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CAUSAS DE LA SEGUNDA GUERRA

MUNDIAL

En 1939, casi 21 años después del final de la I Guerra Mundial, el mundo se veía asolado por
una nueva conflagración mundial que se convertirá, hasta la fecha, en la mayor catástrofe
provocada por el ser humano ¿Qué ocurrió en esas dos décadas para que se olvidase el dolor y la
destrucción de la Gran Guerra y las naciones se viesen envueltas en otro conflicto de tamaña
proporción?
1. Versalles
La Paz de Paris no contentó a nadie. Los vencidos se sintieron humillados, especialmente
Alemania, y la mayoría de los vencedores no colmaron sus aspiraciones. EEUU y Gran Bretaña no
consiguieron unos tratados que garantizasen una paz duradera capaz de salvaguardar sus intereses
comerciales. Italia no recibió todos los territorios que reclamaba, lo que provocó tensiones
internas. Los nacionalismos europeos tuvieron que plegarse a las directrices de las potencias, más
interesadas en que el nuevo mapa continental cumpliese con sus objetivos (debilitar a Alemania y
aislar a Rusia) que en que reflejase la realidad nacional de los distintos pueblos, creándose así de
nuevos Estados con fronteras artificiales, y por tanto con conflictos latentes entre los pueblos
obligados a convivir bajo una misma bandera. Francia, la gran vencedora, aún mantenía la creencia
de que había sido en exceso clemente con Alemania, y su rigor en el cumplimiento de lo firmado la
llevó a invadir territorio alemán en los primeros años 20, lo que incrementó el encono entre ambos
pueblos. Rusia, convertida poco después en la URSS, se convirtió en un Estado sospechoso, del que
nadie se fiaba y todo el mundo se quería proteger, incrementando así la tensión y la desconfianza
en las relaciones internacionales. Japón, a pesar de haber obtenido las posesiones alemanas en el
Pacífico al haber sido la primera potencia transcontinental en sumarse a los aliados, sufrió el recelo
de los mismos, obligándola a ceder diversos territorios a China, la cual, aliada únicamente cuando la
guerra ya tocaba a su fin y cuya participación como país fue meramente testimonial, consideraba
inasumible, a su vez, la amenaza que para ellos representaban las ganancias territoriales japonesas,
incrementando una tensión que venía de lejos (guerra chino-japonesa de 1894-1895) y que pronto
se convirtió en uno de los principales focos de desestabilización de las relaciones internacionales.
Por último, Alemania. Vencida, humillada, cercenada, endeudada. Versalles, lejos de suponer una
derrota de aquellos que llevaron a Alemania a la guerra (militares, nacionalistas, extremistas de
toda condición) reforzó su posición en la política interna. No sólo habían perdido una guerra, sino
territorio, población (alemanes que vivían en los territorios cedidos), la monarquía, y, sobre todo,
orgullo e independencia. Forzado a instaurar un nuevo sistema político en el que pocos creían,
asolado por extremismos a derecha e izquierda, violadas por los franceses dos veces sus
decepcionantes fronteras cuando no habían pasado ni 5 años desde la guerra, el pueblo alemán
generó un sentimiento de odio y resentimiento que llevará a que en su seno se desarrollase el
peor de los cánceres: el nazismo.

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Versalles, por tanto, fue una bomba, sí, pero de relojería. No explotó en los años siguientes
porque las naciones estaban exhaustas, y su detonación se vio retardada más aún por la ilusión de
bonanza económica que supuso la segunda mitad de los años 20. La “bomba Versalles” necesitaba
un contexto adecuado para explotar, donde todas las rencillas y malas soluciones confluyeran para
crear un estado de ánimo internacional que, como pocos años antes, presentara la guerra como
inevitable. Ese contexto llegó, y lo llamamos Gran Depresión.
2. La Gran Depresión
La ilusión de crecimiento económico se quebró el 24 de octubre de 1929. El crack bursátil en
Wall Street y la Gran Depresión, sin embargo, no fueron la causa, sino el cauce que aprovecharon
las tensiones y los odios generados en los primeras dos décadas del siglo, cerrados en falso cuando
no incrementados en Versalles, para llevar al mundo a la mayor guerra jamás vivida.
La crisis económica conocida como la Gran Depresión fue el escenario perfecto para el
retroceso de unas precarias democracias y el ascenso de los extremismos. Los distintos pasos que
se dieron hacia la guerra vinieron provocados por el triunfo de la demagogia, el nacionalismo
exacerbado y el militarismo agresivo. La explotación egoísta y demente que los líderes extremistas
hicieron de las necesidades de sus pueblos les permitió disponer de una opinión pública favorable
al incremento de la tensión internacional y a la guerra como único medio con el que restañar
heridas, tanto las actuales (la crisis) como las pasadas (el orgullo perdido en 1919). En aquellos
países donde las democracias luchaban por subsistir, como Gran Bretaña o Francia, la guerra era un
fantasma abominable del que se quería huir, sin ser del todo conscientes de la locura instalada en
los países vecinos. La crisis económica los tenía atenazados, asustados, y había hecho brotar las
tensiones sociales larvadas en unas democracias que no eran tal, pues aún se sustentaban en las
diferencias económicas y sociales, por mucho que hubiesen avanzado en acortar (o maquillar) las
políticas. También esta debilidad, esta desconfianza en la fuerza de la democracia para sacarles de
la crisis, hizo, por un lado, volver la cabeza a soluciones (funestas) del pasado, y, por otro, espoleó a
los extremismos foráneos, que se sintieron libres de violar de forma continua la ya inane legalidad
internacional.
3. El fracaso de la Sociedad de Naciones
El mejor espejo del fracaso de la Paz de París fue la Sociedad de Naciones. Ésta fue fundada
en 1919, en el desarrollo de las negociaciones de paz de la guerra, cumpliendo la iniciativa del
Presidente de los EEUU, Woodrow Wilson, como final de sus 14 puntos, de crear un organismo
supranacional garante de la paz, donde las distintas naciones del mundo estuviesen representadas
y pudieran dirimir sus conflictos de forma pacífica y con el apoyo del resto de miembros. El reto era
ambicioso, sin duda, y desde el principio se plantearon grandes dudas.
La organización adolecía de capacidad para hacer cumplir sus decisiones o mandatos, más
allá de meras disposiciones diplomáticas o políticas, pues carecía de una fuerza armada propia que,
por otra parte, se veía como algo ajeno al propio espíritu pacífico de la sociedad.
El primer gran problema de la Sociedad se había presentado menos de un año después de
crearse, cuando el Congreso de los EEUU no ratificó su pertenencia. Así, el promotor de la idea,
que además se había convertido en la principal potencia económica y militar, se desentendía del
proyecto.
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Poco después, en 1923, se mostró impasible ante la ocupación francesa del Ruhr en
demanda del pago de las reparaciones, aún cuando este tipo de acciones estaban específicamente
prohibidos en los estatutos de la Sociedad. Sin embargo, Francia era miembro fundador y tenía un
asiento permanente en el Consejo, por lo que la SDN se mantuvo en silencio ante tal acción,
mostrando por primera vez una clara incapacidad para cumplir con su cometido.
En la segunda mitad de la década, a tenor de la (ficticia) armonía instalada en las relaciones
internacionales durante la época del llamado “Espíritu de Locarno”, cuando incluso Alemania entró
en la Sociedad ocupando un puesto como miembro permanente (1926), la sociedad pareció cumplir
su cometido, más por inexistencia de problemas que por su actividad como mediador en los
mismos.
Será en los 30, bajo la sombra de la Gran Depresión y de la actividad agresiva de los
gobiernos más extremistas, cuando muestre su total ineficacia, según aquellos a los que iba
amonestando iban abandonando la sociedad en señal de indiferencia a lo que significaba la
institución. Así ocurrió con Japón, reprendido por la invasión de Manchuria en 1931, que hizo caso
omiso a las objeciones de la SDN a su acción y la abandonó en 1933 sin atender a sus peticiones. Le
siguió Alemania, que ya con Hitler en el poder, la abandonó en 1933. La puntilla fue la invasión de
Abisinia por parte de Italia de 1935, donde no sólo las sanciones económicas contra Mussolini no
fueron ejecutadas, sino que hubo una gran división entre los miembros del organismo sobre el
derecho o no de Italia a tal acción. El país transalpino la abandonaría en 1937. El desprestigio de la
Sociedad era tal, que Francia y Gran Bretaña decidieron seguir su propia política frente a las
naciones fascistas, la llamada “política de apaciguamiento”, sin contar con la SDN, transformado ya
en un organismo vacuo e inútil.

4. El militarismo agresivo
Fue Japón, en 1931, quien abrió el camino a las agresiones exteriores por parte de los nuevos
gobiernos totalitarios de corte fascista. Desde 1910 Japón controlaba la Península de Corea, que se
convirtió en la punta de lanza de los intereses comerciales y políticos japoneses en la región. En
septiembre de 1931 el ejército japonés, sin el consentimiento del gobierno del Primer Ministro
Inukai Tsuyoshi (asesinado en 1932 por militares extremistas), invadió Manchuria, región del norte
de China, en un intento de responder por medio del expansionismo a la crisis económica y política
que sufría el país. El gobierno de la nueva república China que había sustituido al Imperio 20 años
antes, incapaz de plantar cara a la ocupación, sólo pudo protestar ante la comunidad internacional.
La SDN emitió entonces un informe que denunciaba la ocupación de un territorio soberano, y
reclamaba de Japón disculpas y la devolución del territorio a China. Japón, por su parte, hizo oídos
sordos a tales consideraciones y, bajo el nuevo gobierno de los militares, el primer ministro Saito
Makoto sacó a Japón de la SDN en 1933. En Manchuria los japoneses crearon un nuevo Estado
“títere”, Manchukuo, poniendo a la cabeza del mismo a Puyi, el destronado 13 años atrás último
Emperador chino.
En 1935 Mussolini, por su parte, desempeñó su papel en el nuevo escenario de agresiones
que se avecinaba. Desde décadas antes Italia deseaba el territorio de Abisinia, fronterizo con las
colonias italianas de Eritrea y Somalia, y Mussolini convirtió este deseo en el inicio de una política

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exterior tendente a crear un nuevo imperio italiano que recordase las gestas imperiales de Roma.
Así, en octubre de 1935 un ejército italiano entró en Abisinia, culminando la invasión un año
después, y declarando Mussolini aqella fecha como el año I del Imperio. La SDN condenó la acción,
pero las sanciones fueron ridículas. Finalmente, en 1937 Mussolini sacó a Italia de la SDN, pero, lo
que es más importante, rompió el Frente de Stressa, que 3 años antes había reunido a Francia,
Gran Bretaña e Italia, y se acercó a la Alemania de Hitler, de quien hasta entonces había recelado,
poniendo las bases del posterior Pacto de Acero entre ambos gobiernos fascistas.
5. La política internacional y los golpes de fuerza de Hitler.
Aunque resulte sorprendente, Hitler fue un político que cumplía sus promesas (al menos,
algunas) por muy dementes y enajenadas que fueran (que lo eran). Precisamente esa “diferencia”
entre Hitler y la mayoría de los políticos fue la causa más directa del inicio de la Segunda Guerra
Mundial.
Los objetivos de Hitler en cuando a la política exterior se podrían resumir en la abolición del
Tratado de Versalles, el expansionismo territorial y la derrota del comunismo internacional
Desde el principio de su vida pública, una de los elementos principales de la política Hitler fue
la denuncia del Tratado de Versalles. Este texto, según él, no sólo humillaba a Alemania, sino que la
impedía desarrollarse libremente y cumplir con su destino en la Historia. Hitler odiaba todos los
aspectos del Tratado, en especial la limitación militar que dejaba a Alemania con un ejército
ridículo, el control del Sarre por parte de la SDN, la desmilitarización del Rhin, la prohibición del
Anschluss (unión con Austria, de la que era originario, por cierto), y los territorios cedidos a
Checoslovaquia y Polonia (y los alemanes “obligados” a vivir allí) Poco a poco Hitler va a ir
incumpliendo todos y cada uno de los artículos del Tratado sin que nadie hiciese nada por evitarlo.
En relación al incumplimiento de Versalles se encontraba su exigencia de dotar a Alemania de
un Lebensraum (espacio vital) suficiente como para subsistir. Este Lebensraum incluía todas las
tierras cedidas por el Tratado a los países del Este, además de Austria y Alsacia y Lorena. Si
Guillermo II había reclamado “un lugar bajo el sol” para Alemania en la época del Imperialismo,
Hitler deseaba ahora un expansionismo alemán dentro del Viejo Continente.
Si estas eran sus ideas sobre política exterior, no tardó en ponerlas en práctica mediante los
llamados “golpes de fuerza”, es decir, decisiones y acciones que violaban la legalidad
internacional pero que nadie se atrevió a sancionar.
El primero de estos golpes fue las prácticas llevadas a cabo en el Sarre en la campaña por el
plebiscito. Éste, que se celebró en 1935 como estaba estipulado, debía decidir si esta región volvía a
ser alemana o se mantenía independiente bajo la administración de la SDN. La campaña estuvo
repleta de violencia por parte del partido nazi del Sarre, partidario, por supuesto del regreso a
Alemania. La SDN, quien debía velar por el orden y la normalidad del proceso, volvió a demostrar
una gran inoperancia, y observó de brazos cruzados cómo el resultado del plebiscito, con más de
un 90% a favor de reintegrarse en Alemania, suponía un aumento del prestigio de Hitler tanto
dentro como fuera de sus fronteras, y daba argumentos a aquellos que reclamaban la reintegración
del resto de territorios arrebatados a Alemania por Versalles e, incluso, la unión con Austria.

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El siguiente punto a tratar por parte de Hitler fue el ejército. Un Reichswehr reducido a
100.000 hombres, como establecía el Tratado de Versalles, era algo insoportable no ya para los
nazis, sino para Alemania en general, una nación hecha a sí misma a golpe de victoria. Así, Hitler,
tras la ya comentada y fracasada Conferencia de Desarme de 1932, comenzó la reconstrucción del
ejército del Reich, pasando de 30 a 95 barcos de guerra, de 36 a 8250 aviones y de 100.000 a casi
un millón de soldados en menos de siete años. En 1936 restauró el servicio militar obligatorio,
prohibido por el Tratado (lo cual supuso, por otra parte, una gran bajada del paro, uno de los
mayores problemas de la Alemania de la Gran Depresión) Para lograr su objetivo de recomponer la
maquinaria militar alemana, Hitler firmó tratado tras tratado asegurando la paz con el objetivo de
ganar tiempo para el rearme. Así, en 1934 firmó un Acuerdo con Polonia, donde se comprometían
a no entrar en guerra durante al menos 10 años. De igual forma, Hitler firmó con los británicos el
Acuerdo Naval Anglo-alemán de 1935, por el cual aceptaban la creación de una flota alemana (de
nuevo algo prohibido por Versalles) pero limitando ésta al 35% del tamaño de la Flota Real
Británica. Con estos Tratados bilaterales Hitler lograba tiempo para el rearme de Alemania, pero
además hacía saltar por los aires el sistema de seguridad colectiva ideado en 1919, pues distintas
naciones volvían a los contactos bilaterales. Gracias a todo esto, a la altura de 1939 el ejército
alemán se había convertido en la Wehrmacht, la mayor máquina de guerra del mundo.
Siguiente parada, Renania. Desmilitarizada por el Tratado, Hitler mandó tropas el 7 de marzo
de 1936, aprovechando que las miradas internacionales estaban puestas en lo que estaba
ocurriendo en Abisinia. En realidad Hitler iba de farol, pues había dado órdenes de retirada ante
cualquier reacción francesa, ya que a esas alturas el ejército alemán no estaba preparado para
hacer frente al francés en caso de conflicto. Sin embargo, no pasó nada. La SDN condenó la acción,
pero sin tomar medidas. Los franceses estaban ocupados en graves asuntos internos (la llegada al
poder del Frente Popular) y los ingleses no querían provocar a Alemania (“los alemanes sólo están
recuperando su patio trasero” dijo Lord Lothian, uno de los responsables de la política de
apaciguamiento). Hitler se había apuntado otro tanto, y veía cómo Francia y Gran Bretaña rehuían
su responsabilidad.
En julio de 1936 comenzó la Guerra civil española. Esta confrontación supuso el primer
enfrentamiento directo de los fascistas contra la expansión del comunismo.
Mussolini había prometido a una delegación de políticos conservadores su apoyo en el caso
de una sublevación contra la II República española dos años antes. Cuando se produjo el
alzamiento, los sublevados intentaron recabar el apoyo prometido de los italianos, y sumarle el de
Alemania. Pronto esa ayuda llegó. En el caso de Hitler, fue una decisión personal, pues el Ministro
de AAEE, von Neurath, había recomendado no involucrarse en la contienda por el riesgo a desatar
un conflicto mundial antes de que Alemania estuviese preparada. Sin embargo, Hitler decidió
prestar ayuda al bando franquista. Los motivos eran variados. Primero, quería “salvar a Europa de
la barbarie comunista”, por lo que el riesgo de un Estado pro-soviético en el confín occidental del
continente era inaceptable. Segundo, suponía acercarse a Italia a fin de alejar a Mussolini
definitivamente de Francia y Gran Bretaña, pues los transalpinos habían decidido dar su apoyo a los
franquistas. Tercero, la victoria de los sublevados le proporcionaría un valioso aliado en caso de
guerra, dada la importancia estratégica de España, por un lado, y la posibilidad de abastecerse de
minerales básicos para su industria bélica, por otro. Y cuarto, y último, era un excepcional campo
de pruebas para testar los avances de la Wehrmacht. Francia y Gran Bretaña, siguiendo su nueva
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“política de apaciguamiento”, promovieron un Acuerdo de No Intervención, firmado en septiembre
de 1936 por ambos países y por Italia, Alemania y la URSS, entre otros. La realidad fue que, de
nuevo, Hitler se saltó la legalidad internacional, incluso tras haber firmado el acuerdo y, al igual
que Italia y más tarde la URSS (en el caso de los rusos, a la República, y sólo ayuda material),
mandaron armamento y tropas al escenario del conflicto, lo que al final sería clave para su
desenlace en 1939.
En 1938 Hitler decidió cumplir uno de sus principales anhelos: la unión de Alemania con su
patria de origen, Austria. Esta unión, conocida como Anschluss (“conexión”), estaba
específicamente prohibida por el Tratado de Versalles y el de Saint Germain, lo cual, como hemos
visto, casi era ya un acicate más que un impedimento para el mandatario nazi.
Tras la derrota en la Gran Guerra, Austria había establecido una República, dominada en los
años 20 por el Partido Social-Cristiano. Sin embargo, los efectos de la Gran Depresión, como en el
resto de Europa, produjeron una gran inestabilidad política. Los socialcristianos eran nacionalistas
austríacos, y, por tanto, estaban en contra del Anschluss. La llegada al poder de Hitler en la vecina
Alemania fue un problema añadido a la crisis económica, pues incrementó el apoyo a la opción
unionista (la unión con Alemania) que reclamaban tanto Hitler desde Alemania como el propio
Partido Nazi Austríaco (DNSAP) desde Austria. Tras no lograr más que 32 escaños en las elecciones
de 1930, el Partido Nazi Austríaco comenzó una campaña de violencia callejera y atentados
terroristas. Los Social-Cristianos habían perdido el apoyo mayoritario de antaño, y para evitar su
derrota parlamentaria, su líder, Engelbert Dollfuss, impuso la ley marcial y estableció una dictadura
basada en el fascismo italiano, prohibiendo tanto el Partido Comunista como el Partido Nazi..
La mayor amenaza para el nuevo Estado autoritario austríaco era Alemania. Hasta entonces,
el nacionalismo austríaco había encontrado un gran aliado contra Hitler en el líder fascista italiano
Benito Mussolini. Éste era firme partidario de evitar el Anschluss, pues temía que si se producía el
gobierno de Hitler le reclamara a Italia los territorios cedidos por Austria tras la guerra. Esto, sin
embargo, empezó a cambiar en 1935, cuando Italia invadió Abisinia y necesitaba el apoyo alemán
frente a los reproches y sanciones de Francia y Gran Bretaña. Tras recibir garantías de Hitler de que
en el caso de llevarse a cabo el Anschluss Alemania no reclamaría territorio italiano alguno, el
acercamiento entre Hitler y Mussolini dejó a Austria sin su principal apoyo frente a las aspiraciones
anexionistas.
El Partido Nazi austriaco, dirigido desde Alemania por Theodore Habitch, protagonizó en julio
de 1934 un Golpe de Estado fallido contra el gobierno de Austria, pero en el transcurso del cual
Dollfuss fue asesinado por las SS austriacas.
Su sucesor, Kurt Schuschnigg, continuó la política de su antecesor, intentando por todos los
medios asegurar la independencia de Austria. Hitler, por su parte, redoblaba su presión sobre los
austriacos, amenazando con la invasión. Para ganar tiempo, Schuschnigg convocó un referéndum
sobre la anexión. Además, con el objetivo de aumentar el apoyo a la opción nacionalista austriaca,
legalizó de nuevo al Partido Socialdemócrata y a los sindicatos. El 11 de marzo Hitler dio un
ultimátum al gobierno austriaco: o entregaban el poder al Partido Nazi, o se iniciaba la invasión.
Consciente de que ni Francia ni Gran Bretaña estaban dispuestas a ayudar a Austria frente a las
pretensiones de Hitler, el canciller Schuschnigg dimitió pocas horas después de que expirara el

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ultimátum y de que Hitler ordenara la invasión, convirtiéndose el nazi Seyss-Inquart en nuevo
canciller.
El 12 de marzo las tropas alemanas entraron en Austria. La triunfal invasión animó a Hitler a
anexionar directamente Austria al Tercer Reich en vez de simplemente imponer un gobierno
títere controlado desde Berlín. Para ello, protagonizó un triunfal viaje a Viena, donde fue recibido
como un héroe por cientos de miles de entusiastas. Allí, convocó un referéndum para el 10 de
abril. La presencia de las tropas alemanas, el nuevo gobierno nazi de Austria, la privación del
derecho al voto de cerca de 400.000 personas (socialistas, nacionalistas austriacos, judíos) y la
actividad represiva llevada a cabo por las SS (70000 opositores encarcelados en pocos días) hacía
muy previsible el resultado: 99’7 % a favor.
La reacción internacional, de nuevo, fue tibia. Francia y Gran Bretaña asumieron que suponía
una nueva agresión e incumplimiento de la legalidad, y que incrementaba enormemente la tensión,
pero no tomaron medida alguna.
Cuando Hitler hablaba de reunir a todos los alemanes en un solo Reich, no sólo se refería a los
austríacos, sino, muy especialmente, a los alemanes que vivían en territorios cedidos a otros
Estados tras la Primera Guerra Mundial. Éste era el caso de los Sudetes, en Checoslovaquia, con un
porcentaje de población de habla alemana del 29%. Además, esta población eran los que
controlaban los más importantes recursos industriales y comerciales, por lo que estaban
directamente afectados por las decisiones del gobierno.
En 1935 se formó el Partido Alemán de los Sudetes, liderado por Konrad Henlein. Así, tras la
anexión de Austria, Hitler dio orden a Henlein de que presentara al Presidente Checo, Edvard
Benes, una propuesta imposible de aceptar, los llamados decretos de Carlsbad, como excusa para
iniciar una invasión. Francia y Gran Bretaña llamaron a la calma, y forzaron a Benes a aceptar la
mayoría de los decretos de Carlsbad. Para septiembre de 1938, tanto Chamberlain como Daladier
habían decidido ceder gran parte de los Sudetes a Alemania. El ejército checo, moderno, bien
entrenado y con magníficas defensas, apostaba por declarar la guerra a Alemania. El Primer
Ministro Benes, sin embargo, no veía posible ganar una guerra sin el apoyo de las potencias
occidentales, por lo que decidió esperar. A sugerencia de Mussolini, Chamberlain, Daladier y Hitler
se reunieron, junto al italiano y sin representación checa alguna, en Munich el 29 de septiembre,
donde firmaron el Acuerdo de Munich, que declaraba la anexión de los Sudetes por entero a
Alemania a cambio de garantizar la soberanía del resto de Checoslovaquia. En resumen, Hitler había
conseguido todo lo que quería sin ceder un ápice en sus demandas.
La invasión de los Sudetes comenzó el 1 de octubre, con la Wehrmacht recibida como
“liberadores” por la población alemana. Checoslovaquia no perdía sólo un territorio, con todos sus
recursos, sino el lugar donde estaban situadas sus defensas fronterizas, con lo que quedaba
absolutamente indefensa ante una agresión posterior, como así fue. El 15 de marzo las tropas
alemanas entraron en Moravia y Bohemia, lo único que quedaba de la nación checa, pues días
antes Eslovaquia ya se había declarado independiente y la región Carpato-Ucrania había sido
invadida por Hungría. Hitler terminó anexionándose algunos territorios más, y el resto se convirtió
en el Protectorado de Bohemia y Moravia, que funcionó como un estado satélite de Alemania, al
igual que la nueva República Eslovaca.

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La Conferencia de Munich también fue importante porque, según los historiadores, fue el
momento en que más cerca se estuvo de acabar con Hitler. En el Alto Mando alemán había una
corriente importante que consideraba que su Führer estaba rayando la locura en su política
exterior. Así, se organizó un plan para deponerle aprovechando la invasión de los Sudetes.
Consistía en arrestar a Hitler una vez firmase la invasión, so pretexto de que esto supondría una
guerra mundial para la que Alemania no estaba preparada. Sin embargo, esto sólo funcionaría si
Gran Bretaña certificaba su disposición a entrar en guerra mediante una declaración concluyente,
lo que ayudaría a convencer a la opinión pública de que el arresto era necesario pues Hitler les
conducía a una derrota segura. Los conspiradores hicieron llegar al gobierno británico sus
intenciones, pero éste se negó a participar del plan y no hizo la declaración requerida, lo que
provocó que la conspiración no siguiera adelante.
Para terminar con las consecuencias de Munich, la actitud timorata y complaciente de los
franceses defraudó mucho a Stalin, que tenía, como ellos, una alianza defensiva con
Checoslovaquia. Esto provocó que la URSS reorientara su política exterior, pues ya no se fiaba de
las potencias occidentales, y comenzara su acercamiento diplomático a la URSS que culminó con el
Pacto Germano-Soviético de No Agresión firmado por Ribbentrop y Molotov en 1939.
El último paso hacia la guerra fue la invasión de Polonia. En 1934 Polonia y Alemania habían
firmado un Tratado de No Agresión para 10 años. Pero, como sabemos, los acuerdos firmados no
eran algo que Hitler estuviese acostumbrado a respetar. La realidad era que el corredor polaco y la
división de Alemania en dos eran una de las consecuencias más humillantes para los alemanes.
Recelando de los próximos movimientos de Alemania, en marzo de 1939 Polonia firmó una
alianza militar con Gran Bretaña y Francia, las cuales aseguraban a Polonia que la ayudarían en
caso de amenaza por parte alemana. Hitler redobló la presión: en abril de 1939 declaró que
Alemania se consideraba liberada del Acuerdo con Polonia de 1934 e, incluso, del Acuerdo naval
Anglo-alemán de 1935. Todo ello, mientras denunciaba supuestas agresiones y crímenes contra la
población alemana de Polonia. Hitler había dado ya aviso a su Alto Mando de que la operación
contra Polonia podría ser inminente, advirtiéndoles que, en este caso, a diferencia de lo ocurrido
con Checoslovaquia, sería inevitable un derramamiento de sangre por la resistencia que opondría el
ejército polaco. Como elemento de seguridad, Hitler y Stalin plasmaron su nuevo acercamiento
diplomático en el Tratado de No Agresión de agosto de 1939 referido antes, cuya parte pública
exponía que la URSS no participaría en contra de Alemania en caso de que los franceses y británicos
tomasen represalias en una eventual invasión de Polonia, y, en un protocolo secreto, disponía el
reparto del territorio polaco entre los firmantes una vez alcanzado el éxito en la invasión.
A pesar de tenerlo todo preparado, Hitler intentó una última treta para evitar la intromisión
de Gran Bretaña. El 29 de agosto aceptó comenzar nuevas negociaciones si el gobierno polaco
enviaba inmediatamente un emisario con poder para firmar un nuevo acuerdo. Los británicos se
mostraron aliviados por esta nueva actitud, pero, recordando lo ocurrido con Checoslovaquia, se
negaron a que eso fuese presentado como un ultimátum, pidiendo tiempo para el gobierno polaco.
Cuando el 31 de agosto el embajador polaco se entrevistó con Ribbentrop, transmitiéndole que su
país estaba en buena disposición a aceptar el acuerdo pero que él no tenía los poderes para
hacerlo, los alemanes consideraron que esa actitud era una negativa por parte del gobierno
polaco a la nueva negociación, y dieron por rotas las relaciones. Un día después, Hitler ordenó el

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inicio del plan Fall Weiss de invasión de Polonia. El día 3, Francia y Gran Bretaña declararon la
guerra a Alemania. Había comenzado la II Guerra Mundial.

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