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El contenido de esta obra es ficción.

Aunque contenga referencias


a hechos históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y
situaciones son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales,
vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia
y fruto de la imaginación del autor.

©2016, Eraide. La guerra sin nombre (libro 2)


©2016, Javier Bolado
©2016, Ilustraciones: Javier Bolado

Colección Andarta, nº 4
Ediciones Babylon
Calle Martínez Valls, 56
46870 Ontinyent (Valencia-España)
e-mail: publicaciones@edicionesbabylon.es
http://www.EdicionesBabylon.es/

ISBN: 978-84-16703-32-6

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la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico,
mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los
derechos.
Dedicado a quienes nunca han dejado de soñar,
pues a quienes hoy se les dice que imaginar es inútil,
el día de mañana se los llamará pioneros
Parte 2 - La guerra sin nombre

CAPÍTULO 1
-Niebla, cenizas y nada-

La niebla devoraba el paisaje bajo la luz mortecina del mediodía que tí-
midamente conseguía atravesarla. Las figuras recortadas de los árboles, re-
torcidos y sin hojas debido al rigor del invierno, emergían de los neveros,
creando fantasmagóricas siluetas que encogían los corazones de los solda-
dos con su frío abrazo.
¿Dónde acababa el cielo? ¿Dónde empezaba la tierra? No se podía aven-
turar. Solo las pisadas de los infantes y los caballos sobre el terreno enfan-
gado daban un ápice de vida a aquel infierno helado de las montañas altas
de Noraik Ard.
Tras sus pasos quedaban jornadas atravesando cumbres nevadas y las pe-
nurias de marcha a través de aquella tundra, donde, en nombre de la Confe-
deración de Tribus de Kresaar, habían desprovisto a las pequeñas aldeas por
donde pasaban de víveres, telas y animales. Difícilmente podrían sobrevivir
a lo que quedaba de invierno aquellas gentes, pero todo era en nombre de
la seguridad de las tierras frente al imperial invasor. La ironía de la guerra.
Y así, tras tres años de similares ironías, la contienda había agotado a
los hombres, insuflados de fuerza en los albores del conflicto por sencillas
proclamas de patriotismo, fe e ideales que, como si de una infusión barata
se tratase, pronto había perdido el sabor. Aquellos que vestían las insignias
de cada bando comenzaban a anhelar el fin de aquella cruenta contienda, en
la que la vida perdida de amigos y familiares se había transformado en un
odio hacia el enemigo que superaba a los cantos de sirena de los gobiernos
y sus líderes. Aquella contienda, como todas las anteriores, había dejado de
tener sentido. Ya no se buscaba evitar que el adversario destruyera la na-
ción, sino sencillamente aniquilarlo para vengar tantas vidas perdidas. Una
guerra más, mil nombres se le podría dar como a las anteriores, pero poco
importaría. No era más que otra mancha sobre la historia de Eidem.
Celeck avanzaba lentamente siguiendo a su unidad. El joven doalfar ya
no recordaba cuánto tiempo llevaba allí. Tras graduarse como shamán no
tuvo tiempo de hacer planes junto a Alpeia, su amada, por la cual había de-
cidido renunciar a su vocación y formar una familia. El ejército llamó a las
armas a todos los jóvenes, y al ser miembro de un linaje noble menor, no
tuvo la posibilidad de pagar la gran suma de dinero que generosamente se
aportaba al gobierno para conseguir la exención. Reclutado a la fuerza por
los gobernadores de la provincia, maldijo su suerte de aquel momento, pero
más aún cuando meses más tarde el ejército imperial ocupó sus tierras y ya
no pudo saber nada de su familia ni de Alpeia. Había pensado varias veces
en desertar aun a riesgo de ser ajusticiado, pero le aterraba la idea de que tal
vez ya no tuviera un hogar que al que regresar. Así pues, allí no había otro
camino más que andar hacia delante, un paso tras otro, cada día más lejos
de su tierra natal, consciente de que no iba a volver.
Lo más parecido a una familia lo había vuelto a encontrar en su propia
unidad. Su única esperanza era que no fuese la última, pese a que ya había
perdido a varios compañeros, y que tras la guerra pudiera construir de nue-
vo un hogar. Pero antes tenía que sobrevivir a cuantas batallas quedaban por
delante. Si es que Alma se lo permitía.
Por su estatus de shaman, estaba al cargo de una unidad de fusileros,
compuesta apenas por cinco soldados. No era más hábil que cualquiera de
sus hombres; pese a que sus conocimientos de magia habían sido decisivos
en más de una ocasión, todos ellos podrían comandar sin problemas. Por-
taban sus armas descendiendo, cautelosos, a través de uno de los pasos que
daban al gran valle que dividía aquellas montañas. Según varias unidades de
exploradores, iban al encuentro de la decimotercera legión imperial, que es-
taba avanzando imparable hacia el oeste tras la caída de la marca de Odevia,
después de varios meses de intenso acoso. Decían que los odevienses habían
luchado con arrojo, y no solo los soldados, pero al final, sin refuerzos en el
norte, sucumbieron al acoso imperial.
Se ajustó la raída chaquetilla abotonada del uniforme que en su día tuvo
un color beige, pero cuyo tono ahora era difícil de adivinar entre roturas y
manchas. Desgastado, en su pecho y bajo sus galones de cabo de primera,
el escudo bordado de Kresaar. Un acuartelado que representaba a cada una
de las provincias y en el centro una flor, enmarcado por la silueta de un
dragón que, con sus alas, abrazaba todo el conjunto. Trató de ceñirse en una
coletilla su pelo rubio, sucio y ajado por las semanas sin poder lavarse. Atrás
habían quedado sus tiempos de noble; si pudiera verse en un espejo, tenía
por seguro que no se reconocería. Las batallas libradas le habían dejado va-
rias cicatrices, los largos días de marcha y hambre consumieron su cuerpo,
y ahora su piel lucía grisácea y enfermiza. Ya no recordaba la última vez que
sonrió.
Casi en silencio se detuvo cada uno en su posición, cubriendo la salida
al valle, tratando de buscar una buena cobertura pese a que con la niebla
sería difícil juzgar de dónde podrían venir los disparos. Tras ellos, otras dos
unidades de infantería, en el máximo sigilo, se desplegaban por las laderas
de hierba alta y piedras mientras varios tiradores se apostaban en lo alto tra-
tando de buscar un buen punto donde emboscar al enemigo. Durante aquel
conflicto todo había cambiado: mejores fusiles, artillería de alcances otrora
imposibles, aesirs capaces de transportar tropas... La todopoderosa magia
iba sucumbiendo a una tecnología rápida, capaz de ser utilizada por cual-
quiera sin años de estudio. Ya no era el mundo en el que se crio, sino uno en
el que un shaman como él resultaba cada vez más insignificante. Pero había
algo que en la guerra permanecía inalterable: los generales sobre sus mon-
turas cerrando filas, bien escoltados, mientras observaban el despliegue en
la seguridad de la retaguardia.
—Parece que el general se ha debido de equivocar —comentó en voz baja
Denal, apoyando la espalda sobre una piedra mientras examinaba el fusil—.
Aquí no se ve ni a un solo imperial, y ni mucho menos a un ejército.
—Deberías reservarte esas opiniones, si nos escucha un superior estare-
mos en un buen lío —contestó—. No tengo ganas de volver a pasar unos días
en un calabozo por tu culpa.
—Bah, no te quejes. El capullo del teniente se lo merecía y así al menos
dejaríamos de andar unos días. Apenas hemos comido, así que en eso no
habría diferencia.
Celeck fue a mandarle callar cuando empezó a intuirse un ruido metálico,
acompañado de algunos chirridos entre la espesa niebla. La leve corriente de
aire que se levantó, acompañada de una llovizna de aguanieve, despejó poco
a poco las vistas.
Ante ellos, en el centro del valle y paralelo a un gran río perfectamente
visible desde su privilegiada posición, se hallaba una improvisada vía férrea
que se extendía varios kilómetros hacia el oeste. Aquellos ruidos provenían
de la gente que estaba descargando las traviesas de un extraño tren. Era
difícil intuir dónde se hallaba la locomotora, pues tanto ella como varios va-
gones estaban completamente revestidos de blindaje. Sobre algunos sobre-
salían pequeñas torretas de artillería. A su alrededor, soldados imperiales,
con sus casacas negras, custodiaban aquella monstruosidad acorazada y a
los compañeros que trabajaban a destajo.
A golpe de vista eran algunos hombres menos que ellos. Pero aunque se
tratase de una gran columna de rivales, enzarzados en gritos de formación,
fervor, órdenes y amenazas al enemigo, cualquier otra opción hubiera resul-
tado menos inquietante que aquel monstruo sobre raíles que sus ojos nunca
antes habían contemplado. ¿Acaso pretendían llegar con dicha arma hasta
el corazón del territorio de Kresaar? La antigua frontera, donde terminaba
la línea férrea, estaba a más de cien kilómetros al este y las últimas noticias
que tuvieron sobre aquella zona, hacía apenas medio año, no informaban al
respecto.
Su hilo de pensamientos se cortó cuando Groha, un mawler de las tribus
del norte, de pelo grisáceo y ataviado con distintas pieles y cuero sobre el
uniforme, le llamó la atención mientras examinaba su cuchillo.
—Me gustaría que nos retirásemos para evaluar la amenaza, pero no va
a pasar, así que será mejor prepararse para la lucha. —Envainó el arma con
un movimiento seco y en su cara se dibujó una sonrisa, tal vez nerviosa, ante
la perspectiva de lo que se avecinaba—. ¿Dónde nos vamos a replegar? Ya le
hemos robado todo a los pueblos vecinos, y solo para ver que el cuento de la
serpiente de metal de la que hablan los aldeanos es real. —Dejó escapar una
risa—. Qué gracia, al final sus maldiciones van a ser verdades.
—Tal vez esperen a que lleguen refuerzos.
—No hay más refuerzos que nosotros. Bien lo sabes, estamos… —Pare-
cía no encontrar el vocablo adecuado con su torpe conocimiento del idioma
doalí—. ¿Mal? Espera, creo que hay una palabra mejor. —Escupió a un lado,
claramente con frustración—. Bah, da igual. Tú me entiendes.
—¿Cuántos crees que son? —le preguntó a Groha.
El mawler entornó la mirada.
—Yo diría que algunos más que nosotros. Porque no puedo contar a los
artilleros o los que pueden estar durmiendo dentro de esa bestia.
Denal fue incapaz de ocultar su gesto de amargura.
—Nosotros llevamos caballería y poco más. Esa máquina… No la había
visto en la vida.
—Una batalla no es solo cuestión de número —comentó Celeck. Aunque
eso no quería decir que no importara, pensó para sí.
—Celeck tiene razón —apuntó Groha—. Además, hay que contar con que
son en mayor parte humanos, débiles y cobardes. Si podemos acercarnos
más del alcance de los cañones que tiene esa cosa, quizás tendríamos una
oportunidad... Pero es difícil —se rascó la incipiente barba—. No es la pri-
mera vez que los veo huir porque hemos roto sus máquinas. Solo saben de
números y… tornillos, pero fallan, cuando la rabia en la batalla es lo más
importante, ellos se… Ellos no… Ellos pierden. Ahí es donde tenemos mejor
posibilidad.
—Quieres decir improvisando —puntualizó—. No suena muy halagüeño.
—Así es.
Las palabras de Groha sin duda ayudaron a animar a más de uno de los
que tenía alrededor, pero Celeck no dejaba de sentirse inquieto. Tal vez en
los otros combates contra unidades imperiales habían conseguido salir vic-
toriosos, pero aquello era algo totalmente diferente, y no era solo por dicho
tren. Desconocía el motivo en concreto, pero un mal presentimiento amar-
gaba su corazón.
Cerró los ojos y respiró hondo, buscando templar su ánimo, tratando de
alejar su mente por un momento de aquel lugar. Sin razón aparente le vino a
la memoria el día en que lo enviaron al combate tras la instrucción, en el que
el sol bañaba su rostro y las puertas del palacio de la ciudad refulgían con
sus detalles en oro. Ahora no le parecía más que un sueño, una escena irreal,
pero que se había cristalizado en su recuerdo a la perfección.

No sabía cuánto tiempo llevaba ahí de pie, formando, pero podía reco-
nocer el contorno de los adoquines que se dibujaban bajo la suela de sus
botas a la perfección. Los mandos de la región se dirigían al fin hasta el
púlpito, sin dejar de mirar a las tropas que allí los aguardaban. Su ge-
neral, Vonloss, portaba una armadura ricamente decorada con motivos
vegetales engarzados en plata y oro. Vestigios de una época pasada, poco
práctica actualmente en la batalla, pero la tradición seguía siendo muy
importante para ellos. Su porte sereno y decidido, además de las marcas
que a veces iluminaban su piel pálidamente, como si una extraña energía
recorriera su cuerpo, lo identificaban de forma inequívoca como a un dra-
gón.
A ambos lados, custodiándole, dos caballeros drogan doalfar. Cuando
se tenía el honor de servir en persona a un miembro de la familia draconia-
na y ser su aprendiz, se dotaba al afortunado de dicho título simbólico, y
este adquiría un estatus por encima de cualquier ser de la nación, a excep-
ción, por supuesto, de los propios dragones. Sus armaduras, al completo
labradas con motivos de escamas, los delataban como tal.
El general era uno de los dragones de la familia menor de Estash y se
le había otorgado la regencia de aquellas comarcas de Baja Solánica. Alzó
la voz para hacerse oír ante la tropa que permanecía marcialmente a la
espera.
—Hermanos kresáicos, vuestra búsqueda de gloria acaba de empezar.
Alma os ha guiado ante este momento decisivo en la historia de Eidem.
—Se detuvo un momento para recrearse en la expectación de los soldados
y prosiguió—: Sé que algunos sentiréis temor por lo que ha de venir. No
os voy a mentir, sufriréis el cansancio, jornadas duras donde pondréis a
prueba vuestra resistencia y vuestro valor. Pero oídme bien: quiero que
recojáis ese temor, esas dudas en vuestro corazón y las transforméis en
coraje, en rabia, en honor. Deberéis hacer pagar a nuestro enemigo cada
una de vuestras penurias, pues por su culpa habéis tenido que abandonar
vuestros hogares para defender vuestra patria. ¡Yo os digo que ese Impe-
rio, prepotente y desalmado, tiene pies de barro! ¡Nuestro coraje derruirá
los cimientos de quien ha osado despreciarnos, de quien quiere dominar-
nos! Os digo que vendrán días de gloria para la decimosexta unidad de
Kresaar.
Vonloss hizo una pausa que acrecentó el poder de su discurso y prosi-
guió:
—Veo el brillo en la mirada de aquellos que volverán a su tierra, a nues-
tro hogar. Muchos encontraréis la gloria y seréis llamados héroes por la
nación. ¡Con la ayuda de Alma, saldremos victoriosos! ¡Viva la Confede-
ración! ¡Larga vida a los hombres que defienden la patria! —Y en un grito
casi transformado en alarido, concluyó—: ¡Kresaaaaaaar!
Los hombres respondieron gritando al unísono. La batalla los llevaría
a la gloria o a la muerte, y, por un breve instante, Celeck lo creyó firme-
mente.
Cada uno de ellos sintió que era un momento único e irrepetible. Pero en
aquellos tres años de contienda había aprendido que la historia de Eidem
ya había firmado muchos capítulos similares de su libro con el mismo des-
enlace. Puede que no fuera más que otro de los Ecos que se repetían una y
otra vez, cuyo resultado nada cambiaba.
Para aquellas vidas el destino carecía de interés, pero Alma nunca de-
jaba nada al azar.

El capitán retornó a su posición dando órdenes a los tenientes de cada


unidad, que a su vez movían a los soldados. Cada uno tomó su lugar pre-
parándose para el asalto. Groha había acertado: no se esperaban refuerzos,
habría batalla.
Los fusileros pusieron a punto sus armas esperando la orden para avan-
zar hasta que el enemigo estuviera a su alcance. Tenía que ser una maniobra
de aproximación rápida. Con suerte, a los imperiales no les daría tiempo a
cargar la artillería. Celeck sabía que una vez los descubrieran, usarían el tren
como defensa, así que tendrían que envolverlos lo más rápido posible. Si no,
aquel muro sobre raíles se podía convertir en una fortaleza infranqueable.
Fueron moviéndose aprovechando que la niebla no había terminado de
alzarse, tratando de irse aproximando, cubriéndose de la visión del enemi-
go tomando ventaja de lo abrupto del terreno. Varias unidades, incluida la
suya, tenían el dudoso honor de acercarse por la vanguardia mientras otros
dos grupos daban un rodeo hasta el otro lado del valle. Una vez llegaron a su
posición, se parapetaron a la espera de la orden para atacar. Estaban aún a
suficiente distancia, teóricamente a salvo de la artillería.
Groha se asomó arrastrándose por el suelo, para ver si la situación impe-
rial había cambiado, mientras los demás revisaban su munición sin atrever-
se a hablar. Celeck limpió el barro que cubría la culata del fusil y examinaba
que estuviera en perfecto funcionamiento. Cargó el arma y comprobó que el
pasador se resistía, probablemente por la humedad. Le dio un par de golpes
y pareció que se desbloqueaba. Tendría que aguantar un poco más.
El mawler retrocedió con gesto de preocupación.
—He visto un brillo… Creo que era un catalejo.
—Serán prismáticos. ¡¿Nos han visto?!
—No lo sé… Creo que no.
—Por Alma que no sea así. Necesitamos más tiempo hasta que el resto
esté en su posición. Si no…
El silbido de un proyectil y su impacto sonó más cerca de lo que ninguno
hubiera deseado.
—¡Nos han descubierto! —gritó el teniente—. ¡A las armas! ¡Afianzare-
mos la posición hasta que nuestros camaradas estén listos!
El siguiente impacto fue lo suficientemente cercano como para que tro-
zos de tierra cayeran sobre sus cabezas. Habían calculado mal el alcance,
pero ya no había retirada. Celeck armó el fusil y se movió raudo entre las
rocas para buscar ángulo de tiro.
Se apostó y se preparó para disparar. Tan solo tenían que aguantar. Solo
eso…, sobrevivir un día más.
No tardó en haber cruce de fuego tanto a ese lado como por la otra ladera.
El caos se apoderó de aquel lugar en el que aún persistía una fina niebla. Si
conseguían resistir el envite, cargarían contra ellos en bloque y no podrían
hacer nada. Pero en ese momento un cañonazo atronador le sorprendió a su
espalda y parte de los soldados que le acompañaban fueron alcanzados por
una terrible detonación.
Lo recordó como un crescendo, como si de una ópera se tratase, que ga-
naba en intensidad hasta que tras una explosión de coros no hubo nada más
que el silencio.
Ya no quedaba rastro de la niebla matinal. De entre las nubes altas, ras-
gando el cielo mientras algunos copos de nieve flotaban lentamente, el frío
sol de invierno iluminaba el desolador campo de batalla. Celeck miró a un
lado y vio el cuerpo inerte de Denal, con el yelmo destrozado por la metralla
de una granada. Al fondo, el reguero de cadáveres teñía la nieve de carmín
hasta donde su vista podía alcanzar, mientras algunos malheridos trataban
de abandonar aquel yermo de muerte.
Quiso gritar para que le ayudasen, pero ningún sonido salía de su gar-
ganta. No sentía nada, ni dolor ni frío ni las heridas que recorrían su cuerpo.
¿Aquel era su fin? ¿Tanta lucha, tanto sufrimiento sólo para morir sobre un
barrizal? Su vista se iba nublando lentamente cuando una figura se acercó
hasta él. Se agachó y le escrutó con la mirada.
Pero aquel humano no se estaba fijando en su cara. Se percató de que en
su pecho estaba apareciendo una extraña flor fantasmagórica que poco a
poco perdía su brillo. ¿Qué demonios era aquello?
Le costaba cada vez más ver, y notaba cómo la vida se le escapaba a la vez
que aquella flor iba apagándose. Pero cuanto más borrosa era su vista, más
cosas extrañas era capaz de distinguir. Ante él apareció un pequeño ser, una
mujer cuyos brazos eran alas y sus pies garras, y vinieron a su memoria al-
gunas de las lecciones recibidas durante su formación como shaman… Una
spiritaa, una mensajera de la muerte que Alma enviaba para recoger a los
caídos. Era la señal inequívoca de que iba a morir.
La spiritaa, que apenas alzaba veinte centímetros, se posó sobre su pe-
cho. Observó la flor y, mostrando unos pequeños dientes afilados como agu-
jas, comenzó a devorarla con ansia.
En contra de lo que siempre pensó, Celeck no sintió paz ni tranquilidad,
sino terror. Notaba cómo aquel ser estaba devorando su alma y destruyendo
sin compasión todo aquello que una vez fue.
El hombre le miró por primera vez a los ojos como si supiera que aún
podía verle y le dijo con voz tranquilizadora:
—Tranquilo, no voy a permitir que te haga daño.
Dicho esto agarró a la spiritaa por las alas, con cuidado para que no le
mordiera, cuando esta comenzó a retorcerse rabiosa. Ningún ser mortal po-
día interferir con Alma; sin embargo, ese hombre sostenía a la criatura con
total naturalidad. Tomó la flor con la otra mano por el tallo y unas trazas
de energía comenzaron a recorrer su brazo. Con cierto esfuerzo la arrancó
hasta que las raíces se desprendieron de su pecho por completo y, esta vez sí,
sintió paz. Ya nunca más tendría miedo ni dolor… Nunca.
Adriem se levantó y soltó la spiritaa, que se alejó molesta, mientras el
alma del doalfar se deshojaba desapareciendo en pétalos de luz que se des-
vanecían en el aire.
—Descansa en paz.
Se giró hacia la niña que a cierta distancia le aguardaba. Aquel fantasma
envuelto en un manto que dejaba en sombras su cara, de la que destacaban
unos ojos azules como el cielo. Hermosos, pero llenos de rencor y tristeza y
que, cada vez que le miraba, le recordaban sus faltas y pecados de los últi-
mos tres años.
—Si sigues haciendo eso, tu vida se acortará aún más.
Adriem cerró los ojos de Celeck, cuya expresión reflejaba una paz infi-
nita, y comenzó a caminar entre los cadáveres de nuevo. Sus ropas estaban
sucias y desgastadas, y su mirada había perdido el brillo que una vez tuvo.
—Eso no debería importarte lo más mínimo. Nadie estará para enterrar-
me cuando todo termine.
—Ya sabes lo que te espera cuando mueras. ¿Por qué sigues esforzándo-
te? ¿Qué pretendes conseguir, estúpido?
Siguió andando, cansado de aquella conversación mil veces repetida en-
tre ambos. Echó una última mirada al soldado kresáico.
—Lo que él tiene ahora. Paz.
—Ya, algo que nunca tendrás. A ti sólo te espera la nada.
CAPÍTULO 2
-La ciudad de las mentiras-

Muy lejos de las frías montañas de Noraik-Ard, al sur del Imperio, entre el
océano y las inhóspitas tierras Arene, donde el río Jarein se ramificaba antes
de desembocar dando origen a un grupo de fértiles islas. Sobre sus tierras
aún se erigían restos de los primeros asentamientos que databan de hace
miles de años. Incluso antes de su caída ante el Imperio, cinco siglos atrás,
habían albergado una rica ciudad comercial que, a día de hoy, sucumbía a las
mafias y el contrabando. Sobre las ruinas de antiguos templos y bibliotecas
se levantaban casinos y burdeles; esa era la realidad de la ciudad de Hazmín.
Pequeñas casas encaladas de apenas tres o cuatro alturas, cuyos tejados
y terrazas cubrían pequeños patios que, a su vez, se mezclaban mediante
retorcidas callejuelas y oscuros callejones. Un complejo laberinto donde un
hombre podía encontrar cuanto deseara... o tal vez no. Pero nadie hablaría
nunca sobre ello.
Comercio, contrabando, trata... Cualquier cosa se movía bajo la permisiva
administración del gobernador. Pero de entre todos, había un lugar de sobra
conocido donde satisfacer cualquier inquietud, por deshonesta que esta
fuera: La Gata con Botas.
Era el lugar más exclusivo, donde se reunían hombres ricos y poderosos
para distraerse del mundo que los rodeaba entregándose a los placeres en la
privacidad de dicho local.
Aquel palacete rodeado de exuberante jardín, cuya silueta recortada por
la noche se reflejaba en numerosos estanques, en otros tiempos fue una de las
residencias del virrey de aquella región sometida, puesto que su existencia
como país independiente fue breve, al caer bajo el yugo del Imperio apenas
veinte años después de su escisión de la antigua Galdabia durante la Guerra
de las Lágrimas. Ya no era más que una provincia medio desértica, de valor
estratégico pero alejada del resto del mundo. Exótica porcelana traída de
oriente, mobiliario trabajado por los mejores ebanistas de Arqueís, mosaicos
y pinturas que sugerían escenas de naturaleza; nada estaba al azar en aquel
lugar destinado a crear un ambiente relajado en sus salones de la planta
baja. En las habitaciones tampoco se daba cuartel a la improvisación, y en
una de ellas, ricamente adornada con tapices que evocaban días de caza,
sobre una gran cama con dosel esperaba el señor Russel, el dueño de uno
de los bancos más importantes del país. Un hombre entrado en carnes,
que se podían vislumbrar fácilmente bajo el batín que llevaba como única
prenda. Sudaba copiosamente, en parte por el calor de la estancia pese al
gran ventilador del techo, pero también por la bella señorita que acababa de
salir del baño.
Una chica de unos veinticinco años, de pelo oscuro como el azabache
que contrastaba con su mirada color miel, despierta y segura de sí misma.
Su melena ondulada caía sobre sus hombros tapándole en parte el busto,
siendo su esbelta y bella figura ensalzada por un picardías negro y rojo.
La joven se fue acercando al hombre, sin prisa, jugando con su evidente
deseo, pues este no dejaba de relamerse, ansioso por catarla. Tenía que ser
inolvidable, ya que por ella había pagado una buena suma. Llegó a la altura
de la cama y a gatas se acercó hasta apoyarse sobre él y aproximar sus labios
a su oído.
Iba a susurrarle algo para prender aun más la libido de su cliente, pero no
llegó ni siquiera a decir la primera palabra cuando la puerta de la habitación
se abrió tras un fuerte golpe que casi la saca de sus bisagras.
Ambos se giraron asustados y vieron cómo una figura atravesaba el
umbral, cerrando tras de sí lo que quedaba de la maltrecha puerta.
—Perdón, no quería interrumpir. —Un hombre delgado, de melena
cobriza y vestido con una levita negra, los miraba con sus intensos ojos
claros. Se sacudió la pernera del pantalón con la que había dado la patada y
miró a la pareja con una amplia sonrisa que hizo que la joven le reconociera
al instante: Uriel Von Hamil. Aquella mueca en su cara, a primera vista
inocente para quien no conociera al antiguo espía del Servicio Secreto
Imperial, siempre era el preámbulo de algo desagradable—. Creo que la
frase hecha no era exactamente así.
El hombre se levantó de la cama de un salto y se dirigió hacia su ropa con
una agilidad impredecible para su complexión. Uriel lo miró sin alterarse
y se acercó hacia él mientras este extraía una pistola rúnica de entre sus
pertenencias. Extendió el brazo para apuntarle, pero el pelirrojo ya le había
sujetado de la muñeca, sacando la trayectoria de tiro fuera de su alcance.
Le propinó un puñetazo sin dejar de sujetarle el arma y lo derribó contra la
pared.
—¡Maldito! ¡¿Sabes quién soy?! —gritó el abatido.
—Un hombre desarmado —replicó, pues en algún momento le había
arrebatado la pistola que ahora sujetaba por el cañón. Sin dejar de mirarle,
Uriel añadió—: Siempre dicen eso quienes en realidad no son nadie.
La mujer se percató de varios gritos y golpes de pelea que provenían del
fondo del pasillo.
—Una compañera se está encargando de la seguridad —indicó Uriel—.
Están siendo más duros de lo que esperaba.
Russel se apretó contra la pared, como si fuera a ser capaz de un momento
a otro de pasar a través de ella, en un vano intento de huir del hombre que le
amenazaba con su propia arma.
—No... No me hagas daño. Puedo pagarte... lo que quieras. ¡Mucho
dinero! Pero déjame marchar, por favor —gimoteó.
Uriel hizo una clara mueca de desprecio. Se giró hacia la mujer,
encogiéndose de hombros.
—¿Ves como al final no son nadie? Sólo un saco lleno de basura y dinero.
—Se acercó a él y le dio unos golpecitos con el pie en el costado—. ¡Lárgate de
aquí! ¿Qué te hace pensar que soy un ladrón o un secuestrador? El dinero no
me interesa, ni verte la cara tampoco. Déjame hablar con la señorita a solas.
—¿D-De verdad?
Uriel le lanzó una mirada fulgurante. El hombre, tras recoger su ropa
apresuradamente, salió corriendo de la habitación sin mirar atrás.
La mujer se sentó sobre la cama, serena y resignada. No era la primera
vez que asistía a una escena por parte del pelirrojo.
—Gracias por arruinarme el trabajo, Uriel —dijo cruzándose de brazos,
visiblemente molesta.
—No es para tanto. —Se sentó sobre la cama—. Seguro que uno menos
en tu lista de clientes no supondrá demasiadas pérdidas para ti..., Milenne.
Se quedó un momento en silencio y ella se percató de que la pelea fuera
había terminado. Ahora venían los gritos y el pánico de clientes y meretrices.
—Tengo una reputación que mantener, ¿sabes? Si mis clientes se enteran
de que en mis citas hay un loco echando puertas abajo y dando palizas con
sus secuaces, puede que no les haga demasiada gracia.
—Bueno..., no es tu única fuente de ingresos. Sobrevivirás, como has
hecho siempre. —La miró de arriba abajo—. A veces me pregunto si vienen a
ti por lo que sabes o solo por verte.
La chica comenzó a reírse.
—Veo que no has cambiado en absoluto, sigues siendo ese espía que
conocí. Como siempre, aciertas: tus antiguos compañeros vienen más por
lo segundo.
—Ninguno cambiamos, sencillamente nos adaptamos a la situación.
—Tienes razón, aunque tú siempre fuiste diferente, distante, hablando
conmigo sin mirarme tan siquiera. —Se acercó a él lentamente, con la
sensualidad que la caracterizaba—. A diferencia de los demás, nunca te has
interesado por mí. —Uriel se limitó a mirarla de reojo—. ¿Nunca has tenido
fantasías conmigo? Me entristecí mucho cuando supe que habías desertado
del SSI y no iba a volver a verte. Pero ahora estás aquí, así que ya no tienes
por qué reprimirte.
Acercó su rostro sonrojado, buscando besarle. Él le sostuvo la mirada y
la agarró del hombro con suavidad, bajando lentamente por el brazo. Pero
el beso nunca llegó. Uriel puso el dedo sobre sus labios, sonriendo, mientras
su otra mano agarraba con firmeza la de ella.
—Nunca me acerco a una flor, porque las más hermosas... —le arrebató
de entre sus dedos una horquilla afilada— pinchan.
Ella se alejó de él con un empujón, terriblemente contrariada.
—¡Maldito seas! —Y con la otra mano le arreó un bofetón que bien seguro
podría haber esquivado, pero no lo hizo.
—Esto paga la puerta que he roto —dijo guardándose la horquilla en la
manga.
—Bien, ¿y ahora me dirás qué hacemos? Si has venido hasta aquí será
porque querías información, pero lo siento, no voy a poder darte nada.
Siempre me caíste bien, Uriel, pero eres un desertor. Miguel ha puesto un
precio muy alto a tu cabeza y ahora es quien manda.
El pelirrojo se quedó mirándola con gesto grave. ¿Tal vez nombrar a su
antiguo compañero le había puesto en guardia? Sabía de sobra que era un
tema muy sensible para cualquiera de los dos. Pero en vez de decir algo,
se acercó a la ventana y empezó a jugar con su reloj de cadena abriendo y
cerrando la tapa. Un detalle que no le pasó por alto a Milenne; probablemente
ese movimiento rítmico era un código.
—Tienes razón, si es ahora el director no tardarán en capturarme. Pensaba
sonsacarte información antes, pero será mejor tenerla de primera mano. Así
que relájate, ya conseguí lo que necesitaba.
Ella se giró, sorprendida.
—¿Y entonces? ¿Te vas y ya está? ¿Para qué tanto alboroto?
Uriel se alejó de la ventana y se acercó a la cama para tumbarse, cerrando
los ojos al tiempo que daba un largo suspiro.
—Para disfrutar un rato de tu compañía mientras espero —concluyó.
Milenne le miró, completamente extrañada. No había sabido nada de
aquel hombre en los últimos años, pero aunque él decía que era el mismo,
veía algo diferente en él. Se sentó en una de las esquinas del lecho. Uriel
había dejado la pistola a un lado y permanecía con los ojos cerrados, confiado
de que no le iba a atacar de nuevo. No recordaba si, en los tiempos en que
colaboraban, le había visto relajarse alguna vez. Siempre alerta, perspicaz,
maquinador… Ella era capaz de entrar en la mente de cualquier persona, sus
gestos o manías los terminaban por delatar, pero sin embargo el pelirrojo
siempre había sido un muro. Nada de lo que hizo consiguió acercarla ni por
un instante a él, y esa capacidad para desconcertarla lo convertía en un tipo
muy interesante a la vez que peligroso. Un juego que, sin duda, añoraba.
—Era verdad.
Él abrió un ojo y la miró con cierta sorpresa.
—¿Qué era verdad?
—Que te he echado de menos —se sinceró—. Siempre me trataste bien,
fuiste un caballero conmigo, y eso es algo que no puedo decir de casi nadie.
Lamento mucho que ya no podamos trabajar juntos.
—Mentiría si te dijera que extraño aquellos tiempos, pero tuve que
sacrificar muchas cosas. —Se rio, pero esta vez a Milenne le pareció ver un
atisbo de sinceridad—. Y que no me haya quedando mirándote la delantera
o el culo no quiere decir que no aprecie lo guapa que eres. Sencillamente,
me parece más interesante lo que hay dentro de esa cabeza. No voy a negar
que he conocido mujeres tan hermosas como tú, pero ninguna tan peligrosa
e inteligente.
—¡El mismísimo zorro rojo me está halagando! Por Alma, esto sí que es
nuevo. ¿Qué pasó para que te fueras? Eras una leyenda en el SSI, todos te
respetaban. Pero de la noche a la mañana despareciste y nunca averigüé el
motivo. Puse mucho empeño en ello, pero no obtuve nada.
—¿Ves? Ese hambre de saber y controlar lo que te rodea te hace
interesante.
Esquivo como siempre, pero, a la vez, Milenne sentía que por un momento
estaba un paso más cerca de él de lo que había estado nunca. Mas eso iba a
terminar en breve y, aunque él ya estaría al tanto, tuvo que advertirle:
—No tardarán en llegar, lo sabes.
—Cuento con ello —dijo cerrando de nuevo los ojos.
—Dime qué pretendes. Juro por Alma que no se lo contaré a nadie.
—Puedo sentirme hoy sincero contigo, pero no tan temerario como para
contarle mis planes a una informadora del SSI, ¿no crees? Seguimos siendo
enemigos, lamentablemente. Pero si algún día cambias de parecer, házmelo
saber.
Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Ella traicionando al SSI abiertamente?
No estaba dispuesta a poner precio a su cabeza, o puede que supiera algo de
sus otros clientes. Imposible, pensó. Seguramente había tocado el tema por
ver si reaccionaba de alguna forma. Pero ella sabía guardar perfectamente la
compostura, al igual que el exagente.
No tuvo que esperar mucho, pues no habían pasado ni cinco minutos
cuando tres hombres fuertemente armados se presentaron en la habitación.
Milenne los conocía, eran sicarios del SSI. Junto a ellos, varios soldados
cerraban la salida en el pasillo.
¿Qué había sido de los hombres que acompañaban a Uriel y que
neutralizaron a los guardias del burdel? ¿Le habían dejado solo?
—¡Uriel von Hamil, quedas arrestado por alta traición! —anunció uno de
ellos.
Uriel abrió un ojo y lo miró durante unos instantes, impasible.
—¡No me hagas usar la fuerza! —prosiguió—. Estás rodeado.
—Tranquilo —dijo Uriel levantándose—. Con el alboroto que he armado
habéis tardado más de lo que esperaba. Casi me quedo dormido. —Tiró la
pistola al suelo y alzó las manos, rindiéndose—. No os lo voy a poner difícil.
Una vez desarmado, los soldados entraron en la estancia y le derribaron
contra el suelo violentamente para comprobar que no llevaba nada más
encima. Lo levantaron, no sin antes propinarle alguna patada, y lo sacaron
de la habitación. Pero antes, el prisionero se giró hacia Milenne:
—¡Ah! Y me alegro mucho de verte y saber que estás bien.
Se oyó cómo se lo llevaban por el pasillo con poca cortesía. Uno de los
sicarios se giró hacia Milenne:
—¿Te ha herido o algo?
—Estoy perfectamente, no te preocupes —respondió con una mueca de
desagrado—. Me gustaría volver a mis quehaceres lo antes posible. Hacedme
un favor y alejad a ese lunático traidor. Metedlo en el pozo más profundo
que encontréis.
El hombre asintió y se despidió de ella.
—Un destino peor le espera —afirmó, y se giró no sin antes echarle una
atenta y furtiva mirada a su escote.

Por la mirilla del rifle que portaba Fearghus se podía ver cómo la
habitación se quedaba vacía a excepción de la prostituta. Esta se levantó de
la cama y echó la cortina.
Dejó de mirar por el arma y se frotó los ojos, cansado de estar fijando la
vista tanto tiempo. Se recostó sobre las tejas mientras Shara accedía hasta
el tejado, dejando escapar un gruñido mientras se palpaba el brazo y el
hombro, donde lucía varias contusiones.
—Esos tipos eran duros, ha costado reducirlos. Se nota que el burdel
mueve mucho dinero y contratan a mercenarios competentes como guardias.
—Esto no es lo que esperaba —comentó disgustado.
—¿A qué te refieres? —preguntó con desconcierto mientras se acercaba.
—Ha habido un cambio de planes. —Señaló la calle donde aún se veía al
grupo que se lo llevaba—. No tengo muy claro por qué, pero me ha pedido
que no intervengamos y vayamos a Tiria.
—¿A Tiria? ¡Tan sólo tenía que sonsacarle a esa furcia dónde estaba ese
tipo del SSI y llegar hasta el gobernador! De allí le teníamos que sacar, no
de Tiria. En la capital va a ser imposible —espetó indignada. No dejaba de
frotarse el brazo, nerviosa.
Pieza a pieza fue desmontando el rifle para esconderlo en una bolsa,
mientras respondía con voz pausada tratando de tranquilizarla:
—No tenemos más opción que confiar en él, como siempre hacemos.
Puede que viera una mejor oportunidad o algo haya cambiado…, no sería la
primera vez.
—Pero ahora está completamente solo. Tenemos que sacarlo lo antes
posible del agujero donde lo vayan a meter —replicó poniendo los brazos
en jarras y dando un bufido—. Tal vez si nos damos prisa, podríamos
interceptarlos…
Metió las piezas en una maleta y ajustó la correa para echársela por el
hombro, y así bajar del tejado con más comodidad.
—No —le dijo con tono autoritario—. Son cinco soldados y tres
mercenarios, nos superan en número.
—Los guardias eran cinco —alegó.
—No seas estúpida, esos soldados están bien entrenados y van armados.
No sólo podríamos salir malheridos, sino que además podrían matar a Uriel
en la refriega. —Suspiró tratando de contener el tono. A él también le ponía
nervioso la situación, y aunque entendía a Shara, esa actitud suicida no le
ayudaba—. Seguiremos el plan al pie de la letra. Sin él a cargo, las órdenes
las doy yo, y nos ceñiremos punto por punto a lo que nos encomendó Uriel.
—Pero…
—Shara, entiendo tus dudas, pero no tenemos elección. Confiemos en
que ese bastardo mentiroso tenga todo bajo control. —Más le valía, porque
personalmente se encargaría de golpearle esa sonrisa de autosuficiencia de
un buen y merecido directo. Eso le relajaría el molesto cosquilleo que sentía
en las runas que le protegían la herida del pecho.
—Entonces, ¿ahora qué?
—Tú volverás al aesir mientras yo me encargo de dar el siguiente paso.
Informa a Joseph y a Anna, pero hazlo con tacto —indicó entregándole la
bolsa con el rifle.
—Vamos, exactamente al revés de como lo harías tú —ironizó ella.
Suspiró tomándose ese ataque como que lo había entendido.
—Sí, exactamente.
Echó una última ojeada al cielo nocturno de Hazmín salpicado por
estrellas antes de bajar de nuevo a la calle. Confiaba en él, no era la primera
vez que los engañaba, pero no podía evitar preocuparse. Si no era parte de
su plan, o aunque lo fuera, cualquier error iba a terminar con él en la horca.

Hacía rato que Fearghus se había ido y Shara, en vez de acatar sus
órdenes, corría por el entramado de tejados y terrazas con la bolsa del rifle a
la espalda, tratando de encontrar el rastro de Uriel. Había tenido que esperar
demasiado para que el delven no se diera cuenta, y por más que miraba a un
lado y a otro, no localizaba a los soldados.
A punto estaba de maldecir su suerte cuando, de entre las escasas
personas que aún deambulaban por las estrechas calles, pudo distinguir a
uno de los sicarios que habían participado en su captura.
Atajó por un patio trasero hasta bajar al nivel de la calle, descolgándose
por un par de balcones con gracilidad. Se agazapó y esperó a que el hombre la
sobrepasara para, acto después, seguirle en la distancia sin ser descubierta.
Tan solo un par de calles más adelante entró en una taberna. Chascó la
lengua, molesta; ese desgraciado había participado en la detención, que a
buen seguro iba a ser generosamente pagada. Dudó si entrar, pero estar
parada, agazapada en la calle, tampoco la iba a ayudar. Así que se armó de
valor y entró hasta la barra del pequeño local, situado en un semisótano, y
pidió algo de beber. Le intimidaban mucho los lugares con gente y trataba
de no mirar a nadie, mientras maldecía esa mezcla de timidez e impaciencia
que la embargaba. Pero Fearghus tenía razón: debía aguardar.
El lugar estaba cubierto por el pesado humo de las cachimbas, y la cerveza
probablemente era el peor brebaje que había probado en su vida. Caliente y
con un regusto demasiado amargo que le hacía arrugar la nariz cada vez que
le pegaba un trago. Permanecía cabizbaja tratando de escuchar algo sobre
Uriel, pero el malnacido no soltaba prenda. Sencillamente alardeaba de su
suerte jugando a los dados con sus compañeros de mesa mientras, entre un
chupito y otro de aguardiente, soltaba algún comentario misógino. Todo un
caballero, pensó.
Un fuerte olor a alcohol la sorprendió cuando el tipo en cuestión, ya
tambaleante, se acercó a la barra para pedir una ración más de esa pócima,
capaz, por lo que decía el tabernero, de tumbar al más recio de los hombres.
Pero no contento con ello, para su desgracia se giró hacia ella.
—Ho… Hola…, preciossssa. ¿Nossh hemos vissshto antes? —Sus ojos
vidriosos la miraban y no pudo reprimir un gesto de asco cuando se acercó
más de la cuenta—. ¿P-Pors… qué me evitassssh? So-Solo trrato de ser
agradable…, encanto. ¿No quieresss venir a jugar?
—Estoy bien sola, gracias —dijo reprimiendo las ganas de clavarle los
nudillos en la cara. Le habría gustado decir algo ingenioso como Uriel, tal
vez lapidario, como hacía Fearghus… Pero de ella no surgían más palabras.
Agarró la jarra y trató de ignorar a aquel tipo.
—Venn…Venga, cielo. —La desnudó con la mirada de arriba abajo—.
Una muuher tan, tan…, taaaaaan guapa no puede esssstar sola. Ven, ven…
—Le puso la mano sobre el hombro y a ella un desagradable escalofrío le
recorrió todo el cuerpo—. Hoy he ganado mucha paaasshta, ashiií que lo
estoy celebrando.
Se giró hacia él apartando su mano.
—¿Ah, sí? ¿Cómo ha ganado tanto un borrachuzo como tú?
Él se encogió de hombros, algo sorprendido.
—Eeey, sin insuuultar, nena. No shhaabes quién soy. Si… Si chascara
los dedos estarías en la cárcel del gobernador. —La tomó por la cintura y la
apretó contra él. Había que reconocer que era fuerte—. Te conviene ssher
bueno conmigo. —Se acercó para besarla en el cuello.
—¿Allí es donde han llevado al tipo con el que has ganado hoy tu
recompensa? Es mejor que la horca.
Se detuvo en seco y por un momento hasta mejoró su dicción:
—¿Qué…? ¿Cómo sabes…?
Shara notó cómo ese abrazo cariñoso titubeó, y para cuando fue a
apartarse le propinó un fuerte rodillazo en su entrepierna que le cortó
cualquier intención de seguir hablando.
El hombre se tambaleó y cayó al suelo, aturdido por el dolor. Sus
compañeros de la mesa de juego se levantaron mientras el resto de la taberna
la miraba, y no con buena cara, precisamente.
Shara se quedó mirando a los presentes, desafiante, mientras recogía la
bolsa. El silencio era tenso, tan irrespirable como el humo del tabaco que
invadía el local.
—¡No soy una de esas! ¡No quiero tus escudos! —gritó indignada.
Una sonora carcajada emanó de los parroquianos, los cuales se mofaban
del pobre diablo que se había quedado sin habla en el suelo, sujetándose la
entrepierna. Ella sonrió, aún nerviosa, y abandonó el local con el corazón
en un puño. El trabajo de espía no era para ella, pero al menos sabía que
no habían matado a Uriel aún y, de paso, había descargado parte de su
frustración con aquel borracho. Tardaría un buen rato en recuperar el habla.

El gobernador de la ciudad se había vestido a toda prisa cuando le


despertaron a medianoche, para informarle de un importante arresto en
uno de los burdeles de la ciudad. Alfred Hutton Aldelal era un hombre
extremadamente delgado y de piel morena, como la mayoría de la gente
oriunda de Hazmín, cuyo sueño siempre había sido dejar aquella maloliente
ciudad y ascender como senador a la capital.
La captura de un alto traidor por parte de los militares y la inteligencia
local podía ser una prueba, aunque ilusoria, de que estaba enderezando
aquella decadente urbe. Sin duda, un gran mérito para un posible ascenso
político.
Ansioso, bajó hasta la entrada de su mansión, donde cuatro soldados
imperiales, ataviados solo con cuero, peto y el yelmo abierto, como era
costumbre en las tierras sureñas, custodiaban a un hombre pelirrojo de larga
melena que vestía una desgastada levita negra y que, pese a estar apresado y
que su final iba a ser indudablemente la muerte, parecía calmado.
A la cabeza de ellos, el capitán de la unidad se adelantó y se acercó al
gobernador.
—Señor, este es el hombre que hemos apresado tras un altercado.
—Mmm..., no parece muy peligroso. ¿Cuál es su nombre?
—Uriel von Hamil. Está acusado de alta traición al ejército.
Alfred lo escrutó con la mirada mientras se acariciaba el bigote, pensativo.
—Estupendo... Creo que has venido a la ciudad equivocada, traidor —
dijo haciendo hincapié en el apelativo.
Uriel respondió con un tono calmado que no agradó al gobernador:
—Tal vez, señor. Todos, antes o después, cometemos alguna equivocación.
El hombre se rio.
—Yo no cometería semejante estupidez, pero, en fin... Es tu cuello.
—Siempre hay una primera vez para equivocarse, señor.
El hombre descompuso el gesto. ¿Cómo se atrevía?
—No oses juzgarme. Te voy a contar otra cosa en la que no me equivoco:
para ti va a ser la última.
—Lo siento, señor. Siempre juzgamos incluso antes de hablar, es un
defecto humano. Disculpe mi impertinencia.
Alfred se giró hacia el capitán:
—Muy bien, lo encerraremos y enviaremos un mensaje al gobierno
central. De seguro tendrá una buena recompensa sobre su cabeza y no
tardarán en venir a buscarle. Sin duda se alegrarán, en estos tiempos que
corren, por ajusticiar a un traidor —afirmó mientras dedicaba una sádica
sonrisa a Uriel, que permanecía en silencio y tranquilo—. ¿Qué ocultas? Me
da que algo estás tramando.
Uriel negó con la cabeza, sobreactuando de nuevo:
—No, no, señor. Para nada. Sencillamente estoy cansado de huir.
Alfred se mesó el bigote, tratando de adivinar qué pretendía aquel reo.
Dudaba que dijera la verdad, parecía demasiado tranquilo, y lo que fuera
que estuviese planeando no podía ocurrir en su ciudad. Aquello que hubiera
sido un mérito pasaría a ser un fracaso que lo hundiría en la miseria y su
carrera política quedaría truncada. No, era mejor enviarlo a la capital; así,
valiéndose de la excusa, podría hacer una entrada triunfal y visitar al senado,
además de trasladar la responsabilidad a los tirenses.
—¿Sabes? Sería descortés por mi parte hacerte vivir días de más pensando
sobre tu suerte. —Se dirigió al capitán—. Prepárelo todo para trasladar al
preso con la máxima prioridad posible a Tiria.
Uriel dio un paso hacia delante abandonando su aparente calma, pero
los soldados le interceptaron y uno le propinó un golpe en el estómago.
Recuperando el aliento de rodillas en el suelo, aún pudo exclamar:
—¡No! ¡Espere! Seguro que podemos llegar a un acuerdo.
—Lo siento, no hay nada que puedas ofrecerme. Disfruta de tu viaje y tus
últimos días en esta tierra. Pronto visitarás a Alma.
—¡No! —Los soldados lo sujetaron y se lo llevaron de la estancia. Por una
vez pudo verse la expresión del miedo en Uriel—. ¡Gobernador! Esto es una
equivocación.
Cerraron la puerta y se hizo el silencio. Con paso tranquilo, Alfred volvió
a sus aposentos sabiendo que el siguiente iba a ser un buen día. Él nunca se
equivocaba.
CAPÍTULO 3
-A veces sólo podemos esperar-

Si las noches resultaban ajetreadas en la ciudad de Hazmín, las mañanas


eran un hervidero de gente. Aquella urbe parecía que nunca descansaba,
como si su bullicio quisiera rivalizar con el silencio del desierto que la rodea-
ba. Distribuidos por las islas, había varios zocos y mercados donde se ape-
lotonaban los transeúntes entre los puestos de frutas y artesanía, salpicados
por el polvo que cubría el suelo y ajusticiados por el implacable sol que teñía
de oscuro la piel de los habitantes de aquel lugar. Sin duda, esto era algo que
a Fearghus no le afectaba demasiado, pues, como la de cualquier delven,
su tez ya era morena de por sí. Abriéndose paso entre el gentío, a veces con
amabilidad, otras con la justa rudeza, avanzaba siguiendo las instrucciones
que le había dado Uriel.
—Dos calles más y a la izquierda, detrás de unos puestos y una tienda de
alfombras, un pequeño callejón. —Repetía las palabras para sí mismo, iden-
tificando cada una de las directrices—. En la entrada, cerca, habrá un par de
hombres, tal vez tres. Tendrán aspecto rudo.
Efectivamente, vio dos hombres a un lado, de complexión fuerte y lucien-
do varias cicatrices. Fearghus las observó en la distancia. Eran en su mayoría
de cuchillo por la forma y la disposición, así que producidas probablemente
en reyertas. Si con lo de rudos Uriel se refería a «fuera de la ley», aquellos
tipos con túnicas largas y desgreñadas barbas encajaban en la descripción.
Se echó el pelo hacia atrás con los dedos, pues el sudor que empapaba su
frente le molestaba, y con un largo suspiro se dirigió hacia el callejón.
—Vamos allá.
No se había acercado a diez metros de la entrada cuando uno de los hom-
bres le salió al paso:
—¡Eh! ¡Delven! ¿Dónde crees que vas?
Fearghus, sin perder su habitual flema, echó la cabeza un poco hacia
atrás tratando de evitar que el aliento a licor barato le alcanzara.
—¿No es evidente? —Señaló hacia el interior—. Voy hacia allí.
—Es una lástima, pero este paso está cerrado.
Fearghus detectó cómo el hombre echaba una mano por debajo de su
amplia manga. Seguramente estaría empuñando un cuchillo.
—Pues parece abierto... —respondió el delven—. Verás, estoy buscando a
alguien y esa es la dirección que me han dado.
—Dudo que haya nadie allí que quiera verte. —Trató de acercarse por el
flanco de Fearghus sacando el cuchillo, pero no le dio tiempo. Este había
dado un paso atajando su movimiento y con un giro muy sutil había sujetado
su muñeca girando la hoja hacia él. La gente de alrededor no apreciaba nada
y seguía moviéndose, ajena. Pero el compañero que protegía la entrada hizo
el ademán de acercarse.
—Yo de ti le diría a tu amigo que no hiciera ninguna tontería si no quieres
un nuevo ombligo —le susurró entre dientes.
Asustado, el matón miró a su compañero y negó con la cabeza, indicán-
dole que no se acercara. Este dio la vuelta y entró por el callejón con paso
apresurado.
Fearghus afianzó con un rápido movimiento el brazo retorcido del apre-
sado, y tomando el cuchillo con la otra mano lo lanzó con un tiro certero,
clavándolo en la pierna de quien huía; apenas dio unos pasos más y cayó
abatido en el suelo, gritando mientras se agarraba el gemelo, que sangraba
abundantemente.
Miró a su alrededor y se percató, con cierto alivio, de que salvo alguna
mirada furtiva los transeúntes seguían caminando sin ánimo de inmiscuirse.
—Ahora me acompañarás —dijo mirándolo fijamente, ante lo que, tal y
como esperaba, su rehén solo pudo asentir.
Avanzaron por entre las casas, no sin antes propinarle una patada en la
cara al que yacía en el suelo, dejándolo noqueado. Así al menos dejaría de
gritar. Cambió varias veces de dirección entre los patios interiores hasta lle-
gar a uno donde Fearghus se detuvo.
—Bien, ya he conseguido lo que quería.
Al hombre no le dio tiempo a reaccionar, pues una patada detrás de las
rodillas le hizo doblegarse, para luego recibir un fuerte golpe en la cabeza
que lo dejó aturdido en el suelo, como a su compañero. Esos tipos le produ-
cían náuseas, pero tampoco era cuestión de matarlos gratuitamente.
Varias telas estaban tendidas tras ser teñidas y con el agua que escurrían
se formaban charcos de colores que se entremezclaban hacia los desagües.
El viento las movía tímidamente, encauzado por los cuatro callejones que
daban a aquel patio cuadrangular.

Fearghus miró hacia todos los lados y comprobó que con aquellos ten-
dales era imposible hacerse una imagen exacta de la situación. Desvió la
mirada y una sombra se proyectó sobre un lienzo carmín que había a su
espalda. Se giró, pero en vez de aparecer el atacante por ese ángulo, fue por
su izquierda por donde le asaltó la estocada de un sable.
Con un movimiento casi instintivo se apartó de la hoja y mediante un
paso circular rotó sobre sí mismo, sujetando el arma del enemigo. Le pro-
pinó un codazo a la cara que le salvó en el último momento y se escabulló,
dejando el sable tras de sí, entre el mar de telas.
—Quería hacerlo rápido y silencioso, lástima. Es extraño, te mueves como
un soldado, pero sin embargo no lo pareces —se escuchó una voz entre los
tejidos; Fearghus no era capaz de localizarla, pero sin duda pertenecía al
sujeto que le acababa de atacar—. ¿Quién eres?
—Un turista. Y tú un estúpido por no dispararme directamente, hubieras
tenido una buena oportunidad.
—Vaaaaya. Eres muy bueno, «turista», pero demasiado prepotente. —
Una figura se dejó entrever cuando el aire sopló y apartó algunas telas. Un
tipo extremadamente delgado y encapuchado, con varios puñales enfunda-
dos en correas por el cuerpo y un par de pistolas a la cintura. Su cara parecía
alargada y mostraba una sonrisa que, por un momento, a Fearghus le pare-
ció que tenía los dientes serrados—. ¿Y qué busca un turista aquí?
Fearghus tomó el sable del suelo y lo volteó para comprobar su equili-
brio, mientras con la otra mano tomaba la pistola que llevaba a la espalda.
Su enemigo se percató del movimiento y reposó sus manos sobre la culata
de las suyas. Había conseguido llegar allí sin armar escándalo, pero una vez
empezara el combate no tardaría en tener compañía indeseable. Tenía que
jugar sus cartas.
—Vengo a hablar con tu jefe, larguirucho. Uriel le envía recuerdos.
Aunque la capucha ocultaba parte de su expresión, la forma en que frun-
ció la boca y tensaba el cuerpo le dio una imagen clara de la reacción que
había provocado al nombrar al pelirrojo.
—¡¿Uriel von Hamil?! ¡Ese bastardo! —Como si de un detonante se tra-
tase, desenfundó.
Casi al mismo instante, Fearghus hizo lo mismo; corrieron ambos hacia
un lateral buscando cobertura mientras descargaban las armas.
Los disparos hicieron eco por los recovecos de las callejuelas, siendo en-
gullidos por el ensordecedor bullicio del zoco.

Desde el puente de mando, a través de sus cristaleras forjadas, se podía


observar en la distancia el perfil de la ciudad. Anclada en el desierto, el ho-
rizonte verde de los humedales de la desembocadura del río reflejaba con
tonos violáceos el inicio del amanecer, para poco después tornar a naranjas
cuando el astro rey dibujaba su imponente figura. La luz del día se extende-
ría sobre el perfil de la maraña de casas encaladas bajo un cielo azul intenso,
carente de toda nube, en el que las estrellas comenzaban a palidecer bajo el
abrazo del sol.
Poco a poco la luz comenzó a filtrarse en el puente, proyectando el con-
torno de los ventanales sobre el suelo de metal y goma. Iba despojando de
la oscuridad a los cuatro asientos que había en primera línea en disposición
semicircular, subiendo lentamente hasta el quinto, situado en el centro en
posición superior, donde Anna reposaba apoyando las piernas sobre el ta-
blero de control.
Todos los instrumentos estaban apagados, salvo un par de avisos, y las
agujas de los relojes se mantenían al mínimo en su mayoría. La mawler era
ajena a todo ello y solo escudriñaba el horizonte de la ciudad.
Ya hacía más de tres años desde que Danae reparó las runas que ataban a
Fearghus a la vida y desde entonces no había vuelto a tener ningún proble-
ma, pero pese a todo ella no podía dejar de estar preocupada. Había intenta-
do dormir aquella noche, pero le había sido imposible, y al final, resignada,
subió al puente esperando a que el delven regresase.
Anna se retorció, nerviosa, el pelo de la coleta con los dedos. Últimamen-
te le había crecido demasiado, pero llevaba meses retrasando el momento
de cortárselo. Apartó por un instante la mirada del horizonte y se examinó
las puntas del cabello. Abiertas y estropeadas, por lo que resopló con resig-
nación.
La manivela de la puerta principal de acceso al puente giró y se abrió con
un pesado chirrido. Josef entró agachándose para no golpearse con el mar-
co. Aunque habían reconstruido la nave, se notaba que el espacio no había
sido una prioridad.
—Buenos días. Hace rato que me tendrías que haber despertado para re-
levarte de la guardia.
—No tenía sueño, así que preferí que descansaras.
Josef se mesó el bigote y tosió para aclararse la garganta.
—Deberías bajar. Si esperas a Shara para desayunar, puede que se te que-
den las tostadas frías. Come algo y ya nos apañaremos cuando llegue.
—No, gracias, Josef. No tengo hambre —dijo volviendo su vista hacia los
ventanales.
Él se acercó a donde ella y se apoyó en la consola lateral del sillón de
mando.
—Ya hace dos días que se marcharon, así que no tardarán en llegar. —
Tamborileó con los dedos sobre la consola—. Tienes dos opciones: quedarte
aquí o ir a por un café bien cargado y traerme otro a mí. Te recomiendo la
segunda.
—Me quedaré un poco más; ve a desayunar tú.
—Nuestro trabajo es tenerlo todo preparado en la nave cuando regresen.
—Josef le dio una palmadita en el hombro—. Así que mueve el culo hacia la
cocina, te quiero con fuerzas para operar este trasto. Una mawler dormida
no nos servirá para nada.
—Josef…
—Opción equivocada. —La tomó del brazo y la puso en pie—. Siento que
por un momento pensaras que podías elegir. Ya estás poniendo la cafetera
—afirmó mientras tomaba asiento—, y la próxima vez que no me despiertes
cuando toca, estarás una semana limpiando la cocina. Si hemos acordado
algo, se respeta; que no vuelva a pasar —la reprendió.
Anna dio un largo bostezo.
—De acuerdo, lo siento —dijo con las orejas gachas—. Ahora te traeré el
café.
—Buena chica.
Esto último la irritó bastante. Estaba cansada de ser la última voz en
aquel grupo y se sentía discriminada por su juventud y, claro está, por ser
una mujer. Resopló y abandonó el puente, justo cuando a lo lejos, entre los
pedregales y las dunas, una figura se empezó a vislumbrar.

Shara caminaba alejándose de la ciudad sin tomar ningún camino en par-


ticular, lejos de las rutas y carreteras. A su derecha, a no demasiada distan-
cia, se podía ver el océano que se perdía en el horizonte, bañando intermi-
nables playas de arena muy fina. El sol no hacía mucho que había salido y el
gran pañuelo que llevaba cubriéndole la cabeza y parte del cuello, anudado
al estilo local, comenzaba a empaparse de sudor.
«¡Menos mal que es invierno!», pensó mientras caminaba por aquel bello
e inhóspito paraje.
Se fijó en un grupo de piedras amontonadas que habían dejado como
señal para asegurarse de que el camino escogido era el correcto, y comprobó
con satisfacción que, al acercarse un poco más, el cielo se distorsionaba y
donde antes no había nada, a escasos metros se encontraba una nave.
El sistema de camuflaje era excepcional, nada visto hasta el momento. El
casco era estilizado, cubierto de metal dispuesto en pequeñas piezas en pa-
nal de abeja. En la parte trasera, saliendo de la zona del generador, estaban
plegados los disipadores de energía, que cuando se extendían tomaban una
forma parecida a unas alas.
Fue el último regalo que se llevó Uriel del SSI. A ella nunca le relató cómo
lo hizo, pero Josef fue en su tiempo un ingeniero militar y le ayudó a sacarla
del área de investigación donde estaba almacenada. Toda la tecnología de
los nuevos aesir se había obtenido de ella. Ni siquiera Uriel sabía cómo la
había conseguido el ejército, tan sólo que provenía de tierras de ultramar.
El abuelo de Anna la había tenido los últimos años en el taller, reparán-
dola a escondidas del gobierno de Fraiss. Gran parte se había reconstruido
con piezas hechas a medida y se notaban los remiendos para que todo fun-
cionara, pues su estado cuando la llevó Uriel era de un extremo deterioro y
apenas podía volar.
A diferencia de los dirigibles, los aesir se valían de las corrientes de esen-
cia que circulaban por el propio planeta, usando unos paneles, como si de las
velas de un barco se trataran, para surcar el cielo. Una tecnología revolucio-
naria al servicio, como siempre, de la guerra.
Pero si algo no habían conseguido replicar los ingenieros imperiales, era
esa capacidad para ser invisible. Consumía bastante energía y en vuelo era
muy difícil mantener todos los sistemas activos, pero si estaba en funcio-
namiento, ese prodigio técnico se convertía en un arma temible, como ya
demostró en su ataque al Bastión de los Justos.
A Shara no dejaba de sorprenderle la belleza de aquella nave, parecía
esculpida como una obra de arte. Pero el calor apretaba y prefería mirarla
desde dentro.
Se acercó a la escotilla de carga y tiró de las dos manecillas que la desblo-
queaban para subir hacia el interior.

Tras caminar por los estrechos pasillos de la nave accedió al comedor,


una sala en la que cabía apenas una mesa con bancos atornillados al suelo
por los lados. Cada pequeño espacio tenía que ser aprovechado al máximo.
—Ya estoy aquí. ¿No tendrías que estar vigilando el puente? —dijo salu-
dando a Josef y a Anna, pero no tardó en ser reprendida por el primero, que
estaba dejando un vaso en el fregadero.
—No hables alto. Te vi llegar, así que me daba tiempo a venir a por pro-
visiones —susurró el hombre señalando a Anna, que estaba dormida con
la cabeza sobre la mesa y sosteniendo una taza de café frío. A su alrededor
quedaban restos del desayuno sin ingerir.
Shara asintió y ambos salieron, dejando la puerta abierta hasta el distri-
buidor circular que había en el centro de la nave. Se apoyó en la barandilla
de la escalera de caracol que bajaba hacia la zona de carga, mientras Josef
cerraba despacio la esclusa del pasillo por donde habían venido.
—Acaba de quedarse dormida, no ha pegado ojo en toda la noche espe-
rándoos. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Cómo va Fearghus? Pensé que ven-
dría contigo.
Mientras hablaban de camino hacia el puente de mando, Josef sacó una
pequeña lata con un poco de tabaco y lo fue apretando en la pipa que había
recogido de la mesa del comedor.
—Fearghus aún tiene que convencer a la mafia, pero sin la ayuda de Uriel.
Tenemos otro problema más grave que tu café —dijo cruzándose de bra-
zos—. Ha habido un contratiempo.
—Bueno, si estás aquí es que ha ido todo bien, ¿no? —respondió enco-
giéndose de hombros—. ¿Cuál es el problema?
—Es Uriel. Le ayudamos a colarse hasta la habitación de esa fulana en
el burdel, los guardias no fueron un problema y nos retiramos dejándole a
solas una vez neutralizados. Exactamente como nos ordenó —chasqueó la
lengua, impaciente—. Pero al muy idiota le ha atrapado el ejército, creo que
miembros del SSI. No salió a tiempo.
—¿Cómo es posible? Tenía que estar aquí por la tarde para poner rumbo
a Tiria. —Los ojos de Josef reflejaban incredulidad y a punto estuvo de caér-
sele la pipa de las manos—. ¿Y Fearghus qué opina?
—Dice que sigamos conforme al plan. —Se rascó la cabeza, nerviosa—.
No sé en qué estaba pensando, si fue un accidente o si se ha dejado atrapar,
pero los seguí antes de volver a la nave. Por lo que he podido averiguar, por
ahora el gobernador lo mantiene preso. Traté de acercarme, pero el edificio
está fuertemente protegido.
—Tendremos que esperar a que Fearghus vuelva a la nave. Luego estu-
diaremos la situación y averiguaremos de qué forma podemos sacarlo de
allí. —Suspiró pesadamente—. Por ahora será mejor que descanses un poco,
no tienes buen aspecto. Uriel sabrá cuidarse, confiemos en él.
—¿Confiar? Sabes que siempre le he seguido sin poner ninguna objeción,
pero si no le sacamos de ahí, lo ajusticiarán —dijo molesta ante la pasividad
que demostraba Josef—. ¡Todo lo planeado se puede ir al traste! ¿Y si el pro-
blema es que siempre le hemos seguido tan ciegamente?
—Me extraña que precisamente tú pongas en duda lo que haga Uriel. No
quería decírtelo así, pero últimamente estás muy rara. ¿Te pasa algo?
—No. Estoy perfectamente —farfulló con su habitual tono hosco.
—Entonces esta discusión no nos va a llevar a ninguna parte, Shara. Me-
jor cálmate y no hagas ruido. No quiero que Anna se despierte todavía —in-
dicó señalando con la pipa hacia la cocina.
—¡Oh, venga ya! ¿Ahora va a ser más importante que duerma la niña?
¡Por el amor de Alma, Josef! —dio un golpe a la pared y notó cómo el metal
cedía ligeramente bajo su puño.
—No seas así. —Encendió una cerilla y comenzó a darle caladas a la pipa
hasta encenderla—. ¿Ganamos algo despertándola cuando aún no estamos
todos? La prefiero descansada y con las ideas claras para cuando tengamos
que decidir qué demonios vamos a hacer.
—Nunca he entendido por qué la consentís tanto Fearghus y tú. Ya tiene
veinte años; si tiene sueño, que no hubiera pasado la noche en vela. —Shara
se sentía molesta por la excesiva atención que siempre recibía la mawler.
—Vamos, Shara... Tú podrías tener su misma edad —dijo sonriendo y
aguantando la pipa entre los dientes—. Pero no puedes pedir que sea como
tú, de la misma forma que nadie te pide que seas como ella. ¿Preferirías que
hubiese tenido una vida como la tuya? ¿O es más bien lo contrario?
—No es eso, Josef. Está acostumbrada a que Fearghus la lleve siempre
de la mano, pero esto se está volviendo peligroso. Sobre todo si perdemos
a Uriel —prosiguió con gesto grave—. Antes o después se encontrará sola,
como cualquiera de nosotros, sin que ninguno la podáis ayudar, y entonces
¿qué pasará?
Josef dio otra larga calada a la pipa meditando, a lo visto, la respuesta:
—Mira, cuando llegas a mi edad, ves las cosas con otra perspectiva. Siem-
pre he admirado tu energía y determinación, nunca te has echado atrás ante
nada desde que te trajo Uriel. Diría que casi no tienes nada que perder, que
como apenas tienes recuerdos igual piensas que estos también pueden desa-
parecer. —Clavó la mirada en ella—. Pero escúchame: esa sensación es falsa.
¿Dices que Anna puede quedarse sola, o más bien hablas de ti? No descar-
gues ahora tu rabia contra Anna, ya llegará el día en que se las tendrá que
valer por sí misma y, quién sabe, tal vez te sorprenda. —Dio otra calada de-
jando que el humo dibujara formas imposibles a través de la luz artificial de
las bombillas.
—Déjate de sermones, Josef. Veremos qué piensa el delven cuando ven-
ga.
—Conoce muy bien al pelirrojo, seguramente mejor que yo. Cuando vuel-
va tal vez tenga una idea más aproximada de qué ha podido pasar.
—¿Tú tienes alguna?
Levantó la mano, declinando con un gesto.
—Él sabe lo que se hace, sabrá cuidarse, pero... tal vez deberíamos pensar
en cuidarnos nosotros mismos. Tú lo has dicho.
Shara se quedó cabizbaja. ¿Pensar en ella misma? Tal vez nunca lo había
hecho hasta ahora. ¿Qué quería realmente?
Josef se dirigió hacia el pasillo que daba a los motores.
—Voy a comprobar que todo esté bien. Si nos desviamos mucho de la
ruta a Tiria, no tendremos suficiente combustible y no sé de dónde lo vamos
a sacar. Necesitamos este pájaro en perfecto funcionamiento, eso es seguro.
Shara ni le miró. Seguía pensativa.

El ambiente de aquel bajo era casi irrespirable. Más de una centena de


personas se agolpaban en torno a un círculo en el que un par de gallos pelea-
ban, mientras los gritos de las apuestas se esforzaban por prevalecer sobre
el ruido del ambiente.
Los escudos circulaban sin escrúpulos comprando y vendiendo cualquier
cosa. Las peleas de animales, algunas especias o hierbas, acuerdos matrimo-
niales… Aquellos negocios ya se practicaban desde antes de la venida de los
imperiales. Pero fueron prohibidos por la nueva religión que proclamaban,
la de Sorâ, encarnada en la Santa Orden, por lo que aquellas costumbres
fueron condenadas a la clandestinidad al no ser vistas con buenos ojos.
En un rincón, acompañado por varios hombres, estaba Fanshar, uno de
los descendientes de la antigua dinastía que gobernó Hazmín antes de la
llegada del Imperio. Al igual que sus tradiciones, había sido apartado de la
vida de la ciudad. Aunque se sentía en parte como una reliquia de un pasado
lejano que ni siquiera llegó a conocer, era para muchos la esperanza de un
Hazmín libre de los hombres de la meseta tirense.
Pero él sabía lo que era: el cabecilla de una de las mafias que operaban
por las cloacas del Imperio. Su negocio existía porque los imperiales permi-
tían que existiera. Siempre hace falta una alternativa y hasta la ciudad más
limpia necesita sus cloacas. Era una triste realidad.
De repente hubo gran alboroto cuando uno de los gallos ganó la pelea.
Júbilo de algunos, decepción de otros tantos y alguna que otra protesta.
Lo habitual, hasta que todo se tornó silencio cuando con un fuerte golpe se
abrió la puerta que daba al patio principal, dejando que la luz penetrara en
el oscuro local.
La gente aún no acababa de distinguir la figura cuando el cuerpo grave-
mente herido de Talih, uno de los hombres más temibles de la mafia, aterri-
zó sobre el ring casi aplastando a los gallos.
Fearghus se sacudió los pantalones y miró desde la puerta a toda aquella
gente que, enmudecida, no se atrevía ni a pestañear. Clavó los ojos en el
anciano que desde la esquina observaba la escena con una templanza enco-
miable mientras comía dulces de dátiles.
—Fanhsar Delàh, traigo un mensaje de Uriel von Hamil.
CAPÍTULO 4
-Sueños-

Una campana tañía, invadiendo con su timbre cada recoveco de aquel


lugar mientras el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados. A través
de enormes ventanales, la luz, que se filtraba entre los árboles, dotaba a
aquel pasillo de cierto aire de irrealidad, sombrío y gélido en contraste con
el bello parque que se intuía en el exterior.
Avanzaba con paso torpe, tratando de seguir el ritmo del adulto que
la llevaba de la mano. La campana dejó de sonar cuando traspasaron la
puerta que había al final de aquel pasillo, y su chirrido, que hizo eco en el
silencio que imperaba en aquel lugar, provocó que un escalofrío recorriera
cada rincón de su ser. Estaba muy asustada y tiró de la mano hacia atrás,
pero solo consiguió que la que la sujetaba lo hiciera con más fuerza,
obligándola a entrar.
Ante ella, un aula en la que había dos personas más esperándolos, cuyas
sombras se proyectaban contra las paredes, con formas que le recordaban a
monstruos. Un hombre elegantemente vestido, con traje y sombrero de ala,
que miraba a través de una de las ventanas dándole la espalda. Apoyado
en la mesa del profesor se encontraba otro, con unas gafas redondas que
cubrían su mirada y una sonrisa siniestra que se dibujó deformando su
cara, y que le hizo inconscientemente apretar la mano de quien la trajo.
El hombre del sombrero se giró y saludó, pero era incapaz de ver su
rostro, oculto por las sombras que arrojaba el contraluz de la ventana.
—Hola —dijo con una voz muy suave—. No tengas miedo, pequeña.
Su custodio tiró un poco de ella hacia delante, hasta conseguir que la
niña diera unos pasos más. Ni aquella voz afable la calmaba y notaba
cómo le temblaban las piernas, hasta tal punto que pensaba que se iba a
desplomar contra el suelo.
—No te preocupes —prosiguió el hombre del sombrero—. Tu tutor nos
ha contado tu historia y venimos a darte un nuevo hogar.
Ella no dejaba de mirar al hombre que desde la mesa del profesor la
observaba. Su sonrisa enmarcaba unos dientes inmaculados.
—Sé que no soy exactamente como un padre, nunca he tenido hijos, pero
quiero que me consideres como tal. A partir de ahora, tanto la gente que
me acompaña como yo te cuidaremos. —Se acercó a uno de los pupitres,
donde hasta hacía un momento hubiera jurado que no había nadie. Era
incapaz de verla bien, pese a que estaba a pocos metros, tan sólo distinguió
que era más o menos de su estatura y que su pelo lacio era blanco y largo.
El hombre siguió hablando:
—Ella también va a venir con nosotros. Nunca has tenido una hermana,
¿verdad?
Negó con la cabeza mirando a aquella figura. El sol casi había
desaparecido y el aula iba quedando lentamente engullida por las sombras.
—Pues a partir de ahora será tu hermana, ¿qué te parece? —El hombre
se acercó hasta ella, se puso en cuclillas y le extendió la mano—. Me llamo
Harald, ¿y tú?
Le miró, pero no se atrevió a hablar.
—Ha sido una desgracia lo de tus padres, ningún niño debería perderlos,
pero el mundo es cruel. El centro no puede mantenerte, espero que lo
entiendas. Sin embargo, te prometo que me encargaré personalmente de
que no te falte de nada. El estado te cobijará de aquí en adelante y a cambio
le servirás.
El hombre se puso en pie y, desde su perspectiva, le pareció un gigante.
Una desagradable sensación de vértigo le revolvió el estómago y un solo
pensamiento ocupaba su mente. «Huye». Pero era incapaz de dar un paso,
atrapada en aquel lugar donde las sombras invadían cada rincón.
—Vas a ser muy valiosa, ya lo verás. Y mientras yo esté aquí todo irá
bien, pequeña.
Sus labios, sin pensarlo, articularon una frase:
—¿Y cuando no estés? ¿Qué pasará?
La noche se cernió por completo. Tan oscura que sólo dos cosas se podían
apreciar: la mirada del hombre cuyos ojos le resultaron inquietantes
y familiares, además de la sonrisa de aquel que llevaba gafas, el cual se
acercaba hacia ella enseñando unos dientes afilados.
—Que él te devorará.
No podía moverse, solo ver cómo aquellas fauces se cernían sobre ella y
la mordían en el brazo, triturando su carne y sus huesos. Ya no podía ver,
solo sentir el dolor de su cuerpo consumido por aquella bestia.
Dolor...
Shara se despertó con sobresalto. Tenía los ojos abiertos como platos y
la respiración entrecortada, así como el cuerpo completamente empapado
en sudor. Le dolía el brazo, como si de verdad la hubieran mordido, y el
recuerdo le revolvió el estómago hasta tal punto que tuvo que ponerse en pie
y salir corriendo, tambaleante aún, hasta el baño para vomitar.
Estaba completamente agotada, así que se deslizó de vuelta a su camarote
por los pasillos angostos de la nave. Reparó en la puerta entreabierta de
la cocina, donde aún permanecía Anna durmiendo plácidamente sobre la
mesa pese a lo incómodo de la postura. Entró en su habitación y arrastró
los pies de vuelta a la cama, pero se vio incapaz de volver a tumbarse. Cada
vez que se dormía regresaban esos sueños; tenía miedo de cerrar los ojos.
Se deslizó hasta el suelo apoyando la espalda en la pared y metió la cabeza
entre las rodillas. Sabía que había tenido más pesadillas, pero la mayoría no
las recordaba. No tenía conocimiento de haberse sentido enferma nunca,
pero ese agotamiento y las náuseas indicaban que muy probablemente iba a
romperse su buena racha de salud inquebrantable.
Se frotó los ojos, irritados, enjugándose algunas lágrimas que amenazaban
con desbordarse. Josef no había errado: últimamente no se encontraba bien,
pero no había nada que los demás pudieran hacer. Su cabeza… ¿Eran acaso
recuerdos lo que se entremezclaba en sus sueños? ¿Qué clase de pasado
tenía? Empezaba a temer descubrirlo.

—¡Shara! ¡Shara! —la voz de Anna acompañó a unos golpes en la puerta—.


¿Estás bien? Me ha parecido oírte.
No sabía en qué momento se había quedado dormida acurrucada en
el suelo. Tenía los ojos empapados en lágrimas y se maldijo por haber
alertado a la mawler. ¿Qué había pasado? Al intentar recordarlo sintió un
desagradable escalofrío que le recorrió el cuerpo. Sin saber por qué, notó
que sus manos temblaban ligeramente.
—Tran-Tranquila. —Su voz sonaba aún ronca—. Estoy bien, estoy bien.
Vete a dormir. —Se limpió la cara con la sábana que colgaba de la cama y
tomó aire para despejarse.
—Me has asustado, de repente has empezado a gritar. ¿Has tenido una
pesadilla? —Anna abrió la puerta del camarote y se asomó—. Si quieres te
puedo traer algo de la cocina. —Se quedó callada cuando la miró.
Shara se levantó de golpe. ¿Cómo se atrevía a entrar y verla en ese estado?
—¡¿Acaso te he dado permiso para entrar?! —gritó indignada, poniéndose
rápidamente de pie—. ¡Déjame en paz, ya te he dicho que estoy bien!
—Solo estaba preocupada, lo siento. —En vez marcharse, como pretendía
Shara, entró del todo en el camarote—. Pero es evidente que me estás
mintiendo —dijo cerrando la puerta tras de sí.
—No te incumbe, ¿vale? —la miró amenazante, pero con las manos tras
de sí para que Anna no detectara su temblor—. Se me pasará, sólo ha sido
un mal sueño. Así que lo que necesito es que me dejes tranquila y descansar,
vamos a tener un día duro. —Trató de suavizar el tono, pese a que la manía
de Anna de entrometerse en la vida de los demás la enervaba.
—Ha debido de ser una pesadilla terrible para que hayas llorado. Nunca
te había visto así... —musitó Anna.
—Tal vez porque nunca quiero que me vean así. —Se levantó y recogió
sus botas para dirigirse a la salida del camarote. Necesitaba tomar el aire y
serenarse—. Sólo ha sido eso, un mal sueño, ¿vale? No hagas un mundo de
ello. Voy a beber un poco de agua y a dar una vuelta, ya que no parece que te
vayas a ir de mi habitación.
Por un momento le pareció que la mawler iba a decir algo, pero no
quiso darle la oportunidad y cerró tras de sí con un sonoro portazo. Estaba
demasiado cansada como para soportar un minuto más sus impertinentes
preguntas.
Aquella nave la oprimía, sentía que le faltaba el aire. Se calzó las botas
sobre el pantalón de lino y abrió la escotilla exterior. Una bocanada de aire
caliente le abrasó la piel allí donde la camiseta de tirantes no la cubría. El
sol regía el cielo, calentando cada una de las piedras de aquel desierto, hasta
el punto de que notaba en sus pies cómo traspasaba las suelas de las botas.
Entendía perfectamente por qué en la ciudad se hacía casi toda la vida por
la noche.
Inmersa en la dureza de aquel paraje, se sentía mejor que dentro del
aesir. Necesitaba estar sola y pocos lugares se veían más deshabitados que
aquella extensión de desierto que se perdía en el horizonte mirando al norte.
Las pesadillas le habían hecho olvidar, durante un rato, la situación en
la que se encontraba. Llevaba casi cinco años siguiendo a Uriel allí donde
él decía, obedeciendo sus órdenes, anhelando recordar quién era. Había
entregado su nueva vida al pelirrojo y no tenía muy claro qué había recibido
a cambio. Parecía que sus recuerdos estaban volviendo por sí mismos, pero
empezaba a desear que siguieran en el olvido. Pasado y presente, pero nunca
había pensado en el futuro.
¿Qué sucedería el día en que Uriel no estuviera? Aunque consiguieran
llevar la misión adelante y rescatarle, ¿qué cambiaría? Sabía que sólo era
una pieza más en ese plan, una ayuda conveniente, pero antes o después se
encontraría sola.
Tenía razón Josef cuando le decía que descargaba su frustración en Anna,
pero no lo podía evitar. Tenía miedo de volver a estar sin nadie alrededor a
pesar de lo mucho que le costaba confiar en los demás. Pero era consciente
de que antes o después, como su memoria, se irían para siempre.
Ni siquiera sabía qué objetivo perseguía realmente Uriel. Siempre
había supuesto que era una venganza contra el Imperio, ¿pero qué clase
de objetivo era realmente ese? Notaba en él cierto resentimiento, pero un
ajuste de cuentas no encajaba en el pragmatismo del pelirrojo. Sin embargo,
ella sólo hacía lo que le pedían, sin cuestionar. Y pese a todo, se encontraba
excepcionalmente cómoda haciéndolo, como si fuese natural en ella. Pues si
algo había sacado en claro de aquellos confusos sueños que la asaltaban, era
que no era la primera vez que lo hacía, y aquello sólo le trajo dolor.
Comenzó a rascarse el brazo al recordar la mordedura de su pesadilla.
¿Acaso había algo más en su pasado?

Pese a lo placentero del aire libre, no podía aguantar mucho más en aquel
páramo sin sufrir una insolación, aunque estuviera a la sombra de la nave.
Entró de nuevo hasta llegar a su habitación para vestirse en condiciones.
Fearghus no llegaría hasta dentro de unas horas, pero descansar no iba a ser
una opción. Tal vez algo de café la ayudaría a centrarse en el problema que
tenían ahora y aparcar los suyos hasta que la situación estuviera resuelta.
No pudo evitar dar un largo suspiro cuando vio que Anna la esperaba
en la cocina. Nunca conseguiría entender la necesidad de la mawler de
inmiscuirse en todo, particularidad que la irritaba sobremanera.
—Creía haberte dicho que quería estar a solas —la miró malhumorada,
ante lo que Anna desvió la mirada.
—Lo sé, no quería molestarte, pero Josef me ha contado lo que ha pasado
y… Bueno…, quería saber qué… —Se rascó la cabeza nerviosa—. ¡Maldita
sea, no lo sé! ¿Qué deberíamos hacer?
Se quedó en silencio, pero ella tampoco sabía qué responder. ¿Darle
ánimos? ¿Palabras de esperanza sin fundamento? No, era incapaz de mentir
así. Se limitó a acercarse a la cafetera y desenroscar el filtro para ponerle
café.
—Al menos podrías decir algo —protestó Anna—. Ni siquiera parece que
te preocupe lo más mínimo.
—Como quieras. —Puso la cafetera en el fogón y tomó aire para
no contestarle de malas maneras. No iba a discutir con ella, ni darle
explicaciones—. ¿Quieres una taza?
—¡Maldita sea, Shara! Yo no puedo ser como tú y mantener esa frialdad
casi todo el tiempo. Hablar no es nada malo, ¿sabes? ¡Incluso de las
pesadillas!
—No lo necesito —replicó tajantemente—. Tampoco me has dicho si
quieres café.
—Gracias, pero no. Sólo quiero sentirme útil ahora. —La mawler se
recostó contra el asiento y se quedó mirando el ventilador del techo—. No
hago más que darle vueltas a qué más podría hacer yo y… sólo pienso en que
Uriel siempre me deja al margen. Me tengo que limitar a veros partir y tan
siquiera sé si volveréis. Estoy cansada de todo esto.
—¿Acaso importa ahora? —sintió algo de alivio al constatar que no era
la única incapaz de encontrar una solución—. Me parece muy egoísta por tu
parte. ¿Sólo te importa si tú eres útil? Por el amor de Alma, deja de parlotear
y de pensar en ti misma, puede que así se te ocurra algo útil y le demuestres
que no tienen por qué dejarte a un lado.
—No es tan fácil —se la quedó mirando, ofendida—. No puedes entenderlo.
—Sí que lo hago, y mejor de lo que crees. La diferencia es que sigue sin
importarme lo más mínimo lo que pienses tú o los demás. Me concentro en
hacer mi trabajo. —Empezó a oler a café recién hecho y se giró para apagar
el fuego y, de paso, dejar de mirar a Anna—. Así que da igual cómo te sientas,
eso no importa, porque tenemos mucho trabajo por delante si hay que sacar
a Uriel de una prisión estatal. Es de lo único que estoy dispuesta a hablar.
Centrarse en la misión la distraería, y tal vez Anna le diera un enfoque
nuevo. No podía aparcar sus diferencias con la mawler, pero ya que esta
no pensaba irse, si dejaba de quejarse y trataban de buscarle solución al
problema, su compañía sería asumible. Tenía que enfocarse en el presente y
después ya pensaría sobre su futuro. Puede que, por primera vez, empezara
a pensar que estaba lejos de ese grupo, aunque le apenase.

A un tren de mercancías que partía hacia la capital a través de la antigua


vía del norte se le habían enganchado tres vagones de pasajeros por orden
del gobernador. En uno de ellos se iba a transportar a una persona junto a
un grupo de escoltas.
Seguramente no era algo que al maquinista le fuera a agradar en
absoluto, pero no había posibilidad de objeción si la orden venía de arriba y
la compañía que regulaba la línea no había puesto traba alguna.
Así pues, con un traqueteo continuo, el convoy avanzaba bordeando la
árida planicie del desierto hacia el refugio de las montañas del oeste, por
donde continuaría camino de la meseta del Tir.
Uriel no se sentía muy cómodo con aquellos grilletes, pero a nadie allí le
iba a importar su bienestar. Mucho menos agradable era con la compañía
de dos militares y el gobernador que, desde el pasillo y de vez en cuando, se
asomaba para comprobar que todo estuviera en orden. Con su escolta, por
supuesto. Pero no había opción e iba a ser un viaje largo…, o no.
En una parada para recoger agua tras unas cuantas horas de viaje, el tren
se detuvo más de la cuenta. Uriel pudo observar por la ventanilla la cola de
un aesir pequeño que habría aterrizado (no hacía mucho tiempo, a juzgar
por el vapor que escupían los motores que aún se estaban refrigerando) en
aquel yermo donde tan solo había una cabaña vieja, un molino de pozo y un
depósito de agua. Nada más en kilómetros a la redonda.
Unos pasos se escucharon por el pasillo, y la voz del gobernador en un
tono obsequioso se disculpó repetidas veces. Le oyó marchar hacia la parte
trasera del vagón con varios hombres, mientras los nuevos pasos avanzaron
hasta detenerse en la puerta del pasillo.
Uriel ni siquiera se dignó a mirar cuando los soldados se pusieron en pie.
Sólo podía ser una persona quien acudiera con tanta impaciencia a recibirle.
Alguien a quien llevaba años evitando, al que mataría si pudiera, pero que
era un actor necesario en la obra que pretendía representar.
—Miguel, cuánto tiempo sin vernos...
El pelirrojo podía notar la mirada penetrante del senador, que ordenó
inmediatamente a los soldados que abandonaran el compartimento. Caminó
hacia dentro y, ajustándose las gafas, se sentó ante Uriel.
—¿Qué te traes entre manos, maldito desgraciado?
—¿No es evidente? —dijo enseñando los grilletes—. El formidable
gobernador de Hazmín me ha arrestado. Supongo que he perdido práctica
tras tanto tiempo fuera de servicio.
Miguel se recostó en el respaldo. El tren seguía parado.
—Ese gobernador no atraparía ni un simple resfriado, así que dudo
mucho que te haya podido detener si no es porque tú has querido. Pero sea
producto de tu retorcida mente o no, no puedes tan siquiera hacerte una
idea de lo que he deseado que llegara este momento. —El pelirrojo notó
cómo apretaba los dientes—. ¡El gran Uriel Von Hamil, el agente infalible
del Servicio Secreto Imperial! Refréscame la memoria: ¿cuántas misiones
fallaste de las casi cien que hiciste en tus años de gloria?
—La última.
—¡Tan... sólo… una! —dijo regodeándose en cada palabra—. Por eso
eras el favorito de Harald. Claro, sin contar este pequeño desliz que nos ha
permitido encontrarnos —entornó la mirada—, pero no lo contaremos en tu
historial. A fin de cuentas, nos ha permitido este feliz reencuentro después
de tu… baja unilateral.
—Llámalo por su nombre, que estamos entre amigos: «traición».
—Cierto, para qué andarnos con rodeos... ¿Cuánto hace de eso? ¿Cinco
años?
—Cinco años, tres meses y veinticuatro días.
La cara de Miguel se contrajo y ensombreció, siendo imposible distinguir
sus ojos tras las gafas. Apretó los puños y a Uriel, por un momento, le pareció
escuchar cómo crujían cada una de sus articulaciones, tensándose la fibra
del cuerpo. Se levantó violentamente en una explosión de ira, y le tomó por
los grilletes para que no se moviera. Nunca pensó que pudiera tener tanta
fuerza su excompañero. Indefenso, le propinó cinco puñetazos cargados de
rabia, mientras los contaba con los dientes apretados.
Notó que la sangre le discurría desde la nariz hasta la boca y le ardía la
cara, en cada uno de los golpes. Recuperó la compostura tratando de echarse
el pelo de nuevo hacia atrás, con cierta dificultad al tener las manos atadas.
Miguel se volvió a sentar y dio un largo suspiro mientras sacaba un
pañuelo para limpiarse los nudillos. Miraba con cierta satisfacción cómo
Uriel escupía algo de sangre a un lado.
—Me alegra que tengas tan en mente ese día, ya que no lo he podido
olvidar ni por un segundo. Casi destruiste por completo el proyecto y yo tuve
que refugiarme espiando en el Senado.
—Pero Harald ya no está —dijo con gesto grave—. ¿Cómo fue?
Sonrió.
—Rápido —respondió con voz pausada—. La guerra necesitaba de un
Servicio Secreto más agresivo y tú ya estabas fuera de escena. ¿Sabes? Me
dijeron que te nombró antes de morir.
No caería en la provocación, pero también sabía que aquellas palabras
estaban hurgando en la herida pese a que permanecía quieto, en silencio,
inexpresivo. Soportando la estúpida sonrisa de Miguel.
—Aunque voy a disfrutar en tu ejecución, he de darte las gracias, pues
el proyecto Cristal renació gracias a ti con más fuerza que nunca. —Se giró
hacia el pasillo—. Pasa, querida, quiero presentarte a alguien.
—Con permiso...
La mujer que entró le resultó muy familiar. Facciones suaves y pelo largo,
de un rubio tan claro que parecía albino, y mirada gris y apagada; entró en
la habitación sin hacer ruido, como si fuera un fantasma.
—No te acordarás de él, eras muy pequeña, así que te lo voy a presentar
de nuevo: él es Uriel von Hamil, el traidor que asesinó a tus hermanas. —Le
miró—. Te acuerdas de ella, ¿verdad, Uriel? La pude esconder a tiempo y no
supo nada. ¿Por qué no le dices cómo fue matarlas? ¿Qué sentiste? Supongo
que no debiste de percatarte, cuando llevabas once mujeres asesinadas, de
que te faltaba una. Pero claro, cualquiera perdería la cuenta.
Uriel ni siquiera la miró.
—Ya no eran mujeres…, eran herramientas, cosas que utilizábamos
a nuestro antojo. Si buscas un ápice de arrepentimiento, te equivocas. Lo
volvería a hacer de nuevo, porque nosotros ya las habíamos matado hace
tiempo.
—Yo… te conozco… —dijo la mujer con voz suave y pausada—. Estabas
con padre…, pero te recordaba diferente. ¿Por qué las mataste? ¿Qué te
hicimos?
Uriel sonrió.
—Lo triste fue lo que os hicimos a vosotras, ¿verdad? —dijo mirando a
Miguel—. Sólo quería arreglar ese error antes de irme.
—Estoy tentado de pedirle que te rompa el cuello. Sería desagradable,
pero hay una sola cosa que evita que dé esa orden. Así que, ¿qué tal si me
dices qué demonios haces aquí? Cuanto más interesante sea la historia, más
prolongarás tu miserable vida.
—No tengo nada que ocultar, Miguel —se encogió de hombros—. ¿Quieres
saber la verdad? Muy bien. —Se echó hacia delante para susurrárselo—:
Para destruir esta farsa a la que llamáis Alma —dijo en tono siniestro entre
dientes—. Este encuentro ha sido una pequeña improvisación, pero al fin
puedo contarte toda la verdad de lo que planeo. Cuando acabe no sólo me
dejarás vivir, sino que me liberarás de estos grilletes —afirmó agitando las
manos para que se oyera el tintineo del metal—. Préstame atención y sabrás
cómo va a ocurrir.

El puerto aéreo de Hazmín no era más que una enorme extensión de tierra
con algunas grúas de anclaje para los dirigibles grandes, varios almacenes,
depósitos y una modesta terminal de pasajeros que se alzaba solamente dos
alturas. Las cajas de mercancía se acumulaban, y la actividad ahora que
estaba atardeciendo era frenética, pues a pleno día era muy complicado
trabajar debido a las altas temperaturas.
Una pequeña nave de pasajeros empezaba a arrancar los motores, cuyas
hélices comenzaban a girar cada vez más rápido produciendo un zumbido
ensordecedor. Era un modelo de aesir bastante antiguo, pero aún era capaz
de cubrir la ruta semanal entre Hazmín y la capital.
Oculta tras un montón de cajas que esperaban ser cargadas, Milenne
observaba cómo al pie de la rampa de subida un delven se despedía de un
humano de tez morena, bien vestido con una camisa con faja, y pelo y barba
cortos y arreglados. Con el ruido de los motores era difícil, pero siempre se
le dio bien leer los labios.
—¿Está bien que vaya solo? —dijo, parco en palabras, al humano, pero
con cierta cortesía.
—No se preocupe, es mejor viajar ligero de equipaje. Cumpliremos nuestra
parte, tan sólo encárguese de que él cumpla la suya. Ha sido trasladado esta
mañana en tren a Tiria, tal vez lo podáis interceptar. —Le entregó un papel—.
Aquí tienes todos los detalles.
—Gracias.
Con gesto serio, el humano tendió la mano.
—Tres meses.
—Tres meses. —Estrechó el antebrazo del humano, en el saludo habitual
de los delven, que fue correspondido—. Buen viaje.
El hombre se echó al hombro una bolsa y agarró la maleta que tenía a
sus pies, tras lo que subió por la rampa. El dirigible no tardó en partir y el
zumbido fue amainando, dejando paso al movimiento de los operarios de
pista que se afanaban en preparar la zona para la próxima nave.
El delven miró durante un rato cómo se alejaba en el cielo y después de
unos instantes comenzó a caminar hacia la salida del recinto, justo por el
lado donde ella se ocultaba.
Se paró cuando rebasó uno de los montones de cajas que el atardecer
estaba cubriendo de sombras. Una desagradable sensación se apoderó de
ella cuando el delven detuvo sus pasos y se quedó en silencio. Se giró sobre
sí mismo con la mano puesta sobre el sable que colgaba de su cinto. Ella
se quedó inmóvil pero, aunque no estuviera mirando exactamente en esa
dirección, sentía que le miraba. Sus pulsaciones se aceleraron y contuvo el
impulso de salir corriendo. Era imposible que pudiera verla..., o eso creía.
El delven se rascó el pecho, molesto, pero tras unos instantes la
amenazadora expresión desapareció, suspiró y relajó la mano que acariciaba
el pomo del arma. Se encogió de hombros y abandonó el puerto aéreo sin
dejar de mirar hacia su espalda con suspicacia.
Si aquel hombre estaba ayudando a Uriel, una cosa resultaba obvia: era
peligroso. No había margen de duda, era justo la descripción que le habían
dado de él. Tenía que informar lo antes posible, pero no al SSI.
De vuelta varios kilómetros al norte, el tren en el que viajaba Uriel
seguía detenido, algo que no molestaría a la mercancía, pero sí a quienes
la estuvieran esperando en Tiria. El gobernador esperaba fuera, sofocado
por el calor junto a varios soldados, esperando a que el senador acabara de
hablar con el preso.
¿Qué demonios había hecho venir a un senador de Arqueís hasta allí? No
tenía ni idea, pero lo que le hacía estar tranquilo era que si se había tomado
tantas molestias, el reo debía de ser más importante de lo que creía. Mejor
para su llegada triunfal a la capital.
Cuando ya comenzaba a impacientarse, el senador bajó del vagón junto a
su acompañante y se acercó hasta él.
—Gracias por su colaboración, gobernador…
—Alfred, senador.
—Sí, cierto, gobernador Alfred. Gracias por su colaboración. A partir de
aquí queda bajo mi custodia personal. Mi aesir puede servirle de transporte
de vuelta a la ciudad mientras tomo el control de este tren —ordenó Miguel.
—Pero, señor… Ese hombre fue arrestado en Hazmín. Es mi
responsabilidad —suplicó el gobernador, viendo cómo sus sueños de fama
se desvanecían.
—No se lo estoy pidiendo, gobernador...
No pudo acabar la frase. Un murmullo dulce y delicado, una agradable
nana, comenzó a acariciar su oído. Nadie más parecía escucharlo, pero sin
saber por qué, Alfred se encaró a Miguel. Aquello era insultante. No podía
llegar ese hombre y quitarle su trofeo sin más.
—¡No voy a aceptar sus órdenes! —dijo con una voz enérgica e impropia
de él. Los soldados de alrededor quedaron desconcertados ante el cambio
brusco de la escena—. ¡Es mi prisionero! ¡No consentiré que me arrebate mi
ascenso!
Ya lo tenía todo claro, su mente se despejó: aquel hombre no quería a un
sureño más en la capital. Siempre era lo mismo, las provincias alejadas eran
menospreciadas por aquellos que vivían bajo el paraguas de Tiria.
Deslizó la mano hasta la pequeña pistola que llevaba siempre oculta bajo
sus ropajes y le apuntó. Cualquiera que viviese en Hazmín siempre tenía que
llevar algún arma para su seguridad. Pese a su bajo calibre y corto alcance,
bastaría para quitarlo de en medio.
—Le ruego que se marche, senador Miguel. No va a impedir mi ascenso
al gobierno.
—Qué ingenuo. ¿Cree que es por usted? No se sienta tan valioso,
gobernador… Ehh... Al...
—¡Alfred! ¡Maldita sea! —le espetó, hastiado de su menosprecio. Amartilló
el arma, dispuesto a disparar si no le obedecía—. ¡Ahora, lárguese!
—No. Por su propio bien, baje el arma. Si no, ella se verá obligada a
actuar —dijo Miguel mientras del vagón aparecía la mujer de cabello casi
albino que le acompañaba.
Le estaba tomando el pelo. Esa joven tenía aspecto de ser una bailarina.
Insultaba a su inteligencia si creía que con un farol tan evidente le iba a
intimidar. Sin mediar más palabras, consciente de que con una acción
decisiva podría acabar con el molesto senador, se lanzó hacia él buscando
acercarse lo suficiente como para que el disparo fuera mortal. Luego ya se
encargaría de taparlo con primas a los soldados.
Pero aquella carrera fue rápidamente detenida por dos de sus hombres,
que lo desarmaron.
—¡Soltadme, malditos! ¿Cómo osáis? ¡Es a mí a quien debéis lealtad! —no
paraba de repetir mientras Miguel se acercaba sin apenas haberse inmutado.
Le había distraído y no había percibido la jugada.
—Atacar a un representante del senado es un delito muy grave. Lo sabe,
¿verdad? Creo que usted también vendrá a Tiria a compartir calabozo con
el reo.
—No… No…, espere, no es justo. —Alfred comenzó a ser consciente de lo
que había hecho. Relajó el cuerpo y dejó de forcejear.
—Soltadle —ordenó Miguel. Los soldados, dubitativos, acataron la
orden—. Esto es un gran desprestigio para usted, su carrera política acaba
de terminar.
—No… —Esa canción seguía sonando en sus oídos—. No… —negaba
con la cabeza—. ¡¡No, yo seré senador!! —Y con un movimiento rápido le
arrebató el arma a uno de los soldados, apuntándose en la sien y presionando
el gatillo.
Al fin la música cesó.

Los soldados inútilmente trataron de salvar la vida del gobernador


mientras Miguel subía de nuevo al tren.
Avanzó hasta entrar de nuevo en el compartimento de Uriel, que, haciendo
caso omiso a lo que se podía contemplar desde la ventanilla, esperaba con
las muñecas libres de los grilletes.
—Ya está hecho —dijo Miguel, contrariado por su repentina alianza con
el pelirrojo.
—Ese hombre se tomaba muy en serio su carrera. Qué lástima. Al final
sí que cometía errores, pero tú has hecho lo más sensato —respondió
clavándole la mirada; sin embargo, Miguel no respondió—. Veo que has
hecho progresos con ella. Sigue siendo una herramienta muy útil.
—Espero que tengas en cuenta las repercusiones, porque cuando todo
esto acabe será mejor que te escondas en el agujero más profundo de Belamb
o te suicides. El día en que te encuentre me encargaré de que la muerte te
parezca un pago razonable —dijo ajustándose las gafas—. ¿Cuál es el precio
real de nuestra alianza, Uriel?
Este desvió la mirada, pensativo.
—Es un sueño, Miguel. Los sueños no tienen precio. Por lo único que
pagamos en nuestra vida es precisamente por no cumplirlos.
Miguel conocía al pelirrojo tras años juntos en el SSI y durante mucho
tiempo pudo considerarlo su amigo. Ya no había vuelta atrás, la moneda
había sido lanzada al aire, y estaba ansioso por saber de qué lado iba a caer.
Mientras, su venganza tendría que esperar.
CAPÍTULO 5
-Ni siquiera un recuerdo-

La noche se cerraba sobre la ciudad cuando Milenne entró en la


habitación. A esa hora ya tendría que estar de vuelta en el trabajo, pero otros
asuntos apremiaban más.
Cerró la puerta de la destartalada estancia y echó el cerrojo para que no
la molestasen. Con paso acelerado se dirigió a su escritorio y tiró de él hacia
delante. Tanteó hasta toparse con una pequeña palometa que, al aflojarla,
hizo saltar un resorte dentro del mueble. Abrió el cajón y levantó la tapa del
doble fondo para así extraer una caja, y sacó de ella varios documentos con
diversas anotaciones. Había visto antes al hombre al que despidió el delven,
solo tenía que recordar dónde e informar lo antes posible al SSI. Uriel se
había dejado atrapar, no le cabía duda al respecto. Eso significaba que algo
tramaba y tenía que ser muy importante si estaba dispuesto a correr el riesgo
de que lo ejecutasen.
Se detuvo cuando la puerta se abrió súbitamente. Estaba segura de que
había echado el cerrojo, pero al hombre que vestía una túnica austera,
similar a la de un monje, parecía no importarle.
—Has visto al delven, ¿verdad? —le cuestionó sin más preámbulo.
—Sí... Estaba en el puerto, tal y como dijiste. —Cerró la caja de los
documentos y se apoyó en la mesa, cubriéndolos de miradas indiscretas.
—Antes de informar al servicio secreto, creo que deberías contarme lo
que has visto. Mi... socia está muy interesada en los movimientos de Uriel. —
Cerró la puerta tras de sí y una desagradable sensación de amenaza se cernió
sobre ella—. ¿Qué has averiguado?
Milenne sintió un escalofrío ante la mirada penetrante de aquel hombre.
Ya la primera vez que vino a ella le invadió aquel terrible desasosiego, pero
sus informaciones siempre eran buenas y había hecho mucho dinero con
el SSI gracias a ellas. Sin embargo, en este caso el tema parecía tener una
importancia más personal.
—Llevabas razón: el delven está trabajando con Uriel. Me costó mucho
seguirle, estuvo a punto de descubrirme varias veces. Parecía como si
pudiera olerme, ha sido extraño.
—Era previsible, no es un tipo normal.
—Uriel está preparando algo, pero no sé los detalles, sólo que lo llevan
prisionero a Tiria mientras que el delven se ha estado moviendo por la mafia
de la ciudad. Trataré de averiguar lo que hizo en los barrios bajos, pero eso
me llevara unos días. Es peligroso, así que espero que la paga acompañe.
—Descuida, es difícil atrapar a un zorro, serás recompensada justamente.
—Sacó una pequeña bolsa de cuero de su túnica y la dejó sobre la destartalada
cómoda. Un tintineo metálico, de monedas y probablemente algunas piedras
preciosas, despertó el interés de Milenne. Siempre pagaba de forma poco
ortodoxa, pero servía—. Puede que el asunto del delven nos dé una pista.
¿No has visto que le acompañara nadie más? ¿Una joven mawler, tal vez?
—No, iba completamente solo. Pero hay algo que me preocupa de ese
otro delven... Fearghus Nox... —Se giró y sacó un papel con un acta de
servicio—. Indagué sobre él y me resultó muy llamativo lo que encontré:
según el ejército, murió en acto de servicio en Kinara.
El hombre no pareció sorprenderse ante tal revelación, aunque era algo
que ella ya preveía.
—Cuenta a los imperiales lo que quieras, pero no des detalles sobre ese
delven. Mi socia quiere que siga así. Es algo privado.
—Supongo que mi silencio irá dentro de la paga...
—Por supuesto. Sé que tienes un precio —sonrió de forma siniestra—,
siempre es más cómodo así. Evita que tenga que mancharme las manos.
—Dio un golpecito sobre la bolsa, recordándole su presencia, y abandonó la
estancia sin tan siquiera despedirse.
Tras un rato en silencio, Milenne no pudo aguantar la tensión. Suspiró
y se dejó caer sobre la silla del escritorio. Era el tipo más raro que había
conocido nunca, y eso tenía su mérito, teniendo en cuenta la vida que llevaba.
Examinó la bolsa y dejó caer las monedas y las joyas. No podía dejar de
sonreír, era mucho dinero. Ser un doble agente tenía sus beneficios. Con
un poco más de trabajo podría retirarse y desaparecer del mapa. Bien sabía
cómo hacerlo.
Sólo por no tener que volver a mancillar su cuerpo el esfuerzo merecía la
pena.

Cruz abrió lentamente los ojos, volviendo de nuevo a la realidad. La


telepatía siempre le producía mareos por mucho que llevara practicándola.
Aquella estancia llena de libros, manuscritos y tubos de ensayo le daba la
sensación de que estaba vacía. Todas esas noticias sobre la ciudad de Hazmín
no tenían sentido. ¿Por qué se había entregado? ¿Qué pretendía hacer?
Apartó varios objetos de la mesa de mala manera, tirándolos al suelo sin
el menor remordimiento, y salió de su estudio. Bajó las escaleras y se cruzó
con Alister, cuyo aspecto, aun libre de su pesada armadura, era igualmente
intimidatorio debido a su gran tamaño. Pelo extremadamente corto, varias
cicatrices que cubrían su cara de facciones angulosas en la que destacaban
unos ojos pequeños y oscuros. Le hizo una pequeña reverencia y él no osó
preguntarle, por suerte, porque no estaba de ánimo para dar respuestas en
aquel momento.
Bajó hasta una puerta sellada con runas y pasó la mano por ellas, las
cuales se fueron desencajando como si hicieran de cerradura, hasta que se
abrió.
La habitación que había tras ella era amplia y bien decorada, aunque
sin demasiados lujos. Cada una de las ventanas estaba adornada con más
estructuras rúnicas que conferían a aquella prisión un toque distinguido.
Tumbada en la cama leyendo un libro, resignada al paso de los meses, se
encontraba Dythjui. La miró con desdén.
—Pasa, Cruz, estás en tu casa —dijo con un toque de amarga ironía.
—Él la tiene, lo sé. Aún carezco de pruebas. —Cerró la puerta tras de sí y
se acercó hasta sentarse en la cama y encararse a su prisionera—. La única
que podría ponerme en jaque y la tiene ese bastardo.
—Perdona, querida Cruz. Hay muchos bastardos en este mundo, así que
me vendría bien que concretaras un poco.
—¡Uriel! Ese maldito la tiene, así que no te hagas la inocente, sé que has
tenido algo que ver en todo esto.
—Conozco a mucha gente, pero a nadie llamado así —dijo desviando la
mirada. Pero la mano de Cruz la aferró de las mejillas y la obligó a encararse.
—¡No juegues conmigo! Sabes que puedo meterte en una prisión peor
que esta, hasta ahora he sido compasiva contigo porque te prefiero en este
estado.
—¿Qué quieres decir? —la expresión de Dythjui cambió y Cruz se dio
cuenta de que la zodiakel ya sabía de quién estaba hablando.
—Solo necesito tu esencia. Así que no me enfades, Judith o Dythjui, como
quieras que te llame. Porque si no, te encerraré en un cristal y sacaré cada
resto de ether de tu alma eterna de zodiakel. Desapareció hace tres años y
sólo conozco a alguien capaz de hacerlo, así que dime, ¿tiene a Anna?
Dythjui bajó la mirada, pero Cruz la obligó de nuevo a enfrentarse. Estaba
hablando muy en serio.
—De acuerdo… Yo le dije dónde estaba. —Se apartó de Cruz con un gesto
violento—. Prefería que estuviera con él antes de que pudieras acercarte de
nuevo. La rechazaste, ¿recuerdas? ¡Era lo mejor para ella!
—¡Imbécil! ¿Acaso sabes lo que has hecho? —Cruz apretaba los dientes
sintiendo un dolor que hacía ya demasiado tiempo que no experimentaba—.
¿En qué crees que se diferencia ese humano de mí? ¿Crees que será más
piadoso, que no la utilizará?
—Pues sí, eso pienso. Y lo volvería a hacer.
Cruz se encogió de hombros y posó la mano sobre la máscara, presa del
desánimo.
—Un ser que ha vivido tanto como tú, ¿cómo puede estar tan ciego?
—Puede que a mí aún me quede mucha más humanidad que a ti.
Harta de aquella conversación, recuperó la compostura y se ajustó la
máscara, para después volver a mirar a su prisionera, que al otro lado de la
cama la observaba desafiante.
—Solo quiero que sepas una cosa, Dythjui: si le pasa algo, nunca te lo
perdonaré… Nunca.
Tras decir esto, se dirigió hacia la puerta y salió cerrando de nuevo las
runas. Justo a la salida, atraído por los gritos, estaba Alister.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada —respondió rápidamente Cruz—. Solo es un pequeño
contratiempo.
—¿Afectará al curso de los acontecimientos?
—En absoluto, no cambia nada. ¿Sigues teniendo al humano de
Nerferdgita localizado?
—Tal y como ordenasteis. Tengo a dos mercenarios que le siguen la pista
—dijo Alister—. Está camino del norte, me informaron de que pasó la marca
de Kinara hace tres semanas.
—Muy bien, úsalos. Lo que sea necesario con tal de que me traigan
intacto el último fragmento que queda de la princesa. Nuestros planes van
a tener que acelerarse si queremos que Alma siga haciendo su trabajo sin
interferencias.
—Así se hará, conseguiré ese fragmento para vos. Estos mercenarios son
excepcionales, yo mismo me encargué de seleccionarlos y cuentan con un
equipo a la altura de la situación. Son valedores de mi plena confianza.
—Eso espero, pero te recuerdo que acabó con el viejo Gebrah y sobrevivió
a la disrupción. No sabemos de qué es capaz —dijo Cruz mientras comenzaba
a andar—. Por el bien de la Encrucijada, no le subestimes.
Shara trataba de relajarse en la bodega de carga antes de ir a la cabina, pero
el zumbido que provocaban los motores y la incesante cháchara de Anna no
le dejaban aprovechar ese mínimo de dos horas de descanso. Fearghus había
vuelto hacía un rato, y una vez conocida la situación de Uriel, habían puesto
rumbo hacia el norte siguiendo la línea del ferrocarril, con la esperanza de
localizar el convoy que lo transportaba.
No sería la primera vez que tuvieran que improvisar un asalto, pero el
delven tampoco sabía qué le había pasado al pelirrojo para cambiar el plan de
esa forma. Estaba más callado y taciturno que de costumbre, probablemente
preocupado por el destino de su amigo, y eso a la mawler no se le había
pasado por alto. Así que, sin querer hablar de ello, pero nerviosa, Anna no
dejaba de hablar de banalidades, y Shara sólo podía asentir y maldecir el
momento en que, en un intento por ser amable, no le dijo que quería estar
sola.
—Nunca he visto una penitenciaría imperial, pero por lo que se oye, no
debemos esperar nada bueno. Espero que con suerte podamos interceptar
el tren y que cambie de parecer, ya que nos estamos arriesgando demasiado.
—No creo que vaya a felicitarnos precisamente, estamos contraviniendo
la orden que nos dio y no sabemos qué va a pasar. Ni siquiera Fearghus está
de acuerdo con ir a Tiria, así que, una vez decidido, mejor dejar de darle
vueltas y esperar a que divisen el convoy.
—Es normal, esperaba que supiera algo más que el resto —prosiguió,
ajena a la insinuación para desespero de Shara—. Lo está pasando mal.
Parece que en Hazmín no lo tuvo fácil, y ahora sacarlo de ahí sin apenas
descansar puede ser contraproducente. Entiendo que sea su amigo, ¡pero lo
está llevando al límite! Y eso a Uriel parece importarle poco.
—Supongo que sí le importamos, pero a su manera. En su mente sólo
existe su misión y empleará los medios necesarios para llevarla a cabo, es
incapaz de mirar a su alrededor. Ya deberías saberlo tras estos años. Pero
eso no es lo que tendríamos que pensar ahora, sino estar listas para actuar
en el momento en que le localicemos. —Dio un resoplido—. Creo que me voy
a ir a mi camarote, tenemos algo de margen hasta que lleguemos a la zona
por la que puede estar el tren, así que me gustaría aprovechar el tiempo con
algo más que con quejas. Eso no nos soluciona nada ahora. —Su amabilidad
llegaba hasta ahí, pensó.
Anna se acercó a ella, pero Shara siguió caminando dándole la espalda,
tratando de ignorar a la mawler. Sin embargo, era algo que su compañera de
travesía no parecía dispuesta a permitir; para su sufrimiento.
—¿Acaso tú no estás preocupada por Uriel? Siempre has creído en él, ¿a
qué se debe ese cambio de opinión?
—Llevo bastante tiempo pensándolo y creo que algunas cosas,
sencillamente, no están bien. Hay ciertos aspectos que deberían cambiar
para que podamos lograr nuestro objetivo. —Se giró hacia ella, anticipándose
a la pregunta—. No te equivoques, sigo confiando en Uriel, pero ahora no
quiero hablar sobre ello. Hay que resolver los problemas uno a uno. Céntrate
en la misión, eso siempre me decían.
—¿Quién? —preguntó extrañada—. ¿Josef?
Se dio cuenta de que esas palabras no eran de Josef, ni de ninguno que
conociera. No quería confesar aún que estaba empezando a recordar cosas de
las que ella misma tenía miedo. Si respondía afirmativamente, Anna podría
descubrir que estaba mintiendo si preguntaba a Josef. Era mejor optar por
cualquier otra persona.
—Eh… No, no, fue hace bastante tiempo —atinó a responder—. Adriem
me lo dijo.
La mawler se la quedó mirando, extrañada.
—¿Qué sucede?
—¿Quién es ese? No conozco a ningún Adriem.
—¿Cómo no te vas a acordar de él? Si cuando Adriem se marchó del
castillo…, ya sabes… Fearghus trató de evitar que se fuera y pelearon en el
patio.
—Shara, creo que te estás confundiendo. ¿Estás segura? —Anna la miraba
con extrañeza. Como si realmente no supiera de quién estaba hablando—.
Puede que no sea ese el nombre. Aunque no recuerdo a nadie que luchara
con Fearghus en el castillo.
—No bromees, Anna, no es el momento. —Empezó a sentir vértigo,
una cierta sensación de irrealidad, acompañado de un sudor frío—. ¿No le
recuerdas? Ese chico humano que vino con vosotros tras recuperar una de
las lágrimas de la princesa.
Anna se quedó mirando a Shara; no parecía que estuviera tomándole el
pelo. La mawler se rascó la cabeza con una sonrisa nerviosa.
—D-De verdad, Shara, que no sé de quién me hablas. Me estás asustando
un poco… Has debido de soñarlo.
—No… Estoy segura… —Se puso de pie y se apoyó en la pared, consternada.
La expresión de Anna le decía claramente que estaba siendo sincera. No
recordaba a Adriem. ¿Por qué? Ella lo tenía clarísimo en la memoria…, ¿o
no? No había vuelto a hablar de él durante aquellos años y de repente le
había recordado.
Como si de una interferencia de radio se tratara, un ruido blanco atravesó
su mente al intentar recordar más cosas de cuando le conoció. Se agarró la
cabeza y, aturdida, se dirigió hacia la puerta.
—Shara... ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—¡Déjame en paz! ¡Necesito estar sola! —le espetó mientras la mawler la
miraba sorprendida por su reacción. Salió de allí con paso acelerado, sin que
la persiguiera esta vez.
Caminó por los pasillos hasta el baño, donde se echó algo de agua a la
cara y miró su imagen en el espejo. En el silencio trataba de reconocerse,
pero sentía que este le devolvía la mirada de una extraña. Trató de recordar
de nuevo, pero no era capaz. ¿Acaso había sido un sueño? Empezó a sentirse
asustada ante la idea que planeaba por su cabeza.
—¿Es Eco? ¿Acaso estoy enferma?
No, no era posible. Por un momento su reflejo pareció reírse de ella
misma y dio un puñetazo que cuarteó el cristal y le cortó la mano. La sangre
comenzaba a deslizarse por la cristalina superficie, pero ni tan siquiera
sentía dolor.
—¿Quién eres? Dímelo, maldita sea, ¿quién fuiste, qué hiciste con mis
recuerdos?
Hubiera llorado, pero sólo sentía rabia. Miraba con odio a ese reflejo
carente de respuestas.
Se quedó allí, recogiendo los cristales en silencio e improvisando un
vendaje. Tenía que centrarse en la misión o acabaría perdiendo la cabeza.
¿Acaso Adriem sólo había sido un sueño? ¿O su memoria volvía a fallarle?
No sabía qué temía más: recordar quién había sido u olvidar lo que era ahora.

Mientras la nieve caía lentamente sobre los restos del campo de batalla
y los soldados imperiales recogían prisioneros y a sus heridos de entre los
cadáveres, un hombre caminaba ajeno a todo aquel espectáculo, acompañado
de una niña que sólo él era capaz de ver.
Aquel lugar estaba inundado por el dolor y Adriem trataba de comprender
qué beneficio sacaba Alma de aquel campo de muerte. Si había algún
escenario que se pudiera acercar a Neferdgita, lo estaba pisando. Pero las
flores que él veía emanaban de los muertos, hasta que eran devoradas por
las spiritaas.
Un ciclo de vida y muerte. Aquellos seres se alimentaban de las almas
produciendo el ether que los propios seres vivos usaban para la magia. Era
una analogía hasta cierto punto irónica, pero llena de sentido. Tal vez si
vieran de dónde salía la energía de las runas, los motores de esencia y la
tecnología basada en el ether, las personas serían más reservadas a la hora
de utilizarla, pues todo el conocimiento que albergaban aquellas almas se
transformaba en energía que, lejos de alimentar a las nuevas conciencias, se
quemaba. ¿Puede que ese fuera el objetivo de Alma con aquella guerra? Si el
mundo necesitaba nueva vida y los humanos la arrebataban, la podría estar
supliendo con las muertes de aquella contienda.
Pero poco debería ya de importarle, pues estaba fuera de aquel ciclo.
Hacía tiempo que el mundo le había olvidado. A fin de cuentas, ya nada le
ataba a aquella existencia...
Aunque no tanto como él deseara, pues pudo escuchar el ruido del
mecanismo de un reloj. Un sonido al que ya se había acostumbrado y que le
indicaba que aún pertenecía a ese lugar. Una detonación se escuchó a una
decena de metros, y el tictac del reloj se ralentizó. El viento se detuvo y los
colores de aquel paisaje se tornaron pardos. Miró hacia su derecha y vio una
bala que se dirigía hacia él lentamente.
Dio un paso atrás, apartándose por escasos centímetros de la trayectoria
del proyectil, cuando el sonido de aquel reloj invisible recuperó su ritmo.
Volvió a sentir el viento helado en su cara y el disparo impactó en un joven
árbol cuyo tronco se partió por la mitad.
—¡Maldita sea! ¡¿Cómo he podido fallar?! —dijo el hombre de tez oscura
y más de dos metros de alto que se alzaba sobre una elevación del terreno.
Era completamente calvo y vestía un pesado abrigo abotonado, forrado con
armiño, que le cubría hasta los pies mientras sostenía un rifle de grandes
dimensiones—. No tendrás tanta suerte, así que dánosla.
—¿La ves? —preguntó girándose hacia él, desconcertado. ¿Cómo era
posible?
—Nuestro amo necesita la última esquirla de la esencia de la Princesa
Oscura. Si colaboras, verás un nuevo día. Si no, acabaremos contigo —dijo
una mujer doalfar de tez clara y oscura media melena, que vestía un abrigo
más corto pero de factura muy similar a la de su compañero, dejando a la
vista sus piernas, enfundadas en unas botas altas de cuero negro—. Procura
no darle en el cuello, lo lleva ahí.
Adriem se giró lentamente mientras la niña se ponía a su espalda
agarrando la levita de él y mirando con desconfianza a quienes pretendían
llevársela.
La mujer dio un paso hacia atrás mientras el hombre de tez morena
amartillaba el arma, preparándose para disparar de nuevo.
—¿Acabar conmigo? —sonrió con desgana—. Ese rifle es excepcional, no
hay duda, pero es mala idea que lo uséis contra mí. Si esa es vuestra única
baza, no seréis capaces de matarme. Ojalá me equivoque, me haríais un gran
favor —dijo hastiado por tener que mantener esa conversación. Viendo que
dudaban, añadió—: Os lo pondré más fácil. No os la vais a llevar, así que
haced lo que tengáis que hacer.
El hombre, sin mediar más palabra, le apuntó con el rifle y varias runas
se iluminaron alrededor del cañón, acompañado de un pitido que precedió
a una fortísima explosión que levantó la nieve a su alrededor. El sonido hizo
eco y varios de los soldados en la lejanía miraron en aquella dirección.
El rifle estaba reventado. Restos del cañón caían sobre la nieve mientras
el tirador, arrodillado en el suelo y compungido por el dolor, se agarraba
el antebrazo izquierdo, destrozado por la detonación. La doalfar le miraba
desconcertada mientras sacaba de su bolsillo un pequeño pergamino
enrollado.
—Os dije que era mala idea.
—¿Has hecho tú eso? —se sorprendió—. ¿Cómo es posible?
—Lleváis muchas jornadas siguiéndome. ¿Acaso os envía Kai? No
parecéis gente de su estilo... —le miró desafiante—. Decidle a vuestro amo,
sea quien sea, que si pretende acabar conmigo, tendrá que tomárselo más en
serio. Porque mientras me quede un aliento de vida —dijo poniendo la mano
sobre el pequeño trozo de cristal que pendía de su cuello—, ella caminará
junto a mí.
CAPÍTULO 6
-La isla de la quietud-

Poco a poco el sol se escondía tras las colinas que bordeaban el brazo de
mar que penetraba en el continente. Al fondo, a varios kilómetros al oeste
de aquella lengua de agua, se erigía Estash, capital de la Confederación de
Kresaar. Construida sobre una montaña que había ido fagocitando sus lade-
ras hasta apropiarse de todo el terreno, resultaba ser una urbe casi vertical,
coronada por el gran palacio que albergaba la corte y el gobierno. La silueta
era inconfundible y, enmarcada por la puesta de sol, se podía divisar per-
fectamente aquella magna ciudad desde un pequeño palacete rodeado de
viñedos, gloria de un pasado más próspero que, como todo en aquella isla,
hacía mucho que había entrado en decadencia.
Las enredaderas, secas por el invierno, comenzaban a florecer tímida-
mente en su abrazo protector a las paredes de piedra, luchando por cubrir
cada centímetro y devolver a la naturaleza cualquier rastro de lo que en su
día fue aquella pequeña casa de verano de ricos doalfar.
Un bote arribó al embarcadero en un balanceo torpe al encontrarse con el
perfil de las viejas piedras desgastadas del muelle, las cuales se habían vuel-
to lisas y resbaladizas. Sobre el pequeño cascarón maniobraba el remero, ya
de avanzada edad, que con admirable esfuerzo había atravesado el estrecho
que separaba aquella isla del continente. El viajero al que transportase le
lanzó una bolsa con monedas que tintinearon al caer sobre la cubierta, como
pago por los servicios.
—Señor, esto es el doble de lo que le pedí —dijo el anciano, con evidente
acento del este, al abrir la saca.
El hombre bajó del bote con un salto ágil y se giró.
—Dentro de tres días quiero a ti aquí. Es adelanto —Meikoss trató de
hacer su acento doalí lo más entendible posible—. Gracias por lo viaje.
El mawler asintió y, ayudándose del remo, separó la barca del muelle
para iniciar su vuelta a la orilla del continente. Mientras se alejaba, el viajero
comenzó a subir la escalinata que atravesaba los viñedos de la cara sur de la
isla, con cuidado de no resbalar con los maltrechos escalones.
El viaje había sido largo, y tuvo que optar por caminos secundarios lejos
de los controles kresáicos, pernoctando incluso muchas noches a la intem-
perie. Echó su capa hacia atrás y ajustó el cinto, recolocándose la chaqueta
así como la bolsa donde portaba su escueto equipaje.
Cuando se estaba acercando al palacete de aquel tranquilo paraje, una
melodía comenzó a escabullirse entre el rumor de las olas y el rumor del
viento. Los sauces llorones que custodiaban la entrada principal parecían
mover sus hojas, siguiendo el ritmo de aquellas delicadas notas que emer-
gían de un piano y acariciaban su oído. Aquella forma de tocar la reconoció
al instante. Sonrió y apretó el paso, ansioso por llegar tras el largo viaje.

Con gesto delicado sus dedos acariciaban las teclas de aquel viejo piano
de cola perfectamente afinado, haciendo que brotara de él una melodía me-
lancólica. Sus ojos veían más allá de las ajedrezadas teclas, embriagada por
la música.
Eraide oscilaba lentamente el cuerpo siguiendo el ritmo, dejando que la
música brotara de su interior. Sin darse cuenta, fue abandonando la parti-
tura, derivando aquel sentimiento que surgía del fondo de su alma en una
melodía que Kai reconoció enseguida: aquella canción popular de la prince-
sa y el caballero.
Se sobresaltó cuando Kai la sujetó por la muñeca; con el gesto la trajo de
vuelta de aquel trance y la música se detuvo.
—Me has asustado —protestó, mirándole entre desconcertada y molesta,
sin intimidarse ante el gesto severo del dragón.
—Te he dicho mil veces que puedes tocar el piano cuanto desees, pero no
quiero escuchar esa canción.
—No era mi intención, Kai. Sencillamente a veces me pasa y no sé por
qué. Ni tan siquiera recuerdo haberla aprendido, pero puedo escucharla...
Es como si estuviera en el aire.
No era posible que, con sus recuerdos detenidos hacía quinientos años,
pudiera conocer esa canción, la cual, por lo poco que le contó el dragón, se
volvió popular tras su desaparición. Pero su memoria seguía siendo borrosa
y, como le aseguró, podría ser algún efecto secundario producido al salir del
trance. Su mente aún tardaría en asentarse después de haber dormido tanto
tiempo y no iba a negar que, pese a tratar de disimularlo, le resultaba muy
duro adaptarse a ese nuevo mundo. El reloj no se había detenido y, pese a
estar encerrada en aquella isla, que parecía atrapada en el tiempo, más allá
de sus costas la historia había seguido su curso ajena a ella. Pero había algo
que le molestaba más...
—Kai... —Él la miró—. Me estás haciendo daño.
—Lo siento. —Con presteza, el dragón le soltó la muñeca.
Se levantó sin mirarle, contrariada por la actitud de Kai. No entendía el
odio que tenía hacia aquella melodía, pues a ella le parecía preciosa, aunque
cargada de una inexplicable nostalgia que conmovía su corazón.
Estaba a punto de salir por la puerta de aquel salón cuando esta se abrió
y ante ella, desde el otro lado, aparecieron el mayordomo y Meikoss.
El mayordomo, un tanto sorprendido pero manteniendo la compostura,
obedeció al gesto de Kai, que desde el fondo del salón lo invitó a marcharse.
Meikoss realizó una profunda reverencia hacia la doalfar, aunque con una
sonrisa de complicidad dibujada en su rostro.
—Es un placer volver a verla. —Le tomó la mano y con respeto hizo el
gesto de acercársela a los labios, simulando un beso.
—Meikoss Sherald, no tienes remedio —dijo olvidando su mal humor—.
Mi futuro marido nos está mirando. —Se giró hacia Kai y este asintió con
la cabeza, gesto que ella entendió enseguida—. Creo que tenéis asuntos im-
portantes que compartir. Os dejo a solas. —Pasó a su lado dirigiéndole una
sonrisa y abandonó la estancia cerrando la habitación tras de sí.
Meikoss avanzó hasta Kai y le presentó sus respetos, pero el dragón le
correspondió tendiéndole la mano para estrechársela.
—No seas tan formal conmigo.
El humano acompañó el apretón de manos de una sonrisa.
—Dime, Meikoss, ¿cómo ha ido el viaje?
—Ha sido un poco más difícil de lo que esperaba. La guerra se está recru-
deciendo mucho en el norte, Kresaar está enviando tropas de refuerzo y mo-
vilizando a los destacamentos del oeste. Los territorios ganados al Imperio
se han vuelto a perder y no se cuánto tiempo podrán contener la invasión.
Cada vez van más jóvenes a la guerra y me temo que si sigue así, los imperia-
les conquistarán un territorio yermo. La única esperanza para los Pequeños
Reinos es que el desgaste del Imperio sea tal que cuando domine Kresaar no
tenga fuerzas para seguir expandiéndose.
—Es inevitable, es solo cuestión de tiempo que el frente se mueva y el
ejército kresáico, cada día más disperso, pase a una estrategia más propia de
guerrillas. Sobre todo si cae alguna de las plazas fuertes que cierran el paso
a la capital. Pero, como bien has dicho, Detchler ha de colmar tus preocupa-
ciones ahora que has sucedido a tu padre. Pese a que el ducado se haya coali-
gado con los Pequeños Reinos para permanecer neutral, si la Confederación
Kresaica se desintegra, el Imperio no tendrá reparo en expandirse hacia lo
que resta al oeste y controlar todo el continente. —Le apoyó la mano sobre
el hombro—. Por eso hemos de estar preparados. Si todo sale bien en Torre
Odón, serán ellos los que nos temerán.
—Hablando de ello, ya casi están terminadas las modificaciones que
propuso en el reactor. Será cuestión de semanas que se hagan las prime-
ras pruebas, pero me preocupa la población cercana. Aconsejaré al canciller
evacuarla por prudencia. No estarán muy contentos, pero si algo sale mal no
quiero que sufran las consecuencias.
Kai sonrió; el joven común al que conoció tres años atrás había madura-
do, y aquella mirada impaciente ahora era más serena y sabia.
—Creo que es una actuación muy inteligente. El puesto en el consejo te ha
sentado bien, veo que no erré en apoyarte.
—Más bien soy yo el honrado por el apoyo que me brindó. —Meikoss se
quedó callado. Quería hacer otra pregunta tal vez menos trascendental, pero
que para él era mucho más importante. Kai, como de costumbre, supo ver a
través de sus pensamientos.
—Ella está estable —indicó—. Aunque por el momento no hay signos de
recuperación de sus recuerdos, su ether no tiene alteraciones y parece acos-
tumbrarse a su nueva situación. Podría decirse que se ha resignado a no re-
cuperar su memoria de cuando se creía llamar Eliel y creo que es mejor así.
—Ya que hablábamos de Torre Odón, estaba pensando en la mujer que
le comenté: Danae. Ella seguro que hubiera podido ayudarla. Me hubiera
gustado conocerla, envié a algunos de mis hombres, pero cuando llegaron
no había nadie en la botica. Por lo visto hace un par de años que abandonó
el pueblo y no ha habido forma de saber a dónde fue.
—Es una lástima, pero, pese a tu buena voluntad, dudo que una boticaria
por buena que sea con las runas pudiera hacer algo al respecto. —Kai negó
con la cabeza—. Además de que sospecho de quién o de dónde pudo apren-
der esas habilidades. —El dragón se quedó pensativo—. No sé si será ade-
cuado, pero esa otra persona puede que sea más idónea que aquella mujer…,
aunque no goza de mi confianza precisamente. Nos encontramos una vez y
nuestra relación desde entonces es complicada.
—¿Quién es? —preguntó Meikoss, intrigado.
—He de trabajar en ello, es una opción delicada, puede que los inconve-
nientes superen las ventajas. A fin de cuentas, existe la posibilidad de que
recordar cómo fue su muerte o sus días como Eliel le provoquen un trauma
peor que una pérdida de memoria. Es una decisión compleja, pero cuando
la tenga tomada te lo haré saber, no lo dudes. Déjame hacerte una cuestión
antes: ¿de qué conoces a esa tal Danae?
Tal y como esperaba, Meikoss se quedó extrañado, pero sabía que por
sencilla que le pareciera la respuesta al común, este iba a tener dificultades
para responder con claridad.
—Bueno…, ya se lo conté en su momento…
—Insisto, por favor. Sé que ya han pasado unos años, pero a veces los
detalles pueden ser cruciales.
—Como desee. Fue cuando acompañé a Eli… Disculpe, Eraide. Hubo un
incidente en las instalaciones cercanas al pueblo y aquella mujer consiguió
neutralizar el problema. Gracias a ella, Eraide y yo salvamos la vida. Aunque
probablemente contribuyera la secuaz de Gebrah, Sophia…
Sonrió mientras Meikoss se extendía en el relato de aquellas semanas de
su viaje hasta Nara, claramente satisfecho al saber que nada había cambia-
do. Por supuesto, recordaba cada detalle de cómo realmente había sucedido,
pero para el resto del mundo la historia era ligeramente distinta. Había una
pequeña ausencia que se había obviado y eso le complacía.
—¿Necesita algún dato más? —dijo el común cuando terminó de contar
su versión de la historia.
—Nada, mi curiosidad está satisfecha. Gracias, Meikoss. Como siempre
es un placer tenerte de vuelta. Tardaré un poco en prepararte toda la docu-
mentación para que la remitas a los ingenieros, pero, si lo necesitas, quédate
las jornadas que creas oportunas y descansa.
—Gracias, señor. Aprovecharé para disfrutar de unos días con ustedes.
—Eraide lo agradecerá. Aunque no recuerde aquellos tiempos, tiene tu
amistad en muy alta estima.

Hacía tiempo que la más mínima claridad le molestaba, por lo que la ha-
bitación permanecía a oscuras, cerradas las ventanas con cortinas. Cuando
las fuerzas se lo permitían, trataba de escribir las ideas que golpeaban su
cabeza, incapaz de contener sus ocurrencias a pesar de que su cuerpo apenas
le dejaba moverse.
Había adelgazado mucho, y su piel, pálida por completo, enfatizaba más
las arrugas. Isaac sabía que su vida se extinguía sin remedio, era perfecta-
mente consciente de ello. Años de estudio se agolpaban en aquella torre,
pero no tenía a nadie cercano a quien legárselo. El futuro era cambiante,
pero no debían serlo también las estrellas. Los papeles con inscripciones
casi indescifrables se esparcían por la mesita y el suelo.
Vivía solo en aquel lugar destartalado donde se exilió, consciente de que
nunca volvería a su hogar. Pero no dejó nada allí por lo que sentir pena o
nostalgia. Amaba sus estudios, a los que había consagrado su vida, dejando
de lado anhelos más comunes como una familia, riqueza, comodidad. Pala-
bras que no significaban ya nada para él.
Pero el tiempo volvió a discurrir cuando la puerta se abrió y una figura
entró sin pedir permiso en la habitación.
—Tranquila, no estoy durmiendo —dijo con la voz ronca desde su catre—,
aunque sí demasiado agotado como para darte la bienvenida. Si quieres ser-
virte un té tú misma, estás en tu casa.
—Hola, maestro Isaac. ¿Qué tal se encuentra?
—Para lo viejo que estoy, bastante bien —mintió—. Pero ahórrate lo de
maestro, te he dicho muchas veces que ya no eres mi alumna. Demasiado
tiempo desde la universidad. —Abrió lentamente los ojos y vio la silueta bo-
rrosa de la mujer que se había acercado a la cama tratando de no pisar nin-
guno de los papeles—. Tus visitas siempre son agradables.
—Esta vez le he hecho esperar un poco, lo siento. Han sido unos meses
difíciles.
—No te preocupes. —Alzó la mano con torpeza—. No iba a ir a ninguna
parte. Al menos hoy.
La mujer sonrió con tristeza.
—Le enviaré a alguien para que se encargue de ayudarle.
—No, gracias. Estoy bien así. No merece la pena gastar el tiempo ya en
mí.
—No sea terco, sabe que lo haré de todas formas. Su salud se ha debilita-
do mucho, pero con los cuidados adecuados podrá…
—Lo sé…, tranquila. No te esfuerces, es tan sólo vejez, y es algo que no
tiene cura. —Le sonrió, no sin esfuerzo—. ¿Cómo está el mundo ahí fuera?
Ella se quedó mirándole, preocupada.
—Hay algunos problemas, como siempre.
—Ya veo... Eso quiere decir que la guerra sigue, me pregunto cuándo aca-
bará de una vez por todas. Tantas veces se ha repetido en nuestra historia…
Eso me hace recordar que quiero que leas algo y me des tu opinión. —Con
torpeza rebuscó entre los papeles de encima de la mesita y, tirando algunos,
le dio un trozo de hoja en el que había diagramas y cálculos escritos con línea
temblorosa. Tras estudiarlos durante un rato, le miró extrañada.
—¿Qué significa esto? Son coordenadas de estrellas y constelaciones. No
veo ningún problema.
—Deberías mirar un poco más allá... Todas son posiciones calculadas
desde hace más de quinientos años. Las he ido recopilando y estudiando con
el tiempo. ¿No encuentras nada extraño?
Ella lo examinó con más detenimiento:
—Algunas tenían una posición diferente hace cinco siglos, pero luego son
estables...
—No es su posición, sino los ciclos. No concuerdan con las variaciones
normales de las órbitas, sino que de vez en cuando hay saltos en su posi-
ción. Es como si el cielo cambiara repentinamente a nuestros ojos, como si
hubiera lagunas en las trayectorias que deberían tener sobre el firmamento.
Debido a la inmensidad del universo, esos cambios son casi imperceptibles,
pero están ahí. Es extraño...
—¿Es en lo que ha estado trabajando el último año?
—No, no, llevo una década estudiándolo, pero no he querido decir nada
hasta estar seguro. Parece una locura, pero es como si se les hubiera robado
un tiempo de su vida a las estrellas.
—No lo entiendo... Entonces, ¿cree que algo ha influido en las constela-
ciones? Poco sentido tiene esa afirmación.
Sonrió, apenado.
—Lo sé, pero la evidencia está ahí. Creía que si lo terminaba lo compren-
dería, pero no ha sido así. Al menos me siento descansado al saber que mi
inquietud era cierta, lo que más lamento es que no creo que viva para enten-
der lo que significa cuando pase.
—Tal vez ese no sea el enfoque, maestro Isaac —dijo la mujer ajustándose
sobre la cara una máscara—. Tendría que pensar desde otro punto de vista:
el nuestro.
—¿Qué insinúas?
—El cielo no ha cambiado, maestro. Somos nosotros los que lo hemos
hecho.

Eraide se recolocaba la larga falda del vestido a la sombra del árbol donde
se había sentado. De aquella pequeña isla que se transformase en su hogar
durante los últimos tres años, ese era su lugar favorito. Kai siempre le había
regalado elegantes vestidos, pero para sentarse a contemplar el mar sobre
las piedras de aquella atalaya no eran los más idóneos. La falda se había
manchado de tierra, y pese a que el servicio lo limpiaría sin rechistar, era
una pena ver sucios esos bellos bordados.
Apenas podía evocar nada del momento en que cayó en aquel profundo
sueño de cinco siglos. Según Kai, enfermó y no tuvo más opción que ence-
rrarla en el trance hasta encontrar una forma de curarla. Cumplió su pala-
bra, pero mientras que el mundo había cambiado, salvo el dragón no queda-
ba nadie cercano a ella con vida. Era muy difícil hacerse a la idea de que nada
de lo que conoció, ni tan siquiera el reino que debería haber gobernado,
escapó a los efectos del tiempo.
Recordaba algunas pinceladas de la gran guerra, pero no cómo terminó.
Sentía un gran vacío, como si una parte de ella no hubiera despertado, pero
no por ello era infeliz. Kai, su prometido, era atento y cortés, aunque a veces
no acababa de comprenderlo. Sabía que había algo que se negaba a contarle,
tal vez para protegerla, pero antes o después lo acabaría averiguando. Se-
guramente sus razones eran de peso; sin embargo, su corazón empezaba a
necesitar conocer toda la verdad.
Los inconfundibles pasos de Kai la sacaron de la ensoñación de aquel
paisaje marino que la sumía en sus pensamientos.
—Nunca te cansas de mirar el mar, ¿verdad? —dijo el dragón acercándose
a la altura de ella para sentarse a su lado, sin miedo a mancharse la casaca.
—Me relaja. —Le dio un corto pero sentido beso en los labios a modo de
saludo—. ¿Ya has hablado con Meikoss? Deja que descanse un poco el pobre,
acaba de llegar de un largo viaje.
—Le he dejado acomodándose en la habitación que le han preparado.
Aunque me temo que tendré que abusar un poco más de él y tener otra re-
unión después de la cena. Hay algunos temas que me preocupan sobre las
nuevas que trae del sur, he de asegurarme de que la Liga continúe estable
si cae Kresaar. Pero mientras descansa, quería estar un rato a solas con mi
prometida. —Se masajeó los ojos con pesadez, frotándose los párpados—.
Estoy barajando todas las posibilidades para recuperar algunos de tus re-
cuerdos y estabilizar tu memoria... Hay una persona que sabe cómo detener
el proceso.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Si puede ayudarme, deberías llamarla.
—No sé dónde está. La conocí hace quince años, una médico mawler real-
mente brillante y ambiciosa que buscaba el secreto de la inmortalidad. Si lo
ha conseguido o no, es lo de menos; me preocupan más sus métodos.
—¿Por qué, Kai? Nunca te he visto temer a nada, ¿por qué esa mujer te
infunde tanto respeto?
Él no respondió, sólo la miró. Kai sabía que tenía ante sus ojos el secreto
de esa inmortalidad que tanto ansiaba aquella mujer, y no estaba dispuesto
a pagar el precio. Se tumbó sobre el regazo de ella y Eraide comenzó a aca-
riciarle el pelo.
—Sea como sea, he de encontrar una solución. Pero antes necesito con-
centrarme en el apoyo de Detchler, y Meikoss es un aliado muy importante.
—Él te ayudará, y lo sabes. Le has apoyado para que alcance el puesto que
tiene ahora en su país, será agradecido contigo, ya que es un buen hombre.
—Lo sé, pero si la guerra avanza y el Imperio cae sobre el Ducado, perde-
ré una pieza muy importante de nuestro plan. No es que tenga demasiado
aprecio hacia ese país, pero lo necesito a nuestro lado.
—No sé si deberías seguir adelante... ¿Por qué quieres recuperar el reino?
Aunque me parezca que fue hace apenas unos años, hace siglos que no exis-
te. Yo soy feliz aquí, a tu lado. Ya he recuperado todo lo que me importaba.
—Y tras pronunciar dicha frase, notó un vacío extraño.
—Porque es nuestro derecho. Yo haré de este mundo un lugar donde pue-
das vivir más allá de los confines de esta pequeña isla.
—Yo no quiero el mundo —dijo apenada, negando con la cabeza.
—Pero lo tendrás, mi amor.
El vacío que sentía se acrecentó. ¿Por qué no era feliz si lo poseía todo?
Un hogar, dinero, una persona que la quería, seguridad, cariño… Cualquiera
se conformaría con eso, pero una palabra faltaba en esa lista y, sin saber por
qué, valía más que todas ellas juntas.

CAPÍTULO 7
-Una prueba de vida-

Los copos de nieve se evaporaban al tocar el cañón destrozado del


arma que yacía en el suelo, a la vez que su dueño trataba de contener
la hemorragia del brazo. A su lado, su compañera miraba desafiante al
humano, sosteniendo un pergamino con una estructura rúnica mientras
este la miraba con desdén. El fallo del fusil podría ser un accidente, pero
las runas que tenía grabadas se habían fragmentado y el conjuro que le
dotaba de más potencia, capaz de penetrar hasta blindajes ligeros, había
liberado todo el ether acumulado.
Tal vez fuera una casualidad, pero en aquel momento, manifestar el
conjuro que tenía entre las manos podría dar idéntico resultado si las
palabras de su enemigo no eran un farol. ¿Cómo era posible que aquel
humano, sin atisbo de ser un invocador, hubiera manipulado una runas
ajenas por propia voluntad? Que Alister les hubiera ordenado seguirle
ya lo hacía un objetivo peligroso, pero esperaba que fuera algún tipo de
hechicero, maestro de armas o incluso un general. Sin embargo, ante sus
ojos se alzaba un tipo desgreñado que hablaba solo con frecuencia, con
una chaqueta raída y hasta una espada antigua que nunca le había visto
usar.
Optó por volver a guardar el pergamino, trató de dejar a un lado sus
dudas y desenfundó la pistola que portaba bajo el abrigo.
—Dame el cristal —le ordenó.
—Tu amigo necesita ayuda. Si partís hacia el sur, hay una pequeña
aldea donde le podrán atender y con suerte salvará el brazo —respondió
haciéndole caso omiso.
—¡Maldito bastardo! ¿A qué esperas? ¡Dispárale, Ingrid! —espetó el
malherido.
—No lo harás. Pareces más inteligente que tu compañero y sabes lo
que te conviene. —El humano le clavó la mirada y ella se estremeció. Ha-
bía algo perturbador en aquellos ojos que la desafiaban, más propios de
un fantasma que de un ser vivo—. Si no os dais prisa en iros, tendremos
más invitados.
—¡¿Qué haces?! —le volvió a gritar su compañero, que a duras penas
contenía el dolor—. ¡Aprieta el gatillo y cojamos ese cristal! —Su voz se
quebraba e Ingrid sabía del dolor que atenazaba a su compañero. Des-
de su posición no veían el campamento imperial, montado alrededor del
ferrocarril, pero con la explosión no tardarían en venir a investigar. Si
los apresaban, no tendrían ninguna consideración con una doalfar como
ella.
—Dallar, tiene razón. Necesitas ayuda.
—¡Olvídate de mí y completa la misión!
—No tengo ninguna intención de hacerte daño, pero si me atacas aca-
barás como tu amigo. Vete y decidle a vuestro cliente, señor, o amo que si
quiere algo de mí, que venga él mismo en persona a tomarlo.
—¡Necesitamos ese cristal! —Apretaba los dientes molesta por el tem-
blor que atenazaba sus manos, incapaz de apretar el gatillo contra aquel
hombre que no parecía tener miedo a la muerte.
—Se te acaba el tiempo. —El sonido de los cascos al galope se escuchó
colina abajo.
—Van a caballo, nos atraparán a todos. —Se acercó a su compañero y
le ayudó a levantarse sin dejar de apuntar—. ¿Dónde está la diferencia?
—Si bajáis por el sendero os cubrirán las rocas, y un poco más adelan-
te está el paso al siguiente valle. Tenéis que marcharos ya. No os cogerán,
porque yo los entretendré.
—¿Por qué? Hemos tratado de matarte, ¿por qué nos ayudas? —No
tenía ningún sentido.
—Porque no sois mis enemigos, sólo os han mandado contra mí y no
deseo enviar más muertos a Alma. —Apoyó la mano sobre el pomo de su
espada—. Ese destino lo tengo guardado para un único ser.
Dallar, tomando a Ingrid de improviso, la empujó y desenfundó un
machete de grandes dimensiones. Gritó por el dolor, pero conseguía
mantenerse en pie sin problemas.
—¡No me creo tus trucos, charlatán! Si no tienes nada más que esa
reliquia, más vale que seas bueno con ella.
Señaló el fusil destrozado con la mirada.
—¿Sigues creyendo que ha sido mera casualidad? Es fácil, ponme a
prueba. Así terminaremos esto rápido.
Dallar se abalanzó sobre Adriem con el brazo herido a la espalda.
Cambió de paso antes de enfrentarse a él, buscando un flanco para ases-
tarle un tajo en el que imprimió toda su fuerza. El humano, con un fluido
paso circular, se apartó de la trayectoria.
Si de algo estaba segura Ingrid, era de que pese a estar herido, su
compañero resultaba formidable peleando cuerpo a cuerpo. Sin embar-
go, su enemigo parecía adelantarse con movimientos cortos y precisos
que evitaban por milímetros que la hoja le alcanzase. El estilo de lucha le
recordaba al que practicaban los delven.
Dallar dio un paso circular para asestar un nuevo golpe, el que impri-
mió toda su fuerza y con el que abrió la guardia del enemigo y se dispuso
a rematar. Apenas fue un instante, un parpadeo. En una serie de movi-
mientos que parecieron uno solo le había golpeado en la mano y el hom-
bro, haciéndole soltar el machete, el cual giró sobre sí mismo. Tras ello,
su compañero estaba inmovilizado con su propia hoja amenazándole en
el cuello, provocando un ligero corte del que surgía un hilo de sangre.
La faz de Ingrid, perpleja, se desencajó. Nunca antes había visto a
alguien derrotar de una forma tan contundente a Dallar pese a que estu-
viera herido.
Le miró sin aflojar la presa.
—Largaos.
Ante el ligero movimiento afirmativo del mercenario, le soltó. Ella no
dudó en correr a por su compañero, que tras el breve combate empezaba
a tambalearse. Ni siquiera le dirigió la mirada, ni una palabra, tan sólo
quería huir de allí mientras los cascos de los caballos resonaban al fondo.
Atrás quedaba aquel extraño humano al que esperaba no volver a ver
nunca.

—¡¡Alto!!
Ocho jinetes se apostaban a varios metros por encima de la colina,
armados con fusiles y portando las imperiales. Adriem alzó las manos sin
ánimo de iniciar un nuevo enfrentamiento.
Dos de ellos empezaron a bajar siguiendo el camino, acatando las ór-
denes de su superior mientras éste, junto a otros tres, descendía len-
tamente la ladera en dirección a Adriem, el cual soltaba la hebilla del
cinturón. Dejó caer al suelo la espada y una pistola que quedaba oculta
bajo la chaqueta.
Quien daba las órdenes era un delven que portaba sobre su uniforme
galones de teniente. Se quedó mirándole y tras unos instantes ordenó a
uno de los cabos que desmontara y tomase sus armas, ahora postradas
sobre la nieve.
Adriem dijo, sin molestarse en devolverle la mirada:
—Han sido un par de saqueadores, no creo que merezca la pena. Ya
hay bastantes cadáveres sobre esta tierra, ¿no cree?

El coronel Emilian Torenssen, de la séptima imperial de tierra, había


sido el mando superior de aquella división los últimos cuatro años. Un
hombre ya maduro que había entregado su juventud al Imperio, sirvien-
do al ejército casi treinta y dos años de su vida.
Escribió las últimas líneas de una carta y la firmó, para después dejar
la pluma de vuelta en su tintero. Tomó la copa de vino que tenía a su
izquierda y la apuró. Con aquel frío, combatido fútilmente por una sen-
cilla estufa de carbón en el vagón destinado a la comandancia, era casi
imposible no helarse si se estaba quieto, y el tinto lo hacía más llevade-
ro. Recostado sobre un sillón de cuero, desgastado aunque confortable,
desabrochó los botones del cuello del uniforme para extraer una medalla
que, al abrirse, contenía dos fotografías. Allí estaban su esposa, Charlot-
te, y dos hijos, Josue, de diez años, y Riccard, de catorce; al verlos, el do-
lor de tantos meses de separación le punzó en lo más hondo del corazón.
Los extrañaba, pero tenía que cumplir su misión para que sus hijos no
tuvieran que vivir esa guerra cuando crecieran. Lo cerró y miró a un lado,
donde se hallaba el chaquetón de su uniforme. Las armas del imperio
destacaban, bordadas en el pecho, junto a sus galones, tras quitarles la
capa de barro y mugre que los había cubierto durante el reciente ataque
kresáico.
Al poco de tomar el mando de la división empezó la guerra, y si bien
había sufrido terribles y lamentables bajas, estaba orgulloso de lo que
habían conseguido. Tras atravesar las provincias septentrionales de Baja
Solánica, habían bordeado la cordillera con un ritmo imparable hasta
llegar al paso del norte, donde se había hecho cargo de la seguridad de
las obras del tren blindado en sustitución del antiguo oficial, quien había
caído en la última escaramuza. Un triste relevo.
Avanzaban desde hacía meses, dejando tras de sí fuertes y poblaciones
tomadas que pasaban a ser fuentes de suministros. Junto a otras unida-
des de apoyo y exploración, por un paso natural al corazón de Kresaar,
iban penetrando en el territorio enemigo no sin un alto coste de bajas.
Pero a ese ritmo, pronto divisaría la ciudad de Rëimsdaar, uno de los bas-
tiones más antiguos e inexpugnables de la historia de Eidem. Sobre una
colina, en un cruce de caminos que daba acceso al norte y al este, dicho
enclave tenía la fama de no haber sido tomado nunca por la fuerza, ni tan
siquiera en el terrible asedio que sufrió durante más de tres años durante
la Guerra de las Lágrimas. El Servicio Secreto había recopilado toda la
información sobre sus nuevas defensas, que hacían imposible acercarse
a ningún aesir, pero ellos contaban también con nuevas armas, y si con-
seguían doblegarlo, no solo sería un duro golpe para la moral kresáica,
sino que abriría el acceso hacia el este. Estash, la capital, estaría a pocas
jornadas.
Pero organizar la estrategia era trabajo del Estado Mayor y él debía
dedicarse a tareas más inmediatas, mas no por ello sencillas. Tras el últi-
mo enfrentamiento enemigo, tendría que reforzar las guardias, pues ha-
bían estado demasiado cerca de dañar el tren y eso supondría un contra-
tiempo de una semana hasta que llegasen nuevos suministros. Era obvio
que los ataques serían más habituales a medida que se aproximasen a la
ciudad. Su reflejo distorsionado en la copa remarcaba su barba corta y
cana, su frente despejada por una incipiente calvicie y sus ojos cansados
y hundidos por las ojeras que se descolgaban sobre sus pómulos.
Estaba orgulloso de lo conseguido, sonrió satisfecho. Pero esa sonrisa
no duró demasiado al escuchar que llamaban a la puerta del despacho.
Se abrochó de nuevo el cuello del uniforme y dio permiso para entrar. Al
abrir, junto a una corriente de aire gélido, su teniente entró en la estancia
en compañía de tres soldados más y un prisionero.
Se levantó, dejando la copa mientras los cuatro saludaban cuadrán-
dose.
—Descanse, teniente. —El soldado de raza delven cruzó los brazos a
la espalda con la marcialidad que caracterizaba a su gente. Emilian se
abrochó el cuello de la camisa y caminó hacia el prisionero—. ¿Quién es
este hombre y por qué lo traéis ante mi presencia?
—Escuchamos una explosión a dos kilómetros de aquí, entre lo que
quedaba del ataque enemigo. Cuando acudimos, lo encontramos, y según
dice, fue asaltado por un par de saqueadores. No sabemos si es cierto,
pero estamos rastreando el camino para asegurarnos, señor. Por el acen-
to creo que es imperial, probablemente del norte, pero no lleva encima ni
documentación ni nada que acredite quién es.
Lo miró con detenimiento. El hombre se mostraba tranquilo, y sus
ropas, de factura occidental, estaban manchadas de barro.
—Mi teniente tiene razón, no perteneces a estas tierras. ¿Eres un com-
patriota o se equivoca y eres hijo de los Pequeños Reinos?
—Señor, discúlpeme —añadió su teniente—. Portaba esto.
Detrás de él, un tercer soldado llevaba sus armas: el mandoble, una
pistola y un machete de hoja ancha. La espada le llamó poderosamente la
atención, por lo que no dudó en tomarla y desenvainarla. Pese a aparen-
tar tranquilidad, Emilian notó cómo el prisionero se tensaba.
—Una hoja excelente —la examinó de arriba abajo—. Factura kresáica,
pero muy antigua. —No parecía ser un saqueador, ni un mercenario, y la
espada era una rareza propia de un museo—. Podrías ser un espía y te
tendría que ejecutar aquí mismo. ¿Qué opina, teniente?
—Mi coronel, si me permite, un espía no hubiera armado tanto albo-
roto ni usaría armas de factura enemiga.
Emilian se acercó más al prisionero. Sin duda, su aspecto era lamenta-
ble. En sus años de experiencia había visto calaña de muchos tipos; pue-
de que sencillamente fuera un simple saqueador y su instinto le estuviera
fallando, pero rara vez lo hacía.
Normalmente cuando eran capturados se mostraban nerviosos, pero
este, sin embargo, parecía ajeno a su propia situación y poco parecía im-
portarle. La otra posibilidad era la más evidente.
—¿Eres un desertor? Me extrañaría, porque esos cobardes suelen ale-
jarse todo lo posible del frente, aunque puede que en tu caso hayas pre-
ferido no huir por vergüenza.
Al fin, el prisionero optó por romper su silencio:
—Fui miembro de la guardia urbana de Tiria, pero tras el estallido de
la guerra no regresé. Si eso lo considera deserción, entonces tal vez lo sea.
—Es raro que alguien de tu edad no esté alistado.
—Nunca lo hice. Perdí mi hogar, mis amigos y todo aquello que me
importaba. No había razón para luchar.
—Aun así, deberías estar sirviendo a tu patria, pues se lo debes a tus
conciudadanos. ¿Cuál es tu nombre?
—Adriem Karid —alzó la mirada y la sostuvo con firmeza.
—Muy bien, Karid. Soy el coronel Torenssen. —Se aproximó a él, tanto
que los soldados de alrededor se pusieron alerta. Tan cerca que el vaho de
su respiración llegaba hasta su cara—. Aunque mis hombres ya lo habrán
hecho, te lo preguntaré una vez más: ¿por qué merodeabas por el campo
de batalla? ¿Por qué portas esta espada?
Lejos de sentirse amenazado, Emilien se dio cuenta de que el prisione-
ro mantenía la templanza. Tal vez estaba acostumbrado a los interrogato-
rios o sencillamente aquel hombre no apreciaba mucho su vida.
—Para recordar todo aquello que perdí y a quien me lo arrebató —re-
plicó este.
—¿Venganza? ¿Contra quién alzarás esta espada? —le miró inquisiti-
vamente.
Le devolvió la mirada y replicó:
—Contra un dragón.
Por inverosímil que le pareciera, sabía que aquel hombre hablaba
completamente en serio. Su alegato resultaba demasiado estúpido como
para ser mentira, así que, por ahora, le creería.
—No sé si es coraje, ambición o una profunda ignorancia, Karid,
pero al menos ha despertado mi interés. Así que no será ejecutado, lo
más probable es que de eso se encargue el dragón que le afrentó. Si su
camino va a oriente, está de suerte, pues es a donde se dirige mi división.
Necesitamos mano de obra en las vías, por lo que empezará a prestar
servicio a su país. Mientras tanto, sus pertenencias se quedarán a buen
recaudo. —Se giró hacia su teniente—. Yo mismo guardaré sus pertrechos.
Dadle una litera y que esta misma tarde se ponga a trabajar junto al tercer
turno.
—Como desee, mi coronel —se cuadró y asintió.
—Bienvenido al ejército imperial, Karid —dijo con cierta sorna.
—Supongo que he de dar las gracias, pues no tengo opción.
—Podemos fusilarte, si te parece mejor.
La sonrisa que mostró el nuevo recluta fue enigmática. No sabía si se
lo había tomado con humor, pero los días tendiendo los carriles bajo la
nieve no eran ninguna broma.
Estando de nuevo a solas, examinó de nuevo la espada; era sin duda
una obra de arte, pero hacía siglos que no se forjaban mandobles. ¿Por
qué el acero lucía como si se hubiera templado ayer mismo? Tocó la hoja
y se sorprendió al comprobar que no estaba fría, pese a haber estado
fuera a varios grados bajo cero. La curiosidad por averiguar quién era
aquel hombre cada vez resultaba más intensa, y no le quitaría la vista
de encima hasta averiguar quién era en realidad y de dónde venía aquel
mandoble.
Quién le iba a decir que algo le sorprendería tras tanto tiempo en la
guerra...

Los días habían pasado y el destacamento imperial empezaba a bullir


de actividad. Un nuevo tramo del tendido férreo, particularmente com-
plicado por tener que salvar el río mediante un puente, estaba terminado.
Se afanaban en ir revisando que todo estaba cargado y en orden para
seguir su marcha por el valle.
Adriem descansaba de su turno en uno de los vagones que almacena-
ban las traviesas, buscando un rincón donde relajarse tras la larga jorna-
da de trabajo. Tenía el cuerpo molido por las horas bajo aquel frío inten-
so, pero el esfuerzo físico al menos le había ayudado a distraer la mente.
Así que aquel rincón le proporcionaba un pequeño instante de paz antes
de volver a su litera, la cual se hallaba en uno de los vagones; hacinado
con los demás trabajadores de la vía, la intimidad era una gran ausente.
En algún momento había pensado en escapar, pero no era posible.
Habría llamado la atención del coronel, y la vigilancia en las obras no le
daba ni el más mínimo margen. Tendría que haber sido más cuidadoso,
pero ya no había remedio, así que tendría que esperar pacientemente a
que se relajaran y aprovechar la oportunidad. No lo haría dejando sus
cosas atrás. Desconocía cuánto tiempo le quedaba hasta que el efecto del
Eco engullera su existencia para siempre, pero al menos la caravana iba
en la dirección correcta, aunque los días perdidos podrían ser muy valio-
sos al final de su viaje. Pese a estar obligado a trabajar en aquella guerra
que poco le importaba, el tren podía llegar a ser una ventaja. Comida y
un catre incómodo eran un lujo teniendo en cuenta los meses que había
vagabundeado por las montañas camino del norte.
La niña estaba sentada en una esquina arropada por su manto, mirán-
dole. No había dicho nada aquellas jornadas, algo poco habitual en ella.
Cuando trabajaba le observaba constantemente, aunque se había acos-
tumbrado a ignorarla cuando estaba rodeado de más personas. Por la
forma en que clavaba en él la vista sabía que una pregunta le rondaba la
cabeza, cuestión que al fin formuló:
—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Perderás el poco tiempo que te queda
construyendo el camino de hierro para esta horripilante bestia? —pre-
guntó la niña.
Adriem ni se molestó en mirarla. Aún con la vista perdida, no se le
escapaba detalle. Sentía a cada uno de los soldados que estaban fuera,
y se aseguró de que ninguno andase cerca y pudiera escucharle hablar.
—Gracias por tu preocupación. Poco debería importarte lo que haga,
tú solo te limitas a observarme, ¿no? Por ahora estoy bien así. Al menos,
mientras trabajo olvido que le fallé —dijo haciendo girar el colgante entre
sus dedos.
—Te podrías haber deshecho de mí con facilidad si se lo hubieras
dado. ¿Es verdad lo que le dijiste a la escoria que intentó llevarme? ¿Aca-
so no me vas a dejar marchar? —preguntó cabizbaja, abandonando por
un momento su altivez.
Agarró el colgante y lo miró con detenimiento. El cristal brillaba dé-
bilmente, engarzado en una pequeña pieza de plata que lo ataba a la ca-
dena. Bello, sencillo y austero.
—En cualquier momento me podría haber librado de ti, no hay una
razón especial para hacerlo ahora. Tampoco quería que cayeras en las
manos equivocadas, eres mi responsabilidad. —Cerró el puño sobre la
piedra—. ¿Quién los habrá enviado? Puedo aventurar que Gebrah y Kai
no eran los únicos interesados en ti. El poder de la Princesa Oscura es un
trofeo demasiado tentador para cualquiera. —Se recostó sobre un mon-
tón de traviesas—. Supongo que debería importarme.
—Odio que me llames así. Te recuerdo que tengo un nombre —se in-
dignó la niña recuperando su habitual actitud—. ¿Acaso crees que sé de
quién se trata? Es imposible que lo sepa. No he pisado este mundo en
quinientos años, puede ser cualquiera que viera el pequeño espectáculo
del Bastión de los Justos. Todos queréis poder, no hay excepción.
—Poder... Vaya estupidez. Dicen que es para proteger, para conseguir
lo que anhelan, pero al final eso solo lleva a que la gente se autodestruya,
nada bueno trae. Lo sé. —La miró fijamente y ella se mostró esquiva. Algo
ocultaba—. Pero ellos te conocían a ti y sabían que yo tenía este fragmen-
to. ¿Cómo decía la leyenda...? Lágrimas de cristal. Pero no parece que
fuera por tener una de ellas. Tal vez antes no lo creería, pero he visto
demasiadas cosas y Alma está claro que no atiende a casualidades. Apar-
te del hecho de que estoy hablando con un fantasma, así que perdona si
tengo mis dudas sobre qué es posible y qué no.
—Tampoco me gusta que me llames así, ni espíritu… Soy una prince-
sa, merezco un mínimo de respeto. —Desvió la mirada, ofendida.
—Oh, en verdad lo siento, pero déjeme puntualizar un detalle, señori-
ta: era una princesa —apuntó con desganada mofa—. Así que dejémonos
de altas alcurnias. Tu título murió con Galdabia, y no me has respondido.
—Zodiakel.
—¿Qué? —Había esperado que se quedara malhumorada en silencio y
la respuesta le desconcertó.
—Las runas que portaban esos mercenarios tenían una grafía anti-
gua incluso para mi época y, además, estaban imbuidas del ether de un
zodiakel. Ahora los llamáis antiguos, pero ese es su verdadero nombre.
A diferencia de cómo empleamos nosotros la magia, pues debemos usar
runas con argentano, ellos son capaces de crearlas a voluntad.
—¿Como los dragones?
—No exactamente, es una magia mucho más antigua. No modifican
principios elementales o crean criaturas, sino que pueden modificar la
realidad a voluntad.
Adriem asintió.
—¿Tal vez algo más parecido a lo que hacemos nosotros?
—Sí, igual que los sephiraes, pero a un nivel mucho más profundo y
complejo. Lo que llegamos a conseguir con nuestras habilidades no es
más que la sombra de lo que son capaces de hacer ellos, sin retribución
alguna.
—¿Cómo es posible? Nadie puede usar el ether directamente sin ser
devorado por el Eco. ¿Tan poderosos son?
—Superiores con diferencia a un dragón. Probablemente incluso mu-
cho más de lo que llegué a ser yo cuando estaba viva.
Adriem se reincorporó. Sin duda, era inaudito que pudiera existir al-
guien así, y comenzaba a lamentar el haber sido tan arrogante con sus
emisarios. Pero la sola idea de imaginar a alguien capaz de superar a la
mismísima Princesa Oscura era una idea que le aterraba.
—No es posible. Me niego a pensar que exista alguien así en este mun-
do y nunca se haya oído hablar de él. De ese tal… zodiakel.
La niña comenzó a reírse.
—Idiota, ¿de verdad crees que ese es su nombre? Así es como se los
llamaba antiguamente, no es un nombre propio.
—¿Qué? ¿Hay más de uno? No es posible. ¡Me estás mintiendo! ¿En
qué te basas para decir que existen no uno, sino varios seres con tanto
poder?
—Cuesta creer que seas tan corto de imaginación teniéndome delan-
te. —Se acercó y se puso en cuclillas ante él—. Conocí a alguien cuando
estaba... viva.
—¿Y cómo sabes que no te mentía?
—Pude verlo en sus ojos. Sabía cosas que ningún humano podía en-
tender. Conocía perfectamente los mecanismos del mundo y lo que me
estaba pasando. Fue ella quien me ayudó a desarrollar todas mis habili-
dades.
—¿Te instruyó? ¿Por qué?
—Para que sobreviviera al Eco, supongo —dijo la niña—. Nunca dejó
claras sus intenciones, pero me ayudó y eso es lo importante.
—¿Destruyeron tu propio reino? No se hasta qué punto te hizo un fa-
vor.
—Tú no lo entiendes, Adriem. Si tan siquiera me dejaras ayudarte, po-
drías comprender lo que te pasó en el Bastión —replicó malhumorada—.
¡Te niegas a aceptar el don que posees!
—No sigas —alzó la mano, molesto. Esa conversación ya la habían te-
nido incontables veces y su respuesta seguiría siendo siempre la mis-
ma—. Encontraré la forma de arreglarlo por mi cuenta. No voy a aceptar
consejos de quien me la arrebató.
—Recuerda que fue Kai…
—¡Sí! ¡Lo recuerdo! ¡Pero sin ti, ella también estaría viva!
Apretó el colgante y por momentos deseó arrancárselo del cuello y
tirarlo a la nieve para no volverla a ver. Pero justo en el instante en que
lo pensaba, el dolor de no volver a ver su cara, aunque supiera que no era
Eliel en realidad, le detuvo como otras tantas veces.
—Está bien —asintió Adriem con un suspiro.
—Pero si tienes por enemigo a un zodiakel, más vale que estés pre-
parado. Porque no podrás llevar a cabo tu plan si te mata —sonrió—, y
créeme que no le costaría nada hacerlo. Sigue rechazando mi ayuda y,
probablemente, cuando estés a punto de morir te arrepentirás de no ha-
berlo hecho.
—Ya vi cómo ayudaste a Eliel. Así que te lo diré una vez más: ¡no! —Se
cruzó de brazos, hastiado—. Así que mejor cuéntame más sobre esos se-
res. A lo visto, el mundo aún está dispuesto a sorprenderme.
—Poco te puedo decir. Como ya te expliqué, sólo sé que son varios.
—Alzó la mirada hacia el techo del vagón, como si estuviera buscando
algo—. En este estado, puedo sentir sus presencias. Lo impregnan todo,
cada pequeño resorte, cada rueda, cada mecanismo que se mueve en las
tripas de este mundo. Ignoro quiénes son en realidad, pero es como si
estuvieran aquí desde siempre.
—¿Antes incluso que Alma? Lo dices como si fueran inmortales...
—Es una posibilidad —replicó volviéndole a mirar con aquellos ojos
azules como el cielo que le hipnotizaban—. Puede que los dragones sean
unos cachorros a su lado. Suena increíble, ¿verdad?
Él negó con la cabeza, confundido. ¿Cómo podría funcionar la mente
de alguien que ha vivido milenios? Era una locura. ¿Y qué aspecto ten-
drían? No era capaz de imaginárselos.
—No tiene sentido, pues unos seres así deberían haber llamado la
atención. Sobre todo si llevan tanto tiempo en el mundo.
—Si piensas que un aura divina los rodea o algo parecido, te equivo-
cas. —Sin duda, había adivinado sus pensamientos—. Tenían un aspecto
de lo más vulgar. Es posible que te hayas podido cruzar con alguno de
ellos y no haberte dado cuenta.
—Pero sigo sin entender qué podrían querer de ti. Si ellos ya son como
inmortales y todopoderosos, ¿qué ganan con tu esencia?
—Tienes razón. Yo no debería tener nada que ya no tengan ellos. Lo
que puedan querer de mí, lo desconozco.
—Pero hay algo que me intriga: si te enseñó uno de ellos…, puede que
quisiera algo que no pueden conseguir y, si lo lograste, aunque no lo se-
pas, se lo quieran cobrar ahora.
—Es un posibilidad —torció el gesto—. Aunque dudo que haya algo
que una chica muerta les pueda ofrecer. Nunca completé el entrenamien-
to, partí hacia Neferdgita para detener a Kai y Arshius, pese a que me lo
desaconsejó. Pero no quise escuchar. —Se quedó mirándole, con los ojos
entornados—. Tú, sin embargo, estás muy cerca de lo que yo logré. Si tan
sólo quisieras, tal vez…
—¿Tal vez? ¿Cuál era el objetivo? Maldita sea, resucitaste a una perso-
na, no sé qué más podría llegar a enseñarte —dijo con una risa desgana-
da. Era absurdo pensar en algo más allá.
—No sé dónde estaba el fin, solo que no lo terminé. Puede que si en-
contrásemos a esa persona, pudiese ayudarte. ¿No crees?
—¿Sabes tan siquiera dónde podría estar?
La niña agachó la cabeza y negó.
—Lo suponía. —Suspiró y se acomodó estirando la espalda. Se abro-
chó bien la chaqueta. Sacó del bolsillo un pequeño libro con un lápiz des-
gastado atado con un cordón, lo abrió y empezó a escribir, aprovechando
la luz que entraba por la puerta del vagón, proveniente de una hoguera
que estaban usando los guardias para calentarse.
—Ya no lees mi diario. ¿Por qué escribes ese? —preguntó poniéndose
tras él, leyendo las anotaciones que apuntaba sobre lo que le acababa de
contar.
—Porque tal vez sea lo único que quede cuando se acabe mi tiempo, si
Alma lo permite.
—Ella te odia, Adriem. Al igual que lo que sucedió conmigo, no dejarás
nada tras de ti en este mundo. Puede que, con suerte, una triste canción.
Escribió un poco más y cerró el libro de notas. Descansó los ojos ale-
jando de él la desesperación y el dolor con un largo suspiro y respondió:
—¿Y cómo se debería llamar?
Se quedó mirándole, entristecida.
—¿Tal vez El sueño del caballero errante?
Adriem tomó el lápiz y lo anotó sobre la cubierta de su diario.
—Esa será entonces la prueba de que una vez estuve vivo.
CAPÍTULO 8
-El precio del alma-

Aguardaba en el muelle a la barcaza que, oscilando por el pequeño


oleaje, arribaba a la isla. Kai, consternado, esperaba a aquella desagrada-
ble invitada. No había tenido más remedio que recurrir a ella, pero lo que
más le contrariaba era que, lejos de decidir si optar por tan arriesgada
opción, esta se le había adelantado ofreciendo su ayuda y anunciando
su inminente visita con apenas un par de días de margen. Dio un paso
adelante para tenderle la mano mientras desembarcaba, a la vez que dos
sirvientes arrimaban la barcaza.
El tacto de sus dedos finos y delicados era gélido, como si acariciara
fría porcelana, o más bien la extremidad de alguien sin el menor rastro
del calor que produce la vida. El propio Kai se sentía amenazado, pese a
ser un dragón, por la presencia de aquella enmascarada.
La mujer agradeció el gesto con un leve asentimiento de cabeza y sa-
ludó a su anfitrión:
—Gracias por recibirme pese a lo precipitado de mi visita. Lord Kai,
es un honor y un placer que nos volvamos a encontrar después de tanto
tiempo.
—Sed bienvenida. Los años os han cambiado mucho, Lady Ha...
—Con que me llaméis Cruz es suficiente, no me deis más importancia
de la que tengo, lord. Mentiría si dijera que no me ha sorprendido que
accedierais a esta entrevista. ¿Cuándo fue la última vez que hablamos?
¿Siete años, tal vez?
—Ocho —respondió en un tono seco—. Aún no llevabais esa máscara.
—Para vos, un suspiro, para mí una parte importante de mi vida. El
tiempo no es igual de justo con todos nosotros, ni siquiera con vuestra
prometida, mas no creo que debamos debatir eso ahora. Estoy siendo
una maleducada.
—No os preocupéis, pues precisamente de ello quisiera hablar cuanto
antes. Odio las ceremonias y la etiqueta, así que si no lo encontráis in-
conveniente, luego acomodareis vuestro equipaje. —Comenzó a andar y
la invitó, con un gesto, a que le siguiera por los desgastados escalones
camino de la pequeña mansión—. Vayamos al cenador, ahí podremos ha-
blar con más tranquilidad. ¿Estáis hambrienta, deseáis tomar algo? Sois
bienvenida, sentiros cómoda, pues seguro que... —se giró frunciendo el
ceño y marcando cada palabra como una amenazada velada— vuestra
compañía no me incomodará.
—Por supuesto, lord Kai, soy vuestra invitada. —Hizo una ligera reve-
rencia, claramente impostada a los ojos de Kai—. Nunca osaría turbados
en vuestra casa.

Desde la ventana de la salita se veía el cenador donde Kai y la recién


llegada llevaban horas conversando, hasta tal punto de que el sol comen-
zaba a buscar su refugio en las montañas de occidente. Eraide permane-
cía de pie, observándolos, sin ser capaz de averiguar qué se traían entre
manos. Según su futuro esposo, iba a ser una dura negociación, pero si
todo salía bien podría recuperar sus memorias. Eso sin duda la alegra-
ba, pues podría recordar el tiempo en que conoció a Meikoss y la ayudó
a reencontrarse con su prometido. Por muy agradecida que se pudiera
sentir con el humano, era injusto no poder rememorar cuáles fueron sus
heroicidades. Sin embargo, se las había tenido que relatar él mismo y, a
buen seguro, abusando de la modestia.
Precisamente este último estaba sentado en un confortable sillón be-
biendo un licor que ella misma le había ofrecido, prescindiendo del ser-
vicio para poder estar un rato tranquilamente a solas con él.
—Por mucho que mires, no vas a poder averiguar nada —dijo el caba-
llero de Detchler.
—Lo siento, te he hecho venir y no te estoy prestando atención. —Se
apoyó sobre el borde del ventanal para mirarle, pero sin dar la espalda a
la escena que discurría en el exterior, en aquella terraza cubierta hecha
en madera con vistas al mar—. Es que no entiendo el porqué de tanto
secretismo con esa mujer. Tiene el mal hábito de dejarme al margen en
ciertas cosas importantes y, en esta ocasión, me atañe directamente.
—No lo sé. —Dejó el vaso en una mesita adyacente y se levantó hasta
ponerse al lado de la doalfar—. Tenía ciertas reservas hacia ella, así que
estará evaluando la situación. Sinceramente, yo nunca me fiaría de al-
guien que oculta su rostro.
—Lo que menos me preocupa es su máscara. Hay algo extraño en ella,
puedo percibirlo.
—Si es alguien capaz de recuperar tus recuerdos, dudo de antemano
que sea una persona normal. Casi me alarmaría si lo fuera. —Sonrío con
cierta resignación—. Seamos pacientes y confiemos en el criterio de tu
prometido. No dejará que corras el más mínimo riesgo, ten fe en él y dé-
jale que te proteja.
Eraide le miró, sorprendida por la afirmación del humano.
—Disculpa, no es que no me fíe, pero también sé valerme por mí mis-
ma y valorar los riesgos. La excusa del protector no me sirve, es más,
hasta cierto punto me ofende —espetó, pues no esperaba eso de él. Si de
algo estaba aburrida, era de estar sobreprotegida en aquella isla apartada
del mundo.
—Lo siento, no pretendía ni mucho menos que te sintieras menos-
preciada. Una invocadora de tu categoría puede defenderse de cualquier
enemigo. —Eraide sintió una punzada al escuchar aquella frase, pero no
iba a corregir a Meikoss—. Sin embargo, a veces no somos capaces de
verlos por nosotros mismos y, por ello, hay que confiar en los demás. —
Señaló hacia el cenador—. Ya que Kai conoce a esa mujer, debes dejar que
sea él quien valore si es amiga o enemiga.
—Agradeceré recuperar esos recuerdos, pero también quiero tener
nuevos. ¿Y cuáles serán, si ni tan siquiera puedo salir de esta isla? —
Apretó los puños—. Sé que el mundo vuelve a estar en guerra, como otro-
ra, pero estar sin hacer nada tampoco es la solución. Si la capital cayera,
sería cuestión de días que tomaran estas tierras.
—No vais a estar aquí eternamente, has de tener paciencia. Al menos
tienes a alguien que te ama y está dispuesto a darlo todo por ti, que no se
ha alejado ni un solo día de tu lado.
—Kai me quiere mucho, lo sé. Y yo a él, pero a veces siento que esa
devoción puede llegar a ser asfixiante. Sé que sacrificó muchos años bus-
cándome, lo entiendo, pero para mí apenas fue un suspiro.
—Has de comprenderle. ¿No hubieras hecho tú lo mismo?
Se quedó en silencio. Probablemente..., o no. ¿Le hubiera buscado du-
rante cinco siglos? Una sombra de duda le impedía pronunciar las pala-
bras adecuadas.
—Claro que sí —dijo Meikoss, quien, al parecer, interpretó su silencio
como una respuesta afirmativa.
—Por suerte fue así, porque yo no hubiera podido vivir tanto tiem-
po como un dragón. ¿Te imaginas? ¡Estaría arrugadísima! —rio junto al
caballero, aliviada al poder optar por un poco de humor para rebajar el
tono grave que había adquirido la conversación.
—Aunque hubo alguien que lo hubiera hecho sin dudar —afirmó
Meikoss entre risas.
—¿Cómo? —la doalfar se quedó sorprendida ante aquella respuesta.
De repente calló, con una expresión de extrañeza en su rostro. Eraide
se quedó mirándole. Tal vez hablaba de alguien que conoció... ¿Pero de
quién?
—Lo siento —se disculpó rascándose la nuca mientras se levantaba del
sillón—. Creo que me he equivocado, se me ha ido de la cabeza lo que iba
a decir. No me hagas caso. —Apoyó la mano en su hombro—. Eraide..., sé
que es mucho pedir, pero insisto: ten paciencia.
—De acuerdo —le tomó la mano y le sonrió con dulzura—. Siempre me
has dado buenos consejos, y si crees que he de aguardar, lo haré.
—No soy quién para tratar de comprender la mente de un dragón,
pero de una cosa estoy seguro: por muy poderoso y sabio que sea, él te
necesita ahora a su lado más que nunca.

Cruz declinó, con un sencillo gesto, la oferta del té por parte de la cria-
da que acababa de servir a Kai.
—No creo que estando ante mí necesite llevar esa máscara, no tiene
que ocultarse. Sé perfectamente quién es. —Kai dio un largo sorbo al té—.
Aunque tengo curiosidad por saber qué le llevó a optar por ese acceso-
rio...
—Es fácil: proteger a aquellos que una vez quise.
—¿De sus enemigos o de sí misma? —La respuesta fue un largo silen-
cio que Kai supo interpretar—. Entiendo. Aun así, aquí no la necesitará.
—Pero no estamos solos vos y yo. Nos observan —dijo mirando de re-
ojo a la lejana ventana de la salita.
—Es normal que despierte su curiosidad.
—Y ella la mía. Le ayudaré con sus recuerdos, es relativamente sencillo
lo que pide, y su precio... —Los ojos entornados detrás de la máscara re-
sultaban inquietantes—. Ya sabe cuál es el trato que tiene sobre la mesa.
—Lo que me requiere conlleva un riesgo difícil de asumir. Es exponer-
la, y es usted consciente de lo que eso supone.
—Tal vez prefiera arriesgarse a que él vuelva. Pocos somos los inmu-
nes al Eco y Lady Ukain, su prometida, no se verá afectada por mucho
tiempo. —Entrelazó las manos y le clavó la mirada. En su tono había un
claro aire de satisfacción—. Si no lo hace de motu proprio, tenga por
seguro que antes o después Alma lo dispondrá igualmente. Estamos con-
denados a que se repita el ciclo, pero ahora tiene elección: o esconderse
junto a ella o, a diferencia de la última vez, enfrentar lo que ha de venir.
Si camina a favor del destino, este le sabrá recompensar.
—Pareciera que trata de precipitar los acontecimientos...
—Tal vez, pero no ha de preocuparos, lord Kai. Sus objetivos son muy
favorables a los míos por ahora. Esta vez estoy dispuesta a ser su aliada y
ayudarle a conseguir esa corona que siempre ansió para ella.
El dragón cruzó las manos ante sí y apoyó los codos en la mesa, frun-
ciendo el ceño. Las motivaciones de Cruz…, todo un misterio hasta ese
momento. Dudaba de que hubiera respuesta, pero se sintió en la obliga-
ción de tentar a la suerte y preguntar:
—Objetivos… Parece que tiene claro los míos, pero... ¿cuáles son los
suyos? Se ha rodeado de los zodiakel. ¿Por qué? ¿Cómo ha hecho para
que le sigan?
—Han querido compartir mi visión del mundo.
—No es solo eso, ¿verdad?
Ella volvió a responder con un largo silencio. Kai sabía que se estaba
acercando a algo, pero llegaría hasta donde Cruz le permitiera. Le mo-
lestaba profundamente tener que entrar en el juego de la común, cuando
siempre eran los dragones quienes manejaban los hilos. Pero por muy
frustrado que estuviera, necesitaba las habilidades de aquella mujer.
—¿Cómo es posible que subyugue a semejantes seres? A su lado, los
dragones somos tan comunes como los de vuestra raza. Por mucho poder
que haya adquirido en este tiempo, dudo que seáis capaz de amenazarlos
con la muerte.
—Hay castigos mucho peores, lord Kai. —Echó mano a la bolsa en la
que llevaba sus pertenencias y sacó un saquito del que extrajo una es-
quirla de cristal azulado. Lo depositó sobre la mesa y el dragón supo en-
seguida qué era.
—Un cristal de esencia...
—Sabía que le sería familiar. El secreto de la inmortalidad, la misma
técnica que usó para preservar el alma de su prometida cuando murió en
Neferdgita, y que he conseguido mejorar. Reducir la vida a su estado más
puro, en una prisión de cristal. Como puede ver, se puede temer a algo
más que a la muerte.
—¡Eso es inaudito! —perdió la compostura—. Es una técnica verdade-
ramente poderosa, a la vez que muy arriesgada, pero nunca pensé, ni por
un instante, que pudiera afectar a los zodiakel. Sinceramente, me cuesta
mucho creerla.
—Es sencillo: por su propio origen. La inventaron ellos mismos para
sus contiendas. La ética nunca ha sido uno de los fuertes de este mundo,
ni ahora ni en el pasado. Sobre todo si les hace ganar guerras —la afirma-
ción no estaba hecha al azar y Kai lo sabía.
—¿Y qué guerra piensa ganar, Cruz?
—Una que está más allá de la que discurre en el campo de batalla.
—Habla mucho del destino y de Alma. Hay muchas piezas en este ta-
blero y nunca nadie ha ganado esa partida. Mi duda es... ¿en qué bando
está?
—Lo único que le interesa saber, es que estoy en la parte en la que re-
cupera sus derechos sucesorios para hacer frente al Imperio y devolver el
equilibrio a la historia. Como ha de ser.
—Nunca creí que diría estas palabras. —Suspiró; no era que no lo de-
sease—. Es una jugada tal vez demasiado ambiciosa.
—Pero tiene a la reina. Una pieza muy importante en este ajedrez. —Él
no lo veía, pero sabía perfectamente que estaba sonriendo con malicia—.
No creo que la quiera para tenerla siempre detrás de los peones.
—De acuerdo, Cruz. —Aquella conversación ya había durado demasia-
do—. Cumpliré mi palabra sólo si su tratamiento es un éxito. —Se levantó
y le tendió la mano—. Podrá reunirse con mi prometida a la noche. Mien-
tras, descanse y pida cuanto necesite.
—Le puedo asegurar que los recuerdos de su prometida quedarán per-
fectamente sincronizados y no tendrá que preocuparse más por algunos
fantasmas del pasado. ¿Eso es lo que quiere? Podría, por otro lado, afron-
tar lo que sucedió sin tener que recurrir a mí. —Se levantó y se acercó a
él, pero sin darle todavía la mano—. Voy a ser sincera: pensé que no lo
aceptaría… ¿Tanto le teme?
La miró con la mano extendida y se la estrechó con firmeza.
—Yo no temo a nada. —No añadió más. No hacía falta.
—Bien. Sus motivos no son de mi incumbencia.

La cena había transcurrido casi en silencio. Cada vez que Eraide tra-
taba de hablar con Kai, este respondía con monosílabos. La situación era
incómoda, y que ni Meikoss ni la nueva invitada estuvieran presentes en
la mesa no ayudaba a relajar el ambiente.
—Cariño —trató una vez más de empezar la conversación cuando el
postre estaba siendo retirado por las sirvientas—, sé que ha sido un día
duro, pero ¿has llegado a alguna conclusión con la médico? ¿Podrá ayu-
darme a recordar?
Él la miró con gesto grave. Eraide notaba cómo él apretaba la man-
díbula, pero necesitaba saber si estaba tenso por lo hablado con aquella
mujer o por su propia insistencia en saber. Aun así, estaba en su derecho
y no iba a cesar en su empeño.
Pero esta vez el dragón optó por hablar, aunque su tono seguía estan-
do lejos de ser amable:
—¿Echas de menos Galdabia?
La pregunta la tomó desprevenida y tuvo dificultades para responder.
¿Por qué sacaba ahora el tema de su antigua patria?
—P-Por supuesto que sí. Aunque parezca que fue ayer cuando
desapareció, siento algo de pena, pero pese a que tengan otros nombres,
las tierras, las montañas, las costas y los campos que conocí siguen allí.
—¿Y si hubiera una posibilidad de volver a ella? ¿De recuperar lo que
una vez fue nuestro?
—No creo que sea posible. No existe la magia capaz de romper el tiem-
po, así que ni tan siquiera me lo planteo.
—Es cierto, aunque... ¿no te gustaría reconstruir aquel país? Sé que
no era perfecto, pero era nuestro hogar. ¿Acaso no añoras tener el poder
para cambiarlo, mejorarlo…?
—¿Te refieres a si querría volver a ser princesa?
—No, amor mío... Reina.
—No puedo ni imaginarlo, Kai. Hubo un tiempo en que sólo soñaba en
reinar junto a ti, pero a día de hoy parece un antiguo recuerdo.
—Los sueños siempre se pueden alcanzar. —Dio un golpe con la cu-
charilla en la copa y, en respuesta, la criada abrió una de las puertas que
daban al comedor. Dando un paso al frente, apareció Cruz.
—Me voy a retirar —dijo levantándose de la mesa para acercarse a
ella—. ¿Sería mucha molestia acompañar a la señora Cruz un momento?
He de atender unos asuntos, pero, mientras, quiero que habléis sobre
ese sueño. —Le dio un beso ligero en los labios, algo muy inusual en el
dragón, y se fue.
Eraide se quedó preocupada ante aquella muestra de cariño en públi-
co.
Miró a Cruz y la invitó a que la acompañase fuera de la sala, en direc-
ción al jardín.
Mientras caminaban, Cruz comenzó a hablar:
—Es un placer poder conversar con vos, Lady Ukain. Llevo tanto de-
seando conoceros...
—Hubiera sido complicado hasta hace tres años —replicó sin mucha
ceremonia; la presencia de aquella mujer le hacía sentirse incómoda.
—Lo sé. Pero no tenía la menor duda de que este encuentro se haría
realidad. ¿Os ha sido difícil adaptaros a este nuevo mundo?
—Kai me ha enseñado los cambios del idioma y me he ido adaptando.
Además, me ha contado la historia de estos siglos, pero cosas como el
ferrocarril o los…, ¿cómo eran...? Ah, sí, aesirs; se me hacen difíciles de
imaginar. No he visto mucho del mundo excepto esta mansión.
—¿Y sabéis cómo se refiere a vos la historia actual?
—Bueno... Fui la última princesa de Galdabia. Aparte de eso, dudo que
se me recuerde.
—La princesa oscura.
—Es... un nombre siniestro. —Eraide se detuvo pensando si aquella
mujer la estaría engañando, pero su mirada le decía que no—. ¿Por qué
la princesa oscura?
—Tal y como suponía, no lo recordáis... Os falta una parte de vuestro
espíritu por despertar y creo que sé la razón.
—¿Por despertar? Lo hice hace tres años.
—¿Pero acaso no tenéis lagunas en vuestra memoria? Lord Kai me lo
ha contado todo.
Eraide se quedó sin respuesta. No tenía confianza con ella como para
ponerla en conocimiento de sus problemas, aunque asegurara ser médi-
co.
—No os preocupéis. —Pese a que no la podía ver con claridad, estaba
segura de que sonreía—. Sé quién los tiene.
—¿Quién? —la doalfar no daba crédito a lo que oía. ¿Cómo podía tener
alguien un recuerdo suyo?—. No tiene sentido.
—Sabréis lo necesario cuando finalice vuestro tratamiento.
Cruz hizo una pausa que a Eraide le pareció dramática, como si duda-
ra en decirlo o se recreara en el momento. Habló, pero no fue capaz de
escuchar sonido alguno, tan sólo sintió una punzada que le atravesó el
corazón hasta el punto de que apoyó su mano contra el pecho. ¿Por qué
ese dolor?

La débil luz del quinqué la despertó. Al moverse la llama osciló y, de-


bido al rápido movimiento y a su falta de fuerza, sintió cómo se marea-
ba. La habitación parecía mecerse como si fuera el camarote de un gran
navío.
Incapaz de incorporarse de la cama, Eraide miró hacia un lado tra-
tando de identificar a la figura que, sentada junto a su cama, leía algunas
de sus notas. Por más que se esforzase, no podía recordar cómo había
llegado hasta allí.
—¿Por qué…? ¿Cómo he...? ¿Qué ha pasado? —preguntó sobresaltada
y con la voz ronca.Aquella mujer enmascarada apartó la vista de una de
las partituras que yacían sobre la mesa y la miró. Lentamente, alzó la
mano hasta su rostro y con cuidado soltó la correa que sujetaba la másca-
ra, retirándosela. Pese a todo, el contraluz no le permitía ver su cara, sólo
algunos rasgos de una mujer bastante delgada. Aunque no veía sus ojos,
sentía cómo la escudriñaba.
—Es normal la desorientación. Es un efecto normal del tratamiento
que la memoria a corto plazo se vea afectada. Espero que sepáis discul-
parme por las molestias que conlleva, pero debéis relajaros. —Le posó la
mano sobre la frente y notó cómo trazaba una runa que se iluminó con
una luz blanquecina, y parte del malestar se atenuó—. Lord Kai sabe que
mis métodos no son ortodoxos, pero sabréis entenderlo cuando termine-
mos y os encontréis sana y liberada de la pesada carga del olvido. No voy
a poder sanaros por completo, quedarán lagunas, pero puedo fijar esos
recuerdos, los más intensos, de nuevo en vuestra mente. Puedo daros ese
tiempo que perdisteis.
—¿Podréis de verdad? —dijo aliviada por esas palabras—. Está bien,
entonces continuad. Gracias.
—No me las deis. Es Lord Kai quien ha aceptado el precio de mis ser-
vicios. —Empezó a rebuscar en sus pertenencias y de la bolsa sacó varios
rollos de tela que contenían pequeños frascos—. Va a ser un proceso lar-
go.
—¿Precio? ¿Con qué os ha de pagar? —Que el dragón no se lo hubiera
consultado antes de pactar le molestó y, sin quererlo, se movió ligera-
mente.
—Creo que os complacerá, no es nada que no podáis pagar, así que
estad tranquila. Pero será mejor que sea él quien os lo cuente. Ahora,
relajaos y cuidad de no moveros.
—¿Lo habéis hecho antes?
—Una sola vez, pero por lo que sé sigue siendo un éxito. —Miró de re-
ojo los papeles—. Mientras trabajo…, ¿qué os parece si hablamos de todo
lo que aquí habéis escrito?
—Creo que es una pérdida de tiempo. Son solo notas escritas al azar,
pero que resultan ser de una canción conocida. No sé qué significa, pero
sí que a Kai le molesta mucho —respondió, ya acostumbrada a la frustra-
ción.
—Querida, yo no soy Kai. No he vivido tanto como un dragón, pero
puede que haya visto cosas que igual ellos no han conocido, por increíble
que parezca. Tal vez pueda daros una perspectiva mejor.
—Si lo desea…
Cogió una de las partituras y se la mostró.
—Mientras preparo las runas, observadlas detenidamente. Pero no
busquéis en ellas un sentido concreto, solo lo que os evocan. —Las volvió
a dejar sobre la mesita—. Puede que me ayuden, pues es una información
que retiene vuestro subconsciente.
Eraide cerró los ojos y las dibujó mentalmente. No eran notas, sino
una melodía que podía escuchar de forma constante junto al péndulo
de un reloj que, cual metrónomo, marcaba el ritmo. Había sentimientos
muy fuertes allí encerrados, hasta el punto de que un nudo se formó en
su garganta. Carraspeó para aclarar su voz y notó cómo le costaba retener
el aliento.
—Miedo, pesar, nostalgia, melancolía… —Una palabra se dibujó en
sus labios, acompañada de un suspiro que pareció provenir de lo más
profundo de su espíritu y que resumía, con dolor, todos aquellos senti-
mientos—: Amor.

Cruz trazaba las runas con un fino pincel sobre el cuerpo semidesnudo
de Eraide. La tinta mezclada con plata absorbía la energía que le propor-
cionaba cada vez que la entonaba, empezando a refulgir en azul. Era un
trabajo laborioso y el sudor le perlaba la frente por el esfuerzo. Sin duda,
remendar aquel ser marchito no era una empresa fácil. Hacía rato que
la doalfar había dejado de hablar y sencillamente yacía, agotada por el
estrés que sufría su mente cada vez que una runa se activaba.
—Tened paciencia —la calmó la médico—. Sé que es doloroso, pero
aún nos llevará un rato más y ninguna anestesia apaciguaría este desaso-
siego. Os notaréis confundida, pero pronto todo quedará liberado.
—¿Q-Queda mucho? —dijo, tratando de que no se le entrecortara la
voz.
—Poco. Estoy encontrando muchos daños debido a la recomposición
de vuestra esencia. Vuestro cuerpo ha soportado una gran cantidad de
ether y muchas de las runas que estoy utilizando están fallando, así que
he de coger otros caminos para acceder a vuestros recuerdos. No podéis
esperar dormir tanto tiempo y que no quede alguna secuela... Da igual
que sea humano, doalfar, mawler... Un cuerpo no puede soportar seme-
jante estrés. —Trazó un par de runas más y al activarlas Eraide se convul-
sionó—. Si eso fuera posible, tendríamos acceso a todos los recuerdos que
nuestro espíritu posee, y nos enloquecería.
Cruz dejó que recuperara el aliento.
—¿Se refiere a la reencarnación? —preguntó la doalfar tratando de
recomponerse.
Sonrió como si aquello hubiera sido un chiste. Que la mismísima Prin-
cesa Oscura le hablara de reencarnación se le antojaba paradójico. Sin
duda, no recordaba nada del momento en el que adquirió el poder que
destruyó todo un ejército. Una lástima, pues hubiera sido una informa-
ción muy útil.
—No, querida, no. Una vez mueres, tu ether se desgaja y se diluye
entre los brazos de Alma. Cuando un ser nace, toma de ahí la energía y
se crea un nodo en este mundo, al que nosotros vulgarmente llamamos
esencia. Pero no es más que una maraña de retazos de otras vidas. Es
cuando los mecanismos de este ciclo vital fallan que el Eco empieza a
degenerar el espíritu, borrando partes de la persona, sus recuerdos, hasta
convertirse en un fantasma de lo que fue.
—Creía que nuestra esencia era única...
—Y lo es. —Se giró y empezó a moler unas hierbas para preparar una
infusión que calmaría a la paciente—. Es una grande y única que todos
compartimos. No en vano, la llamamos Alma.
—Si en mi tiempo la escucharan, la hubiesen quemado por bruja.
—No es la primera vez que me acusan de eso, incluso en estos tiempos.
—Se giró hacia ella—. Pero, ¿por qué no me habláis un poco de vuestra
época?
—Realmente ya no pertenezco allí. Se podría decir que fui desterrada
y ahora vivo en un lugar que no es el mío. —Su voz se quebró por el dolor,
pero Cruz sabía que no había activado ninguna runa.
—También a vos os llamaron bruja, ¿verdad? Cuesta encontrar histo-
rias de entonces, pero puedo hacerme una idea bastante clara de lo que
pudo pasar.
—No hagáis caso de las habladurías que hayáis escuchado, casi siem-
pre la verdad suele ser bastante más incómoda y cruel de como lo ador-
nan las leyendas. Allí siempre los héroes, pese a su sufrimiento, tienen
un final feliz. Pero este mundo no nos concede esos lujos y ni tan siquiera
creo que sea la heroína de ninguna de esas leyendas, ¿verdad?
—No sirve de nada que os mienta. El propio apelativo de la princesa
oscura ya os dará una idea del débil recuerdo que quedó de vos.
La doalfar sonrió con desgana.
—El papel de villana tampoco está tan mal. Aunque no pueda recor-
darlo, no creo que mi paso por esta vida haya sido recordado con bondad.
Kai nunca quiso contármelo, pero Meikoss, tras insistirle, me narró algu-
nas de esas historias. Son dignas de un cuento.
—Sin duda, tenéis un gran aprecio hacia ese humano. Me sorprende
que lord Kai lo haya tomado bajo su protección; un «común», nada me-
nos.
—Es un buen amigo y mi prometido le recompensó por su ayuda cuan-
do aún no había despertado completamente.
Cruz sabía que parte del problema se originaba ahí: Kai había usado
una muñeca para que su espíritu fuera despertando poco a poco, pero los
acontecimientos que propició Gebrah habían provocado un trauma que
evitaba que se adaptase por completo a su nueva vida. El dragón estaba
preocupado por ese humano, tenía razones para ello, pero por suerte des-
conocía realmente cuán peligroso podía llegar a ser para su falsa estabi-
lidad. Era mejor no seguir ahondando.
—¿Por qué no tratáis de dormir un poco? Aún tengo que preparar unas
cosas y podéis descansar mientras.
—Gracias. —Eraide la miró de reojo mientras Cruz se agachaba y pre-
paraba un alambique—. ¿Sabe?, no parece una mala persona, no como
aparenta ser cuando lleva esa máscara.
—Se sorprendería.
—Puede..., pero mis intuiciones no suelen equivocarse.
Cruz la miró y suspiró.
—Apenas sabéis nada de mí. Para adquirir los conocimientos con los
que os estoy tratando, me he visto obligada a realizar muchos sacrificios
por el camino. —Se apoyó sobre la mesita.
—¿El precio para poder curar? Todos hacemos sacrificios por aquello
que anhelamos.
—Os equivocáis: no busco sanar a la gente, sino a este mundo enfer-
mo. Sueño con el día en el que hasta la muerte tenga solución y, para eso,
hay que tomar decisiones muy poco ortodoxas. Pero es algo que pronto
podréis entender… de nuevo.
Eraide se fue quedando dormida, pero antes de caer exhausta, dijo:
—Cuando has estado tan cerca de morir, te das cuenta de lo que real-
mente vale la vida. Si fueras inmortal..., ¿cómo lo sabrías? —y su voz se
apagó en un profundo sueño.
Cruz se quedó en silencio preparando las hierbas y el tiempo pasó a
los compases del reloj de péndulo que había en la habitación. Esa última
frase quedó resonando en su cabeza como una letanía.
Fuera de aquella habitación, en el pasillo, Meikoss no dejaba de dar
vueltas de arriba abajo, claramente nervioso, mientras Kai permanecía
sentado observándole.
—Trata de calmarte, Meikoss. Puedo albergar dudas sobre esa mujer,
pero no de su palabra como médico. Hará un excelente trabajo —afirmó
el dragón en un claro intento de apaciguarle.
—No puedo evitarlo, lord Kai. ¿No opináis que debería estar ahí den-
tro con ella, acompañándola?
—Especificó tajantemente que nadie debía molestarla, así que haz el
favor de sentarte. —Dio un par de palmaditas al sillón donde él estaba
acomodado.
Meikoss le miró y, a regañadientes, se sentó. Un tic nervioso en la
pierna le impedía dejar de moverla, cosa que Kai observó; este no pudo
evitar sonreír.
—Tranquilo. Sé que la paciencia no es una de vuestras virtudes, pero
confía en mí. He dejado a mi prometida a solas con esa mujer, si alguien
debiera impacientarse, soy yo. Sin embargo, tengo confianza en mi juicio
y sé que, tras el tratamiento, estará al fin recuperada.
Meikoss respiró hondo y soltó el aire poco a poco.
—Tiene razón, pero es difícil no poder hacer nada más que esperar. Ya
lleva ahí dentro cinco horas.
—Míralo de esta forma: son cinco horas en las que nadie ha salido a
dar malas noticias.
—Es cierto —se rindió ante la evidencia—. Tiene razón, hay que ser
paciente. Pero me preocupa también otro asunto: ¿cumplirá su parte del
trato? —dijo con un gesto de preocupación. Sin duda, el precio era muy
elevado, mas el dragón no parecía inmutarse.
—Si todo sale bien, lo haré —concretó Kai—. Depende de lo que tarde
en recuperarse, pero será cuestión de unas semanas, cuando abandona-
remos esta isla.
—Va a reencontrarse con todos aquellos que os censuraron. Entiendo
su preocupación por Eraide, tal vez sea demasiado pronto para ella.
Kai le miró, extrañado.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir para recuperar lo que una
vez fue nuestro, pero... me da la sensación de que prefieres que perma-
nezca en esta isla. Yo podría vivir así un tiempo, pero en algo Cruz tiene
razón: no estamos haciendo más que escondernos. Espero que, llegado el
momento, pueda contar con tu ayuda.
Meikoss desvió la mirada y se quedó cabizbajo. Se sintió mezquino por
plantearlo de aquella manera, pero una parte de él la prefería en aquel
lugar, lejos del mundo que antaño la asesinó.
—Claro que no quiero que esté aquí encerrada. Pero lo que queda de
vuestro país, de Galdabia, es una nación fragmentada y asolada por la
guerra... Tal vez sería mejor mirar a oriente y dejar atrás aquello que sólo
le trajo dolor.
—La guerra no trae nada bueno y por eso debemos dar un paso al
frente y atajarla. Si no, no tendrá ningún sentido recuperar la corona de
un reino muerto. No sólo quiero volver del exilio, quiero salvar a mi país.
—Arriesgáis vuestra vida.
—Lo sé, y es por eso que quiero que nos acompañes una vez termines
en Torre Odón. Eraide necesitará tu ayuda más que nunca y yo me sentiré
más tranquilo si permaneces a su lado velando por su vida. —Suspiró—.
De todas formas, no adelantemos acontecimientos ni hagamos cábalas.
Primero mi prometida ha de terminar de curarse de su largo despertar, y
después pensaremos en cómo volver a Estash. —Una sonrisa de satisfac-
ción, que el común nunca había visto, se dibujó en el rostro del dragón—.
Eraide volverá a ser, al fin, la doalfar de quien me enamoré.
A veces a Meikoss le costaba acordarse de que aquella mujer que había
vivido en la isla ya no era Eliel. Kai le había contado que quien conoció
sólo era un fragmento de su alma, y que con quien hablaba ahora era la
verdadera. En muchos aspectos se parecía a Eliel, pero en otros daba una
sensación totalmente diferente que era difícil de explicar.
Al final apartó esos pensamientos y correspondió con una sonrisa.
—Tiene toda la razón, ahora aguardaremos. Me confió su protección,
y cuando vayan a Estash podrá contar conmigo tan pronto deje atados
mis compromisos en Detchler. Le di mi palabra, y aunque tendré que pe-
dir permiso al consejo, sabe que con su generosa contribución no habrá
oposición en apoyarle. —Se señaló con el pulgar hinchando el pecho en
un gesto sobreactuado que pareció divertir al dragón—. Mi país está en
deuda con usted, y yo con su princesa.

Tres horas más tarde, ya bien entrada la noche, Cruz salió de la ha-
bitación. Se encontraba exhausta y notaba que incluso las piernas no le
respondían bien. Meikoss se acercó, impaciente por entrar.
—Todo ha salido bien, sus recuerdos han sido fijados. Ahora debe des-
cansar, pero mañana estará plenamente recuperada y podrá hacer vida
normal.
—Por Alma, gracias... —musitó Meikoss.
Este se aproximó a ella con intención de estrecharle la mano, pero
Cruz rehusó hacerlo.
—No me deis las gracias, solo he cumplido mi parte para sellar nuestra
alianza, lord Kai —alegó dirigiéndose hacia el dragón.
Kai se detuvo frente a ella con gesto serio, hasta el punto de que se
evidenciaba la diferencia de estatura entre ambos.
—Entonces, no tendrás inconveniente en que sea yo quien compruebe
mañana que el resultado es satisfactorio —dijo, ante lo que Cruz asintió.
—Podrá comprobarlo por sí mismo. Pregúntele sobre ese hombre. —
Miró a Meikoss y acabó la frase en voz baja para evitar suspicacias—: Ya
sabe a quién me refiero. —Volvió a alzar la voz—. Disfrute de nuevo de su
prometida, pero tenga en cuenta que nuestro pacto se sellará antes de su
noche de bodas.
—¿Tanto apremio?
—Solo si quiere su corona de vuelta…, príncipe Kai.
El dragón sonrió satisfecho.
—Suena bien volver a escucharlo.

En la habitación, Eraide descansaba y Kai la velaba sentado a su lado.


Sin prisa. Admirando la placidez de aquel sueño que hacía mucho que
no veía. Se sentía tranquilo y en paz. No era la compañera de viaje ideal,
pero el apoyo de Cruz, que no consiguió años antes, aunque inesperado
resultaba muy conveniente. Y el precio a pagar por un nuevo tiempo con
la persona que amaba estaba más que justificado.
Ella abrió ligeramente los ojos y con voz débil musitó:
—Amado mío, estás aquí... He tenido un sueño terrible.
—No tienes de qué preocuparte, estoy a tu lado.
—Soñé que moría en Neferdgita, era espantoso... Suerte que estabas
tú allí para socorrerme...
Un nudo se le hizo en la garganta al recordarla atravesada por la es-
pada de Arshius.
—Eso pasó hace siglos. Ahora estás en casa, a salvo. ¿Recuerdas que
estuviste dormida mucho tiempo?
—Claro que sí, durante años, y que tú me rescataste con la ayuda de
Meikoss. ¿Cómo lo iba a olvidar?
—¿Y a Adriem? —cada sílaba de ese nombre se le atragantaba.
Su prometida se quedó en silencio durante unos instantes.
—No me acuerdo... ¿Quién era?
Se acercó a ella y la besó en la frente.
—Nadie, amor mío. Nadie. Ahora, descansa.
—Gracias —cerró los ojos de nuevo.
La tomó de las manos y sonrió, plenamente satisfecho. Cruz había eje-
cutado el tratamiento sin error alguno. A Adriem Karid solo le aguardaría
un destino: ser nadie por toda la eternidad.
CAPÍTULO 9
-Un alto en el camino-

Lentamente, el tren blindado avanzaba a través del valle, oscilando


sobre los raíles tendidos con presteza, flanqueado por cumbres calizas
que creaban un pasillo natural, el cual parecía querer acotar el cielo
atrapando en sus picos las nubes. El trazado del ferrocarril aprovechaba
parte de la vieja calzada, desgastada por su intenso uso durante siglos,
siguiendo el curso del gran río que recogía el agua del deshielo de las tie-
rras altas y descendía en forma de torrentes entre la nieve y las piedras.
El frío era intenso, así como la belleza y el silencio de aquel paraje. Atrás
quedaban pequeñas aldeas y posadas, que en su mayoría habían caído
en el abandono. En las casas aún ocupadas —por mujeres, niños y an-
cianos mayoritariamente— las contraventanas permanecían cerradas, y
sus habitantes solo salían de ellas cuando los soldados lo requerían para
inspeccionarlas en busca de guerrilleros o armas, además de saquear los
graneros. Poca resistencia había entre esa gente que ya había perdido a
hijos y hermanos, pero los imperiales demostraban su autoridad en las
nuevas tierras tomadas al enemigo.
Adriem miró desde la puerta entreabierta del vagón de carga, usado
a modo de barracón, cómo una cortina de agua regaba el valle en la dis-
tancia. Una lluvia que no tardaría en llegar hasta su posición, por lo que
se echó la capucha de la chaqueta para poder seguir mirando el paisaje
sin empaparse. Los meses de viaje habían dejado la prenda raída y sucia,
pero seguía cumpliendo perfectamente su función. El resto de su ropa
tampoco había corrido mejor suerte, maltrecha y remendada.
Delante, algunos miembros de la caballería custodiaban el convoy,
con los ojos bien abiertos ante cualquier emboscada como la sucedida
días atrás. Incluso los artilleros permanecían en sus puestos, vigilantes y
preparados ante la más mínima señal de actividad enemiga.
Echó una ojeada hacia el interior de vagón y observó cómo algunos
de los trabajadores de la vía le observaban con recelo. No les culpaba; en
los días que había trabajado con ellos apenas les había dirigido la pala-
bra. No tenía ganas de hablar ni de confraternizar con aquellas personas.
Respetaba sus ideales, pero él era un extraño en aquel lugar, su sueño de
ser caballero y luchar por la patria hacía mucho que se había diluido en
la amargura de los años. El coronel no le iba a dejar marchar, tal vez la
curiosidad del oficial era lo que le mantenía con vida, o, sencillamente,
un par de manos trabajando en la vía ahora le eran más valiosas que eje-
cutar a un vagabundo. Así que allí estaba, rodeado de una gente ansiosa
por luchar por un mundo en el que él había dejado de creer.
Un jinete se puso a su lado. El teniente delven, con la habitual altivez
de un hombre que creía haberlo visto todo, le miró sin disimular su des-
agrado por tener un extraño entre sus hombres. Sobre todo porque había
sido impuesto por su superior.
Adriem fingió que se había percatado y dejó que le escudriñara de arri-
ba abajo. La mirada del militar por un momento le recordó a Fearghus,
quien sin duda le habría intimidado.
—Esa espada tuya… ¿Qué te hace llevar semejante reliquia? Las armas
de fuego las están dejando obsoletas —afirmó palpando el pomo de su
sable.
—Ya dije que se trataba de algo personal —su tono fue seco. No le
apetecía hablar.
—Por muy personal que sea, no puedes hacer que tu vida dependa de
algo que no puede parar una bala.
—Tal vez. Pero no se sienta responsable de mi seguridad, teniente.
Sólo estoy aquí porque su coronel no me ha dejado opción. —Adriem le
miró—. Sé que si de usted dependiese, estaría ya lejos de aquí o pudrién-
dome en una zanja.
No obtuvo respuesta. Sin duda, había leído el pensamiento del militar,
pero no le inquietaba; a fin de cuentas, poco podía hacer contra él. Puede
que cualquier otro, olvidado por todos los que quería, ya se hubiera plan-
teado quitarse la vida. Pero dicha opción era impensable para él, siempre
había algo que le impulsaba a seguir adelante, por desalentador que fuera
el futuro. Puede que simple inercia…, pero funcionaba.
—¿Sabes a dónde nos dirigimos, humano?
—Por la ruta que llevamos, al final de este gran valle debe de estar
Rëimsdaar, la antigua capital de Bajo Solánica. Allí reside una de las
escuelas de magia más prestigiosas de Kresaar, además de ser un im-
portante cruce de caminos. Es lógico que tengáis como objetivo tomarlo,
sería un golpe muy duro al enemigo, pero dudo que vaya a ser fácil. Ade-
más, está el escudo de la ciudad, una barrera mágica capaz de repeler a
la más pesada artillería. —Adriem no se amedrentó. Puede que le tuviera
por un vagabundo, pero quería dejar claro que no era un ignorante—.
Seguramente estemos yendo para tratar de asaltar la ciudad e inutilizar
esa defensa, ¿me equivoco?
—En absoluto. Los aesirs son inútiles, por lo que necesitamos llevar
todas las tropas posibles para tomar esa ciudad a la antigua usanza. Veo
que no me he equivocado contigo, conoces estas tierras muy bien... —dijo
con un atisbo de recelo en la mirada.
—Si insinúa de nuevo que soy un espía kresáico, pierde el tiempo, te-
niente. Mi madre era de la parte baja de Kinara, frontera con Bajo Soláni-
ca; pero emigró al Imperio antes de que yo naciera. Aunque procuró que
supiera de geografía.
—Interesante, un hijo de las dos naciones... Entonces, ¿qué piensas de
esta guerra?
—Poco me importa —respondió en tono despectivo, aburrido de la
conversación—. Lucháis por una estúpida frontera, por una tierra que no
volveréis a pisar la mayoría. Lo respeto, no se equivoque, y si conseguís
tomar la ciudad será una hazaña recordada.
—Tú mismo estás participando de ello con tus manos. Estás en un
bando, y cuando vuelvan a atacarnos o nos encontremos sabotajes de
nuevo, tendrás de frente al kresaico y deberás defenderte. No puedes ser
neutral en esta guerra.
—Salvaguardaré mi vida si me atacan, no lo dude —afirmó sin disi-
mular que la amenaza iba para cualquiera de los dos bandos—. Pero le
insisto en que no me malinterprete. Ese orgullo del que tanto hace gala
hace tiempo que se fue de mis pensamientos. Ya no me queda nada, ni en
esta tierra ni en otra, pero no espero que lo entienda. Trabajaré en su fe-
rrocarril a cambio de un plato de comida caliente; mientras tanto, luchad
por lo que queráis, es vuestra vida. A fin de cuentas, a todos os aguarda el
mismo final, como se suele decir: volver a los brazos de Alma. —En esta
última, palabra, Adriem no fue capaz de disimular desprecio.
—Olvidas que también es tu final, humano.
Se limitó a mirarle sin ganas de responder. Estaba demasiado cansado
como para tratar de dar una explicación que convenciera al delven. Era
una pérdida de tiempo aquella conversación.
La cortina de lluvia terminó por alcanzarlos, regando los campos y a
todos aquellos fuera del refugio de los vagones que se afanaban por cu-
brirse con sus ponchos, incluido el teniente. Adriem aprovechó el rugir
de la tromba de agua para levantarse y resguardarse dentro del vagón,
terminando así la conversación con el delven, que se quedó mirándole
con recelo mientras se ajustaba bien los pertrechos para que no se mo-
jaran.
La lluvia decidió dar una pequeña tregua al caer la noche, cuando el
campamento estaba montado alrededor del tren. Apenas se habían ins-
talado unas pocas tiendas y la mayoría dormía en los vagones como bue-
namente podían, refugiándose con las mantas del rigor del frío que pe-
netraba a través de las paredes y la humedad que calaba hasta los huesos
de los más curtidos. Había que coger fuerzas, pues al día siguiente, con
los primeros albores de la mañana, tendrían que ponerse de nuevo ma-
nos a la obra para trabajar en un nuevo tramo a través de aquel valle que
parecía no tener fin.
Los exploradores ya habían vuelto con buenas noticias. No habían
enemigos ni emboscadas en una jornada a pie. Al menos tendrían un día
de trabajo sin sobresaltos, pues la semana se había complicado con diver-
sos sabotajes por parte de los guerrilleros que, amparados por las aldeas,
los hostigaban. Un día fue un alud de piedras que dejó varios heridos,
otro tuvieron que reparar un puente que dinamitaron por la noche y los
retrasó dos jornadas… Pese a la vigilancia y las batidas por el monte, el
avance era complicado. La única nota positiva era que no habían tenido
que hacer frente a ninguna unidad del ejército regular, lo que daba a pen-
sar que se encontraban reforzando la defensa de la ciudad del inminente
asedio.
Aquellos hombres, aunque fuertemente respaldados por el tren blin-
dado, no eran suficientes para tomar la cabeza de provincia, lo que le
hacía pensar a Adriem que aguardarían a que llegaran refuerzos antes
de divisarla en el horizonte. Con la vía ya tendida, era cuestión de poco
tiempo que pudieran arribar más convoyes.
En la penumbra, en una esquina y lo más alejado posible de los demás,
Adriem trataba de conciliar el sueño envuelto en una manta sobre una
incómoda litera. Por triste que le pareciera, era la mejor cama que había
disfrutado en meses. Se pasó la mano por la cara comprobando que su
aspecto ya era demasiado desaliñado incluso para él. Notó la cicatriz de
su mejilla, justo al borde de la mandíbula, recuerdo del bastión de los
justos. Mientras la acariciaba, evocó aquel momento, cuando todo pare-
cía perdido.

La luz lo embargaba todo y el cuerpo inerte de Eliel se deshizo en ce-


nizas hasta no quedar nada que sostuvieran sus brazos. Enfrente de él,
Laila se tambaleaba y caía al suelo mientras le gritaba algo, pero era
incapaz de escuchar su voz. Las paredes empezaron a retorcerse como
si en vez de piedra fueran de arcilla, fluctuando al ritmo de un fuerte
zumbido que ahogaba cualquier sonido.
Las paredes y el suelo comenzaron a resquebrajarse, y manó de las
grietas una luz que teñía lo que quedaba en pie de un intenso rojo que
lo cegó por un instante. Sentía que su cuerpo iba a romperse y trató de
agarrar la mano de Laila, pero cuando estaba a punto de alcanzarla,
nada quedó sin ser envuelto por la luz. Lo último que vio fue la mirada
de terror de ella; aún escuchaba su grito ahogado.

Despertó sobresaltado, sin recordar en qué momento exacto se había


dormido. No era la primera vez que soñaba la misma escena, pero
siempre era aterrador. Se frotó los ojos y alejó de su mente aquello que
pasó después. Levantó el brazo con el que había tratado de sujetar a la
doalfar. Sólo una palabra se repetía en su cabeza. «Inútil».
Pero, tal vez por suerte, no pudo pensar mucho sobre ello, pues el
coronel Emilian estaba de pie enfrente de él, junto con dos soldados, mi-
rándole, con su cara entrecortada por las sombras oscilantes del quinqué
que sostenía.
—Levanta —le ordenó—. Quiero hablar contigo.
Adriem, a regañadientes, se incorporó poco a poco, molesto por la
actitud del coronel.
Comenzaron a caminar a través del improvisado campamento hasta
llegar al vagón donde lo conoció, el mismo que usaba como despacho.
Había un detalle que no le gustaba: a diferencia de la vez anterior, el
coronel ordenó a los soldados que llevaran los fusiles amartillados, listos
para disparar. Por un momento sintió algo que creía haber olvidado: el
temor; una sonrisa producto del nerviosismo se dibujó en su cara. Tal vez
esa fuera la peor situación para escapar, pero una parte de él deseaba ter-
minar con aquella comedia, reducir a los soldados y salir de allí aunque
fuera dejando un reguero de sangre.
Las nubes se abrieron un poco y dejaron penetrar los rayos de la luna,
iluminando, pese a que las cortinas estaban echadas, el pequeño despa-
cho desde donde se decidía el destino de aquellos hombres día tras día. Al
fondo se escuchaba el rumor de las aguas bajando y la luz dotaba a aquel
espacio de una atmósfera particular, casi etérea.
Emilian le invitó a tomar asiento ante la mesa que presidía la estancia,
mientras hacía lo propio. Cuando se hubo sentado, éste se encaró a él
entrelazando las manos y rompió el silencio que habían mantenido hasta
ese momento:
—Bien, estos dos hombres son de mi más estricta confianza, así que
ahora que estamos lejos de oídos indiscretos, será mejor que hables.
¿Quién eres realmente?
Echó la mirada atrás. Por lo visto, el teniente delven no estaba en
aquel selecto club.
—Ya te lo he dicho: mi nombre es Adriem Karid, de Puerto Victoria.
—Le extrañó la misma cuestión otra vez. ¿Acaso esperaba una respuesta
diferente?
—No, no me refiero a tu nombre. Creo que no has entendido la pre-
gunta, así que lo repetiré una vez más… ¿Quién eres en realidad?
Adriem se quedó mirándole sin saber qué responder, no comprendía
a qué se refería exactamente. Tal vez aún pensara que pertenecía a algún
bando, ya fuera kresáico o de los Pequeños Reinos.
—Si insinúa que trabajo para alguien, pierde el tiempo, ya le dije que
sólo soy un vagabundo. Tal vez un tipo que hace tres años tendría que
haber muerto cuando se enfrentó a quien no debía. Así que ya no soy
nada, a ojos del mundo sólo alguien que ha olvidado quién era, qué era
o lo que hizo.
Escuchó la voz de la niña que, refugiada entre la sombras, los obser-
vaba.
—Es peligroso —murmuró—. Pregunta demasiado y no nos interesa
que sepa de nosotros. Si sabe que estoy aquí, me querrá. Como todos.
—¿Olvidado? —el coronel le miró incrédulo—. ¿Qué sucedió hace tres
años? Sinceramente, dijiste que eras un guardia de Tiria, pero debió de
ser hace mucho más tiempo, porque no lo pareces.
Adriem escuchó la voz de la niña más cerca, casi a su espalda:
—No seas tonto y haz lo que tienes que hacer. Solo son tres y podrías
deshacerte de ellos en un momento. ¿Vas a permitir que te retengan y
perder más de tus preciados días con vida?
—Nada… —murmuró; agachó la cabeza tratando de alejarla de su
mente. No lo haría, había ya demasiada sangre en sus manos.
Pero el silencio no satisfizo al militar.
—Dentro de tres días vendrá un tren de aprovisionamiento y me estoy
planteando seriamente si debería enviarte detenido de vuelta al Imperio.
Adriem se reincorporó con lentitud. Ya no le parecía tan buena idea
estar aguardando mientras trabajaba en la vía si eso no le acercaba a su
destino. Ir de regreso sería un contraproducente, pues no sabía cuánto
tiempo le restaba. Aquel lugar se había tornado incómodo y, aunque tra-
taba de disimularlo, a la vista estaba que el coronel no lo había pasado
por alto.
—No eres un vagabundo, por mucho que intentes aparentarlo. Dices
que buscas vengarte de un dragón, pero ocultas algo más. Soy perro viejo
y todos tenemos un punto débil, algo que ansiamos, y en tu caso no es
resarcirte. —Se recostó sobre su asiento—. He conocido la ira y el dolor,
la desesperación por devolver una afrenta. Los veo cada día en la mirada
de mis soldados desde que esta guerra empezó. Sin embargo, tengo ante
mí a un hombre que parece más aferrado a un sentimiento de culpa.
Adriem tensó la mandíbula a medida que cada una de las palabras
hurgaban en la herida. La niña ya estaba junto a él y le susurró al oído,
inquina:
—Ya te avisé de que era peligroso estar aquí… Si te rodeas de gente,
antes o después comienzan a hacer preguntas. ¿Acaso vas a sincerarte y
contarle la verdad sobre tu fracaso? Que fuiste incapaz de salvarla una
vez más... Estás dejando que te humille.
—Trabajo en su vía desde hace una semana. Dudo que sea un factor a
tener en cuenta los motivos personales que me mueven —dijo él sin tratar
de ocultar su enfado—. Si me lo permite, me gustaría volver a mi vagón a
descansar, pues mañana será un día duro.
Fue a hacer el ademán de levantarse, pero el coronel se agachó para
coger un paquete de grandes dimensiones del suelo que dejó sobre el
escritorio.
—No te lo permito. —Fue desenvolviendo la tela, dejando al descu-
bierto el mandoble de Adriem—. Te equivocas completamente, todo lo
que motive a mis hombres, entre los cuales te incluyo, me incumbe. Re-
cuerda que aquí yo soy la ley…, y si colaboras mínimamente, puede que
no te envíe en ese tren de vuelta.
Adriem se dejó caer de nuevo sobre la silla. El coronel sabía que la
amenaza de llevarlo al oeste funcionaba, por lo que, a regañadientes, esa
molesta conversación se prolongaría un poco más.
—Lo que más me llamó la atención de nuestro primer encuentro, fue
esta espada. No hay que ser demasiado inteligente para saber que un
arma de este tipo y en perfectas condiciones es imposible de encontrar
hoy en día. —Emilian deslizó el dedo por el canal de la hoja—. Ni el más
mínimo rastro de óxido ni deterioro en un arma que o se ha conserva-
do de forma milagrosa durante más de cuatro siglos, o se trata de una
reproducción realmente buena. ¿Quién querría imitar una espada así?
—Destapó por completo la empuñadura hasta el pomo—. Pero entonces
me fijé en cómo había sido fijada la espiga del arma... No hay marcas de
soldaduras, y aquí sí que hay óxidos y restos de cintas de cuero anterio-
res. El trenzado actual no tendrá más de cincuenta años y además ha sido
reparado muy recientemente. Sería una pena desmontarla, pero apos-
taría mi rango a que bajo la empuñadura está la marca del armero. —Le
miró con gesto interrogante, tomando un abrecartas bastante afilado que
apoyó sobre el cuero—. ¿Lo comprobamos?
—¡No! —Adriem alzó las manos casi en un gesto de rendición—. No lo
haga, por favor.
El coronel sonrió.
—Déjela, se lo ruego. Es un recuerdo de mi padre. Le diré cuanto quie-
ra saber si a cambio me la devuelve.
—No estás en una buena posición para negociar, pero si eres sincero
y me convences, será tuya de nuevo —replicó dejando de nuevo el abre-
cartas sobre la mesa—. La dejaremos intacta, por ahora, como símbolo de
nuestra nueva relación de sinceridad.
—Está bien. ¿Qué quiere saber?
—Tres sencillas preguntas: ¿quién es el dragón al que has jurado ven-
ganza, por qué y cómo piensas ejecutarla? —Se volvió a recostar dejando
el arma sobre la mesa—. Espero que tengas una buena respuesta a cada
una de ellas.
Adriem dio un largo suspiro mientras la niña se apartaba de él.
—Así que era por eso por lo que no te marchabas de aquí... —Aunque
no veía su rostro, Adriem sabía perfectamente cuál era su expresión—.
Qué triste saber que tienes tanto aprecio por ese hierro que me atravesó
el corazón. Me das asco.

Pasó la noche sin poder pegar ojo, una vez los escoltas del coronel le
dejaron de vuelta en su camastro. La mañana se había abierto paso, géli-
da, hasta el punto de que los charcos que dejó la lluvia tras de sí se habían
congelado. Así que cargar las pesadas traviesas casi era una bendición,
pues le mantenía activo, pero no podía apartar de su mente lo acontecido
hacía apenas unas horas.
En su relato había evitado contarle al coronel lo sucedido en el Bastión
de los Justos; se quedó en la parte en que Kai le había revelado la verdad
y cómo había destruido la copia de Eliel, pero argumentando que era ella
misma. La historia más o menos cuadraba y así evitó decirle a un mando
imperial su implicación en la muerte del dragón Gebrah. No era buena
idea hacerse en parte responsable del conflicto diplomático que originó
la guerra en la que estaban inmersos. Tal vez el coronel no le había creído
del todo, pero allí, en mitad de la nieve, pocas opciones tenía para corro-
borarlo. Al menos la espada permanecía intacta y en paradero conocido.
—¡Eh! ¡No dejes ahí esa traviesa! —le espetó uno de los capataces—.
¡La necesitamos más adelante! A ver si espabilamos.
Adriem asintió, disculpándose por su error, y se dirigió hacia donde
allanaban la tierra con algo de balasto. La niña caminaba a su lado, como
siempre, pero sin dirigirle la palabra. No sabía qué la molestaba más: que
se hubiera quedado por la espada, o que sencillamente no hubiera esca-
pado por la fuerza. Debería ser un alivio que estuviera en silencio, pero,
sin embargo, tenía que reconocer que echaba en falta los comentarios
irreverentes del espectro.
Dejó caer la traviesa donde le ordenaron, junto a otras tantas, y miró
hacia el horizonte aprovechando el desnivel del terreno. El valle se iba
abriendo poco a poco y las montañas se alejaban, dando paso a una lla-
nura hasta donde la niebla permitía ver. Uno de los obreros, que estaba a
su lado, miró en la dirección de Adriem.
—La última marca de Baja Solánica está allí al fondo —dijo señalando
en dirección al valle—. Tras esta bruma nos espera.
De entre aquellas nubes, pequeños copos de nieve que no llegaban a
cuajar se adherían a sus ropas en forma de gotas cristalizadas, cuando
no caía sobre su rostro. El frío era cada vez más intenso a medida que se
acercaban al cruce de los caminos del norte.
Había leído sobre la ciudad, pero aquel paisaje parecía más un mito.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Era una estampa bella, a la vez que
tenebrosa y desafiante. Si no recordaba mal, estaba edificada sobre un
viejo castro envolviendo una imponente fortificación, que había sufrido
distintas mejoras con el paso de los siglos y sobre la que se erigían tres
altísimas torres apuntando al cielo, que proyectaban el escudo sobre la
ciudad, confiriéndole una silueta particular.
—Por un lado estoy ansioso por divisar nuestro objetivo. He oído ha-
blar tanto de él que casi parece un sueño, y más viendo este inhóspito va-
lle. Pero por otro…, sé lo que nos espera —murmuró el obrero, un hombre
de baja estatura pero de constitución recia y poblada barba.
—Es cierto que parece irreal, pero aquí estamos —respondió Adriem—.
¿Caerán antes los aesir o el escudo? Se construyó para evitar ataques aé-
reos, pero si se demuestra ineficiente, en Estahs tendrán una defensa
mejor. Aprendemos a volar y a hacernos caer, es un ciclo sin fin.
El hombre soltó una sonora carcajada.
—Están cargadas de razón tus palabras. Por triste que sea, es de lo
más cabal que he escuchado.
Adriem le miró extrañado. Las conversaciones en los vagones o en la
obra no eran filosóficas precisamente, pero lo que acaba de mentar era
más bien una obviedad. Así que sencillamente le devolvió una sonrisa de
compromiso.
—No tardaremos mucho en dejar de construir la vía. Dudo que poda-
mos avanzar, pues una vez pongamos un pie en el valle, tendremos aquí
al ejército enemigo. Aunque ellos no tengan un tren blindado, con que
cuenten con varios shamans poco se podrá hacer —le comentó a su com-
pañero—. Supongo que esperaremos.
—Para eso precisamente hemos tendido la vía. Desde comandancia ya
saben la situación de las obras y más de un convoy con refuerzos estará
en camino. Además, no tardarán en llegar más, y seguro que por el aire
habrá apoyo. Va a ser una batalla que puede que salga en los libros de
historia. Aunque no estamos aquí para pegar tiros, sino para construir,
cuando empiece no dudarán en darnos un fusil.
—Kresaar no puede traer refuerzos tan rápido. Esa ciudad no va a ser
un buen lugar donde estar, pero nuestro lado tampoco. Saben que son un
punto estratégico y no se rendirán fácilmente.
—Hay que luchar por la patria, no hay opción para quienes permane-
cemos aquí.
—Siempre existe una alternativa. —Las nubes estaban adquiriendo un
tono plomizo y el viento se estaba levantando. Se subió el pañuelo para
cubrirse la cara del aire gélido. El dolor en las cicatrices de su brazo ya
le avisaba de que el tiempo iba a cambiar a peor. Miró hacia el capataz,
que ya venía dispuesto a abroncarles por estar parados—. Será mejor que
volvamos a ponernos manos a la obra.

La siguiente noche no fue mucho más apacible. Pese a que no llovía,


el viento helado arreciaba con fuerza removiendo la nieve, que se coló en
el despacho cuando Adriem hizo saltar el pestillo de una de las ventanas
ayudándose de un destornillador. Siendo guardia, una de las enseñanzas
más útiles que recibió en su instrucción fue cómo se allana una estancia.
Aunque más destinada a evitarlo, por supuesto. El soldado que había de-
jado inconsciente bajo el vagón no protestaría hasta dentro de un rato.
Cerró tras de sí y, en silencio, avanzó hacia la mesa del coronel.
—Así que al final te has decidido a pasar a la acción...
La voz de la niña le pilló por sorpresa y a punto estuvo de golpearla, si
es que eso era posible. Respiró hondo y calmó sus pulsaciones.
—Desde la llanura puedo coger el camino del norte hacia Noraik Ard.
No tiene sentido seguir avanzando en esta dirección —dijo en voz baja y
aún con el corazón en un puño—. Así que vuelves a hablarme...
—¿Acaso lo echabas de menos? —Se asomó por su lado—. Va a dar
igual lo que piense. Nada de lo que diga te va a disuadir de ir a por ese
trozo de metal. Al menos abandonaremos esta monstruosa máquina y sus
estúpidos soldados.
—Sí. —Palpó bajo la mesa y no estaba. Era realmente complicado en-
contrarla en la penumbra. Tal vez en los armarios—. Nos iremos según
la recupere.
—¿Sabes? Me sorprendes. Aunque sea por ese trasto, celebro que es-
tuvieras esperando la oportunidad. Por un momento pensaba que te ha-
bías vuelto a acomodar como en Tiria. Trabajo, apatía y conformismo,
esperando a que los días pasaran. Pero parece que has aprendido algo, a
fin de cuentas.
La miró, sorprendido.
—¿Cómo sabes de mi tiempo en Tiria?
—Recuerda que también soy ella —respondió rápidamente.
Parecía nerviosa, pero no era momento de ahondar sobre ello. Tenía
que localizar el mandoble antes de que le pudieran descubrir. Pero no lo
encontraba.
—¿Problemas?
—No sé dónde puede estar.
—Igual es una señal para que lo dejes aquí. No lo necesitas para ir al
norte, ni para vengarte de Kai. Ni siquiera como arma es buena, visto las
que usáis ahora.
Se quedó observando a la niña. Tenía razón, no era práctico, pero lo
necesitaba. Era un sentimiento difícil de describir, intenso; aunque fuera
un símbolo que le recordaba su desgracia, a la vez le unía a Eliel de al-
guna forma. No podía dejar de pensar en ella, pese a que ya no estuviera
junto a él, y ese trozo de acero le hacía sentir que, aunque no tuviera sen-
tido, ambos estaban un poco más cerca.
Una idea le vino a la mente siguiendo sus pensamientos y mirando a la
niña. La sangre de ella, la de las dos, permanecía en la hoja, casi imper-
ceptible. Cerró los ojos y se concentró.
Todo a su alrededor comenzó a resonar con el timbre, ya familiar, del
mecanismo de un reloj. Abrió los ojos de nuevo y vio la estancia sin co-
lores. A través de las paredes podía percibir las ruedas dentadas, poleas,
bielas… Aquel lugar parecía estar vivo y la niña brillaba con luz propia.
Pequeños pétalos de luz se desprendían de ella y, aunque la mayoría de
ellos desaparecían, uno prosiguió, siguiendo un viento imaginario. Dio
un tirabuzón hasta colarse por la rendija de la pared al fondo del despa-
cho.
—Ten cuidado —dijo la niña—. Sabes que esto puede acortar tu vida si
no lo controlas bien.
Se acercó y palpó la madera. Oía los engranajes.
—Tranquila, lo tengo bajo control. Es bastante sencillo.
Presionó con la palma de la mano y unas líneas de ether se manifesta-
ron desde su brazo hasta dibujar el marco de la puerta oculta. Dos chas-
quidos anunciaron que se habían soltado los cierres.
Cerró los ojos y una punzada de dolor en la cabeza le alertó de que era
suficiente. Miró de nuevo la estancia y todo había vuelto a la normalidad,
salvo la pared que mostraba una puerta entreabierta. Tiró de ella; ante
él, un armario con papeles, una pequeña caja fuerte y, abajo, su espada.
La cogió y, sin perder tiempo, enganchó de nuevo la vaina a su cintu-
rón. Tomó también una pistola, pues tras mirarla concluyó que era mejor
que la suya, y el machete recuerdo de su refriega con los mercenarios.
—Adriem —le interrumpió la niña. Iba a añadir algo más, pero alzó la
mano para pedirle silencio. Ya sabía a qué se refería y tenía un problema.
Una corriente de frío inundó la estancia cuando una figura irrumpió
en el despacho. Cada paso que daban las botas del coronel sobre la ma-
dera del suelo retumbaba por toda la estancia. Caminó sin prisa hasta
situarse ante la mesa y dejó una carta.
Suspiró y miró hacia el fondo del despacho. Se acercó a la librería y
tomó algo de ella, probablemente un libro.
—Tantos años de experiencia para que una mocosa del Estado Mayor
ignore mis recomendaciones —dijo para sí, con tono abatido.
Se escucharon sus botas deteniéndose ante la falsa pared que daba al
armario oculto. Se tomó unos instantes, para después alejarse hacia la
puerta y cerrar el pestillo.
Pasado unos segundos, las líneas de luz del ether cubrieron la puerta y
el chasquido de los cierres precedió a su apertura. Encajado en una pos-
tura que le estaba destrozando la espalda, Adriem recuperaba el aliento.
Salió lentamente con cuidado de no hacer ruido y se sintió liberado a la
par que presa del dolor. Había faltado realmente poco.
Echó una ojeada al sobre que había sobre la mesa. Tenía el sello lacra-
do roto, con el escudo de armas del emperador, y la nota a pie del sobre
indicando el remitente: «Comandante Alexa Ur Nimade». Sabía que no
debía extraer la carta ni leer su contenido, pero tampoco debería estar
robando a un coronel, pese a que fueran sus propias pertenencias. Al
menos satisfaría su curiosidad.
La niña le observaba mientras volvía a dejar la carta en su sitio.
—¿Qué pone? Dudo que nada que te interese.
—Te equivocas... Vamos a tener que marcharnos con más razón: ya
se dirigen hacia aquí varios trenes con soldados y suministros. Atacarán
por aire y tierra según lleguen en menos de tres días con todo para hacer
caer la barrera. Con razón el coronel estaba en desacuerdo... Va a ser una
masacre si la quieren tomar rápido; por mucho apoyo aéreo que tengan,
van a tratar de saturar la defensa mientras toman la ciudad a pie, casa
por casa. —Cuadró el sobre para dejarlo en la misma posición que como
lo encontró—. Atravesaremos las montañas. No me va a dar tiempo a
cruzar la llanura por los caminos.
—¿Podrás salir de aquí sin que te vean?
—Si la tormenta sigue arreciando fuerte, va a ser un problema —dijo
mirando hacia las escarpadas laderas—. Pero los vigías no podrán verme.
Lo malo será cuando estemos en mitad de las montañas sin víveres. —
Sonrió con cierta ironía—. Supongo que aquel obrero tenía razón. No hay
alternativa.

Avanzaba por la ladera escarpada, hasta el punto de tener que escalar


en algunas partes. Poco a poco ascendía buscando un paso que le guiara
hacia el aún gélido norte. Adriem no quiso mirar atrás en ningún mo-
mento mientras dejaba el gran valle a sus espaldas. Los hombres de aquel
tren estaban en su mayoría condenados a una batalla cuya victoria se
cobraría un alto precio. La niña iba detrás de él, sin esfuerzo.
—Por esa cara, adivino que sientes pena por los comunes que dejas
atrás. Ni que te hubieran tratado bien, precisamente.
—Van a ser pasto de Alma en apenas dos días. Pero igual, si consigo
arreglar mi pasado, ellos acaban estando a salvo. Así que no me preocu-
pan —mintió—. Nada me ata a ellos.
—Nada te ata a ningún sitio.
—Sí: el norte.
—¿Cómo esperas servirte del oráculo de Noraik Ard? Ya en mi época
estaba inservible. Deberíamos ir a Nara.
—Nara es territorio de Kai, sería un suicidio. Precisamente porque él
también piensa que es inútil, me otorga una mínima oportunidad.
—¡Si falla, será una pérdida de tiempo! Habrás sacrificado semanas
para nada. ¡No puedes permitirte el lujo de arriesgarte! —Le tomó de la
mano con fuerza. Cuando la miró, sorprendido al sentir su tacto, vio que
su cara reflejaba una profunda tristeza—. Por favor.
—Si es lo que ha de pasar, estoy preparado para asumirlo.
—¿Por qué no lo dejas? Para y descansa. Disfruta del tiempo que te
queda. Yo estaré aquí y...
Adriem agarró el colgante y lo apretó con fuerza.
—Si me detengo, el dolor es insufrible.
Le soltó la mano y se desvaneció, como otras tantas veces, pero esta
vez dejó una frase en aire. No supo interpretar si era un cumplido o un
reproche:
—Eso es porque aún te queda corazón.
CAPÍTULO 10
-Juego de poder-

La cámara circular donde se reunía el gobierno de Kresaar tenía en su


centro como protagonista a la máxima regente del país, Gabrielle. La dra-
gona miraba a cada uno de los representantes de las tribus confederadas
que analizaban sus palabras. La pesada túnica, bordada con recargados
motivos florales de varias piezas y ceñida por un fajín que se anudaba con
un elaborado nudo, caía por su cuerpo haciendo sus movimientos muy
limitados, pero era el atuendo tradicional. Algo que se cuidaba con sumo
detalle, herencia de las costumbres de la antigua Galdabia.
La cámara se componía de una mesa por cada una de las seis tribus,
donde se sentaba el embajador y una representación tanto militar como
shaman que variaba según la importancia de la tribu y su peso en el go-
bierno. No en vano, la mesa de Alto Solánica poseía veinticuatro miem-
bros y la de Est-lar apenas siete. Además, en el centro se situaba una
séptima reservada para los dragones, de cuyas veinticinco sillas, la que
más llamaba la atención era la que se hallaba vacía, correspondiente al
fallecido Lord Gebrah. Pese a todo, había otra ausencia que Gabrielle no
pasaba por alto: la silla que se retiró hacía décadas, correspondiente a su
hermano.
Todos esperaban noticias sobre el frente, pero nada de lo que pudiera
decir a aquellos dragones que siempre presidían la mesa central, ni a los
doalfar ni tan siquiera a los escasos comunes que tenían el honor de estar
allí, procedentes de las regiones sur orientales, podría tranquilizarlos. El
tiempo en que habían sido capaces de contener el frente, incluso celebrar
alguna victoria, había terminado, y el Imperio avanzaba sobre las tierras
de Kresaar como una bestia hambrienta que lo devoraba todo. Era cues-
tión de retenerlos en su avance con la esperanza de que el desgaste de
la guerra pasara su factura antes de que fueran sitiados por un enemigo
inmisericorde. Esa guerra no dudaría más allá del invierno; la única duda
era saber si Kresaar resistiría o no.
Todo el lujo de aquella sala, llena de bellos mármoles y frescos, con
cuadros que rememoraban viejas batallas y victorias gloriosas, no sería
más que cenizas si la bota imperial se posaba sobre la capital kresáica.
Pero no era la primera ocasión en la que los dragones se sentían ame-
nazados y siempre habían sobrevivido. Incluso tras la humillante derrota
en la Guerra de las Lágrimas, que terminó con el Pacto de Tiria. Aque-
lla vez tampoco debía ser diferente, y aunque tuvieran que resignarse a
perder poder, reconstruirían de nuevo el reino. Tenían la ventaja de la
paciencia y el tiempo.
Sin embargo, allí estaban, enzarzados entre todas esas exigencias, pa-
labrería asustadiza que no servía de nada. El Imperio aún no había toma-
do el paso del norte y muchos ya daban por inevitable la derrota frente a
los comunes. Esa guerra ya no podía ser ganada, pero sí se podía forzar
al Imperio a pactar. Su enemigo tampoco era inmune al agotamiento, y
ya habían llegado noticias del hastío de su población por una guerra de
la que empezaban a dudar de sus beneficios. A fin de cuentas, como los
negocios, la guerra tenía una factura y el balance debía ser positivo.
Pese a todo, los humanos siempre habían demostrado a lo largo de su
historia ser criaturas orgullosas. Si veían la oportunidad de doblegarlos,
tal vez serían capaces de pagar el precio, por alto que fuera. Conocían am-
pliamente a su enemigo y sus debilidades, y quizás esa misma soberbia
fuera su propio punto flaco. Debían encontrar la manera, pero mientras,
en vez de pensar estrategias, tenían que salir al paso de las cuestiones,
en su mayoría inútiles. Nada de lo que dijera ahora iba a servir hasta que
calmara los ánimos y lograse hacerles ver que el enemigo tal vez aceptase
una solución conveniente si satisfacía su ego.
El tiempo de las preguntas pasó y cerró la sesión con una valoración
final:
—… Señores, Kresaar no ha caído todavía, ni lo hará. Si toman el paso
del norte quedarán ahí atrapados y no podrán avanzar sin exponerse al
frío y la falta de víveres hasta que el invierno pase. Tiempo en el cual
los hostigaremos con las guerrillas de los montes y reforzaremos las de-
fensas con todos los hombres que puedan empuñar un arma a lo largo y
ancho del país. Tal vez consigan llegar a las puertas de Esthas, pero los
pocos que lo consigan nos encontrarán a nosotros, los veinte dragones
del consejo, y toda la artillería de la ciudad. Ni siquiera durante la Gue-
rra de las Lágrimas cayó, esta vez no será diferente. —Su mirada se tornó
sombría—. Los dejaremos pudrirse en la nieve mientras los cuervos ha-
cen el resto.
El revuelo de comentarios le hizo saber a Gabrielle que su discurso
los había convencido en principio, así que, aun temerosos, contaría con
su apoyo durante un tiempo más. Lo recitó al completo, sin tener que
pensar ni una sola de las palabras, pues lo había ensayado durante tres
días. Observando su fervor, se preguntó hasta qué punto la cámara era
útil cuando había demostrado aquellos años cuán fácil era de manipular.
Sonrió para sí misma, pues precisamente esa maleabilidad era lo que ma-
yor bien hacía a sus intereses. Satisfecha, se dio la vuelta para abandonar
la sala cuando uno de los guardias de la cámara se acercó, con paso apre-
surado, a su encuentro.
—Su excelentísima, una visita le espera en el despacho azul —dijo tras
una breve pero pronunciada reverencia.
La dragona le dedicó una mirada iracunda.
—Me están esperando los generales del norte, no tengo tiempo. ¿Cómo
osas interrumpirme porque alguien se ha presentado sin ni siquiera con-
certar una cita? Sea quien sea, échalo.
—Lo lamento muchísimo, mi señora. Me temo que no me es posible
hacer lo que me ordena. —El guardia se encogió—. Se trata de su herma-
no.
—¿Kai? ¡Por el amor de Alma! No tiene autoridad alguna para exigir-
me una audiencia, ni tan siquiera para pisar este lugar. Cumple mis ór-
denes y échalo. Hace tiempo que no es bienvenido —increpó caminando
hacia la salida de la cámara—. Porque es de mi familia, tendré la gentileza
de que lo escolten con discreción fuera de la ciudad. Si opone resistencia,
será encerrado como cualquier desertor.
El guardia le seguía en actitud sumisa.
—Disculpe, mi señora..., ¿también a su acompañante?
Paró en seco y se giró:
—¿De quién se trata?
— No me ha dicho su nombre, tan sólo que es su prometida. —Ga-
brielle sintió que esa última palabra se clavaba como un puñal en lo más
profundo de su ser—. Una doalfar, mi señora.

Cuando entró en el despacho azul, llamado así por sus paredes cu-
biertas de papel con flores en distintos tonos de cian, en contraste con el
mobiliario, de bellas tallas y lacado en blanco, unas palmadas llamaron
su atención.
Aplaudiendo sin demasiada efusividad, su hermano Kai estaba senta-
do junto a la ventana, entornando una sonrisa que le pareció insultante.
—Bravo, sólo puedo decir eso: bravo —afirmó con un tono sarcástico
que produjo una mueca de desagrado en Gabrielle—. He podido escuchar
tu discurso ante la cámara. Ha sido muy emotivo y esperanzador, casi di-
ría que se me ha escapado una lágrima. Si no fuera porque sé que ha sido
todo mentira... ¿Qué podía esperar si no de mi hermana?
—Déjate de teatro, Kai. ¿Qué haces aquí? —La regente lo miró, impa-
ciente por estar perdiendo el tiempo—. Me han dicho que has venido con
tu prometida, ¿te vas a desposar de nuevo? Si es así, mis felicitaciones.
Ahora ya puedes marcharte de esta ciudad.
Él se le acercó con esa estúpida sonrisa. Aquella idéntica a la que lu-
cía cuando eran jóvenes y que para ella siempre significaba un dolor de
cabeza.
—¿Esa es la forma de tratar a tu hermano pequeño? Vuelvo a casa y me
recibes así —negó con la cabeza—. No has cambiado en absoluto... Pero
no es contigo con quien quería hablar, sino más bien con el consejo.
—Has de estar más loco de lo que recordaba si piensas que voy a au-
torizarlo.
Kai pasó la mirada por ella, analizándola.
—El cargo te ha sentado bien estos años... Has conseguido construir
una nación en torno a los restos de Galdabia, pero tú sabes que no es
más que una burda copia que volverá a caer en cuanto los comunes pisen
de nuevo Esthas. Necesitas algo más que a las tribus y a los nuestros si
quieres mantenerla viva.
—Eso no ocurrirá, Kai. La capital no caerá. —La retórica cargada de
soberbia de su hermano siempre atacaba sus nervios—. Y dudo que nada
de lo que tengas en mente vaya a ayudar tan siquiera a ganarte el perdón
de los nuestros.
—Me da igual vuestro perdón. ¿Qué crees que van a hacer? Se queda-
rán ahí sentados, esperando a que todo acabe, y cuando el Imperio llame
a las puertas, recogerán sus cosas y se marcharán a otro lugar. ¡No vais a
pelear por esta ciudad!
—Olvidas que no nos podemos permitir ni una muerte más. Ya perdi-
mos a Gebrah, hay que actuar con inteligencia.
—Eso no es más que cobardía enmascarada de supervivencia. Es una
vergüenza tener que seguir viviendo arrodillados ante esos miserables
comunes —dijo apretando los dientes.
Gabrielle se quedó mirando, expectante, cómo perdía los nervios.
Como siempre, era irascible, y pese a la desgracia de perder el antiguo
reino, ella era mucho mejor gobernante de lo que hubiera sido él. La son-
risa que se dibujó en su rostro y su silencio le advirtieron que estaba
perdiendo los papeles, y éste se calmó.
—Pero como bien has señalado, estoy aquí para ayudar. No quiero
ver este palacio en las sucias manos de los imperiales. Tú misma me has
preguntado por mi prometida. —La sonrisa sombría que se formó en los
labios de Kai heló la sangre de su hermana—. ¿Acaso crees que he venido
a presentarte a alguien que no conocieras? Sólo hay una mujer a la que
quiera por esposa. —Miró hacia la puerta que daba a una salida contigua
y alzó la voz—: Amor mío, entra, por favor.
Gabrielle sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y una sensación
de vértigo se apoderó de ella. Aquella figura que entraba en la sala desde
el exterior nunca podría olvidarla, y pese a los avisos de los espías que
vigilaban el trabajo de su hermano, nunca creyó que fuera a tener éxito.
Aquella imagen se le antojaba irreal, propia de una pesadilla, mas la rea-
lidad estaba allí de pie, en persona.
—Lady Eraide Sen Ukain.
La Princesa Oscura había vuelto al lugar que pisó por última vez hacía
ya más de quinientos años. A pesar de los siglos transcurridos, por un
momento sintió que había sido ayer mismo cuando la doalfar fue presen-
tada ante ella por primera vez. Cuando la miró con aquellos ojos azules
intensos, llenos de vibrante vida. Mas, con el tiempo, la dragona descu-
brió que era una ilusión: en ellos sólo había muerte.
Esa sensación volvía a estar presente y el tiempo pareció detenerse.
Las palabras no brotaban de ella ante la visión de aquella mujer que se
inclinaba con profundo respeto. Con aliento contenido se acercó hasta
ella y, sin más preámbulos, le dio una bofetada que casi la tiró al suelo.
—¡Traidora!
Kai le lanzó una mirada furiosa, pero permaneció inmóvil.
Eraide se levantó sin emitir ni un solo quejido. Alzó la mano pidiendo
la palabra mientras Gabrielle trataba de recuperar la compostura.
—Habla —le ordenó.
—Lady Gabrielle, a pesar del tiempo transcurrido, soy consciente de
que mi presencia aquí no es del agrado de vos, pero permítame al menos
el derecho a expresarme —respondió en apariencia serena, pese a tener
la cara enrojecida por el golpe—. Mis recuerdos de entonces todavía son
confusos; aun así, puedo jurarle por Alma que el mal que se me atribuye
no fue mi responsabilidad. Fallecí al final de la Gran Guerra a manos del
caballero rebelde que en su día fue mi guardaespaldas. Pero el amor y
la dedicación de mi prometido me han dado esta segunda oportunidad.
—Se arrodilló e inclinó la cabeza hasta dar con la frente en el suelo—.
Imploro vuestro perdón, por las ofensas que pude cometer contra vos,
y deseo usar esta nueva vida para ponerla al servicio del consejo de los
dragones. Renuevo ante vos el juramento que hice cuando era niña.
Gabrielle no sabía qué responder. ¿Realmente no se acordaba de nada?
¿Era ella o su hermano la estaba engañando? Sin duda, en apariencia y
forma de expresarse resultaba idéntica. Si fuera Eraide de verdad y, tal y
como parecía, no recordaba lo que pasó en Neferdgita, podría significar
que había perdido su poder. ¿Qué podría aportar entonces una sencilla
doalfar a la guerra?
Ante la falta de respuesta, Kai tomó la palabra:
—Hermana, no nos preocupemos por un hecho de hace medio mile-
nio; el Imperio está tomando la ruta meridional de Solánica, y pese a tus
inspiradas palabras ante el consejo, sabemos que si tu plan de hostigarlos
durante el invierno fracasa, poco tiempo podremos contener a esos co-
munes cuando las nieves se fundan.
—¿Y qué puedes ofrecer? —dijo Gabrielle sin perder de vista a Eraide.
—Si consigues que el consejo me vuelva a aceptar, puedo traer conmi-
go el apoyo de Detchler y la Liga de los Pequeños Reinos.
—Difícil de creer —replicó—. Se han mantenido neutrales en esta gue-
rra, no van a poner en peligro ese equilibrio arriesgándose a aliarse con
nosotros, menos cuando estamos perdiendo. Dudo que quieran enfren-
tarse al Imperio en estas condiciones.
—Tengo aliados importantes en el gobierno del Ducado, y saben que
si cae Kresaar, es cuestión de muy poco tiempo que sean invadidos. He
trabajado estrechamente para planificar la defensa del país y fortalecer
las relaciones de la Liga. No garantizo una victoria, pero aunque nos de-
rrotaran, sería a un alto coste para nuestros enemigos.
—Por buena que sea tu estrategia, no puedes aspirar a que esos reinos
sobrevivan. Además, ¿qué pueden ofrecer a Kresaar? Por famosa que sea
la caballería detchliana o los buques frasianos, sigue siendo una apor-
tación que, aun bienvenida, sería insuficiente. Estás más loco de lo que
pensaba.
—¿Quién ha hablado de la caballería o los buques? Mi querida her-
mana, no me arriesgaría a presentarme aquí sin algo que pudiera ser de-
terminante para inclinar la balanza a nuestro favor. En el Ducado llevan
años trabajando en un proyecto interesante. El Imperio ya lo había inten-
tado, pero el enfoque era diferente y prometedor, así que les di algunas
ideas para mejorarlo. —Se acercó a ella para proseguir con un tono de voz
más bajo—: Crear artificialmente el poder de un zodiakel.
—¿Sabes lo peligroso que es eso? —se escandalizó ante la magnitud
de semejante afirmación. Cada vez que se había intentado, el resultado
había sido un desastre.
—Es posible, pero esta vez pude ofrecerles unos datos que obtuve gra-
cias a las investigaciones que he realizado los últimos años. —Una mira-
da furtiva hacia su prometida le hizo comprender a Gabrielle que hablaba
de Neferdgita—. Siempre hemos cometido el error de infravalorarlos, no
lo hagamos de nuevo. —Sonrió satisfecho—. ¿Qué podemos perder? Si
tenemos suerte, la marca del norte los retendrá y no les dará cobijo cuan-
do llegue el mal tiempo, pero eso no garantiza que las naves imperiales
arribaren a Esthas. Sabemos que nuestra flota no es rival y será una mera
cuestión de saber cuánto resistiremos antes de abandonar la ciudad. Pero
con esa arma, el rumbo de la guerra cambiará. —Miró a Eraide—. Danos
asilo y será tuya. ¿Acaso no has soñado nunca con tener ese poder entre
tus manos?

Eraide entró sofocada en la habitación que les había cedido Gabrielle


en el ala sur, en una zona muy poco concurrida y discreta. Kai, detrás de
ella, cerró la puerta de aquella lujosa estancia decorada en mármoles y
con vistas a las murallas y los arrabales orientales de la ciudad. La pareja
de guardias que los había acompañado se había quedado custodiando el
otro lado de la puerta.
La doalfar se dejó caer en el diván que había a los pies de la gran cama
con dosel. Se echó el flequillo hacia atrás con los dedos, tratando de re-
lajarse un poco.
—Ha sido muy desagradable, Kai —le recriminó.
—Vamos, cariño, ya ha pasado. —Se sentó en el brazo del diván y le
acarició la mejilla—. Ha sido duro, pero era necesario enfrentarnos a mi
hermana. Sin convencerla era del todo imposible que el consejo nos fuera
a aceptar. Solo piensan en su posición y temen que reclame el trono, pero
poco a poco nos ganaremos su confianza.
—Su mirada... —dijo evocando aquellos ojos de la dragona que la ha-
bían escudriñado, y sintió aún el calor en su rostro—. Su mirada se cla-
vaba en mí... ¿Qué pasó para que me odie de esa manera? Cree que fui
la responsable, pero no sé cómo presupone tal cosa. Sólo trataba de que
Arshius me escuchara y terminara con aquella rebelión... ¿Acaso cree que
yo también os traicioné? ¡Es impensable! Este es mi hogar... Pero, aun
así, desearía no haber vuelto.
—No has de pensar eso. Sólo quiero que estés a mi lado y poco me
importa lo que ellos crean. Recuperaremos nuestro hogar y nuestra posi-
ción en este país. Estoy cansado de esconderme. No es solo a ti, mi amor:
creen que ambos somos traidores. —La miró a los ojos y se estremeció—.
Pero, en realidad, son ellos los que nos traicionaron.
—Yo… no lo entiendo, Kai —dijo abrumada—. ¿Por qué?
—Nosotros somos los herederos del trono, pero poco dudaron en
aprovechar mi debilidad por tu muerte para firmar ese vergonzoso tra-
tado con los comunes y expulsarme. Todo urdido por mi hermana para
ocupar el poder.
—Entonces, ¿por qué pactar con ella? —Se incorporó—. Si te traicionó
una vez, lo hará de nuevo.
—No, mi amor. No si yo lo hago antes.
Dudó un poco la doalfar, pero de último no hacía más que repetirse
una pregunta que, sin darse cuenta, se deslizó por sus labios:
—Fue Cruz quien te convenció, ¿verdad? Hace unos meses no querías
ni tan siquiera salir de aquella isla.
Él la abrazó, gesto que la cogió desprevenida.
—¿Acaso importa? Sólo anhelo lo que mereces por justicia.
—¿Y si no lo quiero? —dijo correspondiendo el abrazo—. Hace dema-
siado tiempo, Kai, y no deseo que te pase nada.
—Nada me separará de ti. —La tomó por el cuello con delicadeza y
acercó su rostro para besarla. Las manos del dragón se deslizaron por su
cuello, buscando su cintura para traerla contra sí y apartar la discusión
de sus pensamientos entre un mar de sábanas y pasión.

La cama seguía deshecha, y pese a que Kai había abandonado la ha-


bitación a primera hora de la mañana, Eraide continuaba tumbada, sin
ánimo de levantarse. La noche había sido perfecta, hacía mucho tiempo
que no pasaba una así, pero, pese a todo, una sensación de desasosiego la
turbaba desde que abrió los ojos con los primeros rayos de sol. Había un
extraño vacío en lo más profundo de su ser que no lograba calmar.
—Tal vez no debería haberme despertado nunca —se dijo a sí misma,
angustiada.
Una lágrima amenazó con deslizarse por su rostro, pero ese malestar
desapareció cuando una voz la replicó:
—Tal vez hubiera sido mejor para todos.
Miró a un lado y a otro, tratando de buscar el origen de aquella voz,
pero no había nadie. Las cortinas ondeaban por el viento y todo parecía
tranquilo. ¿Había sido producto de su imaginación? Un movimiento fur-
tivo llamó su atención. Una pequeña sombra se movió hasta esconderse
bajo el aparador. No fue capaz de distinguir su forma; probablemente
fuera una alimaña, pero no sabía cómo había trepado hasta allí. Se levan-
tó, envuelta en las sábanas, dispuesta a echarla.
—Tanto temor por la Princesa Oscura y, la verdad, es que das un poco
de pena. —La misma voz que antes sonó a su espalda... Se giró asustada
y vio entre las cortinas, encaramada como un gato en la balaustrada, a
una joven—. No te preocupes por mi niña, es asustadiza, pero necesitaba
a alguien que me vigilara el camino.
—¿Una invocación? No es posible... ¿Cómo has subido hasta aquí? —
estaba desconcertada y dio un par de pasos hacia atrás, decidida a llamar
a los guardias.
La chica pisó dentro de la habitación echando las cortinas a un lado.
Sus ropajes ajedrezados y ceñidos resultaban extraños, y el pelo albino
remataba su peculiar apariencia. La miraba ladeando la cabeza, con los
ojos muy abiertos y expresión tiznada de cierta locura.
—No me insultes, por favor. ¿Invocadora yo? No soy uno de esos es-
tirados que creen que tienen poder por ser capaces de controlar a unos
estúpidos monigotes.
—Perdona… —replicó, ofendida por el tono irreverente de la mucha-
cha—. Resulta que ese bicho parece ser uno de esos monigotes de los que
hablas.
—Puf... —Parecía decepcionada—. Esperaba que fueras capaz de ver
un poco más allá… —Se quedó un momento callada y la miró con sorpre-
sa—. Espera un momento... Tú no eres capaz de sentir.
—Claro que sí. La magia no tiene apenas secretos para mí, estúpido
gato. —Se puso de pie y la miró, indignada—. Pero no tengo que respon-
der ante ti, ni malgastar un ápice de mi ether. Seas lo que seas, lárgate o
los guardias se encargarán de ti.
Cuál fue su sorpresa cuando empezó a reírse a carcajadas de ella, has-
ta el punto de saltársele las lágrimas y quedar sin aliento.
—No, no puedes. Es un farol y, créeme, cariño, de eso sé bastante. Así
que vamos, demuéstramelo, princesita —dijo burlonamente—. Si de ver-
dad fueses Eraide, no necesitarías de esos paletos de ahí fuera para echar
a una simple intrusa.
Eraide era consciente de que quería que entrara en el juego, pero no
iba a permitir descubrirse ante ella. Tenía razón, desde que despertó ha-
bía intentado usar su poder, pero solo había conseguido frustrarse.
—No veo la necesidad. Tú lo has dicho, eres un simple gato, me da
igual que hables.
—¿Ves? Te lo dije: no puedes.
La miraba sonriente, con esa actitud impertinente, claramente satisfe-
cha de su victoria. Cosa que la enervó todavía más.
¡No lo iba a permitir! Se concentró, buscando la runa de enlace que
tendría esa criatura. Era algo muy sencillo que debía ser capaz de ejecu-
tar. Pero el resultado, como otras tantas veces, fue el mismo.
Nada.
Desesperada, lo volvió a intentar y fracasó de nuevo, una y otra vez,
instigada por la risa del gato que no cesaba de mofarse de ella.
—Déjalo, no vas a poder. Estás rota por dentro.
—Sabes más de lo que aparentas. ¿Por qué? —la miró contrariada—.
¿Por qué no puedo ver el ether? Antes era un juego de niños para mí.
Lord Gebrah me enseñó toda la magia que un dragón era capaz de hacer,
mi poder era… Era… —Miró las palmas de sus manos buscando los ras-
tros de energía que debían recorrer su cuerpo—. Ni siquiera necesitaba
usar runas.
—Exacto, eras probablemente la sephirae más poderosa que ha cono-
cido este continente. Pero mírate ahora, es muy gracioso verte la cara.
Gebrah me habló de tu poder, cuán formidable era, y siempre sentí cierta
envidia, ¿sabes? Una pena que él ya no esté. —En el tono de voz de la
muchacha, Eraide pareció notar cierto pesar, tal vez… ¿nostalgia?—. La
Princesa Oscura vacía de poder, indefensa... —su voz se tornó siniestra y
se relamió.
—¿Conoces a Lord Gebrah? Dime, ¿dónde está? Seguro que él sabe
cómo arreglar esto.
—Mmm…, eso va a ser difícil. Gebrah murió hace tres años.
Se acercó a ella y la obligó a retroceder unos pasos ante aquellos pene-
trantes ojos, tan claros que parecían albinos.
—No… No es posible. Gebrah no ha podido morir, era el más poderoso
de los dragones. ¡Estás mintiendo, sucio gato!
—¿Qué ganaría mintiéndote? Aunque no tienes por qué creerme...
—Por supuesto que no. —Dio unos pasos atrás. Sin poder invocar, es-
taba indefensa ante ese extraño ser—. ¿De qué le conoces?
—Mi nombre es Idmíliris, la última de sus creaciones. De alguna for-
ma que me desagrada, se diría que soy su legado.
—¿Acaso eres una…? ¿Una… muñeca? —Eraide no podía creerlo, pues
Gebrah siempre se opuso a la creación de aquellos golem—. No puede
ser, él nunca…
—Sí, querida, las cosas han cambiado mucho mientras dormías plá-
cidamente. —Se soltó la correa que llevaba a modo de collar, y en su
garganta relució una runa que representaba el nombre de su creador—.
¿Esta es la prueba que buscabas?
—Entonces… —Fue asumiendo con tristeza que lo dicho por aquella
arlequín era cierto—. ¿Cómo murió?
—Fue asesinado.
—¿Por quién? El poder de Gebrah era inmenso… Tal vez… —Una idea
se formó en su mente. Sólo un dragón podría ser derrotado por otro, pero
Idmíliris abortó esa ocurrencia.
—Tranquila, no fue tu querido Kai..., sino un sencillo y triste humano.
—¿Un solo común derrotando a un dragón? Eso es… difícil de creer.
—Tal vez, pero así fue. Sin duda, el poder de ese humano sobrepasó
nuestras expectativas. A día de hoy, puede que sea un sephirae casi tan
poderoso como lo fuiste tú.
—No es posible, yo era única... Nadie podía medirse conmigo. Si el Eco
no lo ha consumido, ese humano lo pagará. ¡Gebrah fue el mentor de Kai,
mi prometido se vengará!
—Puede que en mitad de vuestra visita a Estash no sea el mejor mo-
mento... Además, ¿y si ya lo sabe? En caso de que no quiera vengase, ¿lo
harás tú por él? Te enfrentarás a quien mató a un dragón sin tan siquiera
poder hacer una runa. Eso suena patético —se rio de ella.
—¡Me da igual! Algún punto débil tendrá.
—Claro que lo tiene.
—¡Habla! ¿Sabes cuál es?
—Tú, querida. —La sonrisa siniestra de la arlequín fue capaz de helar
la habitación.
Eraide se quedó estupefacta ante aquella afirmación. ¿Cómo era eso
posible?
—¿Acaso lo conozco?
—No, pero él a ti sí.
—Dime su nombre.
—Claro, princesa —se relamió—. Adriem Karid.
—Adriem… —El vacío de su pecho se acrecentó sin saber por qué. Se
sentía desasosegada cada vez que oía ese nombre—. ¿Quieres vengarte
de él?
—Por supuesto. Pero no le mataré, antes haré que sufra. Tendrás mi
ayuda para recuperar tu poder y vengarte de ese humano, princesa, pero
con una única condición.
—¿Cuál? No me gusta deber favores...
—No te preocupes, es sencillo: no le hables a nadie, absolutamente
a nadie, de nuestro encuentro. No soy una criatura apreciada entre los
dragones por lo que soy. Creo que conoces ese sentimiento.
—A nadie... —Obviamente, no se fiaba de ese ser, pero en tales cir-
cunstancias tampoco se atrevía a contradecirla. Mejor mantener la com-
postura y ver qué podía sacar de ello. Kai había tenido sus secretos, ella
se encargaría de los suyos—. Tienes mi palabra, así que habla. ¿Cómo lo
encontraré?
—Si lo supiera, ya lo hubiera hecho yo misma. Pero seguro que entre
estos muros no lo hallarás. —La pequeña criatura de oscuridad salió de
debajo del mueble y se posó sobre el hombro de Idmíliris con sus dos
garras. Tenía una forma redonda y sencilla, casi parecía una caricatura
en la que destacaba un par de ojos grandes y brillantes. La muchacha le
lanzó un beso como despedida y brincó hasta colocarse al borde de la
ventana—. Estaré observándote, y si consigo alguna información valiosa,
serás la primera en saberlo. Antes que nada, cómo recuperar tu poder.
Seguro que lo echas de menos. —Sin tan siquiera despedirse, saltó.
Eraide corrió hasta la ventana para ver a dónde se dirigía el gato, pero
cuando se asomó no había ni rastro de él. Una idea ocupaba sus pensa-
mientos: tenía que encontrar a ese tal Adriem Karid, ¿pero cómo? De
cualquiera de las formas, antes tenía que recobrar sus facultades.

A pocos kilómetros de Esthas había una vieja casa de postas que, gra-
cias a las nuevas rutas comerciales, yacía abandonada desde hacía más de
una década. El piso de arriba estaba en ruinas y la lluvia se filtraba por
las ennegrecidas vigas de roble en una sinfonía compuesta por diversas
goteras.
Zir-Idaraan cerró el libro que estaba leyendo para hacer más amena la
espera, cuando una figura entró por la maltrecha puerta, abriéndola sin
demasiada consideración. Llevaba la casaca cerrada para protegerse del
frío que emanaba de aquellas ruinas, además de ocultar las cicatrices que
surcaban su cuerpo, recuerdo de su enfrentamiento con Gebrah. Pero
había una que no podía esconder, y que atravesaba su mejilla izquierda
hasta su frente, en parte tapada por el parche que escondía su ojo perdido
por las heridas.
A su lado, la silueta de Sayako, sentada sobre la mesa, era iluminada
por un viejo candil y algunas velas. A diferencia de él, vestía un abrigo de
alta confección y lucía perfectamente maquillada. No en vano, la mawler
vivía ahora en la corte.
La arlequín se sacudió para quitarse el agua que la empapaba, como si
se tratase de un felino.
—Odio la lluvia —protestó dirigiéndose hacia el fondo de lo que que-
daba del comedor.
—No sientes el frío, así que no sé por qué has de quejarte.
Sayako, que había permanecido en silencio aquellas interminables ho-
ras sin apenas mover un músculo, se puso en pie y se acercó a Idmíliris.
Sin mediar saludo alguno, la interrogó:
—¿La has encontrado?
—Por supuesto. Enhorabuena, Sayako, la seguridad de ese palacio se
ha portado exactamente como nos dijiste —dijo clavando la mirada en la
mawler.
—Gabrielle ya estaba sobre aviso —respondió sin mostrar emoción al-
guna en su tono—. Deberías darle las gracias a ella.
—Sí, sería muy divertido. ¿Cuántos dragones querrían diseccionarme
y cuántos matarme directamente?
—Podemos apostar —la miró con altivez—. Sería interesante.
Zir interrumpió, impacientado por las amenazas inútiles. Bastante le
había costado en su momento convencer a la mawler de que era necesaria
la arlequín, por mucho que la odiaran. En esas situaciones, los senti-
mientos resultaban ser un estorbo. Todos y cada uno de ellos.
—Esta conversación la hemos tenido demasiadas veces, así que al gra-
no: ¿cómo ha reaccionado la princesa?
—Tal y como esperaba, se lo ha tragado todo. No tiene lagunas, así
que Kai ha debido de encargarse de rellenar sus huecos de memorias.
Pero precisamente la ausencia de esos recuerdos la hacen mucho más
maleable; sigue sin ser muy diferente de la muñeca que encerramos en
el Bastión.
—¿Le recuerda? —preguntó Sayako.
—En absoluto. Ha hecho un gran trabajo ese arrogante dragón. Lo
cual nos da ventaja.
El doalfar se levantó y dejó el libro sobre la mesa.
—Haber estado en el Bastión cuando ocurrió todo nos libró de la gran
disrupción que provocó este cambio en la historia, pero a los dragones
tampoco les afectó, como era de esperar.
—No debemos descartar que haya más gente que haya sido inmune.
Sin ir más lejos, los enfermos de Eco —añadió Sayako.
—Llevas toda la razón y debemos sentirnos afortunados. Hemos so-
brevivido a una disrupción astral sin secuelas aparentes. —Se rascó la
barbilla, meditabundo—. Sin embargo, hay otro detalle que me preocupa:
¿cuántos Ecos de este calibre han podido suceder y ni tan siquiera nos
habremos dado cuenta? ¿Cómo sería la historia sin ellos?
La mawler asintió.
—Es difícil hacerse una idea de cuál es la historia real. Sencillamente
la damos por válida porque es la que percibimos, pero para los demás,
es otra. Aunque estemos hablando de una sola persona, sus acciones han
desaparecido por completo, y por pequeña que fuera una decisión el im-
pacto en el mundo es impredecible. Resulta aterrador.
—¿Qué más da? —preguntó Idmíliris—. Él sigue existiendo aunque
nadie lo recuerde.
—No lo entiendes, Idmíliris. No es que una persona haya podido dejar
de existir, sino el poder necesario para modificar todas las causalidades.
Es inimaginable tan siquiera hacer el cálculo. —Zir sabía que esa explica-
ción poco le importaba a la arlequín. Pero necesitaba verbalizar esa idea
que le estremecía—. La Princesa es, sin duda, la clave.
—Además, debemos tener otra variable en cuenta: puede que no sea-
mos los únicos que aún recordemos a Adriem —dijo Sayako, meditabun-
da y con la mirada perdida—. Cualquier persona que haya sido expuesta
anteriormente al Eco, es posible que haya sentido el cambio de la histo-
ria. Deberíamos estar atentos, pues nos podemos encontrar con invita-
dos inesperados.
—Tampoco debemos olvidarnos de que tras el incidente del bastión
habrá más gente que se haya podido percatar de su existencia —añadió
Zir—. Sin ir más lejos, el SSI parece que no sacó nada de los restos, pero
si Eraide se va mostrando por Kresaar, es cuestión de que hagan algún
movimiento.
—¿Y si hubieran intervenido ya? —insistió Sayako—. Lo hemos visto
con nuestros propios ojos, un sephirae es una llama que se consume rá-
pido, una anomalía que Alma no duda en erradicar. Resulta impensable
que un tipo como Adriem haya sido capaz de llegar tan lejos… ¿Casuali-
dad? Tal vez le han estado ayudando.
—Lo dudo. Creo que nos hubiéramos dado cuenta. Pero no descarte-
mos del todo algún tipo de implicación por parte de los imperiales. Ya
en el pasado han intentado acercarse a Eraide y, para colmo, está lo de
Torre Odón.
Idmíliris escupió al suelo.
—Dejad de darle vueltas, porque da igual —prosiguió esta—. Sin duda,
la Princesa buscará a Adriem por nosotros, y una vez recupere su poder…
¡podremos matarla! Y… Y… —Se mordió los labios, excitada—. Y podré
arrancarle las entrañas una a una a ese humano mientras su corazón pal-
pita.
Zip la miró, asqueado.
—Ahórrame tus sórdidos sueños; Adriem no es más que un mal nece-
sario. Debemos estar centrados y preparados, pues sólo tendremos una
oportunidad —añadió el doalfar—. El poder que vimos de la Princesa Os-
cura en el Bastión solo fue una fracción de lo que es capaz, imaginad lo
que hará una vez completa. No conviene perder de vista cuál es el obje-
tivo.
—¿Estamos seguros de que Adriem posee todavía el último trozo de su
espíritu? —apuntó la mawler—. Ha podido perderlo o deshacerse de él.
No deberíamos descartar ese escenario.
—No, no se habrá desprendido de él, créeme —dijo Zir ajustándose el
parche—. ¿Un tipo que se jugó más que la vida por rescatar a esa muñe-
ca? Si no lo tiene, es que está muerto.
—Después de tanto tiempo, seguimos sin saber cómo murió nuestro
señor Gebrah. No descartemos nada. —Se ató el abrigo y la mawler se
dirigió a la puerta—. He de informar a Lady Gabrielle. Os quedaréis aquí.
Zir miró aquel antro destartalado y se encogió de hombros.
—Qué remedio.
—A mí me parece un lugar encantador —dijo Idmíliris con una amplia
sonrisa—. Aún se puede oler la sangre de los animales que mataban en
el corral.
—Perfecto. —Zir respondió con ironía por tener que pasar más noches
junto a esa criatura. Si no fuera tan útil, la habría estrangulado hacía
tiempo.
—Bien, os mantendré informados si hay algún cambio. —Sayako salió
poniéndose un poncho sobre el abrigo para cubrirse de la lluvia. Montó
su caballo, el cual comía los hierbajos que crecían entre las piedras bajo
uno de los aleros del tejado.
El doalfar y la arlequín se quedaron a solas en aquella ruinosa casa.
Zir se dirigió hacia sus pertenencias y empezó a buscar un lugar donde
acomodarse para pasar, probablemente, varios días allí. Mientras, Idmí-
liris se sentó sobre la mesa, observándole.
—Es deliciosamente insoportable. Si no fuera por esa maldita runa, no
sé qué me pondría más: si imaginar como matarla, o…
No se molestó en responderle. Sayako había sido designada por Ge-
brah como su sucesora, poco había que añadir. Mientras pudiera contro-
lar a Idmíliris y acercarle a su venganza contra Adriem, le bastaba. Hacía
tiempo que Eraide había dejado de importar.
—¿Cómo crees que pudo hacerlo?
—¿El qué? —dijo hastiado.
—Robarle un trozo del espíritu de la princesa. ¿Se lo arrancó? ¡Ten-
dría agallas! Hasta lo respetaría.
—Quién sabe, pero nos da una ventaja para encontrarle.
—¿Va con el alma de la mujer que amó? —empezó a juguetear con los
pies—. Qué dolor más insufrible, ¿no? Saber lo que debe de estar sintien-
do es maravilloso.
Zir no se molestó en mirarla. Se masajeó el hombro que se dislocó du-
rante la reyerta en el Bastión, y que con aquel tiempo le molestaba aun-
que lo dejara quieto. Pero con el dolor también le sobrevino el recuerdo
de Sophia.
—Al menos, le ha quedado algo de ella... —musitó.

Kai salió de la cámara tras reunirse con su hermana, en vistas a pla-


nificar la mejor forma de presentarse ante el consejo. Ella era capaz de
entrever el valor de su plan, pero los demás no serían tan comprensivos.
Se podría conseguir firmando un acta de renuncia a sus derechos dinás-
ticos, que pronto serían papel mojado.
Se sorprendió al ver a Eraide en el pasillo esperándole, mirándole fi-
jamente. No convenía que estuviese fuera de la habitación, pero estaba
agotado y no tenía ánimo para discutir con ella.
—Vaya, no esperaba verte aquí. —Se acercó y la tomó de la mano—.
Deberías estar dentro. No podemos correr el riesgo de que te vea alguno
de los míos.
—Si de momento no me necesitas, quiero volver a nuestra casa —dijo
interrumpiendo a su prometido.
—¿Cómo? —Kai no estaba preparado para esa respuesta—. Pero si este
es en realidad nuestro hogar...
—Lo sé, pero no quiero que me dejes encerrada en este palacio, y me-
nos teniendo que estar escondida de todas aquellas personas que, al pa-
recer, me odian.
—No, de ninguna manera voy a dejar que te marches sin que al menos
te escolte Meikoss. Es muy peligroso, te recuerdo que estamos en guerra.
—El frente está en dirección contraria.
—No es sólo de los soldados de quien hay que preocuparse. Si la capi-
tal cae, no sé qué pasará con las provincias orientales.
—¿Y me dejarás a merced de esta gente? Meikoss tardará en venir de
Detchler, no puedo esperar semanas aquí. ¿Acaso no es también peligro-
so este palacio? Si tanto me odian, es cuestión de tiempo que tramen algo
contra mí a tus espaldas. No quiero separarme de ti, pero tampoco tener
que estar encerrada. —Le asió la mano con fuerza y se acercó a él—. Por
favor.
Kai suspiró pesadamente, lamentándose de no tener salida en aquella
argumentación. Tenía razón; ahora que su hermana la había visto, no
existía razón para retenerla en Esthas. Pero le costaba separarse de ella.
—Está bien, irás a la residencia de verano. Pediré a mi hermana que
me ceda a dos caballeros para que sean tu escolta personal. Espero que
sepas lo que me estás pidiendo, porque si algo te pasara, yo… Yo…
—Sabré cuidarme. Termina lo que has de hacer y ven a buscarme
cuando todo acabe. —Dicho esto, le dio un beso en los labios y le abra-
zó—. Gracias, amor mío.

Kai se había dormido, pero ella era incapaz de conciliar el sueño. Mi-
raba por la ventana como si de un momento a otro fuera a entrar aquella
extraña criatura. No podía fiarse de ella, no tenía razón alguna para ha-
cerlo, pero sentía en lo más profundo de su ser que había verdad en sus
palabras: estaba incompleta.
Algo se estaba removiendo en ella, notaba que esa sensación ya la ha-
bía tenido. Se lamentaba por engañar a Kai, pero sabía que también le
estaba ocultando algo y necesitaba averiguarlo. La semilla de la descon-
fianza estaba germinando en ella y…
…le resultaba extrañamente familiar.
CAPÍTULO 11
-Monstruos en los espejos-

A medida que la nave se aproximaba, cubría con su sombra parte del


tren y al otro aesir que descansaba en mitad del desierto. Su fuselaje,
compuesto por escamas hexagonales, reflejaba el sol del atardecer y des-
lumbraba a los soldados que no habían tomado posiciones acatando las
órdenes del senador.
La sangre del gobernador se había secado y Miguel le dedicó una mi-
rada antes de encarar a Uriel.
—Así que era cierto —dijo asombrado—. A pesar de los informes, me
costaba darle crédito. Has conseguido hacerla volar…
—Nómada. Ese es su nombre.
—Llámala como desees, pero si quieres que mantengamos el trato no
puedo dejar que te quedes con semejante arma. —Entornó la mirada—.
No sé cómo lo hiciste, pero si el sistema de camuflaje funciona es dema-
siado peligrosa.
—Lo entiendo. Si cumples tu parte ya no la necesitaré, así que será
toda tuya. Es más, como muestra de confianza, deja que la atraque en
Tiria; así luego no tendrás que ir a por ella.
—¿Piensas dármela sin más? ¿No vas a pedir nada a cambio?
Uriel no respondió. Miraba a la nave y agitaba el brazo para que le
vieran. Pero lejos de estar tranquilo por tener refuerzos, su faz reflejaba
una seriedad y tensión impropias de él.
—No fallarás a nuestro trato, ¿verdad? Sabes que si me engañas…
—Ten por seguro que cumpliré mi parte.
Le dio un golpecito en el hombro y se dirigió hacia los soldados:
—Confío en ello. Pero por precaución, hasta que me des lo que me
pertenece vendrás en mi nave. Diles a tus esbirros que nos sigan a Tiria.
—Dos soldados escoltaron a Uriel—. Alégrate: después de esto dejarás de
ser un fugitivo. ¿No es lo que querías? ¿Ser libre?
Uriel le miro, aún con gesto serio.
—A diferencia de ti, hace tiempo que lo soy.
La nave iba entrando poco a poco en el muelle de una de las torres
de Tiria, su sombra lo sumía parcialmente en la oscuridad. Las grúas de
amarre se reflejaban sobre el brillante fuselaje que cubría su cuerpo.
La Nómada volvía a la que fue su casa durante muchos años, cuando
el ejército la encontró estrellada en las islas de Accania. Pero, a diferencia
de entonces, maltrecha y abandonada a la herrumbre, volvía majestuosa,
con su vuelo lento y delicado acompañado del zumbido de sus motores.
Josef recordó, a los mandos de la nave, los años en los que vigiló su
sueño de abandono después de que los ingenieros extrajeran toda la tec-
nología que necesitaron para desarrollar las modernas naves de guerra.
Verla ahora entrando en el hangar, triunfante, le henchía el pecho de
orgullo.
El trato, por el cual unos proscritos como ellos podían entrar así en
Tiria, era un misterio, pero conociendo tanto a Uriel como a Miguel, una
semilla de desconfianza había germinado desde que los vio juntos en el
desierto.
Todos miraban desde el puente cómo iba entrando la nave, asistida
por los operarios, cuando vieron al fondo del muelle la familiar silueta de
Uriel, que caminaba hacia los amarres.
No había nadie más para recibirlos en Tiria, ni siquiera los soldados
que le escoltaron en el desierto, y teniendo en cuenta su condición, aque-
llo suponía un alivio. O tal vez una trampa. Mas una vez allí, no podían
echarse atrás.

La nave ya estaba a buen recaudo, y mientras desactivaba el campo de


sustentación, dejando que reposara sobre sus anclajes, el resto no tardó
en bajar a saludar al pelirrojo según se abrió la compuerta. Sin duda, es-
taban ansiosos por saber lo sucedido días atrás, algo que se había negado
a explicar en el desierto. Apretones de manos, abrazos y sonrisas tras
días de incertidumbre con, al parecer, un final feliz.
Pero a Josef no se le pasó por alto el gesto de Fearghus, más distante
de lo habitual con Uriel. Aunque el pelirrojo parecía hacer caso omiso a
este hecho, desde la cabina le era evidente que se sentía incómodo. Abrió
una de las escotillas de la cabina para saludar cuando los motores se hu-
bieran parado y, de paso, escuchar de lo que hablaban en el muelle.
—No sé cómo lo has hecho —dijo Shara cruzando los brazos—, pero
has cumplido tu promesa de traernos a Tiria sin unos grilletes en las ma-
nos. Creo que incluso ahora estoy más preocupada si cabe.
Por un momento, Uriel se quedó claramente desconcertado. No sabía
de las dudas que había tenido la joven durante aquellos días.
—Dije que confiarais en mí y aquí estáis, pisando la capital imperial.
Sabes que siempre cumplo mi palabra, Shara, no tienes de qué preocu-
parte.
—¿Qué has ofrecido a cambio? Este indulto no te ha podido salir gratis
—contestó.
Uriel sonrió, pero no respondió a la cuestión:
—A su debido momento os lo contaré todo. Tenéis que estar cansados
y he conseguido un buen lugar donde reponerse. Coged vuestras cosas.
—Claro, ahora mismo vamos… Mejor hablamos luego, cuando este-
mos más descansados, ¿verdad, Shara? —dijo Anna agarrándola del bra-
zo, pero Shara no se movió ni un centímetro, sin apartar la mirada del
pelirrojo—. Vámonos, por favor. No es el momento —le suplicó.
—No, Anna, deja que se quede.
La mawler los miró a ambos y se apartó con resignación, tras lo que se
dirigió a la nave junto al resto.
Uriel cogió del hombro a Shara para dedicarle con una sonrisa:
—Necesito que vengas conmigo.
Joseph vio cómo le dijo algo en voz baja y no puso objeción alguna.
Sencillamente asintió y le siguió fuera del hangar. Mientras, a la vez que
él pero desde la rampa de entrada a la nave, Fearghus también se había
quedado mirando cómo ambos se perdían por los pasillos.

Anna, al ver que el delven no venía tras ella, se detuvo en la intersec-


ción de los pasillos mientras Josef se la cruzaba en dirección a su cama-
rote. No tardó demasiado en aparecer Fearghus y, pese a que para la ma-
yoría la expresión del delven era siempre la misma, ella notó que lo que
le estaba obsesionando aquellos días, y que se negaba a contar, se había
acrecentado. Había aguardado pacientemente a que él quisiera hablar
del tema, pero no podía guardar silencio por más tiempo.
—Muy bien, Fearghus, ¿qué sucede? —le cuestionó con los brazos en
jarras, interponiéndose en su camino—. Estoy harta de ver esa expresión
en tu cara.
—Nada —dijo seco y conciso. Se echó a un lado para sobrepasarla,
pero cambió el paso y nuevamente se cruzó. Resopló y se apartó el fle-
quillo, acercándose a él y apuntándole con el dedo en el pecho a modo de
recriminación.
—No me mientas. Algo pasa, y por alguna razón que desconozco no me
lo quieres decir.
Un pequeño tic en el ojo le demostró a la mawler que tenía razón, pero
en vez de responder, le agarró la mano y con delicadeza la apartó.
—Si ocurre algo y no te lo quiero decir, ¿por qué crees que cambiaría
de opinión? —La dejó a un lado y avanzó por el pasillo, pero la mawler
no se rindió.
—¿Y cuándo piensas decírmelo, maldita sea?
—Cuando sea el momento.
Anna se exasperó ante aquel secretismo.
—Por Alma, ¿y por qué no ahora? Si algo te preocupa, puedes contár-
melo. Somos… Somos amigos desde hace mucho tiempo. Puedes confiar
en mí, ¿no crees?
Fearghus se giró y le dedicó una mirada que la desconcertó. No estaba
enfadado, ni siquiera molesto... Parecía resignado, y eso nunca lo había
visto en él. Tanto fue su desasosiego que no supo responder a lo que le
dijo:
—No debes saberlo; no por que no confíe en ti, sino porque tratarías
de evitarlo.
No añadió nada más. Dio un golpe con el puño cerrado, conteniendo
la rabia, y se marchó dejando a la mawler sin saber encajar aquella res-
puesta. ¿A qué se refería? ¿Evitar el qué? Salvo su llegada a Tiria, nada
había cambiado, ahora todos estaban allí...
No, todos no...

Habían dejado atrás las zonas de carga y logística de la torre que hacía
de tercer puerto aéreo de Tiria, internándose ya en la zona de almacén
logístico, donde la carga dormía a la espera de ser transferida a otra nave
sin tocar el suelo de la ciudad. Uriel no dijo nada, algo muy poco habitual,
pensó Shara. Se limitaba a caminar delante de ella en silencio, y la joven
no se sintió capaz de hacer comentario alguno ante aquella incómoda
escena.
Dejaron a un lado una gran pila de cajas amontonadas sobre las que
colgaban grúas de raíl, que recorrían aquel gran almacén de un lado a
otro. Debería haber una actividad frenética, y sin embargo se encontraba
en un silencio solo interrumpido por el eco de sus pisadas.
—Por aquí —dijo Uriel sin apenas girarse, abriendo la puerta de un
despacho. Shara entró mirando al pelirrojo, pero este sólo le devolvió
una sonrisa fría.
La estancia que se abría ante ella era grande, con varias mesas llenas
de archivadores, documentos de carga, aduanas, aranceles y un largo et-
cétera de papeleo y contabilidad de las enormes montañas de material
que habían dejado tras de sí. Varios ventanales miraban al almacén, cu-
biertos de una suciedad que los volvía prácticamente opacos, y la escasa
luz de las lámparas viejas y desgastadas trataban en vano de dar algo de
vida a aquel espacio, cuyas ventanas al exterior estaban cerradas por fé-
rreas persianas que dejaban pasar hilos de luz.
Al fondo se encontraban dos personas. Una sentada en lo que parecía
ser la mesa de dirección, y la otra tras ella, apoyada en el respaldo del
enorme sillón de cuero curtido por el tiempo.
El hombre, cuyos ojos estaban ocultos por unas gafas, sonrió. Le era
vagamente familiar, pero cuando se fijó en la otra persona su corazón
se detuvo. Dio un paso hacia atrás y se giró hacia Uriel. Por primera vez
desde que le conocía, él apartó su mirada.
—Bienvenida a casa, Eva —dijo Miguel levantándose del asiento y ca-
minando lentamente hacia ella. Era el hombre de sus pesadillas.
—No... —acertó a decir—. No... —Una punzada de dolor atravesó su
sien hasta el punto de hacerla tambalearse. Como si descargas eléctricas
se agolparan en su cabeza.
—Hizo un buen trabajo contigo, no recuerdas nada. Pero seguro que
ella te es familiar, ¿verdad? Es tu hermana, Skyla. —Llegó hasta la joven.
El dolor le había hecho hincar las rodillas en el suelo.
—¡No! ¡No quiero recordar! —dijo mientras las lágrimas brotaban de
sus ojos—. ¿Qué…? ¿Qué has hecho, Uriel?
Él no se inmutó, ni siquiera la miraba.
—Creo que te prometió que recuperarías tus recuerdos. Si algo he de
decir a su favor, es que cumple su palabra. —Miguel miró al pelirrojo—.
Hiciste muy bien en no matarla, ha sido una pieza valiosa que sin duda
cierra nuestro trato.
Pese a la intensa migraña que le provocaban cientos de recuerdos que
golpeaban su mente, miró con incredulidad a Uriel. Y de entre todas las
escenas que venían a su cabeza, un recuerdo se volvió cristalino: cuando
lo vio por primera vez en el sanatorio... La mano sobre su espada... ¿Iba
a usarla?
—No es verdad..., ¿eh, Uriel? Está mintiendo —dijo con la voz quebra-
da, deseando desde lo más profundo de su corazón que aquellas palabras
no fueran ciertas. Albergaba sus dudas sobre los planes del pelirrojo,
pero no hasta el punto de esa traición. Asumía ser una mera herramienta,
pero la había tratado como si de mercancía se tratara.
Siguió en silencio.
—¡Dime que no es verdad! —exigió con un grito desgarrado—. ¡Uriel!
—El dolor trajo nuevas memorias. El hombre al que recordaba como a un
padre, y quien le acompañaba... era… pelirrojo—. Tú... Tú lo sabías todo.
—¿Tanto te sorprende? Es un manipulador. —El tono del hombre de
las gafas evidenciaba que estaba satisfecho—. ¿Sabes por qué quiso ma-
tarte? Porque odiaba todo lo que hizo tu padre adoptivo. ¡Hasta a ti! ¿No
es irónico, estúpida?
Las trazas azules de su piel comenzaron a surcar su cuerpo y ella se
levantó tambaleándose. Llorando, le miró y con una última súplica im-
ploró:
—Dime que no es cierto. ¡Miénteme si es necesario!
Uriel al final dirigió su mirada hacia ella. Fríamente, sin expresión ni
sentimiento en sus ojos.
—Dice la verdad. Odiaba todo lo que creó tu padre, por eso le maté a
él y traté de destruir su legado. Lo cual incluía a tus hermanas y a ti tam-
bién, pero fracasé con vosotras dos.
—Entonces es cierto... Me has vendido…, por eso estamos en Tiria. —
Su voz comenzó a perder el tono de la razón. Aquel al que un día llegó a
admirar, al que incluso había llegado a considerar algo más, se mostraba
ante ella como un ser despreciable. El odio surgía de sus entrañas y la
devoraba por dentro. Había jugado con ella y ahora la utilizaba como una
burda moneda, un objeto para conseguir sus propósitos. Nunca fue nadie
para él, nunca la apreció, nunca la quiso... pese a que ella le amaba. Y ese
amor estaba roto.
Gritó como si le desgarraran el corazón. Quería desaparecer de allí.
Apenas podía respirar por el dolor que la ahogaba; las lágrimas ya no
brotaban, solo yacía la rabia en su interior. Corrió hacia él, le destruiría
junto a todos los recuerdos. El pelirrojo ni siquiera tuvo que reaccionar,
pues las fuerzas de Shara la abandonaron y se tambaleó hasta desplomar-
se en el suelo, incapaz de alcanzarle.
—Te odio —susurró—. Yo te…
Nunca supo qué efecto produjeron esas palabras en Uriel, quien, con
mirada fría, se limitó a sujetar el cuerpo de Shara tras desplomarse ex-
hausta.
—Me sorprende que no te hayas defendido —dijo Miguel acercándose
con cierta cautela.
—No era necesario, iba a entrar en shock. No esperaba que Skyla fuera
un detonante en sus recuerdos, pero me sorprende que haya aguantado
tanto tiempo consciente pese al trauma.
—No me estoy refiriendo al golpe, sino a mis palabras.
—Yo tampoco me refería al golpe. —Shara estaba aturdida y apenas
podía moverse—. Es una mera mercancía. Ni siquiera se puede decir que
sea humana.
Miguel se ajustó las gafas y le respondió, sonriendo:
—Hay cosas que nunca cambian.
Uriel miró a Skyla, que se acercó para recoger a Shara.
—¿No sientes nada por tu hermana?
—Sí —respondió con su habitual tono de voz suave e inexpresivo—. Me
alegra que la hayas traído de vuelta.
—No lo parece.
—Creo que en algo nos parecemos, señor Von Hamîl
Uriel miró por última vez a Shara y permitió que se la llevara, dando
media vuelta y dejando aquel despacho a sus espaldas. Sólo añadió:
—Ahora cumple con tu parte —dijo en un tono seco y severo, ante el
que Miguel se limitó a seguir sonriendo, satisfecho.
—Por supuesto.

Uriel sobrepasó el umbral de la puerta y salió de nuevo al almacén.


Todo había ocurrido según lo previsto, para bien o para mal. Aunque tal
vez no. Ante él, a pocos metros y en la penumbra de aquel lugar, estaba
Anna mirándole con gesto horrorizado; probablemente lo había escucha-
do todo. Tenía la respiración acelerada y no tardó en desviar la mirada
hacia Skyla y Miguel, que portaba el cuerpo de Shara.
Apretó los dientes con fuerza.
—Era esto lo que Fearghus sabía… ¿Por eso cambiaste tu plan en Haz-
min? —Sin que Uriel tuviera tiempo de decir nada, desenfundó la pistola
y apuntó a Miguel.
—¡Suéltala!
—¿Amiga tuya, Uriel? —le comentó Miguel sin alzar demasiado la voz
y con cierta tranquilidad.
—Idos, es un asunto personal. Ella no tendría que estar aquí. —Avan-
zó y se interpuso entre Anna y Miguel—. Pero es un malentendido que
discutiremos con calma, ¿verdad? —insinuó con las manos en alto y voz
pausada—. Así que, por favor, te lo ruego, baja el arma. —Lo que menos le
interesaba era que descubriese su identidad. Ya había pagado un precio
muy alto y no estaba dispuesto a perder también a Anna.
Miguel apremió a Skyla y se fueron del almacén, para tranquilidad de
Uriel. Aunque que la mawler le estuviera encañonando no era la situa-
ción idónea.
—¡No os la llevareis! —dijo amartillando el arma.
—Por favor, por favor, deja que se vayan —le suplicó en voz baja—. Tengo
un plan, pero tienes que calmarte y dejar que te explique. —Estaba de-
masiado alterada, iba a ser muy difícil manipularla en aquella situación.
—¡Cállate, Uriel! —le espetó la mawler—. Sabía que no tenías escrúpu-
los, pero esto ha cruzado la línea. No permitiré que se la lleven.
Uriel fue acercándose con cautela. Anna temblaba, y aunque no la
creía capaz de dispararle, un gesto brusco o inadecuado podría hacerla
apretar el gatillo.
—Cielos, entiendo que a priori puede parecer lo que no es, pero si de-
jas de apuntarme me será más fácil explicarte las cosas, ¿no crees? —dijo
algo alterado al ver que se negaba a bajar el cañón—. A veces para lograr
algo hay que estar dispuesto a hacer ciertos sacrificios... —Llegó hasta
la altura de ella, al punto de que el disparo sería a bocajarro. Escuchó
cómo la puerta del almacén se cerraba, dejándolos por fin a solas. No
podía contarle los detalles, sólo tenía que calmarla—. Te lo ruego, sé que
te estoy pidiendo mucho, pero salgamos de aquí y te lo explicaré. Confía
en mí.
Sus manos se posaron sobre el cañón. Era un movimiento arriesgado,
pero si aferraba el arma con gesto firme, podría doblegarla psicológica-
mente. Trató de no evidenciar su alivio cuando vio que algunas lágrimas
empezaron a brotar de sus ojos dorados, completamente superada por la
situación.
—¿Por qué no ahora? Shara… es mi amiga…
—No digas eso, no sabes qué es en realidad.
La mawler negó con la cabeza.
—Hablas de ella como si fuera un objeto. Pero es una de nosotros.
Por un momento la expresión de Uriel se endureció. Hacía tiempo
que aquella mujer había dejado de ser humana, pero no podía culpar a
Anna por desconocerlo. Exhaló aire lentamente y recuperando su típica
sonrisa, sólo añadió:
—No sabes lo que dices.
—Esta no es la forma. Estaba dispuesta a llegar a donde fuera, sabía
que para ti no somos más que peones, pero precisamente Shara te de-
fendió… casi siempre. Y tú la has entregado al SSI. —Afianzó la empuña-
dura de la pistola con fuerza, cogiendo a Uriel por sorpresa, y dijo entre
dientes—: ¿Ese es el pago por tu libertad? Si es así, no quiero saber qué
sacrificarás por tu siguiente objetivo. No, Uriel, vas a deshacer el trato y
vas a traer a Shara de vuelta. ¡¿Me entiendes?! —gritó con tal fuerza que
el eco trajo de nuevo las últimas palabras.
—Anna... —alzó las manos ligeramente, haciendo creer a la mawler
que se rendía, y cuando esta se relajó aprovechó el descuido para darle
un manotazo muy rápido en la muñeca y, con una contundente treta, des-
armarla y derribarla al suelo de un fuerte golpe—. Creo que no entiendes
tu posición en este grupo —dijo molesto—. Las órdenes las doy única y
exclusivamente yo. ¡No oses volver a amenazarme nunca más!
—Eres un monstruo —le recriminó ahogando sus lágrimas mientras
se ponía de pie.
—¿Y qué si lo soy? El mundo está lleno de abominaciones más terri-
bles que yo. Te he cuidado, te he protegido del legado de tu madre. ¿Así
es como me lo pagas? —Esa mawler ya no era la niña manipulable e ino-
cente que conociese cuatro años atrás. En sus ojos veía que si aún tuviera
la pistola en la mano, le dispararía. Le miraba desafiante, sin dejar de
retroceder—. Ni se te ocurra. —Pero no hizo caso de su advertencia y la
mawler salió corriendo a través de la puerta por la que marcharon Miguel
y Skyla, en pos de Shara.
La apuntó por la espalda. Chasqueó la lengua al darse cuenta de que
no iba a apretar el gatillo. Feaghus no se lo perdonaría nunca.

Anna cruzó pasillos y habitaciones en aquel intrincado laberinto de


almacenes del puerto, pero no tuvo fortuna en seguir el rastro de aquella
pareja que se había llevado a Shara. Les tendría que haber dado alcance
enseguida, pero no encontraba rastro de ellos. Debería haber sido inca-
paz de prever las intenciones del malnacido de Uriel, pero bien sabía que
ni ella ni nadie hubiera podido.
No había posibilidad de encontrarlos. Llegó a otro de los muelles, va-
cío, donde se divisaba parte de la ciudad en lo que parecía un camino sin
salida. Jadeante por la intensa carrera, notó cómo al parar a coger aire le
temblaban las rodillas por el esfuerzo mientras el sudor perlaba su cara.
Observó aquella inmensa ciudad vertebrada por canales y medio cu-
bierta por nubes de vapor. ¿Cómo iba a encontrarla en semejante urbe?
Movió un poco la oreja al percibir los pasos acelerados de unas botas
que se acercaban al hangar. Probablemente Uriel la había seguido hasta
allí en su loca carrera. Fuera como fuese, no quería encontrarse con el
pelirrojo después de lo que había pasado. Tenía que esconderse de él y
luego volver a la Nómada. Aunque Fearghus supiera lo que iba a pasar,
seguro que la ayudaba a escapar del exespía. A fin de cuentas, el delven
solo había tratado de protegerla, pero su celo había sido excesivo. No
podía perdonarle que no confiara en ella.
Miró a un lado y a otro. No había escapatoria y los pasos del pelirrojo
se acercaban cada vez más. Conocía a Uriel y de lo que era capaz con tal
de que se cumpliera su voluntad. Si la atrapaba... no quería ni imaginar
de qué sería capaz.
Su respiración estaba acelerada, y el miedo que le provocaba en aque-
llos instantes ver aparecer al pelirrojo de entre las sombras la atenazaba.

Uriel sentía que había sido demasiado blando con ella aquellos cua-
tro años, tal vez demasiado por la influencia de Fearghus, pero eso iba
a acabar pese a las más que presumibles quejas del delven. Pero a bien
seguro encontraría la forma de atar a su amigo con alguna otra misión
que lo distrajera lo suficiente, aunque tuviera que encerrar a la inquieta
mawler bajo llave. No se podía permitir el lujo de deshacerse de un ele-
mento tan precioso de su plan, después de que se lo pusiera en bandeja
aquella zodiakel.
Debería estar en el pequeño muelle de carga vacío, pero cuando entró
no la vio por ninguna parte.
Aquello era extraño. Se tomó unos largos segundos en inspeccionar el
lugar hasta asomarse por el borde, bajo el que se veía parte de la pared
de la torre y una impresionante caída de más de ciento cincuenta metros
hasta su base, donde se erguían las paredes de las naves industriales y
los sectores más altos como enredaderas en torno al tronco de un árbol.
Dio unos pasos hacia atrás con torpeza. Siempre había padecido de
vértigo, y aquella panorámica le mareó ligeramente.
Sin duda, Anna le había dado esquinazo de forma incomprensible. Se
tomó unos segundos para recuperarse de la sensación de malestar que le
había hecho tambalearse y, sin dilación, dio media vuelta para encarar de
nuevo los pasillos y tratar de retomar el rastro de la joven mawler.
Anna aún oía los pasos de Uriel alejarse, agarrada precariamente a la
estructura de tirantes de acero que sostenía la plataforma en el aire desde
abajo. El viento arreciaba, y ahora que Uriel se había ido, reparó en la
temeridad que había hecho para ocultarse.
Un escalofrío estremeció su cuerpo cuando uno de sus pies resbaló y
de su bolsillo cayeron unas monedas que se precipitaron al vacío, per-
diéndose en la distancia.
—¡Madre Alma, ¿qué estoy haciendo?! —se maldijo mientras trataba
de avanzar por la estructura.
Alcanzar de nuevo la repisa era una locura. Había sido mucho más
fácil descolgarse que volver a subir, así que tras observar su entorno optó
por acercarse a la pared y descender a uno de los agujeros que se abrían
cerca de ella, probablemente de la ventilación del mecanismo de la grúa
de anclaje que se usaba para enganchar y arrimar las naves y dirigibles
con seguridad al muelle.
Poco a poco, tratando de no volver a mirar abajo, con la agilidad pro-
pia de los de su raza consiguió llegar a la pared tras un par de resbalones
y pasos en falso, empujada por el fuerte viento que soplaba a aquella altu-
ra. Se agarró a la pared de hormigón y, estirando la pierna hasta el hueco
de la pared, en un difícil equilibrio escurrió su cuerpo hacia dentro.
Aquella apertura, en contra de lo que pensaba, no daba a la maquina-
ria, sino a uno de los huecos de los montacargas que se utilizaban para
llevar las mercancías a los dirigibles. Varios gruesos cables de acero os-
cilaban en mitad del enorme hueco, flanqueado por cuatro raíles. De la
plataforma no había ni rastro. Probablemente estaría o muy abajo o muy
arriba.
No demasiado lejos de ella había una pequeña escalera que emplea-
ban los técnicos en caso de avería. Alargando los dedos y acercándose lo
más posible a la sucia pared, consiguió agarrarse a uno de los peldaños
de acero. Parecía que lo tenía bien afianzado, pero la capa de grasa que
lo cubría hizo que sus dedos resbalaran cuando desplazó su cuerpo hacia
adelante. Su otra mano no pudo sostener su peso y, sin ser capaz de gritar
por la impresión, cayó por el hueco.
El aire la golpeaba y era difícil pensar. La plataforma del montacargas,
llena de grandes cajones de madera, comenzó a divisarse rápidamente.
Una caída así apenas iba a durar unos segundos, pero en su mente pare-
cía una eternidad.
Extendió la mano hasta uno de los cables de acero que sostenían la
plataforma y trató de agarrarlo con todas sus fuerzas. El brusco frenazo
le desencajó el hombro con un fuerte crujido y el guante empezó a rom-
perse por la fricción, amenazando con destrozarle la mano, pero redu-
ciendo la velocidad considerablemente. No había llegado a detenerse por
completo cuando una de las poleas que tensaban el cable la golpeó y la
lanzó despedida hacia atrás. El impacto contra las cajas que aguardaban
en la plataforma hizo saltar algunas astillas por los aires, levantando pol-
vareda y un gran estruendo que resonó por todos los pasillos de la planta
baja.

Fearghus sujetó por el cuello de la chaqueta a Uriel en una actitud


bastante extraña en el delven. Estaba realmente furioso.
Con la otra mano se agarraba las runas del pecho, tratando inútilmen-
te de apaciguar el dolor. Pese a ello, no conseguía calmarse.
—¡¿Cómo que ha desaparecido?!
Uriel le devolvió la mirada con frialdad.
—No me culpes a mí, yo no soy su guardaespaldas. Sabías lo que iba
a pasar si se enteraba, pero está claro que decidiste no hacer nada para
remediarlo.
—Lo descubrió por sí misma. Soy su guardaespaldas, tú lo has dicho,
no su brújula moral, y mi opinión sobre lo que has hecho no va a diferir
de la suya.
—Tranquilo, Miguel no va a matar a Shara. Si eso te preocupa lo más
mínimo, le sirve viva. —Agarró la mano del delven tratando de disminuir
la presión sobre el cuello, pero él no aflojó—. Además, creo que no debe-
rías preocuparte por mi moralidad y sí por localizar a Anna.
Fearghus clavó la mirada sobre el pelirrojo, que le observaba con ex-
presión calmada, tanto que le desesperaba incluso a él. Pero tenía razón:
la prioridad era encontrar a Anna, ya se ocuparía de discutir con él los
pormenores de su trato más tarde. Le soltó con brusquedad y caminó ha-
cia la salida del hangar donde se hallaba la Nómada. Dándole la espalda,
añadió:
—Encontraré a Anna. Luego veremos si vuelvo con ella.
—Tienes diez días. Pasada esa fecha, se acabará todo y partiré de Tiria
—respondió sin emoción.
Fearghus miró por encima del hombro a Uriel, torciendo el gesto.
—Cuando te miras al espejo, ¿qué es lo que ves?
No respondió a la pregunta.
—¿Algún día irás a ver a tu hermana? ¿Qué pasaría si en vez de Shara
o Anna fuera ella? —insistió.
—Ella está bien. Lo sé —dijo con una rotundidad inapelable.
—No puedes ir a visitarla, porque ella vería claramente aquello en
lo que te has convertido, ¿verdad? ¿Y para qué? ¿Realmente merece la
pena?
—Porque para acabar con los monstruos de este mundo he tenido que
convertirme en uno de ellos —suspiró—. Diez días, Fearghus. No lo olvi-
des —le recordó.
Fearghus emitió un chasquido de desagrado y avanzó hacia la salida
sin mirar atrás, con paso acelerado, dejando solo a Uriel en aquel in-
menso muelle en el que reposaba la Nómada con su fuselaje de escamas
rojizas que reflejaban las luces del techo.

En un antiguo laboratorio en el que, salvo algunas mesas, todo parecía


abandonado desde hacía tiempo, Miguel y Skyla miraban el cuerpo des-
nudo de Eva, o Shara, como al parecer se hacía llamar ahora; suspendido
en líquido espeso dentro de un tubo con respiración asistida y varias co-
rreas sujetándola.
Miguel se limpió las gafas con el pico de la camisa y se las volvió a
ajustar. Skyla le miró y, para sorpresa del humano, hizo una pregunta:
—¿Qué vas a hacer con ella?
Miguel enarcó una ceja y sonrió con una siniestra mueca.
—Por el momento, asegurarme de que está bien y que Uriel no le ha
hecho nada ni ha sufrido ningún daño irreparable mientras ha estado
suelta por el mundo. —Avanzó por el laboratorio y la invitó a que le acom-
pañara hacia la salida—. Tiene un gran futuro. Tan resplandeciente como
el tuyo, pues no en vano sois más que hermanas: ambas compartís un in-
creíble don. —Apagó las luces del laboratorio, dejando a Shara a oscuras
en aquel lugar en el que solo algunas luces de indicadores permanecían
encendidas, y cerró la pesada puerta de metal tras de sí.
Y añadió:
—El don de ser libres de los designios de Alma.
CAPÍTULO 12
-Sueños de otro tiempo-

Varios operarios se afanaban en recoger las cajas destrozadas del


montacargas antes de que terminara su turno. Restos de sacos de cereal
se amontonaban, parte de ellos rotos con la mercancía esparcida por el
suelo. Apenas podían prestar atención a Fearghus, que examinaba la pla-
taforma tratando de no molestar.
Mientras estaba allí, la luz del atardecer había dado paso a los focos.
Observando con detenimiento la disposición del impacto que había ori-
ginado aquel destrozo, y tras dar un par de rodeos, el delven se abrió
paso entre los trabajadores y pudo ver unas manchas de sangre sobre uno
de los sacos. Los diminutos jirones quemados, que parecían proceder de
unos guantes, y cómo estaban dispuestas las cajas, le permitió visualizar
perfectamente dónde había impactado Anna. Además, el ambiente esta-
ba enrarecido, había cierto olor camuflado entre el cereal que le resulta-
ba familiar.
Instintivamente se rascó las runas y se dio cuenta: ether. Alguien ha-
bía usado runas, sin lugar a dudas. Probablemente había sido la mawler,
pues las gotas de sangre no seguían mucho más adelante por el pasillo.
De seguro se habría cauterizado la herida. Al menos sabía que pese al
brutal impacto, había sobrevivido a la caída, pero ¿a qué precio?
Dio las gracias al encargado, y sin darle tiempo a este a responderle,
marchó hacia el exterior de la torre. Tras pasar por una de las grandes
puertas de acceso, junto a unas enormes tuberías de agua que bajaban de
la gran presa que contenía al río Tir, pudo observar el escenario que era
Tiria. Encontrar allí a Anna en menos de diez días, en aquel enjambre de
cemento, ladrillo y metal, iba a ser una empresa muy difícil.
Mas sólo pedía a Alma que, diera con ella o no, estuviera bien.

Las nubes iban cubriendo poco a poco la ciudad y la temperatura ha-


bía bajado sensiblemente. Era muy propio de aquella zona dominada por
llanuras que en las tardes de invierno se estropeara el tiempo. Además,
la construcción de la ciudad favorecía la sombra, muy útil en los caluro-
sos meses de verano típicos del bajo Tir, pero en esa época se tornaba un
inconveniente; lo que, sumado a los canales que vertebraban la ciudad,
hacía que el frío calara hasta los huesos.
Magullada y dolorida, caminaba con dificultad por la orilla del lecho
de uno de los canales, amparada por las sombras, arrastrando la pierna
izquierda. La sangre seca que le manchaba el pantalón evidenciaba el
corte en el muslo que se había tenido que cauterizar usando runas de
fuego. El dolor casi la hizo desmayarse, pero tenía que alejarse de allí a
toda costa. Con la mano se presionaba el costado, tratando de paliar el
dolor de una fuerte contusión en la cadera, mientras que el dolor al res-
pirar indicaba probablemente alguna costilla rota. Desorientada, incapaz
de saber cuánto tiempo llevaba deambulando, comenzó a subir por la
resbaladiza rampa de piedra de un embarcadero. Pese a que varias runas
pintadas alrededor de las heridas, bastante simples, la ayudaban a miti-
gar el dolor, el ascenso hasta la calle se le hizo insufrible.
La torre se perfilaba en la lejanía de una calle desierta; la única refe-
rencia que tenía de dónde estaba. Eria, la capital de Fraiss, donde se crio,
siempre le había parecido una ciudad grande, pero palidecía en compa-
ración a la capital imperial. Además, a diferencia de su ciudad natal, esta
tenía una ordenación caótica que la hacía parecer todavía más grande y
apabullante para aquel que caminaba por sus calles.
Sus piernas ya no la sostenían y se acercó a una de las columnas de
un gran puente que conectaba dos sectores más altos. Cerca de ella había
varias casas construidas a su amparo, de apenas dos o tres alturas, que
se empequeñecían al lado de los enormes bloques de piedra que con-
formaban los cimientos de los pilares. Algo destartaladas, con el yeso
desconchado dejando al aire el ladrillo desnudo de sus paredes, una de
ellas, la que tenía las vigas de madera ennegrecidas, aún tenía alguna de
sus luces encendidas.
Hacía mucho frío, por lo que tendría que encontrar rápido un lugar
donde pasar la noche. Se dirigió a la única casa que tenía luz. No veía el
letrero que colgaba de la puerta, pero por su aspecto parecía ser un hos-
tal. Se le doblaron las rodillas, apenas tenía fuerzas, y tropezó con uno de
los adoquines, por lo que cayó al suelo. Trató de ponerse de pie, pero el
dolor en la cadera era demasiado fuerte y los brazos le fallaron, hacién-
dola caer de nuevo. Se apretó la mano contra la cadera y el tacto húmedo
de la sangre evidenció que la herida se había vuelto a abrir.
Volvió a intentarlo y consiguió al menos sentarse, recostada en la ta-
pia de una terraza a escasos metros de una portilla que daba a la casa.
Respiró hondo y se calmó. Necesitaba un médico, pero tenía demasiado
sueño. Tal vez cerrar los ojos un momento la haría recuperarse un poco.
El sonido de un cubo metálico la sacó de su amodorramiento. Una
mujer de mediana edad y aspecto rollizo estaba tirando el agua de fregar
al callejón tras salir por la portilla y se la quedó mirando. Al ver el estado
de la mawler, se acercó enseguida.
—Hija, ¿qué te ha pasado?
—Yo... me... Me he perdido —acertó a decir Anna ante la cara de sin-
cera preocupación de la mujer.
—Qué herida más fea. —La cogió por debajo del brazo y la ayudó a
levantarse, cosa que a Anna le produjo un intenso dolor; no pudo evitar
emitir un gruñido—. Ven, llamaré a alguien para que te cure y te daré
algo de comer. Por Alma, estás helada, pequeña —le sonrió—. Tranquila,
luego veremos cómo llevarte a casa. Seguro que están preocupados por ti.
Anna sonrió tímidamente.
—Gracias, señora.
Esta la reprendió.
—¡No me trates de señora! Mi nombre es Agnes. ¿Cuál es el tuyo, pe-
queña?
—Anna.
Cruzó la puerta ayudada por la buena mujer, y entraron por detrás de
una pequeña posada y hostal, situada bajo el puente de Alsomón.

Las cenas ya habían terminado y los pucheros estaban ya secando tras


lo que habían sido un par de horas muy intensas, en las que Agnes no ha-
bía parado ni un momento de cocinar. Emily, que por lo que pudo enten-
der Anna era la sobrina de la dueña, aún estaba fuera sirviendo cerveza
a los que se habían quedado contando anécdotas de su día a día, aunque
con la promesa de no tardar en irse del local, pues al siguiente día volvía
a ser de labor y tocaba madrugar. Una tradición que se repetía las tres
jornadas que había estado alojada recuperándose de sus heridas.
Una sensación extraña la invadió. Eran trazos de una vida normal que
hacía mucho tiempo que no experimentaba y que le producía cierta en-
vidia. No recordaba cuánto lo echaba de menos. Estaba dando unos últi-
mos sorbos al cuenco de sopa, vistiendo un camisón que le venía bastante
amplio y que la buena mujer le había prestado mientras lavaba su ropa.
El lugar era tranquilo y agradable. La chimenea de la cocina de carbón
se encargaba de mantener una temperatura acogedora, ayudando a secar
su ropa tendida sobre el fregadero. Los cristales de las ventanas estaban
completamente empañados por el intenso frío que hacía fuera.
Pese a que había recuperado fuerzas, las heridas y unos puntos en el
amplio corte de la pierna le dolían hasta cuando respiraba, mas no podía
estar más tiempo convaleciente en la habitación. Pero más allá del sufri-
miento físico, se sentía abatida por todo lo que había ocurrido. Uriel la
había traicionado, y toda esa lucha en la que había creído estar involu-
crada durante los últimos cinco años carecía, de repente, de valor. Apretó
los dientes, dolida ante aquellos pensamientos. ¿Qué iba a hacer ahora?
No tuvo mucho más tiempo de seguir pensando, pues Agnes entró
en la cocina acompañada de un hombre. Este tendría unos veintitantos
años; rubio, de pelo corto y complexión robusta. Su tez era morena, muy
al estilo de las gentes del oeste. Vestía la casaca gris de la guardia urbana,
con los escudos correspondientes bordados.
—Hola, ¿qué tal? Mi nombre es Makien. —Su acento rudo hablando
tírico le indicó a Anna que era de Kriss muy probablemente, la provincia
imperial al sur del mar de Gaena. Le miró y, tras un momento de duda,
estrechó la mano que le ofrecía—. Agnes me ha dicho que te llamas Anna
—dijo acompañando su retórica de un gesto afable y sonriente, segura-
mente, además de por simpatía, por la cortesía clásica de todo guardia
cuando cree que alguien está en apuros.
—Sí, soy Anna, encantada. —Por mucho que trató de corresponderle
la sonrisa, apenas le salió una burda mueca que evidenciaba su tristeza.
Aquel no es que fuera su mejor momento.
Agnes se acercó al guardia y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Confía en Makien. Es un buen chico, ¡además de inquilino en nues-
tra posada! —enfatizó—. A buen seguro te puede ayudar a encontrar a
tu familia. Mientras, quédate aquí el tiempo que necesites. Ya que has
bajado, te cambiaré las sábanas, y así os dejo hablar.
Anna se sintió más que en deuda con ella.
—Gracias, señora, se está tomando muchas molestias.
La mujer soltó un bufido de desaprobación.
—No te preocupes por eso. ¡Y no me llames señora! —Dicho esto, tomó
un par de toallas que colgaban secas y abandonó la estancia, dejando a
Anna con Makien a solas. Este cogió una silla y, con gesto mudo, pidió
permiso para sentarse enfrente de Anna, ante lo que ella no puso obje-
ción alguna.
Makien dejó su casaca colgada sobre el respaldo y se desabrochó el
cuello de la camisa, para descansar un poco de la incómoda uniformidad.
Anna reparó en las cicatrices que tenía a un lado de la frente y el guardia
pareció percatarse de ello. Se las señaló.
—Extrañas, ¿verdad? ¿Me creerías si te dijera que no me acuerdo de
cómo me las hice?
—¿No se acuerda? ¿Acaso fue hace mucho tiempo?
—Por favor, Anna, tutéame —pidió. Evidentemente, quería dar una
sensación cercana, pero Anna no se sentía con ganas de confiar en na-
die—. No fue hace mucho, unos cuatro años, aunque no recuerdo muy
bien qué pasó. Estaba patrullando haciendo una sustitución a un compa-
ñero... —Por un momento se quedó callado, como si se hubiera quedado
en blanco. Carraspeó y continuó—: Perdona, tampoco recuerdo mucho,
solo que me encontré a una muchacha que buscaba algo, pero ni siquiera
sabría darte una descripción, y después de eso desperté en el hospital
casi un mes más tarde. Me diagnosticaron una amnesia temporal y aun-
que abrieron una investigación, no encontraron nada y terminaron por
cerrar el caso.
—Amnesia... —Anna se quedó con esa palabra.
Makien miró a la joven.
—Pero no es de mí de quien deberíamos hablar. Cuéntame, tus heridas
parecen tener también una historia... No te preocupes, estoy aquí para
ayudarte.
Anna se quedó muda. ¿Cómo le iba a explicar a ese hombre lo que
había pasado? Si le contaba la verdad, no la creería, o, peor aún, ¿y si lo
hacía? La detendría por colaborar con traidores. No podía decirle nada
concreto pese a que parecía buena persona. Tendría que ser una verdad
a medias muy creativa.
—Es algo difícil de explicar… —respondió agachando la cabeza y evi-
tando la mirada del guardia.
—Tranquila, tómate tu tiempo.
—Yo… En realidad me escapé de casa, y cuando estaba por la calle me
asaltó un tipo y eché a correr. Pero me caí, no sé cómo, pero lo siguiente
que recuerdo es estar en el canal. Sé que debería haber vuelto, pero no
quería regresar. No puedo volver y no sabía qué hacer.
Makien se recostó sobre el asiento, pensativo, mientras la mawler ju-
gueteaba con sus dedos, nerviosa. Una historia de conflictos familiares y
un ataque sería más fácil de creer. Por desgracia, no se alejaba mucho de
la realidad.
—¿Cuántos años tienes, Anna?
—Diecinueve.
—Vaya, pareces más joven, no te echaba más de dieciséis. —Se frotó la
barbilla con el pulgar—. Según la ley, al ser mayor de edad tienes derecho
a independizarte, por lo que, si no lo deseas, no tengo por qué llevarte a
casa de vuelta. —Su mirada era afable, pero su tono denotaba que no le
agradaba la situación—. ¿Quieres?
—No... Por ahora no.
—Pero habrá gente que esté preocupada por ti. Padres, hermanos,
amigos… Además, tendrías que denunciar el ataque. ¿Cómo era ese hom-
bre?
En la mente de Anna aparecieron Fearghus, Shara, Kaiross, Josef...
y Uriel. Cuando recordó al pelirrojo, negó repetidamente con la cabeza.
—Es un recuerdo confuso, estaba oscuro y no lo sabría describir. Tuve
miedo y corrí.
—Muy bien, Anna. Si recuerdas cualquier cosa tan solo tienes que de-
círmelo. Es el responsable de que estés herida y ha de pagar por ello. —Se
levantó y se acercó a ella para posar una mano sobre su hombro—. Y si no
quieres volver a casa, no tienes por qué hacerlo, pero... ¿al menos podrías
decirme por qué?
Anna agachó más la cabeza y volvió a negar con un gesto. Makien son-
rió de nuevo y le dio un pequeño apretón con la mano.
—Entiendo. Hablaré con Agnes, seguro que te deja quedarte unos días
y te serenas. Aprovecha para pensar qué quieres hacer. —Se puso en cu-
clillas frente a ella para verle la cara, cuyos ojos se habían empañado—. Si
necesitas cualquier cosa, nos lo puedes contar, ¿de acuerdo?
—Gracias —acertó a decir.
El mundo era cruel, oscuro y retorcido, pero incluso en él aún se po-
día encontrar buena gente. Aquel lugar, aquel hogar, le hizo extrañar su
casa y su vida junto a su abuelo... ¿Cuántas cosas había dejado atrás para
encontrar a su madre?
Por un momento, por primera vez en su vida, deseó darla por perdida.

Se arropó con un par de mantas en la cama en aquella habitación ba-


ñada por la tenue luz artificial de la calle. Estaba demasiado cansada para
volver a levantarse y echar las cortinas, pero las vistas de esa ciudad, que
en la oscuridad era una constelación de candiles y farolas, le producían
una cierta nostalgia al recordarle a Eria.
Anna suspiró mirando aquella ventana, dejándose embriagar por el
silencio de la noche, rara vez interrumpido por algún transeúnte o carro-
mato. Allí, a solas, empezó a pensar sobre todo lo que había pasado. No
sólo el hecho de que Uriel hubiera entregado a Shara, sino los últimos
cuatro años en sí.
Echando la mirada hacia atrás, recordó sus viajes con Fearghus en
busca de los cristales de esencia que las leyendas llamaban «lágrimas de
la princesa», las esencias puras. Cuatro años para no hallar rastro de su
madre. La única noticia que tuvo fue la carta que poseía Danae, cuando
llevaron a Fearghus a que le arreglara el conjuro que lo mantenía con
vida después de...
Extrañada, no era capaz de recordar por qué fueron a ver a Danae,
ni cómo la encontraron. Había dado por supuesto que fue alguno de los
informadores de Uriel, pero ya no lo tenía muy claro. Hacía tres años de
eso y era fácil que no se acordara, pero... ¿por qué no recordaba el motivo
de la visita? ¿Por qué estaba Fearghus herido si no hubo combate alguno?
Hacía poco que habían conseguido la única lágrima que resultó ser
cierta, en un tren, y de allí no salió malparado. Todo fue bien, con la sal-
vedad de que tuvieron que saltar del vehículo en marcha...
Otra laguna.
Se incorporó hasta quedar sentada en la cama. Miró a un lado y a otro,
como si allí estuviera la respuesta, pero nada.
Estaba demasiado cansada, pensó la mawler. Se volvió a tumbar y dejó
la mente en blanco para así lograr dormir. Probablemente a la mañana
siguiente podría pensar con claridad.
Justo al cerrar los ojos, le asaltó un recuerdo del momento en el que
Shara le hizo una extraña pregunta: «Cuando Adriem se fue del castillo…,
ya sabes...» Y se quedó dormida.

Mientras, en la calle, Fearghus vagaba por la ciudad, incapaz de dar


con el rastro de la joven mawler. Se ocultaba de las patrullas, para no te-
ner que dar explicaciones por el sable que colgaba de su cinto. No era un
problema evitarlas; aunque no fuera su especialidad sabía moverse por
los callejones, pero encontrar el mínimo indicio de Anna era otro cantar.
Se apoyó en una pared de una callejuela estrecha para descansar un
poco. Llevaba horas andando bajo la fuerte helada y el cansancio comen-
zaba a hacer mella. Las runas empezaban a molestar y eso significaba
que, aunque sus músculos podrían seguir durante horas, su dañado co-
razón no. Buscó a su alrededor y decidió refugiarse en el hueco que había
bajo unas escaleras que daban a la primera planta de una casa.
Cerró la ajada gabardina que llevaba y ocultó las espadas tras de sí. Un
escalofrío recorrió su cuerpo por la incómoda postura, pero pese a la pre-
ocupación, una sonrisa se esbozó en su rostro. Hacía mucho que no dor-
mía al raso como en las épocas de campaña. Cuando aún tenía otra vida.

Uriel estaba sentado frente a la mesa del despacho de Miguel, que leía
detenidamente una carta manuscrita por el propio pelirrojo. La escudri-
ñó con detenimiento durante largo rato; con un gesto de aprobación, la
volvió a meter en el sobre que tenía el sello roto y la guardó celosamente
en el primer cajón del escritorio.
—¿Está todo correcto? —dijo Uriel, que había permanecido callado
desde que le diese el documento.
—Eso parece. —Se acercó de nuevo a la mesa y observó la expresión de
Uriel. Algo que, sabía, era fútil—. Desconocía que aún tuvieras tan bue-
nos contactos en la diplomacia sureña.
—Esa carta te garantiza el apoyo del nuevo gobernador de Hazmín,
en pago por las molestias de retirar a su antecesor. —La ironía no le hizo
demasiada gracia, pero no tuvo más opción que encajar el golpe.
—¿Cómo sabré que hará caso de lo que aquí dices? Nada me garantiza
que te sea fiel solo a ti.
Uriel se recostó sobre el asiento.
—¿Cómo crees si no que pude entrar en Hazmín con un cartel de
búsqueda en todos los cuarteles del ejército? Una cosa es que tenga una
nave..., y otra entrar hasta el centro de la ciudad impunemente.
—De ese aesir ya hablaremos —dijo Miguel, aplazando el tema de la
nave robada—. He de reconocer que entrar allí para que te cogieran fue
ingenioso. Eras uno de los mejores, Uriel.
Se inclinó y sacó de la puerta de debajo del escritorio una botella de
coñac y dos vasos.
—¿Qué tal si dejamos nuestros rencores a un lado por un rato y brin-
damos por los viejos tiempos?
—¿Qué reserva?
—Del noventa y siete. Un buen año.
—Es un buen motivo entonces —aceptó el vaso que le ofreció y brin-
daron.
—Por los viejos tiempos.
—Por ellos estamos aquí —respondió el pelirrojo con una sonrisa.
Tras el sorbo que le dieron ambos y paladear el buen coñac, Miguel le
hizo una pregunta con malicia:
—¿Y si estuviera envenenado?
Uriel, lejos de sobresaltarse, sonrió y le dio otro sorbo.
—Sería lo más temerario que habrías hecho en tu vida, y, permíteme el
cumplido, Miguel, no eres estúpido.
Ambos se rieron a carcajadas. Ese momento fue como antaño. Un ins-
tante que Miguel sabía que no se iba a repetir, así que... ¿por qué no
disfrutarlo?

Ya habían pasado un par de días y Anna ayudaba a Agnes de vez en


cuando a realizar alguna de las tareas del local, pese a que esta le echaba
la bronca, no fuera que se le saltaran los puntos. El horario de las co-
midas ya había terminado y se afanaba en secar los platos que la mujer
iba aclarando en el gran fregadero en el que cabía casi toda la cubertería
usada.
La joven llevaba varios días meditabunda y Agnes no quiso presio-
narla. Sin duda, estaba pasando por algún tipo de conflicto interno, pero
hasta que no quisiera contárselo no podía hacer nada salvo esperar.
Fue en ese momento cuando la mawler se decidió a hablar:
—¿Es importante tener un sueño?
La mujer no supo a priori qué responder a aquella pregunta. La miró y
comprobó cómo seguía secando los platos cabizbaja; sonrió y respondió:
—Claro que sí, es muy importante. Mira este mundo gris en el que vi-
vimos, ¿no es más fácil hacerle frente teniendo un sueño? Cuando llegues
a mi edad, desearás seguir teniéndolos.
Anna asintió.
—¿Y si esos sueños no te hacen feliz?
—Entonces, ¿estás segura de que son los tuyos?
—Sí... Siempre he perseguido un objetivo. Aunque en el fondo lo daba
por imposible, nunca dejé de intentarlo. —Esbozó una sonrisa—. Me sien-
to estúpida... Pensaba que era especial, que a pesar de las dificultades yo
podía hacerlo. Pero ahora me doy cuenta que tal vez no sea tan especial.
—Sus ojos se empañaron y disimuladamente se enjugó una lágrima que
corría el riesgo de recorrer su mejilla.
Agnes la miró con ternura, apiadada de esa inocencia rota.
—Pequeña, eso es porque estás creciendo.
Agachó la cabeza, enfadada consigo misma.
—Es ridículo, ¿verdad?
—No, nada de eso. Claro que eres especial. —La mujer dejó los platos
en el fregadero y se secó las manos en el delantal, para girarse hacia la
mawler—. ¿Alguna vez has creído en el destino? ¿En los oráculos?
—Sí... No soy muy religiosa, pero siempre hay alguna verdad detrás.
—Pues olvídate de todas esas cosas. No creas que eres importante ni
para el destino ni para el mundo, ni siquiera, que me perdone, para Alma.
Eres especial, sin duda, pero no para ellos, sino para la gente que te quie-
re.
Anna dejó de secar el plato y lo apoyó en la mesa para girarse hacia la
mujer.
—Yo… Yo no sé qué hacer…
—No tienes que decirme por qué lloras.
—No lo sé... —musitó conteniendo el llanto.
—Tal vez es más importante conocer por quién lo haces —añadió Ag-
nes abrazándola.
La mawler se dejó apretar por los brazos de la mujer que la consolaba.
Pero en vez de proseguir con el llanto, sonrió.
—Gracias —dijo tranquila.
—Vaya, ¿y esa sonrisa?
—He recordado quién ha estado conmigo estos años. Es seco, testaru-
do y sobreprotector… Un idiota.
La mujer sonrió satisfecha y fue a soltarla, pero Anna la agarró para
que no cesara en su abrazo.
—Por favor, un poco más —suspiró, y Agnes notó cómo la pequeña
mawler se relajaba—. No recuerdo cuánto hace que no me abrazaban.

Durante el resto del día siguió ayudando a Agnes, pero como si se hu-
biera quitado un gran peso de encima, se sentía con fuerzas renovadas.
A la noche subió a su habitación pensando en que a la mañana siguiente
hablaría con Makien para que le explicara cómo llegar a la torre cinco.
Quería ver de nuevo a Fearghus. Iba a dejarlo todo y volver a casa, pese
a que Uriel se opondría, pero ya no quería seguir buscando a su madre.
Había invertido demasiados años en una empresa de la que ni siquie-
ra sabía los resultados. La abandonó, es cierto, pero a cambio le dejó a
alguien que la había cuidado y querido. No había motivo para sentirse
desgraciada y había llegado el momento de pensar qué hacer en el futuro.
Se sentó sobre la cama mirando la ventana, desde la que se contem-
plaba una parte de la ciudad.
Durante un instante, entre el rumor del viento, sintió algo extraño en
aquella estancia. Los días anteriores, ensimismada en sus problemas, no
había reparado en ello, pero el aire de aquel lugar no era normal.
Olfateó el ambiente y notó una textura familiar, muy diluida pero que
conocía bien. Había rastros de ether en aquel lugar. Mínimos, casi im-
perceptibles, pero estaban allí.
Sin dudarlo, se dirigió hacia uno de los bolsillos de su pantalón, que
estaba colgado del respaldo de la silla, y sacó un pañuelo en el que había
envuelto una tiza con extracto de argentano, la aleación de plata que se
usaba para las runas. Comenzó a trazar líneas y runas sobre el suelo de la
habitación casi en un acto compulsivo.
Siempre que escribía runas tenía la misma sensación: brotaban solas.
Raíces, radicales, subdivisiones... Toda esa amalgama geométrica tenía
un sentido muy claro en su mente.
Justo cuando acabó, partiendo el pequeño trozo de tiza que le queda-
ba pudo observar como casi todo el suelo de la habitación estaba ocupado
por la metaecuación, hasta el límite de haber tenido que apartar la cama
para ganar espacio.
Apoyó las manos sobre el centro de la estructura y dejó que su propio
ether fluyera a través de ella, dejándola casi exhausta. Se iluminó en azul
cada parte del conjuro y la habitación empezó a vibrar en un efecto ópti-
co. Estaba extrayendo una impresión que se había quedado en el ether de
un hecho que allí había acontecido. Para que aquello sucediera, tendría
que haber sido algo importante en la historia, pues rara vez algo afecta la
corriente etérea. ¿Qué pasó allí?
Todo se quedó en silencio, dando paso a una imagen del pasado que
allí había quedado impresa.
La estampa se distorsionaba, como si tratara de corregirse y resistir
aquel conjuro. Era algo extraño, puesto que revelar un evento impreso
solía dar como resultado un espejismo bastante claro, sobre todo si era
reciente. El aspecto de la habitación era muy diferente, por lo que se
podía apreciar. Parecía haber sido reconstruida, pues ni el suelo era el
mismo.
Un humano de pelo oscuro y desgreñado hablaba con una doalfar que,
cabizbaja y con las manos trenzadas sobre las rodillas, se encontraba sen-
tada en la cama mirando por la ventana. Estaban hablando, pero las in-
terferencias no permitían escuchar lo que decían.
Parecía que ella se calmaba y le decía algo, ante lo que el humano son-
reía y, con un gesto, quitándole importancia a lo que había dicho, salió
de la habitación.
La chica se quedó mirando la puerta cerrada, casi en la línea de vi-
sión con el lugar relativo que ocupaba Anna, de forma que pareciera que
la miraba a ella. Entonces vio cómo la doalfar de pelo castaño sonreía
tímidamente y, pese a la imprecisión de la imagen, en su rostro podía
adivinar una felicidad calmada pero intensa que solo podía significar un
sentimiento: amor.
Entonces los labios de ella susurraron el nombre de él, como si fuera
a Anna a quien se lo dijera:
—Adriem.
Las palabras actuaron como un martillo que destrozaron la imagen,
resquebrajando la estructura rúnica hasta deshacerla. Todo se disolvió
como si fueran cenizas arrastradas por el viento y la habitación volvió a
quedar en silencio.
Anna había consumido todas sus fuerzas. Incapaz de aguantarlo, su
cuerpo cayó sobre el suelo de la habitación, completamente exhausto.
Pero algo había resurgido en sus memorias. No podía entender por qué,
pero, en sueños, dijo:
—Ahora lo recuerdo...
Y como si, en efecto, de un bonito sueño se tratara, sonrió.
CAPÍTULO 13
-Un alto en el camino-

A medida que el sol caía en una trayectoria casi vertical, propia de


aquellas latitudes, extraños colores y sombras se formaban entre los in-
mensos bosques de abetos cubiertos por la nieve, a la par que la tem-
peratura bajaba con rapidez. Durante los días era habitual que cayeran
algunos copos, pero de madrugada el frío era tan intenso que la nieve se
endurecía hasta congelarse en algunos sitios donde apenas tenía espesor.
Para colmo, aquella noche iba a estar despejada, y el cielo raso auguraba
unas horas extremadamente frías en la que, si no fuera por el agotamien-
to, sería mejor no parar de avanzar para no morir congelado.
Con mucha dificultad, Adriem caminaba por una senda ahogada por
la nieve. Más de una vez había perdido su rastro y tuvo que desandar
varios metros mientras se maldecía. Esperaba una travesía dura, pero
aquello excedía sus expectativas. No era capaz de saber si lograría llegar
a la próxima población sin tener que recurrir a sus poderes. Aunque si
moría por el frío, el debate sobre si utilizarlos y acortar un poco más su
vida poco sentido tenía.
Sabía que atravesar aquellas tierras en solitario era una locura. La re-
gión de Noraik-Ard era la más fría de todo Eidem, aunque nunca llegó a
imaginar cuánto. Había escuchado a exploradores relatar que en la zona
más al norte las aguas no se deshelaban y las noches de invierno eran ex-
tremadamente largas. El mar no lo había llegado a divisar, pero sí que era
cierto que a medida que avanzaban las jornadas de camino, los días eran
mucho más cortos. El otoño estaba a punto de llegar a su fin y apenas
había horas de luz, lo que hacía más lento y duro el viaje.
—Si sigues así no vas a durar mucho. Deberíamos dar media vuelta
—dijo la niña que, evidentemente, era ajena al rigor del frío. Pese a todo,
caminaba envuelta en su capa mientras le agarraba de la chaqueta para
seguir su paso. Tal vez por empatía o solidaridad hacia él…, si es que
alguna vez había albergado algún sentimiento parecido aquel fantasma.
—No —replicó con sequedad. Ponerse a explicarle de nuevo a la niña
que tenía que llegar al norte costara lo que costase era una pérdida de
tiempo. Poco importaba si lo conseguía o no... Tendría sus respuestas o
nada.
—Estás exhausto y helado. Aunque seas capaz de acabar con un dra-
gón, sigues siendo un simple humano y el frío te matará sin piedad. —Ella
miraba el espesor del bosque—. Sobre todo si no usas tus habilidades.
—Desconocía esa faceta tuya. ¿Ahora te preocupas por mí? —dijo
abandonado su hosquedad por una sonrisa entre irónica y cansada. Tenía
ganas de reír, pero su cuerpo ya apenas podía permitirse ese lujo.
—Idiota. Si mueres aquí, ¿qué será de mí? —le reprochó con una mue-
ca—. Me quedaré aquí sola y nadie me encontrará.
Adriem se rio con algo más de gana y agachó la cabeza en un gesto de
negación, apartando ideas de su mente.
—Perdona, a veces se me olvida que solo piensas en ti. Por un momen-
to creí que sentías algo de afecto por alguien. Por minúsculo que fuera,
me sorprendería.
Ella le miró indignada, pero se detuvo en el último momento y volvió
a observar el bosque.
—Claro..., ¿qué pensabas? Tu tiempo es finito, y si te niegas a hacerme
caso antes o después se agotará. Sin embargo, yo seguiré aquí por siem-
pre.
Adriem ni tan siquiera se giró para mirarla.
—Dicho de esa manera, no me cambiaría por tu lugar.
—Que me diga eso un moribundo... —murmuró ella con la voz algo
quebrada.
La mano de la niña apretó su abrigo, temblorosa, y se sorprendió al
sentir la presión. Vagar eternamente era una opción que no envidiaba,
sin descanso, viendo el mundo cambiar una y otra vez. A fin de cuentas,
él...
Apenas pudo pensar en nada más, pues notó cómo su pensamiento se
nublaba y se quedaba sin fuerzas en las piernas. Lo siguiente que sintió
fue el frío de la nieve en su cara y la voz de la niña, que le llamaba.
—¡Adriem!
Quería decirle que estaba bien, que solo necesitaba un momento para
recuperarse, pero no era capaz de articular palabra.
—¡Adriem! —vio cómo se agachaba a su lado—. Levántante, vamos.
—Sus manos le mecían. Era extraño, ¿desde cuándo era capaz de tocarle?
Cada vez, a sus ojos, era menos un espíritu y más alguien real.
—¡Por favor, Adriem, levanta! ¡No me puedes dejar aquí! —las lágri-
mas de ella comenzaron a brotar—. ¡Que alguien me ayude! —gritó des-
esperada. Pero él sabía que era inútil, pues nadie más que él podía oírla.
Ella siguió tratando de despertarle, de que levantara...
—¡No me dejes aquí sola! ¡No quiero volver a estar sola, ¿me oyes?!
¡Por favor! ¡No me dejes!
Aquella súplica, con esa voz, le trajo a la memoria la imagen de Eliel
despidiéndose en Nara. La última vez que la vio hasta su última despedi-
da. La dejó sola...
Escuchaba el tictac de un reloj que, con pesar, marcaba los segundos
que le separaban de aquel momento en el que no supo decirle que la
amaba. Quería rendirse, dejar que el tiempo fluyera hasta su final, pero
allí no estaría ella.
Abrió los ojos y se incorporó con esfuerzo. La niña le miraba sorpren-
dida con lágrimas en los ojos, y se dijo a sí mismo lo que se había repetido
una y otra vez durante los últimos años:
—Hoy no es el día. No estarás sola.
Trató de acariciar a Eraide para que se tranquilizara, pero, de nuevo,
su mano la atravesó. Puede que solo fueran imaginaciones suyas...
Dejó que el ether fluyera a través de su cuerpo y notó cómo recuperaba
las fuerzas. Con eso debería bastar. Sacudió la nieve del abrigo y divisó a
lo lejos una cabaña. ¿Aceptarían a un extranjero en aquellas tierras? Su
experiencia hasta entonces no era halagüeña, pero no debía usar aquel
poder por mucho tiempo.

Sus párpados involuntariamente se movían al ritmo del péndulo del


reloj, pero aún era lejano, aún quedaba tiempo.
El olor a leña quemada con algo de cedro le fue arrancando lentamen-
te del sueño. Aunque hubiera preferido seguir durmiendo, pues el sonido
que se perdía en su subconsciente fue sustituyéndose por un palpitante
dolor de cabeza que le subía por la nuca y le golpeaba en la sien.
Su ropa húmeda había sido retirada y ahora se encontraba envuelto
en pesadas mantas hechas con el pelaje de algún animal bastante grande,
sin duda. A medida que pudo ir abriendo los ojos, vio el techo de una ca-
baña de madera, cuyas vigas estaban dispuestas en círculos. Varios aba-
lorios y motivos colgaban de ellas, marcados con formas geométricas que
se entrelazaban a modo de decoración.
No conseguía recordar qué había pasado cuando llegó a la cabaña,
pero la recepción había sido hospitalaria a lo visto. Ladeó ligeramente la
cabeza y se encontró con los ojos de Eraide, que le observaban sin pesta-
ñear. Por un momento le pareció verla sonreír, pero una voz desde el otro
lado llamó su atención:
—Vaya, has despertado... No es muy habitual ver a sureños por estas
latitudes, ni mucho menos viajando solos.
Aún con la vista borrosa y la mente espesa, pudo entrever la figura
encorvada sobre la chimenea, que se había girado hacia él. Pese a que
estaba abrigado con una manta casi por completo, se podía apreciar que
era, por lo visto, su anfitrión. Cuando se puso en pie, se descubrió.
Se trataba de un mawler de avanzada edad, cuyo pelo se había ido
tornando blanco sobre el gris oscuro de su ya lejana juventud. Pese a
su edad, había que reconocer que se había mantenido en buena forma.
Probablemente el frío que hacía ahí fuera no te dejaba ni tan siquiera
envejecer, pensó Adriem para sus adentros como una broma.
Sus extremidades aún estaban entumecidas debido al uso del ether,
pero al menos se alegraba de que no fuera por congelación y aún siguie-
ran ahí.
—Es mejor que no te muevas mucho, estabas tan agotado cuando lla-
maste a mi puerta que te dormiste al sentarte inmediatamente frente al
hogar, joven —dijo con la voz ronca.
Se acercó hasta él y le posó la mano sobre la frente, tras lo que hizo un
pequeño gesto de desaprobación.
—Hummm..., parece que tienes fiebre.
Tanto la barba, que le caía frondosa sobre el pecho, como el pelo, los
tenía recogidos en trenzas y coletillas para que no le molestaran, y sobre
su túnica, gruesa y de manufactura artesanal, llevaba diversos collares.
Para Adriem encajaba a la perfección con la descripción de un habitante
de las tierras del norte, tal y como le contaba su padre de pequeño.
Puede que fuera la falta de fuerzas por la dureza del camino o senci-
llamente encontrar un lugar acogedor, pero un profundo sentimiento de
nostalgia le embargó.
Tres años caminando sin echar la vista atrás ni por un momento era
demasiado tiempo. ¿O tal vez había estado huyendo hacia delante?
Poco importaba en aquellos momentos, pues la fiebre apenas le de-
jaba pensar. Aún estaba debilitado y el dolor se fue haciendo cada vez
más intenso; sin darse cuenta, se quedó dormido de nuevo. Su cuerpo le
exigía descanso y no estaba dispuesto a ceder a pensamientos complejos.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero una charla en la cabaña le


hizo volver del sueño. Una voz mucho más joven estaba conversando con
la ya conocida del anciano que le había rescatado de morir congelado en
la nieve.
—¿Le encontraste por el camino del lago? En esta época nadie viaja, es
una locura —afirmó la voz joven.
—Pues Alma ha tenido a bien que le encontrara.
Pese a que el malestar que aún sentía no invitaba a ello, el comentario
lo tomó con humor cargado de mucha ironía.
—No creo que sea una buena idea —discutió el joven con el acento
norteño doalí—. ¿Has visto sus ropas? Es un imperial, un enemigo de
estas tierras.
—¿Crees que es un soldado? —dijo condescendiente—. Míralo bien.
—Podría ser un espía —replicó, más alterado.
Adriem dio un suspiro. «Por favor, otra vez no», pensó para sí.
—Un espía se preocuparía más por no llevar ropa imperial, ni andar
por los caminos dejando que lo encontraran... Tengo algo más de fe en la
maña de los espías.
El joven se enfurruñó y soltó un bufido.
—Da igual, abuelo, a la gente de la aldea no le va a gustar nada que
hayas acogido a un humano.
—Es normal, casi todos los hombres jóvenes están en el frente, es algo
que no ayuda, pese a que la guerra esté a muchos kilómetros de aquí.
Pero por eso mismo no se lo dirás a nadie. —Hizo una pausa y no conti-
nuó hasta que el joven asintió, dubitativo—. Le ayudaré a recuperarse, y
una vez esté bien le invitaré a seguir su camino, nada más.
—Pero madre no...
—No se lo digas tampoco a Ranila. Es la que más se preocuparía.
—No creo que sea buena idea. —Miró al humano y dio un respingo al
ver que estaba despierto y los miraba en silencio.
Al principio, el dichoso acento norteño le había hecho perderse algu-
nas frases, pero enseguida se había acostumbrado al dialecto de aquellas
gentes. Salvo algunas palabras, la ventaja es que hablaban un doalí tan
malo como el que había aprendido de su madre de niño y que tan poco
había practicado. Era curioso, pero ayudaba a entenderse.
Ya veía bien y pensaba con claridad, se sentía recuperado. Algo que se
notaba en el calor que emanaba de su cara, aunque aún sentía las manos
torpes. La fiebre había pasado.
El joven que había estado discutiendo con su abuelo no aparentaba
más de quince años. Apenas alzaba más de un metro sesenta y era muy
delgado. Sus cabellos, que llegaban hasta los hombros, estaban sujetos
por un pañuelo y asomaban en tonos castaños; algunos de sus mechones
habían sido recogidos de la misma forma que los de su abuelo; con tren-
zas y pasadores.
Llevaba una túnica corta de color verde pálido atada con un cinturón,
por lo que se veían claramente las calzas, las calcillas y las botas. No pre-
sentaban ningún resto de nieve o humedad, con lo que probablemente
llevara un buen rato en la cabaña, pues dudaba que hubiera estado dur-
miendo allí hasta la primavera.
El joven, tras el susto inicial, se armó de valor intentando compensar
esa sensación de debilidad con una descarada autosuficiencia ante él. Se
acercó con paso decidido y lo escudriñó altivo, con mirada crítica.
—Bah, me sorprende que haya llegado hasta aquí este sureño —dijo
con desdén.
Adriem, sin muchas ganas de hablar, hizo un esfuerzo por intentar ser
agradable, ya que le habían salvado la vida.
—Para vosotros todos somos sureños, ¿no? —Una auténtica obviedad,
pues las demás regiones estaban más al sur que Noraik-Ard.
El mawler dio involuntariamente un paso hacia atrás, sorprendido por
que el humano le respondiera en doalí.
—Cuando le hablaba mientras estaba con fiebre tuve la sensación de
que me entendía —sonrió—. No tengas miedo, creo que no muerde —se
jactó el anciano mawler del miedo de su nieto.
—¿Cómo voy a tener miedo? —respondió ofendido
Adriem sonrió y, ya con suficiente fuerza, se incorporó hasta sentarse
en la cama. Sólo llevaba la camiseta y la ropa interior, que a diferencia de
las últimas semanas, estaba completamente seca.
—Gracias por ayudarme —dijo, mostrando una sonrisa cansada pero
sincera ante el anciano.
—No hay de qué.
—Adriem —se presentó extendiéndole la mano.
El mawler le agarró por el antebrazo, la forma tradicional de saludarse
en aquella zona, y el humano le correspondió.
—Maximilan. Él es Debreh, mi nieto.
El aludido se recompuso en una postura muy digna y, al igual que su
abuelo, le saludó, pero en su caso con una breve reverencia.
—Encantado —respondió Adriem
Tras Debreh, Adriem vio el resto de su ropa doblada sobre la repisa de
la ventana. Encima, el colgante con la lágrima relucía, y justo al lado la
niña estaba mirando cómo caía la nieve por la ventana, dándoles la espal-
da y ajena a la escena. Pero en el cristal podía ver su reflejo, y sus ojos no
miraban la nieve en realidad; parecían sumidos en la tristeza.

Había pasado un día más y ya se encontraba prácticamente recupera-


do. El tiempo había mejorado, e incluso en las escasas horas del día se
atrevía a salir tímidamente el sol entre las nubes bajas y la niebla, dando
a los alrededores el aspecto de un cuento encantado. Era una bella y fría
estampa la que se divisaba desde la cabaña. Solo árboles y nieve que se
perdían entre el horizonte extrañamente cercano en aquella amplia lla-
nura.
Empeñado en echar una mano a su anfitrión por las molestias que le
había ocasionado, Adriem dedicó una parte de la mañana a cortar algo
de leña. Salir un poco y estirar las piernas le sentaría bien. Notaba que
sus fuerzas no estaban por completo de vuelta y a veces la pequeña hacha
le parecía que pesaba una tonelada, pero aun con ello no se desanimaba,
creando a cada tajo un sonido rítmico que se perdía entre los árboles.
Desde que había despertado, la niña no había dicho nada. Tampoco él
había tratado de entablar conversación, pues muchas veces se enfadaba
y tarde o temprano volvía a hablarle. Pero aquella vez había pasado de-
masiado tiempo y comenzaba a preocuparse. Sencillamente se limitaba
a mirarle.
Casi había acabado con la leña que se había propuesto cortar, cuando
Maximilian salió de la cabaña.
—Adriem, creo que ya es suficiente. Muchas gracias. —Se acercó y le
dio un par de palmadas—. No quisiera que te agotaras, aunque a esta
vieja espalda le has hecho un gran favor.
—Es lo menos que podía hacer. —Echando una última ojeada a la niña,
apoyó el hacha y se giró hacia el mawler con una sonrisa—. No voy a
tardar mucho en irme y quería darte las gracias por que me ayudaras.
Sé que no es gran cosa, pero mi madre siempre me enseñó que debía ser
agradecido.
—Fue suerte —se encogió de hombros—. Cualquiera lo hubiera hecho.
—No en estos tiempos —dijo Adriem sin abandonar su sonrisa pero
adornándola con una mezcla de ironía y resignación.
Maximilian suspiró, sabiendo que el humano tenía razón.
—Es verdad, aunque quiero pensar que así hubiera sido. Mas de nada
sirve lamentarse de la época que nos toca vivir.
Adriem, bastante cansado y sin ganas de disimularlo, se sentó sobre
el tocón donde había estado cortando. Tenía razón, seguía siendo parte
de esta historia... Podría haber realizado varias matizaciones, pero no se
sentía con fuerzas como para hablar de asuntos tan trascendentales. Es
por ello que cambió de tema:
—También fue mi madre quien me enseñó doalí.
—Era kresáica entonces. Vaya, un hijo de dos naciones... ¿Eso dónde
te deja, chico?
—En ninguna parte —negó con la cabeza.
—Y en todas partes, en mitad de todo —apuntó Maximilian, tal vez
para compensar el pesimismo de Adriem.
Adriem se rio del chiste que significaba para él estar en medio de todo.
Sin duda, le había hecho gracia aquella afirmación, pero aun con ello le
tuvo que contradecir:
—Créeme, Maximilian, en medio de nada.
—Entonces, si no estás en ninguna parte, ¿hacia dónde te diriges? —
aprovechó, para satisfacer su curiosidad, contenida durante días.
—Más al norte.
—Allí sólo encontrarás el mar y el hielo eterno. A dos jornadas queda
el último asentamiento que encontrarás y a partir de ahí no hay vida.
¿Qué se te ha perdido por esas tierras inhóspitas?
—El Oráculo —dijo Adriem mirando hacia el horizonte como si pudie-
ra divisar su destino.
Maximilian se quedó en silencio, dando la impresión de que un fan-
tasma terrorífico le hubiera hablado. Era de suponer tal reacción, pues
sabía que aquel lugar era considerado por las tribus norteñas sagrado y
maldito a la vez, al que no se debían acercar. Todo aquel que había osado
ir se decía que había perdido la cordura, si es que había tenido la fortuna
de volver.
—¿Acaso sabes lo que allí te espera?
—Perfectamente —respondió sin dejar de mirar el horizonte.
—Muchos han ido en el convencimiento de que iban a encontrar ri-
quezas, iluminación… Pero todos se equivocaron. ¿Cuál es tu teoría?
—Respuestas. Es lo que hallaré.
Maximilian lo miró. Poco podría razonar el anciano que le fuera a ha-
cer cambiar de opinión tras tantas semanas de viaje a sus espaldas y tan
pocas jornadas por delante. Sin duda, no le iba a convencer de que cedie-
ra en su obstinación.
—Poca gente sabe de ese oráculo y es mejor que permanezca en el ol-
vido. Nada que ver con el de los sureños, Nara, que, según dicen, atesora
el conocimiento. Sin embargo, aquí solo hay locura y miseria. ¿Tan nece-
sarias son esas respuestas para ti, muchacho?
—Mi vida está en ellas —afirmó dirigiendo una mirada decidida y clara
al mawler, que suspiró y abatió los hombros.
—Soy demasiado viejo para ir por los caminos, pero Debreh o su her-
mana Dana pueden hacerte de guía hasta el borde del hielo eterno.
—Has hecho demasiado por mí. Puedo continuar yo el camino, apenas
son cinco jornadas.
Nadie le iba a acompañar, pues la última persona que lo hizo no tuvo
un buen final y no iba a arriesgarse de nuevo. Ninguna vida más pesaría
sobre su conciencia.

Fue incapaz de convencerle y, al final, rendido ante la opinión inamo-


vible del humano, decidió dejarle ir. Dos días más tarde se despidió de
ellos, agradecido, pero Maximilian no pudo contener cierto sentimiento
de tristeza. Debreh, al que no se le escapó este detalle, le preguntó a su
abuelo:
—¿Qué sucede? Le has ayudado y sigue su camino. Lo más probable es
que no le volvamos a ver.
—Es posible, pero hay algo..., no sabría describirlo. —Una sensación
de tristeza seguía la estela de aquel humano engullido por la niebla. Ca-
minaba hacia el norte, cabizbajo, sin mirar atrás, mientras una pequeña
silueta fantasmal, como un espejismo en la niebla, parecía acompañarle
mientras le agarraba del bolsillo del abrigo.
Sonrió ante la mirada preocupada de su nieto.
—Esta ya es una historia que no nos atañe. Así que vamos a preparar
algo de comida para que se la bajes a tu madre.
—¡Claro!
El muchacho se metió de nuevo en la cabaña de planta circular y Maxi-
milian dio un último vistazo. Para su sorpresa, vio a la figura que acom-
pañaba al humano, mucho más nítida, ataviada con una capa que le en-
volvía el cuerpo y parte de la cara. Con un solo gesto, delicado y conciso,
asintió complacida.
Fue solo un instante, pero el rumor del viento le trajo la voz de una
princesa no del todo olvidada:
—Gracias...
Adriem avanzaba entre los árboles dejándose guiar por la gran per-
turbación que había en el ether. El lugar al que se dirigía aún estaba a
varios kilómetros de allí, pero podía percibir con claridad la presencia en
la distancia de aquel oráculo olvidado. Le costaba creer que, tras tantos
meses de búsqueda entre libros, rumores y leyendas, pudiera sentirlo con
tanta claridad. Era difícil perderse.
Era una sensación muy familiar, pues ya la había sentido una vez: en
el Bastión de los Justos tres años atrás.
CAPÍTULO 14
-Destinos rotos-

Aquel lugar era silencioso y lúgubre. Un viejo edificio en las afueras


de los sectores bajos de Tiria a la orilla del río. Fuera de cualquier área
urbana o carretera, a no mucha distancia se veía la enorme brecha en el
gran acantilado sobre el que descendía el río y se asentaba la ciudad, la
cual parecía que poco a poco iba fagocitando la roca y transformándola
en metal.
El edificio, cuando se construyó, probablemente no divisaría ni la
mitad de la ciudad que se veía actualmente y, sin lugar a dudas, luciría
mejor. Cuatro plantas y un último piso abuhardillado, de fachada de la-
drillo, presidida por tres grandes ventanales oxidados, que había sido
carcomida por el tiempo y la humedad a partes iguales. La entrada estaba
flanqueada por viejas enredaderas y setos marchitos, carentes de cuidado
alguno, muy en consonancia con el letrero de metal torneado y herrum-
broso, que rezaba: «Institución Mental de la Rivera».
Uriel se fijó en las letras y resopló.
—Como cuiden tan bien a los enfermos como la decoración, mejor vol-
verse loco lejos de aquí —comentó para sí mismo con ironía. Dio una pa-
tada a una de las piedras y observó cómo se levantaba el polvo del camino
hasta la escalinata de entrada, de apenas cinco escalones, sin que llamara
la atención de nadie. Aquel lugar estaba muerto—. Lo que más me gusta,
sin lugar a dudas, es la atención al cliente —continuó en su monólogo.
Sus chistes, sin nadie que le escuchara, era como escupir en el mar.
Así que se encogió de hombros y decidió proseguir hacia el interior del
edificio. El sol apenas calentaba en esa época del año y se había entrete-
nido durante su camino desde la estación de tren, a más de una hora an-
dando, con el vaho que desprendía su respiración. Como cuando jugaba
de niño, pues poca diversión había en aquel lugar desierto.
Antes de entrar echó un vistazo atrás y vio cómo algunas urracas graz-
naban antes de posarse sobre un árbol desnudo por los rigores del final
del otoño. Sonrío con desgana; el sitio superaba con creces la peor de sus
previsiones. Empujó el portón que daba entrada a la recepción del edifi-
cio, anunciando su llegada con un estridente chirrido que reverberó por
toda la estancia.
El exterior era, sin duda, la antesala ideal para que el visitante supiera
qué se iba a encontrar dentro. Aunque se notaba algún intento por dotar
a la sala de cierta dignidad con alguna reparación, las manchas de yeso
más recientes evidenciaban todavía más la vejez de las paredes. Descon-
chadas y agrietadas, con molduras de escayola que en muchas partes se
habían desprendido o daban la sensación de que lo iban a hacer de un
momento a otro. Sobre su cabeza, en la cruz de los tirantes de la cúpu-
la del techo, una antigua lámpara de araña, que a buen seguro tuvo un
pasado mejor, oscilaba produciendo algunos reflejos pese a que el metal
ennegrecido necesitaba una urgente limpieza.
Los grandes ventanales, estrechos y altos, filtraban la luz al interior,
dejando ver claramente las ventanas entreabiertas de un pequeño despa-
cho sobre el que ponía en letras pintadas: «Recepción».
Sin dilación, pues no era un lugar para quedarse admirando la deco-
ración o lo exquisito del ambiente, se acercó con la mejor de sus sonrisas,
digna de un comercial, para abordar a la enfermera, secretaria o cual-
quiera que fuera su cargo, que allí estaba ordenando carpetas y fichas,
ignorando por completo al visitante.
—Buenos días, simpática señorita. —Había veces en que a Uriel le cos-
taba mentir más que otras, pero esa ocasión fue hasta doloroso. Aquella
mujer de baja estatura, nariz pronunciada y pelo recogido en un moño,
cubierto en parte por el tocado del uniforme blanco y sencillo de una pie-
za, podría parecer muchas cosas, pero tal y como torció el gesto y arrugó
la nariz al verle, cualquier calificativo hubiera sido más adecuado que
ese.
—¿Qué desea? —dijo con sequedad la mujer volviendo a enfrascarse
en los papeles.
Uriel ojeó por encima lo que estaba haciendo. Siempre estaba obse-
sionado por el detalle y la información, y aunque aquellos papeles no le
decían nada en absoluto no pudo evitar quedarse con las palabras de los
diagnósticos... Claro que no tenían significado para él aquellos términos
médicos, pero en algún momento seguro que le servirían.
La mujer, al no obtener respuesta, le miró esta vez y repitió:
—¿Qué desea, señor?
—Vengo a ver a una paciente —dijo apoyándose en el mostrador, cuya
madera crujió pese a que no había dejado caer todo su peso.
—Nadie viene a visitar pacientes excepto los doctores.
—¿Y si te digo que lo soy? —tanteó descaradamente.
—No le creería, por supuesto. —La mujer dejó las carpetas y le miró
directamente bajo son gafas.
Uriel obtuvo la respuesta deseada. Ladeó la cabeza con falsa inocen-
cia, como si se tratara de un niño al que le han pillado en una mentira sin
importancia.
—¿Es por alguna razón especial que no se admiten visitas?
—Para ello necesita al menos cita previa y no me consta.
—Podría haberla pedido a alguna compañera tuya.
—Imposible. —La mujer, a buen seguro, no recibía prima alguna por
atender con amabilidad al cliente. Abrió la agenda, sin molestarse en di-
simular su enfado, por la página del día en el que estaban y se la enseñó
mostrando las hojas de esa jornada y la del siguiente en blanco—. No hay
visitas, ni las ha habido desde hace meses. Nadie quiere ver a los pacien-
tes que están aquí, porque a nadie les importan ya.
—Vamos, vengo a ver a una amiga. Dele la satisfacción de tener una
visita a la pobre chica.
—Como mínimo, el doctor debería valorar primero si es conveniente
—dijo la mujer. Tenía que apremiarla y convencerla de que cuanto antes
le dejaran verla, antes se iría y dejaría de molestar la sepulcral paz de
aquel lugar—. Bien, dígame el nombre de la paciente en cuestión y le pa-
saré nota. Tardará unos días en revisarlo, así que le sugiero que se arme
de paciencia.
—Laila Amel Windar.
La mujer iba a escribir el nombre para no olvidarse, pero se detuvo
al oírlo. Su cara palideció, dejando caer el lápiz para mirarle con cara de
perplejidad. Mala señal.
—De acuerdo… Ahora recuerdo que el doctor tenía un momento libre.
—Se levantó—. Si me da un momento se lo puedo gestionar ahora mismo.

El sonido de sus pasos acompañaba a los del doctor, que caminaba


delante, ahogados por los gritos desgarradores de algunos de los interna-
dos. El silencio que reinaba en los alrededores de aquel edificio contras-
taba con el ensordecedor alarido de voces desesperadas, en su mayoría
espetando palabras inconexas.
—No solemos tener muchas visitas. Como comprenderá, aquí todo
tiene un ritmo diferente. Considérelo un lugar aparte donde nuestros
pacientes tienen que curarse de las heridas del mundo exterior.
—Uriel se preguntó a qué visitas se referiría recordando la vacía
agenda. «Debe de ser horrible gestionar tantas peticiones», pensó como
respuesta en su mente a la frase del doctor, que se había girado hacia él
aparentando calma—. Hay un riguroso procedimiento, pero el caso de
Laila es especial. No se lo tome como un favor, sencillamente espero que
me ayude a entenderla si es en verdad un allegado. Espero que no le
incomode mucho.
—En absoluto, he estado en lugares peores —dijo sin darle apenas im-
portancia. Sus palabras fueron sinceras, por desgracia, pero el doctor no
pareció ni inmutarse. Era un hombre maduro, de cuidado bigote y pati-
llas largas, con el pelo rizado, ya canoso y evidenciando profundas en-
tradas entre las arrugas de su frente. Sin duda, el ser médico le hacía go-
zar de cierta reputación y cuidaba su aspecto, pero su autoridad y buena
planta chocaban con aquellos pasillos oscuros de paredes rotas y puertas
reforzadas, como una luciérnaga en la noche. Sin embargo, él se sentía
extrañamente integrado en aquella oscuridad. Tal vez perdió la cordura
hacía demasiado tiempo y ya no notaba la diferencia.
—Esta es la habitación. Me disculpará, pero no entraré. Los observaré
desde fuera.
—¿He de ir solo?
—Bajo su propia responsabilidad. Esta es una visita no programada.
Para nuestros registros usted nunca ha venido, por lo que cualquier cosa
que suceda, no será de nuestra incumbencia.
Posó la mano sobre el picaporte a la vez que el doctor corría las dos
barras que atrancaban la puerta con cierto esfuerzo. Uriel le miró antes
de abrir.
—¿Y cómo trata a su paciente si ni tan siquiera entra? —dijo con mali-
cia juzgando la poca ética profesional del médico.
No encontró respuesta. Se quedó en silencio a un lado con la mirada
baja y los hombros caídos. Uriel lo supo interpretar. No había nada que
pudiera tratar. Era un fracaso anticipado.
Giró el pomo y entró en aquella habitación oscura y acolchada. No
podía culparlo...
Vio en una esquina, acurrucada, a una doalfar a la que le costaba reco-
nocer. Extremadamente delgada y pálida, cubierta por un camisón blan-
co raído, se mecía agarrándose las rodillas. Apartó con el pie una bandeja
con comida apenas sin tocar y observó las paredes en la penumbra. Ha-
bían sido arañadas, dibujando círculos, líneas, números, símbolos... Un
galimatías que cubría la habitación.
La mujer le miró y Uriel vio sus iris teñidos de rojo. Un signo inequívoco
de la enfermedad del Eco. Al juzgar por el color de su tez, sin duda muy
avanzado e irreversible.
Uriel negó con la cabeza, apretando los dientes en una mezcla de rabia
y culpa. Sabía que no iba a encontrar algo agradable, pero antes de que
no hubiera marcha atrás, debía quedar en paz con sus errores. Tenía que
ser consciente de todo lo que había sacrificado y lo que iba a ofrecer a la
causa.
Pero, aun con ello, no estaba preparado. Pese a su entrenamiento en
el Servicio Secreto, pese a que usaba a la gente como meros peones de su
partida sin importarle lo más mínimo, la visión de Laila, aquella mujer
que conoció llena de vida, marchita como una flor quemada por el sol del
verano, hizo que se revolviera algo dentro de sí mismo. ¿Conciencia?¿Tal
vez culpa? Era molesto e innecesario.
Si dejaba que se apoderara de él ese sentimiento, nublaría su juicio y
perdería la perspectiva. El primer paso hacia el fracaso.
—U-Uri... el... —murmuró con la voz ronca y quebrada.
—Hola, Laila —respondió envuelto aún en sombras, lejos de la luz que
entraba por la pequeña ventana enrejada. Quería mostrar su sonrisa para
tranquilizarla, como era habitual, pero era incapaz.
—He visto lo que me contaste... Lo he visto todo —dijo abriendo los
ojos como platos—. El mundo, el sueño... La he visto.
Uriel avanzó hacia ella hasta ponerse en cuclillas para estar cerca y así
evitar que la doalfar tuviera que forzar la voz.
—¿Qué pasó, Laila? —preguntó casi en un susurro.
—Fui con él... y... fue... —Se frotó la cara con las palmas de forma com-
pulsiva. Parecía tratar de ordenar unos pensamientos que, con ese nivel
de Eco, debían de ser caóticos. Le sería imposible en aquel lugar ajeno
al mundo, donde parecían pasar los días sin consecuencia. Ni siquiera
parecía saber dónde estaba en realidad. Era un milagro que le hubiera
reconocido.
Uriel la cogió por las muñecas con suavidad y se las apartó para que le
mirara a los ojos. Así, la doalfar pudo ver la cara del pelirrojo, lo que pa-
reció serenarla. Sonrió como si de una niña asustada y perdida se tratara
y acabase de encontrar a un amigo.
—Veo que tu brazo se ha curado —dijo, observando que podía moverlo
sin problemas. Milagrosamente había recuperado la movilidad de la que
le privó aquel dragón. ¿Cómo era posible? Necesitaba respuestas.
—Él me lo sanó. —Su rostro se iluminó al recordar algo.
—¿Quién?
—Yo... Él es.... —Empezó a llorar, sacudiéndose para tratar de libe-
rar sus muñecas y pataleando. Uriel la asió con más fuerza hasta que se
calmó, pero sus ojos seguían desbordados en lágrimas—. No... No me
acuerdo... No le recuerdo.
—Cuéntame qué pasó hace tres años y yo te diré su nombre.
—¿Lo conoces? —sonrió de nuevo.
—Claro que sí. —Trataba de modular su voz para que no sintiera su
impaciencia—. Se llamaba Adriem.
Ella dejó la mirada perdida, y repitió el nombre:
—Adriem... Adriem... Sí... No lo recordaba. Hace una eternidad que
no me venía a la mente, pero sigo sin ver su rostro. Él estaba allí... Trató
de hacer algo...
Cerró los ojos con fuerza y cuando los abrió, parte de aquella locu-
ra parecía haberse desvanecido, siendo sus palabras claras y ordenadas,
como si asomara en esas memorias el único rastro de cordura que le que-
daba.
—Todo se rompía, parecía que la misma piedra fuera mero papel... La
luna roja reinaba en el cielo.

Como si fuera el escenario de cartón de una obra barata de teatro, la


sala fue desintegrándose arremolinada alrededor de la columna de luz
que se proyectaba desde el cristal de esencia que había surgido del cuer-
po inerte de Eliel.
La presión que sentía su cuerpo la atenazaba, atándola al suelo con
una fuerza irreal. Adriem, ante ella, miraba el cristal, que vibraba con
una frecuencia que producía vértigo. El humano agarró el cuerpo inerte
de su amada con firmeza y la miró. Veía pena en sus ojos, tal vez por
haberla llevado hasta allí, pero Laila, sin embargo, se sentía en paz. Por
primera vez en muchos años había sentido que tenía un objetivo, había
decidido por ella misma, más allá de los planes de otros. Ya fueran los
dragones o Uriel.
Trataba de hablar, de decirle que no pasaba nada y que desde hacía
años estaba preparada para ese momento. Cuando casi acabaron con su
vida y perdió el favor de los dragones, había dejado de pensar en el ma-
ñana. Había estado demasiado cerca de la muerte como saber que todos
los días son un regalo y que tocaba corresponderles poniéndoles fin. Sin
recurrir a venganzas ni odios, sino uno más digno: haber ayudado a otro
desinteresadamente.
Pero Adriem la miraba, y podía sentir todo ese dolor desbocado por
perder a quien quería desde lo más profundo de su corazón. Ojalá la hu-
bieran podido rescatar, pero no había podido ser, y a falta de palabras, se
encogió de hombros y le sonrió dulzura.
Aun con ello, la siguió mirando y apretó los puños con fuerza. Tal vez
él no estaba preparado como ella para morir en aquel lugar. No era capaz
de abandonarse a los brazos de Alma. ¿Por qué? ¿Así podría reunirse con
ella? ¿De dónde venía aquella rabia?
Adriem dejó reposar el cuerpo de la doalfar sobre el suelo y, con difi-
cultad, se levantó tambaleante mientras trazas de luz recorrían cada cen-
tímetro de su piel. Apretaba los dientes debido al esfuerzo que suponía
sólo estar en pie. Laila trató de decirle que la dejara si era capaz de huir,
pero el ruido de aquel lugar ahogaba sus palabras.
—¡Vete! No te preocupes por mí. Estaré bien.
Miró el cristal y acercó su mano. La proximidad empezó a deshacer
sus guantes y parte de la manga de la chaqueta, mientras pequeños cortes
se iban abriendo en su piel. Gritaba de dolor, pero, pese a ello, agarró la
esencia con la mano y el fulgor que emitía el cristal bajó de intensidad
hasta dejar la sala en penumbra. Con la respiración acelerada y apretan-
do los dientes, puso la otra mano y la sujetó con fuerza, acompañado de
un alarido.
Hubo un terrible estruendo y, acto seguido, todo quedó quieto, com-
pletamente gris; el aire, espeso como el agua, y el tiempo pareció de-
tenerse. Las piedras que se habían levantado como papel flotaban y un
silencio sepulcral lo invadía todo.
—¡Adriem, no! ¡Destrozarás su alma! —Laila levantó el brazo para ro-
garle que se detuviera y, de repente, se dio cuenta de que había movido
aquel que fue privado de vida. No lo podía creer, estaba perfectamente.
Era un milagro.
Se miraba la palma de la mano entre asustada y perpleja ante lo que
había sucedido mientras Adriem seguía reteniendo el cristal. Aunque allí
no hacía viento, la energía envolvía a ambos, y sus ropas eran empujadas
por un viento inexistente.
—No permitiré que la Princesa Oscura se lleve su alma. Es lo último
que puedo hacer por ella... —La miró con tristeza—. Y por ti, Laila.
El cristal se resquebrajó una vez más y un impulso siguió la corriente
de luz hasta arriba, en el cielo, donde reinaba la luna roja. Al llegar al
firmamento esta chocó contra un cristal imaginario y el cielo se rompió,
mostrando tras de sí una visión inimaginable.
Ambos admiraron aquella escena sin poder dar crédito a lo que veían.
Una enorme ciudad vista desde las alturas. Torres que, pese a la dis-
tancia, parecían gigantescas, de cristal, hormigón y cerámica. Era como
un lugar de ensueño lleno de árboles, casas, carreteras y extraños trenes
que la atravesaban. La sensación de vértigo al ver aquella ciudad inverti-
da era indescriptible. Como si de un momento a otro fueran a caer sobre
ella desde cientos de kilómetros de altura. ¿Qué era aquel mundo que
contemplaban? Nunca en su imaginación habían visto un lugar similar.
El cristal cedió un poco más y empezó a emitir luz de nuevo. El lugar
estaba destrozado y apenas quedaba nada del bastión. Adriem parecía
incapaz de contenerlo por más, y aquel mundo detenido en el tiempo en
el que ambos se encontraban de un momento a otro caería, y la realidad
que allí se estaba formando los destrozaría.
Él la miró en una silenciosa disculpa, pero ella no era capaz de pres-
tarle atención, pues sus ojos desencajados seguían fijos en el cielo. Unos
hilos de luz comenzaron a cruzar el firmamento y, como si de una cos-
tura se tratase, fueron cerrando la brecha a aquel mundo, deshaciendo
aquella visión hasta que desapareció por completo. El humano empezó a
gritar, Laila sabía que aquel esfuerzo era inútil, pues no podía contener
lo que allí se manifestaba... Sentía un poder inmenso, el propio mundo
cerniéndose sobre ellos...
El cristal estalló en miles de fragmentos que se desintegraron en el haz
de luz en el momento en que se cerró la brecha por completo. Adriem sa-
lió despedido hacia atrás, hasta caer varios metros más allá, rodando por
el suelo. En el interior de su puño vio como aún quedaba un fulgor que
lentamente fue menguando hasta desaparecer y se reveló una pequeña
esquirla del cristal. Poco más pudo distinguir, pues la oscuridad lo engu-
lló.Ya no quedaba nada de Eliel. Su alma había sido consumida, y la luz
la había arrastrado hasta algún lugar lejos de allí. Podía ver cómo el cielo
volvía poco a poco a recuperar el brillo de las estrellas, mas la imagen de
aquella ciudad no podía borrarla de su mente. Oía el susurro de miles de
voces que parecían provenir de ella, pidiendo auxilio, resonando en su
mente. No era capaz de entender lo que había visto, pero algo dentro de
ella se rompió.
No supo cuánto tiempo estuvo allí medio inconsciente, pero cuando la
encontraron los soldados imperiales Adriem ya no estaba. Después, ya no
había más que aquella celda y ese sonido grabado en su mente, golpeán-
dola a cada segundo.
Ella le miraba con una sonrisa eufórica mientras Uriel no perdía de-
talle de lo que decía.
—¿Sabes lo que vi? —dijo excitada.
—No.
—El origen de este mundo. Vi a Alma —afirmó con una sonrisa desqui-
ciada que le hizo estremecerse.
—¿Estás segura de lo que dices? —La sujetó por los hombros. Quería
saber qué era exactamente la ciudad que vio en el cielo. Probablemente
Miguel le habría intentado sonsacar durante el tiempo que estuvo allí
aquella información, mas por mucho que hubiera perdido la cordura,
Laila siempre le iba a ser leal. Aunque ahora que sabía la verdad, tendría
que asegurarse de que la información no llegara al SSI.
Muy a su pesar no había respuesta. Le miraba fijamente tratando de
recordar, pero no había nada. Lentamente, esa quietud y lucidez se fue-
ron diluyendo mientras la expresión de la cara se tornaba en una mueca
de pánico.
Le empujó y se apartó hasta acurrucarse en el rincón, tapándose los
oídos con las manos y gritando. Uriel suspiró y se puso en pie cabizbajo.
Ya no le reconocía debido a algún ataque provocado por el Eco. Probable-
mente hasta aquellas paredes las vería de otra forma.
Miró a su alrededor todos los garabatos sin sentido arañados en la
pared acolchada y sucia, pero se percató de un detalle que no había visto
al entrar, pues su atención había estado puesta en la doalfar. Había una
palabra que se repetía constantemente entre los dibujos...
Enoch.
Le seguía mirando en silencio. Uriel se acercó a ella sin hacer ningún
movimiento brusco y se agachó. Ella no rehusó su contacto y, lentamen-
te, la fue envolviendo hasta abrazarla con fuerza.
Cubierta por su cuerpo, Laila apenas abultaba debido a su extremada
delgadez. Por primera vez en mucho tiempo sintió pena por todo lo que
iba a sacrificar, incluso la fe que habían depositado en él.
—Adiós, Laila.
Ella se relajó en sus brazos y le correspondió con fuerza. Sonrió; pare-
cía aliviada, relajada de nuevo, y poco a poco las fuerzas la fueron aban-
donando.
Casi en un susurro antes de que se apagara su voz, dijo:
—Ya recuerdo su rostro.
Y cerró los ojos en un sueño del que ya no despertaría nunca, pues
Uriel le partió el cuello.
Dejó a sus espaldas el demacrado sanatorio sin volverse atrás, levan-
tando el polvo del camino con sus pisadas. Avanzó durante un largo tra-
yecto hasta que el edificio no fue más que una silueta en la lejanía.
Sobre los árboles desnudos algunas urracas graznaron y levantaron el
vuelo cuando el viento se alzó, meciendo las ramas. Su capa ondeaba al
son de la hierba mientras se recogía el pelo con la mano, atándolo en una
coleta para que no le molestara.
Se giró dando un vistazo fugaz al edificio.
—Ya es demasiado tarde —se lamentó.
Apretó el paso y siguió andando por aquella llanura de solitarios cam-
pos en su largo caminar sin horizonte. Dejando solo tras de sí miseria y
muerte.
Un evidente y cruel reflejo de su vida.
CAPÍTULO 15
-El Dragón Errante-

El resto de días de camino transcurrieron en silencio. Eraide parecía


más que nunca un espectro y aunque Adriem de vez en cuando hacía al-
gún comentario al aire, en ningún momento obtuvo más respuesta que
una mirada de ojos verdes que parecían otear constantemente el horizon-
te, bajo una capucha que brillaba como si de escamas estuviera hecha.
Durante aquellos días había lamentado con frecuencia no haberse
quedado algo más de tiempo en el hogar del anciano mawler, pues su
cuerpo aún arrastraba las secuelas del agotamiento y las fiebres. En más
de una ocasión sus piernas estuvieron a punto de sucumbir invitándole a
dejarse caer, rendido una vez más sobre el manto frío y blanco de la nie-
ve. Mas no podía permitirse depender de otro golpe de suerte y, contra-
riando a su propio cuerpo, caminaba con más cautela tratando de medir
bien sus fuerzas.
Podía usar algo de su poder, alterar las leyes físicas y alejar el frío de
su cuerpo; sin duda, sería mucho más fácil. Era tentador, pero no podía
abusar y ya había tenido que recurrir a ello hacía apenas una semana y
aún notaba cierta migraña. Pero por lógico que fuera, cada vez que esa
idea pasaba por su cabeza se obligaba a negarla. No sabía qué se encon-
traría en el oráculo, pero si lo tenía que poner en marcha necesitaría cada
ápice de su ether, y era mejor reservar fuerzas.
Era difícil de explicar incluso para sí mismo. Si tan hastiado estaba de
aquella vida tras haber perdido una y otra vez a quien había amado, nada
le impedía quemar el ether que le quedaba en su espíritu para desapare-
cer por completo. Probablemente nunca existiría una muerte más dulce
e indolora; sencillamente, no agonizaría, sólo dejaría de existir en aquel
mundo llamado Alma, sin dejar a nadie atrás que pudiera llorarle.
Sin embargo, allí seguía, paso tras paso bajo la nieve, rumbo al norte.
Fe en cada paso, se decía a sí mismo, recordando las palabras que es-
cribió a Dythjui unos años atrás. El mundo se derrumbaría a sus pies y
seguiría caminando.
Los dos pequeños pueblos por los que pasó tampoco fueron un de-
chado de conversación. Allí todos eran mawlers, en su mayoría de pelaje
blanco propio de las tribus más septentrionales de Noraik-Ard, y rece-
laban del humano que hablaba doalí con un acento tan tosco. No podía
culparlos por ello.
Le resultó, sin embargo, alentador que le respetaran. En más de una
ocasión, seguramente ya en exceso, había sufrido o visto padecer dema-
siados odios por la guerra, la nación o la raza. Aun con ello, los lugare-
ños parecían ya lejos del rencor propio de los sureños y sencillamente le
miraban como a cualquier extranjero que apareciera en aquel lugar para
alterar la armónica monotonía de aquellas tierras, que parecían vivir en
un eterno invierno. Tal vez ese fuera su único enemigo, el frío que iguala-
ba a cualquier ser sin discriminarlos por su origen, el que hacía palidecer
cualquier otra diferencia. Lo único importante era la supervivencia. Ha-
bía podido comprar viandas e irse pertrechando con las monedas que le
restaban sin problema alguno, pero tampoco le daban conversación más
allá de la estrictamente necesaria. Aunque tenía que reconocer que aquel
silencio hasta le reconfortaba.

Tras de sí había quedado cualquier signo de civilización y, aunque la


pesada ropa de abrigo hacía que con cada paso se hundiera en la nieve,
todas esas capas de pieles que le había comprado a un curtidor mawler,
las cuales le embocaban hasta el rostro, le habían hecho la travesía más
llevadera.
No había pasado más de una semana cuando divisó la isla que se erigía
en mitad del fiordo helado, orgullosa e inmutable, amparada por el silen-
cio enturbiado por el viento que se colaba entre las altas cumbres. Dimi-
nutos copos de nueve flotaban en el aire y se escurrían entre el embozo,
produciendo una dolorosa punzada helada cuando tocaban su rostro. Se
acercó a la orilla con cuidado de no resbalar. La capa de hielo parecía lo
bastante espesa como para caminar sobre ella con cierta cautela.
Pese a que las montañas que rodeaban el fiordo ayudaban a tomar re-
ferencias, el trayecto se hizo más largo de lo que cabría esperar en aquel
paraje silencioso, donde solo se oía el rumor del viento. Algún crujido le
sobresaltaba de vez en cuando, por lo que trató de pisar con suavidad.
Sentía que había aguantado la respiración hasta que puso un pie fuera de
aquel mar, en los restos de un embarcadero.
Sobre la pequeña colina que coronaba la isla se podían ver nítidamen-
te las ruinas de un antiguo edificio cubiertas por la nieve; los lienzos de
muralla y la torre que parecía haber estado coronada por un campanario
en un lejano pasado, derrumbada en lo que parecía un corte quirúrgico
que desnudaba su interior mostrando los restos de estancias que algún
día tuvieron más de tres paredes.
Según pisó tierra firme, sintió un extraño escalofrío con una sensa-
ción tan intensa como la que vivió en el Bastión de los Justos tres años
atrás. Era su último intento para encontrar una manera de llevar a cabo
su plan. Ya no le quedaban más ideas que aquel oráculo, la última mano
de su partida de Mahok contra un adversario que le superaba con creces.
Muy probablemente no pudo encontrar más porque ya ni existirían la
mayoría de ellos, pero aquellas piedras habían aguantado el paso de los
siglos. Al verlo derruido y abandonado, envuelto en un halo de misterio,
recordó la leyenda negra que le atribuían en aquellas tierras. Toda per-
sona que lo había visitado había enloquecido. Se le escapó una sonrisa,
ya que después de todo lo que había visto y vivido dudaba que pudiera
perder más la cordura.
—Un poco tarde para perder la cabeza, ¿no crees? —dijo a la niña, que
no había roto su silencio aquellos días.
Atravesando el patio de armas, comido por la maleza y la nieve, con
paso decidido, como si ya conociera el lugar, se acercó a una apertura en
la torre. Lucía como si antiguamente hubiera sido una puerta, mas ahora
solo era una herida en la roca. Se introdujo con cierta dificultad entre las
piedras que se habían desprendido, para pasar a una angosta y resbaladi-
za escalera de caracol que bajaba hacia las entrañas del edificio.
A medida que bajaba los escalones, la improvisada antorcha que había
armado iluminaba las paredes con sombras que oscilaban al son de la lla-
ma. El aire se iba templando hasta el punto de que se deshizo el embozo
y desabrochó parte del abrigo.
—No sé qué puede haber aquí abajo, pero he de reconocer que tengo
miedo —dijo a la niña, que parecía ajena por completo a aquel lugar—.
Esta búsqueda ha sido lo único que ha dado sentido a mi vida y tampoco
aspiraba a llegar. Si moría por el camino tampoco me importaba después
de perder a Eliel. —Siguió sincerándose mientras se apoyaba con cuidado
de no resbalar por la retorcida escalera—. ¿Qué haré a partir de ahora?
¿Y si lo que encuentro no me da ninguna respuesta? Hacía tiempo que no
me sentía tan vivo..., y tan asustado.
No pudo seguir con su disertación. Chocó contra un derrumbe que
cerraba el pasillo. Suspiró y se agachó para mover alguna de las piedras,
pero no pudo moverla. Pesaba como si fuera de plomo y no era normal.
Tomó unos minutos para estudiar las losas que cortaban su paso. No
era un desprendimiento por el paso de los años, era algo intencionado.
Observó la llama de la antorcha; si había algún pasillo o resquicio, tal vez
hubiera corriente de aire. Sin embargo, el fuego se mantenía estable. Tal
vez demasiado.
—¿Vas a quedarte aquí lo que te queda de vida? Tal vez sería mejor dar
media vuelta. Existen otros oráculos, seguro que nos da tiempo a encon-
trarlos… —insinuó la niña.
—No. Me ha costado mucho averiguar la ubicación de este. No tengo
tiempo para ir descartando más leyendas y habladurías. Este es real, lo
sé.
—¿Seguro? Solo parece un templo decrépito con una leyenda negra
sobre el —se mofó—. Como cualquier otro.
—Si este derrumbe fuera normal, me lo creería, pero esto se ha hecho
con runas. —Se concentró y empezó a palpar las piedras—. No puede ser
tan compacto como para que no corra el aire. Debe de tener alguna runa
o resorte.
Pasó la mano por la pared quitando el polvo acumulado durante si-
glos, hasta que el tacto de una de las piedras le llamó la atención. Golpeó
sobre ella y el sonido hueco la delató.
Con sumo cuidado metió los dedos por las juntas y la extrajo, dejando
al descubierto una pieza de metal. Ante su visión, Adriem sonrió.
—Argentano puro... Un bloque de este tamaño valdría ahora miles de
escudos.
—¿Acaso te vas a dedicar ahora a saquear ruinas? —se mofó la niña—.
Al menos harías algo lucrativo. Cógelo y…
—Es mucho más valioso que eso, y lo sabes. —Echó mano de la libreta
donde apuntaba las notas de su viaje y pasó las páginas hasta detenerse
en una de ellas—. ¿Te acuerdas de las runas antiguas que encontramos en
la biblioteca de Arqueis?
—¿Cómo olvidar dos semanas allí sin movernos apenas? —dijo tor-
ciendo el gesto, malhumorada.
—No fue en vano. Cada oráculo tenía un símbolo, y si no me equivo-
co... —Deslizó el dedo por la pieza de argentano. Cada gesto dejaba una
estela de luz en la que fue replicando una de las runas. Cuando la com-
pletó, las rocas empezaron a moverse como si tuvieran vida propia y se
recolectaron en su posición original, dejando el túnel despejado. Como si
nunca hubiera habido un desprendimiento. Adriem no podía ocultar su
satisfacción ante la niña, que seguía enfadada.
Prosiguieron su descenso hasta que la escalera desembocó en una pro-
funda sala rectangular. Era difícil de imaginar una estancia de aquellas
dimensiones en el corazón del castillo. En el cénit, un gran cristal rojizo
iluminaba débilmente, sujeto por cadenas, rodeado por un mecanismo
que anclaba un enorme péndulo que oscilaba recorriendo parte de la ha-
bitación. Los arcos que lo apuntalaban al techo y las escrituras que re-
corrían el metal del artilugio evocaban inequívocamente a las puertas de
Nara. A cada oscilación, el aire que desplazaba el artilugio provocaba un
potente zumbido, lento y rítmico, que resonaba inquietante por toda la
cámara.
Sin embargo, algo le llamó más la atención: en el centro, sentado en
el suelo medio derrumbado, un cadáver parecía mirar al centro de la sala
más allá de la muerte.
Eraide se quedó justo en la entrada al lugar. La miró, y le pareció
como si un muro invisible le impidiera el paso a la niña. Esta, cabizba-
ja, observaba cómo su compañero de viaje avanzaba lentamente hacia el
yacente sin perder detalle de las pinturas y escrituras que decoraban las
paredes y que mucho atrás perdieron su esplendor.
Adriem se detuvo ante los restos. Poco más quedaba de aquel hombre
consumido por el tiempo que polvo y huesos, cubiertos por los jirones de
lo que alguna vez debió de ser una túnica de un color, a día de hoy indes-
cifrable. Sin embargo, la calavera miraba el péndulo sin ojos.
Se agachó para verlo más de cerca. ¿Murió cuando se destruyó aquel
lugar o fue después? Era difícil averiguarlo en su estado actual, pero qui-
so asegurarse y, con un sentimiento de repulsa por tocar aquellos restos,
acercó su mano al cuerpo con cuidado para examinar sus enseres.
Fue tocarlo y, por un momento, en un destello, se vio a él mismo ves-
tido con aquellas ropas, sentado, mirando el péndulo que dominaba la
sala. Asustado, cayó de espaldas hasta sentarse con la respiración acele-
rada y perlas de sudor asomando por su frente. Había sido una alucina-
ción, pues tenía ante sí de nuevo al cadáver.
La voz de Eraide le advirtió:
—No le toques, por favor.
Se giró hacia ella aún más extrañado, pues las palabras de la niña
sonaron quebradas, lejos de la autosuficiencia que siempre demostraba.
Seguía detenida en el umbral, cabizbaja y temblorosa.
—Por favor, no... Déjale estar.
—¿Sabes quién es?
—Nunca quise venir aquí, no quería venir a verle. —Lágrimas brota-
ban de sus ojos y resbalaban por su mejillas para romperse, como si fue-
ran de cristal, al tocar el suelo.
—Eraide...
—¡Le odio tanto! —dijo mientras se frotaba los ojos, tratando de repri-
mir el llanto que se empeñaba en brotar con dolor—. ¿Por qué, Adriem?
Dime por qué sigo sufriendo tanto viéndole así.
Se levantó y se quedó mirándole. Aquel hombre era...
—No me digas que es...
—Ar... shi... us. —Cada sílaba era arrancada de su garganta con esfuer-
zo hipando por el lloro, mientras desviaba la mirada. Podía entender ese
sentimiento, la visión del cuerpo inerte de quien amas. Aquel era el hom-
bre que vio en el sueño de Neferdgita, el origen de todo el amor y odio
que pervivía en aquel fantasma a través de los siglos—. ¿Acaso esperabas
encontrar respuestas y sueños proféticos? Ese es el futuro que aguarda:
muerte y polvo. Tú...
No pudo continuar. Hundió la cara entre sus manos, derrumbada.
Aunque ella murió antes, ¿acaso ya sabía que allí lo iba a encontrar? Y,
pese a todo, no había dicho nada, se había dejado llevar por él. Si el ca-
mino había sido duro, no podía llegar a imaginarse cuán doloroso tendría
que haber sido para ella. Las piernas de la princesa fallaron, incapaces de
mantenerla en pie, y cayó de rodillas, sollozando.
Adriem se acercó en un movimiento rápido y fluido, e instintivamente
trató de abrazarla, mas no fue capaz. Sus manos atravesaron al espectro;
había olvidado que no estaba físicamente allí. Pero, sin duda, había algo
real: su sufrimiento.
Se quedó de pie mirándola con tristeza, sin poder tocarla, sin poder
consolarla. Se sintió impotente. Sabía lo que era ver yacer a un ser que-
rido..., demasiado.
Pudo ver a Eraide, aquel fantasma que le había evocado constante-
mente la muerte de Eliel, como era en realidad. Tan solo una niña asus-
tada que durante demasiado tiempo había jugado a ser mayor.

Las luces cálidas de la improvisada hoguera que iluminara aquel lugar


jugueteaban con los reflejos carmesí del cristal que coronaba la estancia,
creando un ambiente extraño y excepcional de tonos rojizos y amarillen-
tos sobre la piedra gris en la que la que aún sobrevivían pigmentos de
antiguos murales.
Para Adriem era imposible determinar el tiempo que llevaban ahí
dentro, aunque probablemente sería de noche. Había dejado su equipaje
y parte de la ropa más pesada a un lado, pues los guantes, el chaquetón,
el embozo..., eran totalmente innecesarios en aquel lugar donde no se
atrevía ni a penetrar el crudo invierno. Como resultado, la nieve adherida
a sus bártulos se había convertido en charcos que reflejaban aún más las
luces que allí se creaban bajo el péndulo.
Hacía rato que Eraide ya no lloraba y al final se había atrevido a en-
trar. De rodillas ante los restos de su difunto amante, lo contemplaba en
silencio, con una calma que costaba creer tras aquel desgarrador llanto.
Adriem esperaba sentado a una distancia prudencial, admirando el arcai-
co mecanismo que oscilaba de un lugar a otro de la habitación. Hasta que
la niña al fin rompió aquel silencio entre ellos dos:
—Sabía que vino aquí a terminar sus días —dijo sin dejar de mirar los
restos—. Trató de rehacer su vida, e incluso encontró esposa y tuvo hijos.
—Eso no es del todo cierto. Tras la Guerra de las Lágrimas le ofrecie-
ron dirigir la Alianza de los Comunes una vez firmado el pacto de Tiria,
pero él lo rechazó y se fue sin decir a nadie dónde. Nunca más se supo de
él. Después, cada uno de los generales pugnó por ese honor y la Alianza
se fragmentó en varias regiones, ducados y reinos hasta que el Imperio,
por alianzas y conquistas, fue recuperando aquella vieja Alianza. Cuando
se recuperó su nombre para la historia ya era más un mito que otra cosa.
—Supongo. —Ella sonrió aún con pesar—. Pero esa es una parte de la
historia que ya no viví.
—Pero sí que sabías qué fue de él —dijo Adriem mirando a su antepa-
sado.
—Por mucho que le odiara, le seguí. Como te sigo a ti ahora, pero él
no podía verme. Supongo que le di la vida de nuevo y una parte de mí se
quedó con él.
—¿Por qué vino aquí?
Al formular aquella pregunta se encogió y un escalofrío le recorrió el
cuerpo. La cara de ella reflejó una angustia que parecía surgir desde lo
más profundo de sus entrañas.
—Me buscaba a mí.
—Él te mató, pude verlo en Neferdgita.
—Nunca aceptó el don que le ofrecí. Era fuerte y valiente, creí que si
entendía la verdad como yo, sería capaz de soportarla, pero me equivo-
qué. —Tomó aliento. Se notaba que le costaba hablar—. Trató de olvidar-
se de mí. Seguramente encontró a una mujer que le amaba, pero acabó
sus días aquí. No sé por qué, pero le veía cada vez que visitaba un oráculo
vagando de un lugar para otro mientras la edad hacía mella en él hasta
que consumió su vida. Si me despreció, ¿por qué lo dejó todo?
—Porque sentía un vacío en su alma —dijo Adriem apretando el puño
contra su pecho—. Conozco esa sensación.
—Aunque tuviste su cadáver entre tus manos, aún sigues buscándola.
—Y lo haré hasta que el tiempo se agote. Porque prefiero destrozar mi
cuerpo buscando un sentido a esta vida que quedarme sentado esperan-
do mi hora.
—Al final acabarás como él: solo.
—Ya lo estoy —sonrió Adriem—. Pero, ¿tú qué harías?
Se quedó en silencio mirándole.
—Le diste la espalda a Arshius encerrada en tu odio al mundo; sin
embargo, él, aunque lo había perdido todo, seguía sin odiarte. Resulta
paradójico que, habiendo comprendido el funcionamiento del mundo,
seas incapaz de entender a un sencillo humano.
—Ya no habrá sueños, ni profecías... Estás fuera del juego y nadie va
a iluminarte. Hace tres años que dejaste de ser el actor principal de esta
historia —le contraatacó.
—Cada uno somos protagonistas de nuestras propias vidas. Poco im-
porta lo que anhele cualquiera de los poderes que rigen este mundo. Mis
días en esta tierra, los que quedan, serán mi legado.
—Uno que nadie recordará —observó con un tono de malicia.
—Tal vez no quién lo hizo, pero mis acciones ni la propia Alma las po-
drá borrar —respondió Adriem, enfatizando estas dos últimas palabras.
Eraide sonrió y se atusó el pelo, despejando el flequillo de su cara. Le
miró a los ojos con una mirada inquietante.
—¿Quieres saber la verdad de este mundo? ¿Quieres que te cuente el
porqué de todo lo que te ha pasado hasta ahora? Yo te diré quién es Alma.
Sabrás lo que vi hace tanto tiempo y que la historia ha tratado de olvidar.
Esta vez no pienso callarme aunque me lo supliques, ¡has de escucharme!
Se quedó en silencio, sosteniendo su mirada, inmutable. Adriem cerró
los ojos y suspiró, dejando caer su cuerpo hacia atrás y tumbándose con
la cabeza sobre su mochila.
—Ya sé que Alma no es más que una máquina. ¿Pero acaso me traerá
ese conocimiento a Eliel de vuelta? Lo dudo. ¿Puede evitar que desapa-
rezca cuando consuma mi ether? Puede. Pero tal vez el problema no esté
en qué me cuentes, sino en el porqué. Sigues queriendo vengarte y tu
versión, aun marcada por el odio, quiero poder contrastarla.
—Q-Qué... —la niña no acertaba a encadenar las palabras—. ¿Cómo
puedes ser tan obstinado? ¡Adriem, puedo contártelo todo! La verdad es
la verdad. ¿Qué importa lo que yo sienta?
—Tras quinientos años, aún no lo entiendes —afirmó cierta condes-
cendencia—. No necesito saber del mundo, ni del destino ni de nada que
salga de tus labios... Hasta que no le perdones y lo dejes atrás. Solo existe
el aquí, el ahora; el resto solo son ensoñaciones.
—¡Hipócrita! ¿Acaso no odias a Kai por lo que nos hizo?
—Por supuesto que le guardo rencor. Pero también le compadezco y,
con el tiempo, he aprendido a perdonarle.
—¡Estoy harta! Vagas por el mundo buscando algo imposible: vencer a
Alma. Deberías estar vengándome por lo que me hizo ese dragón.
—Obsesionarme con matar a Kai no me librará de la culpa de no haber
sabido proteger a Eliel. —Miró el cadáver en la otra parte de la estancia—.
Ojalá él lo hubiera entendido también.

Adriem no fue capaz de saber cuánto tiempo tardó en quedarse dor-


mido escuchando el tictac del péndulo. Tan sólo supo que en algún mo-
mento lo dejó de oír y que una extraña brisa comenzó a acariciarle la
cara. El aire traía consigo un olor familiar, una dulce fragancia cargada
de nostalgia y felicidad largamente olvidada.
Abrió los ojos lentamente, resistiéndose a abandonar aquel estado,
ajeno todavía al sueño en el que se encontraba. No pudo sorprenderse,
pues la fragancia ya le había dicho dónde estaba.
Las flores de pétalos blancos como plumas mecían el campo que se
extendía hasta el infinito, sobre el que antiguas lanzas estaban clavadas
perdiéndose en la lejana bruma. Ni un solo sonido salvo la hierba y las
flores al son del aire...
Neferdgita.
—Ha pasado mucho tiempo desde tu última visita.
Era una voz familiar, muy familiar. A su lado, de pie, había una jo-
ven..., una amiga. Se levantó rápidamente y reparó en que no portaba la
espada. Miró al frente y la encontró, en manos de Dythjui.
—Me sorprende que aún lleves esta antigualla. ¿No son estos tiempos
más propios de pistolas y no de hierros?
—¿Qué quieres que te diga? No es más que un recordatorio.
—¿De qué?
—¿No es obvio? Fallé a Eliel.
—Arshius también lo hizo y, al igual que tú, deambuló por estas tie-
rras hasta morir. ¿Esperas el mismo destino? —preguntó encogiéndose
de hombros—. No parece muy saludable.
—No es lo mismo. —Se rascó la cabeza, incómodo—. No somos iguales,
ahórrate las comparaciones. Él fue elegido por los dragones como caba-
llero, se convirtió en un héroe, una leyenda… A él le recuerdan. Pero no
te equivoques, no me lamento por ello. Mi legado será otro.
—Estás equivocado. «Caballero» es un título que se gana, no se con-
cede ni regala. Has demostrado de sobra tu valía, hasta el punto de en-
comendar tu vida a cumplir una promesa. Así pues, eres más caballero
que muchos a los que conocí. Además, a diferencia de él, entiendes a la
princesa mejor, ella os lo mostró.
—¿Te refieres a la ciudad que vi en el cielo del Bastión?
—Enoch. La ciudad de los antiguos escondida en las entrañas de Alma.
—Y por ello la misma «diosa» borró toda mi existencia. Un detalle por
parte de la Princesa Oscura.
—Lo hecho, hecho está. —Dythjui entornó la mirada mientras se apo-
yaba en el pomo de la espada—. Pero pareces tener algo en mente.
—Si eres una parte de mi subconsciente, deberías saberlo. —Adriem le
sonrió negando con la cabeza—. Sólo espero a que se detenga para poder
volver a ver a Eliel de nuevo. El día en que los oráculos que construyeron
los antiguos dejen de funcionar, podremos ser libres de nuevo. Pasó por
un instante hace tres años y encontraré la forma de que vuelva a ocurrir.
Sumir a Alma de nuevo en el sueño, pero esta vez será para siempre. Así,
los habitantes de Eidem serán libres de la resonancia que los aprisiona en
esta realidad. Ese será mi testamento.
—Me sorprendes. No creí que hubieras aprendido tanto en tan poco
tiempo. —Alzó el mandoble y se lo echó sobre el hombro, dando unos pa-
sos hacia él—. ¿Pero vas a renunciar a buscar una forma de salvarte por
liberarlos de la máquina?
—Ellos creen que ven el futuro. Viven engañados mirando un oráculo
que lo único que hace es ordenar el devenir de los acontecimientos según
los caprichos de Alma. Cada vez que alguien lleva a su hijo a Nara, no le
lee su destino: lo ancla a él.
—Pero la gente cree en su poder, nada se puede hacer frente a eso.
Mientras sigan el camino marcado por Alma, nadie sufrirá. ¿No sería
mejor dejar las cosas como están?
—Claro, nadie es dañado hasta que alguno descubre la verdad y es
sometido al Eco. Vi a mi madre consumirse hasta morir e incluso los
propios dragones no son ajenos a esta maldición, pues agonizan como
especie. —Miró hacia el horizonte de aquel campo de flores—. Nada me
ata a este mundo, nada pierdo por intentarlo.
Dythjui dio la vuelta a la espada y se la ofreció.
—Entonces, ¿para qué portas esta espada? Tan solo dime, Adriem Ka-
rid: con todo lo que has vivido hasta este preciso instante..., ¿cómo pue-
des asegurar que ya no te queda nada?
—Es curioso, Eraide me dijo que ya no tendría más sueños —ironizó
mientras se sacudía la hierba de la chaqueta—. Esa pequeña mentirosa...
—Creo que ya intuyes la respuesta.
—Si no es un sueño, tú estás aquí en realidad… —Ella asintió—. Cada
vez que te vi... —le costaba dar respuesta a una verdad que ya sabía.
—Fue para ayudarte, Adriem. Tan solo quería estar a tu lado, aunque
no podía por lo que soy.
Dio un paso hacia atrás y se separó de ella.
—Nunca creí que existierais, pero aquí estás. Eres una de los antiguos.
—Una zodiakel, así nos hacemos llamar —ella se apuró a concretar.
—No imaginé que tuvieran un aspecto tan…
—¿Común? No soy tan diferente a ti, Adriem. Aunque lleve siglos en
este mundo, sigo sintiendo como cualquier persona.
—¿Nada era real? Me mentiste. —Dio un par de pasos hacia atrás, re-
celoso.
—¡No! Soy tu amiga, no lo olvides nunca. Y voy a ayudarte, igual que
hice con ella.
Su sonrisa fue amarga y su voz se quebró.
—¿A qué? Fuiste tú quien enseñó a Eraide, igual que has estado ha-
ciéndolo conmigo sin que lo supiera. Debería enfadarme contigo, pero
¿acaso cambiaría algo? —Negó con la cabeza—. Ya sabes mi plan. ¿Vas a
detenerme?
—Al contrario. Ten fe en cada paso, Adriem —le recordó Dythjui—.
Pero ella aún te está esperando, no la des por perdida.
—¿Ella? —Adriem no quería dar crédito a lo que parecían insinuar
ambos—. ¡¿Ella?! No... No es posible. He de detener a Alma, me estás
tentando a que renuncie.
Dythjui le tendió la mano, ofreciendo a Adriem el arma.
—No me creas, Adriem, no tienes por qué hacerlo, pero... recuérdame:
¿por qué llevas esta espada?
—¡Porque me recuerda cada día que no pude salvarla! —gritó él.
—¿A quién? —Pese a que el tono de la zódiakel era autoritario, no se
sintió intimidado en absoluto. Estaba desesperado, harto de aquella con-
versación, de aquellos días vagando, de esos años, tratando de detener a
un ente. Se estaba quedando sin ideas y no podía más.
—¿Con quién has estado hablando todo este tiempo? —dijo Dythjui.
Sus manos estaban de repente sobre la espada, no recordaba en qué
momento la había aferrado de nuevo, pero el nombre que había conteni-
do en sus labios tanto tiempo surgió de nuevo con fuerza y dolor:
—¡¡A Eliel!!
—¿Y cuál es la diferencia entre las dos?

Adriem abrió los ojos, despertando de aquel extraño sueño. En su ca-


beza resonaba la voz de Dythjui diciéndole que le ayudaría a encontrarla.
Se reincorporó aturdido y se quedó quieto por un momento. El ruido
del péndulo había desaparecido.
Miró a su alrededor y comprobó cómo se había quedado quieto en el
centro, inmóvil, bajo un cristal cuya luz ahora era inconstante, alum-
brando con dificultad aquel espacio. Al otro lado, el cadáver había desa-
parecido y en su lugar quedaban los harapos, pero ni rastro del cuerpo.
A poca distancia de él estaba Eraide, cabizbaja y oculta bajo su manto.
Apenas llegaba a ver su boca, que se retorcía en una mueca de tristeza,
mordiéndose el labio como si estuviera conteniendo las lágrimas.
Y entonces, Adriem lo supo.
—Eraide... Ella... Ella está... Tú solo eres una parte… —la miraba des-
concertado.
La niña tan solo asintió, y cuando alzó la cabeza vio sus ojos tristes
bajo la oscuridad de la capucha.
Se lo había ocultado todo el tiempo. El mundo se había detenido de
nuevo y el oráculo paró, tal y como hizo cinco años atrás. Alma se había
vuelto a detener.
La historia volvía a empezar y todo lo vivido hasta ahora no era más
que un sueño.
Golpeó el suelo con el puño y gritó. Gritó como nunca lo había he-
cho. ¿Felicidad, tristeza, impotencia, esperanza...? De cada una de esas
emociones estaba impregnado su llanto desgarrado. Su corazón roto, que
yacía muerto desde hacía tres años, latió de nuevo.
Volvió a tener ganas de vivir y miedo a morir. Otra vez a respirar y a
sentir, pero al mismo tiempo el dolor estremeció su cuerpo. Porque in-
cluso la alegría puede herir, pero cada nueva palpitación, cada emoción
contenida, se había rebelado.
Ella se encontraba viva y le estaba esperando.
CAPÍTULO 16
-Recuerdos-

La sala permaneció en el más estricto silencio por un tiempo que Erai-


de fue incapaz de concretar. Adriem permanecía callado, agarrado a su
espada envainada y apoyada sobre su hombro, ajeno al mundo que le
rodeaba. La expresión de su rostro revelaba que su dolor se había apaci-
guado y hacía horas que su respiración no estaba entrecortada.
—¿Qué vas a hacer? —dijo la niña que seguía de pie junto a él, incapaz
de predecir sus pensamientos.
Él no respondió, como las otras veces que lo había intentado.
Eraide había sopesado muchas veces cómo reaccionaría ante aquella
revelación. No sabía por qué, pero no se lo había dicho; a fin de cuentas,
nunca quiso empatizar con él y sólo había buscado la forma de impreg-
narle de su dolor. Pero con el tiempo cada vez le había sido más difícil
decírselo.
—Adriem...
Él siguió con la mirada perdida, pero esta vez respondió con la voz
ronca:
—No lo sé... Tenía un último plan antes de morir: salvar al mundo de
Alma; sin embargo, ahora todo ha cambiado.
—¿Tienes miedo de elegirla a ella en vez de al mundo, o de volver a
fallar?
Una tímida sonrisa se asomó a sus labios, pero sus dientes seguían
apretados por la tensión.
—Sólo sé que no recuerdo haber estado tan asustado en mi vida.

La habitación estaba lo bastante alta sobre el perfil de la ciudad de Es-


tash como para ver a través de los ventanales, aun en la noche, las silue-
tas de las montañas del oeste, más allá de las llanuras de Bajo Solánica.
Sobre ellas, el cielo cubierto por una capa de nubes de tormenta en las
que se observaba de vez en cuando algún ligero fulgor rojizo o anaranja-
do, cuales truenos de fuego.
Sentada en uno de los pequeños bancos que flanqueaban la ventana
que se abría en uno de los lienzos del castillo, estaba Eraide admirando
aquel extraño juego de luces. Nunca antes había contemplado algo simi-
lar.
Unos golpes a la puerta llamaron su atención. El picaporte giró y la
puerta se entreabrió, dejando que la voz de Meikoss sonara desde atrás:
—Con permiso, mi señora.
—Ahórrate esos formalismos, Meikoss —reprendió Eraide a quien era
su caballero protector.
El humano se internó en la habitación, cabizbajo.
—Estamos en la corte, todos esperan un poco de etiqueta y nos obser-
van —se justificó.
—Que hablen lo que quieran; no tardaremos en irnos.
La doalfar se percató de cómo el humano abandonaba su tono amis-
toso, dando paso a una expresión más grave. No había duda: eran malas
noticias lo que portaba.
—De eso venía a hablarte, precisamente... No partiremos.
—¡¿Qué?! —Eraide se levantó y se acercó a él—. ¡No puedes decirlo en
serio!
—Me temo que sí lo hago. El Imperio ha tomado el círculo exterior y
han caído gran parte de los cañones antiaéreos, por lo que es cuestión de
tiempo que la ciudad sea atacada por los aesir imperiales. Kresaar ha en-
viado lo que queda de la flota aérea para defender la capital a toda costa,
así como los shamanes y dragones, que están preparando las defensas de
la ciudad. La batalla va a ser cruenta y tengo mis reservas de que sean
capaces de mantener la plaza y, si lo consiguen, el asedio puede ser muy
largo.
Ella le lanzó una mirada fulgurante, ahogada por la impotencia de las
circunstancias. Así no podría buscarle. Apretó los puños con rabia, hasta
hacerse daño en las palmas.
—¡Tiene que haber alguna forma de salir de esta cárcel!
—Lo siento, Eraide, pero debemos esperar orden del consejo. Es in-
minente una evacuación de toda persona notable y eso, les guste o no, os
incluye a Kai y a ti.
Se acercó a la ventana y observó en el horizonte aquellos resplandores
que Eraide estaba mirando hacía unos instantes.
—Incluso desde aquí se puede ver. Aunque la batalla está detrás de las
montañas, si esa defensa cae será cuestión de horas que el Imperio esté
llamando a las puertas de esta ciudad. El problema es que por mar han
tomado varios de los puertos cercanos. Si nos precipitamos, será fatal.
—¿Aquellas luces son la batalla?
—Así es.
—Es siniestramente bello... Pero Kai tenía un plan y sabía que a Kre-
saar no le quedaba mucho tiempo. ¿Qué ha podido fallar?
Meikoss entrecerró la mirada, pensativo. Parecía meditar la respuesta
y eso la impacientó.
—¿Para qué reclamar un trono que va a desaparecer?
—No lo sé. Debíais ser reconocidos como herederos, pero yo también
estoy desconcertado. Deduzco, y es mucho suponer, que precisamente
quiera aprovechar el caos para presionar al consejo y, aunque se pierda
Estash, poseer el título allá donde se establezca la nueva capital.
—Algo no funciona, deberíamos ir al sur y consultar con el Oráculo de
Nara. Alma nos dirá qué hacer. —Aunque confiaba en lo que ella misma
acababa de decir, la última frase le sonó extraña y ajena.
—Tienes razón, el Oráculo no puede fallar, ¿pero no crees que el con-
sejo ya lo habrá hecho? Lo extraño es que tendría que haberles advertido
del ataque a Estash... Tienes razón en que algo no está funcionando, pero
aunque el Oráculo podría no darnos ninguna respuesta, los imperiales
no atacarán territorio neutral y una vez allí podemos refugiarnos en mi
tierra.
—Te equivocas: sí que puede fallar, pues ya ocurrió durante la Guerra
de las Lágrimas. —Eraide abrió los ojos ante la única respuesta que había
a esas palabras—. Se ha podido detener como aquella vez.
Meikoss se rio ante lo extraño de esa afirmación
—No puedes estar hablando en serio. Durante la guerra no se detuvo…
—Una cosa es la guerra que haya en los libros de historia y otra la que
yo viví. —Se mordió el dedo anular, pensativa—. Que no lo recordéis ni
queden registros, no quiere decir que no haya pasado.
—Créeme, es algo que los cronistas no obviarían.
Eraide se quedó mirándole, convencida de que lo dicho no era del todo
descabellado. Intuía que algo así podía suceder de nuevo por ridículo que
le pareciera a Meikoss, pero no tenía prueba alguna en que fundamentar-
se y, lo más importante, antes tendrían que salir de Estash.
—Está bien, creo que iré a hablar con Kai. ¿Dónde está?
—No deberías, creo que es un mal momento —le desaconsejó el caba-
llero.

La sala del consejo permanecía con sus asientos aún vacíos, pero en
una hora se llenarían con la presencia de sus señorías para debatir la
grave crisis que ya no amenazaba la nación, sino que directamente la
había herido de muerte con la inminente caída en manos imperiales de la
marca occidental que defendía la ciudad fortificada del oeste.
Por ahora, dos eran las personas que allí hablaban de la situación.
Kai daba vueltas, claramente alterado, mientras su hermana Gabrielle,
apoyada sobre el atril de oradores, como era acostumbrado, conservaba
la calma y la templanza.
—¡Es demasiado pronto! ¡Maldita sea! Lo mandé certificar por las sha-
man. —Kai hacía lo posible por no golpear nada para desahogar su rabia.
—Siempre has confiado demasiado en esa máquina. ¿No tuviste sufi-
ciente con lo que pasó hace cinco siglos? Seguir sus predicciones casi nos
llevó a todos a la tumba —le reprochó.
—¡Tú no lo entiendes! Las máquinas han de trazar el futuro, si no, este
mundo se vendrá abajo.
—Pero se están deteniendo y no es la primera vez. Aunque, como siem-
pre, los comunes no lo recordarán y todos los acontecimientos excepcio-
nales serán aceptados o borrados. A veces me pregunto si las máquinas
son nuestras aliadas o nuestras enemigas.
—No digas tonterías, son meras herramientas que dejaron los antiguos.
—Se acercó a su hermana cansado de darle vueltas, tanto a aquella sala
como a la situación de las últimas semanas. Se sentía exhausto—. Hay que
utilizarlas en nuestro provecho para poder sobrevivir como individuos y
como raza. Yo tendría que haber llegado mucho antes de que atacaran
Estash y haber tenido tiempo para convencer al consejo. —Bajó el tono
de voz apretando los dientes. Su voz sonó como un siseo—: Así, llegado
este momento, me aclamaría y aceptaría de buena gana mi candidatura
como regente. Entonces tú no tendrías más remedio que apartarte de
mi camino y este país de nuevo sería mío para devolverle la gloria que le
pertenece.
Su hermana le sostuvo la mirada pese a la cercanía y las palabras. Sin
sorpresa en su rostro, respondió sin prisa ni sobresalto alguno, pero cada
palabra estaba cargada de autoridad:
—Tal y como esperaba de ti, Kai. Pero ¿para qué la necesitas a ella?
—¿A Eraide? —sonrió—. Ella conoció la verdad de Alma y es cuestión
de tiempo que lo recuerde. Ella me ama y hará todo lo que yo le pida, así
obtendré el poder para manipular esa maquinaria. Tendré el control ab-
soluto del destino. ¡Todos mis anhelos se harán realidad!
Gabrielle sonrió.
—¿A eso le llamas amor? Diría más bien que la estás utilizando.
—¡Te equivocas! —Kai desencajó el rostro en una mueca desquicia-
da—. La he amado durante cinco siglos. La amo a ella y a todo lo que
representa.
—¿Quién? ¿Eraide o la Princesa Oscura?
El dragón se quedó sin palabras. No sabía cómo responder a una pre-
gunta tan sencilla y se sorprendió de sí mismo.
—Lo imaginaba —sonrió ella, claramente satisfecha.
Kai se dio cuenta de que su hermana no le estaba mirando a él, sino
que de reojo observaba la puerta. Entonces fue consciente de que se la
había jugado y en su rabia había dejado de prestar atención a su alrede-
dor.
—¿Y tú, qué piensas?
La puerta se abrió lentamente, y la silueta de Eraide se adivinó re-
cortada por la luz que entraba del pasillo en aquella gran cámara aún en
penumbra.
Se giró sin que pudiera verle la expresión de la cara y caminó por el
pasillo. Kai corrió tras ella.
—¡Eraide! ¡Espera!
—Calla —dijo sin girarse, con un tono tan carente de sentimiento que
le heló la sangre.
—No, déjame que te explique...
—Tal vez luego, Kai. —Se giró y su rostro no reflejaba emoción alguna.
Era una máscara indescifrable—. Deberías seguir atendiendo a tus obli-
gaciones. Yo me retiraré a mi habitación, necesito descansar. Harán falta
todas mis fuerzas para los momentos oscuros que se avecinan. —Se dio la
vuelta y siguió caminando—. Procura no agotarte demasiado.
Kai fue incapaz de decir nada. Sólo pudo maldecirse por ese instante
en el que perdió su autocontrol. Su plan se estaba desmoronando por
momentos, pero ¿por qué? Necesitaba pensar y aclarar sus ideas. Lo que
había provocado la parada de los oráculos había sido el origen de su des-
gracia, o podía ser que Cruz lo supiera de antemano y se hubiese dejado
embaucar. Pero de nada tenía que lamentarse si podía detectarlo y arre-
glarlo; de ser así, aún estaría a tiempo de enderezar su plan.
Tal vez Eraide tuviera razón y fuese mejor dejarla sola. Luego la com-
pensaría, pero ahora tenía que priorizar cómo sacar provecho. A fin de
cuentas, si no podía manejarla, podía reconstruirla una vez más.

Gabrielle no había esperado a que Kai volviera a la sala y se había di-


rigido a su despacho. Su mano aún temblaba por la rabia de ver cómo su
propio hermano le había confesado su traición. Por mucho que lo espe-
rara de él, seguía siendo de su sangre, y le dolía profundamente ver cómo
era capaz de llevársela a ella por delante con tal de recuperar un trono
que ya existía únicamente en su imaginación.
Galdabia era un sueño del que despertaron hacía demasiado tiempo y
volver a dormir entregándose a esa idea era inútil. Todo se podía tornar
en una pesadilla aun peor.
Cerró la puerta tras de sí y se sentó en el gran escritorio. A su alre-
dedor, una decoración muy sobria para una gobernante compuesta por
algunos cuadros, plantas de interior y una sencilla librería, cuyos libros
acumulaban siglos de conocimientos.
—Será mejor que entres —recomendó la dragona.
No pasaron ni cinco segundos cuando se abrió la ventana e Idmíliris
se deslizó dentro del despacho sin hacer apenas ruido, como una de sus
sombras.
—Hola, Gabrielle.
—Voy a tener que ponerme seria con mi guardia. No me gusta que
merodees por aquí, Idmíliris.
—Lo siento. —Dio un salto y se sentó sobre el escritorio. Un descaro
ante el que la dragona no ocultó su enfado—. Necesitaba hablar contigo y
me pareció el lugar idóneo.
—No es ni el momento ni el lugar. Pero ya que estás aquí, te concederé
un minuto de mi tiempo antes de que mande arrestarte. —Entrelazó las
manos ante su rostro apoyando los codos en la mesa—. ¿Qué es lo que
quieres?
—Me concederás más de un minuto. —Le guiñó un ojo burlonamen-
te—. Es por lo que habéis estado hablando tu hermano y tú... ¿Es cierto
que el Oráculo se ha vuelto a parar?
La dragona frunció el ceño.
—Os mantengo para que controléis a Eraide, no para espiar mis con-
versaciones.
—Y lo hacemos —dijo ladeando la cabeza con toda la expresión de ino-
cencia que podría manifestar aquel rostro maquillado—. Todo tiene que
ver…, ama.
El tono de ironía no se le escapó a Gabrielle, pero se esforzó por no
enfadarse más de lo que estaba. En estos momentos los antiguos secua-
ces de Gebrah eran desconocidos para casi todos en palacio y se habían
revelado como unas buenas herramientas para espiar. En especial la ma-
rioneta que el anciano dragón creó.
—Explícate y déjate de vaguedades.
—Bien, bien... No te enojes, por favor. Como bien sabrás, esto ya suce-
dió hace tres años provocando el pánico entre las sacerdotisas de Nara y
gran parte de los shaman. Los de la Santa Orden estaban más tranquilos
porque ellos ya tienen un oráculo que no se nota cuando se detiene: las
Sacras Squelas.
—Al grano, por favor —apuntó, impaciente, la dragona—. Se te acaba
el minuto.
—Paciencia, mi ama, ahora viene la mejor parte. Por aquel entonces
ocurrieron muchas cosas que el destino no hubiera permitido y fue cuan-
do pudimos dar captura a la Princesa Oscura. —Comenzó a sonreír de
aquella forma siniestra que la caracterizaba—. La historia se repite y aho-
ra la princesa es vulnerable de nuevo.
—Entiendo. —Las manos entrelazadas tapaban parcialmente la disi-
mulada sonrisa que se esbozó en sus labios.
—Sólo dilo.
Gabrielle paladeó el momento ante la oportunidad que se presentaba.
En su día Gebrah lo había previsto, pero falló por el sencillo hecho de no
atreverse a tomar medidas drásticas. Ella entendía aquella ética, pero tal
y como estaban las cosas, el honor y la bondad poca cabida tenían. Ade-
más, pondría en jaque a Kai.
—Sed discretos. No tendréis otra palabra de mí a partir de ahora hasta
que terminéis lo que tenéis que hacer.
Idmíliris saltó de la mesa y miró a la dragona, satisfecha por las órde-
nes recibidas.
—No te preocupes, nos encargaremos de todo.
Se acercó a la ventana, saltó por ella y aprovechando una de las mol-
duras de la pared se alejó con agilidad sobrehumana.
Gabrielle se quedó sola en la penumbra de su despacho. Al final, iban
a ser más útiles de lo que pensaba. Si quitaban a Eraide de la ecuación no
haría falta ir vigilando continuamente su espalda para evitar una puña-
lada de su hermano.
Era lo que tenía que hacer. Su venganza por todo lo que pasó cinco
siglos atrás, cuando Arshius lo estropeó todo.

La gran sala seguía en silencio presidida por el péndulo inmóvil. El


tiempo había dejado de importar en aquel lugar alejado del mundo.
Adriem apretó la mano sobre la espada y con un impulso se puso en
pie, llevándose el arma a su cinto. El movimiento fue tan repentino que
asustó a la niña.
Él la miró y ella vio en sus ojos una determinación que creía olvidada.
—¿Dónde está? —preguntó Adriem.
—Al suroeste de aquí, lejos; poco más puedo decirte. —Podía percibir-
la como una bruma en la lejanía, un recuerdo borroso de niñez que había
querido apartar de sus pensamientos.
Se sintió algo cohibida por la actitud de Adriem. La tristeza y la me-
lancolía habían dejado paso a una determinación que sólo había visto
cuando luchaba hacía tres años.
—Tú me sacaste de Neferdgita usando la disrupción que se creó.
¿Cómo lo hiciste?
—Fue usando las corrientes de ether que se enraízan en los planos,
pero para eso hace falta una gran cantidad de energía y el resultado es
incierto. Los antiguos tenían un sistema de nodos que las conectaban,
pero está destruido.
—Debió de ser así como nos sacaron del oráculo de Nara hace tres
años. —Se ciñó la espada y la miró a los ojos, claramente decepcionado—.
Pero… ¿por qué me lo has ocultado todo este tiempo? Merecía saberlo,
¿no crees? ¿Acaso no merecía tener un hilo de esperanza mientras me
veías caminar?
—No, no lo merecías —afirmó haciendo acopio de fuerzas—. Sólo has
pensando en ella, ¡pero mírate! Desarrapado, autocompadeciéndote de
ti mismo día tras día, incapaz de encontrar un resquicio de felicidad. —
Apretó los puños y alzó la voz—: Eres un egoísta que sólo ha sabido pen-
sar en sus fracasos, demasiado asustado para vivir, cobarde para ser feliz,
ciego… —Un nudo atenazó su garganta, que se deshizo en un alarido—:
¡Ciego para saber que estoy yo aquí!
—Yo… No, eso no es cierto —balbuceó.
—Solo he sido para ti una carga de tu fracaso. Me has mirado con
desprecio por no ser ella. Tú mismo has buscado estar solo… ¿y me pre-
guntas por qué merecías saberlo? —Una sonrisa nerviosa, involuntaria,
se dibujó en sus rostros mezclada con el llanto—. Tendrás aquello por lo
que luches, ¿pero ya has averiguado de una maldita vez qué es?
—Le tendió la mano, aunque sabía que ella no la podía coger, pero fue
un gesto de acercamiento que nunca antes había tenido.
—No, tienes razón, no lo merezco. ¿Pero me llevarías hasta donde
está? Eraide..., si te niegas, lo entenderé.
Ella agachó la cabeza pensando que no era buena idea, pero sabía que
no le iba a convencer.
—Sí que puedo. Pero no creo…
—No te preocupes, tú sólo llévame allí. Deshagamos nuestros pasos.
—¿Eso quiere decir que dejas de lado tu plan? Pero, aun así, ¿qué
piensas hacer cuando la encuentres? Ella no te recordará, igual que los
demás. —Le miró desde debajo de su capucha, insegura de si debía hacer
esa pregunta.
Él se ajustó la chaqueta y apartó de su frente los mechones de pelo que
caían sobre los ojos, echándolos hacia detrás. Una sonrisa se dibujó en
sus labios. Era sincera y enérgica.
—Te equivocas, voy a llevarlo a cabo. —La miró y añadió—: Tan sólo es
una última parada en el camino. Un capricho egoísta de alguien que no
ha sido digno de tu compañía. Pero quiero volver a reflejarme en sus ojos
como ahora hago en los tuyos.
CAPÍTULO 17
-Honor y vida-

Los obuses cruzaban el cielo disparados desde las torretas de estribor,


acompañados del ensordecedor ruido de la batalla. Desde el puente de la
nave se podía observar cómo otra nave kresaica cedía al hostigamiento y
se desmoronaba hacia tierra tras varias explosiones. Muy probablemente
toda la tripulación perecería en aquel titánico ataúd de acero que se pre-
cipitaba sobre las afueras de la ciudad.
El sonido de las sirenas y de los comunicadores del puente era ince-
sante, mientras que los oficiales no tenían un momento de respiro gober-
nando aquel aerobuque o Aesir, como se denominaban a las nuevas naves
que habían sustituido con el tiempo a los dirigibles.
No existía el menor atisbo de cansancio o cobardía en aquellos hom-
bres que dominaban los cielos, pues la gente de abajo se estaba dejando
la vida, ya fuera por defender o tomar la ciudad.
Eran varios los días que llevaba aguantando la urbe. Sin duda, aquella
batalla sería recordada, pues hasta los más antiguos oficiales imperiales
se sintieron impresionados por la valentía y el ahínco de los kresaicos
que defendían el último bastión de aquella marca.
Pero ni la valentía ni el ahínco podían hacer nada por cambiar el inmi-
nente desenlace, salvo alargar la agonía y derramar más sangre.
Aquella guerra debía terminar.

Mientras la batalla teñía de carmesí los cielos y la tierra al este de


la gran cordillera Kriméica, al oeste, sobrevolando las llanuras del Tir,
una pequeña fragata de aprovisionamiento iba plegando los timones y
cambiando la geometría de las alas para reducir su velocidad en el acer-
camiento a la capital imperial.
Desde el modesto puente, los técnicos realizaban señales luminosas
al puerto de atraque trece para acordar la maniobra en una de las tres
torres que se usaban como puerto militar.
Alexa usó su mano para cubrirse los ojos cuando la nave encaró el sol
mientras viraba para tomar el rumbo correcto.
Permanecía en pie al lado del capitán del aesir, que presidía la estan-
cia en el asiento de mando.
—Siempre es agradable volver a casa, mi comandante —dijo el capitán
sin perder de vista los movimientos de sus hombres.
—¿Cuánto tiempo han estado fuera, capitán? —preguntó Alexa obser-
vando.
—Seis meses en labores de escolta, suministros a tropas y vigilancia.
No hemos tenido el honor de servir en ninguna gran batalla, pero esta
vieja barcaza ha tenido oportunidad de demostrar su valía en más de una
ocasión. —Se quitó la gorra de plato para peinarse con los dedos un pelo
ya demasiado largo para un oficial, señal de que aquel humano, al igual
que su tripulación, llevaba tiempo sin pisar tan siquiera tierra—. Aunque
nos hubiéramos quedado, siempre es una alegría volver a ver el hogar
con el deber cumplido.
—¿Cuánto tiempo estarán en Tiria?
—Es difícil de saber, pero como mínimo un par de semanas mientras
revisan este buque —dio unos golpecitos al antebrazo de su asiento—.
Necesita algunos repuestos con urgencia.
Alexa observó con cierto desasosiego cómo arribaban casi rozando el
muro de la torre. Bajo ellos se extendía la ciudad, pero aún con lo es-
pectacular de las vistas, no podía dejar de mirar los enormes ganchos
bajo los que se estaba colocando la nave y que pinzaron el casco en los
soportes para anclarla. Todo el aesir se estremeció con el sonido metálico
y quedó sujeto para que, poco a poco, aquellas pinzas conectadas a grúas
lo fueran introduciendo en el hangar.
El capitán se relajó y pudo dirigir su mirada hacia su superiora.
—Un pequeño descanso nos vendrá bien a todos.
De forma inconsciente, esta se palpó el vientre; su estado de gestación
apenas ya quedaba oculto bajo el abrigo del uniforme.
—Sí, nos vendrá bien.
El capitán no supo muy bien cómo tomarse aquella respuesta y aguar-
dó a que la comandante prosiguiera. Pero ella se limitó a hacer un ligero
asentimiento de agradecimiento.
—Muchas gracias por su servicio, capitán.
Los motores poco a poco fueron disminuyendo su zumbido a medida
que el timonel daba las órdenes de parada a la sala de máquinas. Todo
acabó con un suave movimiento, clara señal de que la quilla del aesir
descansaba sobre el dique de la dársena de atraque.
Alexa giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida.
—La comandante abandona el puente —exclamó el capitán, orden ante
la cual todos los oficiales se pusieron en pie y saludaron a su superior.
Alexa hizo un gesto de aprobación y saludó sin apenas mirar a su al-
rededor. Con paso firme avanzó por los pasillos para enfrentarse a la
elección más dura que había tomado nunca,pues no iba a decidir sobre la
muerte como siempre había hecho.
Esta vez tenía que hacerlo sobre una sola vida y, en contra de lo que
esperaba, ello le ocasionaba incluso más temor.

Al pie de la torre del puerto aéreo, al lado de las dársenas de carga,


se encontraban gran parte de las oficinas. Un edificio de paredes lisas
jalonadas por pequeñas ventanas cuyo tamaño, pese a contar con más
de diez alturas, palidecía en comparación con la gigantesca estructura
donde atracaban los aesir.
En su puerta esperaba a Alexa un carruaje negro con el escudo de las
fuerzas armadas. La comandante lo miró y sin mediar palabra entró en el
cómodo habitáculo con asientos de cuero y dejó el chaquetón a su lado.
No se molestó en mirar a su acompañante, al cual tenía enfrente, has-
ta que los dos caballos, con un relincho cuando el cochero tiró de las
riendas, comenzaron su marcha, provocando que la cabina comenzara a
traquetear por el adoquinado de la calle.
Ante ella, un delven de avanzada edad, perfectamente afeitado y aci-
calado, con su pelo cano ya escaso y vistiendo un uniforme como el suyo
pero en el que se podían contar unos cuantos galones más, la observaba
apoyado en su bastón, con sus manos entrelazadas ante sí. Ya había reco-
nocido el carruaje antes de subir, así que no le tomó por sorpresa.
No tenía ganas de recibimientos protocolarios, y mucho menos que un
oficial superior se hubiera molestado en venir a recogerla.
Ocultando su desgana, saludó hasta que el hombre le devolvió el sa-
ludo.
—General Sen Argrin, ¿a qué se debe el honor de que se haya tomado
la molestia de venir a recogerme, señor?
—Deja las formalidades. ¿Acaso no puedo venir a recoger a mi sobrina
tras un largo viaje?
—Si ese hubiera sido el motivo, habrías dejado el uniforme en casa.
—Hizo una pequeña pausa fijándose en los galones y añadió, con cierto
reproche—: General.
El hombre frunció el ceño y resopló, apoyando la espalda contra el
asiento.
—No tienes remedio. ¿Tanto te cuesta confiar en tu propia sangre?
—Es algo que aprendí de ti.
Un nuevo resoplido le hizo creer a Alexa que aquella era la forma en la
que su tío liberaba la presión de su enfado, al igual que hacían las calde-
ras de las locomotoras.
El general miró por la ventana el pasar de las casas y se calmó un poco
antes de seguir la conversación con su impertinente sobrina, que sólo
entendía de respeto cuando había un rango militar de por medio.
—Muy bien, Alexa. ¿Por qué has vuelto de la campaña? Arán está a
punto de caer y es cuestión de días que Estas esté a tiro de cañón.
Alexa sonrió, defraudada.
—Imaginaba que este era el verdadero motivo. No me sorprende.
—¿Qué esperabas? Tu deber es estar en el frente, liderando la toma
de la capital enemiga y atribuirte ese mérito y esa gloria tanto a ti como
a tu familia. No puedes permitir que otro asuma el mando en estos mo-
mentos, sobre todo con el buen papel que han desempeñado las legiones
norte tras los pasos de Kinara.
Alexa le miró como si aquel alegato no hubiera calado en ella, ajena a
aquellas palabras.
—Es un asunto personal —se limitó a decir.
Por increíble que pareciera, la frente de su tío se arrugó más, provo-
cando profundos surcos en su entrecejo. Alexa no se iba a dejar intimidar
como cuando era una cadete pese a la imponente figura de su tío, que,
conteniendo su voz en un esfuerzo para no gritar, dijo entre dientes:
—Recuerda que si has subido tan arriba en el ejército no ha sido sólo
por tu habilidad, ¡yo te he promocionado! No por ti, sino por ser la hija de
mi querido hermano al que tanto le debo, así que lo mínimo que podrías
hacer es tener un mínimo de respeto y consideración hacia los tuyos y lo
que se te ha dado.
—Yo nunca pedí que me ayudaras, así que no te debo nada.
—¿Acaso crees que hubieras llegado tan lejos? Yo hice que te pusieran
como guardia personal del Emperador. ¡Uno de los honores más altos! —
Su cara se encogió en un gesto amargo y despectivo—. Aunque, claro..., tú
decidiste guardarle bajo las sábanas. ¿O crees que no he oído los rumores
de palacio?
El gesto de Alexa se ensombreció. Le mantuvo la mirada en silencio,
demostrándole que su menosprecio no le afectaba, aunque su corazón se
hubiera roto por dentro ante aquellas palabras. Esos segundos se alarga-
ron como si fueran horas, hasta que el carruaje se detuvo ante un cruce.
—Me bajo aquí. Gracias por venir a recogerme —dijo sin emoción.
Agarró su chaqueta y se bajó sin añadir nada más. Caminó entre el
gentío mientras a su espalda quedaba el carruaje con la puerta abierta,
en cuyo interior su tío la observaba alejarse.
Ella nunca había pedido nada. Nunca había querido ayuda de nadie
y por eso la relación con su tío nunca fue cordial. Sin embargo, aquella
soledad que tanto había disfrutado hasta entonces se tornó gélida y des-
esperante cuando llegó a la gran plaza donde estaba la entrada al majes-
tuoso palacio imperial.
Se sentía sola en aquella enorme explanada que, paradójicamente, es-
taba atestada de gente en su ir y venir. Todos tenían sus vidas, y ella…
tenía que decidir cuál iba a ser la suya.

La noche había caído y la Catedral de las Luces se bañaba con el res-


plandor de los miles de candelabros reflejados en las vidrieras policro-
madas, las cuales representaban pasajes de la creación del mundo. Sus
vivos colores provocaban reflejos en las enormes columnas que se per-
dían en las bóvedas del techo, tan altas que por momentos parecían que-
rer rivalizar con el mismísimo cielo.
Rognard caminaba por el pasillo central, consciente de que no tarda-
rían en cerrar el templo y tendría para sí aquel lugar, tan majestuoso que
le hacía sentir humilde y pequeño, para dedicarse a meditar sobre aque-
llos convulsos días y orar a Alma en busca de clarividencia.
Miraba al techo observando los frescos en los que las constelaciones
eran representadas por figuras fantásticas, dando especial importancia a
los zodíacos, articulándose alrededor del símbolo de Alma.
Se detuvo a la altura de uno de los bancos ya cercanos al altar al com-
probar que aún quedaba alguien, así que se giró hacia él con el ánimo de
avisarle del inminente cierre del templo.
Pero no llegó a pronunciar la amable advertencia, pues conocía muy
bien a la persona que, sentada y cabizbaja, le había mirado de reojo cuan-
do se había acercado.
—Comandante Alexa, buenas tardes —dijo cambiando rápidamente su
discurso por un cordial saludo.
—Hola, prior —respondió con la voz ronca.
Este detalle, junto a la tez ojerosa y demasiado pálida para el tono mo-
reno propio de los delven, se convirtió en señal inequívoca de que había
estado llorando. Nunca la había visto así.
Optó por sentarse a su lado y olvidar por un momento la enemistad
que siempre se habían profesado mutuamente, consciente de que estaban
en la casa de Alma y se debía a su función como sacerdote. Por más que
lo examinara, se sintió cómodo apartando sus sentimientos personales.
—¿Qué le trae aquí, comandante? Pensaba que estaba en el frente.
—Me he visto obligada a abandonar mis funciones y tomarme una baja
—dijo mirándose sus manos entrelazas—. No podía seguir adelante y ne-
cesitaba pensar.
—Tomarse un permiso a voluntad es un lujo que un soldado raso no
se podría permitir. Aunque, si le soy sincero, tampoco es propio de usted
—observó con voz suave y tranquila, buscando que la delven se sintiera
cómoda—. Pero, sin duda, está en el lugar más indicado.
—Sí…, aunque no acostumbro a venir por aquí.
—Lo sé. Pero esta casa siempre está abierta para los fieles a Alma.
—Gracias.
Rognar se levantó y se dispuso a despedirse, considerando que lo que
ella requería era un poco de tranquilidad y probablemente su presencia
la enturbiaría. Pediría que no cerraran todas las puertas para que pudiera
estar el tiempo que necesitase. Pero su planteamiento fue interrumpido,
pues Alexa elevó los ojos hacia él. Su semblante era decidido, mas pudo
ver que tras su mirada se ocultaba un temor que la aterrorizaba.
—Nunca nos hemos tratado demasiado bien, y lo siento. Aunque tam-
poco puedo confiar en usted, y eso lo lamento aún más.
—Podría decir que esas palabras me cogen por sorpresa, pero lo sé.
Aun así, agradezco las disculpas y le puedo asegurar que el sentimiento
es mutuo.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Puedes.
—¿Deber o vida?
Rognard no supo a qué se refería exactamente, pero no tuvo duda al-
guna en su respuesta:
—Vida… Siempre vida.
Se le quedó mirando mientras analizaba la respuesta. Rognard sabía
que para un delven el honor y el deber tenían que estar por encima de la
propia vida, una filosofía de entrega que siempre le había fascinado. Fue
por ello que, pese a que la respuesta resultaba obvia, lo que le intrigaba
era la pregunta en sí.
—Gracias de nuevo. —Se despidió con un leve pero formal asentimien-
to de cabeza.
—No hay de qué. Aunque, si alguna vez necesitas de un confesor de
confianza, acude a Merisse… Es una buena mujer y te escuchará.
La delven le sonrió.
—Así lo haré.
Rognard, desconcertado por aquella enigmática conversación, se limi-
tó a ver cómo Alexa avanzaba poniéndose sobre los hombros la capa para
resguardarse del frío antes de abandonar el templo.
Pensó por un momento en seguirla o enviar a alguien, para así tratar
de averiguar qué se traía entre manos la comandante, pero se encogió de
hombros y miró hacia las estrellas pintadas en la bóveda.
—Supongo que esto ha sido lo más parecido a una confesión que hará
esa mujer, así que respetaré su intimidad por haber sido en tu casa.
Sin embargo, no sólo era bondad y respeto lo que le movían, pues
otros menesteres ocupaban la cabeza del prior.

Tras haber aguardado a escuchar cómo cerraban las puertas, Rognard


bajó las escaleras que desembocaban en la cripta bajo el altar principal
en el que se encontraban las Sacras Squelas. Allí, en aquella sala circular
encajonada entre los cimientos de la catedral, las catacumbas y los mau-
soleos de todos los sumos pontífices que habían guiado a la Santa Orden
en su corta vida de quinientos años, se erigían los doce lienzos de piedra
donde se inscribían uno por uno los hechos que habían acontecido en
aquella tierra y los que estarían por venir.
El texto escrito en la lengua de los antiguos, el enochiano, relataba de
forma aparentemente inconexa cada gran evento que había sobrevenido,
pero los realmente interesantes eran aquellos que aún no habían aconte-
cido y que Rognard trataba de descifrar noche tras noche.
Se acercó a la decimosegunda, que era la última, y volvió a repasar las
frases. Por más que lo reinterpretara una y otra vez no encontraba signi-
ficado alguno a aquellas tres líneas que finalizaban el párrafo. Tras ellas,
ya no había nada… ¿Qué pasaría después?
Esa pregunta le torturaba desde hacía años y en busca de respuestas
había llegado a aliarse con Cruz, aquella mujer de la que sólo había visto
muerte y ni tan siquiera su rostro. Una locura.
Volvió a pasar los dedos sobre las letras susurrando cada palabra,
pero llegó de nuevo al final y seguía sin comprender.«La princesa soñará
con un nuevo despertar».
—¿Por qué no encuentro el sentido? Siempre hubo tiempo para echar
la cabeza atrás y saber qué quería decirnos, pero esta vez no hay más.
¿Habrá oportunidad de volver la mirada esta vez? ¿Cuál es el final que
nos aguarda, Alma? —cerró el puño sobre la piedra y notó cómo el sudor
empapaba su cuerpo. Se sentía impotente e inútil—. Nada de lo que hago
me conduce a una respuesta.
Esas palabras, que se perdían entre las catacumbas y estaban destina-
das a no ser escuchadas por nadie, se toparon con los oídos de un visitan-
te, cuyos pasos las replicaron.
Rognard se alzó, alarmado, pues nadie debía estar en aquel lugar, y
echó mano a su tiza de argentano, dispuesto a invocar unas runas para
enfrentarse aquel inesperado invitado, pero el brillo de un cañón que le
apuntaba le disuadió de cualquier movimiento.
—¿Quién eres? ¿Cómo osas portar armas en este suelo sagrado? —pre-
guntó el prior hacia la persona que lentamente se iba acercando hacia la
luz, dejando entrever su pelo largo rojizo.
—Sabes que no creo en estas cosas, Rognard, así que las manos quietas
donde pueda verlas —dijo Uriel accediendo a la sala—. No quiero man-
char con tu sangre estos bellos mármoles.
—Tú, desertor... Era cuestión de tiempo, ¿verdad? —escupió las pala-
bras el prior.
—¿Sabes? Me gusta cómo habéis decorado esto —dijo haciendo men-
ción a los frescos que adornaban aquel lugar—. Un gusto muy refinado
por el arte.
—Ve al grano, Von Hamil. ¿Qué quieres?
—Satisfacer mi curiosidad, como siempre. —Hizo un gesto con la pis-
tola, invitándole a apartarse de la squela, ante lo que el prior no tuvo más
opción que la de obedecer—. Sigues tratando de averiguar qué va a pasar,
¿eh? ¡Qué patético!
Rognard no se dejó llevar por la provocación de Uriel y se mantuvo ca-
llado con las manos en alto, esperando a que siguiera insultándole, pero
no lo hizo. En vez de ello, se quedó mirando la última squela.
—Pone exactamente lo que has murmurado hace un rato, ¿cierto?
No respondió, lo que el exespía entendió como una afirmación; siguió
hablando:
—Siempre tuve curiosidad por saber cómo os las apañasteis Miguel y
tú para desarrollar el proyecto Cristal. Crear a alguien capaz de controlar
los oráculos y así evitar la muerte de este sistema decrépito y caduco. —
Deslizó la mano que no sostenía el arma por la piedra, cuyo pulido era
perfecto hasta el extremo de brillar como si se tratara de metal—. Pero
hace poco que dejé de hacerme esa pregunta, pues descubrí una respues-
ta que me ha permitido ir un paso por delante, tanto de Miguel, como
tuyo… como de Cruz.
Rognard no pudo evitar que en su rostro se vislumbrara la sorpresa al
saber que Uriel conocía de su pacto con Cruz.
—¿Cómo lo has averiguado?
Uriel comenzó a reírse.
—Lo acabo de descubrir, estúpido. Sabía que esa mujer es más intri-
gante que yo y me has dado la razón.
El prior chasqueó la lengua al saber que había caído en la trampa y
apretó los dientes con fuerza.
—Bien, ¿y eso de qué te sirve?
—Más bien de poco, pero seguro que para la Santa Orden tus lazos
con el SSI y Cruz no son aceptables... Afortunadamente, soy un hombre
razonable y con un precio.
—¿Cuál es ese precio?
—¿Dónde está el cristal, la fuente que alimenta de ether este oráculo?
—No tiene, este no es el de Nara —afirmó apretando los dientes.
—Vamos, Rognard, no me tomes por un necio, es algo que odio. —Se
acercó hasta él sin dejar de encañonarle—. A cambio, no sólo recibirás mi
silencio, sino que te diré qué descubrí de las Sacras Squelas. Te contaré
cómo termina esta historia.
—¿Qué te hace pensar que voy a creerte? Nada te impide matarme
según te lo diga.
—Estás en lo cierto, no tienes razones para creerme, pero no me nega-
rás que es una buena oferta. Además, si no me lo dices, te mataré sin más,
así que es tu mejor carta, prior.
Sabía que el pelirrojo no mentía. Aunque en el tiempo que lo conoció
nunca le pareció un asesino a sangre fría, algo había cambiado en él y no
sabía de qué era capaz. ¿Morir o la posibilidad de desvelar ese misterio y,
más importante, sobrevivir? Las cartas estaban claras y notaba cómo la
rabia iba dejando paso a la resignación. Poco más podía hacer.
—Bajo las catacumbas de la nave norte —confesó—. Aunque la cate-
dral fue transformada varias veces, las naves norte y este conservan la
misma planta.
—Fue allí donde las encontrasteis, mucho antes de que existiera este
templo. Qué mejor forma de fortificar vuestro secreto que viviendo sobre
él, ¿verdad?
—Exacto.
—Perfecto, es todo lo que necesitaba saber. —Fue dando pasos hacia
atrás sin dejar de apuntarle—. Espero que no nos volvamos a ver.
—¿Y la respuesta de las Squelas?
—Ah… Creo que me guardaré el secreto. Tú mismo lo has dicho: no
podías confiar en mí, así que confórmate con que te deje con vida. Sólo
cumpliré la mitad de lo que te prometí, elige cuál prefieres.
—No. Sabes lo que va a suceder y me lo vas a contar. —Dio un golpe
con el pie en uno de los círculos que se dibujaban en el mármol y, escon-
dida bajo él, una estructura rúnica se manifestó al canalizar su ether a
través de su pierna.
Mas su enemigo tuvo tiempo de reaccionar en el último instante a
varias descargas que salieron del suelo, pero la estructura metálica de la
pistola absorbió parte y, como resultado, soltó el arma debido al calam-
bre que le entumeció la mano.
—Este es el sistema de seguridad de la cámara —dijo controlando con
dificultad su ira—. No podrás salir de aquí con vida, así que... ¡Dime la
respuesta! —El prior siempre intentaba conservar la calma, pero Uriel
había colmado su paciencia. No quería recurrir a la violencia, pero la
desesperación por ese conocimiento que llevaba años persiguiendo no le
dejaba otra alternativa.
La pistola se había quedado en el suelo, y varios arcos voltaicos reco-
rrían el lugar. Un paso en falso y Uriel sabía que acabaría probablemente
muerto.
Lejos de reflejar miedo, el pelirrojo suspiró, abatido.
—Me das pena, de verdad. Tu obsesión no tiene medida. Ahora puedo
ver el monstruo en el que te has convertido por esa hambre insaciable
que da el poder. Quieres controlar la máquina igual que yo… Es duro ver-
se reflejado en ti, Rognard. Ambos somos más parecidos de lo que crees.
No tenemos vida.
Esta muestra de condescendencia acabó por hacerle perder el control.
—¡Habla! ¡¿Cuál es el destino de este mundo, Uriel?! —gritó y sacó de
su túnica una estructura rúnica escrita sobre un pergamino. Siempre la
llevaba encima, como último recurso, con la esperanza de no tener que
usarla nunca. Podría destruir esa cámara y podría acabar con ambos,
pero no tenía alternativa. El exespía no podía llevarse la verdad con él.
Canalizaba todo su ether cuando Uriel se abalanzó sobre él con una
rápida zancada mientras desenvainaba con una mano y con la otra se
desabrochaba la capa.
El resto de la acción pareció transcurrir a cámara lenta. La capa del
pelirrojo se enrolló sobre uno de sus brazos, inmovilizándole y detenien-
do el conjuro, y la otra disparaba a bocajarro, penetrándole la bala entre
sus costillas, dejando caer todo su peso contra él mientras varias descar-
gas atravesaban el cuerpo del pelirrojo.
Lo que quedaba del conjuro se detuvo y la sala volvió a quedar en pe-
numbra con ambos derribados contra el suelo, entre olor a sangre y carne
chamuscada.

Alexa caminaba por los pasillos con paso firme, abriéndose camino
entre la guardia que la saludaba. Nadie se iba a interponer en su camino,
pero cuando estaba a punto de abrir la última puerta que quedaba hasta
su destino, dudó un instante. Ella misma era la única que podía hacerlo.
Cerró el puño y a punto estuvo de llamar cuando escuchó el gemido
de una chica joven, desde el otro lado de la puerta, acompañada de cierto
ajetreo.
Aquel no era un día para formalidades y aquellos suspiros rítmicos le
acaban de irritar por razones más que evidentes, así que abrió la puerta
que daba al dormitorio del Emperador sin paciencia para aguardar más
tiempo.
Una chica medio desnuda dio un grito que supo identificar perfecta-
mente con la voz que acababa de escuchar.
—Sal de aquí —ordenó mirando al Emperador, que estaba sentado en
su lujosa cama sin ánimo de vestirse.
—Alexa, por el amor de Alma, ¿cómo te atreves a entrar en mis apo-
sentos sin tan siquiera llamar? —Se reincorporó apartando a la mucha-
cha—. Vete, déjanos a solas a la comandante y a mí —dijo sin tan siquiera
mirarla.
La joven se escabulló entre la puerta y la delven, sin levantar la mira-
da del suelo, mientras portaba su ropa tratando torpemente de taparse.
Alexa cerró la puerta con un sonoro portazo.
—Creo haber dado instrucciones para que no me molestaran.
—Sí… Algo me han dicho mientras venía.
Se levantó de la cama y acertó a ponerse algo de ropa interior.
—Hubiera preferido que no vieras esto, si te sirve de consuelo.
—No importa, puedo entenderlo. A fin de cuentas, no soy tu mujer,
sabía que esto pasaría tras estar tantos meses fuera, Alejandro.
Se quedó parado mientras se abrochaba la camisa.
—Vaya… Muy maduro por tu parte. Esperaba una reacción menos
comprensiva, pero parece que el frente te ha atemperado.
—Déjalo, no digas nada, no he venido para hablar sobre tus pasatiem-
pos.
El emperador se acercó a ella atravesando aquella gran habitación de-
corada con tapices y obras de arte traídas desde los distintos rincones del
Imperio.
—¿Qué sucede? —dijo visiblemente preocupado—. Sé que la guerra en
el este no…
Ella le posó el dedo sobre los labios.
—No he venido a hablarte como emperador, Alejandro.
Tomó aire para contener el vértigo que sentía. Acarició con la mano su
vientre, aún disimulado por el abrigo y la capa que no se había quitado
al entrar.
—He venido a hablarle al padre de mi hijo —afirmó clavando sus ojos
claros y cristalinos en los oscuros de él.
—¿Qué?
Este se quedó mirándola durante unos segundos que se le hicieron
eternos, sin saber qué pasaba por la cabeza del emperador.
—Di algo, por el amor de Alma.
—¿Estás segura de que es mío?
—Yo no soy como tú, ni mi posición ni mi deber me lo permiten —dijo
mirando la cama deshecha.
—De acuerdo… —Tomó aire—. Sabes lo que esto significa si lo haces
público. Puedo arreglar las cosas para alejarte de los focos de atención, si
es que quieres seguir adelante, pero no puedo asegurarte nada.
—Sí, lo he decidido y quería que fueras el primero en saberlo. Mañana
mismo presentaré mi renuncia.
Pasaron unos instantes en los que ella no fue capaz de discernir la re-
acción de él, temiendo que la rechazara. Un nudo se había formado en su
garganta y en aquella espera sentía que iba a romper a llorar.
Él la abrazó con fuerza y se rio en un estallido de júbilo.
—¡Eso es fantástico! —La besó en la frente y la volvió a mirar a los
ojos—. Alexa, a ese niño no le va a faltar nunca de nada.
—Alejandro… Yo… Yo no sé qué decir…
—Bueno, no será nada oficial, claro. —Se quedó pensativo y volvió a
sonreír—. De momento.
—¿De momento?
—Déjame que hable con algunos de mis consejeros en el senado, pero
tú ahora deberías descansar. ¿Quieres quedarte?
Miró las sábanas y, con amabilidad, se apartó de él.
—No, hoy será mejor que no.
—Está bien, mañana hablaremos.
Cuando Alexa se hubo ido, el emperador volvió a tumbarse sobre la
cama. Sin duda, de todas las mujeres con las que había estado, la delven
era a quien siempre había querido, pero el hecho de que fuera militar le
impedía afianzar cualquier lazo con ella, así que con el tiempo se había
acostumbrado a la idea de que nunca dejaría su carrera por él.
Pero lo había hecho. Además, un hijo con sangre delven, aunque fuera
bastardo, sería bien visto por los ilnoanos y por el senado para afianzar
la corona una vez Kresaar hubiese caído.
¿Qué podría salir mal? Agitó la cabeza ante aquel pensamiento. ¡Nun-
ca se debía tener!
Pero aquella noche se sentía feliz.

Uriel se levantó quejumbroso. Tenía algunas quemaduras en el brazo


izquierdo y en el torso, pero nada grave a simple vista. Desensartó la
espada, pero el prior ya no tenía fuerzas para gritar de dolor. Ya apenas
sentía nada sobre el charco formado por su propia sangre.
Antes de levantarse se inclinó hasta susurrarle al oído la respuesta que
tanto ansiaba, ante lo que Rognard sonrió mientras lágrimas de felicidad
brotaban de sus ojos. Al fin lo había entendido.
Se levantó y echó un último vistazo a lo que ya era el cadáver de Rog-
nard. Había muerto con esa sonrisa de satisfacción.
Comenzó a caminar por las catacumbas dejando la sala detrás. Odia-
ba aquella sonrisa y no sabía si era porque le parecía estúpida o porque
sentía envidia.
—¿De qué te ríes? —pareció decir al fantasma del prior—. Nuestras
obsesiones no nos lloran cual plañideras cuando morimos.
Tuvo suerte de dejar aquel mundo antes de comprenderlo.
CAPÍTULO 18
-Antes de que el mundo olvidara-

Algunos copos de nieve comenzaron a caer sobre los adoquines y te-


jados de Tiria, presagio de que el invierno había cerrado las puertas del
otoño y el año estaba llegando a su fin. El frío era intenso y las chimeneas
de las casas escupían el calor de las calderas en forma de humo, envol-
viendo la ciudad en una niebla gris y espesa. La gente que se veía obliga-
da a salir por sus quehaceres procuraba andar deprisa por la calle para
permanecer bajo el abrazo helado de la mañana el menor tiempo posible.
Ninguno atendía a un delven que vagabundeaba preguntando por una
chica desaparecida, lo que hacía la tarea de Fearghus mucho más compli-
cada si cabía. Las jornadas habían pasado con más pena que gloria y no
había logrado ni un mísero rastro de Anna. Tan sólo esperaba que estu-
viera en un lugar a salvo de aquel frío que incluso a él le costaba soportar
tras tantos días a la intemperie.
El reloj de la torre de un pequeño templo cercano tañó las campanas
para indicar que eran las diez. El delven lo escuchó con preocupación…
El tiempo se estaba acabando.

A más distancia de la que desearía Fearghus, cinco sectores más arri-


ba, en la posada del Puente de Alsomón, Anna se encontraba en una de
las habitaciones, la cual estaba completamente garabateada por runas
que, horas atrás, ya habían perdido su poder.
El ritual que había roto un trozo de los planos durante unos segundos
fue muy complejo de activar, pues aún quedaban restos de una antigua
protección contra magia, seguramente previos al incendio, pero nada que
ella no hubiera podido superar sin demasiado esfuerzo.
No dejaba de repasar con la mirada los trazos, recomponiendo en su
memoria cada detalle de lo que había visto para así retener toda la infor-
mación que le fuera posible. Quería comprender lo que había pasado y le
iba a llevar un tiempo.
Agnes, la casera de esa posada, abrió la puerta y se sobresaltó al ver
el desastre que había montado la joven mawler moviendo los muebles y
pintando con tiza hasta el techo.
—¡Por Alma! ¡Anna, ¿qué ha pasado aquí?! —La mujer llevaba una
taza de té que pensaba ofrecer a su inquilina, pero casi se le derramó del
sobresalto.
—Ah… Lo siento… —se rascó la nuca, nerviosa. Iba a ser difícil de ex-
plicar.
—Esto es magia, ¿verdad?
A Anna le pareció que era una pregunta absurda. Por supuesto que era
magia, ¿qué otra cosa iba a ser? Pero no era el momento de mostrarse
irónica; sería mejor contar una pequeña mentira para salir al paso, ya
que la mujer no parecía tener conocimientos sobre rúnica, al juzgar por
la pregunta.
—Sí…, más o menos. Cuando necesito distraerme estudio rúnica, pero
en el tiempo que lo llevo intentando, aunque no me sale nada, me ayuda
a no pensar. Te prometo que ahora mismo lo limpiaré todo.
—De buena familia has de ser si has podido leer sobre runas... De
acuerdo —bufó, claramente disgustada por el desaguisado—. Pero se me
olvidó advertirte que hacer magia en esta posada está prohibido. Eran
normas de la posada antes de que fuera mía y decidí mantenerlas.
Extraño que se prohibiera la magia, pero tal afirmación hacía que los
restos de la antigua protección cobrasen sentido. Aunque le parecía iró-
nico vetar una práctica haciendo uso de ella.
—¿Quién era el antiguo propietario? —se interesó. Tal vez fuera algu-
na maga renombrada.
—Dythjui Lezard. Una chica bastante joven, probablemente de tu
edad. ¿Por qué preguntas?
—Por si la conocía de algo... No es una norma muy habitual en una
posada.
—Una lástima... Hubiera estado bien saber algo de ella. —La cara de
Agnes mutó del enfado a la tristeza—. Desapareció hace unos años y sólo
me dejó la propiedad de la posada, pero ni siquiera se despidió.
—Vaya, lo siento. Sé qué es que la gente se vaya sin decir adiós. Es
muy duro.
—Lo es. —Agitó un poco la cabeza, como si así se sacudiera el pesar,
y volvió al tema—: Pero lo que quiero es que te despidas de todos estos
garabatos de tiza. ¿De acuerdo, jovencita? Ahora te subiré algo de agua
y jabón.
—Sí, claro —asintió, sonriente.
Esperaba poderla tener limpia para la cena, pues ahora que lo miraba
con más frialdad, sin duda de la emoción se le había ido de las manos.

La chica que Agnes tenía como ayudante en la cocina llegaba tarde.


No era una novedad y empezaba a ser una molesta costumbre tener que
preparar la cena sola. Después de que acabara el turno ya hablaría con
ella muy seriamente, pero no podía dejarse llevar por el enfado, puesto
que el trabajo se le acumulaba.
Makien, que hacía un rato que había terminado la ronda, se asomó
por la cocina al ver que aún no habían empezado a servir la cena, para
preguntar si iban a tardar mucho. Decidió que no sería muy buena idea,
pues al ver sola a Agnes supo de inmediato qué estaba pasando.
—Otra vez se retrasa la chiquilla, ¿verdad? —dijo, dando unos golpeci-
tos a la puerta por mera cortesía.
—Sí, hijo, sí. Es la tercera vez esta semana. Desde que se echó aquel
noviete no se centra en el trabajo. ¡Pero luego bien que querrá cobrar!
Makien no sabía si el color rojizo en los mofletes de Agnes se debía al
vapor de los pucheros o al más que evidente disgusto que la mujer llevaba
encima.
—Vamos, es normal... La chica está enamorada.
—No la defiendas —le respondió, señalándole amenazante con la cu-
chara de madera que estaba usando para remover la sopa—. Eso no le da
derecho a llegar tarde al trabajo, y mucho menos por ese carbonero de la
fundición. ¡Vaya porvenir!
El guarda se rio, cosa que enfureció todavía más a la casera.
—Vamos, Agnes, no eres su madre. Además, ya sabes cómo es el amor
joven, no atiende al futuro. Es envidiable, pero, como los resfriados en
verano, se pasan al tiempo.
—Vaya consuelo me das, Makien.
—Venga, no refunfuñes y dime en qué te puedo ayudar. —Entró por
completo en la cocina, dejando su casaca en una silla y remangándose la
camisa—. Hoy seré el sustituto de tu pinche enferma de amor.
Agnes suspiró y accedió.
—Sabes que no me gusta que metan las manos en mi cocina, pero me
hace falta. Hazme el favor de traerme algo de carbón de un saco que está
junto a la puerta según sales —le indicó señalándole la entrada al patio—.
Sería mejor que te pusieras de nuevo la casaca, que hace un frío de mil
demonios ahí fuera.
—Créeme, lo sé. En la ronda se me ha quedado la cara helada, pero
sólo va a ser un momento.
—Luego no te quejes si te resfrías.
Makien miró a Agnes con condescendencia. Aunque la mujer había
criado a tres hijos, éstos ya se habían ido de casa hacía algún tiempo y
venían a visitarle muy de vez en cuando, así que la mujer trataba a todos
los habituales de aquella posada casi como si fueran de su propia familia.
Era inevitable no cogerle cariño.
Asió el picaporte y tiró de él, dejando que el aire helado de la calle pe-
netrara en la cocina. Al otro lado las farolas iluminaban la noche oscura,
perlada por los copos de nieve que persistían, tintando de blanco los ár-
boles y los tejados. Enmarcada en aquella estampa, una figura recortada
permanecía inmóvil, mirando fijamente al guarda. Su presencia le heló
la sangre.
Instintivamente Makien echó mano a su cintura, pero su sable colgaba
de la entrada, ya que nadie en el local portaba sus armas. Al no encon-
trarla, dio dos pasos atrás y se recompuso, tratando de ocultar el miedo
irracional que sentía.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó, sin perder de vista ni un solo
detalle de aquella extraña visita.

Agnes se giró al escuchar que se cerraba la puerta, justo a tiempo para


ver cómo alguien entraba por ella. Supuso que era su ayudante.
—Mireia, que no se te ocurra volver a...
No completó la frase al ver a la extraña encapuchada envuelta en ropa-
jes amplios, principalmente de color blanco, que ocultaban por completo
su figura. Miró hacia la casera y vio cómo una máscara sobre su faz ocul-
taba cualquier rasgo de humanidad... o lo que fuera en realidad.
—No se preocupen. Sólo les robaré un poco de su tiempo.

Alister abrió uno por uno los sellos de la puerta que daba a la habi-
tación de invitados y que hacía las veces de improvisada prisión. Enfun-
dado en la armadura que por siempre había sido su segunda piel, la cual
le otorgaba el aspecto por el que todos le conocían como zodiakel, negó
con la cabeza, al ver que Judith, o Dythjui, como se hacía llamar ahora,
parecía haber escapado.
Era poco probable que lo hubiese hecho, pues su poder no era el de
antaño, pensó mientras se adentraba en la estancia. Aunque sabía que
antes o después iba a intentarlo, pues aquella chica nunca supo estarse
quieta, por alguna razón que desconocía, no había querido alertar a los
demás. Tal vez estuviera cansado de aquella situación o, sencillamente,
no deseaba que lastimasen a su amiga.
Se giró y volvió sobre sus pasos, dejando la puerta abierta, mientras
las piezas de la armadura chocaban entre ellas con un ruido metálico que
resonaba por los pasillos de aquel viejo monasterio que nadie había usa-
do durante décadas, tal vez siglos, y que se había convertido en su hogar
desde que se unieran a Cruz.

Los alrededores del templo estaban poblados por un bosque marchito


en el que los árboles parecían haberse convertido en piedra. Era un lugar
siniestro que, pese a sus siglos de existencia, no había visto nunca.
Su cazadora no era lo suficientemente abrigada para el frío que arras-
traba el viento, y por muy inmortal que fuera, esto no quería decir que
no padeciera ni sintiera cómo se le entumecían los dedos mientras se
cerraba la chaqueta todo lo que podía.
—Maldita sea, no puedo morir de frío, lo cual quiere decir que lo voy
a sufrir durante esta larga caminata... No sé si es un consuelo —se dijo a
sí misma.
Se soltó la coleta para dejar que su media melena, al menos, le cu-
briera el cuello, y continuó avanzando por aquel paraje completamente
muerto. Era, sin duda, desolador.
—Empiezo a pensar que no ha sido tan buena idea, pero esa maldita
Cruz no me iba a dejar salir de esa jaula hasta a saber cuándo —prosiguió
hablando sola.
Poco más avanzó, pues pasando unos árboles, ante ella, estaba Alister
esperándola. Torció el gesto, decepcionada.
—Vaya, por un momento pensé que te habías vuelto descuidado...
¿Tan corta va a ser mi brillante huida?
—Siempre has sido buena escondiéndote, sabía que aún estabas en la
habitación. Pero allí no podía hablar contigo y hacer que entres en razón.
Acéptalo y únete a nosotros, Judith, como en los viejos tiempos —pidió
con su voz metálica.
—Ya no me llamo así —le reprendió—. Dejé ese nombre junto a mi
pasado… Nuestro pasado.
—No puedes negar lo que eres. ¿Piensas seguir eternamente mezclán-
dote con la gente? ¿Acaso no lo has aprendido ya? Sólo vivirás para verlos
morir una vez tras otra.
—Es mejor eso que tratar de dominar sus vidas. —Por momentos se
olvidó del frío y se acercó hasta estar frente a frente con Alister—. Fraca-
samos, ¿te acuerdas? Intentamos controlar la historia, soñar algo nuevo
a través de las máquinas, y en vez de crear un mundo de libertad, conde-
namos a éste a la esclavitud.
—¡Olvidas la causa de nuestra empresa! Fue la única forma de salvarlo
de la contienda que lo estaba destruyendo, devorado por una violencia
en la que ya no quedaría ningún vencedor con vida. No fue un fracaso.
Aquella guerra fue olvidada por siempre.
—Lo fue, Alister. Porque fuimos nosotros mismos los que la empeza-
mos. Sólo nuestro hermano Ophiucus fue capaz de prever que esta no
sería la solución y le ignoramos. Así que sí, es nuestro problema. —Los
recuerdos tan lejanos en el tiempo para Dythjui eran claros y concisos,
tal y como si acabaran de ocurrir. En su memoria aún estaba presente ese
dolor que había intentado dejar atrás tantas veces y que tan culpable la
hacía sentir.
—Precisamente era por este mundo por el que luchábamos. Elegimos
el mal menor y el mundo ha perdurado hasta ahora.
—Pero a qué precio, viejo amigo...
—Nadie sabe que lo está pagando, todos lo han olvidado.
—Nosotros los sabemos. Ese es nuestro pecado y nuestra penitencia.
Por mucho que Cruz os haya convencido de que podemos solucionarlo,
arreglar el sistema, perfeccionarlo, sabéis que es una quimera. Lo habéis
aceptado con tanta facilidad porque es un camino para expiar vuestra
parte de culpa. Es cómodo, porque si falla aún os podréis complacer en
que al menos lo habéis intentado —dijo Dythjui mirando fijamente a tra-
vés del visor del yelmo de Alister.
—Al menos tratamos de mejorarlo, pues es nuestra obligación. Acaba-
remos lo que empezamos y terminaremos con la amenaza de Ophiucus
para siempre.
Dythjui negó con la cabeza, abatida ante aquel razonamiento.
—Seguís sin entenderlo... Nosotros no hemos de arreglar nada, han de
ser los habitantes de este mundo quienes lo solucionen.
—¿Estás bromeando? No sobrevivirán, pues cometerán los mismos
errores una y otra vez, como hicimos nosotros antaño. Sólo seríamos tes-
tigos del colapso del sistema para ver cómo esta tierra muere de nuevo,
y esta vez para siempre, ¿De qué habrán servido los sacrificios que hici-
mos?
Se acercó hasta él y se puso de puntillas para acariciarle el yelmo de
metal frío, pero que, sin embargo, Dythjui notó cálido, como si fueran
las propias mejillas de aquel hombre que ocultaba sus emociones tras
aquella armadura.
—Para aprender —le explicó con ternura—. Aún podemos comprender
mucho de ellos. Aunque sus vidas son breves, a veces lucen con más fuer-
za que nosotros mismos durante milenios de existencia. Tenemos que
creer en ellos, confiar…, tener fe.
—Has vivido demasiado tiempo entre los mortales y no te das cuenta
de su fragilidad. Estás equivocada.
—Entonces, déjame mostrártelo. Si me equivoco, yo cargaré con esa
culpa, igual que tú cargas con esa armadura, pero has de dejarme partir.
El viento se levantó de nuevo y Dythjui deslizó sus dedos por el peto
de Alister para retroceder, tras ello, un par de pasos. Mientras, él guar-
daba silencio.
Los árboles pétreos se zarandearon y algunas ramas cayeron al suelo,
convirtiéndose al instante en polvo. Aquel lugar estaba tan cargado de
culpa como ellos dos, un escenario abatido por el tiempo, cruel ironía de
lo que habían sido sus vidas.
Alister avanzó sobrepasando a Dythjui, caminando de vuelta hacia
aquel viejo templo.
—Ve. Pero no lo hago porque crea en tus palabras, sino por lo que
significó nuestra amistad en su día. La próxima vez que nos veamos de-
fenderemos nuestras causas como siempre hemos hecho, hasta el final.
Ahora, estamos en paz.
—Adiós, amigo mío —se despidió mientras se empañaban sus ojos.
—Adiós…, Judith.
El oír su antiguo nombre por última vez de los labios de Alister fue
un puñal que se clavó en su corazón. Pero como todo aquel que ha vivido
tanto, el corazón está lleno de cicatrices, y el dolor que en su tiempo fue
insufrible ahora sólo era una sensación más de aquella agónica sucesión
de experiencias en las que se convertía una vida sin muerte.
Siguió su camino y, lentamente, aquellos dos viejos amigos se distan-
ciaron al igual que sus pasos.

El trapo empapado en amoníaco estaba teniendo dificultades para bo-


rrar los restos de tiza con trazas de plata que Anna había utilizado en
aquel conjuro. Pese al frío que se podía apreciar a través de las ventanas
empañadas, la mawler sudaba por el esfuerzo. Después de aquello iba a
necesitar una buena ducha.
La antigua casera de aquella posada tenía, sin duda, buenos conoci-
mientos de rúnica, pues sólo con los ínfimos restos de la antigua protec-
ción, había tenido que hacer un anillo completo adicional únicamente
para romperla. Era increíble la resistencia que le ofreció cuando apenas
quedaba la sombra del conjuro que fue. Eso le hizo llegar a una con-
clusión que formuló en voz alta, dejando por un momento de frotar la
tarima:
—Si es verdad que esta posada ardió hasta los cimientos, quien pu-
siera la protección no era alguien cualquiera... Me extraña no haber oído
hablar nunca de ella.
No había tenido tiempo de seguir con sus cavilaciones cuando la puer-
ta de la habitación se abrió. Anna se giró hacia ella para disculparse con
Agnes, pues había sido demasiado optimista en su empresa de tenerla
limpia para la cena.
—Estás en lo cierto... —dijo una voz—. Quien diseñó estos sellos pro-
bablemente sea una de las mejores que el mundo ha conocido compren-
diendo el arte de las runas.
Cruz entró en la habitación sin esperar invitación alguna. A Anna no
se le escapó el detalle de que, tras ella, más allá de la puerta abierta, el
habitual gentío que se escuchaba proveniente del salón en la planta baja
había desaparecido. Tan sólo percibía con claridad los pasos de la mujer
enmascarada dirigiéndose hacia ella; casi de un brinco se puso de pie y
buscó la tiza de argentano, que reposaba encima de la mesita.
—No te hará falta, Anna, no quiero hacerte daño —dijo la enmascara-
da, deteniéndose a una distancia prudencial.
Anna abortó su idea de abalanzarse sobre ella; con sus heridas aún por
sanar saldría peor parada que su oponente. Se limitó a retroceder un par
de pasos y tratar, en la medida de lo posible, de mantener la templanza.
—¡Cruz! —gritó—. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Qué haces aquí? —
preguntó asustada al ver la figura encapuchada. Si debía fiarse aún de la
palabra Uriel, esa mujer era una de las personas más peligrosas con las
que uno podía encontrarse.
—Veo que Uriel te ha hablado de mí... Supongo que no te habrá con-
tado nada bueno. —El tono de su voz, deformada por la máscara, hacía
imposible desentrañar su estado de ánimo.
—Lo suficiente.
—Ilústrame, jovencita. —Por un momento, Anna sintió que se estaba
divirtiendo a su costa, consciente perfectamente de la respuesta.
—¿Que te ilustre? —Se sentía molesta ante la arrogancia de la mujer—.
Eres una asesina y sólo pretendes que la guerra que estamos sufriendo
se prolongue. Has ido reclutando y engañando a personas influyentes…
Hasta a los zodiakel, para que te ayuden en tu causa.
—Y crees que Uriel va a poner fin a todo esto, ¿verdad? —Suspiró; la
mawler no supo si aliviada o decepcionada—. No necesito respuesta, pues
eres como un libro abierto: esos ojos dorados lo explican todo. Llenos de
vida y determinación, convencida de cada uno de sus actos. Una mirada
que ya he visto en mí misma, pero hace demasiados años que se apagó.
—Tú y yo no tenemos nada en común.
—Lo siento, no puedo evitar ponerme sentimental... Pero aunque tie-
nes razón en que he engañado y manipulado, algo que tu amigo Uriel
también hace, mi causa dista mucho de prolongar esta guerra, aunque
éste va a ser un efecto derivado… un daño colateral por un bien mayor.
Por supuesto él sólo te ha contado la parte de verdad que le interesa.
—No soy tonta, ya sé que Uriel no me dijo toda la verdad. Pero tú
misma me estás diciendo que vas a prolongar esta guerra, que muchas
personas seguirán muriendo por tu causa.
—Toda acción tiene una consecuencia. ¿O piensas que tus travesuras
buscando las lágrimas de la princesa no dejan secuelas? ¿A cuánta gente
has visto morir ya? Seguro que no te has parado a pensar que si no hu-
bieras estado en ese lugar, en aquel momento, algunos de ellos estarían
vivos.
—¡Eso no…! —Iba a alegar que se equivocaba, pero al tratar de articu-
lar su respuesta, sus pensamientos en palabras, se dio cuenta de que Cruz
tenía razón. Agachó las orejas y desvió la mirada.
Cruz se quitó uno de sus guantes mostrando su mano, completamente
blanca y agrietada de una forma inusual, como si fuera una hoja marchi-
ta.
—Todas nuestras acciones tienen consecuencias, tanto en los demás
como en nosotros mismos. Eres libre de no creer mis palabras, pero mi
objetivo, aunque antepuesto al de Uriel, no dista tanto en los métodos.
Ambos nos hemos sacrificado a nuestra causa, sólo que yo voy un par de
pasos por delante.
—¿Qué quieres decir?
El miedo inicial había ido dejando paso a la curiosidad. ¿Por qué aque-
lla mujer estaba allí, ante ella, una simple mawler que poco podía ofrecer,
explicándole la verdad de sus planes? Se sentía igual que con Uriel. ¿Por
qué tanta atención hacia ella?
—Este mundo está regido por los anhelos de Alma, o, como algunos
prefieren llamarlo, el destino. Todo se estableció hace mucho tiempo,
cuando los antiguos pisaban esta tierra, justo antes de que este mundo
olvidara su origen. Una suerte de final escrito para cada uno de nosotros.
Sus habitantes lo aceptan con normalidad, sea bueno o funesto. Se re-
signan a vivir sobre esta tierra siguiendo un camino ya marcado de ante-
mano. No somos más que autómatas, actores de una comedia sin gracia,
que interpretamos nuestro papel. —Se volvió a enfundar la mano en el
guante—. Pero, a veces, algunas personas se salen de su cometido porque
el guion no es perfecto y aún deja algunas escenas a la improvisación,
momento en el que el actor puede, por un instante, dar rienda suelta a su
imaginación. —Miró a su alrededor y vio los restos de la estructura rúni-
ca—. Tu talento es increíble y, por lo que veo, lo que te estoy contando es
algo que has empezado a comprender por ti misma, ¿no es cierto?
Anna no respondió. Si Cruz quería hablar, que lo hiciera, pero ella
no le iba a confiar nada de lo que sabía. Aunque lo que acababa de decir
tenía sentido.
—Esos actores son castigados y comienzan a sufrir la enfermedad a la
que llamamos Eco si se niegan a volver a plegarse a su papel. Incluso hay
algunos que son capaces de bajarse del escenario y esa desobediencia es
imperdonable, siendo olvidados por el público. Pero no es perfecto y su
impronta se queda grabada de una forma u otra en la historia.
—¿Alma los castiga y los borra? Eso es... No puede ser —dijo, cons-
ciente de la escena que había visto cuando invocó el conjuro.
—Veo que lo entiendes... El sistema no es perfecto y cosas como esta
no deberían existir.
—¿Por qué lo llamas así? Es Alma, es…
—… Es una máquina. Un orden, si lo quieres llamar así. Puedes enten-
derlo como una deidad o una conciencia suprema, pero no deja de ser un
salvoconducto que garantiza la continuidad de este mundo evitando que
nada lo perturbe, pero que es imperfecto, y algunos se han aprovechado
de ello.
—¿Qué...? ¿Quién se podría aprovechar?
—Poco importa. Mi objetivo es arreglar el sistema. —Extendió los bra-
zos—. Perfeccionaré el destino para que nada pueda alterar la armonía de
la historia y así tener un mañana que ofrecerte.
—¿Qué? ¿Ofrecerme? —Aquellas palabras sobre sistemas, destinos y
el mundo, aunque difíciles de abarcar, habían tenido cierto sentido, pero
aquella última frase carecía de él—. ¿Por qué a mí?
—¿Qué te prometió a cambio de trabajar para él?
—¡Nada! —Anna se sintió de repente acorralada y no podía evitar re-
accionar a la defensiva ante aquel súbito cambio de tema.
—No te creo. Para acceder a que estés con él ha tenido que ofrecerte
algo a cambio. Por supuesto, siempre saldrá ganando con el trato, si bien
es cierto que paga los favores... ¿Qué te ha prometido? ¿Conocimiento,
poder, respuestas…?
—Nada de eso me interesa.
—Lo que él te haya asegurado, te lo puedo dar, pero sólo si accedes a
escucharme.
—¡No, no me engañarás! No sé qué pretendes viniendo hasta aquí,
pero yo no tengo nada que pueda servirte y tú no puedes darme nada que
quiera.
—Inténtalo.
Anna se quedó dubitativa. No podía fiarse de aquella mujer, pues por
lo que sabía le engañaría, pero… Uriel había hecho exactamente lo mis-
mo. Vivía de mentira en mentira, así que... ¿qué perdía por preguntar?
Era libre de no creerla, pues no iba a saber satisfacerla.
—Está bien, Cruz. Estoy buscando a mi madre. ¿Sabes dónde está?
—Sí.
La respuesta fue tan contundente que le costó reaccionar. ¿Podría ser
cierto? Años tras su paradero, y ahora que había decidido dejar de bus-
carla se la ponían ante sí, en bandeja, precisamente en ese momento.
¿Qué clase de ironía era aquella?
—¡Demuéstramelo! —De repente sintió un nudo en el estómago y se
percató de que le temblaban las manos. Sabía que no podía fiarse, pero
quería hacerlo.
Cruz echó mano a la máscara y soltó los enganches, echando a su vez la
capucha hacia atrás y descubriendo por completo su rostro. Una mawler,
puede que de unos cincuenta años, la miraba con unos ojos dorados tris-
tes. Su piel era pálida y estaba agrietada de una forma extraña, como si
fuera un papel muy fino que se quebrara. Sus cabellos, completamente
blancos, caían a ambos lados de su cara. Estaba muy delgada y parecía
enferma.
Anna ahogó una exclamación por la impresión. Aquella mujer era un
vago vestigio de la que recordaba cuando apenas tenía tres años. Las fo-
tos que conservaba su abuelo de ella en el taller mostraban a una mawler
vital y alegre. Todo el mundo decía que se parecían mucho madre e hija...
Pero ya resultaba difícil reconocer a aquella persona.
—Has crecido bien, hija mía...
—Yo… Yo… —musitó Anna—. No puedes ser tú. Uriel me dijo que…
Los pensamientos y los sentimientos se le apelotonaron, pues no era
capaz de darles salida. No sabía si acercarse a ella y abrazarla o salir co-
rriendo como si aquello fuera una pesadilla.
Tantas veces había soñado con aquel reencuentro... Con ver a su ma-
dre tal y como la recordaba, una buena mujer y no una asesina sobre la
que pesaban tantas muertes. Quería escapar, no sabía qué hacer, y como
respuesta sus piernas cedieron y notó que se caía al suelo sin que pudiera
hacer nada por evitarlo.
Se acurrucó metiendo prácticamente la cabeza entre las rodillas y se
tapó las manos con la cara, conteniendo el sollozo. ¿Era felicidad o pena?
No lo sabía, sólo podía llorar.
Oyó cómo la máscara caía al suelo y María Han, su madre, se acercó a
ella y la abrazó.
—No he venido a pedirte que me perdones, Anna...
Su abrazo era cálido, trayendo con él los recuerdos de su niñez, aque-
llos en los que su madre la tomaba en su regazo y que tanto había año-
rado. Se agarró a su túnica y rompió en un llanto del que al fin supo su
origen. Era nostalgia y felicidad.
Era completamente imposible, pero el aire olía a hogar. Se sentía de
nuevo en casa.
CAPÍTULO 19
-Albedrío-

El antiguo reloj que coronaba la bóveda de la nave norte daba las cam-
panadas que indicaban la hora en punto. Era una mañana muy fría en las
calles de la capital imperial; la nieve que por la noche había caído perlaba
los tejados, incluyendo el de la catedral. En su tiempo fue el edificio más
alto de Tiria, una obra construida para enaltecer a Alma que, con el tiem-
po, había quedado ensombrecida por el palacio imperial. Sus paredes de
más de cuatrocientos años descansaban sobre los restos de una antigua
ermita.
Nunca trascendió a público, pero en las excavaciones de los cimientos
aparecieron las reliquias más preciadas por la Santa Orden: la Sacras
Squelas. Semienterradas en lo que fueran unas catacumbas, de las cuales
nadie fue capaz de determinar su antigüedad exacta.
Pero las squelas necesitaban una fuente de energía y ese secreto había
sido celosamente guardado. Sabía que existía, pero su localización había
sido un secreto incluso para Uriel.
Con el fin de estudiar aquel cristal —que suministraba la energía a ese
oráculo— y los posteriores experimentos que se hicieron en torno a él, se
había construido un complejo subterráneo. Pero al parecer, una vez se
localizó la entrada tras bajar a los sótanos de la sacristía, llevaba largo
tiempo olvidado. La puerta, que por fuera parecía una sencilla pieza de
madera, era en realidad una pesada losa de metal cuyas bisagras chi-
rriaron. El aire estaba enrarecido y un olor a humedad bastante fuerte le
hizo optar por subirse el embozo de la capa. Llevaba más de quince años
sellado tras el fracaso de los últimos experimentos, si los informes no
mentían. Pero las pisadas que se dibujaban en el polvo acumulado en el
suelo le hacían pensar lo contrario: alguien lo había estado visitando con
cierta asiduidad.
Controlar el destino indagando en las profecías del oráculo, tratando
de invertir su funcionamiento, fue una idea demasiado ambiciosa que
terminó en el más nefasto resultado. Los sujetos sobre los que se aplicó
eran consumidos por el Eco, haciendo estragos en sus mentes, algo de lo
que tanto Uriel como Danae fueron testigos. Pocos sobrevivían, y los que
lo hacían perdían la conciencia de sí mismos.
La última puerta sí que fue un desafío, pues estaba bloqueada por un
sistema de combinación. Una auténtica caja fuerte que le llevó su tiempo
desbloquear. Aún no había perdido su fino oído para percibir los resor-
tes de cada una de las cerraduras y los viejos modelos aún usaban cier-
tas claves que se sabía de memoria. Resopló aliviado cuando saltaron
los pernos y la pesada hoja de acero se quejó con un crujido prolongado
mientras era abierta con algo de esfuerzo. Las quemaduras empezaban a
doler ahora que se habían enfriado y el solo roce con la ropa se convertía
en un suplicio. Se apretó el brazo con la mano para que el sentido del
tacto se impusiera sobre el dolor y mitigara aquel malestar. Fue una estu-
pidez lanzarse contra Rognard, pero, a fin de cuentas, él se había llevado
la mejor parte; aún podía caminar.
Ante él se abría un antiguo laboratorio, en el que los instrumentos
hacía largo tiempo que fueron usados por última vez, como atestiguaba
la densa capa de polvo que los cubría. El escenario, a medida que iba
encendiendo los candiles y emergía de la oscuridad, era aun más tétrico.
Una de las zonas estaba más limpia, probablemente había sido usada
hacía poco. Junto a ella, varios tanques; de uno de ellos salía un débil ful-
gor por la pequeña escotilla de cristal, férreamente remachada. Se acercó
y se asomó, poniéndose de puntillas. Dentro, tal y como suponía de an-
temano, estaba Shara, dormida y suspendida en un líquido que, a ojos
vista, parecía ether licuado. El solo toque de esa sustancia se presuponía
mortal, y no en vano lo atestiguaba una señal en la puerta con varios
círculos concéntricos rotos que advertía del riesgo de abrirla sin un traje
aislante adecuado.
Miró a su izquierda; el laboratorio se abría a una sala mayor en la que,
encerrado en una cámara que ocupaba casi toda la estancia, estaba un
cristal suspendido por cadenas al que se habían conectado varios cables
que enlazaban con los tanques. Emitía un débil fulgor rojizo, apenas visi-
ble pese a la oscuridad reinante. Ahí estaba el origen de todas las aberra-
ciones cometidas por el SSI en su afán por controlar el destino. La fuente
de energía de las Sacras Squelas.
Volvió a mirar al tanque, donde se encontraba Shara. Se quedó ob-
servándola y por un momento sintió pena al verla ahí encerrada. ¿Para
quién de los dos era mayor la desdicha? Ella, a fin de cuentas, no era
consciente de lo que iba a suceder.
Al menos, por un tiempo, pudo protegerla de su propio pasado. Esta-
ban en paz.
Un tiempo que le parecía lejano, una bruma en sus recuerdos que el
Eco había tratado de borrar. Permanecían en su memoria, resistiéndose
a olvidar que la chica fue en algún momento humana, antes de que el
mundo olvidara de nuevo.

La luz de la oficina colindante se filtraba por los estores que cubrían


las ventanas del despacho. Era amplio, pero daba la sensación de que
ser increíblemente pequeño, pues cientos de papeles, documentos, cajas,
listas y objetos, la mayoría inidentificables a simple vista, reposaban
sobre cada hueco, mesa y estantería, algunos incluso en el suelo. La
sensación era agobiante, y el intenso olor de la pipa del hombre que se
sentaba tras el escritorio no ayudaba a hacer el ambiente más soporta-
ble a Uriel, que desde hacía ya varios minutos aguardaba de pie a que
su superior, el jefe de operaciones, le diera instrucciones o, al menos, el
motivo por el cual le había llamado apremiante y ahora le hacía per-
manecer esperando.
Ni siquiera los carraspeos que de vez en cuando emitía, ya fuera
para denotar su presencia o para aclarar su garganta de aquella densa
atmósfera, surtieron efecto, hasta que terminó de ordenar unos pape-
les con el membrete del departamento de defensa y se dignó a mirarle
por encima de sus gafas. Sacó la pipa de su boca, cubierta por un fron-
doso bigote, y le dio unos golpes en el cenicero antes de dejarla sobre
el recipiente. El hombre contaba con la cincuentena ya cumplida, y se
rumoreaba siempre que le quedaba poco para retirarse, pero un año
tras otro aquel humano seguía controlando a los agentes con mano de
hierro, mas a su vez con una templanza encomiable. Nunca se le oía le-
vantar la voz o inmutarse; por esa misma razón producía más respeto
y temor.
—He de felicitarle, agente Hamil, por sus exhaustivos informes so-
bre… —El hombre sacó una gruesa carpeta de una de las cajas que es-
taba sobre la mesa y ojeó la cabecera de la primera hoja, sin disimular
que había olvidado por completo el carácter de aquellos informes—. Ah,
sí, sobre Kinara y el capitán Schnell. Para el consejo ha sido muy difícil
tomar la decisión, pero los datos que nos ha suministrado, así como
la información que recopiló sobre la frontera, han sido determinantes
para zanjar el conflicto con Kresaar.
—Gracias, señor —respondió escuetamente, sabiendo que la llamada
al despacho no iba a ser para recibir halagos de su superior.
—En especial, es muy interesante lo que comenta acerca de esa médi-
co frassiana... —Pasó varias páginas—. María Han. Sorprendentes sus
aptitudes como canalizadora, lástima que no fueran suficientes para
salvar la vida de su amigo, el teniente Nox Alean... Lamento su pérdida.
—Ha sido una desgracia —dijo sin mostrar emoción alguna que pu-
diera delatar el engaño en esa parte del informe. Si decía que Fearghus
estaba vivo y que María tuvo éxito, lo convertirían en una cobaya.
—Aun así, lo que intentó nos ha interesado mucho. —Apartó la carpe-
ta y le miró fijamente—. A nuestro personal del departamento de inves-
tigación les gustaría hablar con esa mujer, ya me entiende...
—Desconozco cuál es su paradero actual, señor. Si hubiera tenido
alguna pista, la hubiese incluido en el informe.
—¿Sabe que Fraiss puso precio a su cabeza?
—No, señor —dijo extrañado. No parecía una mujer violenta—. ¿Es
acaso una fugitiva? ¿Quiere que colaboremos con la inteligencia fras-
siana?
—Sí a lo primero, no a lo segundo. —Se aflojó un poco la pajarita,
agarró una carpeta y la abrió hacia Uriel, mostrando varios documen-
tos con el sello de la Nación Libre de Fraiss—. Está acusada de ayudar a
la corona durante la guerra civil de ese país.
—La revolución popular de hace diez años. —Ojeó los papeles—.
Vaya, catedrática de la universidad de Eria, doctorada en medicina,
rúnica y licenciada en química... Un curriculum impresionante.
—Todo ello a la edad de veintidós años. Esa mujer es un genio a la
que Fraiss quiere encarcelar por motivos políticos, pero nosotros la
apreciaríamos mucho más. Particularmente, por sus conocimientos. Ha
de encontrarla, pida los recursos que necesite, pero encuéntrela.
Uriel estudió los papeles con detenimiento.
—Su marido murió durante la guerra, un comandante de la mari-
na… Vaya, tiene una hija.
—Es una rama que ya hemos explorado, pero no se ha vuelto a poner
en contacto con la niña desde hace muchos años, así que lo hemos deses-
timado. Los frassianos también la tienen vigilada, pero con los mismos
resultados.
—Una vía muerta. —Siguió mirando las hojas—. Danae Al Serim...
Así que ese es el nombre completo de su aprendiz. La recuerdo bastante
bien, puede ser un buen cabo por el que empezar.
—Llévese el archivo e infórmeme personalmente de cada pequeño
avance que tenga, ¿entendido? Nadie más ha de saber de esta investi-
gación. —Uriel asintió con la cabeza—. Además, contará con un apoyo
en esta operación.
—¿Apoyo? —Se sintió molesto.
—Un nuevo agente de campo. Su adiestramiento, como comprobará,
es sobresaliente, pero le confío a usted su tutela en su primera misión
como uno de nuestros mejores hombres.
—Con todos los respetos, señor, no creo que sea la misión idónea
para un novato.
El hombre sonrió, y por un momento Uriel sintió cómo un escalofrío
le recorría la espalda. Había algo de siniestro en esa línea curva que se
dibujaba en sus labios, enfatizada por el bigote.
—Es la persona más adecuada para esta misión, no lo dude. No se
deje engañar por su apariencia.
Uriel no supo cómo tomarse exactamente aquellas palabras. Mas un
día después, en uno de los muelles de Puerto Roana, cuando se encontró
con su nuevo compañero, entendió al menos la segunda parte de tan
enigmático comentario.
En la nave de almacenaje, prácticamente vacía, había con una chica
joven, casi diría niña, que difícilmente contaba con dieciséis años. De
pelo moreno y melena muy corta, su cuerpo era atlético y bien formado,
pero insuficiente para un agente de campo.
—Eva —se presentó extendiéndole la mano en un escueto saludo. Sus
ojos oscuros le miraban indiferentes, como si el encuentro oscilara entre
el tedio y la falta de interés. Una actitud opuesta a la que esperaría de
un novato, en concreto uno tan joven.
No se molestó en corresponder, ella ya debería saber quién era él. Se
limitó a devolverle el apretón al tiempo que indicaba:
—Vamos, hemos de partir a Eria de inmediato.

El laboratorio seguía sumido en la oscuridad. Uriel consultó su reloj


de bolsillo tras regresar de sus recuerdos. Aún faltaba bastante tiempo;
se había adelantado y aquel día tenía que fluir con una precisión milimé-
trica.
Miró de nuevo al interior de la cámara donde reposaba Shara… o Eva.
—Qué diferente fue nuestro primer encuentro. Tenías una seguridad
encomiable; sin embargo, la segunda vez estabas indefensa y herida.
Parece mentira que fuerais la misma persona. ¿Tanto nos condicionan
nuestros recuerdos? —Uriel no pudo evitar sonreír al saber que hablaba
a solas—. ¿Qué queda de quienes eras? —Acercó su cara al cristal, hasta
el punto de tocarlo con la frente—. He tardado mucho en liberarte de esta
carga. Dentro de poco terminará.
Las burbujas que de vez en cuando salían del respirador conectado a
Shara, quien seguía suspendida en aquel líquido denso como el aceite,
trajeron a la memoria los recuerdos de un año después de su primer en-
cuentro.

Estaban en las escarpadas montañas en la provincia del sureste del


Imperio, Castela, en los restos de un antiguo templo desde el que se do-
minaban unas llanuras que parecían infinitas, salpicadas por algunos
pequeños bosques de pino. Ninguna población en kilómetros, se encon-
traban en la región menos poblada, sin contar con el desierto al norte
de Hazmin. Tras seguir la pista de María Han, habían conseguido lo-
calizarla en aquel lugar recóndito. Uriel caminaba delante con cuidado
de no hacer ruido por el destartalado pavimento; mientras, tras él, Eva
caminaba cubriendo la retaguardia.
—No te confíes, ¿has entendido? —le susurró Uriel.
—De acuerdo. Tú la distraes yo me encargaré de ella.
—No te confíes —insistió.
El pelirrojo ya había tenido tiempo de comprobar las cualidades
como luchadora de la chica. Tenía una capacidad que nunca antes ha-
bía visto en alguien de su edad y manejaba sus poderes como sephirae
con soltura, sin secuelas ni rastro del Eco, algo inaudito. Ese era el mo-
tivo por el que superaba con creces su conocimiento y autoridad dentro
del SSI para ser informado. Además, la parquedad de palabras de Eva
no le había permitido deducir mucho sobre ella, salvo que era huérfana.
Pero María era un asunto que se les podía escapar de las manos con
facilidad pese a la excepcional ayuda de su compañera.
—Es una canalizadora —respondió ella—. Tomaré las precauciones
necesarias y, sobre todo, mediré la distancia. —Sus razonamientos siem-
pre eran calculados, como si fuera más una máquina que una persona.
Uriel asintió, mostrándose de acuerdo con el planteamiento, y pro-
siguió la marcha hasta que encontraron una de las salas traseras del
templo que estaba medio derruida.
La sala, o más bien lo que quedaba de ella, era circular, con colum-
nas adosadas a las paredes que se enraizaban en el techo hasta entron-
carse en un único pilar central. El sol penetraba por los agujeros del te-
cho que, siglos atrás, estuvo decorado por frescos y bajorrelieves, como
atestiguaban algunas partes.
El suelo estaba formado por varios anillos concéntricos con las cons-
telaciones, los zodíacos, los elementos, las estaciones... y así sucesiva-
mente en torno a la estructura central en la que había enquistada, como
parte de la decoración, un cristal rojizo. Ante él, sentada observándolo
estaba María Han. La mawler debía de llevar bastante tiempo allí a
juzgar por los restos del campamento improvisado en la sala que había
a su alrededor.
Pintados con tiza mezclada con plata, cientos de runas, ecuaciones y
círculos se entrelazaban por el suelo y las paredes sin acercarse al cris-
tal. Parecían gastados, para tranquilidad de Uriel.
Hizo un gesto con la mano para que Eva se acercara por el flanco;
mientras, él caminaría por el lado contrario, atrayendo su atención. Un
buen discurso de los suyos como presentación sería ideal para focalizar
la vista de la canalizadora en él.
Dio un paso hacia adelante y se adentró en la sala, alertando con sus
pasos a la mawler, que se giró con sobresalto. No sabía a quién temía
encontrarse, pero su expresión se relajó al verle.
—Vaya, Uriel..., cuánto tiempo. ¿A qué se debe este encuentro? —Se
encogió de hombros—. Me temo que no es fortuito.
—No lo es, María, lo siento. Desearía que fuera en otras circunstan-
cias. —La miró fijamente, sin desviar la mirada hacia su compañera—.
¿Cómo te haces llamar ahora? ¿Cruz? En verdad, ya no pareces la mu-
jer que conocí.
—Eran otros tiempos, pero mantengo mis promesas. Tu amigo sigue
con vida, así que espero que estés aquí para agradecérmelo. Aunque me
temo que vienes acompañado, lo dudo mucho. Puedo notar su olor desde
aquí, apesta a Eco —dijo mirando hacia la posición de Eva, que la ace-
chaba por la espalda—. Resulta decepcionante, aunque no imprevisible,
de un fiel agente como tú.
La tez de María se había vuelto pálida y estaba mucho más envejeci-
da de lo que recordaba. Cualquier rastro de vitalidad se había esfuma-
do en un breve espacio de tiempo, pero su mirada, a diferencia de antes,
le parecía mucho más amenazante.
—Es mi trabajo. ¿Al menos podemos pasar? —preguntó alzando las
manos, sintiéndose en la extraña obligación de pedir permiso.
—Yo no os lo impediré.
Uriel miró de un lado a otro.
—¿Y Danae? ¿Dónde está?
La mujer volvió su cabeza para observar el cristal de nuevo.
—La despedí el año pasado. El viaje que he iniciado lo he de hacer
sola.
—¿Un viaje? ¿Ese es el motivo por que el has ido visitando los anti-
guos oráculos? Pero, ¿qué estás buscando?
—Iluminación. Comprender el funcionamiento de este mundo. —Hizo
una pequeña pausa para tomar aliento—. Recibí la visita de un dragón
que buscaba mis conocimientos sobre medicina para poder vencer a la
muerte, tal y como ayudé a tu amigo a hacer. Me negué, por supuesto,
pero me hizo ver que había descubierto algo de forma fortuita. —Señaló
el cristal—. La forma de manipular el mecanismo de la existencia. La
esencia de Alma.
Uriel avanzó hacia Cruz mientras Eva se quedó a su espalda.
—¿De qué estás hablando?
—De algo que la gente que te ha enviado ya conoce; es por ello que
me quieren. Anhelan saber cómo controlar el destino.
—Eso es ridículo —sonrió Uriel, incrédulo ante tales palabras.
—No eres consciente de ello, pero tú mismo has sido objeto de sus
investigaciones. ¿Por qué crees que te acompaña esta... mujer?
—Es una novata, nada más.
María se giró hacia él, pero sus ojos no dejaban de observar fijamen-
te a Eva, que permanecía inmóvil y en silencio.
—Yo puedo ver lo que es realmente —entornó la mirada—. No sé
cómo lo han conseguido, tendría que estudiarla con detenimiento, pero
su espíritu ha sido apartado de Alma. Han creado una singularidad, es
una sephirae capaz de manipular las leyes del mundo sin consecuen-
cias. Puede que haya modificado muchas de tus decisiones sin tan si-
quiera saberlo... ¿No es cierto?
Eva se mantuvo en silencio.
—Adivino que está aquí para que, si tus negociaciones fallaban, obli-
garme a colaborar.
Uriel se giró hacia Eva, resistiéndose a aquel sentimiento de traición
que se iba adueñando de su alma.
—Eso es ridículo… No puede ser. Nadie sobrevive al Eco.
Sólo un gesto de asentimiento por parte de Eva le bastó para saber
que aquello era cierto. No era la primera vez que le mentían sus supe-
riores, no tenía por qué creer a Cruz, pero algo en su interior le dictaba
que era verdad. Apretó los dientes, invadido por la rabia, y volvió a
dirigir la mirada hacia María para pedirle explicaciones; de pronto vio
que se giraba hacia Eva con un movimiento tan rápido que pareció so-
brehumano. Sin tiempo para reaccionar, la mano de ella se posó sobre
el pecho de su compañera, a la altura del corazón. Las runas giraron
en torno a su brazo y el cuerpo de Eva se tensó, quedando paralizada.
Uriel dio un paso al frente, pero la mawler le miró y dijo:
—Si te mueves, lo mato. Algo que seguro no agradará a tus superio-
res.
—¿Qué le estás haciendo?
—Le devolveré los recuerdos que le han sido robados. Aunque sólo
sea un poco, le daré por compasión un fragmento de su humanidad.

En la Posada del Puente de Alsomón una madre le relataba la misma


historia a su hija en el poco habitual silencio de aquel recinto.
Se frotó los ojos, agotada por mantener el conjuro que sumía a todos
los habitantes del local en un profundo sueño, y terminó de contar aquel
encuentro con Uriel a Anna.
—Supuse que alguien que había sufrido los estragos que provocaba la
manipulación del destino debería haber sido quien mejor me compren-
diese, pero me equivoqué.
—¿Qué vio ella? —preguntó Anna.
—No lo sé, sólo su verdad, no la historia que le habían fabricado en
él, el SSI. Pero el descubrir que una persona tenía el potencial de llegar
a alterar la realidad supongo que abrumó a Uriel. Todo podría ser una
mentira: tus amigos, tus familiares, tus enemigos o incluso tus amores
de juventud… —Miró hacia la ventana, tratando de recordar las palabras
que murmuró desencajadas.
—¿Y Eva?
—Creo que nombró a una hermana, o algo así, antes de caer incons-
ciente. Tras ello, Uriel se la llevó de allí sin dirigirme la palabra. Pensé
que seguiría las órdenes que le debieron dar, pues sin esa mujer no era
rival para mí, pero lo que le sucedió sin duda le trastocó. —Miró fijamen-
te a su hija y le acarició la mejilla—. No puedo compensarte por los años
que te he abandonado ni por todo aquello que he tenido que hacer para
arreglar este mundo y evitar que nadie pueda volver a modificarlo a su
antojo, pero he de solicitarte una sola cosa. Es el motivo por el que he
venido.
Anna no supo cómo reaccionar, ni qué decir; sencillamente escuchó la
petición de su madre.
—Lo que planea Uriel es un completo desastre que traerá la desgracia
sobre sí y sobre quienes le rodean. Aléjate de él, hija mía.
La joven mawler se echó hacia atrás, sorprendida; no era eso precisa-
mente lo que estaba pensando.
—¡No! Hay que avisarle. Si se lo explico lo entenderá.
María negó con la cabeza.
—Cómo me recuerdas a tu padre... Nunca sabía cuándo rendirse.
—No, madre, escúchame, he de…
Una runa se dibujó ante ella tan rápido que le fue imposible reaccio-
nar para anularla, y, al igual que el resto de la posada, se durmió.
María la sujetó y la recostó en la cama. La miró con ternura y con
sumo cuidado le apartó el flequillo. Había crecido bien a pesar de que le
habían faltado sus padres. Si de algo se lamentaría toda su vida sería de
haberla perdido, pues recuperarla ya era imposible.
Era demasiado tarde para eso, pues su propio tiempo se estaba ago-
tando. Su cuerpo se marchitaba consumido por el ether. Un factor que
asumió tiempo atrás, cuando fue capaz de adquirir el poder de un dra-
gón.
Pero le dejaría a su hija un mundo donde vivir. Esa sería su herencia.

Mientras, cinco sectores de la ciudad más al norte, en el antiguo labo-


ratorio, Uriel contaba los segundos esperando un hecho que iba a acon-
tecer. Sólo tenía que aguardar con paciencia.
Apenas habían pasado unos minutos cuando la puerta se abrió con
el quejumbroso sonido de las bisagras. Se giró hacia los recién llegados,
quienes de seguro habían sido alertados por algún tipo de alarma. Es-
peraba soldados, pero se sorprendió cuando vio que lejos de enviar una
avanzadilla, su antiguo compañero había hecho acto de presencia con su
escolta.
—Miguel, Skyla... —La mujer, como siempre, no mostraba sentimien-
to alguno, pero estaría atenta a cada mínimo detalle; sin embargo, la cara
de Miguel oscilaba entre la preocupación y el enfado.
—Uriel, ¿qué demonios haces aquí?
—Hoy me sentía nostálgico. —Se giró hacia su antiguo compañero sin
ocultar la ironía de sus palabras—. Quería conocer el lugar donde fabri-
casteis estas... cosas. Aunque lo esperaba un poco más impresionante.
—Deslizó el dedo por la mesa que tenía al lado, dejando una línea en la
capa de polvo que la cubría—. Y no este laboratorio viejo y destartalado.
Seguro que vivió tiempo mejores.
—Déjate de juegos —espetó Miguel.
—De acuerdo, seré claro contigo esta vez. —Uriel cruzó los brazos bajo
la capa y se apoyó en la mesa en frente del contenedor donde estaba Sha-
ra—. Me utilizasteis para evaluar uno de los pocos éxitos de este des-
propósito —dijo mirándola—, y entonces vi con horror lo que estabais
concibiendo: alterar la historia, usar a Alma como un juguete... Entonces
pensé que el SSI era el problema, que estaba podrido por la ambición,
capaz de llegar a estos extremos.
—No seas necio, nunca tuvimos éxito... Sólo las usamos como agentes.
Ves más de lo que realmente hubo.
—Sé la verdad, Miguel, no te esfuerces. —Tuvo que apretar los dientes
para calmar la rabia. Si se dejaba llevar por los sentimientos, perdería
la ventaja—. Hice ver que había fracasado e indagué en todos los infor-
mes buscando pruebas para destruir este sinsentido, pero contra más
me adentraba, me daba cuenta de que la organización no es el problema.
Pero claro, por entonces tu mentor y antiguo director del SSI ya había
cancelado el proyecto. Los experimentos con el oráculo se habían escon-
dido para evitar que la vergüenza de decenas de huérfanos muertos por
esta ambición llegaran a los oídos del emperador. No te culpé por ello,
claro, en ese momento sólo eras un chaval como yo, pero sí que decidis-
te seguir adelante con lo que habíais empezado. Has estado todos estos
años tratando de avanzar por tu cuenta, seducido por la idea del poder de
modificar los recuerdos. ¿Cuál era el límite, Miguel?
—Ninguno, Uriel, hasta que me entregaste a Eva. Un ejemplar sobre
el que podía experimentar sin temor de perder a Skyla. Tú mismo me has
dado las herramientas. —Se ajustó las gafas—. Si Eva no hubiera desa-
parecido, a día de hoy sería nuestro canal de acceso a Alma. Piensa en el
potencial, ¡esta guerra que estamos sufriendo podría ser nada más que
un mal sueño! ¡Maldita sea! ¡En vez de lloriquear deberías darme las
gracias!
—Te equivocas —su cara se ensombreció—. Yo la escondí porque Ma-
ría deshizo parte del Eco que le indujisteis. La escondí para saber si vol-
vía a ser humana y darle una oportunidad de vivir por un tiempo. Y lo fue,
pero todo ha de acabar, al igual que el resto de experimentos… Todos han
de ser destruidos. Pero ella me llevará a la aniquilación de quien es, en
verdad, la enfermedad de este mundo: Alma.
Miguel se giró hacia su acompañante, que miraba a Uriel sin pesta-
ñear.
—Mientes, su programación fue perfecta. Nadie podría deshacerlo,
tan sólo hay que seguir con el tratamiento.
—Sigues sin entenderlo: quería saber hasta dónde podría llegar ahora
que era libre, porque... —miró hacia el contenedor— sus recuerdos por
sí solos estaban aflorando. Recordó cómo mataron a sus padres porque
tenía el perfil ideal para el experimento, cómo le habíais borrado su me-
moria. Experimentó lo mismo que yo viví, y, créeme, no es agradable
saber que has vivido una mentira. —Uriel, al recordar aquella sensación,
sin darse cuenta apretó tan fuerte la mano que se le durmió—. Miguel, tu
avaricia te ha cegado y esa será tu perdición.
Miguel se acercó hacia la cámara donde dormía Shara.
—Ella… No… No puede ser... Le reseteé la memoria que tenía y estoy
conectado al oráculo...
—Pensabas que borrando la personalidad de Shara, volvería a ser la
agente que creasteis, pero desconocías que había una personalidad en
medio, su auténtica personalidad, que había despertado María. No lo
pensaste y la conectaste a la máquina para así intentar recuperar el con-
trol a espaldas de todo el mundo. Qué idiota, volverá a ser la muchacha
traicionada por sus recuerdos, no la agente perfecta que anhelas. —Uriel
comenzó a reír—. Años de investigación buscando a alguien capaz de
controlar el destino y tú mismo acabas de conectar a la máquina a alguien
que querrá destruirlo.
—¡No! —Miguel miró en la cámara, agarró el cierre del contenedor y
tiró de él. Una alarma de advertencia por contaminación comenzó a so-
nar por toda la estancia—. ¡No lo permitiré!
Uriel ni tan siquiera tuvo tiempo de acercarse para tratar de detenerle.
La propia arma de Miguel estaba en manos de su guardaespaldas, que,
con un rápido movimiento, se la había arrebatado del cinto y ahora la
apretaba contra la sien del que fuera su protegido. La mujer apretaba los
dientes con un gesto de rabia inédito en ella. Antes de que el percutor
activara el arma, Miguel la miró horrorizado.
El disparo no se pudo oír en el exterior debido a las gruesas paredes y
la profundidad del laboratorio. Así fue su vida, en las sombras, y así fue
su muerte. Aquel fue el último pensamiento de Uriel hacia Miguel antes
de que la sangre de éste tiñera el suelo del laboratorio.
El experimento había sido un fracaso. «Estúpidas emociones».
Skyla observaba el cuerpo inerte de Miguel sin saber exactamente qué
había pasado.
—¿Por qué lo he hecho?
—Porque por un momento has querido protegerla y no hacer lo que
has hecho toda tu vida: obedecer órdenes. ¿Qué se siente al tener volun-
tad propia?
Ella se acercó hasta la cámara, ignorando al pelirrojo, para mirarla.
—Abre los ojos.
Reaccionando a esa orden, Shara los abrió lentamente.
—Lo siento, debería haberte ayudado antes, pero no te preocupes, no
va a volver a pasar, estoy aquí. —Su cara reflejaba sentimientos, algo que
Uriel no recordaba haber visto nunca.
Mientras las hermanas se reconciliaban, el pelirrojo se agachó para
registrar los bolsillos de Miguel. Nada interesante, a excepción de la pis-
tola que, con cuidado y un pañuelo, le arrebató de las manos asegurán-
dose de no dejar huellas.
—Te voy a sacar de ahí y huiremos de este lugar. Podemos construir
nuestro propio futuro lejos de aquí.
Uriel se acercó por la espalda de Skyla, sin dejar de mirar a la hermana
de ésta. Su antigua marioneta, quien le había perdonado la vida, estaba
en el lugar exacto. Ella abrió los ojos y se cruzó con la suya. Se revolvió y
trató de avisar a Skyla, pero el respirador no la dejaría hablar y su cuerpo
estaba atado por correas que le impedían moverse.
—Eva —siguió diciendo Skyla—. Yo…
Su voz se quebró cuando él amartilló el arma:
—Lo siento.
El cristal se agrietó por las esquirlas de la bala, que llegaron tras atra-
vesar en su trayectoria el cráneo de mujer de cabello casi albino. Su cabe-
za, acto seguido, se golpeó contra el contenedor salpicado por la sangre y
las víceras para, después, desplomarse en el suelo.
Shara se revolvió, pero no podía hacer nada. Sabía que quería matarle,
pero era inútil. La miró con pena.
—No voy a pedirte disculpas. Alégrate por el tiempo que has vivido
como un ser humano. —No podía abrir el tanque sin correr el riesgo de
contaminarse por el ether, por lo que deslizó la mano hasta la válvula—.
Voy a darte una muerte dulce. No sentirás dolor. —La concentración de
ether comenzó a elevarse, disparándose las alarmas—. Gracias, Shara.
Adiós. —Y se marchó dejando atrás la puerta del laboratorio y aquel lugar
sumido de nuevo en la oscuridad.
Ella se revolvía, pero las correas no le dejaban moverse. Nada de eso
tendría que haber sucedido. Skyla no era su hermana, nunca debería ha-
ber estado en el SSI, nunca debería haber conocido a Uriel… Nunca, nada
debería haber existido.
El líquido que la rodeaba empezó a emitir un fulgor, y las agujas que
controlaban la presión de las cañerías que comunicaban todo el complejo
con el cristal que presidía el laboratorio comenzaron a marcar niveles
críticos.
El mundo, pensó Shara, era inútil. Ni zodiakel ni destino ni nada… Era
un mar de dolor y ruina y sólo quería huir de él.
El cristal se iluminó en blanco, con una luz intensa que cegó todo, y se
apagó acto seguido, sumiéndose en la más profunda oscuridad. Todos los
oráculos se detuvieron, las Sacras Squelas se quebraron, Nara se paralizó
y el péndulo del norte se detuvo ante la mirada de Adriem.
Uriel salió de la catedral, tambaleante. Caminó hasta la gran plaza,
que estaba desierta y en silencio mientras la nieve volvía a caer. Miró
al cielo dejando que los pequeños copos de nieve se posaran sobre su
cara, convirtiéndose en agua que resbalaba por sus mejillas. Sus labios se
torcieron en una sonrisa que dejó entrever sus dientes. Era una extraña
felicidad la que sentía, una mezcla de satisfacción y nerviosismo. El mie-
do se había quedado atrás y ya no sentía ni culpa ni dolor. Habían sido
sustituidos por un vacío que le llenaba, pues su objetivo le había sobre-
pasado como persona y sencillamente se había convertido en un juguete
a su servicio.

Se tambaleó repentinamente ante una punzada en la herida contenida


por las runas inscritas en su pecho. Fearghus tuvo que apoyarse en la co-
lumna del puente bajo el que estaba pasando, que momentáneamente se
quedó a oscuras por una fuerte bajada de tensión en las farolas.
Abrió su chaqueta mareado y comprobó cómo la estructura rúnica
por algunos momentos se había debilitado, pero aún mantenía suficiente
fuerza como para permitirle respirar. Pese a ello, un sudor frío le reco-
rrió la frente y tuvo que reprimir las náuseas que sintió en la boca del
estómago.
Se cerró de nuevo el chaquetón, apretando el puño contra el pecho
para que la presión le mitigara ese molesto dolor que había anidado de
nuevo en la herida.
Al volver a mirar al frente para iniciar la marcha, encontró frente a
sí, a unos diez metros en mitad de la calle, una figura encapuchada que
portaba en brazos a una persona que bien conocía.
No tenía muchas fuerzas y el grito quedó ahogado:
—¡Anna!
Avanzó apretando los dientes y desenvainó la espada con la mano que
tenía libre.
—¿Qué le has hecho? —Una nueva punzada de dolor, esta vez más
intensa debido al miedo de ver a la pequeña mawler inconsciente, le sa-
cudió hasta el punto de que dio un par de pasos hacia un lado para evitar
caerse.
Al estar más cerca, y debido a que la intensidad de las farolas estaba
volviendo a ser la normal, pudo ver perfectamente la silueta de la mujer
que la sostenía y a punto estuvo de dejar caer el arma.
—Hola, Fearghus... Hace mucho tiempo que no nos vemos —dijo con
voz templada—. Ha sido fácil encontrarte por mi propio conjuro.
—María... —acertó a decir con voz más clara gracias a que las runas
se estaban estabilizando. El aspecto de la mujer no era el que recordaba,
pero aún podía reconocerla.
—Ella está bien —dijo mirando a su hija—. Sólo está dormida, ha sido
un día muy duro.
El delven se acercó hasta la mujer envainando la espada. Tal y como
decía, estaba bien a simple vista, así que accedió a tomarla en brazos
cuando se la entregó María, que añadió:
—He de darte las gracias por haber cuidado de ella hasta hoy. Sé que te
obligaba tu deuda hacia mí, pero puedes darla por satisfecha, Fearghus.
—No has de darlas.
—Lo sé. Anna me lo ha contado y sé que seguirás protegiéndola. —Le
apoyó la mano sobre el pecho a la altura de las runas—. Aún tienes algo
de tiempo, aunque no sé cuánto les quedará a estas runas si las cosas
siguen como están.
—Todo el que tenga, bien estará. Hace demasiado que morí.
María le volvió a acariciar el flequillo a Anna.
—Ella no opina lo mismo, Fearghus. Lo he visto en sus ojos cuando
habla de ti.
El delven miró a la pequeña mawler con pena y sintió una ya familiar
punzada.
—Lo sé.
María le dio un beso en la frente a Anna y se apartó. Empezó a avanzar
dando la espalda a ambos, pero siguió hablando mientras rebuscaba en
su bolsa:
—No tengo ya derecho a pedirte nada, mas quiero que me hagas un
último favor.
—Mi deuda sigue en pie, María.
—No, ya no me debes nada. Lo que te pido es por Anna. —Sacó la más-
cara del bolso y se echó la capucha hacia atrás para colocarse las correas
y ajustarla; su voz se distorsionó—. Llévatela lejos de aquí. Apártala de la
locura que está a punto de comenzar y haz que viva una vida normal en el
tiempo que sea posible. —Se giró para echar un último vistazo y Fearghus
pudo ver el semblante de Cruz—. Y, sobre todo, aléjala de mí.
No esperó a recibir respuesta alguna. Empezó a caminar por el suelo
adoquinado de las calles, consciente de que el delven no la seguiría.
Fearghus miró cómo la mujer se alejaba mientras los copos de nieve
comenzaban a caer. Dio media vuelta con la joven mawler y se la llevó de
allí, pues sabía lo que iba a acontecer, lo que había hecho Uriel y que este
ya no le necesitaba.
Con paso firme, los caminos del pelirrojo y el delven se separaron. No
por la promesa a una mujer, no por respetar una amistad que ya había
muerto, sino por cuidar de la única persona que les importaba en aquel
mundo.
CAPÍTULO 20
-A veces sólo podemos avanzar-
Parte 1

El sonido de las sirenas retumbaba por las calles de Esthas, anuncian-


do el despliegue de los Aesir kresáicos y la salida de las tropas, a la vez
que ponía en alerta a la población civil que corrían a ponerse a cubierto
en los refugios o buscaba el último transporte aéreo o marítimo que los
sacara de la ciudad por la retaguardia. La armada imperial había tomado
Arán y avanzaba, tras recoger a parte de la infantería, hacia la capital en
una formación abierta que se podía divisar ya en el horizonte. Los buques
imperiales, pintados en negro con el escudo del Grifo rampante, volaban
con la proa puesta en la capital enemiga mientras se tenían noticias del
desembarco de la flota marina en los puertos orientales. Kresaar estaba
en jaque, y la supervivencia de la ciudad era la única esperanza que le
quedaba al gobierno confederado.
Como si el mismo cielo fuera testigo de la catástrofe que allí se ave-
cinaba, el viento comenzó a soplar con rigor, haciendo ondear violenta-
mente los estandartes de las unidades que, con estricta marcialidad, se
colocaban en las murallas y cañones de la ciudad, dispuestos a frenar la
embestida imperial a costa de sus vidas.
Gabrielle observaba la escena desde la privilegiada vista de su des-
pacho. Había hecho los preparativos pertinentes, ahora la suerte de la
ciudad estaba echada. Sabía que había hecho cuanto había podido, pero
no podía evitar el tic de sus manos, que se empeñaba en ocultar bajo las
mangas. Sentía que la historia se repetía igual que hacía quinientos años,
cuando cayó Galdabia.
La puerta se abrió tras una breve llamada y dos caballeros doalfar,
pertrechados para la batalla y con los adornos y grabados que les acredi-
taban el rango, entraron en su despacho.
—Mi señora —dijo uno de ellos, apremiante, sin dirigir la mirada a la
dragona con el máximo respeto—. Casi todo el consejo ha sido embarca-
do y será evacuado de inmediato. Ha de acompañarnos para llevarla a un
lugar seguro.
Gabrielle suspiró pesadamente, cerrando los ojos y tratando de con-
trolar su nerviosismo. No podía hacer nada allí, y pese a que deseaba
permanecer en la ciudad hasta el final, la misma supervivencia de su raza
no permitía que pusiera su vida en riesgo; eran muy pocos los que que-
daban.
—¿Mi hermano ha embarcado también? —preguntó, deseosa de saber
si Kai había huido por su cuenta, avergonzado, o había tenido el valor de
quedarse.
—Sí, señora.
«Nada nuevo», pensó. No se había dado por vencido e iría a donde
se estableciera el nuevo gobierno. Siempre intrigando; nunca cambiaría.
—Nuestra supervivencia está por encima de nuestros caprichos, in-
cluso para mi hermano. No sé si es responsabilidad o cobardía. ¿Y su
prometida?
—Lo desconocemos; no estaba en sus aposentos, pero nadie la en-
cuentra por palacio. Lo lamento, mi señora —respondió el otro caballero.
—Eraide…
En ese mismo instante, un relámpago cruzó desde el cielo hasta una
de las plazas del anillo exterior del palacio. La dragona supo de inmedia-
to que no era natural, más bien producto de…
—¿No ha quedado ningún dragón en la ciudad, cierto?
—A excepción de usted, no, mi señora.
Si no había sido producida por uno de los suyos, esa concentración
de ether era demasiado potente incluso para un sephirae. ¿Tal vez un
zodiakel? Era la única respuesta, pero hacía siglos que ninguno se dejaba
ver ¿Por qué intervenir ahora?
—Aún no embarcaré. Cambio de planes.
—A sus órdenes —replicaron al unísono ambos caballeros.
Entornó la mirada, tratando de ver la fuente de aquel poder pese a
que era físicamente imposible por la lejanía. Tenían una visita imprevis-
ta, pero... ¿de quién de los doce se trataba? No era capaz de reconocer
aquella energía.

Cristales de hielo y polvo se habían levantado tras el impacto, elimi-


nando la nieve que quedaba incluso entre los adoquines. Lentamente
caía de nuevo en forma de pequeñas gotas de agua mientras las sirenas
de alarma se volvían a escuchar tras el estruendo que las había eclipsado
por completo. La gente que corría hacia sus refugios y algunos soldados
imperiales se quedaron paralizados ante aquel extraño evento, a la vez
que varios de sus compañeros, más de una docena, yacían en el suelo.
En el centro mismo del impacto, con las rodillas ligeramente flexiona-
das, Adriem levantó la mirada examinando a su alrededor, al tiempo que
las gotas le calaban.
Se irguió, pero por un momento las piernas le fallaron y trastabilló
un par de pasos hacia delante, mareado por el esfuerzo. Pese al frío, se
secó la frente del sudor con la mano enguantada. Sus oídos poco a poco
recuperaban la sensibilidad.
Su visión aún estaba algo borrosa, pero pudo identificar las figuras
que huían del lugar, así como unos nuevos visitantes que no habían tar-
dado en acudir para ayudar a sus compañeros. Varios soldados, puede
que una decena, se habían acercado corriendo, fusiles y sables en mano.
El sonido de sus botas era inconfundible.
Probablemente pensarían que había sido un obús, no una simple per-
sona, a juzgar por sus miradas. Aún no podía oírlos con claridad, aunque
sí las palabras que, a su lado, como si no hubiera pasado nada, le dijo la
niña:
—La cantidad de ether que has gastado empieza a ser preocupante.
Cuanto más cerca estés de tu final, más difícil será controlar tus habilida-
des. Deberías evitarlas, aunque no te lo van a poner nada fácil.
Adriem pestañeó, tratando de aclarar su vista y recuperar parte del
sentido del equilibrio.
—Estoy algo entumecido.
—Da gracias por que sólo sea eso.
—Vuelves a ser tan agradable como siempre. —Sabiendo que dialogar
con los soldados iba a ser imposible, echó mano a la empuñadura de la
espada—. Me alegra tenerte de vuelta.
—No te durará mucho esa alegría si te matan.
Adriem se concentró y comenzó a ver el ether que desprendía cada
uno de los cuerpos.
—Va a ser difícil —reconoció.
—No me refiero a los guardias...
Un sonido silbante comenzó a oírse en la lejanía y supo de inmediato
a dónde señalaba la niña. Se giró en un vano intento de ver el objeto que
se cernía sobre ellos, pero no era necesario; sabía perfectamente de qué
se trataba.
El fuerte impacto y la detonación de uno de los obuses de un aesir
imperial golpeó de lleno sobre la plaza, haciendo volar los adoquines,
derribando los muros de las pequeñas casas y arrasando los puestillos de
frutas que habían sido abandonados en la evacuación. Una deflagración
lo engulló todo, dejando como testimonio una columna de humo negro
que se erigía al cielo, como otras muchas, en el intercambio de artillería
que la marina aérea había empezado a disparar.

Varios obuses más impactaron contra la muralla de los anillos exte-


riores de la ciudad, perforando las paredes de varias torres de defensa.
En el cielo, las aeronaves kresaicas se alineaban para mostrar la eslora
y así lanzar toda la potencia de la que eran capaces, escupiendo fuego y
metal que golpeaba con furia el ataque imperial, frenando su avance tras
el derribo de tres fragatas.
Varias barcazas se descolgaban a tierra, depositando a las primeras
unidades de infantería para así tratar de tomar los puestos avanzados de
defensa.La batalla no iba a ser como los largos asedios de antaño: aquella
era la guerra moderna y cada potencia desplegaba todo su arsenal a con-
trarreloj, confiando en aniquilar al enemigo lo más rápido posible con la
contundencia de un golpe certero en sus líneas. Los imperiales necesita-
ban una brecha y la resistencia de la ciudad no se lo iba a facilitar.
Al son del ensordecedor estruendo de los cañones que tronaban desde
el cielo, aquellos que podían aún permitirse ser evacuados de la ciudad
por la retaguardia, escoltada por la marina y cubierta por la defensa aé-
rea, se afanaban en tomar los pocos aesires y barcos civiles que aún eran
capaces de despegar. Era cuestión de tiempo que la ciudad fuera cercada
y su salida al mar por el oeste se cerrase.
La explosión de la caldera de uno de los motores de un carguero so-
bresaltó a todos los que se apretujaban en las pasarelas que daban a los
distintos muelles. La gente gritó asustada y zarandeó a Meikoss y Eraide,
quienes trataban de pasar inadvertidos para los soldados y alcanzar una
de las naves.
Pero la multitud hacía muy difícil avanzar pese a los gritos de los sol-
dados que ordenaban paso; su autoridad, dentro del pánico, no era ma-
yor que la de cualquiera que tratara de escapar de aquella ciudad que
muchos daban por perdida.
Meikoss rodeó con el brazo a Eraide por el hombro para protegerla de
los empujones.
—No nos va a ser posible llegar —dijo esforzándose para que le oyera
pese al griterío. Señaló el aesir que, aunque se encontraba a escasos tres-
cientos metros, parecía muy lejano—. Están poniendo ya los motores en
marcha, no creo que nos esperen. —Casi tenía que gritar.
—¿Y qué vamos a hacer? —ella se sentía amedrentada por el gentío. La
sensación era agobiante y las sirenas no ayudaban a tranquilizarse, sobre
todo cuando observó que los motores de la nave, tal y como le había se-
ñalado Meikoss, se ponían en marcha con un fuerte zumbido.
—No te preocupes, subiremos a otra nave. Ya encontremos luego la
forma de llegar a Nara, pero hemos de salir de Estash como sea. Le pro-
metí a Kai que te protegería. —Le sujetó el hombro con firmeza—. Confía
en mí.
—¿Estará bien Kai? —desde la tarde que discutieron no lo había vuelto
a ver y en aquel caos comenzaba a estar preocupada.
—No lo sé, pero es un dragón. Se las apañará. Ahora tenemos que pen-
sar en nosotros. —Miró a uno y otro lado y divisó un carguero que aún no
había soltado los enganches. Era el que tenía problemas en la caldera, y
por ello el único que no iba a partir de inmediato—. ¡Vamos hacia ese! No
nos da tiempo a llegar a los demás.
—¿Podrá volar? —preguntó Eraide, preocupada al ver cómo apagaban
un incendio mientras los operarios se afanaban en desconectar el motor
afectado.
—No tenemos alternativa. Es el único que queda. —Empezó a dar em-
pujones mientras los soldados los ayudaban a llegar hasta el viejo car-
guero. La multitud no era partidaria de colaborar, pero lo conseguirían.
Tenían que abandonar la ciudad.
Eraide era empujada por la marea de gente mientras la escoltaban,
cuando una extraña sensación sacudió su pecho. Sintió un temor irracio-
nal, algo no iba bien. Miró hacia atrás; la estampa de la ciudad coronada
por columnas de humo era de por sí intimidante, pero su miedo venía de
algo más lejano...
Del otro lado de la urbe sintió un vacío que le provocó una fuerte pre-
sión en el corazón.

La niña, la pequeña Eraide, se mantenía en pie, ajena a la destruc-


ción de la plaza. Algunos cascotes aún caían por las maltrechas paredes,
mientras la polvareda poco a poco iba desapareciendo. Cuerpos yacían
por el suelo en posiciones poco naturales, destrozados por la violencia de
la explosión, incluidos los guardias que no habían conseguido escapar a
tiempo.
Las flores fantasmagóricas comenzaron a brotar de sus cuerpos y,
atraídas por ellas, pequeñas spiritaas surgían de la nada, dispuestas a
devorarlas. Las que no encontraban alimento se iban hacia otros rinco-
nes, en busca de más cadáveres.
Adriem estaba sentado en un trozo de suelo que había permanecido
intacto. Jadeaba por el enorme esfuerzo, que no le permitía tan siquiera
levantarse. El dolor era muy fuerte, pero podía dar gracias de estar vivo, a
diferencia de los que yacían desmembrados o calcinados por la explosión
del obús al impactar contra la plaza. Por mucho que se hubiera acostum-
brado a la muerte, tuvo serias dificultades para detener el vómito.
La niña cerró los ojos, incapaz de soportar el festín de las spiritaas,
mientras que Adriem miraba incrédulo la enorme cantidad de ellas.
Apretó los puños y se incorporó todo lo rápido que pudo.
—¡No! —gritó a la vez que la energía fluía por su cuerpo hasta con-
centrarse en un solo punto. Como un vendaval, una explosión de energía
destrozó a todas las spiritaas, que aullaban mientras se consumían. No-
taba cómo la sangre palpitaba a través de su cuello, apretaba los dientes
para repeler a aquellas criaturas, pero su energía se desvaneció de golpe
junto a sus fuerzas, desplomándose de rodillas casi incapaz de respirar.
—Te lo he advertido, estás perdiendo el control. A este paso, no podrás
cumplir tu anhelo de librarnos de Alma si sigues aquí, has de elegir. —La
niña le miró con compasión—. Lo siento, pero no puedes salvar al mundo
entero.
Él aún no era capaz de responder, pero la desesperación se reflejaba
en sus ojos.
—Sólo tienes una oportunidad, elige bien. ¿Vas a seguir adelante?
—¿Es todo lo que tienes que decirme? —inquirió, recuperando el
aliento.
—Sí. —Suspiró y miró cómo las spiritaas terminaban de devorar los
espíritus de los caídos—. Es un destino cruel, pero llegarás a envidiarlos.
Se incorporó con dificultad y se tambaleó un poco, pero vio que po-
día caminar. La niña tenía razón, notaba que el ether fluía sin control
a través de su cuerpo. La vida se le iba escapando poco a poco de entre
las manos cada vez que forzaba la realidad en contra de lo que mandaba
Alma. Podía escuchar claramente el tictac del reloj pese al estruendo de
la batalla.
Pero, de pronto, pudo oler a flores, al perfume de Eliel, entre toda
aquella ceniza que escupían los incendios y que empezaba a cubrir la ciu-
dad con una densa niebla. Creyó estar rodeado de aquellas flores blancas
de Neferdgita y, al igual que entonces, la percibió.
Entre todo aquel dolor se sintió culpable por sonreír, pero no lo podía
contener. Tantos años de desesperación, de soledad, de caminar sin rum-
bo vagando de un lugar para otro, se acabaron de un plumazo.
Sabía a dónde dirigir sus pasos. La había encontrado en aquella ciudad
y entonces supo que el mundo tendría que esperar. No era un héroe, tal
vez no fuese capaz de salvarlos de Alma, pero, por un instante, era feliz.
La niña se quedó callada; en su mirada Adriem adivinó que era per-
fectamente consciente de lo que estaba sucediendo, de qué había encon-
trado observando aquel horizonte de fuego y destrucción. Su sonrisa lo
delataba y para ella ya no tenía secretos.
Cuando la observó, esa felicidad fue sustituida por una cierta tristeza
y amargura, pues su tiempo se acababa, pero ella quedaría anclada a ese
mundo. Sola de nuevo. Nada podía hacer por impedirlo.
—Vamos —dijo emprendiendo la marcha, corriendo por las calles de-
siertas. No salvaría a los espíritus a los muertos que le rodeaban, la niña
tenía razón, sólo era capaz de avanzar entre toda aquella locura para des-
pués…
No lo sabía.
Una cosa era segura: Alma no se lo iba a contar.

No había pasado mucho tiempo cuando Gabrielle, junto a los dos ca-
balleros que la escoltaban, llegaron a la plaza medio derruida sobre la que
yacían varios cadáveres de soldados kresáicos e imperiales. Los escom-
bros contrastaban con una zona de adoquines que permanecía intacta.
Ambos caballeros se pusieron delante de ella y avanzaron unos pasos,
cubriendo a la dragona de la persona que, en cuclillas, repasaba con el
dedo los bordes de los adoquines que habían permanecido libres de la
destrucción, apartando el polvo y la ceniza que se había acumulado sobre
ellos.
—Señora, manténgase atrás —pidió uno de los caballeros dragón.
Ambos doalfar se adelantaron poco a poco con sus armas prestas. La
persona resultó ser una joven humana que, ante el ruido de las pisadas,
los miró con curiosidad mientras se limpiaba los dedos entre sí, hasta
que su expresión se llenó de júbilo.
—¡Grabrielle! —dijo con un tono desagradablemente familiar—. Veo
que no soy la única que ha llegado tarde. —Era difícil no reconocerla.
—Judith, creía que ya no te entrometías en asuntos mundanos. —Miró
alrededor, comprobando la destrucción del lugar—. ¿Qué haces aquí?
La chica se puso en pie y suspiró.
—Hace tiempo que quiero dejar de usar aquel nombre, pero sois de-
masiados los que me conocéis y vivís más de lo necesario. Dythjui, por
favor. —Se encogió de hombros—. Si crees que yo he hecho esto, te equi-
vocas. Me conoces bien.
—¿Otro de los tuyos? ¿Quién?
—Fíjate —le sonrió—. Para mí parece que fue ayer cuando sólo eras
una niña. El último dragón en nacer y... ¿ya tienes…?
La pregunta no fue del agrado de Gabrielle, que frunció el ceño ante
aquel intento de desviar su atención.
—No es el mejor momento para hablar de mi edad. Dime, ¿qué haces
aquí? ¿Vas tras otro zodiakel?
—Ya te lo he dicho: llego tarde, al igual que tú. La diferencia es que yo
sé a quién quiero encontrar, pero ¿por qué debería decirte su nombre?
¿Acaso cambiará algo?
Gabrielle se percató de que sus caballeros habían echado mano a las
armas, molestos ante el tono desafiante e insolente de la, en apariencia,
humana.
—¡Quietos! —ordenó la dragona—. Ni se os ocurra atacarla.
—Pero..., mi señora, esta común os está faltando al respeto…
—Cuánto tiempo sin escuchar esa expresión —dijo mirándola esa zo-
diakel que ahora se hacía llamar Dythjui—. Soy de todo menos común, así
que haced caso a vuestra jefa.
Se miraron desconcertados, pero Gabrielle se adelantó con la mano en
alto. No iba a perder dos vidas más, aunque a sus caballeros les costara
entenderlo. Ambos se echaron hacia atrás, reticentes, apartando sus ma-
nos de las armas.
—Entonces, si no cambia nada, ¿por qué no decírmelo? A pesar de que
mores estas tierras desde antes que mis ancestros nacieran, estos siguen
siendo mis dominios y lo que aquí acontece me concierne. —Miró a su
alrededor—. Aunque puede que por poco tiempo. Tu compañero sólo va a
encontrar civiles aterrorizados y soldados dando sus vidas para permitir
la creación de un gobierno en el exilio. Más que su nombre, me interesa
saber qué busca entre este caos. —No muy lejos de allí, un impacto de
artillería destrozó un par de edificios que, como un castillo de naipes,
sucumbieron hasta no quedar de ellos más que una nube de polvo—. No
me gustaría alargar esta conversación.
—Mi amigo no es más que un simple común que busca a la mujer que
ama. Nada más simple, nada más noble —dedicó un gesto burlón a los
dos doalfar.
—¿Un humano sephirae con este poder? Ninguno podría sobrevivir
a semejante cantidad de ether, no seas ridícula. Si deseas tomarme por
estúpida, este no es el mejor momento. Dime quién es en realidad.
—No me creas si no quieres, pero ¿sabes por qué es tan importante
para mí ese humano? Es una razón muy sencilla que seguro comprende-
rás.
Gabrielle la miró, desafiante, sabiendo que la zodiakel estaba jugando
con las palabras y con su tiempo. Un tiempo muy valioso a juzgar por la
situación.
—Su destino es igual que el de los dragones: morir consumido por su
propio poder, disueltos de la existencia por Alma. Pero a diferencia de
vosotros, no está asustado. ¿Acaso no os cansáis de ser unos cobardes?
—dijo, sonriente, Dythjui.
La dragona sintió cómo esas palabras se clavaban cual puñalada cer-
tera en lo más profundo de su orgullo.
Las marcas de energía que recorrían cuerpo se volvieron mucho más
intensas en contraste con el color de su piel. Extendió los brazos, dis-
puesta a invocar runas y dirigir un conjuro contra la zodiakel, pero la
mirada serena de su objetivo, a diferencia de sus dos caballeros, que re-
trocedían nerviosos, le hizo comprender el final de aquella acción.
Sus manos temblaron, las cerró con fuerza para evitar trazar los gestos
que tanto ansiaba, y bajó los brazos sintiendo que había perdido el com-
bate sin empezarlo tan siquiera.
—Sabes que tengo razón, Gabrielle. Habéis tratado de esquivar vues-
tro final siglo tras siglo, esperando sin hacer nada. Incluso ese gran casti-
llo no deja de ser una cueva como las que aparecen en las leyendas, donde
esconderos a salvo con vuestros tesoros.
Gabrielle la escuchó sin poder replicar sus palabras cargadas de ver-
dad. Esa misma sensación la había tenido todos aquellos años.
—¿No es Kresaar una ilusión de lo que fue Galdabia? —apuntó la zo-
diakel.
—Galdabia era un sueño que se tornó realidad. Fuimos creados para
gobernar con sabiduría —respondió Gabrielle.
—Ophiucus os creó como armas para acabar con los antiguos —dijo
enfadada Dythjui, con un repentino cambio de humor que desconcertó
a Gabrielle—. Galdabia sólo fue un intento de rehacer lo que vosotros
quisisteis destruir: Enock.
—Se destruyeron a sí mismos, pero Galdabia era diferente, hubiera
vivido mil años si no fuera por ella... tu pupila. ¡Y tú eres responsable de
su caída!
Dythjui avanzó, acercándose a la dragona.
—No nos culpes a Eraide ni a mí de vuestro fracaso.
Gabrielle se mantuvo firme, aguardando y pidiendo, con un leve gesto
de la mano, que los caballeros siguieran al margen. Las batalla se había
alejado y ahora era en la cara norte de la ciudad donde se concentraba el
combate.
—Míranos, sólo hablamos del pasado. Pero yo, hoy, he venido a buscar
a un amigo y tú estás a punto de perder una ciudad. —Se acercó hasta
su altura y se puso de puntillas para llegar a susurrarle al oído—: Dime,
¿huirás y dejarás que todos estos comunes mueran para satisfacer la su-
pervivencia de tu raza? ¿Serás tan egoísta como tu hermano? ¿O por una
vez harás algo en vez de culpar a la Princesa Oscura de tu desgracia?
Le dio un beso cálido en la mejilla, cerca de la oreja.
—Gebrah lo intentó, aunque no de la forma correcta. —Se alejó de ella.
En voz alta y con una sonrisa sincera, añadió—: Yo tengo fe en ti, Gabrie-
lle. Siempre fuiste diferente.
Se alejó sobrepasándola sin añadir nada más, siguiendo su camino
hacia el centro de la ciudad, donde se erigía el castillo que sufría algunos
impactos de obuses, pero resistía con orgullo.
Gabrielle echó la mirada atrás y observó aquel paisaje desolador. Las
calles vacías eran sacudidas por los truenos de los cañones que, cuando
cesaban durante algunos segundos, se empañaban por los lloros de las
personas que trataban de refugiarse en sus casas.
Los cuerpos yacentes en el suelo por el impacto de los proyectiles ya
carecían de cualquier traza de vida. Las puertas de la ciudad no aguan-
tarían durante mucho tiempo el asedio de los imperiales, con un ejército
de defensa mermado debido a que gran parte se había movilizado para
escoltar la huida en retaguardia del gobierno.«¿Qué clase de nación van
a instaurar? Qué excusa más laxa y asquerosa». Su gesto se torció. Sen-
tía auténtica vergüenza, pues hasta el enemigo estaba demostrando más
bravía. Miró al cielo, empañado por las nubes que se teñían de fuego. «La
Princesa Oscura destruyó Galdabia, pero Kresaar está siendo destruida
por su pasividad».
Se giró hacia los dos caballeros:
—¡Vosotros dos! Coged a la gente de los arrabales, tomad a los solda-
dos que necesitéis y llevad a los que podáis al castillo. Allí tendrán alguna
posibilidad de sobrevivir a los disparos. Si la ciudad es tomada, confie-
mos en que el enemigo se apiade de ellos.
—¡Pero señora, la ciudad es enorme! Es imposible llevarlos a todos...
—¡Pues lo intentaréis! Todo el que podáis salvar. ¡No me hagáis repe-
tir la orden! —dijo apremiante.
—¿Y vos? No podemos protegeros si acatamos la orden.
Gabrielle se desprendió de la túnica y de varios de sus ornamentos.
—Allí a donde me dirijo no necesitaré vuestros servicios, así que id.
¡Deprisa!
Ambos asintieron y salieron a la carrera siguiendo las instrucciones
de la dragona. A su espalda, cuando ya habían recorrido algunas calles y
estaban sacando a los primeros civiles de sus casas, un fuerte viento los
sorprendió.
Al girarse contemplaron el vuelo de un dragón de escamas doradas
hacia el cielo. Enorme y majestuoso, volaba esquivando los proyectiles
hacia la flota Kresaica.

Mientras Gabrielle ascendía hacia la flota de vanguardia, a lo lejos, la


flotilla que llevaba al consejo de dragones volaba fuertemente escoltada
hacia poniente atravesando la bahía en un vuelo a baja cota para no ser
descubiertos.
La nave central del grupo era pequeña pero lujosa, una corbeta ligera
que solía usarse como nave diplomática, aunque no carecía de defensas.
Blanca, con detalles en verde y dorado que le daban un aspecto luminoso
en contraste con aquel cielo oscuro.
En su interior, bajo el puente de mando, había una sala ricamente
decorada, flanqueada por una galería que permitía ver en la distancia
la cruenta batalla. En ella, todos los dragones observaban aquel temible
espectáculo mientras comentaban, ya aliviados, la suerte de su huida.
—Es terrible el poder de destrucción que han alcanzado los comunes
—dijo uno de los ancianos.
—Se acerca al de los antiguos; dentro de poco no podremos hacerles
frente de ninguna manera —se lamentó otro—. Antes éramos muchos,
pero hoy, por débiles que resulten, nos superan en número.
Una dragona, de una edad indeterminada, interrumpió:
—Sí, pero más peligroso es el uso del ether que hacen. A este paso
dejarán a Alma sin energía y no dudará en hacer esta guerra más cruenta
para alimentarse.
—¿Mayor ritmo que las muertes que está provocando esta guerra? Lo
dudo. Casi podríamos decir que el balance es positivo para ella.
Mientras discutían, Kai escuchaba mirando la ciudad asediada. Se
sentía enfermo al oír aquellos pusilánimes comentarios, más propios de
lastimeros románticos que sólo pensaban en el pasado. Su malestar se
acrecentaba a cada instante, pues nadie sabía decirle dónde estaba su
prometida desde que había embarcado, pese a que le habían asegurado
que se encontraba en la nave.
—Esta vez nos han ganado —aseveró otro— sin la ayuda de la Princesa
Oscura.
La paciencia de Kai se agotó y agarró uno de los sillones de madera,
lanzándolo contra una pared y convirtiéndolo en astillas.
Todos se giraron y uno de los más ancianos manifestó la queja que
únanimamente pensaban:
—Kai, podrías haberle hecho daño a alguien. Cálmate.
—¡¿Que me calme?! —Los señaló a todos, iracundo—. ¡¿Os habéis oído
acaso?! ¡Vine a traer de nuevo la gloria a este país, pero no me quisisteis
escuchar! Podría haber acabado con esta guerra, pero vosotros dudasteis.
Eraide podría habernos ayudado a encontrar la cura a nuestra enferme-
dad, ella…
—¡Ella es una maldición, Kai! Ya perdimos a Gebrah en su obsesión
por ella y tú correrás la misma suerte —apuntó la dragona que había ha-
blado antes—. La cura que nos ofrecía significaba destruir este mundo y
nosotros queremos gobernarlo. Para eso fuimos creados.
—Fuimos creados para servir. —Kai comenzó a andar hacia la salida,
apartando a todo aquel que se interponía en su camino a empujones—.
¿Qué importaba si destruíamos el mundo? Construiré uno nuevo sobre
las cenizas de éste.
—Pero no ha salido como esperabas, Kai. Esthas va a caer antes de que
podamos hacer nada.
—¡Alguien se ha entrometido! Y vosotros, sucios cobardes, la habéis
dejado atrás. No es casualidad que no la encuentre en toda la nave, ¿cier-
to?
—¡Kai! ¡¿A dónde vas?! —gritó el anciano, indignado por la insolencia
y soberbia del joven dragón.
—¡A buscar a mi prometida! ¡¿A dónde si no?!
Salió por la puerta, camino de una de las escotillas mientras los demás
murmuraban. El anciano decidió calmar los comentarios:
—Dejadle, ya volverá. —Miró hacia las ventanas para contemplar la
ciudad que se iba alejando en el horizonte.
—¿Y si muere? No sabemos nada de Gabrielle y nuestra raza necesita…
—insinuó uno de ellos.
—Nuestra raza podrá sobrevivir sin ellos. La familia real de Galdabia
habrá dejado de ser un lastre para nosotros.

La carrera hasta la zona de los muelles le había dejado casi exhausto.


Le había costado demasiado tiempo llegar hasta allí, pero podía sentir
aún con fuerza, cada vez más, la presencia de Eliel.
Era muy difícil moverse entre la gente, y con varios saltos, que deja-
ron a más de uno boquiabierto, trepó por algunos de los balcones y mu-
ros, hasta subir por las estructuras metálicas y las grúas que jalonaban el
puerto aéreo y marítimo. Desde una de las cabezas de poleas de una de
ellas, encargada de enganchar un aesir que ya había partido, Adriem con-
sideró que sería más fácil encontrarla en aquel mar de gente que luchaba
por subir a las tres últimas embarcaciones.
Uno de los obuses perdidos de la batalla golpeó contra un almacén,
destrozando el techo y atravesándolo hasta caer en el mar. Una columna
de agua se levantó por el impacto mientras la gente empujaba, más ner-
viosa si cabía. La situación era asfixiante.
Pasó sus ojos entre todas aquellas cabezas tratando de verla, concen-
trándose para poder distinguirla de toda aquella marea de almas asusta-
das.
Y la encontró.

Meikoss la guiaba cogida de la mano entre el tumulto, mientras los


dos soldados apartaban a varias personas que trataban de subir a la aero-
nave. Los técnicos gritaban que estaban en sobrecarga y que iban a partir
de inmediato mientras se replegaba la rampa de acceso.
Por un sólo instante el mundo pareció detenerse ante sus ojos. Instin-
tivamente, dirigió la mirada hacia la figura que se mantenía en pie en lo
alto de una de las grúas. La sensación de vacío se volvió a manifestar en
su pecho cuando, pese a la agitación reinante, pudo escucharle llamarla.
Aunque no fue por su nombre, sabía que se refería a ella.
—¡Eliel!
—¡Meikoss, Meikoss! —ella se detuvo, apretando la mano de su guar-
daespaldas—. Ese hombre… Ese… —No pudo acabar la frase, pues no sa-
bía cómo expresarlo con palabras. Era muy extraño, pues sentía vértigo,
desasosiego… ¿Estaba asustada? ¿Por qué su respiración se aceleraba?—.
¿Por qué me llama? —dijo, apretándose los puños contra la sien.
Meikoss la miró y contempló su faz pálida mientras, con los ojos muy
abiertos, miraba hacia al hombre que, no sabía cómo, se había encarama-
do a aquella grúa.
—¿Qué sucede, Eraide? ¿Qué dices? —Las preguntas fueron en bal-
de, pues ella no era capaz de articular palabra alguna—. ¡Eraide! Sube,
rápido —La acabó de empujar hacia adentro mientras la rampa de carga
se terminaba de cerrar, apartándola de la visión de aquel sujeto que por
alguna razón la aterrorizaba.
—¡Cálmate! —pidió, sujetándola por los hombros con cierta rudeza—.
Yo no oigo nada. Sólo estás asustada.
Fue capaz de controlar su respiración poco a poco, mientras la bodega
de la nave empezaba a vibrar por el esfuerzo de los motores que estaban
elevándola.
—¡Eliel! —pese a la distancia y el ruido, ella le escuchó con claridad.
—¡No me llames así! —exclamó acurrucándose y tapándose los oídos.
Meikoss estaba desconcertado y pidió a los soldados que les abrieran
paso hacia el puente de mando para poner a la princesa en un lugar más
cómodo.
—Por favor, Eraide...
Ella abrió los ojos, llorosos y desesperados porque no podía dejar de
escucharle.
—¿Quién es ella? —pidió con voz temblorosa—. Dímelo. ¿Quién es
ella?
—¿Qué? ¿De quién estás hablando?
—¡¿Quién es Eliel?!
El grito fue desgarrador, y todos los que estaban en la bodega se gira-
ron al unísono ante aquella voz quebrada. Tras ello, hubo un gran silen-
cio cuando se interrumpió por la bofetada con la que Meikoss le giró el
rostro.

Adriem veía cómo la nave se separaba del amarre ante los gritos de
varias personas que se habían quedado en tierra y ahora sopesaban sus
opciones para encontrar un refugio, agotadas las vías de escape de la
ciudad.
Sólo podía ver la aeronave moverse y buscó desesperado alguna for-
ma de llegar a ella, pero no veía posibilidad alguna. El aesir maniobraba
lentamente, empujado por la energía de uno solo de sus reactores y una
importante sobrecarga.
—¡No! ¡Maldita sea! —gritó desesperado.
A su lado, la niña, con su capa ajena al viento que hacía en lo alto de la
grúa, miró cómo se alejaba la nave.
—Tus habilidades son muy buenas, pero no sabes volar.
Se sentía impotente. Una sensación que había olvidado durante aque-
llos tres años y que no había echado de menos.
—No… —Adriem miró la nave y dio dos pasos hacia atrás—. No está
todo perdido.
—Por favor, no lo hagas —dijo la pequeña con una sonrisa nerviosa—.
Deja de usar ether, ya la encontraremos cuando esto se calme.
—No. Estoy demasiado cerca —la interrumpió—. No la voy a dejar ir.
La imagen de su despedida en Nara vino a su memoria. Parecía que
hiciese siglos de aquella escena.
—Adriem… —Su cara palideció—. Oh, no… No. Si fallas, ya no habrán
más oportunidades. —Dio un par de pasos más hacia atrás—. Aunque lo
consigas, piensa que tu ether se va a descontrolar…
—Ahora ya sólo puedo avanzar.
Empezó a correr por la estructura y cuando llegó justo al borde, miró
la nave. Todo se volvió en blanco y negro excepto él mismo. Sintió cómo
la energía fluía, no sólo por él, sino a través de todo lo que le rodeaba. En
el interior del aesir, el generador era un enorme destello.
El poder de hacer posible lo improbable, de desafiar el anhelo del des-
tino.
Las personas que estaban allí abajo vieron cómo alguien hacía cabe-
cear una grúa, retorciendo los hierros, sólo con el impulso para saltar.
Se acercaba rápidamente a la mole de metal. Iba a llegar, podría verla
de nuevo.
Se preparó para el duro aterrizaje contra la estructura... Pero nunca
llegó a posarse sobre ella, pues una sombra y un fuerte impacto le saca-
ron de su trayectoria. Algo le golpeó con una violencia que, de no haber
estado su ether fluyendo por su cuerpo, le hubiera destrozado al instante.
Golpeó duramente contra el suelo y rebotó varios metros hacia atrás,
hasta que le detuvo una pared. Aturdido y dolorido, comenzó a abrir los
ojos para contemplar cómo la sombra de un dragón descendía ante él y
eclipsaba el cielo. Por un momento pensó que era Gebrah, pero no era
posible. Tampoco resultó ser una alucinación cuando sintió que sus ga-
rras lo atrapaban con fuerza.
Sin embargo, en el momento que se lo acercó al rostro, pese a aquella
forma pudo reconocerlo. Aquella presencia era inconfundible...
—¡Kai! —dijo sin apenas aire en los pulmones por la presión.
El dragón le miró y pudo escucharle sin que este abriera la boca, que
solo mostraba sus fauces apretadas. Su voz se proyectó, directa, en su
mente:
«¡Nunca podrás acercarte a ella! ¡Porque hoy te destruiré, Adriem!»
CAPÍTULO 21
-A veces sólo podemos avanzar-
Parte 2

Cerca del puente de mando había una zona donde habitualmente vivía
la tripulación, mas ahora estaba llena de gente que, sentada, rezaba para
que la aeronave no fuera derribada mientras se alejaba de la ciudad.
Allí se había acomodado a Eraide y Meikoss. Ante la insistente peti-
ción del caballero les dieron, no sin cierto malestar, un lugar más tran-
quilo donde cobijar a un miembro de la nobleza. La doalfar había podido
tranquilizarse mientras se masajeaba la mejilla.
—Lo lamento, espero no haberte hecho mucho daño, pero no me de-
jaste elección. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Meikoss sentándose a
su lado, cabizbajo. Sobre el duro suelo, descansaba la espalda contra una
de las paredes de la sala—. Tienes mejor color, sin duda —apuntó.
Ella notaba calor en las mejillas, y sus manos, que habían palidecido,
recuperaban poco a poco un tono más saludable. ¿A qué se debía aquel
ataque de pánico? Sólo habían llamado a otra persona; sin embargo, algo
en su interior se había quebrado.
—Creo que sí —dijo tras unos instantes en silencio—. Supongo que ha
sido la tensión de la huida, es la única explicación —razonó, molesta—.
Pero que no se te vuelva a ocurrir nada parecido.
—De verdad que lo siento. ¿Pero quién era ese tipo? ¿Le conocías?
Por un instante estuvo a punto de responder que sí... No tenía sentido;
iba a decir un nombre, pero justo antes de pronunciarlo, al pensar sobre
ello se dio cuenta de que no tenía ni idea. Era desconcertante.
—No lo sé, Meikoss. No le había visto nunca. —Suspiró pesadamente y
cerró los ojos—. Probablemente me habrá confundido con alguien.
—Bueno, lo importante es que estés mejor y que nos alejamos de la
ciudad. He preguntado al capitán aprovechando nuestra visita, y por lo
que sé, nos dirigimos al este, hacia Est-lar. Allí podremos desembarcar y
buscar alguna forma de bordear el frente. Por Fraiss podríamos llegar a
Detchler sin demasiados problemas.
—Bien —asintió ella, absorta aún en los hechos del puerto.
—¿Me estás escuchando? —preguntó Meikoss.
—Bien —volvió a responder ignorando la cuestión.
El caballero dechtliano se incorporó sin ocultar lo enfadado que esta-
ba.
—Necesito algo más de colaboración por tu parte. Siento ser así de di-
recto, pero he de hablarte con franqueza: debemos centrarnos en los pro-
blemas que se nos van a presentar, pues apenas tenemos dinero y va a ser
difícil encontrar a alguien que nos ayude hasta que no pisemos mi tierra.
Abrió los ojos y le miró, dispuesta a disculparse. Tenía razón, pero le
llamó la atención un doalfar que se acercaba a ellos.
Era moreno de pelo y portaba una casaca maltrecha. Meikoss se quedó
mirándolo, con la mano sobre la pistola, mientras Eraide se levantaba
encarándole.
—¿No te acuerdas de mí? —dijo apartándose algunos mechones de ca-
bello que caían por su cara. Tras ellos, un parche cubría un ojo marcado
por una profunda cicatriz que le atravesaba la cara.
Eraide le miró con desagrado.
—No. ¿De qué dices que nos conocemos?
El hombre la miró directamente a los ojos, mientras Meikoss se le
acercó sin apartar la mano del arma.
Pero el doalfar le ignoró por completo, observándola fijamente hasta
el punto de hacerla sentir realmente incómoda.
—Ya te he dicho que no te he visto en la vida; por favor, vete y déjanos
en paz.
—Has escuchado a la señorita, así que haz el favor de apartarte —dijo
Meikoss interponiéndose entre ambos.
—Comprendo. —Hizo una pequeña reverencia con la cabeza—. Lo
siento, pensé que teníamos un conocido en común. Ruego que me dis-
culpe, alteza.
Cuando fue a darse la vuelta para alejarse, Eraide le agarró de la man-
ga, cogiendo a Meikoss desprevenido.
—¿Cómo sabes quién soy? —dijo sujetándole con fuerza.
Con cierta amabilidad soltó su mano y la tomó entre las suyas.
—Nadie queda que te recuerde, Princesa Oscura…, y así deberá seguir
siendo —replicó con expresión sombría.
—¿Qué...?
Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando tiró de ella hacia delante y
con un paso la tomó. Desenfundó la daga que portaba al cinto, al lado del
sable, y su brillo se reflejó a pocos milímetros de su costado.
Meikoss echó mano a la pistola, pero el doalfar chasqueó la lengua y
negó con la cabeza.
—Yo no lo haría.
—Maldito —dijo apretando los dientes.
A Eraide le costaba respirar. En cada inspiración podía notar la punta
del afilado cuchillo que amenazaba con hendirse en una puñalada mortal.
—¿Qué quieres?
—Por ahora, que permanezcas en silencio. No queremos llamar la
atención, ¿verdad?
—Juro por Alma que me las vas a pagar. —Meikoss dio un paso ade-
lante, pero ella tuvo que negar con la cabeza al notar cómo el arma atra-
vesaba la tela y el frío metal punzaba su piel.
—No, por favor. Meikoss... —la voz se le entrecortaba. Sin tan siquiera
tuviese su magia, ese malnacido sería ya un cadáver, pero ahora, sin po-
der alguno, su vida estaba en sus manos.
—Vamos fuera —y la empujó hacia la escotilla—. Tú delante, humano.
Nadie se percataba. Todos estaban demasiado asustados como para
reparar en ellos tres.

Mientras caminaba por los pasillos que comunicaban la salida con la


cubierta de la nave, se encontraron con una muchacha vestida de arle-
quín que se balanceaba en una de las barandillas.
—Oh, vamos, Zir... ¿Por qué los has atraído hasta aquí? Ese no era el
plan, ¿recuerdas?
—Hubiéramos llamado demasiado la atención.
—¡Tú! —le espetó Eraide, indignada—. ¿Qué pretendes? ¡Ibas a ayu-
darme!
Meikoss se giró mientras la arlequín se le acercaba.
—¿Ayudarte? ¿De qué la conoces?
—No deja de sorprenderme —dijo riéndose—. No son capaces de re-
cordarme. Pero debería presentarme de nuevo... —Le tendió la mano al
humano—. Me llamo Idmíliris, sucio común.
—¿Qué relación tienes con ella? —le preguntó a Eraide, ignorando a la
siniestra joven, que, sin ocultar su enfado, respondió por ella:
—Verás..., le prometí que se reuniría con sus recuerdos, y eso es exac-
tamente lo que vamos a hacer. ¿Verdad, Zir? Vas a volver a ser la ver-
dadera Princesa Oscura, cuando te reúnas con tu espíritu en… ¡Qué de-
monios, si ni siquiera Alma te quiere! Sólo estás muerta. Pero al menos
dejarás de ser una muñeca incompleta y rota.
—Por supuesto —sentenció el doalfar hundiendo el cuchillo en el cos-
tado, abriéndose paso entre sus entrañas.
—¡No lo permitiré! —gritó Meikoss lanzándose hacia ellos dos.
Eraide trató de disuadirlo, pero el dolor punzante hizo que su voz se
transformara en un hilo, casi inaudible, de voz. No podía avisarle de la
sombra que se alzaba tras él. Una garra de oscuridad le apresó el brazo
que había empuñado el arma, mientras unas fauces penetraban en su
hombro.
—He soñado tantas veces con tu muerte... —le dijo Idmíliris mirándola
fijamente, mientras más criaturas de oscuridad se abalanzaban sobre él.
El dolfar llamado Zir la golpeó en el costado, haciendo que rodase
hasta quedarse bocarriba.
—Morirás como una vulgar mortal, sola, sin esperanzas... Eraide. —
Cuando pronunció su nombre, sintió un odio indescriptible.
Mientras se ahogaba en su propia sangre, Meikoss luchaba contra las
sombras. No era capaz de verle, solo escuchar sus gritos. Tal vez el doal-
far tuviera razón y su vida únicamente hubiera traído miseria, pero por
poco que importara, si seguía existiendo en ese mundo que le odiaba, su
amigo no tenía por qué sufrir la misma fatalidad.
Tocó con sus dedos la herida, que no dejaba de sangrar, y empapó sus
dedos con el fluido carmesí. Sabía que era imposible, pero debía inten-
tarlo por él.
«¿Estás loca?», se dijo a sí misma y, sin pensarlo, sonrío ante la iro-
nía. «Alguien que debería tener quinientos años seguramente no esté
cuerda».
Trazó con los dedos la forma de varias runas que, aunque no veía tum-
bada en el suelo, debían ser correctas…
Gritos de dolor…
Los disparos, los gruñidos…
Risas desquiciadas…
¿Y sus runas? En silencio. Era una pérdida de tiempo.
El combate no cesaba y ni siquiera el doalfar la miraba...
Hasta que de su propia sangre se materializó una estructura rúnica
completa con un fulgor que inundó el pasillo. Las sombras gruñeron, al
parecer, doloridas ante aquella luz. Hacía mucho tiempo que no contem-
plaba aquel efecto, tras el que una criatura se materializó.
Un zorro blanco.
El viento arrastraba algunos copos de nieve que golpeaban los distin-
tos elementos de la cubierta del aesir. Algunos entraban hacia la esco-
tilla, destrozada por la que había salido la invocación de Eraide, la cual
se había transformado en una gran sierpe, un dragón de pelaje blanco.
Eraide estaba arrodillada, sujetándose con la mano el pelo para que no
le golpeara en la cara, al lado de Meikoss, que yacía gravemente herido.
El horizonte estaba despejado bajo las gruesas nubes de la tormenta,
hacia la libertad que presentaba el océano en la lejanía, dejando atrás la
ciudad que fue capital de un país.
—¡Vamos, aguanta! ¡Es una orden, estúpido guardaespaldas!
—Haré lo que pueda… Va a estar difícil esta vez.
Varias heridas provocadas por las garras recorrían su cuerpo, pero la
más preocupante era el mordisco en el cuello, que sangraba profusamen-
te.
—No… No digas tonterías. Eres un caballero de Detchler… No me pue-
des dejar sola… Yo…
—¿Y tu herida? —dijo mirándole el costado.
Ciertamente ni se había percatado, pero el corte había sido cubierto
por varios pequeños cristales que lo taponaban. No se debía a ningún
conjuro que supiera, pero ahora no importaba.
—Tranquilo, estoy bien. Preocúpate por ti mismo ahora.
—¿Sabes? Cuando mi padre me sugirió que te ayudara, no lo hizo por
buena fe… Sólo queríamos de ti posición y riquezas, y aunque reacio al
principio, terminé por darle la razón —su voz estaba ronca—. ¿Quién me
diría que al final estaría equivocado?
—Por favor, no hables así... Suena a despedida.
—No… No, déjame terminar. —Cerró los ojos—. Yo, sólo quería ser un
buen caballero, pero me alejé del camino...
—Te equivocas —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Eres un magnífico
caballero.
—¿Lo fui?
—No —negó con la cabeza—. Lo eres, Meikoss.
No hubo réplica por parte del humano.
—¿Meikoss? —Le tocó, pero no reaccionaba—. Despierta, no puedes
dormirte... —Su rostro reflejaba una paz infinita, lejos del sufrimiento
del mundo, pero ni siquiera eso le sirvió de consuelo. Apretó con sus ma-
nos la ropa de su amigo y hundió la cabeza en su pecho, notando cómo la
sangre le impregnaba el rostro y el cabello—. ¡No!
Su grito impotente apenas fue un susurro entre el viento que azota-
ba la cubierta mientras Ulimi se enroscaba, protegiendo a ambos con su
cuerpo de escamas.
—No me dejes sola…

En el interior del aesir, la tripulación y parte del pasaje se asomaba


alertada por el destrozo en el pasillo que daba a la cubierta de estribor
tras escuchar las explosiones que habían sacudido la aeronave. Los hie-
rros se retorcían y el viento se colaba por cada rendija. Varios se acerca-
ron a ellos dos.
Zir estaba sentado con la espalda apoyada en la pared. Tenía el brazo
derecho roto y el giro innatural de su rodilla no auguraba nada bueno. A
su lado, tumbada en el suelo exhausta tras consumir a todas sus criatu-
ras, Idmíliris respiraba con dificultad. La expresión de su cara reflejaba
rabia y frustración.
—Por un momento pensé que me reunía de nuevo con Sophia. —Una
punzada de dolor proveniente del brazo le hizo emitir un gruñido—. He-
mos vuelto a fracasar.
—Habrá otra oportunidad, Zir —dijo rabiosa entre dientes.
—Sinceramente, estoy harto. Empecé esta guerra por Gebrah, pero
ahora que no está… carece de sentido. —Suspiró—. He perdido demasia-
do y estoy cansado.
Ella comenzó a reírse por lo bajo.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Es la primera vez en años que no hablas de acatar órdenes. Al final
va a resultar que tienes sentimientos. —Su sonrisa se desvaneció—. Pero,
por esta vez, te voy a dar la razón. Me aburre salvar el mundo.
Si era un halago o una nueva mofa, no le importó. Lo realmente inte-
resante estaba a punto de ocurrir al ver lo que estaba desatándose. Tan
sólo una pregunta rondaba su cabeza: ¿dónde se había metido Sayako?

Alzó la mirada hacia la criatura que la observaba, partícipe de su do-


lor. No recordaba que ninguna de sus invocaciones fuera así, pero, igual-
mente, sabía su nombre.
—Eres Ulimi, ¿verdad? —preguntó frotándose la cara para borrar las
lágrimas.
El enorme ser asintió mientras la gente que se asomaba lo miraba con
impresión.
—Bueno, pequeño, veamos hasta dónde puedes llegar.
Tras dar unos pasos hacia atrás y observar a la criatura, ésta posó la
cabeza sobre la cubierta, dejando que Eraide se subiera justo detrás para
que pudiera agarrarse bien a su grupa. Ella contempló por última vez el
cuerpo yacente de Meikoss, al que se habían acercado dos miembros de
la tripulación, conscientes de que poco podían hacer por él.
Todos la miraban temerosos. Había algo familiar en esa situación,
pero no quería pensar sobre ello, pues le rompía el corazón partir de-
jando ahí el cuerpo de su amigo. Mas no podía quedarse sola esperando
a que trataran de matarla de nuevo. Tan sólo le quedaba recurrir a Kai.
—Confía en mí —susurró como si aún pudiera escucharle—. Estaré
bien.
Eraide le dio unas palmaditas a su invocación, que interpretó el acto
como la señal para alzar el vuelo.

Poco antes, al este del aesir, un dragón había volado sorteando las
aeronaves portando entre sus garras a un humano hasta que superó las
nubes. El frío era intenso por la altitud y el sol se reflejaba en las escamas
del dragón sobre la tormenta, que se arremolinaba en espirales tratando
de conquistar el cielo.
—¿Por qué no te quedaste fuera del mundo? Te envié a morir y te em-
peñas en seguir vivo. ¡Eres igual que Arshius!
Adriem lo miraba sin poder apenas moverse por la tremenda presión
de las garras que oprimían su cuerpo. Pero, no sin dificultad, aún era
capaz de hablar.
—¡Te... e-equivocas! —espetó.
—¡El mundo te ha dado la espalda! ¡¿No lo entiendes?! Nadie te re-
cuerda, ni siquiera ella. Así que arrástrate hasta el agujero de donde has
venido y muérete allí. Tu oportunidad pasó, Adriem, y has fracasado. La
mujer que juraste proteger murió y por eso ella está conmigo.
—¡No, Kai! —Adriem gritó mientras, con toda la fuerza que podía ex-
traer de su espíritu, apartaba las falanges del dragón. Ya conocía la histo-
ria: cómo envió a la persona que amaba Eraide al frente y éste se rebeló;
cómo le dio la espalda a ella cuando le rechazó en favor de un humano—.
¡Era parte de tu plan, pero nunca la amaste! ¡Querías salvar a tu raza y a
ti mismo por la tonta profecía de un oráculo, pero ella se salió del guión,
no fue la marioneta sumisa que esperabas! ¡Tú fracasaste! ¡Tú la mataste
hace quinientos años!
Los ojos del dragón se abrieron como platos.
—¡Silencio! ¡Todo es tu culpa! Por fin acabaré con tu existencia, que
todo lo envenena.
La presión aumentó, pues Kai trataba de apresarlo de nuevo, pero en
un último esfuerzo Adriem proyectó toda su energía fuera del cuerpo,
golpeando la garra del dragón y liberándose por completo.
Aún con dificultad por el viento que se le metía en los ojos mientras
caía, pudo ver cómo el dragón emitía un rugido antes de internarse entre
las nubes. Giró sobre sí mismo y observó la gran ciudad sobre la que se
desarrollaba la batalla. Como brasas de una hoguera casi extinta, los in-
cendios devoraban los edificios que quedaban en pie, en distintas zonas.
Era una belleza desgarradora, dolorosa, mientras se precipitaba hacia
un grupo de aesires enzarzados en una lucha sin cuartel. Trató de esta-
bilizarse como pudo para ver dónde iba a caer, percatándose de que su
trayectoria le llevaba directo no al suelo, sino a un objetivo más próximo:
un enorme destructor imperial, con su fuselaje pintado en negro.
Mientras caía, del cristal de esencia que colgaba de su cuello pudo
escuchar la voz de la niña.
«Gracias».
Adriem sonrió. Aún no era el momento de terminar su camino si, al
menos, hacía sonreír a alguien también.
No fue un aterrizaje suave. Concentró las fuerzas que pudo y empezó
a verlo todo de nuevo en blanco y negro, excepto las fuentes de energía.
El generador del destructor brillaba con una intensidad que casi le cega-
ba. También pudo sentir que Kai, desde su posición, estaba acumulando
ether, dispuesto a rematarle.
Directo hacia la cubierta de proa, la energía canalizada a través de su
cuerpo se manifestó en descargas eléctricas que, como si se tratara de un
electroimán, le repelían del metal del casco de la aeronave. Pese a que
frenó considerablemente, el impacto contra el suelo reventó algunas de
las planchas del fuselaje, haciendo saltar por los aires los remaches que
las sujetaban.
Se incorporó aquejando un terrible dolor en el cuerpo, y una tos espas-
módica hizo fluir un líquido ferroso por su boca. Había rozado el límite.

En el puente de mando del acorazado la sorpresa fue mayúscula al vis-


lumbrar la figura que había aterrizado sobre el fuselaje y provocado un
temblor por toda la estructura de la aeronave. Varias señales de alarma
se encendieron y se oían comunicaciones de la sala de máquinas, donde
se ubicaba el reactor, el cual había sufrido una subida de potencia pun-
tual que casi hizo colapsar el generador de ether.
Las órdenes no se hicieron esperar, y varios marines de infantería,
anclados por arneses y cables de acero enganchados a las barras de se-
guridad de la cubierta, salieron prestos a neutralizar la amenaza. Habían
empezado a desplegarse cuando Adriem se giró hacia ellos:
—¡No os acerquéis!
Quisieron tomárselo como una amenaza, pero no fue posible cuando
vieron el motivo: un rayo se dirigió desde el cielo, rompiendo las nubes,
directamente hacia donde estaban.
Adriem afianzó la posición y desenvainó la espada que reflejaba los
tonos azulados del conjuro que se aproximaba hacia ellos.
El rayo impactó sobre la cubierta cuando, con un rápido movimiento,
alzó la mano y una barrera invisible hizo que se desviara, dejando tras de
sí destellos de luz que se extinguían poco a poco.
De nuevo la tos sacudió su cuerpo y notó cómo sus sentidos se nubla-
ban momentáneamente. Los soldados se habían puesto a cubierto y mi-
raban al hombre que los había salvado tambalearse apoyado en su espada
a modo de bastón.
Poco descanso iba a tener, pues tuvo que saltar hacia atrás cuando Kai
aterrizó sobre el aesir tratando de aplastarle. Rodó por el suelo mientras
la estructura de la nave cedía, escorando ligeramente ante la repentina
masa que se había precipitado sobre uno de los extremos. Desde los man-
dos, atónitos ante el espectáculo, trataban de reaccionar compensando
con los timones la nave y apartándose del campo de batalla poco a poco,
para evitar el ataque de algún aesir enemigo o el acoso de las naves lige-
ras o libélulas.
Siguieron varias embestidas del dragón, que trató de alcanzarle, pero
Adriem consiguió esquivarlas, no sin antes darle algún corte que, pese a
no ser fatal para aquella bestia, la iban alterando. Cada movimiento era
más furioso pero, a su vez, impreciso... Aunque el constante movimiento
y el tener que esquivar o destruir los conjuros de su enemigo también le
iban volviendo más torpe debido al agotamiento.
—Tus trucos te están pasando factura —dijo el dragón al ver el estado
de Adriem—. Sabía que si te agotaba un poco, ahora no serías más que
una mosca a la que aplastar.
Su contrincante jadeaba, pero a Kai no se le escapó el detalle de que
estaba sonriendo.
—¡¿De qué te ríes?! ¡Vamos, agota la energía que te queda y quédate
en el olvido para siempre! ¡Alma está deseosa de repudiarte!
—Igual que a ti.
Adriem se lanzó a la carrera con las escasas fuerzas que había conse-
guido recuperar. La garra del dragón trató de rematarle, pero consiguió
zafarse por unos pocos centímetros, los suficientes como para pasar por
debajo de él y, de un salto, alcanzarle exactamente en el centro del pecho,
ahí donde enraizaba su espíritu. Pero no con una estocada de su espa-
da..., sino con su mano.
—Aún tengo algún truco guardado... —jadeó; la energía fluyó por su
brazo y, al igual que había descompuesto el conjuro, el cuerpo astral que
representaba al dragón podía ser desligado de su alma, aunque fuera
temporalmente.
—¡No! —Kai gritó mientras empezaba a desvanecerse en briznas de
luz.
—Lo entendí cuando luché contra Gebrah: vuestros aspectos draco-
nianos no son más que manifestaciones, armaduras naturales para la
guerra que invocáis sobre vosotros mismos. Me costó entenderlo, pero la
clave me la dio Eraide cuando le mató. Aunque podrás recuperar el enla-
ce, será suficiente para derrotarte..., príncipe de Galdabia.
La luz se deshizo por completo y sólo quedó la apariencia habitual
de Kai, desprovisto de sus habilidades. Levantó la mano, iracundo, para
trazar unas runas y contraatacar, pero éstas se hicieron añicos en cuanto
trató de imbuirles energía.
—¡¿Qué?! ¡Sucia escoria! ¡¿Desde cuándo tienes tanto poder?!
Kai alzó la mirada, arrodillado en el suelo mientras le temblaban las
manos. Por primera vez, Adriem vio al dragón como a un ser insignifi-
cante, y eso le complacía, evidenciándolo en una sonrisa cruel.
—¡¿Así es como pretendes vencerme?!
Adriem miró sin compasión, con desprecio, a aquel dragón humillado.
Alzó el arma por encima de su cabeza, tentado de dar un tajo que acaba-
ría con aquella historia.
—No, Kai... No hay victoria. Tú mismo lo dijiste: hace tiempo que fra-
casé. Esto es sólo venganza por lo que le hiciste a Eliel.
El arma se precipitó contra el dragón en un corte descendente hacia su
cabeza. En un parpadeo, una de las criaturas más temibles sería vencido
por una simple espada. Pero, cuando todo parecía decidido, Adriem se
detuvo antes de herir a Kai.
El dragón no podía ver lo que pasaba, pero el fantasma de una niña se
interponía entre él y Adriem, cubriendo al dragón.
—¡Detente, por favor! —la niña le imploró—. No era a él a quien bus-
cabas, sino a Eliel.
Adriem relajó los hombros y la hoja de la espada dejó de temblar. Te-
nía razón.
—No merece la pena. Una vida sigue siendo una vida, y vale más que
un sentimiento.
—¿Qué dices? —Kai no entendía nada de lo que estaba pasando. Le
había tenido completamente a su merced, pero el humano le había per-
donado.
—Ya has sido derrotado, Kai, no tengo por qué ser yo quien te lo deba
recordar de nuevo.
Adriem apartó el arma con un rápido giro cuando notó cómo una pre-
sencia se abalanzaba contra él. Escuchó la voz de Eliel, pero no le llamaba
a él.
—¡Kai!
El impacto de una enorme invocación contra su cuerpo lo empujó va-
rios metros, haciéndole perder el arma y rodar por la cubierta tras impac-
tar contra una de las chimeneas de ventilación.
Medio noqueado por el golpe, vio cómo Eliel y Meikoss bajaban de la
criatura que le miraba desafiante. Ninguna de las heridas de su cuerpo,
ni el agotamiento por haber usado casi toda la energía que le quedaba en
su alma para vivir, le dolieron tanto como ver a Eliel abrazando a Kai. Su
corazón se partía al verla con él.
—¡Kai! ¿Estás bien? —La doalfar reparó en que pese a sus ropas aja-
das, no parecía herido.
—Estoy bien, no te preocupes. Has llegado justo a tiempo, amor mío.
Pero… ¿qué te ha pasado? —dijo tocando los cabellos manchados de san-
gre.
—Nada… Es sólo que… Meikoss ha… Trataron de matarme y él me
salvó, pero dio su vida a cambio.
—Cumplió con su deber. Debemos estarle agradecidos, pero tiempo
tendremos de honrar su memoria.
—¿Meikoss Sherald...? No… No —balbuceó el humano.
Eraide no entendía por qué, pero parecía bastante más afectado que
Kai ante la noticia.
—¿Ese tipo… es Adriem? —preguntó ella mirando al humano tendido,
quien sintió de nuevo una puñalada.
—Sí. El cabrón casi me mata a mí también. —Se puso en pie, rechazan-
do la ayuda de ella—. Es peligroso, así que será mejor que no te acerques
a él.
Kai se fue aproximando lentamente y por el camino recogió la espada,
dejando a la doalfar tras de sí, custodiada por su invocación. Los solda-
dos de la marina, atónitos ante el espectáculo, armaron sus fusiles, pero
ninguno pareció dispuesto a disparar, tal vez acobardados por el dragón
aunque hubiera recuperado su apariencia humana.
Adriem se maldijo, pues ahora un sencillo disparo podría acabar con
él, pero no lo sabían. Luchaba por mantener la consciencia y vio a la niña
arrodillada a su lado. Por un momento, le pareció que su expresión era
compasiva.
—¿Qué esperabas, Adriem? Todos te han olvidado. Incluso ella no te
recuerda.
—No pedía mucho. —Tosió—. Tan sólo quería verla de nuevo...
Hizo acopio de fuerzas y concentró de nuevo su ether. Se levantó con
un gruñido, aunque tan sólo fue por un instante. La energía se disipó de
golpe, dejando un vacío en su cuerpo, y se desplomó de nuevo al suelo,
todavía más exhausto.
Kai afianzó la espada y la hundió entre el pecho y el hombro de Adriem.
Un grito desgarrador de dolor recorrió la cubierta.
A uno de los soldados imperiales se le disparó el arma y el proyectil
silbó cerca de ambos. El nerviosismo cundió entre ellos y el resto reaccio-
nó al instante, pero Ulimi les cerró el paso rápidamente, cubriendo a Kai
y Adriem con su cuerpo y recibiendo los impactos de las balas.
—Lo siento, quería atravesarte el corazón —dijo Kai sonriendo sádi-
camente, ajeno a lo demás—. He fallado. No se me dan bien estas armas
comunes.
Miró de reojo a la niña haciendo caso omiso de Kai, hecho que enfu-
reció al dragón.
—¿Crees que ignorándome evitarás tu muerte?
La niña se le acercó.
—Adriem, tú mismo lo has dicho: perdiste. Puedes controlar el desti-
no, desafiar a Alma, a la misma realidad…. Tienes poder para eso y más,
pero no puedes cambiar el pasado, deja de vivir en él. —Sus ojos se em-
pañaron en lágrimas—. No puedes deshacer tus pasos, has de vivir con
ellos.
Adriem miró a Eliel, que le observaba fijamente con desprecio; como
a la persona que había tratado de asesinar a su prometido, no aquel que
tanto la había amado. No había rastro de la doalfar que conoció en ella.
Volvió a mirar a la niña.
—Lo siento..., pequeña…
Extendió la mano para acariciarla, pero la traspasó como siempre, ca-
yendo sin fuerzas al suelo. Su vida se escapaba poco a poco y pudo ver
cómo la flor se materializaba en su pecho, pero ninguna spiritaa vendría
a por ella.
—Veo que ya has perdido la cabeza. —Kai volvió a alzar la espada y se
aseguró de que esta vez no fallaría.
—¡Adriem! Yo… Yo… Me duele tanto verte así.
Se vio reflejado en sus ojos y, entonces, comprendió.

La espada no acertó la estocada, clavándose en el suelo. Adriem se


dejó caer hacia un lado en el último momento y agarró el arma por la
hoja, aprovechando para tirar de ella y levantarse. Su adversario no fue
capaz de reaccionar y le asestó puñetazo que le hizo retroceder varios
pasos hacia atrás, soltando la empuñadura.
Dio la vuelta a la espada y la afianzó. Se había cortado la palma de
la mano con la hoja y la sangre resbalaba por el frío acero mientras se
tambaleaba.
Miró a la niña de reojo y le dedicó una sonrisa afable, llena de cariño.
—Gracias por seguir a mi lado, pero he de ausentarme por un momen-
to.
Ella le correspondió negando con la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—He estado buscando todo este tiempo en el lugar equivocado. Lo
que quería estaba siempre junto a mí... No permitiré que cargues con la
eternidad tú sola.
Echó mano a la flor que se marchitaba en su pecho y la agarró con
firmeza. Empezó a tirar de ella y notó cómo cada raíz que se anclaba a
su cuerpo se desgarraba. El dolor era inimaginable, pero no iba a ceder,
era la única forma de poder seguir adelante, desconectarse del mundo
y dejarlo atrás, como hizo ella. No sabía si era la manera, pero ya no le
quedaba otra opción.
Un esfuerzo más y, acompañado de un alarido que le dejó sin aliento,
la extrajo de su pecho. La flor se deshizo en briznas de luz que fueron
arrastradas por el viento.
Miró su mano y observó cómo los últimos restos de aquella unión des-
aparecían, a la vez que la pesada carga que estaba consumiendo su cuer-
po.
—¡¿Has arrancado tu espíritu?! —exclamó Kai—. Eres un necio, así
has perdido todos tus poderes de sephirae.
La niña había desaparecido de su lado y sentía que su cuerpo era más
ligero. Kai tenía razón: no era capaz de sentir el ether, ni el dolor… Era
como si todo hubiera quedado atrás. Una plácida sensación de vacío que
le embargaba.
—No necesito ningún poder para decidir mi propio destino. Nadie lo
necesita.
—¿Y cuánto tiempo crees que podrás vivir así? —dijo el dragón.
Adriem cerró los ojos y respiró profundamente. Aunque no sintiera
sus heridas, eso no quería decir que no tuviese problemas para moverse.
Estaba con un pie en el más allá, pero, aun así, era extraño... Se sentía
feliz.
—Eso es algo que yo decidiré. —Empuñó la espada y apuntó a Kai con
ella, desafiante. Ya no combatiría por el recuerdo de Eliel, sino por él
mismo
Así, se volvería a encontrar con ella y al fin la podría tocar con sus
propias manos.
CAPÍTULO 22
-Un futuro tan infinito como el cielo-

Las noticias que llegaban del frente no podían ser más halagüeñas. La
cámara del senado hervía en una euforia contenida mientras aguardaba,
con forzada prudencia, la noticia de la caída de Estash tras el abandono
de la ciudad por parte del gobierno kresáico. La guerra no duraría mucho
más, y tras ello quedaría la lenta consolidación del poder en todos los
territorios de Salomónica y Sireni de más allá de la cordillera, tomados
por el glorioso ejército al servicio del Emperador. Un golpe encima de la
mesa que indicaba quién era el soberano en el continente de Eidem.
Muchas eran las informaciones que llegaban desde el poderoso reino
de Idesha, en las lejanas tierras de oriente, más allá de las islas de Kuri-
sai. Una amenaza dormida que el Imperio no podía ignorar, y tras aquella
guerra, dolorosa pero necesaria para los intereses de la nación, se equili-
brarían las fuerzas ante un posible enemigo.
La única víctima era el gobierno caduco de los dragones, condenado
al exilio, pero, a fin de cuentas, no era más que una reliquia del pasado.
Llegaban nuevos tiempos, hora de dejar paso a las nuevas naciones.
Entre tanto revuelo y cuchicheo, los guardias anunciaron la entrada
del Emperador en la sala, portando sus títulos y haciendo gala de la eti-
queta que siempre requería la situación.
El silencio se hizo, y todas las cabezas se agacharon en reverencia
cuando Alejandro entró con paso firme, vestido con su armadura de gala.
Esta vez no se sentó en su trono, como era habitual, para escuchar y me-
diar en las discusiones de los políticos, sino que se dirigió directamente
al atril de oradores.
El emperador iba a hablar directamente.
—Miembros del senado —anunció con voz firme—. Sé que son cons-
cientes de las buenas noticias que nos vienen del frente kresáico. De-
bemos sentirnos orgullosos de nuestras tropas, pues están a punto de
ofrecer a nuestra nación un nuevo capítulo de gloria que será recordado
por la historia.
Aun en silencio, eran inevitables las pequeñas manifestaciones de jú-
bilo en modo de gestos y guiños entre ellos. Pocas veces había visto el
Emperador semejante unanimidad en aquellos senadores acostumbra-
dos a pasar los días discutiendo por enmiendas, iniciativas y leyes.
—Pero hoy, además, estoy aquí para anunciarles otra noticia que me
llena de júbilo y confianza en un mañana más brillante si cabe, tanto
para la nación como para mí. —Una sonrisa se escapó de la habitual faz
de seriedad con la que hablaba al senado, al tiempo que lo revelaba—: La
continuidad de la familia imperial está asegurada. Voy a tener un hijo
que reinará sobre estas tierras cuando yo acuda a los brazos de Alma.
Los comentarios comenzaron a circular, pero Alejandro los ignoró y
siguió hablando:
—A Alma pido que reine sobre todo el continente de Eidem.
Sin duda, esas palabras eran una declaración en toda regla de que el
Imperio no se iba a contentar con su victoria sobre Kresaar, sino que hos-
tigaría al gobierno provisional, y la caída de los Pequeños Reinos sería
cuestión de tiempo una vez hubieran asentado el poder. Una idea que los
allí presentes sabían que se acabaría llevando a cabo, pero no resultaba
menos sorpresivo oírlo directamente del Emperador, quien se saltaba su
habitual discreción.
No tardó en aparecer la primera mano alzada pidiendo la voz. Era el
delegado de los senadores de Arqueís.
—Su alteza, ¿podría decirnos quién es la madre de su primer vástago?
¿Por qué desea que sea tenido en cuenta en la línea sucesoria? A bien
seguro, cuando contraiga matrimonio tendrá un hijo que tomará su lugar
a su debido tiempo, mi señor. Por supuesto, las arcas de la nación otor-
garán buena pensión a la criatura para su manutención, pero no vemos
necesario su reconocimiento, mi señor emperador.
—Su madre es muy querida por mí y desearía que se le tuviera en
cuenta si no tengo más descendencia. Estoy seguro de que contará con su
apoyo, y en espacial el de los ilnoanos y las familias nobles delven.
Hubo cierta sorpresa y sonrisas por parte de los senadores delven de
la provincia de Ilona.
—He de deducir que la mujer es de nuestra raza. Sin duda, ayudará a
unir nuestros lazos aún más, si cabe —dijo el delegado de Ilona—. En tal
caso, una vez nazca y esté sano, nos complacerá.
Tras la nueva oleada de comentarios, el nuevo senador de Hazmín
levantó la mano pidiendo la palabra. Una vez otorgada, asintió y se alzó,
claramente nervioso:
—Su… Su majestad… —dijo, tratando de no atropellarse.
El emperador sonrió y le otorgó la palabra.
—Hable tranquilo, tómese tu tiempo, sé que es su primera interven-
ción. El senador Heinwell le recomendó recientemente, sé que hará un
buen trabajo. —Se encogió de hombros—. Pero le recuerdo que este es un
día de júbilo.
El senador tragó saliva y templó sus nervios. Lo que iba a decir no se-
ría del agrado de nadie, pero pronto iba a dejar de importar.
—Su majestad, en nombre de mi gente no reconozco su autoridad.
Siento decirle que su hijo no gobernará Eidem.
El silencio se hizo en la sala. Todos miraban al senador, que se man-
tenía en pie ante los presentes. El gesto del emperador se tornó agrio,
claramente enfadado por la insolencia que acababa de escuchar.
—¡¿A qué se debe semejante disparate?! ¡¿Cómo osas siquiera pensar
lo que acabas de decir?! ¡Eidem será gobernado y al fin alcanzará la paz
que se le ha negado a esta tierra durante tantos siglos!
El senador guardó silencio y le sostuvo la mirada sin inmutarse, pro-
vocando la ira del Emperador.
—¡Guardias! ¡Llevaos a este traidor de mi presencia y metedlo en el
rincón más oscuro que encontréis!
Los dos soldados imperiales actuaron al unísono y apresaron al hom-
bre sin que éste opusiera la más mínima resistencia. Escoltado, abando-
nó la sala ante las miradas de desaprobación del resto de asistentes.
Las puertas principales, que siempre permanecían cerradas una vez
el Emperador había accedido a la sala, se abrieron para sacar al senador.
Era una norma de seguridad que rara vez se incumplía, pues dejaba la
cámara estanca y protegida por runas.
Justo antes de salir por la puerta, el senador dejó caer de su manga
un frasco con un líquido azulado brillante: ether. Al precipitarse, se rom-
pió, manchando el suelo y llamando la atención de los presentes, sobre
todo cuando la energía se recondujo por un sistema de runas que estaban
grabadas en el pavimento con algún tipo de tinta que posibilitaba su ca-
muflaje.
Para cuando quisieron reaccionar, el senador y los dos soldados ya
estaban fuera. Alejandro vio toda la estructura escrita en el suelo y, com-
prendiendo lo que significaba, cerró los ojos para esperar lo inevitable.

Desde el hangar del puerto aéreo donde se encontraba anclado el aesir


Nómada, Uriel pudo observar perfectamente la columna de humo que
emergía del palacio imperial. No sintió ni alegría ni pena. El trabajo es-
taba hecho, sencillamente.
Josef ya había comenzado a desplegar los timones y a calentar las tur-
binas. Con un sonoro golpe, se constató que la nave ya estaba volando
por sí misma y eran sólo las pinzas, que se quejaban por la presión, las
que sujetaban la aeronave a tierra.
—¿Qué pretendes con todo esto, Uriel?
La voz de Cruz se oyó desde una de las entradas del hangar; la mujer
avanzaba hacia Uriel, que estaba a punto de tomar el acceso a la nave.
El pelirrojo se detuvo y se giró lentamente.
—Tú, mejor que nadie, deberías saberlo: devolver este mundo al caos.
—Es interesante esa obra tuya —dijo mirando al palacio, donde la hu-
mareda era cada vez más intensa—, pero el destino necesita vivo al Em-
perador. Por muy ingeniosa que haya sido tu maniobra para terminar con
esta la guerra, Alma le necesita y en nada afectará.
—No me subestimes, Cruz. Este hecho no será condicionado por Alma.
La mawler entornó la mirada.
—¡Maldita sea, lo has hecho! Has parado la maquinaria... ¿Cómo es
posible?
—Voluntad. Las personas somos obstinadas por naturaleza y, a veces,
nos negamos a creer la realidad que se nos impone; es por ello que existe
el Eco. —Al estar en la rampa, la miraba desde arriba con cierta arrogan-
cia—. Eva entendió qué significaba perder los recuerdos, y aunque tra-
taron de evitarlo reiniciándola, la semilla de la disconformidad ya había
anidado. Una lástima que haya tenido que sacrificarla para desestabilizar
la máquina.
—¿Quién te enseñó eso sobre Alma? Es algo que sólo yo sé, y…
—… tu aprendiz, Danae —terminó la frase por ella—. Fue difícil con-
vencerla, pero recuerda que todo el mundo tiene un precio. Y yo poseía
algo que ella siempre anheló: una sencilla disculpa. Así que, con una sim-
ple palabra, conseguí que me explicara cómo llevar a cabo mi plan. —Las
sirenas que anunciaban el estado de emergencia en el sector uno empe-
zaron a sonar con fuerza.
—Nunca esperé que me traicionara de ese modo.
—No la culpes, fuiste tú quien la abandonó como hiciste con tu hija,
era normal que hubiera algo de rencor en ella que pudiera utilizar. Las
herramientas estaban ante mí, yo sólo las tomé prestadas.
La mirada de Cruz se endureció todavía más y dio un paso hacia de-
lante, pero Uriel echó mano bajo su capa y sacó la pistola que había to-
mado de Anna, apuntando a la mawler con ella. Resultaba irónico, y una
sonrisa se escapó de sus labios.
Aunque la máscara deformaba su voz, el tono de amenaza se percibía
perfectamente:
—No voy a permitir que sigas con esto.
—No puedes. Ya no depende de mí.
—¿Qué quieres decir?

Cientos de kilómetros al este, una aeronave diplomática, escoltada por


otro par de aesires de guerra, avanzaba sobre el mar variando su rumbo
poco a poco hacia el norte. En su interior, el gremio de dragones ya discu-
tía las primeras acciones a tomar para afianzar el gobierno en la región de
Noraik-ard y, con la ayuda de los lugareños, tratar de asegurar las tierras
del norte. Los imperiales tardarían en controlar del todo Solánica y ten-
drían tiempo para recuperar el máximo de terreno posible y rearmarse.
Todos sabían que iba a ser complejo pero, a diferencia de los comunes,
tenían el beneficio de una vida larga y la paciencia que eso les otorgaba.
Ningún imperio humano, según ellos, les sobreviviría.
En la zona de popa, donde se ubicaba el reactor y la esfera de levita-
ción que permitía a aquella pesada mole de metal desplazarse por el aire,
todo se hallaba en calma, en contraste con el alborotado salón donde
debatían los dragones.
A dos guardias, en su ronda, no se les pasó este hecho inadvertido. El
silencio reinante, sólo roto por el zumbido de las máquinas, era dema-
siado acusado; tras avanzar un par de pasillos por la sala, entendieron el
porqué.
Varios de los mecánicos estaban en el suelo, con heridas de un arma
blanca que había acabado con sus vidas. Mediante señas decidieron
avanzar hacia el centro de la sala, pues en la zona del generador había
un tubo de comunicación que les serviría para dar la alarma sin dejar la
zona desprotegida.
Cuando llegaron al área de control del generador se encontraron a
una mujer junto a los cadáveres de dos operarios abatidos, la cual estaba
manipulando los paneles.
—¡No te muevas! —ordenó uno de los dos guardias. Ambos desenfun-
daron sus pistolas.
La mujer terminó de mover una de las palancas de los controles hacia
arriba y se giró. Resultó ser una mawler que los miraba fijamente, alzan-
do las manos en señal de rendición. No parecía capaz de acabar con toda
aquella gente, pero los cuchillos que portaba envainados en sus caderas
estaban manchados de sangre.
—Lo siento. Os encontráis en el lugar equivocado.
Ninguno de los dos tuvo tiempo de preguntarle a qué se refería. Con
un par de movimientos precisos y rápidos, se abalanzó sobre uno de
ellos, golpeándole en la garganta y dejándole sin respiración para, acto
seguido, arrebatarle el arma y disparar a su compañero en el pecho, ma-
tándolo en el acto. Su cuerpo desangrándose fue lo último que vio antes
de que ella desenfundase un cuchillo y le degollara.

Sayako tiró el arma al suelo e hizo una respetuosa reverencia, juntan-


do las palmas de las manos hacia los dos cadáveres.
—Lo siento mucho, pero sólo he adelantado vuestro destino.
Se giró para echar un vistazo a los controles y vio cómo las agujas
indicaban un preocupante aumento en la presión del ether en el genera-
dor, hasta el punto de que algunas de las cañerías cercanas empezaron a
chirriar y saltaron remaches de las tuberías.
Comprobando que todo el sistema se estaba sobrecargando, empezó a
correr, saliendo de aquella sala mientras las alertas comenzaban a dispa-
rarse, pero no había nadie con vida que se fuera a encargar de arreglar el
problema. Tampoco de avisar a quienes discutían en proa.
Había estudiado la aeronave a conciencia. Cada pequeño detalle de
aquel aesir de última generación, reservado al cuerpo diplomático. Era
rápido y muy potente, ya que contaba con un motor capaz de desarrollar
una fuerza de empuje pocas veces vista. Para ello debía contar con un
generador a la altura, además de cargar con cuatro cristales de ether para
alimentarlo.
Desde el puente de nave verían las alertas, pero nadie respondería.
Cuando quisieran reaccionar sería demasiado tarde para llegar a las bar-
cazas de evacuación.
Los cristales se estarían agrietando, pensó en su frenética carrera, y
era imposible saber cuánto tardarían en romperse. La única alternativa
era rezar para que le diera tiempo a saltar de la nave.
Justo cuando llegó a la escotilla, observó que la estructura del aesir
diplomático se contraía mientras un zumbido hacía vibrar todas las pare-
des. Saltó sin pensarlo. Mientras caía, la nave se deformó con un estruen-
do al que siguió un breve silencio, para posteriormente explotar con tal
potencia que provocó una disrupción astral, afectando a las otras naves
que escoraron súbitamente.
Donde hubo hacía un instante una flotilla, ahora sólo quedaba una
disrupción sobre el mar que engulló el débil legado de una raza que, ya
de por sí, languidecía.

Uriel sostenía el arma sin dejar de apuntar a Cruz.


—Si quieres ganar al sistema, tenía que aprovechar cada recurso a mi
disposición. Ahora que Alma no fuerza los acontecimientos, es cuestión
de tiempo que esta guerra auspiciada por ella llegue a su fin. Habrá más
violencia, más batallas por reconstruir el equilibrio que he roto, pero de-
jaremos de alimentar ese monstruo con nuestros espíritus.
—¡¿Cómo has podido?! —dio un paso adelante, perdiendo por com-
pleto la templanza de la que siempre hacía gala—. No permitiré que sigas
por ese camino, nos condenarás a la destrucción. ¡Necesitamos a Alma!
—Siempre será mejor que el olvido, ¿no crees?
—El olvido es un medio para mantener este mundo a flote. Desde que
el destino existe, aunque hayamos pasado por momentos duros no he-
mos vuelto a estar al borde de la extinción. Si dejamos que las personas
decidan, se destruirán las unas a las otras. ¡Está en su naturaleza!
—Si tiene que pasar, pasará. Pero esta guerra absurda entre el hombre
y el destino es lo único que será olvidado. Esta guerra no merece tener
nombre. —Afianzó la pistola con las dos manos para no errar el tiro—. Y
tú no lo impedirás.
Cruz avanzó un par de pasos más y le miró directamente a los ojos.
—¿Vas a matarme?
—Hubiera preferido que esto no terminara así, pero sabes que ambos
no cejaremos en nuestro empeño. Hoy he sacrificado muchas vidas.
—¿Sacrificarás también la vida de tu amigo? Si me matas, el conjuro
que mantiene con vida a Fearghus desaparecerá, y te aseguro que sus
últimos instantes no serán agradables.
El pelirrojo no respondió; apretó con impotencia los dientes, pero no
el gatillo. La mawler asintió y le dedicó la mirada de quien sabe que acaba
de ganar una partida crucial.
—Tu corazón te traiciona, Uriel. Aún no te has convertido en el mons-
truo que querías ser.
—No tientes a la suerte. Tan sólo fueron una distracción, Fearghus y
Anna únicamente tenían que hacerte mirar a donde no debías.
Su dedo temblaba. Un simple movimiento y acabaría con ella, pero a
la vez mataría a Fearghus. Tan sólo era una vida más, no sería la primera
vez que traicionaba a un amigo, pero no podía. La mawler tenía razón;
había precios que no estaba dispuesto a pagar.
—Has acabado con esta guerra —dijo Cruz—, pero hay un aspecto que
no vas a poder controlar: la Princesa Oscura aún puede desequilibrar la
balanza. ¿Qué crees que hará? ¿Nos amará o nos destruirá?
—Eso depende de una persona. Poca gente quedamos que le recorde-
mos.
—El caballero errante…
—No —corrigió—. Creo que su nombre era Adriem.

Eraide podía escuchar perfectamente desde la cubierta las sirenas de


evacuación, que comenzaron a sonar cuando varios proyectiles de un
acorazado kresaico impactaron de lleno en la sección de popa de la aero-
nave. Este, al dañarse irremediablemente el reactor tras un par de explo-
siones internas, perdió potencia. Era cuestión de tiempo que se colapsara
el sistema de levitación y comenzase a caer.
La tripulación abandonaba a la carrera sus puestos, mientras que el
capitán aguardaría hasta el último momento para asegurar que el navío
no se precipitara hasta que las barcazas se desacoplasen del aesir. Los
soldados de marina, al escuchar las advertencias, fueron evacuando la
cubierta cuando comenzó a escorarse.
Mientras, Kai evidenciaba signos de recuperación. Su energía volvía a
fluir tímidamente por su cuerpo, mostrando débiles trazas de ether que
Eraide podía distinguir. La invocación de ella los custodiaba, aunque no
aguantaría mucho tiempo, pues estaba agotada.
—¿Eres tú quien tiene mis recuerdos? —le gritó desesperada—. ¡Si es
así, puedes quedártelos! Tan sólo déjanos en paz.
Cuando se disponía a responderle, el viento se levantó de nuevo y la
estructura de la cubierta empezó a crujir. Eraide casi cayó al suelo cuan-
do la nave dio un bandazo, clara señal de que el generador estaba langui-
deciendo y que su integridad se encontraba seriamente comprometida.
Se habían desviado del rumbo y viraban hacia el norte, descendiendo
lentamente. El único consuelo era que habían dejado de ser objetivo de la
artillería, probablemente porque ya los daban por derribados.
A duras penas conseguía guardar el equilibrio y no caerse de aquella
nave que erraba, moribunda, a una considerable altura. Aquel humano
llamado Adriem hincó la rodilla en el suelo y perdió su espada, que se
deslizó por el suelo. Su piel empezó a tornarse grisácea, y algunas venas
empezaron a marcarse a través de ella. Cuando volvió a ponerse de pie,
tenía mal aspecto y se notaba que le costaba respirar.
Una nueva sacudida y, agotada, perdió la sincronización con su cria-
tura, la cual se desvaneció.

Adriem notó cómo sus fuerzas le abandonaban definitivamente y la


espada se le resbalaba de entre las manos.
—Mierda —dijo para sí, chasqueando la lengua mientras se le dobla-
ban las rodillas.
Vio cómo Kai se levantaba y tomaba la espada que se le había caído.
Podía sentir que no estaba del todo recuperado, pero aunque fuera en su
forma humana, no le quedaban recursos para hacerle frente.
—¿Qué esperabas? —le gritó el dragón—. Sin alma tu cuerpo se mar-
chita, es cuestión de muy poco que te consumas y dejes de existir de una
vez por todas. —Se acercó con paso decidido—. Pero no quiero que acabes
así, te daré un último momento de gloria.
Avanzó hacia él y se puso en guardia aunque estuviera desarmado.
Poco honor iba a haber en aquel combate, y, aunque lograra vencer, ¿qué
conseguiría con aquella victoria? Estaba condenado, pero al menos vivi-
ría sus últimos momentos sabiendo que ella había estado a su lado.
En realidad...
Kai se detuvo en el instante en que Adriem cerró los ojos y suspiró,
para volver a mirar de nuevo a aquel al que ya había derrotado. Bajó los
brazos y se le encaró sin mostrar defensa alguna. Sabía que no iba a ser
necesaria.
—¿Qué…? ¿Qué estás haciendo? ¿Estás loco? ¿Es tu forma de rendirte
ante mí? Me alegra que al final lo hayas entendido.
—No. —Adriem miró a Eraide y confirmó lo que ya sabía—: Hace tiem-
po que te vencí, Kai. Este combate es totalmente innecesario. Acaba con
mi vida si quieres, a fin de cuentas no estaré mucho más tiempo entre los
vivos, pero tú te quedarás en este mundo sabiendo que nunca te ganaste
lo que tienes.
—Tonterías, estás delirando —dijo Kai intranquilo. Algo de todo aque-
llo escondía una verdad que Adriem le mostraría al quitarse del cuello el
colgante para enseñárselo.
—Su corazón me perteneció porque ella así lo quiso. ¿Acaso puedes
decir tú lo mismo? Siempre la viste como una conveniencia, un trofeo
para tu ego, nunca como a alguien a quien entregarte y por quien sufrir.
Puede que te sientes en el trono, pero siempre lo harás en la más absoluta
soledad.
La expresión de Kai se agrió, herido por las palabras.
—No tienes ni idea. ¡No entiendes absolutamente nada! —Una sonrisa
nerviosa y descompuesta se dibujó en su rostro—. ¡Ella siempre me ha
amado!
—Ella se fue hace mucho tiempo… —dijo, más para sí que para el dra-
gón—. Soy consciente de que ya no está a mi lado y que la dejé ir a los
pies del templo de Nara. Podría haber hecho más, pero no tuve el valor,
y cuando quise remediarlo ya era demasiado tarde. Yo ya lo he asumido,
pero a ti... ¿qué te queda ahora? Ni reino ni princesa. Ni siquiera tu raza
te aprecia. Estás solo por tus propias decisiones, al igual que hice yo. El
día en que lo aceptes, comenzarás a vivir de nuevo.
—¡Calla!
—¿Sabes por qué no te maté antes? —Adriem le habló con tal compa-
sión que sabía que aquellas palabras le quemaban como si fueran hierros
candentes—. Porque incluso ella se entristeció al verte.
Kai empezó a correr, dispuesto a atacar a Adriem y poner fin a sus
insolencias.
En aquel momento la nave comenzó a vibrar al son del generador, que
replicaba el aumento de energía del colgante y, como si una oleada fuera,
la escena se detuvo debido a una disrupción. Todo quedó en blanco y
negro, una vez más, a excepción de Adriem, Kai y una niña situada entre
ambos, que cubría su cuerpo con un manto de escamas. Bajo los pies de
cada uno de ellos, un lecho de flores blancas, como las de Neferdgita,
emergían del fuselaje de la aeronave.
—Ya basta, Kai —dijo la pequeña doalfar ante un atónito dragón que
no podía creer lo que sus ojos estaban viendo. La niña se acercó hasta él
y le pasó la mano por la mejilla—. Estás agotado. Deberías descansar un
poco o, si no, enfermarás.
—E… Era… Eraide —Sus ojos se cubrieron de lágrimas al sentir el tac-
to de ella sobre su rostro.
Mientras Adriem los miraba, notó cómo su mano empezaba a temblar
y las venas cada vez eran más evidentes en su ya pálida piel. Las flores de
su alrededor comenzaban a marchitarse.
La niña sonrió a Kai y se echó el manto hacia atrás, descubriendo su
pelo castaño.
—¿Por qué me sigues buscando? —le preguntó.
—Tú tenías que salvar a nuestra raza; evitarías que cayéramos en el
olvido usando el poder de cambiar el destino. El Oráculo me lo dijo.
—Y tenía razón: yo os iba a salvar de esta realidad donde Alma os tor-
tura, pero nunca pensaste cómo iba a suceder.
—No sé qué quieres decir... —musitó desconcertado Kai.
—Teníais que morir, y es así como ha sucedido.
—¡¿Qué?! —apartó su cara de la caricia de la niña—. ¿Qué estás di-
ciendo?
Ella ni tan siquiera se inmutó ante el sobresalto del dragón.
—Sus almas ya han vuelto a donde pertenecían, a la esencia de Ophiu-
cus, vuestro creador. Tendría que haberlo hecho yo, pero conocí a alguien
que me imploró por vuestras vidas... Arshius me lo pidió y yo accedí. Él
te salvó.
Kai se tapó los oídos, como si así pudiera borrar las palabras que aca-
ba de escuchar.
—¡Estás mintiendo! ¡Yo le envié al frente a morir! Pero él… Él…
—Él nunca te odió, sino que sintió aquel destino como una bendición.
Se unió a los comunes y pudo ser dueño de su propia vida.
El cuerpo de Adriem comenzó a sufrir pequeñas convulsiones y cayó
de rodillas al suelo. Sentía un frío indescriptible. Notaba cómo el vaho
salía de su respiración y las flores que le rodeaban acababan de marchi-
tarse y comenzaban a congelarse.
—No te culpes por ello. —La niña miraba cómo Kai negaba con la ca-
beza, tratando de evadirse de aquella realidad—. Yo también le odié por
no aceptar el don de una nueva vida, pero a través de Adriem aprendí a
perdonarle. Él sanó mi corazón envenenado por el rencor; es por eso que
te comprendo, y más ahora que estás solo.
—¿Solo? —Kai la miró con el gesto descompuesto. Las sencillas pala-
bras de una niña habían derribado su altivez draconiana.
—Lo que Arshius evitó quinientos años atrás, alguien lo ha hecho hoy.
Salvo tu hermana y tú, todos han muerto. Lo siento.
Kai cayó de rodillas y soltó la espada, abatido por la noticia.
—Yo quería salvarlos, quería ser quien nos llevara a una nueva era de
esplendor... Por eso te necesitaba.
La niña agachó la cabeza.
—Ya no tienes motivos para luchar, ya no me necesitas. —Se giró hacia
Adriem, que yacía en el suelo con serias dificultades para respirar—. Ve
en paz, Kai. Ahora es él quien me necesita y yo le daré aquello que me
queda.
—No… —Las flores bajo sus pies fueron arrastradas por el viento y la
imagen del dragón se quedó en grises, como el resto del escenario, para-
lizado en el tiempo.
Desde el suelo, Adriem vio los pies de la niña, que se acercaban y se
agachaba ante él.
—No tengo palabras para expresarte lo que siento por ti. ¿Por qué me
dejaste seguir junto a ti? Estaba amargada y odiaba el mundo, pero nun-
ca soltaste el colgante.
—Detrás de aquel odio, estabas tú... —dijo con voz ronca.
—Sabes que nos tenemos que separar. Yo ya no pertenezco a este mun-
do desde hace quinientos años, fue sólo el rencor lo que me ancló. De mí
quedará esa copia que creó Kai... Seguro que cuidará bien de él, ya que
siempre le aprecié y esos sentimientos estarán dentro de ella también.
—Miró al cielo—. Ahora que el destino se ha detenido, podré descansar
en paz.
Adriem sonrió, pues ya apenas tenía fuerzas para hablar.
—Pero hay algo que puedo hacer antes de irme, aunque para ello ten-
drás que pagarme con un favor... Un último capricho de una niña mal-
criada.
Él asintió con los ojos.
—Di mi nombre.
La miró a los ojos y, con dificultad, lo pronunció:
—Eraide...
Le correspondió con una sonrisa y le besó en la frente mientras su
capa los cubría a ambos, momento en el cual adoptó la apariencia de la
doalfar que conoció cinco años atrás. Esta le tendió la mano, arrodillada,
igual que se la tendió él cuando se encontraron por primera vez.
—Gracias por cumplir tu promesa... Gracias por recordarme. —Un ex-
traño viento empezó a soplar en aquel mundo detenido en el tiempo—.
Soy sólo un recuerdo, pero mi espíritu hace tiempo que vaga por el mun-
do. Mas tú sabrás encontrarme.
El colgante comenzó a brillar y la piel de Adriem recuperó su tono. Las
fuerzas volvieron a su cuerpo y notó cómo la vida recorría cada uno de
los recodos de su ser. Se alzó, guiado por esa mano que le ayudaba, pero
cuando se puso de pie, ella ya no estaba. Sólo quedaba ante él un mundo
en blanco y negro bajo un cielo azul e infinito. Un cielo bajo el que estaba
el mundo y que hacía a todos iguales.
Él sonrió, mecido por la suave corriente de aire que se llevó las flores,
transformados sus pétalos en plumas.
—Estamos bajo el mismo cielo.
Los focos de fuego de la ciudad se habían ido apagando poco a poco
mientras las tropas imperiales sofocaban, barrio por barrio, lo que que-
daba de la resistencia en la ciudad. No tardaron en tomar el castillo,
completamente destrozado por el intenso bombardeo, cuando el general
Torenssen, dos de sus capitanes y varias unidades de infantería irrum-
pieron en la sala del consejo.
Ante ellos, una magullada y agotada Gabrielle, sentada en el sillón que
representaba su posición, esperaba a los soldados, sin fuerzas para seguir
luchando. Al menos lo había intentado y se sentía orgullosa de ello.
Con toda dignidad se alzó con los brazos abiertos en cruz, en señal de
rendición.
—Hasta aquí ha llegado la resistencia de Kresaar, conmigo termina
este país que con nobleza ha luchado. Llevadme ante vuestro emperador.
El general se paró y la dragona pudo ver en su rostro un gesto grave.
—Eso no va a ser posible, señora Gabrielle. El emperador Alejandro I
ha muerto esta mañana víctima de un terrible atentado junto a la mayo-
ría de los senadores.
Gabrielle no sabía si dar crédito a aquellas palabras.
—Entonces… ¿qué haremos ahora? ¿Qué sentido ha tenido esta guerra
si no hay nadie para unificar este continente? Un imperio sin emperador,
una república sin gobierno... Hemos vuelto al principio.
El general la miró y dijo, con voz quebrada:
—Por lo menos, esta guerra ha terminado.

Tanto Uriel como Cruz miraban el horizonte desde sus respectivas po-
siciones, como si supieran lo que estaba pasando a miles de kilómetros
de distancia. Sabían que todo había terminado, y que aquella partida ju-
gada a la sombra de las naciones más poderosas del continente había
dado jaque a aquel pequeño mundo.
Ya nada sería igual que antes. Ambos estaban convencidos de ello.
La mawler se dirigió al pelirrojo:
—Ya has conseguido lo que anhelabas. ¿Qué será lo siguiente?
Uriel se mostró satisfecho y comenzó a subir a la nave, dando la es-
palda a Cruz.
—¿No es eso precisamente lo más maravilloso de lo que acabamos de
vivir? Por una vez en mucho tiempo, no tengo ni la más remota idea. Es
fascinante —afirmó, mirándola una última vez antes de entrar con una
expresión de júbilo digna de alguien que había ganado la partida en aquel
complejo tablero de ajedrez.
El aesir despegó tras soltar los anclajes y Cruz se quedó en el hangar,
mirando cómo la nave se alejaba por el firmamento.
No dijo nada. No había nadie para escuchar aquello que pudiera aña-
dir como réplica a quien, hasta aquel momento, había sido capaz de po-
nerla en jaque sin mayor esfuerzo. Sencillamente observó el cielo, desa-
fiante, con sus ojos dorados.

Dythjui permanecía sentada sobre unos escombros, ajena al ir y venir


de soldados. Había visto cómo se desplomaba la aeronave donde se ha-
bían enfrentado Kai y Adriem hasta estrellarse al norte. Una columna de
humo en el firmamento, rodeada por otras muchas, indicaba el lugar del
impacto.
La nieve había dejado de caer y supo que el invierno había llegado a su
fin. La primavera había llegado a Eidem.

Cerca de donde se hallaban los restos de la nave había una barcaza de


evacuación con la portilla abierta y los paracaídas desplegados. A escasos
metros, Eraide, la prometida de Kai, le sujetaba la cabeza en su regazo
mientras éste miraba el cielo sin moverse. Le atusaba el pelo y le tararea-
ba una canción sobre una princesa y un caballero, sin recordar dónde la
había escuchado antes.
—Ese tal Adriem... —le dijo—. Supongo que no fue capaz de abando-
nar la nave a tiempo. —Se frotó los ojos con los dedos, tratando de vencer
al cansancio y así despejar su mente—. Se ha llevado mis recuerdos a la
tumba. Si así ha sido, que Alma le acoja.
Miró a Kai con ternura.
—Pero ahora no son importantes. Mi sitio está aquí, así que si está
vivo, ya lo encontraremos. A fin de cuentas, son sólo recuerdos y he sa-
crificado demasiado por ellos.
Agarró la espada, que tenía parte del cuero de la empuñadura roto
pero el resto se mantenía en perfecto estado. Incluso las manchas impre-
sas sobre el tercio débil de la hoja.
—Hasta que nos lo encontremos, creo que me quedaré con ella. Es an-
tigua y preciosa, una auténtica obra de arte —dijo, admirando los reflejos
blanquecinos.
Eraide siguió atusándole el pelo mientras Kai observaba aquel azul
infinito. Cerró los ojos y se dejó llevar por las caricias que le hacía ella en
la frente.
—Iremos al norte atravesando estos bosques. Si luego seguimos las
montañas hacia el este, llegaremos a la frontera con Est-lar —prosiguió
la doalfar en su monólogo—. ¿Qué será de los kresáicos que allí se han
refugiado? No sé si ellos lo desearán, pero si lo quieren, la estirpe de los
dragones, aunque sólo sea uno, los ayudará a proseguir. —Kai se limitó a
escuchar con los ojos cerrados—. Juntos saldremos adelante.
La última frase resonó de una forma especial a los oídos de Kai. ¿Qué
había estado buscando hasta entonces? Sí, quería a Eraide, la tenía a su
lado…, pero nunca había sido feliz.
Aquel humano le había vuelto a poner en jaque, como hizo su antepa-
sado.
Había conseguido su propósito: se la arrebató al fin, pero aun así sen-
tía que había perdido. Era una victoria amarga, un caramelo envenenado
por su propia soberbia.
EPÍLOGO
-El caballero y la princesa-

Shara abrió los ojos, tapando con la mano, molesta, la luz que le gol-
peaba en el rostro. Se encontró sobre la cama, bañada por el sol de la
mañana que entraba por el ventanal. Le costó reconocer aquel techo, des-
ubicada por lo que parecía haber sido un largo sueño, pero supo tras unos
momentos de duda en qué habitación estaba. Bostezó y se sentó buscan-
do a tientas sus zapatillas, con los ojos aún dolidos por estar demasiado
tiempo a oscuras.
Tras unos instantes en los que se armó de ánimo, se levantó para cerrar
la ventana. El aire que mecía las cortinas era fresco, y el camisón blanco
que vestía apenas abrigaba. Echó un vistazo a través de los cristales: ante
ella se extendía una pradera salpicada por algunos verdes árboles; la luz,
tan intensa que luchaba por restarle protagonismo al cielo, hacía que la
estampa pareciese salida de la imaginación bucólica de un artista.
El olor a café proveniente de la cocina, en el piso de abajo, inundó la
estancia, y su estómago asoció rápidamente ese penetrante aroma al de-
sayuno, reproduciendo un intenso rugido como señal de protesta.
No se hizo esperar y se puso la bata para bajar las escaleras corriendo,
dispuesta a mitigar su hambre. Allí, tostando unos trozos de pan en una
sartén, estaba su madre, que le dio los buenos días acompañados de un
beso en la frente. Hacía ya mucho tiempo que tenía que ponerse de pun-
tillas para hacerlo, pero seguía siendo su niña.
Su padre entró con el periódico y fumando en pipa, como acostum-
braba todas las mañanas. Por supuesto, no faltó la bronca de su esposa
por fumar dentro de la cocina y, fingiéndose despistado una vez más, la
sacudió sobre el cenicero y se disculpó.
Shara sabía que siempre lo hacía adrede. Por ello, aunque le miraba
con gesto de reproche al igual que su madre, le guiñó un ojo con com-
plicidad antes de que él saliera de la cocina. Desde el salón, le recordó
que dentro de poco se acabarían las vacaciones y tendría que volver a la
universidad, en la ciudad, así que debía aprovechar los últimos días del
verano para dormir hasta tarde.
No le importaba, pues allí se reencontraría con sus amigos y com-
pañeros. Sobre todo, quería saber cómo le habría ido el verano a Skyla,
pensaba mientras echaba aceite sobre la tostada.
Aquella rutina no era mala, pues sentía que podía disfrutar cada se-
gundo de ese tiempo como si fuera un tesoro, un sueño del que no se
desprendería nunca.
Y nunca lo haría, consciente en lo más profundo de su ser de que esta-
ba encerrada en el contenedor que la conectaba a Alma. Seguiría sumida
en un sueño donde veía a sus padres, a su queridísima amiga Skyla, a
Anna, a Fearghus, a Josef… y a todas aquellas personas que la acompa-
ñaron en su vida y se fueron, por una razón u otra. Incluso Uriel, con su
sonrisa enigmática, estaba en aquella ensoñación. En lo más recóndito de
su mente sabía que aquello no era cierto, que estaba viviendo sus últimos
instantes de vida, que vería su ocaso junto a aquel día idílico donde todo
podría ser como se le antojaba. Sabía que la realidad podría plegarse a
su voluntad.
¿Acaso no es de sueños de lo que siempre se habían alimentado los se-
res de esa tierra? ¿Por qué no, por una vez, vivir el suyo propio mientras
aún tuviera un ápice de vida? Una existencia que se extinguiría para dar
paso a otras que, a diferencia de ella, tendrían la oportunidad de disfru-
tar de esa libertad por muchos años.

A muchos kilómetros al oeste de allí, en Arqueís, Alexa lucía un avan-


zado estado de gestación. Miraba desde la ventana de su habitación, en el
monasterio de la zona antigua de la ciudad, el reflejo del sol en el agua de
los canales que vertebraban toda la ciudad.
Unos suaves golpes en la puerta, que estaba entreabierta, llamaron su
atención. La priora Melisse le traía una bandeja con dos tés.
—Hola, Alexa. ¿Puedo entrar?
—Claro —dijo apartándose de la ventana—. Pasa, por favor.
Melisse acomodó una mesita y sirvió el té muy caliente en los dos pe-
queños vasos de barro.
—Me lo han traído de Kurisai; dicen que está muy bueno, aunque es
ligeramente amargo.
La delven lo olió.
—Tiene buena pinta. —Dio un pequeño sorbo para no quemarse y pre-
guntó a la priora por las noticias—: ¿Se sabe algo de la capital?
Melisse agachó la cabeza y se encogió de hombros, apenada.
—Es un caos. Parte del ejército que está en el norte, y el este no acepta
la autoridad del gobierno provisional. Además, Kriss e Ilona están apro-
vechando la debilidad del Imperio para tratar de escindirse. Si el Empe-
rador aún… —la priora cortó la frase, al darse cuenta de la escasa delica-
deza que iban a tener sus palabras.
—No pasa nada —dijo Alexa, calmando a Melisse—. Le echo mucho
de menos, es verdad —se tocó el vientre—, pero me dejó una parte de él.
—Es muy complicado, pues hay otros pretendientes, pero por sus
venas corre sangre real. Algún día podría reclamar el trono…, si es que
queda algo de Imperio para entonces. —Suspiró, desanimada—. No me
siento muy optimista al respecto.
—Eso carece de importancia, sólo me preocupa que tenga una buena
vida y que se convierta en quien quiera ser. Nadie le impondrá una dis-
ciplina u oficio, nadie le obligará a escoger un camino… Este niño será
libre.

Desde aquella pradera, sobre lo alto de un acantilado, se podía ver


perfectamente el mar del norte y a lo lejos la ciudad de Puerto Victoria,
en especial bajo un frondoso árbol que protegía del sol primaveral que
anunciaba la venida próxima del solsticio de verano. Las flores salpica-
ban de colores el verde de la hierba, creando un hermoso manto de hojas
y pétalos.
Bajo aquel árbol, de pie delante de una lápida, Adriem apartó las hier-
bas que la cubrían ligeramente, ocultando el nombre.
Cuando lo hizo, escuchó una voz a su espalda:
—Perdone, ¿conocía a esta persona?
Tras él había una mawler pelirroja, con el pelo largo, que sería aproxi-
madamente de su edad. En sus manos portaba un ramo de flores.
Había pensado muchas veces qué le diría si tuviera la oportunidad
de volver a verla, qué es lo que sentiría ante su primer amor, aquel que
perdió hacía ya tanto tiempo. En contra de lo que esperaba —alegría, in-
quietud, tal vez miedo—, se dio cuenta de que ninguna de esas emociones
afloraba. Estaba tranquilo y calmado, contento de que estuviera bien,
pero con la indiferencia de quien observa a un desconocido.
Ya no era la joven que él recordaba, pues los años en la villa la habían
hecho madurar. Seguramente, pensó, habría seguido con la panadería
de sus padres. Ella le miraba, curiosa e impaciente, y entonces Adriem
se percató de que esperaba una respuesta. Aquella ya no era su Esmail.
—Sí… Sí que le conocía. Era… Soy un primo suyo.
Ella enarcó una ceja.
—Vaya..., no recordaba que tuviera familia aparte de sus padres.
—Bueno, éramos muy allegados. Después de la guerra averigüé que
vivían aquí, pero veo que es un poco tarde. —Se giró de nuevo hacia la
lápida y pudo leer lo escrito: «Adriem Karid».
—Fue muy triste —dijo ella, claramente afectada—. Su madre estaba
muy enferma y en un delirio lo estranguló.
—Debió de serlo —respondió Adriem, recordando perfectamente
aquella escena.
Ambos estuvieron un rato en silencio guardando sus respetos, pese
a que Adriem se sentía incómodo ante su propia lápida, hasta que ella
finalizó sus oraciones y depositó las flores en el suelo.
—Me prometí que le traería unas flores cada primavera —dijo visible-
mente más relajada y sonriendo—. Puede que sea un poco tonto después
de tantos años.
—Estoy seguro de que él lo agradece.
—Éramos buenos amigos…, pero…
Él sabía lo que iba a decir y por un momento deseó que la mawler le
recordara y pudiera acabar la frase. Sin embargo, aquella ya no era su
historia.
—Perdona, pero no sé cómo te llamas.
Dudó durante unos momentos y optó por decirle sencillamente la ver-
dad:
—Adriem.
—Esmail. —Ella, al verle con más detenimiento, soltó una discreta
risa—. Vaya, sí que debéis de ser familia... Me recuerdas mucho a él y
hasta tus padres te pusieron el mismo nombre.
Adriem soltó una carcajada.
—Suerte que nuestros padres no se conocieron, hubiera sido un lío.
—Aquel momento entre risas le devolvió por unos instantes a su niñez.
Gracias a ese sencillo instante se sentía más que satisfecho; llegaba el
momento de despedirse—. Ha sido un placer, Esmail. Ahora he de partir,
me espera un largo camino.
—Vaya..., ¿te tienes que ir ya?
—Me temo que sí. —Comenzó a caminar, aún con una pequeña cojera
por las heridas que había sufrido hacía apenas unas semanas. Aunque
habían ido sanando, seguían provocándole ciertas molestias.
—Adiós, Esmail.
—Adiós, Adriem.
Se había alejado un poco cuando ella le gritó:
—¡¿Volverás por aquí?!
Adriem le dedicó un último gesto de despedida, pero no le respondió.
Él sabía que ya no iba a regresar, pero en un momento de cobardía no
se sintió capaz de responderle. Mas el silencio ya lo hacía por sí mismo.
Todo estaba en orden. Retomó el paso y, aliviado, se giró para ver que ha-
bía desaparecido. A su lado sólo había una flor de pétalos blancos mecida
por el cielo, ante una lápida con el nombre de la joven mawler.
Sonrió y siguió su camino.

Varias semanas más tarde, en un barco rumbo a las islas de Kurisai,


Adriem se apoyaba en la barandilla de proa mirando el vuelo de las ga-
viotas, mientras dejaban a sus espaldas la silueta de las montañas del
continente de Eidem.
Dythjui se le acercó.
—¿Estás bien? Llevas días muy callado.
—Sí, sólo necesito pensar. Creía que sentiría pena al abandonar Ei-
dem, pero me he dado cuenta de que ya nada me retiene allí.
—Supongo que eso es bueno. Quiere decir que has dejado todo resuel-
to atrás.
—Tienes razón. Aunque hay cosas que echaré de menos. —Adriem se
giró hacia ella—. Aún no he tenido la oportunidad de agradecerte que me
salvaras. Si no llega a ser por ti, estaría en aquellas montañas junto a los
restos de un aesir.
—No tienes que darlas, soy tu amiga, ¿recuerdas? —Se puso a su lado—.
Nunca pensé que fueras a ser tú quien nos salvase de la Princesa Oscura.
Es un destino que nunca hubiera deseado para ti, pero al final hiciste que
ella quisiera este mundo. Gracias, Adriem, por corregir mis errores.
—No me des las gracias, sólo hice lo que tenía que hacer. —Se enco-
gió de hombros—. Al final no luché por salvar el mundo de Alma, ni su
futuro, sino por mí mismo. Sólo quería rescatarla… de su propio rencor.
Aunque tardé mucho en percatarme.
Ella asintió.
—En todo el tiempo que he vivido, he aprendido algunas cosas. Entre
ellas, que dentro del altruismo siempre hay algo de egoísmo. Hiciste lo
correcto y eso es lo que importa.
—Alma al final dejó de funcionar sin que yo hiciera nada… Me pregun-
to si realmente todo lo que hice importó algo.
Ella le agarró el brazo y le dio un beso en la mejilla con cariño.
—Más de lo que puedas imaginar.
Adriem se quedó sorprendido, sin saber qué decir, mientras Dythjui
se alejaba por la cubierta, dejándole en la proa del barco escuchando el
sonido de las olas chocando contra el casco.
Todo estaba en paz, y aquel vacío que oprimió su pecho durante tanto
tiempo había desaparecido. Aunque la nostalgia tenía unas raíces muy
profundas que se aferraban al espíritu, su corazón estaba calmado y los
recuerdos se convertían en una sonrisa triste. Pero, al fin y al cabo, una
sonrisa.
Cuando quiso darse cuenta, vio cómo alguien se había acercado por la
cubierta. Pensó que era Dythjui de nuevo, pero se equivocaba. Era una
chica que, al notar que Adriem se giraba, detuvo sus pasos. Él acabó de
darse la vuelta, dejando el mar a sus espaldas, y ella le sonrió.
—Perdona, me daba la impresión de que te conocía. —Entrecerró la
mirada, torciendo un poco los labios, esforzándose en evocar alguna me-
moria—. Vaya, lo siento... He debido de equivocarme.
—Suele pasarme —bromeó—. Me llamo Adriem Karid.
Las mejillas de la joven se sonrojaron y sus labios dibujaron una son-
risa tímida y sincera. Sin darse cuenta, de forma natural él estaba corres-
pondiendo con igual gesto.
—Mi nombre es...
Adriem la miró a los ojos y vio que eran claros, infinitos como el cie-
lo…
… y se vio reflejado en ellos.

Fin
AGRADECIMIENTOS
Llegados a este punto, a esta página en concreto, probablemente me
enfrento a una de las líneas más difíciles de escribir de todo Eraide. Tras
batallas, drama, amor, celos, alegrías, victorias y derrotas… nunca te
sientes preparado para ponerle punto y final a esta historia. Así que dis-
cúlpame si, aparte de para mostrarme agradecido, sirve como pequeña
reflexión.

Mientras contaba las pericias de Adriem y compañía, no son pocas


las batallas que también he debido librar en mi día a día. De algunas salí
victorioso, de otras con cierto beneficio, y en otras, claramente, perdí.
De alguna forma, cada una de esas luchas que presentan la vida se han
visto reflejadas en estas líneas que aquí terminan. No me arrepiento de
ninguna de las decisiones que tomé; arriesgar es lo que conlleva, y estoy
orgulloso de ello. Muchos caminos quedan por recorrer, pero este, el que
me ha acompañado durante la creación de la historia que tienes entre las
manos, termina aquí. Toda una aventura que con cierta mezcla de orgu-
llo, pena, nostalgia y, sobretodo, con una amplia sonrisa de satisfacción,
se cierra. Todo ha de tener un final para que algo nuevo haya de venir.
Ilusión no falta, fuerzas tampoco, ni compañeros en el viaje; es eso lo que
hay que agradecer.

No me encontraría en este lugar en el que me hallo ahora sin el apoyo


de mi familia, en especial de mi madre y mi hermana, que siempre han
estado ahí, aguantando mis días buenos y malos, cuando he convivido
con ellas y cuando he estado lejos. Siempre las palabras se quedarán cor-
tas, pues el amor de la familia no se puede describir, sólo sentir.

Una vez más he de darle las gracias a David Cuerdo, quien, un capítulo
tras otro, ha revisado cada una de estas páginas, y con esa confianza que
sólo da la buena amistad ha sabido señalarme mis aciertos y mis errores
como escritor. Como también ha hecho mi editora, Nisa Arce, ajustando
cada uno de los detalles finales. Gracias a los dos por estar ahí. Con voso-
tros he aprendido a ser mejor escritor, pese a todo lo que me queda por
aprender.

Gracias a todos aquellos con los que me he cruzado y habéis formado


parte de mi vida estos últimos años. Con algunos sigo compartiendo ca-
mino, otros se fueron, pero todos dejasteis en mí una huella que me ha
hecho crecer como persona.
Y no me quería despedir sin agradecer de todo corazón al equipo de
Ediciones Babylon su apoyo y confianza absoluta en este proyecto. Ha
sido un auténtico placer recorrer este camino juntos. ¡Y lo que queda por
andar!

Por último, gracias a ti, mi querido lector, por haber llegado hasta
aquí. Nos veremos pronto de nuevo, o no, pero no olvides esta líneas que
hemos compartido.

Sólo hay una cosa prohibida en este mundo: no soñar.

Javier Bolado
31 de mayo de 2016

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