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PÁGINA MANUSCRITA

Osvaldo Lamborghini

Barcelona, 4/2/83.
Caí en una depresión grave al tener que pasar —y no me importan ahora las
mentiras— de Copenaghe a Barcelona, la ciudad mariquita. Los síntomas: pérdida de la
ortografía, imposibilidad de escribir a máquina. Vivo en un hostal de Vía Augusta. Cuando
puedo, leo a Lacan, y las revistas que publica Germán García y su grupo. También trato de
encontrar los materiales de Masotta publicados aquí en España —perdón, Espeña—, en
Cataluña digo, y me revienta decirlo, y me cago en lo que digo. Aunque odiar fuerte en una
de esas “es bueno”.
Hienas de sacristía, veo, en cada quien que pasa por la calle.
El más acusado deseo es no volver nunca, Buenos Aires.
Me había propuesto escribir con letra clara. Incluso una bella caligrafía. La que
siempre tuve, desde… pequeño… La palabra pequeño dejó de serme extraña. Otra vez
perdí el encendedor, pero en esta ocasión no tiene importancia. Prioridad: a la estilográfica
la voy a pisotear hasta deshacerla en mil pedazos. Bella caligrafía, en fin. En mil… en
cualquier momento, en este párrafo: quizá más adelante.
Resuelto el problema, mientras las chicas de al lado le dan a la lengua, yo a la mano,
con este puto bolígrafo que acabo de comprar, que no es tan fácil. Aquí no hay kioscos. Lo
que hay: hay que tener cuidado. Si no se mearan por guita, los mercachifles catalanes
preferirían no venderte. Para peor los sudacas les caemos fatal. Para peor. Saben que los
despreciamos, y que aquí, hasta los más amplios, le encontramos aplicación al dicho
‘gallego de mierda, más bruto que un par de botas’.
Ahora sabemos de qué se trata: de catalanes. Gente puta, carcejo [sic], y sucia. Era
mediodía cuando entré al negocio, en busca del bolígrafo. Prepararían una olla podrida, o
guiso de pandereta y castañuelas al bacalao, por el hedor que venía de la trastienda. Yo me
había tomado unas copas y, por mi modo de vestir, seguro que nadie me acusa de ser Jefe
de Compras de Olivetti. La catanabos ya me miró mal cuando entré. Culona, jeta cuadrada,
tobillos sin dibujar, bajita (bajuna), típica, en fin. Diálogo:
— Buenos días, señora. Quisiera un bolígrafo común, punta gruesa, tinta negra…
— ¿Uno solo? —me cortó. Como avisé, yo me había tomado unas copas. Pero no
fue eso. Sino la pronunciación, la pronunciación de la catapijas. Al llegar a esta inmunda
ciudad, creí que pronunciaban así para fingir desconocimiento del español, por parecerles
esta ignorancia un refinamiento digno de ellos. Qué ingenuo soy. Después me explicaron.
Lo que les va a estos burros es jugar al acento extranjero: alemán o inglés, tal es el orden
de sus preferencias.
El único cliente era yo, y faltaba mucho para la hora del cierre, y la de engullir, ella, el
pozo ciego que oleaba en la cazuela: la imaginé encorsetada en la cama, hipando y
relamiendo el regodeo del menjunje. El ombligo parecería un repollo de Bruselas. La otra
bestia, el marido, a su lado tenía que proceder rápido (ella pertenece a esa rama de putas
que por pura maldad mezquinan la cajeta: porque el otro la quiere; conducta muy mierda
esta también —es decir, catalanísima, sardanismo puro). Obligado a ser muy tigre, el tipo se
había sobado el carajo durante todo el almuerzo, con disimulo, aprovechando la caída, los
pliegues, del tradicional mantel, para tenerlo morcillón, a punto, llegado el momento. Que en
mi triste alucinación ha llegado; Zampa, no sin apartarle un pespunte del calzón, claro, de
un solo golpe el pilón de carne dura, en esa ciénaga que incomprensiblemente le gusta.
Arremete con un acelerado mete-saca. Cata-Cata protesta, se rebela. Es inútil: “¡Estás
siempre lleno de vicio!” la tiene bien ensartada, aunque ella no es ninguna perla. Tal es el
ritmo del bombeo, que va a deslecharse enseguida, yo me digo. Pero el cabrón
mediterráneo tiene su ritual, no se crean. La despija por delante sin darle una sola gota. Me
doy cuenta, ella sabe lo que viene. “¡Ve a hacérselo a tu madre, marica!” Me quejaré a la
policía… ¡Ay, maldito! ¡Ay, ay! —imagina bien el lector: sin crema, sin ni siquiera un gargajo,
él le está destapando la letrina— ¡Oh! ¡Ay! Cuando estaba Franco no te atrevías, eh,
cuando Carmen Primo de Rivera velaba por nosotras, en la Sección Femenina. A mí me
pasa esto por creerte y por ser buena catalana. Me dijiste que con la democracia la
reventábamos mejor a España. Virgencita de la Mercé, Santa. A mi culo sí lo reventaron. No
había terminado la tele de anunciar la muerte del caudillo, cuando yo, pobrecita, ya era
serruchada, ahora también por la espalda. Hijo de puta, ¡si serás gay!...”.
Sonaron dos golpes de tambor: dos maravillosas trompadas machacaron ambas
sienes de la yegua bocabajo (este catalán me estaba resultando simpático) que sin chistar
recibidió el azote de la espesa cuajada. Él se la sacó de un solo golpe y ella lanzó un
desgarrador aullido derechista. Miré, comprendí que, a pesar de todo, era sincera. El tipo
cargaba con una poronga aterradora, cabeza de gato. No conforme, dejando descapullado
el glande, la había empernado en un moderno ingenio japonés, provisto de púas de plástico.
Del ojete manaba sangre, roja y parda. Me invadió los ojos la visión de ese culo tan gordo y
empuado. Casi me desmayo… FIN alucinación.
Vuelta a la escena de la compra del bolígrafo.
Diálogo
— ¿Va a llevar uno solo? —repetía, impertérrita, la culo roto. Con fastidio y apurada.
En la visión del machaque desaforado, me había apiadado inútilmente. Cata von Lunya me
odiaba. Por hablar el español sin acento, industrial y nórdico. Entonces, no pude
contenerme (¿pero quién iba a imaginarse…?)
— Que no, señora, ¿cómo voy a molestarla por uno solo? Quiero 200 negros, 100
azules y 100 rojos. Es urgente. Ya usted se habrá enterado de la instalación de la nueva
empresa, aquí nomás, a la vuelta de su casa. El gerente se entrevistó con su esposo. ¿Él
no le avisó nada?
Era seguro: no podía haberle avisado. Ella se copó con eso, la maldita. Deleitándose
con la bronca que le echaría al marido. Intentó sonreírme. Por supuesto que su marido la
tenía al tanto de todo. Aproveché, ella tenía puesta toda su cabeza en la venganza:
embrollé más el asunto, hablando bien alto:
— ¡Sin embargo no me preparó el pedido! —consulté un papel— También necesito,
por ahora, cinco resmas de papel borrador tamaño oficio, quince resmas de papel máquina,
600 lápices azul-rojo, mil carpetas… —pude controlarme… pero mi desbocado y jadeante
pedido, ganó en verosimilitud para mi Cata.
Se prendió al teléfono y habló en su dialectona con la distribuidora al por mayor.
Imploraba, casi.
Yo tenía en la mano este bolígrafo. Jugueteaba con él, nervioso. Me moría por una
copa.
Volvió radiante. Buscó el talonario de remitos y temblando anotó el pedido. Como un
autómata yo repetía fielmente las cantidades. Ese culo sufriría lo indecible —ni siquiera en
la gran lengua catalana— cuando el marido tuviese que pagar la mercadería. Hecha unas
pascuas, miel sobre hojuelas, mi Oxte ni Moxte, Catita me extendió el papel. Al mismo
tiempo me pidió una tarjeta con el teléfono de la compañía.
Me jugué: le di una del hotel, que ni leyó, como yo suponía: estaba escrita en la fabla
de “la cosa nostra”. Firmé el pedido y le di la mano. Sin pensarlo, me quedé con el bolígrafo,
este bolígrafo y me encaminé hacia la puerta.
Y la muy turra no pudo contenerse, sin embargo:
— Quédese nomás con él: es una atención de la casa.

Fuente: Teatro Proletario de Cámara. Transcripto por www.twitter.com/lamborghiniOL

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