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El bien común

Una cosa es buscar ayuda y otra muy distinta experimentar que a uno se la ofrecen. Sentirse
acogido por alguien que se adelantó a ayudarnos, amplía el horizonte del encuentro humano. Muchas
carencias pueden resultarnos inadvertidas, no sernos muy conscientes, por más que la necesidad sea
nuestra. Por eso recibir una mano que ofrece el don del acercamiento porque vio nuestra necesidad antes
de que uno la intuyese es una experiencia humana enriquecedora, no sólo porque abre al reconocimiento
del otro sino porque ese otro impulsa en uno vida.

Creo que la mayor necesidad y, por lo mismo, la mayor ayuda que puede uno necesitar o prestar
a alguien tiene que ver con el sentido de la existencia. Por ser la más profunda, esta necesidad afecta
todas las dimensiones de la vida. Se implica con la apertura a la trascendencia, con los sueños e ideales,
con los deseos de amar y ser amado, con la inquietud de descubrir en uno los talentos ocultos, esos que
ni imaginamos tener. Las necesidades se cubren unas a otras y activan la vida de los pueblos cuando cada
uno se toma en serio su travesía por este mundo y el deseo profundo de conocer su vocación de vida.

Los vacíos o insuficiencias activan la búsqueda personal, pero también generan la inquietud de
ayudar a abrir caminos. Ambas realidades movilizan la interrelación de los talentos y deseos de cada uno.
Por eso descubrir el propio sentido de vida implica ayudar a otros a experimentar su capacidad creativa.
Esta interconexión engendra acciones y estos movimientos, obras que suscitan transformaciones en los
pueblos, porque promueven la importancia del trabajo humano y la ilusión de abrirse al futuro.

Esta especie de retroalimentación de talentos que activa potencialidades inconscientes en cada


uno y da sentido a la vida se funda en un don primario: la gratuidad de la vida. De aquí mana la fuerza que
mueve a nuestros actos a trascendernos y afectar a los demás como un bien que les estimula.
Experimentarlo es un don de esos que construyen nuestra existencia y la de una nación, sobre todo en
momentos como los actuales, en los que las diferencias se imponen como obstáculos para la convivencia.

Las obras humanas que estimulan el esfuerzo común generan alegría en otros, forman en
libertad, educan para el futuro, construyen en equipo y responden a las necesidades de un pueblo, pues
como dijo Julián Carrón en la asamblea general de la Compañía de las Obras en noviembre de 2009 en
Milán, la educación es “una relación adecuada entre mi persona y los demás” (Tu obra es un bien para
todos). Por eso trabajar, discernir los personales talentos y desarrollarlos es abrirse a los otros y a la
existencia en libertad. Y esto es educar, en el sentido de que la vida es un racimo de relaciones humanas:
“el ´nosotros´ entra en la definición del `yo´” (Carrón).

Nuestras grandes necesidades como nación son el trabajo y la educación, realidades que deben
ser entendidas como acciones que se implican, no solo porque precisan de un esfuerzo común y
prolongado en el tiempo, sino porque cuando trabajamos se nos abren oportunidades de formar a otros
en los procesos: en la virtud de la paciencia y en los pasos implícitos en la lógica de la producción.

Los talentos, las necesidades y los problemas, se cruzan en la vida como lo hacen el bien y el mal
en el corazón humano, las luces y las sombras en los caminos de la existencia. Más que un obstáculo, la
crisis que vivimos es una oportunidad para ahondar en los fundamentos de nuestra vida y de nuestras
acciones: para darnos cuenta, también, de que las relaciones humanas, vistas como un engranaje que
genera encuentros, pueden traducirse en un progreso desplegado para todos.
Trabajar en un esfuerzo conjunto es el camino para desarrollar esa Venezuela que queremos. Esto
es también educar, puesto que al hacerlo bien estimulamos a otros a experimentar, en la acción, qué
talentos encajan con las necesidades del país, tan abundantes y diversas en estos momentos.

Ofelia Avella

(El Nacional, junio de 2017)

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