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TEÓLOGOS E INGENIEROS

Ricardo A. Guibourg

El epistemólogo Thomas Kuhn elaboró y difundió el concepto de paradigma


científico. Un paradigma es un conjunto de ideas y actitudes, elaboradas y aceptadas por
los científicos de cada época, que permiten distinguir qué es ciencia y qué no lo es,
cuáles son los enigmas que vale la pena investigar dentro del marco de la ciencia y cuál
el método que haya de aceptarse para apreciar las respuestas a tales enigmas. Decía que
un paradigma encierra un período de ciencia normal (es decir sometida a sus reglas),
pero en algún momento aparecen anomalías, preguntas que la ciencia normal no es
capaz de responder. La ciencia entra entonces en crisis y, luego de un período en el que
se trata de negar las anomalías o encontrar para ellas explicaciones poco satisfactorias,
se produce una revolución científica que acaba por establecer un nuevo paradigma.

El ciclo de Kuhn puede verse claramente en la revolución copernicana. Al


abandonarse (paulatina pero inexorablemente) el paradigma lógico-religioso, fundado
en la deducción a partir de axiomas, a favor de un paradigma empírico-secular, centrado
en la observación directa, no solo las ciencias se transformaron por dentro e iniciaron un
rápido avance: además se produjeron cambios fundamentales en la filosofía, en el arte,
en la moral y en la política. Ese cambio tomó el nombre histórico de Renacimiento y
todavía estamos viviendo los efectos de la evolución que entonces se desató.

Estamos viviéndolos en todos los aspectos, menos en el jurídico, que jamás tuvo
su revolución copernicana. No es que los cambios habidos desde el Renacimiento no
hayan influido en el derecho: los contenidos de las leyes son hoy muy diferentes de los
del siglo XV. Tampoco se trata de que la teoría del derecho haya permanecido
incólume: hoy la concepción del derecho se halla un poco más alejada del fenómeno de
la fe, en buena medida porque la amplitud y la fuerza de la fe ha ido disminuyendo.

Lo que no ha cambiado es el paradigma del derecho, la manera de concebirlo, de


estudiarlo, de argumentar sobre él. Esa estructura de pensamiento es la misma de hace
milenios y podría calificarse como un paradigma teológico, al que se adhieren aun los
ateos.

Pasemos revista al fenómeno que es centro de nuestra actividad profesional. Hay


una autoridad suprema, que para algunos es el Legislador, concebido como unidad
mítica por obra y gracia de la dogmática, y para otros un espíritu – divino o alguna
suerte de Wolksgeist, poco importa para este tema – por encima de la autoridad
legislativa o junto a ella, disponible para auxiliarla y suplirla. Hay una revelación, que
es la ley positiva, texto cuyos libros centrales (la constitución, el código civil, el código
penal) los estudiosos tratan de memorizar en la medida de lo posible. Pero esos textos
sagrados, como los bíblicos, son generales y no alcanzan para decidir todos los
conflictos. Es preciso interpretarlos. Esta augusta actividad se halla a cargo de jueces-
sacerdotes que a veces creen tener contacto directo con la autoridad supralegal y otras
veces – con mayor modestia – intentan escudriñar el “verdadero” sentido de la
revelación legislativa. Sea como fuere, la última instancia hace cosa juzgada, institución
que no deja de recordar el dogma de la infalibilidad papal: Roma locuta, quaestio finita.
Este es el paradigma del derecho en el que vivimos y desenvolvemos nuestras
mejores habilidades. El resultado práctico está lejos de ser satisfactorio. No porque sea
injusto: al fin de cuentas, cada decisión judicial – cualquiera sea su contenido – deja al
menos a una parte insatisfecha y dispuesta a afirmar que con ella se ha cometido una
injusticia. Es pragmáticamente insatisfactorio porque, más allá de su justicia o injusticia,
es cada vez más impredecible, inseguro y caótico.

En efecto, las leyes despiertan críticas y sus críticos no se limitan a tacharlas de


injustas (calificación que ya habría escandalizado a los juristas de la escuela de la
exégesis, en la primera mitad del siglo XIX); reclaman su reforma por vía interpretativa,
su abrogación mediante declaraciones de inconstitucionalidad o, más sencillamente, su
ninguneo a partir de la aplicación directa de los principios, fácilmente identificables en
textos constitucionales, convenciones internacionales o declaraciones de las
instituciones más variadas y, claro, sujetos a su vez a interpretación. En teología, esta
vía de comunicación directa de cada individuo con la autoridad suprema generó la
diáspora religiosa posterior a la Reforma. En el derecho, la actitud homóloga tiene una
consecuencia aún más grave para la convivencia: que los ciudadanos creen estar cada
vez más protegidos por el derecho gracias a la sanción de principios y garantías, pero a
la hora de las controversias nadie puede estar seguro de cuáles normas se aplicarán a su
conducta pretérita, qué responsabilidad tendrá que enfrentar ni qué ventajas,
resarcimientos o exenciones podrán beneficiarlo. El ciudadano es entregado a los jueces
para que le apliquen reglas que bien podrían haber estado ocultas hasta el momento de
la decisión final. Kafka – que no en vano era abogado – puso de resalto esa angustia en
su novela El proceso. En la vida real, hace veinticinco siglos, una situación parecida
escandalizó a los romanos hasta tal punto que dio lugar a la creación de las Doce
Tablas. En una sociedad de masas, el despertar frente a la creciente anarquía podría
generar una reacción menos racional y más visceral: la eliminación de la independencia
judicial y, acaso, una forma dictatorial de centralización normativa.

Un paradigma alternativo es el de la ingeniería. El ingeniero tiene ciertos datos


de la realidad (lugar físico, materiales existentes y sus características, presupuesto
disponible) y un objetivo (por ejemplo, permitir el paso de vehículos de una orilla a la
otra de un río). Entre las opciones a su alcance (construir un puente, excavar un túnel)
elige una de acuerdo con ciertos criterios valorativos a la luz de las condiciones
existentes, traza los planos y dirige la construcción. Al hacerlo, sin embargo, debe tener
en cuenta también otros factores: el impacto ambiental de la obra y los riesgos que ella
pueda generar para las personas o los bienes existentes en el territorio circundante. El
ingeniero busca todos los datos relevantes accesibles y, por cierto, no desdeña emplear
las matemáticas para calcular la relación entre todos los fenómenos sobre los que deba
operar.

¿Podrían los operadores jurídicos hacer lo mismo? Entre ellos, el legislador ya lo


hace hasta cierto punto, aunque a menudo muestra fallas de consistencia entre sus
propósitos porque pierde de vista unos frente a la urgencia de otros. Esto no le preocupa
demasiado porque, en el esquema jurídico-teológico, él hace las veces de Dios y escribe
los mandamientos con su dedo. Pero los jueces (y con ellos los abogados y los juristas)
se afanan en escudriñar el “verdadero contenido” de las sagradas escrituras jurídicas y,
como no pueden ni quieren evitar inyectar en ese contenido el resultado de sus
preferencias, manipulan las escrituras, o las intenciones divinas detrás de ellas, para
hacer ver que no usurpan las funciones de Dios y son apenas sus fieles sacerdotes.
El paradigma de la ingeniería podría introducirse en la actividad de los
operadores del derecho con solo sincerar las funciones, hacer explícitos los propósitos,
expresar leal y públicamente los argumentos en los que se fundan, dejar de limitar sus
consideraciones al caso individual y tratar de tomar en cuenta, como lo hace el
ingeniero y debería hacerlo el legislador, la totalidad de las circunstancias conocidas en
lo social, en lo económico y en lo político.

Este procedimiento es lo que llamo “análisis de criterios judiciales”. No consiste


tan solo en decidir un conflicto, ni tampoco en establecer el criterio para decidir cierto
tipo de conflicto. Requiere examinar las razones por las que se emplea cada criterio y
ponerlas a prueba mediante su extrapolación a otros criterios que ellas puedan alcanzar
y a otros conflictos distintos que pudieran resolverse mediante la aplicación de esos
criterios. También hace aconsejable someter las conclusiones a la crítica pública, para
corregir luego los errores en los que los operadores pudieran haber incurrido. Este
proceso requiere de los operadores jurídicos un profundo análisis introspectivo y puede
servir de modelo para un nuevo paradigma de la jurisprudencia y de la doctrina jurídica,
sin necesidad de modificar nada en el mayor o menor respeto que los operadores
tributen a las leyes positivas.

Esta adaptación de la actitud de los ingenieros a la formulación de los criterios


jurídicos no carece de dificultades, la mayor de las cuales es la resistencia de los juristas
a la introspección profunda. Sin embargo, podría aplicarse con ventaja a cualquier rama
del derecho. Su resultado podría ser la propuesta de una reforma amplia del sistema
jurídico o una modificación parcial que lo compatibilice con ciertos datos sociales o
facilite el cumplimiento de ciertos objetivos concretos; pero también podría conducir a
una mera rectificación de criterios interpretativos o jurisprudenciales. Cuán ambicioso
sea el plan es una decisión de los operadores, fundada en sus perspectivas de buen éxito.
Nada puede hacerse si los expertos juristas no lo hacen en el campo de su conocimiento;
pero el método que sugiero nos permitiría convertirnos en eficientes ingenieros en
derecho en lugar de revestirnos con la capa de sacerdotes de una ley que se revela ex
post facto.

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