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LOUF, André.ocso

Buscar a Dios en tiempos de derelicción1


“Buscar a Dios durante todas las edades de la vida”, tal es el tema que se considera que voy a
tratar… Procederé en dos etapas. La primera será una rápida mirada a lo que nos dice la Regla de
san Benito. La segunda se detendrá en una u otra de esas “edades de la vida”, más particularmente
en esa edad, dolorosa pero a mi humilde parecer decisiva, que es preciso necesariamente atravesar
para pasar del régimen de la Ley al de la libertad espiritual.

Un camino a recorrer
En primer lugar una mirada sobre la Regla, ese texto que nos es tan familiar, pero que sin
embargo nos reserva siempre tantas sorpresas. Fue lo que me ocurrió a mí una vez más, cuando
reunía lo que san Benito podía haber dicho sobre el tema. La primera cosa que me impresionó, es la
frecuencia relativamente elevada de términos que asimilan la vida monástica a un recorrido, a un
camino que se aborda, sobre el que uno marcha, donde progresa, donde se apresura, donde incluso
corre, y gracias al cual termina por llegar; un camino que, a pesar de un comienzo estrecho –
angustus, dirá la Regla (Prólogo 48; 5, 11)- es sin embargo el más directo: recto cursu perviamus.
Ese camino es un camino de retorno, dice el Prólogo (2): por él uno vuelve a Dios de quien se
había alejado. Y se prepara para ese camino como antes se lo hacía para un verdadero viaje: se
ciñe los riñones (Prol 21). Porque no es cuestión de remolonear en el camino: es necesario
“correr”. El verbo correr vuelve a aparecer cuatro veces sólo en el Prólogo (13.22.44.49), se agrega
incluso que es la condición sine qua non para llegar: el que no corre, no llega (22). El mismo verbo
reaparece en otras partes en la Regla, en contextos más concretos, donde se percibe quizás también
un eco de esta prisa constitutiva del monje, podría decirse: los hermanos acuden a saludar a los
huéspedes (53,6), corren al oratorio para la obra de Dios (43,1). El mismo abad es invitado a tomar
la delantera para precipitarse en la búsqueda de un monje delincuente (27,5).
Ese camino es un “camino de salvación” (Prol 48) tomando por guía el evangelio (Prol 21). Se
considera que desemboca en Dios (62,4) y en la vida eterna (5,10). Implica un punto de partida, del
que san Benito no disimula las dificultades, y un resultado. Entre los dos se abre el camino, o más
bien se ofrecen múltiples caminos –el vocablo está a menudo en plural- que es importante discernir
con cuidado porque, advierte san Benito, “hay algunos caminos que parecen derechos a los
hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno” (7,21).
Ese recorrido trae consigo pasajes más arduos, dura et aspera (73,4), en los que uno está tentado
de dar marcha atrás –discedere- cuando anda con rodeos muy largo tiempo, por ejemplo, ante el
temible cuarto grado de humildad, pero debe ser normalmente tomado como un processus, que
llama a un progreso incesante (Prol 49), que la imagen de la escala que hay que subir grado tras
grado intenta representar. Una cierta perseverancia en el tiempo forma parte así de la vida del
monje: cuando san Benito habla de la probatio, de la “puesta a prueba” que representa, la supone
diuturna, que se extiende en la duración (1,9). Igualmente, el discernimiento que, en el novicio,
precede a su profesión, es llamado morosus: morosa deliberatio, tiende a prolongarse (58,16).
Los ritmos esenciales de la vida monástica se adaptan por lo demás a los diversos ritmos del
tiempo. Esto es evidente en la jornada del monje donde el Opus Dei, la lectio y el trabajo se suceden
a lo largo de las horas, desde el alba al crepúsculo, e incluso según la presencia o la ausencia de luz
1
Artículo publicado en Vies consacrées, 77 (2005-4, 219-231). Traducción del francés realizada por la Hna. María
Graciela Sufé, osb
Texto de una conferencia dada recientemente en San Anselmo (Roma, el 27 de febrero del 2003); los títulos y
subtítulos son de nuestra redacción.
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(41,8-9). Es igualmente el caso respecto del ritmo de las estaciones que tienen cada una derecho a
un horario particular. Lo mismo y sobre todo ocurre para los tiempos litúrgicos de los cuales el
tiempo de Cuaresma, según el pensamiento de Benito, debería ser emblemático y servir de ejemplo
para el conjunto del tiempo monástico: omni tempore (49,1). De día en día, de estación en estación,
de año en año, el monje se adapta así al tiempo y progresa en el tiempo.
Las prácticas fundamentales de la vida monástica están, también, delimitadas por el tiempo.
El silencio, que la Regla hubiera deseado en todos los momentos, encuentra allí no obstante su
tiempo particular, cada día expresamente asignado (42, 1.8). Incluso una actitud tan espiritual como
la obediencia es descripta por san Benito como una marcha. Ella hace “marchar según el juicio y las
órdenes de otro” (5,12). Su paso, o mejor, literalmente, su “pie” –Benito habla en efecto del “pie de
la obediencia” (5,8)- está alerta. El obediente se apresura, “con la rapidez del temor de Dios” (5,9).
En cuanto a la humildad, que resume y corona a las demás virtudes, se presenta como una escalera
en la cual, como los ángeles en el sueño de Jacob, el monje está en perpetuo movimiento. Él debe a
la vez, subirla y descenderla: subirla cuando se abaja, y descenderla cuando se eleva (7,7).
Un elemento tan importante a los ojos de san Benito como el rango ocupado por el monje en
su comunidad, está determinado, no en primer lugar por su virtud o por su empleo, salvo
excepciones, sino por el tempus conversionis, por el día, e incluso por la hora, de su entrada en el
monasterio (63,8). Su ancianidad se mide en función del tiempo pasado en el monasterio, y no a
partir de su edad civil o de la responsabilidad que ha podido tener antes. Es que ese tiempo se
deposita como un sello indeleble sobre toda su persona. El monje tendrá como único título el de
novicio inexperto o el de luchador aguerrido. Será ya un joven rodeado de afecto, ya un anciano
rodeado de veneración (63, 10ss). Siempre su edad monástica le conferirá uno u otro de esos títulos.
Incluso el tratamiento de que será objeto por parte de su abad se inspirará en ese tiempo
propio. Si el abad es invitado a adaptarse al temperamento de cada uno de sus monjes, debe también
tener en cuenta su “edad monástica”, los progresos más o menos importantes realizados a lo largo
del recorrido. San Benito utiliza al respecto una expresión que a veces hace dudar a los traductores,
pero que el contexto explica suficientemente: el abad debe miscens temporibus tempora, debe,
literalmente, “mezclar los tiempos con los tiempos”, es decir, comenta la Regla, mezclar las
amenazas y las caricias, habida cuenta del tiempo pasado por cada uno en el monasterio, porque
unos tendrán necesidad todavía de un maestro, otros más bien de un padre (2,24).
Pues grande es la diferencia entre el fervor novitius, el “fervor del joven candidato” que, no
teniendo miedo a nada, se precipitaría con gusto a la vida solitaria, y los seniores sapientes fratres,
los “hermanos ancianos y sabios” (27,2), o como los llama en otra parte los seniores spirituales, los
“ancianos espirituales” cuya cualidad principal es de ahí en más saber “cuidar sus propias heridas y
las de los demás, sin descubrirlas ni publicarlas” (46,5-6). Este es tal vez el fruto más conmovedor
de una larga carrera monástica, que no está lejos de unirse con el undécimo grado de humildad.
Pero se trata aquí de una cima, o de un punto de llegada. Los comienzos son más modestos.
San Benito tiene un cuidado particular en desarrollar su pensamiento sobre los principiantes,
dedicándoles no menos de cuatro capítulos según las diferentes categorías que pueden presentarse
en el monasterio: los adultos que vienen del siglo, los niños todavía menores, los clérigos, los
monjes venidos de otras partes. En cada caso, es preciso “probar los espíritus para ver si vienen de
Dios” (58,2), porque cada uno de ellos puede disimular artimañas que no se revelarán sino a la
larga, “lo que le ha enseñado la experiencia”, confiesa san Benito con toda humildad (59,6). Los
más jóvenes, después de haber sido abrevados con algunas faltas de consideración, cuando no con
cosas peores, serán conducidos a un lugar separado de los ancianos, donde serán sometidos a la
tutela omnino curiose, muy estricta y vigilante de un anciano que intentará discernir el trasfondo de
sus motivaciones, “si verdaderamente buscan a Dios”, introduciéndolos, por tres etapas sucesivas
–una vez más un recorrido definido por el tiempo- hasta el compromiso definitivo.
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Las fuentes monásticas antiguas abundan en relatos a veces muy sabrosos sobre las ilusiones
que son lo propio de esta edad. Los Apotegmas han conservado el relato de un postulante que desde
su entrada al monasterio se puso a figurar como recluso anunciando a los hermanos: “Yo quiero ser
ermitaño”. Pero “ante esta noticia, dice el texto, los ancianos acudieron y lo hicieron salir, con la
orden de recorrer las celdas de los hermanos diciéndoles: Perdóname, yo no soy un solitario,
comienzo solamente a ser monje” (Sentencias, Discreción 110; = Nau 243).
El abba Moisés, del desierto de Escete, ha multiplicado los ejemplos de estas ilusiones que
hacen el encanto de este “fervor novicio”, durante sus intercambios con Juan Casiano: “Hacen
ayunos inmoderados y a destiempo, vigilias excesivas, oraciones mal ordenadas con una lectura
inoportuna. Tantas ilusiones acarrean un fin desgraciado. El demonio –porque él, por supuesto, es
el autor de ellas- puede también persuadirnos a que nos entrometamos por un motivo de caridad, a
hacer determinada visita para arrancarnos de la santa clausura del monasterio. Nos sugiere
encargarnos del cuidado de mujeres consagradas a Dios, y sin apoyo, con el propósito de meternos
en vínculos inextricables y de distraernos con cuidados peligrosos. O bien él también nos impulsa a
desear las santas funciones de la clericatura, con el pretexto de edificar a muchas almas, de hacer
numerosas conquistas para Dios, y tiende de ese modo a hacernos perder la humildad y la
austeridad de nuestra vida” (Conferencias 1,2)

El tiempo del paso


Como me dirijo aquí a un público experimentado, que desde hace tiempo se ha desprendido
de fervor tan funesto, no me parece necesario extenderme más sobre el tema. Detengámonos mejor
en otra etapa del recorrido monástico, mucho más decisiva, y donde es real el riesgo de demorarse
más, e incluso de detenerse hasta el punto de comprometer la maduración en nosotros de ciertos
frutos de la vida monástica. Se trata de un paso, de una mutación cualitativa de la experiencia
espiritual en sí misma. Podría hablarse de un paso de la exterioridad, en la que dominan la
observancia, las reglas, los elementos exteriores, a la interioridad que es más bien el dominio del
corazón y de la libertad espiritual. Toda la Tradición ha sido muy consciente de ese paso y de su
importancia. Los términos que utiliza para presentarlos difieren. Algunos han hablado de praxis y
de theoria, de una fase más activa y de otra más contemplativa; o de una etapa corporal y de una
etapa psíquica (o animal), esta última a su vez como preludio a una etapa pneumática (o espiritual).
Pero el paso de una etapa a la otra se presenta siempre con los rasgos de una crisis, generalmente
profunda, que es más fácil describir con la ayuda de imágenes que definirla abstractamente. Se ha
hablado de la travesía de un desierto llamado a florecer, de noches –la de los sentidos y la del
espíritu- llamadas a pasar al alba; los místicos como Isaac el Sirio y Ruusbroec el Admirable, cuyos
testimonios están más bien saturados de luz, han opuesto un tiempo de invierno con su pálida luz al
tiempo de verano en el que el sol resplandece. Inspirándose en el grito lanzado por Jesús en la cruz:
“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” algunos incluso se han atrevido a comparar esta crisis
con una especie de “derelicción por parte de Dios”; el término reaparece en siríaco, en griego y en
latín. En este punto, la Tradición es unánime: en un momento dado del recorrido espiritual, cada
uno es acorralado, colocado ante una puerta estrecha por la que atravesar se anuncia como muy
arduo, ante la que se está tentado de dudar largo tiempo, a veces casi toda una vida. Sin embargo,
nadie puede economizarse el franquearla. Porque se trata de un paso en el sentido más fuerte del
vocablo, en el sentido que ha tomado en la aventura de Jesús: se trata de una Pascua. La propia
Pascua de Él renovándose en la vida del creyente.
Entre todas las descripciones que los Antiguos nos han dejado de este paso, la que debemos
a san Benito no es la menos interesante, a la vez completa, muy simple y muy convincente. La
Regla hace alusión a ese paso en dos sitios: hacia el final del Prólogo y en la conclusión del capítulo
sobre la humildad.
Veamos primero el final del Prólogo, donde san Benito presenta la Escuela del servicio del
Señor. El texto es suficientemente conocido. Después de haber recordado que un cierto rigor no
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puede ser evitado en los comienzos, que son necesariamente angusti, estrechos, y de haber
estimulado al candidato a no “tener miedo” por lo tanto, y a no “huir del camino de la salvación”
(48), anuncia que un cambio no dejará de producirse en el processu conversationis et fidei, a
medida que uno progresa en la vida monástica y en la fe: el corazón se dilatará y el hermano
comenzará a correr por el camino de los mandamientos gracias a la dulzura inexpresable del amor”.
Para trazar tal cuadro de esta famosa crisis, san Benito ha dejado un instante su fuente, que es aquí
la Regla del Maestro, que seguía hasta ese momento casi servilmente, y recurre a su propia cosecha,
me atrevo a decirlo, con sus propias palabras y que deben reflejar a la vez su propia experiencia y la
que ha reconocido seguidamente en sus hermanos.
El otro pasaje de la Regla, que relata la misma experiencia, se encuentra al final del capítulo
sobre la humildad. Una vez alcanzada la cima de la escala –cima que es al mismo tiempo un abismo
de abajamiento- “el monje llegará pronto a ese grado de amor a Dios que, por ser perfecto, echa
fuera todo temor; gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo
sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; no ya por temor al infierno, sino por amor a
Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas.
Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya
de sus vicios y pecados.” (7,67-70).
En los dos casos, hay verdadero cambio y paso: del temor, al amor, y del amor a Cristo
(sabemos que Benito ha querido enmendar aquí su fuente que leía “el amor al bien”, prueba de que
sabía muy bien de lo que hablaba); del esfuerzo ascético (es ese el sentido preciso del vocablo
labor), a la alegría y a la delectación de una virtud que ha llegado a ser como natural; de un corazón
estrecho por el temor a faltar en algo, a un corazón dilatado por la inexpresable dulzura del amor.
La vida monástica que hasta ese momento era generosa pero penosamente alcanzada por una
aplicación sostenida, fluye en adelante de la fuente, naturaliter.
Entre las dos etapas, habrá tenido lugar el paso, es decir, la Pascua, esto es, la crisis
inevitable, a través de la cual el monje debe literalmente “caer” de la exterioridad de la letra, aun
guardada fielmente, a la interioridad del Espíritu. Incluso se podría decir, si la fórmula no pareciera
un poco audaz –pero Casiano se ha atrevido a utilizarla- que pasa al fin del Antiguo al Nuevo
Testamento.
En la pluma de san Benito, es el cuarto grado de humildad el que da la descripción más
completa de esta crisis. Si el primer grado concernía al conjunto de los creyentes, llamados a poner
reglas a sus deseos de modo de evitar el pecado; si el segundo apunta a los que, tocados por el
ejemplo de Jesús, quisieran, como Él, preferir en todas las cosas la voluntad de Dios; el tercero no
mira más que a los monjes que se comprometen a recibir esta voluntad a través de las órdenes de un
superior. Humanamente hablando, esa es una locura, a la que ningún cristiano está obligado, pero
esa es la “locura de la cruz”, y que inevitablemente, un día u otro, deberá desembocar en una crisis
que tomará los rasgos de una verdadera Pascua. Lo que la noche de los sentidos o la noche del
espíritu representa en otras tradiciones contemplativas, eso es la noche de la obediencia para el
cenobita. No falta nada en ella: las cosas duras y que contrarían de todos los modos posibles, las
trampas, el fuego, los falsos hermanos, los riesgos de muerte y, evidentemente, el superior, distante,
incomprensivo y quizás incluso malintencionado, que conduce al monje a cuestionar a Dios: “¡Oh
Dios! Nos empujaste a la trampa, nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras
espaldas”. Y en primer lugar y por sobre todo lo demás: la tentación punzante de abandonar todo.
La actitud interior sugerida aquí por san Benito no apela ni a la virtud ni a la generosidad.
Tales llamados no tendrían ningún efecto sobre alguien que, literalmente, yace postrado por tierra y
al borde de sus propios abismos. Esa persona no puede más que mantenerse en silencio, tacite, y
abrazar la paciencia –el término “paciencia” vuelve a aparecer dos veces en ese pasaje, y recuerda
la afirmación del Prólogo que por medio de ella el monje participará en la Pasión de Cristo,
passionibus Christi per patientiam participemur (Prol 50). Después, sin echarse atrás ni esconderse,
non lassescat neque discedat, basta con esperar: sustinere dice san Benito –el vocablo es repetido
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tres veces, con su doble sentido en el latín de la época: a la vez “esperar” y “soportar”: Sustine
Dominum, “soporta y espera al Señor”. Lo que no es posible más que en la fe, es decir en la alegría
del amor, que se entreve a lo lejos. “Pero en todo esto, agrega el texto citando a san Pablo (Rm
8,37), triunfamos a causa de aquel que nos ha amado” (7,39).
Detengámonos un instante en este paso. Cuando yo era novicio, mi Padre Maestro nos
presentó el cuarto grado de humildad como “el escollo en el que sólo tropiezan los ignorantes” de la
vida espiritual, que relativamente pocos consienten en superar, cuando no en el ocaso de la vida. Si
quisiéramos darle un nombre bíblico, podríamos llamarlo la “tentación”, y puede que “la” tentación
por excelencia cuyo alcance supera en mucho las modestas tentaciones, la mayoría de las veces
sensuales, que enfrentamos corrientemente. ¿Cómo manejar correctamente, es decir,
evangélicamente, esta tentación? Implica una doble toma de conciencia, a la vez de la debilidad
vertiginosa de los pecadores en potencia que somos nosotros, y de la fuerza suave, pero finalmente
irresistible, de la gracia. Nadie mejor que san Juan Casiano supo describir los tormentos temibles de
ese tironeo interior, tan insistente que arriesga arrastrar todo en la caída. Simultáneamente a la toma
de conciencia de la debilidad se instala en ese momento otra toma de conciencia que va a
mantenerla en equilibrio. Porque víctima de la tentación, es como el hombre va a percibir la acción
de la gracia en él, a través de los gemidos que le arranca la brutalidad misma del asalto, y son esos
gemidos los que alimentan su oración que en adelante ya no afloja más.
“Aprendamos pues, nosotros también, escribe Casiano, a sentir en cada acción a la vez
nuestra debilidad y el auxilio de Dios, y a proclamar cotidianamente con los santos: “Me empujaron
para hacerme caer, pero el Señor me sostuvo: mi fuerza y mi alabanza es el Señor: Él fue mi
salvación” (Sal 117, 13-14).
¿Qué parte corresponde al hombre entonces en lo que se llama la lucha contra las
tentaciones? Esa parte no tiene más que un nombre: la humildad, por fin de este modo aprendida. Se
reduce, explica Casiano, “a seguir, humildemente y cada día, por las huellas a la gracia de Dios que
nos atrae”. Y precisa un poco más lejos el sentido del adverbio “humildemente” echando mano del
arrepentimiento de David: “La parte de él fue reconocer su pecado, después de haber sido
humillado; y la de Dios será entonces el perdón”. Notémoslo bien: Casiano escribe: “Después de
haber sido humillado, humiliatus”, es decir humillado por su debilidad, después de haber
atravesado, de buen o de mal grado, el fuego que tanto prueba de la tentación, o incluso, en el caso
de David, el fracaso vergonzoso del pecado. Qué importa esto, finalmente, había ya insinuado un
apotegma, si era el único medio que le quedaba a Dios para hacernos tomar conciencia a la vez de
nuestra debilidad y de su gracia. Un anciano había dicho: “Yo prefiero un fracaso soportado
humildemente a una victoria obtenida con orgullo” (Vitae Patrum XV, 74 = Nau, 316). San
Bernardo no dirá otra cosa: “A una virgen orgullosa, Dios prefiere un pecador arrepentido”.
Estamos aquí en el corazón de proceso del que un día nacerá una nueva sensibilidad. El
desarrollo se encuentra provisoriamente en el centro. Para describir a este último y al trastorno
interior que trae consigo, la antigua literatura cristiana tomaba prestada de las traducciones
corrientes de la Biblia una expresión que, en la época, poseía todavía todo el vigor plástico de la
imagen que la había inspirado: diatribè tès kardias; en latín: contritio cordis o contritio mentis.
Volvemos a encontrar esa expresión en todas las lenguas en que nos han llegado los testimonios
más antiguos de la experiencia espiritual, lo que prueba la importancia capital que se le otorgaba.
Convendría, en la medida de lo posible, mantener la expresión con ese aspecto rudo y abrupto del
original que desgraciadamente sus equivalentes han perdido en la mayoría de nuestras lenguas
modernas. No se trata evidentemente aquí de la “contrición” tal como la entiende la literatura
espiritual reciente, sino más bien de un corazón realmente “quebrado” o “triturado”, literalmente
“reducido a migajas”.
Las descripciones de una angustia próxima a la desesperación, sufrida en el centro de la
tentación, abundan en la tradición monástica. En el centro de la tentación, el cristiano, inclusive si
es monje, no es más que un pobre de Yahvé, reducido a su más simple expresión, a la confianza
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loca en la gracia. “Créeme, hermano mío, dirá Isaac el Sirio, todavía no has comprendido la fuerza
de la tentación y la sutilidad de sus artificios”. Pero un día, la experiencia te enseñará, y “te verás
ante ella como un niño que no sabe donde apoyar la cabeza. Todo tu saber se habrá vuelto confuso,
como el de un niño pequeño. Y tu espíritu que parecía tan firmemente establecido en Dios, tu
conocimiento tan preciso, tu pensamiento tan equilibrado, serán devorados en un océano de dudas.
Una sola cosa puede entonces ayudarte a vencerlas: la humildad. Desde que te agarras a ella, todo el
poder de la tentación se desvanece” (Isaac-I, 2).
Corresponder a esta dolorosa pedagogía de Dios es pues necesariamente aceptar ir en el
mismo sentido que ella, no huir ante la humillación infligida por la tentación, sino en cierto modo
abrazarla. No por algún oscuro masoquismo, sino por presentir allí la fuente secreta de la única
vida verdadera. Para emplear términos bíblicos, porque allí el corazón de piedra será quebrado y se
revelará el corazón de carne, provisoriamente escondido detrás de tantas defensas inconscientes.
Como lo aconseja un apotegma: “Cuando somos tentados, abajémonos más, porque entonces Dios,
que ve nuestra debilidad, nos protege. Pero si nos elevamos, nos retira su protección y perecemos”
(Vitae Patrum, XV, 67; cf. Nau, 309). “Sométete a la gracia de Dios, dice otro apotegma, en espíritu de
pobreza, por temor a que arrastrado por el espíritu de orgullo, pierdas el fruto de tu trabajo (Vitae
Patrum, XV, 55; cf. Nau, 311 y Apotegmas Or, 13). Por el espíritu del orgullo que sería la ilusión de poder
triunfar de la tentación con las propias fuerzas.
Pero no solamente la tentación es escuela de humildad, también el mismo pecado, permitido
por Dios cuando Él parece haber ya agotado los demás medios, puede convertirse en un paso hacia
la salvación. Basta con acordarse del rey David, pero sobre todo de Pedro, el Príncipe de los
apóstoles. En una homilía dedicada a la humildad, san Basilio evoca en ese sentido la caída del
apóstol Pedro. Él amaba a Jesús más que ningún otro, pero se había considerado demasiado
aventajado. Entonces Dios “lo libró pues a su cobardía de hombre y cayó en la negación, pero su
caída lo volvió sabio y lo hizo estar en guardia. Aprendió a mirar por los débiles, habiendo
aprendido su propia debilidad, y sabía ahora claramente que por la fuerza de Cristo había sido
salvado cuando se encontraba en peligro a consecuencia de su falta de fe, en esa tempestad de
escándalo, en que había sido salvado por la mano derecha de Cristo cuando estaba a punto de
sucumbir en las aguas” (Homilías 20,4). Y el autor puede concluir un poco más adelante: “La
humildad a menudo libera a aquel que ha frecuente y gravemente pecado”.
Si la tentación debía terminarse con una caída, no es pues porque al hombre le haya faltado
generosidad, sino porque carecía de humildad. Y la posibilidad del pecado, cuando el pecador sabe
estar atento a la gracia que no deja de trabajar en él, como una tela de fondo detrás del pecado,
podría ser que el pecador encuentre por medio del pecado, por fin la puerta estrecha –y sobre todo
baja, muy baja- que es la única que abre hacia el Reino. Porque podría darse que la más pérfida
tentación no fuera la que precediera al pecado, sino más bien la que siguiera al pecado: la tentación
de la desesperación, a la cual, una vez más, sólo la humildad al fin aprendida permitirá escapar.
El sentimiento que terminará por predominar en el hombre humilde es el de una confianza
inquebrantable en la misericordia, de la que ha presentido algún resplandor, incluso a través de sus
caídas. ¿Cómo podría todavía ponerlo en duda? De nuevo Isaac el Sirio nos dibuja su retrato, un
retrato tan próximo a nuestra experiencia de todos los días, en un texto que tomamos prestado de las
obras suyas recientemente descubiertas: “¿Quién podrá todavía turbarse, pregunta, por el recuerdo
de sus pecados…: “¿acaso Dios va a perdonarme estos pecados que me apenan y cuya memoria me
atormenta; hacia los que, aun cuando les tengo horror, no dejo de deslizarme sin cesar de nuevo? Y
cuando los cometo, el sufrimiento que me causan supera al de la mordedura de un escorpión. Yo los
aborrezco, y me encuentro no obstante siempre en medio de ellos, y aun cuando me siento
dolorosamente arrepentido, vuelvo sin embargo a ellos, ¡qué desdichado soy!”
Esto, agrega Isaac, es lo que piensan muchas personas que temen a Dios, que aspiran a la virtud y
que se lamentan de sus pecados, mientras su debilidad las obliga a caer en la cuenta de los desvíos
que ella les causa: viven todo el tiempo bloqueadas entre el pecado y el arrepentimiento”. Y sin
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embargo, agrega nuevamente Isaac, “no dudes de tu salvación… Su misericordia es mucho más
extensa que lo que puedes concebir; su gracia, más grande que lo que te atreves a pedir. Él está al
acecho sin cesar de la menor queja de aquel que se ha dejado robar una parte de justicia, en sus
luchas con las pasiones y con el pecado” (Isaac-II, 40).
Con esta descripción de una gran fineza psicológica, Isaac parece reunirse con el monje de
san Benito que ha llegado a la cima de su escala de humildad y, en el mismo momento, a lo más
profundo de su miseria, sin desesperarse no obstante, sino transformando esta última en llamado a
la misericordia, en oración, y en oración incesante: dicens in corde semper (7,65). Sin duda es éste
uno de los rasgos fundamentales de la “tercera edad” de la vida monástica que la Regla nos deja
cada tanto entrever furtivamente, y de los que los “ancianos espirituales” ya citados son ejemplos
vivientes. San Benito los define admirablemente como “los que son capaces de curar sus propias
heridas y las ajenas” (46, 5-6). En efecto, sólo el médico que se sabe él mismo herido puede curar.
El anciano es también ese sabio que sabe escuchar y responder, cuya maturitas le ha quitado en
adelante todo deseo de correr hacia afuera. San Benito lo coloca como guardián a la puerta del
monasterio: es capaz de transformar cada golpe de campanita, o de teléfono, en oración jaculatoria:
Deo gratias, y también, en pedido de bendición: Benedic (66). Es también cada hermano a quien la
muerte se le ha vuelto un recuerdo de todos los días, no porque la tema, sino para pensar a través de
ella en la vida eterna omni concupiscentia spirituali, “con toda codicia espiritual” (4,46-47),
plenamente seguro en adelante de la misericordia: de Dei misericordia numquam desesperare
(4,74).
La última edad de la vida monástica jamás será un resultado definitivo en este mundo. Por el
contrario, ella es un perpetuo comienzo. El abba Silvano había dicho al abba Moisés: “Antonio,
Padre de los monjes, nos ha dejado como palabra para volver a decir cada mañana: Hoy, yo
comienzo” (Silvano, 11)

André LOUF, ocso

La lectura siempre retomada de la Regla benedictina permite entrever como un camino, que llega a ser más arduo
con el tiempo. Puede entonces darse un paso, en lo más profundo de la miseria del orante. Con los ancianos
espirituales, Benito muestra en la humildad del “médico que se sabe herido” la verdadera fuente de su capacidad de
curar a otros –“si verdaderamente busca a Dios”.

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