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LEON JOSE SUENENS

OBISPO AUXILIAR DE MALINAS

TEOLOGÍA DEL APOSTOLADO


DE LA LEGIÓN DE MARÍA
Con una Carta-prefacio de la Secretaría de Estado de su Santidad

Traducción del francés por FRAY FELICIANO DE VENTOSA, O.F.M. Cap. Doctor y Profesor de
Filosofía

Nihil obstat: CIPRIANO LEZÁUN Censor

Imprimatur:
Pamplona, 5 de Octubre de 1962
SIXTUS IROZ
Pro Vicarius

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SECRETARIA DI STATO
DI SUA SANTITA
NÚMERO 288.814

Del Vaticano, a 6 de diciembre de 1952.

Monseñor:

Me siento satisfecho de poder manifestar a Vuestra Excelencia el agradecimiento del Soberano


Pontífice por el homenaje de que ha sido objeto por vuestra parte al ofrecerle vuestro precioso
libro: Teología del Apostolado de la Legión de María.

Este comentario espiritual de la promesa legionaria pone en plena luz el valor de esta entrega
apostólica y mariana, que ya ha fortificado en sus combates al servicio de Cristo a tantos miembros
de la Legión extendidos por todo el mundo y sobre todo aquellos que, hoy día, son perseguidos por
su fe.

Igualmente felicita de todo corazón el Padre Santo a Vuestra Excelencia por su trabajo. En él
encontrarán sin duda alguna numerosos cristianos una visión más clara de lo que es apostolado
que, por encima de las preocupaciones necesarias de orden temporal, quiere directamente servir a
la causa sagrada del Reino de Dios. También comprenderán mejor, meditando sus páginas llenas
de contenido, hasta qué punto la acción apostólica debe beber su inspiración junto a Aquella que
dio al mundo a Jesucristo y que sigue siendo, después de su Hijo, el modelo de la Santidad
cristiana y el canal de todas las gracias.

El recuerdo de estos principios, que no prejuzgan por otra parte la legítima diversidad de los
métodos de apostolado, ha encontrado ya amplia acogida, aun fuera de los círculos de la Legión de
María, y de ello hay motivo para alegrarse. Su Santidad vivamente desea que vuestro libro prosiga
su acción bienhechora y, en prueba de las gracias que pide para vuestra persona y para vuestros
trabajos, os concede de todo corazón la Bendición Apostólica.

Feliz en poderos transmitir este augusto mensaje, os ruego recibáis el testimonio de mi religioso
afecto.

(f.) J. B. Montini
Prosecretario

Excelencia reverendísima
Monseñor León José Suenens
Obispo auxiliar de S. E. R.
el Cardenal-Arzobispo de Malinas
ARZOBISPADO DE MALINAS

PRESENTACIÓN DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Asistimos hoy en España a un resurgir teológico de la vida espiritual que se orienta hacia las
grandes verdades, dogmáticas y que busca en ellas perennes fuentes de vida interior.
Especialmente hemos sentido este anhelo en los jóvenes sacerdotes. Apenas han dejado las aulas
escolásticas y ya muchos de ellos se tienen que enfrentar con todas las dificultades inherentes al
ministerio apostólico. Por eso es mayor su aspiración a vivir las grandes verdades cristianas que en
fórmulas, cargadas de contenido, fueron asimilando día tras día a través de los largos años de su
carrera. Ven en esa vivencia la garantía más firme y segura de la santidad y fecundidad de su

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apostolado. Por otra parte, un contacto más directo con las fuentes patrísticas y, más aún, con la
teología de San Pablo, ha hecho que muchos corazones deseen respirar un ambiente más
dinámico, más, entusiasta y más vivo, que el de las fórmulas frías de la pura teología especulativa.

Bien podemos alegrarnos de este pujante movimiento de vida sobrenatural y ver con gozo el noble
anhelo de remozar el esquemático formulario de las Sumas y los tesarios con los latidos que han
salido del pecho de los Santos Padres, de los Doctores de la Iglesia y de los grandes místicos. Así
se llegará a vivir el propio drama religioso, no a través de fríos esquematismos, sino con todo el
grandioso ímpetu vital de que están cargadas las palabras de San Agustín, cuando ante su Dios
exclamaba: "Inhorresco et inardesco". (Conf., XI, 9,I). Se horrorizaba Agustín de ser desemejante a
Dios; pero se enardecía al sentirse semejante a Él.

Esta manera de vivir los dogmas está muy en consonancia, con esta alma atormentada moderna
que, si ha provocado desviaciones tan funestas como los errores de la filosofía existencialista y la
"teología nueva", manifiesta al mismo tiempo exigencias por que la verdad no se traduzca en mera
abstracción, sino que venga a ser pábulo y nutrimento de nuestra mejor vida espiritual.

De aquí el deseo tantas veces manifestado, especialmente en Ciertos medios sacerdotales,


añorando libros, no tanto de mera teología especulativa, cuanto de teología práctica, vital. Teología
mitad meditación, mitad plegaria; ya elevación dogmática, ya aplicación vivida.

Gracias a Dios, en España, patria de teólogos, nunca nos han faltado libros de alto valor dogmático
especulativo. Tampoco en el campo de la mística psicológica ha dejado de haber representantes de
aquella pléyade gloriosa, cuyas lumbreras fueron Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Pero en lo
que toca a la teología aplicada, meditada a estilo de San Agustín en sus "Confesiones" o de Bossuet
en sus "Elevaciones sobre los misterios", nuestra producción teológico-mística no ha sido muy
abundante. Aparece, es cierto, en el siglo XVII la admirable obra del P. Nieremberg sobre la gracia,
que nos ha devuelto remozada el teólogo alemán Scheeben, y en nuestros días, la mística nacional
reconoce en la M. Ángeles Sorazu un valioso representante de esta dirección espiritual de carácter
marcadamente dogmático. Pero estos ejemplos son más bien un estímulo que una escuela en plena
floración.

Por ello hemos creído hacer un servicio al público español, y especialmente al clero secular y
religioso, traduciendo esta obra de Mons. Suenens sobre Teología del Apostolado de la Legión de
María. Es esta obra de Teología aplicada, vivida, y vivida precisamente donde es más necesario que
lo sea: en el campo de la acción apostólica, en los santos ministerios. En ella se muestra la unión y
síntesis de las más altas verdades dogmáticas con las exigencias del apostolado más dinámico y
efectivo y se hace ver cómo el apostolado se en tranca con el dogma ,y cómo solamente en él
puede encontrar éste base firme e inconmovible.

La idea central del libro, la que en realidad viene a ser la base de todo el apostolado católico, es
ésta: así como Cristo es el fruto de la acción combinada del Espíritu Santo y de María Virgen ("de
Spiritu Sancto ex Maria Virgine"), así también el cristiano -miembro místico del Cuerpo de Cristo- es
el fruto de la acción del Espíritu, Santo y de la Virgen María. Toda la maravillosa síntesis del
cristianismo gira en torno a un doble amor, cuyo intercambio y mutua alianza se verifica en
Jesucristo: el amor que baja del cielo a la tierra a realizar esta sacra y perenne alianza y se llama
Espíritu Santo; el amor que de la tierra sube hacia el cielo al encuentro de este divino Amor y se
llama María. Jesucristo es el lazo de esta alianza, el abrazo de este mutuo amor, y al mismo tiempo
su fruto bendito. Así nació un día el Cristo físico, vestido de carne humana; pero al mismo tiempo
que nacía el Cristo físico del Espíritu Santo y de María, nacía también el Cristo místico, es decir,
Jesucristo cabeza y su cuerpo místico, unido misteriosamente con Él. Todo miembro, pues, de este
cuerpo místico nace juntamente con Cristo por la acción combinada del Espíritu Santo y de María,
ya sea en la redención objetiva, en la que fueron adquiridas todas las gracias necesarias para la

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salvación del mundo, ya actualmente en la redención subjetiva en cuanto se van aplicando esas
gracias a todos y cada uno de los miembros del cuerpo místico de Cristo.

De esta suerte el Espíritu Santo y María vienen a ser las dos bases solidísimas sobre las que se
levanta el magnífico edificio del apostolado cristiano. Y por ello, como magníficamente lo expone
nuestro A. en los primeros capítulos de su obra, el querer prescindir tanto de la acción del Espíritu
Santo como de la intervención de María, su invisible Esposa, equivale a hacer vano el apostolado y
condenarle a esterilidad. Por el contrario, el gran tesoro para hacer fértil el santo ministerio es la
unión perenne con el Espíritu Santo y con María mediante una vida de íntima comunicación que nos
asemeje más y más a Cristo.

De San Luis María, de Montfort es el libro, muy conocido un día en nuestra Patria, titulado El
secreto de María. Se indicaba en él un secreto para la santidad, que consistía en la vida de unión e
intimidad con María. El A. de esta Teología del Apostolado, aplicando los mismos principios de San
Luis María y bajo su confesado influjo, nos demuestra cómo también hay un secreto para obtener
éxitos admirables en el apostolado; está el secreto en vivir en íntima unión con el Espíritu Santo y
con María.

"Felices, dice nuestro autor, los que no separan Jamás en su vida espiritual lo que Dios ha unido:
María y el Espíritu Santo. María sin el Espíritu Santo no es más que una sombra. El Espíritu Santo
sin María es con demasiada frecuencia un Dios lejano, inaccesible y por lo mismo desconocido".

Pero no se contenta en su libro Mons. Suenens con delinear el fundamento dogmático del
apostolado, sino que desciende al campo de la acción, para demostrarnos que de la vivencia de
estos principios dogmáticos nacen en el alma las virtudes más características y necesarias para el
verdadero apostolado. La valentía e intrepidez del apóstol, que se siente en íntima comunicación
con el Espíritu Santo y con María, llega hasta el heroísmo y desafía "lo imposible". Al mismo tiempo
que crece el celo apostólico se va arraigando en el alma una profundísima humildad, que, cual la de
María, se servirá de sus triunfos y hasta de sus descalabros para entonar un perenne Magníficat de
acción de gracias. Crecerán también la pureza y el candor del alma y la oración del apóstol quedará
impregnada de profundidad teológica y sentido cristocéntrico. Finalmente el alma, guiada por el
Espíritu Santo y por María, verá en su acción apostólica un deber sagrado que debe ir cumpliendo
momento por momento para llenar los planes de Dios.

He aquí en síntesis la obra de Mons. Suenens que juzgamos altamente provechosa para toda alma
sincera y lealmente apostólica. El autor expone esta bella teología comentando la fórmula de la
Promesa Legionaria. Ello, aunque no resta interés al libro para toda clase de
lectores que deseen adentrarse profundamente en la Teología viva de los dogmas, indica que la
obra va dirigida especialmente a los Legionarios de María. Con este motivo nos parece conveniente,
dar una idea somera de esta organización, que ya tiene alcance mundial y que, sin embargo,
apenas si es conocida en nuestra Patria.

***

Toda la obra grande suele tener comienzos sencillos que recuerdan los de la Redención en una
cuna. Así efectivamente ha tenido lugar con la Legión de María. Hoy son 800 las diócesis que la han
recibido y en las que se encuentra organizada, algo más de la mitad de las diócesis con que cuenta
la Iglesia en todo el mundo. Y sin embargo esta obra, hoy universal, hace treinta años no era más
que pequeña porción de levadura. Nace en Dublín, capital de la católica Irlanda, el 7 de septiembre
de I92I, en las primeras vísperas de la Natividad de María.

Algunas jóvenes con un sacerdote y un caballero, se reunían en Myra House para tratar de hacer
algo que redundara en provecho del cuerpo místico de Cristo. A la pregunta bajo qué auspicios y

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protección emprenderían la acción apostólica, se había ya dado una respuesta anticipada, por
cuanto una de las señoras, que llegó antes que las demás, había colocado una estatua de la
Inmaculada, bajo la advocación de María Mediadora, sobre una mesita. A los lados de la Virgen dos
macetas de flores y dos candelas. La Reina de este ejército espiritual que estaba para nacer, estaba
ya allí presente antes de la reunión, para recibir el homenaje y la adhesión de los primeros que se
alistaron bajo su bandera. La reunión dio principio con la invocación al Espíritu Santo y con la
recitación del Santo Rosario. Como los apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús
en el primer retiro de preparación al apostolado. La fe les decía a los reunidos de Myra House que
donde se halla María muy presto desciende el Espíritu Santo.

Aquel puñado de almas reunidas renuevan la decisión de hacerse santos y se proponen hacer
santos a los demás sirviendo al Hijo de María en su cuerpo místico. Desde los primeros días se
entregan a una acción intensísima cuyo preludio fue la visita al hospital de Dublín, refugio de los
pobres más abandonados e infelices. De esta suerte aquellos primeros Legionarios de María
iniciaron su marcha triunfal de conquista de almas, su peregrinación apostólica a través del mundo.
Tales fueron los modestísimos principios de esta obra gigante.

La nomenclatura, organización y el que pudiéramos llamar atuendo guerrero, lo toma la Legión de


María de la vieja legión romana, elevando, como es claro, aquellas virtudes naturales a una visión
sobrenatural. El Legionario de María tiene su "tessera" como el legionario romano. Flamea al viento
su "Vexillum" o estandarte como el lábaro en la Legión. Y la organización jerárquica de la Legión de
María recuerda también a las viejas instituciones romanas en los nombres de "Concilium Legionis",
"Senatus", "Curia", "Praesidium", etc.

Pero no es precisamente este aparato externo lo que ha hecho admirable en los tiempos actuales a
la Legión de María. Ha sido ante todo su sin par espíritu apostólico, que tantos frutos está
reportando por doquier. Este espíritu se halla condensado en la Promesa Legionaria, fórmula por
que el Legionario se consagra y se entrega a su obra.

No queremos entrar en un análisis de esta fórmula, cuyo comentario es precisamente el contenido


de este libro que presentamos, pero sí queremos llamar la atención de los lectores españoles desde
estas páginas de esta presentación sobre las notas características de este espíritu que brevemente
vamos a resumir.

Es de notar en primer término la profunda impregnación dogmática del apostolado de la Legión de


María. Cultiva la Legión un espíritu de total dependencia hacia la acción del Espíritu Santo y de
María, según el relieve que adquiere actitud sobrenatural en el espíritu de San Luis Ma. de
Montfort. A través de la lectura de su sin par libro Tratado de la verdadera devoción a la Virgen
María, siempre añoramos desde nuestra infancia encontrarnos con los apóstoles de los últimos
tiempos, que llevados de la mano de María e impregnados del Espíritu de Dios, harían maravillas
que el Santo tan entusiastamente describe en un capítulo memorable. Después de haber conocido
el Manual de la Legión de María y haber tomado contacto con esta, institución a través de sus
revistas y publicaciones, puedo asegurar, lector, que algo y aun mucho de aquel entusiasmo de San
Luis María se encuentra en esta Legión, que conducida por mano tan maternal y bajo la inspiración
del Espíritu de Dios, está haciendo por todo el mundo verdaderas maravillas de gracia. Tienen el
noble afán estos legionarios de María de continuar en la Iglesia los Hechos de los Apóstoles,
animados y dirigidos por el Espíritu Santo, que fue el alma de aquel gran movimiento inicial de la
vida de la Iglesia.

Otra característica de la Legión de María, íntimamente ligada a esta comunicación con el Espíritu
Santo, en su dinamicidad, su operosidad. No ciertamente la dinamicidad febril de quien todo lo
espera de su acción, ni la operosidad agotadora del que no sabe esperar la hora de la gracia; pero
sí la dinamicidad del que piensa que el mal viene veloz y hay que salirle al paso; sí la operosidad

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del que juzga pecado malgastar el minuto que Dios nos ha dado para el trabajo. Hemos entrado en
momentos de plena faena y todos son necesarios en la brecha, para rechazar al enemigo de Cristo.
He aquí las consignas que el Legionario de María recibe; ellas le imponen el santo deber de no
descansar hasta que el Señor le llame a premiarle de sus fatigas.

Característica de la Legión de María es también su profundo y teológico sentido de la catolicidad, de


la universalidad de su apostolado. Nada de localismos, nada tampoco de distinción de personas. Es
altamente significativo que en la primera reunión de un "Praesidium" en los Estados Unidos se
hallasen presentes legionarios de todo color. El que conozca el problema social que en aquel país
lleva consigo la convivencia de blancos y negros, comprenderá la altísima significación apostólica de
este hecho de la Legión de María. Mas en este apostolado tan universal, la Legión de María utiliza
preferentemente un método que queremos subrayar por ser muy aleccionador. Nos referimos a la
preferencia que concede a la acción individual, de alma a alma, de espíritu a espíritu. Repugna a la
Legión tratar a las almas como si fueran una masa, sin problemas personales acuciantes, que son
precisamente los que más urgentemente piden solución. No; este apostolado de masa puede tener
un efecto momentáneo que se puede aprovechar como principio de una formación sólida; mas
nunca puede ni menos debe suplir a ésta, que se logra paulatinamente, pero con toda seguridad, a
través del contacto individual, según propugna y practica la Legión.

También es característica del espíritu legionario un sistemático optimismo que le incita a


enfrentarse hasta con lo "imposible". Para el Legionario "lo imposible", tantas veces repetido por
almas pusilánimes, se desmenuza en partecitas de "posibles". "Lo imposible" es divisible en
"posibles". Y cuántas veces el dar principio a la lucha contra lo imposible ha abierto al apóstol
posibilidades en las que primeramente hubiera sido absurdo pensar, Este optimismo le nace al
Legionario del pensamiento de que, en definitiva, ni el que planta ni el que riega es nada, sino el
que da el incremento, que es Dios. Y como no sabemos los caminos de la Providencia, ni la hora de
su llamada, de ahí que a nosotros nos toque ir sembrando, quizá con dolor y lágrimas, para que
más tarde vengan otros recogiendo con alegría y contento.

Por último, la Legión de María, haciendo honor a su nombre, exige una disciplina férrea, En esto se
ha anticipado a los deseos del Papa Pío XII, cuando en el Congreso de Religiosos les pedía una
mayor adaptación a las circunstancias y una mayor unidad de acción. Es que la unidad de acción,
fundada en una concepción tea lógica de la obediencia, es uno de los pilares de todo fecundo
apostolado. La Legión de María así lo cree. Por eso exige de su Legionario, soldado raso de este
nuevo ejército, una obediencia sin réplica; que ya están los jefes con la tremenda responsabilidad
de pensar en los planes de ataque. Menos aún permite la Legión que se ataque su táctica
fundamental. Muy bien afirma que a nadie se le fuerza al ingreso; pero al que ha aceptado la
"tessera" del Legionario no le es lícito poner reparos a lo que prometió observar. Actitud es ésta de
gallardía espiritual frente a tanta multitud de proyectistas que imaginan haber encontrado el
secreto del gran apostolado futuro en la revisión de todos los planes anteriores. Con cierto humor
intencionado satiriza nuestro A. el que padezcamos hoy día una verdadera plaga de iniciativas. Y,
claro está, no se halla el remedio en iniciar, sino en continuar y, sobre todo, en concluir. Además de
que un sentido elemental de disciplina nos sugiere a todos que se halla muy cerca de mascar la
derrota el ejército en el que el último "caporal" se permite hacer observaciones, quizá muy
prudentes y acertadas, sobre los planes de ataque o sobre la estrategia que se ha de seguir. Para
la gran turbamulta de insubordinados que se camuflan tras dorados proyectos, la Legión de María
no tiene más que estos principios: disciplina y obediencia en los de abajo; responsabilidad de
mando en los de arriba. Así viene a ser auténtica Legión al servicio de la Iglesia.

Es esto precisamente lo que manifiestan los magníficos frutos que ha reportado por todas partes. Si
sus trabajos apostólicos se inician entre los más pobres del hospital de Dublín, muy luego su acción
se extiende especialmente a aquellas almas que no entran normalmente en el radio de acción del
ministerio sacerdotal: muchachas sin colocación y en peligro, ex presidiarios, gentes sin hogar,

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familias depauperadas, etc. Hasta la nefasta lacra social del comercio con el vicio fue atacada con
valentía y optimismo por la Legión de María. Y tan felices resultados dio su campaña que este
problema, uno de los más candentes y difíciles de la ciudad de Dublín, encontró solución. Se vio,
con admiración de todos, cómo en las madrigueras del vicio se levantaban casas de oración y de
trabajo. Y todo ello a través de una acción personal, directa, de alma a alma, la única acción que
en estos casos puede dar resultados satisfactorios.

Cuando unos años más tarde la Legión se extiende por el mundo, son siempre los campos más
difíciles los preferidos. Es, que la Legión de María no ha tenido el menor reparo en invitar a los
suyos al servicio heroico. Y siempre ha encontrado en sus filas almas abnegadas que en número
extraordinario han respondido a su invitación. Algunos apóstoles seglares, repitiendo el gesto
medieval de aquellos monjes irlandeses que dejaron la tranquilidad de su isla de santos para
evangelizar a otros pueblos, han salido también de su verde patria para implantar la nueva Legión
en tierras extranjeras. Citemos tan sólo el caso de Edel Quinn, que es todo un símbolo. Joven
delicada, apenas deja el sanatorio con muy pocas esperanzas médicas, cuando parte para el África,
recorre ella sola el Kenia, Uganda, Tanganica, la región del Niassa, atraviesa el océano Índico hasta
la isla Mauricio. Crece la semilla que planta bajo su mismo pie y centenares de grupos indígenas
nacen a su paso. Muere por fin agotada tras esta epopeya sobrehumana. Es el 12 de mayo de
1944. La misma Santa Sede es quien comunica su fallecimiento a Dublín y le rinde su homenaje. Un
ambiente de santidad y un ejemplo, inolvidable ha dejado tras de sí esta heroína de los tiempos
actuales.

Se comprende que con estos ejemplares la Legión de María se haya impuesto a la admiración de la
Jerarquía eclesiástica, que ve en ella un poderosísimo auxiliar. Así lo testificó el internuncio de
China, Mons. Riberi, con palabras que recuerda nuestro autor en su introducción. Y el Cardenal
Suhard, cuyo recuerdo se halla ligado a las innovadoras y atrevidas misiones de los suburbios de
París, decía: "He encontrado en la vida muchas obras buenas; pero una de las más bellas es la
Legión de María".

Por lo que hace a España, según informe de la delegada para nuestra Patria, una joven filipina que
desde el Lejano Oriente trae a la Madre Patria la gran obra irlandesa que ya ha dado la vuelta al
mundo, la Legión de María se halla establecida en ocho diócesis y de todas ellas las noticias son
muy halagüeñas y prometedoras. Los Legionarios españoles trabajan con verdadero entusiasmo, y
con resultados ya sorprendentes, en la vida espiritual de las parroquias.

He aquí, en síntesis, la breve historia y significación espiritual de esta admirable institución, la


Legión de María, a quien especialmente va dedicado el libro y cuyo conocimiento, creemos,
interesará al lector español.

Del valor y mérito del mismo dan prueba las doce traducciones que ha obtenido en diversas
lenguas Por lo que toca al autor del libro, Mons. Suenens, basta recordar su alta elevación dentro
de la Jerarquía eclesiástica para que merezca toda confianza en lo, que toca al profundo contenido
dogmático de la obra. Vice-rector de la Universidad de Lovaina, y en el curso 1943-44 rector "ad
interim", ha llegado a merecer la plena confianza del Emmo. cardenal arzobispo de Malinas, Van
Roey, que le tiene de obispo auxiliar de la Archidiócesis. Espíritu dinámico, últimamente ha
publicado un librito dirigido especialmente al público universitario saliendo en defensa de la
condenación eclesiástica del movimiento conocido con el nombre de "Ram" (Réarmement moral),
de ambiente y filiación protestante. Tanto este libro como las primeras ediciones de la Teología del
Apostolado de la Legión de María han aparecido con una carta laudatoria del Emmo. Cardenal Van
Roey. En esta edición española la carta del Cardenal la hemos sustituido, como habrá visto el
lector, por otra no menos autorizada que la Secretaría de Estado de Su Santidad ha dirigido a
Mons. Suenens.

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Terminamos esta presentación de la edición española de la obra teológica de Mons. Suenens con
unas palabras que tomamos del autorizado mariólogo italiano G. Roschini en su nota crítica
publicada en "L'Osservatore Romano" (6-1-52, p. 4): "La riqueza de ideas, la claridad de
exposición, la profundidad de doctrina, la elegancia del estilo, la unción típicamente mariana que
todo lo impregna, colocan a este libro entre los mejores publicados en este siglo y lo hacen un
verdadero e indispensable "vade mecum" de todos cuantos trabajan en el campo del apostolado
católico. No dudamos en presentarlo como el libro, por antonomasia, de la edad de María, Reina de
los Apóstoles".

Colegio de Filosofía de Montehano (Santander)


FR. FELICIANO DE VENTOSA O.F.M., Cap.

INTRODUCCIÓN

El 7 de septiembre, y a la hora de primeras vísperas de la Natividad de Nuestra Señora, nace en


Dublín, en un ambiente de silencio y humildad, la Legión de María. Unas quince personas se dirigen
a Myra House para buscar, unidas y hermanadas, los mejores medios para servir eficazmente al
Señor. Movidas por común impulso, se postran a los pies de una estatua de María Mediadora, y
mientras desgranan las cuentas de su rosario, piden a la Virgen Santa les inspire y proteja. Ignoran
aún qué tareas apostólicas les serán confiadas y por qué medios las podrán llevar a efecto. Con una
confianza sin límites, cada cual ofrece a la Señora lo poco que posee: sus temores, su pobreza y,
sobre todo, su buena voluntad. Ella dispondrá lo más conveniente para la salvación del mundo.

A la Virgen Santa le fue agradable aquella ofrenda y la aceptó como Jesús los cinco panes y los dos
peces del joven del Evangelio, que, bendecidos por sus manos, fueron suficientes para alimentar a
la multitud. En las manos maternales de María se renueva el milagro de la multiplicación de los
panes. En legión se ha llegado a convertir aquella semilla inicial de Myra House. Sin más apoyo que
su íntimo dinamismo y la protección de María, se ha extendido en un cuarto de siglo a los cinco
continentes. Por todas partes y en todas las latitudes hombres y mujeres han vuelto a repetir el
gesto inicial de aquella hora de vísperas de Dublín: se han arrodillado para rezar en común y
después, llenos de santo alborozo, se han ofrecido a María, para que llegue a ser pronto entre los
hombres una realidad efectiva su tierna maternidad de gracia.

Hoy día es un inmenso ejército mariano quien la aclama por guía y jefe. Su grito de reclutamiento
es el mismo que la Iglesia atribuye a los ángeles en la aurora de la Asunción de la Virgen Santa a
los cielos:
"¿Quién es ésta que camina como la aurora,
bella como la luna, brillante como el sol,
terrible como ejército en orden de batalla?

Ahora bien, para lograr la victoria, debe mediar entre el jefe y sus soldados una cordial alianza.
Sabida es de todos la alta significación que para el caballero de la Edad Media tenía el juramento
prestado por el que se consagraba al servicio de su señor feudal. También el Legionario de María
conoce la alegría y la emoción de la palabra dada. La promesa que pronuncia en medio de sus
hermanos, tremolando en sus manos el vexillum, viene a ser como un contrato de fidelidad con el
que se liga a su Madre del cielo y por el que le consagra todo lo que es y todo lo que tiene. Es ésta
una alianza que implica una total e incondicional disposición en manos de María, "for better, for
worse", para todos los trabajos que quiera esta divina Madre confiarle con miras a salvar a los
hombres. Por esta alianza además se acopla ingenuamente el alma a los planes de María,
sellándose entre ambas un pacto de unión, que tenderá a reforzarse de día en día hasta llegar a
una plena vida de intimidad.

El Legionario de María pronuncia una promesa, cuyas palabras están cargadas de contenido y son

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muy fecundas en consecuencias. Son sus frases, inscripciones lapidarias, que no sólo afloran a la
superficie del alma legionaria, sino que calan en lo más hondo de la misma, para grabarse por
siempre en su memoria y en su corazón.

He aquí por qué hemos creído útil escribir estas páginas. Ellas llevan el propósito de introducir al
Legionario en la plena inteligencia de su entrega y consagración, poniéndole en claro el sentido
profundo de la fórmula que le liga a su Reina y Soberana. Conocemos en verdad pocas oraciones
en la literatura cristiana contemporánea que tengan tanta densidad de doctrina y tal resonancia
espiritual.

Para percatarse de su extraordinaria vitalidad, es necesario aceptar el plan íntegro que ella
propone. Sólo aquel que no tema vivir hasta su última consecuencia el amor de Dios que anima
esta consagración penetrará todo su sentido. Para muchos estas palabras serán letra muerta de
fórmulas gastadas. Por el contrario, quien acepte plenamente este contrató de alianza y lo viva por
largos años, este tal la comprenderá en lo que tiene de más íntimo y subido.

Es, pues, necesario que el Legionario de María viva esta promesa, para que de esta suerte la vaya
progresivamente penetrando.

¡Que la lea muchas veces y que la rumie en la intimidad!

A los que se preparan a hacer esta consagración por vez primera, deseamos ofrecerles estas
páginas como una introducción y guía. A los veteranos se las presentamos más bien como una
invitación a beber de nuevo en la fuente primera marina que sació su espíritu. Con motivo de un
retiro o de una renovación de la promesa, estas páginas están llamadas a enardecer de nuevo su
corazón.

Pero tanto a los unos como a los otros, les exhortamos a no contentarse con una lectura rápida,
sino que han de "orar" estas páginas y sobre estas páginas. Al abrirlas deberán invocar al Espíritu
Santo, porque solamente el divino Espíritu puede ayudarles a escrutar "las profundidades de Dios"
y hacérselas gustar. Al cerrarlas, volverán de nuevo a invocar al mismo divino Espíritu, para
impetrar la docilidad generosa y la plena aceptación de las santas consignas, que hagan posible
vivir la entrega apostólica prometida. Piense el Legionario de María que no se trata. tan sólo de sí
mismo. Si el Legionario se ofrece al Espíritu Santo por y en María, es para la salvación del mundo,
para que las triunfales Hechos de los Apóstoles continúen perpetuándose en la Iglesia: "Fuego he
venido a traer a la tierra, decía Jesús, y ¿qué pudo desear sino que arda?".

Este fuego es el Espíritu Santo: el Legionario de María abre su alma a este fuego divino, para, una
vez abrasado en santo ardor, convertirse en antorcha capaz de iluminar a innumerables almas y
abrasar al mundo entero con su llama.

***

Pero aún quieren ser algo más estas páginas comentario de la promesa. Ellas se proponen dar a
conocer la espiritualidad legionaria a multitud de almas que la desconocen. Se dirigen ellas también
al lector que no pertenece a la Legión de María, pero que está deseoso de llegar al alma de este
movimiento, que ha tomado tal amplitud en la Iglesia que es ya imposible desconocerlo. Tanto
menos cuanto que su expansión toma más incremento de día en día.

Nacida la Legión de María en Irlanda en 1921, no traspasó las fronteras de este país hasta 1928,
que se estableció en las diócesis de Inglaterra y más tarde en las Indias Orientales y en América. Y
cosa singular: había ya conquistado a Asia, África y América y aún no había penetrado en los
diversos países del continente europeo. En la actualidad, sin embargo, ya todas las fronteras del

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mundo cristiano le han abierto sus puertas y las oraciones de la Legión de María se recitan en cerca
de setenta lenguas diversas, contándose por millones sus miembros activos y auxiliares. Más de
setecientos obispos la han acogido en sus diócesis, prodigándole elogios y haciéndola objeto de
distinciones llamativas. El internuncio en China, Mr. Riberi, que la ha calificado de "milagro del
mundo moderno", invitó a los obispos de China a establecerla en todas partes como una especie de
"maquis" espiritual de la Iglesia.

Ahora bien, si los hechos hablan, y por cierto con tanta elocuencia, una cuestión se impone
ineludiblemente: "Quae est ista?". ¿Qué movimiento es éste y dónde se halla la clave de sus éxitos?
A esta cuestión deseamos responder describiendo los rasgos fundamentales de la Legión de María,
y analizando su espiritualidad.

Quizá las últimas palabras pudieran hacer pensar que la Legión de María reivindica para sí algún
monopolio de espiritualidad dentro de la vida de la Iglesia. Nada más falso. En las páginas que
siguen esperamos poder demostrar que la Legión de María intenta sencilla y llanamente vivir el
catolicismo normal. Ni más ni menos. Pero adviértase que al decir normal, no pensamos de ninguna
manera en un catolicismo mediocre.

En nuestros días prevalece el criterio de considerar como católico "normal" al cristiano cumplidor de
sus deberes en la intimidad de la vida privada, aunque no se preocupe ni poco ni mucho de la
salvación de sus hermanos. Es esto, hay que decido muy alto, una caricatura del verdadero
"católico" y aun del mismo catolicismo. El católico mediocre no es el católico normal. Es preciso
someter a crítica severa y a proceso de revisión la noción de católico "bueno" o de católico
"práctico". No hay católico bueno sin un mínimum de apostolado y este mínimum de apostolado,
que motivará el veredicto del Supremo juez, no lo alcanza -y es lamentable- la masa de nuestros
católicos llamados prácticos. He aquí el gran drama, o si se quiere, la terrible tragedia de tantos
cristianos mediocres, motivada por un error fundamental.

Lo que decimos aquí -y volveremos más de una vez sobre ello- acerca del deber apostólico que la
Legión de María considera como su rasgo y característica fundamental, se puede repetir con
respecto a su devoción mariana. Pues bien, la actitud de la Legión de María con relación a su Reina
Soberana se resume en estas palabras: la Legión de María ama a María como la Iglesia la ama.
Nada más; pero tampoco nada menos.

La Legión de María no quiere orar en una capilla lateral, sino en la nave central: no es ella, en
verdad, quien ha decretado que María esté en el corazón del cristiano y que los cristianos nazcan
de Ella por una operación semejante a aquella por la que un día nos dio a Jesucristo.

La Legión se propone practicar la devoción normal en la Iglesia hacia la Virgen Santa, quiere que su
devoción a María sea una devoción auténticamente cristiana. Si en este anhelo parece ir demasiado
lejos, si la donación que, hace de sí misma parece estar impregnada de exagerado ímpetu y
emoción, recuérdese que es el mismo Jesucristo quien desea continuar en nosotros su amor a
María y es Él quien nos incita y estimula a acrecentar nuestro amor filial a medida del suyo.

Porque, no lo olvidemos jamás; el Hijo de Dios quiso ser el Hijo de María. Ama a su Madre -elegida
entre millares- con un amor incomparablemente superior al amor que tiene a todos los ángeles y a
todos los santos juntos. Le ha concedido privilegios que no ha concedido a los serafines y la ha
asociado de modo muy singular a su obra, salvadora. Es Él quien preside y alienta por medio de su
Espíritu, la glorificación siempre creciente de María en la Iglesia contemporánea.

Si en verdad el cristiano puede exclamar con San Pablo: "no soy yo, sino que es Cristo quien vive
en mÍ" (Gál. II, 20), ¿no podemos en legítima consecuencia decir que, si amamos a María, no
somos nosotros quien la amamos, sino que es Cristo quien la ama en nosotros? Si hemos venido a

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ser para Cristo sus "miembros en desarrollo", nuestro amor para con María no es más que uno con
el amor de Cristo y es por consiguiente Cristo quien lo ejercita y expresa en nosotros por modos
siempre nuevos. "Yo completo en mi cuerpo, ha podido escribir San Pablo, lo que falta a la Pasión
de Cristo" (Col. 1, 24). Nada faltaba a la Pasión de Cristo en Cristo mismo. Pero faltaba alguna cosa
en Pablo, miembro del Cristo total. En un sentido análogo podemos igualmente decir que
completamos en nosotros lo que falta a la piedad filial de Cristo hacia su Madre.

La Legión de María quiere amar a María con el corazón de Cristo, como quiere asimismo amar a
Cristo con el corazón de María. Puesto que éste es el plan de Dios y su divina voluntad, la Legión lo
acepta con fe plena, sin vacilaciones ni reticencias.

En el terreno doctrinal la Legión de María no reclama para sí otra originalidad que ésta. Fidelidad y
-si es caso- vuelta a la tradición auténtica. Tal es su ideal y su aspiración. Si, pues, empleamos la
expresión "espiritualidad de la Legión de María", es solamente para notar los rasgos que ella ha
puesto en más destacado relieve dentro del patrimonio común a todos los hijos de la Iglesia. Si
acaso chocase por algunas de sus exigencias o de sus prácticas, nótese que nunca se ha movido a
tomar determinado rumbo por afán de singularidad, sino que todo ello lo ha considerado como una
legítima consecuencia de su noble anhelo de vivir el cristianismo nutrido de la plenitud de su savia
vigorosa.

¿Por qué sucede que muchos católicos llamados "prácticos" viven tan lamentablemente después de
su bautismo? ¡Oh! ¡Y cuán otros serían nuestros juicios sobre el valor del cristianismo si en lugar de
enjuiciarle por estas deficiencias lo viésemos a la luz de Cristo!

¡Qué renovación tendría lugar si nos decidiésemos a aceptar las enseñanzas del Maestro y a vivirlas
sin compromiso!

La Legión de María, lo podemos decir, sueña en responder a esta cuestión de un modo terminante:
"¿Qué ocurrirá si en pleno siglo veinte se tiene la gallardía de tomar a la letra las palabras de Cristo
sobre la fe que traslada las montañas? A lo cual la historia de la Legión de María - bella como
leyenda dorada responde: Sucederá que "los ciegos vean, que los cojos anden, que los leprosos
queden limpios, que los muertos resuciten y que los pobres sean evangelizados" (Math., XI, 46)
(1).

Como final de esta introducción nos permitimos añadir que estos principios que forman la base del
ideal apostólico de la Legión de María, valen del mismo modo para toda acción apostólica digna de
este nombre, trátese de Acción Católica general o de Acción Católica especializada. El apostolado
siendo, como es en verdad, la prolongación de la Encarnación, se realiza siempre y en todas partes
"de Spiritu Sancto ex Maria Virgine". Los ángulos de perspectiva y las modalidades de ejecución
difieren legítimamente; mas la inspiración y el hálito fundamental es patrimonio común a todos.

Como cualquier otra realidad sobrenatural, ésta del apostolado cristiano presenta dos aspectos y
mira a dos mundos. En primer lugar tiene un lado que mira a este mundo terrestre, donde el
apóstol trabaja con afanes y con más de una desilusión en medio de la infinita, variedad de
hombres, de situaciones, de ambientes y de épocas. Se impondrá, por lo mismo una variación de la
palabra eterna y también de la ciencia de las condiciones en las que la roturación y el cultivo
espiritual se va a ejercer. Mas se da al mismo tiempo el lado divino en el ministerio apostólico,
cuyas palabras son tan universales e inmutables como lo es la misma Iglesia. Es este último
aspecto el que estas páginas tratan de poner más en relieve. So pena de quedar truncado, el
apostolado auténtico es apostolado mariano. Si la Legión de María quiere ser la encarnación
viviente de estos principios, no por ello, volvemos a repetir, reivindica monopolio alguno.
Fraternalmente se asociará con todas las otras formas de organización, igualmente necesarias y
que deben abrevar, ellas también, en los mismos hontanares de vida sobrenatural.

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Que la doctrina expuesta en estas páginas estimule a todos los obreros que van codo con codo
trabajando en la viña del Señor y librando las difíciles batallas de la conquista de las almas. Que
ellas sostengan a todos estos infatigables obreros en su afán de conquista.

LA PROMESA LEGIONARIA

Santísimo Espíritu, yo, (nombre del candidato),


queriendo en este día ser alistado como legionario de María,
y reconociendo que por mí mismo no puedo prestar un servicio digno,
te ruego desciendas sobre mí y me llenes de Ti mismo,
para que mis pobres actos los sostenga tu poder,
y venga a ser instrumento de tus poderosos designios.
Reconozco también que Tú,
que viniste a regenerar el mundo en Jesucristo,
no quisiste hacerlo sino por María;
que sin Ella no podemos conocerte ni amarte,
y que por Ella son concedidos tus dones, virtudes y gracias,
a quienes Ella quiere, cuando Ella quiere,
en la medida y de la manera que Ella quiere;
y me doy cuenta de que el secreto de un perfecto servicio legionario
consiste en la completa unión con Aquella que está tan íntimamente unida a Ti.
Por tanto, tomando en mi mano el estandarte de la Legión,
que trata de poner ante nuestros ojos estas verdades,
me presento delante de Ti como soldado suyo e hijo suyo,
y como tal me declaro totalmente dependiente de Ella.
Ella es la Madre de mi alma.
Su corazón y el mío son uno;
y desde ese único corazón vuelve Ella a decir lo que dijo entonces:
"He aquí la esclava del Señor".
Y otra vez vienes Tú por medio de Ella para hacer grandes cosas.
Cúbrame Tu poder, y ven a mi alma con fuego y amor,
y hazla una con el amor de María y la voluntad de María de salvar al mundo;
para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha inmaculada;
para que por Ti crezca en mí también mi Señor Jesucristo;
para que yo con Ella, su Madre,
pueda ofrecerle al mundo y a las almas que le necesitan;
para que, ganada la batalla, esas almas y yo
podamos reinar con Ella eternamente en la gloria de la Santísima Trinidad.
Confiado en que en este día quieras Tú recibirme por tal
y servirte de mí y convertir mi debilidad en fortaleza,
tomo mi puesto en las filas de la Legión
y me atrevo a prometer ser fiel en mi servicio.
Me someteré por completo a su disciplina,
que me liga a mis hermanos legionarios
y hace de nosotros un ejército,
y mantiene nuestra alineación en nuestro avance con María,
para ejecutar tu voluntad, para obrar tus milagros de gracia
que renovarán la faz de la tierra,
y establecerán, Santísimo Espíritu, tu reinado sobre los seres todos.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. (b)

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CAPÍTULO I
EL ESPÍRITU SANTO
"SANTÍSIMO ESPÍRITU...
QUERIENDO EN ESTE DÍA SER ALISTADO
COMO LEGIONARIO DE MARÍA,
Y RECONOCIENDO QUE POR MÍ MISMO
NO PUEDO PRESTAR UN SERVICIO DIGNO,
TE RUEGO DESCIENDAS SOBRE MÍ Y ME LLENES DE TI MISMO,
PARA QUE MIS POBRES ACTOS LOS SOSTENGA TU PODER,
Y VENGA A SER INSTRUMENTO
DE TUS PODEROSOS DESIGNIOS".

1.- NATURALEZA DEL AMOR DE DIOS

Santísimo Espíritu... Por una invocación al Espíritu Santo se abre la Promesa. Es que toda la alianza
está pendiente de este divino Espíritu.

Se le encuentra tanto en el origen como en el fin de todos los tiempos y de todas las cosas. Él es el
Amor que, difundiéndose en los seres, los ha llamado a la existencia, creando el mundo que
admiramos. Es asimismo el Amor que un día será todo en todos. Por esto el alma del Legionario de
María se vuelve primeramente hacia el Espíritu Santo en el acto decisivo con el que compromete su
vida.

El Legionario de María sabe que su ofrenda es una respuesta, que su amor es un reconocimiento y
adhesión a quien lo amó primero. El Legionario sabe que se entrega a quien ya antes se le había
entregado. Dios nos amó el primero y esta benevolencia anticipada del divino Amor nos fuerza a
entregamos a Él con todo el generoso ímpetu de nuestra alma. No somos quienes en esta alianza
tomamos la iniciativa. No es la tierra la primera en subir al cielo; es el cielo el que se ha anticipado
a bajar a la tierra gratuitamente, liberalmente. Ante tanta generosidad por parte del Amor divino y
tanta ingratitud por parte de los hombres, nos atreveríamos casi a decir: locura. Porque es de notar
que Dios no va a ganar nada en este intercambio. Él fue, es y será siempre el Amor que se basta a
Sí mismo y que por lo tanto, si se da y se comunica, es movido únicamente por un ímpetu
insondable de pura generosidad y munificencia.

Lo sorprendente no es que Dios sea, sino el que nosotros seamos, nosotros, que no podemos ni
donar nada a Dios, ni añadir nada a su gloria, ni ofrecer nada que pueda intensificar su felicidad
personal e íntima. Somos, porque Dios es bueno, decía ya San Agustín. He aquí la razón profunda
por qué Dios no condivide ni puede condividir con nadie la gloria de amarnos a título gratuito, con
magnanimidad sin igual.

Cuando un hombre sacrifica su vida por otro, no puede menos de enriquecerse y ennoblecerse por
el acto mismo de humillarse y anonadarse ante su prójimo. Esto prueba que el acto de desinterés
absoluto no está en nuestras manos. Pues bien, este Amor total, absoluto y exclusivo es el Amor
con que Dios nos ama.

Verdad altamente confortadora. Porque si el Amor de Dios tiene su fuente única en sí, si no hay
otra razón para este amor que el amor mismo, nada ni nadie será capaz de aminorar la ternura de
Dios para con nosotros. Ni nuestras miserias, ni nuestras cobardías, ni nuestras caídas en el fango.
Su amor no es una respuesta al nuestro; es Él primero. Su amor no depende de nuestra bondad; es
Él quien crea en nosotros lo que en nosotros es digno de amor. La Bondad, la Generosidad de Dios:
he aquí el hontanar de donde mana la fuerza inaudita de su Amor hacia nosotros; he aquí lo que

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hace que Dios nos ame, valga la frase, implacablemente.

Francis Thomson ha glorificado este amor en versos inmortales (2):


"Creatura extraña, lastimera y vana,
¿Quién soñará en concederte una parte de su amor? Porque Yo sólo soy potente para sacar de la
nada un mundo".

(Habla el Creador)

¡Y el amor humano requiere humanos merecimientos...!


¿Cómo los has merecido tú,
tú, el más insignificante terrón de la informe arcilla humana?
¡Ay; no conoces cuán poco digno eres de mi amor!
¿A quién encontrarás que quiera tu innoble "tú", sino Yo, solamente Yo?

(El lebrel de los cielos)

2.- FUNCIÓN PERSONAL DEL ESPÍRITU SANTO EN LA TRINIDAD

En esta inexhausta Bondad y Generosidad divina debemos ante todo pensar al volvernos hacia este
Amor primero que llamamos Espíritu Santo.

Con este amor creador y generoso amó Dios a María -y a nosotros en Ella- cuando descendió sobre
Ella en la mañana de la Anunciación.

Se ha podido definir el cristianismo como un intercambio de dos amores en Jesucristo. El amor que
bajó del cielo para realizar la alianza sagrada se llama Espíritu Santo. El amor que de la tierra subió
hacia el cielo, saliendo a su encuentro, se llama María.

Sin duda, este amor que en María se eleva para ir al encuentro del Espíritu divino es también una
participación de la caridad divina. María ha recibido en sí, como ninguna otra criatura la plenitud de
la gracia celestial. Ella ama a Dios con el mismo amor con que Dios la ha amado. Y es en el seno de
esta comunicación misteriosa entre Dios y María donde Ella responde al llamamiento del amor
divino.

Esto no quita que la función de María sea en verdad la respuesta por parte de la creatura
santificada a la llamada de Dios. María es, en efecto, el más alto punto en la marcha grandiosa que
el Dios del Antiguo Testamento hizo a través de los siglos para formar en Israel un pueblo
verdaderamente suyo, una esposa "santificada en la verdad y en la santidad". En María "la tierra ha
dado su fruto" y "el cielo ha hecho llover al Salvador". "Terra dabit fructum suum et nubes pluant
Justum": este voto, esta promesa y este anhelo que resume toda la antigua Alianza, se realiza en
María.

En el cruce histórico en donde confluyeron Dios y la Humanidad, que fue el pueblo escogido, Israel,
se debe situar la Encarnación del Verbo en María con todas sus consecuencias.

Atrevámonos ahora a contemplar desde más cerca a Aquel que va a cubrir a María con su sombra
fecundante, y con respeto sondeemos los misterios del Espíritu "donde los ángeles aspiran a
penetrar con su vista" (1 Petr. 1, 12).

Sabemos con toda certeza que las obras de Dios ad extra (fuera de Sí) son comunes a las tres
divinas personas, y que el amor de Dios que nos invade y nos envuelve es un triple y único amor,
una triple y única ternura. Más si la función del Espíritu Santo incluye la de las otras divinas

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personas, no por ello el Espíritu Santo se eclipsa en un anonimato trinitario. Sí; las obras de Dios ad
extra son comunes a las tres personas; pero cada cual tiene una función eminentemente personal y
en ningún modo conmutable (3). Sin duda alguna, el Espíritu Santo no es solo en nuestra
santificación y menos aún con exclusión de las otras divinas personas. Dios Padre nos santifica y
dígase lo mismo de Dios Hijo. Más cada uno a su manera: el Padre nos santifica como Padre, quien
con el Hijo y por el Hijo nos envía al Espíritu Santo. Éste es, por lo tanto, su don supremo con
relación a nosotros, como es el sello de su mutuo amor en la vida trinitaria. Recibiendo, pues, al
Espíritu Santo, entro en la intimidad de la familia de Dios.

El Padre, dirá San Atanasio, es la fuente, el Hijo es la corriente y nosotros bebemos al Espíritu
Santo (4). Los Padres griegos lo repetirán a porfía, de mil modos y maneras. Es el Espíritu Santo,
pudiéramos decir, el introductor en la vida de Dios. Es el fruto de la unidad del Padre y del Hijo;
mas es también el lazo que une a Dios con los hombres y particularmente el que une a Dios con
María. Él es como la mano del brazo que Dios tiende a la Humanidad. Él es aquel en quien
poseemos al Hijo y al Padre. Todo procede del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Este axioma
se repite como un "leit motiv" en la literatura católica oriental. La Iglesia, por otra parte,
desplegando su ciclo litúrgico de Adviento, Cuaresma y Pentecostés, pone ante nuestros ojos este
dinamismo trinitario, y nos hace vivir de este ritmo interior de la vida divina.

3.- FUNCIÓN PERSONAL DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA

Es hacia el Espíritu Santo hacia quien orienta Jesús las almas de sus discípulos en la hora de su
despedida: "Os digo la verdad: os cumple que Yo me vaya; porque, si no me fuere, el Paráclito no
vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré" (Jo. 16, 7)

Es por tanto el Espíritu Santo la promesa suprema de Jesús, es la garantía de su presencia y de su


victoria. Cuando en la mañana de Pentecostés descendió este Espíritu sobre los Apóstoles reunidos
en el Cenáculo, una nueva era comenzó para el mundo: la era del Espíritu Santo, la plenitud de los
tiempos.

Porque, hablando con todo rigor, por Él hemos entrado en esta fase última de la historia. Es, a Él a
quien compete en adelante, si vale la frase, actuar en el proscenio. Es Él quien se va a apoderar de
estos pescadores de Galilea para transformarlos en apóstoles, quien va a descender sobre los
primeros fieles para llenarlos de sus carismas, quien va a investir a los mártires de fuerza
irresistible, comenzando por San Esteban "plenus fide et Spiritu Sancto", lleno de fe y del Espíritu
Santo.

Los hechos de los Apóstoles, que abren la historia de la Iglesia, no son en sustancia más que el
evangelio del Espíritu Santo.

En su primer contacto con la multitud, San Pedro aplica al Espíritu Santo estas palabras del profeta
Joel: Esto (que veis) es lo dicho por el profeta Joel: "Y acaecerá en los días postreros, dice Dios,
que derramaré de mi Espíritu sobre toda carne; y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas,
vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán ensueños; y en aquellos días
derramaré de mi Espíritu... antes que llegue el día del Señor, día grande y deslumbrador" (Hch., 2,
18-21; Joel, 2, 28-32).

Esta parusía definitiva nos revelará la Majestad de Dios; pero entretanto el Espíritu Santo va
realizando su obra. Se le siente en cada página de los Hechos de los Apóstoles, más presente aún y
más activo que los mismos hombres de los que nos habla la historia y cuyos nombres se citan. Se
habla de Él como de una presencia amada y segura. Aun cuando San Lucas no le nombra en su
libro, se le adivina como una filigrana que ilustra divinamente cada una de sus páginas. Él conduce
el gran deporte apostólico de los primeros siglos y enlaza su trama secreta.

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Es Él quien inspira tanto las palabras que debían decir delante del sinedrio, de los procónsules o de
los gobernadores de Roma, como la explicación que daban a los fieles en las catequesis de todos
los días. "Mi palabra y mi predicación, dirá San Pablo, no fue con persuasivas palabras de sabiduría,
sino con demostración de Espíritu y de verdad; para que vuestra fe no estribe en sabiduría de
hombres, sino en la fuerza de Dios" (1 Cor., 2, 4-5).

Es Él quien consagra a un hombre para que venga a ser testigo de Cristo: "Mas recibiréis la fuerza
del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda
la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra" (Hch., 1, 8).

Es Él quien sondea y santifica el corazón de los hombres y no se le puede engañar bajo pena de
castigo: "Ananías, ¿cómo es que Satanás se posesionó de tu corazón, para que quisieses engañar
al Espíritu Santo?" (Hch., 5, 3).

Es Él el inspirador de audacias apostólicas: "y dijo el Espíritu a Felipe: "Acércate y arrímate a este
coche" (Hch., 7, 29), o también: "y así que subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a
Felipe, y no le vio ya más al eunuco" (Hch., 8, 39).

Es Él quien anima a los mártires: "Mas como Esteban estuviese lleno del Espíritu Santo, clavando
los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios" (Hch., 7, 55).

Es Él quien lleva a Pedro a la casa de Cornelio: "y díjome el Espíritu que fuese yo con ellos, dejada
toda vacilación" (Hch., 12).

Es Él quien elige a los apóstoles: "Estando ellos celebrando el oficio en honor del Señor y
ayunando, dijo el Espíritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra para la cual los he
llamado" (Hch., 13, 2).

Es Él la alegría de los perseguidos y quien les da seguridad: "y los discípulos se llenaban de gozo y
del Espíritu Santo" (Hch., 13, 52).

Es Él quien preside las decisiones de las que pende el porvenir de la Iglesia naciente, no siendo los
Apóstoles más que transmisores de las normas directivas por Él dadas: "Porque pareció al Espíritu
Santo y a nosotros no imponeros otra carga alguna" (Hch., 15, 28).

Es Él quien traza a los Apóstoles su ruta, quien los guía y los defiende: "y atravesaron la Frigia y la
región de Galacia, impedidos por el veto del Espíritu Santo de anunciar la palabra en el Asia. Y
como llegaron cerca de la Misia, intentaban dirigirse a la Bitinia, y no se lo consintió el Espíritu de
Jesús" (Hch., 16, 6-7). "Y ahora dirá San Pablo, he aquí que, atado yo de pies y manos por el
Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que en ella va a sobrevenirme, si no es que el Espíritu
Santo en cada ciudad me testifica diciendo que me aguardan prisiones y tribulaciones" (Hch., 20,
22-23).

He aquí con qué realismo la Iglesia primitiva manifestaba y vivía su fe en el Espíritu Santo. Esta fe
domina toda la actividad de San Pablo y motiva su estupor cuando, casi escandalizado, pregunta a
un grupo de discípulos: "¿Recibisteis al Espíritu Santo?". Y cuando los discípulos le confiesan: "Es
que ni siquiera nos enteramos de que haya Espíritu Santo", San Pablo casi sin poderlo creer les
replica: "¿Con qué bautismo, pues, fuisteis bautizados?" (Hch., 19, 1-3).

Se podría, ¡ay!, repetir la anécdota apostólica entre no pocos cristianos del día. ¿Saben ellos que
han sido bautizados en el agua y en el fuego? ¿Y saben ellos que este fuego debe tener fuerza
devoradora y ganar por medio de ellos a todos los hombres, aunque sea menester irlos
conquistando uno por uno?

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La promesa legionaria, al dirigirse en primer término al Espíritu Santo, desea desarrollar en
nosotros el culto de la Tercera Persona y revelamos a esta divina Persona como Dios más interior a
nosotros que nosotros mismos, como alma de nuestra alma y aliento de nuestro aliento. La
promesa quiere que cada uno grite delante de este Santo Amor, como Claudel gritaba delante de
Ellos:
"¡Oh Señor, que os mostráis tan inopinadamente ante nosotros!"

He aquí cuál es el espíritu de la promesa que hace al Legionario hijo obediente y entusiasta del plan
divino, que le exige abra su alma al Amor de Dios, para que los Hechos de los Apóstoles se
perpetúen en la Iglesia.

Al terminar esta exposición, no puedo menos de citar la confidencia emocionante que hizo el
Cardenal Mercier al final de sus días: "Os quiero revelar, escribía, un secreto para la santidad, y
para la dicha: si todos los días durante cinco minutos hacéis callar a vuestra imaginación, cerráis los
ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a los ruidos de la tierra, para entrar dentro de vosotros
mismos y allí, en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo,
habláis a este divino Espíritu, diciendo:
"¡Oh Espíritu Santo!, alma de mi alma, yo os adoro.
Iluminadme, guiadme, fortificadme, consoladme.
Decidme qué debo hacer, dadme vuestras órdenes;
Os prometo someterme a todo, lo que deseéis de mí.
Y aceptar todo lo que Vos permitáis que me suceda.
Hacedme tan sólo conocer vuestra voluntad.

Si hacéis esto, vuestra vida se deslizará feliz, serena y llena de consuelo, aun en medio de las
penas, porque la gracia del Espíritu Santo será proporcionada a los sufrimientos, dándoos fuerza
para soportarlos, llegando de esta suerte a las puertas del paraíso cargados de méritos.

Esta sumisión práctica al Espíritu Santo es el secreto de la santidad".

4.-RESPETO PARA CON LA ACCIÓN DE DIOS

Es, pues, al Espíritu Santo a quien la dirige la Promesa.

¿Y qué le decimos desde el principio del diálogo? Lo que era de esperar: una oración que evoca y
prolonga la respetuosa adoración de María en presencia del ángel al anunciarle la venida de este
Espíritu divino.

Le decimos desde un principio que nos sentimos indignos de la misión que Él nos va a confiar.
"Queriendo en este día ser alistado como legionario de María,
y reconociendo que por mí mismo no puedo prestar un servicio digno,
te ruego desciendas sobre mí y me llenes de Ti mismo,
para que mis pobres actos los sostenga tu poder,
y venga a ser instrumento de tus poderosos designios".

Ofrecemos al Espíritu Santo nuestra poquedad, sabiendo que toda suficiencia le repele y que es
propio de Dios el crear a partir de la nada.

Le presentamos la conciencia de nuestra miseria, la confesión sin rodeos de nuestras debilidades,


de nuestras cobardías sin número, de nuestras infidelidades.

Estamos prontos a decirle con la Iglesia:

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" Veni, Pater pauperum Ven, Padre de los pobres
Lava quod est sordidum Lava lo que está manchado
Riga quod est aridum Riega lo que es árido
Sana quod est saucium Cura lo que está enfermo
Flecte quod est rigidum Doblega lo que es rígido
Fove quod est frigidum Calienta lo que es frío
Rege quod est devium" (5). Dirige lo que esta extraviado

No cabe equívoco alguno:

A Él toca llenar nuestras manos vacías; a nosotros, transmitir lo que nos haya puesto en ellas.

A Él, inundar nuestra alma de sus gracias y de sus carismas; a nosotros, comunicar cada una de las
gracias alcanzadas, y cada luz y cada impulso recibidos.

A Él, hartamos con sus dones; a nosotros, participar con nuestros hermanos.

A Él, invadimos como el torrente que horada la roca para desbordarse luego en la llanura vecina; a
nosotros, ofrecerle un alma abierta, despojada de sus propias vistas humanas, expropiada de ella
misma.

A Él, continuar en nosotros la efusión única y admirable con que inundó el alma de María, cuando
la cubrió con su sombra e inauguró en ella la redención del mundo; a nosotros, por nuestra parte,
prolongar el misterio de María.

¡Henos, pues, muy lejos de toda arrogancia apostólica! Lejos de los reformadores, que traen
consigo recetas de sabiduría humana, a las que debería plegarse la acción de Dios. ¡Como si
nosotros supiéramos los caminos del amor divino!

"Mis pensamientos, dice el Señor, no son vuestros pensamientos y mis caminos no son vuestros
caminos".

Al que ose pedir cuentas a Dios y citarle a su tribunal, Dios le ha dado por anticipado, y para
siempre, una respuesta sin réplica:

"¿Quién es ése que oscurece la Providencia


con palabras vacías de saber?

Cíñete, pues, como varón tus riñones,


voy a preguntarte y tu me instruirás.

¿Dónde estabas al fundar Yo la tierra?


Indícalo si tienes inteligencia.

¿Quién señaló sus dimensiones, si lo sabes,


o quién extendió sobre ella el cordel?

¿Sobre qué fueron asentados sus basamentos


o quién colocó su piedra angular,
entre los cantos a coro de las estrellas de la mañana y mientras aclamaban todos los hijos de
Elohin?...

¿Has mandado en tu vida a la mañana,

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enseñando a la aurora su lugar?...

¿Llegaste tú hasta las fuentes del mar


y en el fondo del océano te paseaste...?

¿Has considerado las extensiones de la tierra?


Indícalo, si la conoces toda".
(Job., 38, 1-18) (c).

No, nosotros no sabemos nada de los caminos de Dios. No podemos más que prosternarnos
delante de su acción divina como delante de Él mismo. Si Dios nos concede el honor inesperado de
tener necesidad de nosotros, Él sólo conoce el fin, la ruta y los senderos. Todo el que quiere ser
apóstol, debe saber que él de sí mismo no es capaz de realizar servicio alguno digno, ni puede
aventurarse por su cuenta y riesgo en un país del cual desconoce hasta su mapa orientador.

Será sobre todo preciso recordar estas cosas cuando estemos en contacto con las almas y más aún
en la hora del fracaso, cuando tengamos que gustar el amargor de la prueba y estemos a punto de
quejarnos a Dios de nuestro descalabro. En nuestra alma será entonces de noche. Sucederá que
ensayaremos todos los procedimientos imaginables para salvar un alma y, sin embargo, a juzgar
por las apariencias, seguirá herméticamente cerrada a la gracia. Sucederá también que otra, a
quien no buscábamos, se pondrá en nuestra ruta y sin errar el golpe encontrará el camino de su
retorno. Emplearemos para convencer razones de gran peso y no despertaremos eco alguno en el
espíritu. Mas también ocurrirá que una palabra dejada caer como de pasada y sin intención, de la
cual hayamos hasta perdido el recuerdo, quedará para siempre grabada en el corazón de un
desconocido y le conducirá a Dios. La experiencia apostólica nos enseña que la gracia de Dios
escapa a nuestras medidas y a nuestro cálculo de probabilidades. Nos es preciso adorar a Dios en
su tiniebla y amarle en sus repulsas aparentes, que tanto nos contrarían. Nuestra fe apostólica será
un incesante seguir a Dios a través de aquello que lo desfigura, lo contradice y quisiera aniquilado.
Un día comprenderemos el sentido de estos meandros y el por qué de la larga paciencia que se nos
ha exigido. De las vidas humanas no vemos más que el reverso. Cuando algún día veamos el
anverso, que mira al cielo -como tapiz que se vuelve al revés-, entonces comprenderemos que
todos estos hilos no estaban enhebrados al azar y admiraremos el buen camino que seguían ciertos
rodeos. Entonces nuestra acción apostólica quedará esclarecida como la misma acción de Dios.
También en el primer momento la Legión de María invita a sus soldados a tomar conciencia de su
pobreza y de su nada. De esta suerte les pone en estado de gracia apostólica. Cuando me llamo a
mí mismo pecador, Dios me llama su amigo. Cuando me reconozco siervo inútil, Dios puede
emplearme sin temor y con alegría como "instrumento de sus poderosos designios".

CAPÍTULO II
MARÍA NUESTRA SEÑORA
RECONOZCO TAMBIÉN QUE TÚ, QUE VINISTE
A REGENERAR EL MUNDO EN JESUCRISTO,
NO QUISISTE HACERLO SIN POR MARÍA

1.- LA ALIANZA DEL ESPÍRITU SANTO CON NUESTRA SEÑORA

El cristianismo, decíamos, es una alianza de dos amores en Jesucristo. La Promesa lo repite a su


vez, asociando con la nitidez de una profesión de fe el Espíritu Santo y Nuestra Señora.

El Espíritu Santo: el amor de Dios que desciende hasta nosotros.

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Nuestra Señora: el amor humano -el más puro de toda la creación- que sube hacia Dios.

Jesucristo: el nudo de esta alianza, el encuentro de una doble ternura.

Vamos, pues, a comprender lo que significa para la práctica de la vida cristiana esta unión entre el
Espíritu Santo y su instrumento, la Virgen María. Vamos también a descubrir con cuánta verdad y
profundidad Jesucristo es el fruto de este mutuo amor.

En el centro del Credo católico encontramos estas palabras: Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex
Maria Virgine. El sacerdote, al pronunciarlas en el altar, se arrodilla, haciendo profesión de fe en
este gran misterio.

Enunciado muy simple en apariencia, mas tan ubérrimo en consecuencias incalculables, que la
Iglesia no ha sido capaz de comprenderlo plenamente, ni de agotar su fecundidad. ¿Quién de entre
nosotros no ha experimentado que en ciertos momentos se dan alegrías demasiado intensas para
poderlas saborear de una sola vez, para poderlas gustar en toda su riqueza afectiva? Las gestas del
amor divino son abismos de este género: es preciso escrutarlas sin cesar -y vivirlas para extraer
todo el inefable favor que encierran y medir su admirable esplendor. Más que ninguna otra de estas
gestas del amor divino es el misterio de la Encarnación, una revelación siempre idéntica y siempre
nueva.

En las páginas que siguen quisiéramos detenernos con respeto en lo que juzgamos el corazón de
este misterio: el encuentro del Espíritu Santo con María. Y
no para volver a repetir lo que el Evangelio nos refiere sobre el suceso pasado, sino más bien para
esforzarnos en penetrar las repercusiones vitales y actuales de esta unión maravillosa, que sella la
nueva y eterna alianza.

"El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra... " (6).

¿Se trata en estas palabras de un puro hecho histórico, lejano, hundido en el tiempo que fue, o
más bien nos dejan entrever una ley inmutable de la acción de Dios en su gobierno del mundo,
valedera para todos los tiempos? La cuestión es de suma importancia. Restringir la alianza del
Espíritu Santo y de María a solo el nacimiento de Jesús, es rebajarla al nivel de un mero episodio
histórico que, por muy grande que sea, no ha durado más que un momento, para hundirse luego
en el pasado. Es situar a María en la historia, pero no en el presente ni en el porvenir.

¿Fue esto lo que Dios pretendió o más bien el Espíritu Santo descendió a Ella para cubrirla
eternamente con su sombra fecundante? Con toda la Iglesia católica creemos que la unión del
Espíritu Santo y de María tiene un sello de eternidad, que su alianza es para siempre indisoluble, y
que Jesús, aun hoy día, continúa naciendo invisiblemente en las almas "de Spiritu Sancto ex Maria
Virgine".

Y esto lo creemos por una razón que es ella misma un misterio que se entronca con los abismos
insondables de la economía divina: María y la Iglesia no son más que uno, en un sentido muy real
que será precisado ulteriormente. En tal grado es esto verdad que "nacer del Espíritu y de María"
es nacer "del Espíritu Santo y de la Iglesia". El bautismo que nos engendra a la vida de la gracia es
el fruto -aunque de modo diferente- de esta doble y singular maternidad.

2.- FIDELIDAD EN LA DIVINA ALIANZA DEL ESPÍRITU SANTO CON MARÍA

¿Nos admiramos de la fidelidad que Dios guarda en el orden por Él mismo establecido? Sería ello
olvidar que los dones de Dios son sin arrepentimiento (Rom., 11, 19). Sería desconocer que toda
nuestra vida espiritual se halla en germen en este misterio de la Encarnación e ignorar que María

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nos concibió de un modo espiritual, pero verdadero, mientras el Espíritu Santo la cubría con su
sombra. Sería no entender palabra de esa fidelidad de Dios a Sí mismo, tan contundentemente
atestiguada en la Santa Escritura a lo largo de la Antigua Alianza. A la unión del Espíritu Santo y de
María se pueden aplicar muy bien las promesas solemnes de Dios a su pueblo elegido, a este
pueblo cuya flor y corona debía ser María:

"Y te desposaré conmigo para siempre;


sí, te desposaré conmigo en vínculos de justicia y derecho,
de benignidad y clemencia,
te desposaré conmigo con fidelidad.
(Os., 11, 21-22).

O también esta otra promesa de Yavé:

"No violaré mi pacto, ni de mis labios los dichos


mudaré. Juré una cosa por mi santidad (un día);
y no mentiré a David: eterna será su estirpe,
y su trono para Mí ha de durar lo que el sol.
Durará lo que la luna, testigo fiel en los cielos".
(Sal. 89).

La embajada del ángel no se limitaba en verdad a prometer una venida transitoria del Espíritu
Santo, una efusión momentánea, restringible, al solo nacimiento de este Hijo, que se llamará Jesús
por su oficio de Salvador. El misterio de la Encarnación tiene una amplitud mucho más vasta y una
magnificencia que desborda la anchura de los tiempos. Fue María quien primeramente lo
comprendió en esta grandiosidad y por eso en su canto del "Magníficat" no teme entonar esta
profecía: "He aquí que todas las generaciones me llamarán bienaventurada". Tenía conciencia la
Virgen de Nazaret de que la historia del mundo se ponía a girar en torno de Ella.

María será la mujer suscitada por Dios "para no dejar mentiroso a David". María será "el trono
asentado para siempre". María será la madre de los hombres al mismo tiempo que la Madre de
Dios. María será aquella por quien el Espíritu Santo llegará a ser fecundo en sus comunicaciones
"ad extra", el instrumento asociado a su acción santificadora.

El Espíritu Santo viene a María para esto, para todo esto.

Quizá no hemos ponderado suficientemente que María es la nueva creación de Dios, que es un
mundo aparte, más maravilloso que todos los mundos, y que el Espíritu que incubaba sobre las
aguas en la aurora del tiempo no es más que lejana imagen de la Virtud que descendió sobre Ella.

Desde que se ha comprendido el misterio del Cuerpo Místico, es decir, unión perfecta y total de
Cristo Cabeza con sus miembros, ya no se puede en ninguna manera disociar lo que Dios ha
querido que fuese uno. Generatio Christi, decía San León en una de sus fórmulas lapidarias cuyo
secreto conocía, origo est populi christiani et natalis capitis, natalis est corporis" (Sermo XXVI, P.L.,
LIV, 213). "La generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano; el nacimiento de la cabeza es
también el nacimiento del cuerpo". Los hombres de hoy no hemos aún acabado de extraer las
consecuencias de este dogma capital. Gracias a Dios, nuestra generación se va percatando cada
vez más de la grandeza del misterio del Cuerpo Místico. Pero es de lamentar su inconsciencia al no
apreciar las conexiones profundas que se derivan de él con relación a la maternidad de María. Es
conocida la frase del Padre Doncoeur, S.J.: "Esta generación nutrida de dogma y de Eucaristía hará
grandes cosas; pero le queda aún por descubrir a la Virgen María".

También creemos nosotros que es ésta una llamada de la hora presente. Mas no se descubrirá a

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María en tanto se desconozca esta doble y única maternidad que engendra a la cabeza y a los
miembros, en tanto no se aproximen la acción de María y del Espíritu Santo hasta no formar más
que una sola acción: la acción del Espíritu Santo por María. Leamos con detención y meditemos
estas palabras de San Pío X en su memorable encíclica Ad diem illum (2 de febrero de 1904) (d).

"... en el casto seno de la Virgen donde Jesús tomó carne humana se ha formado su cuerpo
espiritual, del que hacen parte todos aquellos que han creído en Él. Y tan verdad es esto, que muy
bien se puede afirmar que, llevando María a Jesús en su seno materno, llevaba al mismo tiempo a
todos aquellos cuya vida era prolongación de la vida de Jesús".

Todos nosotros, pues, que unidos a Cristo somos, como dice el Apóstol, miembros de su cuerpo
formados de su carne y de sus huesos (Eph., V, 30), hemos procedido originariamente del seno de
María, de donde salimos un día a semejanza del cuerpo que va unido a su cabeza.

"De aquí el que seamos llamados en un sentido espiritual y místico hijos de María y que Ella a su
vez sea madre de todos, madre según el espíritu, pero madre verdadera de los miembros de
Jesucristo que somos todos nosotros" (7).

Aquella devoción a María que ignore o minimice este misterio, no pasará nunca de ser una
devoción puramente sentimental, mezquina y exangüe. Separada de sus raíces más profundas,
será flor de invernadero, no planta pujante a pleno aire y, plena luz. Quedará a merced de la
borrasca, en lugar de ser como árbol que se planta aja vera del arroyo, que a su tiempo da sus
frutos cuyas hojas no se marchitan" (Sal., 1, 3).

La maternidad de María tiene sus raíces en la misma Encarnación del Verbo. Es a este misterio al
que definitivamente tenemos que volver. Porque la Encarnación contiene en cierto sentido la misma
Redención.

El Verbo que nace no viene a este mundo más que para morir inmolado. No muere como todo hijo
de Adán, porque ha nacido: Él nace para morir. Nace sacerdote y víctima del sacrificio de la
Redención. Nuestras madres engendran hijos que un día llegarán a ser sacerdotes. Para ellos la
dignidad sacerdotal sería un don gratuito que en ningún modo les viene por naturaleza. María, por
el contrario, es Madre de Jesús, que nace ya sacerdote. Por nacimiento es Jesús el Cordero de
Dios.

También la maternidad de María va a desembocar de lleno en el misterio de la Redención. María no


es nuestra madre por un modo de decir, por metáfora, por pura ficción jurídica. Es nuestra madre
en el sentido pleno de la palabra, por haber cooperado con Jesús a transmitirnos la vida
sobrenatural (8).

Más no solamente María es nuestra verdadera Madre, sino que su maternidad aventaja
incomparablemente a la maternidad ordinaria. En efecto: la maternidad de María nos comunica una
vida mejor, que es la vida divina, vida eterna por la que somos miembros de Cristo e hijos de Dios.
Esta maternidad lleva consigo sacrificios más costosos: la oblación de Jesús que se entrega a la
muerte. Exige cuidados más prolongados: gestación continua desde el día de nuestro bautismo
hasta nuestra entrada en los cielos. Se efectúa con un cariño maternal incomparablemente mayor:
"Al lado del corazón de María, los corazones de todas las madres aparecerían como bloques de
hielo", en frase del Cura de Ars. Expresión feliz es la de Tertuliano, cuando afirma que nadie es tan
Padre como Dios. Tam Pater nemo. Lo mismo cabe afirmar de la maternidad de María: Tam Mater
nema. Se comprenderá esto mejor cuando veamos en capítulo especial las relaciones de la Iglesia y
de María.

Felices los que en su vida no separan lo que Dios ha reunido: María y el Espíritu Santo. María sin el

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Espíritu Santo no es más que una sombra. El Espíritu Santo sin María es en realidad y con
demasiada frecuencia un Dios lejano, inaccesible y por lo mismo desconocido. Nuestros cristianos
del día tienen precisión de volver a encontrar a la Tercera Persona de la Augusta Trinidad. Para
gloria del mismo Santo Espíritu y de María, lo lograrán si llegan a creer verdaderamente en su
mutua unión vivificante.

3.- EL ESPÍRITU SANTO FORMANDO EN NOSOTROS A JESUCRISTO

Desde el preciso momento en que se ha comprendido el sentido de la alianza del Espíritu Santo y
de María, se siente que no sólo el Divino Espíritu, sino también María, cada cual en su plano
respectivo, no pueden menos de unimos a Jesús.

... Reconozco también que Tú,


que viniste a regenerar el mundo en Jesucristo,
no quisiste hacerlo sino por María.

Estas palabras nos indican la obra propia del Espíritu Santo, su misión insustituible: regenerar al
mundo en Jesucristo. Viene el Espíritu Santo como enviado del Hijo, a prolongar su obra. "De meo
accipiet", había dicho Jesús. "Él recibirá de Mí". Y añadía a continuación: "Muchas cosas tengo aún
que deciros, mas no podéis llevardas ahora; pero cuando viniere Aquel, el Consolador, el Espíritu
de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de Sí mismo, sino que hablará lo
que oyere y os comunicará todas las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío, y
os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo
mío, y os lo dará a conocer" (Joan., 16, 12-15).

Jesucristo nos lo mereció todo por su Pasión, que vino a ser el instrumento eficaz de salvación para
el mundo, mas quiso que la aplicación de la misma se efectuara íntegramente por el Espíritu Santo.
Este divino Espíritu - Espíritu de vida, por el que viven los vivientes - viene a nosotros para
iluminamos desde nuestra interioridad en el sentido de las palabras del Maestro, guiamos en la
inteligencia del Verbo, abrir nuestros ojos cerrados, curar nuestros oídos atacados de sordera
espiritual, en una palabra, viene para introducimos "en toda la verdad".

La misión, sin embargo, del Espíritu Santo no es añadir a la revelación de Jesús algo que en ella se
halle inédito, lo cual corta de raíz ese gusto por las revelaciones privadas, tan de moda entre
nuestros contemporáneos, debido precisamente a la debilidad de su fe. La función del Espíritu
Santo no es aportar una nueva revelación. Ésta se cerró a la muerte del último de los Apóstoles y la
Iglesia no tiene otra misión que la de guardar intacto el depósito recibido. "Depositum custodi".

La Didaché, este libro que se remonta a los orígenes del cristianismo, se hace eco de un tema
familiar y de todos conocido cuando hace decir a los Apóstoles, que se supone hablan en ella: "Si
alguno viene a vosotros con todas estas enseñanzas que son nuestras, recibidle; mas si enseña
otra cosa no le recibáis". Es preciso, por tanto, concluir que toda revelación hecha por Dios a un
alma o a cierta clase de almas privilegiadas, por respetable que sea, no puede introducir
verdaderas novedades en la esencia de nuestra vida religiosa ni mucho menos acaparada. Nadie ha
expresado más fuertemente esta regla tradicional en la Iglesia que San Juan de la Cruz, alma
mística, si ha habido alguna. Con elocuencia extraordinaria pone a las almas en guardia contra esta
sed de novedades y vuelve a repetir después de muchos siglos con su modo peculiar, ardiente e
inflamado, la consigna siempre valedera de La Didaché. Se nos permita citar aquí algunos pasajes
de la Subida del monte Carmelo, por expresar admirablemente por qué después de Cristo toda
revelación parcial y supletoria no tiene hoy día razón de ser en la Iglesia de Dios.

"La principal causa por qué en la Ley de Escritura eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, y
convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y revelaciones de Dios, era porque aún

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entonces no estaba bien fundamentada la fe ni establecida la Ley Evangélica; y así, era menester
que preguntasen a Dios y que Él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones,
ahora en figuras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones. Porque todo lo
que respondía y hablaba y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas tocantes a ella o
enderezadas a ella... Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la Ley Evangélica en
esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué Él hable ya ni
responda como entonces. Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya, que
no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no tiene más que
hablar".

"Y éste es el sentido de aquella autoridad con que comienza San Pablo a querer inducir a los
hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la Ley de Moisés, y
pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Multifariam multisque modis olim Deus loquens
patribus in Prophetis: novissime autem diebus istis locutus est nobis in Filio. Y es como si dijera: Lo
que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas
maneras, ahora, a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual
da a entender, el Apóstol, que Dios ha quedado como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo
que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en Él todo, dándonos al Todo, que es
su Hijo.

"Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo
haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer
otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo
ya habladas todas las cosas en mi palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, qué te puedo yo ahora
responder o revelar que sea más que eso; pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho y
revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y
revelaciones, en parte; y si pones en Él los ojos, lo hallarás en todo; porque Él es toda mi locución
y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación; lo cual os he Yo hablado, respondido,
manifestado y revelado, dándooslo por hermano, compañero y maestro, precio y premio. Porque
desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre Él en el monte Tabor, diciendo... "Éste es mi amado
Hijo, en que me he complacido: a Él oíd, ya alcé Yo la mano de todas estas maneras de enseñanza
y respuestas, y se las di a Él: oídle a Él; porque Yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que
manifestar..." (Lib., 2, cap. 22) (e).

Esta llamada de la tradición católica no tiene por objeto negar las revelaciones particulares ni
desestimar el bien que han realizado, sino tan sólo situarlas debidamente dentro del marco
doctrinal de la teología católica. Con este alegato no pretendemos más que subrayar hasta qué
punto el Espíritu Santo es el continuador de Jesucristo y, si vale la expresión, su realizador.

En efecto, la función del Espíritu Santo en la Iglesia lleva consigo la misión de aplicar vitalmente el
tesoro adquirido con la sangre del Salvador, sangre divina, precio de nuestro rescate, pagado una
vez para siempre. Mas para que este rescate sea efectivo en el orden personal de la salvación, es
preciso que la sangre purificador a de Jesucristo vaya rociando las almas, cayendo sobre ellas gota
a gota. Y esto es obra del Espíritu Santo. Por eso es Él quien hace los santos. Es Él quien riega la
Iglesia con esta sangre, infinitamente preciosa, distribuyéndola por doquier. Es Él, como el corazón
en el cuerpo humano, quien impulsa esta divina sangre y la pone en circulación. Él la ha recibido
para hacerla fructificar, para obrar en nosotros el retorno a Dios que es el fin mismo de nuestro
último destino. Él descenderá sobre los Apóstoles en el Cenáculo y sobre todos los bautizados en
todos los tiempos para que Cristo pueda nacer en ellos y llegar hasta su plenitud. Él es el secreto
de su crecimiento, el hálito de su boca, la madurez de su redención.

Después que Cristo ha entrado en la gloria del Padre, hallándose a su derecha, se comunica a
nosotros por la operación del Espíritu Santo. Este Espíritu que un día presidió el nacimiento de

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Jesús -Spiritus Sanctus superveniet in te-, que le condujo al desierto para el ayuno de los cuarenta
días -ductus est in desertum a Spiritu-, que le condujo a la muerte -oblatus est per Spiritum
Sanctum-, este mismo Espíritu continúa en nosotros esta su obra única. Después de haber
producido una vez la obra maestra, Cristo Jesús sigue ahora plasmando réplicas e imitaciones,
hasta desarrollar todas las riquezas que se hallan latentes en el cuerpo de Cristo, que es su
plenitud.

He aquí la pura y tradicional doctrina de la Iglesia, patrimonio de todas las generaciones cristianas:
quien quiera vivir en Cristo deberá abrirse al Espíritu Santo; quien reciba este divino Espíritu, se
unirá también con Cristo.

A este propósito, un ponderado teólogo, E. Tobac, se expresa muy justamente con estas palabras:
"El Espíritu Santo... nos une íntimamente con Cristo, porque Él es al mismo tiempo, el Espíritu de
Cristo (Rom., 8, 9); Él nos constituye en miembros de Cristo, y hace que seamos en Cristo y Cristo
en nosotros sea. Esta relación entre Cristo glorioso y el Espíritu Santo es tan estrecha, que el
Apóstol no distingue estos dos términos. Vivir en Cristo y vivir en el Espíritu es una idéntica realidad
y la inhabitación de Cristo en el alma no se distingue de la inhabitación en el Espíritu (Rom., 18, 9-
11). Sería una sinrazón querer concluir de aquí que se da identidad personal entre Cristo y el
Espíritu Santo; más con todo derecho se deduce que la acción de Cristo glorioso en el alma es
inseparable de la del Espíritu Santo, o por mejor decir, que ella no se ejerce si no es por medio de
este Espíritu. Cristo resucitado comunica a sus fieles el Espíritu divino que Él posee en toda su
plenitud. Cristo es como el depositario y el distribuidor por excelencia del pneuma divino. Él dispone
de su fuerza y de su vida. Él ejerce, en una palabra, lo que pudiera llamarse, con frase del día, una
dictadura sobre el Espíritu" (9).

4.-LA VIRGEN MARÍA FORMANDO EN NOSOTROS A CRISTO

Ahora añadimos, con idéntica convicción: quien quiera vivir en Cristo, debe abrir las puertas del
corazón a la Madre de Cristo. Salvada la debida proporción, cuanto hemos dicho, del Espíritu Santo
vale con respecto a María. Tampoco Ella se separa de su Hijo. Por todo su ser está ordenada a su
Hijo. Como el río tiende a la mar, así toda devoción a María está ordenada a Jesús. El pensamiento
constante y único de María se encierra en aquellas palabras que dirigió a los servidores de las
bodas de Caná: "Haced cuanto Él os diga": No tiene otro mensaje. En cada una de sus apariciones,
a través de la historia, resuena siempre bajo una u otra forma el eco de esta única palabra que
transparenta toda su actitud. María no es solamente "cristocéntrica". Ella es la primera cristiana en
el sentido más verdadero del vocablo, pues su vivir no es otro que el de Cristo.

Los santos, menos atados a convencionalismos que nosotros, han cantado esta fusión íntima del
alma de la Madre y del Hijo: "Jesús, Corazón de María, ten piedad de nosotros", era una invocación
familiar a San Juan Eudes, que no la juzgó atrevida. Mejor aún que San Pablo y otros santos, María
puede testimoniar: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mÍ," Entre María y
Jesús se ha establecido un admirable intercambio, una especie de transfusión espiritual. Como
escribe el P. Neubert: "Si María daba a Jesús su humildad, Jesús daba a María una participación
cada día mayor en su divinidad; si la sustancia de María se plasmaba y nutría la sustancia de Jesús,
el amor de Jesús formaba y elevaba a su semejanza el amor de María; si la sangre de María
circulaba por el cuerpo de Jesús, la gracia de Jesús circulaba por el alma de María; si la Madre
hacía vivir de su vida al Hijo, el Hijo hacía vivir de la suya a la Madre" (10).

La mediación de María no tendrá otra finalidad que hacernos otros Cristos, modelando en nosotros,
rasgo a rasgo, la imagen de Jesús. Por todo su ser María es "Madre de Jesús" y al mismo tiempo
maternidad operante en nosotros (11).

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Ni el Espíritu Santo ni María se detienen en Sí mismos. El Espíritu Santo es don de Sí en todo su
ser.

Por todo su ser tiende "hacia el Padre y el Hijo", lo mismo que el Padre y el Hijo tienden hacia Él.
Porque el Espíritu Santo no procede del Padre en cuanto el Padre se ama a Sí mismo únicamente,
ni del Hijo en cuanto Éste se repliegue sobre Sí. El Espíritu Santo procede del ímpetu único con que
el Padre y el Hijo se aman mutuamente, siendo por lo mismo el fruto de su mutuo amor. A su vez,
el Espíritu Santo no se encierra en su perfección propia, sino que se vuelve hacia el Padre y el Hijo
en éxtasis de amor y de reconocimiento, siendo igual a lo que admira y de quien recibe. Se podría
mostrar esta misma comunicación intra-trinitaria inspirándose en los pensamientos de los Padres
griegos sobre la vida divina, que ellos conciben venir del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

María, la creatura más próxima a Dios, participa más que ninguna otra de esta vida trinitaria. Ella
está relacionada con Cristo en intimidad insondable. Es pura referencia a Cristo, pura transparencia
a Cristo.

"Riguarda omai nella faccia ch'a Cristo


Piú s'assomiglia: ché la sua chiarezza
Sola ti puó disporre a veder Cristo".

"Mira ahora, cantaba Dante, a la faz que a Cristo más se asemeja: su sola claridad te puede
disponer a ver a Cristo" (12).

¿Por qué entonces esa obstinación de nuestros cristianos que con demasiada frecuencia se
empeñan en imaginarse a María cual si fuera una pantalla que obstaculice su comunicación con
Dios? Digamos por el contrario que cuanto más un alma se eleva hacia Dios, tanto más la Virgen
María interviene en esta unión. Nuestras vacilaciones y reservas con relación a María provienen del
desconocimiento básico del puesto que ocupa María en la vida cristiana. "Lo propio de la Virgen
María, escribía San Luis María de Montfort, es conducirnos con seguridad a Jesús, como lo propio
de Jesús es conducimos al Padre celestial" (13).

Nos hallamos aquí en el corazón del misterio de Dios que trastorna nuestros estrechos sistemas y
nuestros cálculos y que rompe nuestros compartimientos delineados y nuestras componendas.
Entramos en el mundo maravilloso de la generosidad recíproca, del desinterés absoluto, de la
comunicación luminosa (14).

Es en este mundo donde hay que situar a María, la Madre de Dios. Por ello ''ha podido escribir San
Pío X estas palabras: "No hay camino ni más seguro ni más rápido para unir a los hombres con
Cristo que María, ni otro mejor para obtener la perfecta adopción de hijos por la que llegamos a ser
santos y sin mácula delante de Dios... Nadie jamás ha conocido tan bien a Jesús como Ella; nadie,
por lo mismo, mejor maestra ni mejor guía para hacerle conocer. De donde se sigue... que es Ella
el medio más apto para unir los hombres con Jesús" (15).

A medida que nuestra unión a María vaya progresando, Ella irá traspasando de su corazón al
nuestro sus admirables disposiciones para con Jesús, hasta llegar a damos su propio corazón para
amarle. María no tiende más que a esto. La única ambición de esta Madre incomparable es dar a
Jesús al mundo entero y a cada alma en particular. Unámonos, pues, a Ella: su amor sin límites
para con Jesús vendrá a ser nuestro propio amor. Así llegaremos a la transformación de nuestra
alma hasta identificarla con Cristo, para que no piense, obre, sienta y quiera sino como Él.
Entonces, finalmente, acabará la misión de María, cuando Ella pueda decir aún mejor que San
Pablo: "Hijitos míos, por quienes segunda vez padezco dolores de parto hasta formar a Cristo en
vosotros" (Gal., 4, 19). Este nacimiento será en definitiva nuestro nacimiento para el cielo.

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CAPÍTULO III
LA MEDIACIÓN MARIANA
QUE SIN ELLA NO PODEMOS CONOCERTE NI AMARTE,
Y QUE POR ELLA SON CONCEDIDOS
TUS DONES, VIRTUDES Y GRACIAS,
A QUIENES ELLA QUIERE,
CUANDO ELLA QUIERE,
EN LA MEDIDA Y DE LA MANERA QUE ELLA QUIERE.

1.- LA MEDIACIÓN MARIANA ASCENDIENDO HACIA DIOS

Henos aquí ahora ante la afirmación de la mediación de María.

Mediación ascendente: María nos conduce al Espíritu Santo para conocerle y amarle.

Mediación descendente: María distribuye a los hombres las gracias del Espíritu Santo.

Entremos con respeto en este doble misterio que no es más que uno.

Contemplemos a María vuelta hacia Dios, mirando a la Divinidad.

Ella es, según dejamos dicho, la que responde en nombre del género humano al mensaje del ángel.
Ella es, después del amor del Verbo encarnado, el amor más puro, el único amor inmaculado que
sube de la tierra al encuentro del Amor divino.

María responde a la llamada de Dios

Con todas, las fibras de su corazón María es el fiat mihi secundum verbum tuum que sus labios
pronuncian. No quiere ser más que esto: disponibilidad plena a la acción del Espíritu Santo,
aquiescencia a su voluntad, colaboración y correspondencia total a su obra. Sin reserva alguna se
entrega al Espíritu Santo con la más alta y más intensa libertad de adhesión a Dios. ¡Oh! No es
posible desfallecimiento alguno, pues la misma libertad con que María dice "sí" es también una
gracia extraordinaria y única. La colaboración libre y activa de María está alimentada y totalmente
impregnada del amor que obra en Ella, según la frase del Apóstol, "el querer y el obrar". En el
ímpetu mismo de su actuación libre, María permanece plenamente receptiva de la acción de Dios.
No es por tanto Ella quien toma la iniciativa: es Dios quien la levanta hacia Sí, quien le concede la
gracia extraordinaria de poderse entregar plenamente.

En Ella se verifican incomparablemente mejor que en cada uno de nosotros las bellas palabras de
Mauricio Zundel a propósito de la liberalidad de Dios:

"Da de veras lo que da,


Da aun lo que demanda
Y da dos veces lo que recibe".

Cuántos temores y perjuicios fútiles desaparecerían entre nuestros hermanos que viven en el
protestantismo, si aplicasen esta sublime, doctrina a María. Temen vanamente que nosotros los
católicos exageremos de tal manera la intervención de María que sea ésta en detrimento de Dios.
Como si no fuera muy digno de Dios, causa primera, asociar en sus obras a las creaturas libres,
dando a las causas segundas poder colaborar en su plan divino, para de esta suerte mejorarlas a
todas. Dios obra como Dios, y como Dios infinitamente bueno, cuando nos hace partícipes de su

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poder y capaces de distribuir sus bondades. Si crea en nosotros la libertad, la gracia no nos la
quita, sino que por el contrario nos la devuelve fortalecida. Es esto el misterio mismo del amor, que
aúna el máximum de dependencia, de donación, de abandono de sí mismo y el máximum de
libertad al responder espontáneamente a la divina llamada. Un ejemplo admirable de esta unión de
contrarios lo podemos admirar en el consentimiento dado por María a la Encarnación. Fue en
verdad este consentimiento una síntesis encantadora de total abandono en las manos de Dios y de
actuación plenamente libre.

¿Y qué más glorioso para Dios que llamar a la creatura a su servicio, hacerla partícipe de su
generosidad superabundante y lograr su dependencia total, manteniéndola en total independencia?
¿Inversión de valores...? ¿Pero es un absurdo que Dios por el Arcángel Gabriel pida el
consentimiento de María? ¿Es que es indigno de su grandeza el estar como a la escucha de la
respuesta que María dará al Mensajero celestial? ¿O no será esto más bien una invención de su sin
par delicadeza? ¿No vemos en el Santo Evangelio que Jesús se somete a María y María a San José
en ejemplarísima rivalidad de afectuosa obediencia? Quizá esta inversión de valores nos podría
iluminar no poco sobre los caminos de la Providencia.

Jamás creatura alguna recibió como María gracia más eficaz, más magnífica, más triunfal. Y, sin
embargo, nunca la libertad humana ha quedado más intacta. El ángel se inclina reverente ante
María en señal del respeto de Dios para con Ella. María se prosterna delante del mensaje de Gabriel
y todo su ser se estremece de veneración ante su Dios. Es María la obra maestra de la gracia divina
y de la libertad humana, misterio de prevenciones divinas. El fiat de su entrega a la voluntad de
Dios es al mismo tiempo, aunque no por igual título, "el admirable ímpetu rectísimo de un amor
libre" (16).

María vuelta hacia Dios, lanzándose hacia Él con humilde ímpetu... Mirémosla detenidamente: nada
más encantador aquí abajo después de la mirada de Jesús. Este teocentrismo no es un momento
fugitivo en su alma; María vive completamente para el Espíritu Santo, lo mismo que la esposa vive
plenamente para el esposo. Profundicemos esta maravilla.

Con agrado nos imaginamos a María yendo de Dios a los hombres con un movimiento de ida y
vuelta. Como distribuidora de las gracias parece coger a manos llenas del divino tesoro, para luego
volverse a inclinar hacia nosotros. Sin embargo la realidad es muy otra. La realidad espiritual que
intentamos descubrir es infinitamente más bella en su unidad perfecta. María está siempre mirando
al Espíritu Santo: es la actividad más profunda de su alma. Y es en el Espíritu Santo donde Ella nos
ve y nos ama: María ve a los hombres en Dios sin dejar un instante de tener los ojos puestos en Él.
María es como un firmamento que se deja iluminar por el sol divino, para regocijo de la tierra.

En su apacible éxtasis en el seno de Dios María nos ve en todas nuestras miserias. Con un amor
que Ella misma recibe de Dios, nos ama en la misma raíz de nuestro ser, en la misma fuente de
nuestra existencia. Conocimiento incomparablemente más penetrante que todos los demás, amor
que nos cala hasta lo más íntimo, maternidad que nos nutre gota a gota hasta la plenitud de
nuestro crecimiento.

Cuando invocamos a María, la acercamos al horno que la abrasa, la unimos más y más a su único
amor. Al decirle: "El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres", María se vuelve con
alegría hacia Aquel que está viviendo en Ella y que la inunda de bendiciones. A medida, pues, que
suben hacia Ella nuestras pobres Avemarías tan penosamente desgranadas por nosotros, María las
trasmuta en himnos, en doxologías triunfales. Indefectiblemente se opera una especie de divina
magia: nosotros decimos "María" y Ella replica: "Dios" y a Dios place oír como si fuera nuestro lo
que Ella le dice en nuestro lugar. ¡Intercambio admirable! ¡María vuelta hacia Dios para mejor
oírnos y protegernos! Quizá no estamos habituados a ver estos misterios bajo este ángulo de
perspectiva. Y sin embargo es el mismo Jesús quien nos da a entender que tal es la verdadera

28
perspectiva desde el cielo. ¿No nos habla Él mismo en su Evangelio de que los ángeles custodios de
los niños "ven sin cesar la faz del Padre que está en los cielos" "-qui vident faciem Patris qui in
caelis est-"? Si los ángeles a quienes Dios confía el encaminar a los hombres, apartando las piedras
y alejando las serpientes de su ruta, descubren en el mismo Dios el objeto de su custodia, ¿cuánto
más no acaecerá esto con María al mirar de hito en hito al Señor? María ve a Dios, María se
alimenta de Dios, María se halla empapada de Dios. No se comprenderá jamás su mediación
descendente, si antes no se siente en su mediación ascendente el teocentrismo que anima toda su
actuación.

María, nuestra respuesta a la llamada de Dios

Más no basta con lo dicho. Cuando miramos a María vuelta hacia Dios en la adhesión única de su
fiat, nos resta aún un misterio que descubrir. María no respondió al mensaje divino a su título
individual. Santo Tomás nos enseña que su consentimiento lo dio "loco totius humanae naturae",
"en nombre de todo el género humano" (17). En su "Amén" resuenan todos los "amén" que de la
tierra han subido hasta los cielos. ¡Qué inefable dicha saber que dándose uno a Dios, María nos
arrastra con Ella y en Ella! (18).

María no solamente fue una respuesta; fue, más bien, "la" respuesta humana al amor divino...
Desde entonces su tarea maternal consistirá en ayudarnos a corresponder a la gracia divina y
acoger en nosotros el don de Dios, apoyándonos para que nuestras oraciones y deseos lleguen
hasta el mismo Dios. ¿Y qué mejor apoyo para encontrar gracia ante el Altísimo que ser levantados
y como aupados por Aquella quien dijo el ángel: Invenisti gratiam, Tú has encontrado gracia?
También será función de su maternidad ayudarnos a creer en el misterio del amor de Dios. Su fe
será un refugio para la nuestra. Al abrigo de Ella, como en la torre de David, no cederemos ante el
peso de nuestra pequeñez e insignificancia, y tendremos ánimo para creer en lo imposible.

Así, con María, por María y en María, penetraremos de una manera insensible y segura en el
misterio de nuestra configuración con Cristo Jesús, que es el fruto último de nuestra dependencia
hacia su divina Madre.

Bajo la influencia de María nuestro nacimiento y nuestro crecimiento cristiano se efectúan con
extraordinaria dulzura. Nosotros somos en María, pero María es en Cristo Jesús. He aquí en qué
consiste plenamente su tarea maternal. "La característica de María, ha dicho el Cardenal Berulle,
está en ser toda Ella pura capacidad de Jesús, de quien se llega a llenar". Se puede decir otro tanto
de su función con relación a nosotros: Ella es una pura maternidad de Jesús, que se prolonga en
las almas, una pura mediación totalmente llena de Él. María no ha recibido al Espíritu Santo sino
para engendrar a Jesucristo.

Más si María es todo esto, se sigue que es para nosotros la vía de acceso al Espíritu Santo.

"Que sin Ella no podemos conocerte ni amarte"

Ya sabíamos que María es un mundo de maravillas, que sólo puede descubrir el Espíritu que
penetra en las profundidades de Dios. San Luis María nos lo ha dicho en términos incomparables:
"María es la admirable obra maestra del Altísimo, cuyo conocimiento y posesión Él mismo se ha
reservado... María es la fuente sellada y, la Esposa fiel del Espíritu Santo, donde solamente Él ha
penetrado. María es el santuario de la Santísima Trinidad, donde Dios está más divina y
magníficamente que en ningún otro lugar del Universo, sin exceptuar a los mismos querubines y
serafines. No es permitido a ninguna creatura, por pura que sea, penetrar en este santuario sin un
especial privilegio" (19).

Y sigue aún: "María es el paraíso de Dios y su mundo inefable donde el Verbo ha penetrado para

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obrar maravillas, custodiarle y complacerse en él. Ha hecho un mundo para el hombre viador y es
este que habitamos. Ha hecho otro mundo para el hombre bienaventurado y es el paraíso. Más ha
hecho también un tercer mundo para Sí y a éste ha dado el nombre de María" (20).

Pero igualmente a la inversa es esto verdad. Si sólo el Espíritu Santo puede darnos la inteligencia
de María, "Que sin Ella no podemos conocerte ni amarte". Casualidad recíproca, flujo y reflujo. Por
un intercambio asombroso, "María viene a ser nuestra introductora cerca de Él, pues es la
depositaria que dispone de los secretos del Rey". Ir, pues, a María es ir con este mismo impulso al
Espíritu Santo. No hay que temer, por tanto, recibir a María, ya que todo lo que ha nacido de Ella
ha nacido del Espíritu Santo. Nolite timere accipere Mariam. Quod enim in ea natum est de Spiritu
Sancto est.

Estas palabras fueron dichas a San José para iluminarle en su angustia, cuando el ángel le invitó a
deponer sus vacilaciones. Pero sobre la circunstancia concreta en que estas palabras se encuadran
nos es permitido entrever un secreto de vida y no tan sólo una indicación pasajera. Lo que nace de
María, nace del Espíritu Santo. Esta cooperación, lo hemos dicho ya, es valedera para todos los
tiempos y por lo mismo no debemos temer en ningún modo "recibir de María". Porque abrirse a Ella
es abrirse al Espíritu Santo; unirse a Ella es unirse al divino Espíritu.

Sondeemos aún más de cerca este misterio. Es muy conocido este texto de San Luis María de
Montfort: "Cuando el Espíritu Santo, su esposo, ha encontrado (a María) en un alma, vuela hacia
ella, la llena con la plenitud de sus carismas y se comunica tan abundantemente cuanto el alma da
lugar a su Esposa. Una de las graves razones por que el Espíritu Santo no hace hoy día maravillas
sorprendentes en las almas, es porque no encuentra una unión bastante grande con su fiel e
indisoluble Esposa. Y digo: indisoluble Esposa, porque después que este Amor sustancial del Padre
y del Hijo se desposó con María para producir a Jesucristo, la Cabeza de los elegidos, y después al
mismo Jesucristo en los elegidos, no la ha repudiado jamás, porque Ella ha permanecido siempre
fiel y fecunda" (21).

No se puede afirmar con más nitidez que María es la vía normal de acceso al Espíritu Santo y que el
culto de María es por así decirlo todo "espiritual" y ordenado al mismo divino Espíritu. ¿Y no se
podría descubrir aquí una vez más un aspecto nuevo de la misericordia infinita de Dios y de su
condescendencia para con nosotros, pobres y débiles creaturas suyas?

María, condescendencia de Dios para la debilidad de nuestro espíritu.

María, condescendencia de Dios para la indigencia de nuestro corazón.

Mostrémoslo más en detalle.

María imagen del Espíritu Santo

“Sin ella no podemos conocerte”.

Aún quizá no estamos suficientemente habituados a ver en María el espejo del Espíritu Santo,
speculum sine macula, al acercarnos a Ella para que nos introduzca junto al divino Espíritu. Sin
embargo, la expresión es exacta por cuanto María nos sirve de socorro inestimable para elevarnos
hasta el Espíritu. ¿Cómo, en efecto, concebirlo y estrecharlo con nuestras ideas siempre tan a ras
de tierra, tan limitadas y tan pobres? Ya es muy difícil a nuestro espíritu mezquino y rastrero
entender algo de lo que es Dios Padre o Dios Hijo, no obstante tener para sostén de nuestra
debilidad un término de comparación a partir del cual la analogía puede iluminarnos, pues que
sabemos lo que significan Padre e Hijo aquí en la tierra. Mas ¿quién nos ayudará a entrever este
misterioso Espíritu Santo que no podemos imaginarlo vivo sino a través del símbolo de la paloma o

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del fuego?

¿No tendremos una imagen más directa, una expresión más accesible que nos conduzca a Él y que
sea como su intérprete?

Creeos que María, por divina condescendencia, es una introducción pura e inmaculada para ir al
Espíritu de toda pureza y claridad. No es por gusto a la paradoja ni por tendencia a la exageración
por lo que San Luis María osa afirmar que el desconocimiento práctico del Espíritu Santo tiene su
origen concreto en el olvido de María. Su mutua unión es mucho más de lo que comúnmente se
cree. No pretendemos que todo contacto con el Espíritu Santo presuponga un recurso consciente y
deliberado a María. Mas se dé o no recurso consciente de nuestra parte, la mediación de María es
lo que es, aun sin saberlo nosotros, porque tal es el orden objetivo querido por Dios en el plan
providencial de estos misterios.

Que se piense por un momento en la función que juega la naturaleza humana de Cristo para
introducirnos en el conocimiento del Verbo. También el Verbo de Dios está más allá de todos
nuestros pensamientos, inaccesibles a nuestras miradas, habitando una luz inescrutable.
Encarnándose el Verbo se hizo palpable, tangible, comprensible. Por ello toda oración a Jesús va al
Verbo; todo lo que está en Jesús, está en el Verbo.

¿Sería temerario buscar en este ejemplo una analogía, lejana sin duda y deficiente bajo muchos
aspectos, peto útil, a pesar de las reservas que una analogía de este género impone? Es
ciertamente necesario descartar resueltamente todo lo que parezca significar una unión hipostática
entre el Espíritu Santo y María. Más hecha esta salvedad, ¿no se da entre el Espíritu Santo y María,
por disposición libérrima de la voluntad de Dios, una unión de operación con relación a nosotros,
que hace de María un instrumento estrechamente unido al Espíritu Santo que opera por Ella? Un
teólogo de la talla de Scheeben (22) saluda en María la imagen original de la Iglesia. María, dice,
realiza en su persona y de un modo pleno la idea de la Iglesia de la que el Espíritu Santo es el
alma. María, continúa el mismo teólogo, es el órgano del Espíritu Santo, que actúa en Ella
análogamente a como el Logos se sirve de la humanidad de Cristo como instrumento. En verdad,
María es el órgano de actividad del Espíritu Santo. Se comprende ahora por qué San Efrén se haya
atrevido a saludar a María con estas palabras: Post Trinitatem omnium Domina, post Paracletum
alia Paraclitus (23). Se comprende también por qué la tradición ha hecho de la paloma -símbolo del
Espíritu Santo- símbolo también de María.

De esto podemos concluir que para nosotros, pobres mortales, el verdadero camino corto que lleva
práctica y fácilmente al Espíritu Santo es María, y no esos otros caminos, cortos y fáciles en la vana
promesa de ciertos manuales de vida espiritual, pero duros y descorazonados en la realidad de sus
tortuosos senderos. Quien ama a María, ama al Espíritu Santo. Quien sirve a Ella, a Él sirve. Quien
pertenece a Ella, a Él pertenece. Bien temerario será quien se desentienda de María, para llegar
mejor al Espíritu Santo (24).

Y puesto que sabemos ser los caminos de Dios fáciles y a nuestro alcance, esta vía que hemos
mostrado la debemos considerar como normal. Nada en efecto más lejos de Dios que una infatuada
arrogancia. Su reino está siempre abierto a los niños y a quienes se lo parecen. Todo lo que es
complicación, esoterismo, es totalmente contrario a los planes de su sabiduría. Revelasti ea
parvulis. Habéis revelado estas cosas a los muy pequeños. Nos es necesario, pues, vivir la devoción
al Espíritu Santo de una manera llevadera familiar, y fácil para todos. Los espíritus superiores no
tienen ninguna primacía en la Iglesia de Dios. Todo lo que Dios ha querido que los hombres
conocieran sobre su plan espiritual lo ha puesto al alcance de todos, como el aire, el agua y la luz.
Ahora bien, la devoción al Espíritu Santo no es un lujo: es el corazón de toda vida cristiana normal.
María es la vía de acceso al Espíritu Santo. ¡Oh, y cómo se comprende una vez más la simplicidad
del amor y de la pedagogía de Dios! Dejémonos, pues, "introducir" por Ella y conducir por su mano.

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María, reflejo del Corazón divino

“Ni amarte”.

María es -además de la humanidad de Cristo- el conato supremo de Dios para convencemos de su


amor. María no tiene nada que no haya recibido de Él. Es su creatura por excelencia después de la
naturaleza humana de Cristo. Es Dios la fuente de todo su afecto y solicitud para con nosotros. Con
tal amor nos ama Dios en María que quiere bajarse en Ella al orden de los afectos sensibles a
nuestro corazón humano. María no es solamente la imagen del Espíritu Santo, como terminamos de
decir. Es también una introducción sin igual, una ruta fúlgida que nos lleva a la inteligencia del
amor de Dios. Reconocer a Dios sin aceptar su revelación y su presencia activa en María, es
aminorar al Dios del amor y truncar sus manifestaciones más altas y significadas. "Aunque la madre
se olvide de su niño, Yo no me olvidaré de ti", dice el Señor. Y también: "Como una madre acaricia
a su hijo sobre sus rodillas, así Yo os llevaré en mi seno". Dios ha elegido a María para que
evoquemos su ternura de una manera apropiada a nuestra debilidad, acomodada a nuestras
necesidades.

Desentenderse de Ella para mejor honrar a Dios, es hacer un desplante al mismo Dios. No se
conoce a Dios en sus íntimas relaciones con nosotros, mientras no se conozca a la que tiene por
misión acercarnos a su Amor. ¿Y se puede sentir este amor divino sin ver en María una revelación
del amor de Dios, puesto a nuestro alcance? Por otra parte, debemos decir que los santos no se
equivocaron cuando han amado a María con todo el ardor de aquella caridad que les arrastraba
hacia Dios. ¡Si hasta los mismos pecadores, como por instinto, sienten esta grave verdad! En su
miseria y abatimiento dirigen una mirada a María, la última esperanza de salvación en su desgracia.
La experiencia nos lo dice: nada se ha perdido, mientras quede la posibilidad de pronunciar un
Avemaría, mientras el pecador pueda asir aún los flecos del manto de María. La historia de
innumerables conversiones in extremis testifica que los pliegues de este manto maternal simbolizan
los pliegues de un amor que nos envuelve. En ciertos momentos resulta difícil recitar con lealtad el
Pater noster. Contiene esta oración palabras capaces de amedrentar a un corazón heroico: "Hágase
tu voluntad... perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos". El Avemaría será
entonces para muchos la última tabla de salvación.

¿No es siempre posible exhalar un grito ante María, nuestra Madre, para decirle: "Ruega por
nosotros, pecadores"? El Avemaría conducirá insensiblemente al Pater noster, algo así como en la
recitación del rosario las diez Avemarías nos preparan a decir con María y en María un Pater noster
menos indigno de la majestad divina. María es el amor de Dios que se ha hecho escala apta para
subir nosotros, niños pequeños, pobres pecadores. María es el amor de Dios que se ha inclinado
hasta ponerse al alcance de nuestras debilidades, de nuestras vacilaciones, de nuestros temores,
de nuestras lágrimas.

Si con, verdad se dijo de Jesús que nos amó hasta el fin: In finem dilexit eos y lo demostró en el
último acto de su vida, dando su propia Madre a San Juan y en él a todos nosotros, se sigue de ello
que María es el amor de Jesús llevado hasta el fin, hasta el extremo. No pudo ir más allá el amor
de Jesús: Quid ultra debui facere vineae meae et non feci? ¿Qué pude hacer por mi viña que no
haya hecho?

Con plena razón podemos concluir diciendo que todo hombre que desconoce a María, desconoce el
corazón de Dios.

2.- LA MEDIACIÓN MARIANA DESCENDIENDO HACIA LOS HOMBRES

La mediación ascendente se corresponde con la mediación que desciende del cielo hacia la tierra.

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El vexillum de la Legión lleva en sus pliegues con noble orgullo la imagen de María. Mediadora de
todas las gracias, inclinada hacia nosotros con los brazos muy abiertos y sus manos relucientes de
rayos luminosos. Fue así como Santa Catalina Labouré vio a nuestra Señora, cuando le reveló el
modelo de la medalla milagrosa.

La Legión de María cree en la Iglesia y, según su propia fórmula, que por Ella son concedidos tus
dones, virtudes y gracias, a quienes Ella quiere, cuando Ella quiere, en la medida y de la manera
que Ella quiere. Aunque no sea esta verdad dogma definido, la doctrina enseñada por el magisterio
ordinario de la Iglesia y expresada en la festividad del 31 de mayo, no es discutida por ningún
teólogo católico en lo que toca a su fondo doctrinal. Creemos, por consiguiente, que María es la
distribuidora de todas las gracias, como creemos que el Espíritu Santo es fiel a aquella que una vez
escogió entre todas las mujeres.

Aún más: Dios pudo haberse pasado sin María, como pudo no haber creado el mundo. Mas quiso,
con voluntad deliberada y positiva, venir a nosotros por Ella. Como lo dijo grandiosamente Bossuet.
"Es y será siempre verdad que habiendo recibido nosotros una vez el principio universal de la gracia
por María, continuaremos recibiendo por su mediación las diversas aplicaciones de la misma en los
diversos estados y condiciones de nuestra vida cristiana. Su caridad maternal, que contribuyó en
tan gran manera a nuestra salud en el misterio de la Encarnación, principio universal de la gracia,
contribuirá eternamente en todas las operaciones cuya eficacia dependa de este gran misterio"
(25).

Dios ha querido que esta dependencia sea continua, incesante. Como en el orden natural la
conservación de los seres es una creación incesante y continuada, así la dependencia del alma
cristiana con relación a María, su Madre, es indispensable, tengamos conciencia de ello o no la
tengamos.

Hablando de esta presencia activa de María en nosotros, no creemos sea menester indicar que no
intentamos atribuirle la inhabitación propia y exclusiva de Dios. Más, si solamente Dios es capaz de
inhabitar en nuestros corazones y penetrarnos con su gracia, María bajo la dependencia de Cristo
es el instrumento creado del que Dios se sirve para realizar esta obra. A este título Ella está en
nosotros trabajando, ejercitando su perenne maternidad. Su influencia nos envuelve por todos los
lados: continuamos naciendo del Espíritu Santo y de María. Declarar a María mediadora de algunas
gracias, pero no de todas, sería desconocer la fidelidad de Dios.

He aquí por qué cesar voluntariamente de adherirse a María es cesar de vivir.

Tal es el orden querido por Dios en su plan providencial de salvación. Por tanto, todos los que
quieren ir a Cristo sin este medio, los que quieren encontrar al Hijo sin la Madre, no tienen respeto
a los designios de Dios. Invenerunt puerum cum Maria Matre ejus. Tal es el camino. No se puede
encontrar a Jesús si no es en los brazos de María. Es muy posible que, por haber desconocido a
María, más de una secta protestante haya terminado por negar la divinidad de Jesucristo.
Descartando a María, han rechazado al mismo tiempo la trascendencia de su Hijo, llegándole a
considerar tan sólo como el primero de los hombres, pero siempre en el grado de pura creatura.
Han puesto a Jesús allí donde nosotros colocamos a María: en el primer rango de los seres creados.
Tan verdad es que no se puede impunemente atentar contra la dignidad de la Madre de Dios y
contra su función de introductora en los misterios de la divinidad.

Mediación subordinada a la única mediación de Cristo

Nolite timere accipere Mariam. No temamos aceptar el misterio de esta mediación mariana, que no
es en sustancia más que la maternidad de María en su plenitud mística. No nos separemos de ella

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bajo pretexto de respetar mejor la única mediación de Jesús.

Ciertamente que nosotros con la Iglesia creemos ser Cristo el único mediador pleno y total entre
Dios y los hombres. Más lo propio de la mediación derivada y subordinada de María es
precisamente la de introducimos más profundamente en la mediación de su Hijo.

Volvámoslo a decir: María no es un mediador establecido por Cristo entre Él y los hombres para
guardar las debidas distancias. "Al contrario, escribe admirablemente el P. Mersch, Ella es el medio
que Cristo ha escogido para que no haya distancia y para que la raza humana toque directamente a
Dios por este medio. Más un elemento de la totalidad de esta mediación está constituido por su
Madre. Así la mediación de María reside, en primer lugar, en la unión con la mediación de
Jesucristo y Ella se ejerce a una con la de Jesucristo: la mediación de Jesucristo es perfecta, desde
el punto de vista humano, siendo mariana...

La mediación de María no hace más que expresar y actuar un elemento de la de Jesucristo: el


elemento por donde ésta es adaptación plena a los hombres, donación plena, accesibilidad plena.
Ella es exclusivamente una mediación de Madre de Dios, es decir, una mediación del Hombre-Dios
en tanto que, teniendo Madre, es plenamente hombre...

Suscitada para ser lazo de unión, para poner la última perfección a la ligadura existente entre Dios
y los hombres, María actuará siempre reforzando esta religación" (26).

Imposible decido mejor: toda la gloria de María está en que por su maternidad atestigua la verdad
de la naturaleza humana de Cristo, en virtud de la cual Cristo pudo ser el mediador entre Dios y los
hombres. Más si tal es la verdad con relación a Cristo, recordemos que es en María donde ha tenido
lugar la religación entre las dos naturalezas, la divina y la humana.

Así, pues, lo que nosotros damos a María va a Dios de una manera segura, inmediata y total. Más
no solamente va transmitido en su integridad, sino que además es enriquecido y aumentado con
los méritos de la intermediaria. Pasando por sus manos, nuestros dones adquieren un valor nuevo y
suben hasta el trono de Dios como ofrenda inmaculada. Y las gracias descienden hasta la tierra
como rocío del cielo en dulce abundancia.

A la luz de esta doctrina se comprende mejor el del Evangelio, cuando nos habla de sentido oculto
María.

Por Ella es santificado el Precursor e Isabel inundada de gracias.

Por Ella tanto los pastores como los reyes dan con el Mesías.

Por Ella Simeón y Ana reciben en sus brazos al deseado de las naciones.

A sus oraciones se debe en Caná el primer milagro.

Por Ella la Humanidad ratifica a los pies de la Cruz el sacrificio redentor.

En unión con Ella los apóstoles recibieron al Espíritu Santo el día de Pentecostés y junto a Ella
inauguraron su apostolado.

Son rasgos dispersos, apenas insinuados, como puestos en penumbra. Sin embargo son ya los
primeros rayos de una aurora marial, cuyo esplendor irá creciendo más y más en el horizonte de la
Iglesia.

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CAPÍTULO IV
LA UNIÓN CON MARÍA
"Y ME DOY CUENTA
DE QUE EL SECRETO DE UN PERFECTO
SERVICIO LEGIONARIO
CONSISTE EN LA COMPLETA UNIÓN CON AQUELLA
QUE ESTÁ TAN ÍNTIMAMENTE UNIDA A TI"

1.- UN CAMINO DE INFANCIA: "IN SINU MATRIS"

El secreto... sí, porque hay un secreto. Hay secretos en el orden de la naturaleza, escribía San Luis
María de Montfort, más también los hay en el de la gracia "para hacer en poco tiempo, con dulzura y
facilidad, operaciones sobrenaturales: vaciarse de sí mismo, llenarse de Dios..." Este secreto se
resume en breves palabras. Consiste:

En la completa unión con Aquella que está tan íntimamente unida a Ti.

He aquí la consecuencia práctica y vital que se deduce de cuanto llevamos dicho. Si María es en
verdad lo que es, nos es de todo punto necesario unimos a Ella en intimidad perfecta.

Todos los cristianos acuden a la Virgen como a su Madre. Todos se llaman sus hijos. Mas se puede
ser "hijo" en edades muy distintas. El hombre que en la plenitud de su vida tiene la dicha de vivir
con su madre, es y permanece siempre hijo. Sin embargo, lleva una vida autónoma, con
preocupaciones, trabajos y pruebas que no condivide con ella. Aunque su madre muera, él
continuará viviendo. Es su hijo, sin duda, pero no vive en su madre, vive fuera de ella. Y cuanto más
avanza la vida del hijo, la autonomía se va acentuando siempre más. Es de justicia que así sea. ¿Mas
será ésta la vida del hijo de la Virgen María?

Sentimos al punto que no; es preciso buscar una imagen más aproximada. El niño de algunos meses
en los brazos de su madre, ¿no es el ideal anhelado? La dependencia aquí es mucho más estrecha.
El niño de cuna no puede dar un paso sin su madre. Recibe de ella el alimento gota a gota. ¿Es ésta
la verdadera imagen de nuestra dependencia con relación a María? Aún no. Este niño puede vivir,
aunque su madre muera a la mañana siguiente. Puede moverse y puede respirar sin ella. No hay
que temer el remontarse más arriba en la historia de la dependencia del niño con relación a su
madre: hasta el mismo seno materno.

Nunca mejor el hijo es todo de su madre que cuando vive aún en su seno. Allí, en total y absoluta
dependencia, vive de la vida de su madre, respira por ella.

El Legionario de María sigue la línea marcada por el Evangelio, uniéndose a María en unión íntima y
perfecta, aceptando permanecer por siempre jamás in sinu Matris, como queremos permanecer
siempre in sinu Ecclesiae. Recordemos, sin embargo, que toda comparación falla, pues la realidad
sobrenatural sobrepasa toda comparación.

Si en la vida natural es ley de vida que el niño se vaya progresivamente independizando con relación
a su madre, en la vida sobrenatural sucede precisamente lo contrario. Nuestro crecimiento en Cristo
se va realizando en una dependencia siempre mayor con relación a María. Todos los elegidos se van
formando en Ella mientras dura su formación, es decir, toda su vida terrena. Por motivo especial nos
es necesaria una madre para todo el tiempo de la prueba. La gracia es el germen de la gloria,
germen delicado que es preciso proteger contra vientos y tempestades. Hasta el mismo día de
nuestra muerte vivimos, pues, en período de gestación espiritual. Aun los mayores santos viven en

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María y son llevados por Ella, y su maternidad hacia ellos se acrecienta tanto más cuanto mayor es
la dependencia que ellos observan hacia María.

El mismo paraíso será el complemento glorioso y consagrará a María como Reina del Cielo por todos
los siglos sin fin.

He aquí el significado de este secreto al que la Promesa del Legionario de María hace alusión. Yo
estoy invitado a una perfecta unión con Aquella que está tan íntimamente unida a Ti.

2.- LA UNIÓN CON MARÍA, CAMINO HACIA DIOS

Las repercusiones, por otra parte, de dicha unión son tan múltiples como inefables. Unido a Ella no
soy yo quien camina hacia Dios, sino Ella: Ego autem IN INNOCENTIA MEA ingressus sum. María es
la inocencia de que yo me revisto para mejor revestirme de Cristo y subir hacia el Altísimo. Exaudisti
precem meam IN MEDIO TEMPLI TUl. Dios escucha la oración que elevo desde el interior de este
templo: María, In utero Matris meae exaudisti me. - Porque este templo cobija al santo de los
santos, a Nuestro Señor Jesucristo.

Al sumergir nuestra oración y nuestra ofrenda en María, se efectúa en ellas una transformación
maravillosa. Nuestro don sube cum odore suavitatis, con un perfume nuevo, que encanta al mismo
Dios. La voz de María, por ser el más puro eco de su voz, tiene las entonaciones más placenteras al
corazón divino. Sonet vox tua in auribus meis, vox enim tua dulcis (Cant., II, 14). "Hazme oír tu voz,
pues tu voz es dulce".

Hay un abismo entre la devoción a María corriente y ordinaria y la unión a María de que tratamos
aquí.

Numerosos son los que invocan a María, la rezan de paso una oración, visitan sus santuarios y le
dedican a diario algún ejercicio de piedad. Raros son, sin embargo, los que se consagran a Ella,
entregándole su alma y su cuerpo, todo su ser, viviendo permanentemente esta consagración.
Numerosos los que llenos de admiración hacia María se esfuerzan en imitar sus virtudes como el
artista intenta desde el exterior reproducir los rasgos del modelo. Raros también, los que, no
contentándose con esta imitación intrínseca y fragmentaria, viven internamente esta asimilación,
esta fusión de almas que sobrepasa en compenetración espiritual todas nuestras imágenes terrenas.
Se ha hablado de la metafísica de los santos para designar una vida espiritual fundada sobre el
dogma de la gracia santificante, don habitual y permanente en el alma, para oponerla a una vida
espiritual que, sobre todo, tendría en cuenta las gracias actuales y pasajeras, olvidándose de buscar
apoyo sobre aquella honda realidad. En un sentido análogo se podría afirmar que hay una metafísica
de la Santísima Virgen, capaz ella sola de penetrar en las profundidades y constantes últimas de su
vida íntima. Poco importa que el vocabulario varíe con las edades, pues por encima de las palabras
será preciso llegar a la grande tradición mariana, que nos habla con rara penetración de este
aspecto metafísico que se denomina "el interior de María".

Escuchemos estas magníficas palabras de M. Olier y meditémoslas: "La menor parte en el interior de
María, la más pequeña participación en su gracia es un tesoro mayor que todo lo que los serafines y
demás ángeles y santos podrán decir jamás.

"El cielo y la tierra no tienen nada parecido a esta vida, a este interior admirable a donde convergen
todas las adoraciones, todas las alabanzas, todos los amores de la Iglesia, de los hombres y de los
ángeles. Tiene más valor ante Dios este interior de María que todo lo que las demás creaturas le
pueden rendir en homenaje de adoración. Tan grande es la eminencia de su gracia y santidad. Esto
motiva el que se progrese mucho más en procurar la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la propia
perfección, por la unión con María, que practicando las demás obras piadosas".

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No conozco texto más denso y fecundo en la literatura mariana que esta de M. Olier. Pero es preciso
penetrar sus palabras y, lo que vale más, vivirlas. Este interior de María es verdaderamente el arca
de la alianza, donde el alma puede establecer su morada para vivir la vida sobrenatural, que es
comunión en el Espíritu. Sobre esta arca de la alianza se cierne la virtud del Altísimo, y es allí donde
estamos "en nuestro puesto" para recibir los beneficios divinos.

Basta con que el alma viva en María. Cuanto más ella se abandone en manos de su madre, tanto su
respiración vendrá a ser más y más consciente y viva. Que el alma, íntimamente unida a María,
renueve frecuentemente la invocación al Espíritu Santo, -Veni Sancte Spiritus- y su crecimiento
espiritual, su vida cristiana se desarrollará, se fortificará, vendrá a ser una comunión continua.

Simple, infinitamente simple, es este secreto de la gracia, como que está al alcance de los niños.

La unión con María y la voluntad de Dios

Nos es necesario ir a Dios por María para que Cristo pueda crecer en nosotros. ¿Por qué este
aparente "rodeo"?

Tal es la voluntad de Dios. No debemos, pues, amar tan sólo a María porque sintamos un atractivo,
especial hacia Ella. Aunque con íntima satisfacción reconozcamos lo dulce que es este atractivo, no
obstante, buscando la última motivación de este nuevo obrar, lo encontramos en la adorable
voluntad divina. La razón fundamental y verdaderamente primera de nuestro amor para con María
es que Dios lo quiere así.

Aprendamos a amar la voluntad divina en ella misma y por ella misma. Bástenos saber que Dios
quiere comunicarse a través de María, para que nuestra voluntad se aúne a la de Dios y dicte la
actitud por la que se haya de regular nuestro amor. Amar es querer amar. Y esta voluntad enérgica
de amar es quien nos pone al abrigo de nuestras fluctuaciones psicológicas y sentimentales. La
devoción a María es una virtud viril que tiene su fuente en la adorable voluntad de Dios y de allí
extrae su constancia y fortaleza.

La unión con María y la santidad de Dios

Acercarse a nuestro mediador único por medio de María, es también reconocer su santidad adorable
y es abajarnos aún más profundamente ante esa divina santidad. Exi a me, Domine, quia homo
peccator sum. "Señor apártate de mí, que soy hombre pecador" (Lucas, 5, 8). Este grito espontáneo
de San Pedro a vista del Salvador es, al mismo tiempo, un gesto de respeto y la profesión de una
verdad.

Esta santidad de Dios es tan alta, que nos fuerza cada día a humillarnos más y más en su presencia,
prosternándonos en devota adoración. La práctica de la mediación mariana nos hace sentir
hondamente nuestro fondo de impureza y al mismo tiempo nos descubre quién es Dios.

A menudo osamos apenas acercarnos a Él. Nos sentimos como a disgusto en su presencia. Es que
tenemos conciencia de lo rastrera que es nuestra oración, de lo inarmónico que es nuestro canto.
Querríamos entonces sustituir nuestra voz por una melodía que hiciera estremecer el corazón de
Dios, que lo regocijara, que nuestra oración fuera pura y límpida como agua de manantial. Vayamos
a María: Ella será el arpa de nuestro canto, la copa pura de nuestras libaciones... Dios la contempla
con inefable complacencia, porque esta arpa está en perfecta consonancia con Cristo, porque esta
copa pura fue elegida por el mismo Cristo para ofrecer su propia sangre al Eterno Padre pro nostra
et totius mundi salute "-por nuestra salvación y la de todo el mundo".

La unión con María no es solamente un acto de respeto hacia la santidad de Dios; es también el

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medio por excelencia para practicar la vida de infancia espiritual y de abandono.

El niñito que va a nacer no se inquieta ni por el pasado ni por el venir. Vive su momento presente,
respirando cada segundo. Sin sentir la menor inquietud, se va alimentando de la carne y de la
sangre de su madre a cada latido de su corazón. Está envuelto por una ternura vivificante, que no
se desmiente a sí misma jamás. Tal es la imagen de una vida espiritual auténtica. Que a su luz se
lean las bellas páginas del P. Chaussade, S.J., en su tratado sobre El abandono en la divina
Providencia y se comprenderá cuánta facilidad, flexibilidad y delicadeza comunica a las almas esta
vía mariana que hemos descrito. Dios no quiere que vivamos al margen de su voluntad divina, que
encierra todo su amor actual hacia nosotros. El ayer no existe: abandonémosle a su misericordia. El
mañana aún no ha llegado: fiémosle ciegamente a su solicitud. Mas el hoy está ante nosotros y este
hoy es un reclamo a entregarnos al amor divino en acción. Al alma unida a María le basta ponerse,
por medio de Ella, en manos de la voluntad santificadora de Dios. No tiene precisión de saber más!
Cada respiración mariana será una respiración espiritual suya. Su vida será una comunión incesante
bajo las mil especies del deber presente. ¡Qué paz, qué certeza, qué abandono! Queremos muchas
veces trazarnos la ruta, elaborar planes, prever. Nada de esto es compatible con este espíritu de
infancia, que nos incita a una donación, incesantemente repetida a la voluntad actual de Dios.
Entonces son posibles los maravillosos efectos de la gracia, porque a cada instante que el hijo fiel
respira en María, una nueva purificación se obrará en su alma. Posui maculatam viam meam. La vida
mariana es un camino inmaculado. Todo lo que pasa por Ella sufre una suerte de transformación y
de gracias renovadoras. Nuestros móviles rastreros se purifican y se transforman, y los sentimientos
de Cristo vienen a ser paulatinamente nuestros sentimientos; y la gloria de Dios, únicamente la
gloria de Dios, la aspiración constante de todo nuestro ser.

Practicando esta dependencia mariana, prolongamos la de Cristo durante los nueve meses de su
vida oculta en el seno materno. Ahora bien, si el discípulo no es mayor que el Maestro, no temamos
seguirle quocumque ierit, por todos los caminos que Él escogió y tener por morada la que fue suya
por modo glorioso. Entonces podremos decir, pensando en nuestra Reina y Señora: Domine, dilexi
decorem domus tuae et locum habitationis gloriae tuae. "¡Oh Yahveh!, yo amo la morada de tu casa,
el lugar en que se asienta tu majestad".

La unión con María y la comunión de los santos

Unidos a María, nos incorporamos a Cristo y nos encaminamos a Dios. Mas a Dios no lo podemos
aislar del mundo de los ángeles, de los santos, de la Iglesia triunfante y de las almas del purgatorio.
El cielo es una inmensa familia con la que nosotros, "los familiares de Dios y los miembros de su
casa", tenemos relaciones que, aunque invisibles, son múltiples y están palpitantes de vida. La fe
nos descubre legiones de ángeles, como la noche nos revela millones de estrellas. Et nox illuminatio
mea. Un mundo se abre ante nuestros ojos deslumbrados, al mismo tiempo que vemos cómo se
anudan los lazos entre los ángeles y nosotros. Nos sentimos enlazados a otros mundos y nuestro
espíritu queda embargado ante mil ternezas desconocidas: es que los ángeles están allí, velando por
nuestros pasos, subiendo y bajando encima de nuestras cabezas, según la visión misteriosa de la
escala de Jacob. Ahora, pues, si María es la Reina de los ángeles, es claro que Ella será quien nos
acerque a ellos. Unidos a Ella podremos aproximarnos a los tronos y a las potestades, a los serafines
y a los querubines, a los ángeles y a los arcángeles. Y junto con ellos amaremos a María y daremos
gracias a Dios por la gloria inmensa de que gozan, repitiendo el Deo gratias de su agradecimiento
efusivo y el Gloria de su adoración perenne. María nos coloca al mismo nivel de ellos. Nos da
derecho a intimar con San Miguel, el príncipe de su corte y el custodio de la gloria de Dios; con San
Gabriel, el arcángel de la Anunciación y paraninfo del amor divino; con San Rafael, el arcángel de la
alegría que vela sobre nuestros pasos de caminantes y prepara nuestros más felices encuentros.

Reina de los santos también, María nos lleva a la intimidad con ellos. A medida que crezca nuestra
unión con María, podremos amar a todos los santos con su corazón, su delicadeza y su

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reconocimiento. ¿Quién los puede amar como Ella? ¿Se puede entrever lo que sería el ímpetu puro
del amor con que amaba a San José o su solicitud con cada uno de los Apóstoles? Nuestra unión con
María simplifica de una vez lo que llamamos en sentido partitivo "las devociones". En lugar de
yuxtaponer el culto de San Pablo o el de Santa Teresa, todos estos cultos y amores se fusionan, en
su admirable diversidad, en el amor mariano que los une a todos. Por desgracia, ya no tenemos
hacia los santos un culto desinteresado, ya no hacemos como nuestros antepasados, de la lectura de
su vida el alimento de nuestra admiración. Y, sin embargo, "Dios no ha creado el mundo ni lo
transforma más que para hacer santos". La tierra perderá su razón de existir el día que no germine
santos. La historia de los mismos, más emocionante que cualquier novela de aventuras, es en
definitiva, la única decisiva y valedera. Cada una de esas historias es la prolongación del misterio de
la Encarnación y un efecto de la acción del Espíritu Santo y de María. Pues bien, cada uno de los
santos, desde el más desconocido hasta el más glorioso, ha nacido de María, y las gracias que le han
santificado han pasado por sus manos. En María podemos amarles con un corazón nuevo y un alma
nueva. Con esto, nuestra intimidad con ellos se afina y se amplía indefinidamente, hasta llegar a una
simplicidad dulce e insospechada. Nos sentimos coherederos del cielo y somos ya, y nos portamos,
como hijos de la casa celestial.

Como Reina del Purgatorio, la Virgen María nos abre el acceso a la Iglesia que sufre. Nuestra
oración, unida a la de la Inmaculada, irá a acelerar la obra de purificación en aquellas almas
innumerables, participando nosotros en la impaciencia maternal de María, que anhela ser para todas
ellas puerta del cielo. Y todo esto lo llevaremos a efecto casi sin pensar en ello, sencilla y
llanamente, pues cada uno de nosotros puede decir: "El corazón de María y el mío no forman más
que un solo corazón" (27).

La unión con María es, además, una escuela de respeto, donde se aprende a distinguir la jerarquía
de los valores y graduar las grandezas. María nos hace admirar las vivas riquezas de la divinidad,
pero también nos comunica devoción a los santos del día, sintiéndonos cerca de ellos, participando
en la alegría de la Iglesia en sus fiestas, honrándolos e invocándolos. Entonces ellos aparecerán,
ante nosotros tan bienhechores como serviciales. María nos inculcará el respeto, lo mismo a nuestro
ángel de la guarda que a nuestro santo patrono; lo mismo al ángel protector de la región, que al
santo intercesor de la parroquia. Es que Ella sabe mucho mejor que nosotros cómo estos
patronazgos no son ficticios, pues estos mediadores múltiples nos aportan, como los mil colores del
prisma, la luz y el calor vivificante de único amor de Dios.

Se ve, pues, cómo esta unión constante con María va formando nuestra vida religiosa en todas sus
dimensiones, tanto en conjunto como en particular.

Reconocemos que el cristianismo unido a María tiene un método peculiar de llenar sus deberes,
hasta los más insignificantes: hay una manera mariana de asistir a la santa misa, de dar gracias a
Dios, de recitar el oficio divino y hasta de hacer la señal de la cruz. Bernardita, a quien la Virgen
santa enseñó a santiguarse lentamente en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es
buena prueba de esta solicitud maternal, a la que nada pasa desapercibido y que valoriza hasta lo
que parece insignificancia y nonada.

3.- LA UNIÓN CON MARÍA, CAMINO HACIA LOS HOMBRES

Por nuestra pertenencia a María, nuestras relaciones con la tierra no están menos influenciadas que
nuestras relaciones con el cielo.

Si es necesario ir a Dios por María, lo es también para ir a los hombres. Será para siempre un gran
mérito de la Legión haber indisolublemente unido María y la acción apostólica. Con demasiada
frecuencia la devoción a María queda encuadrada dentro de los límites de lo puramente personal, en
lugar de buscar en esta devoción individual el fundamento de la actividad apostólica, como, en un

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orden paralelo, debiéramos hacer de nuestra devoción eucarística personal la fuente de nuestra
caridad expansiva. ¡Qué raquitismo y qué desgracia! Porque, si nuestra devoción a María se limita
herméticamente a algunos ejercicios piadosos, a buen seguro que perderá su savia y quedará sin
suelo nutricio que la sustente (28).

La unión con María y el apostolado

La devoción a María, en su sentido activo y valiente, es sinónima de apostolado, porque María es y


será quien engendre a Cristo. El divorcio entre una pretendida devoción a María y el apostolado es
signo cierto de esa esclerosis espiritual que sufren con demasiada frecuencia no pocas almas
piadosas. Ello explica el desafecto de que en ocasiones son objeto. Es siempre peligroso no respetar
íntegramente la verdad. Con ello no sufre menoscabo solamente la devoción cristiana, sino también
la misma acción apostólica, que fácilmente degenera en mera agitación estéril al amparo del nombre
de apostolado, que hoy con demasiada frecuencia se falsifica y se torna laico.

Con nombre tan sagrado se ha bautizado, en efecto, toda una gama de actividades útiles y, si se
quiere, indispensables. Un movimiento centrífugo ha dejado más y más a la mentalidad moderna, en
torno al apostolado, de su sentido primero, directo, originalmente evangélico. ¿Estamos nosotros, y
seamos sinceros al responder, en la misma línea de apostolado que reseñan los Hechos delos
Apóstoles? ¿El apostolado de que estamos continuamente hablando es, en primer término,
transmisión de la vida religiosa a nuestro prójimo que lo ignora? No será, con todo, una devoción
mariana de espaldas a la vida apostólica la que nos salvará del naturalismo de la acción. Será, más
bien, "la verdadera devoción", tal como la ha comprendido admirablemente San Luis María de
Montfort, la que santificará nuestra actividad y la hará verdaderamente apostólica y fecunda. La vía
segura, salvadora y tradicional, une íntimamente y en todo momento esta "verdadera devoción" con
la acción apostólica, que de este modo mutuamente se vivifican.

Porque el apostolado religioso, evangélico y directo, del que tratamos, es una maternidad espiritual,
aun, a través de sus mil formas distintas, tanto colectivas como individuales, ya que el acercamiento
entre las almas se verifica a través de todas las vías de influencia mutua. Mas en definitiva, ser
apóstol es hacer nacer o hacer crecer a Cristo en nuestros hermanos, prolongando la obra misma
que realizó María. La unión, pues, con Ella se impone de rigurosa ley. Por ello el Legionario de María
irá a los hombres conscientes de que no es él, sino María quien va a ellos por su medio. Se ha dicho
que "los esfuerzos a los que María no preside son como aceite sin lámpara" (Manual). Es esta la
razón por qué, en su reunión semanal, la estatua de María se encuentra en medio de los suyos. Es
que Ella los espera para confiarles su angustia maternal por los hijos que se hallan en peligro. Ella
nos llama a participar en su obra, pero también los acompañará de puerta en puerta por los caminos
de la vida.

María podrá entonces decir a través de cada alma legionaria en visita apostólica: Ecce sto ad ostium
et pulso. Heme aquí, delante de la puerta de esta casa y de esta mi alma, heme aquí que llamo.
Como cuando en la Vigilia de Navidad vagaba suplicante por las calles de Belén. Sí, allí está Ella
presente, activa, más maternal que nunca. Será frecuente que el Legionario de María no tenga signo
alguno sensible de su presencia y deberá caminar en pura noche de fe con plena conciencia de la
situación. A veces, sin embargo, podrá palpar sensiblemente una presencia más activa y penetrante,
viendo cómo el éxito está muy por encima de sus pobres y desmedradas palabras, que han sido
elevadas "a alta tensión". María está al acecho de la oportunidad y se sirve de todo "como prudente
ama de casa"; pero tiene necesidad de nuestros pasos, de nuestras palabras, de nuestras fatigas.
Quiere que amemos a nuestros hermanos a costa de sacrificios, con el sudor de nuestra frente. Los
Legionarios de María saben mucho de lo que esto quiere decir y por ello no vacilan en llamar una y
muchas veces a la puerta hostil y reacia, insistiendo dulcemente o luchando a brazo partido contra
viento y marea. Saben que el Maestro ha prometido abrir a quien llamare; mas tampoco ignoran que
no ha precisado el número de golpes que será preciso dar a la puerta.

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¡Cuán ocultos y misteriosos son los caminos de la gracia! Quizá ponemos la actitud más propia y
pronunciamos las que juzgamos palabras adecuadas, esperando lograr el fin adecuado, y, con todo,
el vacío es la respuesta o, lo que es peor, una reacción hostil. Y es posible que esto se repita diez,
veinte veces. Pero un buen día, en momento inesperado, la gracia actúa de improviso y la
conversión se pone en marcha. Entonces caemos en la cuenta de que ninguna de nuestras palabras
había sido pronunciada en vano. Golpeaban, como un ariete, la muralla aparentemente
infranqueable, sin que nosotros percibiéramos más que el choque de rechazo, que pudo en
ocasiones lastimarnos, hasta el día en que, casi sin empuje, se abre la brecha deseada. María, la
Madre por excelencia, ha recibido más que todas las madres juntas el don divino del amor
indeficiente. Por ello la acción apostólica mariana es obra de una larga paciencia, de una solicitud
que no se cansa de esperar. ¿Se ha visto jamás que una madre se resigne a que su hijo vaya a la
deriva? He aquí por qué el Legionario de María no acepta nunca la derrota y menos aún el
derrotismo. Esto sería condenar a María a que asista impasible, con los brazos cruzados, al naufragio
de las almas (29).

La unión con María y la caridad

Nos es preciso ir aún más lejos. No solamente la devoción mariana y la entrega al apostolado son
dos cosas inseparables, sino que la unión a María da a nuestra caridad espiritual un sello propio. Con
justo título se ha podido hablar de una caridad "legionaria". No, por supuesto, en el sentido de que
nuestra caridad sea fundamentalmente distinta, pues consistirá siempre, como para todos, en amar
a Dios por ser quien es y al prójimo en Él y por Él. Mas como se ha podido hablar de una pobreza
franciscana, para señalar un determinado matiz en la práctica del desasimiento evangélico, se puede
también hablar de una caridad "mariana" para indicar una manera peculiar de practicar la caridad.

Cuando la unión con María se ha establecido en un alma, le infunde un amor a los hombres más
profundo, más intrépido, más individual, de corazón a corazón, comunicando al alma legionaria
tonalidades de ternura o, como dice el Manual, de "respetuosa delicadeza".

Se ha dicho que la gloria de la caridad está en adivinar, como es propio del amor materno presentir
las angustias mudas o celadas del hijo. La caridad "mariana" se beneficiará de este privilegio. Esta
caridad no tratará a los hombres en masa ni en serie. Preferirá, por el contrario; dirigirse a ellos uno
a uno, comprendiendo que cada cual tiene su problema íntimo y personal, y que nada se parece
menos a un hombre que otro hombre, cuando nos adentramos en los entresijos de su corazón.
Gustan los hombres de enmascararse y les agrada desorientar y aun despistar al que les sigue los
pasos. Rehúyen el ser conquistados en lucha declarada, y su amor propio se encabrita ante la fuerza
lógica que intenta sojuzgarlos. "Cada vez que gano un argumento, ha dicho un célebre apologista,
pierdo un alma". Y un predicador atribuía sus éxitos a estas precauciones. "Cuando discuto, decía,
me guardo muy bien de provocar a mi adversario, pues mientras permanece tranquilo y en calma, la
gracia de Dios, que se encuentra en él, se pone de mi lado".

Mas qué olvido del propio yo y qué delicadeza de tacto supone todo esto. Se comprende cuánto la
unión con María puede transformar estos contactos apostólicos y darles esa fuerza que persuade sin
chocar, esa dulzura que se abaja ante el prójimo caído, ese respeto alto y digno hacia los demás,
como una participación y réplica del respeto que Dios nos tiene. Cum magna reverentia disposuit
nos, ha dicho de Dios San Agustín. Dios nos trata con máximo respeto. Por ello debemos practicar
un apostolado respetuoso, pero de ninguna manera nos dejaremos llevar de ese seudo-respeto, tan
a la moda, que consiste en despreocuparse de nuestro prójimo, que rueda al abismo de su perdición
eterna, bajo pretexto de que toca a cada cual resolver sus problemas personales. Como si el
cristiano se viera libre de responsabilidad en la salvación de su hermano y, por consiguiente, tuviera
derecho a desinteresarse del problema capital del mismo. "Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?".
¿No propone a cada uno de nosotros esta misma cuestión el Dios que se la propuso al primer
fratricida? Nuestro mundo liberal ha encontrado muy cómoda la fórmula de dejar hacer y que cada

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cual se las arregle por su cuenta; pero estas y parecidas fórmulas son diametralmente contrarias al
auténtico catolicismo. Sin duda, que debemos buscar con prudencia -natural y sobrenatural- el
momento oportuno, el medio adecuado y el tono conveniente. Pero nunca tendremos derecho a
replegamos en un mutismo egoísta. Problema ciertamente delicado; pero que la unión con María
hará que sea de más fácil solución. Ella nos asocia a su maternidad siempre vigilante, a su amor que
nunca hiere, por ser limpia transparencia del Supremo Amor.

María transformará nuestras almas simples y rudas, comunicándoles finura y delicadeza para intuir
las necesidades ajenas. Una sobrenatural nobleza de alma y una cortesía exquisita son siempre
indicio seguro de que el alma se halla unida a Dios y un signo cierto de la divina presencia.

La unión con María es un camino corto, directo, que da a las almas dóciles a sus impulsos el tacto y
ductilidad necesarios. ¿Habéis notado cuán cortésmente hablaba la Virgen Inmaculada a Santa
Bernardita, cuando la aparición del 18 de febrero: "¿Querrás tener la bondad de venir aquí durante
quince días?" He aquí el tono y modales usados por la Reina de los cielos para intimar una orden a
una niña sin cultura. Se puede asegurar que María no trata jamás con nadie de superior a inferior, ni
de siquiera igual a igual. Siempre habla como inferior ante su superior. Es que María ve a Jesucristo
en cada alma que se le acerca y se mantiene siempre en su actitud de sierva del Altísimo.

Por este tono respetuoso se reconocerá infaliblemente al apostolado mariano. Que se pueda decir
siempre al Legionario de María que el acento de su bondad le traiciona.

La unión con María y nuestra santificación personal

Y ved cómo de rechazo el alma del Legionario de María va a experimentar una lenta transformación.
El canónigo Guynot, que habla aquí como testigo de vista, la describe en estos términos: "Hasta
entonces su caridad había sido como la caridad de nuestros cristianos del día; hablaba con bastante
despreocupación de los defectos del prójimo; comentaba cuanto llegaba a sus oídos, sin sentir el
menor escrúpulo, bajo pretexto de que las faltas eran ya conocidas o a punto de serio o de escasa
importancia. Con parecido descoco manifestaba sus extrañezas, sus censuras y, en ocasiones, hasta
sus reproches más o menos violentos hacia los demás. Se permitía, sin el menor remordimiento,
sacar a relucir el sesgo ambiguo y las irregularidades de las acciones ajenas. En las contrariedades
se creía con derecho a reaccionar violentamente contra todo lo que se oponía a sus planes. Creía
poder juzgar de cuanto pasaba en torno suyo digno de censura y estaba persuadido de que, con tal
de guardar estos juicios en su interior o limitar su comunicación a un reducido círculo, no había lugar
al más mínimo reproche. Y ahora pregunto: ¿es que este cuadro está pintado con colores
recargados?

"Pero es muy cierto que este modo de obrar no puede perdurar mucho tiempo en un verdadero
Legionario de María. Porque el alma legionaria que se deja formar dócilmente por la Legión no tarda
en adquirir un corazón de madre, el corazón de María, con relación a todos los hombres. Y una
madre tiene tales delicadezas en su amor, tales finezas en su ternura, tales miramientos en su
obrar, que jamás serán ni sospechados siquiera por otro corazón que no sea el de una madre.

"Una madre disimula las faltas de sus hijos: yo ocultaré, pues, los defectos de mi hermano, o si, por
ventura, me viere en la precisión de tener que revelarlos, ocultaré el nombre del culpable, o si esto
tampoco fuere posible, tan sólo manifestaré las faltas cuyo conocimiento sea indispensable, nunca
más, ni más allá de lo debido; siempre lo menos posible, a ejemplo del piadoso cirujano, que no
aplica el bisturí más de lo preciso, ni se permite jamás hacer mayor herida de lo que es
estrictamente necesario... " (30).

¿Y cuál es el secreto de esta caridad "maternal"? La unión con María.

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Esta fusión del alma con María engendra progresivamente la finura espiritual que terminamos de
describir. Unido a la Santísima Virgen, el Legionario siente como por instinto el desacorde de una
palabra desatenta, irónica, mordaz, con la dulzura de María. Su unión con María le lleva a ver al
prójimo con otros ojos, con los de María, a hablar con otros labios, con los de María, a amar con otro
corazón, con el corazón de María.

Esta transformación se irá logrando insensiblemente y dará a su vida "ese perfume de Cristo" que
alegra a la Iglesia. Comunicando a "su soldado e hijo" sus propios gustos, sus sentimientos íntimos,
sus invenciones ingeniosas, María establecerá su reino en el corazón del Legionario. Éste no piensa
más que en los demás, pero su madre, que ve con agrado tanta abnegación, sublimará su alma,
verificándose así una vez más que el que pierde su alma, la salvará.

La escuela del apostolado y la escuela de la santificación personal son la misma. Es que María, "más
generosa y liberal que nadie", no se deja nunca vencer en largueza. Si el Legionario, que torna
descorazonado de una tentativa apostólica "fracasada", pudiera ver en el espejo de su propia alma
el fruto espiritual de este fracaso, lo mismo que el de todas sus faenas apostólicas, cuántas veces
caería en tierra de rodillas para dar gracias a Dios por las grandes cosas que a ocultas va en él
realizando.

CAPÍTULO V
LA VALENTÍA APOSTÓLICA
POR TANTO, TOMANDO EN MI MANO EL ESTANDARTE
DE LA LEGIÓN, QUE TRATA DE PONER ANTE NUESTROS OJOS
ESTAS VERDADES,
ME PRESENTO DELANTE DE TI COMO SOLDADO SUYO
E HIJO SUYO,
Y COMO TAL ME DECLARO TOTALMENTE DEPENDIENTE DE ELLA.
ELLA ES LA MADRE DE MI ALMA.
SU CORAZÓN Y EL MÍO SON UNO.

Soldado, niño: no estamos, en verdad, habituados a entreverar estas dos palabras. Niño rememora
pasividad, dependencia, necesidad de acogida. Soldado evoca, por el contrario, actividad, iniciativa,
combate. Es muy cierto que de nosotros somos nada, servi inutiles sumus. Menos que niños. Mas
Dios ha querido seamos sus cooperadores.

Reflexionemos unos momentos en lo que se nos pide en estas palabras de la Promesa.

Niño: Con ello proclamo mi entera y total dependencia.

María es la Madre de mi alma: su corazón y el mío no son más que uno.

Estas palabras están cargadas de contenido, cuya riqueza oculta terminamos de insinuar. Ellas nos
invitan a entregarnos a Dios -en María- en un total abandono y a reconocer su absoluto dominio y
primacía: Dios es el único Dios y la creación entera está orientada hacia Él desde el principio hasta
el fin. Dispone Dios del tiempo y de los hombres según su divino beneplácito. Lanza un rayo desde
el cielo sobre Saulo, camino de Damasco, y lo transforma en Apóstol de las Gentes en un momento.
Su gracia es libre como lo es Él mismo y su Espíritu sopla donde quiere. Cuando le place, rehúsa
dejarse enmarcar en nuestros planes y proyectos. Cogitationes meae non sunt cogitationes vestrae.
"Mis pensamientos, dice el Señor, no son vuestros pensamientos, ni mis caminos son los vuestros".
Todo esto importa no tan sólo saberlo de un modo teórico, sino vivido para que nunca suceda
convertir el apostolado en asunto personal. Es Dios quien en la acción apostólica, nos lleva y nos

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conduce. Él es quien sabe el modo y la manera. Por eso quiere encontrar en nosotros almas dóciles
y flexibles a través de las cuales pueda libremente actuar. He aquí el único camino verdadero, el
inmutablemente verdadero. Cuán necesario nos es no olvidarlo jamás en la práctica.

Y sin embargo, este Dios Soberano, Omnipotente, que creó un día el mundo entero con un simple
"fiat", ha querido tener necesidad de nuestra ayuda. Dios nos ofrece, más aún, demanda nuestra
ayuda, invitándonos a nosotros, sus siervos inútiles, a ser los colaboradores de su obra: Dei
adjutores.

Él, por otra parte, no acepta el que se le sirva estando mano sobre mano, no moviendo más que
los labios y, si es caso, mascullando algunas oraciones. Bajo pretexto de que el mundo es malo,
demasiado malo, para poder ser transformado, hay almas que se limitan a rezar por los infelices
que corren a su perdición. Su "recemos", con el que invitan a los demás, es con frecuencia signo de
sobresalto, encogimiento y raquitismo. Si al menos se tratase de alguna plegaria férvida y sincera;
pero no: ese "recemos" es muy a menudo una forma de piadoso suspiro, con el que se han
remediado pocos males. Para los cristianos que viven en el mundo, la plegaria, si es sincera, es
primeramente el preludio de su acción y después el acompañamiento imprescindible de la misma.
La acción humana viene a ser en las manos de Dios lo que el agua del Bautismo y el pan de la
Eucaristía: materia para la acción divina. Nos es necesario orar; pero la plegaria debe prolongarse
en la acción. Si tengo obligación de implorar la gracia de Dios para mi prójimo en peligro, también
la tengo de tenderle la mano para que no naufrague. El Maestro divino, que nos ha mandado
"rogar sin cesar", nos ha dejado asimismo la orden de ponernos en marcha y trabajar.

"Señor, decía el santo canciller de Inglaterra Tomás Moro, dadme la gracia, de trabajar en la
realización de aquello por lo que os ruego" (31).

La Legión de María reconoce y practica este deber de cooperación necesaria a la obra de Dios
encarnando esta concepción en una terminología militar, con la que expresa que quiere servir a
Dios con la valentía y decisión que merece tan noble causa.

1.- LA VALENTÍA, VIRTUD NECESARIA

La palabra que domina en este párrafo es la de SOLDADO, y el gesto que se subraya es el de


tomar en las manos el estandarte. Este vexillum fue elegido de intento sobre el modelo del de la
Legión romana, así como las expresiones usadas por la Legión de María recuerdan el clásico
emblema y la organización que dicho emblema praesidia.

El motivo de esta elección es el que la Legión romana significa en la historia militar un cuerpo de
selección, cuya fama de fidelidad y bravura ha quedado proverbial. Eran los legionarios romanos
quienes custodiaban las avanzadillas del imperio y hacían frente a las invasiones que forcejeaban
sin cesar. El Manual cita, no sin marcada intención, el ejemplo de aquel centurión romano a quien
se encontró en su puesto, sepultado entre los escombros de Pompeya y bajo la lava del volcán, y
evoca también el ejemplo de la Legión tebea, que padeció martirio por su fe durante la persecución
de Maximino.

Recuerda asimismo, a aquel legionario que vio morir a Cristo y glorificó -el primero de todos- al
Altísimo, exclamando: "Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios".

Este homenaje a la bravura del legionario romano es una invitación a inspirarse en él, pues subraya
de modo muy relevante que la valentía es una virtud indispensable en el servicio de Dios y al
mismo tiempo uno de los rasgos distintivos de la verdadera devoción mariana. Recordemos que el
Santo Papa Pío X solía decir: "El mayor obstáculo al apostolado es la timidez y cuitamiento de los
buenos".

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Estas palabras, demasiado verdaderas, por desgracia, no quisiera merecerlas para sí la Legión de
María y por ello reclama de sus miembros la valentía moral como parte integrante de su deber
cristiano. El heroísmo no es un lujo a voluntad, ni un deber de supererogación, como parece que en
ocasiones se quiere hacer creer. El médico que atiende al enfermo contagioso, no hace más que
cumplir con su deber profesional de médico, y el soldado que, con peligro inminente de su vida
obedece la señal de ataque, ejecuta un imperioso deber. ¿Por qué no juzgar lo mismo de los
deberes apostólicos? Es de admirar lo precavidos y temerosos que somos cuando se trata del
servicio del Señor. Como por instinto nos volvemos entonces casuistas a ultranza. Aquí tenemos
una de las razones primordiales por qué muchos católicos, en frase de Riviere, no provocan en los
incrédulos "la tentación de creer". La valentía es una virtud con especial fuerza de atracción y por la
que se obtiene más efecto que por los más elocuentes discursos.

Cuando la Legión pide a sus miembros que vayan de dos en dos en gira y visita apostólica, sabe
muy bien que pide un servicio difícil. Y cuántos, que han afrontado a sangre fría una descarga
cerrada de ametralladora o de mortero, se han sentido tímidos y cobardes ante la burla o sonrisa
socarrona del que fisgonea detrás de una puerta desconocida. Hay mortificaciones a pan y agua
que no cuestan tanto como estos riesgos del apostolado, y más de un Legionario preferiría sin
vacilar una jornada de silencio absoluto a una salida nocturna en busca de la oveja extraviada.
Nada paraliza tanto el esfuerzo como ese temor sutil, que va calando hasta el último entresijo de
nuestro ser, y que se llama respeto humano. Este temor dio escalofríos al discípulo de Cristo que se
consideraba más valiente, Pedro, ante la voz de una criada, de una moza de cántaro. Y, con todo,
si este mísero respeto humano triunfa en un alma, adiós todo trabajo emprendido en el campo del
apostolado; quedará bien pronto reducido a proporciones insignificantes. Este temor de acordar de
frente el apostolado religioso conduce muy luego con frecuencia a relegarlo a segundo plano.
Contra tal inversión de valores nos pone muy en guardia el Papa Pío XII: "¿Quién no siente que se
oprime el corazón al ver en qué medida la miseria económica y los males sociales hacen más difícil
la vida cristiana? Pero de aquí no se puede concluir que la Iglesia deba comenzar por dejar aparte
su misión religiosa y procurar ante todo la curación de la miseria social. Si la Iglesia ha sido siempre
solícita en la defensa y promoción de la justicia, ella, desde el tiempo de los Apóstoles, aun ante los
más graves abusos sociales, ha cumplido su misión, y con la santificación de las almas y con la
conversión de los sentimientos internos ha tratado de iniciar la curación incluso de los males y
daños sociales, persuadida como está de que las fuerzas religiosas y los principios cristianos valen
más que otro medio cualquiera para conseguir su curación" (f).

Si para predicar el Evangelio los Apóstoles hubieran estado esperando a que la justicia social y
política hubiera reinado por doquier, aun hoy día el mundo no hubiera oído el mensaje evangélico.
Es preciso, pues, marchar hacia delante, sin esperar más y sin el temor al fracaso o al sufrimiento.
Las almas cuestan caro. Y hay proverbio que pone en labios del mismo Dios estas palabras: "Toma
lo que quieras con tal que pagues el precio debido." Con Santa Teresa recordemos que Dios es
amigo de las almas animosas y valientes.

He aquí por qué la Legión ha tenido sus preferencias por este nombre militar y exige del que se
lista "bajo su bandera que se considere a sí mismo como soldado en acto de servicio. Ve en la
valentía apostólica un signo distintivo por el que gusta de ser reconocida. Mas al mismo tiempo ve
en ella una virtud mariana.

2.- LA VALENTÍA, VIRTUD MARIANA

No estamos acostumbrados a ver en la Virgen María el ejemplar más preclaro de valentía e


intrepidez. Su dulzura maternal nos vela el lado heroico y varonil de sus virtudes. Y, sin embargo,
es invocada como Reina de los apóstoles, de los doctores, de los mártires, es decir, de todo ese
ejército de pioneros que han allanado las rutas del Evangelio, batallando por enseñarle y muriendo
por defenderle. En grado mil veces más intenso que Santa Teresa de Lisieux, ha sentido la Virgen

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María todas estas vocaciones en su alma, hallándose siempre muy cerca de estos valientes del
Evangelio en sus luchas apostólicas. María es por excelencia la Virgen guerrera, que guía Ella
misma a los suyos en el combate contra Satanás.

"Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu prole y su prole, la cual te apuntará a la cabeza,
mientras tú apuntarás a su calcañal" (Gen. 3, 15).

En esta mujer que se alza contra la serpiente del Génesis ve la Iglesia a María. María, en efecto, se
yergue ante ella como caudillo y capitana que dirige los combates de Dios hasta la victoria. Su
nombre es terrible como ejército en plan de ataque.

Consideremos con más detención el temple y fortaleza de esta alma, que sobrepasa toda
comparación.

La valentía de la Virgen resplandece desde el primer episodio conocido de su vida, en el voto de


castidad perpetua prometido al Señor. En su época y ambiente no estaba en uso esta práctica. Por
esta razón, el intentado poner en obra requería un esfuerzo poco común pues era exponerse a la
desaprobación de todos sus familiares y chocar de frente con los usos establecidos. Y, sin embargo
María no vaciló un momento en ofrendar al Señor este sacrificio.

Esta primera indicación sobre la fortaleza de su alma es corroborada por su actitud ante el arcángel
en el momento de la Anunciación. Lo que le propone el enviado de Dios no está a la medida de las
cosas humanas. Le brinda una maternidad virginal que el Espíritu Santo realizará en Ella, y le pide
un consentimiento sin indicarle cómo Ella se podrá justificar ante los hombres. Respondiendo "sí",
tenía conciencia María de hundir en la mayor congoja a José, a quien amaba como jamás
prometida ha amado a su prometido, pues la santidad no encoge el corazón humano, sino que lo
exalta y ennoblece en todas sus potencias afectivas. María arriesgaba en aquella partida del juego
divino su reputación y, según las costumbres de la época, hasta la propia vida. Por gloriosa que
fuera la invitación, se requería temple de ánimo poco común para afrontar el riesgo que importaba
su fe en lo propuesto por el ángel, con todas las consecuencias que ello implicaba. Y, con todo,
luego que ha comprendido, no vacila un segundo y exclama: "Hágase en mí según tu palabra". Fue
el salto a lo desconocido, la adhesión sin cálculos ni reservas. Deus providebit, Dios proveerá.

Aún más; aceptando la Virgen Santísima el ser Madre de Dios, sabía que entraba de lleno en un
misterio sangriento de Redención. Conocía los libros santos y había leído las páginas de Isaías
sobre el varón de dolores. Sabía ya antes de la profecía de Simeón y, sin duda, con una claridad
que iba creciendo de día, que quedaba asociada como ninguna otra creatura a la pasión de su Hijo.
Su fiat no es, pues, tan sólo un acto de abandono confiado en Dios; es también un acto de
heroísmo voluntario oculto bajo el velo de su humanidad.

Cuando Simeón le profetizó que una espada de dolor traspasaría su alma, María recibe con
serenidad esta profecía y aguarda, como un tesoro entre las "cosas que meditaba en su corazón".
Su única preocupación era la de permanecer fiel a la llamada. Del cómo y el por qué no se
preocupa ni pide informaciones. En el dolor se ha mantenido siempre firme: su alma estaba
dispuesta a afrontarlo todo desde el primer momento. Jamás se plegaba egoístamente sobre sí: su
pensamiento iba recto a lo único que le importaba, la gloria de Dios y el cumplimiento de la divina
voluntad. El evangelista describe, como el hecho más natural, el que María estaba a pie firme junto
a la cruz del Calvario. Allí estaba, en medio de la turba amotinada, mientras los Apóstoles, huidizos,
se escondían, porque debía en aquellos supremos momentos unir su compasión a la pasión
redentora. Con su fe percibía todas las afrentas, ultrajes y crueldades, al tiempo que con su alma
desgarrada, pero inundada de luz, se unía al misterio de salvación que se consumaba ante sus
ojos, no rehuyendo tomar su parte, que era la correspondiente a la humanidad que aceptaba la
redención. La Iglesia ha condenado a quienes se han atrevido a hablar de espasmos de María, y no

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aprueba el que los artistas la muestren en actitud de desmayo o desvanecimiento. Es que María es
la mujer fuerte por excelencia, más sensible, cierto, y más delicada que ninguna otra mujer, pero
también más intrépida y heroica que los mismos mártires. Por eso es su Reina.

Turris eburnea, torre de marfil: la invocamos con este nombre, porque la fortaleza del alma es un
perfil inseparable de la Inmaculada en todas las páginas de la historia. Nadie ha tenido la entereza
de esta mujer fuerte. Nunca en la tierra se vio, si exceptuamos a Cristo, tanta delicadeza de alma
unida a tanto valor y dominio de sí.

No sin fundamento el Manual invita al Legionario a inspirarse en su Reina y a empaparse de su


fortaleza.

"El espíritu de la Legión es el espíritu de María, dice. Las almas legionarias deben esforzarse
particularmente en adquirir... su amor de Dios, valiente y abnegado... La Legión emprende
cualquier empresa, sin excusarse jamás en que es imposible, porque estima que todo es asequible
y permitido el afrontado". Pero recordemos que estamos aún en el principio del camino de la
valentía apostólica.

3.- LA VALENTÍA ANTE LO IMPOSIBLE

La unión con María da a sus soldados una valentía especial ante lo que se juzga: imposible. Es una
tesis muy cara ante la Legión la que afirma la posibilidad de lo imposible. O de un modo más
preciso, a la vez qué pintoresco y atrevido, que "lo imposible es divisible en un cierto número de
pasos que progresivamente van siendo posibles". ¿Paradoja? Como se quiera, pero paradoja que es
realidad vivida. ¿Qué pretendemos decir con esto? No otra cosa que eliminar con decisión esa
inercia característica ante el trabajo apostólico que se atrinchera detrás de la palabra "imposible"
proclamar resueltamente que el medio más seguro para llevar a buen término cualquier empresa,
considerada imposible, es dar un primer paso - posible- en dirección de la solución que se
pretende. Si no es posible alcanzar de un salto la cumbre del monte, es siempre "posible" escalar
una primera altura, después otra, y así hasta el risco más inaccesible. Cada posibilidad vencida da
acceso a una posibilidad nueva. Es el triunfo que sigue siempre al divide et impera, dividir para
triunfar. Perogrulladas, dirá alguno.

Tal vez; pero en todo, casi, si esto es una verdad indiscutible, merar para ser voceada.

Veamos algunas pruebas, tomadas de la dura forja de los hechos. Ninguno de los éxitos
espirituales alcanzados por la Legión de Dublín dejó de ser considerado por la voz común como
imposible al intentar llevado a efecto. Limpiar de tanta miseria moral como infestaba a Bentley
Place, madriguera secular del vicio; predicar ejercicios cerrados a las mujeres de mal vivir;
inaugurar retiros para protestantes; transformar a los "golfos de Morning Star en apóstoles: todo
esto fue tachado de locura. Y cuántas obras apostólicas emprendidas aquí!; y acullá fueron del
mismo modo juzgadas. Pasa con estas imposibilidades como con los picos de los Alpes: de lejos
aparecen inaccesibles. Pero un buen día un alpinista decidido escalar la primera roca, después la
segunda, luego la tercera y finalmente... la última. No es preciso entrever desde el primer paso que
se da cómo se podrá intentar dar el segundo, aún menos qué hacer para llegar al término. Lo único
que de veras precisamos es creer que Dios nos confía la iniciativa del primer paso y que corre a
cargo suyo el resto hasta la etapa final.

Tenemos una tendencia natural a calificar tal empresa de insuperable y a decretar que lo otro es un
caso desesperado. ¿Y qué sabemos nosotros? Cuántas veces Dios se complace en enredar nuestros
cálculos y en confundir nuestros temores.

La victoriosa empresa de Cristo llega hasta las almas más recias y rebeldes, y la historia de la caída

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fulminante en el camino de Damasco es de todos los tiempos. No acabaríamos si Intentásemos tan
sólo citar algunas de las intervenciones sorprendentes de la divina Misericordia. Dios está al acecho
y su amor, infinitamente ingenioso y tenaz, cae sobre los corazones más endurecidos como el
águila sobre su presa. ¿Cómo conocer entonces que hemos hecho lo "bastante" por un alma? ¿Y
qué título podremos alegar para medir y juzgar la paciencia de Dios? Observad de cerca y notaréis
que buen número de "imposibilidades"' pasan a ser bellos posibles y también realidades. Por otra
parte, ¿Con qué derecho se tachan del Evangelio las palabras en las que Cristo afirma que "a Dios
todo es posible"? Es de nosotros el hacer el primer ensayo que, poco a poco y paso a paso, Dios
nos ayudará a franquear el umbral de lo imposible y entrar en la tierra prometida a nuestra fe.

Esta valentía, espiritual es rara, concedámoslo, pero de imperiosa necesidad. En este terreno Dios
no juzga como nosotros. Nos sentimos llenos de admiración hacia San Pedro, que camina sobre las
aguas al encuentro de su Maestro. Y, sin embargo, Jesús le acoge con estas palabras: "¿Por qué
has dudado, hombre de poca fe?" Quizá nos acusamos muy raramente de flaqueza en nuestra fe.
Sin embargo, sería un buen examen de conciencia, que podría revelarnos muy útiles sorpresas.
¡Qué progresos veríamos en nuestros cristianos si se acusasen y humillasen con frecuencia de su fe
raquítica y repitiesen "ellos de nuevo la palabra del ciego del Evangelio: "Señor, creo; pero
ayúdame en mi incredulidad".

¿Se quiere una aplicación inmediata de este principio? Examinemos nuestra actitud ante el
problema de la vuelta de las masas a Dios y a su Iglesia. ¿Creemos en firme, que este retorno es
posible o no es para nosotros más que sueño o quizá un slogan del momento, sobre el que
hablamos y discutimos pero sin convencimiento alguno personal sobre su posible solución? Hay una
suerte de pesimismo en materia de apostolado, que implica incredulidad y desconfianza respecto
de Dios. Hay prudencias muy cómodas, aunque, por desgracia, demasiado extendidas, que son la
antítesis de lo mandado por Jesús. Hay ocasiones en que el amilanarse y descorazonarse es peor
que la misma apostasía, porque aclimatan en las almas el derrotismo, en lugar de echarlo de
encima con un gesto de intrepidez. ¡Infeliz del desaconsejado que arranque del corazón animoso la
valentía de creer aún hoy en el Evangelio y de entrar con pie firme y seguro por sus puertas!

La Legión pretende inmunizar a sus miembros contra toda cobardía más o menos inconsciente. Les
muestra la masa neo-pagana que se agita en nuestras ciudades y les dice que, si se emprendiese
con decisión la obra de su conversión -si cada católico tuviera un alma de apóstol-, sería "posible",
al primer esfuerzo, lealmente realizado, llevar aún cinco por ciento de esa masa descristianizada a
redescubrir en sí mismo su cristianismo abandonado.

¿Y cómo esta primera sacudida victoriosa no había de abrir la puerta a otra y así sucesivamente?
Retroceder ante la empresa, bajo pretexto de que es inmensa, inabordable, ¿no es desconocer esa
"divisibilidad del imposible" de la que hemos hablado?

A veces, con todo, confesémoslo, no se ve el modo de iniciar el ataque. ¿Qué hacer entonces?
Cualquier cosa menos cruzarse de brazos, responde la Legión. Si no veis nada, probad siquiera un
gesto y un esfuerzo hacia la meta propuesta y deseada, pero nunca os quedéis inactivos. Es lo que
la Legión llama con mucho agrado "la acción simbólica". Tal fue la ofrenda del joven del Evangelio
que aportó al Maestro cinco panes de cebada y dos peces. ¿Cómo alimentar con tan exigua
provisión a toda una multitud? Acción simbólica, gesto y esfuerzo sin proporción con el fin que se
intenta; pero es lo único que Dios espera de nuestra parte, para hacer intervenir su Omnipotencia.
Magnífico acto de fe por el que damos a Dios lo poco que podemos y le invitamos, y como le
forzamos, a socorrer nuestra debilidad e impotencia. Añadamos que del lado humano este acto de
fe acrecienta las fuerzas psicológicas del alma.

La acción simbólica recalca de modo práctico la necesidad de actuar. Si nos paramos, nada se
resolverá por "sí mismo. Ya en el mero orden de las cosas humanas, se vencen los obstáculos si se

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comienza por realizar un esfuerzo voluntario. "Where there's a will, there's a way", "donde hay un
querer hay siempre una salida". En efecto; como la acción inútil no contenta al espíritu humano,
éste, se hará más inventivo y concluirá probablemente por dar con la salida deseada.

Por el contrario, si nos dejamos dominar por la impresión de impotencia, como el alpinista que
juzga inaccesible el macizo que se disponía a escalar, no daremos un paso, y mascaremos de
antemano la derrota, con la agravante de que nuestra moral decaerá a cada nuevo descalabro,
alejándose por lo mismo más y más el día de la victoria. Pero si actúo y me muevo, entonces mi
alma conserva su disponibilidad y está apta para la lucha, presta siempre a aprovecharse de la
menor contingencia favorable que le puedan brindar las circunstancias.

Cuando en la guerra de Secesión, el almirante Dupont explica al almirante Farragut por qué no
había podido entrar en el puerto de Charleston con su flota de guerra, le responde Farragut,
después de haber escuchado su relato hasta el final:
- Dupont, aún le queda por exponer la razón principal
-¿Cuál es?
- Que no habéis creído poder hacerla. Esta historia es de todos los tiempos.

"Una capitulación, afirmaba Peguy, es, en sustancia, una operación en la que se comienza a
explicar en vez de actuar. Y siempre los cobardes han sido gente de muchas explicaciones".

El esfuerzo, aun si se juzga ineficaz, nos ayuda a creer con fe actual y concreta. Y si al hacer este
esfuerzo, que tiene su función característica en el orden sobrenatural, nos unimos a María, “la
primera en creer lo imposible", ello conduce, más a menudo de lo que se piensa, a sucesos
verdaderamente inesperados.

En esta escuela lo imposible poco a poco va replegando sus fronteras y termina por desvanecerse,
como la noche a la venida de la aurora.

Siempre, con todo, la Legión encontrará misiones difíciles que suscitarán sus preferencias. Irá por
elección y como por instinto hacia la tarea dura e ingrata, hacia aquella de la que todos huyen. "No
hay bajo fondo de corrupción donde la Legión no deba descender en busca de la oveja perdida",
dice el Manual. Y da por respuesta a todos los temores vanos e injustificados, que es necesario el
que alguien asuma esta tarea, y que nada vale tanto como un ideal de valentía apostólica que
recuerda un poco el heroísmo del Coliseo.

"El Coliseo, añade, quizá no, sea más que vana palabra para nuestros fríos calculadores modernos.
Mas también se calculaba en el Coliseo: numerosos cristianos, llenos de gracia y de candor -ni más
fuertes ni más débiles que los Legionarios de María- se preguntaban a sí mismos: "¿A qué precio
daré yo mi alma?"

Estos textos y otros parecidos adquieren sentido pleno para quien conoce la historia vivida por la
Legión. El ejemplo de Edel Quinn, gravemente atacada por la enfermedad y que, no obstante,
parte para África a llevar la Legión a las misiones, muriendo allí en Nairobi, en el corazón del África,
después de ocho años de esfuerzos sobrehumanos, bastaría aprobar que las palabras del Manual
han encontrado eco en almas contemporáneas.

4.- LA VALENTÍA Y EL HEROÍSMO LATENTES

Aún hoy día el heroísmo, a Dios gracias, no es un ideal inaccesible. A diario tenemos ante la vida
cristianos que están dispuestos a amar a Dios hasta el sacrificio último. La Legión busca el modo de
aumentar su número y ella misma quiere ser prueba y demostración.

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Por otra parte, debemos confesar que el mundo nos ofrece un espectáculo de heroísmo más
frecuente de lo que parece. Si se hunde una mina en una explosión de grisú, si un alud sepulta a
una patrulla de alpinistas, si cae un avión en el desierto, si se encalla un navío, al instante se da la
voz de alarma en todas las direcciones y por todos! los medios. Unos momentos después ya se
cuenta con voluntarios para la noble empresa de salvar a los infortunados y desvalidos. No se
puede abandonar a los camaradas en peligro, se dicen. Y el equipo seleccionado parte al lugar del
siniestro, trémulo de espanto: porque se imagina los cuerpos torturados al oír los gritos de los
infelices en la oscuridad de la noche. Los valientes que en estas circunstancias afrontan los peligros
tienen un corazón humano. Por eso les es imposible permanecer inertes. Esto es muy bello, sin
duda, Son heroísmos que honran al hombre de hoy y hacen concebir de él grandes esperanzas.
Mas, ¿se piensa igualmente de las almas en peligro? Para salvarlas, la Legión quiere formar y
multiplicar sus equipos salvavidas; "¿Qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al fin pierde
su alma?" Estas palabras son meditadas por la Legión, se las valora o, mejor, ellas valoran todo lo
demás. Son ellas la mejor escuela del heroísmo sobrenatural.

Hay momentos en que la heroicidad, latente en el hombre, se manifiesta de súbito. Por ejemplo, al
toque de alarma. Cuando estalla la guerra, el hombre de la calle deja de juzgar las cosas según sus
medidas convencionales. Comprende entonces de un modo intuitivo el riesgo de la vida y la
proporción que guardan las cosas entre sí. Y a menudo acaece que el burgués tranquilo, el
burócrata anquilosado en su bufete, rebosante de confort, se revela un valiente en las trincheras.
Entonces las ficciones se desvanecen, las palabras suenan vanas, las preocupaciones de la víspera
se las juzga fútiles u odiosas. El peligro hace florecer las almas. Para el bien, como por desgracia,
también para el mal. Pero en todo caso, es innegable que el peligro ha rejuvenecido los espíritus y
ha suscitado hombres nuevos.

Ahora bien, se da una guerra fría en el mundo de las almas. Cada día asistimos al espectáculo de
hundimientos y naufragios espirituales. ¿A qué esperamos para llevarles el necesario socorro? ¿Las
ocasiones? Por desgracia abundan. ¿La llamada? Recordamos que hay angustias mudas más
elocuentes que los gritos más desgarradores. ¿Es preciso, por ventura, que el herido que yace sin
conocimiento en medio de la carretera, se levante a pedir auxilio, para que el viajero se detenga
ante él y procure socorrerle? ¿Conocéis la queja que un socialista austriaco, convertido poco al
cristianismo, publicó en forma de carta: "Offener Brief eines Jungen Socialisten" ("Carta abierta de
un joven socialista")? He aquí, en sustancia, su contenido: "He vuelto a encontrar a Cristo a la edad
de veintiocho años. Pienso que los años que han precedido a este encuentro han sido para mí años
perdidos. ¿Pero se puede imputar a mí sólo esta pérdida? Escuchad: nadie jamás me ha pedido que
me interese por el cristianismo.

"He tenido amigos y relaciones íntimas con cristianos prácticos, que tenían conciencia plena de todo
esto que aporta la religión a la vida humana...

"Mas ninguno me ha hablado nunca de su fe

"Sin embargo, sabían que yo no era ni un aventurero, ni un libertino, ni un burlón que se hace
temer por sus sarcasmos. Yo era, simplemente, uno de esos millares, de esos millones de jóvenes,
que ni son buenos ni malos, pero que tienen del cristianismo una impresión muy vaga, superficial,
errónea...

"¿Sabéis por qué he debido esperar tan largo tiempo para descubrir la verdad?

"Porque la mayor parte de los que creen son demasiado indiferentes, demasiado atados a sus
comodidades, demasiado perezosos. Ninguno de ellos se preocupa del alma de su prójimo... "

¡Que Dios perdone nuestros pecados de omisión, nuestros silencios cobardes, nuestro crimen de no

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amar!

Cuando el mundo tiene hambre y sed de Dios -de este Dios desconocido al que busca a tientas- no
es la hora de replegarse a una práctica religiosa rutinaria, a una vida cristiana preocupada tan sólo
de sí misma. Al contrario; llega el momento en que todo cristiano debe pregonar desde los tejados
el mensaje evangélico. A la mente nos vienen aquellas quejas tan motivadas de S.E. Mr. Ancel: "A
menudo se objeta: es que no se les puede hablar de Cristo... no se prestan a escuchar. Pudiera ser
verdad en alguna ocasión, pero con más frecuencia somos nosotros quienes no nos prestamos".

En este mundo actual se necesita más que nunca un catolicismo fuerte, valiente y atento a la
inmensa miseria moral que nos rodea por doquier. Por ello la Legión de María expresa su devoción
mariana en términos militares. El vexillum es el heredero del estandarte romano, para recordarnos
esta virtud moral: la valentía. Tomándole en la mano en el acto de hacer la promesa, se sella un
tratado de alianza entre el Legionario y María, la Reina de las batallas.

"Me presento a Ti como soldado suyo e hijo suyo"

Estas palabras son toque de llamada a un amor que no ceja y que sabe permanecer fiel hasta la
muerte.

CAPÍTULO VI
LA HUMILDAD Y LA FORTALEZA APOSTÓLICA
"Y DESDE ESE ÚNICO CORAZÓN
VUELVE ELLA A DECIR
LO QUE DIJO ENTONCES: "HE AQUÍ LA ESCLAVA
DEL SEÑOR";
Y OTRA VEZ VIENES TÚ POR MEDIO DE ELLA PARA HACER
GRANDES COSAS.
CÚBRAME TU PODER,
Y VEN A MI ALMA CON FUEGO Y AMOR,
Y HAZLA UNA CON EL AMOR DE MARÍA
Y LA VOLUNTAD DE MARÍA
DE SALVAR AL MUNDO".

I.- LA HUMILDAD DE MARÍA

"He aquí la esclava del Señor"

Dicho admirable, espejo fiel del alma de María: en él se transparenta su humildad límpida, sin vaho
alguno de soberbia, mientras sale al encuentro de las prevenciones divinas, que llega a conocer por
la proposición inaudita del ángel.

Ni un momento de exaltación.

Ni una mirada de complacencia sobre sí.

El alma de María vuela hacia Dios como flecha disparada.

María es pura transparencia y claridad.

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María tiene un alma de cristal en la que reverberan fielmente en dirección hacia Dios todos los
rayos que emanen de la Faz divina.

Ante Dios, María se siente pura nada.

Ella no es más que una pobre creatura: depende enteramente de Dios, que no permite caiga de
nuevo en la nada. A Ella le place reconocerlo, abismándose más y más en su humildad profunda.
¿No le viene, acaso, su riqueza de una participación mayor y más abundante de la inmensa
munificencia del Creador? En realidad de verdad, ¿no es Ella tan creatura como cualquiera otra de
este mundo? He aquí cuál es la confesión de esta alma en el momento de la dicha; he aquí el grito
de aquel corazón al entregarse al Divino Espíritu.

Respexit humilitatem ancillae suae, cantará Ella unos días más tarde en su Magníficat. En verdad,
miró Dios la pequeñez de su sierva y se dignó preferir a la creatura que sobre la tierra tenía más
conciencia de su nada. María ha sido el abismo más profundo de humildad que jamás se presentó a
las miradas divinas. Por eso Dios se desbordó en Ella con el torrente de sus gracias. María aceptaba
su nada. Pero vacía de sí misma, era en cambio inundada de la plenitud de Dios, como copa de
festín que se desborda. Ave gratia plena.

Pero es que ni siquiera podría enorgullecerse por la experiencia que tenía de su dependencia total,
de su receptividad continua, de la gratitud indiscutible del Amor que, si de una parte la urgía, de
otra la colmaba.

Hay en el orden sobrenatural abismos tales de gracias que hacen sea imposible un mínimo acto de
orgullo.

Se cuenta en la vida de la bienaventurada Ángela de Foligno que el Espíritu Santo le dijo un día:
- Yo haré por ti tales cosas que serán vistas y admiradas de pueblos y naciones. En ti Yo seré
conocido y glorificado.

La santa, temblando por estas palabras, exclamó:


- Si fuerais verdaderamente el Espíritu Santo, no pronunciaríais esas palabras tan peligrosas para
mi humildad, pues me pueden llevar fácilmente al orgullo.
- Pues bien, replicó el divino Espíritu; ensaya a ver si puedes sentir el más ligero movimiento de
orgullo...

Entonces, prosigue la santa, yo hacía esfuerzos por suscitar en mí sentimientos de vanidad y


complacencia, verificando de esta suerte si la voz me había dicho la verdad... Pero he aquí que en
aquel mismo momento todas mis maldades me venían a la memoria; no veía en mí más que
pecados y vicios, sintiendo en mi alma una humildad como nunca hasta entonces la había tenido.

Esta mirada al alma de Ángela de Foligno, nos permite entrever lo que pasaría en la Virgen Santa.
Lo que en otros ha sido gracia pasajera, constituye el fondo mismo del alma de María; era su
respiración, su manera habitual de reconocer que Dios lo es todo y que Ella era nada en su divina
presencia. No era cierto la conciencia del pecado, sino la vivencia sentida de su nada, lo que hundía
a la Inmaculada Virgen en su humildad singular y única.

2.- LA HUMILDAD DE LA LEGIÓN DE MARÍA

La Legión de María, que hace profesión de seguirla, debe ante todo imitarla en esta virtud mariana
por excelencia.

"Sin humildad -la virtud característica de María- no puede hacer rasgo de semejanza con María y,

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en consecuencia, tampoco unión. La unión con María es la condición indispensable -la raíz y
fundamento- de toda acción legionaria; luego si falta la tierra de la humildad, ¿dónde conseguir que
fructifique esta unión? La Legión sin humildad es la Legión sin mando, sin armas, sin vida"
(Manual).

Es preciso, pues, que entremos resueltamente por este camino de humildad, si queremos también
nosotros ponemos en manos del Espíritu divino y dejarle actuar a través nuestro. Ello es de todo
punto necesario, para que Dios encuentre en nosotros almas dispuestas en pleno acorde con sus
potentes designios. La humildad es quien despeja la ruta y va quitando los obstáculos al paso de
Dios y a su acción misteriosa en las almas, porque Dios no quiere que su operación sea turbada o
desviada por nuestros caprichosos quereres, tan tortuosos en ocasiones, como nacidos de nuestro
amor propio. Dios quiere proseguir su camino sin traba alguna y desplegar su virtud y su poder sin
que el instrumento que ha seleccionado comprometa, ni por un instante, su obra. Dios no gusta del
equívoco: aunque a través de nosotros quiere darse Él solo de un modo exclusivo. Desde el
momento en que siente que el instrumento se satisface en alguna complacencia secreta, volviendo
su mirada hacia sí la ductilidad cesa y la corriente se interrumpe. Dios es celoso de su gloria, no
precisamente porque necesite de la que nosotros le podamos dar, sino más bien porque nos ama y
porque sabe cuánta sea la necesidad que de Él tenemos. Deus quaerit gloriam suam non propter
se, sed propter nos, ha podido escribir Santo Tomás. Nada debe interponerse entre nosotros y su
amor, para no embarazar a su liberalidad infinita.

Y no solamente no debemos oponerle la vanidad altanera de nuestras suficiencias, sino que


debemos aceptar humildemente todo lo que sus designios tienen de imprevisible y desconcertante.
Se le espera quizá en un cruce y he aquí que nos alcanza a lo largo del camino. Habla y no se
reconoce su voz; pero en el preciso momento en que se aleja, su presencia brilla ante los
asombrados discípulos de Emaús. Se mezcla entre nosotros y, sin embargo, sigue su ruta propia. Si
nos abandona, es para mejor encontrarnos. Si calla, es para hablarnos con más insistencia. Si envía
la prueba, es para mimarnos con más cariño. Si nos sonríe, es que prepara la cruz para muy
presto.

¡Dios imprevisible, Dios sorprendente! ¡Cómo nos recuerda continuamente que quiere tener las
manos libres y jugar a placer con sus instrumentos, que son nada fuera de sus divinas manos!

Convenzámonos que a Dios no se le encuentra fuera del camino real de la humildad y que no se
entrega sino a los que se anonadan en su divina presencia. Aun el hombre se cierra, cuando choca
con el orgullo de otro; y, al contrario, se abre como florecita de primavera al sentirse en presencia
de un alma sencilla y vaciada de sí misma. Porque el hombre en este vacío discierne una plenitud
de gracia que es la misma de Dios. Es ésta una constatación de capital importancia para el
Legionario de María, llamado a tomar contacto en cada momento con hermanos que no le conocen.

Si se anonada para dejar transparentar a Dios, una virtud especial saldrá de él. Entonces lo que las
discusiones mejor fundamentadas o los reproches más justamente merecidos no consiguieron
jamás, lo conseguirá muy a menudo una palabra fraternal y amiga. Ahora se comprenderá el
motivo de por qué en el sistema de vida espiritual de la Legión de María se da tanta importancia a
esta virtud fundamental.

Dos ocasiones hay en la vida legionaria en las que especialmente se pone a prueba la virtud de la
humildad: cuando se entra en la Legión y cuando se acepta el profesarla de una manera definitiva.

En un principio, y ante el umbral de acceso, se le pide al candidato que acepte con simplicidad de
niño todo el conjunto de sus exigencias. Es muy normal que tal o tal punto choque y suscite alguna
discusión. La Legión lo sabe y se alegra, no precisamente por el choque mismo, sino porque
provoca en el alma una actitud de docilidad, a la que invita y predispone. Peligroso sería venir a ella

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con espíritu reformador y con ánimos de abrir brecha en cada sílaba de su código. Nos
asfixiaríamos hoy día entre tantos como tienen ideas personalísimas y renovadoras y con
demasiada razón se ha podido hablar "de una plaga de iniciativas". La Legión no necesita de tales
sujetos; busca, sí, humildad sin reticencias y adhesión sin condiciones. Aquí late uno de los secretos
de su fuerza.

Una vez, sin embargo, que se ha tomado la decisión de ingresar libremente, es preciso saberse
mantener en el puesto debido, pues la Legión actúa siempre con juego muy cerrado, imponiendo a
sus miembros una disciplina muy severa. Esta disciplina, además de los méritos que lleva consigo
por la virtud de obediencia que implica, es al mismo tiempo fuente perenne de humildad. Aceptar la
tarea prefijada y cumplirla fielmente, dar cuenta de su trabajo ante las miradas de todos, volver al
puesto de fila en el momento del relevo después de tres o seis años en función de dirigente... nada
de todo esto halaga al amor propio.
Muy al contrario; constituye todo ello una preciosa escuela para aprender a olvidarse de sí mismo.

Mas no es esto todo. La humildad personal es indispensable, sin duda alguna; pero queda aún por
practicar un deber de renunciamiento muy desconocido, que pudiéramos llamar humildad de
cuerpo, por oposición al espíritu de cuerpo tan acentuado en nuestros días. Su Santidad Pío XII, en
un discurso a los hombres de la Acción Católica Italiana el 7 de septiembre de 1947, hizo una
llamada apremiante a esta forma de olvido de sí: "Sed generosos de corazón. Siempre que os
encontréis con la causa de Cristo o de la Iglesia, una buena voluntad o una inteligente sabiduría, no
les pongáis obstáculos, sino manteneros en términos amistosos con ellos y anudados siempre que
os sea posible. Las necesidades que tiene que hacer frente la Iglesia en los tiempos actuales son
tan numerosas y urgentes que todas las manos que ofrezcan su generosa cooperación serán bien
recibidas" (g).

Se puede ser humilde con relación a la propia persona y no serlo con relación al grupo a que se
pertenece. Por desgracia, este defecto no es hoy día raro, siendo el origen y fundamento de esos
totalitarismos que se ignoran mutuamente y de esas típicas variedades de imperialismos
espirituales.

La Legión prefiere, aun como cuerpo, estar al servicio de todos. No pretende ser una obra más al
lado de las otras; querría más bien ser una obra al servicio de todas las otras obras que buscan la
gloria de Dios. Por ello ama servir a todos, como María a su prima Isabel, sin otro afán que ofrecer
su oportuna colaboración para dar el último o el primer toque de mano. Y esto sin ruido, sin
reclamo, sin esperar recompensa: como quien no hace nada y la cosa va de sí. Esta predilección a
la oscuridad y al trabajo silencioso impulsa a la Legión a dedicarse preferentemente a los pobres y
desgraciados, a los casos perdidos, a la tarea sin gloria y a la misión penosa y difícil. Esta
predilección forma parte integrante de su devoción a María.

Es esto lo que expresan las palabras de la Promesa, cuando dice: "Y de este único corazón vuelve
Ella a decir aquel su antiguo decir: "He aquí la esclava del Señor".

3.- LA FORTALEZA, VIRTUD DE LOS HUMILDES


"Y otra vez vienes a Ella para hacer por Ella grandes cosas".

Sin transición la humildad da paso a la fortaleza serena. Una vez reconocida y confesada la
debilidad del instrumento, la Legión sabe, como San Pablo, que esta debilidad es su fortaleza y que
Dios crea a partir de la nada.

La humildad inicial que acepta el "sin Mí nada podéis hacer", termina en una confianza final que se
apoya sobre esta otra certeza: "Conmigo lo podéis todo".

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Ved por qué después de repetir con María: "He aquí la esclava del Señor", la Promesa añade:
"Y otra vez vienes a Ella para hacer por Ella grandes cosas".

Que la potencia del Espíritu Santo nos cubra con su sombra y que venga a nosotros para traer el
fuego y el amor. Inmediatamente veremos cómo grandes cosas surgen por doquier, dignas del
grande amor que Dios tiene al mundo.

Sólo los humildes tienen verdadera fortaleza. Porque no confiando en sí mismos, se sienten con
derecho a esperarlo todo de Dios. Las grandes cosas, la gran hazaña que la Legión espera realizar
por medio del Espíritu Santo, que sigue operando en María, es ni más ni menos el retorno a Dios de
las ingentes masas paganas o descristianizadas.

La Legión espera este retorno de las multitudes al redil, retorno con tanta ilusión deseado por León
XIII e incansablemente perseguido por sus sucesores como el fin más apetecible del apostolado.

Misereor super turbam, tengo piedad de las gentes que me siguen, decía Jesús. Y cuando estas
gentes, que eran multitud, le hubieron seguido al desierto, como no tenían de qué sustentarse, los
Apóstoles indicaron al Divino Maestro que las despachase, para poder proveer en las villas
circunvecinas. Jesús, por el contrario, no miraba la cuestión del mismo modo: "Dadles vosotros
mismos de comer", les dice.

Los Apóstoles sobrecogidos objetan, hacen cálculos...

Por obedecer al Maestro, buscan lo que pudiera haber y dan con el muchacho que les ofrece cinco
panes y dos peces. Don sin proporción alguna para saciar una multitud, ofrenda irrisoria, pero
ofrenda que Jesús acepta y bendice para saciar con ella a todo aquel pueblo que le seguía.

También la Legión de María tiene obsesión por las multitudes. Sabe que no puede enviarlas con las
manos vacías, pues irán a saciar su sed en falsos profetas y sabe asimismo que las almas no
encontrarán manjar espiritual para el pensamiento y el corazón en las "villas" de nuestros
pseudomísticos contemporáneos.

La Legión ha oído la palabra imperativa de Jesús: "Dadles vosotros de comer".

Y ella -sin objeciones y sin calcular el éxito- se ofrece como el muchacho del Evangelio con su
canastilla de panes y de peces, es decir, con sus oraciones, con sus giras semanales y su disciplina
y confianza sin límites. A la Legión le basta con saber que Jesús ha dejado caer sobre estas pobres
cosas humanas su bendición omnipotente.

Y las canastillas ya se apilan en montón.

El secreto de su apostolado en las masas es una convicción, al parecer muy simple. La Legión
piensa al actuar que la masa se descompone en individuos. Que un millón de hombres hacen en
total un millón de almas personales e irreductibles, un millón de mundos. Y que es preciso irse
acercando a cada una, como los Apóstoles distribuyeron el pan milagroso a cada mano que se
tendía hacia ellos. Una a una, sin prisa febril, porque cada alma inmortal vale por un mundo y se
precisa de mucho respeto para penetrar en cada una de ellas como en un santuario. Una a una,
porque no se espiritualiza en masa y a granel; porque cada cual es un "caso" y tiene su problema
personal; porque cada alma ha costado toda la sangre de un Dios Redentor. Y decimos toda la
sangre y no tan sólo una gota, pese a la frase de Pascal, ya de suyo emocionante, cuando hacía
decir a Cristo: "Yo he derramado por ti tal gota de mi sangre". En su magnánima grandeza la
expresión no dice lo bastante. Dios ha amado a cada uno de nosotros como si fuera solo en el
mundo y ha derramado sólo por él toda la sangre que ha dado por nuestro rescate. Dilexit me et

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tradidit semetipsum pro me. Me amó y se entregó a la muerte por mí (San Pablo a los Gálatas,
Cap. II, v. 20).

El Legionario deduce de todo esto que debe acercarse a cada alma con un respeto, diríamos,
infinito; hic locus sanctus est, este lugar es santo. Y cuanto más el Legionario trabaja en María y
con María, tanto más tratará a las almas como copones vivientes y consagrados, que evocan la
presencia augusta de Dios. No obstante, el Legionario tiene obsesión por la masa, piensa siempre
en ella, aun en el momento del coloquio personal, cuando habla a los dos oídos que tiene delante y
se fija en los dos ojos que le miran de hito en hito.

No hay duda que se hacen imprescindibles ciertas medidas institucionales para ponerse en contacto
con la masa, y hay técnicas indispensables para crear un ambiente sano o purificar un medio
perverso, para hacer el aire respirable o sanear las pútridas marismas Pontinas. Cuando se declara
una epidemia, se imponen medidas preventivas y curativas. Pero nunca el mal se llegará a curar,
mientras los médicos, hasta con peligro de su vida, no acepten la heroica tarea de tratar
individualmente, uno a uno, a los apestados.

No hay duda, añadimos, que es indispensable y urgente utilizar todos los poderes que crea la
opinión: prensa, radio, cine, para influenciar las masas, entregadas casi sin defensa al influjo de
estos agentes, tantas veces nefasto. El Legionario prestará con mil amores su concurso a esta obra
de salvación pública. Mas seguirá con el convencimiento de que, yendo de puerta en puerta, de
alma en alma, cumple una misión que nunca dejará de ser indispensable y salvadora. Sabe que
esta tarea está sobre sus fuerzas; pero la humildad engendra en él una confianza sin límites. Por
eso se atreve a pedir:
"Y hazlo con el amor de María y el querer de María para salvar al mundo".

Se dirigirá, pues, a las almas como María. Mirando al mundo entero, pero inclinándose sobre cada
hombre como si fuera único en el mundo. Exactamente como la buena madre de familia, que no
alimenta en bloque a sus pequeños, sino que los va nutriendo uno a uno de su propia sustancia;
que ama a cada uno con amor único y sin embargo universal; que ama preferentemente al
enclenque o enfermizo, pero que es toda para todos. La madre es un milagro de amor individual y
colectivo, una donación siempre diferente y siempre idéntica. ¿Y no es el amor materno, tanto por
su profundidad individual como en su expansión por la que multiplica el don de sí sin
empobrecerse, la más pura imagen del amor de Dios en esta tierra de pecado?

4.- LA FORTALEZA Y LA CONVERSIÓN DE LAS MASAS

Misereor super turbam “Tengo compasión de esta gente” (Mc 8,2)

Nunca más actual que ante el mundo de hoy este grito de compasión y angustia. Hemos dejado
que los hombres se tornen masas y que la personalidad humana haya quedado absorbida en la
multitud como gota de agua en el mar. La masa nos roba la persona, y lo que es peor, nos impide
el acceso a la misma. Y esta masa no se halla lejos; la forman las multitudes que como enjambres
nos rodean a la salida de las oficinas y de las fábricas, las multitudes que se hacinan en las salas de
espectáculos, las multitudes anónimas, sin relieve ni característica, con las que nos cruzamos en la
calle.

Y estas masas, aunque hayan alcanzado cierto nivel de cultura profana, saben menos que
analfabetos en lo que toca al problema de su destino eterno. ¿Cómo llegar a ellas? Porque
recordemos que ninguno de esos hombres que son multitud tiene un alma de recambio, por otra
parte es preciso salvarlos a corto plazo. Imposible, sin embargo, poder llegar por procedimientos
"estilo masa". Quizá de esta suerte se logre hipnotizar y galvanizar a las multitudes con la
propaganda; mas no se podrá obtener que el hombre torne a sí, a su interior y devolverle de esta

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suerte su alma perdida.

Por eso la Legión de María aspira a transformar en personas responsables estas masas amorfas,
estableciendo con cada una de ellas un contacto personal e íntimo, indispensable y libertador. Su
técnica apostólica mira a desarticular estas masas cuyos miembros han huido de sí mismos. De
aquí las innumerables visitas a domicilio que practica casa por casa, semana por semana, largos
años, si es preciso. De aquí ciertas iniciativas más especiales como las bibliotecas circulantes en
plazuelas concurridas, los piquetes de guardia que se relevan delante de ciertos centros peligrosos
para la fe o para las buenas costumbres. La Legión se ingenia para mirar a las masas humanas con
la mirada de María que conoce a sus hijos uno a uno y los llama por su nombre y apellido.
¡Necesidad inmensa, desmesurada para nuestras fuerzas, pero muy digna de los servidores de la
Virgen fuerte y pura!

¡Oh!; sin duda que nosotros no podremos llegar hasta todas las almas ni llevarles en persona el
mensaje de Cristo. Nuestras jornadas de trabajo no tienen más de veinticuatro horas y nuestro
campo de acción es necesariamente muy limitado. A veces se oye decir: "Dadnos santos y el
mundo se salvará". La verdad, con todo, no es tan simple: Los santos salvarán aquellas almas que
en los planes de Dios estén ligadas a la suya, salvarán a las que tengan la misión de salvar. Cada
uno de nosotros no tiene obligación de salvar a todo el género humano; pero cada cual es
responsable de las almas que la voluntad de Dios ha confiado a sus desvelos. Este número varía.
Pudiera ser que tan sólo un alma me confiará Dios. Pero también es muy posible haya dispuesto
que debo salvar diez mil, o más aún, como Santa Teresa del Niño Jesús, que encerrada entre las
cuatro paredes de su monasterio, estuvo sin embargo ligada a la salvación de un millón de almas.
El número importa muy poco y los modos y maneras de cooperar a la Redención varían según las
vocaciones. No obstante, cada cual tiene su puesto irreemplazable en esta faena de recolección
espiritual y, si se quiere que el mundo entero sea salvo, debe cada bautizado responder del número
de almas que el Señor le ha confiado.

La Iglesia no sabe de cristianos "irresponsables", Si, pues, Dios por mi medio quiere salvar tal y tal
alma, yo no me puedo desentender. Ahora bien; es innegable que Dios en muchas ocasiones desea
servirse de mí como del intermediario y está como impaciente por comunicarse. ¿Cuándo
comprenderemos de veras las palabras del Señor a Santa Ángela de Foligno: "No es un mero
entretenimiento mi amo!"? No es Dios quien desea demora en la salvación de las almas, pues no es
la lentitud ley de su divina Providencia. Por el contrario: es el pecado del hombre quien pone trabas
a la obra de Dios. La lentitud y la desgana son hijas de nuestros desfallecimientos. ¿No vemos a
Dios a lo largo del Viejo Testamento lamentarse muchas veces de los obstáculos que la malicia de
los hombres levanta como barreras en los caminos de su misericordia? Sin el pecado original
nuestros primeros padres hubieran transmitido a su descendencia la vida sobrenatural. En el
pensamiento de Dios los hombres debían nacer santos. El pecado trastocó el plan de Dios; pero no
anuló su ternura de Padre. Hoy día, lo mismo que al principio de los tiempos, Dios sigue queriendo
la salvación de los hombres. Y lo quiere con las santas impaciencias del Amor.

Mas Dios quiere al mismo tiempo que normalmente el hombre se salve por medio de su hermano.
He aquí por qué, en el caso en que yo fuera el único cristiano del mundo, tendría la gracia de la
salvación para toda la raza humana, pues concentraría en mí todo el amor salvífico de Dios.

La fe en este amor tenaz, impaciente e infatigable, es la razón de la insistencia y de la


perseverancia apostólica de la Legión.

De ahí también el que haga un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad que deseen
colaborar en la tarea. Esta movilización del laicado católico la Legión lo ha planeado en escala muy
amplia. ¿Por afán de originalidad? En ninguna manera, sino porque ve en esta forma de apostolado
una respuesta y un respeto a las exigencias fundamentales del cristianismo normal. La misión de

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ser apóstoles, repetirá la Legión siguiendo a los Sumos Pontífices, no es facultativa: es de
obligación. Nadie fue bautizado o confirmado para su exclusivo provecho. La suerte de nuestros
hermanos está ligada en los planes de Dios a la nuestra. Si se pide a cada miembro de la Legión
que consagre "ex profeso" algunas horas por semana al apostolado, con ello se precisa tan sólo
una obligación que ya preexistía. Pero habrá un mínimum, se dirá, para gentes muy ocupadas, que
no tienen tiempo que perder. Recordamos, por respuesta, que son precisamente las que pueden
disponer a sus anchas de las veinticuatro horas de la jornada las que nunca tienen tiempo para
hacer algo por su prójimo. Afortunadamente, la Legión no cuenta entre sus filas, salvo raras
excepciones, sino a gente que tiene mucho que trabajar para ganarse el pan de cada día.

Este sentimiento de que el apostolado es un deber universal y primario, incita a la Legión de María
a acoger en su seno, como retoño prometedor, a todo cristiano sincero y de buena voluntad.

Volvámoslo a decir, aun a riesgo de repetirlos: es demasiado fácil excusarse en esta materia,
declarando que el apostolado es patrimonio de los santos y no patrimonio común a todos los
cristianos. Esta humildad sospechosa y de ocasión favorece el rehusar servir, y la razón en que se
funda, aunque especiosa, es fútil por demás. Ciertamente que los santos se ofrecen a Dios como
instrumentos de selección, con una "ductilidad" gracias a la cual Dios se puede comunicar a través
de ellos, sin obstáculos. Por esto no elimina el plan de Dios según el cual el pecador es hermano
del pecador, su vecino y contertulio y que por lo mismo son responsables, en parte, de su mutua
salvación. Gusta decir en la Legión que el primer Legionario conocido en la historia fue... el buen
ladrón que se esforzó in extremis por convertir a su impenitente compañero y recibió muy presto la
recompensa de todos conocida: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".

Por otra parte, esta conciencia sobre el deber del apostolado como deber "católico", ¿no se
entronca con la más pura tradición de la Iglesia? ¿No fue el mercader, el esclavo, el "Legionario"
quienes difundieron la buena nueva del Evangelio entre sus conocidos, hablándoles en la intimidad,
hombre a hombre, del Dios oculto y de su dicha por haberlo encontrado?

La ambición misma de la Legión obliga a abrir ampliamente las filas a los voluntarios de los
ejércitos de Dios que aceptan servirle en unión con María. La Legión alarga sus brazos hasta donde
su Reina extiende los suyos y ensancha su oración y plegaria en proporción a su confianza:
"Y hazlo uno con el amor de María y el querer de María para salvar al mundo".

CAPÍTULO VII
PUREZA Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL
"PARA QUE YO SEA PURO EN AQUELLA QUE
POR TI FUE HECHA INMACULADA;
PARA QUE POR TI CREZCA
EN MÍ TAMBIÉN MI SEÑOR JESUCRISTO;
PARA QUE YO CON ELLA, SU MADRE, PUEDA
OFRECERLE AL MUNDO Y A LAS ALMAS
QUE LE NECESITAN;
PARA QUE, GANADA LA BATALLA, ESAS ALMAS Y YO
PODAMOS REINAR CON ELLA ETERNAMENTE
EN LA GLORIA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD".

Hasta ahora el Legionario había abierto su alma al Espíritu Santo para venir a ser instrumento de su
acción apostólica. Había hecho donación de sí mismo para gloria de Dios y salvación de los
hombres. Pero ha llegado el momento de reconcentrarse sobre sí para pensar quién es y qué debe
pedir al cielo.

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I.- LA PUREZA APOSTÓLICA

María fue y sigue siendo ante Dios mera creatura, pura nada. Mas nosotros somos por añadidura
carne de pecado. De aquí que la desproporción entre la obra, que es preciso emprender, y
nosotros, instrumentos de la misma, sea flagrante. Cuanto más elevado es el trabajo que se nos
confía, tanto más pura debe conservarse nuestra alma. El sacerdote que sube al altar no se acerca
al santo de los santos sin antes haber pedido a Dios que lo limpie de sus "iniquidades" y que
purifique sus labios "con el carbón encendido del profeta Isaías". Todo apóstol que va a entrar en
contacto con las almas siente su indignidad: cada una de ellas es un cáliz consagrado que no se
puede profanar con manos impuras. Cuanto su fe sea más viva, tanto más comprenderá la
necesidad de estar purificado al acercarse a las almas. Es, pues, preciso que también nosotros
pidamos al Señor, como el sacerdote en la misa antes del canto del Evangelio: Munda cor meum ac
labia mea... ut digne valeam nuntiare evangelium tuum, purificad mi corazón y mis labios para que
yo transmita inalterable vuestro santo Evangelio.

2.- LA PUREZA DE LA VIRGEN MARÍA

Una vez más nuestra unión con María será la solución para nuestras inquietudes y temores.

“Para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha Inmaculada.”

¡Qué magnífico misterio de gracia se encierra en la unión del pecador con Aquella que se pudo
definir a sí misma, diciendo: Yo soy la Inmaculada Concepción!

María no es solamente pura por ausencia de pecado y por la subordinación perfecta del cuerpo al
alma y del alma a Dios, no es sólo la pureza de María como la del cristal límpido, no empañado,
sino que entre Ella y el pecado hay hostilidad declarada e incompatibilidad activa, de guerra y
combate. María tiene por misión y oficio aplastar bajo su virgíneo pie la cabeza infernal de Satanás
y deshacer sin tregua ni descanso su maligna obra de tinieblas.

María es la luz que vence la oscuridad de la noche cerrada, es claridad que disipa las sombras más
densas y confunde los ardides mejor tramados.

María es pureza viviente que no ceja un instante en su función purificadora, llevando por doquier la
santidad, hasta en el hálito imperceptible de su boca, hasta en el más ligero contacto de su mano.

María es toda bella y pura: Tota pulchra es Maria et macula non est in te. Por eso, desde que me
siento unido a Ella, he entrado en comunicación con sus disposiciones más íntimas y santas: con la
delicadeza exquisita de su alma, con su repulsa al pecado, con su alejamiento de la más leve
maldad.

Cuando hablamos de impureza, nos viene al instante pensar en las rebeldías de la carne contra la
ley del espíritu, rebeldía que como un cauterio quedó grabada en nuestro cuerpo de corrupción
después de la caída primera. María, lo sabemos muy bien, es el refugio para las almas tentadas. Su
presencia aleja el peligro, su recuerdo amortigua la imaginación, su dulzura es brisa dulce que orea
y refresca el espíritu, calma las tentaciones y expulsa los miasmas. Jamás se la invoca en vano:
"Ruega por nosotros pecadores". Al oírnos la súplica se inclina siempre con los brazos tendidos.

María es también el refugio de las almas caídas y derrotadas. Cuántas almas han encontrado en la
devoción a María la tabla y puerto de salvación, la cura, a veces instantánea y radical, la ruptura
definitiva con un pasado de fango y de torpeza. Para todos María es el remedio próximo, al alcance
de la mano, la vía segura para una verdadera curación.

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Éste es el primer motivo para suplicar:
"Para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha Inmaculada".

Mas hay otra pureza más perfecta y delicada que la Virgen María irá trasvasando
imperceptiblemente de su corazón al nuestro. El Apóstol nos exhorta a "no apagar al Espíritu" en
nosotros y, lleno de santo fervor, nos conjura a "no contristarlo".

En contacto con María, nuestra conciencia moral se irá haciendo de día en día más delicada. El
horror al pecado lo iremos sintiendo como penetración siempre creciente. lniquitatem odio habui:
no nos contentaremos con no amar al mal; en las escuelas de María aprenderemos a odiarle. En el
Calvario la muerte de su Hijo hirió tan agudamente su corazón maternal, que se ha podido hablar
de una participación de María en la muerte del Hijo: Commori potuit. Así pues; el deicidio horrendo
tiene por causa el pecado y al pecado se halla vinculado estrechamente. He aquí la espada cruel
que atravesó el corazón adolorado de María.

¿Cómo entonces no hacernos participantes de sus sentimientos de horror al pecado? ¿Cómo su


amor no afinará en nosotros la delicadeza de conciencia y el deseo de libramos de toda
contaminación con el mal? Nuestro mundo de hoy ha perdido el sentido de pecado, porque ha
perdido el sentido de Dios. Para el mundo, el supremo mal es la epidemia, el hambre, la guerra: no
sabe una palabra de las catástrofes espirituales, y menos las comprende. Hay crímenes que sólo
piden venganza al cielo, porque no pesan ante la justicia de los hombres. Un solo pecado venial es
un mal de mayor cuantía que todos los males del mundo, dice Santo Tomás de Aquino.

¿Qué decir entonces del pecado mortal y de los estragos incalculables, provocados por su lava
mortífera? Un desorden engendra una serie de desórdenes, con la facilidad con que la piedra
arrojada al estanque riza toda la superficie con círculos concéntricos. Si mirásemos el pecado a la
luz de la fe, cuánto aumentaría la agudeza y amplitud de nuestro sentido apostólico. Un solo
pecado evitado es una victoria más preclara que la conquista de un continente. Un alma arrancada
a las cadenas y al dominio del mal, es una liberación de tanta valía que es festejada en los cielos
por los nueve coros de ángeles. Un pecador que arrodillado recibe la absolución, es un misterio
insondable de la misericordia de Dios y una alegría tan única y singular que hace estremecer de
júbilo al buen Padre del hijo pródigo y al corazón maternal de María.

"Para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha Inmaculada"; para que yo sepa discernir y
eliminar todo lo que signifique regateo o repulsa hacia el Espíritu Santo, y mancha o salpicadura de
maldad para mí o para los otros. Se ha comparado el alma a un cuarto cerrado, donde no se puede
percibir el más ligero polvillo, pero en que aparecen a la vista manchas, polvos y desaseo
insospechados, si se abre la ventana al paso del sol y de la luz.

Dejad entrar a María en un alma, abridla al Espíritu Santo e inmediatamente se hará sentir en ella
un deseo y exigencia de pureza más fina y delicada.

Nuestro trato y compañía con la Virgen Inmaculada nos revelará "multitud de faltas, ofensas y
negligencias", de las que quizá nos acusamos ante Dios sin preocupamos de si ello es algo más que
mera fórmula acostumbrada o exageración convencional. Se verá estas faltas a la luz de María
como se ve a la luz del sol los polvillos danzando en el aire; se las descubrirá allí mismo donde nos
creíamos irreprochables, en los rincones más inexplorados de nuestra conciencia. Se las verá saltar
en nuestro juicio, en nuestras conversaciones, en nuestros actos.

La unión con nuestra Madre Inmaculada comunicará al Legionario un sentido de alta estima y
veneración hacia la confesión frecuente, tan recomendada por Su Santidad Pío XII en sus encíclicas
Mystici Corporis Christi y Mediator Dei. Nuestra Señora de la preciosísima Sangre sumergirá al alma
en el baño purificador, que es la sangre de nuestro Salvador Jesús. Lavit nos a peccatis nostris in

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sanguine suo (Apoc., I, 15).
Y cuando María nos haya infundido esa luz y claridad necesaria para reconocer nuestros pecados y
odiarlos, nos llevará dulcemente de la mano a la lucha en el campo inmenso de nuestros
pensamientos, campo en que pululan, si no los malos, al menos los vanos e inútiles. María nos
enseñará que cualquier creatura, por santa que sea, puede ser un peligro para nuestra alma, o al
menos, un obstáculo o pantalla entre Dios y nosotros. María hará que no nos fascinen las bellezas
de las cosas de este mundo. María nos librará de la tentación sutil de la propia complacencia en lo
poco bueno que haya en nosotros, con peligro de no ser, como Ella lo fue, meros instrumentos en
las manos de Dios. María nos hará dar a todo lo terreno y caduco la respuesta de Jesús en el jardín
de la Resurrección: noli me tangere. Su pureza de blancura sin sombra se insinuará más y más en
nosotros hasta clarear los últimos repliegues de nuestro corazón. María será para nosotros la bella
Pastora, cantada por Alice Meynell, que guarda sus pensamientos, hasta los más secretos, con
celosa preocupación:
"Ella vela con cuidado sus menores pensamientos
que vuelan alegremente haciendo cabriolas.
Así es ella de recta y de mirada;
como que tiene su alma que guardar" (32).

Guardar el alma para Dios es una tarea que reclama una vigilancia que esté siempre alerta y en
acecho. María fue la Virgen prudente, que jamás contristó en su fidelidad al Espíritu Santo; Ella nos
dará progresivamente esa correspondencia siempre vigilante que tanto agrada al corazón de Dios.

Insensiblemente nuestros sentimientos, nuestras intenciones y operaciones se irán tornando


semejantes a las suyas. Puesto que María está totalmente saturada del Espíritu de Dios, yo debo
aspirar este Espíritu en Ella, renunciando para ello a mi propia voluntad y a mi "yo". Así llegaré a
aceptar dócilmente los deseos del divino Espíritu y vendré a ser "instrumento de sus potentes
designios". La unión con María conduce con paso progresivo, pero infaliblemente, a la unión con el
Espíritu Santo. No es preciso que tengamos conciencia de ello: es un misterio que se realiza en la
oscuridad de la fe. "El Espíritu Santo, dijo el Arcángel Gabriel, te cubrirá con su sombra". Es en la
sombra donde se fraguan las grandes cosas.

Nosotros pedimos recibir este Espíritu por medio de María, porque conocemos que María no tiene
otro ideal que extender e intensificar el dominio del Espíritu de Dios, allanando los caminos a su
venida. No hay que temer ilusiones, pues tenemos un medio seguro de poder medir y garantizar la
acción de María en nuestra alma: cuanto más unidos estemos a Ella, más efectivo será en nosotros
el misterio de nuestra purificación, más ahondaremos en nuestra nada y más nos irá Dios
conquistando para Sí hasta llegar a ser el Dios único de nuestro corazón.

"Es una verdad de experiencia - dice el Manual-, que para volverse a María, el Legionario debe
antes desviarse de su "yo". Entonces María se adueña de este movimiento y lo eleva, convirtiéndolo
en instrumento sobrenatural para la muerte del "yo", con lo que se asegura una increíble
fecundidad a los actos de la vida cristiana... Enteramente absorbido el Legionario en el amor a su
Reina, no caerá en la tentación de desviarse de Ella para complacerse en sí mismo... Sometido a la
acción de María, el Legionario desconfía de las sugestiones de sus inclinaciones personales y en
toda circunstancia escucha atentamente los murmullos de la gracia".

María, escuela de purificación. ¡Qué muerte incesante a nosotros mismos nos está continuamente
exigiendo! ¡Qué duelo entre su pureza y nuestras miserias! ¡Qué torre de David para guardamos y
protegemos en nuestros momentos de debilidad!

"¡Ah, escribía San Luis María de Montfort, cuántos cedros de Líbano y cuántas estrellas del
firmamento hemos visto miserablemente caer y perder su altura y claridad en poco tiempo! ¿De
dónde mudanza tan lamentable y extraña? De seguro que no les faltó la gracia del Señor, que a

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nadie se niega; pero sí humildad. Se creyeron más fuertes y suficientes de lo que en realidad eran;
se creyeron muy quienes para guardar su tesoro por sí mismos; se fiaron de sí y en sí se apoyaron;
juzgaron su casa muy segura y sus cofres bien cerrados para guardar el precioso tesoro de la
gracia, y fue precisamente a causa de este apoyo imperceptible en sí mismos (aunque a ellos
parecía que tan sólo se apoyaban en la gracia de Dios), por lo que el Señor ha permitido muy
justamente que sean expoliados, abandonándolos a sí mismos" (Traité, núm. 88).

Por el contrario, ¡qué tranquila certeza y qué segura paz para aquel que se refugia en María como
en ciudadela segura! Revestida de la santidad de María, el alma se allega hasta el trono de Dios. Su
miseria no le infunde reparo, porque se siente cubierta por los pliegues del manto de su Reina.

María la sumerge en el abismo de sus gracias;


María la adorna con sus méritos;
María la apoya con su poder;
María la esclarece con su luz;
María la inflama con su amor;
María le comunica su fe, su pureza;
María se declara su fianza (Traité, n. 144).

María es nuestro suplemento ante la majestad de Dios. Pura creatura como nosotros, María es el
único motivo de santo orgullo para nuestra raza de pecador: "Our tainted nature's solitary Boast"
(Wordworth).

3.- NUESTRO CRECIMIENTO EN CRISTO


La promesa continúa:
Para que mi Señor, Cristo, pueda crecer en mi por virtud tuya...

Para que yo con Ella, su Madre, pueda presentarlo al mundo y a las almas que le
necesitan.

Contra lo que pudiera creerse, el trabajo constante de purificación y desapropiciación no tiene nada
de negativo: tiende entero a promover progresivo desarrollo espiritual en Cristo. Nace, en efecto,
de la divina caridad, y no tiene otro fin que acrecentarla en nosotros. Bajo el impulso del Espíritu
Santo somos transformados "de claridad en claridad" a imagen del único modelo: Cristo Jesús.
Porque es a Él, como se sabe, adonde aboca y termina toda la obra del Espíritu Santo por
mediación de María.

¡Qué dulce sorpresa será para el Legionario descubrir un día en sí mismo el lento trabajo de la
gracia que silenciosamente ha ido obrando en secreto y oscuridad! Comprenderá, entonces, que el
haber perdido su alma en provecho de su hermano, habrá sido el mejor modo de hallarla. Verá
asimismo que el crecimiento de Cristo en su alma hasta la plena madurez ha venido a ser el pago
incomparable del cielo a su abnegación apostólica.

La experiencia demuestra que el medio más seguro para preservar y nutrir la propia fe, es
anunciarla a los demás. Ni la fe ni el cristianismo se salvaguardan con murallas chinas, aun
suponiendo que aún fueran factibles.

Nos causa estupor y provoca desagrado el observar con qué relativa facilidad nuestros cristianos
del día sucumben a la menor borrasca y cómo un leve cambio de ambiente echan por tierra sus
prácticas de vida cristiana. Y, sin embargo, a estos renegados de hoy, los llamábamos ayer "buenos
cristianos". ¿Es que en verdad lo eran? ¿Es que se podrían considerar en rigor de justicia como
miembros vivos del cuerpo de Cristo? ¿Es que un católico se puede limitar a "guardar su fe como
un tesoro enterrado bajo tierra"? ¿Hemos recibido la fe para "guardarla" o al contrario, para

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esparcirla? ¿Qué significa o qué valor puede tener un evangelio que no se anuncia, una nueva que
no se comunica, un mensaje que no es transmitido, un fuego que no calienta, una lengua que no
habla? He aquí el trasunto de la actitud de tantos "buenos católicos" que guardan la luz bajo el
celemín. ¡Caricaturas ridículas de la sublime religión que profesan!

En la Iglesia de los primeros tiempos cuantos veían al Señor, corrían al instante a comunicar la
grata nueva a los hermanos para decirles como Andrés a Pedro: "Invenimus Messiam, hemos
encontrado al Mesías". ¿No es aún hoy día la reacción normal del incrédulo que llega a la fe? No
comprenden los convertidos -y tienen mucha razón para ello- que se pueda enterrar el tesoro
sagrado de la fe. Con sacro entusiasmo y descaro de neófitos gritan ellos su hallazgo. Esta reacción
del convertido es sana: nosotros somos los "gastados", nosotros que nos hemos "instalado" en
usanzas imperdonables y ruidosas para la suerte de nuestro cristianismo. "Los católicos son
inaguantables en su seguridad mística, gritaba el neoconverso C. Peguy. "Si ellos opinan que los
santos eran unos señores muy tranquilos, se engañan de medio a medio".

Y es verdad: nos hemos hecho a ver apostatar a las masas y hasta nos hemos forjado una filosofía
cómoda, que pudiéramos llamar "no intervencionista". Hay autores prontos a atenuar y a deformar
los textos evangélicos donde se nos habla de vocear la verdad desde los tejados y hasta consideran
falta de tacto, más aún, intolerable intromisión en el dominio de la conciencia libre el pregonar por
doquier el Evangelio. Se ha llegado a decir que la única predicación, a la altura de nuestro tiempo,
tan celoso de su independencia y autonomía, es la del ejemplo, y aun éste lleno de discreción.
Cualquier clase de proselitismo es tachado inmediatamente de injerencia indelicada y abusiva.

Se nos dice en justificación de este modo de ver que la misión de la Iglesia no es convertir al
mundo, sino hacer la vida cristiana posible y deseable a todo hombre. Y esto se afirma bajo el
pretexto especioso de que la consigna misionera de Cristo fue la de "enseñar" y no la de "convertir"
a los hombres. Digamos, sin embargo, bien alto que tal modo de ver y la manera de justificarlo son
un desafío manifiesto a la verdad. Nuestro Señor mismo ha fundado su predicación en la necesidad
ineludible de un cambio radical, de una renovación espiritual, como la reclamada por el Precursor,
quien resumía sus enseñanzas en estas solas palabras: "Arrepentíos, convertíos". Así lo habían
practicado los profetas, inspirados por Dios. Así también lo practicaron los Apóstoles, cumpliendo la
consigna recibida del Maestro: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". ¿Quién osará decir que el bautismo no implica renovación
interior, tanto por la penitencia y por la renuncia a Satanás como por la adhesión del alma a Dios?
Cuando San Pedro, después de la curación del cojo, se dirige a la multitud que se agolpa en torno
suyo, le intima al mandamiento del Señor con estas palabras: "Convertíos". Cuando San Pablo
predica al pueblo de Listra que le aclama como a un dios, rechaza homenaje tan indebido,
diciendo: "Hombres, ¿qué es eso que hacéis? También nosotros somos hombres de igual condición
que vosotros, que os predicamos que, dejando esas cosas vanas, os volváis al Dios viviente". ¿Se
habrán equivocado, no atendiendo a las directivas del Maestro, estos fundadores de la Iglesia, y
habrá sido preciso llegar hasta el siglo presente para dar con el verdadero método apostólico, con
este método actual que resuma discreción? Empleamos, quizá, demasiado tiempo en repensar el
valor de las palabras. Pero ya decía Salustio que hemos perdido el verdadero sentido de las
mismas: Vera vocabula rerum amisimus. A fuerza de hablar superficialmente de pruebas y más
pruebas, hemos llegado a olvidar que en el Nuevo Testamento la mejor prueba es la proclamación
verbal del Evangelio. Jesús nos envía a anunciar la buena nueva a nuestros contemporáneos como
envió un día al Apóstol de las Gentes "para abrirles los ojos, a fin de que se conviertan de las
tinieblas a la luz... a fin de que reciban la remisión de los pecados y la herencia entre los
santificados" (Hch., XXVI, 18).

En vano se alegan los deberes y obligaciones del propio estado, las exigencias que acaparan la vida
y las actividades de los que tienen que vivir en medio del mundo. ¡Como si nuestra primera
obligación de cristianos en cualquier estado y condición en que nos encontremos no fuera la que

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dimana de nuestro bautismo, en virtud del cual somos en parte responsables de la salvación de
nuestro prójimo. Y nuestro prójimo no es solamente la familia que nos rodea. Nuestra época se
caracteriza por el miedo a la responsabilidad. Lo que quiere decir que está profundamente
descristianizada. El seglar bautizado debe reconocer que el apostolado es un deber normal,
elemental, algo que va en el simple hecho de ser cristianos, y por lo mismo no cabe discusión más
que sobre los procedimientos aptos que se han de utilizar. Se cree con relativa frecuencia que la
vida de Jesucristo es modelo y ejemplar para el sacerdote, pero no para el simple cristiano. ¡Error
lamentable y sumamente pernicioso! Si Cristo fue el apóstol por excelencia, cada cristiano miembro
de Cristo, debe serlo también. Los Sumos Pontífices, advirtiendo a los seglares la necesidad y
urgencia de la Acción Católica, no han introducido novedad alguna en la Iglesia o "una nueva
estructura" desconocida en otros tiempos. La Acción Católica no es una adición que se ha impuesto
de improviso a los cristianos del siglo veinte; es, por el contrario, un deber imperioso, cuya
necesidad se está haciendo sentir de un modo agónico en el cristianismo actual.

Un resurgir del sentido cristiano del apostolado se va fraguando, gracias a Dios; ante nuestros ojos,
el laicado cristiano toma de día en día mayor conciencia de este deber esencial. La Legión de María
no es la única forma de apostolado que encarna este resurgir: mansiones multae sunt in domo
Domini. Mas, quisiera ayudar con todas su posibilidades a este despertar apostólico de la conciencia
cristiana.
Por ello pide el Espíritu Santo:
Para que mi Señor, Cristo, pueda creer en mí por virtud tuya,
Para que yo con Ella, su Madre, pueda presentarlo al mundo y a las almas que lo
necesitan.

Llevar a Jesucristo a un mundo en descomposición, a las almas en peligro: he aquí el gran ideal,
pues no hay peor desgracia sobre esta tierra de pecado que no recibir a su Salvador.

4.- ESPERANDO A CRISTO

Para animamos en esta noble empresa, una visión radiante es evocada ante nosotros: la del triunfo
final.

Para que ganada la batalla, ellas y yo podamos reinar con Ella para siempre en la gloria de la
Beatísima Trinidad.

El tiempo transcurre velozmente, la figura de este mundo pasa. Caritas Christi urget nos. La caridad
de Cristo nos empuja, decía el Apóstol, a obrar con rapidez, porque se acerca el día, el día grande y
glorioso, cuando el Señor de la gloria vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Esta expectación
ante la venida del Hijo del hombre apremia a la Iglesia a proseguir incansablemente la gran obra
de la evangelización del mundo.

Donec veniat. Hasta que Él venga: tal es la consigna recibida.

Los cristianos del tiempo de San Pablo vivían intensamente este "Adviento"; tan próxima juzgaban
la vuelta del Señor. Se equivocaban en la fecha del suceso, pero cuánto les animaba esta
esperanza viva. Nosotros ya no escrutamos el horizonte en busca de señales, y deberíamos suscitar
de nuevo este sentimiento de ardiente impaciencia que tenían los primeros cristianos. ¿Quién no
conoce el admirable sermón de Newman. WAITING FOR CHRISTI? Esperando a Cristo (33).
Leamos estas páginas para sentir al vivo la elevada tonalidad que puede comunicar a nuestras
almas una tal expectación y las fuentes de amor heroico que en ellas late. Un día veremos a Cristo;
Él vendrá. Entonces seremos semejantes a Él: Similes ei erimus.

En esta gloria descubriremos también a la Virgen gloriosa y bendita, que está ya en el cielo

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glorificada en su cuerpo y en su alma. ¡Qué visión para el Legionario que combate por Ella! Su
Reina está allí, entre los esplendores del misterio trinitario, inundada del Espíritu Santo, cuya acción
en María ha llegado a una floración de plenitud. La Asunción de María es para nosotros prenda de
esperanza y de resurrección. Contemplamos en Ella en madurez y unidad todas las riquezas que
paulatinamente van siendo otorgadas a la Iglesia a través de las edades. María es, según la bella
expresión del Padre L. Bouyer, "como el icono escatológico de la Iglesia" (34). Ella también nos
espera.
"He aquí que contemplo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios" (Hch.,
VII, 56).

Miremos también nosotros al cielo que se abre, y en la gloria del Hijo contemplemos la de su
Madre: esto estimulará nuestra marcha, activará nuestra indolencia, reafirmará nuestros pasos y
sostendrá nuestro valor. Donec veniat!

El tiempo corre velozmente para la Iglesia, pero más aún para cada uno de nosotros. Nosotros tan
sólo tenemos unos años de vida y bien pronto nos será preciso rendir cuenta de si hemos cumplido
con nuestra misión. No tendremos derecho a alegar ningún motivo, para justificar que hemos
puesto nuestros talentos a buen recaudo y que los restituimos intactos. A Dios no place tal gestión
con los bienes que de Él hemos recibido. Debemos, sí, mostrar los frutos de nuestra vida cristiana,
las almas que por nuestros afanes apostólicos han emprendido el camino del cielo. No hay, pues,
tiempo que perder. Están contadas nuestras horas y minutos. Así pues, escribía San Pablo a los
Gálatas, según tengamos oportunidad, obremos el bien para con todos, mayormente con los
hermanos en la fe (Gál., VI, 10).

La Legión desearía comunicar a todos esta sed, esta obsesión santa de la salvación de las almas.
Sabe que las ovejas descarriadas son sinnúmero, y que no a otros cristianos, sino a nosotros, sus
contemporáneos, han sido ellas confiadas. La Legión conoce el valor del tiempo y le desagrada
malgastarlo. Por ello imponen en su reglamento la puntualidad, la precisión, la vigilancia. Esto le da
un aire de preocupación, de inquietud.

¿Pero no es propio del amor el sentir impaciencia? Preocupada está ella con el hombre de negocios
que va recto a su fin, desentendiéndose de lo demás. Sin embargo, no cae en la fiebre del
activismo... Usa, es cierto, de toda la gama de técnicas apostólicas a su alcance, pero no profesa
culto ninguno a la técnica, ni siquiera a la apostólica: al hacer uso de los diversos procedimientos o
métodos, mantiene únicamente su confianza en Dios.

Un paso más... y llegamos al término.

"Aún un poco de tiempo, decía Jesús, y vosotros me veréis". Entonces tendremos derecho al
descanso. En adelante nuestra plegaria de legionarios será aquella de San Ignacio:
Jesús, mi Señor, enseñadme a ser generoso,
a darme sin cálculos ni regateos,
a combatir sin miedo a ser herido,
a trabajar sin desear reposo,
a gastarme sin aspirar a otra recompensa
que saber he cumplido vuestra santa voluntad.

En adelante rogaremos a nuestra Reina para que nos sostenga con su belleza y con su gloria;
mientras con nuestros hermanos del Oriente le cantaremos el himno de nuestra confianza y de
nuestra admiración:
Ave, Milagro aclamado por los ángeles.
Ave, Perfume de delicias en tu oración.
Ave, Purificación del universo.

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Ave, Imagen viviente de las fuentes sagradas.
Ave, Olor muy grato de Cristo.
Ave, Santa más santa que los santos.
Ave, Ostensorio de Cristo.
Ave, Reina y perdición para el demonio.
(Himno acatista passim).

Otro paso más... y ya nosotros podremos decir a Dios: Ostende faciem tuam et salvi erimus (Ps. L.
XXXIX). "Haz resplandecer tu rostro por que salvos en Ti podamos ser". A esta intimidad en la que
veremos a Dios cara a cara, estamos llamados, y sólo esta gloria íntima de Dios será capaz de
saciar nuestras almas. Satiabor cum apparuerit gloria tua. Es la Santísima Trinidad el punto final de
nuestro destino; en ella acaba el designio de Dios sobre nosotros. Cristo bajó a nuestra tierra para
que nosotros tuviéramos "abierta la entrada en un mismo espíritu al Padre" (Eph., II, 18). No hay
otra riqueza duradera, no hay otra plenitud de vida. Nuestro mayor anhelo debe ser el del Apóstol
San Pablo, cuando decía: "La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación
del Espíritu Santo sean con todos vosotros" (II Cor., XIII, 14).

Piénsese en lo que fue ya en este mundo la comunión de María con la Augusta Trinidad.

¡Cuán divinamente su unión con el Espíritu Santo y con Jesús le llevaría a este término supremo: la
comunión con el Padre!

¿No había Ella engendrado en el tiempo al que el Padre engendra entre luces de eternidad?

¿No tenía de común con el Padre este Hijo Único del cual podía decir con toda verdad, juntamente
con el Padre: Ego hodie genui Te, Tú has nacido de mí este día? ¿Quién más que María participó en
la fecundidad del Padre y en su voluntad de dar a su Hijo por la salvación del mundo?

Si la vida de Cristo fue una oblación perenne a su Padre celestial, ¿cómo la vida de María, tan
ligada a la de Cristo, no iba a ser arrastrada en esta corriente divina? San Ignacio de Antioquia oía
en el fondo de su conciencia como un murmullo de agua viva, que repetía muchas veces: "Ve hacia
el Padre". La vida de María no fue más que una larga y continua fidelidad a la llamada más y más
apremiante e irresistible que culminó en el éxtasis apoteósico de su Asunción a los cielos.

Esta vida trinitaria la podemos comenzar a vivir ya en este mundo, porque el cielo no está situado
más allá de la muerte, sino más acá del bautismo. En las aguas del bautismo hemos pasado de la
muerte a la vida, de la muerte del pecado a la vida eterna de la gracia y de la gloria.

Desde ahora, pues, compartimos la vida trinitaria y podemos, con esa familiaridad tan propia de
niños, asociarnos al ímpetu de amor mutuo que une a las Personas Divinas en su viviente abrazo.
Mas estas alegrías y divinos tesoros los llevamos ahora en frágiles vasos de arcilla. Atados a ellos,
tan sólo podemos gustar de los primeros vislumbres de la aurora eterna. He aquí, por qué nos es
necesario alzar la cabeza hacia el cielo y estar al acecho de la misma. Ello nos ayudará a marchar
en la noche cerrada, a acelerar el paso, a vencer el cansancio y la fatiga. In domum Domini ibimus.
Estamos de camino hacia la casa del Padre. Ahora atravesamos esta región terrestre y acampamos
en ella durante la noche. Nuestro Padre nos espera para colmamos de su alegría y de su amor. Y
cuando en la etapa final caigamos en sus brazos -in sinu Patris-, entonces comprenderemos que
ningún sacrificio es suficiente a pagar este dulcísimo encuentro, alborada de un eterno Magníficat.

CAPÍTULO VIII
ORACIÓN Y ACCIÓN

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"CONFIADO EN QUE EN ESTE DÍA QUIERAS TÚ
RECIBIRME POR TAL - Y SERVIRTE DE MÍ - Y
CONVERTIR MI DEBILIDAD EN FORTALEZA,
TOMO MI PUESTO EN LAS FILAS DE LA LEGIÓN
Y ME ATREVO A PROMETER SER FIEL EN MI SERVICIO.
ME SOMETERÉ POR COMPLETO A SU
DISCIPLINA, QUE ME LIGA A MIS HERMANOS LEGIONARIOS
Y HACE DE NOSOTROS UN EJÉRCITO,
Y MANTIENE NUESTRA ALINEACIÓN EN
NUESTRO AVANCE CON MARÍA"

"Y me atrevo a prometer un servicio fiel"

¿Qué pide la Legión a quien se alista en ella?


"La Legión de María, responde el Manual desde un principio, tiene por fin la santificación personal
de sus propios miembros mediante la oración y la colaboración activa, bajo la dirección de la
Jerarquía, a la obra de la Iglesia y de María, en aplastar la cabeza de la serpiente infernal, y
ensanchar las fronteras del reinado de Cristo".

Su regla se resume en dos palabras: oración y acción. Ora et labora: la que fue divisa de los
monjes es también la consigna que resume los deberes y exigencias de la Legión de María. A esto
responde el Legionario con su promesa de fidelidad.

I.- ORACIÓN
Ora. Orar. Deber primordial indiscutible: para el cristiano el orar es como el respirar.

Porque Dios es Dios y precisamos reconocer esta verdad a cada instante.

Porque Jesús ha dicho que es menester orar sin desfallecer.

Porque sin la oración nos invade la impotencia.


Inútil insistir más sobre este deber común a todos.
Se preguntará: ¿Qué programa de oración impone la Legión de María?

Es preciso distinguir diversas etapas. A quien viene a ella con la buena voluntad de un novicio, no
le trazará ningún programa rígido, porque tiene abierta sus filas a todo católico que lealmente
quiera servir a la causa de Cristo. Lo mismo acepta al mozo de estación que al ministro, al
barrendero que al universitario; la Legión respeta todas las circunstancias concretas en las que
tiene que desarrollarse la vida cristiana. Sin embargo, como garantía de su buena voluntad, exigirá
al nuevo voluntario fidelidad constante a la reunión semanal. En ésta se vive intensamente una vida
de oración y de acción estrechamente unidas. Poco a poco la práctica de la vida de unión mariana y
apostólica irá preparando su alma para que, insensiblemente, llegue a respirar la pura vida
mariana, que al mismo tiempo será aspiración al Espíritu Santo. El Legionario sentirá entonces que
su hambre de santidad vendrá a ser más devoradora y su sed de justicia más inextinguible. Sin
conocimientos técnicos y sin alcanzar cómo se articula el mecanismo de ciertos métodos de
oración, la unión mariana vivida introducirá progresivamente en él el estado de unión con Dios,
meta de la verdadera oración. Este crecimiento variará a medida de la gracia recibida, secundum
mensuram donationis Christi. La experiencia demuestra que el servicio de María es escuela de
oración.

Si desde un principio la Legión no impone un código especial de oración - fuera de la "catena",


corta plegaria obligatoria para todos-, sin cesar tiene ante los ojos el ideal que desea alcancen sus
miembros en cualquier estadio que se encuentren. Su aspiración es que se acepte como norma de

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vida: la misa y comunión cada mañana, la recitación diaria de un oficio o al menos de una parte del
breviario y además el rosario a la Virgen Santísima.

Misa, comunión, oficio y rosario: tal es el programa de oración, propuesto al laicado legionario, el
programa que la Legión anhela cumplan todos los suyos.

La Eucaristía, alimento de la vida personal

No vamos a repetir aquí lo que todos saben sobre la significación "de la misa y de la comunión en
la vida cristiana. Si scires donum Dei! Si nuestros cristianos conocieran este don de Dios, que es la
Santa Eucaristía, ¿qué fuerza vivificante no sacarían de ella? La misa con la comunión, que es su
complemento, es el sacrificio perfecto de adoración, Adoramus Te: Nosotros te adoramos; de
acción de gracias: gratias agimus Tibi propter magnam gloriam tuam: Te damos gracias por tu
inmensa gloria; de perdón: qui tollis peccata mundi, miserere nobis: Tú, que quitas los pecados del
mundo, ten misericordia de nosotros; de súplica: qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem
nostram: Tú, que quitas los pecados del mundo, recibe nuestra súplica.

Uniéndonos a Dios cada mañana, le damos lo que podemos ofrecerle de mejor y más agradable: el
Cuerpo y la Sangre de la Víctima perfecta. No hay en este mundo acción más digna de Dios: este
don es único, esta acción de gracias que de la tierra asciende al cielo es la única aceptable.

No hay, por otra parte, acción por buena que sea más universal y más fecunda que ésta por la que
se atribuye a todos los tiempos y a todos los pueblos los méritos infinitos de la muerte redentora de
Cristo. El sacrificio de la misa es el mismo sacrificio de la cruz, que multiplica sus efectos de gracia:
"La Eucaristía es el sacramento perfecto de la pasión del Señor, en tanto que contiene al mismo
Cristo inmolado" (35). Y en este mismo sacrificio nos asociamos a María, la Madre de Dolores:
consors Passionis la han llamado los Padres de la Iglesia. Por el sacrificio del altar subimos al monte
del Calvario; mas allí encontramos siempre a la Virgen Santa, viviendo el misterio de su
participación en los sufrimientos de su Hijo, misterio lleno de eficacia para nosotros.

Ahora bien; la unión con María en el acto sublime de la misa sellará profundamente al Legionario ya
al principio de su jornada (36). ¿Quién mejor que María podrá introducir a sus hijos en el misterio
eucarístico? ¿Quién más eficaz que Nuestra Señora de la Preciosísima Sangre para hacemos
comprender el precio de la sangre derramada por Jesús, que brotó un día de su corazón de Madre?
A Ella compete indudablemente hacemos compenetrar con los sentimientos de su Hijo en la hora
de la inmolación suprema.

Nadie fue asociada como María al divino sacrificio. En la cumbre del Calvario y junto a la cruz está a
pie firme para ratificar en nuestro nombre la muerte redentora de su Hijo. María se hallaba allí
aportando su "compasión" de Madre, es decir, la más íntima fusión de almas que jamás se ha
dado. Por su "compasión" en aquella memorable hora se adhería plenamente a la voluntad de Dios
y a la obra -de la salvación del mundo. Olvidada enteramente de sí misma, entró María con una fe
sin igual en este misterio de muerte y de dolor, que nos dio la vida. A través de las heridas
sangrantes de Jesús y de los horrores de su agonía, María contemplaba y adoraba el misterio de
salvación que por Ella se realizaba. Hasta en sus lágrimas, testimonio mudo, pero elocuente, de su
incomparable amor a Dios y a los hombres, María se entregaba más que nunca en brazos de la
bondad y ternura de su Dios.

¿Quién entonces mejor que María, podrá sumergirnos en este misterio de adoración, de expiación y
de redención?

El Legionario se unirá a Ella en el sacrificio de la misa y en la comunión. ¡Qué seguridad y


tranquilidad para éste, poder ofrecer a Jesús el corazón de su Madre, dejar que en su lugar María

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reciba y acoja de nuevo a su Hijo!

"Después de la comunión, escribe San Luis María de Montfort, introduciréis a Jesucristo en el


corazón de María, y se lo daréis, pues Ella, su Madre, lo recibirá amorosamente, lo tomará
honrosamente, lo adorará profundamente, lo amará perfectamente, lo abrazará estrechamente y lo
colmará en espíritu y en verdad de atenciones, que a nosotros en nuestra oscuridad y tinieblas nos
son desconocidas" (Traité, n. 270).

¡Bendito suplemento y sustitución que tanto nos facilita el cumplir nuestros deberes para con Jesús!
Al momento de recibir a Jesús recordemos que los dos se hallan juntamente en nuestra alma, que
María hablará por nosotros, que María nos enseñará el recogimiento y el silencio debidos a la
majestad de Dios. ¡Qué lejos nos hallaremos entonces de nuestras míseras acciones de gracias, tan
limitadas a nuestras preocupaciones personales! Tendremos que dar al Señor algo infinitamente
mejor que nuestros pobres - sentimientos, intermitentes y fríos y no tendremos miedo de
presentamos a Jesús con las manos vacías, sin poder ofrecerle siquiera un desvencijado establo
como el de Belén. A quien se lamentara de su indigencia, Jesús le respondería: No te pido más que
el corazón de mi Madre.

Ofreciendo a Jesús el corazón de María, lleno de divino ardor por su gloria, nuestra alma crecerá de
día en día en santo fuego misionero y nuestra comunión personal alcanzará en su eficacia a todo el
mundo. Esta comunión fervorosa se continuará por la acción apostólica, animosa y fiel, la sola
acción de gracias que nunca engaña.

¡Qué fuerza la del Legionario alimentado con el cuerpo sagrado de Cristo! No hay que temer se
rinda a las fatigas que ha de encontrar en su ruta apostólica. Irá al cumplimiento de todos sus
deberes como el Profeta de Dios, in fortitudine cibi illius, por el vigor de este alimento y de esta
bebida. María le verá partir sin temor, como la madre consciente de que sus hijos son robustos y no
desfallecerán por el camino. ¡Que nunca el Legionario omita voluntariamente la comunión
vivificadora!

La Eucaristía, fin y medio de apostolado

María no quiere solamente nutrirnos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, sino que desea, además
salgamos a lo largo de los caminos, a las encrucijadas y senderos de la vida, para invitar a todos al
gran festín del Cordero. En cierto sentido todo el apostolado católico termina junto al altar, en
torno a la mesa de la Eucaristía. El seguir Incansablemente a las ovejas extraviadas no tiene otra
finalidad que llevarlas a los sacramentos de regeneración y de vida. "Sino comiereis la carne del
Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jo., VI, 53). El Legionario de
María trabaja por que todos sus hermanos vivan desde ahora esta vida eterna. ¿Se puede dar una
visión más bella y maternal? ¡Y qué bien pagado quedará el siervo fiel, cuando en el supremo día
se vuelva el Maestro y le diga: Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber.
¡Felices quienes hayan alargado a su hermano, un desconocido quizá, este Pan y esta Copa!

El Manual añade una consideración que merece recordarse. Invita al Legionario a hacer de la
Eucaristía un instrumento de conversión y atracción para los hombres que van en busca de Dios.
Mostradles a todos, dice, que Dios está al alcance de su mano y que basta acercarse para ser
admitidos al convite.

Entonces comprenderán esas almas que retornan, hasta qué punto el amor de Dios ha sobrepasado
en mucho las ilusiones más audaces. Que la santa Eucaristía llegue a ser para todos ellos, no
motivo de escándalo como para algunos discípulos, sino más bien invitación a creer en la palabra y
en el amor de Dios. El consejo pudiera parecer paradójico y, sin embargo, lo es tan sólo en
apariencia, porque si Dios es amor, ¿no es la religión fundada por Dios mismo la que más nos

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introduce en su intimidad? ¿Hay, por ventura, invención de ternura más delicada y de intimidad
más maravillosa que la Eucaristía?

E. Faguet, en su vida de Mr. Dupanloup, nos cuenta que un joven se decidió a abandonar el
protestantismo y optar por la fe católica a causa de la Eucaristía. Esto que -con el celibato religioso-
le había parecido un obstáculo a su adhesión, le pareció de súbito una razón evidentísima,
deslumbradora, para creer. Acaba el relato de su conversión con estas palabras: "La Iglesia católica
brinda la Eucaristía, don total de Dios al hombre; la Iglesia católica engendra la virginidad, don
total del hombre a Dios. Yo creo que la verdad suprema se encuentra allí, donde está el supremo
amor" (p. 76).

Palabras son éstas de gran alcance, a la vez que el ejemplo nos explica por qué el Manual osa
expresarse en estos términos: "Teniendo constantemente ante los ojos de nuestros hermanos
separados esta gloria culminante de la Iglesia, les forzamos necesariamente a mirarla como
asequible y los mejores se dirán: "Si esto es cierto, ¡qué gran perjuicio he sufrido hasta ahora!"
Este pensamiento angustioso provocará en ellos un primer anhelo por tornar a la casa verdadera.

El Legionario se hará, por tanto, el heraldo voluntario de este amor supremo de un Dios que nos
amó "hasta el fin". Su apostolado no será verdaderamente mariano, si al mismo tiempo no es
eucarístico.

El oficio divino

La Legión de María cree en el valor trascendente de la oración de la Iglesia. Por ello invita a sus
miembros a adoptar, como oración diaria, una parte considerable del breviario (por ejemplo,
Maitines y Laudes o las Horas diurnas), o un oficio cualquiera aprobado por la Iglesia.

No traza programa alguno de oración mental, para que cada alma vibre ante Dios con su nota
peculiar, que tanto difiere de alma a alma. Se atiene en esto al uso tradicional de la Iglesia. Le
basta invitar al Legionario a que beba hasta saciarse en este oficio sagrado, tan conocido en otro
tiempo tanto de los monjes como de los seglares. Está convencida de que ninguna oración es tan
eficaz como la oración litúrgica para infundir ese espíritu por el que se vive la vida de la Iglesia.
Para sentir con la Iglesia -sentire cum Ecclesia-, la Legión incita a orar con la Iglesia. Por sus labios
y con sus palabras. Sabe muy bien que la voz de la Esposa posee un encanto único sobre el
corazón del Esposo, y que ella sola sabe seleccionar las palabras que se le han de dirigir y el acento
que se ha de poner en ellas. Por otra parte, ¿no es el mismo Espíritu Santo quien ha inspirado los
salmos, que forman la parte esencial del oficio, y no es Él, en definitiva, quien anima con su aliento
vivificador esta plegaria pública?

El Legionario recitará estas oraciones con la Iglesia y con María: es todo uno. Por lo demás, María
conoció los salmos e hizo de ellos, el alimento de su alma aquí en la tierra. Regocijemos a nuestra
Madre con su misma oración. Que Ella se inclinará amorosamente hacia nuestros infantiles
balbuceos, y tomará con benevolencia nuestras súplicas, santificadas por Ella misma, y las elevará
como un sacrificio de alabanza hasta el mismo Dios, a quien es siempre muy agradable.

Porque a través de María es Jesucristo quien habla, quien suplica, quien canta. La unión entre la
Madre y el Hijo es tal, que orar en María es el medio más seguro de orar en Cristo, y unirse al
corazón de María es penetrar hasta las íntimas profundidades del corazón de su Hijo y atraernos la
bendición pronunciada por el Padre sobre Jesús: "He aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo mis
complacencias".

El rosario
A la oración solemne y litúrgica del oficio divino, la Legión añade otra más sencilla y popular: el

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rosario a la Virgen Santa. Se rece una parte o los misterios que lo integran, siempre entendemos
que no se trata de una oración meramente vocal, sino de una oración penetrada y vivificada por la
mediación de los misterios que evoca.

Parémonos unos instantes siquiera a considerar el espíritu íntimo del rosario, para mostrar los
tesoros espirituales que encierra este "salterio de la Virgen", como le han llamado los Romanos
Pontífices.

Primeramente recordemos que no se nos pide amar el rosario, porque sea una oración muy
agradable y nos guste recitarlo, desgranando una a una las diez "Avemarías". Quizá, por el
contrario, a otros parezca una recitación monótona y fastidiosa, en la que las distracciones son casi
inevitables.

Si la Iglesia desea vivamente que sus hijos tengan afecto a esta práctica es, sin duda, por ser muy
del agrado de la Reina del cielo. Y a nosotros nos debe bastar con saber que nuestra Madre gusta
de oír el suave murmullo de esta plegaria: esto es todo.

León XIII ha publicado quince encíclicas sobre el rosario, para que nadie alegue ignorancia sobre el
lugar preeminente que la Iglesia reserva a esta oración.

El Santo Papa Pío X decía: "Dadme un ejército que rece el rosario y lograré con él conquistar el
mundo".

La Iglesia se ofrece a ser este ejército aguerrido: el rosario será su espada de combate.

Y el mismo Papa ha dejado estampadas estas líneas que traicionan su alma de santo. "De todas las
oraciones, el rosario es la más bella y la más rica en gracias, aquella que agrada más a la Santísima
Virgen María. Amad, pues, el rosario y recitadlo con espíritu de piedad todos los días; es el
testamento que os dejo a fin de que os acordéis de mí".

Estas palabras son, indudablemente, el eco de una larga experiencia dulcemente vivida.

Se podría multiplicar indefinidamente los testimonios de la Iglesia y de los santos. Queremos, sin
embargo, en este comentario de la Promesa, limitamos a considerar el rosario bajo un aspecto
peculiar, es decir, en cuanto es medio para fomentar nuestra devoción al Espíritu Santo, meta final
de la Promesa.

El rosario, misterio de comunión con el Espíritu Santo.

He aquí lo que oculta el rosario y que descubre el que penetra en su realidad íntima, y percibe la
unidad que encierran estas alabanzas ensartadas, y advierte el hilo que liga los anillos de esta
cadena.

Para ello, basta comprender que esta oración es más oración de María que oración nuestra: aquí
está la clave de su poder y de su encanto sobre el corazón de Dios. Mientras nuestros dedos
desgranan las cuentas del rosario, pronunciando devotamente las Avemarías, la Virgen Santa las
transforma en un canto inefable que sólo el paraíso es digno de escuchar. Se opera un cambio
parecido al que tiene lugar en nuestros instrumentos musicales. Sobre el disco del gramófono se
posa la sutil aguja de acero e inmediatamente comienza el girar monótono de la placa. Un
espectador sordo no oirá nada y no se explicará el por qué de juego tan estéril y aburrido. Pero el
espectador normal comenzará a escuchar una voz sonora, emitida de un modo misterioso por la
pequeña aguja que gira incansablemente. Bien presto se elevará una melodía grandiosa y bella,
que deleita y entusiasma.

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He aquí una pálida imagen de la situación que ha lugar en el rezo del santo rosario, cuando elevo
esta plegaria en unión con María. Desde que me hallo unido a Ella, como la punta de la aguja sobre
el disco, por un acto de íntima adhesión y al mismo tiempo voy desgranando las cuentas del
rosario, María se apropia el movimiento de mi oración y es Ella quien en mi lugar canta ante Dios el
alleluia de su dicha, el fiat de su dolor, el amén de su gloria. Y he aquí que todo el cielo está como
a la escucha de María que ofrenda a Dios los sentimientos de su corazón inmaculado. Este canto es
una comunión continua con el divino Espíritu, que obra en Jesús y en Ella al mismo tiempo los
misterios que el rosario conmemora. Porque desde el misterio gozoso de la Anunciación hasta el
glorioso de la Coronación de la Virgen Santa en la gloria, asistimos a la evocación de los momentos
culminantes de su docilidad a la acción del Espíritu Santo.

El rosario comienza por el mensaje del ángel que invita a María a entregarse sin demora a la
operación del Divino Espíritu. Es la magnífica obertura de la más grandiosa e incomparable historia
de los siglos.

Al desarrollarse esta historia, admiramos en cada una de las etapas de la existencia de la Santísima
Virgen el soberano ímpetu que la impele a cumplir los santos y divinos designios, según el Espíritu
se los va manifestando entre transportes de gozo, desgarros de dolor y fulgores de gloria. Nos
parece percibir el delicado y entusiasta crescendo del ímpetu santo del alma de María. María se va
uniendo más y más al misterio de amor que revelan las operaciones de Dios en Ella, operaciones
que se van realizando ya entre espesas tinieblas, ya entre luces de alborada, tanto en la muerte
dolorosa como en la resurrección triunfante. María sabe que Dios es amor: esta certeza le basta.
Nunca hubo abandono tan perfecto en el divino beneplácito. Los clavos y la sangre, la corona de
espinas y la cruz o el Calvario, todo es para María comunión con el Espíritu Santo. Ella coopera con
su divino Espíritu a la inmolación del Hijo y su fidelidad persevera más allá del sepulcro. Es
precisamente esta fidelidad la que será coronada en la hora solemne de su entrada triunfal en la
gloria la mañana de su Asunción a los cielos.

Mientras van pasando las "Ave" del rosario, al correr monótono de cada uno de los misterios, María
que nos está escuchando, obtiene para nosotros la gracia de entrar en esta comunión con el
Espíritu Divino. María nos toma como por la mano y nos lleva a Él.

De esta suerte el rosario viene a ser como el Cantar de los Cantares del Espíritu Santo y de María, y
por este motivo es para nosotros el mejor medio de reavivar continuamente y de profundizar
nuestra devoción hacia el divino Espíritu. Las riquezas ocultas de esta plegaria han inspirado a
Georges Goyau este elogio que parecerá exagerado tan sólo a quienes cometan la ligereza de no
penetrar hasta el corazón de la misma:
"Esta oración, que parece verbal, es la más espiritual de todas.
Esta oración, que parece esclava, es la más libre de todas.
Esta oración, que parece rudimentaria, es la más contemplativa de todas" (37).

El enigma se le aclara a quien conoce el encanto que tiene el rosario para el corazón de María. ¿No
es, en efecto, cada "Ave" un beso casto y amoroso que se da a María, una rosa encarnada que se
le presenta, una copa de ambrosía y de néctar que se le ofrenda?"

A esta luz se ve cuánta razón tiene el Manual al decir del rosario que es "en las reuniones de los
legionarios lo que la respiración a nuestro cuerpo" (38).

2.- ACCIÓN

"Y me atrevo a ofrecer un servicio fiel"

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Fidelidad a la oración. Fidelidad asimismo al trabajo aceptado. Ora et labora. El Legionario sabe que
Dios cuenta con su servicio para llevar a feliz término la redención de los hombres.

La acción apostólica, necesaria a la obra de Dios

Este servicio apostólico es tan necesario a la acción de Dios como la materia a los sacramentos. Sin
agua no hay bautismo. Sin pan y sin vino no hay cuerpo ni sangre de Jesucristo. Dios
libérrimamente, y al mismo tiempo con decreto positivo, ha ligado su gracia bautismal y las
maravillas de la consagración a la presencia de estos elementos indispensables. Lo mismo cabe
decir con relación a la salvación del mundo. Dios ha confiado esta nobilísima tarea a los hombres.
Normalmente, pues, sin su concurso visible y palpable, la salvación no será transmitida. Dios exige
un acto de cooperación por parte nuestra. Tal es la significación y la necesidad del apostolado
legionario. Para el Legionario servir fielmente quiere decir: dejar la propia casa, a la caída de la
tarde, cuando más se agradece el reposo y la paz del hogar, ir a llamar a una puerta cuya acogida
no se puede prever, desafiar la mala coyuntura y, lo que es peor, la ironía y frialdad de esos
hombres que nunca tienen tiempo para ocuparse de su salvación eterna, aceptar el ex abrupto con
la sonrisa a flor de labios, obtener el paso a una morada con dulce y humilde paciencia, condividir
las preocupaciones del prójimo, venir a ser un amigo de todos... Servir fielmente en el apostolado
es ofrecerse a ejercitarlo de mil maneras, bajo cualquier forma prevista o imprevista, con el único
fin de allanar los caminos a la entrada de Dios en las almas, a ejemplo de los servidores de las
bodas de Caná, que recibieron de Jesús el extraño encargo de llenar de agua las vasijas vacías,
cuando lo que necesitaban era el vino. Mas bastó que la orden de llenar las ánforas, usque ad
summum, hasta los bordes fuera dada para que los servidores obedecieran sin comprender. De
igual modo se comporta el Legionario en su faena apostólica: ofrece al Maestro el agua de su
buena voluntad, para que Él por este medio pueda distribuir a los hombres el vino de su gracia
redentora. Que no haya proporción entre nuestro quehacer y el de Jesús, ello no tiene importancia.
Lo que importa es afanarse, porque Dios en su providencia ha ligado unos con otros los destinos de
los hombres, como el guía de montaña amarra la cuerda en torno a cada uno de los alpinistas, para
que todo el equipo, trabado entre sí y aupándose mutuamente, logre escalar la cumbre del picacho.

No busquemos pretextos para no hacer nada al socaire de la eficacia de un ejemplo silencioso.


Menos aún que se intenten justificar abstenciones y retiradas bajo pretexto de imitar la vida oculta
de la Sagrada Familia de Nazareth. Esto sería olvidar demasiadas cosas: el misterio de esta vida
oculta y de silencio responde a un plan particular de Dios. Además, no se puede equiparar en
justicia la vida de Jesús, María y José a la vida de unos anacoretas entregados a la pura
contemplación. Ellos hacían la vida ordinaria de los habitantes de Nazareth, y es proverbial la buena
vecindad y la hospitalidad de los pueblos de Oriente en sus mutuas relaciones sociales. Se
compartía, y largamente, con el prójimo sin conocerse, nada parecido al aislacionismo vecinal de
nuestras ciudades. Pues bien; Jesús ha vivido como los judíos "piadosos" -los anavims- que nos
describen los salmos y los libros sapienciales. Esta vida, por modesta y retirada que se la suponga,
llevaba consigo el ejercicio de las obras de misericordia que enumera el Deuteronomio, además de
las oraciones, ayunos, actos públicos y peregrinaciones que todo buen israelita practicaba. Todo
esto hace pensar que la Santa Familia de Nazareth conviviese con las otras en santa vecindad. ¿Y
cabe suponer que la primera familia "cristiana", modelo vivo de las virtudes más puras, no practicó
el celo por las almas y la caridad espiritual? Sin duda que la hora del apostolado mesiánico no había
sonado; mas, ¿no hablarían sus labios santos de lo que abundaba su corazón, como lo demuestra
el episodio de Jesús en el templo?

Si alguno se empeñase en ver en la vida de Cristo en Nazareth el ideal de la vida puramente


contemplativa, a este talle diríamos, aun con riesgo de simplificar en demasía los hechos tal como
acaecieron, que los treinta años de la vida oculta son el modelo de la vida cristiana ordinaria; los
tres años de la vida pública, el modelo de la vida apostólica, en los que se funda "el reino
mesiánico"; y, finalmente, los cuarenta días en el desierto - transición de la primera a la segunda -,

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el ejemplar de la vida retirada y de pura contemplación.

Digámoslo de nuevo y sin temor: el cristiano en el mundo no tiene derecho alguno a recluirse en un
mutismo egoísta. La palabra apostólica sigue a la fe como una consecuencia directa. Repleti sunt
omnes Spiritus Sancti et coeperunt loqui, canta la Iglesia en una antífona del oficio litúrgico de
Pentecostés. Los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar. Este nexo se impone.
"Yo he creído y por eso he hablado", escribía San Pablo a los Corintios, subrayando esta ilación
lógica.

¿Y cómo queréis, por otra parte, que la fe nazca en las almas, si no es engendrada por la palabra?
Fidex ex auditu. ¿Acaso la Iglesia se extendió a todo el mundo por otros procedimientos? "Y la
palabra de Dios iba en aumento, nos dicen los Hechos de los Apóstoles, y se multiplicaba".
¿Queremos ahora renegar de tan sanos y apostólicos orígenes?

Con toda verdad se puede decir que, según el Evangelio, hay obligación de gritar desde los tejados
y de no ocultar la luz debajo del celemín, pues es el mismo Evangelio quien da esta consigna como
toque de llamada: "lte, docete omnes gentes", "Id, pues, y predicad a todas las gentes". Tal fue el
mandato indiscutible que Jesús dio a sus Apóstoles, a sus discípulos y a cuantos se han alistado
bajo sus banderas. Y para que no hubiese lugar a duda, el mismo Espíritu Santo bajó como lenguas
de fuego sobre estos hombres reunidos en el Cenáculo el día de Pentecostés.

La lengua muda y la boca cerrada de nuestros cristianos del día son el símbolo, no de un
catolicismo vigoroso, sino de una religión decadente. La política de no intervención, aplicada al
apostolado, no puede escudarse en el Divino Maestro. Más fácilmente encontraría disculpa el que,
llevado de un celo exagerado, gritase demasiado fuerte el mensaje evangélico. Su disculpa serían
aquellas palabras del Apóstol: vae mihi si non evangelizavero!, desgraciado de mí si no anuncio el
gran mensaje. O también aquellas otras: insta oportune, importune, argue, obsecra, insta a tiempo
y a destiempo, para alejar a los hombres de sus ficciones y sombras y abrirles el camino de la
verdad luciente y salvadora.

No se crea, sin embargo, que de todo lo dicho se pueda deducir que subestimamos la vida
contemplativa a la cual Dios convida a ciertas almas de elección. Su silencio en la Iglesia no es
vacío, inerte, sino plenitud de vida; no es deserción, sino acción a distancia, cuyos efectos se hacen
sentir más allá de nuestros confines humanos. Los altos lugares de oración donde estas almas se
retiran, son como las grandes centrales eléctricas que recogen la corriente de alta tensión y
después la distribuyen por regiones enteras. Sus tebaidas son verdaderos arsenales de gracias.
Pero esto nos está diciendo que son necesarios soldados valerosos que quieran utilizar tanta
munición y salir a campaña para dar la batalla al enemigo. Nos dirigimos a estos soldados, que son
todos los cristianos que viven en el mundo y tienen el deber de blandir la espada de la palabra de
Dios y extender, por este medio, su reinado visible. San Juan Crisóstomo dirigía a los cristianos de
su tiempo, que temían responder a esta llamada bélica, unas palabras que no han perdido
actualidad: "Entre vuestros deberes, se encuentra el de entregaros por la salvación de vuestros
hermanos, atrayéndolos hacia vosotros aun contra su voluntad, sus gritos de protesta y sus
lamentos. Su oposición o apatía son buena prueba de que os encontráis ante niños caprichosos. A
vosotros toca cambiar las disposiciones de su alma imperfecta lo depravada. Es vuestro deber
trabajar para que lleguen a ser hombres maduros en su vida cristiana".

Mas a pesar de estas insistentes increpaciones que tratan de vencer nuestras vacilaciones, no
queremos confesamos vencidos: buscamos todavía eludir hábilmente las prescripciones de Dios que
como saetas van a clavarse en nuestra carne viva.

La acción apostólica, deber universal

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¡Ser apóstol! "Es una tarea, se oye decir, que no se halla a nuestro alcance. Serán los santos
quienes salven al mundo... y nosotros no somos santos. No nos incitéis a empeños imposibles".
¡Por cierto que es ésta una disculpa de admirar! Como que al abrigo de una modestia falsa y
comodona se amparan la flojera y poquedad de ánimo.

Ciertamente, decimos también nosotros, para convertir al mundo se precisan santos. Roguemos
para que el cielo los conceda en abundancia a este mundo pecador. Son menester gigantes para
afrontar el mal y dar la batalla a los poderes del infierno desencadenados. Necesitamos santos
como San Agustín y San Bonifacio, San Francisco y Santo Domingo, San Vicente Ferrer y San
Francisco Javier, necesitamos taumaturgos y profetas. También nos son imprescindibles santos que
se sepulten vivos en los desiertos, lejos del mundo para no servir más que a Dios y de esta suerte
servirnos mejor a nosotros. Mas no se concluya de todo ello, lo volvemos a repetir, que tan sólo los
santos deben tomar a su cargo el cuidar de las almas y cargar con la responsabilidad de salvar a
sus hermanos.

Por otra parte no debemos ilusionarnos con relación a la santidad: no es ella una cima lejana,
inaccesible, como esos picos de los Alpes, perennemente vírgenes a la bota del más aventurado
alpinista, y que por lo mismo es inútil todo esfuerzo por escalarla. A decir verdad, debemos
confesar más bien que todo bautizado salió "santificado" de las aguas bautismales. En un sentido
muy verdadero -frecuentemente recordado por San Pablo y la Iglesia primitiva-, no es que
debamos llegar a ser santos, debemos, sí, continuar siéndolo. Nuestro deber después del bautismo
consiste en desarrollar la gracia en él recibida y aumentar la santidad de este momento inicial.
Hablando con tecnicismo teológico, debemos decir que no tenemos la obligación de llegar a ser
santos para imitar a Jesucristo, porque somos santos desde el día de nuestro bautismo. Con esta
particularidad, digna de ser notada: que nuestra imitación de Cristo no es mera copia exterior,
como una réplica pictórica, sino que es el mismo Cristo quien actúa en nosotros, impregnándonos
de su santidad, cuando con todas nuestras fuerzas tendemos hacia Él. No tenemos, pues, opción
para menospreciar nuestro sublime origen: agnosce, christiane, dignitatem tuam. Y concluyamos
recordando aquello de "nobleza obliga". La raza de los santos no debe sernos nunca extraña. Ello
nos ayudarán a comprender que el deber del apostolado está anclado en nuestra alma; nos es
como el sello del sacramento que nos hizo nacer a la vida de la gracia.

Además; si tan sólo sobre los santos pasase este deber del apostolado, los Papas, que invitan -y
con qué insistencia- a todos los seglares a este apostolado necesario, formularían una exigencia
imposible. Así, pues, Dios llama a su servicio a todas, las almas de buena voluntad. Cada uno de
nosotros -cualquiera que sea su grado de virtud personal- puede y debe ser un instrumento en las
manos de Dios. Con Él y en Él llegaremos mucho más allá de lo que pudiéramos esperar, confiados
en nuestros medios humanos. En sus planes divinos Dios hace a veces donación de sus gracias al
ignorante y hasta al indigno.

Los teólogos nos hablan de gracias puramente gratuitas, gratis datae, para indicarnos que de suyo
no santifican necesariamente a aquel que las recibe. Dios las destina a la comunidad a través de
aquel a quien hace depositario. Los carismas de la Iglesia primitiva son un ejemplo brillante: unos
recibían el don de hablar lenguas, desconocidas hasta para el mismo que las hablaba; otros la
gracia de interpretar para utilidad de la asamblea reunida. Dios no mide siempre su generosidad
por nuestra capacidad receptiva, lo mismo que una fuente no distribuye su caudal a medida de
nuestros vasos o de nuestra sed. Dios, sin embargo, quiere que cada uno de nosotros se deje
henchir por sus dones hasta desbordar. Por otra parte, es preciso tener presente que toda la
teología sacramental implica esta soberana independencia de la gracia de Dios que prosigue su
obra, aunque el ministro que confiere el sacramento sea gravemente pecador. Demos gracias a
este buen Dios que no se deja maniatar en sus larguezas por nuestras debilidades y que triunfa
hasta de nuestros pecados.

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El Legionario encontrará en la unión con María el medio de ser inundado indefinidamente por la
gracia, a pesar de sus indignidades. Le basta en cada momento unirse a María, para verse lleno de
gracias... De esta plenitud podrá entonces dar y dar siempre, sin empobrecerse jamás. A pesar de
su indigencia, tiene a mano de qué enriquecer a todos aquellos que Dios pusiere en su camino.

No es, pues, el apostolado monopolio de los mejores. Se impone a todos nosotros, como una
dichosa obligación, a la vez imperiosa y posible, impuesta por Dios mismo. Obligación sublime, pero
a nuestro alcance. No obstante, el demonio, desalojado de este reducto, no se da por vencido, ni
se queda corto en razones con las que tiende a paralizar nuestra actividad. Para uso y consumo de
nuestros contemporáneos, más preocupado de la libertad que de la verdad, no cesa de difundir
bajo mil formas y maneras un slogan insidioso: el apostolado -insinúa el muy ladino- es atentado a
la legítima independencia de los demás, una violación de su conciencia. De aquí el que muchos
admiren al misionero que parte a convertir esquimales y censuren al que intenta convertir a su
vecino de barrio.

¿Es que el apostolado es una intrusión? ¡Pero entonces hay que decir que las palabras del Maestro:
"Id y enseñad a todas las gentes..." no tienen sentido! ¡Y que si la buena fe ignorante es igual a la
fe, virtud teologal, se viene a tierra el fundamento mismo de todas las misiones!

Sin duda, Dios reserva tesoros de misericordia para el desvalido salvaje que en su ignorancia adora
de buena fe a su fetiche o amuleto. Mas también reserva para él tesoros de vida superabundante,
de inconmensurable riqueza, y quiere que todos los hombres vivan de tales tesoros, para lo que es
necesario que haya quienes se los vayan a llevar. No queremos decir con esto que sea preciso
torturar las conciencias ni organizar desde arriba la lucha. Pero hay "palabras de vida" que no
tenemos derecho a guardar para nosotros solos, aun en el caso en que nuestro prójimo no
suponga la existencia de tal riqueza y felicidad.

Hay en materia de caridad espiritual pecados de omisión muy graves y sobre los que un día nos
juzgará el Juez eterno. Por encima de todos, señero sobre los demás deberes, está el mandato de
Cristo de trabajar por la gloria de Dios, logrando que las peticiones del Pater noster sean por Él
acogidas, y a la vez traducidas en actos por nosotros: "Venga a nos el tu reino; hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo". Hablando del deber misional, la Iglesia no mira primeramente a
los hombres, sino a Dios. San Ignacio, para estimular en sus jóvenes el afán de conquista, les
escribía estas líneas encendidas e impregnadas del más puro teocentrismo: "¿Dónde es hoy día la
majestad de nuestro Dios adorada? ¿Dónde su potencia es respetada? ¿Dónde su infinita bondad,
su infinita ciencia conocidas?" A pesar de no ser un lenguaje a la moda del día, es el único
compatible con el Evangelio. Este lenguaje nos enseña que no es preciso solamente que Dios se dé
a los hombres, sino que los hombres se den y se abran a sus misterios de bondad.

Mas quizá haya quien no se dé aún por vencido y torne a argüir: ser apóstol es tarea para gente
culta e instruida. Yo no poseo la ciencia necesaria para esta misión. Nueva argucia tan especias a
como la precedente, y como ella, vana y fútil. Dios no ha ligado el deber de ser apóstoles a ningún
título universitario.
La elección de los doce pescadores de Galilea no prueba en modo alguno que un alto nivel
intelectual sea indispensable para fundar el reino de Dios. Hay, por el contrario, un pasaje en el
Evangelio en el que se admira a Jesús, alzando un grito de júbilo porque su Padre celestial tuvo a
bien revelar a los pequeños y a los humildes los sublimes secretos, ocultos a los sabios y prudentes
del mundo. La historia de la Iglesia es un refrendo secular a este júbilo de Cristo, pues esta historia
nos demuestra desde su origen que el mayor número de conversiones se ha logrado por gentes
sencillas: esclavos, artesanos, soldados, viandantes. Han venido más tarde los sabios, mas no, en
verdad, los primeros, sino segundones, lo mismo que los Magos son llamados a Belén después de
los pastores. Para convencer a nuestro prójimo, basta poseer una fe firme y sincera, hablarle su
propio lenguaje en dulce intimidad, de corazón a corazón. He aquí el atajo para acercarse muy

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presto a las almas. Ciertamente que quizá llegue un momento ulterior en el que sea preciso
comunicar al neófito una instrucción más amplia y resolverle objeciones y dudas complicadas.
Entonces se impone de todo punto recurrir al docto. Mas no es éste, en general, el primer paso en
nuestro camino apostólico: que no se descubre la fe a golpe de silogismos. Recordemos las
palabras de San Pablo a los Corintios: "Porque mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. Que
no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles,
antes lo necio del mundo se escogió Dios para confundir a los sabios; y lo débil del mundo se
escogió Dios para confundir lo fuerte; y lo vil del mundo y lo tenido en nada se escogió Dios, lo que
no es, para anular lo que es; a fin de que no se gloríe mortal alguno en el acatamiento de Dios" (1
Cor., 1, 26-29).

El propósito de reclutar Legionarios tanto entre las clases humildes como entre las elevadas, es un
ideal muy caro al espíritu de la Legión, porque con ello afirma un principio vital del catolicismo, a
saber, que todos los miembros de la Iglesia, aun los más modestos y simples, son llamados al
apostolado. Esta verdad se ha oscurecido y, en general, se tiende a buscar adeptos en personas
adelantadas en su vida espiritual o con altura científica. Esto es olvidar que Dios no es "aceptador
de personas", y que llama a todos a esta acción apostólica indispensable.

Y más que nunca en nuestros días. He aquí en qué términos Su Santidad Pío XII dirigía una llamada
a la Acción Católica de Italia el 7 de septiembre de 1947: "No hay tiempo que perder. El momento
de la reflexión y de los proyectos ha pasado. Es el momento de la acción. ¿Estáis dispuestos? Los
frentes que se oponen en los campos morales y religiosos se hacen cada día más definidos. El
momento de la prueba ha llegado. También ha llegado la hora para realizar un esfuerzo
concentrado; aun unos segundos pueden decidir la victoria" (h).

La acción apostólica intensa

Ha sonado la hora del esfuerzo tesonero y de la vigilia en guardia.

La Legión cotiza muy alto la intensidad en el servicio fiel. Un capítulo entero del Manual está
dedicado a la "intensidad del esfuerzo al servicio de María". Importa que tomemos de ellos una
conciencia viva, sin desvalorar por ello en lo más mínimo la influencia de la gracia.

Reconocerse siervo inútil y al mismo tiempo colaborador de Dios es la verdad total, cuyos aspectos
parciales es preciso aceptar en cada momento. Una vida de unión e intimidad, vivida en total
dependencia de María y en aspiración continua a la gracia del Espíritu Santo, librará al Legionario
del escollo del quietismo y del activismo naturalista. Mas también esta vida de unión le enseñará a
valorar debidamente el propio esfuerzo.

En su encíclica sobre el Cuerpo Místico -como también en la que trata de la Liturgia-, Su Santidad
Pío XII insiste sobre el peligro de la tentación quietista, recordándonos esta sentencia de San
Ambrosio: "Los beneficios divinos no son para los que se duermen, sino para los que trabajan", e
invitándonos a meditar en la doctrina de San Pablo, quien si por una parte declara: "Vivo... no ya
yo, sino que Cristo vive en mí", por otra no teme afirmar: "Por gracia de Dios soy eso que soy, y su
gracia, que recayó en mí, no resultó vana; antes me afané más que todos ellos; bien, que no yo,
sino la gracia de Dios que está conmigo".

No es raro encontrarse con cristianos que quieren ahorrarse en sus trabajos apostólicos el propio
esfuerzo personal, alegando como excusa: "No puedo hacer nada; lo dejo todo en manos de Dios".
Como si esta falta de imaginación, de trabajo y de método fueran la expresión más acabada de esa
virtud excelsa, llamada abandono en la Providencia. Sin ambages debemos declarar que nunca fue
la pereza un homenaje digno de Dios, ni la apatía e inacción un medio eficaz de atraer la protección

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del cielo. Para convencerse de ello basta leer en el Evangelio la parábola de los talentos, en que se
condena al siervo que lo enterró.

Tentación sutil, pero indudablemente diabólica, sería argumentar con las palabras de Cristo: "Sin Mí
nada podéis hacer", para concluir abusivamente al perezoso cruzarse de brazos. Sería ello olvidar
que debemos amar y servir a Dios "con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas",
y esto no sólo de palabra ni con la punta de los dedos. Sería infravalorar el precio que Dios mismo
concede a nuestros esfuerzos y la ley providencial por Él establecida, en virtud de la cual éstos
vienen a ser normalmente indispensables. Jesús mora en el tabernáculo con su amor omnipotente.
Con todo, si no hay algún sacerdote que abra la puerta del tabernáculo y ofrezca la hostia blanca al
que desee comulgar, la gracia sacramental no será distribuida. Es Dios quien ha querido tener
necesidad del hombre. Y puesto que éstos son los designios de Dios, el instrumento de estos
designios, que somos nosotros, debe, actuar hasta el fin, iluminado por esta lógica sobrenatural.
Devoción a María en la acción apostólica quiere decir por lo mismo, trabajo bien hecho,
energía, habilidad, delicadeza. Sería muy indelicado pretender que nuestra Reina del
cielo supla lo que nosotros hemos omitido por negligencia o por flojera. Nuestra
generosidad debe ser gemela de nuestra confianza y ésta no puede en ningún modo
dispensar de aquélla.

No temamos hacer demasiado. Aunque derrocháramos el propio esfuerzo, trabajando


diez veces más de lo preciso, aun entonces María sabría recoger esta sobreabundancia
y distribuida de tal suerte que venga a ser provechosa para otras almas angustiadas.
"Nada se ha perdido, dice muy justamente el Manual, de todo lo que se pone en manos
de esta cuidadosa administradora de Nazareth".

No se tema hacer demasiado; temamos más bien hacer demasiado poco, dominados por la
indolencia, el poco más o menos, lo mediocre y descolorido. Que Dios merece bastante más. María
tuvo, como nadie, un doble afán por el trabajo bien hecho. Nadie, en efecto, se imagina a María
ofreciendo al Señor trabajos a medio hacer... Ella espera también de nosotros la colaboración
activa, inventiva, propia de quien toma las cosas a pecho y con entusiasmo. Le debemos el
máximum de nuestro esfuerzo y recordemos que quien no se lo entregó todo, aún no le ha
entregado nada, y cuando se da, es de corazones nobles y generosos dar lo mejor. Cuando María
ve que lo hemos dado todo, llegando hasta el límite en nuestro esfuerzo, es cuando tenemos
nosotros derecho a esperarlo todo de Ella. Incluso el milagro, si fuera preciso. Para ello que vayan
siempre a la par nuestro entusiasmo vibrante y nuestro esfuerzo generoso.

La acción apostólica disciplinada

Servicio fiel y, por consiguiente, disciplinado.

¡Cuánto esfuerzo malgastado al servicio del bien por falta de unión y porque cada cual trabaja y se
bate por su cuenta y riesgo! Legión quiere decir ejército, y un ejército quiere lo que quieren sus
mandos. Gracias a la disciplina del mando, el esfuerzo de cada uno es encuadrado, sostenido y
potencializado hasta su máxima eficacia. Pero una condición se requiere: la obediencia. Y esto de
un modo neto, preciso y controlado. No es raro que algunos se echen atrás ante esta actitud
intransigente de la Legión. Pero ella prefiere para los combates de la fe un puñado de valientes,
unidos entre sí, a una cohorte entera sin unidad. Opta en todo caso salir a la lucha con los
trescientos soldados de Gedeón más que con un ejército de mercenarios de fidelidad condicionada
o dudosa.

La obediencia es fuerza.

También es una gracia que asegura la libertad de las intervenciones divinas. Nada nos obliga a

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pensar que en toda circunstancia nuestros jefes han de acordar la decisión más sabia y ponderada,
aunque hay más de una presunción para pensar que ellos se equivocan menos frecuentemente que
nosotros. Pero la obediencia no tiene por fin el que realicemos lo más prudente, sino más bien,
como dice bellamente Zundel, "el conservarnos de tal suerte en las manos de Dios, que pueda
llevar a cabo por medio de nosotros mucho más de lo que nosotros somos capaces de comprender
y hacer" (39).

La autoridad que manda será entonces el sacramento de nuestra rectitud en el obrar y de nuestra
pureza de intención y por otra parte nos abrirá el camino para que Dios pueda intervenir a favor
nuestro en el juego o, mejor, drama espiritual en el que tomamos parte. Obedecer es superarse, es
ofrecer a Dios una disponibilidad nueva y un amor más despojado de elementos humanos y, por
consiguiente, más entero. Obedecer es una garantía y una seguridad contra nosotros mismos.

A la inconstancia humana, la Legión impone una reunión semanal.

A la imprecisión, una cuenta detallada del trabajo realizado.

Al vago deseo de apostolado, un elemento sustancial y una prueba anticipada, sin quitar el que
cada cual pueda proponer nuevos planes e iniciativas.

Se busca, a través de estos procedimientos, un remedio a las flaquezas inherentes a la pobre


naturaleza humana que, así sostenida, ofrece resultados inesperados.

Obedecer, en fin, es una alegría, porque de este modo colaboramos en la misión misma de nuestro
dulce Salvador. Aceptando la tarea que se impone, el Legionario ve en el quehacer diario y menudo
la orden solemnemente recibida: "Id y predicad a todas las gentes". Prolongando según el propio
plan y a su manera la misión de los Apóstoles, merece aquella presencia y asistencia divina que
Jesús les prometió: "y sabed que estoy con vosotros". No va, pues, el Legionario solo y a merced
de sus antojos, guiado únicamente por sus propias luces. Ha recibido un mandato neto y preciso.
Va donde Dios le envía bajo la égida y amparo de su Reina. Se siente feliz de poder responder a las
órdenes de su Madre como los servidores de las bodas de Caná. He aquí por qué la Promesa pide al
Legionario este plus de entrega y abnegación, que se llama: abandono de sí mismo en las manos
de María.

"Me someteré por completo a su disciplina, que me liga a mis hermanos legionarios y
hace de nosotros un ejército, y mantiene nuestra alineación en nuestro avance con
María".

CAPÍTULO IX
MARÍA ACTUANDO SU MEDIACIÓN
"PARA EJECUTAR TU VOLUNTAD,
PARA OBRAR TUS MILAGROS DE GRACIA"

" Y obrar tus milagros de gracia"

La gran fe, generosa y audaz, de la Legión de María se transparenta en este anhelo. La Legión
quiere ofrecerse al Espíritu Santo, para que Éste pueda hoy producir aquellas maravillas de gracia
que obró un día en Nuestra Señora.

Para comprender lo que en la vida de la Iglesia podrá ser esta alianza del Espíritu Santo y de María,

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contemplemos un instante lo que fue ayer en las páginas del Evangelio, el libro que mejor nos
describe estas maravillas.

Una de sus páginas nos cuenta la visita a su prima Santa Isabel: son las primeras claridades del
alba de la mediación mariana.

Otra nos describe la escena de Pentecostés, mostrándonos a María en la aurora brillante de esta
mediación.

Ambas nos dejan entrever un poco la prodigiosa fecundidad de esta alianza entre el Espíritu Santo
y María y nos ayudan a presentir los inconmensurables beneficios que los siglos cristianos habrán
de publicar de mil modos diferentes.

l.- PRIMERAS CLARIDADES DEL ALBA DE LA MEDIACIÓN MARIANA: LA VISITACIÓN

La visitación en primer término.

Después del mensaje del arcángel, María abandona inmediatamente su morada y se aleja
presurosa de la colina de Nazaret en dirección a la casa de Isabel, su prima. Se acerca a ella y al
primer sonido de su voz el Espíritu Santo inunda de luz a Isabel y el niño que lleva en sus entrañas
da saltos de gozo. Contemplemos con respeto, pero más de cerca, esta primera mediación
mariana, y admiremos este primer rayo de luz que despunta en un cielo que irradiará un día
potentes claridades.

He aquí el primer milagro de la gracia que pasa visiblemente por manos de María. Sin duda alguna
podemos afirmar que al acercarse María a Isabel es cuando el Espíritu Santo comienza su obra de
santificación.

Y todo porque trae la presencia santificadora de Jesús al Precursor, oculto aún en el seno materno.
Por María, Juan recibe esta purificación que le comunica su investidura de Precursor. Por María es
consagrado testigo de Cristo antes de nacer.

Es de admirar que, en este primer encuentro de Cristo y su Precursor, todo se realiza por María. Es
a través de su madre como Jesús se da a San Juan. Por eso decimos que el día de la visitación, la
maternidad sobrenatural de María comienza a irradiar luces y claridades de alba: la cabeza de la
serpiente, maldecida por Dios, comienza en esta ocasión a ser aplastada por esta mujer, bendita
entre todas las mujeres. Juan es la primera victoria que, a su vez, es prenda y garantía de nuestra
propia salvación. Con la entrada de María en casa de Isabel sufre Satanás una irritante derrota, al
ser santificada en aquel instante el alma del Precursor. Por su parte, el regocijo de Juan hace vibrar
a Isabel y le arranca un grito de admiración hacia la Madre de Dios. Fue por medio de Juan
Bautista como la gloria de María fue proclamada por primera vez en la tierra. Pregón de Cristo,
Juan viene a ser al mismo tiempo el vocero de su madre. No pasemos, pues, de largo, ante el
misterio de la Visitación. Lo poco que el evangelista nos relata es suficiente para abrir ante nuestra
reflexión profundidades ilimitadas. ¡Qué comunión de almas, qué interacción espiritual, qué
solemne prefacio de la gran misión que acaba de iniciarse!

Ahora bien; si el solo contacto de María, si sus primeras palabras han producido tales maravillas -la
regeneración de Juan Bautista y la efusión de luz y de gracia sobre Isabel-, ¿qué pensar sucederá
entonces en los días, meses y años venideros?

La permanencia de tres meses en la casa de Zacarías ha debido ejercer sobre el Precursor de


Jesucristo una influencia sobremanera íntima y efectiva. Cada día de la prolongada estancia de la
Virgen con su prima fue un misterio de crecimiento espiritual para Juan. Ya en el seno materno,

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nos dice San Ambrosio que Juan Bautista tenía por medida la edad perfecta de la plenitud de
Cristo. Elisabeth Zacariae magnum virum genuit, canta la Iglesia. Indudablemente, María prolongó
su "visita" para acrecentar la sobrenatural grandeza del Precursor (40).

No hay por qué ahondar más en torno a estos misterios: la relación de la visitación ha sido el único
que Dios ha confiado a la pluma del escritor sagrado. Las otras "visitaciones" de María las
conoceremos en el cielo. Se adivina, no obstante, a través de este episodio, lo que debió ser para
San José la presencia de María. La alianza de estas dos almas extraordinarias fue, sin duda, el
encanto de la corte celestial. ¡Qué pureza y profundidad de donación mutua, qué inolvidable
fidelidad en su único amor hacia Dios y hacia Jesucristo! Es muy conforme pensar que, si el alma
de San José estaba unida directamente al Espíritu Santo que había hecho del santo Patriarca un
"justo", este divino Espíritu se complacería en transmitirle sus gracias por mediación de María.
Nadie mejor que José habrá conocido el poder y la dulzura, la extensión y la delicadeza de la
influencia de María (41).

En cuanto al Precursor de Cristo le consideramos con todo derecho como uno de los patronos de la
Legión: su santificación nos atañe más de lo que pudiéramos pensar. ¿No precede necesariamente
San Juan a la venida de Jesucristo? Así lo ha decidido una providencia admirable cuyos "dones son
sin arrepentimiento". Este orden, lo mismo que el de la mediación de María "no cambia jamás". Así,
pues, a través de Juan Bautista somos "visitados" por Nuestra Señora a fin de que Cristo venga a
nosotros.

El Padre Daniélou expresa con justeza la continuidad de la función del Precursor en estos términos:
"Si Jesús, dice, es perpetuamente "El que ha de venir", Juan es también aquel que perpetuamente
le, precede, porque la economía de la encarnación histórica de Cristo se continúa en su Cuerpo
Místico. Del mismo modo que toda gracia viene por María, porque sería absurdo que hubiera
engendrado a Jesús sin engendrar su Cuerpo Místico, del mismo modo toda conversión está
preparada por Juan Bautista. Los Santos Padres han sido quienes primeramente nos lo han
enseñado: "Pienso, escribe Orígenes, que el misterio (sacramentum) de Juan se continúa
realizando en el mundo. Mas quien desee crecer en Cristo Jesús, es preciso que antes el espíritu y
la virtud de Juan venga a su alma y preparan al Señor un pueblo perfecto, allanando los caminos
altaneros y enderezando las sendas tortuosas del corazón. Aún hoy día, el espíritu y la virtud de
Juan preceden el advenimiento del Señor (Hom. Luc., IV, RAUER, p. 29, 1, 20-p. 30, I, 8). Puesto
que esta venida de Cristo es una venida que se va repitiendo perpetuamente - Cristo es siempre
aquel que viene al mundo y a la Iglesia - hay un perpetuo "Adviento" de Cristo, y en este
"Adviento" la gran figura es Juan Bautista. Es peculiar gracia suya la de preparar lo que ya está
inminente. Su carácter propio consiste en ser la última disposición, la lluvia tibia y dulce, que
precede a las pujantes primaveras misionales, a las grandes eclosiones del espíritu" (42).

Esta perspectiva de continuidad es tradicional en la Iglesia (43). Bourdaloue, en su sermón para la


fiesta de San Juan, sienta esta afirmación: "Entre Jesús y San Juan existen lazos tan estrechos que
no se puede llegar a conocer al uno sin conocer también al otro; y si la vida eterna consistirá en
conocer a San Juan".

Puesto que el Bautista vino para que todos por su medio alcanzasen la fe, ut OMNES crederent per
illum, esto parece suponer que ejerce su acción en toda gracia que tiene por finalidad infundir o
acrecentar esta primera virtud teologal. Mas resulta de ello que la mediación mariana que obró en
Juan tan grandes maravillas, vino a ser entonces para todos nosotros una gracia de predilección.
Amando a Juan, María iniciaba su amor hacia todos nosotros: en Juan Bautista, María abría para
todos sus hijos el primer camino de la salvación y de la redención.

De esta suerte tenía cumplimiento por mediación de María el anuncio hecho a Zacarías por el ángel,
cuando le profetizó el nacimiento de Juan: "y será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su

81
madre" (Luc., 1, 15).

Mas no es esto todo. Según hemos dicho, a la voz de María, Isabel recibe una gracia de
iluminación. Contempla entonces a María con ojos de vidente y exclama toda fuera de sí: "¿Y de
dónde me es dado que la madre de mi Señor venga a mí?" Y añade este grito espontáneo de su
corazón: "¡Feliz eres porque has creído!" De este modo Isabel abría la serie de alabanzas que a
través de las edades proclamarían bienaventurada a María, dando cumplimiento al anuncio
profético de su Magníficat.

Diálogo en verdad peregrino el de estas mujeres, cuyas palabras resonarán en los siglos, a pesar
de que en este día fueran totalmente desconocidas del mundo. A la doncella que acaba de confesar
no ser más que la esclava del Señor, se la oye pronunciar casi sin transición esta profecía, al
parecer de absurdo cumplimiento: "He aquí que me llamarán bienaventurada todas las
generaciones". Necedad desconcertante o milagro del Señor. No cabe otro dilema. Y las
generaciones se han sucedido, repitiendo por su cuenta en crescendo impresionante el grito de
Isabel. La profecía ha tenido cumplimiento, fue veraz.

Bendita eres tú, porque has creído, exclamó un día Isabel. También nosotros podemos decir a ésta:
Feliz eres tú, Isabel, alma privilegiada, porque has creído al Espíritu Santo que obraba en María
grandes cosas. Feliz eres tú, porque ni la carne ni la sangre han tomado parte en este tu primer
ímpetu de devoción mariana. Fue, pues, el Espíritu Santo quien inauguró el culto de María. Fue el
Espíritu Santo el iniciador de las letanías y de los himnos sinnúmero que a lo largo de los siglos se
la han dirigido. Y -lo que jamás debiéramos olvidar- fue el Espíritu Santo quien puso en los labios
de María la profecía del Magníficat por la que es Reina de los Profetas. Cuando en el Credo
confesamos. Credo in Spiritum Sanctum, qui locutus est per prophetas, recordamos la acción
profética del Espíritu Santo en María y la nueva intimidad que por este título los une.

2.- AURORA TRIUNFAL DE LA MEDIACIÓN MARIANA: PENTECOSTÉS

La alianza del Espíritu Santo y de María, sellada en la Encarnación y que se entrevé como fuente de
gracias en el relato de la Visitación, aparece ahora con todo relieve en el misterio de Pentecostés,
con el que se cierra el Evangelio.

María está allí en el Cenáculo, en medio de los Apóstoles, esperando la realización de la promesa de
su Hijo. "Y perseveraban unánimes en la oración con María, Madre de Jesús". Esta mención de la
presencia de la Virgen sobrepasa en mucho la importancia del simple relato histórico. No sin motivo
el evangelista, siempre tan reservado cuando se trata de María, ha precisado que se encontraba
allí, en medio de los Apóstoles. Es que era preciso que María estuviera en el Cenáculo en aquellas
horas decisivas en que la Iglesia iba a nacer y manifestarse al mundo. Ella debía estar allí para
recibir esta esperada efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

Este puesto especial y único de la Virgen María en el suceso de Pentecostés lo ha consignado León
XIII en una de sus encíclicas: "La Virgen en el Cenáculo, escribe; rogando "con genio inenarrable"
con los Apóstoles y por ellos, prepara y acelera para la Iglesia los dones abundantes y variados del
Espíritu Consolador, don supremo de Cristo y tesoro que no faltará jamás" (Jucunda semper, 8 de
septiembre de 1894).

Es ésta una presencia única no solamente para los Apóstoles que van a ser transformados, sino
también para el mundo entero, que por medio de éstos va a recibir las primicias de la gracia de su
salvación. Ya en la noche de Navidad María trajo al mundo al que vino a traer fuego a la tierra y no
quiere que se apague. Su función hubiera quedado muy deficiente sin su presencia en el Cenáculo,
donde el Espíritu de su Hijo debía venir a inflamar a los Apóstoles en ese fuego que arderá siempre
hasta la consumación de los tiempos.

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"Pentecostés, se ha dicho, fue el Belén espiritual de María, su nueva Epifanía; como madre junto a
la cuna de Cristo místico, María le dio a conocer una vez más a otros pastores y a otros reyes"
(Sheen).

Todo se hallaba trabado en la vida de María. Lo que para nosotros no es más que un mero episodio
sin lazo manifiesto, tiene una relación muy íntima en el plan divino que no se desmiente jamás a sí
mismo y permite adivinar lo que es preciso para comprender y reconocer la unidad de su obra. Los
que saben ahondar en estas profundidades, ven cómo la mediación de Pentecostés hunde sus
raíces en el misterio mismo de la Encarnación".

En virtud de la unión profunda que nos revela el hecho del primer Pentecostés de la Iglesia, María
se sitúa en el corazón mismo del apostolado; María es la Reina. Si no recorre el mundo para dar a
conocer a su Hijo, su celo, no obstante, es "inconmensurable como las arenas de las playas del
mar" (III Reg., IV, 29). Ella practica el apostolado de una manera eminente.

"María -ha dicho con toda verdad M. Olier- no ejerció la función del apostolado externo, aunque
recibiera con los Apóstoles el Espíritu de Jesucristo, el Apóstol universal, y lo recibiera en toda su
plenitud. No se dirigió ni a judíos ni a gentiles en particular; pero, poseyendo con plenitud el celo
de su Hijo y el poder de éste sobre la Iglesia, tuvo, por participación eminente del mismo
Jesucristo, celo por la gloria de Dios y poder de enviar secretamente servidores de Dios por todo el
mundo, siguiendo los caminos del Espíritu Santo y del Amor divino".

Bajo este ángulo de luz comprendemos mejor cuánta verdad sea que María y el apostolado no
hacen más que uno. De donde se sigue que la devoción a María y la acción apostólica gozan
también de íntima unidad. Quien se une verdaderamente a María sale del Cenáculo para la
conquista del mundo. Comprende que no ha recibido al Espíritu Santo sin recibir al mismo tiempo el
impulso apostólico. Accipe Spiritum Sanctum. Recibe el Espíritu Santo, dice el consagrante al que
va a ser consagrado obispo. Es la fórmula consecratoria que constituye al apóstol en el pleno
sentido de la palabra. Análogamente vale lo mismo para el simple cristiano: el sacramento que le
comunica al Espíritu Santo -la confirmación que prosigue la efusión comenzada en el bautismo-, le
consagra de igual modo apóstol en el mundo, en su medio ambiente.

Sería traicionar al Espíritu Santo y renegar de María, rehusar transmitir a los demás este fuego
divino. ¡Desgraciado del que oculta la luz bajo el celemín y consiente que el fuego se cubra de
ceniza! Cada uno por su parte es responsable de la claridad o de las tinieblas que reinan en el
mundo, del calor que quema a las almas o del frío que las congela. Aunque no hayamos visto las
lenguas de fuego sobre nuestras cabezas, sabemos que el Espíritu Santo, sermone ditans guttura,
ha dado a nuestros hermanos a que acepten el beneficio de la Redención. Las lenguas de fuego y
el viento impetuoso de Pentecostés no son, en verdad, símbolos de inercia y de laxitud. Honramos,
pues, a María en su fidelidad al Espíritu Santo, cuando abrimos nuestras almas a este divino
Espíritu para llevarle a nuestros hermanos.

3.- PLENO DÍA DE LA MEDIACIÓN MARIANA: PERENNE ACTUALIDAD

He aquí toda la noble ambición de la Legión de María: ofrecer almas generosas a la acción del
Espíritu Santo, para que el luminoso día de Pentecostés no conozca ocaso, para que, en verdad, el
Espíritu Santo renueve la faz deformada de la tierra y establezca su reinado por doquier.

Noble e inmensa ambición que la Legión cimenta sobre la roca viva de la fe. ¿No dijo, con verdad,
Jesús a sus discípulos: "Sabed que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los
siglos... vosotros haréis aún mayores cosas de las que Yo he hecho?" Estas palabras gozan de
perenne actualidad. Ahora, como en el principio de la Iglesia, Dios se halla dispuesto a obrar "sus

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maravillas de gracia" y a transformar al mundo. Hablando de la fe, ha pronunciado palabras que en
cierto sentido le comprometen. Hasta nos ha impuesto la obligación de esperar lo imposible. La fe:
¡es "capaz de trasladar montañas"! "Nada es imposible para Dios". Entonces, ¿a qué esperamos?

Más de un cristiano estará tentado de afirmar que la época de las conversiones en masa fue algo
privativo de la primitiva Iglesia. Pero ¿es que lo que fue posible entonces, será imposible ahora? La
cuestión es para preocupamos. Porque la fe nos enseña que Jesús y la Iglesia son uno, que el jefe
y su cuerpo viven la misma vida.

Ahora bien; en la vida de Jesús los milagros florecen a su paso: era por medio de ellos como
imponía su mensaje a la atención de sus contemporáneos, enrollados en prejuicios rastreros y
empequeñecidos por un mesianismo de corto alcance. Era este mensaje un desafío a su
incredulidad y al mismo tiempo una introducción a la mejor inteligencia de los caminos de Dios.

Después que Cristo dejó este mundo, los milagros continúan. La palabra de San Pedro cura al cojo
sentado a la puerta del templo y los Apóstoles confirman su testimonio con prodigios que provocan
alborotos en el mismo Sanedrín. Es manifiesto, de un modo bien visible, que Cristo está con ellos,
como se lo había prometido. Brilla aún la presencia del Maestro. El poder de Dios se halla en las
manos de estos hombres que se escudan en el nombre de Cristo y este poder será el que intente
comprar Simón el Mago a precio de oro.

Es, pues, normal que Dios obra maravillas entre los hombres. No es Dios quien ha decretado que
los milagros sean raros. Y, sin embargo, es innegable que en el día de hoy los milagros no
abundan. ¿Por qué?

¿Es que se ha debilitado el brazo de Dios?


¿Es que su amor se ha dejado dominar por el cansancio?
¿Es que ya no le conmueven nuestras debilidades y miserias?

No; serían blasfemas estas dudas: Dios es Dios y no cambia. Su amor es eterno y permanece
siempre idéntico a sí mismo.

Entonces, nos preguntamos una vez más: ¿cómo explicar que los milagros no sean más frecuentes?

La fe, fuente de gracias

¿No será más bien porque Dios no encuentra ya entre nosotros quien ose creer en Él hasta el
milagro? ¿O quizá porque ya no le salen al paso centuriones que le arranquen un nuevo grito de
admiración: Non inveni tantam fidem in Israel, Yo no he encontrado tanta fe en Israel? ¿Ni
cananeas que le arranquen el milagro ansiosamente pedido? Y con todo, es cierto que el Maestro
está siempre dispuesto a responder como otras veces: "Vete y sea como tu fe lo ha suplicado".

¡Ah! Hoy buscamos la salvación del mundo en recetas de mezquina sabiduría humana, confiando
en demasía en los que fabrican teorías apostólicas inéditas e inexploradas. ¿Dónde, por el
contrario, hallar quienes tomen a la letra aquella palabra sagrada de San Juan: "Haec est victoria
quae vincit mundum: fides nostra"? (I Jo., V, 4). "y la victoria en que el mundo ha sido vencido es
nuestra fe". En último término, nuestra victoria sobre el mundo está a la altura de nuestra fe.

No negamos en ningún modo la utilidad de la técnica de captación y la fe misma incita al cristiano a


servirse de su inteligencia, porque el Evangelio nos enseña que la caridad es virtud ingeniosa e
inventiva. Mas sin la fe -una fe que sea adhesión total a Dios y abandono en su Providencia-, la
fuerza de Dios no será captada por nosotros, que en nuestra impotencia mascaremos la derrota
contra los poderes del mal. No sin motivo la Iglesia repite cada tarde a sus sacerdotes en el oficio

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de Completas la advertencia de San Pedro: Vigilad sobre vosotros mismos, pues el demonio ronda
en torno vuestro. Para vencerle permaneced firmes en la fe: cui resistite fortes in FIDE.

¿Podemos nosotros atestiguar que nuestra fe es fuerte, bien templada,


verdaderamente aguerrida?

¿O tenemos que confesar que ha perdido en nosotros su virginidad o al menos mucho de su vigor?
Por desgracia, vivimos en un ambiente viciado por todos los miasmas del relativismo, cuya
respiración no puede menos de sernos nociva. La atmósfera que nos rodea, impregnada de
materialismo y naturalismo, y que nos penetra furtivamente por todos los poros, no puede dejar de
ser un peligro. El amor a la verdad y el culto a Dios han caído entre los hombres. Y ¿podemos decir
que sean verdades para nosotros esas verdades vitales por las que no estamos ya dispuestos a
morir?

El pecado es debilidad muy humana, propia de todos los tiempos; mas nuestros antepasados, al
cometerlo, se reconocían culpables y llamaban al mal por su nombre. Nosotros, por el contrario,
para eliminar la tortura consiguiente al mismo, no sólo buscamos circunstancias atenuantes, sino
que intentamos justificarlo. Y es precisamente esta perversión lo que más teme la Iglesia. Con qué
solemnidad pide a Dios en el momento de la consagración episcopal, "que el consagrado no haga
de las tinieblas luz, ni de la luz tinieblas; que no llame bien al mal ni mal al bien". Esta oración es
de palpitante actualidad para nuestros contemporáneos, que se ven muy tentados de pecar contra
la luz. Nos es preciso recordar que tan sólo la verdad nos hace libres y que la mentira inconfesada
siembra la muerte.

Nuestra fe se ha debilitado y esta flaqueza resquebraja la osatura de nuestro cristianismo, porque


la fe es su columna vertebral.

La fe plena de María

Necesitamos fe potente si no queremos traicionar nuestro mismo nombre de cristianos. Por esto
invita la Legión a los suyos a buscar en la unión con María una participación efectiva de esta fe
plena que fue la admiración de Isabel: beata quae credidisti.

¿Se ha dado por ventura fe comparable a la suya? Escuchad cómo San Alfonso nos la describe:
"La fe de María, dice, aventajó a la de todos los hombres y ángeles juntos. Aunque vio a su Hijo en
el establo de Belén, lo tuvo por Creador del mundo; viéndolo huir de Herodes, nunca vaciló en
creer que era Rey de reyes. Le vio nacer, pero creyó que existía desde toda la eternidad; pobre y
desprovisto de todo, y creyóle Dueño del universo. Le vio tendido sobre pajas, su fe le dijo que era
el Todopoderoso; reparó cómo no hablaba palabra, con todo, creía que era la misma Sabiduría
infinita. Oyendo sus gemidos, supo que era la alegría del paraíso; y al fin, le vio morir, blanco de
todos los insultos, clavado en una cruz, y aunque vacilaron en la fe todos los demás, con fe
inquebrantable creyó que verdaderamente era el Hijo de Dios" (Citado en el Manual).

Se ha podido afirmar que toda la fe de la Iglesia naciente estaba concentrada en el alma de María y
que hoy día no hay mayor fe en toda la Iglesia militante que la que ardía en el corazón de la
Virgen.

Jesús no ha podido tener fe: la visión beatífica de que gozaba ya en su vida terrena la eliminaba
necesariamente.

María aparece, pues, ante nosotros como el modelo más acabado de fe que es posible en creatura
humana. María mereció que toda la fe cristiana encontrase su fuente en Ella, al menos en cuanto
que nuestra fe depende del testimonio que dio del misterio de la Encarnación. Como escribía el

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Cardenal Wiseman en su estudio: "The Actions of the New Testament": "Quitad la parte que
corresponde a la Virgen como testigo del Evangelio, desechad su testimonio del cristianismo, y
habréis no solamente roto un anillo, sino imposibilitado el poder rehacer toda la cadena; no es tan
sólo que se haya abierto una grieta o una brecha en el edificio; es que se resquebrajan hasta sus
mismos fundamentos. La creencia de todos los ángeles y del mundo entero en las maravillas de la
Encarnación reposa sobre un único testimonio, sobre una sola voz: la de la Virgen María".

Toda fe para agradar a Dios, debe fundirse con la de María y proclamarse en Ella.

Y no se crea que la fe de la Virgen Santísima no era menos difícil que la nuestra, porque en
determinadas circunstancias los milagros venían a iluminar la noche de su fe con sus fulgores. Sin
duda que recibió la embajada del Arcángel y oyó cantar a los ángeles en la noche de Navidad.
Isabel, Zacarías y Simeón le revelaron su grandeza con palabras misteriosas y la estrella de Belén
lució para Ella como para los Magos. Mas la fe de María no se paró en el milagro, ni se limitó a
admirar los caminos extraordinarios de la Providencia. María comprendió mejor que nadie cómo la
fe da una posesión de Dios infinitamente más segura. Bienaventurados quienes han creído sin
haber visto, dirá un día su divino Hijo. Por eso María conoció desde un principio la alegría de esta fe
oscura y velada. -Et nox illuminatio mea in deliciis meis. Su fe no busca algo ulterior a lo que la
Providencia le quiere revelar con claridades divinas; y si en ocasiones Dios multiplica estas
claridades ante sus ojos, María le bendice y alaba, sin lamentarse cuando la luz se apaga y la
estrella, por modo extraño, desaparece. María en toda circunstancia es un canto de unión a la
voluntad amorosa de Dios. Jamás creatura alguna tuvo una fe más desnuda, más virginal.

En un día memorable María no comprendió la palabra de su Hijo: se lo confesó Ella misma a San
Lucas: et non intellexerunt. Jamás la fe humana tuvo que superar tantos y tales obstáculos como la
fe de María: junto con las radiantes promesas del Arcángel y con el canto celeste de la noche de
Navidad, ¡cuántos contrastes... y qué contrastes! Para el que será llamado el Hijo de Dios y cuyo
reino no tendrá fin, la paja del establo, la huida a Egipto, la pobreza oscura de Nazaret; detrás de
los pasos del Salvador del mundo, la incomprensión, la sospecha, la mofa y el escarnio; ¡y todo
concluye en la más ignominiosa catástrofe! Pero María ha creído en la palabra de Dios y sigue
creyendo siempre en Él. Ni la insignificancia de su vida exterior, ni la hostilidad declarada y el odio
que se enfrentaba con el más grande amor, han desconcertado esta fe. María, que había aceptado
humildemente el ser asociada a la obra de Dios en la Encarnación, y que había creído que nada es
imposible al Altísimo, no cesa en ningún momento de creer que el plan divino se va realizando y no
se inquieta jamás por saber cómo se verificará. Todo era para María un signo de Dios. En la
penumbra de su fe, María veía siempre a Dios, igual que nosotros descubrimos miríadas de
estrellas en noche tranquila y serena. Su fe no tuvo necesidad del milagro de la Resurrección. No
hay por qué entrar más adentro en este misterio divino: basta con decir que María superó
victoriosamente todas las pruebas. María, que conocía cual ningún otro quién es Dios, ha creído
como sólo la Madre de Dios podía creer. Es siempre a la palabra de Isabel a donde es preciso
retornar: Beata quae credidisti".

La unión con la fe de María

¡Cuánta razón asiste a la Legión para proponemos la fe de María como ejemplo singular! Antes de
enviar a sus miembros a las tareas apostólicas y a fin de que su fe sea creadora de milagros, la
Legión les invita a ponerse de rodillas a las plantas de la Virgen fiel. Y, es asimismo la Legión quien
les propone esta plegaria, esta llamada suprema para obtener una fe que sea respuesta digna de la
fidelidad de Dios.

Señor, concédenos a cuantos servimos bajo el estandarte de María,


La plenitud de fe en ti y confianza en Ella,
A las que se ha concebido la conquista del mundo.

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Concédenos una fe viva, que, animada por la caridad,
Nos habilite para hacer todas nuestras acciones
Por puro amor a Ti,
Y a verte y servirte en nuestro prójimo;
Una fe firme e inconmovible como una roca,
Por la cual estemos tranquilos y seguros
En las cruces, afanes y desengaños de la vida;
Una fe valerosa, que nos inspire
Comenzar y llevar a cabo sin vacilación, grandes empresas por tu gloria y por la salvación de las
almas;
Una fe que sea la Columna de Fuego de nuestra Legión,
Que hasta el fin nos lleve unidos,
Que encienda en todas partes el fuego de tu amor,
Que ilumine a aquellos que están en oscuridad y sombra de muerte,
Que inflame a los tibios,
Que resucite a los muertos por el pecado;
y que guíe nuestros pasos por el Camino de la Paz,
para que, terminada la lucha de la vida,
nuestra Legión se reúna sin pérdida alguna
en el reino de tu amor y gloria. Amén.

CAPÍTULO X
MARÍA, LA IGLESIA Y EL MUNDO
"QUE RENOVARÁN LA FAZ DE LA TIERRA,
Y ESTABLECERÁN, SANTÍSIMO ESPÍRITU, TU REINADO
SOBRE LOS SERES TODOS"

I.- MARÍA Y LA IGLESIA EN GENERAL

Bajo el título: "Espíritu de la Legión", el Manual resume por estas palabras la orientación espiritual
que le anima:
"El espíritu de la Legión de María es el de María misma. Y por modo particular anhela la Legión
imitar su profunda humildad, su perfecta sumisión, su dulzura angelical, su continua oración, su
absoluta mortificación, su inmaculada pureza, su heroica paciencia, su celestial sabiduría, su amor a
Dios, intrépido y sacrificado; pero, sobre todo, su fe: esa virtud que en Ella y solamente en Ella,
llegó a su más alto grado, a una sublimidad sin par" (p. 6).

Sin haberlo intentado de propósito, nuestro comentario ha puesto de relieve esta imagen fiel de
Nuestra Señora, al desentrañar y hacer patente el espíritu de la Promesa. A través del comentario
hemos podido entrever a María; no se le puede confundir con ninguna otra. Se la reconoce en las
líneas de su rostro, en la entonación de su voz. Así, pues, todo el modo de comportarse del
verdadero Legionario debe evocar a María, ser un trasunto vivo de su presencia.

Cuanto más fiel sea el Legionario a su promesa, tanto más sensible y viviente hará la imagen de
María.

También tanto más será hijo fiel y leal de la Iglesia. Es de capital importancia tomar conciencia de
esta consecuencia que se oculta a primera vista. María y la Iglesia no son dos realidades
heterogéneas, son más bien un misterio único bajo dos aspectos diferentes. ¿No decimos con
verdad: Nuestra Madre la Santa Iglesia, como decimos: Nuestra Madre María?

Entre dos misterios no hay discontinuidad. La tradición nos enseña que hemos nacido del Espíritu

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Santo y de María, y, paralelamente, que hemos sido engendrados por el Espíritu Santo y por la
Iglesia (44). Por ello San León ha podido escribir: "El agua del bautismo es como un seno virginal,
y el mismo Espíritu que descendió sobre María hinche con su eficacia la fuente sagrada" (Sermo IV
de Nat. N. 3). En estas condiciones es manifiesto que la devoción a María es ya devoción a la
Iglesia.

Hay tal ligazón entre María y la Iglesia que los protestantes se ven lógicamente en la precisión de
negarlos dogmas católicos referentes a una y otra. ¿No ha declarado un protestante, según testifica
Scheeben, que los católicos defienden y glorifican en María su concepción de la Iglesia como Madre
y Mediadora de la gracia? (45).

Hasta puede ser, pensaba el gran teólogo, que haya un fundamento idéntico en virtud del cual las
diversas confesiones protestantes han rechazado simultáneamente el dogma de la Inmaculada
Concepción y el de la infalibilidad pontificia. En todo caso, Karl Barth subraya recientemente esta
coincidencia significativa.

No tenemos ahora por qué ahondar más en estos problemas: indicados es suficiente para
demostrar su conexión.

Verdaderamente no es el azar el que el Evangelio, siempre tan discreto sobre María, mencione su
presencia en cada una de las tres etapas de la función de la Iglesia: Encarnación, Pasión y
Pentecostés. Es que el misterio de la Iglesia es también un misterio mariano.

En una obra clásica el Padre Terrien, S.J., se expresa así: "Si bien una y otra han concebido del
Espíritu Santo y este divino Espíritu ha concedido a entrambas la fecundidad, a María para concebir
a Jesús y a la Iglesia para engendrar los hijos de adopción, no osamos, sin embargo, por temor de
ofender a una y otra, atribuir a la Iglesia la inefable plenitud del Espíritu Santo que hemos
reconocido en María: porque la Iglesia participa de la plenitud de María como María participa de la
plenitud de Cristo... Es esto lo que significa la fórmula tan frecuentemente empleada por los
Padres: la Iglesia imita a la Madre de Cristo; Ecclesia imitatur Matrem Christi. Así, pues, el Hijo de
Dios ha formado la Iglesia a imagen de su propia Madre. Dios no se asemeja al hombre; es, por el
contrario, el hombre quien se asemeja a Dios; parecidamente es la Iglesia quien se asemeja a
María, no María quien se asemeja a la Iglesia" (La Madre de Dios y la Madre de los hombres, p. II,
t. II, cap. I).

La misma Madre que veló sobre la cuna del Niño Dios estará presente al nacimiento de la Iglesia.
Ello significa que el suceso de Pentecostés se halla por siempre ligado al misterio de Navidad.

¡Y qué gracia fue para la Iglesia naciente la presencia de María! El Padre Mauricio de la Taille, en su
célebre obra Mysterium fidei, habla de la influencia de la Santísima Virgen, mientras vivía, en el
santo sacrificio de la Misa, y a esa influencia atribuye, de un modo especial, la maravillosa
expansión del cristianismo y la abundancia de milagros y carismas con que el Espíritu Santo inundó
la Iglesia primitiva (46).

¡Qué gracia fue también para San Juan el tener tan particular maestra! Si San Juan pudo hablar
más divinamente de los misterios, de Dios que sus compañeros de apostolado fue debido, según
testifica San Ambrosio, "porque tuvo muy cerca de sí el santuario de los secretos del cielo" (47).
¡Qué gracia igualmente para todos los evangelistas poder, directa o indirectamente, abrevar en
esta fuente y transmitirnos sus puras aguas!

Y esta unión continúa. Cuando ofrecemos hoy día, en nombre de la Iglesia, el sacrificio eucarístico,
que es idéntico al sacrificio de la Cruz, lo ofrecemos en nombre de María y en comunión con Ella,
puesto que María entra en él mismo concepto de la Iglesia como su porción más eminente y más

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noble después de Cristo, que es la Cabeza.

Si hemos insistido en la ligazón que une a María con la Iglesia ha sido para advertir en qué
profundidades hay que buscar el carácter católico, eclesial, de la Legión. Amar a María es amar a la
Iglesia: para el Legionario es todo uno. Que no tema, pues, ir hasta el final en su fe y ver en la
Iglesia a "Jesucristo dándose y comunicándose".

Esto hará que un alma resume piedad filial hacia aquel que Santa Catalina de Siena llamaba dolce
Cristo in terra, Su Santidad el Papa. Cada Legionario debe sentir en su corazón lo mismo que
O'Connell cuando escribía en su testamento: "YO entrego mi cuerpo a Irlanda, mi corazón a Roma
y mi alma al cielo". Nuestro corazón está en Roma, porque allí el corazón de Cristo y el de María
laten con más intensidad.

Amar a María es amar al Papa y es recibir sus direcciones con respeto, reconocimiento y alegría.
"¿A quién iremos, Señor - decían los Apóstoles -, si Vos tenéis palabras de vida eterna?" Pedro,
viviente entre nosotros, continúa siendo el supremo refugio y la luz que no engaña.

Recibamos sus encíclicas no para buscar en ellas la frase que nos agrade y nos confirme en
nuestras opiniones personales, sino para entrar a fondo en su pensamiento, que es aliento de vida,
y para aceptar plenamente su mensaje y después vivirlo. Seamos apóstoles en torno nuestro de
estas consignas inculcadas por las encíclicas: consignas de paz, de reconciliación social, de vida
espiritual y apostólica.

Amar a María es amar al Obispo, que es, en su propia Iglesia, el representante de Cristo entre
nosotros. "Quien os escucha a vosotros, a Mí me escucha", ha dicho Jesús. Esto debería bastar
para no fijamos en sus debilidades y deficiencias y para ver en él al pastor de su grey y doctor
auténtico y oficial de la verdad religiosa.

Amar a María es amar al sacerdote, que vive en medio de nosotros para comunicamos los
beneficios de la Iglesia en cada circunstancia singular de nuestra vida. La Legión reclama para él el
respeto y la obediencia que le son debidas "y aún más". Esta entrega, llena de confianza será para
el sacerdote un estímulo y un apoyo en su soledad. Hará de cada praesidium un hogar donde cada
uno se encuentre con alegría en torno al padre común y se temple para los combates que
conjuntamente han de librar.

2.- MARÍA Y LA IGLESIA EN EL MUNDO DE HOY

La Legión de María quiere ser la Legión de la Iglesia, por haberse abrazado con las dimensiones de
ésta, con sus anhelos y esperanzas. Ambiciona ser en nuestro mundo moderno la "gran empresa de
Dios" de que nos habla el Manual, el puesto avanzado frente al enemigo.

El mundo que nos rodea parece anegado por la ola de materialismo que barre toda vida cristiana y
aun toda vida simplemente humana. En nombre de un pseudo-evangelio de fraternidad sin Dios se
quiere arrancar a nuestra sociedad su alma y su razón de vivir. Prohibiéndole el acceso al cielo se le
intenta clavar a la tierra con la promesa de un paraíso para el mañana de aquí abajo. Por
desgracia, este ideal tiene sus heraldos y sus esclavos. Que se quiera o no, la lucha toma
proporciones gigantescas. Se trata de saber si el mundo, en definitiva, verá un día triunfar a Cristo
o al anticristo. Todo lo demás es juego de niños ante esta lucha decisiva. No hay posibilidad de
compromiso: es preciso elegir entre ser de Dios o contra Dios, ser de la Iglesia o contra la Iglesia.

Se enfrentan dos concepciones de vida. No es hora de medias tintas, discursos hueros, de slogans
fáciles. Llegó el momento de la acción heroica y del testimonio supremo. Sobre el plano del mundo
se está jugando actualmente el porvenir de nuestra civilización. ¿Quién se adueñará de este

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próximo futuro? ¿Los ejércitos del mal, cuya última inspiración proviene del diablo, o los ejércitos
de Dios, a los que aún hoy día manda invisiblemente San Miguel y sus ángeles? Detrás de las
agitaciones e intrigas de los hombres que ocupan el proscenio, es preciso comprender que nos
hallamos ante una batalla gigantesca: la de los ángeles y los demonios, empeñados más que nunca
en la salvación o en la pérdida de la Humanidad. Este conflicto sobrepasa en mucho nuestras
previsiones y nuestros cálculos sobre las fuerzas contendientes. Guiando los espíritus infernales, las
fuerzas del mal, está el príncipe de las tinieblas, Satanás. Guiando al ejército celestial - esta legión
del cielo -, está la Reina de los ángeles, de quien San Miguel es su lugarteniente. Hay quienes,
encarándose con el mismo Dios, le han dicho "no" en su disputa con los que han dicho "sí". Es esta
la verdadera significación de la época actual, la sola filosofía de la historia que se remonta a las
causas últimas. La Legión de María -visible y tangible- no es más que un ala, la exterior, del ejército
invisible que marcha conducido por la Reina del cielo y de la tierra. Es esto lo que manifiesta toda
la plenitud y grandeza real de este combate de Dios que se trata de ganar.

Porque la Legión en ningún modo desconfía del triunfo final. "Hay un medio - dice ella - de volver a
la fe a esos millones de obstinados y de salvar las multitudes: consiste en aplicar sencillamente el
gran principio que gobierna el mundo, este principio que el Cura de Ars formulaba en estos
términos: "El mundo es de quien ame más y dé pruebas de su amor". Esos millones de
infortunados no escucharán, sin duda, la explicación de las verdades de la fe; mas no podrán
impedir que se transparente nuestro amor heroico hacia el prójimo inspirado por nuestra fe. Este
amor les impresionará profundamente. Persuadirles que la Iglesia les ama más y al instante
volverán la espalda a quienes los han estado alucinando. Contra todos los obstáculos volverán a la
fe; llegarán hasta dar su vida por ella".

Quien ama al mundo con el corazón de María sabe que ama con el amor más fuerte: tiene en sus
manos un poder sin límites, porque ningún amor humano puede igualar el amor de una madre.

He aquí por qué la Legión sale al campo de batalla, da la cara, sin ilusiones vanas, pero tampoco
sin miedos angustiosos. Vive con la Iglesia y por lo mismo repercuten en ella los golpes que aquélla
recibe en cualquier parte del mundo. La Legión se apasiona con cada anuncio de victoria y se
regocija con los ángeles "por cada pecador que, arrepentido, retorna al paraíso". Sufre por las
heridas recibidas y exulta de gozo por el retroceso del mal. Es sensible como una madre al grito del
desvalido, a la llamada de socorro que exhala un alma en camino de perdición.

En este gigantesco duelo todas las fuerzas del bien deben reunirse para salvar a la Humanidad. Por
esto, sin duda, la Iglesia siente en este momento con nueva viveza la nostalgia del retorno de los
hermanos separados de la unidad de la Iglesia. Este problema domina a todos los demás: es esta la
ocasión, o nunca, de acordamos del grito de Jesús: ut sint unum! Padre, que ellos sean uno como
Tú en Mí... a fin de que el mundo crea que Tú me has enviado. Es el mismo Jesús quien ha ligado
la unidad cristiana y la fe en su misión. Ser uno, a fin de que el mundo crea...

Se ha intentado muchas veces en el curso de la historia resolver este gran problema a base de
discusiones sabias y sutiles; pero no se ha logrado otra cosa que resquemor en las partes
contrincantes. Siempre sus resultados fueron efímeros.

¿No habrá sonado ya la hora de María?

Cuando los hijos han abandonado el hogar común y no se entienden entre sí, ¿no es el recuerdo de
la madre tiernamente amada el lazo más fuerte que queda y la mejor esperanza de ver de nuevo a
la familia reconciliada?

María es Madre cual ninguna otra: Ella es el calor del hogar cristiano. Ella ama a sus hijos a
estrecharse junto a su corazón. Cerca de Ella reconocerán todos con cuánta verdad son hermanos

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los unos de los otros.

Retorno a la unidad de la Iglesia, retorno al amor de María. ¡Qué bella ilusión! ¡Y por qué nos
estaría prohibido creer que una noble emulación de la devoción activa a Nuestra Señora reunirá un
día a todos los hermanos separados? ¡Sería ello una faena típicamente maternal! ¿Utopía? No lo
creemos, porque la devoción a María, que ya se manifiesta espontáneamente en los anglicanos y
renace en ciertos grupos protestantes, ha permanecido viva y profunda en el inmenso mundo
oriental, del que Rusia es el bastión más importante.

No sin razón Pío XII habló de cómo este pueblo ocultaba sus iconos marianos para venerarlos aún
con amoroso respeto.

María, el amor común, ¡qué esperanza!

María se nos, ofrece como lazo de unidad entre el Oriente y el Occidente cristiano. Ella es un bien
común, tesoro sobre todo precio, apasionadamente amada. Que cada cual le abra la propia alma
para que Ella tome entera posesión: María conducirá a sus hijos con mano dulce y segura hacia el
único redil donde se encuentra la verdad total, la plenitud de la vida, Jesucristo Nuestro Señor.

Por, su parte, la Legión trabaja por acelerar la hora de la unión anhelada ofreciendo a María almas
dóciles y flexibles entre sus manos. María las pondrá a disposición del Espíritu Santo y el Espíritu
Santo hará de estas almas instrumentos aptos de sus potentes designios. Así se cumplirán los
deseos del divino Espíritu y se realizarán aquellas maravillas de la gracia que renovarán la faz de la
tierra a mayor gloria de Dios.

CAPÍTULO XI
LA SEÑAL DE LA CRUZ
"EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO
Y DEL ESPÍRITU SANTO.
AMÉN".

I.- SUFRIMIENTO Y APOSTOLADO

No es para la Legión de María un gesto desprovisto de alcance ni un rito puramente convencional.

Es una bendición de Dios que desciende sobre el Legionario y sobre el compromiso que acaba de
adquirir, cubriéndolo de una armadura invisible. Sabe éste que tomar parte en el apostolado es
entrar en un misterio de redención, misterio de muerte y de vida. A cada paso y bajo mil aspectos
el Legionario enlaza su vida con el sufrimiento de los demás: lo encuentra en las almas a las que se
acerca en sus visitas y a las que deberá enseñar con tacto y con prudencia el secreto del
sufrimiento meritorio. Aprenderá en sí mismo que las almas se pagan a caro precio y, en más de
una ocasión, saldrá de este combate contra el infierno fatigado y malherido. El apostolado no es
juego de niños, es una lucha, aunque espiritual, y Dios quiere que en esta lucha lo expongamos
todo, hasta nuestra propia vida. Por eso el Legionario debe mirar de hito en hito a la cruz que se
yergue sobre el Calvario, demandando gracia de perdón para todos los hombres. Si Jesucristo ha
pagado por las almas un precio de sangre, es muy justo que la obra de salvación emprendida por el
Legionario importe también un rescate por el sufrimiento. Por ello, si queremos evitar la derrota, ya
desde un principio es preciso meditar sobre el sentido redentor del sufrimiento. Tanto por lo que se
refiere a nosotros como a los demás, es de todo punto necesario creer en un amor victorioso de
Dios que se oculta en el fondo del dolor. ¡Ah, si creyéramos que todo sufrimiento es una gracia!
Entonces, como dice el Manual, "el sentimiento del sufrimiento vendría a ser el sentimiento de la

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presencia cercana de Jesús". Pero se precisa una condición: que concedamos tal crédito a Dios,
que nuestra confianza en Él sea invencible. ¡Oh!; no es difícil creer que Dios nos ama, cuando todo
nos sale a gusto y capricho. Pero se requiere buen temple de la fe para no vacilar cuando la
borrasca y las olas embisten la propia navecilla. Y, con todo, es precisamente en la hora de la
angustia cuando el amor de Dios más nos presiona y nos envuelve. ¡Comprendemos tan mal los
asaltos de este amor que nos empapa y anega! Rehusamos dejarle obrar en nosotros con su divina
ternura que, si por una parte nos dilacera, es siempre para mejor inundarnos y colmarnos.
Dudamos de Dios, porque nuestra fe no es lo bastante fuerte para reconocerlo bajo apariencias, a
veces desconcertantes. ¡Qué abismos de incredulidad laten en el seno de nuestra fe!

Podríamos repetir humildemente, como propia, esta confesión y súplica de un alma selecta: "Dios
mío, escribía, haced que reconozca vuestra acción en todo, lo mismo en la creatura que me hiere y
en el suceso que trastorna mis planes que en la alegría que dilata mi corazón. Haced que
comprenda prácticamente que, si las causas segundas varían hasta el infinito, la causa primera no
es más que una, y esta única causa sois Vos, Señor. Vuestra mano es siempre la misma, aunque al
cubrirse cambie de guantes, que podrán ser de felpa, de crin o de hierro, según que al tocarme me
consuele o me aflija. ¡Oh Dios y Señor!; reconozco que en todo caso vuestra mano es siempre
bondadosa y tierna al coger la mía para decirme: "Te amo". Pero una mano, si aprieta con guante
de hierro, por muy dulce y cariñosa que sea, hará sentir su dureza y frialdad, y hasta causará
dolor... Si con guante de crin, mortificará y desazonará. Nosotros quisiéramos sentir en toda
ocasión vuestra mano con guante afelpado; pero esto, Señor, Vos lo economizáis más que nadie...
No os preocupéis en complacerme, Maestro mío, colocad en vuestra mano el guante que queráis y
apretad cuanto os plazca. Permitidme tan sólo la libertad filial de levantar el guante, para poder
besar mejor vuestra mano".

Si a ejemplo de esta alma selecta el Legionario comprendiera lo muy cerca que se halla Dios de
nosotros en el mal que nos embiste, ¡cuántos socorros aportaría a su hermano, sumido en la
prueba y descaminado en la noche de su dolor! Que comprenda, pues, el Legionario algo de estos
caminos providenciales de dolor y de misterio, y que vaya luego a comunicar con mansedumbre a
las almas tronchadas por el vendaval de la existencia, que "la aurora comienza a medianoche", que
Dios está presente en su corazón adolorido, y que muy luego lucirá el día en que se hagan patentes
las maravillas que Dios va obrando en la intimidad de nuestros espíritus sin nosotros conocerlo.
Que repita a estas almas en sus desgarros las palabras de San Luis María: "Dejad obrar a Dios; Él
os ama y sabe muy bien lo que hace; tiene experiencia; todos sus golpes son de rectitud y de
amor; no da ninguno en falso, si no los hacéis vosotros mismos inútiles con vuestras
impaciencias..." O también aquellas palabras audaces que el santo osaba dirigir a los "Amigos de la
Cruz": "No recibáis nunca una cruz sin besarla humildemente y con reconocimiento y, cuando el
Dios todo bondad os haga merced de alguna más pesada, dadle gracias de un modo especial y
dádselas por medio de otros". Sería de gran provecho el que confrontásemos nuestra fe con la de
los santos, para sondear hasta dónde llega nuestra miseria de creyentes-incrédulos y cuán
inconsecuentes somos en nuestro cristianismo, al comportamos como semi-paganos, no obstante
las exigencias de nuestro bautismo, del que apenas tenemos conciencia de haberlo recibido. En los
santos descubriríamos un cristianismo con plena savia, la sola que posee palabras y realidades de
vida eterna. La actitud de los santos ante el misterio del dolor debe ser la nuestra; pero en nuestra
actuación apostólica no dirijamos de pronto y a destiempo al hermano que sufre palabras
demasiado elevadas y heroicas, cargadas de contenido y riquezas interiores que aún es incapaz de
comprender. Guardemos, sí, estas riquezas en nuestro corazón, a fin de que en su dulce luz y en su
calor oculto se empapen las palabras de aliento que saldrán de nuestros labios con la esperanza de
que un día, el hermano que hoy sufre con desconsuelo, pueda aceptar - lo mismo que nosotros - el
plan providencial de Dios, que ha querido y quiere salvar a las almas por la cruz.

¡Qué transfiguración se obraría en el mundo, si nos atreviéramos a creer en serio que el sufrimiento
bajo todas sus formas es la gran vía de acceso a las intimidades de Dios, la ruta que infaliblemente

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guía a los encuentros decisivos con su amor! ¡Oh!, sin duda es muy natural que la naturaleza se
encabrite ante el sufrimiento, y Jesús mismo ha rogado en el jardín de los olivos que el cáliz del
amargor se alejase de Él. ¡Tanto se sentía hombre de nuestra raza! No obstante la gozosa certeza
de que su agonía iba a salvar al mundo, el primer movimiento del alma del Salvador fue de
disgusto y tedio. Coepit taedere et moestus esse. ¡Benditas palabras que nos autorizan a no
avergonzamos por nuestras debilidades y nuestros espantos! Bendito sea el buen Jesús que
estremeciéndose ante la muerte, va hacia ella con paso tranquilo, al mismo tiempo que nos dice
que es como nosotros, uno más, pero que va delante porque nosotros precisamos poner nuestros
pasos en los suyos.

Para vencer este movimiento instintivo que nos incita a retroceder, entendamos a la luz del ejemplo
de Cristo que la cruz que se nos ofrece, no es un sufrimiento a merced tan sólo de las
contingencias del vivir humano, una prueba anónima, que cae sobre nosotros como golpe de ciego,
sino un obsequio de Dios, elegido entre mil y a nuestra medida. "Que este hombre, hace decir a
Dios San Luis María, lleve con valor su cruz sobre las espaldas, y no la de su vecino: cruz que Yo he
tallado según número, peso y medida por mi sabiduría eterna: cruz cuyas cuatro dimensiones,
longitud, latitud, grosor y profundidad, Yo mismo he modelado; cruz, que Yo he cortado de una
parte de aquella que llevé camino del Calvario..."

Si sintiésemos más vivamente cómo nada queda al azar en este mundo, cómo el amor de Dios está
siempre vigilante, y cómo este amor sabe infinitamente mejor que nosotros lo que nos conviene,
tendríamos menos temor de dejamos conducir por Él y de recibir de su mano las cruces, que
vienen a ser dones preciosos. Bastaría con creer que "todo concurre para bien de los que aman a
Dios" y que este bien querido por Dios no es un bien cualquiera sino el mejor posible, como don
querido y donado por todo un Dios, que le pone a cuenta de su gracia victoriosa.

El Legionario debe creer esto para sí mismo; debe creerlo también para los demás, a quienes
llevará como una buena nueva este sentido cristiano del dolor. De esta suerte el Legionario será el
intérprete de Dios cerca de los malheridos de la vida.

Además, su apostolado será ya por sí mismo una cruz con la que tendrá que cargar. La conquista
de las almas se paga a muy alto precio. La mayor prueba del apostolado no consiste, como pudiera
creerse, en la hostilidad de los pecadores, sino en la falta de apoyo por parte de quienes deberían
ayudar en la tarea. El Manual dedica un párrafo, lleno de experiencia, a este escollo que pudiera
hacer naufragar nuestro celo. Bajo el título: La huella de la cruz es señal de esperanza, se leen
estas líneas:
"Recordemos siempre que la obra del Señor llevará el signo distintivo del mismo Jesucristo: la Cruz.
Toda obra que no lleve la huella de la cruz difícilmente podrá acreditarse de obra sobrenatural y
nunca será verdaderamente fructuosa. Janet Erskine Stuart, expresa esto mismo de otra manera.
"Si examináis -dice- la historia sagrada, la historia de la Iglesia y vuestra propia experiencia, que va
consolidándose con los años, veréis que nunca se realiza la obra de Dios en condiciones ideales,
nunca de la manera que hubiéramos imaginado o preferido nosotros". Lo cual quiere decir -¡cosa
extraña!- que aquellas mismas circunstancias que, según el limitado entender humano parecen
impedir que las condiciones de obrar sean las mejores y que consideramos fatales para el porvenir
de la obra, no solamente dejan de ser obstáculo para que triunfe dicha obra, sino que son
elemento esencial para su triunfo; no son señal de flaqueza, sino marca de garantía; no un freno,
sino un estímulo que alimenta el esfuerzo y le ayuda a conseguir su objeto. Siempre ha sido del
divino agrado hacer alarde de su poder, sacando resultados felices de las condiciones más
adversas, y sirviéndose de los más débiles instrumentos para ejecutar sus mayores designios".

¿Quién no ha sentido la desilusionante experiencia de las trabas puestas por los buenos al trabajo
apostólico? No queremos suponer que ello se deba a mala fe o a ruindad de espíritu, sino más bien
al inevitable juego de las estrecheces humanas, a la oposición de puntos de vista que chocan entre

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sí, cuando una visión más amplia armonizaría verdades y actitudes que mutuamente se completan.
Hay muchos espíritus que no acaban de entender que "la tarde no contradice a la aurora y que el
otoño no es refutación de la primavera". Sepamos, por ello, hacer frente a esta cruz, quizá más
pesada que muchas otras. De esta suerte Dios purifica sus instrumentos, los afina, los desase de sí
mismos y les da un sentido más agudo y delicado de cómo promover únicamente su gloria divina.
Un día refulgente comprenderemos que todo este juego de luz y de sombras formaba parte
integrante de la redención de las almas.

Entonces daremos gracias a Dios por las piedras que encontramos a lo largo de nuestra ruta, de los
desiertos que hubimos de atravesar, de las fuentes que hubieran debido apagar nuestra sed y, sin
embargo, nos dejaron tan sólo el amargor de sus aguas. Todo esto Dios lo quiso o lo permitió; todo
esto lo pesó y contó con amor. Posuisti lacrymas in conspectu tuo, Domine. Porque el Señor
consideró nuestras lágrimas como perlas de gran valor, ahora brillan eternamente en su presencia.
Esto lo debemos saber y recordar, no precisamente para replegarnos sobre nosotros mismos, sino
para marchar con alegría y optimismo hacia adelante, para levantar con gallardía nuestras cabezas
cuando la tormenta arrecie, y sobre todo para reconocer de lejos las señales "de la redención que
se avecina". Levate capita vestra quia appropinquat redemptio vestra. Esta certeza ayudará al
Legionario a penetrar mejor y más profundamente en la máxima que el Manual le propone como
consigna. "El triunfar es una dicha. Fracasar no es más que el aplazamiento del triunfo". Este modo
de entender la cruz permitirá al Legionario responder al ideal de constancia que la Legión quiere
inspirarle y que describe en estos términos:
"De sus miembros reclama la Legión, no la riqueza, ni la influencia, sino una fe inquebrantable; no
acciones aparatosas, sino un esfuerzo sin desmayo; no genialidades, sino un amor que no
desfallezca; no una fuerza de gigantes, sino una aplicación constante.

"En su servicio el Legionario debe mantenerse siempre firme y rechazar inflexiblemente de su


ánimo el desaliento. Que en la hora de la crisis sea firme como una roca; que en toda circunstancia
sea constante.

"Que espere confiadamente el éxito, y si lo obtiene, que se goce modestamente en él; pero haga
siempre su servicio independientemente del éxito. Que luche contra el fracaso y no se deje abatir,
si le sale al paso, no cejando hasta haberlo superado...

"Olvidándose de sí mismo, se mantiene en pie junto a la cruz de sus hermanos, y no se retira de su


puesto hasta que todo se haya concluido".

2.- LA COMPASIÓN DE MARÍA

Apostolado significa redención. El artífice de esta redención es Jesucristo, sin el cual no hay
salvación. Mas junto a la cruz del Calvario, una mujer está de pie, ofreciendo en su corazón y a
nombre nuestro aquel único sacrificio. María Corredentora unía su compasión a la pasión de su
Hijo. La teología mariana estudia más y más la importancia de esta presencia y el sentido de esta
cooperación inmediata. Pero nos es preciso, especialmente en esta ocasión, evitar todo equívoco.
Digámoslo una vez más: sólo Nuestro Señor Jesucristo es el Redentor del mundo en sentido propio
y verdadero. Con nadie condivide esta gloria, y María misma tuvo necesidad de esta única
redención, si bien por modo diferente al nuestro. Sin embargo, la total suficiencia de la sangre de
Nuestro Señor no obsta a que la Iglesia reconozca que por participación y en un sentido secundario
y derivado, todos los elegidos cooperan a la redención del mundo. Ahora bien; entre estos elegidos
es manifiesto que María ocupa un lugar preeminente. Pero mientras la cooperación de los elegidos
es una cooperación subsiguiente a la redención, del Calvario, no así la de María, que estuvo
íntimamente ligada al drama sangriento. María sintió dolores indecibles y, sobre todo, dio su
adhesión voluntaria al sacrificio de su Hijo: de esta forma cooperó de una manera única a la
redención del mundo. Sin duda que el fiat de la Anunciación englobaba ya el fiat del Calvario,

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puesto que el Niño que se le anunciaba iba a nacer de Ella, sería el precio del rescate del mundo.
Mas, si Dios no exigió al Patriarca Abraham que llegase a consumar el sacrificio de su hijo, único,
quiso que María lo llevase a término en su corazón a los pies de la cruz de Cristo. Por ello, María se
adentró en el misterio del sacrificio de Jesús cual ninguna otra creatura, aunque siempre como
mera creatura, ratificando en nombre de todos nosotros la única ofrenda digna de la justicia de
Dios ofendida.

El Legionario debe comprender que el apostolado que desee realizar en unión con María, debe
enraizarse en esta compasión de la Virgen Madre. María le revelará en este su nuevo título de
Corredentora Dolorosa el valor de las almas, rescatadas a tal precio, y al mismo tiempo le hará
sentir cuán profundo es el abismo de la culpa expiada por holocausto tan doloroso. María le
enseñará a besar con infinita gratitud las llagas sagradas de Cristo y a decir al Crucificado: vulnera
tua, merita mea, "vuestras heridas son mis méritos". María le infundirá un alma de Madre hacia el
pobrecito pecador que miserando, en cuanto está de su parte, consuma de nuevo el deicidio, "sin
saber lo que hace". El Legionario, si contempla con los ojos de María los pecados del mundo,
revivirá en su alma la escena de la crucifixión del Señor. "Porque Dios, como se ha dicho
admirablemente, no vive tan sólo en el cielo; vive también en las almas, aunque con vida frágil y
continuamente en peligro. Nadie, en efecto, está, tan sujeto a la muerte, ni que, de hecho, tantas
veces muera como Dios en los hombres. El menor choque de la pasión o del interés, la menor
presión conformista, bastan a matarle: aquí la suprema realidad se ha vuelto tímida y se esfuma
como un sueño. Por esto el amor de los santos es tan tierno, tan saturado de piedad, tan trémulo
de angustia como de esperanza. Cada día el santo disputa a la muerte su Dios" (48).

También el Legionario siente necesidad de unir su compasión al sacrificio de Jesús, que pide
indulgencia por todos. Y se considera feliz el Legionario de poder aportar al Maestro la parte del
sufrimiento que el deber le impone y el acrecentamiento de renuncias que el apostolado
inevitablemente exige. Por aquellos que rehúsan la gracia, dirá a Dios "sí". Por aquellos que pecan
contra la luz, será celosamente fiel. Por aquellos que han huido, traicionado, renegado,
permanecerá con María junto a la cruz. En unión con María concentrará en su corazón el
sufrimiento que a tantos otros no ha santificado por falta de aceptación, no logrando la finalidad
divina de ser un sacramento de gracia. Por los que se han declarado en rebeldía pronunciará el fiat
de la sumisión que eleva y transfigura. Por su compasión hará que no se pierda tanto sufrimiento
como inunda la tierra, dirigiéndole como río potente que absorbe a su paso las otras aguas y
arrastra, aún a las más rebeldes, hasta el mar. El Legionario se esforzará, incansablemente, por
que todo dolor humano desemboque en la plegaria del Pater noster: "Venga a nos tu reino, hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo". ¡Qué misión tan espléndida la de descubrir el misterio
de la gloria de Dios, oculto bajo el dolor de los hombres, y de arrojar las miserias de éstos en los
brazos de la misericordia divina! Este gesto lo renovará especialmente cuando con María se una a
esta oración que corona el canon de la misa: Per ipsum, cum ipso et in ipso est tibi Deo Patri
Omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum. Amen.
Pensad lo que es esta oración en labios de María, esta doxología que resume todo el ímpetu de su
corazón al pie de la cruz.

Nadie mejor que María ha comprendido el misterio de dolor que se consuma en su presencia en la
tarde del primer Viernes Santo. En aquellos supremos instantes María adoraba en silencio a "Dios
que, en Cristo, se estaba reconciliando con el mundo". En medio de su dolor su alma probaba la
paz de una certeza invencible, la luz había triunfado de las tinieblas; el amor, del odio; el bien, del
mal. Y esto, indudablemente, era pregustar en anticipo las dulzuras de una aurora: la de Pascua.

3.- LA SEÑAL DE LA CRUZ

Todo esto evoca la señal de la cruz.


No es de admirar que la Iglesia profese a este signo tanta veneración. Ningún acto importante de

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nuestra vida se efectúa sin que la Iglesia trace la señal redentora: lo hace sobre el niño que bautiza
o confirma, sobre la hostia que ofrece, sobre el pecador que absuelve, sobre el amor que santifica,
sobre el sacerdote que consagra, sobre el moribundo a quien conforta. Hasta sobre el pan que
comemos, sobre el agua, la sal, el aceite, sobre nuestras semillas y sobre nuestros talleres. La
Iglesia no cesa de multiplicar esta señal que opone al demonio con una tranquila confianza: in hoc
signo vinces. Con este signo vencerás.

Conviene, pues, que vayamos a nuestras faenas apostólicas protegidos y fortificados con la señal
de Dios. No perdamos el culto de este signo sagrado, que es al mismo tiempo la más gloriosa
profesión de fe.

4.- LA PROFESIÓN DE FE TRINITARIA

En efecto; acompañamos la señal de la cruz con una fórmula trinitaria del Credo:

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Por aquí comenzó todo y todo acabará aquí. El amor de Dios, decíamos en un principio, se
encuentra en el origen de las cosas. Él solo nos da la llave del misterio de la Creación. La visión de
la Trinidad Santísima debe dominar y animar toda nuestra vida cristiana, y es en esta auténtica vida
cristiana donde desemboca todo apostolado.

In nomine Patris. En el nombre del Padre.

¿Por qué salir a la conquista de las almas? Para que los hombres vivan como hijos de Dios. Ninguna
otra vida está a la altura de su destino. ¿En qué consiste la "buena nueva" que llevamos a nuestros
hermanos? En decirles que tienen en los cielos un Dios que es su Padre, que les ha donado la
existencia únicamente para comunicarles su vida y sus bienes. Lo más urgente que es preciso
recordar a los hombres es el fin de su creación y el pensamiento de que Dios vela sobre cada uno
de ellos. Los hombres tienen tanta necesidad de este mensaje como del aire que respiran. Tienen
necesidad de él sobre todo para amarse, porque es en la paternidad de Dios donde está el
hontanar profundo de la verdadera caridad fraterna.

En el nombre del Padre.

No digáis nunca que este hombre me es desconocido. Yo reconozco en él un hijo de mi Padre y me


siento unido a él por lazos más fuertes que los de la sangre: una vocación común nos destina al
mismo hogar. Yo iré a este hombre; lo conozco.

En el nombre del Padre.

En este nombre el Legionario se dirigirá a todos los "pródigos" que han desertado de la casa
paterna y disipado su herencia familiar. Les dirá que su puesto en la mesa familiar aún está libré y
que el Padre sube todas las tardes al próximo montecillo para otear su retorno. El hermano mayor
de la parábola evangélica no conoce la satisfacción personal del "deber cumplido". El Legionario se
comporta mejor; sale por los caminos en busca del extraviado; le lleva el mensaje del amor
inquebrantable de su Padre celestial y le ofrece su perseverante perdón. No ceja hasta volver a la
casa paterna al tránsfuga y matar con sus propias manos el becerro mejor cebado.

En el nombre del Padre.

Tomemos más y más conciencia de nuestro "consorcio con la naturaleza divina" y pongámonos a
trabajar "en los negocios de nuestro Padre". Después de todo, ¿qué es lo que importa? Una sola

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cosa: que el Padre celestial pueda darse a sus hijos: que su gloria sea manifestada por doquier;
que su voluntad sea cumplida.

In nomine Filii. En el nombre del Hijo.

La Iglesia conoce la virtud de este nombre temible que ha vencido a Satanás y le ha arrebatado su
imperio. Por eso se complace en hacer oír este nombre en los exorcismos. Escuchemos: "Te
exorcizamos, espíritu inmundo, potencia satánica, quienquiera que tú seas, y sal expulsado,
erradicado, de la Iglesia de Dios, de las almas creadas a imagen divina y rescatadas con la sangre
preciosa del Cordero celestial...

"Humíllate bajo la potente mano de Dios; tiembla y huye por la invocación que hacemos del santo y
terrible nombre de Jesús; que los infiernos tiemblen ante Aquel a quien las Virtudes de los cielos,
las Potestades y las Dominaciones adoran y los Querubines y Serafines alaban sin cesar en sus
conciertos, diciendo, Santo, Santo, Santo es el Señor, el Dios de los ejércitos..." Con la Santa Madre
Iglesia tengamos nosotros la santa audacia de creer en la omnipotencia de este nombre triunfal.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido el pecado de los hombres y guarda en depósito el precio superabundante de su


victoria para las almas que han de venir. Creamos nosotros que sí, armados de este nombre,
luchamos contra el mal, tendremos a nuestro lado toda la fuerza de Dios.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido al mundo y por este motivo nos exige ir con confianza a su conquista. Creamos que
por medio de nosotros Jesucristo hará grandes cosas, mayores aún que las que hizo por Sí mismo.
Tal es su promesa.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido a la muerte, saliendo vivo del sepulcro en la mañana radiante de Pascua y con su
muerte ha matado a la muerte. Creamos nosotros que ninguna piedra funeraria es tan pesada que
no pueda ser removida por la invocación de este nombre; que ninguna tumba sellada resiste a su
empuje, pues Jesucristo se ríe de los guardias venales que el odio y el temor tienen apostados para
testificar la mentira.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido la cólera de Dios, arrancándole el perdón para los culpables, sean hijos pródigos o
avergonzadas magdalenas. Creamos nosotros que no nos hallamos solos, cuando nos esforzamos
por salvar de la cólera de Dios al pecador endurecido, pues es el mismo Jesucristo quien, en
nosotros y a través de nosotros, quiere ser para este hombre la resurrección y la vida.

En nombre del Hijo.

Él ha dado orden terminante de predicar el Evangelio a toda creatura y ha prometido asimismo vivir
con la Iglesia hasta la consumación de los siglos. Creamos nosotros que Dios reparte su gracia
según lo demandan sus órdenes dadas y recibidas, y que siempre la dispensa más abundantemente
de lo que pensamos en nuestras audaces esperanzas.

In nomine Spiritus Sancti. En el nombre del Espíritu Santo.

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¿Hemos recapacitado en la inaudita misión que Dios nos confía de ir a los hombres in Spiritu
Sancto, es decir, en la virtud y fuerza del Amor que Él mismo los tiene? Y esto, no en verdad, para
amarlos con nuestro débil amor, sino para amarlos con el amor infinito de su corazón, trasvasado al
nuestro. Este amor no conoce barreras ni se detiene ante ningún obstáculo. Este amor sabe
esperar y recomenzar de nuevo, sin cansarse jamás, sin ofenderse, sin necesitar del
agradecimiento que le es debido. Este amor se abaja hasta donde desciende la miseria humana y
no teme mancharse al ponerse en contacto con las más repugnantes lacras. Este amor es unas
veces violento como viento huracanado y otras escruta en el fondo del mal para extirparlo,
aplicando el bisturí que hace reventar el absceso. Este amor sabe ser dulce como una brisa, y curar
la herida por el procedimiento del cuidado paciente y mimoso, y no apagar del todo la mecha que
aún humea. Este amor es constante e impetuoso como las olas del mar, que si se rompen una y mil
veces, sobre el acantilado de la costa, es para volver siempre de nuevo, al ritmo de los vientos y de
las mareas, a azotar la roca que al fin se agrieta y se desmorona. Este amor escucha con
delicadeza de madre las confidencias que preparan las confesiones y los retornos, y comprende lo
que cada alma tiene de único y de propio, para ayudada a secundar la voz que le habla en su
íntimo, comunicándole la llamada particularísima de Dios.

En nombre del Espíritu Santo.

¡Qué invitación más audaz! Gracias a este divino Espíritu tenemos el derecho de ir a los hombres
con la santa intrepidez de quien sabe que Otro actúa a través de nosotros y nos presta su luz y
fuerza omnipotentes. Tenemos derecho a creer que el Espíritu de Dios sea el inspirador de nuestros
pensamientos y el aliento de nuestra boca.

En nombre del Espíritu Santo.

Como si también nosotros, a ejemplo de los Apóstoles, saliéramos de un nuevo Cenáculo en esta
mañana del nuevo Pentecostés, para gritar a las multitudes que la vida tiene un sentido nuevo
después que Cristo salió vivo del sepulcro y después que Dios se ha reconciliado con los hombres.

En nombre del Espíritu Santo.

Para desasir a los hombres de sí mismos, enseñarles insospechadas bienaventuranzas, trastocar su


escala de valores y conducirlos a recibir tales gracias de santidad y de vida, que sobrepasen toda
inteligencia.

Para renovar la faz de la tierra a imagen del Hijo y a gloria del Padre. El Espíritu de Dios nos pide
cooperar con toda nuestra alma a esta obra única que Él prosigue incansablemente a través de los
siglos, para gloria nuestra y para gloria suya.

NOTAS DEL AUTOR

(1) Los orígenes de la Legión de María han sido expuestos por Frank Duff, fundador de la misma,
en la revista Maria Legionis (Dublín) de 1937 a 1943. Este relato, por desgracia sin concluir,
contiene páginas de un valor único en los anales del apostolado católico contemporáneo.
La exposición oficial de la naturaleza y del funcionamiento de la Legión se encuentra en su Manual,
publicado en inglés, y traducido al francés, español, alemán, neerlandés, italiano, tamil, malasio,
cingalés y chino. Existen además traducciones al ruso, polaco y japonés; pero no han aparecido
aún.
Las oraciones propias de la Legión (Tessera), son recitadas en casi 70 lenguas diferentes.

(2) "Strange, piteous, futile thing


Wherefore should any set thee love apart?

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Seeing none but I makes much of naught"
(He said)
"And human lave needs human meritin:
How hast thou merited
Of all man's clotted clay the dingiest clot! Alack, tohu knowest not
How little worthy of any love thou art!
Whom wilt thou find to love ignoble thee,
Save Me, save only Me?
(The Hound of Heaven)

(3) La encíclica Mystici corporis enuncia este principio inconcuso en los términos siguientes: "En
esta materia todo lo que dice relación a Dios como causa eficiente suprema, debe ser considerado
común a las divinas Personas de la Santísima Trinidad". Esto vale para todo efecto creado y se
aplica a la gracia santificante creada que acompaña a la inhabitación del Espíritu Santo. Mas no se
aplica al mismo Espíritu Santo en cuanto Él mismo es una presencia y un don increado.

(4) Cfr. Mrs. LEBON, prefacio a la traducción de las Lettres a Sérapion. Sources chrétiennes, n. 15.
París, 1947, pp. 52-77.

(5) "Venid, Padre de los pobres,


Lavad lo que está manchado,
Regad lo que está marchito,
Curad lo que está lastimado,
Doblegad lo duro y rígido,
Inflamad lo que está frío,
Enderezad lo que está torcido."

(6) De una vez para siempre decimos que, al citar los diversos textos mariológicos de la Sagrada
Escritura, no pretendemos interpretarlos aisladamente. Los consideramos siempre en orden al plan
general divino, en el que encuentran su puesto y con relación a la tradición viviente de la Iglesia
que los comenta en forma de vida y oración. La escritura es sobria en sus alusiones a María; pero
no hay por qué maravillarse de este silencio. Cuando se ha dicho de una creatura que es la Madre
de Jesús, y que Jesús es Dios, no se puede añadir Una palabra más en su honor y alabanza. La
eternidad no agotará lo que encierra semejante grandeza. En esta perspectiva es preciso
comprender el método aquí seguido. La "mariología" moderna encuentra su fundamento en la
Escritura tal como es interpretada por la Iglesia en su Liturgia y por los Padres en sus comentarios.
La Iglesia toma la Biblia como un todo. Por ello siente la unidad de los temas convergentes de la
palabra divina, manifestando misteriosa conexión en el seno de un misterio único. No se trata, por
tanto, de tomar de la Biblia los textos aislados donde se habla de María, sino de encuadrados en el
conjunto. En este sentido la exégesis que utilizamos no es la "literal". Sin embargo, buscamos el
sentido "querido por Dios", porque es evidente por toda la tradición que en esta luz convergente es
donde la Iglesia ve estos misterios sobrenaturales. Este punto de vista de la Iglesia es el mismo de
Dios. La Iglesia, esposa de Jesucristo, es la sola capaz de oír la voz del Esposo y de escrutar los
"arcana Dei". Cfr. C. CHARLIER, La lecture chrétienne de la Bible, Maredsous, 1950.

(7) "In uno igitur eodemque alvo castissimae Matris et carnem Christus assumpsit et spirituales
simul corpus adjunxit, ex iis nempe coagmentatum qui credituri erant in eum. Ita ut Salvatorem
habens Maria in Utero, illos etiam dici queat gessisse omnes, quorum vitam continebat vita
Salvatoris. Universi ergo, quot-quot cum Christo jungimur, quique, ut ait apostolus, membra sumus
corporis ejus, de carne ejus et de ossibus ejus (Ephes., V, 30), de Mariae utero egressi sumus,
tanquam corporis instar cohaerentes cum capite. Unde spiritali quidem ratione ac mystica, et
Mariae filii nos dicimur, et ipsa nostrum omnium mater est. Mater quidem spiritu... sed plane mater
membrorum Christi, quod nos sumus".

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Se encontrará esta misma doctrina en su Santidad Pío XII en la encíclica Mystici corporis, donde
resumiendo al Santo Papa Pío X, llama a María "Omnium membrorum Christi Sanctissima Genitrix".

(8) Cfr. M.-V. BERNARDOT, O.P., Ntóre Dame dans ma vie, Edt. du Cerf. O también P. R.
BERNARD, O.P., Le mystere de Marie, Desclée de Brouwer.

(9) Cfr. E. TOBAC, arto Grace, en el Dict. apologet de la foi cathol., n, 335; se puede ver en el
mismo sentido: L. MALEVEZ, Quelques enseignements de l'encyclique Mystici Corporis Christi, en
Nouv. Révue Théol., sep-oct., 1945.

(10) E. NEUBERT, Marie dans le dogme, París, Spes, 2ª ed., p. 236.

(11), La tradición ve también en María a la esposa de Jesucristo, porque el Hijo de Dios contrajo
desposorio con María al encarnarse en sus entrañas. Este tema es clásico. Algunos artistas lo han
reproducido, representando al Niño Jesús en el acto de poner un anillo en el dedo de su Madre. Sin
embargo, esta tradición venerable no excluye el que María pueda ser llamada también Esposa del
Espíritu Santo. La Iglesia desde hace varios siglos emplea este título que ha sancionado con su
autoridad y cuyas primeras referencias encontramos a partir del siglo XII en Nicolás de Claraval,
Amadeo de Lausana y Conrado de Sajonia. La realidad de los misterios de Dios es tan rica que los
aspectos que nosotros distinguimos son complementarios en lugar de excluirse mutuamente. En
estas páginas subrayamos las relaciones de María y del Espíritu Santo: no se olvidará nunca que
esta unión es creadora de aquella otra que hace de María la Esposa del Verbo encarnado.
Conviene, con todo, advertir que si la expresión "Esposa del Espíritu Santo" puede aplicarse a
María, el Espíritu Santo no puede ser considerado en ninguna manera como el Padre de Jesús, ni
tampoco el Verbo, si se adopta la expresión Sponsa Verbi. El Espíritu Santo no forma de su propia
sustancia la humanidad de Cristo; la operación del Espíritu Santo mira tan sólo a formar a Cristo en
su humanidad, sin intervenir como elemento constitutivo de la misma. Las dos expresiones "esposa
del Verbo o del Espíritu Santo" deben ser empleadas con tacto y discreción. En las páginas de este
comentario de la Promesa que hacen referencia al Espíritu Santo, es natural que la expresión
Sponsa Spiritus nos sirva más particularmente para expresar ciertas relaciones de María con el
Espíritu Santo. No pretendemos, con todo, encerrar estas relaciones en esta única fórmula.

(12) DANTE, Paradiso, XXXII, 29.

(13) Traité de la vraie dévotion, n. 164. (Hay trad. española por el Padre Jesús de Orihuela, O.F.M.,
cap., 2ª edición, Totana, 1918).

(14) Este carácter de "abertura" -ad alium- de tendencia hacia otra, propia de la personalidad
verdadera, merecía un estudio especial y profundo, que tuviera en cuenta las aberraciones de la
filosofía de la desesperación, al proclamar que "el infierno son los otros". A título informativo
indicamos algunos autores que han estudiado el tema: R. C. MOBERLY, Atonement and Personality,
1901.-BLONDEL, L. Action.-ZuNDEL, Nótre Dame de la Sagesse.-DE REGNON, Études de théologie
positive sur la Sainte Trinité.- HENRY, On some implications of the "Ex Patre Filioque tanquam ab
uno principio", art. especial "referente al Espiritu Santo" en The Eastern Churches Quaterly, 1928,
p. 22.-NEDONCELLE, Essai sur la communication des conciences. Paris, Aubier.

(15) Ad diem illum, 1904.

(16) Juzgamos que no se llegará a elaborar una exposición armónica y segura sobre las misteriosas
interferencias entre la gracia y la libertad, si María y el Espíritu Santo no son estudiados en su lugar
debido. Como lo hacía notar con rara exactitud un autor anglicano: "Gracias a la cooperación de
María por su fiat, el Verbo eterno se hizo carne. Por este motivo Ella es "causa de nuestra alegría".
La función de la respuesta humana a la llamada divina no puede claramente apreciarse más que a

100
la luz de una mariología equilibrada". Nouv. Révue Théolog., 1949, p. 270.

(17) "Exspectabatur consensus Virginis loco totius humanae naturae" S. Th., III, q. 30, a. I, sed c.
et concl.
"Consensus Beatae Virginis, qui per annuntiationem requirebatur actus singularis personae, erat in
multitudinis salutem redundans, imo totius humanae generis", III Sent., dis. 3, q. 3, a. 2, sol. 2-3.

(18) El P. LUIS BOUYER, del Oratorio, escribía recientemente estas líneas: "María en el origen de la
Iglesia tenía como condensada en su sola persona toda la perfección que se había de comunicar y
debía expansionarse en la multitud de creyentes, reincorporados a Cristo, María es también el
símbolo y la garantía de la unidad católica. Todo cuanto nosotros debemos esperar, todo aquello
hacia lo cual debemos tender y que encontraremos conjuntamente en Cristo, cuando todos seamos
en Él para formar un solo hombre perfecto, según la medida de la plenitud de edad de Cristo, todo
esto nos lo muestra anticipadamente María de quien Cristo procede". Irénikon, t. II, 1949, p. 150.

(19) Traité de la vraie dévotion, n. 5.

(20) Le sécret de Marie, n. 9. (Hay trad. españ. del P. Nazario Pérez, S. J., 12ª ed., Valladolid,
1941).

(21) Traité de la vraie dévotion, n. 36.

(22) Cfr. su Mariología, particularmente el capítulo dedicado al carácter personal de María y el que
estudia su mediación.

(23) Oratorio ad Deip. (Ed. Assemani, graec. lat., T. III, p. 528). "Reina y Señora después de la
Trinidad, consoladora después del Paráclito".

(24) No se debe, con todo, olvidar que, según la tradición, el Espíritu Santo es esencialmente la
"persona que revela"; mas no se revela directamente a sí misma. Hay como un misterio de
humildad y de anonadamiento del Espíritu. El Espíritu es esencialmente un lazo de amor y de unión.
Está orientado primordialmente en el sentido de dar Cristo a los hombres. Del mismo modo que
formó a Cristo en María, lo sigue formando en la Iglesia. Es por medio del Espíritu como nos
transformamos, para irnos revistiendo poco a poco de Cristo. La devoción a la Santísima Virgen
orienta naturalmente al cristiano hacia una devoción más acentuada al Espíritu Santo. Pero esta
devoción es, por sí misma, cristocéntrica.

(25), Sermón tercero para la fiesta de la Inmaculada Concepción.

(26) La théologie du Corps mystique, T. I. p. 215 sq.

(27) Para mejor sentir la intimidad de nuestra unión mariana, creemos útil citar esta bella página
de J. Guitton: "María no está ausente de este mundo. Ningún santo, ningún alma, ninguno de
nuestros muertos está alejado de este mundo. Y es contra toda razón que nosotros nos
imaginemos el otro mundo como distante. Es una debilidad nuestra, incapacidad para
representarnos la trascendencia si no es a través de la distancia, colocándola en una especie de
estratosfera, cuando en realidad se halla tan íntima a nosotros.

Si queremos imaginarnos al "otro mundo", sería mejor verlo como una esfera que envuelve el
nuestro o, si place mejor, como una serie de esferas lúcidas y concéntricas, a la manera como
Tolomeo nos describió la bóveda celeste. La esfera última, que todo lo envuelve, sería Cristo
eterno, en quien nosotros somos y nos movemos y vivimos. La esfera más inmediata (aquella que
estaría más cerca de nosotros y por lo mismo más visible) sería la de nuestros finados: una madre,

101
Una esposa, un hijo, un amigo, en quien nosotros vivimos, nos movemos y somos. Entre esta
pequeña esfera que nos es tan personal y la última esfera, podemos concebir esferas
intermediarias. Tal es la esfera mariana... Lo que está más allá de María no es alejamiento, es
envolvimiento. Y el problema espiritual que se pone a este propósito me parece exactamente
definido por las palabras de Nicodemo: se trata de hacer retornar al tiempo (como en el mito del
diálogo platónico llamado "Político") y volvemos de nuevo niños, para entrar en este "sinus"
circundante, como se entraría de nuevo "en el seno materno".

"La vida del espíritu, considerada desde este punto de vista, es a la inversa de la vida del cuerpo.
En la vida del espíritu, cuanto más uno se aleje el cuerpo del seno materno, más crece y se afianza:
vivir es desprenderse de este medio para tener una existencia propia. Mas en la vida espiritual del
sentido mariano, una influencia poderosa nos impele "reconcentrarnos" para incorporarnos a Cristo
y al Espíritu en quien entramos: esto se hace por el intermediario maternal que es la influencia y la
esfera marianas. La Virgen nos aspira o, mejor dicho, nos expira en el tiempo para establecernos
en esta eternidad donde está corporalmente".
J. GUITTON, La Vierge Marie, Aubier, coll. "Les Religions", p. 207-208. (Hay trad. españ. en la col.
"Patmos").

(28) Esta diferencia ha sido particularmente puesta en relieve por San Luis Mª de Montfort en su
Traité de la vraie dévotion, cap. VIII. Véase también: La doctrine mariale de M. Chaminade, por E.
Neubert, París, Ed. du Cerf. Coll. Les cahiers de la Vierge.

(29) Sobre la unión de María y del apostolado se leerá con interés el capítulo dedicado a La misión
apostólica de María, en Marie dans le dogme, de E. NEUBERT.

(30) Chan. GUYNOT, Notre Dame de la Légion, n. I, p. 5. La caridad legionaria.

(31) The things I pray for, Dear Lord, give me grace to labour for.

(32) "She holds her little thoughts in sight,


Though gay they run and leap;
She is so circumspect and right;
She has her soul to keep".
Alice Meynell.

(33) NEWMAN, Sermons preached on various occasions (Waiting for Christ).

(34) Art. cit., Irénikon, 1949, p. 516.

(35) S. Th., III, q. 73, a. 5, ad 2.

(36) Todo este desarrollo debe entenderse teniendo en cuenta los lazos que unen a María con la
Iglesia.
Rogar por la Iglesia, unirse a la oración de la Iglesia, participar en el sacrificio de la misa en cuanto
es sacrificio de la Iglesia, todo esto se verifica profundamente en unión con María.
Sobre las relaciones de María con la Iglesia se leerá con interés HUGO RAHNER, S. J.: Maria und
die Kirche, Insbruck, 1951. Y también OTTO SEMMERLROTH, S. J.: Urbild der Kirche. Organischer
Aufbau des Mariengeheimnisses. Wurzburg, 1959.

(37) Semana religiosa de Angers, 29 de sept. de 1939.

(38) Nuestros hermanos orientales manifiestan bajo otras formas su ferviente devoción mariana: el
himno acatista es un bellísimo modelo. No temen la multiplicación de la misma plegaria, porque

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saben, igual que nosotros, que el corazón no se hastía nunca con ciertas alegrías. Tienen
preferencia a pronunciar frecuentemente el nombre de Jesús. Este nombre sagrado lo encontramos
también nosotros engarzado en el Avemaría como una perla en su estuche. Bajo costumbres
distintas encontramos por doquier las mismas devociones. Es que la verdad es una a despecho de
las distintas modalidades psicológicas y la vía mariana no puede ser otra que aquella que lleve
directamente a Jesús.

(39) M. ZUNDEL, Le poeme de la Sainte Liturgie, Paris, p. 375. (Hay versión españ. por R. Vignoly
Barreto, 2ª edición. Buenos Aires, 1947.)

(40) In utero situs matris a mensura perfectae coepit aetatis plenitudinis Christi. S. Ambrosio,
Comment. in Luc.; 11, 30.
Non enim sola familiaritatis est causa quod diu mansit, sed etiam tanti vatis profectus... Si primo
ingressu tantus processus exsistit... quanmm putamus ut tanti temporis sanctae Mariae addidisse
praesentiam. Ibidem, 11, 29.

(41) La grandeza de San José, puesta de relieve en la encíclica de León XIII Quam pluries (15 de
agosto de 1889), ha sido excelentemente resumida por el P. M. PHILIPPON O. P., en estas líneas:
"La trascendencia de la santidad de San José sobre la universalidad de los ángeles y de los santos,
dimana de su triple misión, la más alta después de la maternidad divina:
1) Su función de jefe de la Sagrada Familia, y, por extensión, su patrocinio sobre la Iglesia de
Cristo;
2) su titulo de Esposo de la Madre de Dios;
3) por fin y ante todo, su misión de padre para con el Verbo encarnado, principio supremo de su
supereminente grandeza: "ut Unigenimm tuum... paterna vice custodiret" (Prefacio de la fiesta de
San José).
Le vraie visage de Nótre-Dame, p. 68, Paris, DESCLÉE DE BROUWER, 1949.

(42) J. DANIELOU, Le mystere de l'Avent, Paris, p. 92-93.

(43) "Jesucristo, ha escrito Nicole, asocia a María al designio que se había formado de prepararse
un Precursor, colmando de gracias el alma de San Juan. Jesús quiere que esto se lleve a efecto por
medio de María, y para ello le da parte en el nacimiento espiritual de Juan, como había tenido parte
en el misterio mismo de la Encarnación. Y como San Juan representaba a la Iglesia y a todos los
elegidos puesto que se ha escrito de él haber sido enviado por Dios a fin de que todos crean por él
(Joa., I, 17). Jesucristo nos ha mostrado por este hecho que la Virgen Santa coopera por la caridad
al nacimiento espiritual de todos los elegidos y que, cuando Jesús los visita con su gracia, la Virgen
los visita con su caridad, obteniéndoles la gracia por su intercesión. Así es María nuestra verdadera
madre, y por nuestra parte debemos veda tan unida a Jesús en sus operaciones que Éste realiza en
nosotros, como estuvo unida en la visita que hizo a Isabel y a San Juan". NICOLE, Continuat. des
Essais de morale... Oeuvres, T. XIII, p. 331-332, París, 1741.

(44) Bossuet, queriendo describir la maternidad espiritual de la Iglesia, se expresa en estos


términos: "Ella es la madre de todos los particulares que componen el cuerpo de la cristiandad: Ella
los engendra en Jesucristo, no como las otras madres, formándolos en sus entrañas, sino
atrayéndolos de fuera para recibidos en sí, incorporándolos a sí misma y en Ella al Espíritu Santo
que la anima, y por el Espíritu Santo al Hijo que nos lo dio como Consolador, y por el Hijo al Padre
que nos lo envió, a fin de que nuestra sociedad sea en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo".

(45) Según E. DRUWE, S. J., Position et estructure du traité marial, en Bulletin de la soco franco
d'études mariales, París, 1936, p. 12-13.

(46) L. c. Elucidatio XXVI, p. 331, París, BEAUCHESNE, 1924.

103
(47) Cfr. S. AMBROSIO, Instut. virg., c. 7, n. 5. P. L., XVI, 319, citado por TERRIEN, La Mere de
Dieu et des hommes, 2ª part., t. II, París, 2ª ed.; p. 31.

(48) G. THIBON, Ce que Dieu a uni, París, H. Lardanchet, 1947, p. 194.

NOTAS DEL TRADUCTOR

a) Según comunicación directa del A, se está preparando por la editorial Rialp de Madrid la
traducción de la vida de Edel Quinn compuesta por él mismo.

b) Esta traducción de la Promesa Legionaria es la oficial, publicada por el Manual. Lamentamos el


que no se ajuste al criterio que hemos seguido en nuestra versión. El lector disculpará los "hiatus"
literarios que las frecuentes citas de este texto oficial imponen a la obra.

c) El texto español de estas y parecidas citas de la Sagrada Escritura está tomado de la traducción
Bover-Cantera Edic. B. A. C.

d) Hacemos la versión sobre el texto original latino.

e) Tomamos el texto de la ed. crítica del P. Silverio de Santa Teresa.

f) El texto según la trad. publicada por Ecclesia 19 mayo 1951, p. (537)-5.

g) El texto según la trad. publicada por Ecclesia 13 septiembre, 1947, p. (258)-6.

h) Véase Ecclesia, 1. c.
ÍNDICE GENERAL
CARTA DE LA SECRETARÍA DE ESTADO DE S.S.
PRESENTACIÓN DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA
INTRODUCCIÓN
FÓRMULA OFICIAL DE LA PROMESA LEGIONARIA
CAPÍTULO I: EL ESPÍRITU SANTO
1. Naturaleza del Amor de Dios
2. Función personal del Espíritu Santo en la Trinidad
3. Función personal del Espíritu Santo en la Iglesia.
4. Respeto para con la acción de Dios
CAPÍTULO II: MARÍA, NUESTRA SEÑORA
1. La alianza del Espíritu Santo con Nuestra Señora.
2. Fidelidad en la divina alianza del Espíritu Santo con María
3. El Espíritu Santo formando en nosotros a Jesucristo
4. La Virgen María formando en nosotros a Jesucristo
CAPÍTULO III: LA MEDIACIÓN MARIANA
1. La mediación mariana ascendiendo hacia Dios
- María responde a la llamada de Dios
- María, nuestra respuesta a la llamada de Dios
- María, imagen del Espíritu Santo
- María, reflejo del Corazón divino
2. La mediación mariana descendiendo hacia los hombres
- Mediación constante
- Mediación subordinada a la única mediación de Cristo
CAPÍTULO IV; LA UNIÓN CON MARÍA
1. Un camino de Infancia: in sinu Matris

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2. La unión con María, camino hacia Dios
- La unión con María y la voluntad de Dios
- La unión con María y la santidad de Dios
- La unión con María y el abandono en Dios
- La unión con María y la comunión de los
santos
3. La unión con María camino hacia los hombres
- La unión con María y el apostolado
- La unión con María y la caridad
- La unión con María y nuestra santificación personal
CAPÍTULO V: LA VALENTÍA APOSTÓLICA
1. La valentía, virtud necesaria
2. La valentía, virtud mariana
3. La valentía ante lo imposible
4. La valentía y el heroísmo latentes
CAPÍTULO VI: LA HUMILDAD Y LA FORTALEZA APOSTÓLICA.
1. La humildad de María
2. La humildad de la Legión de María
3. La fortaleza, virtud de los humildes
4. La fortaleza y la conversión de las masas
CAPÍTULO VII: PUREZA Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL
1. La pureza apostólica
2. La pureza de la Virgen María
3. Nuestro crecimiento en Cristo
4. Esperando a Cristo
CAPÍTULO VIII: ORACIÓN Y ACCIÓN
1. Oración
- La Eucaristía, alimento de la vida personal
- La Eucaristía, fin y medio de apostolado
- El oficio divino
- El rosario
2. Acción
- La acción apostólica, necesaria a la obra de Dios
- La acción apostólica, deber universal
- La acción apostólica intensa
- La acción apostólica disciplinada
CAPÍTULO IX: MARÍA ACTUANDO SU MEDIACIÓN
1. Primeras claridades del alba de la mediación: la Visitación
2. Aurora triunfal de la mediación: Pentecostés
3. Pleno día de la mediación: Perenne actualidad
- La fe, fuente de gracias
- La fe plena de María
- La unión con la fe de María
CAPÍTULO X: MARÍA, LA IGLESIA y EL MUNDO
1. María y la Iglesia en general
2. María y la Iglesia en el mundo de hoy
CAPÍTULO XI: LA SEÑAL DE LA CRUZ
1. Sufrimiento y apostolado
2. La compasión de María
3. La señal de la Cruz
4. La profesión de fe trinitaria
NOTAS DEL AUTOR
NOTAS DEL TRADUCTOR

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