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Fase Básica

CORRUPCIÓN Y SERVICIO PROFESIONAL


EN MÉXICO: UNA MIRADA DESDE
LA CULTURA POLÍTICA
Mauricio Merino

Dirección Ejecutiva del Servicio Profesional Electoral Nacional Programa de Formación y Desarrollo Profesional Electoral
Corrupción y servicio profesional en México: una mirada desde la cultura política

Merino, Mauricio, " Corrupción y servicio profesional en México: una mirada desde la cultura
política" en Bien común y gobierno, año 5, Núm. 56, Julio de 1999, coordinador editorial Juan
Antonio Le Clerq, Fundación Rafael Preciado Hernández, México, 1999, pp. 7-10.

Este material es una adaptación del original con fines didácticos sin ánimo de lucro a los criterios
editoriales del Programa de Formación y Desarrollo Profesional Electoral del Servicio Profesional
Electoral Nacional en el Sistema para el Instituto.

Las opiniones expresadas por los autores, así como los datos y el aparato crítico no comprometen
la línea institucional del Programa de Formación y Desarrollo Profesional Electoral del Servicio
Profesional Electoral Nacional en el Sistema para el Instituto.
Corrupción y Servicio Profesional en México: una
mirada desde la cultura política
Mauricio Merino
Hacer negocios privados con recursos públicos es la forma más común de concebir
la corrupción del servicio público en México. De ahí que la normatividad en esa
materia haya puesto el acento desde un principio en la construcción de instrumentos
de vigilancia, control y sanción sobre el uso de los dineros. Evitar que los
funcionarios se lleven el presupuesto a sus cuentas bancarias, o bien que utilicen el
cargo para construir patrimonios individuales, han sido los dos ejes principales de
casi todas las estrategias de combate a la corrupción que se han ideado en la
historia del México independiente. Las distintas versiones de contraloría que se
iniciaron al triunfo del movimiento constitucionalista de Venustiano Carranza, así
como las muy diversas leyes sobre responsabilidades en la prestación del servicio
público que vienen desde el siglo pasado, han tenido como hilo conductor esa
misma preocupación puesta en la creación de instrumentos para vigilar y, en su caso,
castigar a quienes tienen a su cargo las decisiones sobre el destino del gasto público.
Por eso se ha convertido en un lugar común del discurso político el afirmar que los
funcionarios honestos son aquellos que no se roban el presupuesto, y que el código
de ética del servicio público a fin de cuentas se sintetice en el imperativo categórico
que reclama el no llevarse el dinero público a casa.
Sin embargo, robar el dinero o hacer negocios privados gracias al empleo de
recursos gubernamentales no son las únicas formas de vulnerar el servicio público;
son seguramente las más evidentes y desde luego las más ofensivas, pero no son
las únicas. Hay al menos otras dos, mucho más sutiles, que han atravesado toda la
historia de México sin haber despertado grandes cuotas de indignación ni mayores
problemas en el terreno de la conciencia pública. Son dos formas concatenadas y
ancladas ambas en una cultura política autoritaria: la primera se refiere al uso de los
dineros públicos en favor de un grupo o de un proyecto político; y la segunda a la
privatización patrimonialista del empleo público. Esa doble forma de desviación ha
contado además con una fuerte base de legitimidad política desde que México nació
como estado independiente; una legitimidad, por cierto, muy cercana a la vieja
fórmula acuñada por Maquiavelo, en el sentido de que mientras los dirigentes no se
lleven el dinero del presupuesto a su casa, y mientras logren mantener la estabilidad
con una mezcla atinada de libertades individuales y expectativas públicas, no
solamente pueden invocar, sino que incluso subrayan el derecho no escrito que les
asiste para decidir el destino que darán al dinero público, así como para decidir sobre
quiénes formarán parte de sus equipos. Llegar al poder significa llegar a decidir sobre
el destino del gasto y sobre las personas que participarán en la administración: he
ahí los dos incentivos principales que hacen tan atractiva la lucha por el poder de
México. Mientras nadie se robe el dinero, los propósitos y los compañeros de ruta
pueden entenderse como asuntos más o menos privados, sin que nadie se llame a

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escándalo. Esta mecánica ha formado parte de la historia de México de manera tan


profunda como el predominio de los aparatos políticos sobre la vigencia de las
Instituciones formales. Sobre esa base han gobernado todos y cada uno de los
grupos que han dominado la escena política del país en cualquiera de sus
momentos: ninguno que haya conquistado el poder o una parcela regional de poder,
ha puesto en duda su derecho a decidir sobre el destino del gasto y sobre las
personas que formarán parte de su aparato administrativo; todos han argumentado
que sus proyectos políticos son los mejores y que la puesta en marcha de esos
proyectos exige de libertad para el uso del presupuesto y de las plazas. En las
épocas en que el poder se ganaba a balazos, esos grupos encontraban el respaldo
a sus propuestas en las milicias que les habían apoyado para instalarse en el mando;
después lo encontraron en la legitimidad que les heredó la Revolución mexicana; en
fechas más recientes en el número de votos ganados en los comicios; pero en
cualquier caso, siempre ha habido un argumento de fuerza y un poderoso aparato
político que lo sostiene para mantener viva la creencia de que el destino del gasto y
la conformación de los equipos de gobierno constituyen la base mínima para ejercer
el poder y casi nadie considera que esa doble privatización del espacio público deba
entenderse como una forma de vulnerar el sentido profundo del servicio público.
Algo se ha avanzado durante la última década, gracias a la introducción de una
nueva manera de entender el concepto de política pública. De más en más, se ha
ido extendiendo en México la idea fuerza que afirma que lo público es mucho más
que lo gubernamental. Así, la concha de las decisiones gubernamentales tomadas
al margen de cualquier participación de la sociedad se ha venido abriendo
paulatinamente. Al menos en el discurso público, se van sumando quienes aseguran
que ha de gobernarse con el pueblo y no solamente para su beneficio, y entre tanto,
la expansión de las libertades también ha permitido que los medios de comunicación
se hayan ido convirtiendo en medios de participación, mientras que la salida a
escena de nuevos gobiernos locales y de congresos estatales de oposición, así
como la nueva conformación de una Cámara de Diputados sin mayoría absoluta,
han obligado a profundizar en la práctica y sobre la marcha esa nueva concepción
de la política pública. Pero el matiz no ha surgido tanto de las ideas por sí mismas,
ni tampoco de una cultura política diferente, cuanto de la fuerza de los hechos: si la
pluralidad no se hubiera extendido, me temo que los gobernantes no habrían abierto
la concha de las decisiones públicas.
Tener presente este dato resulta fundamental, pues esa apertura gradual no ha
llevado todavía a una concepción plenamente democrática del servicio público en
México. Es verdad que durante la última década hemos pasado del singular al plural,
y que las políticas principales ya no se deciden en la soledad de los despachos
presidenciales, como decía el presidente López Portillo, sino que ahora tienen que
pasar por la negociación entre distintas fuerzas políticas y, en alguna medida, por
un cierto escrutinio público realizado en los medios de comunicación más
importantes. Pero el espacio de lo público sigue siendo mucho más amplio que el
de la representación partidaria, de modo que se ha venido desenvolviendo una

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suerte de terreno intermedio entre las formas típicas de decisiones autoritarias y las
verdaderamente democráticas, hoy por hoy ocupado por los partidos políticos. Los
intermediarios por excelencia de los asuntos públicos que, sin embargo, suelen
tener la mirada puesta en las próximas elecciones. En consecuencia, las decisiones
sobre el destino del gasto público, se han vuelto cada vez más plurales, pero todavía
está por verse si esa pluralidad puede convertirse en sinónimo de una decisión
pública democráticamente tomada. Y es que la prueba de fuego no está en el diseño
ni en la paternidad de un grupo o de muchos, sino en la responsabilidad ante sus
resultados. Lo importante no es que las fuerzas políticas del país queden satisfechas
o incluso colmadas por haber incrustado en ellas una parte de su discurso propio,
sean gubernamentales o de oposición, sino que también se hagan responsables
ante la validez o el fracaso de sus productos. Lo fundamental no está en la venta de
expectativas, sino en la ética que supone emplear el dinero público en función de los
resultados medidos y verificados a la luz del día. La ética está en la responsabilidad
pública ante las consecuencias de las decisiones tomadas. Sin embargo, esa
concepción está todavía lejos de haberse arraigado en nuestra cultura política.
De ahí también que esté muy lejos aún el sentido democrático que supone la
profesionalización del servicio público: el paso de una subcultura de la de la lealtad
individual hacia la persona que cuenta con el poder para repartir puestos, a una
subcultura ética de compromiso y de responsabilidad con los resultados. Mientras el
acceso, al ascenso y la permanencia en el servicio público dependan de la amistad
con el jefe o los jefes y de la lealtad hacia los fines políticos que persigue el grupo, el
ideal weberiano de la ética de la responsabilidad seguirá ocupando un modesto
segundo plano. Se trata de toda una cadena que encuentra su origen en aquella
concepción política de raigambre autoritaria, que cifra el poder político en la
capacidad de decidir sobre el destino del gasto y sobre la ocupación de las plazas, y
no sobre la orientación pública de los resultados. De esa concepción pueden
desprenderse en esta materia varios extremos. Señalo diez, a manera de ejemplo.
1° Que la lealtad personal se vuelve el valor de cambio más importante
para obtener, permanecer y ascender en la carrera del servicio
supuestamente público. Si además el trabajo se hace bien, tanto mejor, pero
lo más importante es que se haga con lealtad hacia la persona o hacia el grupo
que otorgó el nombramiento, y por supuesto en contra de los adversarios reales
o imaginarios de esa persona o de ese grupo.
2° Que los fines institucionales formalmente aceptados se desplazan
hacia los fines de las personas y de los grupos que ocupan los cargos. Si
eventualmente coinciden, tanto mejor. Pero lo fundamental es ganar más poder
para el grupo, lo que significa mayor capacidad de decisión sobre el gasto y
más puestos que repartir.
3° Que surge una doble lectura acerca de los propósitos del servicio
público. La real, que consiste en utilizar todos los medios públicos disponibles
para afirmar la lealtad personal, ganando más poder para el grupo; y la

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aparente, que estriba en aludir al cumplimiento de los propósitos formales de


la institución. Si ambas se entrelazan y se obtiene poder cumpliendo con los
propósitos institucionales, tanto mejor, pero ante la disyuntiva de elegir entre
una y otra, siempre perderá la institución.
4° Que el acceso a los puestos públicos no se basa en un criterio de
idoneidad basado en las habilidades y los conocimientos de quien habrá de
ocuparlos, sino en las credenciales políticas de los aspirantes. Si se tiene a la
mano un experto idóneo y además leal, tanto mejor; pero si el experto no es
leal o no despierta la confianza política suficiente se optará por pagar el costo
del aprendizaje y correr el riesgo de la ineptitud, nombrando al amigo aunque
no sepa el empleo.
5° Que la evaluación sobre el ejercicio del cargo no se hace sobre la base
de los resultados institucionales que ese puesto debió alcanzar, sino en
función del compromiso personal de quien lo ocupa y de su capacidad para
ponerse la camiseta del grupo; si además logra resultados institucionales
dignos de presumir, tanto mejor; pero en general bastará con que salga del
paso mientras se mantenga como un activo político disponible en cualquier
circunstancia.
6° Que el tiempo que dedican quienes ocupan los puestos públicos a
allegarse información política sobre las posiciones y las decisiones del grupo
al que pertenecen –es decir, a la grilla del día—, suele ser igual o mayor que
el que destinan a cumplir con los fines institucionales del cargo. Si ese tiempo
lo emplean en discutir cómo hacer más productiva la institución, tanto mejor;
pero nadie que pretenda conservarse en un puesto puede prescindir de la
información que ha de proveerle el radio pasillo del día.
7° Que la experiencia acumulada y los conocimientos adquiridos, a pesar
de todo, por quienes han ocupado un puesto por un cierto número de años,
resultan completamente prescindibles a la llegada de otro jefe o de otro grupo
a la cabeza de la institución. Si el viejo funcionario es amigo de los que llegan
o logra convencerlos de su lealtad, tanto mejor; pero en el servicio público en
general suele privar la lógica de la improvisación al comienzo de toda nueva
administración, que arriba con nombres nuevos para viejos puestos.
8° Que ni la permanencia ni los ascensos dependen tanto de la calidad
profesional de quienes ocupan los cargos, cuanto de su cercanía con quienes
están a la cabeza de la institución. De ahí el sentido de propiedad que adoptan
no pocos funcionarios. Incluso cuando hablan de sí mismos dicen, por
ejemplo: "yo soy gente del secretario, tú del director general, yo gano". Si la
calidad profesional coincide con la amistad y con la confianza, tanto mejor;
pero en general los más altos cargos suelen tener menos conocimientos y
menos habilidades que los puestos subordinados y si se toma en cuenta la

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regla según la cual la velocidad de un convoy es equivalente a la del más lento
de sus furgones, el resultado suele ser una mayor cuota de ineficiencia.
9° Que los catálogos de puestos no están construidos para definir las
cualidades formales de cada uno de los puestos, en función de las
aportaciones que cada uno debe dar al cumplimiento de los propósitos de la
organización, sino que están hechos sobre la base del presupuesto disponible
para repartir sueldos. Así, suele ocurrir que las plazas no coincidan con la
función realmente desempeñada y que a nadie le importe, mientras se pague
el sueldo completo.
10° Que las evaluaciones formales no están basadas en los resultados
medibles, sino en la manera en que se utilizó el presupuesto. Dado el
desplazamiento de los fines, nadie sensato pondría indicadores fuertes de
evaluación en términos de resultados sociales, pública y efectivamente
verificables, cuando el propósito real del grupo ha de medirse de manera
política. De modo que, como se afirmaba al principio de esta exposición, basta
con que nadie se robe el dinero para asegurar que se está en presencia de
un servidor público honesto, con un alto sentido ético del cumplimiento de su
deber.
La profesionalización del servicio público no podrá resolver por sí misma todos
los problemas que se desprenden de esta subcultura de la lealtad, pues esa forma
de concebir la ética en el servicio público tiene raíces mucho más profundas en
nuestra vieja cultura política autoritaria. Pero sí constituye, sin lugar a dudas, uno
de los instrumentos más importantes para dar un paso más en la exigencia de una
ética pública transparente y por ello democrática. Si México ya logró pasar del
singular al plural en la concepción del quehacer público, el trance siguiente tiene que
consistir en profundizar una ética de la responsabilidad, como lo decía hace mucho
tiempo Max Weber, basada en los resultados y en el carácter profesional del trabajo
gubernamental, en cualquiera de sus tres niveles y en cualquiera de sus
instituciones, que logre ponerse por encima de aparatos, personas y grupos, para
comenzar a entender el servicio público como un asunto de todos.

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