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Víctor M.

Fernández:
“Para mejorar tus confesiones”

De qué depende una buena confesión (pág. 49-60)

Hay que decir con toda claridad que una buena confesión depende en primer lugar del
Espíritu Santo. No es algo que tengo que fabricar yo. Tampoco es algo que debe fabricar el
sacerdote con su creatividad. La confesión es algo sobrenatural, un don espiritual que va más
allá de las fuerzas humanas. Por eso, mi principal cooperación es dejar trabajar al Espíritu
Santo sin ponerle obstáculos.

Es cierto que la gracia de Dios se recibe con más o menos intensidad de acuerdo a cómo
uno está preparado. Pero para esa preparación también es necesaria la ayuda del Espíritu
Santo. Él nos impulsa, nos motiva, nos inspira, y nosotros podemos frenar esos impulsos
interiores o dejarnos llevar con confianza.

Una buena confesión no depende tanto de su duración. Algunas personas creen que sólo
cuando pueden tener una larga conversación con el sacerdote la confesión vale la pena. Pero
para eso no es necesario el sacerdote. Podrían conversar con cualquier persona sabia y
espiritual, o con alguien que tenga sentido común, que sea capaz de dar buenos consejos: o
con cualquier persona buena y discreta que quiera compartir un rato de diálogo.

Si necesitan una motivación, o bellas reflexiones, pueden leer un buen libro de


espiritualidad.

Una buena confesión tampoco se logra cuando uno puede descargar sus sentimientos,
cuando uno sale emocionado, o cuando llora. Para una descarga emocional o para contar las 1
angustias, más que un sacerdote, tengo que tener un amigo que me contenga con paciencia.
Los sacerdotes no podrían ser ordinariamente el paño de lágrimas de las miles de personas de
su parroquia cuando se sientan mal. Para eso están los amigos y familiares, o cualquier laico
dispuesto a dar una mano. Pero ellos no pueden absolver de los pecados y para eso sí es
indispensable el sacerdote.

Si lo que usted necesita es una terapia, entonces debe buscar un psicólogo, porque el
sacerdote no es un especialista, no está suficientemente preparado para eso y se puede
equivocar.

Eso no significa que uno no pueda conversar un buen rato con algún sacerdote que
tenga tiempo, pero sabiendo que no es esa su función principal, y que no es adecuada exigirle
eso frecuentemente.

Tampoco hay que pensar que para vivir una buena confesión hay que lograr encontrar
un sacerdote que diga cosas maravillosas con una voz celestial o que tenga la mirada de Jesús.
Así terminaremos adorando al sacerdote, que no es más que un instrumento del perdón.

¿De qué depende entonces una buena confesión? Depende de la preparación de nuestro
corazón con la ayuda del Espíritu Santo. Porque lo más importante es que la confesión es un
sacramento donde se derrama la gracia santificante de Dios que perdona y renueva. Esa gracia
se recibe gratuitamente, pero la mayor o menor transformación que produzca depende de
nuestra disposición interior, siguiendo los impulsos del Espíritu Santo que nos atrae y nos
auxilia.
¿Cuál es la disposición que hace falta? Por una parte, el arrepentimiento sincero con un
deseo de cambiar de vida. Mientras más intenso y profundo sea ese arrepentimiento, más
intensa, consoladora y fecunda será la experiencia de la confesión. Por lo tanto, es muy
importante preparar ese arrepentimiento, alimentarlo con la meditación, con la lectura, y
pedirlo insistentemente al Espíritu Santo. De esto hablaremos detenidamente en los próximos
capítulos.

A continuación veremos otras tres cuestiones necesarias para acercarse a la confesión


con la actitud adecuada: Primero, la necesidad de acercarse a este sacramento como un
encuentro personal con Jesucristo que perdona. Luego, la necesidad de acercarse como quien
busca una fuente de gracia para crecer. Tercero, la necesidad de alimentar un espíritu de
penitencia.

El desarrollo de estas tres actitudes, bajo el impulso del Espíritu Santo, es una excelente
preparación, porque despierta el “deseo” del sacramento. Y Dios regala más al que desea
más.

Vivirla como un encuentro personal con Jesucristo que perdona

La confesión es ante todo un encuentro personal con Cristo, no con el cura. Eso es
sumamente importante para prepararse bien. Es necesario conversar con Jesucristo, pedirle
que nos haga descubrir su amor, hablar con él de nuestras debilidades, tratar de reconocer su
presencia en la oración, su mirada, sus brazos abiertos que esperan.

De este modo, cuando llegue el momento de la confesión, no nos preocupará demasiado


la cara del cura, su simpatía o su sabiduría. Simplemente nos acercaremos a recibir el perdón
que Jesús nos ofrece. Será un verdadero encuentro con el Señor que perdona. 2

Es cierto que no hay que perder el sentido comunitario; es importante recordar que la
Iglesia está representada por el cura, y que gracias e él me reconcilio también con la
comunidad. Pero el sentido central de la propia vida es Jesucristo. Él es el Señor de nuestras
vidas y es él quien derrama la gracia y ofrece su amistad. La confesión es ante todo un
encuentro con el Señor amado.

Por eso, cuando uno se va a confesar, no debería estar pendiente del sacerdote que lo va
a confesar. Es mejor liberarse de la mirada de ese ministro de Dios y colocarse ante los ojos
de Jesús que miran con amor infinito. Lo que interesa es la mirada de Dios.

Tampoco hay que creer que lo más importante es estar tranquilo con la propia
conciencia, no tener conflictos interiores, o liberarse de una culpa y de una mancha. Eso es
poca cosa al lado de la relación personal con Jesús que se vive en el sacramento.

El valor de la confesión privada está precisamente en que acentúa esta relación personal
con Dios. Por consiguiente, también tengo que entrar a la confesión yo mismo y no otro,
porque conmigo quiere encontrarse el Señor, no con mi apariencia. Entonces, tengo que
acercarme yo con lo que realmente soy, sin esconder nada, ante la mirada de Jesús.

Para que se produzca este bello encuentro de reconciliación con Jesús, también es
necesario alimentar la confianza en el perdón del Señor. Esa confianza ayuda a experimentar
un profundo alivio en la confesión. La absolución no destruye todas las consecuencias del
pecado, y por eso me lanza a reconstruir el mundo dañado. Pero sí destruye el pecado, me
libera completamente de la culpa, me regala la paz de Dios.
Este perdón es algo sobrenatural, que uno no puede captar del todo con sus sentimientos.
Va más allá de los estados de ánimo. Es real aunque uno esté poco lúcido, o poco emotivo.
Por eso, hay que recibir el perdón en fe:

Jesús, más allá de lo que siento en este momento, tengo la seguridad de recibir tu
perdón. En fe confío plenamente en tu misericordia que me perdona.

Si uno se ha preparado para poder decir esto en su corazón, entonces ha preparado una
buena confesión.

Después de la confesión, es muy importante un momento de diálogo íntimo con Jesús


para valorar el perdón recibido y darle gracias. Se trata de descansar con confianza sabiendo
que ahora él nos lleva en sus brazos. Recordemos que en Lc 15,5 se nos dice que el Señor,
cuando puede rescatarnos del pecado, nos toma y nos lleva contento sobre sus hombros. Esto
mismo aparece bellamente en otras partes de la Palabra de Dios, donde el Señor dice que los
rescatados son llevados en brazos:
Traerán a tus hijos en brazos y tus hijas serán llevadas a los hombros (Is 49,22).
Tus hijas son llevadas en brazos (Is 60,4).
Por su amor y su compasión él los rescató, los levantó y los llevó (Is 63,9).

Los hijos de la Iglesia, cuando recibimos el perdón, somos llevados como reyes,
gloriosamente:
Dios te los devuelve, traídos en gloria, como en un trono real (Bar 5,6)

Pero al mismo tiempo, cuando aceptamos su perdón, podemos reconocer que en realidad
él siempre estuvo llevándonos en sus brazos y que lo hará siempre. El amor que encontramos 3
en el perdón nos ayuda a mirar la historia de nuestra propia vida con otros ojos:
Ustedes fueron transportados desde el seno materno, llevados desde el vientre de sus
madres. Pues bien, hasta su vejez yo seré el mismo, y yo los llevaré hasta que se les vuelva el
pelo blanco (Is 46,3-4).
Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos comoel que
levanta a un niño contra su mejilla (Os 11,4).

Buscarla como una fuente de vida para crecer

A veces vamos a confesarnos sin tener pecados graves. En ese caso, la confesión no se
celebra para recuperar la amistad con Jesús, ya que no la hemos perdido. Pero nos ayuda a
entregarnos más. Por eso, si uno desea amar más al Señor, si quiere crecer en esa amistad, si
desea responderle mejor con una vida más santa, entonces se acerca a la confesión para recibir
la gracia. Si uno está convencido de que sin la gracia de Dios no pude crecer realmente,
entonces se acercará a la confesión con un profundo deseo de recibir esa gracia que se
derrama más abundantemente en el sacramento cuando uno lo recibe bien dispuesto.

Esto es un modo de tomarme en serio como Dios me toma en serio. Él espera más y más
de mí, porque me ama; pero para eso me ofrece más y más de su gracia. Y destruyendo mis
pecados veniales, me da un mayor impulso en mi camino de crecimiento.

Cuando uno se acerca a la confesión con esta convicción, entonces al recibir la


absolución se siente feliz, agradecido, más esperanzado, mejor dispuesto para entregarse más.
Y eso es una buena confesión.
Alimentar un espíritu de penitencia

Vimos en el capítulo anterior que hay muchas formas de penitencia que pueden preparar
el momento de la confesión. Estas formas no perdonan los pecados graves, pero sirven si
ayudan a crear un profundo “espíritu” de conversión y de penitencia. Esto es importante para
poder vivir con profundidad el sacramento, ya que, si uno se confiesa sin un espíritu de
penitencia, esa confesión puede convertirse en una pura formalidad exterior.

El Catecismo de la Iglesia Católica destaca muchas formas de penitencia que alimentan


ese espíritu: el ayuno, la oración y la limosna, por ejemplo (1434), pero se resalta esta última
porque la caridad “cubre multitud de pecados” (1 Ped 4,8). Menciona también otras formas de
compromiso social, como la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y el
derecho (citando Am 5,24 e Is 1,17).

Esto tiene mucha importancia, porque no es posible abrir profundamente el corazón a


Dios si no se lo abre también a los hermanos. Entonces, cualquier acción que nos ayude a ser
más fraternos es una valiosa preparación para la reconciliación con Dios. De ahí que la
misericordia tenga tanta importancia en la Biblia.

Santo Tomás de Aquino enseñaba que la misericordia con el prójimo es la más


importante de las virtudes porque es la mejor expresión de nuestro amor a Dios:
No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por nosotros
y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que se los ofrezcamos por
nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso la misericordia, que socorre los
defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del
prójimo (Summa Th. II-II, 30, 4 ad 1)
En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece 4
volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por
eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia
de modo máximo (Ibid, resp.).

Por lo tanto, nuestra preparación para un buena confesión no puede realizarse sólo a
través de actos privados, oraciones o sacrificios individuales. Hace falta también un ejercicio
de fraternidad que nos ayude a salir de nosotros mismos y a ampliar el corazón.
Otros medios para crear un espíritu de penitencia son: la revisión de vida, la dirección
espiritual, la aceptación de los sufrimientos, la lectura de la Sagrada Escritura, etc. (CIC 1435
y 1437).

Todos esos actos no compran el perdón, no lo merecen, no lo producen, porque el


perdón es un regalo gratuito del Señor. El perdón de los pecados es un don que nos supera
infinitamente, porque nos introduce en la amistad con Dios pero estos actos sirven para abrir
el corazón. Recordemos que Dios regala sus dones porque él quiere, gratuitamente; pero si los
regala, los derrama “según la propia disposición y cooperación de cada uno” (Concilio de
Trento, ses. 6; cap. 7). Por esa razón uno puede recibir la gracia de Dios con mayor o menor
intensidad.

De todos modos, hay que decir también que Dios es inmensamente libre, y a veces nos
sorprende. Él puede regalarnos un don especial también cuando no nos hemos preparado muy
bien. Porque su amor puede ir más allá de todo.
Víctor M. Fernández:
“Para mejorar tus confesiones”

¿Cómo elegir un buen confesor? (pág. 60-65)

A veces uno siente que una confesión no ha sido buena porque no ha tenido un
encuentro agradable con el sacerdote. Pero una vez más tenemos que recordar que la clave de
una buena confesión está en que uno se prepare para que sea un verdadero encuentro personal
con Jesús, con un profundo arrepentimiento y un deseo de recibir su gracia para amarlo mejor.
Por lo tanto, la simpatía o la sabiduría del sacerdote que me atienda son algo accidental,
secundario, y muchas veces irrelevante.

Sin embargo, nuestra experiencia “psicológica” de la confesión no es igual si la relación


con el confesor es agradable y serena o si le tenemos miedo y nos sentimos cohibidos por él.

Cuando nos confesamos puede suceder que el sacerdote esté molesto por algo, y
sospechamos que tiene algún problema con nosotros. Es posible. Veamos cuáles son las
perturbaciones más comunes de un sacerdote en relación con las personas que se confiesan:

1. Algunos sacerdotes prefieren que las confesiones sean conversaciones largas y


profundas, quizás porque tienen pocas tareas y quieren sentirse útiles, quizás porque
les agrada estar con la gente y llegar al fondo de sus experiencias, quizás porque se
han tomado muy en serio su misión de educar a las personas. Un sacerdote de este tipo
tiene problemas con algunas personas que son muy breves en sus confesiones y
parecen no tener interés en escuchar sus consejos. También le molesta cuando las
personas hablan de los demás pero no hablan de sí mismas. En estos casos, el
sacerdote siente que no puede llegar a un diálogo profundo con la persona y que no 5
puede ayudarla a crecer. Por eso se irrita.

2. Otros sacerdotes están muy ocupados, o no tienen muchos deseos de escuchar historias
y problemas, o les cuesta estar mucho tiempo con una sola persona porque sienten que
descuidan sus otras obligaciones. Entonces, prefieres que las confesiones sean breves
y que vayan al grano. Quieren que las personas confiesen con claridad y sin vueltas los
pecados que han cometido, para que las confesiones sean concretas y sinceras. Si la
persona se prolonga o comienza a contar historias, se le nota en la cara que está
nervioso.

Cuando uno se quiere confesar, es importante que tenga en cuenta a cuál de estos dos
tipos se parece el sacerdote. Y sobre todo si usted se confiesa frecuentemente, lo conviene
buscar un sacerdote que se adapte mejor a su propio estilo.

Si usted simplemente está arrepentido y quiere recibir el perdón para aliviar la


conciencia, y la gracia para empezar una nueva vida, y si no tiene interés en tener una larga
conversación o en responder preguntas del cura, entonces mejor busque un sacerdote segundo
tipo: parco, discreto, respetuoso, escueto, expeditivo.

Pero si usted prefiere tener una especie de dirección espiritual, y necesita contar
detalladamente sus dificultades, y quiere conversar con tranquilidad o escuchar consejos y
reflexiones, entonces busque un sacerdote que tenga ese estilo y no se lo exija a untura que no
tenga ese carisma.

Lo ideal es confesarse con el sacerdote del lugar donde usted vive, o de la capilla que
usted frecuenta. Pero usted tiene derecho a elegir el confesor que más le convenga.
De cualquier forma, es importante que no esté buscando el confesor perfecto o la moda
del momento, y que se confiese siempre o casi siempre con el mismo sacerdote, para que él
conozca su historia y pueda ayudarle a discernir sobre su camino espiritual.

Pero siempre tenga en cuenta lo siguiente: si usted se va a confesar, a ningún sacerdote


le agradará que usted, en lugar de confesar sus pecados, se detenga mucho a hablar de los
demás, o que se entretenga en narraciones que no tienen que ver con la conversión personal,
dando vueltas y vueltas sobre lo que usted siente y opina, pero que al final no confiese
concretamente ningún pecado suyo. Es lógico que al sacerdote le moleste esto, porque en
realidad la confesión es un sacramento para el perdón de los pecados.

Si usted, además de recibir el perdón y la gracia, quiere una dirección espiritual, busque
un sacerdote que esté dispuesto a hacerlo. Pero recuerde que, en realidad, el sacramento es
mucho más importante que una dirección espiritual, porque en él se derrama la gracia que nos
permite crecer en profundidad, más allá de las cosas que descubramos con nuestra mente.
Por eso no conviene retrasar una confesión esperando tener más tiempo para conversar o
tratando de encontrar el sacerdote justo.

Si le parece que sus confesiones no producen demasiado efecto de transformación en su


vida, quizás esto suceda porque usted no se prepara adecuadamente, porque no se ha detenido
frecuentemente a invocar al Espíritu Santo pidiéndole la conversión, porque no ha dedicado
tiempo a orar con la Palabra de Dios o no ha hecho un buen examen de conciencia para
reconocer sus propios pecados, o porque su arrepentimiento es débil, o no ha alimentado un
deseo profundo de recibir la gracia de Dios.

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Víctor M. Fernández:
“Para mejorar tus confesiones”

¿Por qué me cuesta confesarme? (pág. 67-87)

A la mayoría de las personas les cuesta confesarse, pero a algunas les cuesta más por
una dificultad especial. A continuación veremos cuáles son las dificultades más comunes que
impiden que las personas vivan bien este sacramento y lo aprovechen.

Si reconocemos que tenemos alguna de estas dificultades, eso podrá ayudarnos a


reconocer que el problema no es el sacramento que la Iglesia nos ofrece, sino algo que no está
bien en nuestra propia vida. Entonces, no nos dejaremos dominar por nuestras debilidades
personales y seguiremos intentando vivir mejor nuestras confesiones.

1.- Facilismo

Hay personas que se quejan de este sacramento porque no ven la necesidad de reconocer
los pecados, de arrepentirse, y de confesar los pecados a un sacerdote. Dicen que la vida ya es
demasiado dura como para hacerla todavía más pesada con las prácticas religiosas. Para estas
personas, las prácticas religiosas sólo tienen sentido si no requieren esfuerzo, pero no sirven si
les complican la vida. Pretenden vivir sin tensiones ni exigencias. Rechazan esa aventura
permanente de superarse a sí mismos, de entregarse más, de dar un paso más.

Hoy es muy común esta mentalidad cómoda. Evidentemente, con esta mentalidad, será
difícil que una persona quiera pasar por el dolor del arrepentimiento y por el esfuerzo humilde
de dedicar un tiempo a confesar sus pecados.
7
2.- Hedonismo

Hay personas que tienen una confusión interior. Creen que todas las cosas que tiene
valor son agradables, y que si no producen agrado no valen la pena.

Es cierto que pedirle a un ser humano que se confiese no es algo que despierte agrado,
porque es pedirle que se cuestione a sí mismo, que declare que se equivocó, que contradiga
sus decisiones, que critique sus propias acciones. No se puede pretender que esto resulte
gustoso o agradable. Por lo tanto, cuando a alguien no le guste confesarse, podríamos decirle
que en realidad es normal que así sea.

Lo que algunos no saben descubrir es que las cosas pueden ser muy importantes aunque
no nos gusten.

Que algo sea costoso o poco atractivo no significa que no valga la pena hacerlo. A
algunos tampoco les gusta poner la mano en el bolsillo para ayudar a los otros, o visitar a los
enfermos, o no siempre les da placer dedicar tiempo a sus hijos. Pero eso no significa que no
sea necesario hacerlo. Del mismo modo, que no sea placentero confesarse no significa que no
haya que hacerlo con entrega y humildad.

3.- Orgullo

Si la persona es tímida o introvertida, le resultará pesado tener que expresar ante otro su
intimidad. Pero no hay que negar que muchas veces lo que nos impide reconocer nuestros
pecados es el orgullo, y por lo tanto habrá que evitar que nos domine. Para ello es necesario
motivar la humildad y pedírsela a Dios. También es útil preguntarse: ¿Acaso yo soy tan
importante y tan perfecto como para no cometer errores? ¿Acaso soy tan grande que nadie
tiene derecho a pedirme que reconozca mis pecados?

4.- Vergüenza

Otras veces lo que impide que uno se acerque a la confesión es el pudor o la vergüenza
de hablar de ciertas cosas. Pero en el sacramento de la confesión estamos frente al amor de
Dios, que comprende todo. Por otro lado, los sacerdotes están acostumbrados, y no se
escandalizan. Saben que todos podemos caer en cualquier cosa y ellos mismos han pasado por
muchas tentaciones.

Si uno se confiesa, no conviene ocultar algo por vergüenza, porque sentirá que no ha
sido sincero, y la confesión no será satisfactoria, ya que le quedarán dudas del perdón
recibido.

5.- Cuidado de la imagen

Si lo que me perturba es el miedo a ser descubierto públicamente, tengo que reconocer


que mi buena fama no corre ningún peligro, y que decir mis pecados al sacerdote no puede
tener ninguna consecuencia negativa para mí. Los sacerdotes no pueden contar nada ni usar
los datos de la confesión.

Veamos cómo lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica: “Todo sacerdote está


obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado,
bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le
da sobre la vida de los penitentes” (CIC 1467). También dice que este secreto “no admite
excepción” (ibid). Por eso se llama “sigilo”, que significa “sello”, porque la boca del 8
sacerdote debe estar completamente sellada con respecto a los pecados que le confiesen.

Si hice daño a otra persona, el sacerdote me pedirá que repare el daño que he causado,
pero no me perseguirá para que lo haga de una manera u otra, y tampoco estará controlando si
lo hice o no lo hice, porque él no puede hacer uso de lo que yo le he dicho.

6.- Falsa dignidad

Puede suceder también que nos cueste confesarnos porque pensamos que el
arrepentimiento es una debilidad o una indignidad. Esto suele ocurrir porque tenemos una
falsa imagen de los héroes, que jamás han tenido una mancha, irreprochables, indiscutibles. Y
no queremos sentirnos imperfectos.

Pero esto es un modo de adorarnos a nosotros mismos, de no querer ser del común de
los mortales; es un modo de pretender que no somos pecadores como el resto de la gente.

Olvidamos que quien es capaz de arrepentirse es mucho más grande y fuerte que aquel
que tiene miedo reconocer sus errores. La omnipotencia de Dios se manifiesta sobre todo en
la misericordia que perdona. Y nuestra fuerza está en reconocer nuestro pecado permitiendo
que Dios derrame su poder. El que no quiere ver su miseria no es dueño de sí. No puede
dominar su debilidad interna, y por eso es incapaz de reconocer su pecado. Ocultando sus
pecados cree que es más digno y más fuerte, pero en realidad vive escondido en la mentira.

7.- Falta de autoestima


También está la dificultad de reconocerme limitado, imperfecto y sobre todo pecador,
pero no ante el sacerdote, sino ante mí mismo. ¿Por qué? Porque nunca me he sentido
reconocido, amado, valorado. Escondiendo a los demás un pecado, de algún modo me lo
escondo a mí mismo para no sentirme tan indigno de ser amado. En el fondo, la dificultad es
no quererme a mí mismo, es estar lleno de sentimientos de inferioridad, no aceptarme a mí
mismo con ese pasado o con esos errores. No niego que Dios me perdone, pero no puedo
gozarlo y agradecerlo porque yo no logro perdonarme a mí mismo. Entonces creo que la fiesta
del perdón no es para mí. La felicidad, la misericordia y el perdón son para los demás, pero no
para mí. Siento que estoy de más.

Por eso me vuelvo incapaz de ir a buscar el perdón, ya que no me siento digno de la


fiesta de la vida y del amor. Cuando esto sucede, uno se llena de remordimientos, que no le
sirven para volver a Dios y cambiar de vida, sino para quedarse encerrado en uno mismo
rumiando su dolor.

Esto no se resuelve sólo con el sacramento, aunque en él recibamos la gracia de Dios


que nos ayuda a liberarnos. Es necesario hacer todo un camino en la oración para reconocerse
amado por Dios, para perdonarse a uno mismo profundamente y dejarse amar. En algunos
casos también puede ser necesaria una terapia psicológica.

8.- Emocionalismo

Algunas personas no se confiesan porque quisieran que las confesiones fueran algo
mágico, una experiencia llena de cosas esotéricas o de sentimientos maravillosos. Y todas las
veces que se han confesado no han vivido nada especial. Entonces sienten que no vale la
pena.

Pero cada confesión es un pequeño gran paso. Tengo que aceptarlo en la fe y creer en
este don de Dios. Porque el perdón y la gracia de Dios son algo sobrenatural, tan grande que 9
no puede ser captado con los sentimientos y estados de ánimo. Los dones sobrenaturales de
Dios no pueden ser abarcados ni por nuestra mente ni por nuestras experiencias. Lo que Dios
hace no se puede medir ni controlar. Es real, más allá de lo que uno sienta.

9.- Pragmatismo

Quizás creo que mi vida no cambia en nada después de tantas confesiones. Pero la
realidad es que las confesiones seguramente algo bueno producen en mi vida. Al menos, es
seguro que gracias a esas confesiones el mal no se arraiga tanto en mi vida, las malas
inclinaciones tienen un límite que impide que se produzca un desenfreno. Si nunca me
confesara, todo podría ser mucho peor, y yo podría perder el control de mi vida y destruirme a
mí mismo. Además, muchas veces Dios va cambiando algunas cosas muy lenta y
profundamente, sin que nos demos cuenta. A veces, con el paso de los años descubrimos que
somos un poco más humildes, pero eso no sucedió de golpe, fue una obra silenciosa de la
gracia.

10.- Problemas con la autoridad

Puede suceder que yo hay tenido problemas con otras personas, sobre todo con lo que
fueron autoridades. Entonces, estar frente al sacerdote siempre me resulta molesto, o sólo me
siento cómodo cuando el sacerdote es muy tierno, o si tiene cara de ángel.

Pero con la fe es posible ir más allá de la cara del sacerdote o de su forma de ser, y
reconocer a Jesús mismo que utiliza cualquier tipo de instrumento. Lo importante es que Jesús
me ama, me perdona, me devuelve a los brazos del Padre Dios que es puro amor y
misericordia. Es bueno leer el capítulo 15 de san Lucas para descubrir cuál es ese Dios que
me perdona en este sacramento. Así, intentándolo una y otra vez, y pidiéndole ayuda al
Espíritu Santo, podré lograr la experiencia de sentirme tiernamente amado en cada confesión,
más allá de la cara del cura, más allá de ese instrumento que a veces me parece autoritario,
agrandado o desagradable.

11. Incredulidad

Algunos no pueden vivir bien una confesión, porque en realidad no creen en el perdón
de Dios. Pero dice el salmo 35,2 que cuando confesamos nuestras faltas Dios nos absuelve de
todos los delitos.

La Biblia también habla de los que no eran fieles a la Alianza con Dios, pero “Él, el
misericordioso, en vez de destruirlos, perdonaba sus faltas; muchas veces su cólera contuvo, y
no dejó correr todo su enojo; se acordaba que eran simples hombres, un soplo que se va y que
no retorna” (Sal 78, 36-39).

Si leemos Oseas 11, 1-9 vemos que para Dios la misericordia y la compasión son algo
irresistible. Él no puede evitar perdonar.

El perdón es la última palabra. Es cierto que Dios busca de distintas maneras que
cambiemos de vida. Es verdad que él nos invita al cambio. Las metáforas bíblicas de un Dios
enojado están para hacernos ver que el pecado es una cosa seria. Pero esa “indignación” de
Dios siempre cede el lugar a la compasión. El no puede dejar de perdonar. Esta es la última
palabra.

No podemos desconfiar de este perdón si reconocemos que Jesús cargó con nuestros
pecados y así nos liberó: “Te has echado a la espalda todos mis pecados” (Is 38,17). Su 10
entrega en la cruz no puede ser inútil.

Además, si él me pide que perdone setenta veces siete (Mt 18, 21-22) es porque él
perdona setenta veces siete (siempre). No me lo pediría si él no lo hiciera. Y él es
infinitamente más generoso y compasivo que cualquier ser humano, no se deja ganar en
misericordia y compasión, porque es puro amor. Si hay padres que perdonan siempre a sus
hijos, no podemos pensar que Dios sea menos bueno y compasivo que los seres humanos, sino
infinitamente más. Si cualquier padre compasivo prefiere tener cerca de su hijo reincidente
para volver a abrazarlo y acompañarlo hasta el fin, lo mismo sucede con Dios.

A Jesús le interesa que abramos el corazón para darnos el perdón divino. Por eso decía
San Pablo: “Les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios” (2 Cor 5,20).
Para despertar esta confianza en el perdón, podemos orar con el Salmo:
“Bendice alma mía al Señor y no olvides sus muchos beneficios.
Él te perdona todos tus delitos…
El Señor es misericordioso y compasivo,
el Señor es paciente y todo amor;
no está siempre acusando ni guarda rencor eternamente;
no nos trata como merecen nuestras culpas ni nos paga según nuestros delitos…
Como se apiada un padre de sus hijos, así se apiada él de sus amigos.
Él sabe de qué pasta estamos hechos,
y se acuerda que no somos más que polvo” (Sal 103, 2ss)

Nadie es más paciente que mi Padre Dios que me dio la vida y me ama. Nadie espera
como él, nadie conoce y comprende mi debilidad mejor que él. Por eso puedo creer
firmemente en su perdón.
12. Mecanismos psicológicos de defensa

Una persona muy creyente, espiritual y reflexiva, puede estar cerrada para no reconocer
su culpa. ¿Por qué?

No siempre es por orgullo o por incapacidad de recapacitar. Suele ser porque tiene una
cuota determinada de dolor moral, más allá de la cual no tolera sentirse en culpa.

Es algo semejante a lo que se llama “umbral de dolor” en el sistema nervioso. Cada


persona tiene una determinada capacidad de soportar el dolor físico, y cuando el dolor
sobrepasa ese límite, la persona se desmaya.

Del mismo modo, cada persona tiene una determinada capacidad de soportar
humillaciones, remordimientos, angustias espirituales. Cuando reconocer una culpa le haría
superar esa capacidad, la conciencia de esa persona se oscurece como una forma de
defenderse. La persona acepta ver y reconocer sólo determinadas cosas, hasta donde puede;
pero cuando su necesidad de alivio y de calma interior se hacen imperiosas, entonces se cierra
para no ver más pecados.

Lo mismo sucede cuando la persona sabe que todavía no puede cambiar determinadas
cosas y siente que al hacerlas conscientes se vería obligada a cambiarlas de golpe.

Por todo esto es necesario adquirir la capacidad de mirarse a uno mismo con total
claridad, pero asumiendo al mismo tiempo que uno todavía no puede con todo y que no es
capaz de modificar las cosas todavía. Es decir, se trata de convivir pacíficamente con las
debilidades que todavía no podemos cambiar, sin la ansiedad de quien pretende resolverlo 11
todo y no soporta tener nada pendiente. También se trata de asumir un pasado que no se puede
borrar y una imagen que se ha manchado, sabiendo que lo importante es que uno es
infinitamente amado por Dios, que uno tiene una dignidad sagrada y que podrá avanzar y
mejorar lentamente en la medida de sus posibilidades.

13.- Rebeldía interior

También puede haber una vieja rebeldía contra Dios que no nos deje volver a Él con el
corazón abierto. En este caso, es muy importante conversarlo con él, decirle exactamente lo
que sentimos y pedirle la gracia de sanar el corazón herido.

Él mismo nos invita a que le presentemos nuestras quejas: “¡Aquí me tienes para discutir
contigo!” (Jer 2,35).

También podemos preguntarnos en oración:


“¿Qué hay en mi imagen de Dios que no puedo disfrutar en cada reconciliación, que no
puedo quedarme en sus brazos, o que me resisto a cambiar de vida? ¿Qué problema
tengo con Dios, qué reproche, qué rebeldía profunda?”.

Presentándole a él mismo este problema, que puede estar ligado a malos recuerdos,
puedo pedirle insistentemente a Dios que me sane por dentro para que logre volver a él con
confianza.

También es posible que la rebeldía sea contra la Iglesia, porque algún cristiano me ha
ofendido o me ha hecho daño. Entonces, es necesario hacer un camino de sanación interior, y
cuando resolvamos ese problema, se nos hará más fácil la confesión.
Si hemos tenido malas experiencias dentro de la misma confesión (con algún confesor),
podemos mencionárselo al sacerdote para que comprenda nuestra situación y evite lo que
pueda volver a dañarnos.

De todos modos, también podemos preguntarnos si nuestra reacción negativa no ha sido


desproporcionada, si no hemos exagerado las cosas. Y aunque tengamos razones valederas, es
útil tomar conciencia de lo que sentimos y descubrir que no vale la pena alimentar esos
sentimientos de rebeldía. De este modo podremos superar lo que sentimos, y reconoceremos
el inmenso valor del sacramento más allá de nuestra emotividad herida.

14. Compararme y culpar a los otros

Ya decía san Agustín que el pecado, para poder excusarse, está siempre dispuesto a
acusar (Sermo 19, 2).

Hay un mecanismo vicioso que nos permite esconder nuestro pecado y nuestras
debilidades y sobrevivir con ese peso. Es la proyección: tratar de encontrar en los demás eso
que nos da asco de nosotros mismo. O pensar que ese mismo defecto está más acentuado en
los demás que en nosotros, para relativizar la importancia de nuestro propio defecto.

Amedeo Cencini describe las causas de este mecanismo:


¿Qué se encuentra en el origen de esta proyección del propio mal sobre los demás? Por
una parte el ancestral temor del propio pecado, que a veces nos lleva a ignorarlo; por
otra parte, la sensación de poder combatir mejor lo que está fuera de la propia persona
y que no la compromete directamente. Entonces el hombre proyecta; es decir: critica,
acusa, juzga, y a veces condena, rechaza, desprecia… De tal modo tiene la impresión 12
de haber hecho algo contra ese mal, pero no se da cuenta de que al tratar el mal de este
modo, lo multiplica, arruinando las relaciones interpersonales, y no lo elimina de la
propia vida.

Por ejemplo, un individuo dominado por obsesiones sexuales. A causa de esas


obsesiones será muy desconfiado de los demás, porque creerá que son como él, y cuando
alguien se le acerque, siempre pensará que es por un interés sexual. Del mismo modo, una
persona que está siempre pensando en sí misma, incapaz de gestos generosos gratuitos y
desinteresados, creerá que todos son egoístas, que nadie es capaz de amar en serio, que nunca
nadie hace algo gratuito y desinteresado.

Podemos mencionar otras formas de proyección: “Atribuir inconcientemente a otra


persona sentimientos, intenciones y actitudes ligadas a la propia inmadurez”, que se expresa
en una rigidez “que deja poca o ninguna esperanza sobre la posibilidad de una real mejora del
otro… Una acentuada intolerancia hacia el otro, cuya simple presencia se convierte en
fastidiosa, haga lo que haga… La condena demasiado fácil y expeditiva”. Además, “otra
forma posible de proyección la realiza quien proyecta habitual e inconcientemente su
negatividad sobre el grupo”, sobre un conjunto de personas, sobre toda la estructura, sobre el
mundo en general. Los equivocados son siempre los otros.

También está la actitud del fariseo, que no dialoga con Dios sobre los propios males, y
los esconde, pero se apoya en las cosas que él hace bien, y al destacar los defectos ajenos, la
comparación lo favorece y queda bien parado. Por eso está atento para descubrir las fallas
ajenas y así tener de qué quejarse. En ese trasfondo negativo de los defectos de los otros, logra
que se destaquen sus capacidades y no se noten tanto sus defectos.
Pero yo agregaría otra forma sutil de este mecanismo que yo mismo he utilizado alguna
vez: Mostrar que ese defecto que yo tengo y me duele, está realizado en los demás de otras
formas que son mucho más peligrosas. Por ejemplo, si percibo que alguien ha descubierto que
yo soy perezoso y se queja de las personas perezosas, yo no le negaré que ser perezoso es
malo, pero le diré algo así: “Lo peor no es ser perezoso, sino explotar a los demás. Algunos
(yo, por ejemplo) pueden ser perezosos, pero por lo menos no molestan a los demás”. Con
esta frase desplazo la atención hacia una forma de pereza que no es la que yo tengo, y así
evito ser juzgado por mi propia pereza.

Esta comparación no nos libera del dolor interior de la culpa, y lamentablemente nos
aparta de un camino de crecimiento y de auténtica liberación.

15.- Otras excusas

Es común buscar rápidamente excusas para no darle importancia a los propios pecados y
así vivir alegremente sin cambiar nunca. Por ejemplo, si uno está leyendo la Biblia y allí
descubre un pecado propio, puede pasar rápidamente a otro texto bíblico que no le “duela”.
También puede acudir a determinados autores espirituales, episodios de la vida de los santos,
frases del Papa o cualquier texto que permita “echarle agua” y disminuir la exigencia del texto
que uno está meditando. Si esto sucede, conviene descubrirlo a tiempo y detenerse
precisamente en eso que Dios ahora quiere decir, y conversarlo con él. Allí está la propia
verdad, aunque duela.

La solución nunca será escapar de la oración buscando una falsa tranquilidad, que no es
más que una tremenda esclavitud: vivir escapando de nuestra propia verdad, escapar de
nuestro propio “corazón”.
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16.- Idealismo

La confesión me enfrenta con la realidad que yo quiero negar. Por eso, si yo vivo
rechazando la realidad, despreciaré este sacramento.

El idealismo es no aceptar la realidad tal como es, es rechazar el límite de las cosas y
vivir en la fantasía, creando un mundo futuro donde podré realmente ser feliz. En esa
nebulosa de sueños, si alguien me arremete, me contradice, me critica, o me pone límites, la
seguridad interior se tambalea; pero no reacciono, sino que me enveneno por dentro; entonces
me evado creando la fantasía de que seré un super-héroe , que un día venceré y deslumbraré a
todos. En esa situación de fantasía, pierdo las reales oportunidades que tengo para servir, para
ser fecundo y para vivir “ahora” la fraternidad.

Una forma de idealismo espiritual se expresa en la necesidad de mostrar que soy una
persona madura; entonces debo hacer creer que nada me desanima, nada me altera, y que no
estoy atado a nada. De ese modo se hace imposible reconocer la propia verdad y confesar los
pecados reales. A lo sumo, las personas idealistas confiesas sólo cosas generales. En realidad
es fácil decirle a otro “yo soy un pecador”; pero es más difícil decirle: mentí, robé, engañé,
desprecié, envidié, etc. Por eso, lograr decir estas cosas al sacerdote es expresión de un
verdadero reconocimiento.

Las personas que descubren en su vida esta tendencia al idealismo, y reconocen que
suelen refugiarse en un mundo ficticio y fantasioso, deberían pedir cada día la gracia de
aceptar la realidad tal como es. Sólo de ese modo podrán aceptar su propia realidad y
acercarse a pedir perdón.

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