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Vivir la resurrección

Jaime Ricardo Reyes Calderón


Academia de Historia de Norte de Santander

La fe en la resurrección de Jesús es el fundamento de la opción espiritual del


cristianismo como una oferta de sentido de vida y salvación. Resulta muy importante volver
al origen de la fe en su experiencia fundante. Sabemos que la comprensión de la
resurrección la encontramos en cuatro géneros bien particulares del Nuevo Testamento: los
himnos litúrgicos como Col 1, 15-20; las cartas de Pablo como 1 Cor. 15 y 2 Cor. 13; el
encuentro con el ángel en el sepulcro vacío en Mc. 16, 1-8 o los relatos de apariciones
como Jn. 20, 1-10 o Lc 24, 13-35 (discípulos de Emaús). De esa experiencia primera que
impulsó estas significaciones vamos a resaltar algunos elementos.

UNA EXPERIENCIA DE FE
Un gran error al examinar las escrituras consiste en “historizar” las narraciones,
volver hecho espacio-temporal, fenoménico, aquello que es una declaración reflexiva de fe.
Los orientales utilizan un lenguaje que es cósico. Como no se tiene el hábito de la
abstracción filosófica propia de occidente, el autor sagrado ofrece una narración que
comunica plásticamente un significado existencial. Los relatos de aparición son todos
relatos al servicio de la misión evangelizadora, de la necesidad de experimentar a aquel que
está vivo. Lo que los discípulos anuncian es el valor salvador de la resurrección de Jesús,
su valor soteriológico. Las narraciones de la resurrección no son transcripciones verbales
de una observación visual. Son declaraciones creyentes. Suponen la fe y se utilizan para
anunciar la fe.
A este respecto, la afirmación fundamental de la fe, el kerygma apostólico como
núcleo fundamental de la totalidad del cristianismo, señala qué fue aquello existencialmente
significativo para los primeros cristianos: la buena noticia (evangelio) es el poder salvador de
la muerte y resurrección de Jesús. Pablo lo enuncia en uno de los textos basales de la fe
cristiana, 1Cor. 15, 1-5: “Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que
habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo
guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce”.
Se dio un tiempo considerable entre la muerte de Jesús y la fe en su resurrección. Al
leer los textos de los evangelios vemos que Jesús muere un viernes y al domingo ya creen
en el resucitado. La fe en el resucitado no se dio al “tercer día” cuantitativo después de la
muerte de Jesús. La Iglesia conoció el dolor del aparente fracaso de la vida terrenal del
Señor y desde esas angustias generó significados de esperanza para la segunda
generación de oyentes de la palabra, de discípulos del resucitado. Sucede una
dialéctica de búsqueda de sentido y dación de la esperanza. El tercer día señala una
temporalidad agenciada por Dios, un recorrido existencial complejo y transformante.
Siguiendo a Pagola (2007): “En realidad, en el lenguaje bíblico, el «tercer día» significa
el «día decisivo». Después de días de sufrimiento y tribulación, el «tercer día» trae la
salvación. Dios siempre salva y libera «al tercer día»: él tiene la última palabra; el «tercer
día» le pertenece a él”.
La fe en el resucitado fue un proceso relativamente lento y con diferentes
posibilidades de experimentación y comprensión. Hay varias concepciones del resucitado
en el Nuevo Testamento, ya que al resucitado se le comprende en la medida en que
avanza la experiencia pascual que conjuntaba todo lo hasta ahora entendido en la relación
con Jesús. A mayor conversión y compromiso, mayor refinamiento de la relación con el
resucitado. Si no tenemos experiencia de haber sido liberados por Cristo resucitado no
tenemos fe pascual: “vana es nuestra fe” (1 Cor 15, 17).

COMUNIDAD SIN MIEDO


Los discípulos se sienten tocados por el Cristo vivo. Con esta experiencia del
resucitado los apóstoles reviven lo que Jesús hizo por ellos antes de su muerte. La
actividad de Jesús en su vida pública adquiere nuevos sentidos y sirve para disponer a los
discípulos después de la resurrección. La resurrección hace posible comprender todo
aquello que era penumbra y necedad en los tiempos de las enseñanzas del Señor Jesús.
Ellos se han vuelto tan fuertes que le “ponen la cara” a la persecución, como hiciera el
mismo Jesús. Los discípulos, que antes tenían miedo, ya no lo tienen. Regresan juntos y se
crea una nueva comunidad. La Iglesia naciente es, primero que todo, producto y testimonio
de la resurrección.
El primer problema de la comunidad cristiana es cómo predicar la cruz, ya que esta
Iglesia primitiva entendió que lo salvador era el crucificado: aquel maldito colgado de un
madero es la clave de la vida eterna que sólo acontece en la comunidad de hermanos. La
muerte nunca más volverá a tener la última palabra. La gran declaración será Hch. 2, 22:
“A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios
y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, […]vosotros le matasteis clavándole
en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, DIOS LE RESUCITÓ librándole de los
dolores del Hades”.
Los espacios se transmutan. El espacio devastador de la muerte, por obra de la acción de
Dios que restituye la vida de Jesús, ahora significa paradójicamente su contrario. El sepulcro
está vacío y un ángel aclara: “«No os asustéis. Vosotras buscáis a Jesús de Nazaret, el
crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron” (Mc 16,6).
Cuando regresan de Galilea a Jerusalén ya están “tocados” por el resucitado y el resucitado
no es experimentable sino en un proceso de conversión. Esta es la función del resucitado.
El espacio no es escenario o paisaje. No es geografía o construcción. La experiencia
histórica del resucitado se constituye en la transformación íntima de quien lo ha vivido. El
espacio fundamental es el de la conciencia personal más profunda que en el vivir fraterno
de la comunidad ha ganado un ímpetu antes desconocido.
Al regresar a Jerusalén, estos discípulos están transformados, serán capaces de vivir
como Jesús, “jesúsmente” y soportar la envidia, la persecución y la muerte, además de
predicar, cambiar vidas y obrar la salud con actos milagrosos. El regreso a Jerusalén es
una primera señal de la resurrección de Jesús. Pedro es quien ha experimentado la
resurrección y por ello es su primer testigo. La autoridad en la Iglesia no la dan los
cargos, sino el testimonio de la resurrección que en el servicio agencia más y mayores obras
de vida. El mayor de todos es quien más vida ha ganado sembrando a su alrededor la vida
del que no muere. La conversión vuelta comunión es la prueba de la vivencia del
resucitado. La vivencia de una sociedad saludable, fraterna, respetuosa, alegre será el signo
del Reino predicado por el Señor.

UNA NUEVA VIDA


El cuerpo del resucitado no es el mismo que se entierra. Pagola (2007) define:
“Jesús
no regresa a esta vida biológica que conocemos para morir un día de manera irreversible.
Nunca sugieren las fuentes algo así. La resurrección no es la reanimación de un cadáver.
Es mucho más. Nunca confunden los primeros cristianos la resurrección de Jesús con lo
que ha podido ocurrirles, según los evangelios, a Lázaro, a la hija de Jairo o al joven de
Naín. Jesús no vuelve a esta vida, sino que entra definitivamente en la «Vida» de Dios”.
Estamos ante un concepto de vida transformada absolutamente por la fe.
El apóstol Pablo señala el carácter de la corporalidad del resucitado. Ahora bien, el
concepto hebreo del ser humano no admite el dualismo imaginado en la filosofía griega. No hay
división del cuerpo material y el alma espiritual. La corporalidad resucitada tampoco es un
argumento apologético: Jesús es Dios pues sucedió en él un milagro absolutamente inexplicable.
Quitando el dualismo y quitando la propaganda ingenua, con Pablo llegamos a un cuerpo
comprendido práctico, existencial e históricamente: “Para Pablo, Jesús tiene un «cuerpo
glorioso», pero esto no parece implicar necesariamente la revivificación del cuerpo que
tenía en el momento de morir. Pablo insiste en que «la carne y la sangre no pueden poseer
el reino de los cielos». Para él, la resurrección de Jesús es una «novedad» radical, sea cual
fuere el destino de su cadáver. Dios crea para Jesús un «cuerpo glorioso» (Fil 3,21) en el
que se recoge la integridad de su vida histórica (Pagola, 2007:427)”.
Se es testigo de una nueva vida: la vida del Espíritu de Jesús sucede en la unión, en la
comunicación existencial, en la realización del bien, en la vida en el amor, en la oración, en el
compartir de aquellos que han sido transformados por la vida de Jesús, por la presencia de aquel
que vive en los que le viven. Lo que se prueba en Pentecostés es que la Iglesia surge como
efecto del resucitado. El efecto del resucitado es hacer personas comunitarias y es allí en la
comunidad en donde se manifiesta el resucitado. Lo que hace que Dios Padre y el Hijo
estén presentes en el hombre es el Espíritu (2 Cor. 3, 17). Mientras no haya una experiencia
del Espíritu del resucitado no hay captación del Dios vivo.
De cara a las tradiciones neotestamentarias, las apariciones no generan la fe, sino
que la fe se expresa en las apariciones. Las tradiciones de las apariciones del resucitado
señalan dónde se puede acceder a la conversión íntima más radical: la comida de los
hermanos que experimentan al viviente (Lc 24, 13-35. Los discípulos de Emaús); el
trabajo diario por sobre el mal y el pecado (Jn 21, 1-14. La pesca en el lago); la
confianza en la palabra más que la duda y la incredulidad generada por los obstáculos
materiales (Jn 20, 24-29. Tomás y “ver para creer”).
De un montón de materia no se levanta sino materia. El cuerpo del resucitado somos
nosotros. El cuerpo del resucitado no es una materialidad vulgarmente reconectada a las
funciones biológicas, como un Frankenstein, o un “zombie” hollywoodesco. Para que
Jesús pueda existir en este planeta, vive en nosotros, nosotros somos el cuerpo del
resucitado. Aquel a quien vieron morir, está vivo, ésta es la primera concepción del
resucitado. Pero la vida sin fin, la vida que supera los dolores, la vida que atraviesa el mal
y es capaz de levantar salud donde sólo se conocía enfermedad, la vida que se goza en la
paz y la fraternidad, esa vida es una cualidad arracional, imprevista, desconcertante,
agenciada por Dios, puro don y pletórica de alegría, es la vida en el resucitado.

Referencias:
Baena, Gustavo. Síntesis del Nuevo Testamento. (Promanuscrito). Bogotá, PUJ: 1998.
Pagola, José. Jesús. Aproximación histórica. Bogotá, PPC: 2007.

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