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EL AMIGO DE TI LU (María Cristina Ramos)

En la China del siglo XIII, durante la dinastía Yuan, había junto al río Amarillo una pequeña aldea de agricultores donde vivía
Ti Lu. Había heredado de sus antepasados algunos libros antiguos y la inspiración para la pintura. Ti Lu dedicaba horas del día a
perfeccionar sus pinceles, atando con hilos de seda los haces de cerda para refinar los paisajes.
Un día, en un fondo de colores fríos, Ti Lu pintó un portal; a su lado, la figura de un hombre, como detenido entre dos
juventudes. Detrás de él, el bambú maduraba en ocres, con la sabiduría de los seres que resisten la adversidad.
Cuando la obra estuvo terminada, Ti Lu se sintió feliz. El hombre por él creado era una presencia cercana. Le recordaba a
alguien, no era su padre, pero se le parecía. La luz del poniente permaneció por más tiempo esa tarde, y la noche, lenta, se ovilló
junto al fuego.
Ti Lu comenzó a sentirse menos solo y a comentar en voz alta lo que le iba sucediendo. Sentía la presencia de su amigo, que
miraba con igual sensibilidad el avance de cada paisaje. Conversando con él, soñó pinceles de trazo más fino, que consiguió
uniendo barbas iridiscentes de pluma de pavo real.
Pero dos semanas después llegó una comitiva en un carruaje real; entraron a la casa y sin saludar le hicieron preguntas. Ti Lu
pensó que era el principio del fin. Sin embargo, los recién llegados recorrieron el taller y revisaron los cuadros.
–Buscamos una obra para el Emperador –anunciaron–. Tu fama ha recorrido las distancias. Por eso, él ha decidido
perdonarte la vida. Merece, a cambio, tu mejor obra – le dijeron.
–Me pondré a trabajar –dijo Ti Lu.
De pronto se hizo un silencio. El enviado del emperador se había detenido junto al cuadro del amigo de Ti Lu.
–Tal vez no sea necesario volver.
–¡Ésa no es una obra digna del Emperador! –dijo Ti Lu, tratando de apaciguar su desesperación–. Prepararé tintas de oro y plata,
que iluminen los salones imperiales.
–Esta obra puede agradarle, la llevaremos –comentaron los otros.
–¡Permítanme que le dedique una obra especial! –imploró.
Pero ya la comitiva iba saliendo del taller, subía a su carruaje y se llevaba la imagen de su único amigo.
La tristeza y la soledad lo ganaron. Ti Lu permaneció inmóvil toda la semana siguiente; a la hora de encender las luces, no lo
hacía; a la hora de abrir las ventanas al amanecer, se ahogaba de sombra. Sólo algunas veces caminaba junto al río Amarillo y allí
lo encontraban las primeras estrellas. Hasta que una noche, al regresar, vio que su casa brillaba a la distancia. Pensó que era una
alucinación, pero ya más cerca vio que emitía el latido secreto de las casas habitadas.
Alguien lo esperaba. Estaba vestido con esos colores casi transparentes que sus pinceles sembraban en las telas.
–Has regresado –dijo Ti Lu, sin creerlo todavía.
–En los salones imperiales no se puede vivir –dijo el amigo, y le sonrió mientras aprontaba, como en un ritual, los pocillos de
porcelana para el té.

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