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Colección Andarta, nº 4
Ediciones Babylon
Calle Martínez Valls, 56
46870 Ontinyent (Valencia-España)
e-mail: publicaciones@edicionesbabylon.es
http://www.EdicionesBabylon.es/
ISBN: 978-84-16703-32-6
CAPÍTULO 1
-Niebla, cenizas y nada-
La niebla devoraba el paisaje bajo la luz mortecina del mediodía que tí-
midamente conseguía atravesarla. Las figuras recortadas de los árboles, re-
torcidos y sin hojas debido al rigor del invierno, emergían de los neveros,
creando fantasmagóricas siluetas que encogían los corazones de los solda-
dos con su frío abrazo.
¿Dónde acababa el cielo? ¿Dónde empezaba la tierra? No se podía aven-
turar. Solo las pisadas de los infantes y los caballos sobre el terreno enfan-
gado daban un ápice de vida a aquel infierno helado de las montañas altas
de Noraik Ard.
Tras sus pasos quedaban jornadas atravesando cumbres nevadas y las pe-
nurias de marcha a través de aquella tundra, donde, en nombre de la Confe-
deración de Tribus de Kresaar, habían desprovisto a las pequeñas aldeas por
donde pasaban de víveres, telas y animales. Difícilmente podrían sobrevivir
a lo que quedaba de invierno aquellas gentes, pero todo era en nombre de
la seguridad de las tierras frente al imperial invasor. La ironía de la guerra.
Y así, tras tres años de similares ironías, la contienda había agotado a
los hombres, insuflados de fuerza en los albores del conflicto por sencillas
proclamas de patriotismo, fe e ideales que, como si de una infusión barata
se tratase, pronto había perdido el sabor. Aquellos que vestían las insignias
de cada bando comenzaban a anhelar el fin de aquella cruenta contienda, en
la que la vida perdida de amigos y familiares se había transformado en un
odio hacia el enemigo que superaba a los cantos de sirena de los gobiernos
y sus líderes. Aquella contienda, como todas las anteriores, había dejado de
tener sentido. Ya no se buscaba evitar que el adversario destruyera la na-
ción, sino sencillamente aniquilarlo para vengar tantas vidas perdidas. Una
guerra más, mil nombres se le podría dar como a las anteriores, pero poco
importaría. No era más que otra mancha sobre la historia de Eidem.
Celeck avanzaba lentamente siguiendo a su unidad. El joven doalfar ya
no recordaba cuánto tiempo llevaba allí. Tras graduarse como shamán no
tuvo tiempo de hacer planes junto a Alpeia, su amada, por la cual había de-
cidido renunciar a su vocación y formar una familia. El ejército llamó a las
armas a todos los jóvenes, y al ser miembro de un linaje noble menor, no
tuvo la posibilidad de pagar la gran suma de dinero que generosamente se
aportaba al gobierno para conseguir la exención. Reclutado a la fuerza por
los gobernadores de la provincia, maldijo su suerte de aquel momento, pero
más aún cuando meses más tarde el ejército imperial ocupó sus tierras y ya
no pudo saber nada de su familia ni de Alpeia. Había pensado varias veces
en desertar aun a riesgo de ser ajusticiado, pero le aterraba la idea de que tal
vez ya no tuviera un hogar que al que regresar. Así pues, allí no había otro
camino más que andar hacia delante, un paso tras otro, cada día más lejos
de su tierra natal, consciente de que no iba a volver.
Lo más parecido a una familia lo había vuelto a encontrar en su propia
unidad. Su única esperanza era que no fuese la última, pese a que ya había
perdido a varios compañeros, y que tras la guerra pudiera construir de nue-
vo un hogar. Pero antes tenía que sobrevivir a cuantas batallas quedaban por
delante. Si es que Alma se lo permitía.
Por su estatus de shaman, estaba al cargo de una unidad de fusileros,
compuesta apenas por cinco soldados. No era más hábil que cualquiera de
sus hombres; pese a que sus conocimientos de magia habían sido decisivos
en más de una ocasión, todos ellos podrían comandar sin problemas. Por-
taban sus armas descendiendo, cautelosos, a través de uno de los pasos que
daban al gran valle que dividía aquellas montañas. Según varias unidades de
exploradores, iban al encuentro de la decimotercera legión imperial, que es-
taba avanzando imparable hacia el oeste tras la caída de la marca de Odevia,
después de varios meses de intenso acoso. Decían que los odevienses habían
luchado con arrojo, y no solo los soldados, pero al final, sin refuerzos en el
norte, sucumbieron al acoso imperial.
Se ajustó la raída chaquetilla abotonada del uniforme que en su día tuvo
un color beige, pero cuyo tono ahora era difícil de adivinar entre roturas y
manchas. Desgastado, en su pecho y bajo sus galones de cabo de primera,
el escudo bordado de Kresaar. Un acuartelado que representaba a cada una
de las provincias y en el centro una flor, enmarcado por la silueta de un
dragón que, con sus alas, abrazaba todo el conjunto. Trató de ceñirse en una
coletilla su pelo rubio, sucio y ajado por las semanas sin poder lavarse. Atrás
habían quedado sus tiempos de noble; si pudiera verse en un espejo, tenía
por seguro que no se reconocería. Las batallas libradas le habían dejado va-
rias cicatrices, los largos días de marcha y hambre consumieron su cuerpo,
y ahora su piel lucía grisácea y enfermiza. Ya no recordaba la última vez que
sonrió.
Casi en silencio se detuvo cada uno en su posición, cubriendo la salida
al valle, tratando de buscar una buena cobertura pese a que con la niebla
sería difícil juzgar de dónde podrían venir los disparos. Tras ellos, otras dos
unidades de infantería, en el máximo sigilo, se desplegaban por las laderas
de hierba alta y piedras mientras varios tiradores se apostaban en lo alto tra-
tando de buscar un buen punto donde emboscar al enemigo. Durante aquel
conflicto todo había cambiado: mejores fusiles, artillería de alcances otrora
imposibles, aesirs capaces de transportar tropas... La todopoderosa magia
iba sucumbiendo a una tecnología rápida, capaz de ser utilizada por cual-
quiera sin años de estudio. Ya no era el mundo en el que se crio, sino uno en
el que un shaman como él resultaba cada vez más insignificante. Pero había
algo que en la guerra permanecía inalterable: los generales sobre sus mon-
turas cerrando filas, bien escoltados, mientras observaban el despliegue en
la seguridad de la retaguardia.
—Parece que el general se ha debido de equivocar —comentó en voz baja
Denal, apoyando la espalda sobre una piedra mientras examinaba el fusil—.
Aquí no se ve ni a un solo imperial, y ni mucho menos a un ejército.
—Deberías reservarte esas opiniones, si nos escucha un superior estare-
mos en un buen lío —contestó—. No tengo ganas de volver a pasar unos días
en un calabozo por tu culpa.
—Bah, no te quejes. El capullo del teniente se lo merecía y así al menos
dejaríamos de andar unos días. Apenas hemos comido, así que en eso no
habría diferencia.
Celeck fue a mandarle callar cuando empezó a intuirse un ruido metálico,
acompañado de algunos chirridos entre la espesa niebla. La leve corriente de
aire que se levantó, acompañada de una llovizna de aguanieve, despejó poco
a poco las vistas.
Ante ellos, en el centro del valle y paralelo a un gran río perfectamente
visible desde su privilegiada posición, se hallaba una improvisada vía férrea
que se extendía varios kilómetros hacia el oeste. Aquellos ruidos provenían
de la gente que estaba descargando las traviesas de un extraño tren. Era
difícil intuir dónde se hallaba la locomotora, pues tanto ella como varios va-
gones estaban completamente revestidos de blindaje. Sobre algunos sobre-
salían pequeñas torretas de artillería. A su alrededor, soldados imperiales,
con sus casacas negras, custodiaban aquella monstruosidad acorazada y a
los compañeros que trabajaban a destajo.
A golpe de vista eran algunos hombres menos que ellos. Pero aunque se
tratase de una gran columna de rivales, enzarzados en gritos de formación,
fervor, órdenes y amenazas al enemigo, cualquier otra opción hubiera resul-
tado menos inquietante que aquel monstruo sobre raíles que sus ojos nunca
antes habían contemplado. ¿Acaso pretendían llegar con dicha arma hasta
el corazón del territorio de Kresaar? La antigua frontera, donde terminaba
la línea férrea, estaba a más de cien kilómetros al este y las últimas noticias
que tuvieron sobre aquella zona, hacía apenas medio año, no informaban al
respecto.
Su hilo de pensamientos se cortó cuando Groha, un mawler de las tribus
del norte, de pelo grisáceo y ataviado con distintas pieles y cuero sobre el
uniforme, le llamó la atención mientras examinaba su cuchillo.
—Me gustaría que nos retirásemos para evaluar la amenaza, pero no va
a pasar, así que será mejor prepararse para la lucha. —Envainó el arma con
un movimiento seco y en su cara se dibujó una sonrisa, tal vez nerviosa, ante
la perspectiva de lo que se avecinaba—. ¿Dónde nos vamos a replegar? Ya le
hemos robado todo a los pueblos vecinos, y solo para ver que el cuento de la
serpiente de metal de la que hablan los aldeanos es real. —Dejó escapar una
risa—. Qué gracia, al final sus maldiciones van a ser verdades.
—Tal vez esperen a que lleguen refuerzos.
—No hay más refuerzos que nosotros. Bien lo sabes, estamos… —Pare-
cía no encontrar el vocablo adecuado con su torpe conocimiento del idioma
doalí—. ¿Mal? Espera, creo que hay una palabra mejor. —Escupió a un lado,
claramente con frustración—. Bah, da igual. Tú me entiendes.
—¿Cuántos crees que son? —le preguntó a Groha.
El mawler entornó la mirada.
—Yo diría que algunos más que nosotros. Porque no puedo contar a los
artilleros o los que pueden estar durmiendo dentro de esa bestia.
Denal fue incapaz de ocultar su gesto de amargura.
—Nosotros llevamos caballería y poco más. Esa máquina… No la había
visto en la vida.
—Una batalla no es solo cuestión de número —comentó Celeck. Aunque
eso no quería decir que no importara, pensó para sí.
—Celeck tiene razón —apuntó Groha—. Además, hay que contar con que
son en mayor parte humanos, débiles y cobardes. Si podemos acercarnos
más del alcance de los cañones que tiene esa cosa, quizás tendríamos una
oportunidad... Pero es difícil —se rascó la incipiente barba—. No es la pri-
mera vez que los veo huir porque hemos roto sus máquinas. Solo saben de
números y… tornillos, pero fallan, cuando la rabia en la batalla es lo más
importante, ellos se… Ellos no… Ellos pierden. Ahí es donde tenemos mejor
posibilidad.
—Quieres decir improvisando —puntualizó—. No suena muy halagüeño.
—Así es.
Las palabras de Groha sin duda ayudaron a animar a más de uno de los
que tenía alrededor, pero Celeck no dejaba de sentirse inquieto. Tal vez en
los otros combates contra unidades imperiales habían conseguido salir vic-
toriosos, pero aquello era algo totalmente diferente, y no era solo por dicho
tren. Desconocía el motivo en concreto, pero un mal presentimiento amar-
gaba su corazón.
Cerró los ojos y respiró hondo, buscando templar su ánimo, tratando de
alejar su mente por un momento de aquel lugar. Sin razón aparente le vino a
la memoria el día en que lo enviaron al combate tras la instrucción, en el que
el sol bañaba su rostro y las puertas del palacio de la ciudad refulgían con
sus detalles en oro. Ahora no le parecía más que un sueño, una escena irreal,
pero que se había cristalizado en su recuerdo a la perfección.
No sabía cuánto tiempo llevaba ahí de pie, formando, pero podía reco-
nocer el contorno de los adoquines que se dibujaban bajo la suela de sus
botas a la perfección. Los mandos de la región se dirigían al fin hasta el
púlpito, sin dejar de mirar a las tropas que allí los aguardaban. Su ge-
neral, Vonloss, portaba una armadura ricamente decorada con motivos
vegetales engarzados en plata y oro. Vestigios de una época pasada, poco
práctica actualmente en la batalla, pero la tradición seguía siendo muy
importante para ellos. Su porte sereno y decidido, además de las marcas
que a veces iluminaban su piel pálidamente, como si una extraña energía
recorriera su cuerpo, lo identificaban de forma inequívoca como a un dra-
gón.
A ambos lados, custodiándole, dos caballeros drogan doalfar. Cuando
se tenía el honor de servir en persona a un miembro de la familia draconia-
na y ser su aprendiz, se dotaba al afortunado de dicho título simbólico, y
este adquiría un estatus por encima de cualquier ser de la nación, a excep-
ción, por supuesto, de los propios dragones. Sus armaduras, al completo
labradas con motivos de escamas, los delataban como tal.
El general era uno de los dragones de la familia menor de Estash y se
le había otorgado la regencia de aquellas comarcas de Baja Solánica. Alzó
la voz para hacerse oír ante la tropa que permanecía marcialmente a la
espera.
—Hermanos kresáicos, vuestra búsqueda de gloria acaba de empezar.
Alma os ha guiado ante este momento decisivo en la historia de Eidem.
—Se detuvo un momento para recrearse en la expectación de los soldados
y prosiguió—: Sé que algunos sentiréis temor por lo que ha de venir. No
os voy a mentir, sufriréis el cansancio, jornadas duras donde pondréis a
prueba vuestra resistencia y vuestro valor. Pero oídme bien: quiero que
recojáis ese temor, esas dudas en vuestro corazón y las transforméis en
coraje, en rabia, en honor. Deberéis hacer pagar a nuestro enemigo cada
una de vuestras penurias, pues por su culpa habéis tenido que abandonar
vuestros hogares para defender vuestra patria. ¡Yo os digo que ese Impe-
rio, prepotente y desalmado, tiene pies de barro! ¡Nuestro coraje derruirá
los cimientos de quien ha osado despreciarnos, de quien quiere dominar-
nos! Os digo que vendrán días de gloria para la decimosexta unidad de
Kresaar.
Vonloss hizo una pausa que acrecentó el poder de su discurso y prosi-
guió:
—Veo el brillo en la mirada de aquellos que volverán a su tierra, a nues-
tro hogar. Muchos encontraréis la gloria y seréis llamados héroes por la
nación. ¡Con la ayuda de Alma, saldremos victoriosos! ¡Viva la Confede-
ración! ¡Larga vida a los hombres que defienden la patria! —Y en un grito
casi transformado en alarido, concluyó—: ¡Kresaaaaaaar!
Los hombres respondieron gritando al unísono. La batalla los llevaría
a la gloria o a la muerte, y, por un breve instante, Celeck lo creyó firme-
mente.
Cada uno de ellos sintió que era un momento único e irrepetible. Pero en
aquellos tres años de contienda había aprendido que la historia de Eidem
ya había firmado muchos capítulos similares de su libro con el mismo des-
enlace. Puede que no fuera más que otro de los Ecos que se repetían una y
otra vez, cuyo resultado nada cambiaba.
Para aquellas vidas el destino carecía de interés, pero Alma nunca de-
jaba nada al azar.
Muy lejos de las frías montañas de Noraik-Ard, al sur del Imperio, entre el
océano y las inhóspitas tierras Arene, donde el río Jarein se ramificaba antes
de desembocar dando origen a un grupo de fértiles islas. Sobre sus tierras
aún se erigían restos de los primeros asentamientos que databan de hace
miles de años. Incluso antes de su caída ante el Imperio, cinco siglos atrás,
habían albergado una rica ciudad comercial que, a día de hoy, sucumbía a las
mafias y el contrabando. Sobre las ruinas de antiguos templos y bibliotecas
se levantaban casinos y burdeles; esa era la realidad de la ciudad de Hazmín.
Pequeñas casas encaladas de apenas tres o cuatro alturas, cuyos tejados
y terrazas cubrían pequeños patios que, a su vez, se mezclaban mediante
retorcidas callejuelas y oscuros callejones. Un complejo laberinto donde un
hombre podía encontrar cuanto deseara... o tal vez no. Pero nadie hablaría
nunca sobre ello.
Comercio, contrabando, trata... Cualquier cosa se movía bajo la permisiva
administración del gobernador. Pero de entre todos, había un lugar de sobra
conocido donde satisfacer cualquier inquietud, por deshonesta que esta
fuera: La Gata con Botas.
Era el lugar más exclusivo, donde se reunían hombres ricos y poderosos
para distraerse del mundo que los rodeaba entregándose a los placeres en la
privacidad de dicho local.
Aquel palacete rodeado de exuberante jardín, cuya silueta recortada por
la noche se reflejaba en numerosos estanques, en otros tiempos fue una de las
residencias del virrey de aquella región sometida, puesto que su existencia
como país independiente fue breve, al caer bajo el yugo del Imperio apenas
veinte años después de su escisión de la antigua Galdabia durante la Guerra
de las Lágrimas. Ya no era más que una provincia medio desértica, de valor
estratégico pero alejada del resto del mundo. Exótica porcelana traída de
oriente, mobiliario trabajado por los mejores ebanistas de Arqueís, mosaicos
y pinturas que sugerían escenas de naturaleza; nada estaba al azar en aquel
lugar destinado a crear un ambiente relajado en sus salones de la planta
baja. En las habitaciones tampoco se daba cuartel a la improvisación, y en
una de ellas, ricamente adornada con tapices que evocaban días de caza,
sobre una gran cama con dosel esperaba el señor Russel, el dueño de uno
de los bancos más importantes del país. Un hombre entrado en carnes,
que se podían vislumbrar fácilmente bajo el batín que llevaba como única
prenda. Sudaba copiosamente, en parte por el calor de la estancia pese al
gran ventilador del techo, pero también por la bella señorita que acababa de
salir del baño.
Una chica de unos veinticinco años, de pelo oscuro como el azabache
que contrastaba con su mirada color miel, despierta y segura de sí misma.
Su melena ondulada caía sobre sus hombros tapándole en parte el busto,
siendo su esbelta y bella figura ensalzada por un picardías negro y rojo.
La joven se fue acercando al hombre, sin prisa, jugando con su evidente
deseo, pues este no dejaba de relamerse, ansioso por catarla. Tenía que ser
inolvidable, ya que por ella había pagado una buena suma. Llegó a la altura
de la cama y a gatas se acercó hasta apoyarse sobre él y aproximar sus labios
a su oído.
Iba a susurrarle algo para prender aun más la libido de su cliente, pero no
llegó ni siquiera a decir la primera palabra cuando la puerta de la habitación
se abrió tras un fuerte golpe que casi la saca de sus bisagras.
Ambos se giraron asustados y vieron cómo una figura atravesaba el
umbral, cerrando tras de sí lo que quedaba de la maltrecha puerta.
—Perdón, no quería interrumpir. —Un hombre delgado, de melena
cobriza y vestido con una levita negra, los miraba con sus intensos ojos
claros. Se sacudió la pernera del pantalón con la que había dado la patada y
miró a la pareja con una amplia sonrisa que hizo que la joven le reconociera
al instante: Uriel Von Hamil. Aquella mueca en su cara, a primera vista
inocente para quien no conociera al antiguo espía del Servicio Secreto
Imperial, siempre era el preámbulo de algo desagradable—. Creo que la
frase hecha no era exactamente así.
El hombre se levantó de la cama de un salto y se dirigió hacia su ropa con
una agilidad impredecible para su complexión. Uriel lo miró sin alterarse
y se acercó hacia él mientras este extraía una pistola rúnica de entre sus
pertenencias. Extendió el brazo para apuntarle, pero el pelirrojo ya le había
sujetado de la muñeca, sacando la trayectoria de tiro fuera de su alcance.
Le propinó un puñetazo sin dejar de sujetarle el arma y lo derribó contra la
pared.
—¡Maldito! ¡¿Sabes quién soy?! —gritó el abatido.
—Un hombre desarmado —replicó, pues en algún momento le había
arrebatado la pistola que ahora sujetaba por el cañón. Sin dejar de mirarle,
Uriel añadió—: Siempre dicen eso quienes en realidad no son nadie.
La mujer se percató de varios gritos y golpes de pelea que provenían del
fondo del pasillo.
—Una compañera se está encargando de la seguridad —indicó Uriel—.
Están siendo más duros de lo que esperaba.
Russel se apretó contra la pared, como si fuera a ser capaz de un momento
a otro de pasar a través de ella, en un vano intento de huir del hombre que le
amenazaba con su propia arma.
—No... No me hagas daño. Puedo pagarte... lo que quieras. ¡Mucho
dinero! Pero déjame marchar, por favor —gimoteó.
Uriel hizo una clara mueca de desprecio. Se giró hacia la mujer,
encogiéndose de hombros.
—¿Ves como al final no son nadie? Sólo un saco lleno de basura y dinero.
—Se acercó a él y le dio unos golpecitos con el pie en el costado—. ¡Lárgate de
aquí! ¿Qué te hace pensar que soy un ladrón o un secuestrador? El dinero no
me interesa, ni verte la cara tampoco. Déjame hablar con la señorita a solas.
—¿D-De verdad?
Uriel le lanzó una mirada fulgurante. El hombre, tras recoger su ropa
apresuradamente, salió corriendo de la habitación sin mirar atrás.
La mujer se sentó sobre la cama, serena y resignada. No era la primera
vez que asistía a una escena por parte del pelirrojo.
—Gracias por arruinarme el trabajo, Uriel —dijo cruzándose de brazos,
visiblemente molesta.
—No es para tanto. —Se sentó sobre la cama—. Seguro que uno menos
en tu lista de clientes no supondrá demasiadas pérdidas para ti..., Milenne.
Se quedó un momento en silencio y ella se percató de que la pelea fuera
había terminado. Ahora venían los gritos y el pánico de clientes y meretrices.
—Tengo una reputación que mantener, ¿sabes? Si mis clientes se enteran
de que en mis citas hay un loco echando puertas abajo y dando palizas con
sus secuaces, puede que no les haga demasiada gracia.
—Bueno..., no es tu única fuente de ingresos. Sobrevivirás, como has
hecho siempre. —La miró de arriba abajo—. A veces me pregunto si vienen a
ti por lo que sabes o solo por verte.
La chica comenzó a reírse.
—Veo que no has cambiado en absoluto, sigues siendo ese espía que
conocí. Como siempre, aciertas: tus antiguos compañeros vienen más por
lo segundo.
—Ninguno cambiamos, sencillamente nos adaptamos a la situación.
—Tienes razón, aunque tú siempre fuiste diferente, distante, hablando
conmigo sin mirarme tan siquiera. —Se acercó a él lentamente, con la
sensualidad que la caracterizaba—. A diferencia de los demás, nunca te has
interesado por mí. —Uriel se limitó a mirarla de reojo—. ¿Nunca has tenido
fantasías conmigo? Me entristecí mucho cuando supe que habías desertado
del SSI y no iba a volver a verte. Pero ahora estás aquí, así que ya no tienes
por qué reprimirte.
Acercó su rostro sonrojado, buscando besarle. Él le sostuvo la mirada y
la agarró del hombro con suavidad, bajando lentamente por el brazo. Pero
el beso nunca llegó. Uriel puso el dedo sobre sus labios, sonriendo, mientras
su otra mano agarraba con firmeza la de ella.
—Nunca me acerco a una flor, porque las más hermosas... —le arrebató
de entre sus dedos una horquilla afilada— pinchan.
Ella se alejó de él con un empujón, terriblemente contrariada.
—¡Maldito seas! —Y con la otra mano le arreó un bofetón que bien seguro
podría haber esquivado, pero no lo hizo.
—Esto paga la puerta que he roto —dijo guardándose la horquilla en la
manga.
—Bien, ¿y ahora me dirás qué hacemos? Si has venido hasta aquí será
porque querías información, pero lo siento, no voy a poder darte nada.
Siempre me caíste bien, Uriel, pero eres un desertor. Miguel ha puesto un
precio muy alto a tu cabeza y ahora es quien manda.
El pelirrojo se quedó mirándola con gesto grave. ¿Tal vez nombrar a su
antiguo compañero le había puesto en guardia? Sabía de sobra que era un
tema muy sensible para cualquiera de los dos. Pero en vez de decir algo,
se acercó a la ventana y empezó a jugar con su reloj de cadena abriendo y
cerrando la tapa. Un detalle que no le pasó por alto a Milenne; probablemente
ese movimiento rítmico era un código.
—Tienes razón, si es ahora el director no tardarán en capturarme. Pensaba
sonsacarte información antes, pero será mejor tenerla de primera mano. Así
que relájate, ya conseguí lo que necesitaba.
Ella se giró, sorprendida.
—¿Y entonces? ¿Te vas y ya está? ¿Para qué tanto alboroto?
Uriel se alejó de la ventana y se acercó a la cama para tumbarse, cerrando
los ojos al tiempo que daba un largo suspiro.
—Para disfrutar un rato de tu compañía mientras espero —concluyó.
Milenne le miró, completamente extrañada. No había sabido nada de
aquel hombre en los últimos años, pero aunque él decía que era el mismo,
veía algo diferente en él. Se sentó en una de las esquinas del lecho. Uriel
había dejado la pistola a un lado y permanecía con los ojos cerrados, confiado
de que no le iba a atacar de nuevo. No recordaba si, en los tiempos en que
colaboraban, le había visto relajarse alguna vez. Siempre alerta, perspicaz,
maquinador… Ella era capaz de entrar en la mente de cualquier persona, sus
gestos o manías los terminaban por delatar, pero sin embargo el pelirrojo
siempre había sido un muro. Nada de lo que hizo consiguió acercarla ni por
un instante a él, y esa capacidad para desconcertarla lo convertía en un tipo
muy interesante a la vez que peligroso. Un juego que, sin duda, añoraba.
—Era verdad.
Él abrió un ojo y la miró con cierta sorpresa.
—¿Qué era verdad?
—Que te he echado de menos —se sinceró—. Siempre me trataste bien,
fuiste un caballero conmigo, y eso es algo que no puedo decir de casi nadie.
Lamento mucho que ya no podamos trabajar juntos.
—Mentiría si te dijera que extraño aquellos tiempos, pero tuve que
sacrificar muchas cosas. —Se rio, pero esta vez a Milenne le pareció ver un
atisbo de sinceridad—. Y que no me haya quedando mirándote la delantera
o el culo no quiere decir que no aprecie lo guapa que eres. Sencillamente,
me parece más interesante lo que hay dentro de esa cabeza. No voy a negar
que he conocido mujeres tan hermosas como tú, pero ninguna tan peligrosa
e inteligente.
—¡El mismísimo zorro rojo me está halagando! Por Alma, esto sí que es
nuevo. ¿Qué pasó para que te fueras? Eras una leyenda en el SSI, todos te
respetaban. Pero de la noche a la mañana despareciste y nunca averigüé el
motivo. Puse mucho empeño en ello, pero no obtuve nada.
—¿Ves? Ese hambre de saber y controlar lo que te rodea te hace
interesante.
Esquivo como siempre, pero, a la vez, Milenne sentía que por un momento
estaba un paso más cerca de él de lo que había estado nunca. Mas eso iba a
terminar en breve y, aunque él ya estaría al tanto, tuvo que advertirle:
—No tardarán en llegar, lo sabes.
—Cuento con ello —dijo cerrando de nuevo los ojos.
—Dime qué pretendes. Juro por Alma que no se lo contaré a nadie.
—Puedo sentirme hoy sincero contigo, pero no tan temerario como para
contarle mis planes a una informadora del SSI, ¿no crees? Seguimos siendo
enemigos, lamentablemente. Pero si algún día cambias de parecer, házmelo
saber.
Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Ella traicionando al SSI abiertamente?
No estaba dispuesta a poner precio a su cabeza, o puede que supiera algo de
sus otros clientes. Imposible, pensó. Seguramente había tocado el tema por
ver si reaccionaba de alguna forma. Pero ella sabía guardar perfectamente la
compostura, al igual que el exagente.
No tuvo que esperar mucho, pues no habían pasado ni cinco minutos
cuando tres hombres fuertemente armados se presentaron en la habitación.
Milenne los conocía, eran sicarios del SSI. Junto a ellos, varios soldados
cerraban la salida en el pasillo.
¿Qué había sido de los hombres que acompañaban a Uriel y que
neutralizaron a los guardias del burdel? ¿Le habían dejado solo?
—¡Uriel von Hamil, quedas arrestado por alta traición! —anunció uno de
ellos.
Uriel abrió un ojo y lo miró durante unos instantes, impasible.
—¡No me hagas usar la fuerza! —prosiguió—. Estás rodeado.
—Tranquilo —dijo Uriel levantándose—. Con el alboroto que he armado
habéis tardado más de lo que esperaba. Casi me quedo dormido. —Tiró la
pistola al suelo y alzó las manos, rindiéndose—. No os lo voy a poner difícil.
Una vez desarmado, los soldados entraron en la estancia y le derribaron
contra el suelo violentamente para comprobar que no llevaba nada más
encima. Lo levantaron, no sin antes propinarle alguna patada, y lo sacaron
de la habitación. Pero antes, el prisionero se giró hacia Milenne:
—¡Ah! Y me alegro mucho de verte y saber que estás bien.
Se oyó cómo se lo llevaban por el pasillo con poca cortesía. Uno de los
sicarios se giró hacia Milenne:
—¿Te ha herido o algo?
—Estoy perfectamente, no te preocupes —respondió con una mueca de
desagrado—. Me gustaría volver a mis quehaceres lo antes posible. Hacedme
un favor y alejad a ese lunático traidor. Metedlo en el pozo más profundo
que encontréis.
El hombre asintió y se despidió de ella.
—Un destino peor le espera —afirmó, y se giró no sin antes echarle una
atenta y furtiva mirada a su escote.
Por la mirilla del rifle que portaba Fearghus se podía ver cómo la
habitación se quedaba vacía a excepción de la prostituta. Esta se levantó de
la cama y echó la cortina.
Dejó de mirar por el arma y se frotó los ojos, cansado de estar fijando la
vista tanto tiempo. Se recostó sobre las tejas mientras Shara accedía hasta
el tejado, dejando escapar un gruñido mientras se palpaba el brazo y el
hombro, donde lucía varias contusiones.
—Esos tipos eran duros, ha costado reducirlos. Se nota que el burdel
mueve mucho dinero y contratan a mercenarios competentes como guardias.
—Esto no es lo que esperaba —comentó disgustado.
—¿A qué te refieres? —preguntó con desconcierto mientras se acercaba.
—Ha habido un cambio de planes. —Señaló la calle donde aún se veía al
grupo que se lo llevaba—. No tengo muy claro por qué, pero me ha pedido
que no intervengamos y vayamos a Tiria.
—¿A Tiria? ¡Tan sólo tenía que sonsacarle a esa furcia dónde estaba ese
tipo del SSI y llegar hasta el gobernador! De allí le teníamos que sacar, no
de Tiria. En la capital va a ser imposible —espetó indignada. No dejaba de
frotarse el brazo, nerviosa.
Pieza a pieza fue desmontando el rifle para esconderlo en una bolsa,
mientras respondía con voz pausada tratando de tranquilizarla:
—No tenemos más opción que confiar en él, como siempre hacemos.
Puede que viera una mejor oportunidad o algo haya cambiado…, no sería la
primera vez.
—Pero ahora está completamente solo. Tenemos que sacarlo lo antes
posible del agujero donde lo vayan a meter —replicó poniendo los brazos
en jarras y dando un bufido—. Tal vez si nos damos prisa, podríamos
interceptarlos…
Metió las piezas en una maleta y ajustó la correa para echársela por el
hombro, y así bajar del tejado con más comodidad.
—No —le dijo con tono autoritario—. Son cinco soldados y tres
mercenarios, nos superan en número.
—Los guardias eran cinco —alegó.
—No seas estúpida, esos soldados están bien entrenados y van armados.
No sólo podríamos salir malheridos, sino que además podrían matar a Uriel
en la refriega. —Suspiró tratando de contener el tono. A él también le ponía
nervioso la situación, y aunque entendía a Shara, esa actitud suicida no le
ayudaba—. Seguiremos el plan al pie de la letra. Sin él a cargo, las órdenes
las doy yo, y nos ceñiremos punto por punto a lo que nos encomendó Uriel.
—Pero…
—Shara, entiendo tus dudas, pero no tenemos elección. Confiemos en
que ese bastardo mentiroso tenga todo bajo control. —Más le valía, porque
personalmente se encargaría de golpearle esa sonrisa de autosuficiencia de
un buen y merecido directo. Eso le relajaría el molesto cosquilleo que sentía
en las runas que le protegían la herida del pecho.
—Entonces, ¿ahora qué?
—Tú volverás al aesir mientras yo me encargo de dar el siguiente paso.
Informa a Joseph y a Anna, pero hazlo con tacto —indicó entregándole la
bolsa con el rifle.
—Vamos, exactamente al revés de como lo harías tú —ironizó ella.
Suspiró tomándose ese ataque como que lo había entendido.
—Sí, exactamente.
Echó una última ojeada al cielo nocturno de Hazmín salpicado por
estrellas antes de bajar de nuevo a la calle. Confiaba en él, no era la primera
vez que los engañaba, pero no podía evitar preocuparse. Si no era parte de
su plan, o aunque lo fuera, cualquier error iba a terminar con él en la horca.
Hacía rato que Fearghus se había ido y Shara, en vez de acatar sus
órdenes, corría por el entramado de tejados y terrazas con la bolsa del rifle a
la espalda, tratando de encontrar el rastro de Uriel. Había tenido que esperar
demasiado para que el delven no se diera cuenta, y por más que miraba a un
lado y a otro, no localizaba a los soldados.
A punto estaba de maldecir su suerte cuando, de entre las escasas
personas que aún deambulaban por las estrechas calles, pudo distinguir a
uno de los sicarios que habían participado en su captura.
Atajó por un patio trasero hasta bajar al nivel de la calle, descolgándose
por un par de balcones con gracilidad. Se agazapó y esperó a que el hombre la
sobrepasara para, acto después, seguirle en la distancia sin ser descubierta.
Tan solo un par de calles más adelante entró en una taberna. Chascó la
lengua, molesta; ese desgraciado había participado en la detención, que a
buen seguro iba a ser generosamente pagada. Dudó si entrar, pero estar
parada, agazapada en la calle, tampoco la iba a ayudar. Así que se armó de
valor y entró hasta la barra del pequeño local, situado en un semisótano, y
pidió algo de beber. Le intimidaban mucho los lugares con gente y trataba
de no mirar a nadie, mientras maldecía esa mezcla de timidez e impaciencia
que la embargaba. Pero Fearghus tenía razón: debía aguardar.
El lugar estaba cubierto por el pesado humo de las cachimbas, y la cerveza
probablemente era el peor brebaje que había probado en su vida. Caliente y
con un regusto demasiado amargo que le hacía arrugar la nariz cada vez que
le pegaba un trago. Permanecía cabizbaja tratando de escuchar algo sobre
Uriel, pero el malnacido no soltaba prenda. Sencillamente alardeaba de su
suerte jugando a los dados con sus compañeros de mesa mientras, entre un
chupito y otro de aguardiente, soltaba algún comentario misógino. Todo un
caballero, pensó.
Un fuerte olor a alcohol la sorprendió cuando el tipo en cuestión, ya
tambaleante, se acercó a la barra para pedir una ración más de esa pócima,
capaz, por lo que decía el tabernero, de tumbar al más recio de los hombres.
Pero no contento con ello, para su desgracia se giró hacia ella.
—Ho… Hola…, preciossssa. ¿Nossh hemos vissshto antes? —Sus ojos
vidriosos la miraban y no pudo reprimir un gesto de asco cuando se acercó
más de la cuenta—. ¿P-Pors… qué me evitassssh? So-Solo trrato de ser
agradable…, encanto. ¿No quieresss venir a jugar?
—Estoy bien sola, gracias —dijo reprimiendo las ganas de clavarle los
nudillos en la cara. Le habría gustado decir algo ingenioso como Uriel, tal
vez lapidario, como hacía Fearghus… Pero de ella no surgían más palabras.
Agarró la jarra y trató de ignorar a aquel tipo.
—Venn…Venga, cielo. —La desnudó con la mirada de arriba abajo—.
Una muuher tan, tan…, taaaaaan guapa no puede esssstar sola. Ven, ven…
—Le puso la mano sobre el hombro y a ella un desagradable escalofrío le
recorrió todo el cuerpo—. Hoy he ganado mucha paaasshta, ashiií que lo
estoy celebrando.
Se giró hacia él apartando su mano.
—¿Ah, sí? ¿Cómo ha ganado tanto un borrachuzo como tú?
Él se encogió de hombros, algo sorprendido.
—Eeey, sin insuuultar, nena. No shhaabes quién soy. Si… Si chascara
los dedos estarías en la cárcel del gobernador. —La tomó por la cintura y la
apretó contra él. Había que reconocer que era fuerte—. Te conviene ssher
bueno conmigo. —Se acercó para besarla en el cuello.
—¿Allí es donde han llevado al tipo con el que has ganado hoy tu
recompensa? Es mejor que la horca.
Se detuvo en seco y por un momento hasta mejoró su dicción:
—¿Qué…? ¿Cómo sabes…?
Shara notó cómo ese abrazo cariñoso titubeó, y para cuando fue a
apartarse le propinó un fuerte rodillazo en su entrepierna que le cortó
cualquier intención de seguir hablando.
El hombre se tambaleó y cayó al suelo, aturdido por el dolor. Sus
compañeros de la mesa de juego se levantaron mientras el resto de la taberna
la miraba, y no con buena cara, precisamente.
Shara se quedó mirando a los presentes, desafiante, mientras recogía la
bolsa. El silencio era tenso, tan irrespirable como el humo del tabaco que
invadía el local.
—¡No soy una de esas! ¡No quiero tus escudos! —gritó indignada.
Una sonora carcajada emanó de los parroquianos, los cuales se mofaban
del pobre diablo que se había quedado sin habla en el suelo, sujetándose la
entrepierna. Ella sonrió, aún nerviosa, y abandonó el local con el corazón
en un puño. El trabajo de espía no era para ella, pero al menos sabía que
no habían matado a Uriel aún y, de paso, había descargado parte de su
frustración con aquel borracho. Tardaría un buen rato en recuperar el habla.
Fearghus miró hacia todos los lados y comprobó que con aquellos ten-
dales era imposible hacerse una imagen exacta de la situación. Desvió la
mirada y una sombra se proyectó sobre un lienzo carmín que había a su
espalda. Se giró, pero en vez de aparecer el atacante por ese ángulo, fue por
su izquierda por donde le asaltó la estocada de un sable.
Con un movimiento casi instintivo se apartó de la hoja y mediante un
paso circular rotó sobre sí mismo, sujetando el arma del enemigo. Le pro-
pinó un codazo a la cara que le salvó en el último momento y se escabulló,
dejando el sable tras de sí, entre el mar de telas.
—Quería hacerlo rápido y silencioso, lástima. Es extraño, te mueves como
un soldado, pero sin embargo no lo pareces —se escuchó una voz entre los
tejidos; Fearghus no era capaz de localizarla, pero sin duda pertenecía al
sujeto que le acababa de atacar—. ¿Quién eres?
—Un turista. Y tú un estúpido por no dispararme directamente, hubieras
tenido una buena oportunidad.
—Vaaaaya. Eres muy bueno, «turista», pero demasiado prepotente. —
Una figura se dejó entrever cuando el aire sopló y apartó algunas telas. Un
tipo extremadamente delgado y encapuchado, con varios puñales enfunda-
dos en correas por el cuerpo y un par de pistolas a la cintura. Su cara parecía
alargada y mostraba una sonrisa que, por un momento, a Fearghus le pare-
ció que tenía los dientes serrados—. ¿Y qué busca un turista aquí?
Fearghus tomó el sable del suelo y lo volteó para comprobar su equili-
brio, mientras con la otra mano tomaba la pistola que llevaba a la espalda.
Su enemigo se percató del movimiento y reposó sus manos sobre la culata
de las suyas. Había conseguido llegar allí sin armar escándalo, pero una vez
empezara el combate no tardaría en tener compañía indeseable. Tenía que
jugar sus cartas.
—Vengo a hablar con tu jefe, larguirucho. Uriel le envía recuerdos.
Aunque la capucha ocultaba parte de su expresión, la forma en que frun-
ció la boca y tensaba el cuerpo le dio una imagen clara de la reacción que
había provocado al nombrar al pelirrojo.
—¡¿Uriel von Hamil?! ¡Ese bastardo! —Como si de un detonante se tra-
tase, desenfundó.
Casi al mismo instante, Fearghus hizo lo mismo; corrieron ambos hacia
un lateral buscando cobertura mientras descargaban las armas.
Los disparos hicieron eco por los recovecos de las callejuelas, siendo en-
gullidos por el ensordecedor bullicio del zoco.
Pese a lo placentero del aire libre, no podía aguantar mucho más en aquel
páramo sin sufrir una insolación, aunque estuviera a la sombra de la nave.
Entró de nuevo hasta llegar a su habitación para vestirse en condiciones.
Fearghus no llegaría hasta dentro de unas horas, pero descansar no iba a ser
una opción. Tal vez algo de café la ayudaría a centrarse en el problema que
tenían ahora y aparcar los suyos hasta que la situación estuviera resuelta.
No pudo evitar dar un largo suspiro cuando vio que Anna la esperaba
en la cocina. Nunca conseguiría entender la necesidad de la mawler de
inmiscuirse en todo, particularidad que la irritaba sobremanera.
—Creía haberte dicho que quería estar a solas —la miró malhumorada,
ante lo que Anna desvió la mirada.
—Lo sé, no quería molestarte, pero Josef me ha contado lo que ha pasado
y… Bueno…, quería saber qué… —Se rascó la cabeza nerviosa—. ¡Maldita
sea, no lo sé! ¿Qué deberíamos hacer?
Se quedó en silencio, pero ella tampoco sabía qué responder. ¿Darle
ánimos? ¿Palabras de esperanza sin fundamento? No, era incapaz de mentir
así. Se limitó a acercarse a la cafetera y desenroscar el filtro para ponerle
café.
—Al menos podrías decir algo —protestó Anna—. Ni siquiera parece que
te preocupe lo más mínimo.
—Como quieras. —Puso la cafetera en el fogón y tomó aire para
no contestarle de malas maneras. No iba a discutir con ella, ni darle
explicaciones—. ¿Quieres una taza?
—¡Maldita sea, Shara! Yo no puedo ser como tú y mantener esa frialdad
casi todo el tiempo. Hablar no es nada malo, ¿sabes? ¡Incluso de las
pesadillas!
—No lo necesito —replicó tajantemente—. Tampoco me has dicho si
quieres café.
—Gracias, pero no. Sólo quiero sentirme útil ahora. —La mawler se
recostó contra el asiento y se quedó mirando el ventilador del techo—. No
hago más que darle vueltas a qué más podría hacer yo y… sólo pienso en que
Uriel siempre me deja al margen. Me tengo que limitar a veros partir y tan
siquiera sé si volveréis. Estoy cansada de todo esto.
—¿Acaso importa ahora? —sintió algo de alivio al constatar que no era
la única incapaz de encontrar una solución—. Me parece muy egoísta por tu
parte. ¿Sólo te importa si tú eres útil? Por el amor de Alma, deja de parlotear
y de pensar en ti misma, puede que así se te ocurra algo útil y le demuestres
que no tienen por qué dejarte a un lado.
—No es tan fácil —se la quedó mirando, ofendida—. No puedes entenderlo.
—Sí que lo hago, y mejor de lo que crees. La diferencia es que sigue sin
importarme lo más mínimo lo que pienses tú o los demás. Me concentro en
hacer mi trabajo. —Empezó a oler a café recién hecho y se giró para apagar
el fuego y, de paso, dejar de mirar a Anna—. Así que da igual cómo te sientas,
eso no importa, porque tenemos mucho trabajo por delante si hay que sacar
a Uriel de una prisión estatal. Es de lo único que estoy dispuesta a hablar.
Centrarse en la misión la distraería, y tal vez Anna le diera un enfoque
nuevo. No podía aparcar sus diferencias con la mawler, pero ya que esta
no pensaba irse, si dejaba de quejarse y trataban de buscarle solución al
problema, su compañía sería asumible. Tenía que enfocarse en el presente y
después ya pensaría sobre su futuro. Puede que, por primera vez, empezara
a pensar que estaba lejos de ese grupo, aunque le apenase.
El puerto aéreo de Hazmín no era más que una enorme extensión de tierra
con algunas grúas de anclaje para los dirigibles grandes, varios almacenes,
depósitos y una modesta terminal de pasajeros que se alzaba solamente dos
alturas. Las cajas de mercancía se acumulaban, y la actividad ahora que
estaba atardeciendo era frenética, pues a pleno día era muy complicado
trabajar debido a las altas temperaturas.
Una pequeña nave de pasajeros empezaba a arrancar los motores, cuyas
hélices comenzaban a girar cada vez más rápido produciendo un zumbido
ensordecedor. Era un modelo de aesir bastante antiguo, pero aún era capaz
de cubrir la ruta semanal entre Hazmín y la capital.
Oculta tras un montón de cajas que esperaban ser cargadas, Milenne
observaba cómo al pie de la rampa de subida un delven se despedía de un
humano de tez morena, bien vestido con una camisa con faja, y pelo y barba
cortos y arreglados. Con el ruido de los motores era difícil, pero siempre se
le dio bien leer los labios.
—¿Está bien que vaya solo? —dijo, parco en palabras, al humano, pero
con cierta cortesía.
—No se preocupe, es mejor viajar ligero de equipaje. Cumpliremos nuestra
parte, tan sólo encárguese de que él cumpla la suya. Ha sido trasladado esta
mañana en tren a Tiria, tal vez lo podáis interceptar. —Le entregó un papel—.
Aquí tienes todos los detalles.
—Gracias.
Con gesto serio, el humano tendió la mano.
—Tres meses.
—Tres meses. —Estrechó el antebrazo del humano, en el saludo habitual
de los delven, que fue correspondido—. Buen viaje.
El hombre se echó al hombro una bolsa y agarró la maleta que tenía a
sus pies, tras lo que subió por la rampa. El dirigible no tardó en partir y el
zumbido fue amainando, dejando paso al movimiento de los operarios de
pista que se afanaban en preparar la zona para la próxima nave.
El delven miró durante un rato cómo se alejaba en el cielo y después de
unos instantes comenzó a caminar hacia la salida del recinto, justo por el
lado donde ella se ocultaba.
Se paró cuando rebasó uno de los montones de cajas que el atardecer
estaba cubriendo de sombras. Una desagradable sensación se apoderó de
ella cuando el delven detuvo sus pasos y se quedó en silencio. Se giró sobre
sí mismo con la mano puesta sobre el sable que colgaba de su cinto. Ella
se quedó inmóvil pero, aunque no estuviera mirando exactamente en esa
dirección, sentía que le miraba. Sus pulsaciones se aceleraron y contuvo el
impulso de salir corriendo. Era imposible que pudiera verla..., o eso creía.
El delven se rascó el pecho, molesto, pero tras unos instantes la
amenazadora expresión desapareció, suspiró y relajó la mano que acariciaba
el pomo del arma. Se encogió de hombros y abandonó el puerto aéreo sin
dejar de mirar hacia su espalda con suspicacia.
Si aquel hombre estaba ayudando a Uriel, una cosa resultaba obvia: era
peligroso. No había margen de duda, era justo la descripción que le habían
dado de él. Tenía que informar lo antes posible, pero no al SSI.
De vuelta varios kilómetros al norte, el tren en el que viajaba Uriel
seguía detenido, algo que no molestaría a la mercancía, pero sí a quienes
la estuvieran esperando en Tiria. El gobernador esperaba fuera, sofocado
por el calor junto a varios soldados, esperando a que el senador acabara de
hablar con el preso.
¿Qué demonios había hecho venir a un senador de Arqueís hasta allí? No
tenía ni idea, pero lo que le hacía estar tranquilo era que si se había tomado
tantas molestias, el reo debía de ser más importante de lo que creía. Mejor
para su llegada triunfal a la capital.
Cuando ya comenzaba a impacientarse, el senador bajó del vagón junto a
su acompañante y se acercó hasta él.
—Gracias por su colaboración, gobernador…
—Alfred, senador.
—Sí, cierto, gobernador Alfred. Gracias por su colaboración. A partir de
aquí queda bajo mi custodia personal. Mi aesir puede servirle de transporte
de vuelta a la ciudad mientras tomo el control de este tren —ordenó Miguel.
—Pero, señor… Ese hombre fue arrestado en Hazmín. Es mi
responsabilidad —suplicó el gobernador, viendo cómo sus sueños de fama
se desvanecían.
—No se lo estoy pidiendo, gobernador...
No pudo acabar la frase. Un murmullo dulce y delicado, una agradable
nana, comenzó a acariciar su oído. Nadie más parecía escucharlo, pero sin
saber por qué, Alfred se encaró a Miguel. Aquello era insultante. No podía
llegar ese hombre y quitarle su trofeo sin más.
—¡No voy a aceptar sus órdenes! —dijo con una voz enérgica e impropia
de él. Los soldados de alrededor quedaron desconcertados ante el cambio
brusco de la escena—. ¡Es mi prisionero! ¡No consentiré que me arrebate mi
ascenso!
Ya lo tenía todo claro, su mente se despejó: aquel hombre no quería a un
sureño más en la capital. Siempre era lo mismo, las provincias alejadas eran
menospreciadas por aquellos que vivían bajo el paraguas de Tiria.
Deslizó la mano hasta la pequeña pistola que llevaba siempre oculta bajo
sus ropajes y le apuntó. Cualquiera que viviese en Hazmín siempre tenía que
llevar algún arma para su seguridad. Pese a su bajo calibre y corto alcance,
bastaría para quitarlo de en medio.
—Le ruego que se marche, senador Miguel. No va a impedir mi ascenso
al gobierno.
—Qué ingenuo. ¿Cree que es por usted? No se sienta tan valioso,
gobernador… Ehh... Al...
—¡Alfred! ¡Maldita sea! —le espetó, hastiado de su menosprecio. Amartilló
el arma, dispuesto a disparar si no le obedecía—. ¡Ahora, lárguese!
—No. Por su propio bien, baje el arma. Si no, ella se verá obligada a
actuar —dijo Miguel mientras del vagón aparecía la mujer de cabello casi
albino que le acompañaba.
Le estaba tomando el pelo. Esa joven tenía aspecto de ser una bailarina.
Insultaba a su inteligencia si creía que con un farol tan evidente le iba a
intimidar. Sin mediar más palabras, consciente de que con una acción
decisiva podría acabar con el molesto senador, se lanzó hacia él buscando
acercarse lo suficiente como para que el disparo fuera mortal. Luego ya se
encargaría de taparlo con primas a los soldados.
Pero aquella carrera fue rápidamente detenida por dos de sus hombres,
que lo desarmaron.
—¡Soltadme, malditos! ¿Cómo osáis? ¡Es a mí a quien debéis lealtad! —no
paraba de repetir mientras Miguel se acercaba sin apenas haberse inmutado.
Le había distraído y no había percibido la jugada.
—Atacar a un representante del senado es un delito muy grave. Lo sabe,
¿verdad? Creo que usted también vendrá a Tiria a compartir calabozo con
el reo.
—No… No…, espere, no es justo. —Alfred comenzó a ser consciente de lo
que había hecho. Relajó el cuerpo y dejó de forcejear.
—Soltadle —ordenó Miguel. Los soldados, dubitativos, acataron la
orden—. Esto es un gran desprestigio para usted, su carrera política acaba
de terminar.
—No… —Esa canción seguía sonando en sus oídos—. No… —negaba
con la cabeza—. ¡¡No, yo seré senador!! —Y con un movimiento rápido le
arrebató el arma a uno de los soldados, apuntándose en la sien y presionando
el gatillo.
Al fin la música cesó.
Mientras la nieve caía lentamente sobre los restos del campo de batalla
y los soldados imperiales recogían prisioneros y a sus heridos de entre los
cadáveres, un hombre caminaba ajeno a todo aquel espectáculo, acompañado
de una niña que sólo él era capaz de ver.
Aquel lugar estaba inundado por el dolor y Adriem trataba de comprender
qué beneficio sacaba Alma de aquel campo de muerte. Si había algún
escenario que se pudiera acercar a Neferdgita, lo estaba pisando. Pero las
flores que él veía emanaban de los muertos, hasta que eran devoradas por
las spiritaas.
Un ciclo de vida y muerte. Aquellos seres se alimentaban de las almas
produciendo el ether que los propios seres vivos usaban para la magia. Era
una analogía hasta cierto punto irónica, pero llena de sentido. Tal vez si
vieran de dónde salía la energía de las runas, los motores de esencia y la
tecnología basada en el ether, las personas serían más reservadas a la hora
de utilizarla, pues todo el conocimiento que albergaban aquellas almas se
transformaba en energía que, lejos de alimentar a las nuevas conciencias, se
quemaba. ¿Puede que ese fuera el objetivo de Alma con aquella guerra? Si el
mundo necesitaba nueva vida y los humanos la arrebataban, la podría estar
supliendo con las muertes de aquella contienda.
Pero poco debería ya de importarle, pues estaba fuera de aquel ciclo.
Hacía tiempo que el mundo le había olvidado. A fin de cuentas, ya nada le
ataba a aquella existencia...
Aunque no tanto como él deseara, pues pudo escuchar el ruido del
mecanismo de un reloj. Un sonido al que ya se había acostumbrado y que le
indicaba que aún pertenecía a ese lugar. Una detonación se escuchó a una
decena de metros, y el tictac del reloj se ralentizó. El viento se detuvo y los
colores de aquel paisaje se tornaron pardos. Miró hacia su derecha y vio una
bala que se dirigía hacia él lentamente.
Dio un paso atrás, apartándose por escasos centímetros de la trayectoria
del proyectil, cuando el sonido de aquel reloj invisible recuperó su ritmo.
Volvió a sentir el viento helado en su cara y el disparo impactó en un joven
árbol cuyo tronco se partió por la mitad.
—¡Maldita sea! ¡¿Cómo he podido fallar?! —dijo el hombre de tez oscura
y más de dos metros de alto que se alzaba sobre una elevación del terreno.
Era completamente calvo y vestía un pesado abrigo abotonado, forrado con
armiño, que le cubría hasta los pies mientras sostenía un rifle de grandes
dimensiones—. No tendrás tanta suerte, así que dánosla.
—¿La ves? —preguntó girándose hacia él, desconcertado. ¿Cómo era
posible?
—Nuestro amo necesita la última esquirla de la esencia de la Princesa
Oscura. Si colaboras, verás un nuevo día. Si no, acabaremos contigo —dijo
una mujer doalfar de tez clara y oscura media melena, que vestía un abrigo
más corto pero de factura muy similar a la de su compañero, dejando a la
vista sus piernas, enfundadas en unas botas altas de cuero negro—. Procura
no darle en el cuello, lo lleva ahí.
Adriem se giró lentamente mientras la niña se ponía a su espalda
agarrando la levita de él y mirando con desconfianza a quienes pretendían
llevársela.
La mujer dio un paso hacia atrás mientras el hombre de tez morena
amartillaba el arma, preparándose para disparar de nuevo.
—¿Acabar conmigo? —sonrió con desgana—. Ese rifle es excepcional, no
hay duda, pero es mala idea que lo uséis contra mí. Si esa es vuestra única
baza, no seréis capaces de matarme. Ojalá me equivoque, me haríais un gran
favor —dijo hastiado por tener que mantener esa conversación. Viendo que
dudaban, añadió—: Os lo pondré más fácil. No os la vais a llevar, así que
haced lo que tengáis que hacer.
El hombre, sin mediar más palabra, le apuntó con el rifle y varias runas
se iluminaron alrededor del cañón, acompañado de un pitido que precedió
a una fortísima explosión que levantó la nieve a su alrededor. El sonido hizo
eco y varios de los soldados en la lejanía miraron en aquella dirección.
El rifle estaba reventado. Restos del cañón caían sobre la nieve mientras
el tirador, arrodillado en el suelo y compungido por el dolor, se agarraba
el antebrazo izquierdo, destrozado por la detonación. La doalfar le miraba
desconcertada mientras sacaba de su bolsillo un pequeño pergamino
enrollado.
—Os dije que era mala idea.
—¿Has hecho tú eso? —se sorprendió—. ¿Cómo es posible?
—Lleváis muchas jornadas siguiéndome. ¿Acaso os envía Kai? No
parecéis gente de su estilo... —le miró desafiante—. Decidle a vuestro amo,
sea quien sea, que si pretende acabar conmigo, tendrá que tomárselo más en
serio. Porque mientras me quede un aliento de vida —dijo poniendo la mano
sobre el pequeño trozo de cristal que pendía de su cuello—, ella caminará
junto a mí.
CAPÍTULO 6
-La isla de la quietud-
Poco a poco el sol se escondía tras las colinas que bordeaban el brazo de
mar que penetraba en el continente. Al fondo, a varios kilómetros al oeste
de aquella lengua de agua, se erigía Estash, capital de la Confederación de
Kresaar. Construida sobre una montaña que había ido fagocitando sus lade-
ras hasta apropiarse de todo el terreno, resultaba ser una urbe casi vertical,
coronada por el gran palacio que albergaba la corte y el gobierno. La silueta
era inconfundible y, enmarcada por la puesta de sol, se podía divisar per-
fectamente aquella magna ciudad desde un pequeño palacete rodeado de
viñedos, gloria de un pasado más próspero que, como todo en aquella isla,
hacía mucho que había entrado en decadencia.
Las enredaderas, secas por el invierno, comenzaban a florecer tímida-
mente en su abrazo protector a las paredes de piedra, luchando por cubrir
cada centímetro y devolver a la naturaleza cualquier rastro de lo que en su
día fue aquella pequeña casa de verano de ricos doalfar.
Un bote arribó al embarcadero en un balanceo torpe al encontrarse con el
perfil de las viejas piedras desgastadas del muelle, las cuales se habían vuel-
to lisas y resbaladizas. Sobre el pequeño cascarón maniobraba el remero, ya
de avanzada edad, que con admirable esfuerzo había atravesado el estrecho
que separaba aquella isla del continente. El viajero al que transportase le
lanzó una bolsa con monedas que tintinearon al caer sobre la cubierta, como
pago por los servicios.
—Señor, esto es el doble de lo que le pedí —dijo el anciano, con evidente
acento del este, al abrir la saca.
El hombre bajó del bote con un salto ágil y se giró.
—Dentro de tres días quiero a ti aquí. Es adelanto —Meikoss trató de
hacer su acento doalí lo más entendible posible—. Gracias por lo viaje.
El mawler asintió y, ayudándose del remo, separó la barca del muelle
para iniciar su vuelta a la orilla del continente. Mientras se alejaba, el viajero
comenzó a subir la escalinata que atravesaba los viñedos de la cara sur de la
isla, con cuidado de no resbalar con los maltrechos escalones.
El viaje había sido largo, y tuvo que optar por caminos secundarios lejos
de los controles kresáicos, pernoctando incluso muchas noches a la intem-
perie. Echó su capa hacia atrás y ajustó el cinto, recolocándose la chaqueta
así como la bolsa donde portaba su escueto equipaje.
Cuando se estaba acercando al palacete de aquel tranquilo paraje, una
melodía comenzó a escabullirse entre el rumor de las olas y el rumor del
viento. Los sauces llorones que custodiaban la entrada principal parecían
mover sus hojas, siguiendo el ritmo de aquellas delicadas notas que emer-
gían de un piano y acariciaban su oído. Aquella forma de tocar la reconoció
al instante. Sonrió y apretó el paso, ansioso por llegar tras el largo viaje.
Con gesto delicado sus dedos acariciaban las teclas de aquel viejo piano
de cola perfectamente afinado, haciendo que brotara de él una melodía me-
lancólica. Sus ojos veían más allá de las ajedrezadas teclas, embriagada por
la música.
Eraide oscilaba lentamente el cuerpo siguiendo el ritmo, dejando que la
música brotara de su interior. Sin darse cuenta, fue abandonando la parti-
tura, derivando aquel sentimiento que surgía del fondo de su alma en una
melodía que Kai reconoció enseguida: aquella canción popular de la prince-
sa y el caballero.
Se sobresaltó cuando Kai la sujetó por la muñeca; con el gesto la trajo de
vuelta de aquel trance y la música se detuvo.
—Me has asustado —protestó, mirándole entre desconcertada y molesta,
sin intimidarse ante el gesto severo del dragón.
—Te he dicho mil veces que puedes tocar el piano cuanto desees, pero no
quiero escuchar esa canción.
—No era mi intención, Kai. Sencillamente a veces me pasa y no sé por
qué. Ni tan siquiera recuerdo haberla aprendido, pero puedo escucharla...
Es como si estuviera en el aire.
No era posible que, con sus recuerdos detenidos hacía quinientos años,
pudiera conocer esa canción, la cual, por lo poco que le contó el dragón, se
volvió popular tras su desaparición. Pero su memoria seguía siendo borrosa
y, como le aseguró, podría ser algún efecto secundario producido al salir del
trance. Su mente aún tardaría en asentarse después de haber dormido tanto
tiempo y no iba a negar que, pese a tratar de disimularlo, le resultaba muy
duro adaptarse a ese nuevo mundo. El reloj no se había detenido y, pese a
estar encerrada en aquella isla, que parecía atrapada en el tiempo, más allá
de sus costas la historia había seguido su curso ajena a ella. Pero había algo
que le molestaba más...
—Kai... —Él la miró—. Me estás haciendo daño.
—Lo siento. —Con presteza, el dragón le soltó la muñeca.
Se levantó sin mirarle, contrariada por la actitud de Kai. No entendía el
odio que tenía hacia aquella melodía, pues a ella le parecía preciosa, aunque
cargada de una inexplicable nostalgia que conmovía su corazón.
Estaba a punto de salir por la puerta de aquel salón cuando esta se abrió
y ante ella, desde el otro lado, aparecieron el mayordomo y Meikoss.
El mayordomo, un tanto sorprendido pero manteniendo la compostura,
obedeció al gesto de Kai, que desde el fondo del salón lo invitó a marcharse.
Meikoss realizó una profunda reverencia hacia la doalfar, aunque con una
sonrisa de complicidad dibujada en su rostro.
—Es un placer volver a verla. —Le tomó la mano y con respeto hizo el
gesto de acercársela a los labios, simulando un beso.
—Meikoss Sherald, no tienes remedio —dijo olvidando su mal humor—.
Mi futuro marido nos está mirando. —Se giró hacia Kai y este asintió con
la cabeza, gesto que ella entendió enseguida—. Creo que tenéis asuntos im-
portantes que compartir. Os dejo a solas. —Pasó a su lado dirigiéndole una
sonrisa y abandonó la estancia cerrando la habitación tras de sí.
Meikoss avanzó hasta Kai y le presentó sus respetos, pero el dragón le
correspondió tendiéndole la mano para estrechársela.
—No seas tan formal conmigo.
El humano acompañó el apretón de manos de una sonrisa.
—Dime, Meikoss, ¿cómo ha ido el viaje?
—Ha sido un poco más difícil de lo que esperaba. La guerra se está recru-
deciendo mucho en el norte, Kresaar está enviando tropas de refuerzo y mo-
vilizando a los destacamentos del oeste. Los territorios ganados al Imperio
se han vuelto a perder y no se cuánto tiempo podrán contener la invasión.
Cada vez van más jóvenes a la guerra y me temo que si sigue así, los imperia-
les conquistarán un territorio yermo. La única esperanza para los Pequeños
Reinos es que el desgaste del Imperio sea tal que cuando domine Kresaar no
tenga fuerzas para seguir expandiéndose.
—Es inevitable, es solo cuestión de tiempo que el frente se mueva y el
ejército kresáico, cada día más disperso, pase a una estrategia más propia de
guerrillas. Sobre todo si cae alguna de las plazas fuertes que cierran el paso
a la capital. Pero, como bien has dicho, Detchler ha de colmar tus preocupa-
ciones ahora que has sucedido a tu padre. Pese a que el ducado se haya coali-
gado con los Pequeños Reinos para permanecer neutral, si la Confederación
Kresaica se desintegra, el Imperio no tendrá reparo en expandirse hacia lo
que resta al oeste y controlar todo el continente. —Le apoyó la mano sobre
el hombro—. Por eso hemos de estar preparados. Si todo sale bien en Torre
Odón, serán ellos los que nos temerán.
—Hablando de ello, ya casi están terminadas las modificaciones que
propuso en el reactor. Será cuestión de semanas que se hagan las prime-
ras pruebas, pero me preocupa la población cercana. Aconsejaré al canciller
evacuarla por prudencia. No estarán muy contentos, pero si algo sale mal no
quiero que sufran las consecuencias.
Kai sonrió; el joven común al que conoció tres años atrás había madura-
do, y aquella mirada impaciente ahora era más serena y sabia.
—Creo que es una actuación muy inteligente. El puesto en el consejo te ha
sentado bien, veo que no erré en apoyarte.
—Más bien soy yo el honrado por el apoyo que me brindó. —Meikoss se
quedó callado. Quería hacer otra pregunta tal vez menos trascendental, pero
que para él era mucho más importante. Kai, como de costumbre, supo ver a
través de sus pensamientos.
—Ella está estable —indicó—. Aunque por el momento no hay signos de
recuperación de sus recuerdos, su ether no tiene alteraciones y parece acos-
tumbrarse a su nueva situación. Podría decirse que se ha resignado a no re-
cuperar su memoria de cuando se creía llamar Eliel y creo que es mejor así.
—Ya que hablábamos de Torre Odón, estaba pensando en la mujer que
le comenté: Danae. Ella seguro que hubiera podido ayudarla. Me hubiera
gustado conocerla, envié a algunos de mis hombres, pero cuando llegaron
no había nadie en la botica. Por lo visto hace un par de años que abandonó
el pueblo y no ha habido forma de saber a dónde fue.
—Es una lástima, pero, pese a tu buena voluntad, dudo que una boticaria
por buena que sea con las runas pudiera hacer algo al respecto. —Kai negó
con la cabeza—. Además de que sospecho de quién o de dónde pudo apren-
der esas habilidades. —El dragón se quedó pensativo—. No sé si será ade-
cuado, pero esa otra persona puede que sea más idónea que aquella mujer…,
aunque no goza de mi confianza precisamente. Nos encontramos una vez y
nuestra relación desde entonces es complicada.
—¿Quién es? —preguntó Meikoss, intrigado.
—He de trabajar en ello, es una opción delicada, puede que los inconve-
nientes superen las ventajas. A fin de cuentas, existe la posibilidad de que
recordar cómo fue su muerte o sus días como Eliel le provoquen un trauma
peor que una pérdida de memoria. Es una decisión compleja, pero cuando
la tenga tomada te lo haré saber, no lo dudes. Déjame hacerte una cuestión
antes: ¿de qué conoces a esa tal Danae?
Tal y como esperaba, Meikoss se quedó extrañado, pero sabía que por
sencilla que le pareciera la respuesta al común, este iba a tener dificultades
para responder con claridad.
—Bueno…, ya se lo conté en su momento…
—Insisto, por favor. Sé que ya han pasado unos años, pero a veces los
detalles pueden ser cruciales.
—Como desee. Fue cuando acompañé a Eli… Disculpe, Eraide. Hubo un
incidente en las instalaciones cercanas al pueblo y aquella mujer consiguió
neutralizar el problema. Gracias a ella, Eraide y yo salvamos la vida. Aunque
probablemente contribuyera la secuaz de Gebrah, Sophia…
Sonrió mientras Meikoss se extendía en el relato de aquellas semanas de
su viaje hasta Nara, claramente satisfecho al saber que nada había cambia-
do. Por supuesto, recordaba cada detalle de cómo realmente había sucedido,
pero para el resto del mundo la historia era ligeramente distinta. Había una
pequeña ausencia que se había obviado y eso le complacía.
—¿Necesita algún dato más? —dijo el común cuando terminó de contar
su versión de la historia.
—Nada, mi curiosidad está satisfecha. Gracias, Meikoss. Como siempre
es un placer tenerte de vuelta. Tardaré un poco en prepararte toda la docu-
mentación para que la remitas a los ingenieros, pero, si lo necesitas, quédate
las jornadas que creas oportunas y descansa.
—Gracias, señor. Aprovecharé para disfrutar de unos días con ustedes.
—Eraide lo agradecerá. Aunque no recuerde aquellos tiempos, tiene tu
amistad en muy alta estima.
Hacía tiempo que la más mínima claridad le molestaba, por lo que la ha-
bitación permanecía a oscuras, cerradas las ventanas con cortinas. Cuando
las fuerzas se lo permitían, trataba de escribir las ideas que golpeaban su
cabeza, incapaz de contener sus ocurrencias a pesar de que su cuerpo apenas
le dejaba moverse.
Había adelgazado mucho, y su piel, pálida por completo, enfatizaba más
las arrugas. Isaac sabía que su vida se extinguía sin remedio, era perfecta-
mente consciente de ello. Años de estudio se agolpaban en aquella torre,
pero no tenía a nadie cercano a quien legárselo. El futuro era cambiante,
pero no debían serlo también las estrellas. Los papeles con inscripciones
casi indescifrables se esparcían por la mesita y el suelo.
Vivía solo en aquel lugar destartalado donde se exilió, consciente de que
nunca volvería a su hogar. Pero no dejó nada allí por lo que sentir pena o
nostalgia. Amaba sus estudios, a los que había consagrado su vida, dejando
de lado anhelos más comunes como una familia, riqueza, comodidad. Pala-
bras que no significaban ya nada para él.
Pero el tiempo volvió a discurrir cuando la puerta se abrió y una figura
entró sin pedir permiso en la habitación.
—Tranquila, no estoy durmiendo —dijo con la voz ronca desde su catre—,
aunque sí demasiado agotado como para darte la bienvenida. Si quieres ser-
virte un té tú misma, estás en tu casa.
—Hola, maestro Isaac. ¿Qué tal se encuentra?
—Para lo viejo que estoy, bastante bien —mintió—. Pero ahórrate lo de
maestro, te he dicho muchas veces que ya no eres mi alumna. Demasiado
tiempo desde la universidad. —Abrió lentamente los ojos y vio la silueta bo-
rrosa de la mujer que se había acercado a la cama tratando de no pisar nin-
guno de los papeles—. Tus visitas siempre son agradables.
—Esta vez le he hecho esperar un poco, lo siento. Han sido unos meses
difíciles.
—No te preocupes. —Alzó la mano con torpeza—. No iba a ir a ninguna
parte. Al menos hoy.
La mujer sonrió con tristeza.
—Le enviaré a alguien para que se encargue de ayudarle.
—No, gracias. Estoy bien así. No merece la pena gastar el tiempo ya en
mí.
—No sea terco, sabe que lo haré de todas formas. Su salud se ha debilita-
do mucho, pero con los cuidados adecuados podrá…
—Lo sé…, tranquila. No te esfuerces, es tan sólo vejez, y es algo que no
tiene cura. —Le sonrió, no sin esfuerzo—. ¿Cómo está el mundo ahí fuera?
Ella se quedó mirándole, preocupada.
—Hay algunos problemas, como siempre.
—Ya veo... Eso quiere decir que la guerra sigue, me pregunto cuándo aca-
bará de una vez por todas. Tantas veces se ha repetido en nuestra historia…
Eso me hace recordar que quiero que leas algo y me des tu opinión. —Con
torpeza rebuscó entre los papeles de encima de la mesita y, tirando algunos,
le dio un trozo de hoja en el que había diagramas y cálculos escritos con línea
temblorosa. Tras estudiarlos durante un rato, le miró extrañada.
—¿Qué significa esto? Son coordenadas de estrellas y constelaciones. No
veo ningún problema.
—Deberías mirar un poco más allá... Todas son posiciones calculadas
desde hace más de quinientos años. Las he ido recopilando y estudiando con
el tiempo. ¿No encuentras nada extraño?
Ella lo examinó con más detenimiento:
—Algunas tenían una posición diferente hace cinco siglos, pero luego son
estables...
—No es su posición, sino los ciclos. No concuerdan con las variaciones
normales de las órbitas, sino que de vez en cuando hay saltos en su posi-
ción. Es como si el cielo cambiara repentinamente a nuestros ojos, como si
hubiera lagunas en las trayectorias que deberían tener sobre el firmamento.
Debido a la inmensidad del universo, esos cambios son casi imperceptibles,
pero están ahí. Es extraño...
—¿Es en lo que ha estado trabajando el último año?
—No, no, llevo una década estudiándolo, pero no he querido decir nada
hasta estar seguro. Parece una locura, pero es como si se les hubiera robado
un tiempo de su vida a las estrellas.
—No lo entiendo... Entonces, ¿cree que algo ha influido en las constela-
ciones? Poco sentido tiene esa afirmación.
Sonrió, apenado.
—Lo sé, pero la evidencia está ahí. Creía que si lo terminaba lo compren-
dería, pero no ha sido así. Al menos me siento descansado al saber que mi
inquietud era cierta, lo que más lamento es que no creo que viva para enten-
der lo que significa cuando pase.
—Tal vez ese no sea el enfoque, maestro Isaac —dijo la mujer ajustándose
sobre la cara una máscara—. Tendría que pensar desde otro punto de vista:
el nuestro.
—¿Qué insinúas?
—El cielo no ha cambiado, maestro. Somos nosotros los que lo hemos
hecho.
Eraide se recolocaba la larga falda del vestido a la sombra del árbol donde
se había sentado. De aquella pequeña isla que se transformase en su hogar
durante los últimos tres años, ese era su lugar favorito. Kai siempre le había
regalado elegantes vestidos, pero para sentarse a contemplar el mar sobre
las piedras de aquella atalaya no eran los más idóneos. La falda se había
manchado de tierra, y pese a que el servicio lo limpiaría sin rechistar, era
una pena ver sucios esos bellos bordados.
Apenas podía evocar nada del momento en que cayó en aquel profundo
sueño de cinco siglos. Según Kai, enfermó y no tuvo más opción que ence-
rrarla en el trance hasta encontrar una forma de curarla. Cumplió su pala-
bra, pero mientras que el mundo había cambiado, salvo el dragón no queda-
ba nadie cercano a ella con vida. Era muy difícil hacerse a la idea de que nada
de lo que conoció, ni tan siquiera el reino que debería haber gobernado,
escapó a los efectos del tiempo.
Recordaba algunas pinceladas de la gran guerra, pero no cómo terminó.
Sentía un gran vacío, como si una parte de ella no hubiera despertado, pero
no por ello era infeliz. Kai, su prometido, era atento y cortés, aunque a veces
no acababa de comprenderlo. Sabía que había algo que se negaba a contarle,
tal vez para protegerla, pero antes o después lo acabaría averiguando. Se-
guramente sus razones eran de peso; sin embargo, su corazón empezaba a
necesitar conocer toda la verdad.
Los inconfundibles pasos de Kai la sacaron de la ensoñación de aquel
paisaje marino que la sumía en sus pensamientos.
—Nunca te cansas de mirar el mar, ¿verdad? —dijo el dragón acercándose
a la altura de ella para sentarse a su lado, sin miedo a mancharse la casaca.
—Me relaja. —Le dio un corto pero sentido beso en los labios a modo de
saludo—. ¿Ya has hablado con Meikoss? Deja que descanse un poco el pobre,
acaba de llegar de un largo viaje.
—Le he dejado acomodándose en la habitación que le han preparado.
Aunque me temo que tendré que abusar un poco más de él y tener otra re-
unión después de la cena. Hay algunos temas que me preocupan sobre las
nuevas que trae del sur, he de asegurarme de que la Liga continúe estable
si cae Kresaar. Pero mientras descansa, quería estar un rato a solas con mi
prometida. —Se masajeó los ojos con pesadez, frotándose los párpados—.
Estoy barajando todas las posibilidades para recuperar algunos de tus re-
cuerdos y estabilizar tu memoria... Hay una persona que sabe cómo detener
el proceso.
—Entonces, ¿cuál es el problema? Si puede ayudarme, deberías llamarla.
—No sé dónde está. La conocí hace quince años, una médico mawler real-
mente brillante y ambiciosa que buscaba el secreto de la inmortalidad. Si lo
ha conseguido o no, es lo de menos; me preocupan más sus métodos.
—¿Por qué, Kai? Nunca te he visto temer a nada, ¿por qué esa mujer te
infunde tanto respeto?
Él no respondió, sólo la miró. Kai sabía que tenía ante sus ojos el secreto
de esa inmortalidad que tanto ansiaba aquella mujer, y no estaba dispuesto
a pagar el precio. Se tumbó sobre el regazo de ella y Eraide comenzó a aca-
riciarle el pelo.
—Sea como sea, he de encontrar una solución. Pero antes necesito con-
centrarme en el apoyo de Detchler, y Meikoss es un aliado muy importante.
—Él te ayudará, y lo sabes. Le has apoyado para que alcance el puesto que
tiene ahora en su país, será agradecido contigo, ya que es un buen hombre.
—Lo sé, pero si la guerra avanza y el Imperio cae sobre el Ducado, perde-
ré una pieza muy importante de nuestro plan. No es que tenga demasiado
aprecio hacia ese país, pero lo necesito a nuestro lado.
—No sé si deberías seguir adelante... ¿Por qué quieres recuperar el reino?
Aunque me parezca que fue hace apenas unos años, hace siglos que no exis-
te. Yo soy feliz aquí, a tu lado. Ya he recuperado todo lo que me importaba.
—Y tras pronunciar dicha frase, notó un vacío extraño.
—Porque es nuestro derecho. Yo haré de este mundo un lugar donde pue-
das vivir más allá de los confines de esta pequeña isla.
—Yo no quiero el mundo —dijo apenada, negando con la cabeza.
—Pero lo tendrás, mi amor.
El vacío que sentía se acrecentó. ¿Por qué no era feliz si lo poseía todo?
Un hogar, dinero, una persona que la quería, seguridad, cariño… Cualquiera
se conformaría con eso, pero una palabra faltaba en esa lista y, sin saber por
qué, valía más que todas ellas juntas.
CAPÍTULO 7
-Una prueba de vida-
—¡¡Alto!!
Ocho jinetes se apostaban a varios metros por encima de la colina,
armados con fusiles y portando las imperiales. Adriem alzó las manos sin
ánimo de iniciar un nuevo enfrentamiento.
Dos de ellos empezaron a bajar siguiendo el camino, acatando las ór-
denes de su superior mientras éste, junto a otros tres, descendía len-
tamente la ladera en dirección a Adriem, el cual soltaba la hebilla del
cinturón. Dejó caer al suelo la espada y una pistola que quedaba oculta
bajo la chaqueta.
Quien daba las órdenes era un delven que portaba sobre su uniforme
galones de teniente. Se quedó mirándole y tras unos instantes ordenó a
uno de los cabos que desmontara y tomase sus armas, ahora postradas
sobre la nieve.
Adriem dijo, sin molestarse en devolverle la mirada:
—Han sido un par de saqueadores, no creo que merezca la pena. Ya
hay bastantes cadáveres sobre esta tierra, ¿no cree?
Cruz declinó, con un sencillo gesto, la oferta del té por parte de la cria-
da que acababa de servir a Kai.
—No creo que estando ante mí necesite llevar esa máscara, no tiene
que ocultarse. Sé perfectamente quién es. —Kai dio un largo sorbo al té—.
Aunque tengo curiosidad por saber qué le llevó a optar por ese acceso-
rio...
—Es fácil: proteger a aquellos que una vez quise.
—¿De sus enemigos o de sí misma? —La respuesta fue un largo silen-
cio que Kai supo interpretar—. Entiendo. Aun así, aquí no la necesitará.
—Pero no estamos solos vos y yo. Nos observan —dijo mirando de re-
ojo a la lejana ventana de la salita.
—Es normal que despierte su curiosidad.
—Y ella la mía. Le ayudaré con sus recuerdos, es relativamente sencillo
lo que pide, y su precio... —Los ojos entornados detrás de la máscara re-
sultaban inquietantes—. Ya sabe cuál es el trato que tiene sobre la mesa.
—Lo que me requiere conlleva un riesgo difícil de asumir. Es exponer-
la, y es usted consciente de lo que eso supone.
—Tal vez prefiera arriesgarse a que él vuelva. Pocos somos los inmu-
nes al Eco y Lady Ukain, su prometida, no se verá afectada por mucho
tiempo. —Entrelazó las manos y le clavó la mirada. En su tono había un
claro aire de satisfacción—. Si no lo hace de motu proprio, tenga por
seguro que antes o después Alma lo dispondrá igualmente. Estamos con-
denados a que se repita el ciclo, pero ahora tiene elección: o esconderse
junto a ella o, a diferencia de la última vez, enfrentar lo que ha de venir.
Si camina a favor del destino, este le sabrá recompensar.
—Pareciera que trata de precipitar los acontecimientos...
—Tal vez, pero no ha de preocuparos, lord Kai. Sus objetivos son muy
favorables a los míos por ahora. Esta vez estoy dispuesta a ser su aliada y
ayudarle a conseguir esa corona que siempre ansió para ella.
El dragón cruzó las manos ante sí y apoyó los codos en la mesa, frun-
ciendo el ceño. Las motivaciones de Cruz…, todo un misterio hasta ese
momento. Dudaba de que hubiera respuesta, pero se sintió en la obliga-
ción de tentar a la suerte y preguntar:
—Objetivos… Parece que tiene claro los míos, pero... ¿cuáles son los
suyos? Se ha rodeado de los zodiakel. ¿Por qué? ¿Cómo ha hecho para
que le sigan?
—Han querido compartir mi visión del mundo.
—No es solo eso, ¿verdad?
Ella volvió a responder con un largo silencio. Kai sabía que se estaba
acercando a algo, pero llegaría hasta donde Cruz le permitiera. Le mo-
lestaba profundamente tener que entrar en el juego de la común, cuando
siempre eran los dragones quienes manejaban los hilos. Pero por muy
frustrado que estuviera, necesitaba las habilidades de aquella mujer.
—¿Cómo es posible que subyugue a semejantes seres? A su lado, los
dragones somos tan comunes como los de vuestra raza. Por mucho poder
que haya adquirido en este tiempo, dudo que seáis capaz de amenazarlos
con la muerte.
—Hay castigos mucho peores, lord Kai. —Echó mano a la bolsa en la
que llevaba sus pertenencias y sacó un saquito del que extrajo una es-
quirla de cristal azulado. Lo depositó sobre la mesa y el dragón supo en-
seguida qué era.
—Un cristal de esencia...
—Sabía que le sería familiar. El secreto de la inmortalidad, la misma
técnica que usó para preservar el alma de su prometida cuando murió en
Neferdgita, y que he conseguido mejorar. Reducir la vida a su estado más
puro, en una prisión de cristal. Como puede ver, se puede temer a algo
más que a la muerte.
—¡Eso es inaudito! —perdió la compostura—. Es una técnica verdade-
ramente poderosa, a la vez que muy arriesgada, pero nunca pensé, ni por
un instante, que pudiera afectar a los zodiakel. Sinceramente, me cuesta
mucho creerla.
—Es sencillo: por su propio origen. La inventaron ellos mismos para
sus contiendas. La ética nunca ha sido uno de los fuertes de este mundo,
ni ahora ni en el pasado. Sobre todo si les hace ganar guerras —la afirma-
ción no estaba hecha al azar y Kai lo sabía.
—¿Y qué guerra piensa ganar, Cruz?
—Una que está más allá de la que discurre en el campo de batalla.
—Habla mucho del destino y de Alma. Hay muchas piezas en este ta-
blero y nunca nadie ha ganado esa partida. Mi duda es... ¿en qué bando
está?
—Lo único que le interesa saber, es que estoy en la parte en la que re-
cupera sus derechos sucesorios para hacer frente al Imperio y devolver el
equilibrio a la historia. Como ha de ser.
—Nunca creí que diría estas palabras. —Suspiró; no era que no lo de-
sease—. Es una jugada tal vez demasiado ambiciosa.
—Pero tiene a la reina. Una pieza muy importante en este ajedrez. —Él
no lo veía, pero sabía perfectamente que estaba sonriendo con malicia—.
No creo que la quiera para tenerla siempre detrás de los peones.
—De acuerdo, Cruz. —Aquella conversación ya había durado demasia-
do—. Cumpliré mi palabra sólo si su tratamiento es un éxito. —Se levantó
y le tendió la mano—. Podrá reunirse con mi prometida a la noche. Mien-
tras, descanse y pida cuanto necesite.
—Le puedo asegurar que los recuerdos de su prometida quedarán per-
fectamente sincronizados y no tendrá que preocuparse más por algunos
fantasmas del pasado. ¿Eso es lo que quiere? Podría, por otro lado, afron-
tar lo que sucedió sin tener que recurrir a mí. —Se levantó y se acercó a
él, pero sin darle todavía la mano—. Voy a ser sincera: pensé que no lo
aceptaría… ¿Tanto le teme?
La miró con la mano extendida y se la estrechó con firmeza.
—Yo no temo a nada. —No añadió más. No hacía falta.
—Bien. Sus motivos no son de mi incumbencia.
La cena había transcurrido casi en silencio. Cada vez que Eraide tra-
taba de hablar con Kai, este respondía con monosílabos. La situación era
incómoda, y que ni Meikoss ni la nueva invitada estuvieran presentes en
la mesa no ayudaba a relajar el ambiente.
—Cariño —trató una vez más de empezar la conversación cuando el
postre estaba siendo retirado por las sirvientas—, sé que ha sido un día
duro, pero ¿has llegado a alguna conclusión con la médico? ¿Podrá ayu-
darme a recordar?
Él la miró con gesto grave. Eraide notaba cómo él apretaba la man-
díbula, pero necesitaba saber si estaba tenso por lo hablado con aquella
mujer o por su propia insistencia en saber. Aun así, estaba en su derecho
y no iba a cesar en su empeño.
Pero esta vez el dragón optó por hablar, aunque su tono seguía estan-
do lejos de ser amable:
—¿Echas de menos Galdabia?
La pregunta la tomó desprevenida y tuvo dificultades para responder.
¿Por qué sacaba ahora el tema de su antigua patria?
—P-Por supuesto que sí. Aunque parezca que fue ayer cuando
desapareció, siento algo de pena, pero pese a que tengan otros nombres,
las tierras, las montañas, las costas y los campos que conocí siguen allí.
—¿Y si hubiera una posibilidad de volver a ella? ¿De recuperar lo que
una vez fue nuestro?
—No creo que sea posible. No existe la magia capaz de romper el tiem-
po, así que ni tan siquiera me lo planteo.
—Es cierto, aunque... ¿no te gustaría reconstruir aquel país? Sé que
no era perfecto, pero era nuestro hogar. ¿Acaso no añoras tener el poder
para cambiarlo, mejorarlo…?
—¿Te refieres a si querría volver a ser princesa?
—No, amor mío... Reina.
—No puedo ni imaginarlo, Kai. Hubo un tiempo en que sólo soñaba en
reinar junto a ti, pero a día de hoy parece un antiguo recuerdo.
—Los sueños siempre se pueden alcanzar. —Dio un golpe con la cu-
charilla en la copa y, en respuesta, la criada abrió una de las puertas que
daban al comedor. Dando un paso al frente, apareció Cruz.
—Me voy a retirar —dijo levantándose de la mesa para acercarse a
ella—. ¿Sería mucha molestia acompañar a la señora Cruz un momento?
He de atender unos asuntos, pero, mientras, quiero que habléis sobre
ese sueño. —Le dio un beso ligero en los labios, algo muy inusual en el
dragón, y se fue.
Eraide se quedó preocupada ante aquella muestra de cariño en públi-
co.
Miró a Cruz y la invitó a que la acompañase fuera de la sala, en direc-
ción al jardín.
Mientras caminaban, Cruz comenzó a hablar:
—Es un placer poder conversar con vos, Lady Ukain. Llevo tanto de-
seando conoceros...
—Hubiera sido complicado hasta hace tres años —replicó sin mucha
ceremonia; la presencia de aquella mujer le hacía sentirse incómoda.
—Lo sé. Pero no tenía la menor duda de que este encuentro se haría
realidad. ¿Os ha sido difícil adaptaros a este nuevo mundo?
—Kai me ha enseñado los cambios del idioma y me he ido adaptando.
Además, me ha contado la historia de estos siglos, pero cosas como el
ferrocarril o los…, ¿cómo eran...? Ah, sí, aesirs; se me hacen difíciles de
imaginar. No he visto mucho del mundo excepto esta mansión.
—¿Y sabéis cómo se refiere a vos la historia actual?
—Bueno... Fui la última princesa de Galdabia. Aparte de eso, dudo que
se me recuerde.
—La princesa oscura.
—Es... un nombre siniestro. —Eraide se detuvo pensando si aquella
mujer la estaría engañando, pero su mirada le decía que no—. ¿Por qué
la princesa oscura?
—Tal y como suponía, no lo recordáis... Os falta una parte de vuestro
espíritu por despertar y creo que sé la razón.
—¿Por despertar? Lo hice hace tres años.
—¿Pero acaso no tenéis lagunas en vuestra memoria? Lord Kai me lo
ha contado todo.
Eraide se quedó sin respuesta. No tenía confianza con ella como para
ponerla en conocimiento de sus problemas, aunque asegurara ser médi-
co.
—No os preocupéis. —Pese a que no la podía ver con claridad, estaba
segura de que sonreía—. Sé quién los tiene.
—¿Quién? —la doalfar no daba crédito a lo que oía. ¿Cómo podía tener
alguien un recuerdo suyo?—. No tiene sentido.
—Sabréis lo necesario cuando finalice vuestro tratamiento.
Cruz hizo una pausa que a Eraide le pareció dramática, como si duda-
ra en decirlo o se recreara en el momento. Habló, pero no fue capaz de
escuchar sonido alguno, tan sólo sintió una punzada que le atravesó el
corazón hasta el punto de que apoyó su mano contra el pecho. ¿Por qué
ese dolor?
Cruz trazaba las runas con un fino pincel sobre el cuerpo semidesnudo
de Eraide. La tinta mezclada con plata absorbía la energía que le propor-
cionaba cada vez que la entonaba, empezando a refulgir en azul. Era un
trabajo laborioso y el sudor le perlaba la frente por el esfuerzo. Sin duda,
remendar aquel ser marchito no era una empresa fácil. Hacía rato que
la doalfar había dejado de hablar y sencillamente yacía, agotada por el
estrés que sufría su mente cada vez que una runa se activaba.
—Tened paciencia —la calmó la médico—. Sé que es doloroso, pero
aún nos llevará un rato más y ninguna anestesia apaciguaría este desaso-
siego. Os notaréis confundida, pero pronto todo quedará liberado.
—¿Q-Queda mucho? —dijo, tratando de que no se le entrecortara la
voz.
—Poco. Estoy encontrando muchos daños debido a la recomposición
de vuestra esencia. Vuestro cuerpo ha soportado una gran cantidad de
ether y muchas de las runas que estoy utilizando están fallando, así que
he de coger otros caminos para acceder a vuestros recuerdos. No podéis
esperar dormir tanto tiempo y que no quede alguna secuela... Da igual
que sea humano, doalfar, mawler... Un cuerpo no puede soportar seme-
jante estrés. —Trazó un par de runas más y al activarlas Eraide se convul-
sionó—. Si eso fuera posible, tendríamos acceso a todos los recuerdos que
nuestro espíritu posee, y nos enloquecería.
Cruz dejó que recuperara el aliento.
—¿Se refiere a la reencarnación? —preguntó la doalfar tratando de
recomponerse.
Sonrió como si aquello hubiera sido un chiste. Que la mismísima Prin-
cesa Oscura le hablara de reencarnación se le antojaba paradójico. Sin
duda, no recordaba nada del momento en el que adquirió el poder que
destruyó todo un ejército. Una lástima, pues hubiera sido una informa-
ción muy útil.
—No, querida, no. Una vez mueres, tu ether se desgaja y se diluye
entre los brazos de Alma. Cuando un ser nace, toma de ahí la energía y
se crea un nodo en este mundo, al que nosotros vulgarmente llamamos
esencia. Pero no es más que una maraña de retazos de otras vidas. Es
cuando los mecanismos de este ciclo vital fallan que el Eco empieza a
degenerar el espíritu, borrando partes de la persona, sus recuerdos, hasta
convertirse en un fantasma de lo que fue.
—Creía que nuestra esencia era única...
—Y lo es. —Se giró y empezó a moler unas hierbas para preparar una
infusión que calmaría a la paciente—. Es una grande y única que todos
compartimos. No en vano, la llamamos Alma.
—Si en mi tiempo la escucharan, la hubiesen quemado por bruja.
—No es la primera vez que me acusan de eso, incluso en estos tiempos.
—Se giró hacia ella—. Pero, ¿por qué no me habláis un poco de vuestra
época?
—Realmente ya no pertenezco allí. Se podría decir que fui desterrada
y ahora vivo en un lugar que no es el mío. —Su voz se quebró por el dolor,
pero Cruz sabía que no había activado ninguna runa.
—También a vos os llamaron bruja, ¿verdad? Cuesta encontrar histo-
rias de entonces, pero puedo hacerme una idea bastante clara de lo que
pudo pasar.
—No hagáis caso de las habladurías que hayáis escuchado, casi siem-
pre la verdad suele ser bastante más incómoda y cruel de como lo ador-
nan las leyendas. Allí siempre los héroes, pese a su sufrimiento, tienen
un final feliz. Pero este mundo no nos concede esos lujos y ni tan siquiera
creo que sea la heroína de ninguna de esas leyendas, ¿verdad?
—No sirve de nada que os mienta. El propio apelativo de la princesa
oscura ya os dará una idea del débil recuerdo que quedó de vos.
La doalfar sonrió con desgana.
—El papel de villana tampoco está tan mal. Aunque no pueda recor-
darlo, no creo que mi paso por esta vida haya sido recordado con bondad.
Kai nunca quiso contármelo, pero Meikoss, tras insistirle, me narró algu-
nas de esas historias. Son dignas de un cuento.
—Sin duda, tenéis un gran aprecio hacia ese humano. Me sorprende
que lord Kai lo haya tomado bajo su protección; un «común», nada me-
nos.
—Es un buen amigo y mi prometido le recompensó por su ayuda cuan-
do aún no había despertado completamente.
Cruz sabía que parte del problema se originaba ahí: Kai había usado
una muñeca para que su espíritu fuera despertando poco a poco, pero los
acontecimientos que propició Gebrah habían provocado un trauma que
evitaba que se adaptase por completo a su nueva vida. El dragón estaba
preocupado por ese humano, tenía razones para ello, pero por suerte des-
conocía realmente cuán peligroso podía llegar a ser para su falsa estabi-
lidad. Era mejor no seguir ahondando.
—¿Por qué no tratáis de dormir un poco? Aún tengo que preparar unas
cosas y podéis descansar mientras.
—Gracias. —Eraide la miró de reojo mientras Cruz se agachaba y pre-
paraba un alambique—. ¿Sabe?, no parece una mala persona, no como
aparenta ser cuando lleva esa máscara.
—Se sorprendería.
—Puede..., pero mis intuiciones no suelen equivocarse.
Cruz la miró y suspiró.
—Apenas sabéis nada de mí. Para adquirir los conocimientos con los
que os estoy tratando, me he visto obligada a realizar muchos sacrificios
por el camino. —Se apoyó sobre la mesita.
—¿El precio para poder curar? Todos hacemos sacrificios por aquello
que anhelamos.
—Os equivocáis: no busco sanar a la gente, sino a este mundo enfer-
mo. Sueño con el día en el que hasta la muerte tenga solución y, para eso,
hay que tomar decisiones muy poco ortodoxas. Pero es algo que pronto
podréis entender… de nuevo.
Eraide se fue quedando dormida, pero antes de caer exhausta, dijo:
—Cuando has estado tan cerca de morir, te das cuenta de lo que real-
mente vale la vida. Si fueras inmortal..., ¿cómo lo sabrías? —y su voz se
apagó en un profundo sueño.
Cruz se quedó en silencio preparando las hierbas y el tiempo pasó a
los compases del reloj de péndulo que había en la habitación. Esa última
frase quedó resonando en su cabeza como una letanía.
Fuera de aquella habitación, en el pasillo, Meikoss no dejaba de dar
vueltas de arriba abajo, claramente nervioso, mientras Kai permanecía
sentado observándole.
—Trata de calmarte, Meikoss. Puedo albergar dudas sobre esa mujer,
pero no de su palabra como médico. Hará un excelente trabajo —afirmó
el dragón en un claro intento de apaciguarle.
—No puedo evitarlo, lord Kai. ¿No opináis que debería estar ahí den-
tro con ella, acompañándola?
—Especificó tajantemente que nadie debía molestarla, así que haz el
favor de sentarte. —Dio un par de palmaditas al sillón donde él estaba
acomodado.
Meikoss le miró y, a regañadientes, se sentó. Un tic nervioso en la
pierna le impedía dejar de moverla, cosa que Kai observó; este no pudo
evitar sonreír.
—Tranquilo. Sé que la paciencia no es una de vuestras virtudes, pero
confía en mí. He dejado a mi prometida a solas con esa mujer, si alguien
debiera impacientarse, soy yo. Sin embargo, tengo confianza en mi juicio
y sé que, tras el tratamiento, estará al fin recuperada.
Meikoss respiró hondo y soltó el aire poco a poco.
—Tiene razón, pero es difícil no poder hacer nada más que esperar. Ya
lleva ahí dentro cinco horas.
—Míralo de esta forma: son cinco horas en las que nadie ha salido a
dar malas noticias.
—Es cierto —se rindió ante la evidencia—. Tiene razón, hay que ser
paciente. Pero me preocupa también otro asunto: ¿cumplirá su parte del
trato? —dijo con un gesto de preocupación. Sin duda, el precio era muy
elevado, mas el dragón no parecía inmutarse.
—Si todo sale bien, lo haré —concretó Kai—. Depende de lo que tarde
en recuperarse, pero será cuestión de unas semanas, cuando abandona-
remos esta isla.
—Va a reencontrarse con todos aquellos que os censuraron. Entiendo
su preocupación por Eraide, tal vez sea demasiado pronto para ella.
Kai le miró, extrañado.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir para recuperar lo que una
vez fue nuestro, pero... me da la sensación de que prefieres que perma-
nezca en esta isla. Yo podría vivir así un tiempo, pero en algo Cruz tiene
razón: no estamos haciendo más que escondernos. Espero que, llegado el
momento, pueda contar con tu ayuda.
Meikoss desvió la mirada y se quedó cabizbajo. Se sintió mezquino por
plantearlo de aquella manera, pero una parte de él la prefería en aquel
lugar, lejos del mundo que antaño la asesinó.
—Claro que no quiero que esté aquí encerrada. Pero lo que queda de
vuestro país, de Galdabia, es una nación fragmentada y asolada por la
guerra... Tal vez sería mejor mirar a oriente y dejar atrás aquello que sólo
le trajo dolor.
—La guerra no trae nada bueno y por eso debemos dar un paso al
frente y atajarla. Si no, no tendrá ningún sentido recuperar la corona de
un reino muerto. No sólo quiero volver del exilio, quiero salvar a mi país.
—Arriesgáis vuestra vida.
—Lo sé, y es por eso que quiero que nos acompañes una vez termines
en Torre Odón. Eraide necesitará tu ayuda más que nunca y yo me sentiré
más tranquilo si permaneces a su lado velando por su vida. —Suspiró—.
De todas formas, no adelantemos acontecimientos ni hagamos cábalas.
Primero mi prometida ha de terminar de curarse de su largo despertar, y
después pensaremos en cómo volver a Estash. —Una sonrisa de satisfac-
ción, que el común nunca había visto, se dibujó en el rostro del dragón—.
Eraide volverá a ser, al fin, la doalfar de quien me enamoré.
A veces a Meikoss le costaba acordarse de que aquella mujer que había
vivido en la isla ya no era Eliel. Kai le había contado que quien conoció
sólo era un fragmento de su alma, y que con quien hablaba ahora era la
verdadera. En muchos aspectos se parecía a Eliel, pero en otros daba una
sensación totalmente diferente que era difícil de explicar.
Al final apartó esos pensamientos y correspondió con una sonrisa.
—Tiene toda la razón, ahora aguardaremos. Me confió su protección,
y cuando vayan a Estash podrá contar conmigo tan pronto deje atados
mis compromisos en Detchler. Le di mi palabra, y aunque tendré que pe-
dir permiso al consejo, sabe que con su generosa contribución no habrá
oposición en apoyarle. —Se señaló con el pulgar hinchando el pecho en
un gesto sobreactuado que pareció divertir al dragón—. Mi país está en
deuda con usted, y yo con su princesa.
Tres horas más tarde, ya bien entrada la noche, Cruz salió de la ha-
bitación. Se encontraba exhausta y notaba que incluso las piernas no le
respondían bien. Meikoss se acercó, impaciente por entrar.
—Todo ha salido bien, sus recuerdos han sido fijados. Ahora debe des-
cansar, pero mañana estará plenamente recuperada y podrá hacer vida
normal.
—Por Alma, gracias... —musitó Meikoss.
Este se aproximó a ella con intención de estrecharle la mano, pero
Cruz rehusó hacerlo.
—No me deis las gracias, solo he cumplido mi parte para sellar nuestra
alianza, lord Kai —alegó dirigiéndose hacia el dragón.
Kai se detuvo frente a ella con gesto serio, hasta el punto de que se
evidenciaba la diferencia de estatura entre ambos.
—Entonces, no tendrás inconveniente en que sea yo quien compruebe
mañana que el resultado es satisfactorio —dijo, ante lo que Cruz asintió.
—Podrá comprobarlo por sí mismo. Pregúntele sobre ese hombre. —
Miró a Meikoss y acabó la frase en voz baja para evitar suspicacias—: Ya
sabe a quién me refiero. —Volvió a alzar la voz—. Disfrute de nuevo de su
prometida, pero tenga en cuenta que nuestro pacto se sellará antes de su
noche de bodas.
—¿Tanto apremio?
—Solo si quiere su corona de vuelta…, príncipe Kai.
El dragón sonrió satisfecho.
—Suena bien volver a escucharlo.
Pasó la noche sin poder pegar ojo, una vez los escoltas del coronel le
dejaron de vuelta en su camastro. La mañana se había abierto paso, géli-
da, hasta el punto de que los charcos que dejó la lluvia tras de sí se habían
congelado. Así que cargar las pesadas traviesas casi era una bendición,
pues le mantenía activo, pero no podía apartar de su mente lo acontecido
hacía apenas unas horas.
En su relato había evitado contarle al coronel lo sucedido en el Bastión
de los Justos; se quedó en la parte en que Kai le había revelado la verdad
y cómo había destruido la copia de Eliel, pero argumentando que era ella
misma. La historia más o menos cuadraba y así evitó decirle a un mando
imperial su implicación en la muerte del dragón Gebrah. No era buena
idea hacerse en parte responsable del conflicto diplomático que originó
la guerra en la que estaban inmersos. Tal vez el coronel no le había creído
del todo, pero allí, en mitad de la nieve, pocas opciones tenía para corro-
borarlo. Al menos la espada permanecía intacta y en paradero conocido.
—¡Eh! ¡No dejes ahí esa traviesa! —le espetó uno de los capataces—.
¡La necesitamos más adelante! A ver si espabilamos.
Adriem asintió, disculpándose por su error, y se dirigió hacia donde
allanaban la tierra con algo de balasto. La niña caminaba a su lado, como
siempre, pero sin dirigirle la palabra. No sabía qué la molestaba más: que
se hubiera quedado por la espada, o que sencillamente no hubiera esca-
pado por la fuerza. Debería ser un alivio que estuviera en silencio, pero,
sin embargo, tenía que reconocer que echaba en falta los comentarios
irreverentes del espectro.
Dejó caer la traviesa donde le ordenaron, junto a otras tantas, y miró
hacia el horizonte aprovechando el desnivel del terreno. El valle se iba
abriendo poco a poco y las montañas se alejaban, dando paso a una lla-
nura hasta donde la niebla permitía ver. Uno de los obreros, que estaba a
su lado, miró en la dirección de Adriem.
—La última marca de Baja Solánica está allí al fondo —dijo señalando
en dirección al valle—. Tras esta bruma nos espera.
De entre aquellas nubes, pequeños copos de nieve que no llegaban a
cuajar se adherían a sus ropas en forma de gotas cristalizadas, cuando
no caía sobre su rostro. El frío era cada vez más intenso a medida que se
acercaban al cruce de los caminos del norte.
Había leído sobre la ciudad, pero aquel paisaje parecía más un mito.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Era una estampa bella, a la vez que
tenebrosa y desafiante. Si no recordaba mal, estaba edificada sobre un
viejo castro envolviendo una imponente fortificación, que había sufrido
distintas mejoras con el paso de los siglos y sobre la que se erigían tres
altísimas torres apuntando al cielo, que proyectaban el escudo sobre la
ciudad, confiriéndole una silueta particular.
—Por un lado estoy ansioso por divisar nuestro objetivo. He oído ha-
blar tanto de él que casi parece un sueño, y más viendo este inhóspito va-
lle. Pero por otro…, sé lo que nos espera —murmuró el obrero, un hombre
de baja estatura pero de constitución recia y poblada barba.
—Es cierto que parece irreal, pero aquí estamos —respondió Adriem—.
¿Caerán antes los aesir o el escudo? Se construyó para evitar ataques aé-
reos, pero si se demuestra ineficiente, en Estahs tendrán una defensa
mejor. Aprendemos a volar y a hacernos caer, es un ciclo sin fin.
El hombre soltó una sonora carcajada.
—Están cargadas de razón tus palabras. Por triste que sea, es de lo
más cabal que he escuchado.
Adriem le miró extrañado. Las conversaciones en los vagones o en la
obra no eran filosóficas precisamente, pero lo que acaba de mentar era
más bien una obviedad. Así que sencillamente le devolvió una sonrisa de
compromiso.
—No tardaremos mucho en dejar de construir la vía. Dudo que poda-
mos avanzar, pues una vez pongamos un pie en el valle, tendremos aquí
al ejército enemigo. Aunque ellos no tengan un tren blindado, con que
cuenten con varios shamans poco se podrá hacer —le comentó a su com-
pañero—. Supongo que esperaremos.
—Para eso precisamente hemos tendido la vía. Desde comandancia ya
saben la situación de las obras y más de un convoy con refuerzos estará
en camino. Además, no tardarán en llegar más, y seguro que por el aire
habrá apoyo. Va a ser una batalla que puede que salga en los libros de
historia. Aunque no estamos aquí para pegar tiros, sino para construir,
cuando empiece no dudarán en darnos un fusil.
—Kresaar no puede traer refuerzos tan rápido. Esa ciudad no va a ser
un buen lugar donde estar, pero nuestro lado tampoco. Saben que son un
punto estratégico y no se rendirán fácilmente.
—Hay que luchar por la patria, no hay opción para quienes permane-
cemos aquí.
—Siempre existe una alternativa. —Las nubes estaban adquiriendo un
tono plomizo y el viento se estaba levantando. Se subió el pañuelo para
cubrirse la cara del aire gélido. El dolor en las cicatrices de su brazo ya
le avisaba de que el tiempo iba a cambiar a peor. Miró hacia el capataz,
que ya venía dispuesto a abroncarles por estar parados—. Será mejor que
volvamos a ponernos manos a la obra.
Cuando entró en el despacho azul, llamado así por sus paredes cu-
biertas de papel con flores en distintos tonos de cian, en contraste con el
mobiliario, de bellas tallas y lacado en blanco, unas palmadas llamaron
su atención.
Aplaudiendo sin demasiada efusividad, su hermano Kai estaba senta-
do junto a la ventana, entornando una sonrisa que le pareció insultante.
—Bravo, sólo puedo decir eso: bravo —afirmó con un tono sarcástico
que produjo una mueca de desagrado en Gabrielle—. He podido escuchar
tu discurso ante la cámara. Ha sido muy emotivo y esperanzador, casi di-
ría que se me ha escapado una lágrima. Si no fuera porque sé que ha sido
todo mentira... ¿Qué podía esperar si no de mi hermana?
—Déjate de teatro, Kai. ¿Qué haces aquí? —La regente lo miró, impa-
ciente por estar perdiendo el tiempo—. Me han dicho que has venido con
tu prometida, ¿te vas a desposar de nuevo? Si es así, mis felicitaciones.
Ahora ya puedes marcharte de esta ciudad.
Él se le acercó con esa estúpida sonrisa. Aquella idéntica a la que lu-
cía cuando eran jóvenes y que para ella siempre significaba un dolor de
cabeza.
—¿Esa es la forma de tratar a tu hermano pequeño? Vuelvo a casa y me
recibes así —negó con la cabeza—. No has cambiado en absoluto... Pero
no es contigo con quien quería hablar, sino más bien con el consejo.
—Has de estar más loco de lo que recordaba si piensas que voy a au-
torizarlo.
Kai pasó la mirada por ella, analizándola.
—El cargo te ha sentado bien estos años... Has conseguido construir
una nación en torno a los restos de Galdabia, pero tú sabes que no es
más que una burda copia que volverá a caer en cuanto los comunes pisen
de nuevo Esthas. Necesitas algo más que a las tribus y a los nuestros si
quieres mantenerla viva.
—Eso no ocurrirá, Kai. La capital no caerá. —La retórica cargada de
soberbia de su hermano siempre atacaba sus nervios—. Y dudo que nada
de lo que tengas en mente vaya a ayudar tan siquiera a ganarte el perdón
de los nuestros.
—Me da igual vuestro perdón. ¿Qué crees que van a hacer? Se queda-
rán ahí sentados, esperando a que todo acabe, y cuando el Imperio llame
a las puertas, recogerán sus cosas y se marcharán a otro lugar. ¡No vais a
pelear por esta ciudad!
—Olvidas que no nos podemos permitir ni una muerte más. Ya perdi-
mos a Gebrah, hay que actuar con inteligencia.
—Eso no es más que cobardía enmascarada de supervivencia. Es una
vergüenza tener que seguir viviendo arrodillados ante esos miserables
comunes —dijo apretando los dientes.
Gabrielle se quedó mirando, expectante, cómo perdía los nervios.
Como siempre, era irascible, y pese a la desgracia de perder el antiguo
reino, ella era mucho mejor gobernante de lo que hubiera sido él. La son-
risa que se dibujó en su rostro y su silencio le advirtieron que estaba
perdiendo los papeles, y éste se calmó.
—Pero como bien has señalado, estoy aquí para ayudar. No quiero
ver este palacio en las sucias manos de los imperiales. Tú misma me has
preguntado por mi prometida. —La sonrisa sombría que se formó en los
labios de Kai heló la sangre de su hermana—. ¿Acaso crees que he venido
a presentarte a alguien que no conocieras? Sólo hay una mujer a la que
quiera por esposa. —Miró hacia la puerta que daba a una salida contigua
y alzó la voz—: Amor mío, entra, por favor.
Gabrielle sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y una sensación
de vértigo se apoderó de ella. Aquella figura que entraba en la sala desde
el exterior nunca podría olvidarla, y pese a los avisos de los espías que
vigilaban el trabajo de su hermano, nunca creyó que fuera a tener éxito.
Aquella imagen se le antojaba irreal, propia de una pesadilla, mas la rea-
lidad estaba allí de pie, en persona.
—Lady Eraide Sen Ukain.
La Princesa Oscura había vuelto al lugar que pisó por última vez hacía
ya más de quinientos años. A pesar de los siglos transcurridos, por un
momento sintió que había sido ayer mismo cuando la doalfar fue presen-
tada ante ella por primera vez. Cuando la miró con aquellos ojos azules
intensos, llenos de vibrante vida. Mas, con el tiempo, la dragona descu-
brió que era una ilusión: en ellos sólo había muerte.
Esa sensación volvía a estar presente y el tiempo pareció detenerse.
Las palabras no brotaban de ella ante la visión de aquella mujer que se
inclinaba con profundo respeto. Con aliento contenido se acercó hasta
ella y, sin más preámbulos, le dio una bofetada que casi la tiró al suelo.
—¡Traidora!
Kai le lanzó una mirada furiosa, pero permaneció inmóvil.
Eraide se levantó sin emitir ni un solo quejido. Alzó la mano pidiendo
la palabra mientras Gabrielle trataba de recuperar la compostura.
—Habla —le ordenó.
—Lady Gabrielle, a pesar del tiempo transcurrido, soy consciente de
que mi presencia aquí no es del agrado de vos, pero permítame al menos
el derecho a expresarme —respondió en apariencia serena, pese a tener
la cara enrojecida por el golpe—. Mis recuerdos de entonces todavía son
confusos; aun así, puedo jurarle por Alma que el mal que se me atribuye
no fue mi responsabilidad. Fallecí al final de la Gran Guerra a manos del
caballero rebelde que en su día fue mi guardaespaldas. Pero el amor y
la dedicación de mi prometido me han dado esta segunda oportunidad.
—Se arrodilló e inclinó la cabeza hasta dar con la frente en el suelo—.
Imploro vuestro perdón, por las ofensas que pude cometer contra vos,
y deseo usar esta nueva vida para ponerla al servicio del consejo de los
dragones. Renuevo ante vos el juramento que hice cuando era niña.
Gabrielle no sabía qué responder. ¿Realmente no se acordaba de nada?
¿Era ella o su hermano la estaba engañando? Sin duda, en apariencia y
forma de expresarse resultaba idéntica. Si fuera Eraide de verdad y, tal y
como parecía, no recordaba lo que pasó en Neferdgita, podría significar
que había perdido su poder. ¿Qué podría aportar entonces una sencilla
doalfar a la guerra?
Ante la falta de respuesta, Kai tomó la palabra:
—Hermana, no nos preocupemos por un hecho de hace medio mile-
nio; el Imperio está tomando la ruta meridional de Solánica, y pese a tus
inspiradas palabras ante el consejo, sabemos que si tu plan de hostigarlos
durante el invierno fracasa, poco tiempo podremos contener a esos co-
munes cuando las nieves se fundan.
—¿Y qué puedes ofrecer? —dijo Gabrielle sin perder de vista a Eraide.
—Si consigues que el consejo me vuelva a aceptar, puedo traer conmi-
go el apoyo de Detchler y la Liga de los Pequeños Reinos.
—Difícil de creer —replicó—. Se han mantenido neutrales en esta gue-
rra, no van a poner en peligro ese equilibrio arriesgándose a aliarse con
nosotros, menos cuando estamos perdiendo. Dudo que quieran enfren-
tarse al Imperio en estas condiciones.
—Tengo aliados importantes en el gobierno del Ducado, y saben que
si cae Kresaar, es cuestión de muy poco tiempo que sean invadidos. He
trabajado estrechamente para planificar la defensa del país y fortalecer
las relaciones de la Liga. No garantizo una victoria, pero aunque nos de-
rrotaran, sería a un alto coste para nuestros enemigos.
—Por buena que sea tu estrategia, no puedes aspirar a que esos reinos
sobrevivan. Además, ¿qué pueden ofrecer a Kresaar? Por famosa que sea
la caballería detchliana o los buques frasianos, sigue siendo una apor-
tación que, aun bienvenida, sería insuficiente. Estás más loco de lo que
pensaba.
—¿Quién ha hablado de la caballería o los buques? Mi querida her-
mana, no me arriesgaría a presentarme aquí sin algo que pudiera ser de-
terminante para inclinar la balanza a nuestro favor. En el Ducado llevan
años trabajando en un proyecto interesante. El Imperio ya lo había inten-
tado, pero el enfoque era diferente y prometedor, así que les di algunas
ideas para mejorarlo. —Se acercó a ella para proseguir con un tono de voz
más bajo—: Crear artificialmente el poder de un zodiakel.
—¿Sabes lo peligroso que es eso? —se escandalizó ante la magnitud
de semejante afirmación. Cada vez que se había intentado, el resultado
había sido un desastre.
—Es posible, pero esta vez pude ofrecerles unos datos que obtuve gra-
cias a las investigaciones que he realizado los últimos años. —Una mira-
da furtiva hacia su prometida le hizo comprender a Gabrielle que hablaba
de Neferdgita—. Siempre hemos cometido el error de infravalorarlos, no
lo hagamos de nuevo. —Sonrió satisfecho—. ¿Qué podemos perder? Si
tenemos suerte, la marca del norte los retendrá y no les dará cobijo cuan-
do llegue el mal tiempo, pero eso no garantiza que las naves imperiales
arribaren a Esthas. Sabemos que nuestra flota no es rival y será una mera
cuestión de saber cuánto resistiremos antes de abandonar la ciudad. Pero
con esa arma, el rumbo de la guerra cambiará. —Miró a Eraide—. Danos
asilo y será tuya. ¿Acaso no has soñado nunca con tener ese poder entre
tus manos?
A pocos kilómetros de Esthas había una vieja casa de postas que, gra-
cias a las nuevas rutas comerciales, yacía abandonada desde hacía más de
una década. El piso de arriba estaba en ruinas y la lluvia se filtraba por
las ennegrecidas vigas de roble en una sinfonía compuesta por diversas
goteras.
Zir-Idaraan cerró el libro que estaba leyendo para hacer más amena la
espera, cuando una figura entró por la maltrecha puerta, abriéndola sin
demasiada consideración. Llevaba la casaca cerrada para protegerse del
frío que emanaba de aquellas ruinas, además de ocultar las cicatrices que
surcaban su cuerpo, recuerdo de su enfrentamiento con Gebrah. Pero
había una que no podía esconder, y que atravesaba su mejilla izquierda
hasta su frente, en parte tapada por el parche que escondía su ojo perdido
por las heridas.
A su lado, la silueta de Sayako, sentada sobre la mesa, era iluminada
por un viejo candil y algunas velas. A diferencia de él, vestía un abrigo de
alta confección y lucía perfectamente maquillada. No en vano, la mawler
vivía ahora en la corte.
La arlequín se sacudió para quitarse el agua que la empapaba, como si
se tratase de un felino.
—Odio la lluvia —protestó dirigiéndose hacia el fondo de lo que que-
daba del comedor.
—No sientes el frío, así que no sé por qué has de quejarte.
Sayako, que había permanecido en silencio aquellas interminables ho-
ras sin apenas mover un músculo, se puso en pie y se acercó a Idmíliris.
Sin mediar saludo alguno, la interrogó:
—¿La has encontrado?
—Por supuesto. Enhorabuena, Sayako, la seguridad de ese palacio se
ha portado exactamente como nos dijiste —dijo clavando la mirada en la
mawler.
—Gabrielle ya estaba sobre aviso —respondió sin mostrar emoción al-
guna en su tono—. Deberías darle las gracias a ella.
—Sí, sería muy divertido. ¿Cuántos dragones querrían diseccionarme
y cuántos matarme directamente?
—Podemos apostar —la miró con altivez—. Sería interesante.
Zir interrumpió, impacientado por las amenazas inútiles. Bastante le
había costado en su momento convencer a la mawler de que era necesaria
la arlequín, por mucho que la odiaran. En esas situaciones, los senti-
mientos resultaban ser un estorbo. Todos y cada uno de ellos.
—Esta conversación la hemos tenido demasiadas veces, así que al gra-
no: ¿cómo ha reaccionado la princesa?
—Tal y como esperaba, se lo ha tragado todo. No tiene lagunas, así
que Kai ha debido de encargarse de rellenar sus huecos de memorias.
Pero precisamente la ausencia de esos recuerdos la hacen mucho más
maleable; sigue sin ser muy diferente de la muñeca que encerramos en
el Bastión.
—¿Le recuerda? —preguntó Sayako.
—En absoluto. Ha hecho un gran trabajo ese arrogante dragón. Lo
cual nos da ventaja.
El doalfar se levantó y dejó el libro sobre la mesa.
—Haber estado en el Bastión cuando ocurrió todo nos libró de la gran
disrupción que provocó este cambio en la historia, pero a los dragones
tampoco les afectó, como era de esperar.
—No debemos descartar que haya más gente que haya sido inmune.
Sin ir más lejos, los enfermos de Eco —añadió Sayako.
—Llevas toda la razón y debemos sentirnos afortunados. Hemos so-
brevivido a una disrupción astral sin secuelas aparentes. —Se rascó la
barbilla, meditabundo—. Sin embargo, hay otro detalle que me preocupa:
¿cuántos Ecos de este calibre han podido suceder y ni tan siquiera nos
habremos dado cuenta? ¿Cómo sería la historia sin ellos?
La mawler asintió.
—Es difícil hacerse una idea de cuál es la historia real. Sencillamente
la damos por válida porque es la que percibimos, pero para los demás,
es otra. Aunque estemos hablando de una sola persona, sus acciones han
desaparecido por completo, y por pequeña que fuera una decisión el im-
pacto en el mundo es impredecible. Resulta aterrador.
—¿Qué más da? —preguntó Idmíliris—. Él sigue existiendo aunque
nadie lo recuerde.
—No lo entiendes, Idmíliris. No es que una persona haya podido dejar
de existir, sino el poder necesario para modificar todas las causalidades.
Es inimaginable tan siquiera hacer el cálculo. —Zir sabía que esa explica-
ción poco le importaba a la arlequín. Pero necesitaba verbalizar esa idea
que le estremecía—. La Princesa es, sin duda, la clave.
—Además, debemos tener otra variable en cuenta: puede que no sea-
mos los únicos que aún recordemos a Adriem —dijo Sayako, meditabun-
da y con la mirada perdida—. Cualquier persona que haya sido expuesta
anteriormente al Eco, es posible que haya sentido el cambio de la histo-
ria. Deberíamos estar atentos, pues nos podemos encontrar con invita-
dos inesperados.
—Tampoco debemos olvidarnos de que tras el incidente del bastión
habrá más gente que se haya podido percatar de su existencia —añadió
Zir—. Sin ir más lejos, el SSI parece que no sacó nada de los restos, pero
si Eraide se va mostrando por Kresaar, es cuestión de que hagan algún
movimiento.
—¿Y si hubieran intervenido ya? —insistió Sayako—. Lo hemos visto
con nuestros propios ojos, un sephirae es una llama que se consume rá-
pido, una anomalía que Alma no duda en erradicar. Resulta impensable
que un tipo como Adriem haya sido capaz de llegar tan lejos… ¿Casuali-
dad? Tal vez le han estado ayudando.
—Lo dudo. Creo que nos hubiéramos dado cuenta. Pero no descarte-
mos del todo algún tipo de implicación por parte de los imperiales. Ya
en el pasado han intentado acercarse a Eraide y, para colmo, está lo de
Torre Odón.
Idmíliris escupió al suelo.
—Dejad de darle vueltas, porque da igual —prosiguió esta—. Sin duda,
la Princesa buscará a Adriem por nosotros, y una vez recupere su poder…
¡podremos matarla! Y… Y… —Se mordió los labios, excitada—. Y podré
arrancarle las entrañas una a una a ese humano mientras su corazón pal-
pita.
Zip la miró, asqueado.
—Ahórrame tus sórdidos sueños; Adriem no es más que un mal nece-
sario. Debemos estar centrados y preparados, pues sólo tendremos una
oportunidad —añadió el doalfar—. El poder que vimos de la Princesa Os-
cura en el Bastión solo fue una fracción de lo que es capaz, imaginad lo
que hará una vez completa. No conviene perder de vista cuál es el obje-
tivo.
—¿Estamos seguros de que Adriem posee todavía el último trozo de su
espíritu? —apuntó la mawler—. Ha podido perderlo o deshacerse de él.
No deberíamos descartar ese escenario.
—No, no se habrá desprendido de él, créeme —dijo Zir ajustándose el
parche—. ¿Un tipo que se jugó más que la vida por rescatar a esa muñe-
ca? Si no lo tiene, es que está muerto.
—Después de tanto tiempo, seguimos sin saber cómo murió nuestro
señor Gebrah. No descartemos nada. —Se ató el abrigo y la mawler se
dirigió a la puerta—. He de informar a Lady Gabrielle. Os quedaréis aquí.
Zir miró aquel antro destartalado y se encogió de hombros.
—Qué remedio.
—A mí me parece un lugar encantador —dijo Idmíliris con una amplia
sonrisa—. Aún se puede oler la sangre de los animales que mataban en
el corral.
—Perfecto. —Zir respondió con ironía por tener que pasar más noches
junto a esa criatura. Si no fuera tan útil, la habría estrangulado hacía
tiempo.
—Bien, os mantendré informados si hay algún cambio. —Sayako salió
poniéndose un poncho sobre el abrigo para cubrirse de la lluvia. Montó
su caballo, el cual comía los hierbajos que crecían entre las piedras bajo
uno de los aleros del tejado.
El doalfar y la arlequín se quedaron a solas en aquella ruinosa casa.
Zir se dirigió hacia sus pertenencias y empezó a buscar un lugar donde
acomodarse para pasar, probablemente, varios días allí. Mientras, Idmí-
liris se sentó sobre la mesa, observándole.
—Es deliciosamente insoportable. Si no fuera por esa maldita runa, no
sé qué me pondría más: si imaginar como matarla, o…
No se molestó en responderle. Sayako había sido designada por Ge-
brah como su sucesora, poco había que añadir. Mientras pudiera contro-
lar a Idmíliris y acercarle a su venganza contra Adriem, le bastaba. Hacía
tiempo que Eraide había dejado de importar.
—¿Cómo crees que pudo hacerlo?
—¿El qué? —dijo hastiado.
—Robarle un trozo del espíritu de la princesa. ¿Se lo arrancó? ¡Ten-
dría agallas! Hasta lo respetaría.
—Quién sabe, pero nos da una ventaja para encontrarle.
—¿Va con el alma de la mujer que amó? —empezó a juguetear con los
pies—. Qué dolor más insufrible, ¿no? Saber lo que debe de estar sintien-
do es maravilloso.
Zir no se molestó en mirarla. Se masajeó el hombro que se dislocó du-
rante la reyerta en el Bastión, y que con aquel tiempo le molestaba aun-
que lo dejara quieto. Pero con el dolor también le sobrevino el recuerdo
de Sophia.
—Al menos, le ha quedado algo de ella... —musitó.
Kai se había dormido, pero ella era incapaz de conciliar el sueño. Mi-
raba por la ventana como si de un momento a otro fuera a entrar aquella
extraña criatura. No podía fiarse de ella, no tenía razón alguna para ha-
cerlo, pero sentía en lo más profundo de su ser que había verdad en sus
palabras: estaba incompleta.
Algo se estaba removiendo en ella, notaba que esa sensación ya la ha-
bía tenido. Se lamentaba por engañar a Kai, pero sabía que también le
estaba ocultando algo y necesitaba averiguarlo. La semilla de la descon-
fianza estaba germinando en ella y…
…le resultaba extrañamente familiar.
CAPÍTULO 11
-Monstruos en los espejos-
Habían dejado atrás las zonas de carga y logística de la torre que hacía
de tercer puerto aéreo de Tiria, internándose ya en la zona de almacén
logístico, donde la carga dormía a la espera de ser transferida a otra nave
sin tocar el suelo de la ciudad. Uriel no dijo nada, algo muy poco habitual,
pensó Shara. Se limitaba a caminar delante de ella en silencio, y la joven
no se sintió capaz de hacer comentario alguno ante aquella incómoda
escena.
Dejaron a un lado una gran pila de cajas amontonadas sobre las que
colgaban grúas de raíl, que recorrían aquel gran almacén de un lado a
otro. Debería haber una actividad frenética, y sin embargo se encontraba
en un silencio solo interrumpido por el eco de sus pisadas.
—Por aquí —dijo Uriel sin apenas girarse, abriendo la puerta de un
despacho. Shara entró mirando al pelirrojo, pero este sólo le devolvió
una sonrisa fría.
La estancia que se abría ante ella era grande, con varias mesas llenas
de archivadores, documentos de carga, aduanas, aranceles y un largo et-
cétera de papeleo y contabilidad de las enormes montañas de material
que habían dejado tras de sí. Varios ventanales miraban al almacén, cu-
biertos de una suciedad que los volvía prácticamente opacos, y la escasa
luz de las lámparas viejas y desgastadas trataban en vano de dar algo de
vida a aquel espacio, cuyas ventanas al exterior estaban cerradas por fé-
rreas persianas que dejaban pasar hilos de luz.
Al fondo se encontraban dos personas. Una sentada en lo que parecía
ser la mesa de dirección, y la otra tras ella, apoyada en el respaldo del
enorme sillón de cuero curtido por el tiempo.
El hombre, cuyos ojos estaban ocultos por unas gafas, sonrió. Le era
vagamente familiar, pero cuando se fijó en la otra persona su corazón
se detuvo. Dio un paso hacia atrás y se giró hacia Uriel. Por primera vez
desde que le conocía, él apartó su mirada.
—Bienvenida a casa, Eva —dijo Miguel levantándose del asiento y ca-
minando lentamente hacia ella. Era el hombre de sus pesadillas.
—No... —acertó a decir—. No... —Una punzada de dolor atravesó su
sien hasta el punto de hacerla tambalearse. Como si descargas eléctricas
se agolparan en su cabeza.
—Hizo un buen trabajo contigo, no recuerdas nada. Pero seguro que
ella te es familiar, ¿verdad? Es tu hermana, Skyla. —Llegó hasta la joven.
El dolor le había hecho hincar las rodillas en el suelo.
—¡No! ¡No quiero recordar! —dijo mientras las lágrimas brotaban de
sus ojos—. ¿Qué…? ¿Qué has hecho, Uriel?
Él no se inmutó, ni siquiera la miraba.
—Creo que te prometió que recuperarías tus recuerdos. Si algo he de
decir a su favor, es que cumple su palabra. —Miguel miró al pelirrojo—.
Hiciste muy bien en no matarla, ha sido una pieza valiosa que sin duda
cierra nuestro trato.
Pese a la intensa migraña que le provocaban cientos de recuerdos que
golpeaban su mente, miró con incredulidad a Uriel. Y de entre todas las
escenas que venían a su cabeza, un recuerdo se volvió cristalino: cuando
lo vio por primera vez en el sanatorio... La mano sobre su espada... ¿Iba
a usarla?
—No es verdad..., ¿eh, Uriel? Está mintiendo —dijo con la voz quebra-
da, deseando desde lo más profundo de su corazón que aquellas palabras
no fueran ciertas. Albergaba sus dudas sobre los planes del pelirrojo,
pero no hasta el punto de esa traición. Asumía ser una mera herramienta,
pero la había tratado como si de mercancía se tratara.
Siguió en silencio.
—¡Dime que no es verdad! —exigió con un grito desgarrado—. ¡Uriel!
—El dolor trajo nuevas memorias. El hombre al que recordaba como a un
padre, y quien le acompañaba... era… pelirrojo—. Tú... Tú lo sabías todo.
—¿Tanto te sorprende? Es un manipulador. —El tono del hombre de
las gafas evidenciaba que estaba satisfecho—. ¿Sabes por qué quiso ma-
tarte? Porque odiaba todo lo que hizo tu padre adoptivo. ¡Hasta a ti! ¿No
es irónico, estúpida?
Las trazas azules de su piel comenzaron a surcar su cuerpo y ella se
levantó tambaleándose. Llorando, le miró y con una última súplica im-
ploró:
—Dime que no es cierto. ¡Miénteme si es necesario!
Uriel al final dirigió su mirada hacia ella. Fríamente, sin expresión ni
sentimiento en sus ojos.
—Dice la verdad. Odiaba todo lo que creó tu padre, por eso le maté a
él y traté de destruir su legado. Lo cual incluía a tus hermanas y a ti tam-
bién, pero fracasé con vosotras dos.
—Entonces es cierto... Me has vendido…, por eso estamos en Tiria. —
Su voz comenzó a perder el tono de la razón. Aquel al que un día llegó a
admirar, al que incluso había llegado a considerar algo más, se mostraba
ante ella como un ser despreciable. El odio surgía de sus entrañas y la
devoraba por dentro. Había jugado con ella y ahora la utilizaba como una
burda moneda, un objeto para conseguir sus propósitos. Nunca fue nadie
para él, nunca la apreció, nunca la quiso... pese a que ella le amaba. Y ese
amor estaba roto.
Gritó como si le desgarraran el corazón. Quería desaparecer de allí.
Apenas podía respirar por el dolor que la ahogaba; las lágrimas ya no
brotaban, solo yacía la rabia en su interior. Corrió hacia él, le destruiría
junto a todos los recuerdos. El pelirrojo ni siquiera tuvo que reaccionar,
pues las fuerzas de Shara la abandonaron y se tambaleó hasta desplomar-
se en el suelo, incapaz de alcanzarle.
—Te odio —susurró—. Yo te…
Nunca supo qué efecto produjeron esas palabras en Uriel, quien, con
mirada fría, se limitó a sujetar el cuerpo de Shara tras desplomarse ex-
hausta.
—Me sorprende que no te hayas defendido —dijo Miguel acercándose
con cierta cautela.
—No era necesario, iba a entrar en shock. No esperaba que Skyla fuera
un detonante en sus recuerdos, pero me sorprende que haya aguantado
tanto tiempo consciente pese al trauma.
—No me estoy refiriendo al golpe, sino a mis palabras.
—Yo tampoco me refería al golpe. —Shara estaba aturdida y apenas
podía moverse—. Es una mera mercancía. Ni siquiera se puede decir que
sea humana.
Miguel se ajustó las gafas y le respondió, sonriendo:
—Hay cosas que nunca cambian.
Uriel miró a Skyla, que se acercó para recoger a Shara.
—¿No sientes nada por tu hermana?
—Sí —respondió con su habitual tono de voz suave e inexpresivo—. Me
alegra que la hayas traído de vuelta.
—No lo parece.
—Creo que en algo nos parecemos, señor Von Hamîl
Uriel miró por última vez a Shara y permitió que se la llevara, dando
media vuelta y dejando aquel despacho a sus espaldas. Sólo añadió:
—Ahora cumple con tu parte —dijo en un tono seco y severo, ante el
que Miguel se limitó a seguir sonriendo, satisfecho.
—Por supuesto.
Uriel sentía que había sido demasiado blando con ella aquellos cua-
tro años, tal vez demasiado por la influencia de Fearghus, pero eso iba
a acabar pese a las más que presumibles quejas del delven. Pero a bien
seguro encontraría la forma de atar a su amigo con alguna otra misión
que lo distrajera lo suficiente, aunque tuviera que encerrar a la inquieta
mawler bajo llave. No se podía permitir el lujo de deshacerse de un ele-
mento tan precioso de su plan, después de que se lo pusiera en bandeja
aquella zodiakel.
Debería estar en el pequeño muelle de carga vacío, pero cuando entró
no la vio por ninguna parte.
Aquello era extraño. Se tomó unos largos segundos en inspeccionar el
lugar hasta asomarse por el borde, bajo el que se veía parte de la pared
de la torre y una impresionante caída de más de ciento cincuenta metros
hasta su base, donde se erguían las paredes de las naves industriales y
los sectores más altos como enredaderas en torno al tronco de un árbol.
Dio unos pasos hacia atrás con torpeza. Siempre había padecido de
vértigo, y aquella panorámica le mareó ligeramente.
Sin duda, Anna le había dado esquinazo de forma incomprensible. Se
tomó unos segundos para recuperarse de la sensación de malestar que le
había hecho tambalearse y, sin dilación, dio media vuelta para encarar de
nuevo los pasillos y tratar de retomar el rastro de la joven mawler.
Anna aún oía los pasos de Uriel alejarse, agarrada precariamente a la
estructura de tirantes de acero que sostenía la plataforma en el aire desde
abajo. El viento arreciaba, y ahora que Uriel se había ido, reparó en la
temeridad que había hecho para ocultarse.
Un escalofrío estremeció su cuerpo cuando uno de sus pies resbaló y
de su bolsillo cayeron unas monedas que se precipitaron al vacío, per-
diéndose en la distancia.
—¡Madre Alma, ¿qué estoy haciendo?! —se maldijo mientras trataba
de avanzar por la estructura.
Alcanzar de nuevo la repisa era una locura. Había sido mucho más
fácil descolgarse que volver a subir, así que tras observar su entorno optó
por acercarse a la pared y descender a uno de los agujeros que se abrían
cerca de ella, probablemente de la ventilación del mecanismo de la grúa
de anclaje que se usaba para enganchar y arrimar las naves y dirigibles
con seguridad al muelle.
Poco a poco, tratando de no volver a mirar abajo, con la agilidad pro-
pia de los de su raza consiguió llegar a la pared tras un par de resbalones
y pasos en falso, empujada por el fuerte viento que soplaba a aquella altu-
ra. Se agarró a la pared de hormigón y, estirando la pierna hasta el hueco
de la pared, en un difícil equilibrio escurrió su cuerpo hacia dentro.
Aquella apertura, en contra de lo que pensaba, no daba a la maquina-
ria, sino a uno de los huecos de los montacargas que se utilizaban para
llevar las mercancías a los dirigibles. Varios gruesos cables de acero os-
cilaban en mitad del enorme hueco, flanqueado por cuatro raíles. De la
plataforma no había ni rastro. Probablemente estaría o muy abajo o muy
arriba.
No demasiado lejos de ella había una pequeña escalera que emplea-
ban los técnicos en caso de avería. Alargando los dedos y acercándose lo
más posible a la sucia pared, consiguió agarrarse a uno de los peldaños
de acero. Parecía que lo tenía bien afianzado, pero la capa de grasa que
lo cubría hizo que sus dedos resbalaran cuando desplazó su cuerpo hacia
adelante. Su otra mano no pudo sostener su peso y, sin ser capaz de gritar
por la impresión, cayó por el hueco.
El aire la golpeaba y era difícil pensar. La plataforma del montacargas,
llena de grandes cajones de madera, comenzó a divisarse rápidamente.
Una caída así apenas iba a durar unos segundos, pero en su mente pare-
cía una eternidad.
Extendió la mano hasta uno de los cables de acero que sostenían la
plataforma y trató de agarrarlo con todas sus fuerzas. El brusco frenazo
le desencajó el hombro con un fuerte crujido y el guante empezó a rom-
perse por la fricción, amenazando con destrozarle la mano, pero redu-
ciendo la velocidad considerablemente. No había llegado a detenerse por
completo cuando una de las poleas que tensaban el cable la golpeó y la
lanzó despedida hacia atrás. El impacto contra las cajas que aguardaban
en la plataforma hizo saltar algunas astillas por los aires, levantando pol-
vareda y un gran estruendo que resonó por todos los pasillos de la planta
baja.
Uriel estaba sentado frente a la mesa del despacho de Miguel, que leía
detenidamente una carta manuscrita por el propio pelirrojo. La escudri-
ñó con detenimiento durante largo rato; con un gesto de aprobación, la
volvió a meter en el sobre que tenía el sello roto y la guardó celosamente
en el primer cajón del escritorio.
—¿Está todo correcto? —dijo Uriel, que había permanecido callado
desde que le diese el documento.
—Eso parece. —Se acercó de nuevo a la mesa y observó la expresión de
Uriel. Algo que, sabía, era fútil—. Desconocía que aún tuvieras tan bue-
nos contactos en la diplomacia sureña.
—Esa carta te garantiza el apoyo del nuevo gobernador de Hazmín,
en pago por las molestias de retirar a su antecesor. —La ironía no le hizo
demasiada gracia, pero no tuvo más opción que encajar el golpe.
—¿Cómo sabré que hará caso de lo que aquí dices? Nada me garantiza
que te sea fiel solo a ti.
Uriel se recostó sobre el asiento.
—¿Cómo crees si no que pude entrar en Hazmín con un cartel de
búsqueda en todos los cuarteles del ejército? Una cosa es que tenga una
nave..., y otra entrar hasta el centro de la ciudad impunemente.
—De ese aesir ya hablaremos —dijo Miguel, aplazando el tema de la
nave robada—. He de reconocer que entrar allí para que te cogieran fue
ingenioso. Eras uno de los mejores, Uriel.
Se inclinó y sacó de la puerta de debajo del escritorio una botella de
coñac y dos vasos.
—¿Qué tal si dejamos nuestros rencores a un lado por un rato y brin-
damos por los viejos tiempos?
—¿Qué reserva?
—Del noventa y siete. Un buen año.
—Es un buen motivo entonces —aceptó el vaso que le ofreció y brin-
daron.
—Por los viejos tiempos.
—Por ellos estamos aquí —respondió el pelirrojo con una sonrisa.
Tras el sorbo que le dieron ambos y paladear el buen coñac, Miguel le
hizo una pregunta con malicia:
—¿Y si estuviera envenenado?
Uriel, lejos de sobresaltarse, sonrió y le dio otro sorbo.
—Sería lo más temerario que habrías hecho en tu vida, y, permíteme el
cumplido, Miguel, no eres estúpido.
Ambos se rieron a carcajadas. Ese momento fue como antaño. Un ins-
tante que Miguel sabía que no se iba a repetir, así que... ¿por qué no
disfrutarlo?
Durante el resto del día siguió ayudando a Agnes, pero como si se hu-
biera quitado un gran peso de encima, se sentía con fuerzas renovadas.
A la noche subió a su habitación pensando en que a la mañana siguiente
hablaría con Makien para que le explicara cómo llegar a la torre cinco.
Quería ver de nuevo a Fearghus. Iba a dejarlo todo y volver a casa, pese
a que Uriel se opondría, pero ya no quería seguir buscando a su madre.
Había invertido demasiados años en una empresa de la que ni siquie-
ra sabía los resultados. La abandonó, es cierto, pero a cambio le dejó a
alguien que la había cuidado y querido. No había motivo para sentirse
desgraciada y había llegado el momento de pensar qué hacer en el futuro.
Se sentó sobre la cama mirando la ventana, desde la que se contem-
plaba una parte de la ciudad.
Durante un instante, entre el rumor del viento, sintió algo extraño en
aquella estancia. Los días anteriores, ensimismada en sus problemas, no
había reparado en ello, pero el aire de aquel lugar no era normal.
Olfateó el ambiente y notó una textura familiar, muy diluida pero que
conocía bien. Había rastros de ether en aquel lugar. Mínimos, casi im-
perceptibles, pero estaban allí.
Sin dudarlo, se dirigió hacia uno de los bolsillos de su pantalón, que
estaba colgado del respaldo de la silla, y sacó un pañuelo en el que había
envuelto una tiza con extracto de argentano, la aleación de plata que se
usaba para las runas. Comenzó a trazar líneas y runas sobre el suelo de la
habitación casi en un acto compulsivo.
Siempre que escribía runas tenía la misma sensación: brotaban solas.
Raíces, radicales, subdivisiones... Toda esa amalgama geométrica tenía
un sentido muy claro en su mente.
Justo cuando acabó, partiendo el pequeño trozo de tiza que le queda-
ba pudo observar como casi todo el suelo de la habitación estaba ocupado
por la metaecuación, hasta el límite de haber tenido que apartar la cama
para ganar espacio.
Apoyó las manos sobre el centro de la estructura y dejó que su propio
ether fluyera a través de ella, dejándola casi exhausta. Se iluminó en azul
cada parte del conjuro y la habitación empezó a vibrar en un efecto ópti-
co. Estaba extrayendo una impresión que se había quedado en el ether de
un hecho que allí había acontecido. Para que aquello sucediera, tendría
que haber sido algo importante en la historia, pues rara vez algo afecta la
corriente etérea. ¿Qué pasó allí?
Todo se quedó en silencio, dando paso a una imagen del pasado que
allí había quedado impresa.
La estampa se distorsionaba, como si tratara de corregirse y resistir
aquel conjuro. Era algo extraño, puesto que revelar un evento impreso
solía dar como resultado un espejismo bastante claro, sobre todo si era
reciente. El aspecto de la habitación era muy diferente, por lo que se
podía apreciar. Parecía haber sido reconstruida, pues ni el suelo era el
mismo.
Un humano de pelo oscuro y desgreñado hablaba con una doalfar que,
cabizbaja y con las manos trenzadas sobre las rodillas, se encontraba sen-
tada en la cama mirando por la ventana. Estaban hablando, pero las in-
terferencias no permitían escuchar lo que decían.
Parecía que ella se calmaba y le decía algo, ante lo que el humano son-
reía y, con un gesto, quitándole importancia a lo que había dicho, salió
de la habitación.
La chica se quedó mirando la puerta cerrada, casi en la línea de vi-
sión con el lugar relativo que ocupaba Anna, de forma que pareciera que
la miraba a ella. Entonces vio cómo la doalfar de pelo castaño sonreía
tímidamente y, pese a la imprecisión de la imagen, en su rostro podía
adivinar una felicidad calmada pero intensa que solo podía significar un
sentimiento: amor.
Entonces los labios de ella susurraron el nombre de él, como si fuera
a Anna a quien se lo dijera:
—Adriem.
Las palabras actuaron como un martillo que destrozaron la imagen,
resquebrajando la estructura rúnica hasta deshacerla. Todo se disolvió
como si fueran cenizas arrastradas por el viento y la habitación volvió a
quedar en silencio.
Anna había consumido todas sus fuerzas. Incapaz de aguantarlo, su
cuerpo cayó sobre el suelo de la habitación, completamente exhausto.
Pero algo había resurgido en sus memorias. No podía entender por qué,
pero, en sueños, dijo:
—Ahora lo recuerdo...
Y como si, en efecto, de un bonito sueño se tratara, sonrió.
CAPÍTULO 13
-Un alto en el camino-
La sala del consejo permanecía con sus asientos aún vacíos, pero en
una hora se llenarían con la presencia de sus señorías para debatir la
grave crisis que ya no amenazaba la nación, sino que directamente la
había herido de muerte con la inminente caída en manos imperiales de la
marca occidental que defendía la ciudad fortificada del oeste.
Por ahora, dos eran las personas que allí hablaban de la situación.
Kai daba vueltas, claramente alterado, mientras su hermana Gabrielle,
apoyada sobre el atril de oradores, como era acostumbrado, conservaba
la calma y la templanza.
—¡Es demasiado pronto! ¡Maldita sea! Lo mandé certificar por las sha-
man. —Kai hacía lo posible por no golpear nada para desahogar su rabia.
—Siempre has confiado demasiado en esa máquina. ¿No tuviste sufi-
ciente con lo que pasó hace cinco siglos? Seguir sus predicciones casi nos
llevó a todos a la tumba —le reprochó.
—¡Tú no lo entiendes! Las máquinas han de trazar el futuro, si no, este
mundo se vendrá abajo.
—Pero se están deteniendo y no es la primera vez. Aunque, como siem-
pre, los comunes no lo recordarán y todos los acontecimientos excepcio-
nales serán aceptados o borrados. A veces me pregunto si las máquinas
son nuestras aliadas o nuestras enemigas.
—No digas tonterías, son meras herramientas que dejaron los antiguos.
—Se acercó a su hermana cansado de darle vueltas, tanto a aquella sala
como a la situación de las últimas semanas. Se sentía exhausto—. Hay que
utilizarlas en nuestro provecho para poder sobrevivir como individuos y
como raza. Yo tendría que haber llegado mucho antes de que atacaran
Estash y haber tenido tiempo para convencer al consejo. —Bajó el tono
de voz apretando los dientes. Su voz sonó como un siseo—: Así, llegado
este momento, me aclamaría y aceptaría de buena gana mi candidatura
como regente. Entonces tú no tendrías más remedio que apartarte de
mi camino y este país de nuevo sería mío para devolverle la gloria que le
pertenece.
Su hermana le sostuvo la mirada pese a la cercanía y las palabras. Sin
sorpresa en su rostro, respondió sin prisa ni sobresalto alguno, pero cada
palabra estaba cargada de autoridad:
—Tal y como esperaba de ti, Kai. Pero ¿para qué la necesitas a ella?
—¿A Eraide? —sonrió—. Ella conoció la verdad de Alma y es cuestión
de tiempo que lo recuerde. Ella me ama y hará todo lo que yo le pida, así
obtendré el poder para manipular esa maquinaria. Tendré el control ab-
soluto del destino. ¡Todos mis anhelos se harán realidad!
Gabrielle sonrió.
—¿A eso le llamas amor? Diría más bien que la estás utilizando.
—¡Te equivocas! —Kai desencajó el rostro en una mueca desquicia-
da—. La he amado durante cinco siglos. La amo a ella y a todo lo que
representa.
—¿Quién? ¿Eraide o la Princesa Oscura?
El dragón se quedó sin palabras. No sabía cómo responder a una pre-
gunta tan sencilla y se sorprendió de sí mismo.
—Lo imaginaba —sonrió ella, claramente satisfecha.
Kai se dio cuenta de que su hermana no le estaba mirando a él, sino
que de reojo observaba la puerta. Entonces fue consciente de que se la
había jugado y en su rabia había dejado de prestar atención a su alrede-
dor.
—¿Y tú, qué piensas?
La puerta se abrió lentamente, y la silueta de Eraide se adivinó re-
cortada por la luz que entraba del pasillo en aquella gran cámara aún en
penumbra.
Se giró sin que pudiera verle la expresión de la cara y caminó por el
pasillo. Kai corrió tras ella.
—¡Eraide! ¡Espera!
—Calla —dijo sin girarse, con un tono tan carente de sentimiento que
le heló la sangre.
—No, déjame que te explique...
—Tal vez luego, Kai. —Se giró y su rostro no reflejaba emoción alguna.
Era una máscara indescifrable—. Deberías seguir atendiendo a tus obli-
gaciones. Yo me retiraré a mi habitación, necesito descansar. Harán falta
todas mis fuerzas para los momentos oscuros que se avecinan. —Se dio la
vuelta y siguió caminando—. Procura no agotarte demasiado.
Kai fue incapaz de decir nada. Sólo pudo maldecirse por ese instante
en el que perdió su autocontrol. Su plan se estaba desmoronando por
momentos, pero ¿por qué? Necesitaba pensar y aclarar sus ideas. Lo que
había provocado la parada de los oráculos había sido el origen de su des-
gracia, o podía ser que Cruz lo supiera de antemano y se hubiese dejado
embaucar. Pero de nada tenía que lamentarse si podía detectarlo y arre-
glarlo; de ser así, aún estaría a tiempo de enderezar su plan.
Tal vez Eraide tuviera razón y fuese mejor dejarla sola. Luego la com-
pensaría, pero ahora tenía que priorizar cómo sacar provecho. A fin de
cuentas, si no podía manejarla, podía reconstruirla una vez más.
Alexa caminaba por los pasillos con paso firme, abriéndose camino
entre la guardia que la saludaba. Nadie se iba a interponer en su camino,
pero cuando estaba a punto de abrir la última puerta que quedaba hasta
su destino, dudó un instante. Ella misma era la única que podía hacerlo.
Cerró el puño y a punto estuvo de llamar cuando escuchó el gemido
de una chica joven, desde el otro lado de la puerta, acompañada de cierto
ajetreo.
Aquel no era un día para formalidades y aquellos suspiros rítmicos le
acaban de irritar por razones más que evidentes, así que abrió la puerta
que daba al dormitorio del Emperador sin paciencia para aguardar más
tiempo.
Una chica medio desnuda dio un grito que supo identificar perfecta-
mente con la voz que acababa de escuchar.
—Sal de aquí —ordenó mirando al Emperador, que estaba sentado en
su lujosa cama sin ánimo de vestirse.
—Alexa, por el amor de Alma, ¿cómo te atreves a entrar en mis apo-
sentos sin tan siquiera llamar? —Se reincorporó apartando a la mucha-
cha—. Vete, déjanos a solas a la comandante y a mí —dijo sin tan siquiera
mirarla.
La joven se escabulló entre la puerta y la delven, sin levantar la mira-
da del suelo, mientras portaba su ropa tratando torpemente de taparse.
Alexa cerró la puerta con un sonoro portazo.
—Creo haber dado instrucciones para que no me molestaran.
—Sí… Algo me han dicho mientras venía.
Se levantó de la cama y acertó a ponerse algo de ropa interior.
—Hubiera preferido que no vieras esto, si te sirve de consuelo.
—No importa, puedo entenderlo. A fin de cuentas, no soy tu mujer,
sabía que esto pasaría tras estar tantos meses fuera, Alejandro.
Se quedó parado mientras se abrochaba la camisa.
—Vaya… Muy maduro por tu parte. Esperaba una reacción menos
comprensiva, pero parece que el frente te ha atemperado.
—Déjalo, no digas nada, no he venido para hablar sobre tus pasatiem-
pos.
El emperador se acercó a ella atravesando aquella gran habitación de-
corada con tapices y obras de arte traídas desde los distintos rincones del
Imperio.
—¿Qué sucede? —dijo visiblemente preocupado—. Sé que la guerra en
el este no…
Ella le posó el dedo sobre los labios.
—No he venido a hablarte como emperador, Alejandro.
Tomó aire para contener el vértigo que sentía. Acarició con la mano su
vientre, aún disimulado por el abrigo y la capa que no se había quitado
al entrar.
—He venido a hablarle al padre de mi hijo —afirmó clavando sus ojos
claros y cristalinos en los oscuros de él.
—¿Qué?
Este se quedó mirándola durante unos segundos que se le hicieron
eternos, sin saber qué pasaba por la cabeza del emperador.
—Di algo, por el amor de Alma.
—¿Estás segura de que es mío?
—Yo no soy como tú, ni mi posición ni mi deber me lo permiten —dijo
mirando la cama deshecha.
—De acuerdo… —Tomó aire—. Sabes lo que esto significa si lo haces
público. Puedo arreglar las cosas para alejarte de los focos de atención, si
es que quieres seguir adelante, pero no puedo asegurarte nada.
—Sí, lo he decidido y quería que fueras el primero en saberlo. Mañana
mismo presentaré mi renuncia.
Pasaron unos instantes en los que ella no fue capaz de discernir la re-
acción de él, temiendo que la rechazara. Un nudo se había formado en su
garganta y en aquella espera sentía que iba a romper a llorar.
Él la abrazó con fuerza y se rio en un estallido de júbilo.
—¡Eso es fantástico! —La besó en la frente y la volvió a mirar a los
ojos—. Alexa, a ese niño no le va a faltar nunca de nada.
—Alejandro… Yo… Yo no sé qué decir…
—Bueno, no será nada oficial, claro. —Se quedó pensativo y volvió a
sonreír—. De momento.
—¿De momento?
—Déjame que hable con algunos de mis consejeros en el senado, pero
tú ahora deberías descansar. ¿Quieres quedarte?
Miró las sábanas y, con amabilidad, se apartó de él.
—No, hoy será mejor que no.
—Está bien, mañana hablaremos.
Cuando Alexa se hubo ido, el emperador volvió a tumbarse sobre la
cama. Sin duda, de todas las mujeres con las que había estado, la delven
era a quien siempre había querido, pero el hecho de que fuera militar le
impedía afianzar cualquier lazo con ella, así que con el tiempo se había
acostumbrado a la idea de que nunca dejaría su carrera por él.
Pero lo había hecho. Además, un hijo con sangre delven, aunque fuera
bastardo, sería bien visto por los ilnoanos y por el senado para afianzar
la corona una vez Kresaar hubiese caído.
¿Qué podría salir mal? Agitó la cabeza ante aquel pensamiento. ¡Nun-
ca se debía tener!
Pero aquella noche se sentía feliz.
Alister abrió uno por uno los sellos de la puerta que daba a la habi-
tación de invitados y que hacía las veces de improvisada prisión. Enfun-
dado en la armadura que por siempre había sido su segunda piel, la cual
le otorgaba el aspecto por el que todos le conocían como zodiakel, negó
con la cabeza, al ver que Judith, o Dythjui, como se hacía llamar ahora,
parecía haber escapado.
Era poco probable que lo hubiese hecho, pues su poder no era el de
antaño, pensó mientras se adentraba en la estancia. Aunque sabía que
antes o después iba a intentarlo, pues aquella chica nunca supo estarse
quieta, por alguna razón que desconocía, no había querido alertar a los
demás. Tal vez estuviera cansado de aquella situación o, sencillamente,
no deseaba que lastimasen a su amiga.
Se giró y volvió sobre sus pasos, dejando la puerta abierta, mientras
las piezas de la armadura chocaban entre ellas con un ruido metálico que
resonaba por los pasillos de aquel viejo monasterio que nadie había usa-
do durante décadas, tal vez siglos, y que se había convertido en su hogar
desde que se unieran a Cruz.
El antiguo reloj que coronaba la bóveda de la nave norte daba las cam-
panadas que indicaban la hora en punto. Era una mañana muy fría en las
calles de la capital imperial; la nieve que por la noche había caído perlaba
los tejados, incluyendo el de la catedral. En su tiempo fue el edificio más
alto de Tiria, una obra construida para enaltecer a Alma que, con el tiem-
po, había quedado ensombrecida por el palacio imperial. Sus paredes de
más de cuatrocientos años descansaban sobre los restos de una antigua
ermita.
Nunca trascendió a público, pero en las excavaciones de los cimientos
aparecieron las reliquias más preciadas por la Santa Orden: la Sacras
Squelas. Semienterradas en lo que fueran unas catacumbas, de las cuales
nadie fue capaz de determinar su antigüedad exacta.
Pero las squelas necesitaban una fuente de energía y ese secreto había
sido celosamente guardado. Sabía que existía, pero su localización había
sido un secreto incluso para Uriel.
Con el fin de estudiar aquel cristal —que suministraba la energía a ese
oráculo— y los posteriores experimentos que se hicieron en torno a él, se
había construido un complejo subterráneo. Pero al parecer, una vez se
localizó la entrada tras bajar a los sótanos de la sacristía, llevaba largo
tiempo olvidado. La puerta, que por fuera parecía una sencilla pieza de
madera, era en realidad una pesada losa de metal cuyas bisagras chi-
rriaron. El aire estaba enrarecido y un olor a humedad bastante fuerte le
hizo optar por subirse el embozo de la capa. Llevaba más de quince años
sellado tras el fracaso de los últimos experimentos, si los informes no
mentían. Pero las pisadas que se dibujaban en el polvo acumulado en el
suelo le hacían pensar lo contrario: alguien lo había estado visitando con
cierta asiduidad.
Controlar el destino indagando en las profecías del oráculo, tratando
de invertir su funcionamiento, fue una idea demasiado ambiciosa que
terminó en el más nefasto resultado. Los sujetos sobre los que se aplicó
eran consumidos por el Eco, haciendo estragos en sus mentes, algo de lo
que tanto Uriel como Danae fueron testigos. Pocos sobrevivían, y los que
lo hacían perdían la conciencia de sí mismos.
La última puerta sí que fue un desafío, pues estaba bloqueada por un
sistema de combinación. Una auténtica caja fuerte que le llevó su tiempo
desbloquear. Aún no había perdido su fino oído para percibir los resor-
tes de cada una de las cerraduras y los viejos modelos aún usaban cier-
tas claves que se sabía de memoria. Resopló aliviado cuando saltaron
los pernos y la pesada hoja de acero se quejó con un crujido prolongado
mientras era abierta con algo de esfuerzo. Las quemaduras empezaban a
doler ahora que se habían enfriado y el solo roce con la ropa se convertía
en un suplicio. Se apretó el brazo con la mano para que el sentido del
tacto se impusiera sobre el dolor y mitigara aquel malestar. Fue una estu-
pidez lanzarse contra Rognard, pero, a fin de cuentas, él se había llevado
la mejor parte; aún podía caminar.
Ante él se abría un antiguo laboratorio, en el que los instrumentos
hacía largo tiempo que fueron usados por última vez, como atestiguaba
la densa capa de polvo que los cubría. El escenario, a medida que iba
encendiendo los candiles y emergía de la oscuridad, era aun más tétrico.
Una de las zonas estaba más limpia, probablemente había sido usada
hacía poco. Junto a ella, varios tanques; de uno de ellos salía un débil ful-
gor por la pequeña escotilla de cristal, férreamente remachada. Se acercó
y se asomó, poniéndose de puntillas. Dentro, tal y como suponía de an-
temano, estaba Shara, dormida y suspendida en un líquido que, a ojos
vista, parecía ether licuado. El solo toque de esa sustancia se presuponía
mortal, y no en vano lo atestiguaba una señal en la puerta con varios
círculos concéntricos rotos que advertía del riesgo de abrirla sin un traje
aislante adecuado.
Miró a su izquierda; el laboratorio se abría a una sala mayor en la que,
encerrado en una cámara que ocupaba casi toda la estancia, estaba un
cristal suspendido por cadenas al que se habían conectado varios cables
que enlazaban con los tanques. Emitía un débil fulgor rojizo, apenas visi-
ble pese a la oscuridad reinante. Ahí estaba el origen de todas las aberra-
ciones cometidas por el SSI en su afán por controlar el destino. La fuente
de energía de las Sacras Squelas.
Volvió a mirar al tanque, donde se encontraba Shara. Se quedó ob-
servándola y por un momento sintió pena al verla ahí encerrada. ¿Para
quién de los dos era mayor la desdicha? Ella, a fin de cuentas, no era
consciente de lo que iba a suceder.
Al menos, por un tiempo, pudo protegerla de su propio pasado. Esta-
ban en paz.
Un tiempo que le parecía lejano, una bruma en sus recuerdos que el
Eco había tratado de borrar. Permanecían en su memoria, resistiéndose
a olvidar que la chica fue en algún momento humana, antes de que el
mundo olvidara de nuevo.
No había pasado mucho tiempo cuando Gabrielle, junto a los dos ca-
balleros que la escoltaban, llegaron a la plaza medio derruida sobre la que
yacían varios cadáveres de soldados kresáicos e imperiales. Los escom-
bros contrastaban con una zona de adoquines que permanecía intacta.
Ambos caballeros se pusieron delante de ella y avanzaron unos pasos,
cubriendo a la dragona de la persona que, en cuclillas, repasaba con el
dedo los bordes de los adoquines que habían permanecido libres de la
destrucción, apartando el polvo y la ceniza que se había acumulado sobre
ellos.
—Señora, manténgase atrás —pidió uno de los caballeros dragón.
Ambos doalfar se adelantaron poco a poco con sus armas prestas. La
persona resultó ser una joven humana que, ante el ruido de las pisadas,
los miró con curiosidad mientras se limpiaba los dedos entre sí, hasta
que su expresión se llenó de júbilo.
—¡Grabrielle! —dijo con un tono desagradablemente familiar—. Veo
que no soy la única que ha llegado tarde. —Era difícil no reconocerla.
—Judith, creía que ya no te entrometías en asuntos mundanos. —Miró
alrededor, comprobando la destrucción del lugar—. ¿Qué haces aquí?
La chica se puso en pie y suspiró.
—Hace tiempo que quiero dejar de usar aquel nombre, pero sois de-
masiados los que me conocéis y vivís más de lo necesario. Dythjui, por
favor. —Se encogió de hombros—. Si crees que yo he hecho esto, te equi-
vocas. Me conoces bien.
—¿Otro de los tuyos? ¿Quién?
—Fíjate —le sonrió—. Para mí parece que fue ayer cuando sólo eras
una niña. El último dragón en nacer y... ¿ya tienes…?
La pregunta no fue del agrado de Gabrielle, que frunció el ceño ante
aquel intento de desviar su atención.
—No es el mejor momento para hablar de mi edad. Dime, ¿qué haces
aquí? ¿Vas tras otro zodiakel?
—Ya te lo he dicho: llego tarde, al igual que tú. La diferencia es que yo
sé a quién quiero encontrar, pero ¿por qué debería decirte su nombre?
¿Acaso cambiará algo?
Gabrielle se percató de que sus caballeros habían echado mano a las
armas, molestos ante el tono desafiante e insolente de la, en apariencia,
humana.
—¡Quietos! —ordenó la dragona—. Ni se os ocurra atacarla.
—Pero..., mi señora, esta común os está faltando al respeto…
—Cuánto tiempo sin escuchar esa expresión —dijo mirándola esa zo-
diakel que ahora se hacía llamar Dythjui—. Soy de todo menos común, así
que haced caso a vuestra jefa.
Se miraron desconcertados, pero Gabrielle se adelantó con la mano en
alto. No iba a perder dos vidas más, aunque a sus caballeros les costara
entenderlo. Ambos se echaron hacia atrás, reticentes, apartando sus ma-
nos de las armas.
—Entonces, si no cambia nada, ¿por qué no decírmelo? A pesar de que
mores estas tierras desde antes que mis ancestros nacieran, estos siguen
siendo mis dominios y lo que aquí acontece me concierne. —Miró a su
alrededor—. Aunque puede que por poco tiempo. Tu compañero sólo va a
encontrar civiles aterrorizados y soldados dando sus vidas para permitir
la creación de un gobierno en el exilio. Más que su nombre, me interesa
saber qué busca entre este caos. —No muy lejos de allí, un impacto de
artillería destrozó un par de edificios que, como un castillo de naipes,
sucumbieron hasta no quedar de ellos más que una nube de polvo—. No
me gustaría alargar esta conversación.
—Mi amigo no es más que un simple común que busca a la mujer que
ama. Nada más simple, nada más noble —dedicó un gesto burlón a los
dos doalfar.
—¿Un humano sephirae con este poder? Ninguno podría sobrevivir
a semejante cantidad de ether, no seas ridícula. Si deseas tomarme por
estúpida, este no es el mejor momento. Dime quién es en realidad.
—No me creas si no quieres, pero ¿sabes por qué es tan importante
para mí ese humano? Es una razón muy sencilla que seguro comprende-
rás.
Gabrielle la miró, desafiante, sabiendo que la zodiakel estaba jugando
con las palabras y con su tiempo. Un tiempo muy valioso a juzgar por la
situación.
—Su destino es igual que el de los dragones: morir consumido por su
propio poder, disueltos de la existencia por Alma. Pero a diferencia de
vosotros, no está asustado. ¿Acaso no os cansáis de ser unos cobardes?
—dijo, sonriente, Dythjui.
La dragona sintió cómo esas palabras se clavaban cual puñalada cer-
tera en lo más profundo de su orgullo.
Las marcas de energía que recorrían cuerpo se volvieron mucho más
intensas en contraste con el color de su piel. Extendió los brazos, dis-
puesta a invocar runas y dirigir un conjuro contra la zodiakel, pero la
mirada serena de su objetivo, a diferencia de sus dos caballeros, que re-
trocedían nerviosos, le hizo comprender el final de aquella acción.
Sus manos temblaron, las cerró con fuerza para evitar trazar los gestos
que tanto ansiaba, y bajó los brazos sintiendo que había perdido el com-
bate sin empezarlo tan siquiera.
—Sabes que tengo razón, Gabrielle. Habéis tratado de esquivar vues-
tro final siglo tras siglo, esperando sin hacer nada. Incluso ese gran casti-
llo no deja de ser una cueva como las que aparecen en las leyendas, donde
esconderos a salvo con vuestros tesoros.
Gabrielle la escuchó sin poder replicar sus palabras cargadas de ver-
dad. Esa misma sensación la había tenido todos aquellos años.
—¿No es Kresaar una ilusión de lo que fue Galdabia? —apuntó la zo-
diakel.
—Galdabia era un sueño que se tornó realidad. Fuimos creados para
gobernar con sabiduría —respondió Gabrielle.
—Ophiucus os creó como armas para acabar con los antiguos —dijo
enfadada Dythjui, con un repentino cambio de humor que desconcertó
a Gabrielle—. Galdabia sólo fue un intento de rehacer lo que vosotros
quisisteis destruir: Enock.
—Se destruyeron a sí mismos, pero Galdabia era diferente, hubiera
vivido mil años si no fuera por ella... tu pupila. ¡Y tú eres responsable de
su caída!
Dythjui avanzó, acercándose a la dragona.
—No nos culpes a Eraide ni a mí de vuestro fracaso.
Gabrielle se mantuvo firme, aguardando y pidiendo, con un leve gesto
de la mano, que los caballeros siguieran al margen. Las batalla se había
alejado y ahora era en la cara norte de la ciudad donde se concentraba el
combate.
—Míranos, sólo hablamos del pasado. Pero yo, hoy, he venido a buscar
a un amigo y tú estás a punto de perder una ciudad. —Se acercó hasta
su altura y se puso de puntillas para llegar a susurrarle al oído—: Dime,
¿huirás y dejarás que todos estos comunes mueran para satisfacer la su-
pervivencia de tu raza? ¿Serás tan egoísta como tu hermano? ¿O por una
vez harás algo en vez de culpar a la Princesa Oscura de tu desgracia?
Le dio un beso cálido en la mejilla, cerca de la oreja.
—Gebrah lo intentó, aunque no de la forma correcta. —Se alejó de ella.
En voz alta y con una sonrisa sincera, añadió—: Yo tengo fe en ti, Gabrie-
lle. Siempre fuiste diferente.
Se alejó sobrepasándola sin añadir nada más, siguiendo su camino
hacia el centro de la ciudad, donde se erigía el castillo que sufría algunos
impactos de obuses, pero resistía con orgullo.
Gabrielle echó la mirada atrás y observó aquel paisaje desolador. Las
calles vacías eran sacudidas por los truenos de los cañones que, cuando
cesaban durante algunos segundos, se empañaban por los lloros de las
personas que trataban de refugiarse en sus casas.
Los cuerpos yacentes en el suelo por el impacto de los proyectiles ya
carecían de cualquier traza de vida. Las puertas de la ciudad no aguan-
tarían durante mucho tiempo el asedio de los imperiales, con un ejército
de defensa mermado debido a que gran parte se había movilizado para
escoltar la huida en retaguardia del gobierno.«¿Qué clase de nación van
a instaurar? Qué excusa más laxa y asquerosa». Su gesto se torció. Sen-
tía auténtica vergüenza, pues hasta el enemigo estaba demostrando más
bravía. Miró al cielo, empañado por las nubes que se teñían de fuego. «La
Princesa Oscura destruyó Galdabia, pero Kresaar está siendo destruida
por su pasividad».
Se giró hacia los dos caballeros:
—¡Vosotros dos! Coged a la gente de los arrabales, tomad a los solda-
dos que necesitéis y llevad a los que podáis al castillo. Allí tendrán alguna
posibilidad de sobrevivir a los disparos. Si la ciudad es tomada, confie-
mos en que el enemigo se apiade de ellos.
—¡Pero señora, la ciudad es enorme! Es imposible llevarlos a todos...
—¡Pues lo intentaréis! Todo el que podáis salvar. ¡No me hagáis repe-
tir la orden! —dijo apremiante.
—¿Y vos? No podemos protegeros si acatamos la orden.
Gabrielle se desprendió de la túnica y de varios de sus ornamentos.
—Allí a donde me dirijo no necesitaré vuestros servicios, así que id.
¡Deprisa!
Ambos asintieron y salieron a la carrera siguiendo las instrucciones
de la dragona. A su espalda, cuando ya habían recorrido algunas calles y
estaban sacando a los primeros civiles de sus casas, un fuerte viento los
sorprendió.
Al girarse contemplaron el vuelo de un dragón de escamas doradas
hacia el cielo. Enorme y majestuoso, volaba esquivando los proyectiles
hacia la flota Kresaica.
Adriem veía cómo la nave se separaba del amarre ante los gritos de
varias personas que se habían quedado en tierra y ahora sopesaban sus
opciones para encontrar un refugio, agotadas las vías de escape de la
ciudad.
Sólo podía ver la aeronave moverse y buscó desesperado alguna for-
ma de llegar a ella, pero no veía posibilidad alguna. El aesir maniobraba
lentamente, empujado por la energía de uno solo de sus reactores y una
importante sobrecarga.
—¡No! ¡Maldita sea! —gritó desesperado.
A su lado, la niña, con su capa ajena al viento que hacía en lo alto de la
grúa, miró cómo se alejaba la nave.
—Tus habilidades son muy buenas, pero no sabes volar.
Se sentía impotente. Una sensación que había olvidado durante aque-
llos tres años y que no había echado de menos.
—No… —Adriem miró la nave y dio dos pasos hacia atrás—. No está
todo perdido.
—Por favor, no lo hagas —dijo la pequeña con una sonrisa nerviosa—.
Deja de usar ether, ya la encontraremos cuando esto se calme.
—No. Estoy demasiado cerca —la interrumpió—. No la voy a dejar ir.
La imagen de su despedida en Nara vino a su memoria. Parecía que
hiciese siglos de aquella escena.
—Adriem… —Su cara palideció—. Oh, no… No. Si fallas, ya no habrán
más oportunidades. —Dio un par de pasos más hacia atrás—. Aunque lo
consigas, piensa que tu ether se va a descontrolar…
—Ahora ya sólo puedo avanzar.
Empezó a correr por la estructura y cuando llegó justo al borde, miró
la nave. Todo se volvió en blanco y negro excepto él mismo. Sintió cómo
la energía fluía, no sólo por él, sino a través de todo lo que le rodeaba. En
el interior del aesir, el generador era un enorme destello.
El poder de hacer posible lo improbable, de desafiar el anhelo del des-
tino.
Las personas que estaban allí abajo vieron cómo alguien hacía cabe-
cear una grúa, retorciendo los hierros, sólo con el impulso para saltar.
Se acercaba rápidamente a la mole de metal. Iba a llegar, podría verla
de nuevo.
Se preparó para el duro aterrizaje contra la estructura... Pero nunca
llegó a posarse sobre ella, pues una sombra y un fuerte impacto le saca-
ron de su trayectoria. Algo le golpeó con una violencia que, de no haber
estado su ether fluyendo por su cuerpo, le hubiera destrozado al instante.
Golpeó duramente contra el suelo y rebotó varios metros hacia atrás,
hasta que le detuvo una pared. Aturdido y dolorido, comenzó a abrir los
ojos para contemplar cómo la sombra de un dragón descendía ante él y
eclipsaba el cielo. Por un momento pensó que era Gebrah, pero no era
posible. Tampoco resultó ser una alucinación cuando sintió que sus ga-
rras lo atrapaban con fuerza.
Sin embargo, en el momento que se lo acercó al rostro, pese a aquella
forma pudo reconocerlo. Aquella presencia era inconfundible...
—¡Kai! —dijo sin apenas aire en los pulmones por la presión.
El dragón le miró y pudo escucharle sin que este abriera la boca, que
solo mostraba sus fauces apretadas. Su voz se proyectó, directa, en su
mente:
«¡Nunca podrás acercarte a ella! ¡Porque hoy te destruiré, Adriem!»
CAPÍTULO 21
-A veces sólo podemos avanzar-
Parte 2
Cerca del puente de mando había una zona donde habitualmente vivía
la tripulación, mas ahora estaba llena de gente que, sentada, rezaba para
que la aeronave no fuera derribada mientras se alejaba de la ciudad.
Allí se había acomodado a Eraide y Meikoss. Ante la insistente peti-
ción del caballero les dieron, no sin cierto malestar, un lugar más tran-
quilo donde cobijar a un miembro de la nobleza. La doalfar había podido
tranquilizarse mientras se masajeaba la mejilla.
—Lo lamento, espero no haberte hecho mucho daño, pero no me de-
jaste elección. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Meikoss sentándose a
su lado, cabizbajo. Sobre el duro suelo, descansaba la espalda contra una
de las paredes de la sala—. Tienes mejor color, sin duda —apuntó.
Ella notaba calor en las mejillas, y sus manos, que habían palidecido,
recuperaban poco a poco un tono más saludable. ¿A qué se debía aquel
ataque de pánico? Sólo habían llamado a otra persona; sin embargo, algo
en su interior se había quebrado.
—Creo que sí —dijo tras unos instantes en silencio—. Supongo que ha
sido la tensión de la huida, es la única explicación —razonó, molesta—.
Pero que no se te vuelva a ocurrir nada parecido.
—De verdad que lo siento. ¿Pero quién era ese tipo? ¿Le conocías?
Por un instante estuvo a punto de responder que sí... No tenía sentido;
iba a decir un nombre, pero justo antes de pronunciarlo, al pensar sobre
ello se dio cuenta de que no tenía ni idea. Era desconcertante.
—No lo sé, Meikoss. No le había visto nunca. —Suspiró pesadamente y
cerró los ojos—. Probablemente me habrá confundido con alguien.
—Bueno, lo importante es que estés mejor y que nos alejamos de la
ciudad. He preguntado al capitán aprovechando nuestra visita, y por lo
que sé, nos dirigimos al este, hacia Est-lar. Allí podremos desembarcar y
buscar alguna forma de bordear el frente. Por Fraiss podríamos llegar a
Detchler sin demasiados problemas.
—Bien —asintió ella, absorta aún en los hechos del puerto.
—¿Me estás escuchando? —preguntó Meikoss.
—Bien —volvió a responder ignorando la cuestión.
El caballero dechtliano se incorporó sin ocultar lo enfadado que esta-
ba.
—Necesito algo más de colaboración por tu parte. Siento ser así de di-
recto, pero he de hablarte con franqueza: debemos centrarnos en los pro-
blemas que se nos van a presentar, pues apenas tenemos dinero y va a ser
difícil encontrar a alguien que nos ayude hasta que no pisemos mi tierra.
Abrió los ojos y le miró, dispuesta a disculparse. Tenía razón, pero le
llamó la atención un doalfar que se acercaba a ellos.
Era moreno de pelo y portaba una casaca maltrecha. Meikoss se quedó
mirándolo, con la mano sobre la pistola, mientras Eraide se levantaba
encarándole.
—¿No te acuerdas de mí? —dijo apartándose algunos mechones de ca-
bello que caían por su cara. Tras ellos, un parche cubría un ojo marcado
por una profunda cicatriz que le atravesaba la cara.
Eraide le miró con desagrado.
—No. ¿De qué dices que nos conocemos?
El hombre la miró directamente a los ojos, mientras Meikoss se le
acercó sin apartar la mano del arma.
Pero el doalfar le ignoró por completo, observándola fijamente hasta
el punto de hacerla sentir realmente incómoda.
—Ya te he dicho que no te he visto en la vida; por favor, vete y déjanos
en paz.
—Has escuchado a la señorita, así que haz el favor de apartarte —dijo
Meikoss interponiéndose entre ambos.
—Comprendo. —Hizo una pequeña reverencia con la cabeza—. Lo
siento, pensé que teníamos un conocido en común. Ruego que me dis-
culpe, alteza.
Cuando fue a darse la vuelta para alejarse, Eraide le agarró de la man-
ga, cogiendo a Meikoss desprevenido.
—¿Cómo sabes quién soy? —dijo sujetándole con fuerza.
Con cierta amabilidad soltó su mano y la tomó entre las suyas.
—Nadie queda que te recuerde, Princesa Oscura…, y así deberá seguir
siendo —replicó con expresión sombría.
—¿Qué...?
Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando tiró de ella hacia delante y
con un paso la tomó. Desenfundó la daga que portaba al cinto, al lado del
sable, y su brillo se reflejó a pocos milímetros de su costado.
Meikoss echó mano a la pistola, pero el doalfar chasqueó la lengua y
negó con la cabeza.
—Yo no lo haría.
—Maldito —dijo apretando los dientes.
A Eraide le costaba respirar. En cada inspiración podía notar la punta
del afilado cuchillo que amenazaba con hendirse en una puñalada mortal.
—¿Qué quieres?
—Por ahora, que permanezcas en silencio. No queremos llamar la
atención, ¿verdad?
—Juro por Alma que me las vas a pagar. —Meikoss dio un paso ade-
lante, pero ella tuvo que negar con la cabeza al notar cómo el arma atra-
vesaba la tela y el frío metal punzaba su piel.
—No, por favor. Meikoss... —la voz se le entrecortaba. Sin tan siquiera
tuviese su magia, ese malnacido sería ya un cadáver, pero ahora, sin po-
der alguno, su vida estaba en sus manos.
—Vamos fuera —y la empujó hacia la escotilla—. Tú delante, humano.
Nadie se percataba. Todos estaban demasiado asustados como para
reparar en ellos tres.
Poco antes, al este del aesir, un dragón había volado sorteando las
aeronaves portando entre sus garras a un humano hasta que superó las
nubes. El frío era intenso por la altitud y el sol se reflejaba en las escamas
del dragón sobre la tormenta, que se arremolinaba en espirales tratando
de conquistar el cielo.
—¿Por qué no te quedaste fuera del mundo? Te envié a morir y te em-
peñas en seguir vivo. ¡Eres igual que Arshius!
Adriem lo miraba sin poder apenas moverse por la tremenda presión
de las garras que oprimían su cuerpo. Pero, no sin dificultad, aún era
capaz de hablar.
—¡Te... e-equivocas! —espetó.
—¡El mundo te ha dado la espalda! ¡¿No lo entiendes?! Nadie te re-
cuerda, ni siquiera ella. Así que arrástrate hasta el agujero de donde has
venido y muérete allí. Tu oportunidad pasó, Adriem, y has fracasado. La
mujer que juraste proteger murió y por eso ella está conmigo.
—¡No, Kai! —Adriem gritó mientras, con toda la fuerza que podía ex-
traer de su espíritu, apartaba las falanges del dragón. Ya conocía la histo-
ria: cómo envió a la persona que amaba Eraide al frente y éste se rebeló;
cómo le dio la espalda a ella cuando le rechazó en favor de un humano—.
¡Era parte de tu plan, pero nunca la amaste! ¡Querías salvar a tu raza y a
ti mismo por la tonta profecía de un oráculo, pero ella se salió del guión,
no fue la marioneta sumisa que esperabas! ¡Tú fracasaste! ¡Tú la mataste
hace quinientos años!
Los ojos del dragón se abrieron como platos.
—¡Silencio! ¡Todo es tu culpa! Por fin acabaré con tu existencia, que
todo lo envenena.
La presión aumentó, pues Kai trataba de apresarlo de nuevo, pero en
un último esfuerzo Adriem proyectó toda su energía fuera del cuerpo,
golpeando la garra del dragón y liberándose por completo.
Aún con dificultad por el viento que se le metía en los ojos mientras
caía, pudo ver cómo el dragón emitía un rugido antes de internarse entre
las nubes. Giró sobre sí mismo y observó la gran ciudad sobre la que se
desarrollaba la batalla. Como brasas de una hoguera casi extinta, los in-
cendios devoraban los edificios que quedaban en pie, en distintas zonas.
Era una belleza desgarradora, dolorosa, mientras se precipitaba hacia
un grupo de aesires enzarzados en una lucha sin cuartel. Trató de esta-
bilizarse como pudo para ver dónde iba a caer, percatándose de que su
trayectoria le llevaba directo no al suelo, sino a un objetivo más próximo:
un enorme destructor imperial, con su fuselaje pintado en negro.
Mientras caía, del cristal de esencia que colgaba de su cuello pudo
escuchar la voz de la niña.
«Gracias».
Adriem sonrió. Aún no era el momento de terminar su camino si, al
menos, hacía sonreír a alguien también.
No fue un aterrizaje suave. Concentró las fuerzas que pudo y empezó
a verlo todo de nuevo en blanco y negro, excepto las fuentes de energía.
El generador del destructor brillaba con una intensidad que casi le cega-
ba. También pudo sentir que Kai, desde su posición, estaba acumulando
ether, dispuesto a rematarle.
Directo hacia la cubierta de proa, la energía canalizada a través de su
cuerpo se manifestó en descargas eléctricas que, como si se tratara de un
electroimán, le repelían del metal del casco de la aeronave. Pese a que
frenó considerablemente, el impacto contra el suelo reventó algunas de
las planchas del fuselaje, haciendo saltar por los aires los remaches que
las sujetaban.
Se incorporó aquejando un terrible dolor en el cuerpo, y una tos espas-
módica hizo fluir un líquido ferroso por su boca. Había rozado el límite.
Las noticias que llegaban del frente no podían ser más halagüeñas. La
cámara del senado hervía en una euforia contenida mientras aguardaba,
con forzada prudencia, la noticia de la caída de Estash tras el abandono
de la ciudad por parte del gobierno kresáico. La guerra no duraría mucho
más, y tras ello quedaría la lenta consolidación del poder en todos los
territorios de Salomónica y Sireni de más allá de la cordillera, tomados
por el glorioso ejército al servicio del Emperador. Un golpe encima de la
mesa que indicaba quién era el soberano en el continente de Eidem.
Muchas eran las informaciones que llegaban desde el poderoso reino
de Idesha, en las lejanas tierras de oriente, más allá de las islas de Kuri-
sai. Una amenaza dormida que el Imperio no podía ignorar, y tras aquella
guerra, dolorosa pero necesaria para los intereses de la nación, se equili-
brarían las fuerzas ante un posible enemigo.
La única víctima era el gobierno caduco de los dragones, condenado
al exilio, pero, a fin de cuentas, no era más que una reliquia del pasado.
Llegaban nuevos tiempos, hora de dejar paso a las nuevas naciones.
Entre tanto revuelo y cuchicheo, los guardias anunciaron la entrada
del Emperador en la sala, portando sus títulos y haciendo gala de la eti-
queta que siempre requería la situación.
El silencio se hizo, y todas las cabezas se agacharon en reverencia
cuando Alejandro entró con paso firme, vestido con su armadura de gala.
Esta vez no se sentó en su trono, como era habitual, para escuchar y me-
diar en las discusiones de los políticos, sino que se dirigió directamente
al atril de oradores.
El emperador iba a hablar directamente.
—Miembros del senado —anunció con voz firme—. Sé que son cons-
cientes de las buenas noticias que nos vienen del frente kresáico. De-
bemos sentirnos orgullosos de nuestras tropas, pues están a punto de
ofrecer a nuestra nación un nuevo capítulo de gloria que será recordado
por la historia.
Aun en silencio, eran inevitables las pequeñas manifestaciones de jú-
bilo en modo de gestos y guiños entre ellos. Pocas veces había visto el
Emperador semejante unanimidad en aquellos senadores acostumbra-
dos a pasar los días discutiendo por enmiendas, iniciativas y leyes.
—Pero hoy, además, estoy aquí para anunciarles otra noticia que me
llena de júbilo y confianza en un mañana más brillante si cabe, tanto
para la nación como para mí. —Una sonrisa se escapó de la habitual faz
de seriedad con la que hablaba al senado, al tiempo que lo revelaba—: La
continuidad de la familia imperial está asegurada. Voy a tener un hijo
que reinará sobre estas tierras cuando yo acuda a los brazos de Alma.
Los comentarios comenzaron a circular, pero Alejandro los ignoró y
siguió hablando:
—A Alma pido que reine sobre todo el continente de Eidem.
Sin duda, esas palabras eran una declaración en toda regla de que el
Imperio no se iba a contentar con su victoria sobre Kresaar, sino que hos-
tigaría al gobierno provisional, y la caída de los Pequeños Reinos sería
cuestión de tiempo una vez hubieran asentado el poder. Una idea que los
allí presentes sabían que se acabaría llevando a cabo, pero no resultaba
menos sorpresivo oírlo directamente del Emperador, quien se saltaba su
habitual discreción.
No tardó en aparecer la primera mano alzada pidiendo la voz. Era el
delegado de los senadores de Arqueís.
—Su alteza, ¿podría decirnos quién es la madre de su primer vástago?
¿Por qué desea que sea tenido en cuenta en la línea sucesoria? A bien
seguro, cuando contraiga matrimonio tendrá un hijo que tomará su lugar
a su debido tiempo, mi señor. Por supuesto, las arcas de la nación otor-
garán buena pensión a la criatura para su manutención, pero no vemos
necesario su reconocimiento, mi señor emperador.
—Su madre es muy querida por mí y desearía que se le tuviera en
cuenta si no tengo más descendencia. Estoy seguro de que contará con su
apoyo, y en espacial el de los ilnoanos y las familias nobles delven.
Hubo cierta sorpresa y sonrisas por parte de los senadores delven de
la provincia de Ilona.
—He de deducir que la mujer es de nuestra raza. Sin duda, ayudará a
unir nuestros lazos aún más, si cabe —dijo el delegado de Ilona—. En tal
caso, una vez nazca y esté sano, nos complacerá.
Tras la nueva oleada de comentarios, el nuevo senador de Hazmín
levantó la mano pidiendo la palabra. Una vez otorgada, asintió y se alzó,
claramente nervioso:
—Su… Su majestad… —dijo, tratando de no atropellarse.
El emperador sonrió y le otorgó la palabra.
—Hable tranquilo, tómese tu tiempo, sé que es su primera interven-
ción. El senador Heinwell le recomendó recientemente, sé que hará un
buen trabajo. —Se encogió de hombros—. Pero le recuerdo que este es un
día de júbilo.
El senador tragó saliva y templó sus nervios. Lo que iba a decir no se-
ría del agrado de nadie, pero pronto iba a dejar de importar.
—Su majestad, en nombre de mi gente no reconozco su autoridad.
Siento decirle que su hijo no gobernará Eidem.
El silencio se hizo en la sala. Todos miraban al senador, que se man-
tenía en pie ante los presentes. El gesto del emperador se tornó agrio,
claramente enfadado por la insolencia que acababa de escuchar.
—¡¿A qué se debe semejante disparate?! ¡¿Cómo osas siquiera pensar
lo que acabas de decir?! ¡Eidem será gobernado y al fin alcanzará la paz
que se le ha negado a esta tierra durante tantos siglos!
El senador guardó silencio y le sostuvo la mirada sin inmutarse, pro-
vocando la ira del Emperador.
—¡Guardias! ¡Llevaos a este traidor de mi presencia y metedlo en el
rincón más oscuro que encontréis!
Los dos soldados imperiales actuaron al unísono y apresaron al hom-
bre sin que éste opusiera la más mínima resistencia. Escoltado, abando-
nó la sala ante las miradas de desaprobación del resto de asistentes.
Las puertas principales, que siempre permanecían cerradas una vez
el Emperador había accedido a la sala, se abrieron para sacar al senador.
Era una norma de seguridad que rara vez se incumplía, pues dejaba la
cámara estanca y protegida por runas.
Justo antes de salir por la puerta, el senador dejó caer de su manga
un frasco con un líquido azulado brillante: ether. Al precipitarse, se rom-
pió, manchando el suelo y llamando la atención de los presentes, sobre
todo cuando la energía se recondujo por un sistema de runas que estaban
grabadas en el pavimento con algún tipo de tinta que posibilitaba su ca-
muflaje.
Para cuando quisieron reaccionar, el senador y los dos soldados ya
estaban fuera. Alejandro vio toda la estructura escrita en el suelo y, com-
prendiendo lo que significaba, cerró los ojos para esperar lo inevitable.
Tanto Uriel como Cruz miraban el horizonte desde sus respectivas po-
siciones, como si supieran lo que estaba pasando a miles de kilómetros
de distancia. Sabían que todo había terminado, y que aquella partida ju-
gada a la sombra de las naciones más poderosas del continente había
dado jaque a aquel pequeño mundo.
Ya nada sería igual que antes. Ambos estaban convencidos de ello.
La mawler se dirigió al pelirrojo:
—Ya has conseguido lo que anhelabas. ¿Qué será lo siguiente?
Uriel se mostró satisfecho y comenzó a subir a la nave, dando la es-
palda a Cruz.
—¿No es eso precisamente lo más maravilloso de lo que acabamos de
vivir? Por una vez en mucho tiempo, no tengo ni la más remota idea. Es
fascinante —afirmó, mirándola una última vez antes de entrar con una
expresión de júbilo digna de alguien que había ganado la partida en aquel
complejo tablero de ajedrez.
El aesir despegó tras soltar los anclajes y Cruz se quedó en el hangar,
mirando cómo la nave se alejaba por el firmamento.
No dijo nada. No había nadie para escuchar aquello que pudiera aña-
dir como réplica a quien, hasta aquel momento, había sido capaz de po-
nerla en jaque sin mayor esfuerzo. Sencillamente observó el cielo, desa-
fiante, con sus ojos dorados.
Shara abrió los ojos, tapando con la mano, molesta, la luz que le gol-
peaba en el rostro. Se encontró sobre la cama, bañada por el sol de la
mañana que entraba por el ventanal. Le costó reconocer aquel techo, des-
ubicada por lo que parecía haber sido un largo sueño, pero supo tras unos
momentos de duda en qué habitación estaba. Bostezó y se sentó buscan-
do a tientas sus zapatillas, con los ojos aún dolidos por estar demasiado
tiempo a oscuras.
Tras unos instantes en los que se armó de ánimo, se levantó para cerrar
la ventana. El aire que mecía las cortinas era fresco, y el camisón blanco
que vestía apenas abrigaba. Echó un vistazo a través de los cristales: ante
ella se extendía una pradera salpicada por algunos verdes árboles; la luz,
tan intensa que luchaba por restarle protagonismo al cielo, hacía que la
estampa pareciese salida de la imaginación bucólica de un artista.
El olor a café proveniente de la cocina, en el piso de abajo, inundó la
estancia, y su estómago asoció rápidamente ese penetrante aroma al de-
sayuno, reproduciendo un intenso rugido como señal de protesta.
No se hizo esperar y se puso la bata para bajar las escaleras corriendo,
dispuesta a mitigar su hambre. Allí, tostando unos trozos de pan en una
sartén, estaba su madre, que le dio los buenos días acompañados de un
beso en la frente. Hacía ya mucho tiempo que tenía que ponerse de pun-
tillas para hacerlo, pero seguía siendo su niña.
Su padre entró con el periódico y fumando en pipa, como acostum-
braba todas las mañanas. Por supuesto, no faltó la bronca de su esposa
por fumar dentro de la cocina y, fingiéndose despistado una vez más, la
sacudió sobre el cenicero y se disculpó.
Shara sabía que siempre lo hacía adrede. Por ello, aunque le miraba
con gesto de reproche al igual que su madre, le guiñó un ojo con com-
plicidad antes de que él saliera de la cocina. Desde el salón, le recordó
que dentro de poco se acabarían las vacaciones y tendría que volver a la
universidad, en la ciudad, así que debía aprovechar los últimos días del
verano para dormir hasta tarde.
No le importaba, pues allí se reencontraría con sus amigos y com-
pañeros. Sobre todo, quería saber cómo le habría ido el verano a Skyla,
pensaba mientras echaba aceite sobre la tostada.
Aquella rutina no era mala, pues sentía que podía disfrutar cada se-
gundo de ese tiempo como si fuera un tesoro, un sueño del que no se
desprendería nunca.
Y nunca lo haría, consciente en lo más profundo de su ser de que esta-
ba encerrada en el contenedor que la conectaba a Alma. Seguiría sumida
en un sueño donde veía a sus padres, a su queridísima amiga Skyla, a
Anna, a Fearghus, a Josef… y a todas aquellas personas que la acompa-
ñaron en su vida y se fueron, por una razón u otra. Incluso Uriel, con su
sonrisa enigmática, estaba en aquella ensoñación. En lo más recóndito de
su mente sabía que aquello no era cierto, que estaba viviendo sus últimos
instantes de vida, que vería su ocaso junto a aquel día idílico donde todo
podría ser como se le antojaba. Sabía que la realidad podría plegarse a
su voluntad.
¿Acaso no es de sueños de lo que siempre se habían alimentado los se-
res de esa tierra? ¿Por qué no, por una vez, vivir el suyo propio mientras
aún tuviera un ápice de vida? Una existencia que se extinguiría para dar
paso a otras que, a diferencia de ella, tendrían la oportunidad de disfru-
tar de esa libertad por muchos años.
Fin
AGRADECIMIENTOS
Llegados a este punto, a esta página en concreto, probablemente me
enfrento a una de las líneas más difíciles de escribir de todo Eraide. Tras
batallas, drama, amor, celos, alegrías, victorias y derrotas… nunca te
sientes preparado para ponerle punto y final a esta historia. Así que dis-
cúlpame si, aparte de para mostrarme agradecido, sirve como pequeña
reflexión.
Una vez más he de darle las gracias a David Cuerdo, quien, un capítulo
tras otro, ha revisado cada una de estas páginas, y con esa confianza que
sólo da la buena amistad ha sabido señalarme mis aciertos y mis errores
como escritor. Como también ha hecho mi editora, Nisa Arce, ajustando
cada uno de los detalles finales. Gracias a los dos por estar ahí. Con voso-
tros he aprendido a ser mejor escritor, pese a todo lo que me queda por
aprender.
Por último, gracias a ti, mi querido lector, por haber llegado hasta
aquí. Nos veremos pronto de nuevo, o no, pero no olvides esta líneas que
hemos compartido.
Javier Bolado
31 de mayo de 2016