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FAMILIA

Ricardo A. Guibourg

La tradición hace de la familia la célula básica de la sociedad, el depósito de


todas las virtudes, el origen del afecto y la barrera frente al delito o a las más diversas
aberraciones, así como el gran refugio al que la humanidad debería retornar. Estas ideas
son en buena parte plausibles, pero su enunciación hiperbólica suele implicar
exageraciones y hasta anacronismos que aconsejan un análisis más desapasionado de la
situación.

Desde la familia patriarcal de la antigüedad, en la que el padre tenía hasta poder


de vida y muerte sobre los hijos y asumía a la vez la condición de juez doméstico para
dirimir cualquier conflicto suscitado dentro del grupo familiar sin recurrir a autoridades
externas, muchas modificaciones se han introducido por vía de la cultura, la economía y
la ciencia.

Durante muchos siglos, la familia fue, de hecho, una unidad económica: grupo
de trabajo entre labradores o artesanos, modo de conservar, transmitir y acrecentar la
riqueza entre los más poderosos. El matrimonio, la patria potestad y la herencia servían
esos propósitos, pero frente a instituciones tan importantes la mujer quedaba reducida a
una función instrumental: procrear y educar a la prole, siempre bajo la manutención 1, la
protección y la dirección suprema del marido. Los matrimonios se arreglaban entre las
familias como un negocio, en el que la voluntad de los contrayentes (y sobre todo la de
la mujer) tenía un peso apenas incidental y dependiente de la misericordia paterna 2. El
amor (entendido como una combinación de benevolencia, respeto, protección y
sumisión) se daba por sentado como una consecuencia obligatoria del contrato de
matrimonio y, si este deber no llegaba a cumplirse o dejaba de observarse, nada impedía
que la familia siguiera su curso mientras se guardaran las apariencias y los aspectos
patrimoniales o laborales del matrimonio no se vieran afectados. A esto contribuía, por
cierto, el hecho de que la expectativa de vida de las personas era bastante corta y que
cada parto implicaba riesgo de muerte para la madre.

Pero ocurrieron las Cruzadas, y por el camino de regreso de aquellas guerras


venían ideas nuevas y subversivas, a menudo escondidas en el laúd de juglares y
trovadores. La pasión empezó a llenar la escena cultural, con sus cortes de amor,
poemas y novelas, y la mujer se tornó de objeto en coprotagonista. Del terrible conflicto
entre la nueva concepción de la pareja y las instituciones tradicionales da cuenta toda la
literatura a partir del Renacimiento. Shakespeare, en La fierecilla domada, muestra el
triunfo – finalmente consentido – de la autoridad marital; Molière, en casi todas sus
comedias, ofrece en cambio amables victorias del sentimiento sobre la patria potestad,
pero en todos estos casos se trata de soluciones de compromiso para el mejor disfrute
literario: numerosos dramas y tragedias relatan claramente la gravedad del conflicto

1
Nótese que la familia pudiente entregaba al marido la dote de la novia, riqueza de cuya administración
ésta quedaba despojada y sobre la que conservaba vagos derechos condicionales.
2
Hace poco más de doscientos años nuestra prócer, la enérgica Mariquita Sánchez, se declaró en rebeldía
contra esta norma pero debió sufrir encierro y conmover al propio Virrey para rechazar el matrimonio
concertado por su padre y unirse a su amado Martín Thompson.
entre la institución familiar y el contenido emocional que ahora se le atribuía como su
principal pero volátil fundamento.

Durante siglos, este conflicto casi no llegó a modificar la ley ni la superficie de


las costumbres, profundamente enraizadas en la tradición y distribuidoras de roles
desoladoramente claros: la madre protectora, el padre justiciero, el matrimonio como “la
carrera de una mujer”, la partícula “de” antepuesta al apellido del marido para indicar
una suerte de título de dominio, la santificación de la maternidad y la negación de la
sexualidad femenina acompañada del reconocimiento de la sexualidad masculina3.

Finalmente, poco a poco y con una lentitud exasperante, la visión de la sociedad


acerca de la relación entre el hombre y la mujer fue cambiando; no tanto por la reflexión
sensata como por la modificación de las condiciones económicas, sociales y hasta
tecnológicas. Las dos guerras mundiales abrieron a las mujeres las puertas de la
actividad industrial, lo que trajo un embrión de independencia económica;
coincidentemente, el divorcio empezó a ser más aceptado como un remedio para la
extinción del amor. Y más tarde los anticonceptivos liberaron a las mujeres (no a todas,
por motivos económicos y culturales) de las cadenas que condicionaban su sexualidad a
la procreación.

Mientras tanto, sucesivas reformas legislativas fueron equiparando los derechos


patrimoniales de los esposos. Si el Código Civil concedía al marido un poder casi
omnímodo sobre los bienes de su cónyuge (artículos 1226 y 1276), la ley 11357
reconoció a la mujer capacidad civil, la 17711 le concedió la libre administración de
ciertos bienes y la ley 25781 estableció la administración conjunta, también para
algunos bienes adicionales. Es curioso que esta evolución haya ido detrayendo de a
poco el poder marital sin considerar sistemáticamente su abolición y dejando por lo
tanto algunos residuos de él, pero el hecho es que la sociedad conyugal, aquella unión
permanente de todos los bienes que proviene de los orígenes de la institución familiar,
tiene hoy un contenido mucho más módico.

Acaso la propia sociedad conyugal esté perdiendo justificación social a favor del
mayor reconocimiento de la independencia económica de los cónyuges, sin perjuicio de
sus obligaciones recíprocas y respecto de los hijos; pero esta evolución es todavía un
pálido reflejo del cambio de las costumbres sociales y de la obsolescencia de las
taxonomías y categorías jurídicas que en un tiempo servían para designarlas y
encuadrarlas. El divorcio, que hace mucho ha dejado de escandalizar a la mayoría, se ha
convertido en una eventualidad normal de cualquier familia, hasta tal punto que los
jóvenes prefieren a menudo prescindir lisa y llanamente del matrimonio, para asumirlo
acaso más tarde como la coronación de una larga convivencia. Las familias
ensambladas dan lugar a que – biología y ley aparte – cada niño tenga varios padres y
madres y las personas adultas adquieran con facilidad hijos ajenos. Si esto sucede con
un vínculo tan central, se hace inútil ya hablar de cuñados y ex cuñados, suegros, ex
consuegros, yernos o nueras pretéritos, sobrinos de la más diversa procedencia, abuelos
y tíos al por mayor mezclados con el nuevo novio de la mamá, la tercera pareja del papá

3
El hombre no se consideraba obligado a “dominar sus instintos”, por lo que se toleraba socialmente que
tuviera concubinas, barraganas y “casas chicas”, sin hablar de la muy extendida costumbre prostibularia,
en tanto la mera sospecha de que la mujer tuviera una aventura extramatrimonial la arrojaba al descrédito
público. Un vestigio de esta concepción, que sólo recientemente fue eliminado, era el delito de adulterio,
desigualmente tipificado en el artículo 118 del Código Penal.
y algunos jóvenes que, después de conocerse íntimamente, todavía no saben si están de
novios porque no recuerdan el nombre de su significant other.

Algunos juzgan estos cambios como escandalosos, mientras la mayoría, en la


lucha por su propia subsistencia, se habitúa a convivir con ellos. Yo no me propongo
aquí criticarlos ni aprobarlos, sino sólo preguntar si no es hora de que el pensamiento
jurídico tome nota de lo que sucede. En efecto, si consideramos la situación con alguna
perspectiva menos ideológica que la que suele emplearse en temas de esta clase,
podríamos preguntarnos qué función cumple en nuestros días la familia como
institución jurídica, frente al estado de la familia como institución social.

No estamos, en efecto, frente a una degradación de las costumbres, idea ésta que
presupone un estado paradigmático al que es preciso retornar: la evolución económica,
social y tecnológica viene operando desde hace tiempo sobre las conciencias, de tal
manera que no hay vuelta atrás posible. Hombres y mujeres siguen encontrándose,
amándose, conviviendo, procreando y alejándose, pero no se ajustan a la taxonomía
tradicional con el fervor de antaño. Es que ese ajuste es impuesto cada vez menos por
las condiciones materiales, que fueron la base primitiva de la institución, y más por
razones sentimentales que hacen de aquella institución algo parecido a un traje de
domingo que, aunque conserva su brillo, muchos encuentran un poco incómodo.

Como este cambio está produciéndose todavía y aún no ha alcanzado a todos los
grupos de la sociedad, es tiempo para planificar instituciones civiles que coincidan
mejor con esa evolución. Una buena idea puede ser independizar el patrimonio del
matrimonio y asegurar a cada individuo en todo momento la libre administración y
disposición de sus propios bienes, sin perjuicio de las obligaciones solidarias derivadas
de la convivencia y de los deberes de los progenitores respecto de sus hijos. Y otra
buena idea sería abolir el concepto jurídico de “estado civil”, suprimir toda distinción o
discriminación legal entre varones y mujeres, salvo en cuanto la biología lo haga
indispensable, y respetar la inclinación de cada uno a convivir o a dejar de convivir con
quien le parezca como una elección personal que se adopta de a dos, en la que cada
persona se haga responsable frente a la otra (y, claro, frente a los hijos) por las
consecuencias fácticas de aquella decisión conjunta.

Es posible que estas sugerencias se consideren excesivas, imprudentes y hasta


perversas. Tal vez se juzgue preferible adoptar un rumbo diverso. Pero el hecho es que
el conjunto de las personas ya no responde a las clasificaciones civiles y hace surgir
espontáneamente otras que siguen su curso, impulsadas por los sentimientos y
enmarcadas por las condiciones sociales, sin pedir permiso a los legisladores ni a los
jueces. ¿Trataremos de reprimir esas conductas? ¿Buscaremos ignorarlas, acaso con una
tolerancia desdeñosa? Cualquiera de estas actitudes puede ser mantenida o adoptada
desde el poder político; pero conviene recordar que la realidad termina siempre por
imponerse: el derecho puede oponer alguna resistencia durante un tiempo, pero a la
larga debe adaptarse a las costumbres para mejor encauzarlas o bien resignarse a ser
exhibido como una pieza de museo.

-.o0o.-

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