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Ciudadanías precarias e Imaginarios de colombianidad desde un barrio popular de

Bogotá

Introducción:

Las siguientes líneas procuran llevar a cabo reflexiones en torno a las dinámicas del
poder y la política en Colombia, entendiendo estas categorías como imperativas en el
desarrollo de las naciones, desde la comprensión y la activación de lo civilizado, lo
moderno, lo democrático y en últimas, lo racional, tal como lo visualiza Habermas (1981)
en su teoría comunicativa y, ante todo, en la necesidad de una opinión pública suficiente y
crítica para el establecimiento de las repúblicas constitucionales.

En esa medida, tales deliberaciones se articulan con la pesquisa de las huellas de la


colombianidad, una investigación que propende por configurar las conexiones culturales, el
aparato simbólico, los discursos y la producción de una identidad colombiana que colabore
con el entendimiento de nuestro devenir como nación, si es que en algún modo lo somos.

Lejos de verse influido tal rastreo por alguna ideología particular o por convertirse
en el apéndice de los discursos de gobierno, patria o Estado, más bien tiene la intención de
mirar y relacionar elementos donde no se ha hecho y desde una perspectiva crítica, intentar
reconocernos a fin de cuentas como una cultura particular, en consonancia con los análisis
realizados en su momento por un pensador como Gramsci (1980) en Italia.

Finalmente, es pertinente mencionar que se toma como referente particular, una


comunidad barrial del noroccidente de Bogotá, dentro de la cual se diseñan y aplican
instrumentos metodológicos que implican la cartografía social, la Investigación Acción
Participación y la historia de vida como variantes para esclarecer en lo puntual, las formas y
la materialización del poder político, lo ciudadano y la convivencia entre los sujetos de la
barriada.

La historia de unas ciudadanías arcaicas:

Tanto en la Colombia regional como en la urbana de estratos populares, se han


configurado históricamente unas formas de la definición del poder y el establecimiento de
la norma entre sus componentes sociales. Unos mecanismos que en su mayoría no se
revisan en el filtro de la discusión pública, sino que por el contrario, han sido introyectados
desde la tradición, la repetición y lo inconsciente, dando como resultado, la naturalización
de acciones y patrones que involucran la fuerza bruta, la violencia, la sumisión o la
resignación.

De esa forma, la pirámide social heredada de la colonia, confirma que para acceder
a condiciones privilegiadas o al menos de bienestar, son indispensables además de lo
anterior, la superioridad dinástica, el dinero y “el buen nombre”. Así, los criollos
movilizaron la independencia en torno a las necesidades de raza y clase, pues del mismo
modo que pretendían la salida de la corona española evitaron que mestizos, indios y afros
se apropiaran de la idea de libertad, tal como lo entendió Anderson (1993) en América y
otros continentes periféricos.

Como resultado, esas mismas mayorías precarizadas desde siempre, fueron la base
de los primeros ejércitos caudillistas del siglo xix, alimento de las viejas raíces del odio
bipartidista y del nunca resuelto regionalismo, extremismo cultural que se originó en la
conquista con base en las dificultades geográficas, el atraso económico, la ignorancia y la
subordinación a un poder cacical, que se produjo en el reemplazo de la administración
monárquica por el criollo burgués, latifundista y acumulador de tierra hasta hoy.

En paralelo, la idea de Estado de Derecho en Colombia implicó desde sus orígenes,


un supuesto pacto social entre los ciudadanos con el fin de establecer responsabilidades,
bienestar general y fortalecimiento de las instituciones que se desconocían hasta entonces y
que provenían de la modernidad francesa e inglesa, en dirección a cada contexto singular
como lo refiere Habermas (1981). Sin embargo, desde el inicio republicano, ese pacto ha
servido para legitimar las hegemonías político-económicas y relativizar los derechos de los
desposeídos, dejando aplazada la modernidad para las mayorías. Por tal motivo, aunque la
constitución exista, los derechos aún son abstracciones inalcanzables e incomprensibles
para los componentes sociales de capas bajas y medias.

En consecuencia, si algunas de las representaciones que poseen los individuos en


Colombia tienen que ver con la justificación de su doble moralidad y en seguida, la de
quienes detentan el poder y la administración de los recursos públicos, es difícil edificar
una cultura política que defina esta praxis como el ejercicio del bien común, proscribiendo
esa necesidad y alentando ideas atroces en relación a la justicia privada que implica la
anulación de la diferencia y promueva el crimen para permanecer en el poder o la caridad
como manifestación del ejercicio público frente a masas sumisas y resignadas.

Una praxis primitiva del poder

La cultura política colombiana nace en la masa pasional y arde en un fanatismo que


se emparenta con la religión, claves para comprender lo sectario como síntesis de un
peligroso ejercicio político, como lo planteó Perea (2009). El debate, la reconciliación y la
planificación de la convivencia se subordinaron a la supresión del rival y la estigmatización
en los escenarios de la gran política, particularmente en contextos cotidianos e íntimos. Una
antipolítica que amenazó durante décadas, no solo el establecimiento del orden jurídico,
sino la misma supervivencia de la sociedad, como bien lo asegura Arendt (2005) en sus
reflexiones.

Como ejemplo de lo anterior, en las comunidades barriales del Bachué, El Luis


Carlos Galán o Villa Cristina, estas ciudadanías vetustas han reproducido una resolución
negativa del conflicto en sus relaciones personales y públicas. Por ello, hechos inaceptables
que nacen de la irresponsabilidad del Estado y los sujetos, tienen que ver con la
urbanización de una parte del humedal Juan Amarillo que deteriora el ecosistema, causando
la ilegalidad en la apropiación de espacios, sin tener en cuenta el grave riesgo de construir
en zonas inundables.

De otro lado, explorando el sistema de transporte público, se demuestra el déficit


cívico con la privatización de buses y vías, los atascamientos, las ventas ambulantes, la
delincuencia, el comportamiento inapropiado y el hacinamiento, teniendo como efecto la
vulneración del derecho a la movilidad; pues ante la inexistencia de un sistema multimodal,
persiste un caos originado en la incompetencia estatal, la mezquindad corporativa y la
explosión demográfica, generándose diariamente violencias de tipo sexual, simbólico,
verbal y físico.

De ahí que sea urgente no solo denunciar y exigir los derechos vulnerados en esa
materia, ante la ineficacia gubernamental, sino revisar aspectos psicológicos y psicosociales
relacionados con las actitudes y la comunicación de unos sujetos primarios, pues en disputa
constante se encuentran quienes defienden una postura enmarcada en la corrección política,
donde la resignación prevalece por encima de las dificultades de un colapsado sistema y los
que asumen el vandalismo como el mecanismo de la protesta, en aras del mejoramiento del
transporte público, mientras las decisiones políticas se aplazan en perjuicio de la
comunidad.

Si se extendieran estos imaginarios locales a las dinámicas de la nación, sería


evidente la fragmentación de una ciudadanía que intenta conservar ciertos ordenes frente a
un Estado descompuesto y naturalizado, acusada desde distintos bandos como cobarde,
ultraderechista o paramilitar, y otra que asume posiciones beligerantes o progresistas,
satanizada como vandálica, terrorista o guerrillera. Ambas, posiciones que surgen del
extremismo ideológico y que recrean una y otra vez los ciclos de la violencia expresada en
la obra de Perea (2009).

La urgente formación política y ciudadana:

Asimismo, la escuela no alcanza a inducir una cátedra en ciudadanía potente, que


irradie transformación en los sujetos y espacios citados. Entonces las viejas y las nuevas
violencias se amalgaman en la vida de jóvenes seducidos por la cultura narco, apropiándose
de su existencia y recreando un campo de batalla trazado en fronteras invisibles, en las
cuales pulula el consumo y el expendio de drogas.

En esa vía, la democracia como artificio literario y gramatical se patenta en el


discurso de las elites hace doscientos años como lo aseguró Deas (1993), en tanto que, en
los campos, las ciudades y los barrios, la civilidad no surge como mecanismo catalizador de
la diferencia, es el más aterrador teatro de disputas en el que la educación también es
enunciación. Así lo observaba Zuleta (1995), ya que las pandillas juveniles imponen
“pactos de silencio” como ocurrió con los actores del conflicto armado.

El narcotráfico es el fenómeno vigente que se suma a los lastres históricos para la


perpetuación de la violencia y el origen de otros imaginarios criminales en la conformación
de la nación. La bonanza marimbera, cocalera y de la heroína, fueron el origen de una de
las representaciones más radicales instituidas en Colombia.

El auge de la cultura narco y del dinero fácil se apropió de la sociedad, sobre todo
de la clase media y los menos favorecidos como una oportunidad de acceso al bienestar
negado por el Estado. De igual manera, la relación entre narcotráfico y clase política ha
definido el suceder de los últimos gobiernos en torno a la financiación de la guerra y la
corrupción pública.

Los carteles colombianos no solo dispusieron de la vida de los jóvenes como


expendedores de sustancias, sino que los reclutaron en sus ejércitos personales. Entonces el
mundo infantil y juvenil se vio permeado por representaciones delictivas: el uso de armas,
la extravagancia, la decadencia del consumo, el sicariato como forma de vida y la
complicidad de las familias.

En el presente, el narcotráfico ha tomado nuevas formas a causa de la ofensiva de


las autoridades, aunque el negocio se trasladó a los barrios y a las zonas rurales debido a la
expansión de las sustancias ilegales en los colegios y parques, haciendo de los niños y
jóvenes presas fáciles del consumo, distribución y prostitución, pues es innegable una
fuerte atracción hacia las narrativas construidas con personajes como Pablo Escobar y su
espuria filantropía en los años 90.

Conclusión:

En resumen, la barriada está influenciada por las simbologías descritas y, en


consecuencia, parte de las ciudadanías juveniles trazan sus acciones y discursos a través de
la imaginación de un poder brutal emanado sino en las armas, los guetos y el control
territorial, al menos sí, en el deseo expuesto en el parlache que evoca el hampa, reproducido
también en los medios como lo avizoró Rincón (2006).

Carlos 14 años manifiesta: A mí me gustaría encontrarme una guaca de un narco,


tener una nave, una buena vieja y rumbear con el parche, si me agarran me gasto
la plata para defenderme y lo otro lo guardo para cuando salga.

Otras maneras de la ciudadanía se expresan en la acción del templo, lugar de


adoración, esperanza y trámite de emociones para comprender la existencia, fenómeno
aclarado por Durand (1968/2000). Es así como la religión promueve la expiación de los
pecados y la evasión o involucramiento en aspectos comunitarios en el territorio
colombiano, suscitando la espiritualidad y la participación política, pues desde el púlpito se
orienta a las comunidades en la toma de decisiones de lo micro-político y la política a gran
nivel.

Marcela 16 años manifiesta: En el pueblo de mi abuela el cura les dice por quién
votar para alcalde en las próximas elecciones y cómo criar a los hijos y nietos,
nosotros con mi hermano nos burlamos y ella nos regaña y dice que es un hombre
de Dios y que tiene la razón.

Algunas ritualidades que vinculan la religiosidad y reproducen algún tipo de


civismo, son las expresiones en Navidad y Semana Santa, pues demuestran que las
carencias, las diferencias y las agresiones pueden ser reprimidas o aplazadas en torno a una
ciudadanía subordinada a poderes surgidos en la colonia, desarrollándose una inexpugnable
estructura de representación simbólica, como lo manifestó Durand (1968/2000).

De todos modos, el concepto de ciudadanía ha mutado o se ha deformado en


espacios que tienen relación con el mercado del centro comercial, el entretenimiento de los
medios masivos o el fanatismo del espectáculo de masas como el futbol en el barrio, en el
estadio o la televisión, este último asumido como ejercicio autentico de colombianidad y
patriotismo.

Bibliografía
Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión
del nacionalismo. México D.F, Fondo de cultura económica.

Deas, M. (1993). Del poder y la gramática y otros ensayos sobre historia política y
literatura colombianas. Bogotá, Tercer mundo editores.

Durand, G. (1968/2000). La imaginación simbólica. Buenos Aires, Amorrortu editores.

Gramsci, A., (1980). Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno,
Traducción y notas de José Arieó, Editorial Nueva Visión, Madrid.
Habermas, J. (1981). Historia y crítica de la opinión pública. Versión Castellana de Antoni
Doménech, con la colaboración de Rafael Grasa, Editorial Gustavo Gil, Madrid.
Perea, C. (2009). Cultura política y violencia en Colombia: Porque la sangre es espíritu.
Medellín, La Carreta Editores.

Rincón, O. (2006). Narrativas mediáticas o Cómo se encuentra la sociedad del


entretenimiento. Barcelona, Editorial Gedisa.

Zuleta, E. (1995). Educación y Democracia: un campo de combate. Bogotá, Editorial


Corporación Tercer milenio.

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