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Pura maldad

Alfonso Valencia Badillo


14 de septiembre 2019

Alzheimer

Lo sabemos: somos memoria: la acumulación de nuestro tiempo, la construcción


narrativa de nuestras propias historias. Nuestra vida –quiero decir: nuestra
experiencia subjetiva del mundo– sólo puede existir en cuanto puede ser narrada, ya
sea por uno mismo o por los demás. El poder del lenguaje, del verbo –es decir,
acción–, radica en que posibilita el ordenamiento del mundo y el tiempo: la
experiencia subjetiva del tiempo en ese sentido oculto que nos permite contar y notar
su paso a través de nuestros cuerpos: envejecer, el ceder al polvo. La memoria es,
pues, el ordenamiento práctico de nuestras vidas: la edición personalísima de
nuestro paso por el mundo. Nuestra vida no es otra cosa más que la selección
arbitraria que hacemos de nuestro tiempo para construir lo que decimos es nuestra
historia. El cúmulo de lo que hemos hecho y experimentado y, a la vez, por descarte,
todo lo demás que no logró trascender, según nuestra propia expectativa narrativa.
La memoria es un estilo particular de narración que no necesita ser verbalizada para
existir en su complejidad intrínseca. Tramamos lo que hemos elegido recordar de
modo que nuestras vidas satisfagan nuestra idílica concepción de la felicidad o del
fracaso. La memoria, narración imaginaria en cuanto puede no estar hecha de
palabras sino de imágenes, atisbos o intuiciones, nos permite la linealidad de
nuestras vidas, la esquematización de nuestra realidad. Recordamos para vivir no
sólo porque la memoria permita la supervivencia mediante la conservación del dolor,
sino porque recordar otorga un sentido particular a nuestra experiencia del
presente: ordenamos las disyuntivas del pasado y elegimos aquella línea que resuelve
nuestro presente, justo como cuando trazamos una línea sobre un laberinto para
llegar al centro, para unir al conejo con la zanahoria. La memoria y la acción de
recordar son presente perpetuo, entonces. Si pensamos en los grandes relatos de la
memoria –Borges y Rulfo, claro–, pensamos en personajes o que lo recuerdan todo
o no recuerdan nada, o, mejor: dicen no recordar nada. Su construcción narrativa se
da en la selección específica del mundo que está contenido por y en su memoria que,

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Pura maldad
Alfonso Valencia Badillo
14 de septiembre 2019

aunque ficticia, los dota de un poder específico que los coloca en el mundo, junto a
nosotros. Sabemos, también, que la capacidad de recordar está en el centro del
desarrollo de la inteligencia artificial, y ahí radica también su principal peligro: la
posibilidad del recuerdo es la posibilidad del amor, y la posibilidad del amor es la
posibilidad del odio. Ahora: ¿qué es un cuerpo sin memoria?: un puro presente: un
punto muerto empujado sólo por el tiempo. ¿Qué pasa, entonces con los
desmemoriados?, ¿en qué se convierte quien ya no puede recordar, quien lo ha
olvidado todo? La vida se condensa hasta volverse un puro respirar, un estar aquí sin
sentido. El cuerpo desprovisto de memoria se reduce a su biología más básica, y eso
es horrible. Queda un cuerpo sin experiencia de sí mismo: un respirar y estar, nada
más. La humanidad que queda en un cuerpo sin memoria, sin pasado, viene de fuera:
de quien observa el deterioro, la atrocidad del tiempo sobre el cuerpo, y dice:
“Recuerda que te llamas así, y eres aún en el mundo una historia”.

Publicado el 14 de septiembre de 2019, en El independiente de Hidalgo, Pachuca de Soto, Hidalgo, México

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