1. a) No sólo los apóstoles fueron protagonistas en la primera
comunidad: hoy aparece uno de los diáconos recién ordenados, Esteban, dando testimonio de Cristo ante el pueblo y las autoridades, con la misma valentía y lucidez que Pedro y los demás apóstoles. El libro de los Hechos da a este diácono mucha importancia: le dedica los capítulos 6 y 7. Esteban fue el primer mártir cristiano.
Su manera de pensar y de hablar excitaba los ánimos incluso
de los judíos «libertos», que se llamaban así porque, después de haber sido llevados como esclavos fuera de Palestina, habían sido liberados y devueltos, y que en principio se suponía que eran de un talante más abierto que los judíos de Jerusalén. Por eso tenían sinagoga propia. Pero aún a ellos les resulta inadmisible que Esteban, lleno del Espíritu, les muestre con su elocuencia cómo Jesús, el Resucitado, ha superado la ley y el Templo, y que sólo en él está la salvación. Por eso le acusan: «éste habla contra el Templo y contra las tradiciones que hemos recibido de Moisés». Se cumple una vez más el anuncio que hizo Jesús a sus discípulos: cuando fueran llevados ante los tribunales, el Espíritu les sugeriría qué tenían que decir. b) Sin necesidad de que seamos apóstoles o diáconos en la comunidad cristiana, todos somos invitados a dar testimonio de Cristo. El cristiano tiene que seguir los caminos del evangelio, y no los de este mundo, que muchas veces son opuestos: «aunque los nobles se sientan a murmurar de mí, tu siervo medita tus leyes... apártame del camino falso y dame la gracia de tu voluntad».
Probablemente no tendremos ocasión de pronunciar discursos
elocuentes ante las autoridades o las multitudes. Nuestra vida es el mejor testimonio y el más elocuente discurso, si se conforma a Cristo Jesús, si de veras «rechazamos lo que es indigno del nombre cristiano y cumplimos lo que en él se significa» (oración del día).
Tras la multiplicación de los panes, alude el evangelista a la
búsqueda de Jesús por parte de la muchedumbre. Lo encuentran en Cafarnaún y le dirigen al Maestro una pregunta sólo para satisfacer su propia curiosidad: «Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?» (v. 25). Jesús no responde la pregunta, sino que revela más bien a la muchedumbre las verdaderas intenciones que la han impulsado a buscarlo, y con ello desenmascara la mentalidad demasiado material de las personas (v. 26). En realidad, toda esa gente sigue a Jesús por el pan material, sin comprender el signo realizado por el Profeta. Buscan más las ventajas materiales y pasajeras que las ocasiones de responder y de amar. Ante esta ceguera espiritual, Jesús proclama la diferencia entre el pan material y corruptible y «el permanente, el que da la vida eterna» (v. 27). Jesús invita a la gente a superar el estrecho horizonte en que vive y a pasar al de la fe y al del Espíritu, al que sólo su persona (la de Jesús) les puede introducir. Él posee el sello de Dios, que es el Espíritu y el dinamismo divino del amor.
Los interlocutores de Jesús le preguntan ahora: «¿Qué
debemos hacer para actuar como Dios quiere?» (v. 28). Una nueva equivocación. La muchedumbre piensa que
Dios exige la observación de nuevos preceptos y de otras
obras. Pero lo que Jesús exige de ellos es una sola cosa: la adhesión al plan de Dios, a saber: «Que creáis en aquel que él ha enviado» (v. 29). Sólo tienen que cumplir una sola cosa: dejarse implicar por Dios y adherirse con fe a la persona de Jesús. Es la apertura a la fe lo que ofrece un pan inagotable y lo que da la vida para siempre al hombre que acepta ser liberado de las tinieblas.
Nosotros, los que celebramos con frecuencia la Eucaristía, ya
sabemos distinguir bien entre el pan humano y el Pan eucarístico que es la Carne salvadora de Cristo. Esta conciencia nos debe llevar a una jornada vivida mucho más decididamente en el seguimiento de ese Cristo Jesús que es a la vez nuestro alimento y nuestro Maestro de vida.