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Cuando se tuvo noticia de que había que confinarse en los domicilios, sin saber aún la

gravedad del ataque del virus, sin tener idea del tiempo de aislamiento, una turba de ansiosos
atacaron, hasta vaciarlas, las perchas de supermercados. Instinto animal de supervivencia,
aunque el resto quede mordiendo huesos, los tronchos de carne se apilaban en los carritos de
supermercado. Panteras guardando comida. Por ahí algún líder de tupé que asemeja pelo de
choclo dijo que no sé qué medicina sanaba el mal, e igual, atolondrados fueron a proveerse del
medicamento dejando sin abasto a los enfermos de lupus y reumatismo. O soy yo, o son ellos.
La última disyuntiva del que quiere sobrevivir aunque se rodee de pobreza y necesidad. De
este tipo de gentes, también hay. Los hay, los solidarios, los héroes que ponen pecho a la bala,
los altruistas que apelan a la solidaridad, a la empatía, a las generosidad. En medio de este
drama, las dos conductas se contrastan. Los que cuando en barco se hunde no tienen
escrúpulo en subirse primero a la boya, o el que procura que alguien más se salve.

Nadie en este tiempo habrá vivido una realidad como la que vivimos. Es necesario despertar
dos veces para recordar que no es una pesadilla y que es la vida real. Que la muerte toca a las
puertas de cada familia. Que el desempleo y el empobrecimiento general son verdades
incontrolables. Y que será necesario recurrir a medidas heterodoxas en lo económico y apelar
a la solidaridad y perspectiva de largo plazo de gobernantes y empresarios. ¿Acaso los muertos
insepultos, víctimas combinadas de la contaminación y de la pobreza, no provoca dolor que
cale en lo más hondo del sentido humanitario? Los muertos, que duelen, resultan de una crisis
que desborda toda organización. Los muertos son para llorarlos, no para usarlos de plataforma
política, para ganar seguidores en redes sociales o para exacerbar el morbo periodístico. Peor
fraguar imágenes para mostrar ineficiencia o para que un descalificado esférico (por el lado
que se le mire) junto con sus pandilleros verdosos, como virus, desestabilicen al gobierno
mostrando muertos enfundados. Qué miseria la de los periodistas que redujeron toda la
noticia a los muertos sin recoger y, peor, de políticos sucios que sin misericordia los usan para
sus protervos afanes de impunidad.

En Guayaquil la angustia cunde y las soluciones aparecen cortas. Los enfermos aumentan, las
unidades de cuidado intensivo faltan, los respiradores escasean, nichos y crematorios no son
suficientes para tanto muerto. Escenario dantesco que amenaza reproducirse en otras
ciudades en las que también la indisciplina pone su parte. La respuesta desde el Estado, desde
la sociedad debe ser la de generar recursos para comprar lo que se necesario para mitigar el
daño, que no se puede controlar totalmente. Y eso ha sucedido, por lo menos desde la
sociedad. Tres grandes empresarios, tres altruistas han levantado fondos, formado
fideicomisos, organizado el apoyo para que el dinero llegue a paliar los daños. Muchas
empresas y personas se han sumado. Es tiempo de solidaridad. Es momento en que se
vuelquen esfuerzos humanitarios para socorrer víctimas y sobre todo en favor de los pobres
que reciben más fuerte el palazo. Solidaridad con los informales que no recogen los dólares
diarios para comer. Son muchos: son el resultado de años de maldito populismo izquierdista
que no permitió que aumente el empleo. Pero esta es la realidad y los líderes políticos,
sociales, empresariales deben hacerse cargo para salir del drama con el menor costo humano y
económico. Es tiempo de solidaridad. Y eso pasa por diferir unas semanas el estado de
pérdidas y ganancia de las empresas. Pasa por entender que en de este drama, los más pobres
y los que tienen un empleo deben ser sujetos de mayor atención.
Es una insensatez que empleadores hayan decidido prescindir de trabajadores. Recurren a un
subterfugio legal, aduciendo fuerza mayor, para repartir cartas de despido. Dicho de paso, es
una figura legal mal aplicada, pues la fuerza mayor es causa de terminación de los contratos de
trabajo si el evento imprevisto o irresistible provoca la imposibilidad de trabajo en toda la
actividad de producción o de servicios; no en una parte, no en un grupo de trabajadores, salvo
que pertenezcan a una línea de producción específica. De lo que se trata es de un despido
intempestivo y se debe pagar todas las indemnizaciones y bonificaciones.

Es evidente que la crisis de liquidez significará que los salarios y beneficios laborales no se
podrán pagar o pagar a tiempo. En general, deudas, aportes, impuestos, proveedores, van a
tener que esperar su turno para ser pagados. Las empresas sin producción, sin ventas, sin
exportaciones, deberán recibir plazos para atender sus obligaciones en diferido mientras se
tarda la recuperación de la economía mundial y local, que sin duda se producirá. No es que las
actividades productivas o de servicios mueren. Entrarán en un estado de hibernación y en esa
situación hay que buscar formas heterodoxas, fuera de las rigideces de las leyes laborales, que
permitan sostener el empleo, mantener vigentes los contratos de trabajo, aunque se deba
reducir el salario y eventualmente suspender su pago. Despedir debería ser la última opción.

Siempre hay que pensar que en esta situación dramática, incrementar el desempleo podría
ser, en corto plazo, origen de reacciones sociales, de violencia llevada por el desespero de no
tener forma de cubrir las necesidades de trabajadores y sus familias. Hay zonas enteras que
dependen de actividades productivas. Si esos trabajadores quedan cesantes sin la esperanza
de un pronto retorno, esas zonas pueden volverse proclives a la violencia.

Los empresarios deben aguardar algo más para evaluar los impactos en los negocios y para
que tomen decisiones y evitar aumentar la crisis social. El gobierno debe centrarse en
enfrentar al virus y los efectos en la economía del País, de las empresas y de las personas. El
enemigo no es el correísmo, y deben dejar de mirar sus miserias -o más bien mirarlas para
sentir asco- pero no dedicarle pensamiento estratégico que debe estar enfocado en solventar
el drama en vivimos.

Diego Ordóñez es abogado y político.

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