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Hugo Perez Navarro

Ética y género. ¿Quién incluye a quién?

1. El marco

Es conocida la referencia al quiebre del narcisismo humano desatada por tres descubrimientos de
base científica: el heliocentrismo copernicano, la evolución darwiniana y la teoría freudiana del
inconsciente.

Análogamente, en la conformación cultural o más bien ideológica de nuestra sociedad existe un


indicador de identidad que resulta transversal a personas de distintas clases sociales (reales y ficticias,
como la clase media): ese paquete pretende que todos nuestros abuelos descendieron de barcos, que
somos el país más europeo (con lo que queremos significar “blanco”, que la producción de bienes
primarios nos asegura un sitio entre las grandes potencias aún hoy, que hay una enorme libertad para 1
pensar, ser o hacer lo que uno quiera (por ejemplo hacerse rico) pues aquí no se persigue a nadie por
sus ideas, como quería Sarmiento y como el mismo Sarmiento se encargó de refutar.

Esto es: somos europeos, liberales, potencialmente ricos y vivimos en un paraíso de libertad, salvo
por cuestiones tales como los políticos que se roban todo y los pibes chorros que nos roban y
atentan contra nuestra seguridad.

Somos todos respetuosos de la ley y solemos decir casi con voz de dobladores mexicanos de series
televisivas yanquis que “pagamos nuestros impuestos”!

Esa vocación por respetar la ley y el derecho instauró la consigna (diluida hasta hace unos meses
porque se la consideraba políticamente incorrecta) que siempre fuimos “derechos y humanos”. Es
previsible que a medida que desciendan las estadísticas que ofrece el señor Avruj, según las cuales
cada vez se comprueba que hubo menos desaparecidos, aquella consigna del furor de la dictadura
videlista vuelva a jugar en primera.

De hecho, ni los políticos ni los pibes chorros son “gente normal”. Los políticos porque son
sinuosos y mentirosos; y los chorros porque son negros. Obviamente: los políticos son corruptos en
soledad; es decir: parece que nunca hay empresarios que les ponen millones en los bolsillos. Y
cuando se describe a los “chorros” como “negros”, lo que se les está diciendo es “pobres”.

Estas dos últimas referencias fuertemente inducidas por los medios concentrados, ponen de
manifiesto que, más allá de lo que se diga y a pesar de “lo se quiere decir” en segunda instancia, el
valor más importante para nuestra sociedad parece ser el dinero, la mosca, la plata, la guita. Desde el
ingeniero Santos, que entendió que valía más un pasacaset que la vida de una persona hasta los
justicieros cuentapropistas de las últimas semanas.

Este contexto de hipervaloración del dinero lleva a focalizar el desprecio, concentrando todo temor
posible en “la inseguridad” deja fuera de la agenda del escándalo moral el triste rosario de crímenes
de mujeres, que son narrados como casos de violencia que deben ser considerados invariablemente
dentro de la esfera de lo doméstico. Y si se puede insertar alguna historia que aporte retorcimiento o
novelería, mucho mejor: el desentendimiento funciona a la perfección.

2. De la política a la ética

El modelo de sociedad vigente en gran parte del mundo, incluido Occidente y su periferia, se monta
en estructuras económicas y sociales fundadas en la explotación, la exclusión y en la construcción de
un discurso que niega empecinadamente tales rasgos mediante discursos como los que acabamos de
mencionar, que son aceptados, defendidos y multiplicados con una ingenuidad empecinada por
buena parte de las clases, sectores y grupos que no son, en gran medida, las víctimas de aquello que
paradójicamente defienden hasta el sacrificio.

Como ocurre en otros frentes en los que se lucha por justicia, libertad, equidad y razonabilidad, la
lucha por los derechos de género surgen en el plano de la política, sin que la sociedad, las
instituciones intermedias, las familias y las personas concretas hayan considerado siquiera la reflexión
profunda y seria sobre estos cambios.

Está claro que en la resolución de conflictos interpersonales, en casos en los que hay derechos
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individuales afectados o vulnerados por otro particular, la resolución de tales conflictos irá por el
campo del derecho civil, comercial o aún penal.

Pero cuando están en juego derechos esenciales, determinantes y constitutivos de la condición


humana, le corresponde al Estado intervenir en su salvaguarda, sea mediante acciones que garanticen
de modo inmediato y directo tales derechos si estos tienen existencia positiva, o ampliando su
campo de incumbencia mediante la creación de instrumentos legales, instituciones y acciones que
garanticen, promuevan y aseguren ese rango de derechos, a los que se conoce, precisamente, como
Derechos Humanos.

Es sabido también que tales derechos son universales, y están a menudo garantizados en nuestra, a
través de los tratados que, en nuestra legislación, tienen rango constitucional. Ello para vigorizar la
noción de que los derechos humanos establecen las obligaciones que tienen los gobiernos de tomar
medidas en determinadas situaciones, o de abstenerse de actuar de determinada forma en otras, a fin
de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales de los individuos o
grupos.

Todos los derechos humanos, sean éstos los derechos civiles y políticos, como el derecho a la vida,
la igualdad ante la ley y la libertad de expresión; los derechos económicos, sociales y culturales, como
el derecho al trabajo, la seguridad social y la educación; o los derechos colectivos, como los derechos
al desarrollo y la libre determinación, todos son derechos indivisibles, interrelacionados e
interdependientes.

En este contexto debe enfatizarse que la no discriminación es un principio transversal en el derecho


internacional de derechos humanos. Está presente en todos los principales tratados de derechos
humanos y constituye el tema central de algunas convenciones internacionales como la Convención
Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial y la Convención
sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer.

El principio se aplica a toda persona en relación con todos los derechos humanos y las libertades, y
prohíbe la discriminación sobre la base de una lista no exhaustiva de categorías tales como sexo,
raza, color, y así sucesivamente. El principio de la no discriminación se complementa con la
afirmación por la positiva del principio de igualdad, como lo estipula el artículo 1 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos”.

En los últimos años hemos sido testigos de un proceso de ampliación de derechos, encaminados a la
integración social –humana- de personas y colectivos que veían inhibidas las posibilidades del
ejercicio de derechos pleno de derechos individuales, consagrados incluso desde la Constitución de
1853. Esto se sumó a una tradición social de gran parte de la sociedad argentina, que en su momento
fue quebrando uno a uno los diques que impedían no ya su ejercicio sino su simple reclamo, tales
como los derechos de los trabajadores a la jornada de 8 horas, el sábado inglés, el sueldo anual
complementario, las vacaciones pagas, el voto universal, secreto y obligatorio, el voto femenino el
acceso de las mujeres a cargos públicos y numerosas instancias de crecientes posibilidades para la
sociedad en general y particularmente para los sectores socialmente postergados, jurídicamente
inhibidos y políticamente marginados.

Pero toda esta tradición de lucha por más derechos y todos los derechos conquistados hasta hoy,
con todos los avances que significan, exhiben en el caso de la lucha por los derechos de género,
numerosas barreras que impiden su pleno ejercicio. Ocurre que, buena parte de la sociedad no sólo
no los acepta, sino que niega que tales derechos sean derechos. Y con un grado de irracionalidad que
no se vio ni ante la Ley Sáenz Peña ni ante los derechos sociales y económicos de los trabajadores ni
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ante los derechos políticos de las mujeres, no plantean un solo argumento racional: simplemente se
oponen.

3. Más acá de la política

Es posible y ciertamente es necesario seguir empujando las barreras en lo jurídico y en lo político, de


modo incluso de seguir avanzando en la implementación y el reconocimiento social de los nuevos
derechos, sin otro argumento –de ser necesario- que el mero imperio de la ley.

El actual escenario oscila entre la frustración y la angustia y la capacidad de comprender de modo


claro y simple la causa de esta oleada de violencia de género, que –de haber una organización formal
antagónica- nos llevaría a conjeturar que estamos ante una oleada terrorista, en tanto el terror golpea
en la retaguardia especialmente a los no beligerantes, que en este caso serían las personas que no
militan en la causa.

Se perciben sí, acciones y discursos cuyas raíces podrán conducirnos un par de miles de años atrás, al
menos en el difuso ámbito cultural e ideológico en el que nos toca respirar.

Pero no tenemos lugar para otra cosa que no sea la conjuetura. Y en los últimos años nuestra
sociedad se vio inundada por diversos aunque coincidentes discursos en los que el odio –infundado
en las enunciaciones- era el único argumento; en los que la irracionalidad pretendía ocupar el lugar
de la razón.
Puede uno recordar lo que hizo el odio después del 55 con grandes sectores de la población, a los
que casi invariablemente se les llamaba “negros”. Y puede recordarse lo sucedido después de 1976
en torno al término “subversivo”, de ridícula significación.

Y puede atarse ambas situaciones al hecho de que antes de ellas hubo momentos de cambios
profundos, en un caso, o la posibilidad de un cambio más profundo aún (que no se concretó) en el
otro.

El avance producido no sólo en la conquista de los derechos de género como un universo en


potencial expansión, sino en la fuerte instalación del tema –y de cada uno de los derechos alcanzados
en concreto- también ha sido tremendamente revulsivo. Desde los golpeadores de entrecasa que se
creen propietarios de personas concretas, hasta los que auguran el cuarto círculo del infierno,
pasando por la salvaje cosificación de la mujer, que agita el conductor que promueve bailes y peleas
guionadas hasta los traficantes de personas y los asesinos domésticos hay, más que una resistencia,
una contraofensiva. Y para enfrentarla será necesaria una estrategia que alterne con pareja intensidad
lo político, masivo, institucional, con lo que estaría más cerca de los valores que arman la trama en la
que se sostiene la moral y opera la ética. Así se podrá avanzar para que quienes pidan ni una menos
sean cada vez más, hasta que no haya pedir por algo tan elemental como la vida de un ser humanos
que simplemente tiene derecho a vivir como tal, simplemente a vivir.

V.M., 10 de noviembre de 2016

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