Kant, en el terreno religioso porque “los que dominan no
tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos en tales
materias". Por supuesto, nadie suscribiría tal cosa en nuestros días, en que la
"penetración cultural" y la "brecha tecnológica" se han agigantado. Esos
fenómenos no eran percibidos en el siglo XVIII y eran poca cosa comparados con
la dominación ideológica de las diversas Iglesias, especialmente la romana,
todavía la más poderosa y organizada. La Offentlichkeit significaba también un
triunfo sobre el absolutismo de los príncipes. Federico de Prusia es elogiado
expresamente por Kant por ser el primer monarca que no prescribe nada a sus
súbditos en cuestiones de religión y permite la libre discusión pública.

En suma, la Offentlichkeit es el nuevo sustento de la verdad científica que nos


interesa, pese a que a Kant le preocupaba más la superintendencia clerical sobre
la sociedad de su tiempo. La verdad es ahora el resultado de un debate, su
universalidad es la que otorga el consenso de los doctos.
Será verdadero lo que alguien proponga y la mayoría calificada para determinarlo
acepte como tal.
La mayoría representa el ineludible paso por el universal, siempre presente en
Kant. En el campo ético, por ejemplo, mi máxima será moralmente valiosa si y sólo
si puede ser elevada a ley universal sin contradicción y esto, la universalidad es lo
que precisamente manda el Imperativo Categórico.
Así pues, el giro copernicano que Kant ha producido en la filosofía, completando la
obra comenzada por Descartes, a saber, que es el sujeto quien determina su
conocimiento del objeto y no viceversa se complementa con esta sustentación del
sujeto en la intersubjetividad racional que encarna la Offentlichkeit. En otras
palabras, el objeto encuentra su razón de ser y fundamento en el sujeto que lo
constituye como objeto y, además, el sujeto a su vez es remitido por Kant a la
comunidad de sujetos racionales e ilustrados, capaces de hacer un uso apropiado
de su entendimiento. Lo mismo ocurre en el campo moral, donde los sujetos
capaces de determinar racionalmente su voluntad o, lo que es lo mismo, capaces
de darse a sí mismos la ley, integran una entidad espiritual que Kant denomina
Reino de los Fines, al cual pertenecemos los hombres en tanto seres libres (aquí
libertad moral) y racionales.

La Offentlichkeit o el Reino de los Fines pueden ser considerados como


representaciones de la humanidad como Idea, conteniendo un ideal, algo universal
y ejemplar, que no es otra cosa que esa paulatina ampliación de nuestros
conocimientos que tenemos planteada como propuesta. Kant se guarda muy bien
de afirmar que tal empresa sea efectivamente realizada en un futuro, aún uno
distante. Tal vez la Ilustración como tarea cumplida no sea más que un Ideal
(distinto de una ilusión) pero -parafraseando la Crítica ("De las ideas") - es indigno
de un filósofo abandonar ideales a causa de su irrealizabilidad. El pragmatismo no
es para Kant una posición verdaderamente filosófica.
Los ideales son de por sí irrealizables, su rol es regular la conducta y orientar la
actividad general del hombre.
De la compleja y abigarrada obra de Nietzsche, que no pretende conformar un
sistema filosófico sino que está básicamente compuesta de aforismos y poemas
que son fulguraciones impactantes de su genio, tomaremos principalmente la
primera parte de "Así habló Zaratustra", en que se trata de la muerte de Dios, y
haremos referencia a algunos textos anteriores a dicho poema (si es que lo es)
tales como "Aurora", "La gaya ciencia", etc. El punto de partida de la investigación
filosófica de Nietzsche está en la sospecha, tema que lo enlaza con otros dos
pensadores contemporáneos, Marx y Freud. La sospecha, que es como la
desconfianza una modalidad de la duda, se entremezcla íntimamente con la crítica
general de la cultura europea y con el desenmascaramiento de la gigantesca
tergiversación que ha tenido lugar en la historia de Occidente: la razón y la piedad
han enfermado al hombre hasta volverlo débil y escéptico. A esta corrosión de las
fuerzas vitales del hombre Nietzsche la llama nihilismo e implica un detrimento,
una des- valorización de este único mundo en favor de un trasmundo elevado a la
categoría de proveedor del ser, verdad y belleza del mundo sensible. Este
continuo apartarse cada vez más de los instintos y de la vida aún no ha culminado;
todavía falta bastante tiempo para que esta sociedad enfermiza y agonizante
muera y advenga el Superhombre. Es claro que Nietzsche asume una postura
antimetafísica pero difiere grandemente de la de los positivistas. Estos creen
poder prescindir de la metafísica en la medida en que piensan que la ciencia
puede sostenerse sin el auxilio de la filosofía: sus resultados son la prueba de su
verdad. Han invertido la cuestión: no hay que ir al fundamento para legitimar una
verdad sino que basta remitirse a sus exitosas aplicaciones prácticas. Es el "éxito"
lo que vuelve "positiva" la ciencia. El ataque nietzscheano a la metafísica se dirige
a toda una tradición filosófica que arranca con los eléatas y Platón que pretende
apresar conceptualmente lo real. Nietzsche se opone vehementemente a esta
"violación" de la realidad por el pensamiento" (E.Fink). El nihilismo platónico
consiste en haber colocado los valores supremos del hombre en un reino ideal
fuera del mundo. En contraste, Nietzsche cree necesario volver a Heráclito pues
en éste está todavía viviente la raíz originaria de la fuerza del pueblo griego en la
que entronca su propio pensamiento. La metafísica es vista como una estimación
del valor, como algo que afirma o niega valores.

Así, por ejemplo, Nietzsche examina la distinción kantiana entre fenómeno y cosa
en sí, viendo en ella la expresión de una vitalidad decadente que ya no se
encuentra a gusto en lo sensible y se fabrica un refugio en un mundo más allá de
los fenómenos. Todo el pasado filosófico es evaluado y ponderado de esta
manera. Sus producciones tienen para él el valor de síntomas que trasuntan
tendencias vitales declinantes o ascendentes.
El tema del fundamento de la verdad o del fundamento a secas lo trata Nietzsche
en la primera parte de Zaratustra. Allí se habla de la muerte de Dios. Zaratustra
baja de la montaña al valle luego de diez años de meditación y tropieza con un
eremita que vive ascética y santamente dedicado al diálogo con Dios. Pero tal
diálogo es imposible porque Dios ha muerto. Esta es la "buena nueva" que
Zaratustra lleva a los hombres y ese es el centro de la enseñanza. Zaratustra
anuncia el Superhombre pero esta anunciación es, como todo el resto de su
prédica, tributaria de la noticia sorprendente y colosal de la muerte de Dios. Toda
idealidad desaparece con Dios, toda trascendencia supuestamente objetiva se
pierde con Él, y con ellas, toda moral normativa, al menos en los términos en los
que ha sido concebida, en expresión última como obligación ante Dios. A partir de
esto, quedan al hombre dos posibilidades: la superación ligada a la fuerza
creadora en el Superhombre o el decrecimiento del último hombre, figura en la que
Nietzsche representa al “buen burgués” y al que compara con insectos que gozan
de su pequeña seguridad y alcanzan su ansiada felicidad. El último hombre
expresa la traición al ideal del Superhombre y el conformismo del rebaño, que,
como decía Anouilh ("Medea") sólo quiere "roer su pedazo de pan al sol". El
hombre es en su esencia superación creadora. "Lo que debemos amar en el
hombre es que consiste en un tránsito (Ubergang) y un ocaso (Untergang)". El
hombre debe hundirse en su ocaso para pasar a ser otra cosa, para devenir
Superhombre. Desde la óptica nietzscheana, la perfectibilidad humana planteada
por Kant sería un incesante empequeñecimiento del hombre porque aspira a una
superación tan radical que comporte la desaparición misma del hombre.
El hombre ilustrado kantiano es satirizado en la figura del camello (discurso "De
las tres transformaciones"), que encarna al hombre que se halla bajo el peso de la
trascendencia.

El camello es por naturaleza un animal de carga; no rechaza los pesos u


obligaciones sino que quiere obedecer, quiere someterse a la ley y a las
exigencias de Dios y sus semejantes, quiere su deber y pide aún más. Sus valores
más caros son la obediencia, la culpa, la resignación, la sumisión, el respeto, la
humildad y la reverencia. El camello va a dar con su carga al desierto, el lugar
donde se pierden las esperanzas. Allí se trasmuta en león, etapa intermedia y
necesaria antes de la transformación en Superhombre. El león se desprende de
todas las cargas, lucha contra el dragón milenario, que representa los valores que
parecen existir objetivamente, y lo vence. El dragón encarna el "tú debes", divisa
de la ética kantiana, y negación del "yo quiero"; en sus escamas "brillan milenarios
valores" que esclavizan al hombre impidiéndole ser su propio amo.
Pero el león no es capaz de crearse nuevos valores; de ello es capaz el niño
(Superhombre) porque para crear, para conquistar su mundo no basta con un
espíritu aguerrido e independiente sino que es necesario un "santo decir sí". Eso
es el Superhombre: un niño que juega, esto es, que hace su mundo de valores y
trascendencias.

La muerte de Dios - o del dragón- hace posible, además, el reconocimiento de su


fundamento más fundamental: la tierra. Ella ocupa ahora el lugar que otrora
ocupaba Dios, el mundo de las Ideas de Platón o cualquier otro sucedáneo
filosófico. Nietzsche no pone al hombre en el lugar de Dios.
Como en Hesíodo, el fundamento es esta diosa informe, sin rasgos netos, que
siempre está presente y cercana y que, sin embargo, es “difícil de aprehender”.
Con la transfiguración operada en el hombre a causa del conocimiento de la
muerte de Dios, aflora la tierra como fundamento, después de haber estado
encubierta durante tanto tiempo por las interpretaciones idealistas. Se disuelve
también la antinomia alma-cuerpo: somos total y plenamente tierra. El alma es del
cuerpo y, como éste, procede de la tierra, origen de todas las cosas. Todo lo que
existe individualmente ha brotado de la tierra pero no la ha abandonado: ella está
en todas partes permanentemente presente y no es un objeto a la manera en que
la Naturaleza es en Kant un objeto científico. La tierra hace surgir
omnipotentemente todo de sí: es su poder creador que produce todo lo finito y
delimitado. Es asimismo fuente de vida, vive ella misma y trasmite vida a todo lo
existente y esa vida que da es, según Nietzsche, la voluntad de poder. Tierra,
vida, cuerpo y voluntad están a la base de la creatividad, que no es una actividad
intelectual. Tal como dijera Heráclito, la vida es perpetua lucha por el predominio,
una especie de habbesiano bellum omnium contra omnes puesto que la voluntad
de poder no es voluntad de detenerse en una posición ya conquistada sino que es
voluntad incesante de más poder.
De esta suerte, toda la historia de Occidente a partir de Sócrates y Platón no es
más que una sórdida desnaturalización dado que la racionalidad no es para
Nietzsche la Bestimmung más originaria del hombre. La razón no es sino un tirano
que usurpa la preponderancia que debieran tener los instintos vitales. Sócrates ha
desviado espíritu de lucha de los jóvenes griegos, llevándolo a la lucha de
palabras, dialéctica que es en su raíz mera erística. Más aún, la racionalidad tan
cara a Occidente es una expresión valetudinaria de la voluntad de poder.
Zaratustra insiste en la dificultad que nosotros, ejemplares de la especie último
hombre, tenemos en captar qué significa el Superhombre porque queremos
apresarlo conceptualmente, en la medida en que estamos, como el camello,
capturados en la racionalidad. Sólo superando esta "locura" idealista - la razón no
es parcialmente loca, como quería Kant, al alejarse de lo sensible e internarse en
el campo de lo metaempírico- se advertirán las posibilidades nuevas que se abren
al hombre. "Mil senderos existen que aún no han sido recorridos; mil formas de
salud y mil ocultas islas de la vida.
Inagotados y no desubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la
tierra del hombre".

La posición nietzscheana frente a la ciencia debe ser buscada en los textos


previos al Zaratustra: "Humano, demasiado humano", "Aurora" y "La gaya ciencia".
Estos tres libros están subtendidos por la figura del "espíritu libre" que es el que
lleva a cabo la crítica demoledora de la cultura occidental idealista y centrada en la
trascendencia. La ciencia positiva, especialmente la Psicología, es el instrumento
con el que el espíritu libre realiza el desenmascaramiento de la racionalidad como
voluntad de poder o como instinto desviado y enfermizo. El espíritu libre es en
muchos sentidos un ser ilustrado por cuanto efectúa una destrucción científica de
los mitos e ilusiones que el hombre se ha forjado. La Ilustración de Nietzsche es,
por supuesto, artificiosa y fingida pues no toma a la ciencia como un valor
objetivamente valioso sino como simple método con que operar la destitución de
los valores tradicionalmente considerados verdaderos. El desenmascaramiento de
la metafísica, la religión o la moral significa mostrar su verdad oculta, sacar a la luz
y exponer su naturaleza y esencia y, finalmente, liberar al hombre de estas
esclavitudes (nuevamente, cf. la alegoría de la caverna). Todo lo sobrehumano es
"demasiado humano" y lo sobrenatural es puramente natural. Lo más alto se
explica por lo más bajo. Así, por ejemplo, en el análisis de Nietzsche la moral
resulta ser crueldad sublimada y la santidad tiene su origen en la contención de
los instintos. El espíritu libre, todo él desconfianza y suspicacia racional, echa una
mirada maligna a todo lo que el hombre ha considerado verdadero, bello o bueno
y descubre sus raíces terrenas y humanas.

También forma parte de esta actitud "científica" el considerar la vida como un


experimento que conlleva riesgos. La ciencia del espíritu libre es una gaya ciencia,
una ciencia alegre, una danza que carece de la solemnidad y seriedad de la
ciencia positiva.
Cuanto más gaya se vuelve la ciencia más se aparta de la ciencia positiva pues
ésta ha sido utilizada en la transición-superación hacia el Superhombre. El espíritu
libre -como el león- se descubre a sí mismo como el que dicta los valores, esto es,
como el que los impone a lo real. En términos de Husserl, se percibe como centro
y origen de todas las trascendencias. El idealismo concebido como sujeción del
hombre a lo trascendente, como autoalienación en lo trascendente es negativo,
viviseccionado y aniquilado por Nietzsche. Pero hay otro idealismo, el del
Superhombre, que se funda en la libertad creadora del hombre para experimentar
con audacia y realizar sus posibilidades.

En Kant, la crítica al fundamento metafísico remite a un nuevo fundamento, la


Offentlichkeit, que se presenta como un fundamento con menor fuerza pues ya no
se accede a la certitudo que proveía el Dios cartesiano, sino del dictamen de los
doctos, falible, perfectible y humano. El hombre como Idea ocupa imperfectamente
el lugar que Dios ha dejado vacante. La certeza cae y la ciencia, ya
definitivamente humana, pasa a ser mera aproximación a la verdad, que resta y
restará incognoscible. Kant se ve precisado, según propia confesión, a "hacer un
hueco para la fe", a fin de restituirle al hombre cierto contacto con lo
incondicionado .

Por el lado de la filosofía práctica es posible una fe racional (híbrido de su


invención) en la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Lo trascendente no
se puede conocer pero obliga, ata al hombre a determinados valores morales. Lo
trascendente sigue siendo wirklich, "real" no en sentido de "perceptible" sino en el
de "eficaz", es decir, capaz de generar efectos. Por ello es que Nietzsche no vacila
en calificar a Kant de "idiota", como Cristo o como el príncipe de la novela de
Dostoievski: son personas que permiten a los demás seguir creyendo y
reverenciando lo trascendente en lugar de ayudarlo a desaparecer.

Para Nietzsche, en cambio, toda obligación respecto de lo trascendente cesó con


la muerte de Dios porque, reconocidamente o no, Dios fue muerto por los
hombres. Esta verdad inquietante es revelada por un loco ("La gaya ciencia",
fragmento titulado "El frenético"). Es un hecho demasiado grande para que los
hombres lo asuman; esta hazaña sobrepasa toda medida imaginable. De alguna
manera, el hombre desaparece con Dios para dar lugar a un nuevo hombre con
una nueva moral y una nueva ciencia que reubican al hombre en las antípodas de
la certeza: el riesgo.
La insistencia de Kant en "salvar" algo del naufragio se compadece con el
gradualismo con que caracteriza la evolución del género humano hacia la
Ilustración. Esta cautela kantiana contrasta violentamente con la actitud
nietzscheana de llevar la cuestión de la ausencia de fundamento trascendente
hasta sus raíces. No se conforma con un fundamento más "blando" ni con un
acceso restringido a la verdad. Busca un fundamento aún más fuerte y radical que
va de la mano con una concepción heroica y misológica de la existencia.

Queda una tercera posibilidad, de la cual daremos sólo algunas indicaciones: que
el Dios muerto funcione como fundamento. Esto fue lateralmente tratado por
Freud. En Tótem y tabú presenta lo que se ha denominado el “mito fundamental
del psicoanálisis”, que versa sobre el fratricidio dentro de la horda primitiva y de la
constitución de la organización social de las fratrias a la sombra del recuerdo a la
vez culpógeno y afectuoso del padre muerto. La transición de la horda a la fratria
es posible en tanto aparece un lugar vacío e incolmable, una virtualidad que
precisamente es wirklich por ser tal. Ocupar el lugar del padre muerto pasa a ser
el crimen o pecado prototípico. De todas formas, el tema del fundamento en
psicoanálisis va en múltiples direcciones que no se agotan en Tótem y tabú. La
fratria freudiana tiene clara relación con la Offentlichkeit kantiana puesto que
ambas funcionan como fundamento de la estratificación social y de la verdad tanto
moral como científica.

De todas estas "máscaras", la que mejor define su "tarea" es la del filósofo que, a
martillazos, emprende la crítica radical de la tradición metafísica. Su tarea: echar
por tierra razones últimas, saberes fundamentadores, destruir certezas, dogmas,
derribar valores, imperativos.

Puesto que "es preciso que se determinen de nuevo el peso de todas las cosas"
(Nietzsche, 1984: afor. 269.) , la tarea consistirá en desenmascarar la más grande
de las ilusiones : la verdad, ya que ella es el peor atentado contra la vida.

Lenguaje, mundo verdadero y creencia.

Los filósofos, señala Nietzsche en Más allá del Bien y del Mal, siempre estuvieron
muy lejos de la valentía de confesarse qué es en términos fácticos “la verdad”,
ellos que se habían jurado dudar de todas las cosas. “La verdad” los ha seducido
sin dejarse cortejar; ellos han insistido con medios inhábiles y torpes para
conquistar los favores de esta “mujer”, pero como los filósofos entienden poco de
mujeres, sólo han sabido levantar un gigantesco castillo de errores. Nietzsche se
presenta como el heredero de la gran tarea de demolición, de
desenmascaramiento, como aquél que comete la osadía de “plantarse” delante de
la verdad para demandarla e interrogarla.

Su crítica a la verdad está vinculada a la inversión de la relación existente en la


filosofía desde Platón entre arte y logos: el arte, relacionado con los sensorial, con
lo versátil, con lo que engaña desviándonos en distintos graduaciones de la
“verdadera realidad”, puesto que lo sensorial-corporal se subordinaba al logos
que, en tanto ratio universal, constituía el fundamento de lo fenoménico y de sus
posibilidades de conocimiento. Nietzsche invierte esta relación, pero su elección
por lo estético no se reduce al período conocido como la “metafísica del artista”,
en la que Nietzsche cree encontrar en la experiencia estética un renacimiento de
la cultura trágica, ni concluye a la par de su ruptura con Wagner, sino que se
mantiene a lo largo de todas sus obras, puesto que su tarea crítica es llevada a
cabo a la luz de aquellas nociones que le son características al arte: las nociones
de ficción, máscara, embriaguez, ilusión: ellas serán, entonces, el hilo conductor
que atraviese la contrariedad interna de la verdad.

Siguiendo esta veta, Nietzsche bifurca el abordaje de “la verdad” por dos rutas:
(1) mediante una crítica al lenguaje representacionalista y (2) mediante una crítica
tenaz a la noción de “mundo verdadero”. Esto le dará pie a cuestionar la veritas
desde sus elementos constitutivos, a tal punto que logrará disolver la problemática
misma de la verdad, rehabilitando la noción de “apariencia”.

1) En el escrito de 1873 titulado “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”


Nietzsche comienza su “gran tarea” estableciendo una conexión entre el lenguaje
y la verdad, mostrando la afinidad entre el carácter metafórico (tropológico) del
lenguaje y las lógicas de enmascaramiento de la verdad. En este escrito,
Nietzsche señala el carácter doblemente convencional de la verdad: ella aparece
como el fruto de un acuerdo, de un ‘pacto’ entre los hombres, en el acto de
constitución de la sociedad; de este pacto, de esta convención surgen los cánones
de lo verdadero y de lo falso: "En este mismo momento se fija lo que a partir de
entonces ha de ser 'verdad', es decir, se ha inventado una designación de las
cosas uniformemente válida y obligatoria ..." ( Nietzsche, 1998: 20); pero los
cánones de lo verdadero y de lo falso nacen en el seno del lenguaje que es, por si
mismo, también convención : "...el poder legislativo del lenguaje proporciona
también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el
contraste entre verdad y mentira" (Nietzsche, 1998: 20). Lo verdadero y lo falso se
fijan, así, en el marco de las lingüísticas. Nietzsche señala, entonces, el origen
sociolingüístico de la verdad y, por tanto, su carácter doblemente convencional.

Pero Nietzsche se pregunta si el lenguaje es la expresión adecuada de la realidad,


si las convenciones del lenguaje coinciden con las designaciones de las cosas, se
pregunta ¿qué es la palabra?: ella es "la reproducción en sonidos de un impulso
nervioso" (Nietzsche, 1998: 21); queda definida por su carácter doblemente
metafórico: la impresión sensorial de la enigmática X inaccesible e indefinible se
traslada a una imagen (primera metáfora) y ésta a un sonido (segunda metáfora).
Si bien su respuesta marca un momento de ruptura con el pensamiento
representacionalista, ella también permite apreciar la influencia que aún ejerce la
filosofía kantiana en su pensamiento.

De esta manera Nietzsche afirma que el lenguaje es, en esencia, metafórico; en el


ensayo del año 1874 sobre la retórica Nietzsche señala que "las palabras son en
sí, desde un principio, desde el punto de vista de sus significaciones,
tropos...éstos no se dan ocasionalmente en las palabras, sino que son su
naturaleza más esencial; no hay significaciones propias que se desplacen, no hay
diferencia entre el discurso en sí y las figuras retóricas, ...el lenguaje es todo
figura" (Nietzsche, 1965: 381).

El lenguaje, la palabra no designan la cosa, no expresan la realidad: "éste (el


lenguaje) se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los
hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces" (Nietzsche,1998:
22). Lo que se cuestiona aquí es el carácter de la relación entre el lenguaje y la
realidad: esta relación no será necesaria, a través de ella no se aprehenderá la
esencia de las cosas, sino que ella será el fruto de un esfuerzo por "humanizar" el
mundo, por interpretarlo desde una visión humana; de allí que el lenguaje sea un
antropomorfismo. Pero a pesar de ello el hombre tejió una complicada red de
conceptos, que creyó universales y necesarios y a través de los cuales creyó
alcanzar la verdad; los conceptos, organizados jerárquicamente, clasificados en
grados, géneros y castas se opusieron al mundo primitivo de las intuiciones,
presentándose como más humanos, más regulares, más lógicos.

Pero los conceptos no son ni universales ni necesarios, ellos se han formado, para
Nietzsche, dejando de lado lo individual, lo real, olvidando las metáforas
originarias; el concepto es sólo un acontecimiento, un evento, una contingencia,
no es originario sino derivado de una metáfora, es una metáfora olvidada, nace
como olvido; el concepto es ficción, engaño, ilusión por haber nacido como olvido
pero también porque tiene a la base una potencia artística: la metáfora.

La verdad es así para Nietzsche, en el marco de esta crítica al lenguaje


conceptual-representacionalista que establece sentidos únicos, sólo "una hueste
en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos" (Nietzsche, 1998:
25) coagulados por el uso, fijados por el gusto de la mayoría, ilusiones de las
cuales se ha olvidado que son metáforas; la verdad sólo es posible por un olvido.
La creencia en un lenguaje que se correspondía con el mundo y que era, por lo
tanto, el espacio en que acontecía la verdad, es cuestionado radicalmente; el
lenguaje no aprehende la esencia de las cosas, sólo es una actividad
convencional, no hay adecuación, correspondencia entre lenguaje y mundo. La
estructura del lenguaje no coincide con la estructura de la realidad; los nombres
sólo son calificaciones caprichosas puestas como vestiduras sobre las cosas, que
poco a poco se van adhiriendo, identificándose, e incorporándose a ellas hasta
convertirse en su esencia. Las palabras sólo son flatus vocis; no hay que olvidar,
dice Nietzsche en la La Gaya Ciencia, que sólo basta inventar nuevos nombres
para crear nuevas cosas.

El camino que conduce a la disolución de la verdad es claro: desarticulado,


"descubierto" el lenguaje que la "expresaba", la verdad sólo es olvido,
enmascaramiento, ficción, ilusión. Esta crítica al lenguaje representacionalista es,
entonces, la primera vía que permite a Nietzsche desenmascarar a la verdad.

2) El segundo camino por el cual Nietzsche aborda el problema de la verdad es el


de la crítica al prejuicio metafísico de un "mundo verdadero"; esto llevará a la
disolución de la distinción entre apariencia y realidad y, paradójicamente, a la
posterior rehabilitación del concepto de apariencia.

¿Cómo surgió, cuál es para Nietzsche el origen del "mundo verdadero"? El


"mundo verdadero" es el resultado de un largo error: el hombre es un animal que
necesita encontrar razones a la existencia, saber porqué existe, a fin de mitigar la
angustia ante el caos, el devenir, el sinsentido; para no sufrir se vio en la
necesidad de inventar un mundo "más humano", un mundo sin contradicciones,
idéntico a sí mismo, un mundo que no cambie, que no mude, un mundo duradero,
estable; creó, así , el "mundo verdadero" que es el mundo de la lógica, de las
categorías, del ser; creó un mundo de cuerpos, de líneas, de causas y efectos, un
mundo con substancias, esencias, al que unió finalmente la idea de felicidad: "La
felicidad no puede sentirse garantizada más que por lo que es; el cambio y la
felicidad se excluyen uno a otro" (Nietzsche, 1981, afor. 577).

Pero para crear, para inventar este mundo el hombre debió inventar primero la
veracidad, él mismo debió concebirse como un ser sencillo, transparente, sin
contradicciones para luego, a la manera de un dios, crear a su imagen "el mundo
del ser". Junto al "mundo verdadero" el hombre creó el "mundo aparente"; se vio
en la obligación, entonces, de falsear no sólo al mundo sino a sí mismo. Este
camino lo condujo al ámbito de la mentira, del error, del engaño, de la falsificación:
transportó erróneamente las categorías de la razón a la realidad, olvidando que
sólo se trataba de ficciones que habían servido para hacer soportable el mundo,
de artículos de fe. Las ficciones pasaron a constituir las verdades más profundas,
hasta que se llegó al convencimiento de la necesariedad misma de la verdad,
surgió el instinto de verdad.

Pero Nietzsche se pregunta por qué la búsqueda de la verdad "a toda costa" si ella
se opone a la vida; hay un divorcio entre la vida, contradictoria, cambiante y la
voluntad de verdad, con su búsqueda incansable de lo imperecedero, lo estable, lo
uno. Nietzsche opone de tal manera vida y verdad que define a esta última como
el peor atentado contra la vida; el afán de verdad es, para el filósofo del devenir,
un acto de quijotismo, sin dejar de ser un principio destructor de la vida, contrario a
ella, un afán de muerte que acaba con la voluntad de vivir. El hombre verídico
será, para Nietzsche, aquél que desconfía del devenir; lo definirá como "una
especie improductiva y doliente, una especie fatigada de la vida" (Nietzsche, 1981:
afor 77).

Nos encontramos en plena tarea de demolición: a martillazos Nietzsche


desenmascara a las verdades más sólidas como meras ficciones en las cuales se
ha creído; el "mundo verdadero" con todo su arsenal de conceptos y categorías
sólo es ficción, fábula, ilusión. Y puesto que el mundo verdadero carece de
realidad, desaparece también el mundo aparente, éste sólo existe con referencia a
aquél; la antinomia verdadero-aparente no se sostiene, junto al "mundo verdadero"
cae también el "mundo aparente".

La verdad es, entonces, la historia de estos errores, de estas mentiras, de estas


ficciones útiles en las cuales se ha creído. Numerosos aforismos en los que
Nietzsche señala que las verdades son ficciones útiles para la autoconservación
de la especie pueden conducir erróneamente a pensar que defiende una postura
pragmatista: lo verdadero es lo útil, pero lo que en realidad afirma Nietzsche es
que se ha creído también en su utilidad para la conservación de la especie, el
principio de conservación es una ficción más. En La Voluntad de Poder afirma:
"Los fisiólogos deberían dudar de poner el instinto de conservación como el
instinto cardinal de un ser orgánico. Ante todo, lo que vive quiere desplegar su
fuerza... El instinto que en este caso domina debe, precisamente, explicar esta
voluntad de no conservarse ¡Cuidado con los principios teleológicos superfluos
como lo es el instinto de conservación!" (Nietzsche, 1981: parág. 643;
Nietzsche,1986: afor. 13).

No existiendo, pues, un instinto de conservación al servicio del cual hayan estado


las ficciones, la utilidad se desvanece como criterio de lo verdadero. En La Gaya
Ciencia Nietzsche es claro cuando afirma: "no poseemos órgano alguno para el
conocimiento, para la verdad; sólo sabemos o creemos saber lo que conviene que
sepamos en interés del rebaño humano, y hasta lo que llamamos en este caso
utilidad no es más que una creencia, un juego de la imaginación o tal vez esa
necedad funesta que algún día hará que perezcamos" ( Nietzsche, 1984: afor.
354). No podemos, entonces, definir a Nietzsche como un pragmatista, no adhiere
a una teoría pragmática de la verdad en reemplazo de la teoría de la verdad como
correspondencia; para Nietzsche algo no es verdadero porque sea útil sino porque
creemos en su utilidad. El criterio para reconocer si algo es "verdadero" es la
creencia, la fe en ello, el grado de antigüedad que lo convirtió en condición vital;
así, algo es verdadero porque creemos en ello y no al revés.

El problema de la verdad parece disolverse: solamente creemos; la creencia es la


instancia más fundamental que está a la base de una determinada perspectiva, las
creencias son el suelo sobre el cual se asienta una perspectiva, lo que le confiere
unidad. Una perspectiva es un conjunto de creencias; el mundo no se me enfrenta
ya como objeto de conocimiento sino como objeto de creencia. De esta manera, la
verdad ya no es "certeza" sino fe, creencia; el hombre verídico terminó siendo el
hombre creyente, por lo que Nietzsche afirma: "lo que siempre se ha querido en
vez de la verdad ha sido la Fe" (Nietzsche, 1981: afor. 449).

Así, la verdad es cuestionada por Nietzsche no sólo desde el plano ontológico -no
existe una realidad en-sí, un mundo de esencias-, sino también desde el plano
epistemológico: no hay correspondencia entre nuestros juicios y la realidad;
nuestras representaciones, nuestras verdades, entre las que se encuentra la
noción de "mundo verdadero", sólo son creencias, artículos de fe, ficciones
reguladoras.

Existencia y apariencia.

Suprimir el " mundo verdadero " significó, ante todo, disolver la antinomia
verdadero-aparente. El espacio vacante dejado por el "mundo verdadero" no es
ocupado por el "mundo aparente", sino que la noción misma de apariencia parece
ser dejada también, "fuera de juego". Sin embargo, en la La Gaya Ciencia
Nietzsche se pregunta : "¿Qué será para mí la apariencia de ahora en adelante?-
y se responde - ...la apariencia es para mí la vida misma y la acción, que en su
ironía para consigo llega al extremo de hacernos creer que allí hay apariencias,
fuegos fatuos, danza de duendes y nada más..." (Nietzsche, 1984: afor. 54). De
esta manera Nietzsche parece abrir nuevamente un espacio de juego a la
apariencia. Pero ¿a qué se refiere cuando señala que la vida misma es
apariencia? ¿cómo hará para "rehabilitar" la noción de apariencia sin incurrir en
contradicciones? Se hace necesario analizar lo que las nociones mismas de
apariencia, ficción y máscara significan para Nietzsche y ver de qué modo son el
hilo conductor de su tarea crítica.

La crítica al lenguaje representacionalista y a la noción de "mundo verdadero" ha


permitido a Nietzsche desenmascarar a la verdad como ilusión, ficción, engaño
que sirvieron al hombre como defensa ante lo caótico de la existencia, como la
posibilidad de estructurar , de esquematizar el mundo a fin de "no verse arrastrado
y no perderse a sí mismo" (Nietzsche, 1998: 33). Pero cabe preguntarse si la
noción de ficción sólo está emparentada con el hombre verídico, gobernado por
conceptos y abstracciones que busca ordenar el mundo.

Al final del escrito "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral" Nietzsche


señala que: "Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso
fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si
así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no queda en verdad sujeto y
apenas si domado por el hecho de que con sus evanescentes productos, los
conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de
fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y otro cauce, y lo encuentra en
el mito y, sobre todo, en el arte" (Nietzsche, 1998: 34). De esta manera afirma la
existencia en el hombre de un instinto de metáfora, de ficción que toma una doble
direccionalidad: ligado no sólo a la necesidad de conjurar los peligros por medio
de la invención de conceptos, de un mundo ordenado y del consiguiente
surgimiento de los cánones de lo verdadero y de lo falso, sino relacionado también
con la creatividad, la invención, la sobreabundancia de la vida, atravesando la
existencia, engañando sin perjudicar; este instinto es el que está a la base, pues,
de lo apolíneo y de lo dionisíaco.

Es posible distinguir, entonces, entre lo que Vattimo denomina máscara mala o


decadente y máscara buena o no decadente, que señalarían la doble actitud de
liberarse de lo dionisíaco (hacia un mundo de formas definidas, estables) y liberar
lo dionisíaco (como el simple fluir de las fuerzas creativas de la existencia) y que
tendrían a la base este instinto de metáfora. La doble direccionalidad que
Nietzsche asigna al instinto de metáfora parece constituir una necesidad. Según
señala Vattimo: "entender la génesis de la apariencia sólo como un esfuerzo de
defensa contra la caoticidad de la existencia, tendría el mismo sentido de
reducción del ser y de la existencia humana desde un único principio, el instinto de
conservación, concebido como aquél que rige la historia pero que no tiene, a su
vez, historia: con las características del ser metafísico" (Vattimo, 1989: 31).

Es decir que si en Nietzsche el problema de la máscara, de la ficción, de la


apariencia estaría vinculados solamente con la problemática de la decadencia, es
decir, con la debilidad y el temor del hombre ante lo caótico y la consiguiente
invención de ficciones útiles, se correría el riesgo de afirmar que hay un principio
de conservación que, atravesando la existencia, le conferiría a ésta unidad,
direccionalidad y sentido, y que habría hecho posible el surgimiento de la
apariencia en su aspecto negativo, como máscara mala. Pero como ya se ha
señalado, Nietzsche no sólo afirma que tal principio constituye una creencia más,
una ficción más, sino que bifurca la direccionalidad del instinto de metáfora,
intentando escapar a una concepción del ser como unidad, como identidad, como
presencia; la existencia es contradicción, multiplicidad, cambio, ficción, máscara,
apariencia.

Al señalar el carácter ilusorio, ficticio de la existencia, las nociones de máscara,


ficción, apariencia se despojan de su significado negativo; ellas no son "malas" por
el hecho de ser máscara, ficción y apariencia, sino que su aspecto negativo
consiste, como señala Vattimo, en el anquilosamiento de las ficciones, de las
máscaras como "verdad". Así, rehabilitar la máscara y la apariencia no significa
negar realidad a la existencia sino intentar escapar a la inmovilidad, al
enquistamiento, a la fijación, a lo en-sí. En este contexto lo aparente no se opone
a lo verdadero, a lo que "es"; la apariencia se desliga de la relación de oposición
que le confería sentido y que creaba dos órdenes o grados en lo existente.

Afirmar que todo es ficción, máscara, apariencia es negar que la existencia sea
algo más que una red de relaciones móviles y contingentes. Por lo tanto,
desenmascarar no es alcanzar la cosa en-sí, la verdad en-sí, sino experimentar la
existencia como un incesante fluir de máscaras; desenmascarar es enmascarar: al
quitar una máscara ninguna verdad se hace presente, se desoculta, se revela,
sólo hay una nueva máscara.

Así como de las creencias no podíamos decir que eran verdaderas o falsas,
puesto que ellas son el criterio de lo verdadero, tampoco de las máscaras
podemos señalar su verdad o falsedad, ya que la verdad y la falsedad son ellas
mismas máscaras, ilusiones, ficciones; la verdad no es una instancia superior que
determine el carácter verdadero o falso de la máscara, sino que es ésta última
quien define el carácter de la verdad.

Este instinto de metáfora que permitió el surgimiento del "mundo verdadero", pero
que permitió también "rehabilitar" la apariencia , será la voluntad de poder que
"...como prodigio de fuerzas, sin principio ni fin, como juego de fuerzas, ...como un
mar de fuerzas que se transforma eternamente" (Nietzsche, 1981: afor. 1060),
atraviesa y define a la existencia; ésta será, entonces, el ciclo múltiple de
máscaras en que se transfigura la voluntad de poder .

La opción de Nietzsche por la apariencia se hace necesaria a fin de no volver a


identificar la existencia con algún principio estable, universal y necesario y, a la
vez, le permite experimentarla como fenómeno estético.

Perspectivismo
La crítica de Nietzsche a la verdad significa, ante todo, negarla como posibilidad:
desenmascaradas las categorías metafísicas que la hacían posible y que le abrían
un espacio de juego, se desvanece la posibilidad misma de existencia de la
verdad en cualquiera de sus formas. Nietzsche señala que "la pérdida de una
ilusión no crea ninguna verdad, sino un poco más de ignorancia, una ampliación
de nuestro espacio vacío, un ensanche de nuestro desierto" ( Nietzsche, 1981:
afor. 595). Esto significa que su crítica a la verdad no debe interpretarse como la
crítica a una determinada concepción de la misma y la posterior elaboración de
otra teoría de la verdad que reemplazaría a la ya desplazada; "la verdad sale tan
descuartizada como Dionysos" (Deleuze, 1986: 151), señala Deleuze.
Cuestionada en su esencia, negada como certeza, denunciada como ilusión,
engaño, se destruye la posibilidad misma de reemplazar una verdad por otra.

La verdad se fragmenta en perspectivas; no existe una "verdad" sino una


pluralidad de perspectivas sobre las cosas. Se destruye el mundo de las esencias,
de las cosas en-sí ; la "esencia" de algo es, ahora, una opinión sobre la cosa, una
atribución de sentido, la elaboración de una determinada perspectiva. Las cosas
son lo que son para mí, ellas no poseen una esencia o una naturaleza
independientes de aquél que las concibe; las cosas sólo existen en el marco de un
juego de relaciones, de un determinado horizonte de sentido que constituye un
mundo: "la realidad se reduce exactamente a esta acción y reacción particulares
de cada individuo respecto al conjunto" (Nietzsche, 1981: afor. 559).

Crear un mundo es, entonces, asignar valores, crear sentidos, introducir


interpretaciones en las cosas; pero quien interpreta no es ya un sujeto, puesto que
el sujeto como substancia, como unidad que hacía posible el conocimiento ha sido
disuelto; el sujeto, dice Nietzsche, no nos es dado, sino añadido, imaginado. La
noción de sujeto es una creencia más, una superstición, una interpretación
innecesaria, "el mismo sujeto es una creación... una simplificación para nombrar a
la fuerza que pone, que inventa, que piensa" (Nietzsche, 1881:afor. 549). En lugar
del sujeto encontramos una pluralidad de fuerzas sin identidad, un flujo de fuerzas
en permanente lucha; quien interpreta es la voluntad de poder en tanto fuerza que
crea, simplifica, configura e inventa.

Una pluralidad de perspectivas fragmenta la "verdad"; ésta, en tanto voluntad de


poder cualificada negativamente, en tanto fuerza reactiva, negaba la existencia, la
despreciaba, la aniquilaba, encontrándole un sentido; sólo cuando la "verdad" se
fragmenta en mil máscaras, en mil perspectivas, es capaz de afirmar la vida, su
multiplicidad, su diversidad, su fondo trágico; sólo un SI que afirme la existencia
como un eterno juego de máscaras puede devolverle a ésta su inocencia.

Conclusión.

El perspectivismo permite a Nietzsche disolver el problema de la verdad; criticada


desde el punto de vista epistemológico como correspondencia entre pensamiento
y realidad, y desde el punto de vista ontológico como lo en-sí, como lo uno, como
lo que "es", la noción de verdad se fragmenta, se quiebra, pierde sentido. Y puesto
que ninguna perspectiva tiene mayor valor que otra, su filosofía misma es
consciente de ser una perspectiva más, sin pretensiones de fundamentación, sin
ansias de inmortalidad; así lo señala cuando, en el último aforismo de Más allá del
Bien y del Mal, se pregunta:

"Ay, qué sois, pues, vosotros, pensamientos míos escritos y pintados?...¿ qué
cosas escribimos y pintamos nosotros, nosotros los mandarines de pincel chino,
nosotros los eternizadores de las cosas que se dejan escribir, qué es lo único que
nosotros somos capaces de pintar?. Ay, siempre únicamente aquello que está a
punto de marchitarse y que comienza a perder su perfume!... Sólo para pintar
vuestra tarde, oh pensamientos míos escritos y pintados, tengo yo colores, acaso
muchos colores...!" (Nietzsche, 1986:afor. 296).

El problema, entonces, es claro: no se trata de la imposibilidad de instaurar


valores, de crear perspectivas, sino de la imposibilidad de canonizarlas, de
convertirlas en "verdades".
El perspectivismo permite al mundo recuperar su multiplicidad, su contradicción,
su sin sentido, su falta de fundamento; el mundo, dice Nietzsche, "se ha vuelto por
segunda vez infinito para nosotros, por cuanto no podemos refutar la posibilidad
de que sea susceptible de infinitas interpretaciones" (Nietzsche,1984: afor. 374).

Ruptura de la unidad, pérdida del "centro", recuperación de las diferencias,


sentidos provisorios, verdades móviles como "propuestas" para un filosofar
"menos serio", más ligero, más ondulante. Este será el único camino posible para
aquellos que, como discípulos de Dionysos, inviten a la razón a hacer una pausa.

1. Destrucción y final de la metafísica ontoteológica: la nada


Desde su comienzo la metafísica detenta un carácter íntimamente problemático,
tanto que se puede entender que la problematicidad es uno de sus elementos
constitutivos. Además, en nuestra situación actual a su problematicidad esencial
se une el estado, ciertamente aporético, en el que nos encontramos. Tras el fin de
la Modernidad la metafísica se ha visto puesta en cuestión, tanto por quienes
todavía desean más Ilustración cuanto por quienes rechazan explícitamente el
proyecto de las Luces. A principios del siglo pasado las proposiciones metafísicas
fueron declaradas como sinsentido. Por otra parte, su proyecto de fundamentación
ha sido entendido por algunos como un ejercicio de fundamentalismo y, en
definitiva, de violencia ideológica. Así, en la filosofía contemporánea se ha
declarado una y mil veces la imposibilidad y el absurdo del proyecto metafísico
occidental.

Estando así las cosas en la actualidad, es la misma encrucijada de la filosofía la


que nos fuerza a plantearnos algunas preguntas: ¿qué es, desde nuestra situación
actual y para ella, la metafísica? ¿Qué es lo que la metafísica nos permite
comprender y emprender? En definitiva, ¿cuál es, si es que lo tiene, su finalidad y
sentido?
Con Aristóteles la metafísica tuvo un comienzo del cual recibió su primera
orientación, y ello de tal manera que aquella filosofía primera ha mantenido su
vigencia hasta nuestros días. Esto es así porque las categorías —mejor, y
entendido el término en sentido amplio, las «metacategorías»— elaboradas por
Aristóteles continúan articulando la estructura de la filosofía occidental. Pues bien,
Aristóteles configuró la filosofía primera como ontoteología. Su pregunta última es
por la ousía y por las causas. Así lo dice cuando al comienzo del libro séptimo de
la Metafísica sostiene que: «la cuestión que se está indagando desde antiguo y
ahora y siempre, y que siempre resulta aporética, qué es lo que es, viene a
identificarse con ésta: ¿qué es la entidad?»1. Ahora bien, en su filosofía primera el
estudio de lo que es en tanto que algo que es desemboca, naturalmente, en el
estudio de la próte ousía. Así, en el libro VI de los metafísicos Aristóteles se
plantea la siguiente cuestión:
«Cabe plantearse la aporía de si la filosofía primera es acaso universal o bien
se ocupa de un género determinado y de una sola naturaleza (…). Así pues,
si no existe ninguna otra entidad fuera de las físicamente constituidas, la
física sería ciencia primera. Si por el contrario, existe alguna entidad inmóvil,
ésta será anterior, y filosofía primera, y será universal de esto modo: por ser
primera»2.
De este texto cabe concluir que la filosofía primera es teología. Aristóteles daba
ya por sentado en el libro VI lo que después demostraría en el XII, que hay una
ousía akínetos, por lo que, a su vez, hay una próte episteme: una sabiduría que
será universal por ser primera. No obstante, considerando lo que también se ha
indicado en el párrafo anterior, se ha de concluir que su metafísica es ontología y
teología. Dicho de otro modo, que tiene un carácter ontoteológico.
Quien esto suscribe comparte la opinión de quienes consideran que la
metafísica se puede considerar como un todo más o menos identificable —aunque
no carente de relevantes inflexiones—, desde sus inicios en la Grecia arcaica
hasta Hegel, quien constituiría, a la vez, su culminación. Es cierto que tras la
constitución ontoteológica de la metafísica por parte de Aristóteles, Kant
suspendió dicho carácter al negar la posibilidad de un acceso físico a lo
hiperfísico; no obstante, conviene recordar que otorgó a Dios una centralidad
singular en el terreno de la moralidad. De cualquier manera y poco después, Hegel
reeditó de manera particular la ontoteología en un sistema que realizaba en su
despliegue el Sujeto absoluto.

No sería acertado pensar que la culminación hegeliana ha supuesto también la


clausura definitiva de la metafísica. Es cierto, sin embargo, que tras el idealismo
absoluto se produce

(2) La “muerte de Dios” y la Crítica kantiana del conocer:

La transfiguración esencial que subyace a la ruina de la metafísica tiene para


Hegel su expresión más terrible en el pensamiento de que “Dios ha muerto”. Bajo
esta enunciación, ese fenómeno es asimilado como la certeza de una pérdida
total: Dios ha muerto. Dios está muerto —este es el pensamiento más terrible, el
hecho de que todo lo sempiterno y verdadero no existe, que la negación misma
está en Dios; con ello se vincula el dolor supremo, el sentimiento del completo
abandono, la superación de todo lo privilegiado a priori como superior.6Es preciso
interpretar el sentido hegeliano de la sentencia “Dios ha muerto” en su doble
acepción según se la trate desde la filosofía o desde la religión. En ello se
involucra una vez más la enigmática relación de la metafísica con la teología que
ya hemos insinuado pero que, en rigor, escapa a nuestra comprensión plena,
apareciendo sólo como intuida, entreverada. Desde el punto de vista de la religión,
lo que el espíritu ha perdido no es otra cosa que el sentimiento de su unidad con lo
divino.7El sentimiento de esta pérdida compromete el mutuo relacionarse de los
hombres y los dioses, así como la desacralización de la existencia. Lo que este
estremecimiento revela es una separación conforme a la cual la existencia se ve
como “arrojada” en un mundo sin finalidad ni convicción. De modo que, en el
ámbito de la religión, la pérdida de la atributo substancial o, su ser transfigurado se
presenta en el la resaca inmediata de los dioses huidos, de la negación del cielo y
de la entrega del espíritu a la errancia terrenal. Es la orfandad del espíritu en su
ser arrojado a la deriva de la tierra lo que expresa la esencialidad transfigurada.
Aquí parece reiterarse una antigua palabra bíblica: “Andarás errante y vagabundo
sobre la tierra” (Gen, 4, 12). Pero en su acepción filosófica, en la que
abandonamos el dominio del sentimiento en favor de la reflexión y del concepto, la
transfiguración que Hegel expone bajo el modo de la “muerte de Dios” se perfila a
partir de la renuncia de la filosofía al quehacer especulativo y al abandono de los
problemas que le estaban señalados por la antigua metafísica. Dicha renuncia la
imputará Hegel a la acción de la filosofía crítica en su cometido de un
cuestionamiento radical de la metafísica racionalista y de la restricción de la razón
en sus pretensiones epistemológicas de lo suprasensible. En efecto, “la doctrina
exotérica de la filosofía kantiana —es decir, que el intelecto no debe ir más allá de
la experiencia porque de otra manera se convierte en razón teorética que por sí
misma sólo crea telarañas cerebrales— justificó desde el punto de vista científico
la renuncia al pensamiento especulativo”.8 Esta renuncia se traduce en que las
indagaciones sobre la generalidad del ente y sobre los objetos peculiares de la
metafísica (Dios, mundo y alma) se hunden en el descrédito. La Crítica de la razón
pura de Kant se mueve ya, desde sus inicios, en este clima de la ruina de la
metafísica. Al respecto anota Kant que la metafísica ha dejado de ser la reina de
las ciencias para verse “rechazada y abandonada como Hécuba”, haciéndose
merecedora del desprecio de la época. En esta condición de la metafísica se juega
para Kant la necesidad de someter la razón a una exhaustiva crítica de sí misma.
La razón tiene que renunciar a su aspiración a lo suprasensible (esto es, a lo
incondicionado), desfalleciendo en sus pretensiones últimas de conocimiento y
resguardándose en todo lo limitado y finito. A la luz de la crítica kantiana del
conocer y en su versión más radical, la ruina de la metafísica aparece para Hegel
en el momento en que la filosofía abandona, no sólo el dominio de lo
suprasensible, sino también, de la mano de éste, toda ciencia de Dios (teología).
Este abandono se refleja en la opinión generalizada en su tiempo de que “no
podemos saber ni conocer nada de Dios”,10 opinión que en su momento se torna
“una verdad aceptada totalmente, un asunto resuelto, una especie de prejuicio”.11
Lo que Hegel constata en ello es la transformación de la filosofía en su acepción
de teología, transformación que compromete la acción de la filosofía crítica. Es
esta filosofía la que hace de Dios un “absoluto más allá” (inaccesible) para el
entendimiento, y de su idea “un error refutado hace tiempo, de modo que no hay
que atender más a ella”.12

No es gratuito que Hegel haga uso aquí de la expresión “idea de Dios”. Pues la
negativa a acceder a un conocimiento racional de Dios como el que pretendía la
antigua Theologia naturalis de la metafísica, destaca en la filosofía a partir del
momento en que Kant convierte a Dios en una idea ilegitimable e ilegitimada, y lo
confina, de esta suerte, a un “Absoluto más allá”. Para comprender esto, conviene
recordar, aunque sea sumaria y sinóptica, cómo funciona la arquitectónica
cognoscitiva kantiana. Kant comienza por distinguir, además de la sensibilidad y el
entendimiento, el entendimiento y la razón, erigiendo entre ambos una barrera que
permite establecer las limitaciones del conocimiento. Mientras el entendimiento
crea conceptos con base en las sensaciones y por vía de la mediación sintética de
la imaginación, la razón por su parte se comporta según ideas. Los conceptos
puros o categorías del entendimiento son legitimables en tanto se aplican a
objetos de la empiria, esto es, en tanto se refieren a priori a objetos, entes, ‘cosas’.
Las ideas en cambio no se refieren nunca a objetos, por lo que no hallan en el
orden de la experiencia legitimidad alguna. Mientras los conceptos que forma el
entendimiento garantizan un conocimiento cierto de los fenómenos, las ideas de la
razón se aventuran en un terreno sobre el cual el conocimiento no tiene ningún
poder. Así, la razón se ve expuesta al error y la pérdida, y su destino no es otro
que la ilusión trascendental. Cuando Hegel pone de manifiesto que la idea de Dios
se ha vuelto un error ya refutado para la filosofía de su tiempo, lo que quiere decir
es que su conocimiento ha quedado preso en el horizonte de la ilusión
trascendental conforme a los postulados de la filosofía crítica. Se hace evidente
entonces que al asumir a Dios como objeto del preguntar de la filosofía, se bracea
en el mar sin fondo y sin orillas de la metafísica, y que la razón se mantiene aquí
en el mero extravío y en la pérdida de sí misma. Que el conocimiento se halle
enraizado en los fenómenos exiliando a Dios del conocer es un hecho tras el cual
merodea el fantasma de la filosofía kantiana. Tras la apabullante incursión de esta
filosofía en las ciencias, el entendimiento se enriqueció con la aprehensión de una
colorida variedad de objetos, logró la expansión del conocimiento de las cosas
finitas y “la extensión de las ciencias se hizo casi ilimitada, ampliada hasta lo
inabarcable”.13 Esto trajo consigo una inmediata consecuencia: la de que se haya
hecho tanto más estrecho el círculo del conocer acerca de Dios. Es en el seno de
esta limitación donde cabe situar la ruina de la teología natural de la metafísica y
de su pretensión de un conocimiento racional de Dios. Pues a partir de entonces,
Dios sólo puede ser objeto de la ilusión, y su saber el reflejo del delirio en que se
sume la razón misma.Atestiguar la estrechez de miras del conocer a la que lo
reduce el obrar analítico del entendimiento al legitimar el saber de las cosas
finitas, pero reduciéndose a esta llana finitud, constituye para Hegel “el último
grado de rebajamiento del hombre”.14Pues con esta limitación acontece aquella
transfiguración esencial, esta vez en el ámbito del conocer, transfiguración que
denominamos “muerte de Dios” y cuya esencia y medida permanecen para
nosotros como inabarcables. Es así como se comprende que la mentada limitación
“convirtió a Dios en un fantasma infinito, que está lejos de nuestra conciencia, y a
la par al conocimiento humano en un fantasma vano de la finitud, en sombra y
compleción de la apariencia”.15 Dios muere por obra del entendimiento que lo
mata al confinarlo a ese absoluto más allá en que no es ya ni cognoscible ni
temible. Con esto el entendimiento hunde en la nada las posibilidades últimas del
conocer que pertenecen a la naturaleza de la razón, para reducirse a la
determinación de las condiciones de posibilidad del conocimiento de los
fenómenos. La extensión de las ciencias, favorecida por el obrar analítico del
entendimiento, juega un papel decisivo en el complot que termina por desterrar a
Dios de todo conocimiento. Lo anotado por Hegel en esta dirección es quizá aún
más válido en nuestro presente: Hubo un tiempo en el cual toda ciencia fue una ciencia de
Dios; en cambio nuestro tiempo se destaca en saber de todo y de cada cosa, de una
muchedumbre infinita de objetos, pero nada de Dios. Hubo un tiempo en el que se tuvo interés y
urgencia de saber acerca de Dios, de sondear su naturaleza, en el que el espíritu no tenía ni
encontraba reposo sino en esta ocupación, en el que se sentía infeliz por no poder calmar esta
apetencia, y menospreciaba todo otro interés cognoscitivo. Nuestro tiempo se ha despojado de
esta apetencia y de su afán, hemos terminado con ella. [...] A nuestra época ya no le causa más
angustia el no conocer nada de Dios; más bien vale como evidencia suprema el que tal

conocimiento no sea siquiera posible.16Así perfilada, la “muerte de Dios” coincidirá para


Hegel con la fundación de la conciencia racional tal y como tiene lugar en la
filosofía moderna. Ella se establece a la luz de la autoposición de la razón como la
fuente de toda certeza y seguridad, como el único principio de todo conocimiento y
de todo saber sobre el mundo. “La razón es la certeza de la conciencia de ser ella
misma la esencia de toda la realidad”.17 Esta nueva esencia, cuya forma acabada
es la subjetividad, termina por desplazar a Dios del lugar de esencia única que le
era conferido por el filosofar precedente, confinándolo como el absoluto más allá
de la conciencia. En las páginas finales de su escrito Creer y saber, luego de
exponer críticamente las filosofías de Kant, Jacobi y Fichte, Hegel exponía esta
transformación del modo que sigue: A través de las filosofías consideradas, el dogmatismo
del ser fue refundido en el dogmatismo del pensar y la metafísica de la objetividad en la metafísica
de la subjetividad. Así el viejo dogmatismo y la metafísica de la reflexión se cubrieron únicamente
con el color de lo interior o de la nueva cultura a la moda mediante toda esa revolución de la
filosofía; y el alma como cosa se transformó en Yo y como razón práctica en lo absoluto de la
personalidad y de la singularidad del sujeto. El mundo en cambio como cosa, se transformó en el
sistema de fenómenos o de afecciones del sujeto y en realidades creídas, mientras lo absoluto
como un objeto y como objeto absoluto se transformó a su vez en el absoluto más allá del

conocimiento racional.18 Hegel se referirá también a esta transformación


denominándola el “Viernes Santo especulativo”. Por el cuestionamiento que
acarrea frente a lo divino, este momento viene a designar “el abismo de la nada en
el que todo ser se hunde”, o también “el dolor que se daba ya en la cultura, sólo
históricamente, y como el sentimiento sobre el cual descansa la religión moderna:
el sentimiento de que Dios mismo ha muerto”.19 La “muerte de Dios”, delineada
en los trazos en que la hemos esbozado, se halla consubstanciada con el
fenómeno de la ruina de la metafísica que asciende a partir de la fundación de la
conciencia racional. Pero, con todo, ¿cómo entra Dios en la metafísica? ¿De
dónde la unidad esencial y la secreta correspondencia de ambos fenómenos?
¿Qué significa la “muerte de Dios” a la luz de la ruina de la metafísica? Responder
a estas preguntas supone procurar, además de una exhaustiva exégesis de la
“muerte de Dios”, una decisión frente al significado del término “metafísica” así
como la clara delimitación de su objeto. Ello equivale a desentrañar la esencia de
la metafísica aquí pensada llevándola a la reformulación de su asunto mismo.
Enunciada en su mera generalidad, la correspondencia de los fenómenos
mencionados abre la captación —por lo pronto solamente intuitiva— de la
constitución onto-teológica de la metafísica. En lo que sigue, intentamos adelantar
algunos pasos —necesariamente vacilantes— en esta dirección.

3. El olvido del ser

Sin duda, desde hace ya mucho tiempo, la escandalosa sentencia Dios ha muerto
se ha vuelto un lugar común en la filosofía, que suele asociarla al pensamiento de
Nietzsche. En esta referencia habitual, lo mentado por la citada sentencia no ha
sido pensado con propiedad, y más bien se lo ha hecho objeto de toda suerte de
malinterpretaciones. La puesta en claro de su aparición en otras formulaciones
filosóficas (digamos por caso, en Plutarco, en Pascal, y por supuesto, en Hegel)
permite redimensionar el espacio en el que se abre su auténtica comprensión. Así
concebida, la declaración de la “muerte de Dios” encuentra su propio espacio de
reflexión en la metafísica, guardando una relación esencial con la constatación de
su ruina (Kant-Hegel) y su consumación o superación (Heidegger).La exégesis
heideggeriana del significado de la frase de Nietzsche Dios ha muerto ha
contribuido en gran medida a establecer de modo manifiesto la íntima
correspondencia de este pensamiento con la metafísica. Al decir de Heidegger, la
interpretación de la frase ilumina un estadio de la metafísica occidental que puede
pretenderse su estadio final, “porque en la medida en que con Nietzsche la
metafísica se ha privado hasta cierto punto a sí misma de su propia posibilidad
esencial, ya no se divisan otras posibilidades para ella”.21 El modo como
Nietzsche llevaría la metafísica a este límite no es otro que el de la inversión de su
estructura fundamental. Según Heidegger, dicha estructura no consiste en otra
cosa que en comprender el ser del mundo sensible sólo en cuanto referido a un
mundo inteligible o suprasensible.La frase de Nietzsche Dios ha muerto toca su
significación esencial a la luz de esta inversión de la estructura fundamental del
pensar en el que se mantiene la metafísica. Nietzsche efectuaría esta inversión al
poner lo suprasensible como un producto de lo sensible que carecería en sí mismo
de toda consistencia. Así invertida, después de Nietzsche “a la metafísica sólo le
queda pervertirse y desnaturalizarse”.22Con todo, aquí está de por medio mucho
más que una llana destitución de lo suprasensible, pues lo que se pone en juego
es más bien una comprensión esencial del término “metafísica”. Por metafísica,
Heidegger entiende el ámbito del ser de lo ente, o bien, “la verdad de lo ente en
cuanto tal y en su totalidad”.23 De esta suerte, las posibilidades de la metafísica
se establecen siempre en dirección a la pregunta por el ser en cuanto ser del ente,
que hay que diferenciar en su formulación y alcance de “la verdad del Ser mismo”.
Metafísicamente considerada, esta verdad ha sido reducida a la dimensión de lo
suprasensible, si nos atenemos a lo que según Heidegger ha sido hasta Hegel la
historia manifiesta o acontecida de la metafísica. Con lo que, interpretada
metafísicamente, la “muerte de Dios” compromete el mantenimiento de la verdad
de lo ente y su referencia al ser —más exactamente, al ente supremo— que le
sirve de fundamento. La frase Dios ha muerto encierra, pues, este significado
metafísico. Con ello se indica, a su vez, que el ámbito para la comprensión
auténtica de la sentencia no puede ser otro que la propia metafísica, entendida
como verdad de lo ente. En ese sentido, la frase no implica una cuestión religiosa
o doctrinal, y se sitúa más allá de las habladurías que la hacen valer como una
escueta “falta de fe” o como una prédica incondicional de ateísmo. Su significación
más esencial estriba en el cuestionamiento que acarrea para la metafísica el
hundimiento (más aún, el ocaso) del mundo suprasensible en su totalidad.

La “muerte de Dios” significa que “el mundo suprasensible pierde su fuerza


efectiva, que ya no procura vida”.24 Que dicho mundo, antaño considerado el
mundo verdadero, se torna aparente e irreal, que se sume en la nada. Así
entendida, la declaración de la “muerte de Dios” implica el cuestionamiento del ser
del ente, o lo que es lo mismo, de su fundamento. En ese sentido, Heidegger
asocia su interpretación al advenimiento del nihilismo. Éste, en cuanto momento
límite de la manifestación del ser considerado metafísicamente como fundamento,
debe ser pensado según el postulado de una “historia del ser” que compromete el
destino mismo de la metafísica y su consumación. Heidegger comprende la
“muerte de Dios” en su forma más radical (el nihilismo) en el horizonte del
acontecer epocal de la historia total del ser. En dicho acontecer, la “muerte de
Dios” viene a representar el momento en que Dios como lo más ente del ente es
rebajado a la condición de valor, perdiendo su carácter esencial y su fuerza
efectiva. “Dios” es el nombre para el mundo suprasensible en su totalidad. Pero
este mundo viene a nombrar el ámbito de los valores supremos por obra del
movimiento propio de la época moderna conforme al cual, y en consonancia con lo
pensado por Hegel, la verdad de lo ente pasa a residir en el poner representador
del subjectum. Nietzsche se inscribiría dentro de la metafísica moderna cuando, al
interpretar lo suprasensible como mundo de los valores supremos, ratifica el
ámbito de poder propio de la edad moderna en el que lo ente se determina según
el representar, el estimar o el valorar cuya facultad es privativa del sujeto. El sujeto
como el ente que ocupa ahora el lugar de fundamento de toda determinación de
los entes tiene para sí que lo suprasensible, el ser, no se comprende sino en el
orden del valor. La “muerte de Dios” es el momento de la historia del ser en el que
éste es rebajado a la condición de valor. Con ello se supedita al ser, que antaño
mantenía jerárquicamente el carácter de fundamento, a algo fundado por el
disponer o el estimar representador del subjectum. En este momento de la historia
del ser, la estructura fundacional o estructura de fundación (ser-ente) se invierte.
Lo suprasensible se desvaloriza y pasa a ser un mero producto de la estimación o
valoración propias del subjectum. Por eso Heidegger dirá que Nietzsche no hace
más que invertir la metafísica concebida como platonismo, o más radicalmente,
que la filosofía de Nietzsche es un platonismo invertido. Pero la toma de posición
de Heidegger frente a Nietzsche no se limita a la acusación de esta inversión. Ella
trasluce un sentido de la “muerte de Dios” en el que ésta se comprende como la
muerte de lo ente por obra de la subjetividad, y en esa medida, como algo que
compromete esencialmente a toda la filosofía moderna. Dicho más claramente, la
“muerte de Dios” equivale a una progresiva destitución del ser en cuanto
fundamento del ente, en favor de la instauración de la subjetividad como principio
supremo. Que esta negación sea efectuada por el pensar que corresponde a la
época moderna testimonia el tipo de relación que aquella época ha venido
sosteniendo con el ente total y con su referencia al ser. Esta relación Heidegger la
comprende bajo el modo del olvido; éste no menciona una operación psicológica,
sino un orden de negación que se habría consubstanciado con la metafísica en su
origen y por el cual la metafísica se torna el ámbito preciso para la irrupción
histórica del nihilismo. La “muerte de Dios” tal y como es efectuada en la
metafísica moderna y en su consumación llevada a cabo por Nietzsche, trasluce
un fenómeno subyacente al conjunto de las manifestaciones o destinaciones del
ser, a saber, el olvido del ser. Este olvido, entendido como lo que delata que el ser
ha permanecido impensado para toda la metafísica occidental, significa que, al
convertir lo ente en objeto del obrar representacional del sujeto, se ha apartado lo
ente en sí; la “muerte de Dios” coincide con este apartamiento de lo ente, es este
apartamiento en cuanto tal. “Matar a Dios” significa apartar lo ente al convertirlo en
objeto. Pero este matar “no sólo derriba a lo ente como tal en su ser en sí, sino
que aparta completamente al ser”.25En la versión heideggeriana, la “muerte de
Dios” menciona el advenir epocal del “olvido del ser”. Este olvido está presente ya
para Heidegger al comienzo de la investigación propuesta en Ser y tiempo,
expresamente relacionada con el descrédito del preguntar de la metafísica: “La
mencionada pregunta [la pregunta por el ser] está hoy caída en el olvido; bien que
nuestro tiempo se anote como un progreso volver a afirmar la metafísica”.26
Llevados a esta instancia, es preciso preguntar una vez más: ¿De qué modo se
corresponden Dios y ser para que la “muerte de Dios” pueda implicar el
cuestionamiento epocal de la metafísica? ¿Cómo es que esta última cuestión, el
“olvido del ser”, viene a sumarse a los problemas antes formulados bajo las
denominaciones de la “muerte de Dios” y la “ruina de la metafísica”? Esta
correspondencia y su alcance están insinuados en la comprensión del nihilismo
como la época del máximo peligro: el olvido del olvido del ser. Heidegger lo
referirá también como “el tiempo de penuria” o “el tiempo indigente” que se
presenta bajo el signo de la huida de los dioses, y en cuya pobreza y rebajamiento
ni siquiera llega a sentir la falta de Dios como una falta.

La “muerte de Dios” en su acepción nihilista indica que el ser ha sido hundido en la


nada por la irrupción del ámbito de poder propio de la época moderna (el sujeto,
ego cogito) y cuya consumación sería llevada a cabo por Nietzsche en la noción
de voluntad de poder. Por esta razón, el nihilismo acontece en la metafísica, es
decir que compromete el ámbito total de la verdad de lo ente. La “muerte de Dios”,
en su acepción nihilista, dice algo del ser. Exactamente dice que con el ser “no
pasa nada”,28 esto es, que la nada se ha apropiado el ser. La metafísica
constituye el ámbito de este apartamiento que cobra la forma del olvido. Pero dado
el carácter total de la historia del ser, Heidegger llega a situar la metafísica como
un mero momento suyo. Toda la metafísica no ha hecho más que velar u ocultar el
ser —que ha permanecido impensado— y cerrar la posibilidad de su pensamiento
más original. La “muerte de Dios” delata que esta ocultación del ser, al
permanecer impensado por la filosofía, consuma la historia del olvido. Dicho más
radicalmente, “la historia del ser comienza necesariamente con el olvido del
ser”.29 En este sentido, la “muerte de Dios” llega a ser positiva. El horror vacui
que caracteriza su experiencia inicial, la de la pérdida del fundamento, se traduce
ahora en la conciencia del olvido que suscita la urgencia de un nuevo pensar
(“rememorante” o “inicial”), al margen de toda estructura y pretensión
metafísicas.30 En efecto, el “olvido del ser”, y la “muerte de Dios” entendida como
su apartamiento en cuanto lo más ente del ente, “no ha dejado que el propio ser
haga su aparición”.31 Sobre todo el pensar según valores, esto es, el pensar de
Nietzsche, “impide que el propio ser se presente en su verdad”.32 La “muerte de
Dios” pertenece esencialmente a la historia del ser como la hora límite del olvido.
Por eso también ella es la apertura de un nuevo pensamiento del ser, e incluso
reclama con urgencia este pensamiento al cual sólo se llega a condición de dar un
paso atrás por fuera de la metafísica por medio del cual se delata su constitución
onto-teológica.

4. La constitución onto-teológica de la metafísica

Desde antiguo, y concretamente con Aristóteles, la cuestión de Dios entra en el


orden del preguntar de la ciencia que posteriormente fue llamada metafísica. En la
investigación que el filósofo se propone en dirección a la “ciencia buscada”
(filosofía primera) se pone ya de relieve la ambigüedad de su objeto. La filosofía
primera es, por una parte, ciencia del ente en cuanto ente, y por tanto,
ontología;33 pero es también ciencia de lo más divino, y por tanto, también
teología.34 La metafísica racionalista desarrollada posteriormente se mantiene en
esta doble acepción en medida no menor que la escolástica medieval. De ahí que
también para Hegel la renuncia al conocimiento especulativo de Dios involucre
una transformación esencial de la metafísica.La enigmática correspondencia que
la “muerte de Dios” en sus distintas formulaciones sostiene con los momentos de
la metafísica en los que se predica su ruina y su superación, se mueve en la
ambigüedad que atraviesa desde antiguo el objeto peculiar de la metafísica. Así
mismo, la copertenencia que guardan los fenómenos de la “muerte de Dios” y el
“olvido del ser” traslucen dicha ambigüedad. ¿Cómo comprenderla? Dios y ser,
aún cuando se los trate respectivamente a partir de la “muerte” o del “olvido”,
definen el orden de indagación de la metafísica. Su insólita identificación
atestiguada a lo largo de la historia de la filosofía hace que Heidegger acuse bajo
la rúbrica de onto-teología la metafísica occidental en su conjunto. Al decir de
Heidegger, toda la historia acontecida de la metafísica habla en favor de su
constitución onto-teológica. Con todo, la estructura de la metafísica así concebida
“se ha tornado cuestionable para el pensar, y no debido a algún tipo de ateísmo,
sino a la experiencia de un pensar al que se le ha manifestado en la onto-teología
la unidad aún impensada de la esencia de la metafísica”.35

La puesta en claro de la constitución onto-teológica de la metafísica procura una


comprensión de lo que ha sido la metafísica en su esencia. Ella no intenta revertir
en una unidad arbitraria dos disciplinas filosóficas que habría que mantener
claramente diferenciadas (ontología-teología) sino captar la correspondencia y
unidad de aquello que es preguntado de este doble modo por la metafísica. Lo
preguntado es, por una parte, el ente en cuanto tal y en su generalidad; pero es
también, por otra parte, lo ente en cuanto tal como lo supremo y lo último. De ahí
que la metafísica, en estos dos aspectos, haya estado siempre orientada a
cuestiones fundamentales; pues su preguntar se encamina hacia el fundamento
entendido como “lo que funda”, esto es, como aquello a partir de lo cual lo ente
obtiene su ser y su subsistencia. En el lenguaje de Heidegger, esto significa que,
por la naturaleza de su preguntar, la metafísica se mueve en el terreno de la
diferencia ontológica (“el ser no es ningún ente”). Proyectada a partir de dicha
diferencia, la metafísica reclama para el ente el saber de su fundamento. Este
último se descubre bajo el concepto del ser en cuanto lo general y común a todos
los entes; pero también se lo piensa bajo la figura de Dios en cuanto ratio última y
suprema en la cual se reúne y ordena el ente en su totalidad. Conducida a esta
instancia y establecido el doble horizonte de su preguntar, la metafísica señala su
esencia en la unidad onto-teológica de su objeto. Pero es justo esta unidad lo que
ha permanecido impensado, y por tanto, lo que se hace digno de ser cuestionado.
Al pasar bajo silencio la estructura que le subyace, la metafísica no ha sido capaz
de pensar su propia esencia. La legalidad de la misma sólo podrá recaer en el
hecho de que la metafísica dé cuenta de cómo entra Dios en el dominio de su
preguntar. ¿Cómo entra Dios en la metafísica? En principio, esta pregunta no tiene
respuesta alguna. Ello por cuanto en atención a la constitución onto-teológica de la
metafísica, Dios está de antemano instalado en ella. Comprender la cuestión
supone entonces situarse más allá de los límites de la metafísica aquí interpelada
procurando el desencubrimiento de su esencia. “Pero aceptar la pregunta en estos
términos significa consumar el paso atrás”.36El requisito del paso atrás para
comprender la metafísica en su esencia onto-teológica y el modo como Dios entra
en su dominio, apunta a una operación (¿metodológica?) del pensamiento que se
sitúa más allá de la metafísica: “El paso atrás va desde la metafísica hacia la
esencia impensada de la metafísica”,37 y por tanto fuera de ella. Por lo pronto,
hay que guardarse del malentendido que quiere ver en esta operación “una vuelta
histórica a los pensadores más tempranos de la filosofía occidental”.38 A este
paso le subyace más esencialmente la concepción del ser como el asunto propio
del pensar —y por tanto también de la metafísica—, en detrimento de su
identificación con Dios. Pero la metafísica se mantiene en esta identificación. Así
es como se implican para ella la cuestión de Dios y la pregunta por el ser. El ser
es pensado por la metafísica a partir de su diferencia con respecto al ente, pero
también en la necesidad de establecer su fundamento. De este modo, la
metafísica “hace patente y da lugar al ser en cuanto fundamento que aporta y
presenta, fundamento que a su vez necesita una apropiada fundamentación a
partir de lo fundamentado por él mismo”.39 La metafísica establece el ser en esta
acepción de fundamento cuando lo piensa en vistas al principio de causalidad
como Causa sui. Ésta coincide con el pensamiento de Dios, o más radicalmente,
“es el nombre que conviene al Dios en la filosofía”.40La estancia previa de Dios y
su identificación con el ser en la metafísica hacen que, operado el paso atrás, ésta
descubra su constitución esencial como onto-teología. Pero la esencia onto-
teológica de la metafísica, de modo semejante a como ocurre en la ambigüedad a
la que da lugar la comprensión de su asunto en la exposición de Aristóteles, nos
sume en una indecidible aporía. Emmanuel Levinas, problematizando esta
cuestión en Heidegger, la expone del modo que sigue: “Para Heidegger, se trata
de superar la onto-teología. Pero, ¿el fallo de la onto-teología ha consistido en
tomar al ser por Dios, o más bien en tomar a Dios por el ser?”.41Heidegger anota
al respecto, pero haciendo la aporía todavía más irresoluble, que tal vez el pensar
que se ve obligado a abandonar al Dios de la filosofía, el Dios Causa sui, en
procura de un pensamiento todavía más original del ser, se encuentre más
próximo al Dios divino.42Cómo decidir la cuestión es algo que no aparece claro.
En lo que sí podemos arrogarnos una mínima claridad es en que, a la luz de su
constitución onto-teológica, los fenómenos de la ruina y superación de la
metafísica, así como también la “muerte de Dios”, no sólo pueden llegar a ser
comprendidos en su esencia, sino además, tornarse fenómenos positivos. Uno y
otro repercuten en la apertura de un nuevo espacio de juego para un pensamiento
más original del ser como también en favor de una más auténtica experiencia de lo
divino.

La “muerte de Dios” y la cuestión teológica

Así pues, proclamada estridentemente por Nietzsche, pero precursada por Hegel
en su versión moderna de un “Viernes Santo especulativo”, sin desconocer del
todo su experimentación mítico-poética en el caso particular de Hölderlin quien la
atestigua bajo el modo de una “huida y retirada de los dioses”,43 la “muerte de
Dios” acontece en el momento definitivo del filosofar occidental que desde
Heidegger reconocemos como “superación de la metafísica”. Esta superación, por
su parte, sólo se hace comprensible a la luz del postulado según el cual la
metafísica tiene en la onto-teología su más propia esencia. En esta medida, es
preciso insistir aquí en que la interpretación del sentido original de la “muerte de
Dios”, inicialmente en su versión de ocaso del ser y de hundimiento del mundo
suprasensible, así como de los fenómenos asociados a ella (ruina y superación de
la metafísica, pero también “olvido del ser” y olvido de este olvido) implica ganar
una comprensión de esta esencia onto-teológica. Siguiendo a Levinas, “el fin de la
metafísica que conduce a la muerte de Dios es en realidad una prolongación de la
onto-teología”.44La intelección última de la “muerte de Dios” se juega en esta
prolongación. Pero su captación supone, como nos lo exigimos anteriormente, una
toma de posición, e incluso una decisión, sobre la esencia de la metafísica, o
cuando menos —tarea más a nuestro alcance— sobre el sentido en que hay que
acoger el movimiento que se dirige a su consumación y, en consecuencia, a su
superación.

Hablamos de superación desde el momento mismo en que la metafísica se torna


impracticable. Esta condición límite de la metafísica que sugiere su imposibilidad
acarrea, en efecto, la renuncia del pensamiento a las preguntas conductoras que
comandaban la que todavía en tiempo de Hegel cabía reconocer como “filosofía
primera”. Esta superación, sin embargo, en razón del avasallador alcance que
frente a Kant cobra la filosofía especulativa, va mucho más allá de una simple
bancarrota del “uso trascendental de la razón” tal y como en su momento lo
proclamaba la filosofía crítica, cuyo lugar en la reconstrucción filosófico-histórica
de la “muerte de Dios” es, con todo, incontestable, pero que, en su limitación a la
dimensión cognoscitiva, no significa para Hegel más que un momento llamado a
desaparecer. Más bien su efectuación obedece al hecho de que con Hegel la
metafísica ha sido consumada, agotada por el exceso de su realización, y su
preguntar de este modo verdaderamente “arrancado de raíz”.45Hay que reparar
cuán ambigua empieza a resultar la empresa filosófica de Hegel en lo
concerniente a la efectuación de la “muerte de Dios”, toda vez que interpretada a
la luz de la formulación heideggeriana de una superación de la metafísica. Al
tiempo que Dios como lo absoluto es reinstalado por Hegel en el preguntar de la
filosofía, la metafísica se consuma cuando de este modo lo somete a la forma de
un saber absoluto y al requisito del sistema. Conforme al lenguaje de Hegel, esto
se dice tanto más claramente en la formulación según la cual lo absoluto sólo
puede ser medido y contenido por el concepto. El conjunto de la obra de Hegel,
por lo menos en sus momentos esenciales (Fenomenología, Lógica y
Enciclopedia) responde en su movimiento, o más bien, en su despliegue, a esta
autorrealización del concepto en sí mismo o de lo absoluto como concepto. De ello
se sigue una todavía más decidida identificación que la sugerida por Aristóteles
entre filosofía y teología. Hegel llega a establecer de manera categórica que “Dios
es lo absoluto”, y la filosofía en consecuencia necesariamente teología.46Empero,
y contra todo pronóstico, esta reasunción especulativa de Dios en una filosofía de
lo absoluto que, expuesta en la forma de sistema, viene a sustituir en sus
pretensiones a la filosofía dogmática, lejos de significar una salvación de lo divino
frente a la evidencia de su muerte tal y como se desprendía del paradigma
moderno de la subjetividad, es la que —paradójicamente, si se quiere— pone a
Dios fuera de juego para un pensar que ha sabido llevar a término las que desde
antiguo se reconocían como cuestiones fundamentales de una metafísica desde
entonces consumada y por tanto superada en sí misma. Y es que, en efecto, la
filosofía de Hegel, al permanecer supeditada al principio moderno de la
subjetividad, intensificándolo y proporcionándole en la forma absoluta del concepto
su expresión más radical, “pierde más de lo que toma”.47 Su realización de la
metafísica como coronación de un “nuevo mundo del espíritu”, el concepto, único
elemento en el que lo absoluto se garantiza su subsistencia, equivale más bien,
según la fórmula de Heidegger, a la privación de las posibilidades esenciales para
ella. Que después de Nietzsche no quede posibilidad alguna para la metafísica de
cara a la “lógica del valor” inherente a la filosofía moderna, es apenas la ulterior
consecuencia de una consumación que en Hegel ya había alcanzado su
connotación fundamental: lo absoluto, es decir, Dios, sometido a la medida del
concepto.De este modo, en su versión moderna, la “muerte de Dios” coincide con
la inadvertida y sobrentendida evidencia de su impensabilidad, con la evidencia
paradójica de un filosofar que ya no tiene que afrontar a Dios como cuestión. Dios
queda fuera de juego justamente porque lo absoluto ha sabido ser llevado y
reducido a la forma pura del concepto, su muerte tiene lugar precisamente cuando
es dejado a merced de la especulación. De ahí que Feuerbach pueda invertir
incluso hegelianamente la identidad de la filosofía con la teología agregando que
la teología es antropología, y Dios por su parte la imagen-reflejo del pensamiento
del hombre, confinándolo de este modo a una suerte de fantasmagoría.48 Dios
muere por obra del pensamiento que lo mata al hacerlo provenir de la misma
finitud (la humana, en el caso de Feuerbach), al convertirlo de este modo en
“fantasma infinito” de la finitud.

Con esta transformación, la cual reconocemos bajo la rúbrica de una “metafísica


consumada”, coincide una nueva certidumbre histórica. La consumación de la
metafísica en tanto empresa especulativa, es la que perfila los contornos difusos
del nihilismo que se abre paso y que trae consigo el entenebrecimiento del mundo.
No se trata sólo de que Dios se vuelva impensable por un cierto exceso de la
teoría. El desierto de lo divino crece sin medida como la contraparte histórica de
esa consumación. Hegel mismo lo constata en un pasaje de la Fenomenología del
Espíritu que no deja de ser estremecedor: “El espíritu se revela tan pobre, que,
como el peregrino en el desierto, parece suspirar tan sólo por una gota de agua,
por el tenue sentimiento de lo divino en general, que necesita para confortarse.
Por esto, por lo poco que el espíritu necesita para contentarse, puede medirse la
extensión de lo que ha perdido”.49Con todo, entender la “muerte de Dios” bajo la
interpretación nihilista de su ausencia o de su pérdida resulta unilateral. En la
misma lógica de la negatividad que caracteriza el filosofar de Hegel habría que
poder captar esta desaparición de lo absoluto como un momento peculiar de su
manifestación. Esto implica reasumir la “muerte de Dios” en una especie de juego
recíproco de la presencia y la ausencia. La “muerte de Dios” resulta ser de este
modo una presencia de lo divino que luce justamente sobre un fondo de ausencia.
Entonces, contrariamente a la experiencia moderna, la “muerte de Dios”
reinaugura la cuestión teológica. Jean-Luc Marion declara por ello que “la
ausencia de lo divino llega a constituir el centro mismo de la pregunta por su
manifestación”.50 El aporte fundamental de la obra de Jean-Luc Marion estriba en
la tentativa de reasumir la “muerte de Dios” en la línea de esta especie de teofanía
negativa. Lejos de interpretarla como el declinar o el ocaso de lo divino, reconoce
en ella el rostro en que Dios mismo deja traslucir su “fidelidad insistente y eterna”
lo que ratifica en su decir “la paternidad del Padre”.51 Esta tentativa trastoca por
completo el estado de cosas en el cual se ha mantenido desde Nietzsche la
interpretación de la “muerte de Dios”. ¿Somos con ello remitidos a un nuevo
ámbito de pensamiento en el que son redefinidas las antiguas filiaciones de la
filosofía con la teología? ¿La “muerte de Dios” esconde tras de sí la posibilidad de
volver a formular a Dios como cuestión? Esta tentativa pone a su favor una nueva
condición: la puesta en evidencia de la idolatría, no tanto estética como
conceptual, como la genuina marca de una metafísica que ha encubierto desde
siempre, ya en su origen, su esencia onto-teológica.52

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