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1. El marco
Es conocida la referencia al quiebre del narcisismo humano desatada por tres descubrimientos de
base científica: el heliocentrismo copernicano, la evolución darwiniana y la teoría freudiana del
inconsciente.
Esto es: somos europeos, liberales, potencialmente ricos y vivimos en un paraíso de libertad, salvo
por cuestiones tales como los políticos que se roban todo y los pibes chorros que nos roban y
atentan contra nuestra seguridad.
Somos todos respetuosos de la ley y solemos decir casi con voz de dobladores mexicanos de series
televisivas yanquis que “pagamos nuestros impuestos”!
Esa vocación por respetar la ley y el derecho instauró la consigna (diluida hasta hace unos meses
porque se la consideraba políticamente incorrecta) que siempre fuimos “derechos y humanos”. Es
previsible que a medida que desciendan las estadísticas que ofrece el señor Avruj, según las cuales
cada vez se comprueba que hubo menos desaparecidos, aquella consigna del furor de la dictadura
videlista vuelva a jugar en primera.
De hecho, ni los políticos ni los pibes chorros son “gente normal”. Los políticos porque son
sinuosos y mentirosos; y los chorros porque son negros. Obviamente: los políticos son corruptos en
soledad; es decir: parece que nunca hay empresarios que les ponen millones en los bolsillos. Y
cuando se describe a los “chorros” como “negros”, lo que se les está diciendo es “pobres”.
Estas dos últimas referencias fuertemente inducidas por los medios concentrados, ponen de
manifiesto que, más allá de lo que se diga y a pesar de “lo se quiere decir” en segunda instancia, el
valor más importante para nuestra sociedad parece ser el dinero, la mosca, la plata, la guita. Desde el
ingeniero Santos, que entendió que valía más un pasacaset que la vida de una persona hasta los
justicieros cuentapropistas de las últimas semanas.
Este contexto de hipervaloración del dinero lleva a focalizar el desprecio, concentrando todo temor
posible en “la inseguridad” deja fuera de la agenda del escándalo moral el triste rosario de crímenes
de mujeres, que son narrados como casos de violencia que deben ser considerados invariablemente
dentro de la esfera de lo doméstico. Y si se puede insertar alguna historia que aporte retorcimiento o
novelería, mucho mejor: el desentendimiento funciona a la perfección.
2. De la política a la ética
El modelo de sociedad vigente en gran parte del mundo, incluido Occidente y su periferia, se monta
en estructuras económicas y sociales fundadas en la explotación, la exclusión y en la construcción de
un discurso que niega empecinadamente tales rasgos mediante discursos como los que acabamos de
mencionar, que son aceptados, defendidos y multiplicados con una ingenuidad empecinada por
buena parte de las clases, sectores y grupos que no son, en gran medida, las víctimas de aquello que
paradójicamente defienden hasta el sacrificio.
Como ocurre en otros frentes en los que se lucha por justicia, libertad, equidad y razonabilidad, la
lucha por los derechos de género surgen en el plano de la política, sin que la sociedad, las
instituciones intermedias, las familias y las personas concretas hayan considerado siquiera la reflexión
profunda y seria sobre estos cambios.
Está claro que en la resolución de conflictos interpersonales, en casos en los que hay derechos
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individuales afectados o vulnerados por otro particular, la resolución de tales conflictos irá por el
campo del derecho civil, comercial o aún penal.
Es sabido también que tales derechos son universales, y están a menudo garantizados en nuestra, a
través de los tratados que, en nuestra legislación, tienen rango constitucional. Ello para vigorizar la
noción de que los derechos humanos establecen las obligaciones que tienen los gobiernos de tomar
medidas en determinadas situaciones, o de abstenerse de actuar de determinada forma en otras, a fin
de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales de los individuos o
grupos.
Todos los derechos humanos, sean éstos los derechos civiles y políticos, como el derecho a la vida,
la igualdad ante la ley y la libertad de expresión; los derechos económicos, sociales y culturales, como
el derecho al trabajo, la seguridad social y la educación; o los derechos colectivos, como los derechos
al desarrollo y la libre determinación, todos son derechos indivisibles, interrelacionados e
interdependientes.
El principio se aplica a toda persona en relación con todos los derechos humanos y las libertades, y
prohíbe la discriminación sobre la base de una lista no exhaustiva de categorías tales como sexo,
raza, color, y así sucesivamente. El principio de la no discriminación se complementa con la
afirmación por la positiva del principio de igualdad, como lo estipula el artículo 1 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos”.
En los últimos años hemos sido testigos de un proceso de ampliación de derechos, encaminados a la
integración social –humana- de personas y colectivos que veían inhibidas las posibilidades del
ejercicio de derechos pleno de derechos individuales, consagrados incluso desde la Constitución de
1853. Esto se sumó a una tradición social de gran parte de la sociedad argentina, que en su momento
fue quebrando uno a uno los diques que impedían no ya su ejercicio sino su simple reclamo, tales
como los derechos de los trabajadores a la jornada de 8 horas, el sábado inglés, el sueldo anual
complementario, las vacaciones pagas, el voto universal, secreto y obligatorio, el voto femenino el
acceso de las mujeres a cargos públicos y numerosas instancias de crecientes posibilidades para la
sociedad en general y particularmente para los sectores socialmente postergados, jurídicamente
inhibidos y políticamente marginados.
Pero toda esta tradición de lucha por más derechos y todos los derechos conquistados hasta hoy,
con todos los avances que significan, exhiben en el caso de la lucha por los derechos de género,
numerosas barreras que impiden su pleno ejercicio. Ocurre que, buena parte de la sociedad no sólo
no los acepta, sino que niega que tales derechos sean derechos. Y con un grado de irracionalidad que
no se vio ni ante la Ley Sáenz Peña ni ante los derechos sociales y económicos de los trabajadores ni
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ante los derechos políticos de las mujeres, no plantean un solo argumento racional: simplemente se
oponen.
Se perciben sí, acciones y discursos cuyas raíces podrán conducirnos un par de miles de años atrás, al
menos en el difuso ámbito cultural e ideológico en el que nos toca respirar.
Pero no tenemos lugar para otra cosa que no sea la conjuetura. Y en los últimos años nuestra
sociedad se vio inundada por diversos aunque coincidentes discursos en los que el odio –infundado
en las enunciaciones- era el único argumento; en los que la irracionalidad pretendía ocupar el lugar
de la razón.
Puede uno recordar lo que hizo el odio después del 55 con grandes sectores de la población, a los
que casi invariablemente se les llamaba “negros”. Y puede recordarse lo sucedido después de 1976
en torno al término “subversivo”, de ridícula significación.
Y puede atarse ambas situaciones al hecho de que antes de ellas hubo momentos de cambios
profundos, en un caso, o la posibilidad de un cambio más profundo aún (que no se concretó) en el
otro.