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CRISTIANISMO Y EDUCACIÓN EN EL MUNDO ANTIGUO

1. Lo que podemos considerar estrictamente como “educación cristiana” estaba referido


a una formación religiosa (verdades que creer, moral que vivir, liturgia, oraciones,
recepción de sacramentos…) que implicaba una conversión personal o metanoia
(cambio de vida y criterios). Algo que, en principio, no constituía por sí un contenido o
materia propia del mundo escolar, ni suponía tampoco un programa de estudios
específico más que encajara o pudiera incorporarse en los clásicos esquemas ya
existentes del sistema educativo helenístico.
Es decir, en sus comienzos, lo que llamamos “educación cristiana” fue algo
ajeno al mundo educativo y escolar oficial; consistía más bien en un catecumenado, en
un proceso de aprendizaje y formación (catequesis) durante un determinado periodo de
tiempo, y que suponía el abandono de los modelos de vida del paganismo y de diversas
concepciones filosóficas para llegar a convertirse en cristiano por la recepción del
sacramento del Bautismo. Este proceso de iniciación en la vida cristiana se realizaba o
en la Iglesia y por la Iglesia, o bien en el seno de la familia, si era cristiana.

2. Educar cristianamente a los hijos, transmitirles la fe y formarlos en una sana


disciplina de vida moral y de autodominio era el deber fundamental de los padres. La
familia era el medio natural en que debía formarse y socializarse el niño, a través de una
pedagogía del ejemplo y un clima de confianza y amor. Ahí tenía que aprender los
rudimentos de la fe cristiana, que siendo vividos por sus padres, les eran transmitidos
por sus ejemplos y sus palabras.

3. Es totalmente cierto que el cristianismo suponía unos valores y un modelo de vida


contrapuestos en gran medida a muchos de los criterios y modelos que la cultura clásica
ofrecía como ideales de conducta humana y sentido de la vida. Y que el choque entre
ambos modelos fue inevitable y profundo. Pero, aunque esto fue así a nivel de ideales y
de concepciones del hombre y de la vida, no afectó de modo significativo al uso que los
cristianos hicieron de las escuelas paganas. Se aceptaba como un hecho natural el uso de
las escuelas helénicas y latinas, sin que eso supusiera que se aceptaran en su globalidad
las finalidades y los modelos de cultura clásica, que vista en su totalidad (literatura, arte,
filosofías), aparecía como muy vinculada al politeísmo y a un modelo de humanismo
escéptico y mundano, en contraposición evidente con el mensaje cristiano que suponía
un humanismo totalmente nuevo. Aunque muchos de los elementos de las disciplinas
educativas instrumentales clásicas (contenidos lingüísticos, gramática, retórica, etc.) no
supusieron prácticamente nunca conflicto cultural ninguno.
En la antigüedad, la conversión al cristianismo exigía, por parte del hombre
culto, un esfuerzo de renuncia, de superación: era necesario que confesase la vanidad
radical, que admitiese los límites de esa cultura clásica en la que, hasta entonces, había
vivido. Y los cristianos de los primeros siglos tenían perfecta conciencia de esta
oposición.
Quid Athenae hierosolymis... «¿Qué hay de común entre Atenas y Jerusalén,
entre la Academia y la Iglesia?». Y no es ésta la opinión aislada de un rigorista como
Tertuliano: basta hojear la literatura patrística para darse cuenta de ello. Aun los más
«cultos», entre los Padres de la Iglesia, los herederos más fieles del pensamiento y del
arte clásicos, San Agustín por ejemplo, formados a fondo en esos modelos clásicos,
concuerdan con la reacción espontánea de calificar esa misma cultura antigua como
ideal independiente y rival de la revelación cristiana.
Entre los muchos textos que se podrían comentar (la sola selección resulta
embarazosa) de esa concepción colectiva de la oposición entre cultura pagana y
cristiana, se puede mencionar como un caso de los más pintorescos, el conocido Sueño
de San Jerónimo, el gran latinista y literato, en el que sueña que al comparecer ante el
tribunal divino recibe la acusación de ser «ciceroniano y no cristiano», y entre los textos
más autorizados, aquellos en que incluso estaba comprometida la autoridad misma de la
Iglesia. Así, por ejemplo, en el mismo derecho canónico, que había incluido
prescripciones formales (prohibiciones y normas estrictas) que se explicarían por esa
mentalidad colectiva de la dicha oposición entre cultura clásica y cristianismo.
Es el caso, por ejemplo, de la Didascalia Apostólica, (texto antiguo del siglo II),
cuya influencia fue tan considerable como perdurable en Oriente; allí se formula
netamente la prohibición de: «Abstenerse completamente de los libros paganos»,
acompañada de ciertas consideraciones muy curiosas: ¿qué tiene que hacer un cristiano
frente a estos errores? Puesto que ya posee la Palabra de Dios, ¿qué necesidad tiene de
otra cosa? La Biblia debe bastar no solo para las necesidades de la vida sobrenatural,
sino también para las exigencias de orden cultural: ¡nam quid tibí deest in verbo Dei ut
ad illas gentiles fábulas pergas! ¿Se busca historia? Ahí están los Libros de los Reyes.
¿Elocuencia, poesía? ¡Los Profetas! ¿Lirismo? ¡Los Salmos! ¿Una cosmología? ¡El
Génesis! ¿Leyes, moral? Pues ¡la Ley de Dios! Es preciso rechazar enérgicamente todos
esos escritos extraños y diabólicos: ab ómnibus igitur alienis et diabolicis scripturis
fortiter te obstine.
También en Occidente se conoció análogo rigor y se mantuvo, en principio, si no
siempre para todos los cristianos, por lo menos para quien, por representar la plenitud
del sacerdocio, debía dar el ejemplo de la perfección, esto es, el obispo: éste debe
abstenerse totalmente de leer libros paganos y no ocuparse de los heréticos sino pro
necessitate et tempore, como los prescriben los Estatutos de la Iglesia Antigua.

4. Pero esta oposición no significaba negar el papel de las escuelas clásicas en la


formación inicial y secundaria de los cristianos. Es decir, se aceptaba el sistema escolar
helenístico como tal. Allí aprendían los niños a leer, a escribir y los contenidos de la
cultura general de su tiempo. Y seguían los distintos niveles de las escuelas de
gramática y los contenidos literarios habituales. En los documentos y cuadernos
escolares que se han encontrado que datan del siglo IV, de alumnos cristianos que
frecuentaban las instituciones educativas, prácticamente todo es idéntico a los manuales
y tablillas que se conocen de los siglos clásicos anteriores al cristianismo: aprendizaje
del alfabeto, copia de nombres de dioses mitológicos, de máximas morales, de versos
clásicos, las mismas sentencias y anécdotas, etc. Lo diferente suele ser una cruz
dibujada cuidadosamente en la cabeza de cada página con alguna invocación cristiana o
jaculatoria.
Era la formación recibida fuera de la escuela, en la catequesis de la Iglesia y en
el seno de su familia, lo que permitía al alumno discernir con criterios cristianos lo
correcto de lo incorrecto, y evitar y obviar los contenidos idolátricos e inmorales que
lógicamente se podían encontrar en muchos pasajes literarios de sus materiales
escolares.
Pero no hubo a nivel primario y secundario “instituciones educativas cristianas”
en el sentido de centros exclusivos para alumnos cristianos y con programas propios,
como si vivieran en comunidades segregadas de la vida social. Los cristianos y, en su
caso, las familias cristianas vivían en medio de la sociedad de su tiempo y,
generalmente, en los núcleos urbanos.
Con el tiempo y la expansión del cristianismo, el número de alumnos y maestros
cristianos fue aumentando notablemente, de modo que en muchas escuelas, sin
abandonar en absoluto el plan de estudios clásicos con su educación literaria específica,
muchos textos y contenidos conflictivos o considerados inadecuados (por sus
contenidos inmorales) para la infancia en formación serían muy probablemente
seleccionados o evitados.

5. Lo que podríamos llamar “escuelas cristianas”, es decir, con contenidos específicos


religiosos (doctrinales y morales, historia sagrada, estudios bíblicos, etc.), sólo se
pueden encontrar al final de la antigüedad en raros casos y vinculadas directamente con
el desarrollo de la vida monástica (aparición de monasterios) o estrechamente
relacionadas con alguna sede episcopal (anexas a la casa o a la iglesia de un obispo), y
cuya finalidad era preparar especialmente a los candidatos a la vida monacal y
sacerdotal, cuidando de su formación religiosa.

Síntesis parcial elaborada a partir de Henri Irénée Marrou (Historia de la educación en la antigüedad,
Buenos aires, Eudeba, 1976, 3a ed.), Mª Ángeles Galino Carrillo (Historia de la educación: edades
antigüa y media, Madrid, Gredos, 1973) y Emilio Redondo García (dir.) (Introducción a la historia de la
educación, Barcelona, Ariel, cop. 2001).

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