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Cuando la maestra de telesecundaria solicitó que los alumnos leyeran el poema que les había
distribuido, una voz surgida de los varones del grupo preguntó: ¿y ahora por qué vamos a leer
canciones? La maestra respondió, ¿canciones? –Sí, esta es una canción de Chalino Sánchez, dijo el
discípulo. Los jóvenes tenían en sus manos el poema con el cual Manuel Acuña inmortalizaría a
Rosario de la Peña, mujer de, entonces, veintiocho años y, seguramente, de una belleza
extraordinaria, ya que José Martí, Manuel M. Flores, Ignacio Ramírez, Luis G. Urbina, sucumbieron
ante sus encantos.
Manuel Acuña había nacido en Saltillo, Coahuila. La expectativa por ser médico lo llevó a la capital
de la República Mexicana a estudiar apenas con diecisiete años. Ahí se relacionaría con Ignacio
Manuel Altamirano y Juan de Dios Peza, entre otros. Acudía a las tertulias, frecuentaba el café,
salía con Laura Méndez de Cuenca, dormía en el cuarto número 13 de la Escuela de Medicina. A
pesar de abrirse camino entre la intelectualidad y hacerse de un nombre y prestigio, la situación
económica no era la más idónea para pretender a Rosario. Y no necesariamente porque ésta fuera
interesada.
Acuña conoció a De la Peña en mayo de 1873, en la casa del general Joaquín Tellez. Acuña quedó
atrapado en esos ojos azabaches. A partir de ese momento fue el motivo de sus versos y su
obsesión. Los poemas dedicados a ella se publicaban, pero sólo recibía una leve gratitud. Cuenta,
pero usted sabrá si hace caso a ello, que Guillermo Prieto había advertido a Rosario que Acuña
tenía amoríos con Méndez de Cuenca y con una lavandera llamada Soledad. Desde luego que esa
información fue un motivo más para rechazarlo.
El 5 de diciembre de 1873, Acuña confiesa a Peza sus deseos suicidas. Las circunstancias le eran
desfavorables: Rosario lejos de amarlo, lo despreciaba, su situación económica era cada día más
raquítica. Al día siguiente, Juan de Dios Peza acudió a la habitación 13. Tocó, pero no recibió
respuesta alguna. Preocupado, pidió ayuda para forzar la puerta. En el ambiente se respiraba un
aroma a almendras amargas, propio del cianuro. Acuña moría y nacía la leyenda de Rosario, quien
años después confesaría seguir sintiendo aberración por el poeta, ya que la estigmatizó como
“Rosario la de Acuña”.