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Trabajo Práctico de Traducción Literaria II-

Las traducciones de Madame Bovary al español

Madame Bovary se ha canonizado como uno de los pilares indiscutibles del modernismo
literario que, desde el día de su publicación, ha suscitado un aluvión de comentarios, críticas,
reseñas, tesis y, desde luego, traducciones. Las dos últimas hechas en Argentina, la de Patricia
Willson para Colihue y la de Jorge Fondebrider para Eterna Cadencia, datan respectivamente de
2008 y 2014. La cercanía temporal expone, no la inutilidad de producir dos traducciones de una
misma obra, sino la multiplicidad de perspectivas y condicionantes que intervienen en cualquier
proceso traductivo, en el que se superponen -de forma no siempre coherente- criterios editoriales,
estéticos, profesionales, éticos. Si tal como indica Patrick Maurus (2005): “ce sont les traductions
qui permettent le mieux de dater textuellement les textes, car elles marquent les lectures datées
de ces textes. L’histoire de leur lecture. L’histoire des traductions est aussi l’histoire de la
lectures des textes” (p. 986); podemos analizar, en las dos versiones argentinas de Madame
Bovary publicadas recientemente, dos modos de leer el texto en un mismo momento histórico,
bajo proyectos diferentes, e indagar así qué interpretaciones del clásico y de cómo traducirlo se
disputan en la actualidad.
Las dos ediciones responden a objetivos diversos. El trabajo de Patricia Willson se
publicó en la colección de clásicos de Colihue, editorial que se enorgullece de haber sobrevivido
a la monopolización del mercado del libro en manos de grandes casas multinacionales que se
operó en los 90. Con una conciencia de tipo polisistémico sobre las posibilidades de una
literatura periférica de entrar a la República Mundial de las Letras, esta colección se propone
publicar grandes clásicos de la literatura universal -de Sófocles y Aristóteles a Kafka y Rimbaud,
pasando por Marx, Ovidio, Ibsen, Shakespeare, Erasmo, Dante y Poe-, traducidos y comentados
por especialistas latinoamericanos. Se trata de un enfoque situado de la labor editorial que otorga
un rol fundamental a la producción de una cultura local, a la que se suma cierta especialización
didáctica que ha caracterizado tradicionalmente a la editorial, visible en numerosas colecciones
de literatura infantil y pedagógica. En esta perspectiva, la mayoría de los traductores que
participan en la colección de clásicos son investigadores y docentes universitarios, la mayoría de
los cuales (como Rolando Costa Picazo, Leonardo Funes, Martín Ciordia y la misma Patricia
Willson, doctora en Letras especialista en traducción, entre otros) han desarrollado una parte
importante de su carrera en la Universidad de Buenos Aires.
Por su parte, Eterna Cadencia se orienta más bien a la publicación de literatura
independiente, que merece ser puesta en circulación por su calidad estética. La página web de la
editorial tiene como toda introducción una cita de Borges sobre la magia de los libros y la
siguiente presentación: “Nuestra pasión por los libros nos llevó a concretar un sueño, el de
concebir una editorial propia, contribuyendo a la felicidad que son los libros”. La lectura se
asocia al placer y la felicidad y responde a la demanda de un lectorado selecto y cultivado que
hace de la literatura un consumo constante y medular. La idea de “una casa tomada por
escritores”, en la que cotidianamente se organizan presentaciones, charlas, lecturas y entrevistas,
funda su radicalidad en una escena de cercanía casi íntima entre lectores y escritores que
organizan una sociabilidad común en torno a la literatura. De aquí que la editorial presente un
catálogo nutrido principalmente por escritores argentinos y latinoamericanos consagrados, pero
no masivos, como Ricardo Piglia, Martín Kohan o César Aira. En este sentido, la traducción de
un texto del siglo xix tan canónico como Madame Bovary resulta anómala. En el blog de Eterna
Cadencia, un único artículo anuncia tres traducciones de clásicos: la novela de Flaubert, La
Divina Comedia de Dante en Edhasa y el Ulises de Joyce en El cuenco de Plata. Lo que justifica
estas publicaciones no es ya la factura de ediciones locales que enriquecen y consolidan el
capital editorial argentino, sino la novedad del tratamiento de los traductores, quienes “sacan
brillo a los clásicos”. Las extensas notas al pie, la introducción, la esmerada y detallista labor del
traductor que ganó una beca a Francia otorgada por el Centre National du Livre fundan la
excelencia de una traducción que busca, ante todo, actualizar las lecturas críticas de Madame
Bovary. Jorge Fondebrider exhibe constantemente dicha preocupación, por ejemplo, en la nota
introductoria, en la que dedica gran cantidad de páginas a recopilar los comentarios que la novela
suscitó en la prensa decimonónica o en la casi carilla completa que ocupa la primera nota al pie,
donde acumula cinco referencias bibliográficas extensas sobre las diversas interpretaciones que
la crítica asignó a la construcción del narrador.
Ambos traductores esbozan perfiles diferentes de profesionalización: por un lado, Patricia
Willson aparece como una traductora académica, que respalda su labor traductiva con avales
institucionales, publicaciones científicas y proyectos de investigación sobre la traducción; por
otro, Jorge Fondebrider respalda una noción más artesanal del traductor, asociada a la escritura
ficcional y poética y a la crítica en revistas y suplementos culturales, sin que esto vaya en
detrimento de una reflexión consciente sobre la traducción y la literatura. Sin embargo, ambas
notas introductorias presentan una característica común, que se inscribe en cierto hábitos
editoriales y que parece apartar la crítica literaria y la práctica traductiva. Las dos introducciones
desarrollan largamente un aparato interpretativo de Madame Bovary (su carácter de clásico, la
meticulosidad de la escritura flaubertiana, ciertos datos autobiográficos) y, luego, una exposición
escueta de los principios que guiaron la traducción. Patricia Willson, sobre un trabajo de Michael
Riffaterre, dice haber privilegiado aquellas marcas que den cuenta de la literariedad del texto, lo
que lo presenta como un artefacto estético (marcas de género, intertextualidad, figuración) que
funcionan y se conectan a varios niveles del texto. Ejemplifica con la conservación de
bastardillas y comillas que, para la traductora, funcionan como índices de las perspectiva del
narrador y de la novedad de la novela. Jorge Fondebrider recalca la necesidad de dar cuenta de
las diversas formas en las que se leyó la novela, así como de reconstruir el horizonte cultural
desde el cual los lectores contemporáneos a Flaubert pudieron haberla comprendido. Reivindica
también cierto principio autorial, en tanto sostiene haber consagrado el mismo cuidado a la
traducción que dedicó Flaubert a la escritura de la novela.
Veremos cómo se realizan estos principios y condicionamientos expuestos en las
traducciones. No buscamos elaborar una crítica prescriptiva que se limite a señalar errores u
opciones preferibles, sino entender cómo las condiciones editoriales y profesionales de
producción de estas traducciones imprimen su huella en la textualidad. Para ello, nos
enfocaremos en la forma en que se tradujeron las marcas del narrador en el primer capítulo de
Madame Bovary. Como ya se sabe, este presenta un narrador de primera persona del plural
(sustituido momentáneamente por el pronombre personal on) que contrasta con la escritura
impersonal y objetiva que caracteriza a Flaubert. Ambos traductores coinciden en sostener que
estas formas de primera del plural reenvían a un narrador colectivo y anónimo conformado por
los compañeros del joven Charles Bovary. El punto de vista de la voz que relata no se encuentra
constituida únicamente por el régimen pronominal, sino por toda una serie de elementos que
constituyen su perspectiva y grado de conocimiento: bastardillas, determinantes, marcas de
oralidad y nivel de lengua, subjetivemas, etc. Tanto Willson como Fondebrider respetan el uso
de los pronombres de primera persona del plural, sean posesivos o personales, y traducen la
forma impersonal on por “nosotros”. Fondebrider, por su parte, mantiene todas las cursivas del
texto fuente, lo que no es el caso de Willson, quien, si bien en el prólogo admite la importancia
de estos cambios de tipografía, omite algunos. Otro problema que viene aparejado con estas
decisiones es el del nivel de lengua. Decidir traducir on por una primera del plural implica optar
por un tono oral en el original, coherente con la hipótesis de un narrador colectivo, que, a su vez,
aparece confirmado por ciertos giros informales, como “gars” o “c’était là le genre” . Sin
embargo, el texto se sirve de una mezcla de niveles y produce así una ruptura de la isotopía
estilística. Inmediatamente después del último fragmento citado, el narrador utiliza una
subordinada en pretérito imperfecto del subjuntivo -tiempo culto en francés, aunque corriente en
castellano- y despliega una gran variedad léxica en la descripción del gorro de Charles.
Fondebrider mantiene el giro en imperfecto del subjuntivo y se esfuerza por respetar la variedad
de vocablos para nombrar la palabra sombrero. Coiffures, bonnet, chapeau, casquette pasan en
su versión como “gorras”, “gorro”, “sombrero”; en el texto de Willson se utilizan las mismas
variantes en el mismo orden, pero la traductora prefiere una subordinada en indicativo que
atenúa aún más el contraste anteriormente explicado. En cuanto al término “chapska”, Willson lo
introduce en cursiva, con el género masculino del texto fuente, mientras que Fondebrider lo
castellaniza y le asigna un artículo femenino y agrega una nota al pie en la que se aclara que la
nota de Bernard Masson sostiene que se trata de un sombrero polaco utilizado por los soldados a
mediados del siglo xix. Donde uno se inclina por la ruptura de la nota y la cita, el otro prefiere la
exotización y dejar que el término forme un campo semántico inmediato con los otros términos
que lo rodean, lo que le permita al lector deducir que la chapska es un tipo de sombrero.
Tal como indica Patricia Willson en el prefacio, un examen palabra por palabra de la
traducción puede poner en evidencia la falibilidad de esta práctica e inducir una crítica
normativa. Lo que se ve con el escueto análisis precedente es que cada fracción del texto pide
consideraciones de diversas índole que atraviesan los niveles gramaticales, estéticos, editoriales.
La traducción no es entonces un proceso automático que consista en la aplicación constante y
mecánica de una serie de principios. Podríamos decir que Patricia Willson, en el momento en
neutraliza ciertos aspectos vinculados a la mezcla de estilos, no es del todo coherente con los
criterios que dice haber aplicado en la introducción. Pero los elementos que marcan la
literariedad de un texto son vastísimos e, incluso, aparecen muy sintéticamente descriptos en la
nota introductoria. Con lo que sí es coherente, al menos en el fragmento analizado, es con la
conformación de una traducción que, sin naturalizar sistemática y acríticamente, brinda una
versión accesible, legible, que respeta el género de Madame Bovary, su “ser novela”. Más
pegado a la puntuación y a la sintaxis, Fondebrider ofrece una versión anotada con un estilo
ligeramente más rebuscado, que responde claramente al perfil de la editorial para la cual trabaja.
Más allá de la viabilidad de reponer el contexto cultural con el que la novela fue originalmente
recibida, la traducción de Eterna Cadencia se preocupa por ofrecer a sus lectores, conocedores
del texto de Flaubert, una puesta al díade las lecturas críticas del texto.

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