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Ricardo A. Guibourg
Durante muchos siglos, la familia fue, de hecho, una unidad económica: grupo
de trabajo entre labradores o artesanos, modo de conservar, transmitir y acrecentar la
riqueza entre los más poderosos. El matrimonio, la patria potestad y la herencia servían
esos propósitos, pero frente a instituciones tan importantes la mujer quedaba reducida a
una función instrumental: procrear y educar a la prole, siempre bajo la manutención 1, la
protección y la dirección suprema del marido. Los matrimonios se arreglaban entre las
familias como un negocio, en el que la voluntad de los contrayentes (y sobre todo la de
la mujer) tenía un peso apenas incidental y dependiente de la misericordia paterna 2. El
amor (entendido como una combinación de benevolencia, respeto, protección y
sumisión) se daba por sentado como una consecuencia obligatoria del contrato de
matrimonio y, si este deber no llegaba a cumplirse o dejaba de observarse, nada impedía
que la familia siguiera su curso mientras se guardaran las apariencias y los aspectos
patrimoniales o laborales del matrimonio no se vieran afectados. A esto contribuía, por
cierto, el hecho de que la expectativa de vida de las personas era bastante corta y que
cada parto implicaba riesgo de muerte para la madre.
1
Nótese que la familia pudiente entregaba al marido la dote de la novia, riqueza de cuya administración
ésta quedaba despojada y sobre la que conservaba vagos derechos condicionales.
2
Hace poco más de doscientos años nuestra prócer, la enérgica Mariquita Sánchez, se declaró en rebeldía
contra esta norma pero debió sufrir encierro y conmover al propio Virrey para rechazar el matrimonio
concertado por su padre y unirse a su amado Martín Thompson.
entre la institución familiar y el contenido emocional que ahora se le atribuía como su
principal pero volátil fundamento.
Acaso la propia sociedad conyugal esté perdiendo justificación social a favor del
mayor reconocimiento de la independencia económica de los cónyuges, sin perjuicio de
sus obligaciones recíprocas y respecto de los hijos; pero esta evolución es todavía un
pálido reflejo del cambio de las costumbres sociales y de la obsolescencia de las
taxonomías y categorías jurídicas que en un tiempo servían para designarlas y
encuadrarlas. El divorcio, que hace mucho ha dejado de escandalizar a la mayoría, se ha
convertido en una eventualidad normal de cualquier familia, hasta tal punto que los
jóvenes prefieren a menudo prescindir lisa y llanamente del matrimonio, para asumirlo
acaso más tarde como la coronación de una larga convivencia. Las familias
ensambladas dan lugar a que – biología y ley aparte – cada niño tenga varios padres y
madres y las personas adultas adquieran con facilidad hijos ajenos. Si esto sucede con
un vínculo tan central, se hace inútil ya hablar de cuñados y ex cuñados, suegros, ex
consuegros, yernos o nueras pretéritos, sobrinos de la más diversa procedencia, abuelos
y tíos al por mayor mezclados con el nuevo novio de la mamá, la tercera pareja del papá
3
El hombre no se consideraba obligado a “dominar sus instintos”, por lo que se toleraba socialmente que
tuviera concubinas, barraganas y “casas chicas”, sin hablar de la muy extendida costumbre prostibularia,
en tanto la mera sospecha de que la mujer tuviera una aventura extramatrimonial la arrojaba al descrédito
público. Un vestigio de esta concepción, que sólo recientemente fue eliminado, era el delito de adulterio,
desigualmente tipificado en el artículo 118 del Código Penal.
y algunos jóvenes que, después de conocerse íntimamente, todavía no saben si están de
novios porque no recuerdan el nombre de su significant other.
No estamos, en efecto, frente a una degradación de las costumbres, idea ésta que
presupone un estado paradigmático al que es preciso retornar: la evolución económica,
social y tecnológica viene operando desde hace tiempo sobre las conciencias, de tal
manera que no hay vuelta atrás posible. Hombres y mujeres siguen encontrándose,
amándose, conviviendo, procreando y alejándose, pero no se ajustan a la taxonomía
tradicional con el fervor de antaño. Es que ese ajuste es impuesto cada vez menos por
las condiciones materiales, que fueron la base primitiva de la institución, y más por
razones sentimentales que hacen de aquella institución algo parecido a un traje de
domingo que, aunque conserva su brillo, muchos encuentran un poco incómodo.
Como este cambio está produciéndose todavía y aún no ha alcanzado a todos los
grupos de la sociedad, es tiempo para planificar instituciones civiles que coincidan
mejor con esa evolución. Una buena idea puede ser independizar el patrimonio del
matrimonio y asegurar a cada individuo en todo momento la libre administración y
disposición de sus propios bienes, sin perjuicio de las obligaciones solidarias derivadas
de la convivencia y de los deberes de los progenitores respecto de sus hijos. Y otra
buena idea sería abolir el concepto jurídico de “estado civil”, suprimir toda distinción o
discriminación legal entre varones y mujeres, salvo en cuanto la biología lo haga
indispensable, y respetar la inclinación de cada uno a convivir o a dejar de convivir con
quien le parezca como una elección personal que se adopta de a dos, en la que cada
persona se haga responsable frente a la otra (y, claro, frente a los hijos) por las
consecuencias fácticas de aquella decisión conjunta.
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