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Para conocer cómo puedes transmitir en vivo el servicio de tu iglesia, te recomendamos leer
esta guía práctica.
Escribo desde mi casa, en España, donde estoy encerrado por decreto real y también por mi
conciencia cristiana. Solo puedo salir para comprar alimentos, medicamentos o gasolina, o
para realizar algún trabajo realmente necesario.
Nuestra iglesia local también está tomando precauciones en medio del coronavirus. Hemos
suspendido todos los cultos, reuniones, y demás actividades presenciales de nuestra
congregación por un mínimo de dos semanas.
¿Cómo mostramos amor por nuestros prójimos? Básicamente, de dos formas: (1) haciendo
todo lo que podamos para hacerles bien; y (2) evitando todo aquello que pudiera hacerles
daño.
Si los expertos nos dicen que el coronavirus, aunque no sea tan letal como otros virus, sí es
muy contagioso, y que es muy recomendable practicar el “distanciamiento social”, entonces
suspender las reuniones de nuestras iglesias es una muestra clara de amor por el prójimo.
Esto es así, sobre todo, con respecto a las personas más vulnerables: las personas mayores y
las que tienen enfermedades respiratorias y otras condiciones de alto riesgo.
Jesús nos enseña a “[dar] a César lo que es de César” (Mr. 12:17), y tanto el apóstol Pablo
como el apóstol Pedro nos exhortan a someternos a las autoridades que gobiernan (Ro.
13:1-7; 1 P. 2:13-14).
Ahora, sabemos que hay dos excepciones a ese deber de someternos a las autoridades: (1)
cuando estas nos mandan hacer aquello que Dios nos prohíbe hacer; y (2) cuando nos
prohíben hacer aquello que Dios nos manda hacer.
Se podría argumentar que como Dios nos manda a congregarnos (He. 10:24-25; etc.), no
deberíamos obedecer a las autoridades suspendiendo nuestras reuniones. Pero lo que vemos
hoy no se trata de una orden anticristiana, absoluta o permanente, y como diré más abajo,
existen formas alternativas de cumplir el mandato del Señor de congregarnos.
Es cierto que los expertos no son infalibles, y tampoco parece haber total acuerdo en la
comunidad médica y científica. Pero ¡la gran mayoría de nosotros somos mucho menos
expertos!
En todas las esferas de la vida confiamos en diferentes expertos: cuando vamos al médico,
confiamos en su diagnóstico; cuando nos operan, confiamos en el cirujano; cuando hay un
policía dirigiendo el tráfico, confiamos en él; cuando volamos, confiamos en el piloto. Sé
que hay excepciones a esta regla, pero, como norma general, confiamos en los expertos y
con razón.
Hay que tener razones de mucho peso para no confiar en las personas que saben mucho más
que la mayoría de nosotros sobre el coronavirus. Y no todo lo que hemos leído en Internet
cuenta como razones de mucho peso.
El mundo nos observa. Tristemente, se aprovechará de cualquier excusa para hablar mal de
nosotros y, lo que es mucho más grave, para hablar mal de nuestro Señor y su Palabra.
Las decisiones que tomemos ante el coronavirus pueden hacer daño a nuestro testimonio, o
pueden convertirse en oportunidades para el evangelio, cuando la gente vea nuestra
confianza en el Señor, nuestro amor los unos por los otros y por nuestros prójimos, y
nuestra colaboración como ciudadanos responsables.
En esta crisis damos gracias al Señor, quizás más que nunca antes, por todo lo que la
tecnología nos permite hacer hoy.
Esto no es lo ideal. Nada puede reemplazar reunirnos en persona para adorar a nuestro
Dios. Pero la tecnología nos ayuda a mantenernos en comunión y edificarnos unos a otros.
Y quizás lo mejor de todo es que ¡hay no creyentes recibiendo ayuda espiritual a través de
estos medios de comunicación, gracias (en un sentido) a la crisis del coronavirus!
Pero ese no es el caso. Aunque nadie sabe cuánto durará esta crisis, parece que tiene fecha
de caducidad, sea de semanas o de meses. Esperamos y oramos que las medidas que
nuestros países están tomando ayuden a adelantar el fin de esta situación.
Palabras finales
El David bíblico tuvo que pasar bastantes meses en diferentes desiertos, privados de los
medios de gracia públicos. Esta fue una situación muy dolorosa que él lamentó en más de
uno de sus salmos (Sal. 18; Sal. 63; etc.).
Si el Señor quiere –¡y nunca mejor dicho!– saldremos de este “desierto”. Quiera el Señor
que, cuando llegue ese momento, salgamos más agradecidos que nunca por los medios de
gracia públicos, más fuertes en el Señor como resultado del tiempo de prueba, y con más
ganas de disfrutar de la dulce comunión de la familia de la fe.