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EL HOMBRE

INVISIBLE

HERBERT GEORGE WELLS

Esta edición de “El hombre invisible”


es propiedad de Gradifco SRL
on line, para lectura pública
durante la cuarentena
y aislamiento social obligatorio.
Marzo de 2020

Buenos Aires - Argentina


Wells, H.G.
El hombre invisible / H.G. Wells. - 1a ed . - Caseros : Gradifco,
2019.
160 p. ; 19 x 12 cm. - (Ceibo)

Traducción de: Juan Izquierdo.


ISBN 978-987-571-178-5

1. Literatura Inglesa. I. Izquierdo, Juan, trad. II. Título.


CDD 823

Título original:
THE INVISIBLE MAN

Traducción:
JUAN IZQUIERDO

ISBN: 978-987-571-178-5

Diseño de portada e interior:


EQUIPO EDITORIAL

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Impreso en la Argentina
Printed in Argentina
ESTUDIO PRELIMINAR

H. G. Wells fue un original escritor inglés nacido en


Bromley en 1866. Narrador y ensayista, creativo y a la
vez con una sólida base científica. Siendo muy joven,
sufrió un accidente y durante su convalecencia dedicó lar-
gas horas a lecturas que marcaron para siempre, no sólo
sus aficiones, sino su profesión y su autoimpuesto destino
de crítico de la sociedad de su tiempo.
En 1888 se graduó de biólogo en Londres y enseñó
Ciencias. Mientras, escribía sus primeros ensayos en los
que se exacerbaban justamente las maravillas científicas
de su época. Luego, a su escritura le iría agregando su
gran fantasía literaria.
H. G. Wells, no sólo contaba con imaginación y
conocimientos, también con sólidos ideales democráticos,
un profundo espíritu crítico y una verdadera vocación
humanista. Su obra entera deberá inscribirse, para su
mejor comprensión, en un lugar y en un período peculiar:
cuando Gran Bretaña, en pleno auge victoriano, gozaba
de su máximo apogeo como el mayor imperio colonial
que se había conocido hasta entonces.
En esa época convulsionada debemos situar la escri-
tura de este autor que jamás se sintió ajeno a los excesos
que se cometían en nombre del progreso, sino que aspira-
ba a una convivencia pacífica y un reparto más equilibra-
do de los bienes que la misma ciencia y las nuevas tecno-
logías estaban propagando.
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Atentos a que confluyen paralelamente su caudal
imaginativo y su percepción siempre alerta, e incluso
anticipatoria de los males que se estaban gestando junto
con la bonanza económica, el recorrido literario de Wells
puede dividirse en varios períodos.
El primero de ellos son textos novelados de fantasía,
de ciencia ficción, de donde provienen sus obras más
conocidas: La máquina del tiempo (1895), La isla del
doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La
guerra de los mundos (1898) a la que se considera como
de transición a la etapa siguiente.
El segundo período se caracterizará por un acerca-
miento a una tradición más dickensiana de realismo
narrativo y una crítica más abierta a lo social. Ejemplos
de este período son Kips, historia de un alma simple
(1905) y Ann Veronica (1909).
El siguiente período se inscribe en obras como: El
destino del homo sapiens (1939) y La mente a la orilla del
abismo (1945).
H. G. Wells murió tiempo después de que acabara la
Segunda Guerra Mundial.

El hombre invisible

Una ciudad tranquila. Un pueblo amigable. Una


posada acogedora. Y un desconocido encapuchado que
llega y altera todo lo apacible y festivo de, justamente, el
día de Pentecontés, cuando Iping se disponía a celebrar su
fiesta anual.
Pero ¿quién era ese desconocido?, ¿y por qué era...
¡invisible!? Sí, invisible. Y a pesar de las peripecias
hechas por la policía, el posadero, el vicario, en fin, por
todo el pueblo, para atraparlo, resultaba imposible; y el

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forastero se convirtió en el centro de las habladurías, de
los rumores más sofisticados que se pudieran escuchar,
infundiendo terror en toda la población. Porque nadie
sabía la verdad... y ni podrían sospecharla.
Un experimento malogrado o, tal vez, inconcluso
había desencadenado en la destrucción, a la vista, de los
signos físicos de este hombre. Y así se lo fue contando a
la persona en la que depositó su confianza y a quien le
manifestó que tal tragedia le afectaba tanto física como
psicológicamente por lo que despertaba en las otras per-
sonas; y que así, viendo cómo habían resultado las cosas,
su única meta era crear el Reinado del Terror.
En esta obra, Wells apuesta a sus conocimientos
científicos para describir, paso a paso, una serie de expe-
rimentos detallados minuciosamente en el relato que “el
hombre invisible” hace de sus desafortunados actos.

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CAPÍTULO I
La llegada del extraño

El extraño arribó un día de intensos vientos a princi-


pios de febrero. Atravesó vendavales cortantes y una copio-
sa nevada, la última del año. Llegó caminando desde la esta-
ción de ferrocarril de Bramblehurst. Su mano cubierta por un
guante sostenía una pequeña maleta negra. Iba envuelto de
los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro no deja-
ba ver su rostro y solo se vislumbraba la punta de su nariz.
La nieve acumulada sobre sus hombros y sobre el frente de
su vestimenta había formado una capa blanca en la parte
superior de su equipaje. Casi moribundo, entró muy inesta-
ble en la posada Carruajes y Cocheros, y una vez que soltó
su maleta, gritó: “¡Un fuego, por amor de Dios! ¡Un cuarto
cálido!”. Golpeó el suelo y se sacudió la nieve junto a la
barra. Después acompañó a la señora Hall hasta el salón para
acordar el precio. Sin protocolos, tras un rápido acuerdo y
con el dinero sobre la mesa, se alojó en la posada.
Luego de prender el fuego, la señora Hall lo dejó solo
y fue a prepararle la comida. Era una fortuna tener un clien-
te en invierno en Iping y aún más si no escatimaba en gas-
tos. Estaba dispuesta a aprovechar su suerte. Apenas el toci-
no estuvo casi listo y tras haber convencido a Millie, la cria-
da, con palabras apropiadas, llevó el mantel, los platos y los
vasos al salón, y comenzó a poner la mesa con dedicación.
Se sorprendió al descubrir que el huésped continuaba con el
abrigo y el sombrero a pesar del fuego ardiente.
El forastero se encontraba parado, de espaldas a ella,
observando caer la nieve en el patio. Con los guantes puestos

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todavía y las manos tomadas en la espalda, parecía estar


absorto en sus propios pensamientos. La señora Hall notó
que la nieve derretida goteaba sobre la alfombra y le dijo:
—Permítame su sombrero y su abrigo para que se
sequen en la cocina, señor.
—No —contestó sin darse vuelta.
No segura de lo que había escuchado, iba a repetirle la
pregunta cuando él se dio vuelta y, mirándola de reojo, res-
pondió con énfasis:
—Prefiero tenerlos puestos.
La señora Hall se dio cuenta de que usaba unos grandes
anteojos azules y de que las amplias patillas que le asomaban
por el cuello del abrigo ocultaban su rostro totalmente.
—Como quiera el señor —respondió—. El cuarto
pronto estará caliente.
Sin responder, dejó de mirarla; y la señora Hall, perca-
tándose de sus infructuosos intentos para entablar una con-
versación, dejó rápidamente el resto de las cosas sobre la
mesa y se retiró de la habitación.
Cuando regresó, él continuaba allí, como petrificado,
encorvado, con el cuello del abrigo hacia arriba y el ala del
sombrero goteando, ocultándole completamente el rostro y
las orejas. La señora Hall dejó los huevos con tocino en la
mesa haciendo ruido y le informó:
—La cena está servida, señor.
—Gracias —contestó el extraño, sin moverse hasta que
ella cerró la puerta. Después se lanzó sobre la comida.
Al regresar a la cocina, desde atrás del mostrador, la
señora Hall empezó a oír un ruido que se repetía a intervalos
regulares: el golpeteo de una cuchara en un bowl.
“¡Esa muchacha!”, dijo, “ya me había olvidado, ¡cuán-
to tarda!”. Entonces, ella misma terminó de batir la mostaza
y reprendió a Millie por su lentitud excesiva. Ella había pre-
parado los huevos con tocino, había puesto la mesa y había
hecho todo mientras que Millie (¡qué ayuda!) solo se había
dedicado a la mostaza. ¡Y con un huésped nuevo que deseaba

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quedarse! Llenó el tarro de mostaza y, después de colocarlo


con cierta majestuosidad en una bandeja de té dorada y
negra, la llevó al salón.
Golpeó la puerta y entró. Al hacerlo, se dio cuenta de
que el visitante había actuado tan velozmente, que apenas
pudo percibir un objeto blanco que desaparecía debajo de la
mesa. Parecía que estaba recogiendo algo del suelo. Al apo-
yar el tarro de mostaza sobre la mesa, advirtió que el foras-
tero se había quitado el abrigo y el sombrero, y los había
dejado en una silla cerca del fuego. Un par de botas mojadas
amenazaban con oxidar la pantalla de acero del fuego. La
señora Hall se dirigió hacia esos objetos con decisión,
diciendo con una voz que no admitía una posible negativa:
—Supongo que ahora podré llevármelos para secarlos.
—Deje el sombrero —respondió el visitante con voz
apagada.
Cuando la señora Hall se dio vuelta, él había levantado
la cabeza y la estaba mirando. Se sorprendió tanto que no
pudo hablar. Él se tapaba la parte inferior de la cara con una
servilleta; la boca y las mandíbulas estaban completamente
ocultas y, por ese motivo, sonaba apagada su voz. Pero la
señora Hall se sorprendió más al ver su cabeza tapada con
los anteojos, con una venda blanca y otra más que le cubría
las orejas. Solo se le veía la punta, rosada, de la nariz. El
pelo negro, abundante, que aparecía entre los vendajes, le
daba un aspecto muy extraño, porque parecía tener distintas
colitas y cuernos. La cabeza, tan diferente de lo que la seño-
ra Hall se había imaginado, la dejó paralizada un momento.
Él continuaba sosteniendo la servilleta con la mano enfun-
dada en el guante y la miraba a través de sus enigmáticos
anteojos azules.
—Deje el sombrero —ordenó hablando a través del
trapo blanco.
Cuando logró recobrarse del susto, la señora Hall
apoyó de nuevo el sombrero en la silla, junto al fuego.
—Disculpe..., señor —comenzó a balbucear, pero se
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frenó, confundida.
—Gracias —contestó secamente, mirando en primer
lugar a la puerta y luego a ella.
—Los haré secar enseguida —murmuró al retirar la
ropa de la habitación.
Cuando se dirigía hacia la puerta, se dio vuelta para
observar de nuevo la cabeza vendada y los anteojos azules;
él continuaba cubriéndose con la servilleta. Al cerrar la puer-
ta, sintió un leve escalofrío y su cara manifestó sorpresa y
perplejidad.
“¡Vaya!, nunca...”, iba murmurando al acercarse a la
cocina, muy preocupada como para ocuparse de lo que
Millie estaba haciendo en ese momento.
El huésped se sentó y escuchó que se alejaban los
pasos de la señora Hall.
Antes de retirar la servilleta de su cara para continuar
con la comida, miró hacia la ventana, entre bocados, y con-
tinuó mirando hasta que, sujetando la servilleta, se levantó y
corrió las cortinas para dejar el cuarto en penumbra. Después
volvió a la mesa para terminar su comida con tranquilidad.
—Pobre hombre —pensó la señora Hall—, habrá sufri-
do un accidente o una operación, pero ¡cómo me han asusta-
do todos esos vendajes!
Agregó más carbón en la chimenea y colgó el abrigo en
un tendedero. “¡Y esos anteojos!, ¡parecía más un buzo que
un humano!” Tendió la bufanda del huésped. “Y hablando
todo el tiempo a través de esa servilleta blanca..., es proba-
ble que tenga su boca destruida”. De pronto giró como
alguien que acaba de recordar algo: “¡Dios mío, Millie!
¿Todavía no has finalizado?”.
Cuando la señora Hall retornó para recoger la mesa,
confirmó su idea de que el visitante tenía la boca destrozada
por algún accidente, porque aunque estaba fumando una
pipa, no se quitaba la bufanda para no descubrir la parte infe-
rior de la cara, ni siquiera al llevarse la pipa a su boca. No se
trataba de una equivocación, porque ella veía cómo se iba

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consumiendo. Se encontraba sentado en un rincón de espal-


das a la ventana. Después de haber comido y de haber entra-
do en calor junto a la chimenea, se dirigió a la señora Hall
con menos agresividad que antes. Por el reflejo del fuego sus
grandes anteojos adquirieron una vivacidad que no habían
alcanzado hasta ahora.
—El resto de mi equipaje está en la estación de
Bramblehurst —explicó y preguntó a la señora Hall si había
posibilidades de que se lo llevaran a la posada.
Después de escuchar la respuesta de la señora Hall,
exclamó:
—¡Cómo mañana! ¿No puede ser antes? —y pareció
disgustado al escuchar la negativa—. ¿Seguro? —insistió—.
¿No podría ir a buscarlo alguien con una carreta?
La señora Hall aprovechó estas preguntas para mante-
ner una conversación.
—Es un camino demasiado empinado —respondió
para negar la posibilidad de una carreta; y agregó—: Allí
hace poco más de un año volcó un coche y murieron un
caballero y el cochero. Pueden ocurrir accidentes en cual-
quier momento, señor.
Sin alterarse, el huésped contestó: “Tiene razón”, siem-
pre a través de la bufanda, sin dejar de mirarla con sus ante-
ojos impenetrables.
—Además demoran demasiado en curarse, ¿no cree
usted, señor? Tom, mi sobrino, se lastimó el brazo con una
guadaña al caerse en el campo y, ¡Dios mío!, permaneció
tres meses en cama. Aunque no lo crea, cada vez que veo una
guadaña me acuerdo de eso, señor.
—Lo comprendo perfectamente —respondió el huésped.
—Estaba tan grave, que creía que iban a operarlo.
De pronto, el forastero comenzó a reír. Fue una carca-
jada que pareció empezar y acabar en su boca.
—¿Verdad? —preguntó.
—Claro, señor. Y no es para tomárselo en broma,
sobre todo, los que nos tuvimos que ocupar de él, porque mi
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hermana tiene niños pequeños. Había que estar poniéndole y


quitándole vendas. Y me atrevería a decirle, señor, que...
—¿Podría alcanzarme unos fósforos? —preguntó, de
pronto, el extraño—. Se me ha apagado la pipa.
A la señora Hall le pareció inoportuno, una grosería
después de todo lo que le había contado. Lo miró un instan-
te, pero recordando el dinero que ya le había pagado, salió a
buscar los fósforos.
—Gracias —contestó cuando se los entregó y giró
hacia la ventana.
Era evidente el desinterés del hombre por las operacio-
nes y los vendajes. A pesar de que ella no había querido insi-
nuar nada, aquel rechazo la había irritado, y esa tarde Millie
pagaría las consecuencias.
El desconocido permaneció en el salón hasta las cuatro,
evitando el ingreso de cualquier otro en la habitación. La
mayor parte del tiempo se mantuvo quieto, fumando junto al
fuego. Dormitando, quizás. Un par de veces se pudo escu-
char cómo removía las brasas y durante unos cinco minutos
se oyó su andar por la habitación. Parecía que hablaba solo.
Después se escuchó cómo crujía el sillón: se había sentado
nuevamente.

CAPÍTULO II
Las primeras sensaciones
del señor Teddy Henfrey

Eran las cuatro de la tarde. Estaba anocheciendo y la


señora Hall juntaba valor para ir al cuarto y preguntarle al
huésped si gustaba beber una taza de té. En ese preciso ins-
tante, Teddy Henfrey, el relojero, entró en el bar.
—¡Qué tiempo, señora Hall! ¡El clima no está para
andar por ahí con unas botas tan livianas!
La nieve ahora caía con más fuerza. La señora Hall
estuvo de acuerdo. Y al ver que el relojero llegaba con su

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caja de herramientas, se le ocurrió una idea.


—Aprovecho que está aquí, señor Teddy —dijo—. Me
gustaría que viera qué sucede con el viejo reloj del salón.
Funciona bien, pero la aguja siempre señala las seis.
Y, encaminándose al salón, entró después de haber lla-
mado. Cuando abrió la puerta, vio al extraño sentado en el
sillón delante de la chimenea. Parecía medio dormido y tenía
la cabeza tumbada hacia un costado. La única iluminación
que había en el salón provenía de la chimenea y de la esca-
sa luz que entraba por la puerta. La señora Hall no podía ver
con claridad; además, estaba encandilada por las luces del
bar que acababa de encender. Durante un momento le pare-
ció ver que el hombre al que miraba exhibía una enorme
boca abierta, una boca increíble, que ocupaba casi la mitad
de su rostro. Esa impresión fue momentánea: la cabeza ven-
dada, los anteojos monstruosos y ese agujero gigante deba-
jo. Enseguida el hombre se movió en su sillón, se levantó y
se tapó el rostro con la mano. La señora Hall abrió la puerta
aún más para lograr mayor iluminación y para poder ver al
extraño con claridad. Como antes la servilleta, ahora una
bufanda le cubría el rostro. La señora Hall supuso que segu-
ramente habría sido un juego de sombras.
—¿Le molesta que entre este señor a arreglar el reloj?
—preguntó, recobrándose del susto.
—¿Arreglar el reloj? —dijo observando a su alrededor
con torpeza y con la mano sobre la boca—. No faltaría más
—continuó, esta vez haciendo un esfuerzo por despertarse.
La señora Hall fue a buscar una lámpara y el huésped
hizo un gesto de querer estirarse. Cuando la señora Hall
regresó al salón con la luz, el señor Teddy Henfrey dio un
salto al encontrarse con ese hombre recubierto de vendajes.
—Buenas tardes —dijo el desconocido al señor
Henfrey, que se sintió observado con intensidad, como si
fuera una langosta, a través de aquellos anteojos oscuros.
—Espero —dijo el señor Henfrey— que esto no le
parezca una molestia.
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—De ningún modo —contestó el huésped—. Aunque


suponía que esta habitación era privada —dijo girando hacia
la señora Hall.
—Perdón —respondió la señora Hall—, pero supuse
que le gustaría que arreglaran el reloj.
—Sin dudas —continuó diciendo el extraño—, pero
normalmente me agrada que se respete mi intimidad. Sin
embargo, estoy de acuerdo con que hayan venido a arreglar
el reloj —agregó al observar el dubitativo comportamiento
del señor Henfrey—. Me gusta mucho.
El extraño se dio vuelta y, de espaldas a la chimenea,
cruzó las manos atrás de su cuerpo y dijo:
—Ah, cuando el reloj esté reparado, desearía tomar
una taza de té. Repito, cuando terminen de arreglarlo.
La señora Hall iba a salir, sin haber hecho ningún
intento de entablar conversación con el visitante, por miedo
al ridículo ante el señor Henfrey, cuando oyó que el desco-
nocido le preguntaba si había averiguado algo más sobre su
equipaje. Ella respondió que había arreglado con el cartero
que un acarreador se lo llevara temprano por la mañana.
—¿Está segura de que es lo más rápido, de que no
puede ser antes? —preguntó él.
Con frialdad, la señora Hall afirmó que sí.
—Debo explicarle ahora que soy un científico —aña-
dió el extraño—. Antes no pude hacerlo por el frío y el can-
sancio.
—¿Verdad? —preguntó la señora Hall, impresionada.
—Y traigo en mi equipaje distintos aparatos y acceso-
rios muy importantes.
—Seguramente lo serán, señor —dijo la señora Hall.
—Comprenderá ahora que tengo necesidad de reanu-
dar mis investigaciones de inmediato.
—Claro, señor.
—He venido a Iping —continuó con cierta intención—
buscando soledad. No me gusta que me molesten mientras
trabajo. Además, un accidente...

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—Lo suponía —dijo la señora Hall.


—Necesito tranquilidad. Mis ojos están tan débiles,
que necesito encerrarme a oscuras durante horas. En esos
momentos, espero que comprenda que cualquier molestia,
como por ejemplo, que alguien de repente entre en el cuar-
to, me produciría un gran disgusto.
—Claro, señor —dijo la señora Hall—, y si me permi-
te preguntarle...
—Creo que eso es todo —finalizó el extraño, dando así
por concluida la conversación.
Como consecuencia, la señora Hall reservó la pregun-
ta y su simpatía para mejor ocasión.
Una vez que ella se marchó de la habitación, el desco-
nocido se quedó de pie, inmóvil, en frente de la chimenea,
mirando colérico, según el señor Henfrey, cómo arreglaba el
reloj. El relojero quitó las agujas, la esfera y algunas piezas
al reloj, haciéndolo de la forma más lenta posible. Trabajaba
junto a la lámpara, de modo que la pantalla verde arrojaba
distintos reflejos sobre sus manos, tanto como sobre el marco
y las rueditas, dejando el resto de la habitación en penumbra.
Cuando levantaba la vista, parecía ver pequeñas partículas de
colores. Su curiosidad lo había hecho extenderse en su traba-
jo para demorar su partida y así entablar diálogo con el foras-
tero. Pero el huésped se quedó allí parado y quieto, tan quie-
to que estaba comenzando a alterar al señor Henfrey. Sentía
estar solo en el cuarto, pero cada vez que levantaba la vista,
entre un cúmulo de partículas verdes, se encontraba con
aquella figura gris e imprecisa, con aquella cabeza vendada
que lo miraba con unos enormes anteojos azules.
A Henfrey todo le resultaba muy misterioso. Durante
unos segundos se observaron mutuamente, hasta que el
relojero bajó la mirada. ¡Se encontraba tan incómodo! Le
hubiera agradado decir algo. ¿Qué tal si hacía un comenta-
rio sobre el frío excesivo que estaba haciendo para esa
época del año? Nuevamente subió la vista como para lan-
zarle un primer disparo.
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—Está haciendo un tiempo... —comenzó.


—¿Por qué no finaliza de una vez y se marcha? —le
respondió aquella figura tensa e inmersa en una cólera casi
indomable—. Solo tiene que colocar la aguja de las horas en
su eje, no crea que no me doy cuenta.
—Desde luego, señor, enseguida termino.
Cuando el relojero acabó su trabajo, se marchó. Lo
hizo muy indignado. Maldecía mientras atravesaba el pue-
blo con torpeza por el derretimiento de la nieve. “Uno nece-
sita su tiempo para arreglar un reloj”. Y caminaba murmu-
rando: “¿Por qué no se le puede mirar la cara? Parece que
no. Está lleno de vendajes... como si tuviera que ocultarse
de la policía”.
En la esquina con la calle Gleeson vio a Hall, el con-
ductor de la diligencia de Iping a Sidderbridge para pasaje-
ros ocasionales, que se había casado hacía poco con la posa-
dera de Carruajes y Cocheros. Hall justo volvía de allí y
parecía que se había quedado un poco más de lo habitual en
Sidderbridge, a juzgar por su forma de conducir.
—¡Hola, Teddy! —le dijo cuando pasó.
—¡Tienes una sorpresa por acá! —le contestó Teddy.
—¿Qué dices? —preguntó Hall, después de frenar.
—Un extraño muy especial se ha hospedado esta noche
en el Carruajes y Cocheros —explicó Teddy—. Ya lo cono-
cerás. Parece estar disfrazado. A mí siempre me gusta mirar
a la cara al que tengo enfrente —le dijo, y añadió—: Pero las
mujeres son muy confiadas con los desconocidos. Lo ha ins-
talado en un cuarto y no conoce ni siquiera su nombre.
—¡Qué me estás diciendo! —respondió Hall, que era
bastante desconfiado.
—Sí —continuó Teddy—. Y ha pagado una semana.
Sea como sea, no se lo sacará de encima en una semana. Y,
además, ha traído un montón de equipaje, que le llegará
mañana. Ojalá que no se trate de valijas pesadas.
Entonces Teddy le relató a Hall la historia de cómo un
extranjero había estafado a una tía suya que vivía en

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Hastings. Después de escuchar todo eso, espantosas sospe-


chas invadieron al temeroso Hall.
—Vamos, arriba, vieja yegua —dijo—. Tendré que
enterarme de lo que ocurre.
Teddy siguió su rumbo, sintiéndose más aligerado
después de haberse quitado ese peso de encima. Cuando Hall
llegó a la posada, en lugar de “enterarse de lo que ocurría”,
recibió un sermón de su mujer por haber permanecido tanto
tiempo en Sidderbridge, y sus modestas preguntas sobre el
extraño fueron respondidas de modo veloz y tajante; pero la
semilla de la duda había germinado en su mente.
—Ustedes, las mujeres, no saben nada —manifestó el
señor Hall con intenciones de averiguar algo más sobre la
identidad del huésped apenas pudiera.
Y cuando el extraño, alrededor de las nueve y media,
se fue a dormir, el señor Hall marchó al salón y observó los
muebles de su esposa uno por uno y se detuvo a analizar una
pequeña operación matemática que el forastero había deja-
do. Cuando se retiró a la cama, instruyó a su esposa para que
inspeccionara el equipaje del forastero cuando arribara al día
siguiente.
—Métete en tus asuntos —le contestó la señora Hall—,
que yo me ocuparé de los míos.
Estaba decidida a contradecir a su esposo, aunque el
huésped era realmente un hombre muy extraño y ella tam-
poco se encontraba muy tranquila. Durante la noche se
sobresaltó soñando con cabezas blancas gigantes con formas
de nabos, con larguísimos cuellos y enormes ojos azules.
Pero como era una mujer prudente, el miedo no la venció y
continuó durmiendo.

CAPÍTULO III
Miles de botellas
Así es la historia de la llegada a Iping de aquel tipo
extraño, como caído del cielo, un nueve de febrero, a
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comienzos del deshielo. Su equipaje llegó al día siguiente, y


era una carga que no pasaba inadvertida. Constaba de un par
de baúles, como los de cualquier hombre común; sin embar-
go, también arribó una caja repleta de libros, muy grandes,
algunos con una escritura incomprensible, y más de una
docena de diferentes cajas y cajones embalados en paja, que
contenían botellas, como comprobó el señor Hall, quien, con
curiosidad, estuvo revolviendo un poco. El huésped, tapado
por su sombrero, abrigo, guantes y una especie de capa, con
impaciencia se aproximó a la carreta del señor Fearenside
mientras el señor Hall, que estaba charlando con él, se pro-
ponía ayudarlo a descargar todo eso. Cuando salió, no se dio
cuenta de que el perro del señor Fearenside en ese momento
estaba olfateando las piernas del señor Hall.
—Apúrense con las cajas —solicitó—. He estado espe-
rando demasiado tiempo.
Después de esta expresión, bajó los escalones y se diri-
gió a la parte trasera de la carreta con la intención de sacar
uno de los paquetes más pequeños. Apenas lo vio, el perro
del señor Fearenside comenzó a ladrar y a gruñir, y no había
terminado de bajar los escalones cuando el animal se lanzó
sobre él y le mordió una mano.
—Oh, no —gritó Hall, saltando hacia atrás, ya que
tenía mucho temor a los perros.
—¡Quieto! —gritó a su vez Fearenside, sacando un
látigo.
Los dos hombres vieron los dientes del perro hundirse
en la mano del forastero, y después de que éste lo pateara,
observaron cómo el animal saltaba y le mordía la pierna,
oyéndose con claridad el desgarro de la tela del pantalón.
Finalmente, Fearenside golpeó al perro con el látigo, y éste
se escondió, con quejidos, debajo de la carreta. Todo ocurrió
en menos de un segundo y solo se escuchaban gritos. El
forastero miró de inmediato el guante desgarrado y la pier-
na. Se inclinó hacia esta última, dio media vuelta y retornó a
la posada. Los dos hombres lo escucharon alejarse por el

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pasillo y las escaleras hacia su cuarto.


—¡Bruto! —dijo Fearenside, agachándose con el láti-
go en la mano y dirigiéndose al perro, que lo miraba desde
abajo de la carreta—. ¡Te conviene obedecerme y venir aquí!
Hall, de pie, miraba.
—Lo ha mordido. Iré a ver cómo se encuentra.
Subió detrás del huésped. En el pasillo se encontró con
la señora Hall y le dijo:
—Lo ha mordido el perro del carretero.
Subió directamente al piso de arriba. Y al encontrar la
puerta entreabierta irrumpió en la habitación. Las persianas
estaban bajas y el cuarto oscuro. Al señor Hall le pareció ver
una cosa muy extraña, lo que simulaba ser un brazo sin
mano le hacía señas y lo mismo hacía un rostro con tres
enormes agujeros blancos. De repente, recibió un fuerte
golpe en el pecho que lo hizo caer de espaldas; al mismo
tiempo cerraron la puerta y le pusieron llave. Todo fue tan
rápido, que el señor Hall casi no vio nada. Solo formas y
figuras incomprensibles, un golpe y, por último, el aturdi-
miento. El señor Hall quedó tirado en la oscuridad, pregun-
tándose por lo que había visto.
En unos minutos se sumó al gentío agolpado en la
puerta del Carruajes y Cocheros. Fearenside se encontraba
allí, contando todo nuevamente; la señora Hall le recrimina-
ba que su perro no tenía derecho a morder a sus huéspedes;
Huxter, el tendero de enfrente, no comprendía nada de lo que
ocurría; y Sandy Wadgers, el herrero, opinaba sobre el suce-
so. Había también un grupo reunido de mujeres y niños
diciendo tonterías:
—A mí no me hubiera mordido, seguro.
—No está bien tener ese tipo de perro.
—Y entonces, ¿por qué lo mordió?
Al señor Hall, que miraba y oía todo desde la escalera,
le parecía increíble que algo tan sobrenatural le hubiera
ocurrido en el piso de arriba. Además, su limitado vocabula-
rio no le permitía relatar todas sus sensaciones.
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—Dice que no quiere ayuda de nadie —afirmó, con-


testando a la pregunta de su mujer—. Mejor terminemos de
descargar el equipaje.
—Habría que desinfectarle la herida —observó el
señor Huxter— antes de que se inflame.
—Lo mejor sería pegarle un tiro a ese perro —exclamó
una de las curiosas.
De pronto, el perro comenzó a gruñir de nuevo.
—¡Vamos! —gritó una voz enfadada. Allí estaba el
huésped envuelto, con el cuello del abrigo subido y con la
frente oculta por el ala del sombrero—. Cuanto antes suban
el equipaje, mejor.
Uno de los curiosos descubrió que el extraño se había
cambiado los guantes y los pantalones.
—¿Lo ha lastimado mucho, señor? —preguntó
Fearenside y agregó—: Lamento lo ocurrido con el perro.
—No ha sido nada —contestó el forastero—. Ni me ha
rozado la piel. Apúrense con el equipaje.
Según afirmó el señor Hall, el forastero insultaba entre
dientes.
Una vez que bajaron el primer cajón en el salón, de
acuerdo con las propias indicaciones del extraño, este se
lanzó sobre él con increíbles ansias y comenzó a desempa-
car. Iba quitando la paja sin considerar la alfombra de la
señora Hall. Empezó a sacar del cajón variedad de botellas,
frascos pequeños que contenían polvos, botellitas chicas y
delgadas con líquidos blancos y de color, otras alargadas de
color azul con la etiqueta “veneno”, botellas redondeadas
con cuello largo, botellas grandes, unas blancas y otras ver-
des, botellas con tapones de cristal y etiquetas blancas, bote-
llas tapadas con corcho, otras tapadas con madera, botellas
de vino, botellas de aceite; y las iba alineando por cualquier
parte, sobre la cómoda, en la chimenea, en la mesa que había
debajo de la ventana, en el suelo, en la biblioteca. En la far-
macia de Bramblehurst no había tantas botellas como en ese
lugar. Era un espectáculo. Absolutamente, todos los cajones

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EL HOMBRE INVISIBLE

estaban repletos de botellas y la mesa quedó cubierta de paja


cuando terminó de vaciarlos. Además de botellas, los cajo-
nes solo contenían unos cuantos tubos de ensayo y una
balanza cuidadosamente empaquetada.
Después de desempacar, el extraño se acercó a la venta-
na y se dispuso a trabajar sin preocuparse en absoluto por la
paja esparcida, por la chimenea a medio apagar o por los baú-
les y el resto del equipaje que habían llevado al piso de arriba.
Cuando la señora Hall le llevó la comida, estaba tan
compenetrado en su trabajo, echando gotitas de las botellas
en los tubos de ensayo, que no se percató de lo enfadada que
ella estaba, debido al estado de la habitación, barriendo la
paja desparramada y poniendo la bandeja sobre la mesa.
Entonces giró la cabeza y, al descubrirla, volvió inmediata-
mente a su posición anterior. Pero la señora Hall se había
dado cuenta de que no tenía los anteojos puestos; estaban
sobre la mesa, en un costado, y le pareció que en lugar de las
cuencas de los ojos tenía dos enormes agujeros. El forastero
se volvió a poner los anteojos y giró para mirarla de frente.
Cuando ella iba a quejarse de la paja que había quedado en
el suelo, él se adelantó:
—Preferiría que no entrara en la habitación sin golpear
—le dijo en el tono de irritación característico suyo.
—Lo he hecho, pero parece que...
—Quizá lo hizo, pero mis investigaciones son muy
importantes y debo tener cuidado, así que... la más pequeña
interrupción, el crujido de una puerta..., debe considerarlo.
—Desde ya, señor. Puede encerrarse con llave cuando
quiera, si es lo que desea.
—Parece una buena idea —contestó el forastero.
—Y toda esta paja, señor, me gustaría que reconociera...
—No se preocupe. Si la paja le molesta, súmelo a mi
cuenta —y pronunció unas palabras que a la señora Hall le
sonaron raras.
Allí, de pie, el huésped tenía un aspecto tan extraño,
tan agresivo, con una botella en una mano y un tubo de
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H. G. WELLS

ensayo en la otra, que atemorizó a la señora Hall. Pero era


una mujer decidida y agregó:
—En ese caso, señor, ¿qué precio cree que debería
cobrarle?
—Un chelín. Creo que un chelín estaría bien, ¿no?
—Claro que es suficiente —respondió la señora Hall
mientras colocaba el mantel sobre la mesa—. Si a usted le
satisface esa cifra, por supuesto.
Entonces volvió a sentarse de espaldas, de modo que la
señora Hall solo podía ver el cuello del abrigo. Según ella, el
extraño estuvo trabajando toda la tarde encerrado en su habi-
tación, bajo llave y en silencio. Pero en una ocasión se escu-
chó un golpe y el sonido de botellas que se entrechocaban y
se estrellaban en el suelo, y después se escucharon unos
pasos a lo largo de la habitación. Con temor de que algo
hubiera ocurrido, la señora Hall se aproximó a la puerta para
oír, pero no se atrevió a llamar.
—¡No puedo más! —se escuchaba exclamar al desco-
nocido—. ¡No puedo continuar así! ¡Trescientos mil, cua-
trocientos mil! ¡Demasiado! ¡Me han engañado! ¡Me va a
tomar toda la vida! ¡Paciencia, necesito mucha paciencia!
¡Imbécil y mentiroso!
En ese momento llamaron a la señora Hall desde el bar
y, desganada, tuvo que dejar el resto de las quejas del visi-
tante. Cuando volvió, la habitación estaba en silencio, con
excepción del crujido de la silla o el choque casual de las
botellas. Una vez terminado el soliloquio, el huésped volvió
a su trabajo.
Más tarde, cuando le llevó el té, vio algunos vidrios
rotos debajo del espejo cóncavo y una mancha dorada que
había sido refregada con desprolijidad. La señora Hall le
llamó la atención.
—Súmelo a mi cuenta —contestó cortante el hués-
ped—. Y por el amor de Dios, no me moleste. Si hay algún
daño, agréguelo a mi cuenta —y continuó haciendo una lista
en la libreta que tenía frente a él.

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—Te diré algo... —dijo Fearenside sonando a misterio.


Era ya tarde y se encontraba con Teddy Henfrey en una
cervecería de Iping.
—¿Qué sucede? —preguntó Teddy Henfrey.
—El tipo al que mordió mi perro. Bueno, creo que es
negro. Al menos sus piernas lo son. Pude ver qué había
debajo de sus pantalones rotos y de su guante. Cualquiera
hubiera esperado encontrar piel rosada, ¿no? Bueno, no. Era
negra. Lo afirmo, era negra como mi sombrero.
—Sí, sí, bueno —contestó Henfrey y agregó—: Igual es
un caso muy raro. Su nariz es tan rosada, que parece pintada.
—Es verdad —dijo Fearenside—. Yo también me
había dado cuenta. Y sabes qué estoy pensando. Ese hombre
es moteado, Teddy. Un poco negro y otro blanco, a lunares.
Es un tipo de mestizos sin mezcla de colores, sino a lunares.
Ya he oído hablar de estos casos alguna vez. Y como sabe-
mos, es lo que ocurre generalmente con los caballos.

CAPÍTULO IV
El señor Cuss habla con el extraño

He contado detalladamente la llegada del desconocido a


Iping para que el lector pueda darse cuenta de la curiosidad
que causó. Y a excepción de pocos incidentes algo extraños,
no ocurrió nada destacado durante su estadía hasta el día de
la fiesta del club. El huésped había tenido algunos altercados
con la señora Hall por temas hogareños, pero en estos casos
siempre lo solucionaba cargándolo a su cuenta, hasta que a
fines de abril empezaron a notarse los primeros indicios de
sus dificultades económicas. El extraño no le resultaba sim-
pático al señor Hall, quien con frecuencia expresaba su inte-
rés por deshacerse de él, y demostraba su desagrado ocultán-
dose de él y evitándolo siempre que le fuera posible.
—Espera hasta el verano —decía la señora Hall con
prudencia—. Hasta que lleguen los artistas. Entonces, ya
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H. G. WELLS

veremos. Quizá sea un poco autoritario, pero paga las cuen-


tas puntualmente, a pesar de lo que digas.
El huésped nunca iba a la Iglesia y, además, no distin-
guía entre el domingo y los demás días, ni siquiera se cam-
biaba la ropa. Según las observaciones de la señora Hall, tra-
bajaba de forma irregular. Algunos días se levantaba tempra-
no y estaba ocupado todo el tiempo. Otros días, sin embargo,
se despertaba muy tarde y se pasaba horas hablando en voz
alta, deambulando por el cuarto, mientras fumaba o se dor-
mía en el sillón, frente al fuego. No mantenía contacto con
nadie fuera del pueblo. Su carácter mostraba altibajos; la
mayor parte del tiempo tenía la actitud de alguien que se
encuentra bajo una tensión intolerable, y en un par de oca-
siones se lo escuchó cortar, desgarrar, arrojar o romper cosas
en convulsivos ataques de violencia. Parecía en estado de
irritación crónica muy intensa. Solía hablar solo, en voz baja
frecuentemente y, aunque la señora Hall lo escuchaba con
concentración, no encontraba coherente nada de lo que oía.
Durante el día, raramente abandonaba la posada, pero
por las noches solía pasear completamente ensimismado y
sin reparar en el frío que hiciera; y para hacerlo, elegía luga-
res solitarios y oscurecidos por las sombras de árboles. Sus
anteojos enormes y la cara vendada bajo el sombrero apare-
cían, de pronto, en la oscuridad provocando el desagrado
entre los campesinos que regresaban a sus casas. Teddy
Henfrey, al salir borracho de la taberna La capa Escarlata,
una noche a las nueve y media, se asustó cuando vio la cabe-
za del extraño (llevaba el sombrero en la mano) destacada
por un rayo que se asomaba de la puerta de la taberna. Los
niños que lo habían visto sufrían pesadillas y soñaban con
fantasmas, y no es fácil adivinar si él odiaba a los niños más
que ellos a él o al revés. La realidad era que el odio se des-
parramaba por ambos lados. Era imposible evitar que una
persona de apariencia tan particular y temeraria fuera el
tema de conversación más frecuente en Iping. La opinión
sobre la profesión del desconocido estaba muy dividida.

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Cuando preguntaban a la señora Hall, respondía que era un


investigador experimental. Lo expresaba con cautela, como
si temiera que existiera alguna trampa. Cuando le pregunta-
ban por el significado de “investigador experimental”, acos-
tumbraba decir, con cierto aire de superioridad, que las per-
sonas educadas sabían perfectamente qué era; y luego agre-
gaba que “descubría cosas”. Comentaba que su huésped
había sufrido un accidente y que su cara y sus manos esta-
ban dañadas; y que por su carácter tan sensible, evitaba el
contacto con la gente del lugar.
Otra versión que argumentaba la gente del pueblo era
que se trataba de un criminal que intentaba escapar de la
policía, ocultándose, tapado como estaba, para que no lo
descubrieran. Esta era la idea de Teddy Henfrey. Sin embar-
go, nadie supo sobre ningún crimen en el mes de febrero.
El señor Gould, el asistente que estaba a prueba en la
escuela, sospechó que el extraño podía ser un anarquista
camuflado que se dedicaba a preparar explosivos, y decidió
actuar como detective en su tiempo libre. Sus acciones con-
sistían en mirarlo fijamente cuando se encontraba con él o en
preguntar cosas sobre él a personas que nunca lo habían
visto. Obviamente no descubrió nada...
Otro grupo opinaba como el señor Fearenside: que tenía
el cuerpo moteado u otra versión algo modificada; por ejem-
plo, a Silas Durgan lo escucharon afirmar: “Si se exhibiera en
las ferias, seguro que haría fortuna”; y pecando de teólogo, lo
comparó con el hombre que tenía un solo talento.
Otro grupo sostenía que era un loco inofensivo. La
ventaja de esta teoría es su simpleza. En los grupos más
importantes había indecisos y comprometidos con el tema.
La gente de Sussex era poco supersticiosa, pero los sucesos
de principios de abril hicieron que las mujeres del pueblo, y
luego el resto de la gente, empezaran a susurrar la palabra
sobrenatural. Más allá de las teorías, a los pueblerinos, en
general, les desagradaba el extraño. Su irritabilidad, aunque
posiblemente comprensible para un intelectual de la ciudad,
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resultaba extraña y confusa para los habitantes tranquilos de


Sussex. Las raras gesticulaciones con las que lo sorprendían
de vez en cuando, los largos paseos nocturnos en los que
aparecía en cualquier esquina, el trato tosco ante cualquier
intención de curiosear, el gusto por la oscuridad que los
hacía cerrar las puertas, bajar las persianas y apagar las velas
y las lámparas... ¿Quién podía aceptar ese tipo de cosas?
Todos se apartaban cuando pasaba por el centro del pueblo.
Y cuando se alejaba, algunos chistosos lo imitaban subién-
dose el cuello del abrigo, bajándose el ala del sombrero y
caminando de modo nervioso detrás de él, copiando ese tem-
peramento oculto. En esos tiempos estaba de moda una can-
ción popular titulada El hombre fantasma. La señorita
Statchell la había cantado en la sala de actos del colegio
(para ayudar a pagar las lámparas de la Iglesia) y después,
cada vez que dos o tres campesinos veían al forastero, se
escuchaban los dos primeros compases de la canción. Y los
niños pequeños solían seguirlo, gritándole: “¡Fantasma!”, y
luego salían corriendo.
La curiosidad devoraba a Cuss, el farmacéutico. Como
profesional, estaba interesado en los vendajes. Miraba con
ojos suspicaces la variedad de botellas. Durante abril y mayo
había buscado la oportunidad de hablar con el extraño. Y por
fin, hacia Pentecostés, cuando ya no soportaba más, con la
excusa de la elaboración de una lista de suscripción para
solicitar una enfermera para el pueblo, intentó hablar con el
forastero. Se sorprendió cuando se enteró de que la señora
Hall todavía no conocía el nombre del extraño.
—Dijo su nombre —mintió la señora Hall—, pero casi
no pude oírlo y no lo recuerdo.
Le pareció bastante estúpido desconocer el nombre de
su huésped. El señor Cuss golpeó la puerta del salón y entró.
Desde allí se oyó una maldición.
—Perdone mi intromisión —dijo Cuss y cerró la puer-
ta para impedir que la señora Hall escuchara el resto de la
conversación.

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Ella oyó un murmullo de voces durante los diez minu-


tos siguientes, luego un grito de sorpresa, un movimiento de
pies, el golpe de una silla, una estruendosa carcajada, unos
pasos veloces hacia la puerta. Después, el señor Cuss apare-
ció con la cara pálida y mirando por encima de su hombro.
Al salir, dejó la puerta abierta, sin percatarse de la presencia
de la señora Hall; se apuró por el pasillo y bajó la escalera.
Ella lo escuchó alejarse corriendo por la calle. Llevaba el
sombrero en la mano. La mujer se quedó inmóvil mirando
por la puerta abierta del salón. Después oyó al forastero reír-
se y caminar por la habitación. Desde donde se encontraba
no podía verle la cara. Finalmente, la puerta del salón se
cerró y el lugar quedó silencioso de nuevo.
Cuss atravesó el pueblo hasta la casa de Bunting, el
vicario.
—¿Cree que estoy loco? —preguntó Cuss con dureza
apenas entró en el pequeño estudio—. ¿Parezco enfermo?
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el vicario, mientras
pasaba las hojas gastadas de su próximo sermón.
—Ese tipo, el de la posada.
—¿Si?
—Deme algo de beber —dijo Cuss y se sentó. Después
de tranquilizarse con una copita de jerez barato (el único del
que disponía el vicario), le relató la charla que acababa de
tener.
—Llegué a la habitación —dijo entrecortadamente— y
le pregunté si quería firmar en la lista para solicitar la enfer-
mera para el pueblo. Cuando entré, rápidamente ocultó las
manos en los bolsillos y se dejó caer en la silla. Respiró. Le
comenté que había oído sobre su interés en temas científicos.
Me respondió que sí y volvió a respirar, con fuerza. Siguió
respirando con dificultad todo el tiempo: se notaba que esta-
ba resfriado. ¿No es extraño, si siempre va tan cubierto?
Seguí explicándole la cuestión de la enfermera mientras
observaba a mi alrededor. Había botellas llenas de productos
químicos por todas partes. Una balanza y tubos de ensayo
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ubicados en sus soportes y un potente olor a flor de prima-


vera. Le pregunté si estaba interesado en sumar su nombre a
la lista y me dijo que lo pensaría. Entonces le pregunté si
estaba realizando alguna investigación y si le estaba llevan-
do mucho tiempo. Se enojó y me dijo que sí, que eran muy
largas. “Ah, ¿sí?”, le dije, y en ese momento estalló en ira.
El hombre iba a explotar y mi pregunta fue la gota que reba-
só el vaso. El extraño tenía en sus manos una receta que
parecía ser muy valorada por él. Le pregunté si se la había
dado el médico. Comenzó a insultar y respondió: “¿Qué
busca en realidad?”. Pedí disculpas y me contestó con un
ataque de tos. La leyó. Cinco ingredientes. La puso sobre la
mesa y, al girar, una corriente de aire que entró por la venta-
na hizo volar el papel. Se oyó un crujir de papeles en la chi-
menea, que estaba encendida. Vi un resplandor y la receta
subió por la chimenea.
—¿Y qué?
—¿Cómo? ¡Que no tenía mano! No había nada en la
manga. ¡Dios mío!, pensé que era una deformidad física.
Imaginé que tenía una mano de corcho y supuse que se la
había quitado. Pero luego pensé que había algo raro en todo
esto. ¿Cómo cuernos se mantiene rígida la manga si está
vacía? De verdad te aseguro que no había nada adentro.
Nada, y le vi hasta el codo; además, la luz pasaba por un
agujero que tenía la manga. “¡Dios mío!”, pensé. En ese
momento él se detuvo. Se quedó mirándome con sus anteo-
jos negros y después se miró la manga.
—Y... ¿qué pasó?
—Nada más. No dijo nada, sólo miraba y de nuevo se
metió la manga en el bolsillo. “Hablábamos de la receta,
¿no?”, me dijo mientras tosía y yo le pregunté: “¿Cómo hace
para mover una manga vacía?”. “¿Una manga vacía?”, me
respondió. “Sí, sí, una manga vacía”, le repetí. “Una manga
vacía. Eso es lo que usted vio, ¿no?”. Estábamos los dos
parados. El forastero dio tres pasos y se me acercó. Respiró
con fuerza. Yo no me moví, aunque esa cabeza vendada y

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esos anteojos alcanzan para poner nervioso a cualquiera, en


especial, si se te van acercando lentamente. “¿Dijo que mi
manga estaba vacía?”, me preguntó. “Sí”, le respondí.
Entonces él, de a poco, sacó la manga del bolsillo y la apun-
tó hacia mí como para enseñármela otra vez. Lo hacía con
mucha calma. Yo observaba. Sentí que tardaba una eterni-
dad. “¿Entonces?”, me preguntó, y yo, tragando saliva, le
contesté: “No hay nada. Está vacía”. Empecé a sentir miedo
porque no podía decir nada. Vi el interior. Extendió la manga
hacia mí, lenta, muy lentamente, así, hasta que el puño casi
tocaba mi rostro. ¡Qué extraño ver una manga vacía que se
te acerca de esa manera!, y entonces...
—¿Entonces?
—Entonces algo como un dedo me pellizcó la nariz.
Bunting empezó a reír.
—¡No había nada allí adentro! —dijo Cuss haciendo
hincapié en la palabra “allí”—. Está bien que te rías, pero
estaba tan asustado, que lo golpeé con el puño, me di vuelta
y salí corriendo de la habitación.
Cuss se calló. Era indudable su sinceridad, por el temor
que expresaba. Aturdido, miró alrededor y se tomó una
segunda copa de jerez.
—Cuando le golpeé el puño —siguió Cuss—, te ase-
guro que noté la misma sensación que si golpeara un brazo,
¡pero no había ninguno! ¡No había ni señales del brazo!
El señor Bunting recapacitó sobre el relato. Miró al
señor Cuss con algunas dudas.
—Es realmente extraordinario —le dijo. Miró grave-
mente a Cuss y repitió—: Realmente, es extraordinario.

CAPÍTULO V
El robo de la vicaría
Lo sucedido durante el robo en la vicaría nos llegó a
través del relato del vicario y su mujer. El acontecimiento

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ocurrió durante la madrugada de Pentecostés, el día que


Iping estaba abocada a la fiesta del club. Según se dice, la
señora Bunting se despertó, en medio de la calma previa al
alba, porque tuvo la sensación de que la puerta de su cuarto
de pronto se había abierto y cerrado.
Al principio no despertó a su esposo y se sentó en la
cama a escuchar. La señora Bunting oyó con claridad el
sonido de las pisadas de unos pies descalzos que salían de la
habitación de al lado de su dormitorio y por el pasillo se
encaminaban a la escalera. En cuanto se aseguró de lo que
ocurría, despertó al reverendo Bunting, intentando hacer el
menor ruido posible. Él, sin encender la luz, se puso los
anteojos, una bata y las chinelas, y salió al rellano de la esca-
lera para tratar de oír. Desde allí pudo escuchar claramente
cómo alguien buscaba algo en su despacho, en el piso de
abajo; y, luego, un fuerte estornudo. En ese momento regre-
só a su cuarto y, tomando como arma el bastón que tenía a
mano, descendió por la escalera cuidadosamente para no
hacer ruido. Mientras tanto, la señora Bunting salió al rella-
no. Era alrededor de las cuatro y estaba empezando a aclarar.
Aunque un débil rayo de luz iluminaba la entrada, la
puerta del estudio estaba tan oscura, que parecía imposible
de atravesar. En el silencio, solo se sentía, casi impercepti-
ble, el crujir de los escalones bajo los pies del señor Bunting
y unos leves movimientos en el estudio. De pronto, se oyó
un golpe, se abrió un cajón y se escucharon ruidos de pape-
les. Después también sonó una maldición y alguien encendió
un fósforo, que iluminó el estudio con una luz amarillenta.
En ese momento, el señor Bunting, que ya se encontraba en
la entrada, por la rendija de la puerta pudo observar el cajón
abierto y la vela que ardía encima de la mesa, pero no pudo
ver a ningún ladrón. Se quedó allí pensando qué hacer; y la
señora Bunting, con la cara pálida y la mirada vigilante, bajó
la escalera lentamente, siguiéndolo. Sin embargo, había algo
que le daba valor al señor Bunting: no tenía dudas de que el
ladrón vivía en el pueblo.

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Al escuchar con claridad el sonido del dinero, ambos


comprendieron que el ladrón había encontrado sus ahorros,
dos libras y diez peniques, todo en monedas de medio sobe-
rano cada una. En ese momento, el señor Bunting decidió
entrar en acción y, moviendo con fuerza su bastón, entró en
el cuarto, acompañado por su esposa.
—¡Ríndase! —gritó con energía y, de repente, se paró
extrañado. La habitación parecía totalmente vacía.
De todos modos, ellos estaban seguros de que, en algún
momento, habían oído a alguien allí adentro. Durante un ins-
tante se quedaron parados, sin palabras. Luego, la señora
Bunting atravesó la habitación para inspeccionar atrás del
biombo mientras que el señor Bunting, con un impulso simi-
lar, miró debajo de la mesa del estudio. Después, la mujer
descorrió las cortinas y su marido registró la chimenea, tan-
teando con su bastón. A continuación, ella revisó el cesto y
él destapó el cajón del carbón. Finalmente, los dos se que-
daron de pie, mirándose, como si buscaran una respuesta.
—Podría jurarlo —reflexionó la señora Bunting.
—Y si no —dijo el señor Bunting—, ¿quién encendió
la vela?
—¡Y el cajón! —dijo la señora Bunting—. ¡Se han lle-
vado el dinero! —y se apresuró hasta la puerta—. Es de las
cosas más extraordinarias...
En ese momento se oyó un estornudo en el pasillo.
Entonces, el matrimonio salió del despacho y la puerta de la
cocina se cerró de golpe.
—Ven con la vela —ordenó el señor Bunting, cami-
nando delante de su mujer. Y los dos oyeron cómo alguien
con prisa abría las cerraduras.
Al abrir la puerta de la cocina, el señor Bunting vio
desde allí cómo se abría la puerta trasera de la casa. La tenue
luz del amanecer se desparramaba por los macizos oscuros
del jardín. La puerta se abrió y permaneció así hasta que se
cerró de un golpe. Como consecuencia, se apagó la vela de
la señora Bunting. Había pasado un minuto desde que
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H. G. WELLS

entraron en la cocina. El lugar estaba completamente vacío.


Cerraron la puerta trasera y miraron adentro, en la despensa
y, finalmente, descendieron a la bodega. No encontraron a
nadie en la casa, a pesar de todo lo que buscaron.
Al amanecer, el vicario y su esposa, vestidos con su
ropa de cama, seguían sentados en el primer piso de su casa,
iluminados innecesariamente por una vela que se estaba
extinguiendo, todavía asombrados por lo acontecido.

CAPÍTULO VI
Los muebles enloquecen

En la madrugada del día de Pentecostés, el señor y la


señora Hall, antes de despertar a Millie para que comenzara
sus trabajos, se levantaron y bajaron a la bodega silenciosa-
mente. Deseaban ver cómo iba fermentando su cerveza.
Apenas ingresaron, la señora Hall se percató de que no había
llevado una botella con zarzaparrilla de su habitación. Como
ella era la que más sabía sobre esos temas de bebidas, el
señor Hall subió a buscarla.
Al llegar al rellano de la escalera, se sorprendió al obser-
var la puerta del cuarto del huésped entreabierta. El señor
Hall llegó a su habitación y encontró la botella donde su
mujer le había indicado. Al regresar con el objeto, observó
abiertas las cerraduras de la puerta principal, que ahora solo
estaba cerrada con el pestillo. Tras una breve reflexión, rela-
cionó esto con la puerta abierta del cuarto del extraño y con
las recomendaciones del señor Teddy Henfrey. Recordó, ade-
más, con claridad, que él había sostenido la lámpara mientras
la señora Hall cerraba con llaves. Cuando relacionó todo esto,
se detuvo bastante asombrado y, con la botella en la mano
todavía, regresó al piso de arriba. Al llegar, golpeó la puerta
del forastero y nadie respondió. Llamó de nuevo y, a conti-
nuación, entró abriendo la puerta de par en par.
Como esperaba, tanto la cama como la habitación

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estaban vacías. Y resultaba más extraño, aun para su limita-


da inteligencia, que esparcidas por la silla y los pies de la
cama se encontraran las vestimentas o, por lo menos, las úni-
cas prendas que él le había visto y las vendas del huésped.
Su sombrero de ala ancha también colgaba de uno de los
barrotes de la cama.
Estaba ocupado en esto cuando la voz de su mujer llegó
del interior de la bodega con ese tono característico de los
campesinos del oeste de Sussex en estado de impaciencia:
—¡George! ¿No vas a venir nunca?
Al oírla, Hall bajó veloz.
—Janny —le dijo—. Henfrey estaba en lo cierto. Él no
está en su cuarto. Se ha marchado. Las cerraduras de la puer-
ta están abiertas.
Al principio, la señora Hall no comprendía; pero ape-
nas se dio cuenta, decidió subir a ver con sus propios ojos la
habitación vacía. Hall, con la botella en la mano todavía, la
precedía.
—Él no está, pero dejó su ropa —dijo—. Entonces,
¿qué está haciendo desnudo? Esto suena muy raro.
Como se comprobó más tarde, mientras subían la esca-
lera de la bodega les había parecido oír abrirse la puerta de
la entrada y cerrarse después. Pero como no llegaron a ver
nada y la encontraron cerrada, ninguno de los dos lo men-
cionó en ese momento. La señora Hall se adelantó a su mari-
do mientras subían y fue la primera que llegó arriba. De
pronto se escuchó un estornudo. Hall, que iba unos pasos
detrás de su esposa, pensó que ella lo había hecho; y ella
pensó que había sido su marido. La señora Hall abrió la
puerta de la habitación, y cuando la vio, hizo un comentario:
—¡Qué extraño es todo esto!
De pronto creyó sentir una respiración justo detrás de
ella y, cuando giró, se quedó muy sorprendida porque su
marido estaba a unos doce pasos atrás, en el último escalón
de la escalera. Después de unos segundos, él la alcanzó; ella
se adelantó y palpó la almohada y debajo de la ropa.
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—Están frías —dijo—. Seguro se levantó hace más de


una hora.
Mientras decía esto, ocurrió algo demasiado raro: las
sábanas empezaron a moverse solas formando algo así como
un pico que cayó al suelo. Fue como si alguien las hubiera
agarrado por el centro y las hubiera tirado al costado de la
cama. De inmediato, el sombrero se descolgó del barrote de
la cama, describió un semicírculo en el aire y chocó contra
la cara de la señora Hall. Después y con la misma velocidad,
saltó la esponja de la pileta y luego una silla; tirando los pan-
talones y el abrigo del huésped al piso, y riéndose secamen-
te con un sonido similar al del forastero, apuntando sus cua-
tro patas a la señora Hall y, como si probara puntería, se
lanzó contra ella. La señora Hall gritó y se dio vuelta.
Entonces el mueble apoyó sus patas suave, pero firme, con-
tra su espalda, obligando a su marido y a ella a salir del cuar-
to. A continuación, la puerta se cerró con energía y alguien
la cerró con llave. Por un instante pareció que la silla y la
cama estaban ejecutando una danza triunfal y, de repente,
volvió la quietud.
La señora Hall, casi desvanecida, se desplomó en los
brazos de su marido en el rellano de la escalera. El señor
Hall y Millie, que se había despertado por los gritos, con
dificultad lograron llevarla abajo y reanimarla como se acos-
tumbra en estos casos.
—Son espíritus —afirmaba la señora Hall—. Estoy
segura. Lo he leído en los periódicos. Mesas y sillas que sal-
tan y bailan...
—Toma un poco más, Janny —dijo el señor Hall—.
Con esto te calmarás.
—Échenlo —siguió vociferando la señora Hall—. No
dejen que vuelva. Debí haberlo sospechado. Debí haberlo
sabido. ¡Con esas órbitas sin ojos y esa cabeza! Y los domin-
gos no iba a misa. Y esa cantidad innumerable de botellas.
Seguro ha metido los espíritus en mis muebles. ¡Mis pobres
muebles! En la misma silla que mi madre usaba cuando yo

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era niña. ¡Y pensar que ahora me ha atacado!


—Toma una gota más, Janny —insistía el señor Hall—.
Tus nervios están destrozados.
Con los primeros rayos de sol, Millie cruzó la calle
para despertar al señor Sandy Wadgers, el herrero.
El señor Hall, además de enviarle saludos, le mandaba
decir que los muebles del piso superior se estaban compor-
tando de manera extraña. ¿Sería posible que el señor Wadgers
se acercara para observar? Él era muy sabio y contaba con
recursos. Cuando llegó, examinó seriamente lo sucedido.
—Para mí, esto es un caso de brujería —afirmó el
señor Wadgers—. Van a necesitar unos cuantos amuletos
para tratar con esa clase de gente.
Se lo notaba muy preocupado. Los Hall lo invitaron a
subir, pero él, sin prisa, prefería quedarse hablando en el
pasillo. En ese momento aprovecharon para llamar al ayu-
dante de Huxter, que estaba por abrir las persianas de la
vidriera del negocio. Se unió al grupo y, como consecuencia,
el señor Huxter también se sumó en pocos minutos. El tem-
peramento anglosajón quedó demostrado en esa reunión:
todos hablaban, pero nadie tomaba la iniciativa para actuar.
—Vamos a revisar nuevamente los hechos —insistió el
señor Sandy Wadgers—. Asegurémonos de que, antes de
tirar abajo la puerta, esté abierta. Una puerta que no ha sido
forzada siempre se puede forzar, pero no se puede rehacer
una vez forzada.
Y de repente y de forma sobrenatural, la puerta del
cuarto se abrió sola y, ante el asombro de todos, apareció la
figura cubierta del huésped, quien comenzó a bajar las esca-
leras, mirándolos como nunca antes a través de sus anteojos
azules. Descendía con lentitud, rígido, sin dejar de mirarlos
en ningún momento; recorrió el pasillo y después se detuvo.
—¡Miren allí! —dijo.
Y sus miradas siguieron la dirección a la que apuntaba
su dedo enguantado hasta llegar a una botella con zarzapa-
rrilla que se encontraba en la puerta de la bodega. Después
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ingresó en el salón y les cerró la puerta en las caras, enfure-


cido. Permanecieron en silencio hasta que desaparecieron
los últimos ecos del portazo. Se miraron unos a otros.
—¡Esto sí que es demasiado! —dijo el señor Wadgers,
dejando la alternativa en el aire—. Yo iría y le pediría una
explicación —le dijo al señor Hall.
Les costó convencer al marido de la posadera para que
se animara a hacerlo. Cuando lo lograron, éste llamó a la
puerta, la abrió y sólo se atrevió a decir:
—Perdone...
—¡Váyase al diablo! —le respondió a los gritos el hués-
ped—. Y cierre la puerta cuando salga —añadió, consideran-
do terminada la conversación con estas últimas palabras.

CAPÍTULO VII
El desconocido se descubre

El desconocido entró en el salón de Carruajes y


Cocheros alrededor de las cinco y media de la mañana, y se
quedó allí a oscuras, con las persianas bajas y la puerta
cerrada, hasta alrededor de las doce del mediodía sin que
nadie, por temor, se acercara después de su actitud con el
señor Hall. No debió haber comido nada durante ese tiempo.
Aunque la campanilla sonó tres veces, la última vez con
furia y sin parar, nadie contestó.
—Él y su ¡váyase al diablo! —decía la señora Hall.
Justo en ese momento se iniciaron los rumores del robo
en la vicaría y todos comenzaron a atar cabos. Hall, acom-
pañado de Wadgers, salió a buscar al señor Shuckleforth, el
magistrado, para solicitarle que lo aconsejara. Como nadie
se atrevió a subir, no se sabe qué había estado haciendo el
desconocido. En algunas ocasiones lo oyeron caminar veloz-
mente en la habitación de un lado a otro, también lo escu-
charon insultar un par de veces, romper papeles y destruir
vidrios con fuerza.

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El pequeño grupo de temerosos, aunque curiosos, iba


creciendo. Pronto se sumó la señora Huxter; y algunos jóve-
nes que vestían chaquetas negras y corbatas de papel imi-
tando piqué, porque era Pentecostés, también se acercaron
para averiguar qué ocurría. El joven Archie Harker, incluso,
cruzó el patio e intentó espiar por debajo de las persianas.
No logró ver nada; sin embargo, los demás creyeron que sí
lo había hecho y lo siguieron enseguida.
Era el día de Pentecostés más bonito que habían tenido
hasta ese momento, y a lo largo de la calle del pueblo se
lucían doce puestos de feria y uno de tiro al blanco. En una
pradera, al lado de la herrería, se encontraban tres vagones
pintados de amarillo y marrón, y un grupo muy llamativo de
extranjeros, de ambos sexos, que estaban levantando un
puesto de tiro de cocos. Los caballeros llevaban sweaters
azules; y las señoras, delantales blancos y sombreros moder-
nos con grandes plumas. Wodger, el de la taberna El
Cervatillo Rojo, y el señor Jaggers, el zapatero, que también
se dedicaban a vender bicicletas usadas, estaban colgando
una guirnalda de banderines (con los que originalmente se
celebraba el jubileo) a lo largo de la calle.
Y mientras tanto, adentro (en el salón oscuro sin luz
natural, al que solo llegaba un tenue rayo de luz), el foraste-
ro, al parecer hambriento y asustado, envuelto en su incómo-
da vestimenta, miraba sus papeles con los anteojos oscuros o
hacía sonar sus botellas, pequeñas y sucias; y de vez en cuan-
do gritaba enojado contra los niños, a los que no veía, pero sí
oía detrás de las ventanas. En una esquina, junto a la chime-
nea, se acumulaban los vidrios de media docena de botellas
rotas y en el aire flotaba un fuerte olor a cloro. Esta infor-
mación la conocemos por lo que se podía oír en ese momen-
to y por lo que, más tarde, se pudo ver en la habitación.
Alrededor del mediodía, el huésped de pronto abrió la
puerta del salón y se quedó mirando fijamente a las tres o
cuatro personas que se hallaban en el bar en ese momento.
—Señora Hall —llamó.
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Y alguien corrió a avisarle.


Ella apareció de inmediato, respirando alterada y toda-
vía furiosa. El señor Hall aún estaba afuera. Después de
haber reflexionado sobre los sucesos, se presentó con la
cuenta sin pagar sobre una bandeja.
—¿Desea la cuenta, señor? —le dijo.
—¿Por qué no me ha enviado el desayuno? ¿Por qué
no me ha servido la comida ni ha respondido a mis llama-
das? ¿Cree que puedo vivir en ayuno?
—¿Por qué no me ha pagado la cuenta? —preguntó la
señora Hall—. Es lo único que quiero saber.
—Hace tres días le informé que estaba esperando un
envío.
—Y yo le dije hace dos días que no estaba dispuesta a
esperar ningún envío. No puede quejarse por su desayuno
porque yo he estado esperando cinco días para me pague la
cuenta.
El forastero maldijo poco, pero con énfasis. Desde el
bar se escucharon algunos insultos.
—Le agradecería, señor, que no dijera groserías —le
exigió la señora Hall.
El forastero, parado, ahora más que nunca tenía aspec-
to de buzo. En el bar estuvieron seguros de que, en ese
momento, la señora Hall tenía todo a favor. Y las palabras
del forastero lo confirmaron.
—Espere un momento, buena mujer —comenzó
diciendo.
—A mí no me llame así —continuó la señora Hall.
—Le he dicho y le repito que todavía no me ha llega-
do el envío.
—¡A mí no me venga ahora con envíos! —siguió la
señora Hall.
—Espere, quizá todavía me quede en el bolsillo...
—Hace dos días usted me dijo que solo le quedaba un
soberano de plata encima.
—Es cierto, pero he encontrado algunas monedas...

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—¿Es verdad eso? —se oyó desde el bar.


—Me gustaría saber dónde las ha conseguido —incre-
pó la señora Hall.
El forastero pareció enojado por esto y, pateando el
suelo, dijo:
—¿Qué quiere decir?
—Que quisiera saber dónde las ha encontrado —res-
pondió la señora Hall—. Y antes de aceptar el dinero o de
servirle el desayuno, o de hacer cualquier cosa, tiene que
explicarme un par de cosas que no comprendo y que nadie
entiende; y que, además, todos estamos ansiosos por cono-
cer. Quiero saber qué le ha estado haciendo a la silla de arri-
ba, por qué su habitación estaba vacía y cómo pudo entrar
nuevamente. Los que viven en mi posada tienen que entrar
por las puertas, es una regla de este lugar, y usted no la ha
cumplido. Por eso quiero saber cómo entró y también quie-
ro saber...
De pronto el huésped levantó la mano enguantada, pisó
con energía el suelo y gritó “¡Basta!” con tanta fuerza, que
la señora Hall enmudeció de inmediato.
—Usted no comprende —empezó a explicar el extra-
ño— ni quién soy ni qué soy, ¿verdad? Entonces voy a ense-
ñárselo. ¡Eso voy a hacer!
En ese momento tapó su rostro con la palma de la mano
y luego la apartó. El centro de su cara se había transformado
en un agujero negro.
—Tome —dijo, se adelantó para extenderle algo a la
señora Hall, que lo aceptó en forma automática, absoluta-
mente impresionada por la metamorfosis que estaba atrave-
sando el rostro del desconocido. Luego, cuando descubrió
qué tenía en su mano, retrocedió unos pasos y, pegando un
grito, lo soltó. Era la nariz del forastero, rosada y brillante,
que rodó por el suelo.
Después se sacó los anteojos, observado por todos los
presentes en el bar. Se sacó el sombrero y, con un gesto rápi-
do, se desprendió del bigote y de los vendajes. Durante unos
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segundos todos se resistieron. Un escalofrío los recorrió.


—¡Dios mío! —gritó alguien cuando caían las vendas.
Era imposible pensar algo peor que eso. La señora
Hall, espantada y estupefacta, después de pegar un grito por
lo que veía, se dirigió corriendo hacia la puerta de la posada.
Toda la gente del bar salió detrás de ella. Esperaban cicatri-
ces, un rostro espantosamente desfigurado, pero ¡no había
nada! Las vendas y la peluca volaron hasta el bar, y un
muchacho tuvo que saltar para poder esquivarlas. Chocaban
unos contra otros cuando intentaban bajar la escalera. El
hombre que quería explicar con una serie de incoherencias
sólo era una figura que gesticulaba, invisible, a partir del
cuello del abrigo hacia arriba.
Desde afuera, los peatones oyeron los gritos y los chi-
llidos; y cuando miraron calle arriba, vieron cómo salía
gente enloquecida empujándose del Carruajes y Cocheros.
Contemplaron cómo se caía la señora Hall y cómo el señor
Teddy Henfrey saltaba por encima de ella evitando pisarla.
Después oyeron los alaridos de Millie que, al escuchar el
ruido en el bar, había salido de la cocina y se había encon-
trado con el huésped sin cabeza.
Ante todo eso, los que estaban en la calle, el vendedor
de dulces, el propietario de la tienda del tiro de cocos y su
ayudante, el señor de las hamacas, algunos niños y niñas,
ignorantes, presumidos, jóvenes coquetas, caballeros ele-
gantes e incluso las gitanas con sus polleras se acercaron
corriendo a la posada. Y por milagro, en unos minutos, una
muchedumbre de alrededor de cuarenta personas, que iba en
aumento, se agitaba, silbaba, preguntaba, contestaba y suge-
ría delante de la posada del señor Hall. Todos hablaban al
mismo tiempo y eso parecía la torre de Babel. Un pequeño
grupo socorría a la señora Hall, que estaba a punto de des-
mayarse. La confusión fue muy grande ante la evidencia de
un testigo ocular que seguía vociferando:
—¡Un fantasma!
—¿Qué es lo que ha hecho?

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—¿No la habrá herido?


—Creo que la atacó con un cuchillo en la mano.
—Te aseguro que no tiene cabeza, y no es una metáfo-
ra, me refiero a ¡un hombre sin cabeza!
—¡Tonterías! Debe ser un truco de prestidigitador.
—¡Se ha quitado los vendajes!
Intentando espiar algo a través de la puerta abierta, la
multitud había formado un enorme muro y la persona que se
hallaba más cerca de la posada gritaba:
—Se quedó quieto un momento, oí el grito de la mujer
y se dio vuelta. La chica comenzó a correr y él la persiguió.
Duró alrededor de diez segundos. Después él regresó con
una navaja en la mano y con un pan. No hace ni un minuto
que ha entrado por aquella puerta. Les aseguro que ese hom-
bre no tenía cabeza. Ustedes no lo han podido ver...
Hubo un revuelo detrás de la multitud y el que hablaba
se paró y dejó pasar a una pequeña procesión que se dirigía
muy resuelta hacia la casa. Precedía el grupo el señor Hall,
enrojecido y con decisión. Lo seguía el señor Bobby Jaffers,
el policía del pueblo, y detrás, continuaba el astuto señor
Wadgers. Llevaban una autorización judicial para arrestar al
forastero. La gente continuaba dando distintas versiones de
los acontecimientos.
—Con cabeza o sin cabeza —decía Jaffers—, tengo
que arrestarlo y lo haré.
El señor Hall subió las escaleras hacia la puerta abier-
ta del salón.
—Agente —dijo—, cumpla usted con su deber.
Jaffers entró en primer lugar, después Hall y, finalmen-
te, Wadgers. En la penumbra vieron una figura sin cabeza
delante de ellos. Sostenía un trozo de pan algo mordido en
una mano y un pedazo de queso en la otra.
—¡Es él! —dijo Hall.
—¿Qué demonios es todo esto? —dijo una voz, que
provenía del cuello de la figura, en un claro tono de enojo.
—Usted es un tipo bastante raro, señor —dijo el señor
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Jaffers—. Pero con cabeza o sin ella, la orden especifica


cuerpo, y es mi deber...
—¿No se me acerque! —dijo la figura, corriéndose
hacia atrás.
De un golpe tiró el pan y el queso, y el señor Hall tomó
la navaja justo a tiempo y evitó que se clavara en la mesa. El
extraño se sacó el guante de la mano izquierda y cacheteó a
Jaffers. Un segundo después, Jaffers, sin prestar atención a
la orden de arresto, lo tomó de la muñeca sin mano y de la
garganta invisible. El forastero, entonces, le pateó la tibia,
haciéndolo gritar, pero a pesar de eso Jaffers no lo soltó. Hall
deslizó la navaja sobre la mesa para que Wadgers la tomara
y dio un paso hacia atrás al ver que Jaffers y el desconocido
se dirigían, inestables y dándose golpes, hacia donde él esta-
ba. Sin percatarse de que había una silla entremedio, los dos
hombres cayeron al suelo ruidosamente.
—Agárrelo de los pies —dijo Jaffers entre dientes.
El señor Hall, en su intento por seguir las instruccio-
nes, recibió una buena patada en las costillas, que lo detuvo
un momento; y el señor Wadgers, al ver que el forastero sin
cabeza rodaba y se posicionaba sobre Jaffers, retrocedió
hasta la puerta con el cuchillo en su mano, tropezando con el
señor Huxter y el carretero de Sidderbridge, que llegaban
para ayudar. En ese mismo instante se cayeron tres o cuatro
botellas de la cómoda, y un fuerte olor ácido invadió toda la
habitación.
—¡Me rindo! —gritaba el forastero, a pesar de encon-
trarse aún sobre Jaffers.
Poco después se levantaba, apareciendo como una
extraña figura sin cabeza y sin manos porque se había saca-
do los guantes.
—No vale la pena —dijo, como entre sollozos.
Resultaba extraño oír esa voz proveniente del vacío,
pero quizá los campesinos de Sussex sean la gente más prác-
tica del mundo. Jaffers también se levantó y sacó un par de
esposas.

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—Pero... —exclamó percatándose de la incoherencia


de todo aquel asunto—. ¡Maldición! ¿Cómo voy a usarlas?
¡No veo...!
El huésped pasó el brazo por el chaleco y, como si se
tratara de un hecho maravilloso, los botones, que su manga
vacía señalaban, se desabrochaban solos. Después hizo un
comentario sobre su tibia y se agachó: parecía estar tocán-
dose los zapatos y las medias.
—¡Cómo! —de pronto dijo Huxter—. Esto no es un
hombre. Son solo prendas sin sostén. ¡Miren! Se puede ver
el vacío adentro del cuello del abrigo y del forro de la ropa.
Incluso, podría meter mi brazo... —pero al tratar de hacerlo,
chocó con algo que estaba suspendido en el aire y lo retiró
mientras emitía una exclamación.
—Le agradecería que no me metiera los dedos en el ojo
—pidió la voz de la figura invisible con tono de enojo—. La
verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto
del cuerpo. Lo extraño es que soy invisible. Es una molestia,
pero no lo puedo evitar. Y, además, no es motivo como para
que cualquier tonto de Iping venga a ponerme las manos
encima. ¿No creen?
La ropa, completamente desabrochada y colgando
sobre un soporte invisible, se puso de pie con los brazos en
jarras. Otros hombres del pueblo habían entrado en el cuar-
to, que ahora se había llenado bastante.
—Así que invisible, ¿eh? —dijo Huxter sin escuchar
los insultos del forastero—. ¿Alguien ha oído hablar antes de
algo así?
—Puede ser que les parezca extraño, pero no es un cri-
men. No tengo por qué ser maltratado de este modo por un
policía.
—Ah, ¿no? Ésa es otra cuestión —dijo Jaffers—.
Puede ser difícil verlo con la luz tenue que hay aquí, pero la
orden de arresto que he traído está en regla. Yo no debo
encarcelarlo porque usted sea invisible, sino por robo. Han
robado en una casa y se han llevado el dinero.
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—¿Y qué?
—Que los hechos demuestran...
—¡Deje de decir idioteces! —exclamó el hombre invi-
sible.
—Eso espero, señor. Pero me han ordenado...
—Está bien. Iré. Iré con usted, pero sin esposas.
—Eso dice el reglamento —indicó Jaffers.
—Sin esposas —insistió el forastero.
—De acuerdo, como quiera —aceptó Jaffers.
De repente, la silueta se sentó y, antes de que alguien
se percatara, se había quitado las zapatillas, las medias y
había arrojado los pantalones debajo de la mesa. Después se
volvió a levantar y su abrigo cayó.
—¡Eh, espere un momento! —dijo Jaffers, dándose
cuenta de lo que, en realidad, ocurría. Lo agarró del chaleco,
hasta que la camisa se deslizó y se quedó con la prenda vacía
en las manos—. ¡Atrápenlo! —gritó Jaffers—. En el
momento en que se quite todas las cosas...
—¡Que alguien lo agarre! —gritaban todos juntos
mientras intentaban tomar la camisa, que se movía por todos
lados y que era lo único que permitía percibir al forastero.
La manga de la camisa pegó un golpe en el rostro de
Hall, evitando que continuara avanzando con los brazos
abiertos, y lo empujó, hasta que cayó de espaldas sobre
Toothsome, el sacristán. Poco después, la camisa levitó en el
aire, como si alguien se la sacara por la cabeza. Jaffers la
tomó enérgicamente, pero con eso logró ayudar a que el
forastero terminara de quitársela; le dieron un golpe en la
boca y, agitando su cachiporra con violencia, golpeó a Teddy
Henfrey en la coronilla.
—¡Cuidado! —gritaban todos, cubriéndose como
podían y lanzando golpes por todos lados—. ¡Atrápenlo!
¡Que alguien cierre la puerta! ¡No lo dejen escapar! ¡Creo
que he agarrado algo, lo tengo!
Eso era un verdadero campo de batalla. Según parecía,
todo el mundo estaba recibiendo golpes, y Sandy Wadger,

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tan astuto como siempre y con su inteligencia exacerbada


por un fuerte revés en la nariz, salió por la puerta y abrió de
esta forma el camino a los demás. Los otros, al intentar
seguirlo, se amontonaban en el umbral. Los golpes seguían.
A Phipps, el unitario, le habían roto un diente, y una oreja de
Henfrey sangraba. Jaffers recibió un golpe en la mandíbula
y, al girar, tomó algo que se interponía entre él y Huxter que
impidió que chocaran. Notó un pecho musculoso y, en pocos
segundos, el grupo de hombres alterados pudo salir al vestí-
bulo, que también estaba atestado.
—¡Ya lo tengo! —gritó Jaffers, que batallaba entre
todos los demás y que luchaba, con la cara enrojecida, con-
tra un enemigo al que no podía ver.
Los hombres se amontonaron a ambos lados, mientras
que los dos contrincantes iban hacia la puerta de entrada. Al
llegar, descendieron rodando la media docena de escalones
del establecimiento. Jaffers seguía gritando a toda voz, sin
soltar a su presa y pegándole rodillazos, hasta que cayó pesa-
damente y su cabeza pegó contra el suelo. Recién en ese
momento sus dedos soltaron lo que sostenían sus manos.
La gente seguía gritando excitada: “¡Atrápenlo! ¡Es
invisible!”.
Y un joven, que no era conocido en el lugar y cuyo
nombre no importa, tomó algo, pero volvió a perderlo y
cayó sobre el cuerpo del policía. Un poco más lejos, en el
medio de la calle, una mujer comenzó a gritar porque sin-
tió un empujón, y un perro, el que aparentemente había sido
pateado, corrió aullando hacia el patio de Huxter. Y con
esto se consumó la transformación del hombre invisible.
Por un rato, la gente continuó asombrada y gesticulando,
hasta que cundió el pánico y todos comenzaron a correr en
distintas direcciones por el pueblo. El único que permane-
ció inmóvil fue Jaffers, que se quedó allí, boca arriba y con
las piernas dobladas.

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CAPÍTULO VIII
De paso

El octavo capítulo va a ser muy corto y va a contar


cómo Gibbons, el naturalista de la región, mientras yacía en
una pradera sin que hubiese un alma a un par de millas alre-
dedor, medio dormido, escuchó a su lado a alguien que tosía,
estornudaba e insultaba; al mirar, no vio nada, pero era indu-
dable que alguien estaba ahí. Continuó maldiciendo con
vocabulario de un hombre culto. Los insultos llegaron a un
punto cumbre, se redujeron después y se diluyeron en la dis-
tancia, aparentemente en dirección a Adderdean. Todo ter-
minó con un espasmódico estornudo. Gibbons no había oído
nada de lo que había sucedido esa mañana, pero ese aconte-
cimiento tan extraño consiguió hacer desaparecer toda su
filosófica paz; de modo que se levantó rápidamente y corrió
por la colina hacia el pueblo tan rápido como pudo.

CAPÍTULO IX
El señor Thomas Marvel

El señor Thomas Marvel era una persona de cara gorda


y fofa, con una gigante nariz redonda, una boca grande,
siempre oliendo a vino y aguardiente, y una barba excéntri-
ca y desprolija. Estaba encorvado y sus piernas cortas acen-
tuaban aún más esa inclinación de su porte. Solía llevar un
sombrero de seda decorado con pieles y, con frecuencia,
reemplazando los botones, usaba cintas y cordones de zapa-
tos, lo que dejaba en evidencia su condición de soltero.
Este señor se hallaba sentado en la cuneta de la carre-
tera de Adderdean, a una milla y media de Iping. Sus pies
solo estaban cubiertos por unas medias mal puestas, por
donde se asomaban unos dedos anchos y duros, como las
orejas de un perro que está al acecho. Contemplaba deteni-
damente un par de botas ubicadas delante de él. Él hacía

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todo con tranquilidad. Aunque eran las mejores botas que


había tenido desde hacía mucho tiempo, le quedaban dema-
siado grandes. En cambio, las que se había puesto eran muy
buenas para un día seco, pero por tener una suela muy gas-
tada, no servían para caminar por el barro. El señor Thomas
Marvel no sabía qué detestaba más, o unas botas demasiado
grandes o caminar por el suelo húmedo.
Nunca se había detenido a pensar qué odiaba más, pero
hoy era un lindo día y no tenía algo mejor para hacer. Por eso
puso las cuatro botas juntas en fila y se quedó observándo-
las. Y al detenerse para observarlas, entre la hierba, se dio
cuenta, de repente, de que los dos pares eran muy feos. Por
eso no se inmutó al oír una voz detrás de él que decía:
—Son botas.
—Sí, de las que regalan —dijo el señor Thomas
Marvel con la cabeza inclinada y mirándolas con desagra-
do—. ¡Maldición, no puedo decidir cuál de los dos pares es
más feo!
—Humm —reflexionó la voz.
—He tenido peores; incluso a veces, ni he tenido botas.
Pero nunca unas tan terriblemente espantosas, si me discul-
pa la expresión. He estado buscando otras. Estoy harto de las
que tengo. Son muy buenas, pero se ven muy repetidas por
todas partes. Y, créame, no he encontrado en todo el conda-
do unas diferentes. ¡Mírelas bien! Y eso que, en general, es
una zona en donde se hacen buenas botas. Pero tengo mala
suerte. Hace más de diez años que las uso y, por eso, me tra-
tan mal.
—Es un condado rústico —dijo la voz— y sus habi-
tantes son unos cerdos.
—¿Usted también opina así? —preguntó el señor
Thomas Marvel—. Pero sin duda, ¡lo peor de todo son las
botas!
Después de decir esto, giró hacia la derecha para com-
parar sus botas con las de su interlocutor, pero en el lugar
donde debían estar no se veían botas ni piernas. Entonces
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giró hacia la izquierda, pero allí tampoco las encontró.


Quedó completamente asombrado.
—¿Dónde está usted? —preguntó mientras a cuatro
patas miraba para todos lados. Pero solo encontró grandes
pastizales y, a lo lejos, verdes arbustos movidos por el viento.
—¿Estaré borracho? —se decía—. ¿Serán alucinacio-
nes? ¿Habré estado hablando conmigo mismo? ¿Qué...?
—No se asuste —ordenó una voz.
—No me utilice para hacer de ventrílocuo. ¡Y además
me pide que no me asuste! ¿Dónde está?
—No se asuste.
—¡Usted sí que se va a asustar en minutos, está loco!
¿Dónde está? Deje que lo vea... ¿No estará bajo tierra?
Nadie respondió. El señor Thomas Marvel estaba para-
do, sin botas y con la chaqueta a medio sacar. A la distancia
un pájaro cantó.
—¡Solo faltaba el trino de un pájaro! —añadió—. No
estoy para bromas.
La pradera estaba totalmente desierta. La carretera, con
sus cunetas y sus mojones, también. Solo el canto del pájaro
turbaba la paz del cielo.
—¡Ayuda por favor! —dijo el señor Thomas Marvel,
mientras se volvía a poner el abrigo sobre los hombros—.
¡Es la bebida! ¿Cómo no me di cuenta antes?
—No es la bebida —señaló la voz—. Usted está abso-
lutamente sobrio.
—¡Oh, no! —se lamentaba el señor Marvel mientras se
ponía pálido—. Es la bebida —reiteraban sus labios, y comen-
zó a mirar a su alrededor, desplazándose hacia atrás—. Habría
jurado que oí una voz —terminó en un susurro.
—Claro que la oyó.
—Ahí sonó otra vez —reflexionó cerrando los ojos y
tocándose la frente con desesperación. En ese momento
alguien lo tomó del cuello y lo sacudió, lo que lo dejó toda-
vía más aturdido.
—No sea tonto —ordenó la voz.

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—Estoy enloqueciendo —remarcó—. Puede haber


ocurrido por mirar tanto tiempo las botas. Si no me estoy
volviendo loco, es cosa de espíritus.
—Nada de eso. ¡Escúcheme!
—Totalmente loco —repetía el señor Marvel.
—Un minuto, por favor —exigió el otro, intentando
controlarse.
—Está bien. ¿Qué quiere? —dijo con la extraña sensa-
ción de que un dedo le había tocado el pecho.
—Usted se lo atribuye a su imaginación y nada más,
¿verdad?
—¿Qué más podría ser? —respondió, rascándose el
cuello.
—Muy bien —contestó con sonido de enojo—.
Entonces le voy a tirar piedras hasta que cambie de opinión.
—Pero ¿usted dónde está?
Nadie respondió. Entonces, como proveniente del aire,
voló una piedra que, por poco, no le pegó en un hombro. Al
darse vuelta, vio otra levantarse en el aire, trazar un círculo
muy complejo, detenerse un momento y caer a sus pies con
velocidad invisible. Su asombro le impidió esquivarla. La
piedra zumbó al rebotar en un dedo del pie y fue a parar a la
cuneta. El señor Marvel se puso a saltar sobre un solo pie, a
los gritos. Luego comenzó a correr, pero chocó contra algo
invisible y cayó sentado al suelo.
—¿Y ahora? —preguntó la voz mientras una tercera
piedra volaba por el aire y frenaba exactamente sobre la cabe-
za del señor Marvel—. ¿Soy resultado de su imaginación?
No respondió, se paró y de inmediato volvió a caer al
suelo. Se quedó así un rato.
—Si vuelve a intentar escapar, se la tiraré en la cabeza.
—Es curioso —dijo el señor Thomas Marvel, que, sen-
tado, sostenía el dedo lastimado con la mano y miraba fija-
mente la tercera piedra—. No lo entiendo. Piedras que se
mueven solas. Piedras que hablan. Me siento. Me rindo.
La tercera piedra cayó al suelo.
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—Es muy sencillo —aclaró—. Soy un hombre invisible.


—No me diga eso, por favor —pidió, todavía dolori-
do—. ¿Dónde está escondido? ¿Cómo lo hace? No entiendo
nada.
—No hay nada que entender. Soy invisible. Es lo que
quiero que comprenda.
—Cualquiera puede darse cuenta de eso. No tiene por
qué ponerse así. Y, ahora, ayúdeme con una pista. ¿Cómo
hace para esconderse?
—Soy invisible. Ésa es la cuestión y es lo que quiero
que entienda.
—Pero ¿dónde está? —interrumpió el señor Marvel.
—¡Aquí! A unos pasos, enfrente de usted.
—¡Vamos, hombre, que no estoy ciego! Y ahora me
dirá que solo es un poco de aire. ¿Me toma por tonto?
—Eso es lo que soy, un poco de aire. Usted puede ver
a través de mí.
—¿Qué? ¿No tiene cuerpo? Vox et... ¿solo un charla-
tán?
—No. Soy un humano, de materia sólida, que necesita
comer y beber, que también necesita abrigarse... Pero soy
invisible, ¿entiende?, invisible. Es una idea muy simple. Soy
invisible.
—Entonces, ¿usted es un hombre de verdad?
—Sí, de verdad.
—Entonces deme la mano —pidió Marvel—. Si es de
verdad, no le debe resultar extraño. Así que... ¡Dios mío!
—dijo—. ¡Me ha asustado cuando me agarró!
Sintió que la mano le tomaba la muñeca con todos sus
dedos y, tímidamente, continuó tocando el brazo, el pecho
musculoso y una barba. En la cara de Marvel se expresó su
sorpresa.
—¡Es increíble! Esto supera una pelea de gallos. ¡Es
maravilloso! ¡Y a través de usted puedo ver un conejo con
claridad a una milla de distancia! Es invisible del todo,
excepto...

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EL HOMBRE INVISIBLE

Y miró con atención el espacio que parecía vacío.


—¿Comió pan con queso, no es cierto? —le preguntó,
tomando el brazo invisible.
—Es verdad. Es que mi cuerpo aún lo está digiriendo.
—Ah —dijo Marvel—. Entonces, ¿usted es algo así
como un fantasma?
—Claro que no. Y no es tan extraordinario como cree.
—Para mí, una modesta persona, es suficientemente
extraordinario —respondió—. ¿Cómo se las arregla? ¿Cómo
hace?
—Es una historia muy larga y además...
—Le digo de verdad que estoy muy impresionado.
—En este momento necesito ayuda. Por eso he venido.
A usted lo encontré por casualidad cuando andaba por ahí,
furioso de rabia, desnudo, impotente. Podría haber llegado
incluso al asesinato, pero lo vi a usted y...
—¡Dios! —dijo el señor Marvel.
—Me acerqué desde atrás, después dudé un poco y, al
final...
La actitud del señor Marvel era bastante demostrativa.
—Después me paré y pensé: “Este es”. La sociedad
también lo ha rechazado. Este es mi hombre. Me di vuelta y...
—¡Dios! —repitió Marvel—. Creo que me voy a des-
mayar. Quisiera saber cómo lo hace o cómo quiere que lo
ayude. ¡Invisible!
—Necesito que me consiga ropa y un sitio donde res-
guardarme; y después, otras cosas más. No las tengo desde
hace demasiado tiempo. Si no quiere, me arreglaré, pero
¡tiene que querer!
—Míreme, señor —le aseguró—. Estoy completamen-
te impresionado. No me confunda más y déjeme ir. Tengo
que calmarme un poco. Casi me ha roto el dedo del pie.
Nada tiene sentido. No veo nada en la pradera. No hay nadie
bajo el cielo. No se ve nada en varias millas, a excepción de
la naturaleza. Y, de pronto, como caída del cielo, ¡escucho
una voz! ¡Y luego piedras! Y hasta un golpe. ¡Dios!
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—Cálmese —pidió—, porque tiene que ayudarme.


El señor Marvel resopló y sus ojos se agigantaron.
—Lo he elegido a usted —continuó la voz— porque
es el único hombre, junto con otros del pueblo, que ha visto
a un hombre invisible. Tiene que ayudarme. Si lo hace, le
entregaré una recompensa. Considere que un hombre invi-
sible es muy poderoso —y dejó de hablar para estornudar
con fuerza—. Pero si me traiciona, si no hace las cosas que
le pido...
Entonces se calló y tocó el hombro de Marvel con sua-
vidad. Este gritó aterrorizado con el contacto.
—Yo no quiero traicionarlo —dijo apartándose de los
dedos—. No vaya a creer eso. Quiero ayudarlo. Solo díga-
me qué tengo que hacer. Haré todo lo que usted pretenda
que haga.

CAPÍTULO X
El señor Thomas Marvel llega a Iping

Una vez que pasó el pánico, los habitantes del pueblo


empezaron a sacar conclusiones. Apareció la incredulidad,
una incredulidad nerviosa y no muy segura, pero al fin y al
cabo, incredulidad. Resulta más fácil no creer en hombres
invisibles; y los que realmente lo habían visto, o los que
habían sentido la fuerza de su brazo, podían contarse con los
dedos de las dos manos. Un testigo, el señor Wadgers, por
ejemplo, se había refugiado tras las cerraduras de su casa; y
Jaffers, todavía confundido, estaba tirado en el salón del
Carruajes y Cocheros. En general, los grandes hechos, así
como los extraños, que superan las posibilidades humanas,
con frecuencia repercuten menos en hombres y mujeres que
cuestiones mucho más simples de la vida diaria. Iping esta-
ba alegre, con banderines por todas partes y todo el mundo
de gala. Esperaban ansiosos que llegara el día de Pentecostés

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EL HOMBRE INVISIBLE

desde hacía más de un mes. Durante la tarde, hasta los cre-


yentes en lo sobrenatural empezaban a relajarse suponiendo
que ese hombre ya había partido, y los escépticos se burla-
ban de su existencia. Todos se mostraban amables ese día.
El jardín de Haysman estaba decorado con una lona,
debajo de la cual el señor Bunting y otras señoras prepara-
ban el té; y mientras, los niños de la Escuela Dominical, que
ese día no tenían colegio, jugaban carreras y se divertían
vigilados por el párroco y las señoras Cuss y Sackbut. Sin
duda, cierta incomodidad se respiraba en el ambiente, pero
la mayoría era suficientemente hábil para ocultar los temo-
res sobre los sucesos de esa mañana. En la pradera del pue-
blo habían extendido una cuerda un poco inclinada para que,
mediante una polea, la gente pudiera lanzarse con velocidad
contra un fardo en el otro extremo. Tuvo mucha aceptación
entre los jóvenes. También había hamacas y tienditas en las
que se vendían cocos. Los pobladores paseaban y junto a las
hamacas se sentía un fuerte olor a aceite. Un organito sona-
ba con música bastante fuerte. Los miembros del club, que
habían asistido a la iglesia a la mañana, iban muy elegantes
con sus bandas rosas y verdes, y algunos, los más alegres,
usaban sombreros adornados con cintas de colores. Al viejo
Fletcher, con una idea muy severa de la fiesta, se lo veía
entre los jazmines que adornaban su ventana o por la puerta
abierta (según por donde se mirara), parado encima de una
tabla apoyada sobre dos sillas, pintando el techo del vestí-
bulo de su casa.
Alrededor de las cuatro de la tarde, apareció en el pue-
blo un raro personaje procedente de las colinas. Era bajo y
gordo, vestía un sombrero muy usado y llegó casi exhausto.
Sus mejillas se inflaban y desinflaban alternativamente. Su
cara pecosa mostraba inquietud y se movía con forzada
rapidez. Al llegar a la esquina de la iglesia giró y se dirigió
hacia Carruajes y Cocheros. Entre otros, el viejo Fletcher
recuerda haberlo visto pasar y, además, quedó tan confun-
dido con ese paso desaforado, que no se dio cuenta de que
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H. G. WELLS

unas cuantas gotas de pintura de la brocha le caían en la


manga del traje.
Según dijo el propietario de la tienda de cocos, el extra-
ño personaje parecía ir hablando solo, el señor Huxter
también mencionó ese hecho. Nuestro personaje se detuvo
frente a la puerta de Carruajes y Cocheros, y de acuerdo con
el relato del señor Huxter, parece que titubeó antes de entrar.
Subió los escalones y el señor Huxter vio cómo giró a la
izquierda y abrió la puerta del salón. El señor Huxter oyó
que unas voces que salían de la habitación y del bar le infor-
maban al personaje su error.
—Esa habitación es privada —dijo Hall y la persona
cerró la puerta con torpeza y marchó al bar.
Después de unos minutos reapareció pasándose la
mano por los labios con aspecto de satisfacción que, en
algún modo, impresionó al señor Huxter. Se quedó parado
un instante y, después, el señor Huxter vio cómo se dirigía
sigilosamente a la puerta del patio, adonde estaban orienta-
das las ventanas del salón. El personaje, después de unos
momentos de duda, se apoyó en la puerta, sacó una pipa y
empezó a prepararla. Al hacerlo, sus dedos temblaban. La
encendió con torpeza, cruzó los brazos y empezó a fumar
con una actitud extenuada, contradictoria con sus miradas
fugaces al interior del patio.
El señor Huxter observaba la escena por encima de los
tarros de la vidriera de su establecimiento, y la forma parti-
cular en que ese hombre se comportaba lo incitó a continuar
en esa posición.
En ese momento, el forastero se paró y se metió la pipa
en el bolsillo. A continuación, desapareció del patio.
Enseguida el señor Huxter, temiendo que cometiera algún
ilícito, rodeó al mostrador para salir corriendo a la calle con
el objetivo de interceptar al ladrón. En ese momento el señor
Marvel se iba, con el sombrero caído, con un bulto envuelto
en un mantel azul en una mano y tres libros atados con los
tirantes del vicario en la otra, como se demostró más tarde.

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Al ver a Huxter, dio un salto, giró a la izquierda y comenzó


a correr.
—¡Al ladrón! —gritó Huxter y salió a perseguirlo.
Las percepciones del señor Huxter, aunque intensas,
fueron breves. Vio cómo el hombre a quien seguía giraba en
la esquina de la iglesia y se dirigía con velocidad hacia la
colina. Vio las banderas y la fiesta y las caras que se daban
vuelta para mirarlo.
—¡Al ladrón! —gritó de nuevo, y no había dado diez
pasos cuando algo lo agarró de una pierna, misteriosamente,
y cayó de cara al suelo. Sintió que el mundo se transforma-
ba en millones de puntitos de luz y perdió noción de lo que
ocurrió después.

CAPÍTULO XI
En la posada de la señora Hall

Para comprender los sucesos de la posada hay que


retornar al momento en el que el señor Huxter detectó a
Marvel por la vidriera de su establecimiento. En ese momen-
to, se encontraban en el salón el señor Cuss y el señor
Bunting. Se referían seriamente a los extraños aconteci-
mientos ocurridos durante la mañana y estaban examinan-
do las pertenencias del hombre invisible, con el permiso del
señor Hall. Jaffers ya se había recuperado algo de su caída
y había vuelto a su casa por recomendación de sus amigos.
La señora Hall había juntado las ropas del forastero y había
ordenado la habitación. Y sobre la mesa que había debajo
de la ventana, donde el forastero acostumbraba trabajar,
Cuss había encontrado tres libros manuscritos en los que se
leía “Diario”.
—¡Un diario! —dijo Cuss, colocando los tres libros
sobre la mesa—. Ahora sabremos qué ocurrió.
El vicario, que estaba parado, se apoyó con las dos
manos en la mesa.
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—Un diario —volvía a decir Cuss, mientras sentado


colocaba dos volúmenes en la mesa y sostenía el tercero. Lo
abrió—. ¡Humm! No hay ni un nombre en la portada. ¡Qué
molestia! Sólo se leen códigos y símbolos.
El vicario se acercó observando por encima del hom-
bro. Cuss empezó a pasar las páginas y lamentó no descubrir
nada.
—¡No puede ser! Todo está escrito en clave, Bunting.
—¿No hay ningún esquema —preguntó Bunting—,
ningún gráfico que nos pueda ayudar algo?
—Míralo tú mismo —dijo el señor Cuss—. Hay algu-
nos números y algo escrito en ruso o en otro idioma pareci-
do (de acuerdo con el tipo de letra), y el resto, en griego. A
propósito, usted sabía griego...
—Claro —dijo el señor Bunting sacando los anteojos y
limpiándolos mientras se sentía un poco incómodo (no se
acordaba nada de ese idioma)—. Sí, claro, el griego nos
puede orientar.
—Le buscaré un párrafo.
—Antes prefiero revisar los otros volúmenes —dijo el
señor Bunting limpiando los anteojos—. Para tener una idea
general primero, Cuss. Después, ya buscaremos las pistas.
Bunting tosió, se puso los anteojos, se los ajustó, tosió
de nuevo y rogó que sucediera algo que evitara la terrible
humillación.
Cuando tomó el volumen que Cuss le daba, lo hizo con
lentitud y, después, ocurrió algo. Se abrió la puerta de pron-
to. Los dos hombres pegaron un salto, miraron a su alrede-
dor y se tranquilizaron cuando vieron un rostro sonrosado
que sostenía un sombrero de seda adornado con pieles.
—Una cerveza —pidió esa cara y se quedó mirando.
—No es aquí —respondieron los dos hombres al
mismo tiempo.
—Vaya por el otro lado, señor —dijo el señor Bunting.
—Y haga el favor de cerrar la puerta —exigió el señor
Cuss, irritado.

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—De acuerdo —contestó el intruso con una voz mucho


más baja y diferente de la voz ronca con la que había pre-
guntado—. Tienen razón —dijo, volviendo a la misma voz
que al principio—, pero ¡manténganse a distancia!
Y se retiró cerrando la puerta.
—Parece ser un marinero —reflexionó el señor
Bunting—. Son tipos muy curiosos. ¡Manténganse a distan-
cia! Supongo que será alguna forma especial de indicar que
se va de la habitación.
—Quizá sea así —dijo Cuss—. Hoy tengo los nervios
destruidos. Qué susto me pegué cuando se abrió la puerta.
El señor Bunting sonrió como si él no se hubiese asus-
tado.
—Y ahora —dijo— veamos qué podemos encontrar en
esos libros.
—Un momento —dijo Cuss y cerró la puerta con
llave—. Así no nos interrumpirá nadie.
Alguien respiró mientras lo hacía.
—Una cosa es indiscutible —aseguró Bunting mien-
tras acercaba una silla a la de Cuss—. En Iping han ocurrido
cosas muy extraordinarias estos últimos días, muy extraor-
dinarias. Y, desde ya, me parece absurda la historia de la
invisibilidad.
—Es increíble —dijo Cuss—. Increíble, pero la reali-
dad es que yo lo he visto. Realmente vi dentro de su manga.
—Pero ¿puede asegurar haberlo visto? Quizá fue el
reflejo de un espejo. Algunas veces se pueden producir alu-
cinaciones. Podría ser un buen prestidigitador...
—No volvamos a discutir eso —exigió Cuss—. Esa
posibilidad quedó descartada, Bunting. Ahora, volvamos a
los libros. ¡Ah, aquí está lo que parece griego! Sin duda, las
letras son griegas —y señaló el centro de una página.
El señor Bunting, un poco sonrojado, acercó el rostro
al libro, simulando ver bien con los anteojos. De repente sin-
tió algo muy extraño en su cuello. Al intentar levantar la
cabeza, encontró una fuerte presión. La resistencia parecía la
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de una mano pesada y firme que lo empujaba pegando su


barbilla contra la mesa.
—¡No se muevan, hombrecitos —insinuó una voz—, o
les rompo la cabeza!
Bunting miró la cara de Cuss, ubicada muy cerca de la
suya, y los dos intercambiaron el horrible reflejo de su per-
plejidad.
—Lamento tener que tratarlos así —continuó la voz—,
pero me veo obligado a hacerlo. ¿Desde cuándo se dedican
a espiar los papeles privados de un investigador? —pregun-
tó la voz y las dos barbillas golpearon contra la mesa y sona-
ron los dientes de ambos—. ¿Desde cuándo invaden las
habitaciones de un hombre desdichado? —y se repitieron los
golpes—. ¿Qué han hecho con mi ropa? Escuchen —dijo la
voz—, las ventanas están cerradas y saqué la llave de la
cerradura. Soy un hombre bastante fuerte y tengo una mano
dura; además, soy invisible. Podría matarlos a los dos y huir
sin dificultad, si quisiera. ¿Comprenden? Muy bien. Pero ¿si
los dejo ir, me aseguran no intentar cometer alguna tontería
y cumplir con lo que yo les diga?
El vicario y el doctor se miraron. El doctor hizo un
gesto.
—Sí —respondieron. Entonces dejaron de sentir la
presión sobre sus cuellos y los dos se levantaron con las
caras como tomates y moviendo las cabezas.
—Por favor, quédense sentados donde están —pidió el
hombre invisible—. Recuerden que puedo golpearlos.
Cuando llegué a este cuarto —siguió diciendo, después de
tocar la punta de la nariz de cada uno de los intrusos—, no
imaginé encontrarlo ocupado y, además, esperaba que mis
libros y papeles y toda mi ropa estuvieran en su lugar.
¿Dónde la pusieron? No, no se levanten. Se la han llevado.
Y quiero aclararles que aunque los días son bastante cálidos,
hasta para un hombre invisible que anda por ahí, desnudo,
las noches son frescas. Quiero mi ropa y, entre otras cosas,
también quiero esos tres libros.

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CAPÍTULO XII
El hombre invisible se impacienta

Es inevitable interrumpir el relato nuevamente, debido


a un motivo lamentable, como veremos más adelante.
Mientras en el salón sucedía lo narrado, y en tanto el
señor Huxter miraba al señor Marvel fumando su pipa apo-
yado en la puerta del patio, cerca de allí, el señor Hall y
Teddy Henfrey comentaban intrigados el tema del momento
de Iping. De pronto, se oyó un golpe en la puerta del salón,
un grito y, de inmediato, un silencio total.
—¿Qué ocurre? —preguntó Teddy Henfrey.
—¿Qué ocurre? —resonó en el bar.
Aunque el señor Hall tardaba en entender las cosas, se
daba cuenta de que allí estaba pasando algo.
—Algo malo está sucediendo ahí adentro —dijo y
desde atrás de la barra se dirigió al salón.
El señor Henfrey y él se acercaron, mirándose inquisi-
tivamente, a la puerta para escuchar.
—Algo malo pasa ahí —dijo Hall y Henfrey asintió
con la cabeza. Empezaron a oler un desagradable aroma a
productos químicos y se escuchaba una conversación apaga-
da y muy veloz.
—¿Están bien? —preguntó Hall mientras golpeaba la
puerta.
La conversación se detuvo de inmediato; y después de
un breve silencio, siguió con susurros muy bajos. Luego
sonó un grito agudo: “¡No, no lo haga!”. A continuación, se
oyó el ruido de una silla que cayó al suelo. Parecía que había
una pequeña pelea. Después, todo quedó en silencio.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Henfrey en voz
baja.
—¿Están bien? —insistió el señor Hall. Entonces, se
escuchó la voz del vicario sonando bastante extraña:
—Estamos bien. Por favor, no molesten.

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—¡Qué raro! —dijo el señor Henfrey.


—Sí, es muy extraño —afirmó el señor Hall.
—Ha dicho que no interrumpiéramos —agregó el
señor Henfrey.
—Exacto, yo también lo he oído —añadió Hall.
—Y he oído un estornudo —dijo Henfrey.
Se quedaron escuchando la conversación, que siguió
en voz muy baja y bastante rápida.
—No puedo —decía el señor Bunting levantando la
voz—. Le digo que no puedo hacer eso, señor.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Henfrey.
—Dice que no piensa hacerlo —respondió Hall—.
¿Nos estará hablando a nosotros?
—¡Es una vergüenza! —exclamó el señor Bunting
desde adentro.
—¡Es una vergüenza! —repitió el señor Henfrey—.
Dijo eso, lo oí claramente.
—¿Quién está hablando? —preguntó Henfrey.
—Supongo que el señor Cuss —dijo Hall—. ¿Puedes
oír algo?
Silencio. Los ruidos de adentro no permitían distinguir
nada.
—Parece que estuvieran sacando el mantel —dijo Hall.
La señora Hall apareció en ese momento. Su marido le
hizo gestos para que se callara, pero ella no le hizo caso.
—¿Por qué estás escuchando ahí, detrás de la puerta,
Hall? —le preguntó—. ¿No tienes nada mejor que hacer,
sobre todo, en un día de tanto trabajo?
Aunque él le hacía toda clase de gestos para que se
callara, ella no se percataba. Alzó tanto la voz, que Hall y
Henfrey, más bien cabizbajos, volvieron a la barra con sigi-
lo haciendo muecas para tratar de explicarle. Al principio, la
señora Hall no creía nada de lo que los dos hombres habían
oído. Hizo callar a su esposo mientras Henfrey le contaba
toda la historia. Ella pensaba que todo eso eran tonterías, que
posiblemente solo estuvieran corriendo los muebles.

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—Sin embargo, estoy seguro de haber oído “¡es una


vergüenza!” —aseguró Hall.
—Sí, sí; yo también lo oí, señora Hall —dijo Henfrey.
—No puede ser... —insistió ella.
—¡Sssh! —dijo Teddy Henfrey—. ¿No han oído la
ventana?
—¿Cuál? —preguntó la mujer.
—La del salón —respondió Henfrey.
Todos se callaron para escuchar atentamente. La seño-
ra Hall se quedó mirando sin ver el marco de la puerta de la
posada, la calle blanca y ruidosa, y la vidriera del estableci-
miento de Huxter enfrente. De repente, este apareció en la
puerta, excitado y haciendo gestos con los brazos.
—¡Al ladrón, al ladrón! —decía, y se dirigió corriendo
hacia la puerta del patio, por donde desapareció.
Casi en el mismo momento se oyó un gran escándalo
en el salón y que se cerraban las ventanas. Hall, Henfrey y
todos los presentes en el bar de la posada salieron alocada-
mente a la calle. Vieron a alguien dando vuelta por la esqui-
na, en dirección a la calle que conduce a las colinas, y al
señor Huxter, que dando una complicada voltereta en el aire
terminó de cabeza en el suelo. La gente, en la calle, estaba
boquiabierta y corría siguiendo a esos hombres.
El señor Huxter estaba confundido. Henfrey se paró
para ver qué le pasaba. Hall y los dos campesinos del bar
continuaron corriendo hacia la esquina, gritando frases inco-
herentes, y vieron desaparecer al señor Marvel cuando dobló
por la esquina de la pared de la iglesia. Llegaron a la con-
clusión, poco probable, de que era el hombre invisible que se
había vuelto visible, y siguieron persiguiéndolo. Apenas
había recorrido unos metros, Hall pegó un grito de asombro
y salió volando hacia un costado, golpeando a un campesino
que cayó al suelo con él. Lo habían empujado como en un
partido de fútbol. El otro hombre de campo se dio vuelta, los
miró y, como creyó que el señor Hall se había caído, siguió
con la carrera, y por una zancadilla, como le ocurrió a
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Huxter, cayó al suelo. Después, cuando el primer campesino


intentaba pararse, volvió a recibir un golpe fuerte como para
derribar a un buey.
Mientras caía al suelo, doblaron por la esquina las per-
sonas que llegaban de la pradera del pueblo. El primero que
arribó fue el propietario de la tienda de cocos, un hombre
fornido con un sweater azul; quedó asombrado cuando vio
la calle vacía y los tres cuerpos desparramados por el suelo.
Pero en ese momento, algo le sucedió a una de sus piernas y
cayó rodando al suelo, arrastrando con él a su hermano y
socio, al que pudo tomar de un brazo en el último momento.
El resto de la gente que venía atrás tropezó con ellos, los
pisotearon y cayeron encima.
Cuando Hall, Henfrey y los campesinos salieron
corriendo de la posada, la señora Hall, que tenía muchos
años de experiencia, se había quedado en el bar, pegada a la
caja. De pronto, se abrió la puerta del salón y apareció el
señor Cuss, quien sin mirarla, bajó corriendo la escalera
hacia la esquina, gritando:
—¡Agárrenlo! ¡No dejen que suelte el paquete! ¡Solo
lo seguirán viendo si no lo suelta!
Ignoraba la existencia del señor Marvel, a quien el
hombre invisible había entregado los libros y el paquete en
el patio. El rostro del señor Cuss mostraba su enojo y confu-
sión, pero iba ligero de ropas, llevaba sólo una especie de
túnica blanca, al estilo griego.
—¡Agárrenlo! —gritaba—. ¡Se llevó mis pantalones y
toda la ropa del vicario!
—¡Lo atraparé! —le gritó a Henfrey, mientras esquiva-
ba a Huxter en el suelo y doblaba la esquina para sumarse al
tumulto. En ese momento le pegaron un golpe que lo tumbó
de forma indecorosa. Alguien, con todo el peso del cuerpo,
le estaba pisando los dedos de la mano. Pegó un grito e
intentó pararse, pero le dieron otro golpe que lo derrumbó y
quedó, nuevamente, en cuatro patas. Luego sospechó que no
se trataba de una persecución, sino de una huida.

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Todos volvían corriendo hacia el pueblo. El señor Cuss


se levantó de nuevo y recibió un golpe detrás de la oreja.
Comenzó a correr y se dirigió al Carruajes y Cocheros, sal-
tando sobre Huxter, que se encontraba sentado en el medio
de la calle. En la escalera de la posada escuchó, detrás de él,
un grito de rabia, que sobrepasó el sonido de los demás gri-
tos, y el ruido de un cachetazo. Reconoció la voz del hom-
bre invisible. El grito era el de un hombre furioso.
El señor Cuss entró corriendo en el salón.
—¡Ha vuelto, Bunting! ¡Sálvate! ¡Ha enloquecido!
El señor Bunting estaba parado junto a la ventana,
intentando taparse con la alfombra de la chimenea y el West
Surrey Cazette.
—¿Quién ha vuelto? —preguntó, sobresaltándose de
tal modo, que casi se le cayó la alfombra.
—¡El hombre invisible! —respondió Cuss, mientras
corría hacia la ventana—. ¡Huyamos de aquí lo antes posi-
ble! ¡Se ha vuelto loco, completamente loco!
Salió al patio inmediatamente.
—¡Dios mío! —dijo el señor Bunting, quien no estaba
seguro sobre qué hacer, pero al oír una tremenda trifulca en
el pasillo de la posada, se decidió. Se descolgó por la venta-
na, se ajustó el improvisado traje como pudo y se largó a
correr por el pueblo tan rápido como sus piernas, gordas y
cortas, se lo permitieron.
Desde el momento en que el hombre invisible pegó un
grito de rabia y de la proeza memorable del señor Bunting
corriendo por el pueblo, resulta imposible mencionar todos
los sucesos que ocurrieron en Iping. Quizás en primera ins-
tancia, el hombre invisible intentó cubrir la huida de Marvel
con la ropa y con los libros. Pero pronto perdió la paciencia
(en realidad nunca tuvo mucha) al recibir una trompada
casual y, como consecuencia, se dedicó a dar golpes a dies-
tra y siniestra sólo para molestar.
Ustedes pueden imaginarse las calles de Iping llenas de
gente corriendo hacia todas partes, puertas que se cerraban
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con violencia y personas que se peleaban por encontrar


dónde esconderse. Pueden imaginar cómo se desequilibró la
tabla entre las dos sillas sobre la que se apoyaba el viejo
Fletcher, y sus dolorosos resultados. Una pareja aterrorizada
se quedó arriba de una hamaca. Una vez finalizados los
hechos, las calles de Iping quedaron desiertas, a excepción
de la presencia del enojado hombre invisible. Quedaron
cocos, lonas y restos de tiendas esparcidos por el piso. En el
pueblo solo se oían puertas que se cerraban con llave y cerra-
duras que se corrían, y en ocasiones se podía ver a alguien
que se asomaba detrás de los vidrios de alguna ventana.
El hombre invisible, mientras tanto, se entretenía rom-
piendo todos los cristales de todas las ventanas del Carruajes
y Cocheros, y tirando una lámpara de la calle contra la ven-
tana del salón de la señora Gribble. Y es probable que fuera
el autor del corte de los hilos del telégrafo de Adderdean a la
altura de la casa de Higgins en la carretera de Adderdean. Y
después de todo eso, por sus particulares facultades, quedó
fuera del alcance de la percepción humana, nunca más se lo
volvió a oír, ver o sentir en Iping. Simplemente desapareció.
Durante más de dos horas ni un alma se atrevió a salir
a las calles desiertas.

CAPÍTULO XIII
El señor Marvel presenta su renuncia

Durante el atardecer, cuando Iping regresaba de a poco


a la normalidad, un hombre bajito, regordete, con un som-
brero de seda gastado, caminaba con dificultad por el borde
de la carretera de Bramblehurst. Llevaba tres libros atados
con una especie de cordón elástico y un bulto envuelto en un
mantel azul. Su cara rubicunda mostraba preocupación y
cansancio; parecía estar apurado. Iba acompañado por una
voz que no era suya y, de vez en cuando, se estremecía
empujado por unas manos que no veía.

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—Si vuelves a intentar escaparte —dijo la voz—, si


vuelves a intentar escapar...
—¡Dios mío! —se quejó el señor Marvel—. ¡Pero si
tengo el hombro completamente destrozado!
—Te lo aseguro —dijo la voz—. Te mataré.
—No he intentado escaparme —aseguró el señor
Marvel, casi poniéndose a llorar—. Le juro que no. No sabía
que había una curva. ¡Fue así! ¿Cómo demonios iba a saber
que había una curva? Y me pegaron unos golpes...
—Y te darán muchos más si no eres cuidadoso
—advirtió la voz, y el señor Marvel se calló. Dio un resopli-
do, con ojos desesperados—. Ya fue demasiado permitir que
esos ignorantes descubrieran mi secreto para que todavía
escapes con mis libros. ¡Algunos tuvieron la suerte de poder
salir corriendo! ¡Nadie sabía que era invisible! ¿Qué voy a
hacer ahora?
—¿Y qué voy a hacer yo? —preguntó el señor Marvel
en voz baja.
—Ahora que es de dominio público, ¡saldrá en los
periódicos! Todos me buscarán, cada uno por su lado...
La voz insultó un poco y se calló.
El señor Marvel cada vez más desesperado empezó a
caminar más lento.
—¡Vamos! —ordenó la voz.
El rostro del señor Marvel se tornó gris.
—¡Cuide que no caigan los libros, estúpido! —dijo
secamente la voz, y se adelantó—. Y en realidad —prosi-
guió— lo necesito. Usted sólo es un instrumento, pero nece-
sito utilizarlo.
—Soy un simple instrumento —afirmó el señor Marvel.
—Así es —dijo la voz.
—Pero soy un mal instrumento para tener porque no
soy muy fuerte —dijo después de unos tensos instantes de
silencio—. No soy fuerte —repitió.
—¿No?
—No. Y tengo un corazón débil. Ya pasó todo, es
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H. G. WELLS

verdad, pero ¡maldición!, podría haber muerto.


—¿Y qué?...
—Porque no tengo ni energía ni ganas de hacer lo que
usted me obliga.
—Yo te animaré.
—Mejor sería que no lo haga. Sabe que me gustaría
poder arruinar sus planes, pero tendré que hacerlo..., soy un
pobre desdichado. Quisiera morir —se lamentó Marvel—.
No es justo —añadió más tarde—. Usted sabe... tengo dere-
cho a...
—Vamos, apúrate —gritó la voz.
El señor Marvel aceleró el paso y, durante un largo
rato, ambos caminaron en silencio.
—Esto me cuesta mucho —comenzó el señor Marvel,
pero al percatarse de su ineficacia, intentó una nueva tácti-
ca—. Y yo ¿qué gano con todo esto? —comenzó de nuevo,
subiendo el tono.
—¡Cierra la boca! —exclamó la voz con un repentino
y asombroso vigor—. Yo veré qué hago contigo. Harás todo
lo que te ordene, y lo harás bien. Ya sé que eres un loco, pero
harás...
—Le repito, señor, no creo ser el hombre adecuado.
Respetuosamente, creo que...
—Si no te callas, te retorceré la muñeca otra vez —dijo
el hombre invisible—. Déjame pensar.
En ese momento aparecieron dos rayos de luz entre los
árboles y el resplandor permitió divisar la torre cuadrada de
una iglesia.
—Te llevaré con la mano en tu hombro —dijo la voz—
mientras atravesamos el pueblo. Sigue derecho y no intentes
ninguna locura porque en ese caso será peor para ti.
—Ya lo sé —respondió resignado el señor Marvel—.
Claro que lo sé.
Un triste ser con sombrero de seda atravesó la calle
principal de ese pueblito con su carga y desapareció en la
oscuridad, luego de atravesar las luces de las casas.

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CAPÍTULO XIV
En Port Stowe

A las diez de la mañana del día posterior, el señor


Marvel, sin afeitar y demasiado sucio después de la larga
caminata, estaba sentado con las manos en los bolsillos y los
libros en un banco, en la puerta de una posada de los subur-
bios de Port Stowe. Parecía nervioso e incómodo. Los libros
estaban junto a él, atados con una cuerda. Habían dejado el
bulto en un pinar, cerca de Bramblehurst, por un cambio de
planes del hombre invisible. El señor Marvel, a pesar de que
nadie le prestaba atención, estaba tan nervioso que metía y
sacaba las manos de sus bolsillos con movimientos espas-
módicos, constantemente.
Estuvo sentado casi una hora, cuando un viejo marine-
ro con un periódico salió de la posada y se sentó a su lado.
—¡Qué día tan espléndido! —le comentó el marinero.
El señor Marvel lo miró con algo de desconfianza.
—Sí —respondió.
—Es el correspondiente a esta época del año —conti-
nuó el marinero, algo ensimismado.
—Cierto.
El marinero estuvo ocupado un rato con un escarba-
dientes. Mientras hacía eso, aprovechó para observar a esa
persona polvorienta y los libros que tenía al lado. Al acer-
carse al señor Marvel había oído unas monedas caer en un
bolsillo. Le llamó la atención cómo contrastaba la apariencia
de ese individuo con esos signos de opulencia. Fue por eso
que volvió al tema que le rondaba por la cabeza.
—¿Libros? —preguntó, rompiendo el escarbadientes.
El señor Marvel se movió y los miró.
—Sí, sí —respondió—. Son libros.
—En los libros hay cosas extraordinarias —afirmó el
marinero.
—Cierto.

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—Y también hay cosas extraordinarias que pueden


encontrarse fuera de los libros
—También es verdad —dijo el señor Marvel, escudri-
ñando al otro de arriba abajo.
—En los periódicos mencionan ese tipo de cosas, por
ejemplo —dijo el marinero.
—Por supuesto.
—En este periódico...
—¡Ah! —exclamó el señor Marvel.
—Aquí cuentan una historia —continuó el marinero,
mirando al otro—. Por ejemplo sobre un hombre invisible.
El señor Marvel hizo un gesto con la boca, se rascó la
mejilla y se le enrojecieron las orejas.
—¡Qué barbaridad! —exclamó sin darle importan-
cia—. ¿Y dónde ha ocurrido eso, en Austria o en América?
—En ninguno de los dos lugares. Ha sucedido aquí.
—¡Dios mío! —dijo el señor Marvel, pegando un salto.
—Cuando digo aquí —prosiguió el marinero para tran-
quilizar al señor Marvel—, no quiero decir en este lugar,
sino por la zona.
—¡Un hombre invisible! ¿Y qué ha hecho?
—De todo —añadió el marinero, mirando fijo al señor
Marvel—. Todo lo imaginable.
—Hace cuatro días que no leo un periódico.
—Dicen que todo empezó en Iping.
—¡Qué me dice!
—Apareció allí, aunque nadie sabe de dónde provenía.
Lea: “Extraño suceso en Iping”. E informan que han ocurri-
do cosas fuera de lo común, maravillosas.
—¡Dios mío! —exclamó el señor Marvel.
—Parece una historia increíble. Menciona dos testigos,
un clérigo y un médico. Ellos pudieron verlo o, bueno, en
realidad, no lo vieron. Dice que se hospedaba en el Carruajes
y Cocheros, pero nadie conocía su situación hasta que, por
un alboroto en la posada, el personaje se arrancó los venda-
jes de la cabeza. Entonces vieron que la cabeza era invisible.

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Trataron de agarrarlo, pero según el informe, se sacó la ropa


y logró escaparse después de una lucha encarnizada en la
que, según se dice, el hombre invisible hirió de gravedad a
nuestro mejor policía, el señor Jaffers. Una historia intere-
sante, con todos los detalles, ¿no es cierto?
—Santo Dios —exclamó el señor Marvel, mirando
alrededor con nerviosismo y tratando de contar el dinero que
tenía en el bolsillo con la ayuda del sentido del tacto. De
repente se le ocurrió una nueva idea—. Parece una historia
increíble.
—Desde luego. Incluso yo agregaría que extraordina-
ria. Jamás había escuchado nada sobre hombres invisibles,
pero se oyen tantas cosas que...
—¿Y eso fue todo lo que hizo? —preguntó el señor
Marvel, intentando restarle importancia.
—¿No le parece bastante?
—¿Y no volvió a ese pueblo? ¿Se escapó y después no
sucedió nada más?
—¡Claro! —dijo el marinero—. ¿Por qué? ¿No le pare-
ce suficiente?
—Sí, claro, por supuesto —dijo Marvel.
—Me parece que es más que suficiente.
—¿Tenía algún cómplice? ¿Qué dice el periódico?
¿Tenía alguno? —preguntó con ansiedad.
—¿Uno solo le parece poco? —se asombró el marine-
ro—. No, gracias a Dios, no tenía ningún cómplice —movió
la cabeza lentamente—. El solo hecho de pensar que ese tipo
anda por aquí, en el condado, me produce intranquilidad.
Ahora parece que está suelto por ahí y hay indicios de que
habría tomado la carretera de Port Stowe. ¡Estamos perdi-
dos! En estos momentos son inútiles las hipótesis de qué
hubiera ocurrido en América. ¡Con solo pensar en lo que
puede llegar a hacer! ¿Cómo reaccionaría usted si lo ataca-
ra? Suponga que quisiera robar... ¿Quién podría impedírse-
lo? Puede ir a donde quiera, puede robar, podría atravesar un
cordón de policías con la facilidad que usted o yo podríamos
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escapar de un ciego, incluso con más facilidad ya que, según


afirman, los ciegos pueden oír ruidos casi imperceptibles. Y
si se trata de tomar una copa...
—Sí, la verdad que tiene muchas ventajas.
—Así es. Tiene muchas ventajas.
Hasta ese momento, el señor Marvel había estado
mirando alrededor para detectar cualquier movimiento
imperceptible y atento al menor ruido. Parecía que pensaba
tomar una determinación. Tosió después de ponerse una
mano en la boca, volvió a mirar a su alrededor y a escuchar,
se acercó al marinero y le dijo en voz baja:
—La cuestión es que... me he enterado de algunas
cosas de ese tipo invisible. Las sé de buena fuente.
—¡Oh! —exclamó el marinero, interesado—. ¿Usted
sabe...?
—Sí. Yo...
—¿Verdad? —preguntó el marinero—. ¿Puede contar-
me...?
—Se asombrará —afirmó el señor Marvel, sin sacarse
la mano de la boca—. Es algo increíble.
—¡No me diga!
—La cuestión es que... —susurró el señor Marvel en
tono confidencial. Y de pronto se le transformó el semblan-
te—. ¡Ay! —exclamó saltando de su asiento. En su cara se
reflejaba dolor físico—. ¡Ay! —repitió.
—¿Qué le pasa? —preguntó el marinero con preocu-
pación.
—Me duelen las muelas —dijo el señor Marvel mien-
tras se tocaba la oreja. Tomó los libros—. Mejor me iré
—agregó y se levantó del banco de una forma extraña.
—¿Pero no me iba a contar algo sobre ese hombre invi-
sible? —protestó el marinero.
Entonces dio la sensación de que el señor Marvel se
consultaba algo a sí mismo.
—Era una broma —dijo una voz.
—Era una broma —repitió el señor Marvel.

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—Pero eso afirma el periódico —insistió el marinero.


—Pero es una broma. Conozco al inventor de esa men-
tira. De todos modos, no existe ningún hombre invisible.
—¿Entonces el periódico? ¿Quiere hacerme creer que...?
—Ni una palabra —dijo el señor Marvel.
El marinero lo miró sosteniendo el periódico. El señor
Marvel revisó insistente a su alrededor.
—Espere un momento —pidió el marinero levantándo-
se y hablando muy despacio—. ¿Quiere decir que...?
—Eso quiero decir.
—Entonces, ¿por qué permitió que le contara todas
esas idioteces? ¿Cómo deja a un hombre hacer así el ridícu-
lo? ¿Me lo explica?
El señor Marvel resopló. El marinero enrojeció furio-
so. Apretó los puños.
—Estuve hablando diez minutos..., y usted, viejo tonto,
ha sido muy maleducado...
—Mida sus palabras —señaló el señor Marvel.
—¿Que mida mis palabras? Menos mal que...
—Vamos —dijo una voz y, de pronto, el señor Marvel
dio media vuelta y se alejó a los saltos.
—Sí, será mejor que se vaya —añadió el marinero.
—¿Quién se va? —preguntó el señor Marvel, aleján-
dose mientras pegaba raros saltos hacia adelante y atrás.
Cuando ya había recorrido un tramo, empezó un monólogo
de protestas y recriminaciones.
—Idiota —gritó el marinero con las piernas separadas y
los brazos en jarras, mirando cómo se alejaba—. Ya te ense-
ñaré, ¡tonto! ¡Burlarte de mí! Está aquí, ¡en el periódico!
El señor Marvel le contestó con palabras incoherentes
hasta desaparecer en una curva del camino. El marinero se
quedó allí hasta que tuvo que correrse porque pasaba el carro
del carnicero.
“Esta región está llena de imbéciles —pensó—. Quería
confundirme, en eso consistía su juego sucio; pero está en el
periódico.”
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Y más tarde escuchó otro raro fenómeno que ocurrió


cerca de donde se encontraba él. Dicen que vieron el puño
de una mano lleno de monedas —nada más y nada
menos— que iba, sin propietario visible, bordeando la
pared que hace esquina con St. Michael Lane. Lo había
descubierto esa mañana otro marinero que intentó atrapar
el dinero, pero cuando se abalanzó, fue golpeado y,
después, cuando se levantó, el dinero se había esfumado en
el aire. Nuestro marinero estaba dispuesto a creer todo,
pero eso le parecía demasiado. Sin embargo, después vol-
vió a reflexionar sobre el tema. El hecho del dinero vola-
dor era cierto. En todo el barrio, en el Banco de Londres,
en las cajas de los negocios y de las posadas, que tenían las
puertas abiertas debido al buen tiempo, había desaparecido
dinero. Los puñados de monedas flotaban por los bordes de
las paredes y por los lugares oscuros, y desaparecían de las
miradas de las personas. Y siempre iban a parar, aunque
nadie lo hubiera descubierto, a los bolsillos de ese hombre
alterado de sombrero de seda que se sentó en la posada de
los suburbios de Port Stowe.

CAPÍTULO XV
El hombre que corre

Cuando anochecía, el doctor Kemp estaba sentado en


su estudio, en el mirador de la colina que da a Burdock. Era
un cuarto pequeño y agradable. Tenía tres ventanas, orienta-
das al Norte, al Sur y al Oeste; y anaqueles llenos de libros
y publicaciones científicas. También había una amplia mesa
de trabajo y, bajo la ventana que daba al Norte, un micros-
copio, platinas, instrumentos de precisión, algunos cultivos,
y distintas botellas con reactivos esparcidas por todas partes.
La luz estaba encendida, a pesar de que el cielo continuaba
iluminado por los rayos del crepúsculo. Las persianas estaban

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levantadas, ya que no había peligro de que alguien se aso-


mara desde el exterior y hubiera que bajarlas. El doctor
Kemp era un joven alto y delgado, rubio y con un bigote casi
blanco. Tenía la pretensión de que el trabajo que estaba rea-
lizando fuera su puerta de entrada a la Royal Society, agru-
pación a la que él daba mucha importancia.
Mientras descansaba de su trabajo, se quedó observan-
do la puesta de sol detrás de la colina que tenía enfrente.
Estuvo de esta manera un buen rato, con la pluma en la boca,
deleitándose con los tonos dorados que surgían de la cima de
la colina, hasta que le despertó curiosidad la silueta de un
hombre, completamente negra, que se acercaba hacia él. Era
un hombrecito bajo, con un sombrero enorme y que corría
tan rápido, que apenas se le distinguían las piernas.
—Debe de ser uno de esos dementes —dijo el doctor
Kemp— como el torpe que esta mañana al girar la esquina
chocó conmigo gritando: “¡El hombre invisible!”. Parecen
poseídos. Siento como si estuviéramos en el siglo trece.
Se levantó para acercarse a la ventana y mirar la colina
y la figura negra que subía corriendo.
—Parece estar apurado —dijo el doctor Kemp—,
pero no avanza demasiado. Se diría que lleva plomo en los
bolsillos.
Se acercaba al final de la cuesta.
—¡Un poco más de esfuerzo, vamos! —alentó el doc-
tor Kemp.
Un instante después, esa silueta se ocultaba detrás de la
casa que se encontraba arriba de la colina. El hombrecito se
volvió a ver una y otras tres veces más, a medida que pasa-
ba por delante de las tres casas que siguieron a la primera,
hasta que una de las terrazas de la colina lo ocultó definiti-
vamente.
—Son todos unos tontos —dijo el doctor Kemp, que se
dio vuelta y regresó a la mesa de trabajo.
Sin embargo, los que habían visto de cerca al fugitivo
y percibido el terror en su cara empapada de sudor, no
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compartían el desprecio del doctor. El hombrecito seguía


corriendo y sonaba como una bolsa repleta de monedas que
se balancea de un lado para el otro. No miraba a los costa-
dos, sus ojos dilatados se dirigían colina abajo, donde las
luces empezaban a encenderse y donde había mucha gente
en la calle. Tenía la boca torcida de tan agotado que estaba,
los labios llenos de una saliva espesa y su respiración se iba
tornando cada vez más ronca y ruidosa. A medida que pasa-
ba, todos se quedaban mirándolo, preguntándose incómodos
por la causa de su huida.
En ese momento, un perro que jugaba arriba de la coli-
na aulló y corrió a esconderse debajo de un cerco. Todos sin-
tieron algo, como una brisa, unos pasos y el sonido de una
respiración agitada que pasaba junto a ellos.
La gente empezó a gritar y a correr. La noticia se difun-
dió por todos lados. La gente gritaba en la calle antes de que
el señor Marvel estuviera a medio camino de ella. Todos se
metieron rápidamente en sus casas y cerraron las puertas de
inmediato. El hombrecito lo estaba oyendo e hizo un último
y desesperado esfuerzo. El miedo le había ganado y, en ins-
tantes, se había apoderado de todo el pueblo.
—¡Que viene el hombre invisible! ¡El hombre invisible!

CAPÍTULO XVI
En el Jolly Cricketers

El Jolly Cricketers estaba ubicado al final de la coli-


na, donde comenzaba el recorrido del tranvía. El posadero
se apoyaba sobre sus brazos, enormes y rosados, en el mos-
trador y hablaba de caballos con un cochero esmirriado.
Mientras, un hombre de barba negra vestido de gris comía
un bocadito de queso, bebía Burton y conversaba en inglés
americano con un policía que estaba fuera de servicio.
—¿Qué son esos gritos? —preguntó el cochero, des-
viándose de la conversación e intentando ver qué sucedía en

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la colina por encima de la cortina, sucia y amarillenta, de la


ventana de la posada. Afuera, alguien pasó corriendo.
—¿Será un incendio? —preguntó el posadero.
El sonido de pasos se aproximaba, se sentía una carre-
ra esforzada. En ese momento, la puerta de la posada se
abrió con violencia y apareció el señor Marvel, llorando y
con aspecto zaparrastroso. No llevaba el sombrero y el cue-
llo de su chaqueta estaba medio arrancado. Entró en la posa-
da e intentó cerrar la puerta, que estaba entreabierta y sujeta
con una correa.
—¡Ya viene! —gritó enloquecido—. ¡Ya llega! ¡El hom-
bre invisible me persigue! ¡Por Dios! ¡Ayúdenme! ¡Socorro!
¡Socorro!
—Cierren las puertas —ordenó el policía—. ¿Quién
viene? ¿Por qué corre?
Fue hacia la puerta, sacó la correa y dio un portazo. El
americano cerró la otra puerta.
—Déjenme entrar —dijo el señor Marvel moviéndose
y llorando, sin soltar los libros—. Déjenme entrar y encié-
rrenme en algún lugar. Me está persiguiendo. He huido de él
y asegura que me va a matar, y lo hará.
—Tranquilícese, usted a salvo —le dijo el hombre con
barba negra—. La puerta está cerrada. Tranquilícese y cuén-
tenos qué está sucediendo.
—Déjenme entrar —repitió el señor Marvel.
En ese momento, un ruidoso golpe hizo temblar la
puerta; afuera, alguien llamaba con insistencia y vociferaba.
Marvel pegó un grito de terror.
—¿Quién es? —preguntó el policía—. ¿Quién está ahí?
El señor Marvel, entonces, se tiró contra los paneles,
suponiendo que eran puertas.
—¡Me matará! Creo que tiene un cuchillo o algo por el
estilo. ¡Por Dios!
—Por aquí —le indicó el posadero—. Venga por aquí.
Y levantó la tabla del mostrador.
El señor Marvel se escondió detrás del mostrador
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mientras afuera continuaban los golpes.


—No abran la puerta —pedía el perseguido—. Por
favor, ¡no lo hagan! ¿Dónde podría esconderme?
—¿Es el hombre invisible? —preguntó el hombre con
barba negra, que tenía una mano en la espalda—. Es hora de
que lo veamos.
De repente, se abrió la ventana de la posada. La gente
estaba, por todos lados, corriendo y gritando en la calle. El
policía, que había estado sobre un sillón tratando de ver
quién golpeaba la puerta, se bajó y dijo arqueando las cejas:
—Es cierto.
El posadero, parado frente a la puerta de la habitación
en donde se había encerrado el señor Marvel, se quedó
mirando a la ventana abierta; luego se acercó a los otros dos
hombres. Y de repente, todo quedó en silencio.
—¡Ojalá tuviera mi cachiporra! —dijo el policía cami-
nando hacia la puerta—. Cuando abramos, entrará. No hay
forma de pararlo.
—¿No cree que está demasiado apurado para abrir la
puerta? —preguntó el cochero.
—¡Corran las cerraduras! —dijo el hombre con barba
negra—. Y si se atreve a entrar... — y mostró una pistola que
llevaba.
—¡Eso no! —exclamó el policía—. ¡Sería un asesinato!
—Conozco las leyes de la región —dijo el hombre bar-
budo—. Voy a apuntarle a las piernas. Abran las cerraduras.
—No, y menos con un revólver detrás de mí —respon-
dió el posadero, mirando por encima de las cortinas.
—Está bien —aceptó el hombre con barba negra y,
agachándose con el revólver preparado, las abrió él mismo.
El posadero, el cochero y el policía se limitaron a observar.
—¡Vamos, entre! —ordenó el hombre barbudo en voz
baja, que dio un paso atrás y quedó parado mirando la puer-
ta con el revólver en la espalda. Pero nadie entró y la puerta
continuó cerrada. Cinco minutos después, cuando un segun-
do cochero asomó la cabeza cuidadosamente, todos seguían

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esperando. En ese momento apareció una cara ansiosa por


atrás de la puerta de la trastienda y preguntó:
—¿Están cerradas todas las puertas de la posada? —era
Marvel, y continuó—: Seguro que está merodeando alrede-
dor. Es Satanás.
—¡Dios mío! —exclamó el posadero—. ¡La puerta de
atrás! ¡Escuchen! ¡Revisen todas las puertas! —y miró alre-
dedor desesperanzado. En ese momento, la puerta de la tras-
tienda se cerró de golpe y oyeron cómo giraban la llave—.
¡También está la puerta del patio y la puerta que va a la casa!
En la puerta del patio...
El posadero salió corriendo del bar y volvió con un
cuchillo de cocina en la mano.
—La puerta del patio estaba abierta —anunció desolado.
—Entonces, quizá ya está dentro —dijo el primer
cochero.
—En la cocina, no —afirmó el posadero—. La he
registrado totalmente con este juguetito en la mano y, ade-
más, hay dos mujeres que no creen que haya entrado. Al
menos, no han notado nada raro.
—¿Ha cerrado bien la puerta? —preguntó el primer
cochero.
—No puedo ocuparme de todo —se quejó el posadero.
El hombre de la barba guardó el revólver, y apenas
había terminado de hacerlo, alguien bajó la tabla del mostra-
dor e hizo sonar la cerradura.
De inmediato se rompió el pestillo de la puerta con un
terrible ruido y la puerta de la trastienda se abrió un poco.
Todos escucharon los chillidos de Marvel como una liebre
atrapada y atravesaron corriendo el bar para prestarle ayuda.
El hombre barbudo disparó haciendo añicos el espejo de la
trastienda. Cuando el posadero entró en la habitación, vio al
señor Marvel que batallaba, hecho un ovillo, contra la puer-
ta que daba al patio y a la cocina. La puerta se abrió mien-
tras el posadero dudaba cómo actuar, y arrastraron a Marvel
hasta la cocina. Se oyó un grito y sonidos de cacerolas
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chocando entre ellas. El señor Marvel era conducido a la


fuerza, boca abajo y a rastras, en sentido opuesto a la puerta
de la cocina. Alguien abrió la cerradura.
En ese momento, el policía que había intentado pasar
al posadero entró en el lugar acompañado por uno de los
cocheros y, cuando intentó sostener la muñeca del hombre
invisible que agarraba el cuello de Marvel, recibió un golpe
en el rostro, y se tambaleó y cayó de espaldas. Se abrió la
puerta y el señor Marvel se esforzó para impedir que lo lle-
varan afuera. Entonces el cochero, agarrando algo, dijo:
—¡Ya lo tengo!
Después, el posadero empezó a arañar al hombre invi-
sible con sus manos enrojecidas.
—¡Aquí está! —gritó.
El señor Marvel, que había logrado liberarse, se tiró al
suelo e intentó escaparse por entre las piernas de los hom-
bres que se estaban peleando. La lucha continuaba al lado
del marco de la puerta y, por primera vez, se pudo oír la voz
del hombre invisible cuando lanzó un grito porque el poli-
cía lo pisó. Continuó vociferando mientras repartía trompa-
das a todos lados, dando vueltas. El cochero también gritó
en ese momento y se dobló. Acababan de golpearlo debajo
del diafragma. Mientras sucedía eso, se abrió la puerta de la
cocina que daba a la trastienda y por allí se escapó el señor
Marvel. Minutos después, los hombres que seguían luchan-
do en la cocina se dieron cuenta de que estaban dando gol-
pes en el aire.
—¿Dónde está? —gritó el hombre barbudo—. ¿Se ha
escapado?
—Se ha ido por aquí —afirmó el policía, saliendo al
patio y quedándose allí, de pie.
Un trozo de teja, que casi le rozó la cabeza, se estrelló
contra los platos de la mesa.
—¡Ya le enseñaré! —gritó el hombre con barba negra,
apuntando con la pistola por encima del hombro del policía, y
disparó cinco veces seguidas hacia el lugar de donde habían

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lanzado la teja, describiendo un círculo con el brazo, de modo


que los disparos llegaron a distintos puntos del patio.
A continuación, todos quedaron en silencio.
—Cinco balas —dijo el hombre barbudo—. Es lo
mejor. Cuatro ases y el comodín. Traigan una linterna para
buscar el cuerpo.

CAPÍTULO XVII
Alguien visita al doctor Kemp

El doctor Kemp continuó escribiendo en su estudio


hasta que los disparos lo obligaron a levantarse de la silla. Se
oyeron uno tras otro.
—¡Vaya! —exclamó el doctor Kemp, colocándose la
pluma en la boca y prestando atención—. ¿Quién habrá per-
mitido pistolas en Burdock? ¿Qué estarán haciendo esos ton-
tos ahora?
Fue hacia la ventana orientada al Sur, la abrió y se
asomó. Cuando lo hizo, observó la fila de ventanas con luz,
las lámparas de gas encendidas y las luces de las casas con
sus tejados y patios negros, que componían la ciudad de
noche.
—Parece que hay gente en la zona baja de la colina
—pensó—, en la posada.
Y se quedó allí, mirando. Entonces, sus ojos se aventu-
raron mucho más lejos, hacia las luces de los barcos y el res-
plandor del embarcadero, un pequeño pabellón iluminado
como una gema amarilla. La luna, en cuarto creciente, pare-
cía estar colgada sobre la colina ubicada en el Oeste; y las
estrellas, muy claras, tenían un brillo casi tropical. Después
de unos cinco minutos, durante los cuales su mente había
estado reflexionando remotamente sobre las condiciones
sociales en el futuro, y habiendo perdido la noción del tiem-
po, el doctor Kemp suspiró y cerró la ventana. Luego regre-
só a su escritorio.

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Una hora más tarde tocaron el timbre. Había estado


escribiendo torpemente y con momentos de abstracción
desde que oyó los disparos. Se sentó a escuchar cómo la
muchacha se acercaba a la puerta y esperó sus pasos en la
escalera, pero ella no fue al estudio.
—¿Quién podría ser? —se preguntó el doctor Kemp.
Aunque intentó terminar el trabajo, no pudo. Se levan-
tó y bajó al descanso de la escalera, tocó el timbre del servi-
cio y se asomó a la baranda para llamar a la muchacha cuan-
do apareciera por el vestíbulo.
—¿Era una carta? —le preguntó.
—No. Alguien llamó y salió corriendo, señor —res-
pondió.
“Algo me pasa esta noche, me siento intranquilo”,
pensó. Regresó al estudio y, esta vez, se dedicó al trabajo
con empeño. En un rato estaba sumido por completo en su
trabajo. Los únicos sonidos que se escuchaban en la habita-
ción eran el tic tac del reloj y el rasguido de la pluma sobre
el papel; solo una lámpara iluminaba directamente sobre su
mesa de trabajo.
El doctor Kemp terminó su trabajo a las dos de la
madrugada. Se levantó, bostezó y bajó para ir a la cama.
Cuando se había sacado la chaqueta y el chaleco, sintió sed.
Con una vela bajó al comedor para prepararse un whisky
con soda.
Por su profesión, el doctor Kemp se había convertido
en un hombre muy observador. Cuando pasó de vuelta por el
vestíbulo hacia su habitación, descubrió una mancha oscura
en el hule, al lado del felpudo de los pies de la escalera.
Subió las escaleras y, de pronto, comenzó a pensar qué sería
aquella mancha. Con seguridad, algo en su subconsciente se
lo preguntaba. Sin dudarlo, dio media vuelta y regresó al
vestíbulo con el vaso en la mano. Dejó el whisky con soda en
el suelo, se arrodilló y tocó la mancha.
No se sorprendió al percatarse de que tenía el tacto y el
color de la sangre que se está secando. El doctor Kemp tomó

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de nuevo el vaso y subió a su habitación, mirando alrededor


e intentando buscar la explicación de esa mancha de sangre.
Al llegar al descanso de la escalera, se detuvo muy sorpren-
dido porque vio la manija de la puerta de su habitación man-
chada con sangre. Se miró la mano y estaba limpia. Entonces
recordó que había abierto la puerta de su cuarto cuando bajó
del estudio y, por lo tanto, no había tocado la manija. Entró
bastante sereno, quizá con un poco más de determinación de
lo normal. Su mirada curiosa se dirigió a la cama. La colcha
estaba ensangrentada y las sábanas, revueltas. No se había
percatado antes porque había ido directamente al tocador. La
ropa de la cama estaba hundida, con aspecto de que alguien
hubiera estado sentado allí.
Después tuvo la rara impresión de oír a alguien que
decía en voz baja: “¡Dios mío! ¡Es Kemp!”. Pero él no creía
en las voces.
Se quedó allí, parado, mirando el revoltijo de sábanas.
¿Había escuchado una voz? Volvió a mirar alrededor suyo,
pero no vio nada extraño, a excepción de la cama desorde-
nada y manchada de sangre. Entonces, oyó con claridad algo
que se movía en la habitación, cerca del lavabo. Es verdad
que todos los hombres, aun los más educados, tienen algo de
supersticiosos. Lo que generalmente denominamos miedo
atrapó al doctor Kemp. Cerró la puerta del cuarto, caminó
hacia el tocador y dejó el vaso allí. De pronto, sobresaltado,
descubrió entre él y el tocador un trozo de venda de hilo
enrollada y manchada de sangre, flotando en el aire.
Se quedó mirando, con sorpresa. Era un vendaje vacío,
bien hecho, pero vacío. Cuando se animó a tocarlo, algo se
lo impidió y una voz muy próxima le dijo:
—¡Kemp!
—¿Qué...? —preguntó con la boca abierta.
—No te asustes —dijo la voz—. Soy un hombre invi-
sible.
Kemp tardó un rato en contestar, solo miraba el vendaje.
—Un hombre invisible —reiteró la voz.
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Kemp recordó entonces la historia que esa mañana él


mismo había ridiculizado. En ese momento no parecía estar
ni muy asustado ni demasiado asombrado. Y terminó de
reaccionar bastante más tarde.
—Pensé que todo era mentira —dijo. Sólo reflexiona-
ba en lo que había dicho esa mañana—. ¿Tiene puesta una
venda? —preguntó.
—Sí —respondió el hombre invisible.
—¡Oh! —dijo Kemp, dándose cuenta del hecho—.
¿Qué estoy preguntando? —continuó—. Esto es una tonte-
ría. Debe ser algún truco.
Dio un paso hacia atrás y, cuando extendió la mano
para tocar el vendaje, chocó con unos dedos invisibles.
Retrocedió al tocarlos y su rostro se puso pálido.
—¡Tranquilízate, Kemp, por favor! Necesito tu ayuda.
Le sujetó el brazo con la mano y Kemp la golpeó.
—¡Kemp! —exclamó la voz—. ¡Tranquilízate, Kemp!
—repitió sujetándolo con más energía.
A Kemp le dieron ganas desesperadas de liberarse de
su opresor. La mano del brazo vendado le tomó su brazo y,
de pronto, sintió un fuerte empujón que lo arrojó sobre la
cama. Intentó gritar, pero le taparon la boca con una punta
de la sábana. El hombre invisible lo inmovilizaba con todas
sus fuerzas, pero Kemp con sus brazos libres intentaba gol-
pear con ahínco.
—Déjame que te explique todo de una vez por todas —
le pidió el hombre invisible, sin soltarlo, a pesar del golpe
que llegó a sus costillas—. ¡Termina ya, por favor, o acaba-
rás haciéndome cometer una locura! ¿Todavía crees que es
una mentira, eh, loco? —gritó el hombre invisible en el oído
del otro.
Kemp siguió luchando un poco más hasta que, final-
mente, se aquietó.
—Si gritas, te partiré la cara —afirmó el hombre invisi-
ble mientras le destapaba la boca—. Soy un hombre invisible.
No es ninguna locura ni tampoco es magia. Soy realmente un

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hombre invisible. Necesito tu ayuda. No me gustaría lasti-


marte, pero si sigues actuando como un tonto, no me queda-
rá más remedio. ¿No me recuerdas, Kemp? Soy Griffin, de
la universidad.
—Déjame levantar —le pidió—. No intentaré hacerte
nada. Deja que me tranquilice.
Kemp se sentó y tocó su cuello.
—Soy Griffin, de la universidad. Me he vuelto invisi-
ble. Solo soy un hombre como cualquier otro, un hombre
que conoces, que se ha vuelto invisible.
—¿Griffin?
—Sí, Griffin —respondió la voz—. Un estudiante más
joven que tú, casi albino, de uno ochenta de estatura, bas-
tante fuerte, con la cara rosada y los ojos rojizos... Soy el que
ganó la medalla de química.
—Estoy confundido. Me estoy haciendo mucho lío.
¿Qué relación tiene esto con Griffin?
—¿Cómo no lo entiendes? ¡Yo soy Griffin!
—¡Es horrible! —exclamó Kemp y añadió—: Pero
¿cómo demonios se vuelve invisible un hombre?
—No hay que hacer nada, es un proceso lógico y sim-
ple de comprender.
—¡Pero es espantoso! ¿Cómo...?
—¡Ya sé que es espantoso! Pero ahora estoy herido,
dolorido y cansado. ¡Por Dios, Kemp! Tú eres una persona
buena. Dame algo de comida y bebida, y déjame sentar aquí.
Kemp miraba cómo se movía la venda por el cuarto y
después vio que una silla se dirigía hacia la cama. Crujió y
por lo menos una cuarta parte del asiento se hundió. Kemp
se refregó los ojos y volvió a tocar su cuello.
—Este es el fin de los fantasmas—confirmó, y se rió
como un tonto.
—Así está mejor. Gracias a Dios vas entendiendo.
—O estoy enloqueciendo —reflexionó Kemp, frotán-
dose los ojos con los nudillos.
—¿Puedo beber un poco de whisky? Estoy muy sediento.
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—No parece. ¿Dónde estás? Si me levanto, podría cho-


carte. ¡Ya está! Muy bien. ¿Un poco de whisky? Aquí tienes.
¿Y ahora, cómo te lo doy?
La silla crujió y Kemp sintió que le sacaban el vaso de
la mano. Él lo soltó dudando porque su instinto lo incitaba a
no hacerlo. Sin embargo, el vaso quedó en el aire unos cen-
tímetros más alto que la silla. Kemp se quedó mirándolo
absolutamente perplejo.
—Así es... seguro que es hipnotismo. Me has debido
hacer creer que eres invisible.
—No digas idioteces —dijo la voz.
—Es una locura.
—Escúchame un momento.
—Yo —comenzó Kemp— esta mañana estaba demos-
trando que la invisibilidad...
—¡No te preocupes por tu demostración!... Muero de
hambre —dijo la voz— y la noche es fría para un hombre
desnudo.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Kemp.
El vaso de whisky se inclinó.
—Sí —respondió el hombre invisible mientras bebía
un poco—. ¿Tienes una bata?
Kemp hizo un comentario en voz baja. Fue al armario
y sacó una bata de color rojo oscuro.
—¿Te sirve esto? —preguntó, y se lo arrebataron.
La prenda permaneció un instante como suspendida en
el aire, luego se movió de modo misterioso, se abotonó y se
sentó en la silla.
—Alguna ropa interior, medias y unas zapatillas me
serían útiles. Ah, y comida también.
—Lo que quieras, pero ¡es la situación más absurda de
mi vida!
Kemp abrió unos cajones para buscar lo que le habían
pedido y después bajó a la despensa. Volvió con unas cos-
tillas frías y un poco de pan. Lo puso en una mesa frente a
su invitado.

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EL HOMBRE INVISIBLE

—No necesito cubiertos —dijo el visitante, mientras


una chuleta se quedó en el aire y se oía masticar.
—¡Invisible! —dijo Kemp y se sentó en una silla.
—Siempre me gusta estar vestido antes de comer
—afirmó con la boca llena, comiendo con desesperación—.
¡Es una manía!
—Imagino que lo de la muñeca no es nada serio —dijo
Kemp.
—No.
—Todo esto es tan raro y extraordinario...
—Cierto. Pero es más extraño que llegara a tu casa
buscando una venda. He tenido suerte. De todos modos, voy
a quedarme a dormir esta noche. ¡Tendrás que soportarme!
Es una molestia toda esa sangre por ahí, ¿no crees? Pero me
he percatado de que se hace visible cuando se coagula. Hace
tres horas que llegué.
—Pero ¿cómo ha pasado? —preguntó Kemp con tono
de desesperación—. ¡Estoy confundido! Esto no tiene sentido.
—Pero es bastante razonable. Perfectamente razonable.
El hombre invisible tomó la botella de whisky. Kemp
miró cómo la bata se la bebía. Un rayo de luz entraba por
una rotura que había en el hombro derecho y formaba un
triángulo de luz con las costillas de su costado izquierdo.
—Y ¿por qué disparaban? —preguntó—. ¿Cómo
empezó todo?
—Comenzó porque un tipo, totalmente loco, algo así
como un cómplice mío, ¡maldición!, intentó robarme el
dinero. Y lo logró.
—¿También es invisible?
—No.
—¿Y qué más?
—¿Podría comer un poco más antes de contarte todo?
Estoy muerto de hambre, me duele todo el cuerpo, y ¡ade-
más quieres que te cuente mi historia!
Kemp se levantó.
—¿Fuiste tú el que disparó? —preguntó.
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—No, no fui yo. Un loco que jamás había visto empe-


zó a disparar a cualquier parte. Muchos tenían miedo y todos
me temían. ¡Malditos! ¿Me podrías traer algo más para
comer, Kemp?
—Voy a bajar para buscar algo más. No creo que haya
mucho.
Después de comer muchísimo, también pidió un puro.
Antes de que Kemp encontrara un cuchillo, el hombre invi-
sible ya había mordido el extremo del puro con brutalidad y
maldijo cuando por el mordisco se desprendió la capa exte-
rior del puro. Era una rareza verlo fumar; la boca, la gargan-
ta, la faringe, los orificios de la nariz se hacían visibles con
el humo.
—¡Qué placer fumar! —exclamaba con el puro en su
boca—. ¡Qué suerte he tenido cayendo en tu casa, Kemp!
Tienes que ayudarme. ¡Qué coincidencia haberte encontra-
do! Estoy en problemas. Creo que estoy loco. ¡Si supieras
las cosas que he estado pensando! Pero todavía podemos
hacer algo juntos. Déjame que te cuente...
El hombre invisible se sirvió un poco más de whisky
con soda. Kemp se levantó, miró alrededor y acercó un vaso
para él del cuarto de al lado.
—Es todo una ridiculez, pero supongo que también
puedo tomar un trago contigo.
—No has cambiado mucho en estos doce años, Kemp.
¡Nada! Sigues tan frío y metódico... Como te decía, ¡tene-
mos que trabajar juntos!
—Pero ¿cómo ocurrió esto? —insistió Kemp—.
¿Cómo te volviste invisible?
—Por Dios, déjame fumar tranquilo un rato. Después
te relataré todo.
Pero esa noche no se lo contó. La muñeca del hombre
invisible empeoraba. Tuvo fiebre, estaba exhausto. En ese
período volvió a recordar la persecución por la colina y la
pelea en la posada. A veces mencionaba a Marvel, luego se
puso a fumar mucho más rápido y su voz empezó a demostrar

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enojo. Kemp intentó unir cabos como pudo.


—Me tenía miedo, yo notaba que me temía —repetía
todo el tiempo—. Quería liberarse de mí, siempre andaba
con esa idea. ¡Qué tonto he sido!
—¡Qué canalla!
—Debí haberlo matado.
—¿De dónde sacaste el dinero? —interrumpió Kemp.
El hombre invisible hizo silencio antes de contestar.
—No te lo voy a contar esta noche
De pronto se escuchó un gemido. El hombre invisible
se inclinó hacia adelante, agarrándose con manos invisibles
su cabeza invisible.
—Kemp —dijo—, hace casi tres días que no duermo,
a excepción de un par de cabezazos de una hora más o
menos. Necesito dormir.
—Está bien, quédate en mi dormitorio, en esta habi-
tación.
—¿Pero cómo voy a dormir? Si lo hago, se escapará.
Aunque, ¡da lo mismo!
—¿Es grave esa herida? —preguntó Kemp.
—No, no es nada, solo un raspón y sangre. ¡Oh, Dios!
¡Necesito dormir!
—¿Y por qué no lo haces?
El hombre invisible pareció quedarse mirando a Kemp.
—Porque no quiero que ningún hombre me atrape.
Kemp dio un salto.
—¡Pero qué idiota soy! —dijo el hombre invisible gol-
peando la mesa—. Te acabo de dar la idea.

CAPÍTULO XVIII
El hombre invisible descansa

Extenuado y herido como estaba, el hombre invisible


no confió en la palabra de Kemp, que le aseguraba que res-
petaría su libertad en todo momento. Tras examinar las dos
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ventanas del cuarto, subió las persianas y abrió sus hojas


para confirmar, como le había explicado Kemp, que eran una
vía de escape. Afuera, era una noche apacible y la luna nueva
se estaba poniendo en la colina.
Después estudió las llaves del dormitorio y las dos puer-
tas del armario para convencerse de que su libertad estaba
asegurada. Y por fin, quedó satisfecho. Estuvo un rato para-
do, al lado de la chimenea, y Kemp oyó como un bostezo.
—Siento mucho no poderte relatar todo esta noche,
pero estoy agotado. Se trata de un caso grotesco. ¡Es algo
espantoso! Pero créeme, Kemp, es posible. Yo mismo lo he
descubierto. Al principio quise mantener el secreto, y me he
dado cuenta de que no puedo. Necesito un socio. Y tú..., jun-
tos podemos hacer tantas cosas... Pero mañana. Ahora,
Kemp, creo que si no duermo un poco, me moriré.
Kemp, parado en medio del cuarto, se quedó mirando
esa vestimenta sin cabeza.
—Imagino que ahora deberé dejarte —dijo—. Es
increíble. Si suceden otras tres cosas más como ésta, que
cambien todas mis creencias, me volveré totalmente loco.
Pero ¡esto es real! ¿Necesitas algo más de mí?
—Sólo que me desees las buenas noches —le dijo
Griffin.
—Buenas noches —dijo Kemp, mientras estrechaba
una mano invisible. Después, se fue rumbo a la puerta y la
bata salió corriendo detrás de él.
—Escúchame bien —le dijo la bata—. No intentes
cerrar nada y no intentes capturarme, o de lo contrario...
Kemp cambió de expresión.
—Creo que te he dado mi palabra —dijo.
Cuando salió, Kemp cerró la puerta con toda suavidad.
Apenas lo hizo, escuchó cómo cerraban con la llave.
Después, mientras el rostro aún demostraba el asombro de
Kemp, se oyeron unos pasos rápidos que se dirigieron al
armario y también cerraron con llave. Kemp se golpeó la
frente con su mano: “¿Estaré soñando? ¿El mundo está loco

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o, al contrario, el loco soy yo?”. A continuación comenzó a


reír y apoyó una mano en la puerta cerrada: “¡Me han echa-
do de mi dormitorio por algo increíble!”, pensó. Llegó a la
escalera y miró las puertas cerradas. “¡Es un hecho!”, dijo,
tocándose con los dedos el cuello dolorido. “Un hecho inne-
gable, pero...” Movió la cabeza sin esperanzas, se dio vuel-
ta y bajó las escaleras. Abajo, encendió la lámpara del
comedor, sacó un puro y se puso a caminar por el cuarto, de
un lado a otro, gesticulando. Por momentos discutía consi-
go mismo. “¡Es invisible! ¿Existe los animales invisibles?
En el mar, sí. ¡Hay miles, incluso millones! Todas las lar-
vas, todos los seres microscópicos, las medusas. ¡En el mar
hay muchas más cosas invisibles que visibles! Nunca lo
había pensado. ¡Y también en los charcos! Todos esos
pequeños seres que viven allí, todas las partículas transpa-
rentes, que no tienen color. ¿Pero en el aire? ¡Cierto que no!
No puede ser. Pero... después de todo... ¿Por qué no? Si un
hombre fuera de cristal, también sería invisible.”
A partir de ese momento, pasó a razonamientos aun
más profundos. Antes de que volviera a hablar, la ceniza de
tres puros se había desparramado por toda la alfombra.
Después, se levantó, se marchó de la habitación con direc-
ción a la sala de visitas, donde encendió una lámpara de gas.
Era un cuarto pequeño porque el doctor Kemp no recibía
visitas y allí acopiaba todos los periódicos del día. El de la
mañana estaba tirado y descuidadamente abierto. Lo tomó,
lo dio vuelta y empezó a leer el relato sobre el “Raro suceso
en Iping”, que el marinero de Port Stowe le había contado a
Marvel. Kemp lo leyó velozmente.
—¡Cubierto! —exclamó Kemp—. ¡Disfrazado! ¡Ocul-
tándose! Nadie se percataba de su desgracia. ¿A qué diablos
está jugando?
Soltó el periódico y buscó otro.
—¡Ah! —dijo y tomó el St. James Gazette, que estaba
intacto, como recién llegado—. Ahora averiguaremos la
verdad.
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Tenía el periódico abierto, y a dos columnas el título


era: “En Sussex, un pueblo entero enloquece”.
—¡Dios mío! —pensó mientras leía el increíble artícu-
lo sobre los hechos ocurridos en Iping la tarde anterior. La
página siguiente reproducía el texto completo del periódico
de la mañana. Kemp lo leyó otra vez.
“Bajó corriendo a la calle golpeando a diestra y
siniestra. Jaffers se desmayó. El señor Huxter, muy dolo-
rido, todavía no puede explicar lo que vio. El vicario,
completamente humillado. Una mujer enfermó por el
miedo que pasó. Ventanas rotas.”
Aunque estos sucesos deben ser un invento, demasiado
interesantes para no publicarlos. Soltó el periódico y se
quedó mirando, con la vista en la nada.
—¡Tiene que ser un invento!
Tomó nuevamente el periódico para releerlo.
—Pero ¿en ningún momento citan al linyera? ¿Por qué
demonios iba persiguiendo a un vagabundo?
Después de preguntarse estas cuestiones, se sentó en su
sillón de cirujano.
—No solo es invisible —se dijo—, ¡también está loco!
¡Es un asesino!
Con los primeros rayos de luz, que se confundieron con
la iluminación de la lámpara de gas y el humo del comedor,
Kemp continuaba caminando por el cuarto, intentando expli-
carse eso que todavía le parecía increíble. Su excitación no
le permitía dormir.
A la mañana, los sirvientes lo encontraron allí, todavía
sin dormir, y consideraron que su estado era consecuencia
de la excesiva dedicación al estudio. Entonces, les dio cla-
ras instrucciones para que prepararan un desayuno para dos
personas y lo llevaran al estudio. Luego les exigió que per-
manecieran en la planta baja y en el primer piso. Todas estas
instrucciones les parecieron extrañas. A continuación,
siguió caminando por el cuarto hasta que llegó el periódico
de la mañana.

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Allí se comentaba mucho, pero informaban muy pocas


novedades sobre el tema, aparte de la confirmación de los
hechos de la noche anterior y un artículo, muy mal redacta-
do, sobre un suceso extraordinario ocurrido en Port
Burdock. Era la información que Kemp necesitaba sobre los
sucesos del Jolly Cricketers; esta vez ya aparecía el nombre
de Marvel. “Me obligó a estar junto a él veinticuatro horas”,
narraba Marvel. También agregaban algunos hechos de
menor importancia en la historia de Iping, remarcando el
corte de los cables del telégrafo del pueblo. Pero nada expli-
caba sobre la relación entre el hombre invisible y el vaga-
bundo, ya que el señor Marvel no había dado información
sobre los tres libros ni sobre el dinero que llevaba encima. El
clima de incredulidad se había evaporado y muchos perio-
distas y curiosos se estaban ocupando del tema. Kemp leyó
todo el texto y después envió a la muchacha a comprar todos
los periódicos matutinos que encontrara. Los devoró todos.
—¡Es invisible! —pensó—. Y de tanto resentimiento
se está convirtiendo en un maniático. ¡Y de lo que es capaz
de hacer y lo que ha hecho! Y lo tengo arriba, libre como el
aire. ¿Qué podría hacer yo? A ver... ¿Faltaría a mi palabra
si...? ¡No, no puedo!
Caminó hacia un desordenado escritorio ubicado en
una esquina del cuarto y anotó algo. Lo rompió y redactó
otra nota. Cuando finalizó, la leyó y opinó que estaba bien.
Después la introdujo en un sobre y lo dirigió al “Coronel
Adye, Port Burdock”.
El hombre invisible se despabiló mientras Kemp esta-
ba ocupado en esto. Se despertó de mal humor, y Kemp,
alerta a cualquier ruido, oyó sus pisadas arriba yendo de un
lado a otro en la habitación. Después escuchó una silla
cayendo al suelo y, más tarde, el lavabo. Kemp, entonces,
subió al trote la escalera y golpeó la puerta.

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CAPÍTULO XIX
Algunos principios fundamentales

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kemp cuando


el hombre invisible le abrió la puerta.
—Nada —respondió.
—Pero ¡por favor! ¿Y esos golpes?
—Un impulso. No recordé la herida de mi brazo y me
duele mucho.
—¿Suelen ocurrirte estas cosas?
—Sí.
Kemp atravesó la habitación y juntó los vidrios de un
vaso roto.
—Se ha publicado todo lo que has hecho —dijo Kemp,
parado, con los vidrios en la mano—. Todos los sucesos de
Iping y lo de la colina. El mundo ya sabe que existe un hom-
bre invisible. Pero nadie se ha enterado de que estás aquí.
El huésped empezó a insultar.
—Se ha publicado tu secreto. Imagino que hasta ahora
lo había sido. No conozco tus planes, pero es obvio que voy
a ayudarte.
El hombre invisible se sentó en la cama.
—Desayunaremos arriba —avisó Kemp con calma, y
se alegró cuando vio que su extraño invitado se levantaba de
la cama con buen ánimo.
Kemp subió por la escalera angosta que iba al mirador.
—Antes de que hagamos algo —le dijo Kemp—, tienes
que explicarme detalladamente el hecho de tu invisibilidad.
Se había sentado, después de mirar impaciente por la
ventana, con la intención de mantener una larga conversa-
ción. Pero las dudas sobre la buena marcha de todo el asun-
to volvieron a esfumarse cuando se fijó en el sitio donde
estaba Griffin: una bata sin manos y sin cabeza que, usando
una servilleta que se sostenía increíblemente en el aire, se
limpiaba unos labios invisibles.

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—Es bastante sencilla y creíble —dijo Griffin mientras


dejaba a un costado la servilleta y apoyaba la cabeza invisi-
ble sobre una mano también invisible.
—Sin duda, seguramente para ti, pero... —respondió
Kemp, riéndose.
—Sí, claro; al principio, sentí que era algo maravillo-
so. Pero ahora... ¡Dios mío! ¡Todavía podemos hacer gran-
des cosas! Empecé con esto cuando estuve en Chesilstowe.
—¿Cuándo estuviste en Chesilstowe?
—Me fui allí después de Londres. ¿Sabes que dejé
medicina para dedicarme a la física, no? Sí, hice eso. La luz.
La luz me deslumbraba.
—Ah.
—¡La densidad óptica! Es un tema lleno de enigmas.
Un tema con soluciones difíciles de captar. Pero como tenía
veintidós años y estaba lleno de entusiasmo, pensé: en esto
quiero dedicar mi vida. Vale la pena. Ya sabes la locura que
tenemos a los veintidós años.
—Estábamos locos antes y ahora también —afirmó
Kemp—. ¡Como si lograr mayor conocimiento fuera una
satisfacción para el hombre!
—Me puse a trabajar como un esclavo. No llevaba ni
seis meses trabajando y pensando sobre el tema cuando des-
cubrí algo sobre una de las ramas de mi investigación. ¡Y
quedé impresionado! Descubrí un principio fundamental
sobre pigmentación y refracción, una fórmula, una expre-
sión geométrica que incluía cuatro dimensiones. Los locos,
los hombres comunes, e incluso algunos simples matemáti-
cos, no saben nada de lo que algunas expresiones generales
pueden llegar a significar para un estudiante de física mole-
cular. En los libros, los que el vagabundo tiene escondidos,
hay cosas maravillosas escritas, milagros. Pero esto no era
un método, sino una idea que conduciría a un método a tra-
vés del cual sería posible, sin cambiar ninguna propiedad de
la materia, excepto, a veces, los colores, disminuir el índice
de refracción de una sustancia, sólida o líquida, hasta que
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fuera igual a la del aire; todo esto en lo que concierne a pro-


pósitos prácticos.
—¡Qué extraño es esto! —exclamó Kemp—. Todavía
no me queda muy claro. Comprendo que de esa forma se
puede arruinar una piedra preciosa, pero tanto como llegar a
conseguir la invisibilidad de las personas...
—Justamente —dijo Griffin—. Recapacita. La visibili-
dad depende de la acción que los cuerpos visibles ejercen
sobre la luz. Déjame que te explique esto como si no lo
supieras, así me entenderás mejor. Sabes que un cuerpo
absorbe la luz, o la refleja, o la refracta, o hace las dos cosas
al mismo tiempo. Pero si ese cuerpo ni la refleja, ni la refrac-
ta, ni absorbe la luz, no puede ser visible. Imagínate, por
ejemplo, una caja roja y opaca; tú la ves roja porque el color
absorbe parte de la luz y refleja todo el resto, toda la parte de
la luz que es de color rojo, y eso es lo que tú ves. Si no absor-
be ninguna parte de luz, pero la refleja toda, verás entonces
una caja blanca brillante. ¡Como de plata! Una caja de dia-
mantes no absorbería mucha luz ni tampoco reflejaría dema-
siado en la superficie general, solo en determinados puntos
donde la superficie fuera apropiada se reflejaría y refracta-
ría, de modo que tú tendrías en frente una caja llena de refle-
jos y transparencias brillantes, una especie de esqueleto de la
luz. Una caja de cristal no sería tan brillante ni podría verse
con tanta claridad como una caja de diamantes porque habría
menos refracción y menos reflexión. ¿Comprendes? Desde
algunas posiciones, tú podrías ver a través de ella con total
nitidez. Algunos cristales son más visibles que otros. Una
caja de cristal de roca siempre es más brillante que una caja
de vidrio para ventanas. Una caja de cristal común muy fino
difícilmente se vería si hay poca luz, porque absorbería muy
poca luz y, por lo tanto, no habría refracción o reflexión. Si
metes una lámina de vidrio común blanco en agua o, mejor
aún, en un líquido más denso que el agua, desaparece casi
completamente porque casi no hay refracción o reflexión en
la luz que pasa del agua al cristal; y a veces, incluso, es nula.

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Es casi tan imposible de ver como un escape de gas de car-


bón o de hidrógeno en el aire. ¡Y por esa misma razón...!
—Claro —reflexionó Kemp—, eso lo sabe todo el
mundo.
—Existe otra circunstancia que también conocerás. Si
se rompe una lámina de cristal y se hace polvo, se torna
mucho más visible flotando en el aire; se convierte en un
polvo blanco opaco. Esto sucede porque, como es polvo, se
multiplican las superficies en las que se producen la refrac-
ción y la reflexión. En la lámina de cristal hay dos superfi-
cies; en cambio, en el polvo, la luz se refracta o se refleja en
la superficie de cada grano que atraviesa. Pero si ese polvi-
llo blanco se sumerge en el agua, se hace invisible al instan-
te. El polvo de cristal y el agua tienen, más o menos, el
mismo índice de refracción. La luz sufre muy poca refrac-
ción o reflexión al pasar de uno a otro elemento. El cristal
desaparece al ser introducido en un líquido o en algo que
tenga, más o menos, el mismo índice de refracción; algo que
sea transparente se hace invisible si se lo introduce en un
medio que tenga un índice de refracción similar al suyo. Y si
te detienes a pensarlo un instante, verías que el polvo de cris-
tal también se puede hacer invisible si su índice de refrac-
ción pudiera hacerse igual al del aire; en ese caso, tampoco
habría refracción o reflexión al pasar de un medio a otro.
—Sí, sí, claro —dijo Kemp—, pero ¡un hombre no está
constituido por polvo de cristal!
—No —respondió Griffin—, ¡porque todavía es más
transparente!
—¡Qué dices!
—¿El que habla es un médico? ¡Qué pronto olvidamos
todo! ¿En solo diez años has olvidado toda la física que
aprendiste? Piensa en las cosas que son transparentes y que
no parecen. El papel, por ejemplo, está hecho a base de
fibras transparentes, y es blanco y opaco por la misma razón
que lo es el polvo de cristal. Sumérgelo en aceite, rellena los
intersticios entre sus partículas con aceite, para que solo
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haya refracción y reflexión en la superficie, y éste se volve-


rá tan transparente como el cristal. Y además del papel, la
fibra de algodón, la fibra de hilo, la de lana, la de madera y
la de los huesos, Kemp; y la de la carne, Kemp; y la del
cabello, Kemp; y las de las uñas y los nervios, Kemp. Todo
lo que constituye el hombre, menos el color rojo de su san-
gre y el pigmento oscuro del cabello, está hecho de materia
transparente e incolora. Es muy poco lo que permite que nos
podamos ver los unos a los otros. La mayor parte de las
fibras de cualquier ser vivo son tan opacas como el agua.
—¡Dios mío! —gritó Kemp—. ¡Es verdad, tienes
razón! ¡Y yo esta noche solo imaginaba larvas y medusas!
—¡Ahora empiezas a comprender! Yo había estado
pensando en estas cosas un año antes de irme de Londres,
hace seis años. Pero no lo comenté con nadie. Realicé mi tra-
bajo en condiciones pésimas porque Oliver, mi profesor de
Universidad, era un científico inescrupuloso, un periodista
por instinto, un ladrón de ideas. ¡Se la pasaba espiando! Ya
conoces el turbio mundo de los científicos. Por eso decidí no
publicarlo, para evitar que compartiera mi honor. Seguí tra-
bajando y cada vez me acercaba más a que mi fórmula sobre
el experimento se hiciera realidad. No se lo dije a nadie por-
que deseaba que mis investigaciones produjeran un gran
impacto cuando se conocieran y así poder hacerme famoso
de golpe. Me dediqué a la cuestión de los pigmentos porque
quería llenar algunos baches. Y de pronto, por casualidad,
descubrí algo en fisiología.
—¿Y?
—El color rojo de la sangre se puede volver blanco, es
decir, incoloro, ¡sin que pierda ninguna de sus funciones!
Kemp, asombrado, pegó un grito incrédulo. El hombre
invisible se levantó y empezó a caminar por el estudio.
—Haces bien en asombrarte. Recuerdo aquella noche.
Era muy tarde. Durante el día me molestaba aquel grupo de
estudiantes estúpidos, y por eso me quedaba trabajando
hasta el amanecer. La idea surgió de pronto y con absoluta

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claridad. Me encontraba solo, en la quietud del laboratorio,


y con las luces brillando silenciosas. ¡Se puede lograr que un
animal, una materia, sea transparente! “¡Puede ser invisi-
ble!”, reflexioné, y me di cuenta, de inmediato, de lo que
significaba manejar esos conocimientos siendo albino. La
idea me tentaba. Dejé de lado mi trabajo y me acerqué a la
ventana para mirar las estrellas. “¡Puedo ser invisible!”,
reflexioné. Hacer eso significaba superar la magia. Entonces
me imaginé, sin dudarlo, con claridad, el significado de la
invisibilidad para el hombre: misterio, poder, libertad. En
aquel momento, no encontré ninguna desventaja. ¡Ah, no
había que pensar nada más! Y yo, que solo era un pobre pro-
fesor que enseñaba a unos locos en un colegio provincial, de
pronto, podría convertirme en... eso. Bueno, ahora te pre-
gunto, Kemp, si tú o cualquier otro no se habría arriesgado a
desarrollar esa investigación. Trabajé a lo largo de tres años
y cada dificultad con la que me encontraba venía acompaña-
da por otra, por lo menos. ¡Y había tanta cantidad de deta-
lles! Y debo agregar cómo me irritaba mi profesor, un profe-
sor de provincia, que siempre estaba espiando. “¿Cuándo va
a publicar su trabajo?”, siempre preguntaba. ¡Y con estu-
diantes y medios tan escasos! Durante tres años trabajé así...
Y después de tres años de esfuerzos en secreto y con deses-
peración, entendí que terminar mis investigaciones era
imposible... Imposible.
—¿Por qué? —preguntó Kemp.
—Por el dinero —dijo el hombre invisible, mirando de
nuevo por la ventana. De pronto, se dio vuelta—. Le robé a
mi padre. Pero como no era su dinero, se pegó un tiro.

CAPÍTULO XX
En la pensión de la avenida Portland
Durante un rato, Kemp permaneció sentado en silen-
cio, mirando al ser sin cabeza, de espaldas a la ventana.
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H. G. WELLS

Después, se le ocurrió algo, se levantó, tomó a su amigo de


un brazo y lo alejó de la ventana.
—Debes estar cansado —le dijo—. Mientras yo sigo
sentado, tú no paras de caminar por el cuarto. Siéntate en mi
lugar.
Él se ubicó entre Griffin y la ventana más cercana. El
hombre invisible permaneció silencioso un rato y luego con-
tinuó relatando su historia:
—Cuando ocurrió esto, ya no vivía en mi casa de
Chesilstowe. Esto fue en diciembre pasado. Alquilé una
habitación en Londres; un cuarto muy amplio y sin muebles
en una casa de huéspedes, en una zona humilde cerca de la
avenida Portland. Llené el lugar con los objetos que había
comprado con el dinero robado y seguí desarrollando mi
investigación con regularidad, con éxito. Mi sensación era la
de un hombre que acaba de salir del bosque donde se había
perdido y que, de repente, descubre que ha ocurrido una tra-
gedia. Fui a enterrar a mi padre. Como mi mente se centra-
ba en mis investigaciones, ni siquiera intenté salvar su repu-
tación. Recuerdo el triste funeral, un coche fúnebre barato,
una ceremonia breve, esa colina ventosa, la escarcha y a un
viejo compañero suyo que leyó las oraciones por su alma: un
hombre encorvado, con ropa negra, llorando. Recuerdo
cuando regresé a la casa vacía después de atravesar lo que
quedaba de un pueblo, con construcciones sin terminar, que
se convertía en una horrible ciudad. Todas las calles desem-
bocaban en campos degradados, con escombros acumulados
y con una densa y húmeda maleza. Me recuerdo como un ser
oscuro y lúgubre, caminando por la acera brillante y resba-
ladiza; y aquel extraño sentimiento de despego que sentí por
ese lugar tan poco respetable y mercantil. No me apenó lo de
mi padre. Lo consideré víctima de su sentimentalismo alo-
cado. Por hipocresía social era necesaria mi presencia en el
funeral, pero en realidad, no era asunto mío. Sin embargo,
cuando caminaba por la calle principal, al encontrarme con
una chica, a la que había conocido diez años antes, me

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EL HOMBRE INVISIBLE

retrotraje a mi vida anterior. Nuestras miradas se cruzaron y


algo me llevó a hablarle. Se trataba de una persona bastante
mediocre. Visitar esos lugares del pasado fue como un
sueño. Entonces no me percaté de mi soledad, de que me
había sumergido en la desolación tras alejarme del mundo.
Me di cuenta de mi insensibilidad, pero lo atribuí, en gene-
ral, a la estupidez de las cosas. Cuando regresé a mi cuarto,
volví también a la realidad. Allí se encontraban todas las
cosas que conocía y que amaba, como mis aparatos y mis
experimentos preparados y esperándome. Solo faltaban los
últimos detalles, esa era la única dificultad. En algún
momento te explicaré todos esos procesos tan complicados,
Kemp. No necesitamos tocar ese tema ahora. La mayoría,
excepto algunas lagunas que ahora recuerdo, los escribí en
clave en los libros que ha escondido el vagabundo. Debemos
atraparlo. Tenemos que recuperar los libros. La fase princi-
pal era la de colocar el objeto transparente, cuyo índice de
refracción había que rebajar, entre dos centros que emitieran
una especie de radiación etérea, algo que te explicaré con
mayor profundidad en otro momento. No, no eran vibracio-
nes del tipo Roentgen. No creo que las vibraciones a las que
me refiero se hayan descrito nunca, aunque son bastante cla-
ras. Necesitaba dos dínamos pequeñas que funcionaran con
un simple motor de gas. Usé un hilo de lana blanca para mi
primer experimento. Fue de lo más extraño ver parpadear
esos rayos suaves y blancos, y después observar su silueta
desvanecerse como una columna de humo. No podía creer
que lo había logrado. Tomé con la mano aquel vacío, pero
encontré el hilo sólido como siempre. Para complicar las
cosas lo tiré al piso y después tuve problemas para encon-
trarlo de nuevo. Entonces realicé otra curiosa experiencia.
Una gata blanca, flaca y muy sucia maulló detrás de mí;
estaba en el alféizar de la ventana. Entonces surgió la idea.
“Está todo preparado”, pensé mientras me acercaba a la
ventana. La abrí y llamé a la gata, mimoso. Ella se acercó
ronroneando. Le di un poco de leche al pobre animal que
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H. G. WELLS

estaba hambriento. Después paseó oliendo toda la habita-


ción, evidentemente con la idea de quedarse allí. El trozo
de lana invisible pareció asustarla un poco. ¡Tenías que
haber visto cómo formaba un arco su lomo! La puse sobre
la almohada de la cama y le di manteca para que limpiara
su interior.
—¿Y la usaste en tu experimento?
—Por supuesto. ¡Pero no creas que es fácil drogar a un
gato! El procedimiento falló.
—¿Falló?
—Sí, falló por dos razones. Una, por las garras; y la
otra, ese pigmento, ¿cómo se llama?, que está detrás del ojo
de un gato. ¿Te acuerdas tú?
—El tapetum.
—Eso es, el tapetum. No conseguí que desapareciera.
Después de suministrarle una pócima para decolorar la san-
gre y hacer otros preparativos, le di opio y la llevé, con la
almohada sobre la que dormía, al aparato. Y aunque logré que
el cuerpo desapareciera, no conseguí hacerlo con los ojos.
—¡Qué raro!
—No puedo explicármelo. La gata estaba, por supues-
to, vendada y atada; quieta. Pero se despertó cuando aún
estaba atontada y empezó a maullar lastimosamente. Justo
una vieja que vivía en el piso de abajo y que sospechaba que
yo hacía vivisecciones se acercó y golpeó la puerta; una
mujer alcohólica que solo poseía un gato en este mundo.
Tomé un poco de cloroformo y se lo hice oler a la gata;
después, abrí la puerta. “¿Ha oído maullar a un gato?”, me
preguntó. “Está aquí mi gata?” “No, señora, aquí no está”, le
respondí amablemente. Pero ella dudó e intentó observar por
la habitación. Le debió parecer bastante extraño: las paredes
desnudas, las ventanas sin cortinas, una cama con ruedas,
con el motor de gas en marcha, los dos puntos resplande-
cientes y, por último, el intenso olor a cloroformo en el aire.
Al final se debió quedar conforme porque se marchó.
—¿Cuánto tiempo duró el procedimiento?

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EL HOMBRE INVISIBLE

—El de la gata alrededor de tres o cuatro horas. Los


huesos, los tendones y la grasa desaparecieron al final, y
también la punta de los pelos de color. Y como te dije, la
parte trasera del ojo, aunque de materia irisada, no terminó
de desaparecer por completo. Terminé el proceso de noche y,
al final, solo se veían los ojos oscuros y las garras. Paré el
motor de gas, toqué a la gata, que permanecía inconsciente,
y la desaté. Después, como me sentía cansado, la dejé dur-
miendo en la almohada invisible y me fui a la cama. No
podía conciliar el sueño. Estaba tumbado, despierto, pensan-
do en forma reiterada en el experimento o soñaba que de-
saparecía todo a mi alrededor, hasta, incluso el suelo se esfu-
maba, introduciéndome en una horrible pesadilla. En la
madrugada, empezó a maullar por el cuarto. Intenté hacerla
callar hablándole, después decidí soltarla. Recuerdo cómo
me sobresalté cuando al encender la luz solo vi unos ojos
verdes y redondos, y nada alrededor. Le habría dado un poco
de leche, pero ya se había terminado. No se quedaba quieta,
se sentó en el suelo y se puso a maullar junto a la puerta.
Intenté tomarla para sacarla por la ventana, pero no se deja-
ba atrapar. Continuaba maullando por la habitación. Luego
le abrí la ventana, haciéndole gestos para que se fuera. Al
final supongo que lo hizo. Nunca más la vi. Después, Dios
sabe cómo, volví a recordar el entierro de mi padre, en aque-
lla colina angustiante y azotada por el viento hasta el ama-
necer. A la mañana, como no podía dormir, cerré la puerta de
mi cuarto para salir a pasear por esas calles.
—¿Quieres decir que anda un gato invisible deambu-
lando por ahí? —preguntó Kemp.
—Si no lo han matado —respondió su amigo.
—Claro, ¿por qué no? —dijo Kemp—. Perdona, no
quería interrumpir.
—Quizá lo hayan matado —reflexionó el invitado—.
Sé que cuatro días más tarde aún permanecía vivo, se encon-
traba en una verja de la avenida Tichtfield porque vi a un
numeroso grupo de gente en ese lugar preguntándose dónde
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H. G. WELLS

se originaban los maullidos que escuchaban.


Hizo silencio durante un largo rato y, de pronto, conti-
nuó con su historia.
—Recuerdo la mañana anterior a mi transformación.
Subí por la avenida Portland. Recuerdo los carteles de la calle
Albany y los soldados que andaban a caballo; y al final, me
senté al sol sobre la colina Primrose, me sentía descompues-
to y raro. Esto ocurrió un día soleado de enero, uno de esos
días soleados y helados, previos a las nevadas de este año. Mi
mente extenuada intentó ubicarse en la situación y pensar un
plan de acción. Me sorprendí al percatarme, ahora que tenía
todo listo, de que mi intento no parecía convincente. La rea-
lidad es que estaba agotado. El intenso cansancio, tras cuatro
años de trabajo continuo, me había tornado insensible a los
sentimientos. Me sentía apático e intenté, infructuosamente,
recuperar el entusiasmo de mis primeras investigaciones y,
también, la pasión por el descubrimiento que me había per-
mitido superar la muerte de mi padre. Nada me importaba.
Supuse que se trataba de un estado de ánimo pasajero, por el
trabajo excesivo y por la falta de sueño; creía en la posibili-
dad de recuperar todas mis energías con drogas o de otra
forma. Lo único claro en mi mente era la necesidad de termi-
nar eso. Todavía me obsesiona. Debía terminarlo pronto, por-
que no contaba con más dinero. Mientras estaba en la colina,
miré alrededor; había niños jugando y niñas observándolos.
Comencé a reflexionar, entonces, sobre las increíbles venta-
jas que podría tener un hombre invisible en este mundo. Un
rato después, regresé a casa, comí algo y tomé una dosis bas-
tante importante de estricnina; me metí en la cama, aún des-
hecha, vestido como estaba. La estricnina es un tónico per-
fecto, Kemp, para terminar con la debilidad del hombre.
—Pero es diabólica —dijo Kemp—. Es la fuerza bruta
en una botella.
—Me desperté con un vigor impresionante y bastante
irritable, ¿sabes?
—Sí, ya conozco ese aspecto.

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EL HOMBRE INVISIBLE

—Y apenas me desperté, alguien golpeaba mi puerta.


Era mi casero, un viejo judío polaco, que vestía un abrigo
largo y gris, y unas zapatillas llenas de grasa; venía con
aspecto amenazante y con preguntas. Aseguraba que yo
había torturado a un gato esa noche (la vieja estaba metida
en esto). Insistía en saber todo. Las leyes del país contra la
vivisección son muy estrictas y podía denunciarme. Negué
la existencia del gato. Agregó que las vibraciones del motor
de gas repercutían en todo el edificio. Esto, desde ya, era
cierto. Se coló en la habitación y empezó a husmear todo,
mirando por arriba de sus anteojos de plata alemana; en ese
momento, temí que pudiera averiguar algo sobre mi secreto.
Intenté interponerme entre él y el aparato de concentración
que yo mismo había preparado, y eso sólo aumentó su curio-
sidad. ¿Qué estaba planeando? ¿Por qué estaba siempre solo
y me mostraba huidizo? ¿Era legal lo que hacía? ¿Era peli-
groso? Yo pagaba la renta normal. Su casa siempre había
sido muy respetable, en un barrio bastante marginal, pensé.
A mí, de pronto, se me terminó la paciencia. Le dije que se
fuera de la habitación. Él empezó a protestar y balbucear,
insistiendo que tenía derecho a entrar. Al oírlo, lo agarré del
cuello; sentí que algo se desgarraba y lo eché al pasillo. Di
un portazo, cerré la puerta con llave y me senté. Estaba tem-
blando. Afuera, empezó a hacer escándalo. No le presté aten-
ción. Después de un rato se marchó. Por este hecho debía
proceder con rapidez. Yo no sabía qué podía hacer ese viejo
ni tampoco a qué tenía derecho. Mudarme a otro cuarto sólo
retrasaría mis experimentos; además, me quedaban veinte
libras, la mayor parte en el Banco, y no podía darme el lujo
de una mudanza. ¡Tenía que desaparecer! Era la única
opción. Seguramente me harían preguntas y registrarían mi
habitación. Me puso furioso pensar en la posibilidad de que
mi investigación se interrumpiera en su punto culminante. Y
avancé con el plan. Tomé mis tres libros de notas y mi libre-
ta de cheques, ahora el vagabundo tiene todo, y marché a la
oficina de correos más cercana para que lo mandaran todo a
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H. G. WELLS

una casa de recepción de envíos en la avenida Portland.


Intenté salir en silencio. Cuando regresé, vi al casero subir
lentamente las escaleras. Supongo que habría escuchado
cerrarse la puerta. Te habrías reído mucho si hubieras visto
cómo se puso a un costado en el descanso de la escalera
cuando se percató de que yo subía corriendo detrás de él. Me
miró cuando pasé por su lado y yo di un portazo que hizo
temblar toda la casa. Después lo escuché arrastrando los pies
hasta el piso donde me encontraba, dudó un momento y optó
por seguir bajando. Desde ese momento, me largué con los
preparativos. Entre la tarde y la noche hice todo. Cuando
todavía me encontraba bajo el influjo, empalagoso y somno-
liento, de las drogas que decoloraban la sangre, golpearon la
puerta con insistencia. Dejaron de llamar, se distanciaron un
poco, retornaron y empezaron a llamar de nuevo. Intentaron,
más tarde, pasar algo por debajo de la puerta... un papel azul.
En ese momento, me levanté con furia y abrí la puerta de par
en par “¿Qué busca ahora?”, pregunté. Mi casero traía una
orden de desalojo o algo por el estilo. Cuando me dio el
papel, creo que detectó algo raro en mis manos, levantó los
ojos y se quedó mirándome. Se quedó boquiabierto y pegó
un grito. Entonces soltó la vela y el papel, salió corriendo
por el oscuro pasillo y bajó la escalera. Cerré la puerta, puse
llave y me acerqué al espejo. Entonces entendí su pánico. Mi
rostro estaba blanco, blanco como el mármol. Todo fue
horrible. Me invadió un dolor insoportable. Fue una noche
de angustia y martirio, de dolores y mareos. Apreté los dien-
tes, a pesar de sentir mi piel ardiendo. Todo el cuerpo me
quemaba. Y me quedé allí tirado, como muerto. En ese
momento comprendí por qué el gato se había puesto a mau-
llar de esa forma hasta que le puse cloroformo. Al vivir solo
no tenía a nadie que pudiera atenderme en el cuarto. En
algunos momentos sollocé y me quejé. Otros, hablé solo.
Pero resistí. Perdí el conocimiento y me desperté, debilita-
do, en la oscuridad. Los dolores concluyeron. Pensé que me
estaba muriendo, pero no me importó. Nunca olvidaré ese

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EL HOMBRE INVISIBLE

amanecer y el raro terror que sentí cuando vi que mis manos


se habían transformado en un cristal como manchado, y
cuando vi cómo cada vez se aclaraban más y adelgazaban, a
medida que el día iba avanzando; hasta que finalmente des-
cubrí el desorden de mi cuarto a través de ellas. Lo veía
aunque cerraba mis párpados, ya transparentes. Mis miem-
bros se tornaron de cristal, los huesos y las arterias se des-
vanecieron; y los nervios, pequeños y blancos, también de-
saparecieron, aunque fueron los últimos en hacerlo. Apreté
los dientes y seguí así hasta el final. Cuando terminó todo,
solo quedaban las puntas de las uñas, blancuzcas, y la man-
cha marrón de algún ácido en mis dedos. Traté de pararme.
Al principio me era imposible hacerlo, como un niño de
pañales, caminando sobre unas piernas invisibles. Me sentía
débil y hambriento. Me acerqué al espejo y me miré sin
verme, solo quedaba algo de pigmento detrás de la retina de
mis ojos, pero era bastante más tenue que la niebla. Apoyé
las manos sobre la mesa y tuve que tocar el espejo con la
frente. Con una fuerza de voluntad enorme, me acerqué
hasta los aparatos y completé el proceso. Dormí durante toda
la mañana, tapándome los ojos con las sábanas para evitar la
luz; al mediodía me desperté porque escuché que llamaban a
la puerta. Había recuperado todas mis fuerzas. Me senté en
la cama y me pareció oír unos susurros. Me levanté y,
haciendo el mínimo ruido posible, empecé a desarmar el
aparato y a distribuir sus partes por toda la habitación para
que no sospecharan. En ese momento volvieron a escuchar-
se los golpes a la puerta y unas voces, la de mi casero y,
luego, otras dos. Para ganar tiempo, les respondí. Recogí el
trozo de lana invisible, la almohada y abrí la ventana para
arrojarlos. Cuando estaba abriéndola, dieron un tremendo
golpe a la puerta. Alguien se había lanzado contra ella con el
propósito de romper la cerradura, pero los cerrojos que yo
había colocado con anterioridad impidieron que se viniera
abajo. Eso me enfureció. Empecé a temblar y a actuar con
máxima velocidad. Puse un poco de papel y de paja en
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medio de la habitación. Abrí el gas en el momento en que la


puerta retumbaba por los golpes. No encontraba los fósforos
y empecé a dar trompadas a la pared, furioso. Volví a abrir
las llaves del gas, salté por la ventana y me escondí en la cis-
terna de agua, a salvo e invisible, y temblando de rabia, para
observar qué iba a ocurrir. Rompieron un panel de la puerta
y, a continuación, abrieron las cerraduras y se quedaron allí
de pie, con la puerta abierta. Era el casero, acompañado por
sus dos hijastros, dos hombres jóvenes y robustos, de unos
veintitrés o veinticuatro años. Detrás de ellos se encontraba
la vieja de abajo. Puedes imaginarte lo asombrados que esta-
ban cuando vieron la habitación vacía. Uno de los jóvenes
corrió hacia la ventana, la abrió y se asomó por ella. Sus ojos
y su cara barbuda y de labios gruesos estaban muy cerca de
mi cara. Estuve a punto de golpearlo, pero me detuve a tiem-
po. Él estaba mirando a través mío, y también lo hicieron los
demás cuando se acercaron a él. El viejo se separó de ellos
y miró debajo de la cama y, después, todos se lanzaron al
armario. Discutieron un rato en yiddisk y cockney (dialecto
londinense de los barrios bajos). Al final dijeron que yo no
les había contestado, que lo habían imaginado todo.
Entonces, mi enojo se convirtió en felicidad mientras estaba
sentado en la ventana mirando a esas cuatro personas, cuatro
porque la vieja había entrado en la habitación a buscar su
gata, que intentaban entender mi comportamiento. El viejo,
por lo que pude comprender de ese modo tan particular de
expresarse, estaba de acuerdo con la anciana en que yo prac-
ticaba vivisecciones. Los hijastros, al contrario, explicaban y
decían, en un inglés confuso, que yo era electricista, y basa-
ban su postura en los dínamos y radiadores. Todos estaban
nerviosos, temían que yo regresara, aunque, como compro-
bé más tarde, habían cerrado con llave la puerta de abajo. La
vieja se dedicó a espiar dentro del armario y debajo de la
cama, mientras uno de los jóvenes miraba la chimenea hacia
arriba. Uno de los inquilinos, un vendedor ambulante que
alquilaba el cuarto de enfrente junto con un carnicero, apareció

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EL HOMBRE INVISIBLE

en el rellano; lo llamaron y empezaron a explicarle el hecho


de forma incoherente. De pronto, cuando vi los radiadores,
pensé que si llegaban a manos de una persona conocedora
del tema, podría llegar a delatarme; en ese momento, entré
en la habitación y lancé la dínamo contra el aparato sobre el
que descansaba y, así, los rompí. Cuando esas personas
intentaban explicarse este último hecho, me escabullí fuera
del cuarto y bajé las escaleras con mucho cuidado. Entré en
una de las salas de estar y esperé que bajaran, comentando y
discutiendo la cuestión, todos un poco decepcionados por no
haber encontrado ninguna “cosa terrible”. Estaban un poco
confundidos porque no sabían en qué situación se encontra-
ban respecto a mí. Después volví a subir a mi habitación con
una caja de fósforos, prendí fuego al montón de papeles y
puse las sillas y la cama encima, dejando que el gas con un
tubo de caucho hiciera el resto. Eché un último vistazo a la
habitación y me fui.
—¿Incendiaste la casa? —exclamó Kemp.
—Sí, sí. Era la única manera de eliminar mis huellas;
además, estoy convencido de que estaba asegurada. Después
abrí las cerraduras de la puerta de abajo y salí a la calle. Me
estaba empezando a dar cuenta de las extraordinarias ventajas
que me ofrecía ser invisible. Comencé a pensar en todas las
cosas increíbles que podía realizar con absoluta impunidad.

CAPÍTULO XXI
Por la calle Oxford

Cuando bajé las escaleras, por primera vez tuve gran-


des dificultades porque no me veía los pies; tropecé dos
veces y me notaba torpe al tomarme de la baranda. Sin
embargo, logré caminar más seguro evitando mirar hacia
abajo. Estaba demasiado exaltado, como el hombre que ve y
anda sin hacer ningún sonido en una ciudad de ciegos. Me
dieron ganas de bromear, de asustar a la gente, de palmear la
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H. G. WELLS

espalda a algún tipo, de tirarle el sombrero a alguien, de


aprovecharme de mi maravillosa ventaja. Apenas había sali-
do a la avenida Portland (mi antigua casa estaba cerca de una
tienda de telas), recibí un golpe muy fuerte en la espalda; al
girar, vi a un hombre con un canasto con sifones, que mira-
ba asombrado su carga. Aunque el golpe me dolió, no aguan-
té una carcajada cuando vi su expresión. “El diablo está en
el canasto”, le dije y se lo saqué de las manos. Él lo soltó sin
resistirse y yo lo levanté en peso por el aire. Pero en la puer-
ta de una taberna había un cochero que quiso agarrarlo y, por
ese motivo, me dio un manotazo en una oreja. Dejé la carga
en el suelo, le di una trompada y me di cuenta de la bataho-
la que había armado; y cuando empecé a oír gritos y sentí
que me pisaban, vi gente que salía de los negocios y venían
hacia donde yo estaba, y vi los vehículos que paraban allí.
Maldije mi locura, me apreté contra una ventana y me pre-
paré para huir de esa confusión. En un momento vi que la
gente me rodeaba y, sin dudas, me descubrirían. Empujé al
hijo del carnicero que, por suerte, no se dio vuelta para ver
el vacío con el que se habría encontrado y me escondí detrás
del vehículo del cochero. No sé cómo terminó ese lío. Crucé
la calle, aprovechando que en ese momento no pasaba nadie
y, sin tener en cuenta la dirección, por el miedo a que me
descubrieran por el incidente, caminé entre la multitud que
frecuenta a esa hora la calle Oxford. Intenté mezclarme, pero
era demasiada gente para mí. Me empezaron a pisar.
Entonces bajé a la calzada, pero al ser demasiado dura, me
dañaba los pies; un descapotado, que venía lento, me lasti-
mó un hombro y me recordó la serie de contusiones que
había sufrido. Me aparté de su camino, evité chocar contra
un cochecito de bebé con un movimiento ágil y fui a parar
justo detrás del descapotado. Recién ahí me encontré a
salvo, porque como el carruaje se desplazaba lentamente, me
ubiqué atrás, temblando de miedo y asombrado por descu-
brir cómo habían cambiado las cosas. No solo temblaba por
el temor, también tiritaba por el frío. Era un día hermoso de

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EL HOMBRE INVISIBLE

enero y yo andaba desnudo por allí, pisando el barro que


cubría la calzada, que estaba completamente fría. Ahora me
parece increíble, pero no se me había ocurrido que, invisible
o no, quedaba expuesto a las inclemencias del tiempo y a
todas sus consecuencias. De repente se me ocurrió una exce-
lente idea. Rodeé el coche y entré. Así, tiritando, con miedo
y estornudando (esto último era un síntoma claro de resfrío),
me llevaron por la calle Oxford hasta más allá de la plaza
Tottenham. Mi estado de ánimo había cambiado respecto al
de diez minutos antes, como te imaginarás. Y además, ¡aque-
lla invisibilidad! Solo pensaba en cómo iba a salir del lío en
el que me había metido. Circulábamos lentamente hasta que
en las cercanías de la librería Mudie, una mujer, que salía
con cinco o seis libros con una etiqueta amarilla, hizo señas
al carruaje para que parara; yo salté justo a tiempo para no
chocarme con ella, esquivando el vagón de un tranvía que
casi me rozó. Caminé hacia la plaza Bloomsbury con la
intención de alejarme del Museo y, así, llegar a un lugar más
tranquilo. Estaba completamente helado, y esa situación tan
rara me había desquiciado tanto, que me largué a correr
sollozando. De la esquina norte de la plaza, de las oficinas
de la Sociedad de Farmacéuticos, salió un perro pequeño y
blanco que, olisqueando el suelo, venía en mi dirección.
Hasta ese momento no lo había pensado, pero para el perro
la nariz es como los ojos para el hombre. Igual que un hom-
bre puede ver a otro, los perros perciben su olor. El animal
empezó a ladrar y a saltar, y me pareció que lo hacía solo
para hacerme notar que había descubierto mi presencia.
Crucé la avenida Russell, mirando por encima del hombro,
y ya había recorrido algo de la calle Montague cuando me
percaté hacia dónde iba. Oí música y, al prestar atención de
dónde provenía, vi a un grupo de gente que caminaba desde
la plaza Russell. Todos vestían sweaters rojos y llevaban al
frente la bandera del Ejército de Salvación. Aquella multitud
venía cantando por la calle y me atemorizaba atravesarla. No
deseaba retroceder y alejarme de mi camino, así que, guiado
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por mi instinto, subí los escalones blancos de una casa que


estaba en frente de la valla del Museo y esperé allí a que
pasara la multitud. Fue gratificante ver que el perro también
se paró al oír la banda de música y, tras dudar un momento,
finalmente retornó corriendo hacia la plaza Bloomsbury. La
banda avanzaba, cantaba, con casual ironía, un himno que
decía algo así como “¿Cuándo podremos verle la cara?”, y
me pareció que jamás terminaría de pasar. Pom, pom, pom,
sonaban los tambores mientras vibraba todo a su paso y, en
ese momento, no me había dado cuenta de que dos mucha-
chos se habían parado junto a mí. “Mira”, dijo uno. “¿Que
mire qué?”, preguntó el otro. “Mira, las huellas de un pie
descalzo, como las que se marcan en el barro.” Miré hacia
abajo y vi que observaban las pisadas de barro que yo había
dejado en los escalones recién lavados. La gente que pasaba
los empujaba y les daba codazos, pero su maldita imagina-
ción los detenía allí. La banda seguía: Pom, pom, pom.
“Cuándo, pom, podremos, pom, verle, pom, la cara, pom,
pom”. “Estoy seguro de que un hombre descalzo ha subido
estos escalones”, dijo uno, “y no ha vuelto a bajarlos.
Además, un pie está sangrando”. La mayoría de la gente ya
había pasado. “Mira, Ted”, insistió el más joven, señalando
mis pies y con voz de sorpresa. Yo miré y vi cómo se perfi-
laba su forma, tenue, marcada por las salpicaduras del barro.
Por un momento me paralicé. “Qué extraño”, reflexionó el
mayor. “¡Esto es muy extraño! Parece el fantasma de un pie,
¿no?” Siguió dudando y estiró el brazo para tocarlo. Un
hombre y una niña se acercaron para observar la escena. De
inmediato corrí el pie y evité que me tocara, pero un niño
saltó para atrás, soltando una exclamación. Después, con un
rápido movimiento, salté al pórtico de la casa vecina. El niño
más pequeño, que era muy avispado, se percató de mi movi-
miento y antes de que yo bajara los escalones y alcanzara la
acera, él ya había salido de su asombro momentáneo y grita-
ba que los pies habían saltado la pared. Rápidamente dieron
la vuelta y encontraron mis huellas en el último escalón y en

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EL HOMBRE INVISIBLE

la vereda. “¿Qué pasa?”, preguntó alguien. “Que hay unos


pies, ¡mire! ¡Unos pies que corren solos!” Todas las perso-
nas que se encontraban en la calle, excepto mis tres perse-
guidores, seguían al Ejército de Salvación, lo que nos impe-
día correr en esa dirección. Durante un instante, con sorpre-
sa, se interrogaban unos a otros. Después de derribar a un
muchacho, logré cruzar la calle y, apenas más tarde, corrí
por la plaza Russell. Seis o siete personas iban detrás de mí
siguiendo mis huellas, asombrados. No tenía tiempo para dar
explicaciones y no quería que toda esa gente me atacara.
Giré en dos esquinas y crucé tres veces la calle, retornando
sobre mis huellas; y a medida que mis pies se iban calentan-
do y secando, las huellas húmedas iban desapareciendo.
Finalmente, tuve un momento de respiro que aproveché para
sacarme el barro de los pies con las manos y así me salvé. Lo
último que pude observar de esos perseguidores fue un
grupo de gente, alrededor de una docena de personas, que
investigaban con absoluta perplejidad una huella mía en un
charco de la plaza Tavistock que se secaba con rapidez. Una
huella tan aislada e incomprensible para ellos como el des-
cubrimiento solitario de Robinson Crusoe. Por la carrera
había entrado en calor y caminaba mucho más a gusto por
las calles más desiertas de esa zona. La espalda se me había
endurecido y me dolía bastante, también la garganta, desde
que el cochero me había pegado el manotazo. También me
había arañado el cuello; los pies me dolían mucho y, además,
rengueaba, porque uno estaba cortado. Me aparté para no
toparme con un ciego. Temí la sutileza de su intuición. Un
par de veces me choqué, asombrando a la gente por las mal-
diciones que les decía. Después sentí caer algo en la cara y,
mientras cruzaba la plaza, noté un velo muy fino de copos de
nieve que descendían lentamente. Me sentía resfriado y,
como consecuencia, no podía evitar estornudar de vez en
cuando. Y cada perro que veía con la nariz levantada, olfa-
teando, me producía un verdadero terror. Después vi a un
grupo de hombres y niños que corrían gritando. Había un
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H. G. WELLS

incendio. Se dirigían a mi antiguo hospedaje y, al girar para


mirar calle abajo, vi una masa de humo negro sobre los teja-
dos y los cables de teléfono. Ardía mi casa. Toda mi ropa,
mis aparatos y mis pertenencias estaban allí, excepto la
libreta de cheques y los tres libros que me esperaban en la
avenida Portland. ¡Se incendiaba todo! Había quemado mis
cosas. Todo ese lugar estaba en llamas.
El hombre invisible dejó de hablar y se quedó pensan-
do. Kemp miró nerviosamente por la ventana.
—¿Y qué más? —dijo—. Continúa.

CAPÍTULO XXII
En las grandes tiendas

—Así fue como en enero pasado, cuando empezó a


nevar, lo que significaba para mí una amenaza delatora, ago-
tado, helado, dolorido, tremendamente desgraciado y toda-
vía sin convencerme de mi propia invisibilidad, empecé esta
nueva vida que he estado llevando. No tenía ningún lugar
donde ir, ningún recurso y nadie en el mundo en quien con-
fiar. Revelar mi secreto significaba descubrirme, convertir-
me en un espectáculo para la gente, en una rareza humana.
Sin embargo, tuve la tentación de acercarme a cualquiera
que pasara por la calle y ponerme a su merced, pero veía con
claridad el terror y la crueldad que despertaría cualquier
explicación que diera. No tracé ningún plan mientras estuve
en la calle. Solo quería protegerme de la nieve, abrigarme y
calentarme. Entonces podría pensar en algo, aunque aun
para mí, un hombre invisible, todas las casas de Londres, en
fila, estaban bien cerradas, atrancadas y con las cerraduras
puestas. Me daba cuenta de algo con claridad: tendría que
pasar la noche bajo la fría nieve; pero se me ocurrió una idea
brillante. Anduve por una de las calles que van desde la
Cower hasta la plaza Tottenham y me encontré con que esta-
ba delante de Omnium, un establecimiento donde venden de

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EL HOMBRE INVISIBLE

todo. Imagino que conoces ese lugar. Se puede comprar


carne, ultramarinos, ropa de cama, muebles, trajes, cuadros
al óleo, de todo. Es más una serie de tiendas que una tienda.
Pensé encontrar las puertas abiertas, pero estaban cerradas.
Mientras estaba delante de la entrada, inmensa, se paró un
carruaje y salió un hombre uniformado, con la palabra
“Omnium” bordada en la gorra. Abrió la puerta. Logré entrar
y empecé la recorrida. Entré en una sección de cintas, guan-
tes, medias y cosas por el estilo, y de allí pasé a otra sala
mucho más grande, con cestos de picnic y muebles de mim-
bre. Sin embargo, me sentía inseguro. Había mucha gente
circulando de un lado a otro. Estuve deambulando inquieto
hasta que llegué a una sección inmensa que estaba en el piso
superior. Había montones y montones de camas, y un poco
más lejos un lugar con todos los colchones enrollados, unos
sobre otros. Ya habían encendido las luces y estaba muy
caluroso. Por lo tanto, decidí permanecer donde estaba,
observando con precaución a dos o tres clientes y emplea-
dos, hasta que llegara el momento de cerrar. Después, pensé
que podría robar algo de comida y ropas, y disfrazado mero-
dear un poco por allí para investigar todo lo que me fuera
posible y, quizá, dormir en alguna cama. Me pareció un plan
interesante. Mi idea era la de conseguir algo de ropa para
tener una apariencia aceptable, aunque iba a tener que ir
prácticamente todo cubierto; conseguir dinero y después
recuperar mis libros y mi paquete, alquilar una habitación en
alguna parte y, allí, pensar en algo que me posibilitara dis-
frutar de las ventajas que, como hombre invisible, iba a tener
sobre el resto de los humanos. Pronto llegó la hora de cerrar;
había pasado menos de una hora desde que me había subido
a los colchones cuando vi que bajaban las persianas de las
vidrieras y que todos los clientes iban hacia la puerta. A con-
tinuación, un entusiasta grupo de jóvenes empezó a ordenar,
con una habilidad increíble, todos los objetos. A medida que
el lugar se iba vaciando, dejé mi escondite y empecé a andar,
con precaución, por las secciones más frecuentadas de la
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H. G. WELLS

tienda. Me quedé sorprendido al notar con qué rapidez esos


hombres y mujeres guardaban todos los objetos que se
habían expuesto durante el día. Las cajas, las telas, las cin-
tas, los dulces de la sección de alimentación, las muestras de
esto y de aquello. Todo se ubicaba, se doblaba, se ponía en
cajas y lo que no se podía guardar lo tapaban con una sába-
na. Por último, colocaron todas las sillas sobre los mostra-
dores, despejando el suelo. Después de terminar su tarea,
esos jóvenes se dirigían a la salida con una expresión de ale-
gría en la cara que nunca había visto en empleados de algu-
na tienda. Luego, aparecieron varios muchachos tirando ase-
rrín y llevando baldes y escobas. Tuve que correrme a un
costado para no interponerme en su camino y, de todos
modos, me echaron aserrín en un tobillo. Durante un largo
rato, mientras merodeaba por las distintas secciones, con las
sábanas cubriendo todo y a oscuras, oía el ruido de las esco-
bas. Finalmente, alrededor de una hora después, pude oír que
cerraban con llave. El lugar quedó silencioso. Yo me encon-
tré caminando entre la enorme complejidad de tiendas, gale-
rías y vidrieras, totalmente solo. El lugar estaba muy tran-
quilo. Recuerdo que cuando pasé cerca de la entrada que
daba a la plaza Tottenham, escuché las pisadas de los peato-
nes. Primero me encaminé al lugar de venta de medias y
guantes. Estaba a oscuras; tardé un poco en localizar fósfo-
ros, pero finalmente los encontré en el cajón de la caja regis-
tradora. Después debía conseguir una vela. Necesité desen-
volver varios paquetes y abrir numerosas cajas y cajones
para poder encontrarlas. En la etiqueta de una caja decía:
calzoncillos y camisetas de lana; después tenía que conse-
guir unas medias, gordas y cómodas; luego fui a la sección
de ropa y me puse unos pantalones, un saco, un abrigo y un
sombrero bastante flexible, algo así como de clérigo, con el
ala inclinada hacia abajo. Entonces, empecé a sentirme otra
vez un ser humano y, de inmediato, pensé en la comida.
Arriba había una cafetería donde comí un poco de carne fría.
Todavía quedaba café en la cafetera, así que encendí el gas

114 GRADIFCO SRL


EL HOMBRE INVISIBLE

y lo recalenté. De ese modo hallé algo de bienestar. A conti-


nuación, mientras buscaba mantas (al final tuve que confor-
marme con un montón de edredones), llegué a la sección de
alimentación, donde encontré chocolate y fruta escarchada,
en exceso, y vino blanco de Borgoña. Junto a esta se encon-
traba la juguetería y se me ocurrió una idea genial. Había
unas narices artificiales y busqué también unos anteojos
negros. Pero las grandes tiendas no tenían sección de óptica.
Además, como tuve problemas con la nariz, pensé en pintár-
mela. Estar en ese lugar me dio ideas de pelucas, máscaras y
esas cosas. Por último, me dormí entre unos cuantos edredo-
nes, muy cómodo y caliente. Antes de dormirme, tuve los
pensamientos más agradables desde el cambio. Estaba físi-
camente sereno, y eso se reflejaba en mi mente. Pensé que
podría salir del almacén sin que nadie se fijara en mí, vesti-
do y tapándome el rostro con una bufanda blanca; pensaba
en comprarme unos anteojos con el dinero que había robado
y así completar mi disfraz. Todas las cosas increíbles que me
habían ocurrido durante los últimos días pasaron por mi
mente en completo desorden. Recordé al viejo judío, gritan-
do en su cuarto, a sus dos hijastros asombrados, la cara
angulosa de la vieja preguntando por su gata. Volví a sentir
la rara impresión de observar cómo desaparecía el trozo de
tela y retorné a la ladera ventosa, donde el viejo cura mur-
muraba sollozando: “Lo que es de las cenizas, a las cenizas;
lo que es de la tierra, a la tierra”, y la tumba abierta de mi
padre. “Tú también”, sonó una voz y, de pronto, noté que me
empujaban hacia la tumba. Forcejeé, vociferé, llamé a los
acompañantes, pero continuaban atentos al servicio religio-
so al igual que el viejo clérigo, que proseguía murmurando
sus oraciones, sin dudar en ningún momento. Entonces, des-
cubrí que era invisible y nadie me podía oír, y que energías
sobrenaturales me tenían atrapado. Luchaba infructuosa-
mente, porque algo me arrastraba hasta el borde de la fosa;
mi peso al caer hundió el féretro; luego empezaron a tirarme
paladas de tierra encima. Nadie se ocupaba de mí, nadie se
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percataba de lo que me ocurría. Empecé a forcejear con


todas mis fuerzas y, finalmente, me desperté. Amanecía y
una luz grisácea y helada inundaba el sitio y se filtraba por
los bordes de las persianas de las vidrieras. Me senté y me
pregunté qué hacía yo en aquel inmenso lugar lleno de mos-
tradores, rollos de tela apilados, montones de edredones y
almohadas, y columnas de hierro. Después, cuando logré
recordar todo, oí unas voces conversando. En el fondo de la
sala, envueltos en la luz de otra sección en la que ya habían
subido las persianas, vislumbré dos hombres que se aproxi-
maban. Me paré, mirando alrededor, buscando por dónde
escapar. Hice un ruido que delató mi presencia. Sospecho
que solo vieron una silueta que se alejó rápidamente.
“¿Quién está ahí?”, gritó uno, y el otro: “¡Alto!”. Doblé una
esquina y choqué de frente con un chico flacucho de unos
quince años, ¡imagínate, una figura sin rostro! El muchacho
gritó, lo empujé a un costado, doblé otra esquina y, por una
feliz inspiración, me tiré atrás de un mostrador. A continua-
ción, observé unos pies que pasaban corriendo y oí voces
gritando: “¡Vigilen las puertas!”, y se preguntaban qué suce-
día y se aconsejaban cómo atraparme. Allí, en el piso, esta-
ba completamente aterrado. Y aunque parezca raro, no se me
ocurrió sacarme la ropa de encima, cosa que debería haber
hecho. Imagino que tenía la idea de salir vestido. Después,
desde el otro extremo de los mostradores, oí cómo alguien
gritaba: “¡Aquí está!”. Me paré de un salto, tomé una de las
sillas del mostrador y se la arrojé al loco que había gritado.
Luego giré y, cuando doblé una esquina, choqué con otro, lo
tiré al suelo y subí la escalera. El empleado recobró el equi-
librio, gritó y empezó a seguirme. En la escalera había
amontonadas vasijas de colores brillantes. ¿Qué son?
¿Cómo se llaman?
—Jarrones —dijo Kemp.
—Eso, jarrones. Bueno, cuando estaba en el último
escalón, me di vuelta, tomé uno y se lo estampé en la cabe-
za a aquel idiota que me perseguía. El montón de jarrones se

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EL HOMBRE INVISIBLE

cayó y escuché gritos y pasos que provenían de todos lados.


Fui hacia a la cafetería y un hombre vestido de blanco, que
parecía un cocinero, empezó a perseguirme. En un último y
desesperado intento, comencé a correr y me encontré rodea-
do de lámparas y de objetos de ferretería. Me escondí detrás
del mostrador y esperé al cocinero. Cuando pasó delante, le
di un golpe con una lámpara. Se cayó, me escondí detrás del
mostrador y empecé a sacarme la ropa lo más rápido que
pude. El abrigo, la chaqueta, los pantalones y los zapatos me
los quité sin ningún problema, pero tuve complicaciones con
la camiseta, porque las de lana se pegan al cuerpo como una
segunda piel. Escuché que llegaban otros hombres; el coci-
nero permanecía inmóvil en el suelo del otro lado del mos-
trador, se había quedado mudo, no sé si por aturdimiento o
por miedo, y yo debía escapar. Luego oí una voz que grita-
ba: “¡Por aquí, policía!”. Yo me encontraba de nuevo en el
piso de las camas y vi que en el fondo había varios armarios.
Me escondí entre ellos, me tiré al suelo y logré, por fin,
después de infinitos esfuerzos, sacarme la camiseta. Me
sentí libre otra vez, aunque extenuado y asustado, cuando el
policía y tres empleados aparecieron por una esquina. Se
acercaron corriendo al lugar en donde habían quedado la
camiseta y los calzoncillos, y tomaron los pantalones. “Está
dejando lo robado”, dijo uno. “Debe estar en algún lugar, por
aquí.” Pero de todas formas, no lograron encontrarme. Me
quedé mirándolos un rato mientras me buscaban y maldecía
mi mala suerte por haber perdido mi ropa. Después subí a la
cafetería, tomé un poco de leche que encontré y me senté
junto al fuego para reconsiderar mi situación. En pocos
minutos llegaron dos empleados y empezaron a charlar,
impresionados, sobre el tema, demostrando ser bastante
imbéciles. Escuché el relato, exagerado, de los daños que
había causado y algunas hipótesis sobre mi probable escon-
dite. En ese momento dejé de oír para dedicarme a pensar.
Iba a ser dificultoso salir de ahí, más aún ahora que se había
dado la voz de alarma. Bajé al sótano para probar mi suerte,
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preparando un paquete y franqueándolo, pero no compren-


día con claridad el sistema de comprobación. Alrededor de
las once, al observar que la nieve se estaba derritiendo y que
el día era un poco más templado que el anterior, decidí mar-
charme, desesperado por no haber conseguido lo que quería
y sin ningún plan de acción a la vista.

CAPÍTULO XXIII
En Drury Lane

—Habrás comenzado a darte cuenta —dijo el hombre


invisible— de la cantidad de desventajas de mi situación.
No tenía a dónde ir, ni tampoco ropa; y, además, si me ves-
tía, perdía mis ventajas y me transformaba en un ser extra-
ño y terrible. Estaba en ayunas, porque si comía algo, me
llenaría de materia sin digerir y me haría visible de la
forma más grotesca.
—No se me había ocurrido —reflexionó Kemp.
—Ni a mí tampoco. Y la nieve me había advertido de
otros peligros. No podía salir bajo la nieve porque me delata-
ba cuando me caía encima. La lluvia también me transforma-
ba en una silueta acuosa, en una superficie reluciente, en una
burbuja. Y en la niebla, me verían como una burbuja borrosa,
un contorno, un destello grasiento de humanidad. Además,
cuando salí, por la sucia atmósfera de Londres, se me ensu-
ciaron los tobillos y la piel se me llenó de puntitos de hollín
y de polvo. En poco tiempo me haría visible por esto.
—Y más en Londres, seguramente.
—Me dirigí a la zona cercana a la avenida Portland y
llegué al final de la calle donde había vivido. Pero me alejé
de allí porque todavía había gente observando las ruinas,
humeantes, de la casa que yo había incendiado. Mi mayor
preocupación era conseguir algo de ropa y aún no definía
qué hacer con mi rostro. Entonces, en un negocio en los que
venden periódicos, dulces, juguetes, papel para cartas,

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EL HOMBRE INVISIBLE

sobres, tonterías para Navidad y otras cosas por el estilo,


encontré una colección de máscaras y narices. Así que vi mi
problema resuelto si tomaba ese camino. Di vuelta y, evitan-
do las calles más concurridas, me dirigí hacia las que pasan
por atrás del norte del Strand porque, aunque no sabía dónde
con exactitud, recordaba que algunos proveedores de teatro
tenían sus negocios en esa zona. Había refrescado demasia-
do y un viento cortante atravesaba esa calle. Caminaba con
rapidez para evitar que fueran más veloces que yo. Cada
cruce significaba un peligro y tenía que estar pendiente de
los peatones. En una ocasión, cuando iba a pasar a un hom-
bre, al final de la calle Bedford, él se dio vuelta y chocó con-
tra mí y me despidió de la acera. Me caí al suelo y casi me
atropella un descapotado. El cochero afirmó que, con proba-
bilidad, ese hombre habría sufrido una convulsión repentina.
El topetazo me alteró tanto, que marché al mercado de
Covent Garden y me senté un rato junto a un puesto de vio-
letas, en un rincón tranquilo. Estaba jadeante y tembloroso.
Me había resfriado y, un tiempo después, tuve que salir para
no llamar la atención con mis estornudos. Por suerte, al fin,
encontré lo que buscaba: un negocio pequeño, sucio e
inmundo, en una callejuela apartada, cerca de Drury Lane.
La tienda, oscura y antigua, tenía una vidriera llena de trajes
de lentejuelas, baratijas, pelucas, zapatillas, dominós y foto-
grafías de teatro. La casa construida sobre ella contaba con
cuatro pisos, también oscuros y tétricos. Espié por la vidrie-
ra y, como vi que no había nadie, entré. Al abrir la puerta
sonó una campanilla. La dejé abierta, pasé junto a un per-
chero vacío y me escondí en un rincón, detrás de un espejo
de cuerpo entero. Permanecí allí un rato y no apareció nadie,
pero después oí pasos atravesando un cuarto y un hombre
entró en el negocio. Yo tenía un plan claro: entrar en la casa,
esconderme arriba y aprovechar la primera oportunidad; en
cuanto todo estuviera en silencio, sacar una peluca, una más-
cara, unos anteojos, un traje y salir a la calle. Tendría un
aspecto grotesco, pero por lo menos el de una persona. Y
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además, accidentalmente, podría robar todo el dinero de la


casa. El hombre que entró en la tienda, más bien bajo, algo
encorvado, cejudo, tenía los brazos muy largos y las piernas
muy cortas y arqueadas. Parecía haber interrumpido su
almuerzo. Empezó a mirar por el negocio, esperando encon-
trar a alguien, pero se sorprendió al verlo vacío, y su sorpre-
sa se tornó en ira. “¡Malditos chicos!”, comentó. Salió de la
tienda y miró hacia ambos sentidos de la calle. Volvió a
entrar, cerró la puerta de una patada y caminó, murmurando,
hacia la puerta de su vivienda. Aproveché y salí de mi escon-
dite para seguirlo, pero al oír el ruido, se paró de golpe. Yo
también lo hice, sorprendido por la agudeza de su oído. Pero
después me cerró la puerta en la cara. Me quedé allí parado
pensando qué hacer, y oí sus pasos volviendo rápidamente.
Abrió otra vez la puerta. Miró adentro de la tienda, como con
disconformidad. Después, mientras murmuraba, inspeccionó
atrás del mostrador y algunas estanterías. A continuación
siguió de pie con aspecto dubitativo. Como la puerta de su
vivienda había quedado abierta, aproveché para deslizarme
en el cuarto contiguo. Era pequeño y un poco raro. Estaba
pobremente amueblado y en un rincón había muchas másca-
ras grandes. Sobre la mesa estaba preparado el desayuno.
Imagínate la desesperación, Kemp, de estar oliendo ese café
y tener que quedarme parado, mirando al hombre volver y
desayunar. Su actitud en la mesa me resultaba irritante. En el
cuarto había tres puertas; una daba al piso de arriba y otra, al
piso de abajo, pero las tres estaban cerradas. Además, no
podía moverme, porque el hombre seguía alerta. Había una
corriente de aire que me daba directo en la espalda y en dos
ocasiones logré aguantar un estornudo a tiempo. No obstan-
te las sensaciones que estaba experimentando, que eran
curiosas y nuevas para mí, antes de que el hombre termina-
ra de desayunar, yo estaba agotado y furioso. Finalmente ter-
minó su desayuno. Colocó la miserable vajilla en la bandeja
negra de metal, sobre la que había una tetera y, después de
recoger las migas del mantel manchado de mostaza, se llevó

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EL HOMBRE INVISIBLE

todo. Su intención era cerrar la puerta tras él, pero no pudo,


porque sus dos manos estaban ocupadas; nunca he visto a un
hombre con tanta obsesión de cerrar puertas. Lo seguí hasta
una cocina muy sucia que también usaba como oficina.
Observé cómo lavaba los platos y, después, viendo que no
valía la pena quedarme allí, ya que el suelo de ladrillo resul-
taba demasiado frío para mis pies, subí y me senté en una
silla junto al fuego. Como estaba medio apagado, casi sin
pensarlo, eché un poco más de carbón. Al oír el ruido, retor-
nó al cuarto y se quedó mirando. Empezó a hurgar y casi me
tocó. Incluso este último examen no pareció satisfacerlo.
Desde el umbral de la puerta dio un último vistazo antes de
bajar. Esperé en aquel cuarto una eternidad, hasta que, por
fin, subió y abrió la puerta que iba al piso de arriba. Esta vez
me las ingenié para seguirlo. De todos modos, en la escale-
ra se volvió a parar de golpe, de modo que casi me topo con
él. Se quedó parado, mirando hacia atrás, justo a la altura de
mi cara, escuchando. “Hubiera jurado...”, murmuró. Se tocó
el labio inferior con la mano larga y peluda, y con su mira-
da recorrió las escaleras de arriba abajo. Luego gruñó y
siguió ascendiendo. Cuando tenía la mano en el picaporte de
la puerta, volvió a frenar con la misma expresión de enojo en
su cara. Se percataba de los ruidos que yo producía al
moverme detrás de él. Ese hombre debía de tener un oído
extremadamente agudo. De repente y conducido por la ira,
gritó: “¡Si hay alguien en esta casa...!”, y dejó esa amenaza
sin terminar. Metió su mano en el bolsillo y, al no encontrar
lo que buscaba, bajó pasando a mi lado, haciendo ruido y
con aspecto de querer pelear. Pero esta vez no lo seguí, pre-
ferí esperar su regreso sentado en la escalera. En segundos
estaba arriba de nuevo y seguía murmurando. Abrió la puer-
ta del cuarto y, antes de que pudiera colarme, me la cerró en
la cara. Decidí, entonces, husmear por la casa un buen rato,
cuidándome de no hacer ruido. La casa era muy vieja y tenía
un aspecto ruinoso; había tanta humedad, que el papel del
desván se había despegado, y estaba invadida por las ratas.
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Algunos de los picaportes de las puertas chirriaban y temía


girarlos. Varias habitaciones estaban completamente vacías
y otras estaban llenas de cachivaches de teatro, comprados
de segunda mano, de acuerdo con su apariencia. En el cuar-
to de al lado encontré mucha ropa vieja. Empecé a revolver,
me había olvidado de la agudeza de oído de ese hombre.
Escuché pasos cautelosos y miré justo en el momento para
detectar cómo espiaba entre esa pila de ropa y sacaba una
vieja pistola. Me quedé quieto mientras él observaba a su
alrededor, boquiabierto y desconfiado. “Debe haber sido
ella”, dijo. “¡Maldita sea!”. Cerró la puerta con cuidado e,
inmediatamente, oí la llave. Sus pasos se alejaron y descubrí
que me había dejado encerrado. Por un instante no supe qué
hacer. Fui a la ventana y luego retorné a la puerta. Me quedé
allí de pie, perplejo. Comencé a sentir ira, pero decidí seguir
revolviendo la ropa antes de hacer otra cosa y, al primer
intento, tiré uno de los montones que había en uno de los
estantes superiores. El ruido lo hizo regresar, con un aspec-
to aún mucho más temible. Esta vez incluso me tocó, saltó
hacia atrás, sorprendido, y se quedó asombrado en medio del
cuarto. En ese momento se tranquilizó un poco. “¡Ratas!”,
dijo en voz baja, tapándose los labios con sus dedos.
Evidentemente, tenía un poco de miedo. Caminé sigilosa-
mente hacia la puerta, para salir de la habitación, pero al
hacerlo, una madera del piso crujió. Entonces esa bestia
infernal empezó a recorrer la casa, pistola en mano, cerran-
do las puertas una tras otra y metiéndose las llaves en el bol-
sillo. Cuando me di cuenta de su plan, sufrí un arranque de
cólera que casi me descontroló en el intento de aprovechar
cualquier oportunidad. En ese punto, como ya me había per-
catado de que se encontraba solo en la casa, le di un golpe
en la cabeza para no esperar más.
—¿Le golpeaste la cabeza? —exclamó Kemp.
—Sí, mientras bajaba las escaleras. Le golpeé la espal-
da con un banquito que había en el descanso. Cayó rodando
como una bolsa de papas.

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EL HOMBRE INVISIBLE

—¡Pero...! Las normas de comportamiento de cual-


quier ser humano...
—Son correctas para la gente normal. Pero la cuestión
era, Kemp, que yo tenía que huir disfrazado de allí y sin que
aquel hombre me descubriera. No podía pensar en hacerlo de
otra forma. Lo amordacé con un chaleco Luis XIV y lo
envolví en una sábana.
—¿Que lo envolviste en una sábana?
—Sí, hice una especie de paquete. Era una brillante
idea para asustar a ese idiota y maniatarlo. Además, no
podría escapar, porque lo había atado con una soga. Querido
Kemp, no te quedes mirándome como si fuera un asesino.
Tenía que hacerlo. Ese hombre portaba una pistola. Si me
hubiera visto solo una vez, hubiera podido describirme.
—Pero —balbuceó Kemp— en Inglaterra... actualmen-
te. Y el hombre estaba en su casa, y tú... estabas robando.
—¡Robando! ¡Maldición! ¡Me estás llamando ladrón!
Realmente, Kemp, pensaba que no estabas tan loco como
para ser tan anticuado. ¿No te das cuenta de la situación en
la que me encontraba?
—¿Y la suya? —dijo Kemp.
El hombre invisible se paró con brusquedad.
—¿Qué estás intentando decirme?
Kemp se puso serio. Iba a empezar a hablar, pero se
detuvo.
—Bueno, supongo que no te quedaba otra opción que
hacerlo —dijo, cambiando rápidamente de actitud—.
Estabas en un problema. Pero de todas formas...
—Claro que estaba en un problema tremendo. Además,
ese hombre me enfureció persiguiéndome por toda la casa,
exhibiendo la pistola, abriendo y cerrando puertas. Era irri-
tante. ¿No me echarás la culpa, no? No me reprocharás nada...
—Nunca culpo a nadie —dijo Kemp—. Eso es anti-
cuado. ¿Qué hiciste después?
—Estaba absolutamente hambriento. Abajo encontré
pan y un poco de queso rancio, con eso sacié mi apetito.
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Tomé un poco de coñac con agua y, después, pasando por


encima del improvisado paquete, que continuaba inmóvil,
volví al cuarto donde estaba la ropa. La habitación daba a la
calle. En la ventana había unas cortinas de encaje marrón
muy sucias. Me acerqué y miré la calle a través de ellas.
Afuera, el día estaba despejado, contrastando con la penum-
bra de la destruida casa donde me hallaba. Había bastante
tránsito: carros de fruta, un descapotado, un coche lleno de
cajas, el carro de un pescadero. Cuando giré hacia atrás,
había miles de puntitos de colores bailándome en los ojos,
por lo sombrío. Mi estado de excitación me hacía compren-
der mi situación con claridad. En la habitación había un poco
de olor a benzol, supongo que lo usaría para limpiar la ropa.
Empecé a buscar con dedicación por toda la habitación.
Supuse que aquel jorobado vivía solo en aquella casa desde
hacía bastante tiempo. Parecía una persona curiosa. Iba
amontonando todo lo que le resultaba, según mi opinión,
útil. Después, me dediqué a hacer una selección. Encontré
una cartera que me pareció que se podía aprovechar, un poco
de maquillaje, rubor y vendajes. Había pensado pintarme y
maquillarme la cara y todas las partes del cuerpo que pudie-
ran verse, para hacerme visible, pero encontré el problema
de no contar con aguarrás, otros accesorios y mucho tiempo,
si quería volver a desaparecer de nuevo. Al final, elegí una
nariz de las que me parecían mejores, algo grotesca, tanto
como la de algunos hombres, unos anteojos oscuros, unos
bigotes grises y una peluca; no encontré ropa interior, pero
podría comprarla después; mientras, me vestí con un traje de
percal y con algunas bufandas de cachemir blanco. Tampoco
encontré medias, pero las botas del jorobado me calzaban
bastante bien, y eso era suficiente. En un escritorio de la
tienda encontré tres soberanos y unos treinta chelines de
plata, y en un armario de un cuarto interno ocho monedas de
oro. Equipado así, podía salir, de nuevo, al mundo. En ese
momento me carcomió una duda: ¿mi aspecto era realmente...

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EL HOMBRE INVISIBLE

normal? Me miré en un espejo; lo hice en detalle, mirando


cada parte de mi cuerpo para observar si faltaba cubrir algu-
na, pero todo parecía estar correcto. Lucía un poco grotesco,
como teatral; parecía representar la figura de un viejo mise-
rable, pero nada fuera de lo posible. Con confianza, llevé el
espejo al negocio, bajé las persianas y, con la ayuda del espe-
jo de cuerpo entero de un rincón, me observé desde distintas
perspectivas. Después de unos minutos me armé de valor,
abrí la puerta y salí a la calle, y dejé que ese hombrecito
escapara de la sábana cuando quisiera. Cinco minutos
después ya estaba a diez o doce manzanas de la tienda.
Nadie parecía fijarse en mí. Me pareció que mi última difi-
cultad se había resuelto.
El hombre invisible calló otra vez.
—¿Y no te has vuelto a preocupar por el jorobado?
—preguntó Kemp.
—No —respondió el hombre invisible—. Ni tampoco
sé qué ha sucedido con él. Supongo que se habrá desatado o
habrá salido de alguna otra forma, porque los nudos estaban
muy apretados.
Dejó de hablar y se acercó a la ventana.
—¿Qué ocurrió cuando saliste al Strand?
—Oh, otra desilusión. Pensé que no tendría más pro-
blemas. También supuse que, prácticamente, podía hacer
cualquier cosa con impunidad, excepto contar mi secreto.
Eso suponía. No me importaban las cosas que pudiera hacer
ni sus consecuencias, porque con sacarme la ropa y desapa-
recer, bastaba. Nadie podía atraparme. Podía robar dinero
donde deseara. Decidí comer un banquete, después, alojar-
me en un buen hotel y comprarme cosas nuevas. Me sentía
asombrosamente confiado, no es grato reconocer que fui un
tonto. Entré en un lugar y pedí el menú sin darme cuenta de
que era imposible comer sin mostrar mi cara invisible.
Acabé diciéndole al camarero que volvería en diez minutos.
Me retiré de allí enojadísimo. No sé si tú te has decepciona-
do de esta forma cuando estás hambriento.
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H. G. WELLS

—No, nunca me sucedió eso —dijo Kemp—, pero


puedo imaginarlo.
—Tenía que haberme agarrado a golpes con aquellos
idiotas. Al final, con la obsesión de comer algo, caminé a
otro lugar y pedí un reservado. “Tengo la cara muy desfigu-
rada”, le expliqué. Me miraron con curiosidad, pero como no
era asunto suyo, me sirvieron el menú que yo quería. No era
demasiado bueno, pero era suficiente; cuando finalicé, me
fumé un puro y comencé a hacer planes. Afuera empezaba a
nevar. Cuanto más lo pensaba, Kemp, más me daba cuenta
de lo descabellado que era un hombre invisible en un clima
tan frío y sucio, y en una ciudad tan poblada. Antes de reali-
zar esa locura había imaginado mil ventajas; sin embargo,
aquella tarde, me sentía decepcionado. Pensé en las cosas
que un hombre desea. Sin duda, la invisibilidad me permiti-
ría conseguirlas, pero una vez que la obtuviera, sería impo-
sible disfrutarlas. La ambición... ¿qué sentido tiene estar
orgulloso de un lugar cuando no se puede aparecer por allí?
¿De qué vale el amor de una mujer cuando su nombre es,
necesariamente, Dalila? No me gusta la política, ni la desfa-
chatez de la fama, ni el deporte, ni la filantropía. ¿Qué iba a
ser de mí? ¡Y para eso me había convertido en un misterio
encubierto, en la caricatura vendada de un hombre!
Hizo una pausa y, por su actitud, pareció estar obser-
vando por la ventana.
—¿Pero cómo llegaste a Iping? —preguntó Kemp, con
ansias de que su invitado continuara su historia.
—Fui a trabajar. Todavía me quedaba una esperanza.
¡Tenía una idea que aún no estaba delineada del todo! Aún la
tengo en mente y, hoy, está muy clara. ¡Es el camino inver-
so! El camino de restaurar todas mis acciones, cuando quie-
ra, cuando haya realizado todo lo que deseé desde la invisi-
bilidad. Y de esto quiero hablar contigo.
—¿Fuiste directamente a Iping?
—Sí. Sólo debía recuperar mis tres libros, mi talón de
cheques, mi equipaje y algo de ropa interior. Además, tenía

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EL HOMBRE INVISIBLE

que encargar unos cuantos productos químicos para poder


realizar mi idea, te enseñaré todas mis anotaciones en cuan-
to recupere mis libros. Y así me puse en marcha. Todavía
recuerdo la nevada y el esfuerzo que realicé para que la
nieve no me arruinara la nariz de cartón.
—Y luego —dijo Kemp—; anteayer, cuando te descu-
brieron, según la información de los periódicos, tú...
—Sí, todo eso es cierto. ¿Maté al policía?
—No —dijo Kemp—. Esperan que se recupere en breve.
—Entonces tuvo suerte. Me descontrolé. ¡Esos idiotas!
¿Por qué no me dejaban en paz? ¿Y el bruto del tendero?
—Esperan que no haya ningún muerto —explicó Kemp.
—No sé nada del vagabundo —afirmó el hombre invi-
sible, con una sonrisa desagradable—. ¡Por el amor de Dios,
Kemp, tú no conoces lo que es la ira! ¡Después de tantos
años de trabajo, de haber planeado todo, para que un idiota
se interponga en tu camino! Todas las criaturas más estúpi-
das del mundo se han cruzado conmigo. Si esto sigue así, me
volveré loco y empezaré a cortar cabezas. Ellos han logrado
que todo me resulte mil veces más difícil.
—No dudo de que son bastantes motivos para que uno
se enfurezca —contestó Kemp, con sequedad.

CAPÍTULO XXIV
El plan que no tuvo éxito

—¿Y qué haremos nosotros ahora? —preguntó Kemp,


mientras miraba por la ventana. Se acercó al visitante cuan-
do le hablaba para evitar que pudiera ver a los tres hombres
que subían la colina, con suma lentitud, según le pareció—.
¿Qué planes tenías cuando ibas a Port Burdock? ¿Tenías
alguna idea?
—Pensaba salir del país, pero he cambiado de idea
después de hablar contigo. Me parece sensato, ahora que el
tiempo es más caluroso y la invisibilidad posible, ir hacia el
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H. G. WELLS

Sur. Ahora ya conocen mi secreto y todos andan persiguien-


do a una persona enmascarada y encubierta. De aquí sale una
línea de barcos que va a Francia. Mi plan era embarcar y
correr el riesgo del viaje. Tomaría un tren para España o
quizá para Argelia. No resultaría difícil. Allí podría ser invi-
sible y podría vivir; incluso, hacer cosas. Estaba utilizando a
aquel vagabundo para que me llevara el dinero y el equipaje
hasta que decidiera cómo enviar mis libros y mis cosas, y
recibirlos después en destino.
—Eso está claro.
—¡Pero entonces el sinvergüenza me roba! Ha escon-
dido mis libros, Kemp, ¡los ha escondido! ¡Si lo llego a
agarrar...!
—Lo mejor sería, en primer lugar, recuperar los libros.
—¿Pero dónde está? ¿Tú lo sabes?
—Está encerrado en la comisaría de policía por deci-
sión propia. En la celda de máxima seguridad.
—¡Qué canalla! —exclamó el hombre invisible.
—Eso retrasará tus planes.
—Necesitamos recuperar los libros. Son indispensables.
—Desde luego —dijo Kemp un poco incómodo, pre-
guntándose si escuchaba pasos afuera—. Claro que tenemos
que recuperarlos. Pero eso no será complicado si él no sabe
lo que significan para ti.
—No —dijo el hombre invisible, pensativo.
Kemp estaba intentando pensar en algo que mantuviera
la conversación, pero el hombre invisible siguió hablando.
—Haber encontrado tu casa, Kemp, cambia todos mis
planes. Tú tienes capacidad para entender ciertas cosas. A
pesar de lo sucedido, a pesar de toda la difusión, de la pérdi-
da de mis libros, de todo mi sufrimiento, todavía tenemos
grandes posibilidades, enormes posibilidades... ¿No le habrás
avisado a nadie que estoy aquí? —preguntó de pronto.
Kemp dudó un momento.
—Claro que no —dijo.
—¿A nadie? —insistió Griffin.

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EL HOMBRE INVISIBLE

—Ni a un alma.
—Bien.
El hombre invisible paró y, con los brazos en jarras,
comenzó a dar vueltas por el cuarto.
—Cometí un error muy grave, Kemp, al intentar sobre-
llevar este asunto yo solo. He derrochado energías, tiempo y
oportunidades. Yo solo, ¡es increíble lo poco que puede
hacer un hombre solo!, robar algo, hacer algún daño, y eso
es todo. Kemp, necesito la ayuda de alguien y un lugar para
esconderme, un sitio donde poder dormir, comer y estar tran-
quilo sin que nadie sospeche de mí. Necesito un cómplice.
Con un cómplice, casa y comida se pueden hacer mil cosas.
Hasta ahora he seguido planes poco precisos. Tenemos que
considerar los significados de ser libre y, también, de no
serlo. Tiene una mínima ventaja para espiar y para cosas de
ese tipo, porque no se hace ruido. Quizás ayude para entrar
en las casas, pero si alguien me encuentra, me pueden encar-
celar. Por otro lado, es muy difícil atraparme. De hecho, la
invisibilidad es útil en dos situaciones: para escapar y para
acercarse a los lugares. Por eso resulta ideal para cometer
asesinatos. Puedo acercarme a cualquiera, más allá del arma
que porte, y elegir el lugar, pegar a gusto, esquivarlo como
quiera y escapar de todas formas.
Kemp se tocó bigote. ¿Se había movido alguien abajo?
—Y lo que tenemos que hacer, Kemp, es matar.
—Estoy escuchando lo que dices, Griffin, pero no
estoy de acuerdo contigo. ¿Por qué matar?
—No quiero decir matar descontroladamente, sino ase-
sinar de modo sensato. Ellos saben que hay un hombre invi-
sible, así como nosotros lo sabemos. Y él, Kemp, tiene que
establecer ahora su Reinado del Terror. Sí, sin dudas, la idea
es espeluznante, pero es lo que quiero decir: el Reinado del
Terror. Tomar una ciudad como Burdock, por ejemplo, ate-
morizar a sus pobladores y dominarla. Dar órdenes. Realizar
esta tarea de mil maneras; por ejemplo, se podrían pasar
unos cuantos papeles por abajo de las puertas. Y hay que
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H. G. WELLS

asesinar al que desobedezca las órdenes y también a quien


lo defienda.
—¡Bah! —dijo Kemp, que ya no oía a Griffin, sino el
ruido de la puerta principal de la casa, al abrirse y cerrarse—.
Me parece, Griffin —comentó para disimular—, que tu
cómplice estaría en una situación difícil.
—Nadie conocería su complicidad —respondió ansio-
so, y luego—: ¡Sssh! ¿Qué pasa abajo?
—Nada —dijo Kemp, quien, de pronto, empezó a
hablar con más rapidez y en tono de voz más alto—. No me
parece bien, Griffin —dijo—. Entiéndeme. No estoy de
acuerdo. ¿Por qué deseas enfrentarte a la humanidad?
¿Cómo alcanzarías la felicidad? Te convertirías en un lobo
solitario. Trata de que todo el país sea tu cómplice publican-
do tus resultados. Imagina lo que podrías hacer si te ayuda-
ra un millón de personas.
El hombre invisible interrumpió a Kemp.
—Oigo pasos acercándose por la escalera —le murmu-
ró en voz baja.
—Tonterías —dijo Kemp.
—Déjame averiguarlo.
Se acercó a la puerta con el brazo extendido. Kemp,
tras dudar un momento, intentó impedir que lo hiciera. El
hombre invisible, sorprendido, se quedó parado.
—¡Eres un traidor! —gritó abriéndose la bata.
Se sentó y empezó a desvestirse. Kemp dio tres pasos
rápidos hacia la puerta y el hombre invisible, cuyas piernas
habían desaparecido, se puso de pie pegando un grito. Kemp
abrió la puerta. Al hacerlo, se oyeron pasos corriendo por el
piso de abajo y voces. Con un movimiento veloz, Kemp
empujó al hombre invisible hacia atrás, de un salto salió de
la habitación y cerró la puerta. La llave estaba preparada.
Segundos después, Griffin habría podido quedar atrapado,
solo, en el estudio, pero algo falló: Kemp había metido la
llave apresuradamente en la cerradura y, con el portazo,
había caído en la alfombra. Kemp empalideció. Sujetó el

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EL HOMBRE INVISIBLE

picaporte de la puerta con las dos manos y estuvo así, aga-


rrándolo unos segundos, pero la puerta cedió y se abrió unos
centímetros. Luego volvió a cerrarse. Se abrió un poco más
por segunda vez y la bata se metió por la abertura. Unos
dedos invisibles apretaron el cuello de Kemp y soltó el pica-
porte para defenderse; lo empujaron, tropezó y cayó en un
rincón del rellano. Luego, le tiraron la bata vacía encima.
El coronel Adye, que había recibido la carta de Kemp,
estaba subiendo la escalera. Era el Jefe de policía de
Burdock. Se quedó mirando con espanto la súbita aparición
de Kemp, luchando con la bata vacía en el aire. Vio a Kemp
caerse y ponerse de pie. Lo vio embestir algo hacia adelante
y caer de nuevo, como si fuera un buey. De pronto lo gol-
pearon muy fuerte desde la nada. Sintió un enorme peso
encima de él y rodó por las escaleras con una mano apretán-
dole la garganta y una rodilla presionándolo en la ingle. Un
pie invisible le pisoteó la espalda y unos pasos sutiles y fan-
tasmales bajaron la escalera. Oyó a dos oficiales de policía
que gritaban y salían corriendo; después, se escuchó un gran
portazo en la entrada. Se dio vuelta y se quedó sentado,
mirando. Vio a Kemp, que tambaleaba, bajando las escale-
ras, lleno de polvo y despeinado. Tenía un golpe en la cara,
le sangraba el labio y llevaba en las manos una bata roja y
algo de ropa interior.
—¡Dios mío! —gritó Kemp—. ¡Se acabó el juego! ¡Se
ha escapado!

CAPÍTULO XXV
La caza del hombre invisible

Durante un rato, Kemp no pudo hacer que Adye com-


prendiera todo lo que había sucedido. Los dos hombres se
quedaron en el rellano escuchando a Kemp hablar con apuro,
con las prendas de Griffin en la mano. El coronel Adye
empezaba a entender el asunto.
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—¡Está loco! —dijo Kemp—. No es humano. Es puro


egoísmo. Solo piensa en sí mismo, en su salvación. ¡Esta
mañana he escuchado la historia de su egoísmo! Ha herido a
varios hombres y empezará a asesinar, a menos que poda-
mos evitarlo. Cundirá el pánico. Es imparable y ahora se ha
escapado... ¡completamente enfurecido!
—Tenemos que atraparlo —dijo Adye—, de eso estoy
seguro.
—¿Pero cómo? —gritó Kemp, y de repente se le ocu-
rrieron varias ideas—. Tenemos que empezar ya mismo. Hay
que juntar a todos los hombres disponibles. Debemos evitar
que salga de esta zona. Si lo consigue, andará por todo el
país haciendo desmanes, matando y produciendo daño.
¡Sueña con establecer un Reinado del Terror! ¿Escucha lo
que le digo?, ¡un Reinado del Terror! Vigile los trenes, las
carreteras, los barcos. Pida ayuda al ejército. Telegrafíe para
que llegue con urgencia. Lo único que lo puede retener aquí
es la idea de recuperar unos libros que le son de gran valor.
¡Luego se lo explicaré! Usted tiene encerrado en la comisa-
ría a un hombre que se llama Marvel...
—Sí, sí, ya lo sé. Y también lo de los libros.
—Tenemos que evitar que coma o duerma; todos los
pobladores deben estar alertas contra él, día y noche. Hay
que guardar toda la comida bajo llave para obligarlo a dela-
tarse si quiere conseguirla. Habrá que cerrar todas las puer-
tas de las casas. ¡Y rogar al cielo noches frías y lluvia! Todo
el pueblo tiene que intentar capturarlo. Realmente, es un
peligro, una catástrofe; si no lo apresamos, me aterroriza
pensar en las cosas que pueden ocurrir.
—¿Y qué más podemos hacer? —preguntó Adye—.
Tengo que bajar ahora mismo para empezar a organizar
todo. Pero ¿por qué no viene conmigo? Sí, venga usted
también. Preparemos una especie de consejo de guerra.
Solicitemos ayuda a Hopps y a los gerentes del ferrocarril.
¡Venga, es muy urgente! Cuénteme algo más mientras
vamos para allá. ¿Qué más podríamos hacer?

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Minutos después, Adye bajaba la escalera. Encontraron


la puerta de la calle abierta y, afuera, a los dos policías, para-
dos, mirando al vacío.
—Se ha escapado, señor —dijo uno.
—Tenemos que ir a la comisaría central. Que uno de
ustedes baje, busque un coche y vuelva a buscarnos. Rápido.
Y ahora, Kemp, ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Perros —afirmó Kemp—. Necesitamos perros.
Aunque no pueden verlo, pueden olerlo. Consiga perros.
—De acuerdo. Pocos lo saben, pero los oficiales de la
prisión de Halstead conocen a un hombre que cría perros
policía. El tema perros ya está resuelto, ¿qué más?
—Debemos aprovechar que lo que come es visible.
Después de comer, se ve la comida hasta que la digiere; por
eso debe esconderse cada vez que come. Habrá que registrar
cada arbusto, cada rincón, por desierto que parezca. Y habrá
que esconder todas las armas o lo que pueda usarse como
arma. No puede llevar esas cosas durante mucho tiempo.
Hay que ocultar todo lo que él pueda utilizar para golpear a
la gente.
—De acuerdo. ¡Lo atraparemos!
—Y en las carreteras... —dijo Kemp y dudó un rato.
—¿Sí? —preguntó Adye.
—Hay que desparramar vidrio en polvo —agregó
Kemp—. Sé que es muy cruel. Pero piense en lo que puede
ser capaz de hacer...
Adye respiró hondo.
—No es juego limpio, no estoy seguro. Pero tendré
preparado vidrio en polvo por si llega demasiado lejos.
—Le aseguro que ya no es humano. Con seguridad
implantará el Reinado del Terror cuando se haya recuperado
de las perturbaciones de la huida, como en mi caso en este
momento. Para tener éxito debemos adelantarnos. Él se ha
deshumanizado. Su propia sangre caerá sobre sí mismo.

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CAPÍTULO XXVI
El asesinato de Wicksteed
El hombre invisible salió de la casa de Kemp ciego de
furia. Agarró y arrojó a un costado a un niño que jugaba
cerca de allí, tan violentamente, que le quebró un tobillo.
Después, se esfumó durante algunas horas. No se sabe a
dónde fue ni qué hizo. Pero podemos imaginarlo bajando la
colina soleada de esa mañana de junio hacia los campos
ubicados atrás de Port Burdock, colérico y desesperado por
su mala fortuna y refugiándose, finalmente, sudado y ago-
tado, entre la vegetación de Hintondean, preparando de
nuevo algún proyecto destructivo para los humanos.
Sospechan que se había escondido allí porque reapareció en
ese lugar, de una forma terriblemente trágica, alrededor de
las dos de la tarde.
Podemos preguntarnos por su estado de ánimo durante
ese período y por los planes que tramó. Sin duda, sentiría
furia por la traición de Kemp y, aunque podemos entender lo
que motivó el engaño, también podemos imaginar e, inclu-
so, justificar de alguna manera la ira que le produjo la sor-
presa. Era posible que recordara la impresión que le produ-
jeron sus experiencias de la calle Oxford, porque había dado
por descontada la ayuda de Kemp para la realización de su
sueño brutal de aterrorizar al mundo.
De todos modos, desapareció alrededor del mediodía y
nadie puede afirmar qué hizo hasta las dos y media, más o
menos. Quizás esto fuera conveniente para la humanidad,
pero ese paréntesis fue fatal para él. En aquel momento, un
grupo de personas ya había comenzado a buscarlo por toda
la región, que se extendía cada vez más. En la mañana solo
era una leyenda, un cuento de terror; en la tarde, después del
relato de los acontecimientos que hizo Kemp, se había trans-
formado en un enemigo tangible al que había que herir, apre-
sar o vencer, y para eso toda la región comenzó a organizar-
se por su cuenta con una rapidez increíble. Hasta las dos de

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EL HOMBRE INVISIBLE

la tarde podía haberse ido de la zona tomando un ferrocarril,


pero más tarde, ya era imposible. Todos los trenes de pasa-
jeros de las líneas entre Southampton, Brighton, Manchester
y Horsham se movían con las puertas cerradas y el transpor-
te de mercancías prácticamente se había suspendido.
Haciendo un círculo de veinte kilómetros alrededor de Port
Burdock, hombres armados con escopetas y cachiporras se
estaban organizando en grupos de tres o cuatro, y con perros
revisaban las carreteras y los campos.
Policías a caballo recorrían la comarca, avisando en
todas las casas y a la gente que cerrara sus puertas y perma-
necieran adentro, a menos que estuvieran armados; todas las
escuelas cerraron a las tres, y los niños, temerosos y en gru-
pos, corrían hacia sus casas. La nota de Kemp, que también
había firmado, se colocó por toda la región entre las cuatro
y las cinco de la tarde. En ella se exponían, breve y clara-
mente, los métodos de lucha, se expresaba la necesidad de
mantener al hombre invisible sin comer y sin dormir, y la
necesidad de estar atentos constantemente a cualquier movi-
miento. Tan veloz y contundente fue la acción de las autori-
dades, y tan rápida y general la creencia en aquel extraño ser,
que antes de la noche una superficie de varios cientos de
kilómetros cuadrados estaba en estricto estado de alerta.
Antes del anochecer, una sensación de horror inundaba toda
la comarca, que seguía temerosa.
La noticia del asesinato del señor Wicksteed circulaba
de boca en boca, con rapidez y detalle, a lo largo y ancho de
la región. Si suponemos que el hombre invisible se refugia-
ba entre los matorrales de Hintondean, también creemos
que, a primera hora de la tarde, salió de nuevo para llevar a
cabo algún acto que implicara el uso de un arma. No sabe-
mos de qué se trataba, pero no existen dudas de que andaba
con una barra de hierro en la mano antes de encontrarse con
el señor Wicksteed.
Conocemos poco sobre los detalles de ese hecho.
Ocurrió al final de una fosa que había a unos doscientos
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metros de la casa de Lord Burdock. Hay evidencias de una


lucha desesperada: el suelo pisoteado, las variadas heridas
que sufrió el señor Wicksteed, su garrote destrozado; pero es
difícil imaginar por qué lo atacó, a menos que pensemos en
un ansia homicida. Además, no puede evitarse la teoría de la
locura. El señor Wicksteed, el mayordomo de Lord Burdock,
un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años,
de costumbres en apariencia inofensivas, era la última per-
sona en el mundo que habría provocado a tan temible ene-
migo. Se cree que el hombre invisible atacó con un trozo de
hierro roto. Detuvo a este hombre tranquilo que iba a comer
a su casa, lo agredió, doblegó su débil resistencia, le rompió
un brazo, lo tiró al suelo y le golpeó la cabeza hasta destro-
zársela. Seguramente, había arrancado la barra de la valla
antes de cruzarse con su víctima; la debía llevar preparada
en la mano. Otro par de detalles, además de los ya descrip-
tos, merecen ser mencionados. Uno, el hecho de que la fosa
no quedaba en el camino de la casa del señor Wicksteed,
sino a unos doscientos metros. El otro, que una niña que se
dirigía a la escuela vespertina relató haber visto a la víctima
dando unos extraños saltitos por el campo en dirección a la
fosa. Según la descripción de la alumna, parecía tratarse de
un hombre que iba persiguiendo algo que se arrastraba por el
suelo y le iba dando unos golpecitos con su bastón. Ella fue
la última persona que lo vio con vida. Pasó delante de los
ojos de aquella niña rumbo a su muerte, sin embargo, un
grupo de hayas y una ligera depresión del terreno ocultaron
el resto de la lucha. Esto, al menos hace suponer al autor, se
trató de un asesinato sin motivos. Podríamos creer que
Griffin había arrancado el hierro para que le sirviera como
arma, pero sin tener la deliberada intención de utilizarlo para
matar. Wicksteed quizá se cruzó en su camino y vio que
inexplicablemente se movía solo, suspendido en el aire. Sin
pensar en el hombre invisible, ya que Port Burdock quedaba
a diez kilómetros de allí, pudo haberlo perseguido. Hasta
podría suponerse, incluso, que no hubiera oído hablar del

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hombre invisible. Uno podría imaginarse, entonces, al hom-


bre invisible alejándose silenciosamente para evitar que des-
cubrieran su presencia en el vecindario, y a Wicksteed,
movido por la curiosidad, persiguiendo el objeto móvil y,
por último, atacándolo. Por supuesto que Griffin se pudo
haber alejado con facilidad de ese hombre de mediana edad
que lo perseguía, en condiciones normales, pero la posición
en la que se encontró el cuerpo de Wicksteed hace pensar
que tuvo la mala suerte de encaminar a su presa a un rincón
ubicado entre un cúmulo de ortigas y la fosa. Para los que
conocen el carácter irascible del hombre invisible, pueden
imaginar el resto de la historia.
Pero solo se trata de una hipótesis. Los únicos sucesos
reales, ya que las versiones de los niños a veces no ofrecen
mucha seguridad, son el hallazgo del cuerpo de Wicksteed y
de la barra de hierro ensangrentada entre las ortigas. El
hecho de que Griffin haya abandonado el arma sugiere que,
debido al estado de excitación emocional en el que se encon-
traba después de lo ocurrido, también abandonó el propósi-
to por el que había arrancado la barra, si es que lo tenía.
Desde luego, aunque era un egoísta sin sentimientos, al ver
a su víctima, a su primera víctima, ensangrentada y de
aspecto penoso a sus pies, podría haberle surgido remordi-
miento, más allá del plan de acción que había ideado.
Después de este asesinato, parece que se dirigió hacia las
colinas. Se comenta que un par de hombres que estaban en
el campo, cerca de Fern Bottom, oyeron una voz que se que-
jaba y reía, sollozaba y gruñía, y de vez en cuando gritaba
durante la puesta del sol. Les debió resultar extraño oírla. Se
había escuchado mejor cuando pasaba por el centro de un
campo de árboles antes de extinguirse en dirección a las
colinas. Esa tarde el hombre invisible aprendió algo sobre la
velocidad con la que Kemp había divulgado sus confiden-
cias. Seguramente encontró las casas cerradas con llave y
trabadas; debió deambular por las estaciones de tren y ron-
dar cerca de las posadas; y, sin duda, debió haber leído la
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H. G. WELLS

nota y advirtió la campaña que se estaba desarrollando en su


contra. A medida que avanzaba la tarde, los campos se lle-
naban, por distintas partes, de grupos de tres o cuatro hom-
bres, y se escuchaban los ladridos de los perros. Esos gru-
pos de caza tenían instrucciones especiales para ayudarse
mutuamente en caso de que se toparan con el hombre invi-
sible. Él los eludió a todos. Nosotros podemos entender, en
parte, su ira, no era para menos, porque él mismo había
dado la información que se estaba utilizando, inexorable-
mente, en su contra. Por lo menos aquel día se desanimó;
durante unas veinticuatro horas, excepto cuando tuvo el
encuentro con Wicksteed, había sido un hombre perseguido.
En la noche debió comer y dormir un poco, porque a la
mañana siguiente se encontraba de nuevo en acción, con
energías, enojado y malvado, preparado para su última gran
batalla contra el mundo.

CAPÍTULO XXVII
El sitio de la casa de Kemp

Kemp leyó una rara carta escrita con lápiz en una


hoja de papel muy sucio.

“Has sido muy enérgico e inteligente —decía la


misiva—, aunque no puedo imaginar cuáles son tus
intenciones. Estás en mi contra. Me has perseguido
durante todo el día, has intentado perturbarme la tranqui-
lidad de la noche. Pero he comido, a pesar tuyo y, a pesar
tuyo, he dormido. El juego empieza. Solo queda iniciar el
Terror. Esta carta anuncia el primer día del Reino. Dile a
tu coronel de policía y al resto de la población que Port
Burdock ya no está al mando de la Reina. Ahora está al
mío, ¡el del Terror! Este es el inicio de una nueva época:
el Período del Hombre Invisible. Yo soy El Hombre
Invisible I. Comenzar será muy fácil. El primer día habrá

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EL HOMBRE INVISIBLE

una ejecución que sirva de ejemplo, la de un hombre lla-


mado Kemp. Hoy morirá. Puede encerrarse con llave,
puede esconderse, puede rodearse de guardaespaldas o
ponerse una armadura si así lo desea; la Muerte, la Muerte
invisible está cerca. Dejémoslo tomar precauciones,
impresionará a mi pueblo. La Muerte saldrá del buzón al
mediodía. La carta caerá cuando el cartero se acerque. El
juego va a empezar. La Muerte llega. No lo ayuden, pue-
blo mío, si no quieren que la Muerte caiga también sobre
ustedes. Kemp va a morir hoy.”

Kemp leyó la carta por segunda vez.


—¡No es ninguna broma! —dijo—. Son sus palabras y
habla en serio.
Dobló la hoja por la mitad y vio al lado de la dirección
el sello de correos de Hintondean y un detalle desagradable:
“dos peniques a pagar”.
Se levantó sin haber terminado de comer (la carta había
llegado por el correo a la una) y subió al estudio. Llamó al
ama de llaves y le dijo que diera una vuelta por la casa para
asegurarse de que todas las ventanas y persianas estuvieran
cerradas. Él mismo se ocupó de las del estudio. Buscó un
pequeño revólver en un cajón del dormitorio, lo examinó
con cuidado y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Escribió algunas notas muy breves (una para el coronel
Adye) y se las dio a la muchacha para que las despachara,
con instrucciones específicas sobre cómo salir de la casa.
—No hay ningún peligro —le dijo, y pensó: “Para ti”.
Después de estas acciones, se quedó reflexionando un
momento y luego regresó a la comida que se le estaba
enfriando. Mientras comía, se puso a pensar. Luego, golpeó
con fuerza la mesa.
—¡Lo atraparemos! —exclamó—, y yo seré el cebo.
Ha ido demasiado lejos.
Subió al mirador, asegurándose de cerrar todas las
puertas a medida que las atravesaba.
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—Es un juego —dijo—, un juego muy raro, pero tengo


todas las cartas a favor, Griffin, a pesar de tu invisibilidad.
Griffin contra el mundo... ¡con una venganza! —se detuvo
en la ventana, mirando la colina soleada—. Todos los días
necesita comer, no lo envidio. ¿Habrá dormido esta noche?
Habrá andado por algún lugar, por ahí fuera, a salvo de cual-
quier emergencia. Me gustaría que hiciera frío y que llovie-
ra, en vez de este calor. Es posible que me esté observando
ahora mismo.
Se aproximó a la ventana. Escuchó un golpe seco con-
tra los ladrillos afuera y dio un salto.
—Me estoy preocupando —dijo, y cinco minutos
después volvió a acercarse a la ventana—. Quizá fue algún
gorrión —pensó.
En ese momento escuchó la puerta de entrada y bajó
apresurado la escalera. Abrió la cerradura, espió con la cade-
na puesta, la soltó y abrió con precaución, sin arriesgarse.
Una voz familiar le dijo algo. Era Adye.
—¡Ha asaltado a la muchacha, Kemp! —gritó desde el
otro lado.
—¿Qué? —preguntó Kemp.
—Le ha sacado la nota que usted le dio. Debe estar
cerca de aquí. Déjeme entrar.
Kemp corrió la cadena y Adye entró, abriendo apenas
la puerta. Se quedó parado en el vestíbulo, mirando con un
alivio infinito cómo Kemp aseguraba la puerta de nuevo.
—Le sacó la nota de la mano y ella se asustó terrible-
mente. Está en la comisaría, completamente histérica. Él
debe de estar merodeando por aquí. ¿Qué quería decirme?
Kemp empezó a maldecir.
—Qué tontería he hecho —dijo Kemp—. Debí pensar-
lo. Hintondean está a menos de una hora de camino de este
lugar.
—¿Qué ocurre?
—¡Venga y mire! —exclamó Kemp y lo llevó a su
estudio.

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EL HOMBRE INVISIBLE

Le mostró la carta del hombre invisible. El coronel la


leyó y lanzó un silbido.
—¿Y usted...?
—Le proponía tenderle una trampa... soy un tonto
—dijo Kemp—, y envié mi proyecto por una empleada, pero
le llegó a él en vez de a usted.
Adye, al igual que Kemp, empezó a insultar.
—Quizá se vaya.
—No lo hará.
Se oyó el sonido de vidrios rotos, proveniente de arri-
ba. Adye advirtió el brillo plateado del pequeño revólver que
asomaba por el bolsillo de Kemp.
—¡Es la ventana de arriba! —dijo Kemp y subió
corriendo.
Mientras subía la escalera, se oyó un segundo ruido.
Cuando entraron en el estudio, encontraron dos ventanas
rotas, de las tres, y los vidrios desparramados por casi toda
la habitación. Sobre la mesa había una piedra enorme. Los
dos se quedaron inmóviles en el umbral de la puerta, obser-
vando los daños. Kemp empezó a lanzar improperios y,
mientras lo hacía, estalló la tercera ventana con un ruido
como el de una bala. Se mantuvo un instante entera y cayó,
destrozándose en mil pedazos, dentro del cuarto.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Adye.
—Es el comienzo.
—¿Hay forma de subir aquí?
—Ni siquiera para un gato.
—¿No hay postigos?
—Aquí no, pero en todas las ventanas del piso de
abajo, sí. ¿Qué ha sido eso?
En el piso de abajo se oyó el sonido de un golpe y,
después, el crujir de maderas.
—¡Qué maldito! —exclamó Kemp—. Eso tiene que
haber sido..., sí, en uno de los dormitorios. Va a seguir con
toda la casa. Está demente. Los postigos están cerrados y los
vidrios caerán hacia afuera. Se va a cortar los pies.
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H. G. WELLS

Se oyó romperse otra ventana. Los dos hombres se


quedaron en el rellano de la escalera, desconcertados.
—¡Ya lo tengo! —dijo Adye—. Deme un palo o algo
por el estilo e iré a la comisaría a buscar los perros. ¡Eso
tiene que detenerlo! Regresaré en diez minutos.
Se rompió otra ventana.
—¿No tiene un revólver? —preguntó Adye.
Kemp se metió la mano en el bolsillo, dudó un momen-
to y respondió:
—No, no tengo ninguno... por lo menos que me sobre.
—Se lo devolveré más tarde —dijo Adye—. Usted está
a salvo aquí dentro.
Kemp le entregó el arma.
—Bueno, acerquémonos a la puerta —sugirió Adye.
Mientras dudaban un momento en el vestíbulo, escu-
charon una ventana de un dormitorio del primer piso hacer-
se pedazos. Kemp fue a la puerta y empezó a abrir las cerra-
duras, haciendo el menor ruido posible. Estaba un poco más
pálido de lo usual. Minutos después, Adye había salido y
Kemp cerraba las ventanas. Dudó qué hacer durante un rato,
se sentía mucho más seguro apoyado de espaldas contra la
puerta. Adye empezó a caminar, erguido y recto, y bajó los
escalones. Atravesó el jardín en dirección a la reja. Sintió
que algo se movía junto a él.
—Espere un momento —dijo una voz, y Adye se paró
de golpe y agarró el revólver con más fuerza.
—¿Y bien? —respondió Adye, pálido y solemne, abso-
lutamente tenso.
—Hágame el favor de regresar a la casa —exigió la voz,
con la misma solemnidad con que le había hablado Adye.
—Lo siento —respondió Adye con voz algo ronca y se
humedeció los labios con la lengua. La voz parecía proceder
de su izquierda y supuso que podría probar suerte disparan-
do hacia allí.
—¿A dónde va? —preguntó la voz, y los dos hombres
hicieron un movimiento veloz, mientras un rayo de sol se

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EL HOMBRE INVISIBLE

reflejó en el bolsillo del coronel. Adye desistió de su intento


y agregó.
—Donde vaya es cosa mía.
No había terminado de pronunciar esas palabras cuan-
do un brazo lo tomó del cuello, una rodilla presionó su espal-
da y cayó hacia atrás. Se levantó con torpeza y malgastó un
disparo. Unos segundos después un puñetazo se estrellaba
contra su boca y le sacaban el revólver de las manos. Sin
éxito intentó sostener un brazo que se le escurría, trató de
incorporarse, pero volvió a caer al suelo.
—¡Qué maldito! —exclamó Adye. La voz soltó una
carcajada—. Lo mataría ahora mismo si no tuviera que mal-
gastar una bala.
Adye vio el revólver flotando en el aire, a unos seis
pasos de él, apuntándole.
—Está bien —admitió Adye, sentándose en el suelo.
—Levántese —exclamó la voz.
Adye obedeció.
—Escúcheme con atención —exigió la voz y continuó
con enojo—: No intente hacerme trampa. Recuerde que yo
puedo ver su rostro y usted no puede ver el mío. Va a regre-
sar a la casa.
—Él no me dejaría entrar —señaló Adye.
—Lo siento mucho. No tengo nada en su contra.
Adye se humedeció los labios de nuevo. Desvió la vista
del cañón del revólver y, a lo lejos, vio el mar, azul oscuro,
alumbrado por los rayos del sol del mediodía, el campo
verde, el blanco acantilado y la ciudad populosa; de pronto,
comprendió lo grata que era la vida. Sus ojos regresaron a
esa cosa de metal que se mantenía entre el aire y la tierra, tan
cerca de él.
—¿Qué podría hacer yo? —preguntó, triste.
—¿Y qué podría hacer yo? —interrogó el hombre invi-
sible—. Usted iba por ayuda. Lo único que tiene que hacer
ahora es volver atrás.
—Lo intentaré. Pero si Kemp me permite entrar, ¿me
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H. G. WELLS

promete que no se lanzará contra la puerta?


—No tengo nada contra usted.
Kemp, después de irse Adye, había ido arriba a toda
velocidad; y ahora, agachado entre los vidrios rotos, miraba
sigilosamente hacia el jardín desde el alféizar de una venta-
na del estudio. Desde allí veía cómo Adye hablaba con el
hombre invisible.
—¿Por qué no dispara? —pensó.
En ese momento, el revólver hizo un movimiento y el
reflejo del sol pegó en los ojos de Kemp, encegueciéndolo
cuando intentaba ver la procedencia del rayo. “Está claro”,
pensó, “Adye le ha entregado el revólver”.
—Júreme que no se lanzará sobre la puerta —le decía
Adye al hombre invisible—. No lleve el juego demasiado
lejos, usted tiene ventaja. Dele una oportunidad.
—Usted vuelva a la casa. Ya sabe que no puedo asegu-
rarle nada.
Adye decidió algo con rapidez. Caminó hacia la casa
lentamente con las manos en la espalda. Kemp lo observaba
con asombro. El revólver desapareció, volvió a aparecer y
desapareció otra vez. Al final, pudo detectar que un pequeño
objeto oscuro iba detrás de Adye.
Minutos después, Adye saltó hacia atrás, giró, se aba-
lanzó sobre el objeto y lo perdió; luego levantó las manos y
cayó de cara al suelo y levantó una especie de humareda azul
en el aire. Kemp no oyó el disparo. Adye se retorció en el
suelo, se apoyó en un brazo para pararse y se volvió a caer.
Durante unos minutos, Kemp no pudo reaccionar mirando el
cuerpo inmóvil de Adye.
La tarde era calurosa y calma; todo parecía quieto en el
mundo, a excepción de un par de mariposas amarillas que
jugueteaban en los matorrales ubicados entre la casa y la
carretera. Adye yacía en el suelo, cerca de la reja. Las per-
sianas de todas las casas de la colina estaban bajas. En una
glorieta podía verse una pequeña silueta blanca. Parecía ser
un viejo que dormía. Kemp observó los alrededores de la

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EL HOMBRE INVISIBLE

casa tratando de localizar el revólver, pero había desapareci-


do. Sus ojos volvieron a Adye. El juego ya había comenzado.
Justo en ese momento llamaron a la puerta principal,
tocaron el timbre y golpearon con los nudillos. Las llamadas
cada vez sonaban más fuertes, pero por estrictas instruccio-
nes de Kemp, todos los empleados estaban encerrados en sus
habitaciones. Luego se produjo un silencio total. Kemp se
sentó a escuchar y, después, comenzó a mirar detenidamen-
te por las tres ventanas del estudio, una tras otra. Fue a la
escalera y continuó escuchando desde allí, inquieto. Tomó el
atizador de la chimenea de su cuarto como arma y bajó a cer-
ciorarse de que las ventanas del primer piso estuvieran bien
cerradas. Todo estaba tranquilo y en silencio. Regresó al
mirador. Adye yacía inmóvil, tal como había caído.
Subiendo por entre las casas de la colina venía el ama de lla-
ves, acompañada por dos policías. Todo estaba rodeado de
un silencio de muerte. Tenía la sensación de que aquellas
tres personas se acercaban demasiado lento. Se preguntó qué
estaría haciendo su enemigo.
De repente, un golpe procedente de abajo le produjo un
sobresalto. Después de dudarlo decidió bajar otra vez. La
casa empezó a retumbar por los fuertes golpes y las maderas
que se hacían añicos. Luego escuchó otro golpe y el ruido de
las cerraduras de hierro de las persianas al caer. Giró la llave
para abrir la puerta de la cocina. Mientras hacía esto, llega-
ron hasta él las astillas de las persianas. Se quedó espantado.
En el marco de la ventana, que seguía intacto, solo quedaban
pequeños restos de vidrios.
Había destrozado todo con un hacha, y ahora esta des-
truía con violencia el marco de la ventana y las barras de hie-
rro que la protegían. De repente, cayó a un costado y de-
sapareció. Kemp vio el revólver afuera, ascendiendo en el
aire. Él se tiró hacia atrás. El disparo salió demasiado tarde
y una astilla de la puerta, que se estaba cerrando, le cayó
sobre la cabeza. Terminó de cerrarla con un portazo y puso
llave mientras oía los gritos y risas de Griffin afuera.
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H. G. WELLS

Después volvieron los hachazos con ese acompañamiento de


astillas y estrépitos. Kemp se quedó en el pasillo intentando
planear algo. En segundos, el hombre invisible entraría en la
cocina. La puerta cedería con facilidad y entonces...
Llamaron de nuevo a la puerta principal. Quizás eran
los policías. Kemp corrió al vestíbulo, sacó la cadena y abrió
las cerraduras. Dio instrucciones a la muchacha para que
dijera algo antes de soltar la cadena, y las tres personas
entraron en la casa velozmente, dando un portazo.
—¡El hombre invisible! —dijo Kemp—. Anda con un
revólver y le quedan dos balas. Mató a Adye o, por lo menos,
le disparó. ¿No lo vieron tirado en el pasto?
—¿A quién? —preguntó un policía.
—A Adye —respondió Kemp.
—Nosotros hemos llegado por atrás —añadió la
muchacha.
—¿Y esos golpes? —preguntó un policía.
—Está en la cocina o entrará dentro de un momento.
Ha encontrado un hacha.
De pronto, en toda la casa resonaban los hachazos que
daba el hombre invisible en la puerta de la cocina. La
muchacha, inmóvil, miró a la puerta, se asustó y retornó al
comedor. Kemp intentó explicarse con frases contradicto-
rias. Luego oyeron cómo destruía la puerta de la cocina.
—¡Por aquí! —indicó Kemp, y entró en acción, empu-
jando a los policías hacia la puerta del comedor.
—¡Los atizadores! —dijo y corrió hacia la chimenea.
Le entregó uno a cada policía.
De pronto, se tiró hacia atrás.
—¡Oh! —exclamó un policía y se agachó para golpear
el hacha con el atizador.
Del revólver salió la penúltima bala y destruyó un
valioso cuadro del pintor Sidney Cooper. El otro policía gol-
peó el arma con el atizador, como si intentara matar a una
avispa, y lo lanzó, rebotando, al suelo.
En el primer golpe, la muchacha pegó un grito y se

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EL HOMBRE INVISIBLE

quedó vociferando junto a la chimenea; después, corrió a


abrir las persianas, quizá pensaba escapar por allí.
El hacha retrocedió y se quedó muy cerca del suelo.
Todos escuchaban la respiración del hombre invisible.
—Ustedes dos, váyanse —ordenó—, sólo quiero a Kemp.
—Nosotros te queremos a ti —dijo un policía, adelan-
tándose y empezando a golpear con el atizador en el lugar de
donde él creía que provenía la voz. El hombre invisible
debió retroceder y tropezar con el paragüero. Después,
mientras el policía se tambaleaba, consecuencia del impulso
del golpe que había dado, el hombre invisible lo atacó con el
hacha, pegándole en el casco, que se rompió como papel, y
el policía cayó al piso y se golpeó la cabeza con la escalera
de la cocina. Pero el segundo policía, que perseguía el hacha
con el atizador en la mano, pinchó algo blando. Se escuchó
un agudo grito de dolor y el hacha cayó al suelo. El policía
arremetió de nuevo en el vacío, pero esta vez no tocó ningún
cuerpo; pisó el hacha y golpeó de nuevo. Después se quedó
parado, empuñando el atizador, intentando percibir el más
mínimo movimiento. Oyó abrirse la ventana del comedor y
unos pasos alejándose. Su compañero se dio vuelta y se
sentó en el suelo. Le chorreaba sangre por el rostro.
—¿Dónde está? —preguntó.
—No sé. Se encuentra herido. Debe andar por algún
lugar del vestíbulo, a menos que haya pasado por encima de
ti. ¡Doctor Kemp..., señor!
Hubo un silencio.
—¡Doctor Kemp! —gritó otra vez el policía.
El otro intentó recuperar el equilibrio. Se paró. De
pronto, los débiles pasos de unos pies descalzos se escucha-
ron en los escalones de la cocina.
—¡Ahí está! —gritó el policía, quien por instinto dio
un golpe con el atizador que rompió un brazo de una lámpa-
ra de gas.
Hizo un gesto de perseguir al hombre invisible, bajan-
do la escalera, pero al pensarlo mejor regresó al comedor.
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—¡Doctor Kemp! —llamó y se paró de golpe—. El


doctor Kemp es un héroe —dijo, mientras su compañero lo
miraba por encima del hombro.
La ventana del comedor estaba abierta de par en par y
no se veían ni la muchacha ni Kemp.
La opinión del otro policía sobre Kemp era concisa y
bastante imaginativa.

CAPÍTULO XXVIII
El cazador cazado

El señor Heelas, el vecino más cercano del señor


Kemp, estaba durmiendo en la galería de su jardín mientras
la casa de Kemp estaba sitiada. El señor Heelas era uno de
los pocos que no creían en “todas esas idioteces” sobre un
hombre invisible. Su esposa, sin embargo, como más tarde
le recordaría con frecuencia, sí creía. Insistió en pasear por
su jardín como si no sucediera nada y fue a dormir una sies-
ta como todos los días desde hacía años. Descansó sin ente-
rarse de las roturas de las ventanas, pero se despertó de pron-
to con la rara intuición de que algo malo estaba sucediendo.
Miró hacia la casa de Kemp, se frotó los ojos y volvió a
mirar. Después apoyó los pies en el suelo y se quedó senta-
do, escuchando. Pensó que estaba condenado mientras aún
veía esa cosa tan extraña. La casa parecía estar vacía desde
hacía semanas, como si hubiese sido violentada. Las venta-
nas estaban destrozadas, y todas, excepto las del mirador,
tenían cerradas las persianas.
—Juraría que todo estaba bien hace veinte minutos
—y miró su reloj.
Entonces empezó a oír algo como un tumulto y ruidos
de vidrios que llegaban de lejos. Más tarde, mientras estaba
sentado con la boca abierta, ocurrió algo más raro aún. Vio
cómo las persianas de la ventana del comedor se abrieron de

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EL HOMBRE INVISIBLE

par en par, de forma violenta, y dejaron ver al ama de llaves,


con sombrero y ropa de calle, luchando con todas sus ener-
gías para levantar la hoja de la ventana. De pronto, un hom-
bre apareció detrás de ella, ayudándola. ¡Era el doctor Kemp!
De inmediato se abrió la ventana y la empleada saltó
fuera de la casa, se largó a correr y desapareció entre los
arbustos. El señor Heelas se paró y lanzó una exclamación
impetuosa cuando contempló esos extraños sucesos. Vio a
Kemp subir al alféizar, saltar afuera y reaparecer, casi inme-
diatamente, corriendo por el jardín entre los matorrales.
Mientras hacía esto, se paró, como para evitar que lo vieran.
Desapareció detrás de un arbusto y apareció más tarde tre-
pando por una valla que daba al campo. La saltó en menos
de dos segundos y luego corrió a toda velocidad por el cami-
no que descendía hasta la casa del señor Heelas.
—¡Dios mío! —exclamó el señor Heelas cuando des-
cubrió algo—. ¡Debe de ser el hombre invisible! Quizá sea
verdad.
Mientras el señor Heelas pensaba en estas cuestiones,
actuaba con resolución; y su cocinera, que lo veía desde la
ventana, quedó asombrada al verlo ir hacia la casa corriendo
con tanta rapidez.
—Y eso que no tenía miedo... —dijo la cocinera.
—Mary, ven aquí.
Se oyó un portazo, el sonido de la campanita y el señor
Heelas, que mugía como un toro:
—¡Cierren las puertas, las ventanas, todo! ¡Viene el
hombre invisible!
De inmediato, en la casa se escucharon gritos y pasos
que andaban en todas direcciones. Él mismo se ocupó de las
ventanas que comunicaban con la terraza.
Mientras lo hacía, la cabeza, los hombros y una rodilla
de Kemp surgieron por el borde de la reja del jardín. Un ins-
tante después, Kemp se había lanzado sobre la huerta y
corría por la cancha de tenis en dirección a la casa.

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H. G. WELLS

—No puede entrar aquí —le dijo el señor Heelas,


poniendo llave a las puertas—. ¡Lamento que lo esté persi-
guiendo, pero aquí no puede entrar!
Kemp apoyó su rostro aterrorizado contra el vidrio,
llamó y después empezó a sacudir con energía la ventana.
Entonces, al ver la inutilidad de sus esfuerzos, atravesó la
terraza, giró por un costado y empezó a golpear con el puño
la puerta lateral. Después dio vuelta por la parte delantera
de la casa y salió corriendo por la colina. El señor Heelas,
que contemplaba todo por la ventana completamente ate-
rrorizado, apenas vio desaparecer a Kemp, descubrió que
unos pies invisibles le pisaban los espárragos. Entonces
subió de inmediato al piso de arriba y desde allí no pudo
seguir la persecución, pero sí oír cómo la reja del jardín se
cerraba de un portazo.
El doctor Kemp, naturalmente, tomó el camino para
dirigirse al pueblo y, de esa forma, fue protagonista de una
carrera como la que había criticado cuatro días antes. Corría
bastante bien, para no tener costumbre de hacerlo, y aunque
estaba pálido y sudoroso, no perdía la calma. Daba grandes
pasos; y cuando se encontraba con partes en mal estado o
con piedras o trozos de vidrio que brillaban con el reflejo del
sol, los saltaba y dejaba que los pies invisibles y desnudos
que lo estaban persiguiendo los esquivaran como pudieran.
Por primera vez en su vida, Kemp se percató de la lon-
gitud y la soledad del camino de la colina y de que las pri-
meras casas de la ciudad, que quedaban a los pies de ese
cerro, se encontraban demasiado lejos. Pensó que nunca
había existido una forma más lenta y dolorosa de desplazar-
se que corriendo. Todas aquellas casas sombrías, que des-
cansaban bajo el sol de la tarde, parecían cerradas y asegu-
radas; y, sin duda, estaban siguiendo sus propias órdenes.
Pero de todos modos, ¡deberían haber prestado atención a
eventualidades de este tipo!
Ahora, la ciudad se encontraba cerca y el mar había
desaparecido detrás de ella. Empezaba a ver gente en

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EL HOMBRE INVISIBLE

movimiento allí abajo. Un tranvía llegaba en ese momento


al pie de la colina. Un poco más alejada, estaba la comisaría.
¿Seguía escuchando pasos detrás de él? Debía hacer un últi-
mo esfuerzo. La gente del pueblo lo contemplaba. Una o dos
personas salieron corriendo y empezó a sentir que le faltaba
el aire. El tranvía pasaba bastante cerca y la posada estaba
cerrando sus puertas. Detrás del tranvía había unos postes y
unas montañas de grava, seguramente, para las obras del
alcantarillado. A Kemp se le ocurrió subir al tranvía en mar-
cha y cerrar las puertas, pero decidió encaminarse a la comi-
saría. Un momento después pasaba por la puerta del Jolly
Cricketers y llegaba al final de la calle. Varias personas se
encontraban a su alrededor. El conductor del tranvía y su
ayudante, asombrados por la velocidad de su carrera, se que-
daron mirándolo sin prestar atención a los caballos del
vehículo. Los peones camineros también se sorprendieron,
encima de las montañas de grava.
Aminoró la velocidad y, entonces, escuchó las rápidas
pisadas de su perseguidor y volvió a forzarlo.
—¡El hombre invisible! —gritó a los peones, indican-
do con un débil gesto; y gracias a un repentino instinto, saltó
por encima de la zanja y dejó de esta manera a un grupo de
hombres entre él y su perseguidor.
Después abandonó la meta de la comisaría y entró por
un pasaje lateral, empujó la carreta de un vendedor de verdu-
ras y dudó apenas un instante, en la puerta de una pastelería,
hasta que decidió meterse por una bocacalle que llegaba a la
calle principal. Dos o tres niños que estaban jugando, cuando
lo vieron, salieron corriendo y gritando. A continuación, las
madres, alteradas, salieron a las puertas y a las ventanas.
Regresó a la calle principal, a unos trescientos metros
de la terminal del tranvía, e inmediatamente se percató de
que la gente corría a los gritos. Miró colina arriba. Apenas a
unos doce pasos de él, corría un peón caminero enorme,
vociferando insultos y golpeando con una pala. Detrás de él,
iba el conductor del tranvía con los puños cerrados. Más
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H. G. WELLS

arriba, otras personas los seguían, pegando golpes en el aire


y gritando. Hombres y mujeres corrían colina abajo, hacia la
ciudad; y en su trayecto vio con claridad a un hombre que
salió de su establecimiento con un bastón en la mano.
—¡Repártanse, repártanse! —alguien gritó.
Entonces, de pronto, Kemp descubrió que se habían
cambiado los términos de la persecución. Se paró, miró a su
alrededor y gritó:
—¡Está por aquí cerca! ¡Formen una línea...!
En ese momento lo golpearon detrás del oído y, tamba-
leándose, intentó darse vuelta para mirar a su enemigo invi-
sible. Apenas pudo mantenerse parado y dio un manotazo
inútil, al aire. Después le pegaron un golpe en la mandíbula
y cayó al suelo. Segundos más tarde, una rodilla le presio-
naba el diafragma y un par de manos hábiles (una más débil
que la otra) le apretaban la garganta; él las tomó por las
muñecas, oyó el aullido de dolor de su perseguidor y,
después, la pala del peón caminero atravesaba el aire encima
de él para pegar sobre algo con todo su peso. Sintió que una
gota húmeda le caía en la cara. La presión de su garganta
retrocedió de pronto y, con gran esfuerzo, pudo liberarse.
Agarró un hombro desnudo y se quedó mirando hacia arri-
ba. Sujetó, luego, los codos invisibles muy cerca del suelo.
—¡Lo tengo! —gritó Kemp—. ¡Socorro! ¡Ayúdenme!
¡Lo tengo aquí abajo! ¡Agárrenlo de los pies!
De inmediato, todos se dirigieron al sitio donde se esta-
ba desarrollando la lucha; un extranjero que hubiera llegado
a esa calle habría pensado que se trataba de una forma extre-
madamente salvaje de jugar al rugby. No se oyó ningún grito
después del de Kemp, solo se escuchaban trompadas, pata-
das y el sonido de una pesada respiración.
Después, con un enorme esfuerzo, el hombre invisible
logró liberarse de un par de personas que lo agredían y se
arrodilló. Kemp se aferró a él como un perro a su presa y una
docena de manos empezaron a tomar, golpear y arañar al
hombre invisible. El conductor del tranvía lo tomó del cuello

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EL HOMBRE INVISIBLE

y los hombros, y lo tiró hacia atrás. El grupo de hombres vol-


vió a tirarse al suelo y a pisotearlo. Algunos, creo, lo gol-
pearon de forma salvaje. De repente se oyó un grito brutal:
—¡Piedad! ¡Piedad! —pidió Kemp, con voz apagada, y
todos retrocedieron—. ¡Está herido, aléjense!
Se produjo una breve pugna por liberar espacio y el
conjunto de ojos ansiosos contempló al doctor Kemp arrodi-
llado, en el aire, con aspecto de estar agarrando unos brazos
invisibles. Detrás de él, un policía inmovilizaba unos tobi-
llos invisibles también.
—No lo dejen escapar —gritó el peón caminero,
tomando la pala manchada de sangre—. Nos puede engañar.
—No está simulando —aseguró el doctor, levantando
un poco la rodilla—; yo lo sostendré —tenía la cara magu-
llada y se le estaba enrojeciendo; hablaba con dificultad,
porque tenía un labio partido. Le soltó un brazo y pareció
que le tocaba la cara—. Tiene la boca completamente moja-
da —dijo, y prosiguió—: ¡Dios mío!
De pronto se paró y volvió a arrodillarse al lado del
hombre invisible. Todo el mundo se empujaba y aparecían
nuevos observadores, que aumentaban la presión de todo el
grupo. Ahora, la gente empezaba a salir de sus casas.
Abrieron las puertas del Jolly Cricketers. Nadie osaba hablar.
Kemp empezó a palpar algo y parecía estar tocando el aire.
—No respira —explicó, y siguió—: No le late el cora-
zón y en su costado..., ¡oh!
De pronto, una anciana que observaba el espectáculo
por debajo del brazo del peón caminero gritó:
—¡Miren allí! —y señaló.
Y siguiendo la dirección del dedo, todos vieron, débil y
transparente, como de cristal, que se distinguían perfecta-
mente las venas, las arterias, los huesos, los nervios y la
forma de una mano flácida e inerte. A medida que la miraban,
parecía tomar un color más oscuro y parecía volverse opaca.
—¡Miren! —dijo el policía—. Los pies también están
empezando a notarse.
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H. G. WELLS

Y así, lentamente, desde los miembros y, siguiendo por


otras partes, hasta los órganos vitales del cuerpo, esa extra-
ña transformación iba en proceso. Era como la lenta propa-
gación del veneno. Primero, comenzaron a distinguirse los
nervios, blancos y delgados, dibujando el entorno confuso y
grisáceo de un miembro; segundo, los huesos, que parecían
de cristal, y las arterias; por último, la carne y la piel; todo
eso como una niebla al inicio, pero después, rápidamente,
denso y opaco.
En ese momento se podían distinguir el pecho aplasta-
do y los hombros y el aspecto de la cara, completamente des-
trozada. Cuando, por fin, la multitud le dejó lugar a Kemp
para que pudiera pararse, allí descansaba, desnudo y digno
de compasión, en el suelo, el cuerpo herido de un joven de
unos treinta años.
Su cabello era blanco y la barba también, pero no por
la edad, sino por el color blanco de los albinos; sus ojos
parecían granates. Tenía las manos apretadas y en su sem-
blante se confundía la furia con el desaliento.
—¡Tápenle la cara! —pidió un hombre—. ¡Por el amor
de Dios, tapen esa cara! —y obligaron a retirarse a tres niños
que habían logrado filtrarse entre la multitud.
Llevaron una sábana del Jolly Cricketers, lo cubrieron
y lo condujeron a esa posada.

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EPÍLOGO

Este es el fin de la historia de la extraña y diabólica


experiencia del hombre invisible.
Si quieren saber algo más sobre él, tienen que ir a una
pequeña posada cerca de Port Stowe y hablar con el dueño.
El escudo de la posada es un letrero con el dibujo de un som-
brero y unas botas, y su nombre es el título de este libro. El
posadero, un hombre bajito y corpulento, con nariz grande y
redonda, pelo parado y una cara que se enrojece alguna que
otra vez, bebe mucho. Él puede contarles muchas cosas que
sucedieron después de esos hechos y cómo los jueces inten-
taron sacarle la riqueza que poseía.
—Cuando se dieron cuenta de que no tenían pruebas
para incriminarme, ¡hasta intentaron acusarme de buscador
de tesoros! —suele lamentarse—. ¿Tengo aspecto de busca-
dor de tesoros? Luego un caballero me dijo que me pagaría
una guinea por noche si contaba la historia en el Empire
Music Hall, solo por relatarla con mis propias palabras.
Y, si de pronto, quieren detener la marea de recuerdos,
pueden hacerlo preguntándole si, en la historia, no había tres
libros. Él reconocerá su existencia y les dirá que todos creen
que los tiene él, pero no es verdad.
El hombre invisible los escondió mientras yo corría
hacia Port Stowe. Ese Kemp llenó la cabeza de la gente con
la idea de que yo los guardaba.
Luego se quedará pensativo, los mirará de reojo, seca-
rá los vasos, ansioso, y se retirará del bar.

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H. G. WELLS

Continúa soltero, como siempre, y en la casa no viven


mujeres. Luce botones, como se espera de un posadero, pero
en cuanto a objetos íntimos, como los tiradores, por ejemplo,
aún sigue usando unas cuerdas. Lleva la posada sin espíritu
empresarial, pero con mucho decoro. Aunque sus reflejos
son lentos, es un gran pensador. En el pueblo tiene fama de
juicioso y de mantener una respetable tranquilidad, y sus
conocimientos sobre las carreteras del sur de Inglaterra
sobrepasan a los de Cobbett.
Los domingos por la mañana, todos los domingos del
año por la mañana, cuando se introduce en su mundo, y
todas las noches después de las diez, se encierra en un salón
de la posada con un vaso de ginebra con un poco de agua;
entonces, lo apoya en una mesa, cierra con llave y revisa las
persianas e, incluso, inspecciona debajo de la mesa. Cuando
se asegura de que está solo, abre el armario, saca una caja
que también abre, y de esta, otra; y de la última, saca tres
libros encuadernados en cuero marrón y los coloca con toda
ceremonia sobre la mesa. Las tapas están desgastadas y colo-
readas de un verde parduzco porque una vez estuvieron en
una zanja, y algunas páginas son ilegibles porque el agua
sucia borró todo. El posadero, entonces, se sienta en un
sillón, carga una pipa, larga y de barro, y contempla, mien-
tras tanto, los libros. Después, abre uno y empieza a estu-
diarlo, pasando las páginas varias veces. Frunce el ceño y
mueve los labios.
—Equis, un dos pequeño en el aire, una cruz y más ton-
terías. ¡Dios mío! ¡Qué loco estaba!
Luego se relaja y se tira hacia atrás y mira, a través del
humo, las cosas que son invisibles para otros ojos.
—Están llenos de secretos —dice—, ¡de maravillosos
secretos! El día que los entienda... ¡Dios mío! Desde luego,
no haré lo que él hizo; yo sólo... ¡bien! —y fuma su pipa.
Entonces se queda dormido, pensando en el sueño
constante y maravilloso de su vida.

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EL HOMBRE INVISIBLE

Y aunque Kemp ha buscado esos libros sin pausa y


Adye ha averiguado por todos lados sobre ellos, ningún ser
humano, excepto el posadero, sabe dónde están esos libros
que contienen el secreto de la invisibilidad y una docena más
de otros extraños secretos. Y nadie sabrá nada de ellos hasta
que él se muera.

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ÍNDICE

ESTUDIO PRELIMINAR ....................................... 3

EL HOMBRE INVISIBLE
CAPÍTULO I - La llegada del extraño ...................... 7
CAPÍTULO II - Las primeras sensaciones del señor
Teddy Henfrey .......................................................... 12
CAPÍTULO III - Miles de botellas ........................... 17
CAPÍTULO IV - El señor Cuss habla con el extraño 23
CAPÍTULO V - El robo de la vicaría ........................ 29
CAPÍTULO VI - Los muebles enloquecen ............... 32
CAPÍTULO VII - El desconocido se descubre ......... 36
CAPÍTULO VIII - De paso ....................................... 46
CAPÍTULO IX - El señor Thomas Marvel ............... 46
CAPÍTULO X - El señor Thomas Marvel llega a
Iping .......................................................................... 52
CAPÍTULO XI - En la posada de la señora Hall ....... 55
CAPÍTULO XII - El hombre invisible se impacienta 59
CAPÍTULO XIII - El señor Marvel presenta su
renuncia .................................................................... 64
CAPÍTULO XIV - En Port Stowe ............................. 67
CAPÍTULO XV - El hombre que corre .................... 72
CAPÍTULO XVI - En el Jolly Cricketers ................. 74
CAPÍTULO XVII - Alguien visita al doctor Kemp .. 79
CAPÍTULO XVIII - El hombre invisible descansa .. 87
CAPÍTULO XIX - Algunos principios fundamentales 92

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CAPÍTULO XX - En la pensión de la avenida
Portland .................................................................... 97
CAPÍTULO XXI - Por la calle Oxford ..................... 107
CAPÍTULO XXII - En las grandes tiendas ............... 112
CAPÍTULO XXIII - En Drury Lane ......................... 118
CAPÍTULO XXIV - El plan que no tuvo éxito ......... 127
CAPÍTULO XXV - La caza del hombre invisible .... 131
CAPÍTULO XXVI - El asesinato de Wicksteed ....... 134
CAPÍTULO XXVII - El sitio de la casa de Kemp .... 138
CAPÍTULO XXVIII - El cazador cazado ................. 148
EPÍLOGO ................................................................. 155

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