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Sendas de dem ocracia

E ntre la violencia y la globalización


F ernando Q uesada

E D I T O R I A L T R O T T A
C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P RO CESO S
S erie C iencias S ociales

A Raquel Quesada

© Editorial Trotta, S.A ., 2 0 0 8 , 20 1 2


Ferraz, 55. 2 8 0 0 8 M adrid
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© Fernando Q u e s a d a C astro , 20 0 8

ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-337-6


C O N T E N ID O

Prólogo..................................................................................................................... 9
1. 1989. ¿Democracia post-liberal? Apuestas finales....................... 27
2. Fin de siglo . La democracia entre la anomia y la violencia social . . . 63
3. Democracia y cultura: ¿es el «choque de civilizaciones» el horizonte
político democrático del siglo x x i? .................................................. 93
4 . Estado de excepción frente a democracia . 11 de Septiembre. El fun-
damentalismo en los Estados Unidos. M ito fundacional y proceso
constituyente 123
5 . Democracia y globalización . Hacia un nuevo imaginario político (1) 165
6 . Procesos de globalización y agentes sociales . Hacia un nuevo imagi­
nario político (2) 191
7. Feminismo y democracia: entre el prejuicio y la razó n .............. 217
8. Democracia, ciudadanía y sociedad c iv il....................................... 241
9 . Democracia, ciudadanía y virtudes púb licas................................. 265
Índice........................................................................................................................ 293
PRÓLOGO

La presente obra no es un p ro n tu ario acerca de cóm o las plurales teorías


de la dem ocracia defienden su p ertin en cia o cóm o se justifican sim ple­
m ente aquellas q ue están im plantadas en n uestros diversos regím enes
M uy al co ntrario , el título m ism o, Sendas de dem ocracia, alude a un
hecho de m uy distinto signo: a los restos, a las form as truncadas, a los
m odos parciales o a la presencia m eram ente form al de algunos de los
elem entos esenciales de la dem ocracia, aun en su form a liberal re p re ­
sentativa dom in an te Esto es, la obra responde a la experiencia radical y
a la explicitación filosófico-política de lo que, al m enos p ersonalm ente,
entiendo m ás bien com o un proceso de vaciam iento, de distorsión y
de neutralización de los contenidos tradicionales de la política, espe­
cialm ente co nform ados duran te u na gran p arte del siglo x x . M ás aún,
habríam os llegado, en los m o m entos actuales, al solapam iento in stitu ­
cional de la política en aras de la econom ía . É sta ha llevado a cabo
u na exitosa im plosión, en el in terio r m ism o del capitalism o, y se ha
im puesto en la form a sistém ica del neoliberalism o d en tro de los p ro ce­
sos políticos de actuación práctica en la nueva era que hem os d eno m i­
nado globalización o m undialización . Así, pues, no consideram os que
estem os ante una crisis de la política, sino ante un hun dim ien to, ante
un desplom e de la m ism a. Y aunque se sigue distinguiendo convencio­
nalm ente entre los valores de la dem ocracia, defendida p o r la m ayoría
de la población, frente al ejercicio institucional de la m ism a, lo cierto
es que vivim os m o m entos de tedio, de desánim o, de hastío ante los
problem as de la co rrup ción de gobernantes o de p artid os, los im p e­
dim entos con que los p ro pio s gobiernos obstaculizan la transparencia
de p ro cedim ientos p ara hacer frente a m uchos de los asuntos que m ás
claram ente afectan a la ciudadanía, la suave caída, p ero creciente, de la
abstención, la p érdid a im parable de lo que se d enom inaba la «cuestión
social», esto es, la presencia y la capacidad de m ovilización de las o rg a­
nizaciones obreras [. . .] Y el p ro blem a cobra especial significado cuan­
do advertim os que la caída del M u ro de Berlín (1989) no ha venido
a significar una m ayor depuración, extensión y p rofundización de las
dem ocracias establecidas, u na vez desaparecido el «adversario» . Por el
co ntrario , estam os asistiendo, en el corazón de E uropa, a elecciones de
gobernantes incursos en cientos de juicios, cuyos rep resen tantes en el
nuevo g obierno han llegado a p ro p o n er que las elecciones h an servido
p ara d esm o ntar el E stado de derecho en Italia, p ara som eterlo to d o a la
vo lu n tad del gobierno D e m o do que com o resultado de to d o ello, has­
ta los partid os m ás cercanos a la socialdem ocracia com ienzan a pensar
que, dado q ue el nuevo capitalism o, el neoliberalism o, parece ya inven­
cible, cabría buscar fórm ulas de acom odo que lim aran las aristas m ás
acusadas Al m ism o tiem p o, este m odo de p ro ced er p o d ría llevar a una
cierta invisibilización de esta nueva fo rm a de capitalism o que no h iriera
las conciencias m ás exigentes políticam ente C om o es sabido, la nueva
fo rm a de capitalism o co nfo rm ad a desde d entro del m ism o, fru to de
un giro p ro p io de enorm e trascendencia que, con fases previas a p artir
de 1973, tuvo su m o m en to m ás explosivo a p artir de los años ochenta
(Castells señala el 27 de agosto de 1987, m o m en to del Big Bang finan­
ciero londinense, com o el m o m en to de la nueva era de la liberalización
de los m ercados de capitales y de valores Es decir, q ue la desregulación
y la liberalización del com ercio financiero fu ero n los factores cruciales
que estim ularon la globalización), al am paro — com o ocurre con todo
cam bio económ ico, que n unca es «natural»— de proyectos políticos que
pued en reco rd arn o s a jefes de gobierno com o M . T hatcher y R . R eagan .
La fam osa afirm ación de T hatcher: There is no A lternative, no hay alter­
nativa, m arcó los nuevos cam inos de la econom ía, de la globalización
É sta se centró en el apoyo y desarrollo de las tesis que H ayek había ido
co nfo rm an do , a p artir del año 4 7, en reuniones periódicas en M o n t
P élerin, con un grupo de teóricos: Friedm an, Popper, Von M ises, Lipp-
m an, etc Se tratab a de arg um entar co n tra el igualitarism o, que daría
paso al E stado de Bienestar, el peso específico de los sindicatos, la co n ­
sagración de los gastos sociales, etc En u na segunda época, el neolibera-
lism o se desarrolló, co ncitando la aquiescencia de los diversos E stados
m ás desarrollados a p artir de los E stados duros de E uropa: A lem ania,
Francia (tras el fracaso de M itterra n d en 1 98 2-1983, buscando u na vía
p ro p ia francesa), E scandinavia, etc , con la excepción de A ustria y Sue­
cia . En el extrem o geográfico, A ustralia y N u eva Z elan da serán adalides
del nuevo capitalism o avanzado Los E stados surgidos de la q uiebra de
la U nión Soviética han sido, curiosam ente, los p rotagonistas de lo que
p o d ría considerarse com o tercera etapa del neoliberalism o Se puede
afirm ar que estam os ante u na nueva época histórica, cuyo alcance en los
nuevos tiem pos h ab rá de sopesarse ten iend o en cuen ta la em ergencia de
econom ías y E stados nuevos de gran trascendencia p ara n uestro globo,
com o pued en ser C hina, India, Rusia, la conjunción de Brasil con las
nuevas alianzas, de E stados m edios, en períod o de conform ación N o
deja de ser paradójico que quien se aventuró a dictam inar el final de la
H isto ria, conv irtién d on os en M useo letal, haya venido a afirm ar — tras
su in ten to de interp retació n hegeliano-cultural a través de Kojeve de
ese supuesto final— que «lo universal es el deseo de desarrollo eco n ó ­
m ico, m ientras que el de la dem ocracia no es inicialm ente universal,
aunque con el tiem po acaba siendo una especie de requisito funcional»1.
D e m o m en to , em pero , parece haberse im puesto el hecho de que, «por
prim era vez, desde la R eform a, ya no se dan oposiciones significativas,
es decir, perspectivas sistem áticam ente opuestas, en el seno del p ensa­
m iento occidental; tam p oco, apenas alguna, a escala m undial [ . . .] C on
independencia de las lim itaciones que continúan im pidiendo su ejerci­
cio, el neoliberalism o com o conjunto de principios im p era sin fisuras en
to d o el globo: la ideología m ás exitosa de la h isto ria m undial»2.
E ntien do que el neoliberalism o, en los térm in os de D avid H arvey
es, «ante tod o, u na teo ría de prácticas político-económ icas que afirm a
que la m ejor m anera de p ro m o ver el bienestar del ser hum ano consiste
en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades
em presariales del individuo d entro de un m arco institucional caracte­
rizado p o r derechos de p ro p ied ad privada fuertes, m ercados libres y
libertad de com ercio El papel del E stado es crear y preservar el m arco
institucional ap rop iado p ara el desarrollo de estas prácticas»3. El propio
au to r viene a co rro b o rar algunas de las tesis que venim os sustentando
sobre la aparen te im posibilidad o la dificultad extrem a de crear frentes
de acción alternativos al econom icism o y a la reim posición (Sartori) de
la idea del «sujeto posesivo», debido en gran p arte a lo difícil que resulta
sustraerse a lo local y lo p articular «para co m p rend er la m acropolítica
de lo que está pasando con la acum ulación p o r desposesión neoliberal y
la restauración del p o d er de clase»4. En realidad, la configuración de la
ideología d om inante ha conseguido establecer la econom ía, en su for­
m a de único sistem a económ ico-científico actualm ente im puesto, com o
un dato n atural y cuasi soteriológico, p o r la supuesta cientificidad del
m ism o y p o r los beneficios que p ro p o rcio n a. Así, p o r ejem plo, se nos
advierte y conm ina a aceptar que el hecho de « protestar co n tra procesos
generales inherentes al desarrollo m undial de la econom ía com o el capi­
talism o y la globalización actuales, com o si se tratase de ideologías a las
que hay que adherirse o rechazar, no tiene ningún sentido práctico»5.
A hora bien, el p ro blem a de la adhesión a esa especie de «fe» en el siste­
m a, considerado com o u na realidad inapelable de carácter n atural, de
resabios divinos a lo Locke, que conlleva el sistem a económ ico reinante,

1. Daniel Gamper, «Entrevista a Fukuyama. ‘No se puede forzar la democracia’»: La


Vanguardia, 16 de febrero de 2005. El llamado a la neutralización de la política y la reducción
del ciudadano a mero consumista, viene, pues, de lejos, y es el objetivo propuesto para consu­
mar la historia El subrayado es mío
2. P. Anderson, «Renovaciones»: New Left Review 2 (2000), pp . 14-15.
3. D. Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 6.
4. Ibid., p. 2 I 9 .
5 G de la Dehesa, «Globalización»: El País, 20 de marzo de 2001
queda en gran p arte desfigurado y tru n cad o p orqu e, entre las personas
que aceptan pasivam ente el credo p ro p u esto y aquellas que p o n en en
cuestión tal m odo de p roducción, «desgraciadam ente, las segundas son
m ás num erosas que las prim eras y adem ás son las que atraen m ayor
atención de los m edios de com unicación», al decir del au to r neoliberal
a quien estam os citan do 6. A p artir de aquí, G uillerm o de la D ehesa
com ienza una especie de juicio m oral universal en el que se salvan las
O N G ya establecidas que gozan de rep utació n, frente a aquellas «que
se en cu entran todavía en sus inicios m ás radicales y que se lim itan a
protestar» El resto de los que p ro testan son denostados, p o r supues­
to «m oralm ente», pues la condena política de los m ism os conllevaría
aceptar el valor crítico y norm ativ o de la teo ría política, sería d ar carta
de n aturaleza p ara que tales problem as fueran discutidos políticam en ­
te bajo el supuesto del sufragio general Por el co ntrario , el resto de
los que p ro testan son, pues, denostados com o «grupúsculos radicales
y violentos de estudiantes y activistas de países desarrollados, que p u e­
den pagarse el viaje a lugares tan distintos com o Seattle, W ashington o
Praga, que están en contra del o rd en establecido, del sistem a capitalista,
de la globalización, y en definitiva, del actual progreso económ ico»7.
Puesto que sería políticam ente incorrecto denom inarlos com unistas,
se los recicla en niños de papá, estudiantes, ricos inconform istas que
pued en viajar y críticos m arginales del o rd en establecido Por cierto, en
estos días de 2 008, se trataría de un revival del 68. Q uizás esta posición,
que se m uestra com o un en frentam iento b ifro nte en tre la ciencia p u ra y
n atural, cual es la econom ía neoliberal dom inante, y la denigración de
cuantos se o po nen al sta tu quo, sea lo suficientem ente expresiva para
catalogarla, de m o m en to, d en tro de lo que S artre d enom ina «m ala fe»
Esto es, lo que es p ro d u cto de acciones hum anas sufre un trucaje p o r lo
que va a ser p resen tado com o la facticidad inm anente de los procesos
económ icos . La o tra cara del m ism o trucaje consistirá en p resen tar las
decisiones hum anas com o si n o fueran la herm eneusis de las situaciones
m ism as La o tra dim ensión de la actitud encarnada en la «m ala fe» sar-
trian a es justam ente ésta: que su planteam iento es absolutam ente «im ­
político» D icho brevem ente, no le interesa enfrentarse políticam ente ni
con los p artidos, que p erm iten el tipo de econom ía que propicia, ni con
la ciudadanía, que, siendo m ayoría en su oposición, p o d ría in tro d u cir
cam bios sustanciales Se trata, p o r tan to , de evitar p o n er en un p rim er
p lano la política, lo cual no significa que esta actitud sea apolítica, p o r­
que tal posición le haría to m ar p artid o p olíticam ente h ablando Se tra ­
ta, m ás bien, de dejar la política en su estado actual, desnaturalizada y
neutralizada, com o una concesión que n unca ha de usarse m ás que en su
aspecto form al de elecciones; no conviene hacer apología de la m ism a,

6. Ibid.
7. Ibid.
sino asum ir conscientem ente que está ligada a estados de fuerza que, de
m o m en to, son favorables a unos intereses determ inado s Sin em bargo,
m ás allá del «desprestigiado bien com ún», escribe un au to r tan «centra­
do» com o B ockenforde (catedrático de D erecho Público y de H isto ria
C o nstitucional y del D erecho en la U niversidad de F riburgo, adem ás de
h aber desem peñado la función de m agistrado en el Bundesverfassungs-
gericht), «desde un enfoque actual [dentro de la dem ocracia com o p rin ­
cipio constitucional, F. Q .], y sin segundas, se p o d ría hablar de ‘interés
com ún de to d o s’ o de ‘dem andas de la generalidad de los ciudadanos’.
E sta o rientación n orm ativ a no quiere decir sim plem ente que haya que
olvidar los p ro pio s intereses y necesidades Sólo significa que los in te­
reses tienen que im plicarse en un proceso de m ediación ten d en te a lo
general, y que ese proceso tiene un p u n to de referencia m ás am plio, que
va m ás allá de esos intereses y necesidades»8 C iertam ente, algo tan ele­
m ental y prim ario cuando se habla de u na com unidad o nación que d e­
cide convivir regladam ente, de acuerdo con los principios básicos de la
dem ocracia, está m uy lejos de las m edidas que tom ó inm ediatam ente la
señora M argaret T hatcher en la línea m ás p u ra de las recom endaciones
de H ayek: la estabilidad m o n etaria com o m edida esencial, reducción de
gastos sociales, u na lucha sin tregua co n tra los sindicatos y la creación
de u na «tasa n atural de desem pleo», com o ejército de reserva y freno
ante las p retensiones de los sindicatos . La distinción, pues, de G uiller­
m o de la D ehesa en tre «buenos y m alos», desde las O N G a los grupos
de ciudadanos que p ro testan co ntra las m edidas globalizadoras, co ntra
u na form a co ncreta de globalización, p retend e revestirse de u na cierta
ingenua reserva p olítico-dem ocrática E sta ladina p o stu ra de im poli-
ticidad im plica — contrariam ente a lo deseado— u na responsabilidad
específica consistente en ocultar las líneas de fuerza que están realm ente
su plantando la realización de la dem ocracia en el E stado social C om o
insiste B ockenforde:
Entre la democracia y el Estado social no existe una relación de equili­
brio o de limitación recíproca, sino una relación unilateral de impulso y
apoyo que parte de la democracia En la medida en que en la democracia
la formación de la voluntad política se basa en la igualdad política de to­
dos los ciudadanos y, con ello, en el derecho de sufragio universal e igual
así como en una competencia continua y abierta por el liderazgo políti­
co, está dada la posibilidad de que los problemas e intereses sociales se
conviertan en cuestiones políticas y sean así los temas sobre los que se
centra la confrontación política Esta posibilidad se vuelve políticamente
ineludible allí donde la desigualdad social existe en una medida relevan­
te, donde los afectados por ella no constituyen sólo una pequeña parte
de la población y sin relevancia para la lucha por la mayoría9
8. E. W Bockenforde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Trotta, Ma­
drid, 2000, p. 116.
9. Ibid., p.128.
Por to d o ello, resulta aún m ás incom prensible la form ulación que
em plea G uillerm o de la D ehesa en un nuevo artículo, aparecido en el
m ism o m edio de com unicación, el 2 9 de septiem bre de 2 0 0 0 , titulado
«Q uién gana y quién p ierde en la globalización» . En línea con su concep­
ción absolutam ente econom icista neoclásica de las relaciones que han
de p red o m in ar en el ám bito global, los ciudadanos son tod os hom oge-
neizados a título de «consum idores», n o de agentes políticos que hayan
de en tend er de la p ro du cció n y del rep arto de riquezas o beneficios En
cuanto «m eros consum idores» se p o d ría h acer u na estadística acerca de
los que com en algo, poco o m ucho El resultado final de su trabajo es
que «son m uchísim o m ás num erosos los que ganan que los que pierden
en la globalización Casi tod os ganan com o consum idores y sólo algu­
nos de ellos p ierden com o p roductores»10 E lim inada la idea política de
ciudadano, idea que co m p orta ten er derecho a d isfru tar de derechos,
se deja paso a u na m o ralina apaciguadora del desastre ofrecido global­
m ente En to d o caso, la apostilla final p ara que p ued a h aber un rep arto
posible de las excesivas ganancias de los em presarios es un paso adelante
de la posición algo m ás severa de H ayek, precedente de su pensam iento,
quien recom endaba, a este respecto, que «no debem os asum ir tareas que
no nos corresponden» La trilogía sobre la globalización ofrecida p o r de
la D ehesa, que en este m o m ento nos interesa, viene a com pletarse con
un nuevo artículo, de 19 de enero de 2 00 7, titulado «La libertad de los
m odernos Felicidad e ingresos» Puesto que hem os pod id o entretejer
algunas de sus posiciones principales, sólo quisiera atender a esta p ro ­
puesta sobre la felicidad, sobre la vida particular, de la que ya hablara
el p rim er liberal p ro piam en te dicho: C o nstan t Por u na p arte, de la D e­
hesa vuelve a consagrar «la idea del co m p ortam iento egoísta y com pe­
titivo» que, si bien «es fundam ental p ara que funcionen la com petencia,
los m ercados y la eficiencia em presarial, no lo es p ara los trabajadores
d en tro de cada em presa [ ] es la p ro du ctivid ad la que es im p ortan te
H ay que ser m ás p ro du ctivo entre otras razones p orqu e, en conjunto,
las em presas pagan de acuerdo con la p ro du ctivid ad colectiva e ind i­
vidual de sus trabajadores» D e o tro lado, la felicidad que ello p ued a
rep o rtar a los obreros parece situarse en la m ayor asim etría posible de
las relaciones entre los individuos D e hecho la supuesta vida particular,
privada, feliz de los obreros es la m enos p articular y p ro p ia de los m is­
m os . Éstos dependen de los beneficios que el p ro d u cto r considere sufi­
cientes según sus p retensiones de ganancias; la decisión del m o nto del
salario, u na vez estipulada la asocial y nefasta acción de los sindicatos,
será to m ad a p o r el em presario o su institucionalización, y la posibilidad
de deslocalización de las em presas som ete a los obreros a u na tensión
n un ca resuelta sobre el lugar d on de p o d rán establecer su privacidad y su
felicidad El m o n to de felicidad y vida privada está expuesto, p o r o tro
10 Ibid.
lado, a la com petitividad, que llega a p ro d u cir «estrés, insatisfacción»,
«reduciendo la calidad de las relaciones entre los trabajadores» N u ev a­
m ente, la retó rica llam ada — tras la ren ov ada insistencia en el afianza­
m iento de la com petitividad y el co m p ortam iento egoísta— a «prim ar
la cooperación, la confianza m u tua y el trabajo en equipo», se nos an ­
toja tan co ntrad ictoria con to d o el discurso com o expresión tom ada
de esos sesudos m anuales tan al uso sobre cóm o triu n far en la vida11
Esta discusión crítica sobre la globalización tiene, p o r o tra parte,
un sentido especial en el pró log o de esta obra p orqu e responde a una
doble función En p rim er lugar, al tem atizar m i discusión de la d em o ­
cracia desde la perspectiva filosófico-política to m a cuerpo un m o do de
p ro ced er que v ertebra el libro Si la posición n orm al de vida es asum ir o
som eterse a las norm as sociales establecidas, la filosofía se distingue p or
el carácter crítico-polém ico con un tú o con un v oso tros . «C orrelativa­
m ente — escribe Le D oeuff— la filosofía puede ser considerada com o
u na m anera de afro n tar una situación o una realidad com o si fuera la
d octrina o la tesis de alguien»12 La filosofía, pues, no se presenta com o
un m onólogo, com o un discurso autista, sino que m antiene un reso r­
te inconteniblem ente polém ico: es un en frentam iento con alguien que
p resenta el m u nd o com o u na d octrina o una tesis p ro p ia Y es a p artir
de esa construcción de la tesis del o tro com o reflexiona, argum enta,
critica, p ro p o n e el filósofo En el fon do es una garantía, com enta la filó­
sofa francesa, p ara las siguientes generaciones que estén dispuestas no a
callar o silenciar sus ideas, sino a pensar cóm o es o debe ser el m undo
Y Sendas de dem ocracia sigue el m éto do de h acer aparecer las o pinio ­
nes invisibilizadas, d ar voz a los problem as sociales silentes, y p o n er en
cu arentena las doctrinas que se presen tan com o no necesitadas de legiti­
m ación Es p o r ello, y p o r otras causas que se explicitarán, u na tentativa
de realizar un esfuerzo continu ad o, tenso, p ara que ninguna d octrina se
exim a de pasar p o r el tribu nal de la razón, p o r im poner, en térm in os de
K am bartel, u na «cultura de razones», fun dam en to de la p ro p ia razón .
Pero hay un segundo aspecto filosófico en la obra: el de m o strar
las insuficiencias epistem ológicas del sistem a económ ico dom inante, la
quiebra o fractura gnoseológica que se encu entra en la base de la su­
puesta firm eza de la econom ía neoliberal En este proceso he de tom ar
com o guía la o bra de José M anu el N a re d o 13. C on gran agudeza y estric­
ta m etodología, N ared o reconstruye las tres etapas, desde los fisiócratas
hasta los neoclásicos del final del siglo x ix y principios del x x , y las

11. Es de agradecer, en cualquier caso, la claridad y la decisión con que Guillermo de


la Dehesa se muestra dispuesto a argumentar y defender sus posiciones en todos los asuntos
socio-económicos que más nos afectan en esta forma concreta de globalización, que estima tan
productiva como viable para una gran parte de los que tan precariamente pueden hacerle frente
12. M.le Doeuff, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, p. 54.
13. J. M. Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dog­
mas, Siglo XXI, Madrid, 2006.
razones p o r las que la econom ía actual echó p o r la b o rd a la conjunción
de la econom ía y las p reocupaciones de la naturaleza con que com en­
zaron a sistem atizar su pensam iento los autores del xviii: los fisiócra­
tas D espués de establecer estos últim os la noción de p ro du cció n com o
centro de la disciplina económ ica, ésta acabará in ten tan d o acrecentar
las riquezas sin m enoscabo de lo que aquéllos consideraban com o la ca­
pacidad g enerado ra co ntinu a de la m adre T ierra, apoyados en la p ro p ia
p ostulación de L inneo sobre el crecim iento de la T ierra habitable D e
tal m o do que los fisiócratas trataro n de conciliar sus reflexiones entre
crem atología y econom ía de la naturaleza «Pero, com o es sabido, al irse
desplazando la aplicación de su idea de sistem a económ ico al m ero em ­
pleo de los valores pecuniarios, se acabó co rtand o el co rdó n um bilical
que originariam ente la unía al m u nd o físico»14 C om o consecuencia de
ello, los econom istas clásicos no p ud ieron sino co m p rob ar que el creci­
m iento de la población, la p ro du cció n y el consum o (m ateriales) resul­
taban inviables a largo plazo si ocurría, com o ya se había venido com ­
p ro b an d o , que la T ierra n o crecía, tal com o desde el final del siglo xviii
y principios del x ix hicieron evidente la geodesia, la m ineralogía y la
quím ica m o d ern a Este descubrim iento llevaría, necesariam ente, a un
estado estacionario:
Serían los economistas llamados «neoclásicos» de finales del xix y prin­
cipios del xx los que acabaron vaciando de materialidad la noción de
producción, separando ya por completo el razonamiento económico del
mundo físico, y completando así la ruptura epistemológica que supuso
desplazar la idea de sistema económico —con su carrusel de la produc­
ción, el consumo y el crecimiento— al mero campo del valor15.
Éste sería ya el inicio de lo que hoy se deno m in a sistem a económ i­
co , el cual conlleva, en térm in os de N ared o , tres recortes principales:
p rim ero, considerar sólo el subconjunto de lo directam ente útil que es
objeto de apropiación efectiva p o r p arte de los agentes económ icos;
segundo, reten er solam ente aquel subconjunto de objetos ap ropiados
que tienen valor de cam bio; p o r ú ltim o, en función de los dos an te­
riores recortes, aten d er al p ostulado que perm ite asegurar el equilibrio
del sistem a (entre pro du cció n y consum o, m ás o m enos diferenciado,
de valor), sin recu rrir a consideraciones ajenas al m ism o A la postre,
com o vino a sentenciar el N ew to n de la econom ía, W alras, la noción
de riqueza social se circunscribe en su sistem a a lo siguiente: «El valor
de cam bio, la industria, la p ro piedad , tales son, pues, los tres hechos
generales de los que to d a la riqueza social y de los que sólo la riqueza
social es el teatro»16 En definitiva, a lo que se reduce el nuevo sistem a

14. Ibid., p. 6,
15. Ibid., p. 8.
16. Ibid., p.9.
económ ico es al fracaso y a la ru p tu ra de tres m ediaciones gnoseológi-
cas: la relación con el trabajo, la relación con la T ierra y la relación con
las im plicaciones sociales, raíz de tod os los problem as ecológicos, de los
desechos esparcidos p o r la T ierra, de la distribución de la riqueza De
tal m o do que cuando G uillerm o de la D ehesa afirm a, en el tercero de
los artículos citados, que «es la productividad la que es im p o rta n te» [el
subrayado es m ío, F. Q .], en co ntram o s resum idos los problem as p rin ci­
pales que nos atenazan; la pieza fundam ental: el capital, la idea de p ro ­
piedad, absuelta del resto de los elem entos que configuraron en su in i­
cio la econom ía; el desastre principal: la explotación sin fin de la T ierra,
olvidando que al ser ésta un sistem a «cerrado en m ateriales que recibe
diariam ente el flujo solar, la vida se desarrolló utilizando esta fuente
renovable p ara enriquecer y m ovilizar de form a cerrada los stocks de
m ateriales disponibles, utilizando con ellos u na cadena en la que tod o
era objeto de un uso posterior»17 Al valorar únicam ente aquello de lo
que u no se puede apropiar, m o netarizand o la econom ía, se oculta no
sólo el cúm ulo de problem as que estam os p adeciendo ya, científicam en­
te d em ostrados pese a la negativa de grupos de intereses poderosos, al
tiem po que se oculta que el llam ado «sistem a económ ico» es fruto de
de tres ru p tu ras epistem ológicas constitutivas de su núcleo fuerte y que,
p o r tan to , no sólo ha de revisar su supuesto cientificism o y n aturalidad,
sino que resulta radicalm ente destructivo en sus consecuencias Es cier­
to que W eber se abstuvo, p o r razones m etodológicas, de co ncretar su
juicio sobre el capitalism o que ya había aban do nad o el ascético m anto
que contuvo su afán de riqueza Pero n o p ud o dejar de escribir que
la fatalidad hizo que el manto se trocase en jaula de hierro [en traduc­
ción exitosa de Parsons]. El ascetismo se propuso transformar el mundo
y quiso realizarse en el mundo; no es extraño, pues, que las riquezas de
este mundo alcanzasen un poder creciente y, en último término, irresis­
tible sobre los hombres como nunca se había conocido en la historia.
El estuche ha quedado vacío de espíritu, quién sabe si definitivamente
[. ..] También parece haber muerto definitivamente la rosada mentali­
dad de la riente sucesora del puritanismo, la «Ilustración» [. ..] Nadie
sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío [ ] En este caso, los
«últimos hombres» de esta fase de la civilización podrán aplicarse esta
frase: «Especialistas sin espíritu, gozadores de corazón: estas nulidades
se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás
alcanzada anteriormente»18.
Q uisiera destacar que, en o rd en a la interp retació n de esta obra, hay
un hecho decisivo y tan pregn ante histórica e ideológicam ente com o fue
la caída del M u ro de Berlín . Bien es cierto que el proyecto del «socia­
17 Ibid. , p 47
18 M Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona,
pp 258-260
lism o real», tal com o se había organizado y p ensado una y o tra vez en
la antigua U nión Soviética y en los países satélites del Este, ten ía una
pretensió n crítico-civilizatoria que no guardaba m ucha relación con la
institucionalización allí im plantad a La reconsideración de aquel tiem po
no tiene nada que ver con la com placencia ni la nostalgia con respecto
de los logros de la U nión Soviética El verdad ero problem a, que se p re­
senta con to d o rigo r y com o inapelable sentencia histórica a través de
la caída del M u ro de Berlín, rem itía al en frentam iento civilizatorio que
dos hijos de la M o d ern id ad habían sostenido hasta el final del «corto
siglo xx», al decir de H obsbaw m , que term in a en 1989 con la caída del
M u ro de Berlín, según la tesis sustentada p o r el m ism o au tor
La quiebra de la R evolución rusa de 1917, que d uró sesenta años,
tuvo diversos tipos y m o m en tos de interacción con los pensadores y los
m ovim ientos políticos en E uro pa Lo que nos interesa en este m o m ento
consiste en m ostrar, sintéticam ente, el n ud o gordiano de las discusiones
que tuvieron un referente en el socialism o real, pero que m arcaron posi­
ciones claram ente diferenciadas del m ism o: desde los h eterod ox os m ar-
xianos a los teóricos o m ovim ientos que rep lan tearo n de nuevo cuño la
categorización crítico-práctica del «tedio» de aquel m om ento, un signo
de que — en clave hegeliana— nos hallábam os ante la presencia de una
v erdad era crisis epocal El conspecto práctico y sim bólico que venía co­
b rand o fuerza respecto de la form a de encarar tal crisis alim entó, hasta
1989, esfuerzos interm inables p o r p arte de filósofos, teóricos políticos,
p artid os y diversos grupos de ciudadanos en to rn o a la posibilidad y a
la plausibilidad de u na alternativa al capitalism o En estas discusiones,
los países llam ados socialistas d ieron lugar a que m uchos pensaran que
una alternativa al o rd en liberal-capitalista era necesaria y, sobre tod o,
«posible», lo que en trañó una expectativa estim ulante p ara la izquierda,
así com o un h orizo nte de posibilidad inq uietante p ara la derecha N o
es ex traño , com o ten drem os ocasión de discutir con y disentir de H obs-
baw m en los capítulos p rim ero y segundo, que este au to r escribiera, a la
caída del M u ro de Berlín:
Todo lo que hizo que la democracia occidental mereciera ser vivida por
su gente [. . .] fue el resultado del miedo [. ..] miedo de una alternativa que
realmente existía y que realmente podía extenderse, sobre todo bajo la
forma del comunismo soviético M iedo de la propia inestabilidad del
sistema

Así, la fecha de 1989 m arca algunas de las dim ensiones im portantes


de m i trabajo La caída del M u ro de Berlín significó una quiebra, que
se ha m o strad o casi insuperable, del pensam iento crítico en to rn o a la
crisis de u na época que parece cerrarse en la fecha m arcada, a la vez que
se p ro du ce la victoria y la consolidación del m odelo liberal-capitalista
Este últim o abre u na era m uchas de cuyas características son objeto de
m is discusiones a lo largo de este libro Sobre to d o , m e interesa destacar
el significado de la v ictoria de este últim o sistem a . Se trata, p o r tan to , de
arg um entar en to rn o al im aginario político a que rem itía la p ro p ia exis­
tencia del régim en m arxista institucionalizado en el poder, así com o de
especificar algunas de las figuraciones de la trad ició n m o d ern a que, en
respuesta crítica al com unism o dom in an te, ap un taban a u na posibilidad
de cam bio a través de teóricos y de m ovim ientos políticos diversos De
este m o do , estim am os que los años sesenta y setenta del siglo pasado
habrían dado lugar a form as de pensam iento grávidas de alternativas
civilizatorias El conjunto de propuestas y de m ovim ientos que tuvieron
lugar en esos años se sitúan, com o subtexto del p rim er capítulo, en la
base de m i rechazo de algunas de las corrientes académ icas dom inantes
hasta los años n o v enta que fueron, desde esta perspectiva, m ás co etá­
neas que contem poráneas
D ado el interés que concedo a lo largo de to d o el libro a la intelec­
ción de lo que supuso el final del «corto siglo xx», voy a aclarar algunas
de las dim ensiones de este final, aunque sea de form a sucinta, de la m ano
de un liberal tan inteligente com o claro m ilitante anticom unista Se tra ­
ta de R aym ond A ron . N u estro au to r ostentó puestos de responsabilidad
en la organización pro estado un id en se del C ongreso p o r la L ibertad de
la C ultura, fundado en 1950 y de fuerte im plantación en Francia, h as­
ta que, en 1967, se destapó el secreto m anten ido hasta el m om ento:
que dicha organización estaba intervenida y subvencionada p o r la CIA
Tras la ola de escándalos que tuvieron lugar a p artir de 1967, A ron re ­
n unció a reco m p on er el C ongreso, aunque perm aneció com o m iem bro
del m ism o hasta finales de los años setenta (Estas redes p ro estad o u n i­
denses han sido reactivadas en E uro pa, en nuestros días, p o r G eorge
W Bush .) N u estro autor, a p artir de tal suceso, en co ntró en la revista
C om m entaire, desde el año 1978, u na p lataform a ideal p ara ex po ner su
pensam iento político y hacer el seguim iento de los distintos fenóm enos
sociales del m o m en to Pues bien, a título p óstu m o, en los años noventa,
esta revista publicó en francés un artículo inédito de A ron (m uerto en
1983), corregido en su versión francesa p o r el p ro p io autor, titulado
«Del buen uso de las ideologías» El tex to original, co rresp on dien te a
un hom enaje colectivo a E dw ard Shils, apareció en lengua inglesa, «On
the p ro p e r use of ideologies», y figura en el volum en colectivo editado
p o r J . B en-D avid y T. N . C lark: C ulture a nd its creators: Essays in honor
o f E dw ard Shils, U niversity o f C hicago Press, 1977. Por m i p arte, cito
p o r la edición francesa de C om m entaire, en traducción de A na A m orós
para uso p articular H aré m ención a los ap artad os del tex to de A ron
para situar literalm ente la lectura
El trabajo «Del buen uso de las ideologías» p retend e ser un ajuste
de cuentas, precisam ente, con el com unism o m arxista-leninista, con el
m arxism o en general y con una p arte de los m ovim ientos sociales y
de los teóricos, surgidos en los inicios de los años sesenta y duran te
los setenta del siglo x x , críticos con el capitalism o y con lo que A ron
d enom inó «síntesis dem ocrático-keyneso-liberal» La posición del au tor
francés supuso, al m ism o tiem po, hacer la crítica de su p ro p ia concep­
ción p rim era de la ideología y, lo que es de m ayor alcance, llevar a cabo
u na deslegitim ación del concepto de ideología que habían asum ido los
teóricos estadounidenses en el en cu entro de M ilán (1950) y, p o r su­
puesto, del libro, algo ru d o y lim itado, de D aniel Bell, E l fin de las ideo­
logías. Esta crítica y esta deslegitim ación conllevaban, lo que no p od ía
ocultarse, u na desvalorización del pensam iento pragm ático y tecnocrá-
tico estadounidense (lo que entonces se llam ó la Tercera Vía: «el fin de
las ideologías» y «la com petencia técnica de los dirigentes») así com o
u na descalificación del antim arxism o visceral y bastante elem ental que
profesaba u na gran p arte de ellos D e acuerdo con A ron, si el final de
las ideologías tuvo un significado m ás bien convencional com o conclu­
sión del m ilenarism o o del fanatism o, encerraba, al m ism o tiem po, una
tram p a É sta consistía en p reten d er identificar tales posiciones con el
m u nd o de las ideas y de los ideales que to d a sociedad m o derna, que
ha aban do nad o el recurso a cualquier instancia h eterón om a, configura
en form a de m u nd os sim bólicos, ligados a las luchas internas en to d a
sociedad, que prestan sentido a las vidas de sus ciudadanos y ejercen
com o apuesta p o r un futuro m ejor A esta dem an da respondían, en una
p arte significativa, la creación co ntinu a de nuevas ideas p o r p arte de
teóricos políticos, la h etero d o x ia de no pocos m arxistas y las protestas
que habían com enzado a extenderse en los años sesenta a través de d i­
versos m ovim ientos de ciudadanos . ¿Q ué es lo que había acontecido o
cam biado tras los años iniciales de la P rim era G u erra Fría, años en los
que se form uló la Tercera V ía estadounidense, el constructo del «final
de las ideologías»? El n ud o de la cuestión y el cam bio radical, tal com o
tuvo lugar en el pensam iento de A ron, consistió en el reexam en del
m arxism o, m ás allá del convencional fracaso del m arxism o-leninism o
en la U nión Soviética . «El erro r — escribe n uestro au to r en el apartado:
«¿A gotam iento del m arxism o-leninism o?»— resultaba p o r un lado de la
falta de sentido histórico El m arxism o-leninism o (y el p ro p io m arxis­
m o en tan to que sistem a ideológico y n o com o pensam iento científico)
no rep resen ta m ás que una de las respuestas posibles a u no de los g ran ­
des debates de la civilización m oderna: el debate conju nto acerca de la
propiedad y el m ercado» (el subrayado es m ío) Se había olvidado, pues,
com o el au to r francés insiste, que el debate an terior al del liberalism o
y el socialism o se centró, con R ousseau, en to rn o a la relación entre el
progreso científico y el desarrollo m oral, con sus im plicaciones en lo
concerniente a la valoración de las civilizaciones, y, con Burke, en el
decaim iento de la grandeza de E uro pa en razón del dom inio tecnocrá-
tico de los econom istas y calculadores C iertos m ales de la civilización
industrial, com enta A ron, desde la alienación de los hom bres en el an o ­
nim ato de organizaciones racionales a la destrucción de la naturaleza,
del m edio am biente, etc , «se convertían en el sustituto o el com p lem en ­
to de la acusación en la polém ica del m arxism o contra el capitalism o
[. . .] La esencia de la civilización m oderna se convierte en el objeto de
debate», observaba agudam ente A ron (el subrayado es m ío) D e este
m odo, el concepto de «ideología» cobra un sentido crítico positivo y de
prospección social frente al sentido peyorativo que, p o r «ideológicos»,
revestían calificativos tales com o «conservadurism o», «escepticism o» y
«pragm atism o», con que se tachaban las posiciones de D aniel Bell o Sey-
m o ur M L ipset D esde esta perspectiva, com enta n uestro au to r francés,
«las ideas de las que se vale la civilización am ericana, libertad, igualdad,
due process o f law , felicidad, ¿por qué no llam arlas ideologías cuyo sen­
tido m o d ern o peyorativo proviene del m arxism o o del antim arxism o?» .
Estas ideas y estos ideales estadounidenses pueden seguir inspiran do a
la v olun tad revolucionaria m ientras im pere el pragm atism o d octrinario
de la T ercera V ía, «m ientras los m ecanism os de la econom ía renueven
las desigualdades, m ientras los lastres sociales restrinjan las libertades
efectivas», enfatiza A ron en el apartado: «La crisis ideológica en los Es­
tados U nidos de los años setenta» Lo que n o se com prendió entonces,
y tam poco lo ha hecho p osterio rm en te el liberalism o triun fante, es que
«las ideas del siglo de las Luces no se organizan en un sistem a, sino que
excluyen el sistem a m ism o» Tales ideas se trad ucen en form as diversas;
no conocen la reconciliación definitiva con la realidad; cobran vida en
un continu o contraste creativo con la realidad Así, p o r ejem plo, la idea
de igualdad, ahorm ada p o r el liberalism o en u na sacralización del in d i­
vidualism o, no rom pe con las asim etrías m arcadas p o r la clase social y
convierte, al p ro p io tiem po, la supuesta igualdad de o po rtu nid ades en
un eslogan vacío Ésta es la razón p o r la cual, com o com enta el sociólogo
francés, los regím enes occidentales y la síntesis dem ocrático-liberal no
se libran de la contestación y la repulsa que la crisis económ ica difunde
a través de capas sociales apenas alcanzadas p o r oleadas precedentes .
Así, los defensores de «una fase histórica de apaciguam iento o de resig­
nación» rep resen tan una posición m uy distinta a la que co rresponde a la
E uropa de aquel m o m en to con el rev erberar de p lanteam ientos p o líti­
cos y sociales, ligados a la idea de cam bio, h erederos de tradiciones dis­
pares: «se d irá que se encu entra siem pre en las sociedades pluralistas de
tipo occidental grupos p ara rechazar el o rd en existente [ ] N o conozco
sociedad que pueda, en nuestra época, justificarse a sí m ism a», ap un ta
agudam ente A ron Las p reocupaciones que en E uropa habían cobrado
carta de ciudadanía se cifraban en tres grandes ideas-m ovim iento: el
lugar de la civilización europea entre las otras civilizaciones, las co n ­
quistas y los costes del industrialism o y la destrucción de las jerarquías
heredadas y, p o r fin, los m ovim ientos irresistibles hacia la d em o cra­
cia. Lo que las sociedades occidentales no poseen hasta el m om ento,
escribe n uestro autor, es «el equivalente al m arxism o-leninism o para
fundar ni su régim en ni u na síntesis o pseudo-síntesis de su saber acerca
del m ism o» . En esta situación, se p reg u n ta A ron: «¿los que dudan, en
n uestra época, tienen las convicciones m ás sólidas? N o m e atrevería a
afirm arlo» El erro r del liberal, en to d o caso, concluye n uestro autor,
está en llam ar «ideología» a las posiciones críticas ilustradas citadas y
no-ideológica a la p ro p ia posición: «M ás vale retom ar, m odificándolo,
un título de Pascal: del buen em pleo de las ideologías» .
Lo que vino a cerrar la caída del M u ro de Berlín fue, justam ente, la
vital y radical discusión en to rn o al tipo de civilización que estábam os
dispuestos a asum ir N o se trataba, pues, de u na lucha entre partid os
o entre liberalism o y socialism o . La cuestión central se situaba en el
debate conjunto de la p ro p ied ad y el m ercado Así se en tend erá mi
referencia, en diversas ocasiones, a la o bra de K Polanyi y la relevancia
central que le concedo Pues lo que n uestro au to r puso en evidencia en
su o bra La gran transform ación fue, precisam ente, el cam bio esencial
que se estaba p ro d u cien d o en el siglo x ix , auspiciado p o r Parlam ento
y E stado, p ara co nfo rm ar un tipo nuevo de sociedad, la sociedad de
m ercado, que ni antrop ológ ica ni h istóricam ente había existido nunca
en tre los hum anos U na transform ación que se estaba o peran do a través
de u na violencia inusitada p ara co nfo rm ar la «naturaleza» del nuevo
p ro ced er hum ano D e este m odo, aquella violencia vino a configurar
lo que se d enom inó «sujeto posesivo» y acabó introyectándose en la
m odalidad de las relaciones h um anas Este tipo de violencia, ex peri­
m entad a entre los «nacionales», se trasladaría al trato con los nativos
de las colonias conquistadas y, en especial, a la trata de los negros El
p u n to ciego de algunos liberales neoclásicos, de enorm es consecuencias
económ icas y políticas, es su afirm ación de que la caída del M u ro de
Berlín es el triu n fo absoluto de la dem ocracia rep resen tativa liberal Por
el co ntrario , com o se atrevió a sentenciar W eber, u na vez ab andonado
lo que llam ó «el espíritu del capitalism o» (lo explicito en el capítulo
sexto), el capitalism o acabará arrastrand o la Ilustración Lo que está en
juego es la esencia m ism a de la M o d ern id ad Por m i p arte, sostengo, en
consonancia con o tro s autores, que la fecha de 1989 es el triun fo del
capitalism o liberal que se instituye com o civilización y, en cuanto tal,
com o im agen de la H u m an idad , que concede a O ccidente la p re rro ­
gativa de ex tend erla e, incluso, im p on erla al resto del m u nd o D esde
esta perspectiva son expresivas las tesis de Z . Brzezinski, ex Secretario
de E stado de E stados U nidos y hoy pro feso r universitario En su obra
E l D ilem a de Estados Unidos: ¿dom inación global o liderazgo global?
(2005, pp . 173 y 109) escribe que si E uro pa y E stados U nidos «llegan
a un acuerdo, pueden dictar juntas a todo el m u n d o las norm as regu­
ladoras del com ercio y las finanzas globales», tras h aber afirm ado, unas
páginas antes, que «si actuasen co nju nta m ente serían o m nipotentes a
escala m u n d ia l» (el subrayado es m ío)
La m ix tura del liberalism o con el capitalism o, que p retend e erigirse
en u na nueva civilización, m arca los lím ites intern os del p rim ero com o
filosofía política Así lo ha venido a reco no cer el que fuera un liberal de
recio abolengo, Jo h n Gray, quien, en su o bra Post-liberalism . Studies in
Political T hought (1993), argum enta que, en cuanto rep resen ta una p o ­
sición en filosofía política, «el liberalism o es un p royecto fallido N ad a
se p uede h acer [ ] en o rd en a rescatarlo: com o u na perspectiva filosó­
fica está m uerto» N u estra apuesta p rim era, de perfiles aún im precisos,
p o r u na dem ocracia post-liberal co rresp on día al p rim er m o m en to de
en frentam iento con el fin del «corto siglo xx» N u estra p reocupación,
tal com o se expone en el capítulo p rim ero, tratab a de identificar las
insuficiencias de las últim as apuestas que diversos autores p retend ían
jugar aún en el tablero de un liberalism o crítico Así, en función de la
dim ensión esencial que el «espacio público» rep resen ta en u na teo ría
de la dem ocracia, com encé a replantear, desde el p ro p io capítulo p ri­
m ero, el concepto del individuo partícipe en este ám bito político M i
concepción del m ism o está alejada tan to de la idea del individuo «re­
conciliado» que preconiza M arx en La cuestión judía com o del «sujeto
sin atributos» que está en la base de la «voluntad general» de R ousseau,
tal com o lo expongo en el capítulo sexto M i interés p o r esta dim ensión
del agente político g uarda u na estrecha relación con la determ inación
de quiénes son los nuevos sujetos o grupos em ancipatorios, dado que
— com o se ha d em o strado — tam p oco la socialdem ocracia es u na alter­
nativa socio-económ ica y política, sino un paliativo a los efectos m ás
lacerantes del capitalism o Estos últim os desarrollos se incardinan, a
su vez, en el co ntex to de la globalización, que se p resen ta com o Jan o
bifronte Por un lado, en su form a actual realm ente existente, resulta
socio-económ icam ente injusta p o r su carácter jerárquico y su dim ensión
excluyente de grandes m asas, h abiendo hecho au m en tar la pob reza y
las desigualdades, así com o lo es p o r la conform ación an tidem ocrática
de las fuerzas políticas que las sustentan N o s atenem os a los térm i­
nos exactos en el análisis que de la m ism a realiza el p rem io N o bel de
E conom ía Jo sep h E Stiglitz, en su o bra E l m alestar en la globalización
(2002). Por o tro lado, la globalización, en cuanto nuevo «paradigm a
tecnológico», en térm in os de Castells, m arca un p u n to de n o reto rn o
Es m ás, en función de las form as organizativas que genera en el orden
social, posiblem ente estem os asistiendo a un nuevo paradigm a, esta vez
de carácter p olítico-dem ocrático M i posición es aquí clara, com o lo
expongo en los capítulos q uinto y sexto
A raíz de la disolución del «socialism o real», un liberal com o Bobbio
expresó un tem o r que guardaba u na estrecha relación con el análisis
que hem os realizado en to rn o a la crisis civilizatoria en la que estam os
inm ersos El au to r italiano sentenció: quién nos va a salvar ah o ra de
la barbarie, cuando los b árbaros ya se han ido Los capítulos segundo,
tercero y cuarto resp on den al análisis de los diversos tipos de «barbarie»
que han b oicoteado la posibilidad de desarrollos dem ocráticos U no de
los tipos de la nueva barbarie habla del tedio, del escepticism o y del
m iedo de quienes se han visto afectados — ¡la inm ensa m ayoría de los
hum anos!— p o r el desplom e estructural de las sociedades ante la em er­
gencia de «nuevos poderes» que pugnan p o r sustituir el o rd en de los
E stados La sensación de h u n dim ien to generalizado tuvo sus aspectos
m ás acusados en la constatación de la p recaried ad de la vida de m illones
de seres hum anos . Tanto es así que, en 1996, el sueco B . A splund, al
p resen tar el inform e del PN U D en M adrid , sentenció que el fracaso es
de tales p ro po rcio nes que «obliga a pensarlo to d o de nuevo» . En 2005,
José Luis O cam po, al p resen tar igualm ente los resultados del PN U D ,
afirm ó que el m u nd o es hoy m ás desigual que hace diez años y la situa­
ción «aum enta los riesgos de conflicto» Esta situación de fracaso total,
la necesidad de com enzar to d o de nuevo, parece h aber hecho realidad
lo que p rem o n ito riam en te h abía escrito M usil: «La convicción de que
en la vida lo m ás im p o rtan te sea que u no la viva y, en la acción, que uno
la haga, em pieza a aparecérsele a la m ayoría de los hom bres com o una
ingenuidad» Esta situación coloca a los individuos al m argen del desa­
rrollo n orm al de la sociedad, los invisibiliza y los incapacita p ara ejercer
com o ciudadanos, p ara aco m pañar los procesos dem ocráticos
U na form a de barbarie distinta es la que traslada al o rd en de la
cultura no sólo los problem as socio-económ icos, sino los referentes al
poder, al dom inio, a la im posición El solapam iento de am bos órdenes
de fenóm enos condiciona la percepción y la relación con el «otro», que
acaba apareciendo no ya sólo com o el adversario político sino com o el
enem igo, ya que se in terp o n e en m i ejercicio de acaparam iento de bienes
vitales o de p o d er Las m etrópolis colonizadoras, tras la liberación de los
países invadidos, sufren un proceso de reubicación especial en el nuevo
m u nd o advenido: generan así su autop ercep ción com o u na m inoría en­
tre otras m inorías, aunque sigan siendo, de m om ento, poderosísim as El
v alor absoluto otorgado, en o tro tiem po, a la su perio ridad de sus cultu­
ras no se sustenta ya en el concierto de las «diferentes» culturas em ergi­
das Por o tro lado, grupos m ás o m enos am plios, m ás allá de la p ro testa
y en función de los m edios técnicos sofisticados de to d o o rd en que b rin ­
da la globalización, tran sform an la negación o el desprecio recibidos
en acciones de destrucción a gran escala «El choque de civilizaciones»,
teo rizado desde el Im perio, encubre aquello a lo que hem os hecho refe­
rencia y lo trad uce en la necesidad de una nueva cruzada, com o en los
tiem pos del m ás ignom inioso fundam entalism o A la postre, «el estado
de excepción» frente al orden de las leyes nacionales e internacionales,
en que se han situado E stados U nidos y algunos aliados suyos, anula
cualquier form a de dem ocracia A su vez, el «fundam entalism o», com o
m etaposición en un o rd en de v erdad que no adm ite ni las leyes ni el
razo nam ien to o la argum entación, consagra a unos y otros, a los te rro ­
ristas y a sus supuestos perseguidores p o r libre, com o «estados fallidos»
U no de los problem as m ayores que afectan a u na nueva concepción
de la dem ocracia viene plantead o p o r un hecho del m ayor im pacto h u ­
m ano entre los acaecidos, en el siglo x x , en un grupo am plio de E sta­
dos N o s referim os a la posibilidad de que, p o r p rim era vez, m ujeres
y varones sean sujetos reales de la historia. La posibilidad de que la
em ancipación de las m ujeres se convierta en un hecho real, tal com o
lo explicito en el capítulo séptim o, trasciende la m era p ro p u esta de
am pliar el ám bito de las leyes existentes p ara que quepam os tod os El
p ro blem a no es sólo de inclusión, con ser de enorm e im portancia, sino
que afecta al o rd en m ism o de la concepción de la p olítica y atañe d irec­
tam ente al p o d er y a su ejercicio Esto últim o se hace evidente, en una
p rim era aproxim ación, si tenem os en cuenta que el lugar de las m ujeres
en el o rd en p rivado, en la dim ensión pública, en el cam po jurídico, etc ,
h a sido d eterm inado p o r los varones Es decir, las m ujeres han sido
siem pre reconocidas com o m ujeres, p ero no com o personas en posición
de eq uipotencia La nueva situación de igualdad de varones y m ujeres
nos obligaría, igualm ente, a u na redefinición del concepto de ciu dad a­
nía Los últim os capítulos de este volum en ap un tan, precisam ente, en la
dirección de establecer las relaciones entre u na ciudadanía necesaria y
plausible y u na dem ocracia com prehensiva de los problem as abordados
Al cerrar este pró log o he de hacer u na m ención m erecida y n ece­
saria a m i com pañera, C elia A m orós, que no sólo ha co m p artid o mi
dedicación al tem a de la dem ocracia, sino que ha leído tod as y cada una
de las páginas de este libro, las ha discutido conm igo y ha m ejorado
sensiblem ente, en m uchos casos, m i p ro p io tex to En to d o caso, el res­
ponsable del m ism o soy yo
1989. ¿D EM O C R A C IA POST-LIBERAL? APUESTAS FINALES

El sujeto de la M o d ern id ad es
«el individuo autovinculante».
H egel

1. Sobre la victoria sistém ica del liberalism o dem ocrático y social:


el jurado ya no está fuera
A ntes de girar totalm ente sobre su gozne, este fin de siglo ha cerrado
previam ente to d a u na ép oca de pensam iento político. A quella época que
había alim entado, configurado el h orizonte de una posible superación de
las divisiones de orden social, político, económ ico, en que habían venido
a plasm arse los cam bios socio-históricos de las revoluciones m odernas,
la estadounidense y la francesa, las cuales habían tenido un claro refe­
rente norm ativo en los ideales filosóficos de la Ilustración. En «el corto
siglo del 1914 a 1991» que hem os vivido, se ha puesto a p ru eb a y se
ha p retend ido definir, hacer realidad, dicha concepción política. C ierta­
m ente, las especiales circunstancias de violencia, luchas civiles y guerras
m undiales, así com o la paroxística división y distorsión ideológicas de las
últim as cuatro décadas en las que se ha tenido que ejercer la ciudadanía,
han condicionado sustancialm ente el desarrollo teórico de la política, así
com o han determ inado los lím ites de su ejercicio, de las prácticas sociales
dem ocráticas. D e este m odo, una de las paradojas más desconcertantes
de n uestra experiencia política es que la g uerra y la violencia han venido
a o cupar y a suplantar hasta nuestros días u no de los ejes de la dem o cra­
cia p o r instaurar. Este eje central sería lo que se dio en llam ar «espacio
público» com o expresión de u na doble dim ensión de la política: p o r una
parte, la idea de que es posible y necesario constituir un nuevo tipo de
sociedad, las nuevas form as de interrelación práctica en que em erge y
habrá de actuar el nuevo agente de la política, «el ciudadano»; p o r otra,
la idea de que ese tipo de sociedad y de ciudadano «desnaturaliza» y, p or
tanto, deslegitim a tod o el orden de las jerarquías tradicionales. C onlleva
así el com prom iso y el derecho a pensar, p ro po n er, configurar y deci­
dir los criterios p o r los que se han de regular los regím enes políticos.
El proceso histórico descrito, en el que la v iolencia y el derecho han
v enido a dilucidar la «verdad» de la p olítica y aparecen en la base de
m uchas dem ocracias actuales en O ccidente, h a paralizado las corrientes
teóricas, las prácticas sociales, las tradiciones que, esforzada p ero v an a­
m ente, in ten taro n superar en n uestros días el «m ilitarism o» dom inante.
A la p ostre, u na vez m ás, la retó rica castrense, ejercida hasta el delirio
en lo que se d enom inó «riesgo calculado» duran te la G u erra Fría, ha de­
term in ado la «justeza» de las form as políticas que, en cuanto supuestas
herederas de la m o dernidad, se han d isputado duran te cuarenta años
los dos sistem as socio-económ icos que salieron triun fado res de la se­
g un da contienda m u nd ial: el com unism o y el capitalism o histórica y
realm ente existentes.
A hora bien, con la caída del M u ro de Berlín en las postrim erías de
1989, la contienda, según algunos autores, se ha saldado definitivam en­
te : «El jurado ya no está fuera». F red H alliday, u no de los analistas m ás
críticos y agudos de la tradición m arxista, au to r de la sentencia citada,
afirm aba justam ente al inicio de los años n o v enta que no había habido
convergencia ni treg ua negociada entre los dos sistem as enfrentados,
sino que los recientes hechos históricos significan «nada m enos que la
d erro ta del pro yecto com unista tal com o se ha conocido en el siglo xx,
y el triun fo del capitalism o». Sin em bargo, arg um enta H alliday, in d e­
p en d ientem en te de la retó rica de la aniquilación total, la «verdadera»
p artid a no era real y únicam ente de carácter m ilitar: lo que estaba en
juego era la com petencia respectiva de u no y o tro sistem a social y p o líti­
co. D e este m o do , insiste n uestro autor, de form a análoga a la estrategia
descrita p o r C lausew itz en to rn o a la lucha libre, «no ha habido una
interacción recíproca, sino la v ictoria de un lado sobre o tro [... ] no es
aniquilar sino niederw erfen, ‘d errib ar’ al contrincante: el O este capita­
lista no ha p erdid o a su antagonista, lo ha ‘subyugado’»1. La «verdad» o
«justeza» de u no u o tro sistem a ha ten id o que ser saldada en función del
cúm ulo de h o rro r y m iedo que, am enazante, ha presidido este duelo.
Es sintom ático en este sentido que, p o r o tro lado y al m ism o tiem po,
intrasistém icam ente, el m iedo, m iedo a la violencia, m iedo al «otro» y
a «lo otro» habrían d om inado hasta ahora y en tal grado en el sistem a
hoy «triunfante» que, al decir de H obsbaw m , «todo lo que hizo que la
dem ocracia occidental m ereciera ser vivida p o r su gente [...] fue el re­
sultado del m iedo. M iedo de los pobres y del bloque de ciudadanos más
grande y m ejor organizado de los E stados industrializados, los trab aja­
dores; m iedo de u na alternativa que realm ente existía y que realm ente
p o d ía extenderse, sobre to d o bajo la form a del com unism o soviético.
M iedo de la p ro p ia inestabilidad del sistem a»2.

1. F. Halliday, «Los finales de la guerra fría», en R. Blackburn, Después de la caída, Crí­


tica, Barcelona, 1993, pp. 87, 120-121.
2. E. Hobsbawm, Adiós a todo eso, en R. Blackburn, op. cit., pp. 133-134.
Al final, lo dram ático de esta situación es que la vivencia histórica
de la política se ha co nvertido en u na am arga experiencia: la «no rm a­
lización» devenida se fu n d am en ta en el hecho de que la «verdad» o
la «justicia» de una posible sociedad o de u na alternativa cívica queda
redefinida de m o do tal que el adversario rem ite bien a la contradicción
irresuelta e irresoluble políticam ente de am igo-enem igo, bien a la des­
estructuración y al desanclaje social del ind ivid uo . Pues, si bien es cierto
que tras la «clausura de la historia» — que ciertos teóricos han p o stu ­
lado— nadie p od ría, en nuestras sociedades, p ro yectar en el «otro» al
enem igo, sin em bargo, ese «otro» es percibido com o la contradicción y
la conciencia n eg ad o ra de to d o in ten to societario que p reten d iera su­
p erar el «individualism o posesivo» de L ocke o se p ro pu siera ir m ás allá
de aquel «m iedo hobbesiano» que se dobla de p o d er incon dicio nad o y
absoluto. H asta aquellos conatos m ínim os de solidaridad, de co m p ro ­
m iso social y de regulación p olítica tren zad os en y p o r el E stado de
B ienestar han ten id o que ser constreñidos, parece que han cedido p or
efecto de ese m iedo «que se ha reducido». E xperiencia desconcertante
y trágica que p o d ría estar en la base del desencanto, del hastío, de la
desconfianza de u na gran p arte del electorado de las dem ocracias occi­
dentales. La v erdad de la política en cuanto p olítica verdadera o ju sta ,
tantas veces perseguida, se ha m o strad o com o contradictoria. Pero, a la
p ostre y com o efecto de u na am plitud significativa, la política m ism a se
nos antoja, se presenta, com o im posible.
Es difícil evaluar, sin em bargo, el alcance de la parado ja en que nos
hem os situado, la am bivalencia del statu quo resultante: si bien ha triu n ­
fado el m ás idóneo de los dos sistem as en pugna, no parece que ello co n ­
lleve necesariam ente que el sistem a vigente sea adecuado a las dem andas
culturales, a las exigencias políticas, a las necesidades de lo hum ano que
han sido objeto de atención teórica y de pro pu estas prácticas en orden
a superar los problem as surgidos h istóricam ente en las dem ocracias oc­
cidentales. Y ello sin p restar atención — p o r el m o m en to — a las necesa­
rias y d eterm inantes consecuencias que el m odelo de sociedad aceptado
im plica necesaria, decisivam ente, p ara el resto del m undo. Es cierto que
el «m alestar» de la dem ocracia co nfo rm ad a en el capitalism o real venía
siendo críticam ente denunciado hacía largo tiem po y cobró un especial
relieve en los ochenta — cuando todavía n ad a ni nadie hacía presagiar el
inm ediato h u n dim ien to del com unism o real— , en función justam ente
de «las prom esas incum plidas de la dem ocracia»3. Y si bien m uchos, con
tal denuncia, no perseguían u na descalificación total de la dem ocracia
establecida, se m ostró, no obstante, la aparen te contradicción ex isten­
te entre la absoluta legalidad form al de la dem ocracia existente y el
incum plim iento de aquellas prom esas que prestaban legitim ación a su

3. N. Bobbio, «Le promesse non mantenute della democrazia»: Mondoperaio 5 (1984),


pp. 100-105.
proyecto. El p ro pio B obbio, en el inicio m ism o del gran derrum be de
los países socialistas del Este, en junio de 1989, escribía: «La dem o cra­
cia — adm itám oslo— h a superado el desafío del com unism o histórico.
¿Pero qué m edios y qué ideales tiene p ara h acer frente a esos m ism os
problem as de los que nació el desafío com unista?»4. N o m enos cau te­
loso se h a m o strad o, m ás tarde, un au to r com o Furet, quien, tras aludir
a la idealización que los países del Este habían hecho de la dem ocracia
occidental e insistir en que asistiríam os «muy p ro n to a la desilusión
de los pueblos excom unistas», apun taba al hecho de que «la debilidad
principal de las sociedades liberales, es decir, el hecho de que se funden
en el escepticism o m o ral y que no co m p orten la idea del bien com ún,
conducirá a las dem ocracias a problem as de difícil resolución». En el
co ntex to de esta m ism a problem ática, D ahrendorf, desde su óptica libe­
ral, ap un taba a la crisis generalizada de las «ataduras» o «vínculos», es
decir, «de los lazos culturales p ro fun do s, del sentim iento de afiliación
social», que conduce a una am enazante anom ia. D el m ism o m odo, no
se puede pasar p o r alto el hecho de que Fukuyam a, quien se adelantó
al resto de los teóricos que han establecido el h orizo nte del liberalism o
com o ám bito irrebasable del desarrollo hum ano, recu rriera a la teo ría
relacional hegeliana del «reconocim iento» y a su in terp retació n filosó-
fico-cultural de la h isto ria com o criterios interp retativo s y evaluadores
del progreso p ro piam en te hum ano, relegando las doctrinas seculares
del liberalism o y las virtudes desarrollistas del capitalism o triunfantes.
Sin em bargo, estas tesis, pronósticos y evaluaciones — que, en todo
caso, dejan entrever la persistencia de un sistem a económ ico-político
frente a otro que se p resen taba com o alternativa, así com o la superior
ido neid ad del p rim ero p ara im ponerse en ciertos m om entos de desa­
rrollo histórico-social— no constituyen p o r sí m ism os un argum ento
absoluto p ara h ablar de la «justeza» de dicho sistem a, n i dem uestran la
ap ro p iad a y necesaria «eficacia» exigible a to d a form a dem ocrática que,
en cualquier caso, h a de aten der a la ineludible dim ensión sim bólico-
n orm ativ a que conlleva la teo ría política. Esta perspectiva ético-política
no puede asim ilarse a la de los estudios socio-em píricos, ni siquiera a los
de política com parada, tan p redo m inantes en los últim os decenios, que
giran en to rn o a las condiciones concretas que p erm iten instaurar un ré­
gim en determ inado , o en to rn o a las posibilidades de perm an ecer en el
p o d er en función de la existencia o no de otras alternativas. Perspectivas
y estudios que, p o r el p ro pio objeto form al elegido, no vienen d eterm i­
n ados p o r los aspectos norm ativos, p o r los problem as de legitim ación
dem ocrática. N o es ex traño , pues, que ante las lim itaciones internas que
se denu nciaron com o inherentes al com unism o real y las no m enos evi­
dentes m ostradas p o r el capitalism o igualm ente real en cuanto sistem as
socio-económ icos históricam ente vigentes, E dw ard T ho m p son — en
4. N. Bobbio, «La utopía al revés», en R. Blackburn, op. cit., p. 24.
contestación polém ica a la posición de H alliday— p ro pu siera in terp re­
tar los acontecim ientos del o to ñ o de 1989 «com o conclusión de u na era
histórica y el inicio de otra». Pues, si hablam os de desarrollos históricos
y no de sistem as categóricos, escribía el h isto riad o r inglés, la G uerra
F ría h abría ten id o lugar de acuerdo con lo que d enom inó «lógica de
interacción recíproca». Es decir, cuando dos co ntendientes centran to d a
su capacidad de organización, planificación y energía vitales en la des­
trucción del o tro , «si u na p arte se retira puede ten er efectos p ro fun do s
en la otra, de la m ism a m anera que un luchad or que de rep ente p ierde a
su antagonista se puede caer al suelo»5. D icha «lógica de la interacción»
descansa en un presupuesto m etodológico capital, esto es, en considerar
que el conflicto entre los dos bandos, en un m o m en to dado (¿a p artir de
1948?), se redefinió cualitativam ente com o un enfrentam iento , no entre
sistem as, no intersistém ico — com o había escrito H alliday— , sino «in-
trasistém ico», en frentam iento sustentado en el p ro p io encono y la en e­
m iga que busca únicam ente la destrucción del o tro . D e ser aceptada esta
interp retació n, habríam os pasado del ocaso de las ideologías al final, no
ya de la historia, p ero sí de esa o tra h isto ria con m inúscula que habían
in ten tad o escribir estos dos hijos de la M od ernid ad : el capitalism o y el
socialism o realm ente existentes. Y si fuera co rrecta esta interp retació n,
«el jurado ya no está fuera», puesto que p ro piam en te no h a habido ni
convergencia de sistem as con el triu n fo del capitalism o, ni tregua entre
ellos. Por el co ntrario , habríam os llegado a un m o m en to en que la caída
del u no h abría arrastrado — p o r inercia— al o tro . D e tal m o do que la
crisis tan ab iertam ente d enu nciada hoy p o r diversos autores h abría que
interp retarla en el sentido de que «presiones m ás tradicionales, m enos
m istificadoras y m enos ideológicas» h abrían cobrado fuerza y form a tras
ceder su sitio los p arám etro s de seguridad y de am enaza nuclear que h a ­
bían regido hasta el m om en to. Por fin, los problem as realm ente im p o r­
tantes de cada estado, así com o los problem as internacionales, p od rán
ser tem atizados y enfrentados, p restan do su lugar ap rop iado tan to a la
política com o a la negociación.
H oy, pasado ya un cierto tiem po, los cam bios decantados a través
de los procesos sintéticam ente entrevistos ap un tan, sin em bargo, están
cobrando perfiles, parecen im ponerse en la línea de sellar el co n trato , el
acuerdo político que — desde C o n stan t hasta nuestros días— se ha v eni­
do ofreciendo com o la racionalización de la «libertad de los m odernos»
frente al m ito de la «libertad de los antiguos». D efinitivam ente, escribe
S artori, «el viento de la h isto ria ha cam biado de rum bo»: la dem ocracia
liberal «se en cu entra súbitam ente sin enem igos». «El v encedor es la d e­
m ocracia liberal», o sea, la «dem ocracia form al que co ntro la y lim ita el
ejercicio del p o d er» 6.

5. E. Thompson, «Los finales de la Guerra Fría», en R. Blackburn, op. cit., p. 108.


6. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno y
2. D e la dem ocracia sin enem igos a la bondad de la política
Q uizá sea S artori, au to r italiano afincado en los E stados U nidos, uno
de los liberales que m ás h a tem atizado y asum ido el significado de los
acontecim ientos de 1989 en o rd en a la redefinición de u na teo ría de
la dem ocracia. F rente a circunloquios m ayores, inten tos prem iosos de
distinciones o m atices que n uestro au to r había ido intro du cien do en las
continuas reelaboraciones y publicaciones de su o bra prin cipal7, cuyo
p rim er m anuscrito d ata de 1957, el derrum be del socialism o real le
ha servido a S artori com o m otivo y ocasión p ara volver a escribir y
explicitar — esta vez con estilo directo y sin am bages— su tesis fuerte:
el liberalism o es la expresión política m ás genuina de los nuevos tiem ­
pos (contra R ousseau y la tradición dem ocrática) y es el único sistem a
que ofrece constitucionalm ente las garantías de respeto y realización
de los derechos del h om bre en u na sociedad m o d ern a (contra M arx y
los inten tos radicales de cam bio socio-político) N o es tan to el fin de la
h isto ria cuanto «sí el fin, p o r vez p rim era en la historia, de la m aldad
de la política». D esde esta m ism a perspectiva, lo acontecido no significa
el final de la h isto ria ni el final de todas las ideologías, pero sí el «fin de
la ideología que ha im pregnado n uestro pensam iento y condicionado
n uestra experiencia vital»8.
Al n o existir, pues, n in gu na alternativa real a la dem ocracia liberal,
nos hem os situado en un nuevo nivel teórico en el que — m ás allá de
cualquier u to p ía errática y aten dien do únicam ente a la crítica construc­
tiva— cabe p regu ntarn os sin m ás cuál es el criterio de u na b uena o una
m ala política. Y en co ntrar un claro d elim itador es tan to m ás im perioso
p o r cuanto p artid os y gobiernos, tras el advenim iento de la dem ocracia
de m asas y condicionados p o r la captación de votantes, hace tiem po
que han ab an do nad o esa gran tarea de en co ntrar u na «teoría co m p ren ­
siva que sea a la vez n orm ativ a y em pírica»9. La respuesta de S artori
abarca u no y o tro ám bitos, el em pírico y el norm ativo. Así, atendiendo
a las características teóricas de u na política co rrecta y a las exigencias de
u na form a dem ocrática adecuada, S artori sintetiza am bas dim ensiones
teó rica y n orm ativ a en el siguiente criterio crítico-negativo: «Bastará,
pues, p ara n uestro p ro p ó sito , con definir la m ala política en térm inos

la mala política»: RICS 129 (1991), p. 459. Para esta redefinición de la democracia en relación
con la caída de los países del Este, voy a utilizar los dos trabajos de Sartori (1991 y 1993) que
considero temáticamente más centrados.
7. G. Sartori, Teoría de la democracia, 2 vols., Alianza, Madrid, 1988. El diferente talan­
te con que escribió esta obra frente a las citadas anteriormente, que responden al momento de
la quiebra del comunismo real, puede contrastarse leyendo, por ejemplo, estas líneas: «El libe­
ralismo se ha depreciado, después de todo, como consecuencia de su éxito [...] quizás recobre
su valor precisamente por no tener éxito actualmente [...] Por el momento, sin embargo, mucha
gente cree aparentemente en una democracia sin liberalismo» (p. 475).
8. G. Sartori, «Una nueva reflexión...», p. 460.
9. Ibid., p. 463.
económ icos». D esde el p u n to de vista em pírico, S artori com pleta su
an terior d eterm inación criteriológica con el siguiente juicio político del
m om ento actual: «El E stado dem ocrático tal com o está estructurado
actualm ente está poco capacitado p ara llevar a cabo la gestión de una
‘econom ía pública’ de m anera económ ica»10.
Estam os, pues, ante u na «refundación», «el m undo-que-vuelve-a-la-
dem ocracia» (vuelve en el sentido de reco no cer sim plem ente que todas
las sustituciones han sido espurias)11. R efundación histórica que reins­
taura, con la seguridad que o to rg a el ser vencedor, los pilares de una
sociedad altam ente desarrollada. D esde el p u n to de vista antropológico,
se recu pera — ¡lo que no deja de ser u na ironía!— aquel «individua­
lism o posesivo» (según la feliz expresión de M acp h erso n )12 que fuera
utilizado de m odo crítico co n tra el orden establecido, pues — según
parece— se ha hecho evidente que la n oción de h o m o oeconom icus no
sólo es la «noción resultante y m ás am plia [...], sino la que — p o r otro
lado— m u estra el factor dom inante, la ventaja intrínseca que ostenta»
el sistem a económ ico que se ha co nso lidad o 13. El valor intrínseco del
ser pro pietario , del beneficio individual, y la consagración de lo p riv a­
do invalidan el h ablar con p ro piedad , ni siquiera «analógicam ente», de
un «hogar público», y m enos aún p erm iten el uso conceptual de «una
filosofía pública que define o redefine el bien com ún»14. Socialm ente, si,
p o r un lado, se consagra la institucionalización de u na econom ía regida
p o r un m ercado au torregulador, p o r el otro la im periosa necesidad de
que los países del Este en tren «en u na sociedad de m ercado» le lleva
a p ostu lar «una gran transform ación» de envergadura sem ejante a la
que ha descrito con m aestría K arl Polanyi15. S intom áticam ente, S artori
(1988) ya había hecho referencia a T he Great Transform ation. Al sentar
su tesis de que «el m ercado es ciego ante el in d ivid u o ; es u na m aquinaria
despiadada de servicio a la sociedad», escribía: «Lo que describió Polanyi
fue la ‘crueldad h istórica’ del m ercado. E sta devastación, estim o, se ha
paliado desde entonces». D e m odo que, p o r segunda vez — ah o ra en los
países del Este y allí donde se haya engendrado un «hom bre protegido»
y, p o r tan to , hostil «a los riesgos y a las incertidum bres de la sociedad
abierta y de su estilo com petitivo»— , es inevitable volver a ex perim en ­
tar la crueldad y la devastación del m ercado que «destruyó la sociedad
orgánica»16. En definitiva, el valor terap éu tico de esta iniciación viene
exigido históricam ente, insiste, p orqu e «nos enfrentam os u na vez más

10. Ibid., p. 466.


11. Ibid., p. 470.
12. Ibid., p. 461.
13. Ibid., p. 467.
14. Ibid., p. 473, n. 22.
15. Ibid., p. 470.
16. G. Sartori, Teoría de
con el m iedo a la libertad»17. P olíticam ente, p o r últim o, el m odelo cons­
titucional — de acuerdo con el inicial «m om ento de su concepción en el
siglo xviii»— tra ta de lim itar y som eter el p o d er estatal «a un proceso
de verificaciones y equilibrios» en o rd en a «superar la m aldad de la
política». La verificación y el equilibrio de los gastos realizados p o r el
ejecutivo se constituyen en la gran ap ortació n política del parlam en to
que, con esa m irada «atrás» que m arcan los tiem pos p ara la recu p era­
ción de los fun dam en tos del liberalism o, tuvo su m o m en to de logro y
éxito históricos. En efecto, la presencia y el ejercicio del p arlam en to se
m o straro n histórica y p olíticam ente eficaces cuando «los p arlam entos
rep resen taban a los que realm ente pagaban los im puestos, es decir, a los
ricos y no a los pobres»18. La tarea principal de los parlam en tos estaría
cifrada en el balanced B udget, en térm in os pop ularizad os en nuestros
días p o r la nueva política económ ica. E sta m isión política de dique que
rep resen taro n los p arlam entos se h abría ro to , desgraciadam ente, a cau­
sa de la extensión del sufragio universal y la tran sform ación del E stado
m ín im o 19. La quiebra de esta cuasi exclusiva m isión fiscalizadora atri­
b uida a los rep resen tantes del pueblo h a de ser rep arad a hoy, al m e­
nos, a través de u na revisión del n úm ero, la especificidad y la extensión
de los derechos reconocidos, especialm ente los «derechos m ateriales»,
com o prefiere S artori d eno m in ar a los derechos sociales. Pues los d ere­
chos jurídico-políticos «sancionados p o r las cartas constitucionales de
los siglos xviii y x ix [...] [eran] derechos ‘sin coste’, derechos que n o se
transferían al p resupuesto del E stado com o partid as de gastos»20. Por el
co ntrario , la clave del p ro blem a de los «derechos m ateriales» se sitúa,
m ás que en la cantidad de los recursos exigidos, en su «títu lo , su jus­
tificación», esto es, son «derechos sui generis, relativos y no absolutos,
condicionados y no incondicionados», m uchos de los cuales son «a fon ­
do perdido». Por tan to , h abría que establecer un lím ite «acorde con los
recursos que los pagan», lím ite ro to p o r la dem ocracia que «está estruc­
turalm ente indefensa, p orqu e ha perdid o al guardián de la hacienda»21.

3. ¿Suplantación ética de la política? Los m odelos norm ativos


Si, inten cio nad am ente, he d etenido el discurso que había iniciado sobre
el diagnóstico y la proyección de posibles alternativas o p tan d o , m ás
bien, p o r dibujar sintéticam ente, a través de S artori, la teo ría de la de­
m ocracia que m ás se ajusta a las tendencias político-económ icas dom i­
17. G. Sartori, «Una nueva reflexión...», p. 470.
18. Ibid., p. 469.
19. G. Sartori, La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid, 1993, pp.
104-105.
20. Ibid., p. 120.
21. Ibid., p. 123.
nantes — sobre cuya caracterización volveré m ás tard e— , ello se debe
a varias razones. En p rim er lugar, p orqu e la indefinición m etodológica
sobre el uso conceptual m ás ap rop iado del térm in o «dem ocracia» y el
olvido de los diferentes «lenguajes» en los que ha sido reform ulada,
política y n orm ativam ente, la idea de la m ism a, han dado lugar a una
literatu ra m ás contrafáctica que norm ativa, m ás de corte «racionalista»
que p ro piam en te crítico-regulativo. En segundo lugar, p orqu e la pro pia
crisis de la ciencia política, con las consiguientes carencias de in fo r­
m ación y sistem atización, constituye un p ro blem a capital a la h o ra de
discutir la reform ulación y de estru cturar los elem entos de u na teo ría de
la dem ocracia «a la altura de los tiem pos». Pues, ciertam ente, desde los
años sesenta h asta hoy la ciencia política n o ha sido capaz de determ inar
ni su p ro p io estatuto epistem ológico ni su ám bito de com petencia cien­
tífica. (El últim o in ten to de definición sistém ica que, en 1990, propuso
A lm ond a la co m unidad p olitológica se ha saldado, hasta el m om ento,
con un absoluto fracaso.)
D esde o tra perspectiva, la crisis de la ciencia política explica — en
parte— el hecho de que la teo ría político-norm ativa, nacida en los años
setenta, de claro enraizam iento cultural y político en la tradición liberal
anglosajona, se haya asentado hoy com o la ad o p tad a p o r la com unidad
filosófico-política cuyos perfiles m etodológicos y tem atizaciones son los
de m ayor peso específico en el cam po de la teo ría política. Y no m enos
significativo es que esa teo ría política n orm ativ a se haya acabado confi­
gurando, igualm ente, com o u na «refundación» del liberalism o, esto es,
com o Liberalism o político. En la base de este nuevo liberalism o, cuyo
m en to r principal es Raw ls, h abría que situar, p o r un lado, el hecho h is­
tórico del pluralism o com o un lím ite irrebasable de n uestra vida política
y cultural; p o r o tro , las dificultades internas de to d o p royecto teórico-
político que persiga establecer u na secuencia lógica inm ediata entre los
problem as epistem ológicos, m etafísicos o com prehensivos de form a de
vida y las realizaciones prácticas e institucionales. E sta prevención teó-
rico-m etodológica no ha sido ten id a en cuenta con suficiente claridad,
com o, desgraciadam ente, ha venido a m o strar este «corto siglo» que
hem os vivido. D e hecho, paralelam ente a esas elaboraciones de corte
liberal, hem os asistido a la p roliferación de ciertas concepciones de la
razón práctica ligadas a u na com prensión filosófica de la razón com o
«identidad» o articuladas, con m atices diversos, en to rn o a la idea filo­
sófica de «reconciliación» de la razón plural m o derna. Y, m ás co ncre­
tam ente, a p artir de la generalización que caracteriza a los principios
norm ativos se ha p reten d id o convertir la universalidad ética en la form a
canónica de to d a racionalidad norm ativa. In d ep end ien tem en te de otros
problem as de o rd en filosófico, esta concepción universalizadora de la
ética ha ten id o p o r consecuencia que n o pocos teóricos de la ética y de
la filosofía política hayan suplantado la racionalidad y la n orm atividad
políticas p o r u na suerte de ética aplicada.
Si la crisis de la ciencia p olítica supone u na carencia inform ativa y
sistem atizadora de la política, el p redom inio de las corrientes «norm ati-
vistas» de fuerte p regnancia ética ha venido a velar e incluso a suplantar
el paso insalvable en tre las orientaciones regulativas y el conocim iento
o la sistem atización de los procesos constitutivos, reales, que harían p o ­
sible históricam ente, en el siem pre precario escenario de nuestras vidas,
la instauración o los cam bio dem ocráticos. C reo que en este sentido
serían instructivas las lim itaciones del m odelo filosófico de H aberm as,
quien, u na y o tra vez — desde su form ulación de los problem as de legi­
tim ación a la de los de la dem ocracia y la justicia política— , ha venido
solapando el nivel constitutivo y el regulativo, «disolviendo así su teo ría
p olítica en u na ‘política m o ral’ que privilegia leyes estrictam ente u n i­
versales sobre conflictos y negociaciones»22. C iertam ente, n uestro autor
no negaría n un ca — en el o rd en práctico de la política— la o p o rtu n id ad
o la necesidad de acudir a negociaciones, en trar en procesos de acuer­
dos, ni la legalidad y la p ertin en cia de la to m a de decisiones p o r m a­
yorías con la consiguiente interru pció n del discurso. A hora bien, para
H aberm as la «legitim ación» del discurso político no se agota en la adm i­
n istración institucional del poder, sino que rem ite a los procesos d em o ­
cráticos de form ación de la voluntad. D esde esta perspectiva, el im pulso
n orm ativo que alienta la argum entación en el espacio de «lo público»
conlleva la obligatoriedad de realizar las pretensiones de validez de un
discurso político legitim atorio: la generación y extensión de conviccio­
nes. P lanteam iento n orm ativo que, referido tan to a la p olítica com o a
su com prensión de la dem ocracia, m antiene en su o bra F aktizitat und
G eltung23. A hora bien, esta generación y esta extensión de conviccio­
nes suponen que los individuos que han p articipado de ese proceso de
conform ación acaban adquiriendo tan to un nivel superior de p erspec­
tiva epistem ológica com o u na com prensión de sentido que — su peran ­
do la suya p articular— integ ra el p un to de vista de tod os los dem ás:
Con las pretensiones de validez que se avanzan en la interacción comu­
nicativa se introduce en los hechos sociales mismos una tensión ideal,
que se manifiesta en la conciencia de los sujetos participantes, como una
fuerza que apunta más allá de sus contextos de referencia y que trans­
ciende sus criterios provincianos24.
En definitiva, las pretensiones de validez que se anticipan en la inter­
acción com unicativa — subraya— exigen de nuestras prácticas de argu­
22. T. McCarthy, «El discurso político: la relación de la moralidad con la política», en
M. Herrera (coord.), Jürgen Habermas: moralidad, ética y política, Alianza, México, 1993,
p. 148.
23. Facticidad y validez, trad. castellana de M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid,
52008.
24. «Jürgen Habermas: moralidad, sociedad y ética. Entrevista con Torben Hend Niel-
sen», en M. Herrera (coord.), op. cit., p. 99.
m entación un nivel de satisfacción tal que perm ita a tales argum entacio­
nes ser consideradas com o un «com ponente — localizable en el espacio
y en el tiem po— del discurso universal de u na com unidad ilim itada de
com unicación». M ás aún, to d o este proceso de universalización y este
horizonte crítico que han de guiar la superación de «lo particular» tienen
un supuesto explicitado a instancias de N ielsen. Esto es, la interrupción
que im plica la tom a de decisiones o el hecho de posp on er el resultado
de u na argum entación no puede «perder de vista que sólo uno de los
contendientes puede estar en lo cierto». A hora bien, en cuanto que los
procesos dem ocráticos de form ación de volun tad tienen com o referente
el interés general de los ciudadanos y éste exige asum ir realm ente los in ­
tereses de todos los afectados, la política ha de ad op tar «el p u n to de vista
m oral de la im parcialidad, tom and o en cuenta los intereses de todos»25.
P lanteam iento ético-político que, en un p rim er m o m en to, no deja
de causar u na cierta turbación a la h o ra de en tend er qué p ued a significar
que los resultados satisfagan los intereses de cada u no de los ciudadanos
de u na dem ocracia, dada la disparidad de elem entos que, pertenecientes
a los afectados, en tran com o dem andas «políticas» y que habrían de
ser englobados en el proceso discursivo: desde los deseos a los ideales,
desde las necesidades inm ediatas a los valores o a las form as de vida.
P luralidad y diversidad que parecen llegar al lím ite con el proceso de
com plejización que el pluriculturalism o ha im puesto ya en todas n ues­
tras dem ocracias. La inviabilidad teórica y práctica de tales propuestas
cobra un perfil especial de aporía filosófica cuando se in ten ta configurar
el sujeto de ese co m p ortam iento im parcial de la política. ¿Es posible
p lantear la superación de la m atriz sim bólica de sentido en la que se han
constituido los individuos p ara in ten tar alcanzar la idealidad de u na for­
m a de racionalidad que diera cuen ta de tod as las perspectivas? ¿Cóm o
p od rían articularse el lím ite irrenunciable de la individualidad y del jui­
cio personal y la universalidad n orm ativ a de la im parcialidad ligada a
«necesidades universalm ente aceptadas»? R ealm ente, ¿qué se h a hecho
de la política? Ind ep end ien tem en te de las observaciones que in tro d u ­
ciré m ás adelante, creo que en el p lanteam iento haberm asiano viene
a confundirse la validez n orm ativ a que ha de co rresp on der al cam po
de la p olítica — validez y norm ativ idad que depend en del estatuto de
«racionalidad» y el tipo de fundam entación p ertin en tes a este cam po de
conocim iento— con la n orm ativ idad m oral que, supuestam ente, sería
universal y la cual se instituye com o criterio de to d o tipo.
La o tra orientación de filosofía político-norm ativa que ha venido
nucleando gran p arte de las discusiones y que, finalm ente, ha acabado
co nfo rm an do esa com unidad teórica a la que m e refería líneas arriba ha
sido rep resen tada p o r Raw ls. Este au to r ha dado la ú ltim a form ulación
sistem ática a su pensam iento — tras su larga tray ectoria intelectual y
25. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa II, Trotta, Madrid, 2008.
aten dien do a diferentes críticas recibidas— en la reciente o bra Political
L iberalism 26. En p rim er lugar, desde la decantación teórica apuntada,
concibe la filosofía p olítica com o un trabajo de abstracción — «form ular
concepciones idealizadas»— que cobra significado en y responde a los
m o m en tos históricos en que se plantean p ro fu n d o s conflictos políticos.
En segundo lugar, desde el co ntex to actual de plu ralidad de form as de
vida existentes en nuestras sociedades, trata de asum ir el reto ético-po­
lítico que subyace en n uestra cultura pública dem ocrática: co nfo rm ar el
conjunto m ás ap rop iado de instituciones que, superando la p articulari­
dad de las convicciones o señas culturales de identidad de los individuos
o los grupos, aseguren a tod os la situación de ciudadanos libres e iguales
com o el logro histórico m ás consistente e irrenunciable de las d em o ­
cracias m odernas. Su construcción filosófico-política, en tercer lugar,
se p ro p o n e llevar a cabo esa opción o p ro p u esta a través de la d eter­
m inación de u na base com ún aceptable p ara todos, que Raw ls cifra en
la idea de la justicia com o equidad. M ediante tal idea piensa y organiza
la sociedad com o «un sistem a equitativo de cooperación social entre
personas libres e iguales». Se trata, p o r tan to , de u na concepción polí­
tica de la justicia aplicada a las instituciones y a las prácticas públicas,
que viene a refo rm ular la d octrina del co n trato social refiriéndolo a la
idea de u na sociedad dem ocrática justa. En un últim o trabajo, Raw ls ha
vuelto a ex po ner polém icam ente — co ntra H aberm as— la necesidad del
constructivism o político, si realm ente partim os de que es irreversible el
hecho de u na sociedad plural cuyas instituciones y prácticas políticas
no tienen un referente fundacional único o com ún. C onstructivism o
político que h ab rá de ser n orm ativo si tod av ía querem os hacernos cargo
de las dem andas de libertad e igualdad m ás allá del hobbesianism o que
am enaza con instalarse en un m u nd o en el que, com o afirm a u no de los
liberales m ás representativos, «la cruda v erdad es que no hay ningún
significado m oral inscrito en las bóvedas del universo»27.
C onstrucción polém ica, pues, la del p ro feso r de H arv ard , cuya p re­
tensión regulativa de los procesos públicos de la vida p olítica vuelve
a p lantearn os el valor y el lím ite de la filosofía política tal com o ha
v enido desarrollándose en las tres últim as décadas. A unque Raw ls no
ha sido insensible a los m últiples argum entos con los cuales sus críti­
cos han puesto en cu aren tena u na gran p arte de sus elem entos estruc­
turales, lo cierto es que — pese a algunos reto qu es realizados28— su
«constructivism o» pone de m anifiesto lím ites intern os que, según creo,
no han sido superados. P robablem ente allí29 se en cu entra form ulado

26. J. Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993.
27. B. Ackerman, Social Justice in the Liberal State, Yale University Press, New Haven,
1980, p. 368.
28. J. Rawls, Political Liberalism, cit.
29. Ibid., VI, § 8, 4.
lo que estim am os com o uno de sus escollos teóricos capitales, de cuya
solución depende — justam ente— la validez racional y n orm ativ a de su
teo ría sobre la idea de la justicia com o equidad: «Doy aquí p o r supuesto
que la concepción política de la justicia y el ideal de resp etar la razón
pública se refuerzan m utuam ente». ¿Sobre qué pivote está gravitando
aquí su pensam iento? ¿Cuáles son los criterios de validación que están
en la base del crucial «supuesto»? Tal com o lo subraya n uestro autor, se
trata n ad a m enos que de la posibilidad de articular esas dos piezas clave
de su constructivism o: a) u na sociedad bien organizada y regulada p or
la razón pública, b) la rem isión de la m ism a a ciudadanos que asum en
y realizan con tal corrección y diligencia la concepción política de la
justicia que u na y otra, la concepción política de la justicia y el ideal de
resp etar la razón pública, se refuerzan m utuam ente. A hora bien, Rawls
es tan consciente de la idealización y la artificialidad que p o d rían atri­
buírsele, que n o puede dejar de advertir, líneas abajo: «Es claro, sin em ­
bargo, que si fueran erróneos estos supuestos h abría un serio pro blem a
con la teo ría de la justicia com o equidad tal com o la he presentado».
N i tam poco deja de ap u n tar — finalm ente— hacia el núcleo discursivo
que sustenta su edificio: «Q ue esos supuestos, em pero, sean correctos y
p uedan fundarse en la psicología m oral». C orrección y fundam entación
que, tal com o lo señala n uestro autor, rem iten a un nuevo diseño que ha
realizado de la obra, co ncretam ente se refiere al capítulo II, § 7, y cuya
justificación filosófica ú ltim a la form ula en el siguiente p arágrafo 30. Voy
a d etenerm e en este núcleo discursivo p orqu e sospecho que en él se
en cu entra u na de las llaves m aestras de lo que p ud iera calificarse com o
u na insuficiencia in tern a de su concepción de la racionalidad y de la
filosofía políticas, al tiem po que esta perspectiva, p o r o tro lado y en
aparente contradicción, nos ofrece razones suficientes p ara co m p rend er
la am plia y dom in an te recepción de su herm enéutica, com o ex po nd ré
en la p arte final de este artículo.
El problem a, afirm a Raw ls, es de «largo alcance» y de hecho viene
de m uy atrás. La sistem atización de su pensam iento, que hubo de hacer
a pro pó sito de la publicación de A Theory o f Justice, le había obligado
a definir los rasgos, la estructura de los sujetos cuyo horizonte histórico
está m arcado «por conflictos políticos profundos» — situación que ca­
racteriza el origen de su planteam iento filosófico-político, al decir del
p ropio Raw ls— , así com o tuvo que explicar la incardinación de dicha
estructura antropológica en la instauración de u na sociedad justa, pues
— com o ha vuelto a insistir— «la filosofía política no se ap arta de la
sociedad y el m u nd o, com o algunos han pensado [...] En este co ntex ­
to, el hecho de form ular concepciones idealizadas [...] resulta esencial
p ara en co ntrar una concepción política razonable de la justicia»31. En

30. Ibid., § 8, 1 y 2, pp. 86-88.


31. Ibid., pp. 45-46.
definitiva, R aw ls se vio co nstreñido a «construir» un tipo de p erso ­
n alidad m o ral au tó n o m a que resp on diera a la doble exigencia de dar
cuenta, p o r u na p arte, del concepto de individuo m o derno , ciudadano
de u na sociedad dem ocrática, y, p o r o tro lado, de p restar a ese sujeto
dem ocrático el m ayor respaldo posible de plausibilidad acorde con las
ciencias del hom bre. D e este m o do , com o lo ha m o strad o Agra, el cons­
tructivism o raw lsiano se vio avocado hacia la aceptación del esquem a
form al in terp retativ o que había configurado Piaget en su estudio so­
bre el desarrollo psicológico del n iñ o 32. E fectivam ente, dicho esquem a
in terp retativ o le perm itía a Raw ls solapar el desarrollo psicológico del
individuo con un constructivism o n orm ativo que adscribía a la últim a
etap a del desarrollo individual, etap a «post-convencional», los concep­
tos de reciprocidad, justicia y equidad com o el resultado n orm al de esa
evolución in tern a an tropológica, «acorde con los principios de la psico­
logía m oral». Al p ro p io tiem po, «estos hechos generales de la psicología
m oral» prestaban la seguridad y la estabilidad que exige u na sociedad
m o d ern a diferenciada social y económ icam ente. C iertam ente, la cautela
respecto de u na posible generalización indebida y un ahistoricism o de
su constructivism o hicieron escribir ya al p ro p io au tor: «[... ] espero que
n inguno de los u lteriores usos de la teo ría psicológica resulte dem asiado
im propio»33. A la p ostre, las debilidades de su planteam iento — «la justi­
cia com o equidad se halla m ás acorde con los principios de la psicología
m oral»— le llevaron a ab an do nar su posición antrop ológ ica p rim era,
orientán do se m ás adelante p o r un constructivism o que se sustancia ah o ­
ra, definitivam ente, en Political Liberalism .
El nuevo giro m etodológico raw lsiano trata, en o rd en a precisar los
elem entos constitutivos del sujeto activo de la justicia política, de en­
co n trar la v erosim ilitud de la estru ctura p sicológico-m oral del individuo
en las prácticas sociales configuradas en «la trad ició n de pensam iento
dem ocrático». D e este m o do , el constructivism o de la idea de person a
se realiza ah o ra a p artir de u na doble operación: «Si bien com enzam os
con u na idea de p erson a im plícita en la cu ltu ra política pública, ideali­
zam os y sim plificam os esta idea en varios aspectos p ara cen trar la aten ­
ción, p rim ero, en la cuestión principal»34. C laram ente se alude aquí a
un proceso de superposición. Pues si la elaboración teórica del concepto
de la person a se inicia en el ám bito cultural co nform ado p o r la trad i­
ción y las instituciones dem ocráticas, inm ediatam ente este ám bito es
ab an do nad o p ara «superponer» al m ism o — en un nivel conceptual dis­
tin to y m ediante u na nueva o peración, u na operación de «idealización»,

32. M. J. Agra, Rawls: el sentido de justicia en una sociedad democrática,Universidad de


Santiago de Compostela, 1985, pp. 56 ss.
33. J. Rawls, A Theory of Justice, Belknap Press of Harvard University Press, New York,
p. 462.
34. J. Rawls, Political Liberalism, p. 20. El subrayado es mío.
com o él m ism o escribe— la idea de p erson a que debe co rresp on der a la
nueva sociedad proyectada. Es decir, se han ab an do nad o las exigencias
críticas de plausibilidad «científica» que él m ism o se había im puesto.
La am bigüedad de su proced im ien to teórico hay que situarla en el salto
que se o p era entre el inicio del proceso — que p arte de un supuesto an­
tropológico de carácter histórico, crítico-social y que parece ofrecer los
elem entos necesarios p ara u na «psicología m o ral razonable»— y la idea
final de persona, cuya estru ctura de acción no es el resultado de una
operación analítica y crítico-integradora, en el nivel n orm ativ o, de las
exigencias y de las posibilidades antropológicas contenidas en el m arco
histórico-social. Las características m orales del ciudadano de la nueva
sociedad son determ inadas, p o r el co ntrario , en función de exigencias
conceptuales de carácter lógico-sistém icas. A p ro p ó sito de la idea de
«razón pública», escribe:
En cuanto que se trata de una concepción ideal de la ciudadanía para
un régimen constitucional democrático presenta cómo podrían ser las
cosas si la gente fuera tal y como una sociedad justa y bien ordenada
les estimularía a ser. Describe lo que es posible y puede ocurrir, aun­
que quizás nunca ocurra, lo que —sin embargo— no la hace menos
fundamental35.
N o p uedo hacer aquí un análisis detallado de su concepción de la
razón práctica ni de la caracterización de lo «razonable» — situada en
la trad ició n del «pragm atism o» que, igualm ente, ha utilizado R orty en
sus incursiones en la teo ría dem ocrática— com o justificación suficien­
te de u na concepción política, p orm eno rizadam en te expuestas en el
capítulo III de la o bra que venim os citando. M i interés se centra, en
este m om ento, en advertir cóm o la incapacidad de fundam entación que
m uestra Raw ls — pese a los cam bios en el o rd en m etodológico— no es
im putable a la insuficiencia o pertin en cia de los datos que pued an ap o r­
tar las ciencias hum anas o las teorías sociológicas, sino que su fracaso
está ligado a la estru ctura sistém ica d entro de la cual ha de elaborar el
pro blem a del sujeto m oral au tón om o. C reo que la v erdad era analogía de
su o bra con la de K ant reside, precisam ente, en la m eto do log ía form al
que u no y o tro aplican al cam po n orm ativo de la m o ral o de la política,
respectivam ente. En concreto, el rigorism o y el form alism o de la m oral
kantian a — en cuanto analogans del constructivism o raw lsiano— p u e ­
den explicarse en función de, se relacionan con y resp on den al diseño
de un ideal, el ideal de un reino de los fines36. D e igual form a, creo que
— en el caso de R aw ls— el ideal de u na sociedad o rd en ad a y segura,
cuyos procesos de desarrollo (ni radicales ni bruscos) están o rientados
y co ntro lado s p o r el ám bito cultural, le obliga a esas operaciones de
35. Ibid., p. 213.
36. A. Wellmer, Ética y diálogo, Anthropos, Barcelona, 1994.
«idealización», «sim plificación», etc., p ara co nfo rm ar u na idea de p er­
sona m oral en d ependencia absoluta del proyecto diseñado, sin un aval
teó rico ind ep end ien te que dé cuenta de la p ertinencia, coherencia o va­
lidez de tal construcción antropológica. El resultado de dicha racio na­
lidad n orm ativ a au tó n o m a será un «individuo institucionalizado» hasta
el extrem o de que no sólo es garante de ese reino de los fines — una
sociedad «descrita» com o algo que p uede ser, p ero que quizás n un ca se
plasm e— sino que recu erd a al sujeto m oral kantian o: tam poco conoce
conflicto alguno irresoluble entre principios, ni p resen ta desacuerdos
que pued an ro m p er el «solapam iento» ya «institucionalizado». Y si to ­
davía alguien m encio nara la figura de la «desobediencia civil», Raw ls
escribe que ya h abía p ro p u esto en T heory o f Justice el overlapping con-
sensus com o un m o do de irracionalizar cualquier foco hem orrágico en
la sociedad37. U na afirm ación tal indica lo ex traño que resulta en este
co ntex to de pensam iento — com o en el caso k an tian o — atribu ir a los
individuos un papel real de h erm eneutas personales del espacio de la
p olítica y sus instituciones.
A vanzando en esta línea de exam en in tern o de su p ro p ia obra, el
engañoso proceso de fundam entación p o r el cual se p retend e solapar
la dim ensión evaluativa de los principios de la justicia com o equidad
con la estru ctura de u na «razonable psicología m oral»38 deja al descu­
b ierto , al m ism o tiem p o, la «artificialidad» del proceso de «abstracción»
que, según Raw ls, caracteriza a la filosofía p olítica en cuanto que ésta
trata de elevar a un nivel superior de análisis los «conflictos políticos
profundos». En p rim er lugar, p orqu e n un ca se explicitan los criterios
de racionalidad evaluativos de esos problem as políticos, esto es, no sa­
bem os si esos p un to s de fuga, si esas tensiones p ertenecientes al cam po
político han de ser categorizados com o anom alías que deben ser ex tir­
padas o si los desgarram ientos, los p un to s hem orrágicos son p arte de la
p ro p ia configuración de la racionalidad m o derna. Así, algunos críticos
de Raw ls sugieren que su p ro p u esta de m anten er la política com o un
cam po ind ep end ien te de las doctrinas com prensivas en tra en co n tra­
dicción con su teo ría de la justicia com o equidad. En efecto, esta teo ría
m uestra los rasgos de un pensam iento com prensivo, ya que — al m odo
de un analogans analogante— se instituye com o un principio superior
jerárquico que da cuenta de las diversas p osturas que se m antien en en
el espacio público. D e este m o do , según sus críticos, si se ha de asum ir
la plu ralidad com o u na realidad histórica irrebasable, sería m ás conse­
cuente h ablar de un «equilibrio no jerárquico» de valores, en u na te n ­
sión m anten ida institucionalm ente p o r el E stado, que supone p o n er en
crisis el principio de n eutralidad del E stado defendido p o r los liberales
de form a tan co n tinu ad a com o no convincente. D e igual m o do , frente

37. J. Rawls, Political Liberalism, cap. I, nota 17.


38. Ibid., II, § 7, 5.
al overlapping consensus sería m ás acorde con la realidad del pluralis­
m o la realización de «acuerdos contingentes», sujetos al p ro pio proceso
histórico, que perm itieran un ejercicio real y crítico de los derechos
dem ocráticos en el espacio de lo público.
En segundo lugar, el hueco dibujado en el vacío que ha dejado el
inten to fallido de u na psicología m oral acorde con los principios de la
justicia com o equidad viene a m ostrar, com o lo advertíam os an terio r­
m ente, la inexistencia de un adecuado proceso de abstracción que p er­
m itiera justificar el estatuto de n orm ativ idad que se atribuye la filosofía
política. Pues el resultado de la abstracción realizada no «conserva» los
elem entos o las características esenciales que perm itirían identificar la
especificidad de esos p un to s lím ites, conflictivos, que críticam ente han
de ser tratad o s en un nivel de intelección superior. Por el co ntrario , la
abstracción es m ás bien u na o peración de «desplazam iento de m edio»
según la cual se nos sitúa — si querem os seguir h ablan do — en un m u n ­
do nuevo, en el proyecto de u na sociedad bien organizada don de la
institucionalización del overlapping consensus es u na p arte inapelable,
sustancial, integ ran te de la nueva racionalidad n o rm ativ a advenida. N o
es casual en este sentido que el p ro p io R aw ls escriba que, ante «la obje­
ción de que nuestra inform ación no sea científica [...] la dificultad está
en que [...] no hay dem asiado donde acudir [...] H em os form ulado un
ideal de gobierno constitucional p ara ver si tiene fuerza p ara n oso tros y
p uede ser puesto en práctica»39.
En definitiva, la generalización e «idealización» norm ativas que es­
tán en la base del proceso de abstracción filosófico-político, así com o la
«indefinición» de la racionalidad que com pete a los problem as políticos
com o tales, acaban — en dependencia respecto de la estru ctura sistém ica
ad op tada— velando la dim ensión real de estos problem as. U na vez más
p reguntam os: ¿cuál es la especificidad del cam po político?, ¿cuáles son
los criterios de validación racional de lo norm ativo?, ¿en qué consiste
esa m ediación en tre lo político y lo n orm ativo que p erm itiría a este
últim o asum ir los problem as del p rim ero en el proceso de u na com ­
p rensión m ás ajustada?, ¿qué valor de contrastación intersubjetiva cabe
atribuir a la intelección crítica de la n orm ativ idad política? A nte las crí­
ticas recibidas, ante el escepticism o crítico ilustrado que ya ha m ostrado
la razón com o u na razón situada y que no es posible retro ced er hacia
ningún p u n to fuera de la contingencia y del m ism o proceso histórico,
incluso frente al idealism o crítico k antiano — que h abía asum ido el reto
del conocim iento científico— , parece que Rawls ha escogido el cam ino
m ás fácil: otorgarse un «estatuto» teórico de excepción según el cual «la
filosofía política de un régim en constitucional es autónom a». Si ya an te­
riorm ente la debilidad racional de su constructivism o le había aconseja­
do buscar un nuevo fun dam en to, ah o ra ha o ptad o p o r crear u na nueva
39. Ibid., pp. 87-88.
ciudad. Al abrigo de sus críticos, to d o parece descansar, p o r fin, en una
form a de conciencia edificante que ni explica ni valida la estru ctura psi­
cológica m o ral del individuo, g arantía del nuevo régim en constitucional
que h abría de ser justificado n orm ativam ente: «N os esforzam os p o r lo
m ejor que pod em o s alcanzar con el cam po de acción que nos perm ite
el m undo»40. C on estas palabras se p retend e cerrar un debate filosófico
incom pleto e inconcluso.

4. H acia una reconstrucción filosófico-política de la dem ocracia


4.1. D e «la dem ocracia com o form a de vida» a «dejadnos jugar»
En o rd en a la reconstrucción de los elem entos de u na teo ría filosófico-
p olítica cen trad a en la preocu pación p o r un régim en dem ocrático jus­
to, voy a seguir la advertencia crítica que form ulara Benjam in respecto
del m odo de hacer la lectu ra de la h isto ria o la actitud ap rop iada p ara
asum ir la tradición: desearía realizar m i análisis «pasando el cepillo a
contrapelo» tan to al «cientificism o» de la teo ría dem ocrática del libera­
lism o «realm ente existente» — rep resen tad a aquí p o r S artori— com o a
las corrientes norm ativistas antes señaladas, las cuales han estructurado
en buena m edida el cam po de las reflexiones ético-políticas en los ú lti­
m os decenios de este «corto siglo».
La cuestión principal, en cuanto a la historia y a las tradiciones del
pensam iento se refiere, en o rd en a la configuración de u na sociedad
dem ocrática viene a situarse, velis nolis, en esta especie de constricción
teó rica en que nos sitúa el liberalism o com o h orizo nte teó rico irrebasa-
ble. Esta constricción, al m enos en la defensa de S artori de u na nueva
«gran transform ación», nos aparece com o dram ática. Pues la novísim a
experiencia a la que estam os asistiendo no descansa únicam ente en la
ostentosa proclam ación de la tradición liberal com o norm ativ idad p o ­
lítica que h abría que universalizar, sino en que lo «m oderno» — frente
al «post-m odernism o»— , a m o do de superación de aquella conciencia
desgraciada de u na «ilustración insatisfecha», estriba, a lo que parece,
en la «conjunción» o, m ejor, en la «superposición» del liberalism o y
aquella o tra corriente que llegó a recrear «el lenguaje hum anista o re­
publicanism o». Esta corriente tuvo sus inicios m ás delim itados en las
prácticas socio-políticas de algunas repúblicas italianas (M aquiavelo).
El nuevo lenguaje hum anista asum ió la ejem plaridad de los m odelos
griego y rom an o-rep ub licano superando conceptualm ente las m atrices
sim bólicas de am bos. Intentab a de este m o do prom over, desde diferen­
tes variantes de «una m atriz lingüística com ún», u na nueva racionalidad
p olítica que, norm ativam ente, m antuviera una tensión n un ca resuelta y
40. Ibid., p. 88.
seguram ente no resoluble de m o do definitivo: la tensión entre la «vida
buena» (cuya «privacidad» sería un logro de la m odernidad) y la éti­
ca de la justicia, p ara decirlo en los térm in os com únm ente aceptados.
En esta perspectiva ético-dem ocrática se sitúan, con acentos distintos,
R ousseau, H egel, teóricos y m ovim ientos de la R evolución francesa,
así com o los plurales socialism os teóricos y prácticos que, igualm ente,
m antuvieron el referente histórico aludido.
U na nueva reform ulación teórico-práctica in ten ta soldar, unificar
las form as de vida que subyacen en este com plejo problem a de los len ­
guajes, las tradiciones y las instituciones histórico-dem ocráticas. Así, es­
tam os asistiendo a un «m aridaje» que p retend e institucionalizar — p or
u na m era yuxtaposición «funcionalista» de roles— m u nd os de sentido
que tienen su origen en h orizontes de prácticas sociales de m uy distinta
racionalidad. C o ncretam en te, se h abla de social-liberalism o, liberalism o
social o, com o lo ha p ro p u esto recientem ente algún p artid o europeo de
larga tradición em ancipatoria, se trata — ah o ra ya— de realizar, bajo los
p resupuestos ideológicos del socialism o, u na «revolución liberal». N o
cabe d ud a de que tal form ulación político-institucional p o d ría acabar
redefiniendo no sólo el cam po de la política, sino tam bién los criterios
de su norm atividad. E sta experiencia y esta tarea se le ofrecen a, son ya
p ara la filosofía política su reto : H ic R hodus, hic saltus.
H e usado el térm in o «lenguaje» com o un m o do de aproxim ación
interp retativa al hecho y al p ro blem a de la dem ocracia p orqu e — de
acuerdo con u na herm en éu tica algo m ás ajustada que la usual— la «de­
m ocracia» no resp on de a un m ero concepto que cam biaría o se d e­
sarrollaría según o rd en am ien tos histórico-etim ológicos. M ás bien, la
«dem ocracia» hace referencia a u na form a de vida, a un ám bito sim bó-
lico-social que configura la idea de poder, a u na «gram ática» p ro fu n d a
que condiciona la interp retació n y la p ertin en cia de unas u otras rela­
ciones políticas entre los individuos. Este lenguaje y esta herm en éu tica
se plasm an en un ám bito de realidad com o lo es el de la racionalidad y
la norm ativ idad políticas, ligadas a la configuración de un régim en de
gobierno que adquiere históricam ente las form as m ás adecuadas a los
acuerdos entre individuos que, en cuanto ciudadanos, son considerados
com o iguales en el o rd en del p o d er político.
El giro lingüístico y el tipo de herm en éu tica que nos p ro p o rcio n a
abren, pues, un horizo nte de indudable interés crítico tan to en el orden
teórico en general com o en el ám bito de la política en particular. Pues si
el pluralism o p olítico, no sólo en cuanto hecho sino en cuanto valor p o ­
sitivo que hay que asum ir institucionalm ente, ha puesto en crisis tan to
el concepto de v olun tad general com o la posibilidad de llevar a cabo su
ejecución en el o rd en práctico, el pluralism o cultural ha dado carácter
de curso legal a lo que se ha form ulado com o lenguajes diferenciados
o plu ralidad de form as de vida. F enóm enos cuya com plejidad vuelve a
traer los ecos de aquella crítica fran kfu rtian a a la razón m o d ern a id én ti­
ca, u nitaria y sistem atizadora. Esta crítica se radicaliza en algunos casos
hasta el extrem o de que se aban do na el horizo nte de to d a posible reco n ­
ciliación, reconciliación que tod av ía H o rk h eim er y A dorno sostuvieron
com o el esperanzado resultado de u na ilustración de la Ilustración. Así,
p o r ejem plo, un m ovim iento tan am plio y de clara influencia cultural y
p olítica com o el post-m odernism o h a sentenciado — en función del «he-
terom orfism o» de los lenguajes— el final del sujeto social constituyente
de sentido, que rem itía a la posibilidad de principios com partidos, a
u na form a de universalidad. El post-m odernism o, que ha v enido a coin­
cidir con o es expresión de la quiebra de las grandes ideologías com o
referentes de encuadram iento político, ha puesto en juego u na de las
estrategias conceptuales m ás recu rren tes de ciertos m ovim ientos socio-
políticos. E sta estrategia, en definitiva, vend ría a reforzar la tesis de que
el pluralism o dem ocrático conlleva la ren un cia a cualquier inten to de
recu perar el significado de la universalidad epistem ológica o norm ati-
vo-em ancipatoria. Los grandes relatos han p erdid o credibilidad y la so­
ciedad se nos hace presente com o ind eterm inación total. La condición
de posibilidad de la política, en analogía con la pragm ática científica,
reside en fom en tar «la actividad diferenciadora, o de im aginación, o
de paralogía»41. Así, la única legitim ación a la que puede acogerse la
dem ocracia — en sustitución del co nten ido universal— es la derivada de
perm itir, de «dejar jugar en paz» a cada sujeto o grupo su p ro p io juego.
E sta últim a form ulación, debida a L yotard, no deja de p lantear diversos
problem as. Pues la prim era cuestión sería interrogarse acerca de quién
ha de p erm itir jugar a cada uno su juego. O lo que es lo m ism o: ¿quién
o qué im pide que cada cual p u ed a d esarrollar su p ro p io lenguaje? Pero
la p ro p ia p reg u n ta parece que supera ya los planteam ientos del p ro pio
L yotard, p ara quien se h abría p ro bado , a través de la pragm ática cientí­
fica, que sólo disponem os de «heterogeneidad de reglas y búsqueda de
la disensión». Políticam ente, su p ro p u esta de u na nueva sociedad d em o ­
crática p o d ría cifrarse en las líneas finales de la o bra citada:
[... ] es demasiado simple en principio: consiste en que el público tenga
acceso libremente a las memorias y a los bancos de datos. Los juegos de
lenguaje serán entonces juegos de información completa en el momento
considerado42.
Es difícil asum ir que ésta sea u na p ro pu esta de alternativa política. Y
no p orqu e desee sum arm e a ese irónico com entario acerca de su inm en ­
sa «inocencia» con el que la m ayoría de los autores han caracterizado
este m ensaje. M ás bien quisiera llam ar la atención sobre tres aspectos.
En p rim er lugar, señalar que, co n tra tod o lo expuesto en su discurso,

41. J.-F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1984, p. 116.


42. Ibid., p. 119.
acaba p articip an do co n trad ictoriam ente de la m ism a inspiración de la
m etafísica que critica: la idea de un sujeto em ancipado que co n tro la e
inten cionalm ente dirige su vida. D e hecho, p ertenece al pensam iento
de la Ilustración la idea de u na sociedad co nfo rm ad a p o r individuos
librem ente asociados. En segundo lugar, ap u n tar que las condiciones de
posibilidad p ara que p u d iera darse h istóricam ente esa nueva situación
socio-política superan con m ucho, n o guardan p ro p o rció n alguna con
la inm ediatez de la supuesta «invención» individual referid a al contex-
tualism o del instante. Y, en tercer lugar, que las lim itaciones que p resen ­
ta su teo ría del lenguaje p articipan de los m ism os presupuestos del ra ­
cionalism o, al situar la creación de significados en la acción intencional
o en la «voluntad» de los sujetos.
D esde el distanciam iento crítico que sostenem os — p o r tan to , des­
de u na posición ciertam ente h etero d o x a p ara sus m entores— el p o st­
m odernism o p uede ser in terp retad o com o la expresión de una de las
crisis periódicas m ás p ro fun das de la razón m o d ern a en cuanto persiste
enfáticam ente en constituirse a sí m ism a com o principio absoluto au-
tolegitim atorio tan to en el o rd en epistem ológico com o en el n o rm a­
tivo. Así, la plu ralidad de lenguajes ya teo rizada p o r K ant — ám bitos
teó rico-n atural, práctico y estético— h a cobrado especial relevancia al
m ostrarse, especialm ente a través de las filosofías de la sospecha y del
lenguaje, el carácter m ediado de la razón y, p o r tan to , la im posibilidad
de estatuir un único principio com o fun dam en to de sentido, capaz de
totalizar la realidad histórico-social. En esta m ism a línea, ni es p ertin en ­
te atribu ir a la filosofía aquel papel u nitario y totalizante de la religión,
ni nuestra tarea parece ser la de com pletar la m o dernidad. En to d o caso
h abríam os de asum ir el sentido p ro fu n d o de la Ilustración en cuanto
«crítica» y, consiguientem ente, «atreviéndonos a pensar p o r n oso tros
m ism os», determ inar sus «límites». Posiblem ente, esta dirección apunte
a lo que ya m uchos caracterizan com o una época post-m etafísica, h e re ­
dera de aquel sano escepticism o que llevó a los ilustrados a determ inar
los lím ites del pensar. M ás aún, frente a cualquier tipo de h eteron om ía
o búsqueda acrítica de form as transdiscursivas de relación y en ten d i­
m iento, la «actividad racional» se nos sigue p resen tand o com o la form a
privilegiada de intelección com ún, com o u na opción p ro piam en te h u ­
m ana capaz de ofrecer los principios de autorreflexión que posibilitan
la fuerza em ancipatoria de los individuos y garantizan el «aprendizaje»
de las norm as y las reglas que constituyen el reconocim iento de los
sujetos, la regulación intersubjetiva de nuestros proyectos y de nuestro
saber. N o es, p o r tan to , n uestra época el m o m en to de esa razón idéntica
con la que algunos quieren — tan erró n ea com o p arcialm ente— id en ­
tificar la m o dernidad, sino que tiende m ás bien a configurarse com o
un m o m en to ilustrado de la Ilustración h eredada, esto es, el «atrever­
se» a realizar — com iendo dos veces del m ism o árbol de la vida— la
ilustración del único m o do posible: transcendiéndola, no negándola.
Éste es el verdad ero sentido que cabe o to rg ar al cam bio cultural al que
venim os haciendo referencia desde el inicio: si bien la plu ralidad de
culturas y de lenguajes se m u estra com o un lím ite irrebasable, la acti­
tu d y el pro ced im ien to racionales cobran fuerza com o los referentes de
interrelación, unidad y sentido de esas form as de vida — al m enos en el
ám bito occidental— o, en to d o caso, han adqu irid o un especial valor
legitim atorio p ara interpelar, cuestionar todas las culturas. A ello ha
contribu ido , sin duda, tan to la m undialización de la econom ía y de la
p olítica com o los procesos em igratorios, cuyas im plicaciones culturales
y consecuencias en orden a determ inar el nuevo concepto de ciudadanía
h abrán de constituir u no de los objetivos m ás p rio ritario s y p erento rios
de u na teo ría de la dem ocracia. En definitiva, nadie es ya inocente ni
el autism o es perm itido. N o hay causas lenitivas p o r las que, de form a
privilegiada, alguna trad ició n se p ud iera p erm itir ign orar o in ten tar evi­
tar que el m irar o el situarse desde cualquier horizo nte conlleva el ser
visto com o «el otro»; el d em arcar im plica necesariam ente ser in terp e­
lado p o r los excluidos, y el establecer principios norm ativos, reco no cer
la pluralidad. Y, desde luego, n inguna de las tradiciones dem ocráticas
de O ccidente puede aducir neutralidad. El etnocentrism o político hoy
es u na posición de insuficiencia radical científica y filosófica y, p o r ello
m ism o, de «m ala fe» desde el p u n to de vista ético. Por tan to , la razón,
su p retensió n de unidad y fun dam en to se en cu entra y actúa ah o ra com o
form a de vida o, en expresión bella y p en etran te de K am bartel, com o
u na «cultura de la razón»43.
La plu ralidad de lenguajes a que dan lugar el conocim iento teórico,
la razón práctica y el m u nd o de la estética im plica el reconocim iento de
la especificidad racional y n orm ativ a de tales cam pos. Ello no conlleva,
sin em bargo, p o r p arte de los sujetos, ab an do nar la actitud intencional
y m oral básica de p restar u nidad y sentido racionales a n uestro co m p or­
tam iento en el o rd en teó rico o práctico. Igualm ente, hem os de atender
al hecho de que tales lenguajes son perm eables entre sí, no sólo desde
el p u n to de vista de u na sociología del conocim iento o desde la tópica
idea de la interdisciplinariedad, sino desde el p u n to de vista científico
o epistém ico. Las pretensiones veritativas y norm ativas de u na supuesta
razón idéntica son, pues, redefinidas aten dien do a la p ro blem aticidad y
a la precaried ad de los logros históricos que consiguen la u nidad me-
taestable entre los diferentes lenguajes. La filosofía política es especial­
m ente sensible a la dificultad de establecer, lejos de to d o universalism o
objetivista, esa u nidad de los saberes. A hora bien, la historicidad y la
irrenunciable función herm en éu tica de los individuos en cuanto tales,
en n uestro caso com o ciudadanos de un régim en dem ocrático, n o se
co ntradicen sino que a título de exigencia se com padecen con la idea
de un universalism o dem ocrático que recu pera el espacio de lo público
43. Citado por A. Wellmer, op. cit., p. 189.
en su sentido fuerte. Pues u na y o tra dim ensiones, la h istoricidad y la
irrenunciable actividad herm enéutica, están ligadas, precisam ente, a la
recu rren te y co ntinu a acción com unicativa. A cción com unicativa que
— desde el reconocim iento de la plu ralidad — no establece el consenso
discursivo com o criterio de validación en función de m odelos abstrac­
tos que contem plarían n orm ativ am ente la idea de u na reconciliación
final. En igual m edida, em pero, ese universalism o dem ocrático se dis­
tancia radicalm ente del retó rico lem a de L yotard: «justicia sin consen­
so». Pues únicam ente se puede h ablar de justicia, p ro piam en te, desde la
opción sostenida dem ocráticam ente que ap un ta al aprendizaje de una
racionalidad n o som etida a la violencia, a la apuesta p o r la socialización
de co m p ortam ientos de reconocim iento del otro y a la institucionali-
zación de reglas que posibiliten el disenso sin coerción. En este m ism o
sentido, la defensa del nom inalism o que preconizam os n o es d eud ora
ni del voluntarism o p ost-m o dernista ni del individualism o liberal. Pues
la opción p o r la dim ensión co m unitaria o la institucionalización de las
form as de lucha em ancipadora (sindicatos, partidos, m ovim ientos so­
ciales, etc.) form a p arte de la autoafirm ación de los individuos, pues
justam ente son éstos y n o los grupos o las clases com o tales el objetivo
y el final entrevisto en todos los procesos de liberación.
4.2. La n orm atividad política com o articulación «debida»
de las propias relaciones sociales
El universalism o dem ocrático, al n o ten er com o referente de significado
y validez el supuesto de un fun dam en to últim o unitario, se determ ina
p o r el ejercicio y el resultado siem pre contingentes del debate de los
«ciudadanos». Esta deliberación que afecta tan to a la inform ación p ara
alcanzar un juicio político adecuado com o a la tensión tran sform ado ra,
a la actividad de redefinir, de reelab o rar «políticam ente» las necesidades
así com o de establecer el o rd en de las preferencias que los individuos o
grupos se ven obligados a co n fro n tar en el espacio de lo «público». En
este sentido, la p olítica no es un segm ento o p arte de la sociedad, sino
que trasciende a esta ú ltim a en cuanto puede determ inar la articulación
«debida» de las propias relaciones sociales.
La política tiene su centro v erteb rad o r en la idea y la realidad del
poder, de intereses contrapuestos o dispares, de relaciones desiguales
que son las que, a la postre, estru cturan en form a de pro blem a las in d e­
term inaciones, las incertidum bres o las posibilidades de las relaciones
sociales. La acción colectiva, en general, es el constructo hum ano que
traduce el hecho de que los actores, reco no cien do «la m ediación in ­
eluctable y au tó n o m a entre los proyectos colectivos de los hom bres y
su realización», tratan , m ás allá de la retó rica y el discurso, «de estudiar
la estructuración de su cam po de acción, y con ella la m ediación, que
en tan to constructo de p o d er con su dinám ica pro pia, ésta im pone al
discurso»44. La actividad y la organización políticas en p articular — sin
desconocer las relaciones y las tácticas de un co m p ortam iento interesa­
do que sabe de la necesaria in terd ep end en cia social— se distinguen, sin
em bargo, p o r la v olun tad según la cual un grupo, co m unidad o nación
o ptan p o r asum ir la posibilidad de p erm anencia conjunta en cuanto
constituyen u na cierta unidad y form a de vida sociales cuya institu-
cionalización está ligada, genuinam ente, a las prácticas estructuradas
en to rn o a lo que se ha consagrado históricam ente com o el «espacio
público».
D esde esta perspectiva el reconocim iento de la particularidad no
puede situarse sólo en el «derecho a desenvolverse en todas direccio­
nes», com o escribe H egel en el parágrafo 184 de su Filosofía del D e­
recho. D e form a paradójica im plica tam bién — m ás allá de y co n tra el
p ro p io H egel— la negación de la universalidad, to talid ad y sistem atici-
dad de la realidad hum ano-social en cuanto se supone que esta ú ltim a es
susceptible de ser subsum ida en un proceso de d eterm inación racional,
ya sea de carácter autorreflexivo o en form a de dialéctica de la historia.
El individuo, en cuanto particularidad, se instituye en unidad últim a
autovinculante tan to en el o rd en del conocim iento com o en el de la
acción práctica. Es, al p ro p io tiem po, el h erm en eu ta irreem plazable y
el lím ite evidente de to d o in ten to de u nidad absolutizadora. D e aquí
lo arb itrario de u na ética que cree p o d er universalizar p orqu e entiende
que sería posible ponerse en el lugar del o tro . Igualm ente hem os des­
tacado la insuficiencia radical de una interp retació n unidim ensional de
la razón ilustrada com o razón enfática guiada p o r la lógica de la obje­
tivación, y que ha llevado — p o r diversos cam inos— al in ten to vano de
configurar com o alternativa un tipo de racionalidad transdiscursiva o
m eta-conceptual. M ás arriba, el criterio veritativo atribuido a la idea de
u na universalidad objetiva lo he trad ucid o epistem ológicam ente p o r las
dem andas de justificación argum entativa que, exigitivam ente, h a consa­
grado u na cultura com o la nuestra, la cual ha optad o p o r hacerse cargo
de la plu ralidad cultural y p olítica com o un valor positivo p o r integrar
en el m arco de un universalism o dem ocrático. Se p ro p o n en así relacio­
nes y form as de vida intersubjetivas que, superada la contraposición
am igo-enem igo, «irracionalizan» y hacen inviables los inten tos de im p o ­
ner, m ás allá de la m ediación argum entativa y de la decisión dem o crá­
tica de to d o s los individuos, u na u nidad p olítica cualquiera de carácter
h eteró n o m o , aduciendo la fuerza sim bólica ligada a un supuesto origen
m ítico, religioso, étnico o geográfico. Por o tro lado, la conciencia ético-
p olítica de la irrebasable «diferencia» individual o de gru po ha proble-
m atizado aún m ás radicalm ente la idea de igualdad. Esta idea radical de
igualdad sólo puede sostenerse desde el universalism o dem ocrático que
asum e a los individuos en cuanto tales y que, políticam ente, constituiría
44. M. Crozier y H. Friedberg, El actor y el sistema, Alianza, México, 1990, p. 26.
el núcleo de u na teo ría de la justicia cuya necesidad es tan am pliam ente
reconocida com o p roblem ático es su contenido.
En cuanto construcciones hum anas problem áticas e institucionali-
zaciones contingentes e históricas, el poder, las relaciones de igualdad o
de jerarquización y asim etría — m ás allá de su constitución y estru ctu ­
ra sociales, h istóricam ente d eterm inadas— se «desvelan», se nos hacen
com prensibles m ediatizadas lingüísticam ente. D e este m o do , cabe h a ­
blar de «cam bio», puesto que se en cuentran inextricablem ente ligadas a
prácticas sociales, cognitivas y norm ativas (form as de vida o lenguaje)
que d eterm inan las estrategias según las cuales algo se configura com o
p ro blem a y son propuestas ciertas soluciones. En esta m ism a línea ar­
gum entativa, la plu ralidad de form as de vida y la contingencia de los
acuerdos im piden pensar políticam ente en térm in os de «un» final o una
reconciliación últim a. Pero ello n o significa que el pathos em ancipador
o el pensam iento crítico hayan cedido en sus reivindicaciones prácticas
de liberación. Si se in terp reta la idea de razón com o aprendizaje de for­
m as de interacción en libertad, no pued en «objetivarse» fines últim os:
m ás bien, se atiende a la superación de aquellas situaciones que concreta
e h istóricam ente se m uestran com o lim itaciones a la autod eterm in ación
de los sujetos. L im itaciones cuya d eterm inación y superación han de
ser rem itidas necesariam ente al conocim iento y la elaboración políticos
de la difícil y siem pre revisable articulación de los distintos ám bitos de
realidad. Por o tro lado, la construcción y la p ro p ia crítica de los «im a­
ginarios sim bólicos sociales» p ro p o rcio n an n orm ativ am ente, desde el
universalism o dem ocrático h eredado de la Ilustración, no tan to un h o ­
rizonte absoluto de perfección cuanto los elem entos críticos que pueden
invalidar las form ulaciones ideológicas parciales o la naturalización de
desigualdades o jerarquías excluyentes.
H egel había caracterizado la m o dernidad com o «tragedia en el o r­
den de la vida m oral», dada la contradicción en que aquélla parecía h a ­
berse instalado. Pues si, ciertam ente, la afirm ación de la au ton om ía au-
torreflexiva del sujeto se p resen ta com o la gran conquista de los nuevos
tiem pos, los individuos tienden a satisfacer sus necesidades en todas d i­
recciones ateniéndose únicam ente a su libre albedrío, y se constituyen
de ese m o do en centros hem orrágicos que acaban p o r disolver la reali­
dad y la estru ctura sociales que habían posibilitado la constitución y el
reconocim iento de la individualidad com o tal. M ás co ncretam ente, es­
cribió H egel, el tipo de sociedad que dio lugar al hecho esencial ya en u n ­
ciado de que «el hom bre queda por sí m ism o determ inado a ser libre», la
sociedad civil históricam ente conform ada a finales del xviii «en esas o p o ­
siciones y en su entresijo presenta, justam ente, el espectáculo de la diso­
lución, de la miseria y de la corrupción física y ética»45. D e aquí la trage-

45. G. W F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, en Werke in Zwanzig Banden
(Theorie Werkausgabe), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1971, § 185.
dia y la contradicción en que se asientan individuo y sociedad civil en su
articulación histórico-liberal. Si, p o r un lado, es la sociedad civil consti­
tuid a en estos nuevos tiem pos la que perm itió la afirm ación universal de
los derechos form ales del individuo, el tipo estatuido de relaciones so­
ciales estructuradas en to rn o al interés y al beneficio privados (bajo el
supuesto «m etafísico» de que el interés privado g enerará el bien púb li­
co) o p era com o estru ctura desinteg rad ora de la au ton om ía y el reco n o ­
cim iento alcanzados. E sta u nidim ensionalidad de las relaciones sociales
obligó a H egel a «idear» u na articulación teórica m ás sustantiva entre
los intereses dispares y m últiples de los individuos, al tiem po que ap u n ­
taba hacia u na práctica socio-política en relación a la cual lo particular
«busque y tenga de este m odo su estabilidad»46. Pues, así com o h istó ri­
cam ente no fue posible ro m p er las cadenas que im pedían u na «m ayoría
de edad» hasta que n o hubo «una liberación de la conciencia», del m is­
m o m o do , ap ostillaría n u estro filósofo, el carácter abstracto y form al
de las libertades liberales no puede plasm arse en un o rd en nuevo, ya
que en tod o caso no «puede h aber revolución sin u na reform a». H egel,
que creía h aber m ostrad o los lím ites y las contradicciones radicados en
la sociedad civil m o derna, rechaza la solución política liberal y sostiene
p rem o n ito riam en te que el n ud o gordiano atado p o r el liberalism o, «esta
colisión, este nudo, este problem a es aquello en lo que se detiene la his­
toria y que ésta ha de resolver en tiem pos futuros»47.

5. La salida post-liberal será dem ocrática o no será


Sería p retencioso o, en tod o caso, absolutam ente parcial p reten d er ex­
plicar y dar cu enta de los procesos políticos de estas dos últim as cen­
turias refiriéndolos únicam ente al núcleo de problem as en to rn o al li­
beralism o detectados p o r H egel. Sin em bargo, lo certero y p en etran te
de su diagnóstico parece revalidarse hoy cuando incluso u na am plia
m asa de m entores políticos de m uy diversa p ro ced en cia p retend e fijar
los lím ites del pensam iento político en general, y de la dem ocracia en
particular, justam ente en la fro n tera irrebasable del liberalism o, cons­
tituyendo así a este últim o — en n uestro tiem po, igualm ente— en el
problem a, en aquello en lo que se detiene la historia y que ésta ha de
resolver en tiem pos futuros. U na vez m ás nos hallam os en el debate
siem pre proseguido p o r el liberalism o frente a o co ntra la «tradición
dem ocrática». D ebate y p ro blem a que tienen hoy un claro com ponente
de «retroceso» o «vuelta» a las fuentes, al pasado, p o r ejem plo, en la
form a de u na restauración de la d octrina clásica liberal, «ahora que las

46. Ibid., § 186.


47. G. W. F. Hegel, Worlesungen über die Philosophie der Geschichte, en Werke, cit.,
cap. III.
enorm es prom esas del nuevo liberalism o han sido am pliam ente percibi­
das com o espurias», al decir del h isto riad o r liberal48. Esta restauración
será llevada a cabo a través de los que este m ism o au to r deno m in a «los
nuevos liberales clásicos», cuyo trabajo se distingue p o r «una crítica in ­
cisiva de la dem ocracia popular, ilim itada, que en realidad nos gobier­
na». R estauración o vu elta, incluso, a la concepción m ás acend rada del
individualism o posesivo, en térm in os de S artori: «El m undo-que-vuel-
ve-a-la-dem ocracia (vuelve en el sentido de reco no cer sim plem ente que
todas las sustituciones han sido espurias)». Por últim o, el liberalism o co­
b ra el p rotagonism o en n uestra escena en form a de re-fundación, com o
en el caso de Raw ls, quien, ab an do nan do lo que considera liberalism os
filosófico-com prehensivos de vida (K ant, S tuart M ill, etc.), h a optado
p o r u na nueva reform ulación: el liberalism o político. Esta m odalidad de
liberalism o surge a instancias de la tolerancia, en cuanto que tal actitud
es u na d em anda ineludible p o r el hecho ineludible del pluralism o en el
m arco dem ocrático de instituciones libres.
En to d o caso, pese a lo sesgado y lo lim itado de un p lanteam iento
filosófico-político que se cen tra en la contraposición entre la «tradición
dem ocrática» y la que se atiene a «las libertades de los m odernos» de
carácter liberal, «este conocido y estilizado contraste p uede ser útil p ara
fijar ideas», escribe el p ro p io R aw ls en su ú ltim a obra. Así pues, dicha
contraposición puede servir de guía, finalm ente, en u na últim a referen ­
cia tan to a la crítica científico-liberal de S artori a la dem ocracia com o
al liberalism o n orm ativo refu nd ado p o r Raw ls a m o do de búsqueda de
u na teo ría dem ocrática justa.
La h istórica y co ntinu ad a desconfiada confianza con la que el libera­
lism o h a p reten d id o establecer la d eterm inación pre-política de ciertos
derechos sociales, así com o la determ inación social de las necesidades
con un espacio de la política fundam entalm ente red ucid o a la garantía
jurídico-coercitiva de los m ism os, a la vez que se considera la d em o cra­
cia com o un régim en político cuyo objetivo consiste en la agregación
y la satisfacción de las necesidades expresadas individualm ente, vuelve
a m o strar sus aspectos m ás aporéticos y co ntrad ictorio s en el p ensa­
m iento de S artori. N o en vano es u no de los nuevos liberales clásicos
que m ás difusión han ad qu irid o en lengua castellana. El p ro p io S artori
expone que, m ientras el «liberalism o» se p resen ta com o «una técnica»
p ara lim itar el p o d er del E stado, la «dem ocracia [...] indica un ethos,
u na form a de vida que es tam bién u na form a de relacionarse»49. Frente
al liberalism o, es este m o m en to ético-político lo que, según la tradición
dem ocrática, o to rg a al «espacio de lo público» su virtualidad de co n ­
form ar d em ocráticam ente las necesidades y a la «política» el valor de
prestar form as de identidad m ás allá de los estatus sociales. A la postre,

48. J. Gray, El liberalismo, Alianza, Madrid, 1992, p. 142.


49. G. Sartori, Teoría de la democracia, p. 470.
la contraposición de estos orígenes y de estas tradiciones lleva a la de­
m ocracia apellidada de liberal a un cam bio, si no legítim o, sí inevitable
de los com ponentes dem ocráticos: «A m i juicio significaría un cam bio
desde los factores de pro du cció n de la dem ocracia (del cuánto cuenta la
voz del pueblo) al p ro d u cto de la dem ocracia (al cuánto se beneficia el
pueblo)», escribe S artori50.
El diagnóstico que acerca de n uestra época realizaba S artori (meses
antes de la caída del M u ro de Berlín) se sintetizaba en la idea de que
«nos estam os acercando al final de los sustitutos, que hem os alcanzado
el lím ite de los recam bios», esto es, la «crisis de los ideales es irrep a ra­
ble». Y si, ciertam ente, no se puede justificar n uestra situación «invocan­
do la m archa inexorable de los acontecim ientos y otras coartadas», lo
cierto es que «el liberalism o se ha depreciado, después de to d o , com o
consecuencia de su éxito»51. Un juicio com o éste, p o r o tra p arte, era
com ún a la m ayoría de los liberales de tradición clásica y se sintetiza
justam ente en esta conclusión paradójica: el desarrollo, la extensión y
el incondicional reconocim iento y aprobación de la dem ocracia, aun
siendo en cuanto tales un fruto m adu ro del liberalism o, vienen a coin­
cidir, sin em bargo, con el debilitam iento, con el m architarse del libe­
ralism o com o trad ició n sustantiva, dejándonos inerm es ante el futuro.
Y «esto significa, h ablando claro, que la desaparición de la dem ocracia
liberal en trañ a la m u erte de la dem ocracia», apostilla S artori. N o dejan
de ser aún m ás paradójicos los análisis históricos, científicos y políticos
de S artori en o rd en a buscar u na salida p ro m eted o ra al liberalism o en
crisis: «[...] espero que la dem ocracia liberal se m an ten d rá y se verá
en últim o térm in o rejuvenecida p o r el liberalism o del Este»52. A quellos
ciudadanos «salvadores» del liberalism o y de n uestro futuro son carac­
terizados p o r el m ism o S artori, sólo m eses m ás tard e, com o rep resen ­
tan tes del «m iedo a la libertad», hostiles a «la sociedad abierta», y pide
que se les obligue a en trar en nuestra sociedad de m ercado a través de
«una gran transform ación que tiene una envergadura sem ejante a la
que h a descrito con m aestría K arl Polanyi». C iertam ente, resulta difícil
no sentir sobresalto ante dicha propuesta: ¿soportarán tales pueblos,
toleraríam os n osotros, la p rogram ación y la puesta en ejecución de uno
de los períod os de m ayor violencia antrop ológ ica ejercida co n tra las
sociedades hum anas? Fue un testigo presencial de aquel m o m en to de
la «gran transform ación», justo evaluador de los sufrim ientos im placa­
blem ente infligidos, el liberal J. S. M ill, quien escribió: «Q uizá sea una
fase necesaria en el progreso de la civilización [...] Pero no es un tipo de
perfección social que los filántropos del porvenir vayan a sentir grandes
deseos de ayudar a realizar». D e to d o s m odos, Polanyi, la au toridad

50. Ibid., p. 521.


51. Ibid., p. 479.
52. Ibid., p. 478.
histórica a la que rem ite S artori, culm inó su o bra situando el resurgir
de «los crespones negros» com o u na consecuencia de aquella obstinada
im posición de u na vida social organizada en función del «m ercado au to ­
rregulador». S artori no p resta m ayor atención ni al juicio político-m oral
del u no ni a la tesis h istórico-política del o tro .
Gray, ya en los finales de los años ochenta, había advertido acerca de
la cesura que se estaba p ro du cien do en el liberalism o entre lo que co n ­
sideraba com o los elem entos decantados en la trad ició n liberal (concep­
ción individualista, igualitaria, universalista y m eliorista) y las fuentes
sim bólicas, las validaciones y las justificaciones tan variadas de las que
se había servido y en las que se había inspirado el liberalism o. H isto ria
y densidad sim bólicas y norm ativas que han dejado de recrearse en fun ­
ción precisam ente de la «extensión» de la dem ocracia, que h a acabado
estableciendo nuevas interrelaciones entre lo político y lo económ ico
a través del E stado. G ray culpa a n uestro m o m en to político actual de
h aber fom en tado teóricam ente y h aber establecido en la práctica una
«dem ocracia pop ular, ilim itada [...] así com o la filosofía racionalista que
apoya al E stado intervencionista». D e este m odo, la restau ració n de un
o rd en liberal, enfatiza, req u eriría prácticam ente «una revolución cons­
titucional», am én de u na «revolución intelectual en la que los m odos
actuales de p ensam iento sean desechados»53. R evolución doble que, en
sintonía con S artori, parece ap u n tar hacia u na salida post-liberal con
los estrem ecedores acentos de la «gran transform ación» relatad a p or
Polanyi. M ientras tan to , el p ro p io G ray ha venido a confirm ar en n u es­
tros días que, en cu an to rep resen ta u n a posición en filosofía política,
«el liberalism o es un p ro yecto fallido. N ad a se p uede hacer, en co ncor­
dancia con los argum entos aquí desarrollados, en o rd en a rescatarlo:
com o u na perspectiva filosófica, está m uerto»54. Secado el «árbol de la
vida» del liberalism o, ¿qué nos cabe esperar desde el p u n to de vista de
la dem ocracia? S artori n o h abía d ud ado en afirm ar que ello conlleva­
ría lisa y llanam ente «la m u erte de la dem ocracia». D e hecho la teo ría
p olítica liberal p resen ta hoy, en círculos cada vez m ás am plios, los ras­
gos m ás tópicos y pragm áticos de un hobbesianism o que busca pon er
b arreras a las fugas hem orrágicas de u na sociedad no sólo plu ral sino
escindida, nacional e in tern acio nalm ente, p o r desigualdades d en u n cia­
das cada vez com o m enos justificables, com o m ás intolerables cada día.
N i el individualism o aducido en o tro m o m en to com o lím ite de una
concepción técn ico -co n tro lad o ra del poder, ni la u nidad d esarrollada
en to rn o al m ercado en co ntrap osició n a la idea racionalista de la p er­
fección m o ral del hom b re, parecen ser suficientes hoy ni p ara crear la
cohesión que h abría de estar en la base de la obligación p olítica ni p ara

53. J. Gray, El liberalismo, p. 142.


54. J. Gray, Post-liberalism. Studies in Political Thought, Routledge, New York, 1993,
p. 284.
alim entar la idea de un progreso basado en la insociable sociabilidad de
los ind ivid uo s55.
La salida post-liberal desde el liberalism o no se enuncia, pues, en
térm in os p ro piam en te dem ocráticos. A tendiendo a n uestra situación
presente, caracterizada p o r los liberales «clásicos actuales» com o de ili­
m itad a dem ocracia, establecen ellos m ism os la necesidad — m ás allá de
u na revolución intelectual— de «una revolución constitucional». Y en
este o rd en práctico, «desde u na perspectiva liberal, un tipo au toritario
de gobierno puede en ciertas ocasiones ser preferible a un régim en de­
m ocrático [...] La institución del gobierno liberal lim itado resulta, p or
estas razones, com patible con m uchos tipos de sistem a dem ocrático (y
tam bién con la restricción o ausencia de la dem ocracia política) y p u e­
de ad o p tar un am plio espectro de m ecanism os constitucionales p ara la
instauración o protecció n de principios y prácticas liberales», escribe
G ray56. E sta in to lerante tolerancia liberal, capaz de p ro p o n er el cerce­
nam ien to de prácticas dem ocráticas en razón, no ya de u na argum en­
tación política, u na libre discusión y decisión de los ciudadanos, sino
p u ra y sencillam ente «para la instauración o protecció n de principios
liberales», no deja de p resen tar sus rasgos coercitivos m ás acusados ta n ­
to en el liberalism o de o rientación p ráctico-constitucional com o en el
de corte m ás crítico-politológico, com o p uede ser la línea rep resen tada
p o r S artori.
R espondiendo a un co ntex to distinto de cuestionam iento teórico,
tam poco ofrecen m ayores garantías la perspectiva y el resultado finales
de un liberalism o com o el de Rawls que, sintom áticam ente, significó

55. Desgraciadamente hemos vuelto a sufrir los horrores de la guerra, de las luchas fra­
tricidas, y hemos acusado, profundamente, la decepción de comprobar la fragilidad y la li­
mitación de los lazos políticos con los que habíamos trenzado nuestra convivencia nacional
e internacional. Hemos tenido que comprobar, especialmente en Europa, la debilidad moral
y las insuficiencias de la llamada sociedad civil, incapaz de dar salida a situaciones que han
venido a reverberar la acción y la pasión de lo radicalmente antihumano. Por todo ello, resulta
absolutamente acrítico, ideológico y falaz desde el punto de vista teórico, cínico e incoherente
desde el punto de vista político, así como radicalmente inmoral, despertar el viejo fantasma de
la «igualdad de inseguridad», del enfrentamiento total, que en otro tiempo intentó saldar las
limitaciones intrínsecas del individualismo posesivo y del perfeccionismo totalitario. En una
mezcla de falta de precisión teórica e indistinción categorial entre cultura y civilización, a medio
camino entre las sospechas infundadas y los intereses no bien justificados, se ha querido recrear
el «enemigo total», se ha dibujado un horizonte de inevitable enfrentamiento entre culturas o
civilizaciones. El choque de civilizaciones, teorizado por un conservador como Huntington
(1993), abandonando y contradiciendo su teoría de la «tercera ola» democratizadora escrita
en los años ochenta, ha servido para que algunos diagnostiquen «el destino de la humanidad»
como una «lucha entre el Islam y el cristianismo» (Buchanan) o planteen la «irracional» pero
inevitable reacción del «rival» de «nuestra herencia judeo-cristiana» (Lewis). Esta perspectiva y
estas actitudes están ligadas a formas antimodernas de pensamiento, y, sin embargo, desde la
desconfiada confianza del liberalismo, autores liberales como Sartori han acusado la dentellada
espectral de teorizaciones de esta índole. No otro sentido parecen tener estas palabras: «Aparte
del islamismo, la democracia liberal es hoy en día el único juego ‘legítimo’ posible, aunque,
claro está, somos libres de no respetar las reglas» (1991, p. 474).
56. J. Gray, El liberalismo, pp. 115 y 142.
desde los años setenta la restauración histórica y la dim ensión n o rm a­
tiva de la filosofía p olítica secuestrada p o r el vigor corrosivo y el p ro ­
tagonism o de la trad ició n analítica57. Tras las prim eras e interesadas
interp retacio nes y acom odaciones transcendentalistas que la am bigüe­
dad del u no y la falta de sensibilidad histórica de los m ás pusieron en
curso «filosófico», ha sido el p ro p io R aw ls quien se ha visto obligado
a esclarecer la dim ensión m ás bien «pragm atista» de su pensam iento,
así com o el carácter m eram ente analógico de su contractualism o con
respecto al in ten to y el m éto do de fundam entación filosófica de K ant.
Por últim o, com o síntesis final del esclarecim iento que el p ro p io Raw ls
h a ten id o que realizar acerca de los m alentendidos de su filosofía y, p or
o tra p arte, com o resultado del decurso aclaratorio que el liberalism o
h a ido ejerciendo sobre sí m ism o, el pro feso r de H arv ard ha acabado
p o r elegir ese nuevo cam ino de u na «refundación» del liberalism o: el
liberalism o político. Esta posición que, com o ya lo había explicitado
L arm ore, se establece com o un térm in o m edio entre H o bb es y K ant o
M ill. Liberalism o político que si, definitivam ente, aleja de R aw ls to d a
d ud a acerca de un posible in ten to de «fundam entación absoluta», lo
acerca tan to al contextualism o político que ha acabado haciendo recaer
sobre él tod as las sospechas de u na justificación algo inm ediatista de lo
ya dado. Pero, en segundo lugar, la dim ensión p olítica fundam ental de
este nuevo liberalism o, que cen tra el h orizo nte de su n orm ativ idad en
el «deseo» de p o d er convivir en un co ntex to de p luralidad, parece haber
perdid o los elem entos norm ativos de su p ro p u esta en favor de u na d e­
m ocracia justa. E fectivam ente, la idea de tolerancia política, en cuanto
estrategia dependiente del «deseo» de convivencia no violenta, tiende
a suplantar las dim ensiones sim bólicas de u na razón práctica p o r la o p ­
ción táctica de la cohesión que im pone la experiencia de la inseguridad
com o condición general hum ana. La tóp ica im p ro n ta hobbesiana es tan
m arcada que el p ro p io Raw ls ha sentido la necesidad de defenderse,
de argüir teóricam ente p ara que no se le co nfu nd a con un hobbesiano
renovado. Pero, exam inado m ás de cerca, este liberalism o refu nd ado
no ofrece «razones» que avalen la superación del carácter m eram ente
«prudencial» que se atribuye al «am oral» pro yecto político hobbesiano.
D e hecho, sólo si se asum e, com o es el caso de Raw ls, u na tesis ético-
política fuerte, a saber: que la sociedad vive bajo un supuesto acuerdo
m oral de convivencia dem ocrática, sólo en este caso p o d ría adm itirse
que el overlapping consensus (el gran eje central de la nueva concepción
liberal dem ocrática) supera los angostos lím ites de un am oral acuerdo.
D e lo co ntrario , el «liberalism o político» se nos p resen taría hoy — así lo
parece— com o identificado con un tipo de relaciones sociales incapaces

57. Para una discusión en torno a dicho momento histórico y la renovación de la filosofía
política, cf. F. Quesada, «La filosofía política hoy: recuperación de la memoria histórica»: Arbor
503-504 (1987), pp. 9-48.
de ofrecer p o r ellas m ism as u na adecuada form a de cohesión y obliga­
ción políticas; el liberalism o político vend ría a ser u na renovada, una
«nueva igualdad de inseguridad entre los individuos»58.
El in ten to de co rtar el lazo entre justificabilidad y verdad, que filo­
sóficam ente subyace en esta filosofía política, tiene com o virtu alidad el
p olarizar la teo ría social liberal. La consecuencia p olítica m ás inm ediata
de esta teoría, según lo ha puesto de relieve Rorty, consiste en ligar la
idea de «derechos», no ya a ningún principio o d o ctrin a m etafísicos,
sino al cuerpo de creencias relativo a un grupo o u na cu ltu ra p articu ­
lares, tales com o la sociedad o las instituciones liberales. En definitiva,
se trata de acabar con la idea cartesiana de un fundam ento absoluto
de v erdad que, si h ub iera de actuar com o justificación que validaría
un determ inado o rd en político, n o dejaría de m o strar la im posibilidad
de su establecim iento a título de g arantía de u na convivencia política
en una sociedad plural com o la nuestra. F rente a tal tipo de exigencia
filosófica, la concepción pública de la justicia en u na sociedad dem o crá­
tica m o d ern a ha de m oldearse, según Rorty, en la m atriz de «aquellas
convicciones sedim entadas» en la época m o d ern a com o resultado de la
tolerancia religiosa y en el rechazo radical de situaciones de su bo rdin a­
ción com o la esclavitud. En definitiva, la religión y la filosofía resultan
ser sistem as tan com prehensivos que, aun justificando su existencia en
la idea de perfección del individuo, no p erm iten el alum bram iento del
ciudadano m o derno . Éste se co nform ó, precisam ente, en instituciones
políticas que supieron generar indiferencia pública a tales cuestiones,
al tiem po que señalaban su p ertin en cia respecto del ám bito privado.
En definitiva, aclara R orty parafraseand o a Raw ls, cabe h ablar de una
conveniente articulación filosófica de la dem ocracia liberal, pero no es
necesaria u na fundam entación filosófica. La aplicación, en u na sociedad
dem ocrática, de la idea m ism a de tolerancia a la filosofía nos conduce
a la conclusión de que «cuando se plantea un conflicto entre las dos, la
dem ocracia tom a precedencia frente a la filosofía»59.
El p ro blem a p o d ría parecer lim itado a u na rivalidad de escuelas
filosóficas, pero lo cierto es que afecta directam ente a la construcción,
al desarrollo y a la intelección de u na teo ría dem ocrática. Pues la fuer­
te iron ía y la im placable crítica antim etafísica — tan en sintonía con
los nuevos tiem pos— que la form ulación ro rty an a h a sabido p restar a
ciertas perspectivas políticas de Raw ls n o pueden ocultar las carencias
teóricas de su p lanteam iento y los peligrosos lím ites de su concepción
dem ocrática. Por aludir a uno de los m uchos elem entos necesitados de
exam en y discusión quisiera h acer referencia, som eram ente, al problem a

58. C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Trotta, Madrid,


2005, pp. 246 ss.
59. R. Rorty, «The Priority of Democracy to Philosophy», en A. Malachowsky (ed.), Read-
ing Rorty, Basil Blackwell, Oxford, 1990, pp. 279-302.
del contextualism o que R orty p royecta en el p ro p io Raw ls. Este contex-
tualism o resp on de al rechazo de to d a instancia filosófica que conlleve
un tipo de inteligibilidad dependiente de la idea de fundam entación. En
térm inos del p ro p io Rorty, el contextualism o se traduce en el dom inio
del «etnocentrism o», en el uso sustitutivo y criteriológico que im pone
el «sentido com ún», la im plantación de la perspectiva «historicista» y
«antiuniversalista» y, en definitiva, la instauración de u na sociedad «que
p rom u ev a el ‘fin de la ideología’ [...] ya que dicha sociedad se acostum ­
b rará a pensar que la p olítica social no requiere m ayor au to rid ad que
la concertación exitosa entre individuos que se ven a sí m ism os com o
h erederos de la m ism a tradición», com o se lee en su The Priority o f
D em ocracy. D esde el p u n to de vista dem ocrático, y en línea con D ew ey
y el equilibrio reflexivo raw lsiano, la consecuencia m etodológica y el
contenido a establecer no son las cuestiones de fundam entación y legi­
tim ación de la dem ocracia, sino «qué es lo que realm ente nos sirve de
la dem ocracia».
Los resultados y las inflexiones que este discurso contextualista y
relativista o p era sobre la construcción de un o rd en dem ocrático son de
largo alcance. En p rim er lugar, el atractivo que parece aco m pañar a esta
línea an tifundacionista y antiuniversalista se dobla de contradicciones
perform ativas sobre las que se hace descansar, arbitrariam ente, la juste-
za de las posiciones políticas. Tal sería, p o r ejem plo, la tesis «metafísica»
sostenida de form a co n trad icto ria com o continu ad a d uran te decenios
p o r Raw ls. D e acuerdo con la m ism a «no se requiere n inguna d octrina
m etafísica» p ara d esarrollar u na concepción política y, tras reco no cer el
carácter absoluto y universal de su form ulación, se ha visto obligado a
abandonarla, finalm ente, en su ultim a obra. N o puede ocultarse la p a ­
radójica situación consistente, com o acabam os de señalar, en el hecho
de que el supuesto antiabsolutism o de esta corriente liberal dem anda,
se acaba constituyendo y tiene consistencia precisam ente en función del
absolutism o que rechaza. En segundo lugar, el carácter autorreferencial
sobre el que se hace descansar el relativism o defendido trueca su irónico
papel corrosivo antim etafísico en im p oten cia ciudadana y trágico inm o-
ralism o. «Es difícil en co n trar alguna diferencia que explicite realm ente
u na distinción en tre la iron ía de R orty y el cinism o de M ussolini»60.
Pues la «infundam entada conversación» que atribuye R orty a su libera­
lism o político a la h o ra de explicitarse a sí m ism o, no reco no cien do m ás
obligación «que las intenciones propias», acaba en u na au torreferencia
de sentido tal que se dobla de incapacidad crítico-norm ativa, cuando
no de inm oralid ad abierta. Pues, com o insiste B ernstein, no sólo resu l­
ta incontestable la p reg u n ta ¿por qué no ser cruel?, sino que tam poco
puede distinguirse p o r qué se atribuye la característica de crueldad a un
caso concreto y no a su opuesto. Y tan to m ás im p o rtan te es destacar esta
60. R. J. Bernstein, The New Constellation, MIT Press, Cambridge, 1992, p. 283.
inconsistencia p o r cuanto que la m ayoría de los problem as, conflictos
o deberes políticos ciudadanos están ligados no tan to a la discusión de
principios absolutos cuanto a la d eterm inación de acciones o situacio­
nes m arcadas p o r su insop ortab ilid ad ético-política con respecto a los
ciudadanos, a los seres hum anos. En tercer lugar, el antiuniversalism o
profesado se quiebra co ntinu a y p aradójicam ente cuando, p o r ejem plo,
el p ro p io Raw ls atribuye al liberalism o — en ú ltim a instancia— el valor
de criterio p ara distinguir la idea de pluralism o razonable a la h o ra de
saldar discusiones teóricas o ajustar acciones prácticas. Y si, ciertam en ­
te, vuelve a m ostrarse que el relativista no puede afirm arse m ás que
negándose a sí m ism o, la traducción política a que ap u n ta esta m ix tura
de contextualism o, ru p tu ra entre inteligibilidad-fundam entación y rela­
tivism o es u na suerte de teleologism o que acaba p o r señalar/identificar
com o liberalism o la form a su perio r en que p uede expresarse un régi­
m en dem ocrático.
Los lím ites e insuficiencias intern os que atribuíam os al liberalism o
de R aw ls tan to en referencia al sistem a com o a su p retensió n norm ativa,
cobran especial relevancia en estas variaciones últim as de la teo ría de la
dem ocracia que ha venido a form ular R orty en co ntinu idad con Rawls.
Las virtualidades interp retativas ofrecidas p o r el llam ado «giro lingüís­
tico» de la filosofía nos han obligado a reconocer, ciertam ente, ese quasi
factu m de to d a intelección posible que rem ite al lenguaje com o form a
de vida y al im aginario social com o institucionalización de sentido, en
la línea de C astoriadis. Pero sería u na traducción dolosa de estas estruc­
turas cuasi ontológicas del ser hum ano la reducción sociologista e his-
toricista de las m ism as que p retend e Rorty, y que refleja en su in terp re­
tación de los ciudadanos en cuanto «seres hum anos [que] n o poseen un
centro, sino que son redes de creencias y deseos, y que sus vocabularios
y opiniones están d eterm inados p o r circunstancias históricas». C on ello
desaparece u na de las dim ensiones m ás propias de esa lingüistización
(sit venia verbo) de la teo ría que el p ro p io R orty p retend e asum ir: la
dim ensión crítica y herm en éu tica que com pete a cada individuo com o
tal y que lo define com o instancia ú ltim a autovinculante en los diversos
órdenes de la razón práctica. Los peligros del ab an do no de esta conside­
ración fuerte del concepto de id entidad ya se habían trad ucid o en Teoría
de la justicia cuando Raw ls apostaba — desde u na p articular in terp reta­
ción de M ill— p o r la idea de que aquel derecho prim ario de elección y
de participación, que había atribu ido a los individuos en su diseño de un
o rd en constitucional justo, p o d ría ser p ospuesto en beneficio de otros
derechos. D e este m o do , aquellos o tros individuos cuya posición social
resulta privilegiada en o rd en a «una m ayor capacidad de gestión de los
intereses públicos, deberían ten er u na m ayor o p o rtu n id ad de expresar
sus opiniones», escribía Raw ls. Brian Barry, quien llam ó tem p ran am en ­
te la atención sobre estas posiciones raw lsianas, no dejó de señalar lo
vetusto e irracional del símil de la «nave del Estado» que reto m a Rawls:
«los pasajeros de un barco perm iten al capitán decidir el rum bo...». Este
símil, antiguo com o las analogías profesionales propuestas p o r Sócrates,
no deja de presentársenos, com enta Barry, com o «el colm o del co m p o r­
tam iento irracional». Pues, según tal com paración, los pasajeros suben
a un barco y pagan un billete sin saber el rum bo ni el destino de su
viaje, lo que — ironiza B arry de la m ano de D o nn e— equivale a «ir a la
m ar n ad a más p ara sentirse enferm o»61. Tanto el derecho a la opinión
com o a la participación están ligados a la p ro p ia interp retació n que se
ofrezca de los conceptos de identidad y ciudadanía. Y la dem ocracia,
su constitución y desarrollo están im plicados en esa capacidad teórica
de conocer y de establecer las rutas que uno desea recorrer, así com o
la capacidad práctica de co n tro lar los procesos necesarios p ara su reali­
zación. D esde esta perspectiva resulta difícil aceptar el contextualism o
rorty an o que ha teorizado la identidad y la capacidad de los sujetos
com o sim ples redes de creencias y deseos d eterm inados históricam ente,
al tiem po que sentencia la im posibilidad que resulta p ara los m ism os el
inten tar proyectar crítica y autorreflexivam ente ciertas form as de inter-
relación social, así com o establecer controles personales, de grupo e
institucionales que les p erm itan juzgar y corregir ciertos rum bos y evitar
los escollos m ás relevantes. D e igual m anera resulta inq uietante an tro ­
pológica, ética y políticam ente que la posibilidad de degeneración de la
dem ocracia hasta «acabar en alam bradas» h ub iera de explicarse, según
R o rty 62, no com o algo debido a «un fallo del intelecto o de la volun tad
p o r p arte de las dem ocracias occidentales, sino sim plem ente a u na m ala
suerte: el m ism o tipo de m ala suerte que condujo a la d erro ta de Atenas
p o r E sparta, al surgim iento de Stalin en Rusia, a la elección de H itler
en Alem ania».
Las conform aciones de vida, com o el lenguaje, no sólo cam bian, se
desarrollan o establecen nuevas form as por exigencias internas de su «gra­
m ática», sino por los retos, las interpelaciones o los dilem as que les pre­
sentan los otros, otras form as de vida, otras construcciones de lenguaje.
Es m ás, la plu ralidad — n o sólo en cuanto reconocim iento de la diver­
sidad sino com o valor positivo que ha de ser integ rad o — se ha consti­
tuido en u na form a n ueva y su perio r de «vida dem ocrática». U na gran
p arte de las corrientes liberales parece renegar de esta radicalización
política. Por ello, com o han estipulado no pocos liberales, se im pone
u na salida post-liberal «ahora que las enorm es prom esas del nuevo libe­
ralism o han sido am pliam ente percibidas com o espurias». A hora bien,
esa salida post-liberal que se nos m u estra com o absolutam ente necesaria
será dem ocrática o n o será.

61. B. Barry, La teoría liberal de la justicia, FCE, México, 1993.


62. En A. Giddens et al., Habermas y la modernidad, Cátedra, Madrid, 1988, pp.
110-111.
F IN D E SIGLO. LA D EM O C R A C IA E N T R E LA A N O M IA
Y LA V IO L E N C IA SOCIAL

1. D el colapso de los países del socialism o real a la barbarización


del capitalism o real
Ind ep end ien tem en te de los estudios y trabajos que, de m o do crítico y
co ntrap uesto, tratan de teo rizar o de reb atir la existencia de u na su­
p uesta crisis sistém ica en el ám bito occidental, crisis que ap un taría a la
necesidad de re-fu nd ar un nuevo o rd en civilizatorio y/o cultural, se ha
concitado un consenso m ás inm ediato en to rn o a lo que pod em o s d e­
n om in ar u na ex tend ida an om ia social en este fin de siglo. Esta anom ia
parece afectar, p o r igual, a los referentes constitutivos de los procesos
sociales, económ icos y políticos así com o a los elem entos norm ativos
de las prácticas y de las conductas individuales. Si, de h ech o, la caída
de los países del socialism o real h a conllevado u na paralización de la
dim ensión crítica del p ensam iento h ered ero de la Ilustración, n o es
m enos cierto que la experiencia inm ediata del dom inio ejercido p o r
el capitalism o real nos h a situado en los lím ites de u na progresiva bar-
barización. U na fase de cuasi barbarie tan to p o r la crisis radical de las
prácticas dem ocráticas com o p o r «la gran transform ación» im puesta
p o r las políticas económ icas. El carácter excluyente de estas últim as
(con respecto a individuos o clases de u na m ism a sociedad, así com o
respecto a un n um eroso gru po de pueblos o naciones) parece h aber
ligado la idea de u na necesaria globalización de la econom ía con la co n ­
form ación de am plísim as zonas de p ob reza irredentas. E sta situación de
p rogresiva desarticulación social h a obligado a diversos teó ricos de la
dem ocracia a m anifestar serias advertencias acerca de los p ro pio s lím i­
tes de la dem ocracia liberal existente. Se trataría de evitar la confusión
entre la desaparición de un adversario y el supuesto final de la h isto ria,
que m uchos p reten d en identificar con el ralo h o rizo n te del liberalism o
triun fante.
Tan p ro fu n d a ha sido la conm oción y tan vasta la experiencia del
«desorden establecido» que H o b sb aw m 1, en un in ten to de d ar cuenta
de la co n trad icto ria situación en la que vivim os, ha llegado a escribir
que el colapso de los años o chenta y n o v en ta se p resen ta con tales
características de desplom e teó rico y p ráctico que no pued en estable­
cerse lazos o relaciones «lineales» in terp retativ as de estos sucesos con
procesos históricos inm ediatam en te an terio res. E sta atípica y an óm a­
la situación engarza con u na p end iente de violencia y barbarización
que tiene sus inicios en la p rim era G u erra M u n d ial, pasa p o r el G ran
T error aplicable a las eras de H itler y de Stalin, la segunda G u erra
M u n d ial, cobra u na de sus form as m ás d ram áticam en te inhum anas en
la institucionalización de la to rtu ra d u ran te las g uerras coloniales y se
trad uce en violencia g eneralizada con el m ilitarism o d om in an te du­
ran te la ép oca de la G u erra F ría. A ún hoy siguen sucediendo hechos y
persisten form as de relación entre los pueblos que indican hasta qué
g rado esa p end iente de violencia y de barbarización ha form ado p arte
del im aginario social y h a sido in terio rizad a p o r las instancias políticas
de los gobiernos. H o bsb aw m p resen ta u na period ización histó rica de
este «corto siglo» en cu atro etap as: p rim era G u erra M u n d ial; segunda
G u erra M un dial; las cuatro décadas de G u erra Fría y, p o r fin, el tiem po
inaug urad o en los años ochenta, que tiene su p u n to álgido en la caí­
da del «socialism o real» y co ntinú a en los n o v en ta con u na acentu ada
eclosión de la desarticulación social y la vigencia creciente de u na m ar­
cada p olítica «hobbesiana». A hora bien, si cada u na de las tres prim eras
etapas «aprendió de las an teriores lecciones de in h u m an id ad de los
hom b res con los h om bres y las convirtió en la base de nuevos p ro g re­
sos en la barbarie», no h abría — sin em bargo— este tipo de conexión
«entre la tercera y la cu arta etapas». M ás bien se d aría un solapam iento
en tre ellas, al tiem p o que ejercerían u na influencia m utua. D esde esta
perspectiva, insiste n u estro autor, pod em o s afirm ar que nos en co n tra­
m os «en unas circunstancias en que las pautas de co nd ucta pública
perm an ecen en el nivel al que las red u jero n los an teriores p eríod os de
barbarización»2. Y es justam ente la incapacidad de recu peración que
H o bsb aw m señala lo que justificaría sostener, m ás allá de cualquier
plan o inten ció n de algún líder, que «este colapso se debe al hecho de
que quienes tom an las decisiones ya no saben qué hacer con un m u nd o
que escapa a su, o a n u estro , control».
D esde planteam iento s radicalm ente distintos, pero que serán objeto
de n uestro interés en este m ism o trabajo, H u n tin g to n hace referencia
explícita a la situación de violencia y anom ia social ex perim entada, esta
vez a escala m u nd ial:

1. E. Hobsbawm, «La barbarie de este siglo»: Debats (1994), pp. 31-37.


2. Ibid., p. 32.
En los años noventa existen muchas pruebas de un quebrantamiento
de la ley y el orden a escala mundial, de Estados debilitados y de una
anarquía cada vez mayor en muchas partes del mundo [... ] A escala mun­
dial, parecía que, en muchos aspectos, la civilización estaba cediendo sin
precedentes, el de una Edad Oscura universal que podía caer sobre la
humanidad3.
M i lectura crítica se va a centrar, en p rim er lugar, en el valor h eurís­
tico de estos ton os apocalípticos que parecen cerrar el h orizo nte te ó ­
rico y práctico en o rd en a la com prensión y a los p lanteam ientos o las
realizaciones políticas que darían respuesta a los procesos desarrollados
en los dos últim os decenios. R efiriéndom e en esta p rim era p arte del
capítulo a la posición de H obsbaw m , creo que su m ostren ca exculpa­
ción de los gobiernos, que ya no saben qué hacer con un m u nd o que
se les escapa, sería, p o r un lado, tan to com o establecer u na especie de
«objetivism o» social sin leyes ni sujetos a quienes im p utar la m archa
de los hechos económ icos o las políticas im p lantad as; p ero, p o r o tro
lado, equivaldría, igualm ente, a renegar de cualquier p retensió n de ra ­
cionalización o alternativa posibles. La denuncia «apocalíptica» v endría
a reforzar, de este m o do , la p ro p ia situación de barbarie que se m uestra
inextricable e insuperable.
E n segundo lugar, quisiera in terro g ar la afirm ación de que el d esplo­
m e social referido esté tan inm ediatam ente ligado a los m o m entos de la
G u erra Fría. E n ningún caso trato de m inusvalorar dicho m o m en to hob-
besiano del m iedo y del en frentam iento totales. En m ás de u na ocasión
he hecho referencia al p eríod o destacado p o r n uestro au to r com o una
fase en la que el en frentam iento intersistém ico, entre las dos grandes
p oten cias: la antigua R usia y E stados U nidos, vivido com o la pretensión
de aniquilar al o tro , al enem igo, paralizó m uchas de las luchas p o r una
extensión y radicalización de la dem ocracia. Sirvió, p o r o tra p arte, p ara
velar las exigencias de u na legitim ación clara de las actuaciones de los
p oderes políticos, con un efecto perverso en la descom posición «polí­
tica» actual de los partid os y de la sociedad civil. A hora bien, no deja
de crear cierta desazón intelectual el fijar esa relación causal inm ediata
de la G u erra F ría con to d o el desplom e del m u nd o actual, al m ism o
tiem po que se erige un ex trem ad o contraste entre este final de siglo y
el p resun to decurso glorioso de los siglos xviii y x ix, los cuales, según
H obsbaw m , habrían estado inspirados en los principios de la Ilu stra­
ción. Por to d o ello, y en tercer lugar, quisiera restablecer ciertos puentes
entre el dom inio del m iedo de n uestro reciente pasado y la crueldad de
las to rtu ras ejercidas en el últim o períod o colonizador con las p rácti­
cas discursivas y la ignom inia ejercidas duran te esos lustros del xviii y
el xix. Pues h abría que convenir en que la p recipitad a decisión de H obs-
3. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial,
Paidós, Barcelona, 1996, p. 385.
baw m de configurar el h u n dim ien to de las experiencias de vida y de for­
m as políticas de los dos últim os decenios com o algo tan azaroso com o
incon tro lab le no se com padece bien con la historia. Es m ás, la sum a
violencia an trop ológ ica ejercida d uran te los siglos xviii y x ix sobre los
individuos y las estructuras sociales es lo que h abría acabado configu­
ran d o , precisam ente, un sistem a y u na «gram ática» de convivencia h u ­
m ana que ah o ra se nos antojan incontrolables, inasibles, inexplicables.
En esta línea rein terp retativ a de ciertos procesos socio-políticos es
justo reco no cer con H o bsb aw m la radicalización del en frentam iento
en tre las dos grandes potencias d uran te los p eríodos de la G u erra Fría,
actitud que llevó no sólo al rechazo absoluto del «otro» sino tam bién a
su «dem onización». Esta atm ósfera de violencia y conflicto contenidos
en el lím ite se condensa expresivam ente a través de aquel fam oso lem a
enarbo lad o p o r un am plio g ru po de teóricos de la izq uierd a: «Antes
m u ertos que rojos». H o bsb aw m señala, p o r su p arte, que n o es de ex­
trañ ar que co brara cuerpo aquel o tro principio largam ente disputado
en p olítica: «el fin justifica los m edios». A unque, dado el alcance de la
destrucción m asiva que estaba en juego, es decir, to d a la hum anidad,
creo que no se trataría p ro piam en te de u na vuelta a aquel lem a m aquia­
vélico. M ás bien, dicho lem a debería interp retarse desde el concepto
sartreano de «m ala fe» en cuanto que, en la violencia total, son los p ro ­
pios m edios los que han sido elevados a la consideración de fines. E fec­
tivam ente, la m ala fe y la contradicción de los que p ostulan la violencia
absoluta radican en que dicha violencia no p ro du ce objetivaciones o
situaciones controlables p o r p arte de los individuos, no ap un ta a ningún
fin que pued an realizar los sujetos históricos, contingentes. El violento
profesa u na cierta fe según la cual existiría el Bien com o algo dado.
Así, la im plantación de este últim o se liga a la m era destrucción de los
obstáculos que, p ara su em ergencia, rep resen tan d eterm inados hom bres
y aquello que éstos son capaces de construir. D esde esta perspectiva, el
v iolento se niega «a co m p rend er al otro. N o hay que co m p ren d erlo :
hay que som eterlo o som eterse, ser destruid o o destruir»4. La co n tra­
dicción que vuelve a albergarse en la acción del violento consiste en que
este últim o p retend e p resen tar su o bra com o cargada de «valor», de
un deber ser que ha de reco no cer el o tro . El valor y el deber ser se d o ­
blan de derecho, de un derecho co n tra tod os y co n tra tod as las form as
u organizaciones del universo. «N unca h ubo sobre la tierra — escribe
S artre— violencias que no correspondiesen a la afirm ación de un d ere­
cho»5. La «dem onización» del o tro acaecida d uran te la G u erra Fría, la
p o stu ra cátara de quienes en arbo laro n la idea de la libertad pura: «antes
m u ertos que rojos», la violencia trad u cid a en derecho, tienen una larga
trad ició n en n uestra cultura. Este tipo de violencia y esta im p ostu ra de

4. J.-P. Sartre, Cahiers pour une morale, Gallimard, Paris, 1983, p. 196.
5. Ibid., p. 185.
derecho están, h istóricam ente, en la base de m uchas dem ocracias actu a­
les, las m ism as que ah o ra parecen haberse colapsado, d ando m uestras
de un agotam iento vital, políticam ente hablando.
En este proceso reconstructivo de la violencia, que no puede leerse
sim plem ente com o u na contextualización coyuntural explicativa del
«repentino» h u n dim ien to de nuestras sociedades desarrolladas, hace re ­
ferencia n uestro au to r al hecho y al significado de la to rtu ra ejercida p or
los países coloniales. Sin duda, llam a la atención esa peculiar relación
entre el colonizado y el colonizador. Éste hace descansar sobre el hecho
de la diferencia étnica la «necesaria» subordinación, la violencia adm i­
nistrativa y la to rtu ra frente a quienes, en últim o térm in o, cabe calificar
de inferiores, carentes de las capacidades m ínim as del civilizado, redefi-
niéndolos com o «privados» de lo que p ro piam en te constituye al h o m ­
bre, al sujeto desarrollado. Se ha hecho n o tar que, en principio, p ara p o ­
der tra ta r a los «diferentes» com o «carne de cañón», com o «perros»,
para obligarles a realizar una labor cualquiera, han de ser reconocidos p ri­
m ero com o hom bres, com o seres hum anos. D e tal m anera que quien
p retend e destruir la h um anid ad de esos «otros» recrea dicha h um anidad
p o r tod as partes. La to rtu ra p retend e solucionar este problem a, que
Sartre form ula com o aquella situación en la que «no hay lugar suficiente
para dos especies h um anas; hay que elegir entre la u na y la otra»6. D es­
de esta perspectiva, la to rtu ra no sólo busca q ueb rantar físicam ente al
o tro , sino que — nacida del m iedo— p retend e la traición del colonizado
e im ponerle así el estatuto b uscado: el de sub-hom bre. «Sub-hom bre» es
aquí la trad ucció n m ás clara de la idea de que el colonizador, en cuanto
p retend e m ono po lizar el título de h um anid ad, vive de las m iserias del
o tro al que desea arran car no sólo los bienes m ateriales y su trabajo,
sino igualm ente su v olun tad , su inteligencia, su valor. «Lo que se juega
es el hom bre. En ningún tiem po la v o lu n tad de ser libre ha sido tan
consciente ni tan fu erte; en ningún tiem po, la opresión m ás v iolenta ni
m ejor arm ada»7. Esta situación de ignom inia pon e al colonizado en una
situación lím ite que afecta a su p ro p ia posibilidad de existir. Esto expli­
ca que la caída de las colonias haya llevado consigo el rechazo que los
«indígenas» han m anifestado n o sólo co n tra los colonizadores, sino
co ntra su cultura, sus form as de vida y sus valores. D e aquí que resulte
tan im púdica la posición de quienes, desde O ccidente, se han ap resu ra­
do — sin asum ir la m em oria histórica de lo acontecido— a pro no sticar
«la g uerra de civilizaciones». Por el co ntrario , ¿no cabría seguir p reg u n ­
tan do si acaso la situación de violencia antrop ológ ica denunciada no re ­
m ite a co ntex tos de actuación en los p ro pio s países de origen, contextos
en base a los cuales se fraguaron las estructuras sociales que han co nfo r­

6. J.-P. Sartre, «Una victoria», en Colonialismo y neocolonialismo, Losada, Buenos Aires,


1965, p. 64.
7. Ibid., p. 63.
m ado h istóricam ente, ya desde los siglos xviii y x ix , las actuales d em o ­
cracias liberales capitalistas? D e probarse esta ú ltim a tesis, ello nos in d i­
caría la p ro fu n d id ad de las raíces culturales explicativas de la incapacidad
que ha m o strad o O ccidente p ara llevar a cabo el reconocim iento del
«otro» en cuanto «diferente», que tuvo en el dom inio de las colonias al­
gunas de sus form as m ás expresivas y, p o r ello, m ás dram áticam ente in ­
hum anas. Si la sospecha fuera acertada, la angustia del presente desplo­
m ado y el h o rro r del en frentam iento total en el pasado m ás inm ediato
habrían «invisibilizado» ciertas constantes socio-culturales y políticas
que han cobrado form a dom in an te en este m o m en to nuestro. Así, p o r
ejem plo, cabría p regu ntarn os hasta qué p u n to los colonizadores no ac­
tu aro n desde o perad ores ideológicos y prácticas sociales elaborados e
insertos en sus p ro pio s países de origen, los cuales guardaban u na gran
analogía con el tipo de co m p ortam iento observado en las colonias. En
definitiva, nuestra situación n o sería, en co n tra de la afirm ación de
H obsbaw m , «tan difícil de en tend er p ara los histo riado res com o la p er­
secución de las brujas en los siglos x v y xvi». F enóm eno éste que, por
o tro lado, sólo parece ininteligible p ara H obsbaw m .

2. Sobre la «reinstauración» del sujeto posesivo


El núcleo de m i insistencia en esta discusión sobre la intelección de
n uestro presente desde las ideas de barbarie y de violencia an tro p o ­
lógica cobra u na especial relevancia p o r cuanto diversos autores libe­
rales, en la línea del «liberalism o neo-clásico» m ás establecido de Von
M ises, H ayek o F riedm an, han vuelto a pedir, n ad a m enos, que una
nueva «gran transform ación», en alusión d irecta a la o bra de Polanyi.
Así, p o r ejem plo, S artori ap un ta al hecho de que son m uchos los in d i­
viduos o pueblos que rechazan «los costos y los precios establecidos
p o r el m ercado». En particular, el h om o oeconom icus de los países de
E uro pa oriental y la URSS no responde a las «señales de los precios»... ;
el p ro blem a m ás difícil no es el de salir de la d ictadu ra sino el de en trar
en u na sociedad de m ercado, «gran transform ación» que tiene u na en­
v ergad ura sem ejante a la que ha descrito con m aestría K arl Polanyi [... ]
N o s enfrentam os u na vez m ás con el m iedo a la libertad»8. N o deja de
crear u na p ro fu n d a p erplejidad lo co n trad ictorio de esta filiación p o r
p arte de los liberales neo-clásicos con respecto a la o bra de Polanyi.
Pues la tesis fuerte de este últim o consiste, precisam ente, en afirm ar que
la negativa intransigible del liberalism o, co nfo rm ad o especialm ente a

8. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno
y la mala política»: RICS 129 (1991), p. 470. Es necesario reseñar que esta petición de una
«gran transformación» ya fue formulada hace años en su Teoría de la democracia y ha vuelto a
reiterarse en La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid, 1993.
p artir de los años trein ta del siglo x ix, p ara establecer ciertos elem entos
de planificación y organización de la econom ía explicaría el h un dim ien ­
to acaecido con la p rim era G u erra M un dial y el advenim iento de ciertos
m ovim ientos radicalm ente antidem ocráticos. En este sentido, y co ntra
la periodización ofrecida p o r H obsbaw m , Polanyi defiende que «la p ri­
m era G u erra M un dial y las revoluciones que la siguieron pertenecían
todavía al siglo xix»9. C om o advierte en su o bra La gran transform a­
ción: «La clave del sistem a institucional del siglo x ix se encuentra, pues,
en las leyes que gobiernan la econom ía de m ercado»10, que tiene com o
pilares la im posición del «m ercado autorregulador» y del « patrón-oro
internacional», cuya crisis, jun to a la quiebra política del C oncierto
eu rop eo, son las causas inm ediatas del colapso que llevó a la prim era
G u erra M undial. Es m ás, sus efectos se dejaron sentir en los procesos
posteriores que rev olu cion aron el p an o ram a europeo. C o ncretam en ­
te, Polanyi llega a sostener que «se puede describir la solución fascista
com o el im passe en el que se había sum ido el capitalism o liberal p ara
llevar a cabo u na refo rm a de la econom ía de m ercado»11.
H ay un segundo aspecto en la o bra de Polanyi, tan paradójicam ente
reclam ada p o r los liberales neoclásicos, que es necesario destacar frente
a las tesis de H obsbaw m . Se trata de las dim ensiones sociales y an tro p o ­
lógicas que el liberalism o econom icista del siglo x ix llegó a conform ar.
En este sentido, se p o d ría decir que la civilización del x ix es ú nica p or
cuanto descansa en la u tó pica idea de un m ercado que se regula a sí m is­
m o, origen de los cataclism os que sucedieron en el siglo x x . Pues la idea
de un m ercado au to rreg u lad o r no se lim ita a ser u na teo ría económ ica
sino que conlleva la creación e institucionalización de u na «sociedad de
m ercado» con las im posiciones jurídicas que ello co m p o rta en el orden
de la p ro p ied ad y de las relaciones sociales: la artificial determ inación
de ám bitos pre-políticos blindados p ara que queden al m argen de la
construcción política de las necesidades que co rresp on de al «espacio
público». A sim ism o, la «sociedad de m ercado» im plica u na tra n sm u ­
tación del concepto de la política y del quehacer político, los cuales,
ab an do nan do la idea p rim era de p articipación, se convierten en una
neutralización de la idea de ciudadanía y se «valoran» p o r su capacidad
de ren dim ien to cuantitativo de bienes. En esta línea neoclásico-liberal,
se p retend e redefinir la dem ocracia desde los factores de p roducción
de la m ism a (del cuánto cuenta la voz del pueb lo) a su p ro p io p ro du cto
(al cuánto se beneficia el pueblo). La «sociedad de m ercado» determ ina
m uy especialm ente tan to el nivel reflexivo com o el tipo de preferencias
que se pueden dem andar, así com o tam bién configura los intercam bios

9. K. Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, La Piqueta,


Madrid, 1989, p. 52.
10. Ibid. , p. 26.
11. Ibid., p. 371.
a realizar entre los sujetos y las m otivaciones «válidas» que se han de
incluir en las necesarias relaciones sociales de m ercado. En definitiva,
la «sociedad de m ercado» exige, estipula y configura tan to un tipo de
sujeto antrop ológ ico com o im pone e instituye u na form a de vida social
y u na práctica p olítica que difieren sustantivam ente de la concepción
dem ocrática m anten ida hasta el m o m en to, con las reelaboraciones his­
tóricas sufridas.
L a gran transform ación es, desde la últim a perspectiva ganada, una
reconstrucción histórica, económ ica e institucional de un proceso de
largo alcance que, si tiene claros perfiles ya en el siglo xviii, cobra sus
form as m ás precisas en el xix. La o bra citada se convierte en testigo de
u no de los inten tos m ás sostenidos y conscientes realizados p o r el libera­
lism o econom icista — del que hoy se reclam an los liberales neo-clásicos
d om inantes— p o r transform ar, desde la m ayor violencia antrop ológ ica
conocida, la p ro p ia «naturaleza» de los individuos y de la vida social.
Si bien, h istóricam ente, las relaciones sociales de los hom bres configu­
raban la econom ía, «la civilización del siglo x ix fue única en el sentido
de que reposaba sobre un m ecanism o institucional m uy d eterm inado y
específico»12: la u tó pica idea de un m ercado que se regula a sí m ism o. Al
constituirse el m ercado com o un m ecanism o ind ep end ien te e incluir la
p ro p ia sustancia de la sociedad, la tierra y el trabajo, los gobiernos h u ­
bieron de im p on er las m edidas necesarias p ara que n o se obstaculizase
el desarrollo de tal m ecanism o. Ello conlleva, com o decíam os an terio r­
m ente, la transform ación de las preferencias y los deseos del individuo
que h a de guiarse p o r el egoísm o p ara adaptarse a las nuevas leyes que
rigen las relaciones sociales; la idea de recip rocid ad se to rn a ah o ra en
«trueque», puesto que el p ro p io proceso de pro du cció n está organizado
bajo la form a de co m p ra y v en ta; las dim ensiones antropológicas sim-
bólico-norm ativas ceden ante la nueva naturaleza advenida del hom o
oeconom icus, del sujeto posesivo.
El cam bio radical, «la gran transform ación» del siglo x ix venía ya
de largo tiem po atrás, y este proceso fue acom pañado siem pre p o r una
desesperada defensa p o r p arte de los individuos y de un sector de las
propias autoridades. Así, p o r ejem plo, desde el inicio del siglo xvii se
instauró en Ing laterra la L e y de pobres, u na m anera paternalista de ase­
g urar el trabajo y la vida de cuantos se vieron expulsados del cam po
a causa de las enclosures. Esta ley ten d rá u na ren ov ada form ulación
en 1 6 6 2 con la L ey de d om icilio , que adscribía esta tu tela a las p a rro ­
quias. C o n el progresivo desarrollo del capitalism o, el problem a de los
«pobres» había tom ado tales dim ensiones que ya B entham , en el año
1 7 9 4 , propuso sustituir la invención de la m áquina de vapor, que ideaba
su herm an o, p o r la utilización de la m ano de o bra que p ro p o rcio n a­
rían los prisioneros. Esta p ro pu esta acabaría inspirando su gran idea del
12. Ibid., p. 27.
p anó ptico aplicado a las fábricas. Y en esos m o m entos de finales del
siglo xviii, acuciado el progresivo industrialism o p o r la necesidad de
ro m p er los m oldes sociales de vida p ara p erm itir la construcción de una
gran reserva de m ano de o bra disponible según leyes del m ercado, vino
a publicarse la fam osa L ey de Speenham land (1795). Los m agistrados
de B erkshire, autores de esta ú ltim a ley, espantados ante el espectácu­
lo de m asas crecientes de parado s e indigentes, decidieron o to rg ar un
subsidio que m antuviera el m ínim o «derecho a vivir». E sta «irracional»
m edida desde el p u n to de vista capitalista, que p o d ría tildarse incluso de
«retardataria», se constituye en u no de los m o m entos m ás trágicos del
proceso hacia la im plantación del libre m ercado de trabajo. Y aunque,
a la p ostre, dicho subsidio acabara beneficiando a los p ro pietario s, que
se p erm itieron de ese m odo red ucir los salarios, lo cierto es que a la
desestructuración social p ro du cid a p o r la «m áquina de vapor» se unió
esta form a de subsistencia paternalista y co ntro lada p o r las autoridades
de las parroq uias, ligada al terraten ien te caritativo, que com pensaba a
las gentes del pueblo la p érd id a de sus form as habituales de obten er los
m edios de vida. E sta reglam entación y este paternalism o, lejos del sen­
tido de la p rim era ley de pobres, nacional y diferenciada, que obligaba
a realizar algún tipo de trabajo p ro du ctivo , institu yero n lo que Polanyi
deno m in a la «beneficencia indiscrim inada del poder», que p ro d u jo el
desplom e m ás abyecto de los «protegidos». El conocido R eport o f the
C om m ission on the Poor L a w de los años trein ta, in d ep end ien tem en te
de los intereses creados que encubre, describe el espectáculo degradado
de u na gran m asa co nfo rm ad a p o r expulsados del cam po, artesanos en
paro, m endigos, etc. Privados de sus m edios de trabajo y de la co nfo r­
m ación social que p restab a los referentes sim bólicos de su identidad
personal, el resultado fue u na gran an om ia social, con to d o el cúm ulo
de vicios que ello genera. E sta situación de degeneración e ignom i­
nia ha llevado a diversos autores a co m p ararla con lo acaecido en las
colonias co ntro ladas p o r las potencias occidentales, estableciéndose la
com paración en base al aculturalism o sufrido p o r tribus y pueblos. La
ignom inia y la degeneración ligadas a los procesos del capitalism o y del
industrialism o ind ujero n en los p ro pio s teó ricos de aquellos procesos
u na v erd ad era repulsión p o r el nuevo tipo de o b rero y p o r el p arado.
Así, B urke, en sus R eflections on the R evo lution in France, escribe acer­
ca de las «innum erables ocupaciones serviles, degradantes, indecorosas,
infrahum anas y casi siem pre ex trem ad am ente insanas y pestilentes a las
que están co ndenados tan to s m iserables p o r la econom ía social». H ab ía
arg um entad o en un pasaje an terio r que «la ocupación de un p elu q u e­
ro, o del o b rero de u n a velería, no p uede ser asunto de h o n o r p ara
nin gu na p erso n a [...] p ara n o h ablar de m uchos em pleos m ás serviles
[...] El E stado sufre o presión si a personas com o ésas [...] se les perm ite
gobernar». H irsch m an , de quien he tom ado estas seleccionadas líneas
escritas p o r B urke, com enta:
Semejantes observaciones [...] más que antagonismo de clase y temor a
la rebeldía, era desprecio profundo y un sentimiento de total separación,
incluso de franca repulsión física, de manera muy parecida a la de las
sociedades de castas13.

3. D el sujeto posesivo a «las prom esas incum plidas»


de la dem ocracia liberal
La recuperación histórica de algunos de los elem entos estructurales p o ­
lítico-económ icos de n uestro tiem po, corresp on dien tes a la instauración
de la sociedad liberal-representativa y su inextricable conjunción con el
sistem a capitalista, no p retend e sustituir lo que sería un exam en debido
de la com plejidad del presente. Pero, sin duda, cabe establecer un p a­
ralelo entre la genealogía m ás inm ediata de n uestro m u nd o capitalista,
en los inicios del siglo x ix , y el actual e im p eran te dom inio económ ico
tan jerarquizado en grupos financieros y de poder, el cual gravita, en
estos m om entos, sobre la exclusión de grupos y de naciones y que tiene
en la deslocalización de las em presas y la precarización co ntinu ad a del
em pleo sus expresiones m ás im placables. Todo ello en un p eríod o, que
rem o n ta a los años setenta, de claro debilitam iento del E stado nacional
— no de su sustitución— así com o de sus funciones de justicia redistri-
butiva, y de un encapsulam iento de los p artid os políticos en la lucha
p o r su supervivencia burocrática. D e este m odo estam os viviendo una
nueva época de violencia an trop ológ ica sobre el individuo, con u na re­
conocida anom ia social y un colapso de form as de vida, las cuales aún
guardaban los reflejos de la lintern a benjam iniana de la racionalidad
crítica y de la pretensió n universalizadora de la m oral ilustrada. Las
fun dado ras tesis liberales, a vant la lettre, de John Locke sobre el indi­
viduo en cuanto dueño de su person a y, com o tal, validado p ara actuar
en un tipo de co n trato económ ico tan insoslayable com o alienante, en
la form a com o se instituyó históricam ente el trabajo m anual m o derno ,
tuvieron su «reactualización» en la intervención de B enjam in C onstant,
en el A teneo de París, en 1 8 1 9 , con su conferencia «De la libertad de
los antiguos co m p arad a con la de los m odernos». D e este m o do , la re­
cuperación de la m em oria histórica en to rn o a la im plantación del libe­
ralism o p ro piam en te dicho en el x ix, si atendem os a la acuñación del
térm in o, en 1 8 1 2 , p o r las C ortes de C ádiz, así com o a la secuencia de
los procesos económ ico-sociales y políticos de dicha centuria, frente a
la tesis de H obsbaw m , nos perm ite intro d u cir líneas genealógicas con­
ceptuales y de realidad que nos ayudan a u na posible intelección con
respecto a la situación de anom ia y de «im penetrabilidad» (H aberm as)
de n uestro tiem po.

13. A. O. Hirschman, Retóricas de la intransigencia, FCE, México, 1991, pp. 30-31.


FIN D E S I G LO . LA D E M O C R AC IA E N TRE L A A N O M IA Y L A VI O LE N C I A S O C IAL

El colapso social, la tran sm u tación cultural y la violencia a n tro p o ló ­


gica cobran u na inusitada actualidad en función de las pro pu estas actu a­
les form uladas p o r los d enom inados liberales neo-clásicos, que piden
u na nueva «gran transform ación». En su papel de h isto riad o r del libe­
ralism o, Jo hn G ray insta a recu perar la trad ició n del liberalism o clási­
co, cuya p ro fu n d a dim ensión au toritaria queda reflejada en su petición
de u na necesaria «crítica incisiva de la dem ocracia popular, ilim ita da ,
que en realidad nos gobierna»14. Sus propuestas se cifran, sin am bages,
en «la restauración de un o rd en liberal» que pasa p o r «una revolución
constitucional [... ] precedida p o r u na revolución intelectual en la que
los m odos actuales de pensam iento sean desechados»15. En sintonía con
el liberalism o neo-clásico actual y con la tradición del liberalism o clásico
del siglo x ix se aboga, en contradicción con su idea del E stado m ínim o,
p o r u na forzosa instauración institucional de u na form a de vida que res­
p on de a los m ás p u ro s p resupuestos conservadores y autoritarios: una
nueva «gran transform ación», con «el individualism o posesivo» com o
base, cuyos constantes y devastadores efectos ya hem os analizado16.
En su o bra Las pasiones y los intereses, H irsch m an viene a concluir,
refiriéndose al nacim iento y al desarrollo del capitalism o, que «resulta
curioso que los efectos buscados p ero no en co ntrad os de las decisiones
sociales deban ser descubiertos en m ayor m edida aún que los efectos

14. J. Gray, Liberalismo, Alianza, Madrid, 1992, p. 142. El subrayado es mío.


15. Ibid., p. 142.
16. No deja de ser llamativa la constante apelación por parte de los defensores del libera­
lismo, en contra de sus presupuestos teóricos, para que el Estado, el poder establecido, imponga
coactivamente la «institucionalización» de formas de vida, tanto económicas como políticas.
Hasta el momento, parece que sólo las tiranías han adoptado, y sólo en el campo económico, las
enseñanzas doctrinales del liberalismo, en lo que guardaría una semejanza clara con lo sucedido
entre el marxismo y los regímenes del socialismo real. Todo ello hace pensar que el liberalismo,
al que venimos prestando atención, reviste los caracteres de un tipo de pensamiento y de reali­
dad contrafácticos. Es decir, frente a lo que podría denominarse pensamiento utópico, el pen­
samiento contrafáctico alude al hecho de que ni desde el punto de vista antropológico ni desde
el histórico-social existen las condiciones humanas que permitirían alguna vez pensar en que
fuera posible llevar a cabo el ideal del individualismo posesivo, en los términos acuñados por
Macpherson. Pettit ha destacado, por otra parte, cómo cierto grupo de liberales, sin abandonar
su concepción ya clásica de la libertad como no-interferencia, que se compadece con regímenes
dictatoriales, como hemos podido comprobar en nuestro tiempo, movidos por compromisos
independientes de sus propios presupuestos teóricos y prácticos, han venido a confluir en las
preocupaciones republicanas por la pobreza, la ignorancia o la inseguridad (Ph. Petit, Repu­
blicanismo, Paidós, Barcelona, 1999, p. 20). Por supuesto, no hay relación propiamente dicha
entre el contenido doctrinal del liberalismo, al que venimos refiriéndonos, y la alusión a ciertos
personajes en los términos «es un liberal». Incluso no es difícil encontrar entre nosotros a ciertos
conversos al liberalismo en función de la idealización de alguno de los personajes de nuestra his­
toria, que tienen mucho que ver con su oposición al fascismo, cuya estremecedora historia aún
perdura, o con el descontento personal ante el actual statu quo como invalidante de las esperan­
zas emancipatorias. Últimamente hay una tercera posición, que tiene interés recensionarla, que
establece una ecuación valorativa entre liberalismo = moderno, extendida entre muchos de los
así llamados «progresistas» y que tiene su caldo de cultivo entre los recién llegados a partidos
socialdemócratas. Han venido a imponer el lema «Seamos, de una vez, modernos». ¿Revival
ayuno de historia o ironía ahíta de «lo por venir», en términos de poder político?
[... ] A dem ás, una vez que estos efectos deseados no se p ro du cen y se
rehúsan a aparecer en el m u nd o, el hecho de que originalm ente se haya
p ensado en ellos ten d erá no sólo a ser olvidado sino aun activam ente
rep rim ido » 17. Pues, jun to a la tesis w eb erian a de la «afinidad electiva»
del capitalism o con ciertas form as de religiosidad, han de m encionarse
las m edidas de los gobernantes y parlam en tos del E stado p ara im p lantar
coactivam ente dicho sistem a económ ico, así com o las construcciones
ideológicas de los teóricos que in ten taro n justificar la b o n d ad de tal o r­
ganización económ ico-social en su especial m aridaje con el liberalism o.
A la altura de n uestro tiem po, la experiencia de las «prom esas incum ­
plidas» es tan am plia que resulta u na sorpresa la actual recuperación
histórica, u na vez m ás, de las expectativas an taño creadas según las m o ­
tivaciones ideológicas que se adujeron y que tenían p o r objeto la im plan­
tación «virtuosa» del sistem a capitalista-liberal. C iertam ente, la quiebra
en tre las m otivaciones, los argum entos y los efectos p ro du cid os no pasó
desapercibida ni siquiera p ara los p ro pio s testigos de aquella coacción
ejercida co n tra los individuos y sus form as de vida. C abe recordar, una
vez m ás, el h o rro r que le p ro d u jero n a un liberal com o Jo hn S tuart M ill,
en la m itad del siglo x ix , las m ultitudes m acilentas y som etidas a un g ra­
do de expoliación y sacrificio desm edidos, rep resen tantes del ejército de
reserva p ara el «necesario» desarrollo del capitalism o. M ill, tan presio ­
nado p o r las «prom esas» de cam bio de su p ro p ia ideología liberal com o
tu rb ad o p o r sus efectos devastadores, no p ud o m enos que escribir, aun­
que se m o strara vana la esperanza: «Q uizá sea u na fase necesaria en el
progreso de la civilización [...] Pero no es un tipo de perfección social
que los filántropos del p orvenir vayan a sentir grandes deseos de ayudar
a realizar»18. En esta perspectiva, Polanyi se hace eco de los com entarios
realizados p o r M ’Farlane, a la altura de 1782: no es en las regiones de­
sérticas o en las naciones bárbaras d on de podem os hallar el núm ero m a­
y or de pobres. Es m ás, cuando Inglaterra parece acercarse al m om ento
de su m ayor grandeza, «el núm ero de pobres co ntinu ará en aum ento»,
enfatiza M ’Farlane en su Enquiries C oncerning the Poor (17 82 )19. Cien
años m ás tard e, en Progress a nd Poverty (1879), escribía H en ry G eorge:
Al comienzo de esta época maravillosa era natural esperar, y se esperaba,
que los inventos que permitían ahorrar trabajo aligerarían el esfuerzo y
mejorarían las condiciones del obrero [...] ha sobrevenido una decep­
ción sobre otra. De todas las parte del mundo civilizado llegan quejas de
depresión industrial [...] de necesidad, sufrimiento y angustia entre las
clases trabajadoras20.
17. A. Hirschman, Las pasiones y los intereses, Península, México, 1978, p. 135.
18. Citado por C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Alianza, Madrid,
1981, p. 66.
19. Citado por K. Polanyi, op. cit., p. 175.
20. Citado por E. B. Kapstein, «Trabajadores y la economía mundial»: Política exterior 52
(1996), p. 19.
C on esta m ism a cadencia tem p oral, y en 1996, K apstein, el d irec­
to r de estudios del C onsejo de R elaciones E xteriores de N u eva York,
afirma:
Puede que el mundo esté avanzando inexorablemente hacia uno de esos
trágicos momentos que harán que los historiadores del futuro se pre­
gunten: ¿por qué no se hizo nada a tiempo?, ¿eran conscientes las élites
económicas y políticas de los profundos trastornos que el cambio econó­
mico y tecnológico causaba a los trabajadores?, ¿qué les impedía dar los
pasos necesarios para evitar una crisis social mundial?21.
A la p ostre, las expectativas creadas, las esperanzas abiertas, los
efectos buscados, tras su co ntinu ad o fracaso, dejan de ser el envés de
los argum entos aducidos p ara la to m a de decisiones sociales o p ara la
im posición de políticas económ icas determ inadas. Es m ás, com o arg u ­
m enta H irsch m an , «el hecho de que originalm ente se haya p ensado en
ellos ten d erá no sólo a ser olvidado sino aun activam ente reprim ido»22.
Al m argen de los beneficios p ro m etid os y de acuerdo con el m ás grosero
y dogm ático p ensam iento teó rico, hem os p o d id o oír las justificaciones
de responsables políticos de gobierno: «No privatizo yo sino el m erca­
do». U na vez reprim idas las expectativas a las que resp on dían las ac­
tuaciones de gobierno p ara u na corrección del m ercado, se extiende la
neutralización de la política, y tan to los p artid os com o los gobiernos se
constituyen en supuestos agentes de una m era actuación adm inistrativa.
C on la denom inación de «A dm inistración» hace tiem po que se designan
los gobiernos de los E stados U nidos.
A tendiendo a la contraposición entre prom esas y resultados que
destaca H irschm an, resulta inevitable hacernos cargo de la posición
de un liberal, de especial y am plia em patía con el socialism o y d em ó ­
crata sin fisuras, com o es el caso del pro feso r N o rb erto Bobbio. Este
au to r italiano, in d ep end ien tem en te de su vasta e influyente bibliogra­
fía, publicó, hace ah o ra u na década, un trabajo de gran repercusión
hasta n uestro m o m en to con el título de «Las prom esas incum plidas de
la dem ocracia»23. B obbio hacía recu en to, precisam ente, del núcleo fun ­
dam ental del liberalism o com o ideología y sistem a dem ocrático im p e­
rantes en O ccidente. En u na p rim era valoración del cum plim iento de
aquellas prom esas que encarnaban los valores y las prácticas propuestas
p o r el liberalism o, n uestro au to r da cuenta de la radical incapacidad
del m ism o p ara llevar a cabo los cam bios prom etidos. Las prom esas in ­
cum plidas son agavilladas p o r B obbio en seis cam pos. En p rim er lugar,
la concepción individualista de la sociedad, valor central desde Locke,

21. Ibid., pp. 20-21.


22. A. Hirschman, op. cit., p. 135.
23. N. Bobbio, «Le promesse non mantenute della democrazia»: Mondoperaio 5 (1984),
pp. 100-105; trad. castellana en Debats 12 (1985).
se h a visto solapada p o r la creación de grandes grupos ideológicos de
p o d er a la som bra de la dem ocracia liberal, desde grupos económ icos
a la form ación de p artid os u otras instituciones que han hecho inviable
la afirm ación y la realización del individuo en los térm inos doctrinales
aludidos. En segundo lugar, la dem ocracia de los «m odernos», frente
a la de «los antiguos», se había constituido com o rep resen tativa de los
intereses de la nación y no de intereses particulares o de grupo. La reali­
dad nos m uestra, m ás bien, que se ha establecido el deno stad o m andato
im perativo, es decir, los grupos del p arlam en to, fun dam entalm ente, re­
presen tan y defienden los intereses de quienes sostienen a d eterm inados
p artid os, y no los generales de la nación. Es m ás, el surgim iento en
los últim os tiem pos del sistem a «neocorporativo» nos ha hecho asistir
al d eterioro socio-político que supone el hecho de que los problem as
sociales graves sean resueltos p o r las organizaciones interesadas en d i­
chos problem as, al m argen de cualquier represen tatividad o elección
políticas. Los intereses, pues, se han im puesto a los valores nacionales
que preconizaba la dem ocracia liberal-representativa. Los poderes oli­
gárquicos, en tercer lugar, frente al rep ud io de los m ism os teorizado
p o r el liberalism o, se han consagrado a través de las élites que com ­
p iten p o r los votos de los ciudadanos. En cuarto lugar, tam poco se ha
ex tend ido la dem ocracia política y socialm ente sino que, p o r ejem plo,
las em presas y los aparatos adm inistrativos han sofocado y lim itado la
capacidad de influencia de los individuos. A sim ism o, en quinto lugar,
no se ha cum plido la pro m esa de im p lantar la m ayor tran sparencia en el
ám bito y ejercicio del p o d er sino que, p o r el co n trario , está creciendo la
capacidad del E stado p ara co n tro lar a la población. B obbio argum enta
finalm ente, en sexto lugar, que la dem ocracia liberal-representativa no
ha cum plido con la pro m esa de p ro cu rar un aprendizaje dem ocrático
a los ciudadanos, lo que — am én de la labor educativa que ya M ill le
atribu ía a la participación social— rep o rtaría la conform ación de una
sociedad en la que los individuos fueran m ás conscientes y participati-
vos políticam ente. Los voceros actuales del liberalism o neoclásico no
han p o d id o ocultar que los argum entos aducidos co n tra la dem ocracia
participativa, a saber, la su perio ridad de la dem ocracia liberal en cuanto
a su capacidad rep resentativa, no sólo se han m ostrad o inexactos, sino
que reconocen «no p o d er hacer n ad a al respecto». En igual m edida, en
contraposición con la dem ocracia de los antiguos, la de los m o derno s
cifraba su m ayor valía y calidad en la posibilidad de elegir a los m ejores.
Pero, si hem os de asum ir lo que estos m ism os teóricos neoclásicos ase­
veran, las elecciones «se han convertido en u na form a de seleccionar lo
m alo, un liderazgo im propio».
4. Paradojas de la dem ocracia liberal
El p ro blem a crítico de «Las prom esas incum plidas», con to d o , no se
cierra en estos bucles de ofrecim ientos e incum plim ientos. B obbio, p re­
cisam ente, av entura la p reg u n ta m ás decisiva com o colofón de su trab a­
jo: ¿era posible cum plir las prom esas hechas p o r la dem ocracia liberal
representativa? La respuesta de n uestro au to r será tax ativam ente nega­
tiva. N o es posible considerar las prom esas liberales com o propuestas
objetivam ente viables. U na m ezcla de ensueños, ilusiones y esperanzas
fallidas h abría diseñado un h orizo nte que se m u estra realm ente com o
im posible, carente de plausibilidad. Pero, adem ás, arg um enta B obbio, la
dem ocracia liberal se ha visto en frentad a a «obstáculos im previstos» que
h abrían lim itado su capacidad de un desarrollo en las líneas ya exam ina­
das. Tales obstáculos im previstos tienen un p rim er exponente en el cre­
ciente desarrollo y dom inio de lo que se ha llam ado el «gobierno de los
técnicos», en detrim ento del ejercicio de los políticos, en cuanto elegi­
dos. En segundo lugar, nos hem os en co ntrad o con el au m ento desm esu­
rado de la burocracia estatal, ligada al sufragio universal, que paraliza y
vuelve opacas, en gran m edida, las actuaciones de los individuos. Por ú l­
tim o, n uestro au to r resalta el «escaso ren dim ien to de la dem ocracia» en
los térm in os teorizados p o r los liberales y conservadores: la necesidad
de la indolencia y el desapego exigido p o r la dem ocracia, que relacio­
nan con la advertencia de Jo h n A dam s sobre el agotam iento y el suicidio
que han acom pañado h istóricam ente a la dem ocracia. D e este m o do , en
conclusión, las prom esas incum plidas p o r el liberalism o no sólo ap are­
cen com o ilusiones inviables en el o rd en legal dem ocrático existente,
sino que, en to d o caso, los «obstáculos im previstos», de acuerdo con el
p ro p io desarrollo de la dem ocracia establecida, habrían cercenado las
esperanzas de avance y m ejora. La tesis, pues, del pro feso r italiano nos
m uestra su doble rostro jánico: las críticas a las prom esas incum plidas
sólo acabarían socavando la dem ocracia parlam en taria y, p o r o tra p arte,
no hay alternativa dem ocrática al liberalism o representativo.
N o rb erto B obbio in ten ta así acallar las críticas y cerrar el paso a
cualquier in ten to de alternativa al liberalism o p arlam en tario en la línea
de la dem ocracia deliberativa o participativa. Su posición es tan irred u c­
tible que llega a form ular lo que deno m in a «quinta paradoja», a saber:
«dem ocracia y socialism o no pued en ir juntos, pues son incom patibles».
Lo so rpren dente, sin em bargo, es que el p ro p io au to r va a abrir una
falla im posible de salvar p o r el liberalism o. H em os destacado la sim -
patheia del p ro feso r italiano p o r ciertos aspectos del socialism o. Pues
bien, en su o bra E l fu tu ro de la dem ocracia form ularía lo que denom inó
«la encrucijada» de la dem ocracia en la sintética fórm ula «de la d em o­
cratización del E stado, a la dem ocratización de la sociedad»24. A duce,
24. N. Bobbio, El futuro de la democracia, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, p. 70.
a este respecto, que el juicio de la dem ocratización de un d eterm inado
país «no debe ser ya el de ‘q uién ’ vota, sino el de ‘d ó n d e’ se vota». Y
hasta el m o m en to, sentencia, la dem ocracia se ha detenid o a las puertas
de las fábricas. Esta exigencia de dem ocratización social y económ ica,
em pero, extiende y radicaliza la dem ocracia en térm inos que n un ca p o ­
dría aceptar el liberalism o, pues exige el ab an do no de su núcleo duro:
la preservación de la p ro p ied ad com o ám bito prepolítico, exento de
cualquier introm isión d em ocrática en el m ism o. A quí se en cu entra la
au téntica antin om ia del pensam iento dem ocrático de Bobbio, y con él
del liberalism o: es absolutam ente co n trad ictorio pensar en un d esarro ­
llo del liberalism o que p ued a abrazar la exigencia p olítica y dem ocrática
de ex tend er su ám bito de acción hasta las fábricas. Es absolutam ente
precisa la form ulación de Perry A nderson ante la antinom ia plantead a
p o r Bobbio:
O la democracia representativa está destinada fatalmente a una contra­
dicción de su sustancia, o está dispuesta virtualmente a la extensión de
esta sustancia. Las dos no pueden ser verdaderas al mismo tiempo25.
La anom alía de las prom esas incum plidas no p uede ocultar, sin em ­
bargo, que fueron las expectativas creadas y los anhelos pospuestos los
que sirvieron p ara justificar el m anten im ien to de las form as m ás d egra­
dantes en el o rd en laboral y social en favor del «desarrollo económ ico
y civilizatorio». D esde esta perspectiva y a p ro pó sito de la desestruc­
turación social y la anom ia personal provocadas p o r la aculturación
que p ro du jo la im posición del m ercado, habíam os llam ado la atención
sobre la catástrofe social artificialm ente sostenida y, al final, p ro vo ca­
da p o r Speenham land. La aculturación, en los térm in os en que la h e­
m os exam inado, p uede ser considerada com o referencia y espejo de las
acontecidas en algunas tribus africanas o regiones colonizadas p o r los
europeos. E sta analogía, com o la recoge Polanyi en las notas finales de
su libro, fue establecida p o r un em inente sociólogo negro, C harles S.
Johnson. Este au to r describe cóm o la dracon ian a econom ía del siglo
x ix tran sform ó a los niños depaup erado s en «esa carne de cañón que
m ás tarde iban a ser los esclavos negros [...] Las racionalizaciones que
entonces sirvieron p ara legitim ar la trata de niños eran casi idénticas a
las que se utilizaron p ara justificar la trata de esclavos»26.
Podem os concluir, pues, frente a la tesis de H obsbaw m , que la v io­
lencia y la barbarie no aparecen ni se lim itan al siglo x x . Pues hay una
dim ensión de las m ism as cen trad a en la enajenación, la coerción y el
desprecio del gru po y la clase que p ertenece al p ro p io proceso civili-

25. P. Anderson, «La evolución política de Norberto Bobbio», en J. M. González y F.


Quesada, Teorías de la democracia, Anthropos, Barcelona, 1988, p. 34.
26. K. Polanyi, op. cit., p. 442.
zatorio occidental: estos co m p ortam ientos tienen u na estru ctura for­
m al de p erfecta analogía con los actos de «barbarización» que descri­
be H obsbaw m , y que han venido actuando, en n uestros lares, desde el
siglo xviii com o co m p on ente capital de los p ro pio s procesos dem ocrati-
zadores. Estos co m p ortam ientos, en fin, pued en categorizarse com o esa
capacidad envilecedora de tratar al «otro» com o carne de cañón — una
vez reco no cid o com o h om b re— , pues en este sentido no convendría
olvidar la coincidencia en el tiem po en tre capitalism o e Ilustración con
sus enunciados universales sobre el género h um ano . Esta m ism a incoh e­
rencia g uard a u na estrecha relación con los o perad ores racionalizadores
del apartheid, de la discrim inación étnica o de la esclavitud. Así, esta
estru ctura recu rren te de violencia sim bólica y física resulta significativa
a la h o ra de exam inar el m ostrenco p an o ram a de nuestras dem ocracias,
ap resuradam ente caracterizadas p o r H o bsb aw m com o dotadas de tal
grado de irracionalidad e im penetrabilidad que, tal com o señalábam os
an teriorm ente, no puede atribuirse ni a políticos ni a líderes. En una
línea m uy diferente a esa especie de objetivism o histórico y opuesto a la
«irracionalización» del presente, al que H o bsb aw m p resen ta com o in a­
sible, se en cu entra el análisis político-económ ico de K apstein, que esti­
m o com o m ás ajustado al estudio de los procesos socio-económ icos de
n uestro presente. A rgum enta el au to r n orteam erican o que «la econom ía
global p osterio r a la segunda G u erra M un dial se derivó de u na serie de
decisiones políticas conscientes», frente a las cuales, en el m o m en to ac­
tual de cam bios tecnológicos y económ icos, hay una clara dejación p or
p arte de los dirigentes de los gobiernos en asum ir sus responsabilidades
del m om ento. «Peor aún: m uchos de ellos y sus consejeros económ icos
parecen no reco no cer las p ro fun das perturb acion es que padecen sus so­
ciedades. C o m o la élite de W eim ar, desdeñan la creciente insatisfacción
de los trabajadores, los m ovim ientos políticos extrem istas y el in fo rtu ­
nio de los desem pleados y de los trabajadores», afirm a n uestro au to r27.
Así pues, si, ciertam ente, el h orizo nte em ancipatorio parece h aber ce­
dido en su im pulso teórico y práctico, tam poco los ton os apocalípticos
serían los m ás adecuados en un in ten to de com prensión de u na escena
política com pleja y de u na gran p recaried ad en sus elem entos verte-
b radores. La com plejidad, la plu ralidad y la contingencia de la m ism a
nos llevan necesariam ente a m anten erno s en la dim ensión n orm ativ a e
histórico-sim bólica de la política, p ero con u na red ob lada atención a los
procesos em píricos, analíticos, explicativos.
Los que aún nos sentim os sustantivam ente h erederos de la Ilu stra­
ción n o podem os dejar de reco no cer que este proceso n o o peró h istó ­
ricam ente com o un to d o ideológico que h abría guiado los procesos de
los siglos xviii y x ix, ni tam p oco olvidar que la Ilustración albergó en su
seno ideales y prácticas abiertam ente contradictorias. Por ello m ism o,
27. E. B. Kapstein, art. cit., pp. 22 y 40.
reclam ar hoy los ideales de la Ilustración p o r sus virtualidades universa-
lizadoras de los derechos de la especie hum ana, así com o p o r su capaci­
dad irracio nalizad o ra de cualquier form a de d ependencia p o r nacim ien­
to, género, raza, etc., pasa, com o ya lo hem os afirm ado, p o r atreverse a
com er dos veces del m ism o árbol, esto es, p o r hacer la crítica ilustrada
de la Ilustración. La Ilustración se cura con m ás Ilustración, asum iendo
la afirm ación de M adam e de Stael.

5. Sobre el futu ro de la dem ocracia: entre el m u lticulturalism o y la


violencia. Tesis para una lectura crítica del su btexto de El choque
de civilizaciones: las figuras del m usulm án, el hispano y el negro
A tendiendo a la hipótesis que he form ulado en to rn o a la relación entre
violencia antrop ológ ica y anom ia social p ara afro n tar la crisis radical de
la dem ocracia, resulta de un interés excepcional el aten der a un nuevo
p lano de las construcciones teóricas que p lantea H u n tin g to n en su obra
E l choque de civilizaciones. M e refiero al capítulo 12 de la o bra citada,
co ncretam ente, al ap artad o «O rden y g uerra de civilizaciones», co rres­
p o n d ien te a la página 3 74 y siguientes, en las que analiza los elem entos
determ inantes de u na posible conflagración internacional.
El en frentam iento entre culturas, que p ud iera llevar desde un en­
fren tam ien to regional a la tercera G u erra M undial, es teo rizado por
H u n tin g to n p artien d o de los intereses vitales que dos o m ás potencias
poseen o tratan de establecer con respecto a u na zona concreta. C om o
resultado de los com prom isos que van ad qu iriend o, y aten dien do a las
respectivas alianzas según la peculiaridad y la diversidad de las dispares
culturas, la p ug na en tre las civilizaciones en liza se acaba configurando
com o guerras de línea de fractura, las cuales «quedan enorm em ente
intensificadas p o r las creencias en dioses diferentes». A lgunos analistas,
insiste n uestro autor, restan im p ortan cia a estos factores p ara prestar
un valor p rim ord ial a la etnia, a la lengua o a la pacífica convivencia.
Sin em bargo, se trata de u na m iopía. C om o han dem o strado m ilenios
de la h isto ria hum ana, «la religión no es u na ‘pequ eñ a diferencia’, sino
posiblem ente la diferencia m ás p ro fu n d a que puede existir entre la
gente»28.
M i p ro p ó sito es form ular tres tesis en to rn o a la existencia de lo
que estim o com o ám bitos sim bólicos inconscientes que se m anifiestan
en lo que H u n tin g to n anuncia com o final de la supuesta tercera G ue­
rra M undial, cuya datación p ro p o n e establecer en el año 2 010, y que
ten d ría com o co ntendientes iniciales y principales a C hina y E stados
U nidos. Estas tesis se refieren, p o r o tro lado, a los p resupuestos de ca­

28. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial,


Paidós, Barcelona, 1997, p. 304.
rácter estipulativo que, en p rim era instancia, explican la inadecuada
com prensión de la cu ltu ra p o r p arte del p ro feso r de H arv ard . Al m ism o
tiem po, dichos p resupuestos contienen núcleos teóricos de h o n d o ca­
lado ideológico que están en la base de la deform ación interesada y el
débil fun dam en to de plausibilidad del en frentam iento entre culturas o
civilizaciones que n uestro au to r anuncia.
5 .1. La dem onización del m usulm án
La p rim era tesis tiene que ver con el m arcado carácter ideológico de
u na de las afirm aciones m ás tajantes, y no p o r ello m enos infundada,
que H u n tin g to n establece en su tex to . Reza así: aunque resulte im p ro ­
bable, no es im posible que suceda u na g uerra a escala p lanetaria a p artir
de la intensificación de u na línea divisoria entre grupos de diferentes
civilizaciones, «entre los que m u y posiblem ente se encontrarán m u su l­
m anes por un lado y no m usulm anes por el otro»29.
El carácter arb itrario e ideológico de esta tesis radica, en p rim er
lugar, en el hecho que de «los m usulm anes» no form an p arte — en un
prim er m o m en to — ni de los actores ni de las culturas o civilizaciones
que, según el escenario y la cadencia histórica, desencadenan la h ip o ­
tética conflagración, anticipada p ara la p rim era década del siglo xxi,
cen trad a en el co ntro l del p etró leo perteneciente al sudeste asiático. En
segundo lugar, cuando los m usulm anes en tran en lucha, no lo hacen
com o p retend ientes de un condom inio de los intereses que m ueven a
C hina y E stados U nidos, iniciadores de la guerra p lanetaria, sino que se

29. Ibid., p. 374. El subrayado es mío. El profesor de Ciencias Políticas Sami Naír, francés
de origen argelino, aludiendo a esa satanización especial del islam, interpretación denostativa
que ocupa un lugar tan central en la obra de Huntington como superficial en su argumentación,
insta a «superar un concepto culturalista de la cultura que, en lugar de favorecer las corrientes
de mutuo intercambio entre las culturas, busca establecer guetos civilizatorios explosivos». En
esta línea, denuncia la coalición exclusivista de Occidente que se define «no solamente por sus
intereses económicos, sino también por una unidad religiosa reencontrada por encima de las
diferencias de la cultura latina (católica) y sajona (protestante) [...] Este proyecto es muy fácil de
definir: se trata de una Europa blanca, étnicamente pura, confesionalmente unificada, económi­
camente dominante [...] Es la eterna mezcla de la cruz, el hisopo y la bolsa». Este proyecto de
enclaustramiento y de abandono de compromisos se ha vuelto cada día más evidente en función
de la progresiva reducción, a partir del 1981, del tráfico comercial con los países del Magreb y
el Mashrek (S. Naír, Las heridas abiertas. Las dos orillas del Mediterráneo: ¿un destino conflic­
tivo?, El País-Aguilar, Madrid, 1998, pp. 201, 196-197 y 194 respectivamente. El subrayado es
mío). No deja de ser sintomática esta necesidad por parte de Occidente de buscar, de designar
en cada momento histórico al «enemigo». El caso más estridente se encuentra en la esperpéntica
decisión de Reagan, como expresión última de la unidad cultural de Occidente por la religión,
de bautizar religiosamente al enemigo, en concreto la Unión Soviética, que pasaría a denomi­
narse «el demonio». No lejos de esta posición se encuentran aquellos antimulticulturalistas, teó­
ricos de la democracia, que han designado al islam como el «mal», carcoma de Occidente. «La
cultura occidental está cuestionada —escribe Huntington— por grupos dentro de las sociedades
occidentales [... ] inmigrantes de otras civilizaciones [...] propagando los valores, costumbres y
culturas de sus sociedades de origen. Este fenómeno se percibe sobre todo entre los musulmanes
en Europa» (p. 365. El subrayado es mío).
sitúan en un segundo nivel, d epend iend o de los intereses de un tercer
país: la India, que, aprovechando la g uerra en tre los dos colosos, de­
cide doblegar a, y apoderarse de, Pakistán. En tercer lugar, los países
m usulm anes no son los que propician n inguna g uerra de anexión de
territo rio o co ntro l de fuentes p rim ordiales de riqueza sino que, com o
el p ro p io H u n tin g to n escribe, se ven atacados, son víctim a de los de­
seos im perialistas de la Ind ia y acaban divididos ante el req uerim iento
a que se ven som etidos p o r Pakistán y la India, que consiguen atraerse
respectivam ente a algunos de los países m usulm anes. P or últim o, tras la
g uerra entre C h in a y E stados U nidos, finalizada sin que n inguna de las
partes alcance u na v ictoria clara, los m usulm anes se verán som etidos a
operaciones de desestabilización p o r p arte de Rusia. Estas operaciones
desestabilizadoras ten d rían com o objeto que tan to O ccidente com o R u­
sia p ud ieran co n tro lar las ricas zonas de p etró leo de los países de O rien ­
te y evitar asim ism o la u nión entre tales países o pueblos m usulm anes.
H ay que ten er en cuen ta que, en este juego estratégico diseñado p o r el
au to r n o rteam erican o, Rusia h abría llegado, en la etap a final de la gue­
rra p lanetaria, a un curioso pacto con los E stados U nidos, m otivado en
p arte p o r el hostigam iento d entro de tierras rusas y la incitación a sus
h abitantes p ara u na secesión que vendría ejerciendo C hina.
Ind ep end ien tem en te de la verosim ilitud de to d o este juego de aje­
drez g uerrero , el dividir m aniquea, arb itraria y apriorísticam ente el glo­
bo en dos p artes necesariam ente enfrentadas no g uarda n inguna rela­
ción con la «narración» del tex to y, adem ás, contraviene la lógica de las
posiciones de las civilizaciones p rotagonistas del en frentam iento m u n ­
dial y agonísticam ente perseguidoras de sus intereses, O ccidente, C h in a
y Jap ón , Rusia. M áxim e cuando, en la hipótesis de u na p ró x im a guerra
p lanetaria, los países m usulm anes, según n uestro autor, en trarían en
liza com o víctim as de terceros países o cuartas civilizaciones, divididos
en tre sí ante el aprem io de alianzas cuasi im puestas p o r p arte de países o
culturas diferentes. A un en el caso de que, esporádicam ente y de form a
parcial, algunos E stados m usulm anes llevaran a cabo acciones co ncerta­
das, el hecho concreto es que, com o h istóricam ente viene sucediendo y
hasta el p ro p io H u n tin g to n ha de adm itir, no hay datos reales que p u e­
dan sustentar argum entativam ente la hipótesis de una u nión del islam ,
com o civilización y religión, frente al resto del m u nd o. Sin em bargo,
co n tra to d a evidencia y co n tra to d o p ro nó stico plausible, el director del
Jo h n M . O lin Institute for Strategic Studies de la U niversidad de H a r­
vard estatuye sin paliativos que el m u nd o se divide, en cuanto a peligro
de co nfrontam ientos de destrucción m asiva se refiere, entre «m usulm a­
nes p o r un lado y no m usulm anes p o r el otro». «Una guerra p lanetaria
[...] p o d ría producirse a p artir de la intensificación de u na guerra de lí­
nea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que m uy
posiblem ente se en contrarían m usulm anes p o r un lado y no m usulm anes
p o r el otro», estableciendo, poco m ás adelante, que la supuesta guerra
FI N D E SI G L O . LA D E MO C RAC IA E N TRE LA A N O M IA Y L A VI O LE N C I A SO C IAL

m undial tiene com o co ntendientes a «los E stados U nidos, E uro pa, R u ­


sia y la India [...] co n tra C hina, Jap ó n y la m ayor p arte del islam »30. El
exacerbado resabio estigm atizador y denostativo del islam viene a cons­
titu ir así al «enem igo necesario» que «los países de to d o el m u nd o están
desarrollando»31. Por o tro lado, se h aría realidad ese apotegm a supues­
tam ente tan científico y al que n uestro au to r p resta un largo alcance
explicativo acerca de las culturas y sus en frentam ientos, y que form ula
así: «es hum ano odiar»32. En fin, dada la división intern a, la p recariedad
en la p ro p ia existencia de algunos países del islam y los fuertes procesos
de cam bio de to d o o rd en que tienen lugar en una gran p arte de ellos,
resulta a tod as luces inapro piad o considerarlo com o el adversario m ás
fuerte y tem ible así com o el enem igo real. Pero la constitución del ene­
m igo, que en este caso encarna hasta la figura del «dem onio» (R eagan)
p o r su rivalidad con el cristianism o, m antiene e im pulsa el supuesto
destino en lo universal que la P rovidencia h a hecho asum ir a los Estados
Unidos. Al m ism o tiem p o, justifica la «no culpabilidad» y desacredita la
posible incrim inación de que p ud ieran ser objeto los E stados U nidos de
A m érica al m anten er hipotecados — p o r diversos m edios— a u na gran
parte de los pueblos m usulm anes, sin aparente relación con el hecho de
que u no de los espacios h abitados p o r dichos pueblos, O rien te M edio,
sea en este m o m en to u no de los lugares m ás im p ortan tes p o r sus reser­
vas de p etróleo y p o r su valor estratégico en cuanto quicio de la p u erta
que m edia con, y abre vía a, varias civilizaciones33.
5.2. Una extraña «subcivilización» dentro de la civilización occidental
H em os form ulado la p rim era tesis acerca del carácter apriorístico-ideo-
lógico del pensam iento de H u n tin g to n , en u na aplicación de la h erm e­
néutica de la sospecha p ara h acer aflorar algunas de las dim ensiones del
subtexto político del discurso de E l choque de civilizaciones. Q uisiera
referirm e ah o ra a la segunda de las tesis que, com o advertía en el in i­
cio de este co ntex to, afectan tan to a la plausibilidad teórica com o a

30. Ibid., pp. 374 y 378. ¿Es realmente este escenario bélico, en torno a la lucha de Es­
tados Unidos y China, una línea de fractura provocada por el islam entre «musulmanes por un
lado y no musulmanes por el otro?
31. Ibid., p. 150.
32. Ibid., p. 153.
33. Habría que dar cuenta de que, para Huntington, la posibilidad de una nueva guerra
mundial en nuestros días se relaciona directamente, por un lado, con el ascenso de China, «el
mayor actor de la historia del hombre», y su posible pretensión de potencia dominante en el
este y sudeste asiático. Por otro lado, teniendo en cuenta los recursos naturales vitales de las
zonas citadas, Huntington aduce la Guía de Planificación del Ministerio de Defensa de los Es­
tados Unidos, filtrada a la prensa en febrero de 1992, en la cual se escribe textualmente: «[...]
(los Estados Unidos) deben impedir que cualquier potencia domine una región cuyos recursos,
bajo un control consolidado, fueran suficientes para generar una potencia mundial [...] Nuestra
estrategia actualmente se debe volver a concentrar en impedir la aparición de futuros competi­
dores potenciales a escala mundial» (ibid., p. 375).
la posibilidad práctica de las propuestas defendidas p o r H u n tin g to n .
M i segunda tesis g uard a u na estrecha relación con dos de los efectos
finales de la h ip otética g uerra planetaria. Según n uestro autor, el efec­
to m ás claro y casi inevitable de la m ism a consistiría en la decadencia
del p o d erío dem ográfico y m ilitar de los co ntendientes principales y,
com o consecuencia de esta decadencia, el p o d er «se desplazaría ah ora
del n o rte al sur»34. C om o he advertido an teriorm ente, las secuencias
descritas en este tablero de la g uerra en el m u nd o m uestran un grado de
artificialidad que hace difícil p articip ar m entalm ente en su despliegue y
en las alianzas que p ro p o n e. Sin em bargo, aten dien do ah o ra m ás bien
a la gram ática p ro fu n d a de «los beligerantes» escogidos y distribuidos
en los diversos papeles de ese en frentam iento de consecuencias globa­
les, la m ayor p arte de dos grandes continentes h abría quedado al m ar­
gen de dicha contienda, con resultados, em pero, de m uy distinto signo
p ara ellos. M e refiero, en p rim er lugar, a to d a L atinoam érica, dada la
am bigüedad que n uestro au to r le o to rg a al considerarla «una subcivili-
zación d entro de la civilización occidental [... ] dividida en cuanto a su
p ertenencia a él (O ccidente)»35. Pues bien, en función de esta m ix tura
cultural, L atinoam érica no se h abría sentido co ncernida p o r la guerra
llevada a cabo entre C hina y Estados U nidos y la p osterio r en trada de las
sociedades occidentales. A unque no se ofrecen datos al respecto, el au­
to r supone que este retraim ien to de L atinoam érica le h abría rep o rtad o
un p eríod o de floreciente desarrollo, abundancia de m edios e inm ensas
riquezas. N o atiendo ah ora a las causas de este v erdadero «milagro»
económ ico, que H u n tin g to n vaticina p o r el sim ple hecho de perm anecer
fuera de la contienda. En cam bio, interesa subrayar con to d o énfasis la
tesis del au tor estadounidense según la cual L atinoam érica haría llegar
u na ayuda «del tipo del Plan M arshall» a los hispanos residentes en los
E stados U nidos. El g ru po de los hispanos — que habrían estado en des­
acuerdo con las élites WASP (blancas, anglosajonas y pro testan tes), a las
que atribuyen la sangría y la decadencia del país p o r su en frentam iento
con C hina— conseguiría hacerse con el p o d er de los m ism ísim os E sta­
dos U nidos36.
El rom pecabezas de enfrentam iento s y alianzas, en ciertos m o m en ­
tos algo atrabiliario, adobado con algún que o tro «m ilagro» económ i­
co-social sin precedentes ni causas inm ediatas que lo avalen, to d o ello
viene a concluir en la hum illación y el destron am ien to de los WASP
p o r p arte de los hispanos. Ind ep end ien tem en te de la o pinión que nos

34. Ibid., p. 379.


35. Ibid., p. 52.
36. «Amplios sectores de la opinión pública estadounidense culpan del grave debilita­
miento de los Estados Unidos a la estrecha orientación occidental de las élites WASP [blancas,
anglosajonas y protestantes], y los líderes hispanos llegan al poder apoyados por la promesa de
una amplia ayuda del tipo del Plan Marshall procedente de los países latinoamericanos que ha­
brían quedado al margen de la guerra y se encuentran en pleno auge económico» (ibid., p. 379).
m erezca la posibilidad de estos últim os hechos, y en lo concerniente a
la verosim ilitud de la concatenación de los m ism os, resulta im posible
no percibir la obsesión con los «anglos» en los E stados U nidos, tran s­
m itida en este tex to , ante el espanto p ro vocado p o r la perspectiva de
un recam bio de élites y/o la p érd id a de poder. N o son ajenas a tales
vivencias, ciertam ente, las conocidas reacciones de violencia indiscri­
m inada co ntra los hispanos y co n tra los negros, así com o la oposición
a y, en su caso, la negación de la cooficialidad del inglés y el castellano,
p o r ejem plo, en algunas instituciones corresp on dien tes a las zonas de
p redo m inio dem ográfico de hispano-hablantes. D e m o do que «el en e­
m igo externo» es el p end an t, en esta lucha de culturas, de la vivencia
y el sentim iento de un rival in tern o diferenciado culturalm ente, que, a
través del caballo de T roya del m ulticulturalism o, trata de legitim ar la
equidad en la diferencia37. N o debe pasarse p o r alto un dato, concep­
tualm ente decisivo, que consiste en la constante confusión, p o r p arte
de H u n tin g to n , en tre equidad e identidad, que vicia e invalida m uchos
de sus supuestos culturales. D esde esta perspectiva, le resulta in q u ie­
tan te e inaceptable, p o r la p repo tencia h istórica de quien se considera
antes dueño que ciudadano, la posibilidad real del desplazam iento de la
m in oría m ayoritaria de los «anglos». D esplazam iento que, claram ente,
conllevaría im plicaciones de u na alternativa de p o d er en función de
la conjunción de hispanos y negros. Estos dos grupos, según los datos
disponibles, se co nstituirán en la m in oría m ayoritaria en un espacio de
dos décadas, fecha que vend ría a coincidir con el final de la hip otética
g uerra planetaria an unciada p o r el pro feso r de H arv ard . La situación
condensada en el inconsciente «anglo» de H u n tin g to n rem ite a u na inti-
m id atoria rivalidad que p royecta en el o rd en socio-político el h orizonte
de un cam bio radical. O p era así con especial fuerza y virulencia ante el
sentim iento de que a los WASP les resulta im posible co n tro lar dicha si­
tuación de cam bio, que se les antoja inevitable, casi m aquiavélicam ente
trazada. Ya n o es posible, com o en tiem pos recientes lo hicieron diver­
sos E stados de la U nión, establecer reglas, referidas a ciertos colectivos
de la población, que im pliquen exclusión de las instituciones académ i­
cas, de los ám bitos profesionales, de las instancias de p o d er o de ciertas
form as de igualdad de o po rtu nid ades. D e este m o do ese inconsciente,
condensado en los últim os años desde instancias diversas y proyectado
en el caballo de Troya del m ulticulturalism o que se ha in tro d u cid o en
la ciudad p ro pia, form a p arte y se hace presente, en el largo laberinto
de E l choque de civilizaciones, en form a del llam am iento a un rearm e
ante el «im parable» proceso de decadencia, rep resen tado p o r el m ul-

37. «La oposición a la guerra es particularmente fuerte en el sudoeste de los Estados


Unidos dominado por los hispanos, donde la gente y los gobiernos estatales dicen ‘ésta no es
nuestra guerra’ e intentan optar por no intervenir, siguiendo el ejemplo de Nueva Inglaterra en
la guerra de 1812» (ibid., p. 376).
ticulturalism o, que p uede arru in ar las virtualidades de la civilización
occidental. C om o ya lo habíam os advertido, tras el p rim er m o m en to de
to m a de conciencia de lo que significa, cada vez m ás, ser una m inoría
en tre otras, H u n tin g to n , tras E l choque de civilizaciones y bajo el peso
del m ulticulturalism o en E stados U nidos, con lo que p uede significar de
«desnaturalización» del «credo estadounidense» y la decadencia de los
anglos, se ha visto com pelido a «explicitar» lo que hasta el m o m en to se
nos p resentaba com o su p ro p io inconsciente, al que estam os haciendo
referencia. D e este m o do h a nacido su últim a obra: ¿Q uiénes so m o s?
L os desafíos a la identidad nacional estadounidense38.
5.3. La proyección del afroam ericano en «el negro» de Africa
La vivencia y la proyección del enem igo en el «hispano», subclase de
la civilización occidental, n o com p rom etid o con ella, tiene un com ple­
m ento y un aliado en la rivalidad cultural descrita en la figura del «afri­
cano». El ab andono de África, después de h aber sido un lugar privilegia­
do p ara las potencias colonizadoras, ah o ra sustituidas p o r las grandes
em presas extranjeras que com ercian con las m aterias prim as, cobra el
perfil del lugar de la crueldad arbitraria, y la situación desolada de su
h am b run a se traduce, en el im aginario de m uchos occidentales, en una
fuerza devastadora de cuanto en cu entra a su m ano o de lo que alcancen
sus débiles pateras. La im agen «negra» que espera saciar su odio a los
esquilm adores de su pasado, a los que los esclavizaron, aparece igual­
m ente en H u n tin g to n . La som bra alargada de u na esclavitud alargada
en el sur de su p ro p io país hace acto de presencia a través de la decan­
tación del inconsciente que analizábam os. D e este m o do , al final de la
p rim era gran g uerra m undial del siglo xxi, g uerra entre civilizaciones,
tras el agotam iento y la decadencia posibles de O ccidente (si éste no se
decide a recu perar una nueva etap a im perial euro-am ericana), «África
[...] tiene poco que ofrecer a la reconstrucción de E uro pa y en cam ­
bio arro ja h ordas de gente m ovilizada socialm ente que devora lo que
queda»39. Es decir, el «negro», com o fuerza de destrucción socialm ente
m anipulada, viene a sum arse a ese gru po «m ulticultural» cuyo eje serán
los hispanos, que suponen u na am enaza, un peligro p ara la id entidad de
la cultura occidental. A unque el negro n o rteam erican o, dada la diferen­
ciada «legitim ación» de ciudadanía que g uarda con respecto al hispano
y ten iend o en cuenta su asim ilación a través de la lengua inglesa, no
puede ser p resen tado , de m o do directo e inm ediato , com o el enem igo
in terio r y posible colaboracionista con otras m inorías culturales, acaba
reap areciend o, d entro del im aginario an tim ulticulturalista occidentalis-
ta, a través del «negro» de África. Bien es cierto, sin em bargo, que los

38. Hay traducción castellana: Paidós, Barcelona, 2004.


39. Ibid., p. 379.
negros estadounidenses siguen apareciendo y siendo ciudadanos siem ­
pre en sospecha y en continu ad a m in oría de edad. Ju stam ente en el
verano de 2 006, cuando cerraba las galeradas de este libro, la A dm inis­
tración Bush acababa de ren ov ar la Ley del D erecho al Voto, aprobada
p o r el C ongreso en 1965 y firm ada p o r el entonces presidente Lyndon
Jo hn son . Se trata de u na ley que inten tab a acabar con los obstáculos
que im pedían el voto de los afroam ericanos: desde el analfabetism o
a la falta de pago de im puestos o la obstaculización p o r p arte de las
autoridades de diversos E stados. D e h echo, en ese m ism o año de 1965
los funcionarios de A labam a habían h erido y m atado a varias personas
duran te la cam paña p o r la inscripción de votantes negros. La ley, p or
o tro lado, lleva el n om bre de tres m ujeres negras: Fannie L ou H am er,
cam pesina de M ississippi, golpeada y encarcelada en 1962 p o r tra ta r de
votar. La segunda m ujer, que da título a la ley de 1965, es R osa Parks,
que se negó a ceder su asiento en un autobús a un hom b re blanco en
M ontgom ery, A labam a, siendo encarcelada p o r ello. La tercera m ujer es
C o retta S cott K ing, m ujer del dirigente negro asesinado M artin L uther
King. P osteriorm ente, la C o rte S uprem a, en 1993, se ten d ría que p ro ­
n unciar en to rn o a las ardides de los «distritos m ultim iem bros» (aunque
ya h abía un preced ente en Texas, en d on de se declaró inconstitucional,
en 1973, el uso de distritos legislativos m ultim iem bros), que consistía
en confeccionar distritos en los que las m inorías q uedaran ahogadas p or
los blancos. La afren ta y los obstáculos en el uso del v oto, especialm ente
co ntra los negros, co ntinú a en el hecho de que la ley de 1965 h a de ser
ren ov ada cada veinticinco años. Ello deja en claro la p retensió n, siem pre
perseguida p o r los WASP, de im pedir el voto de los negros y el carácter
siem pre p recario de este tipo de ciudadanía, la cual ah o ra se extiende
en iguales condiciones a los latinos. El co ntinente africano, su lugar de
origen, rep resen ta el pavoroso enem igo devastador de E uropa, esto es,
la p arte fundam ental integ ran te del occidentalism o norteam erican o.
Los negros y los hispanos, pues, acaban siendo señalados, n o m b ra­
dos com o los enem igos intern os que, debilitando desde d entro la cultu­
ra occidental, llegando incluso a ab an do narla en su lucha con las otras
culturas — representadas en el frente form ado p o r C hina y Jap ó n — ,
com ienzan ya a constituirse en los h erederos de la h acienda labrada
y que tan esforzadam ente han cultivado y defendido los «anglos». Si
el enem igo, a nivel m undial, se concreta en el «m usulm án», com o la
p arte en frentad a al resto del m u nd o, los enem igos interiores serán los
«negros» y los «hispanos». A la postre, el frente de los enem igos p or vía
de religión y cultura acaba cobrando form a en ese im aginario de los «no-
cristianos», que co ntro lan gran p arte de la riqueza p etrolera, de los no-
occidentales: los hispanos, que, p o r la vía de la inm igración — com o
el caballo de Troya— han p en etrad o p ara adueñarse de la «ciudad»; y
los negros, la som bra todavía alargada que sigue denu nciand o u no de
los crím enes m ayores de la hum anidad: su reducción a la condición
de esclavos, y que co ntinú a presente com o denuncia no cerrada en la
conciencia de sus «amos». Los negros han de ser «reconform ados» com o
los «resentidos» co n tra europeos y estadounidenses, rep resen tan d o un
peligro devorador, siem pre inm inente, un enem igo que in ten ta destruir
vengativam ente a sus colonizadores. La h ip otética g uerra p lanetaria p a ­
rece cerrar su círculo teó rico p ara d ar paso a la organización práctica
de la g uerra real.

6. La reificación del concepto de cultura y la hipóstasis


de las categorías psicológicas
M i tercera tesis ind ag atoria del subtexto de la o bra de H u n tin g to n hace
referencia al carácter acientífico y psicologizante tan to del proceso ins-
tituy ente de la cu ltu ra com o de los procesos constituyentes de cam bio
h istórico de la m ism a. La suplantación de la conceptualización de la
n aturaleza de la cu ltu ra y de los m o m en tos históricos constituyentes
de la m ism a p o r la relevancia o to rg ad a a las actitudes psicológicas de
los individuos rep resen ta la vuelta a u na suerte de racionalism o en el
en tend im ien to del lenguaje y de la cu ltu ra según el cual sería el indivi­
duo quien crearía el ám bito de significados que constituyen la u rdim bre
sim bólica de la cultura. Tal p o stu ra conlleva, en p rim er lugar, volver
a asum ir u n a p o stu ra teó rica am pliam ente refu tad a desde las diversas
ciencias antrop ológ icas, teorías filosóficas, lingüísticas, etc. Por el co n ­
trario , el lenguaje, ligado al m u nd o sim bólico del im aginario social,
p recede a los p ro pio s individuos y les perm ite que sus conceptualiza-
ciones, afirm aciones, así com o el sentido de sus acciones, ad qu ieran un
significado inteligible p ara todos. U na tal existencia socio-histórica p re ­
viam ente dada n o im plica hipostasiar lo ya dado significativam ente sino
que p resup on e la capacidad constituyente de los p ro pio s individuos
p ara tran sform ar, m o du lar y añ ad ir aquellas dim ensiones significativas
que tan to de form a endógena com o exógena son p ro d u cto s de nuevas
experiencias, de dem andas ex teriores a la p ro p ia cultura, de in tercam ­
bios y de m estizajes.
H ab lar de im pulsos o m otivaciones psicológicas com o principios
co nfo rm ad ores de la red significativa del lenguaje, del com plejo sim ­
bólico de la cultura, m uestra, en segundo lugar, lo acrítico de u na posi­
ción com o la de H u n tin g to n . Por el co ntrario , no tiene sentido alguno
considerar tales im pulsos ciegos com o definidores del im aginario social
instituyente de la cultura, p uesto que tales supuestos im pulsos, la v o lu n ­
tad de poder, la determ inación del enem igo a diferencia del adversario
político, el odio al que le hace a u no daño o el odio al «otro» p o r el
hecho de ser diferente, etc., en cuanto puedan ser considerados com o
acciones de los seres hum anos ya están previam ente definidos en la red
de significados que conform an la retícula de significantes del lenguaje,
así com o asociados al o rd en valorativo social y culturalm ente consti­
tuidos. D e este m o do , resulta tan acrítica com o ideológica, en cuanto
visión deform ada de la realidad sin advertir la lógica in tern a de su cons­
titució n, la afirm ación de que «la gente necesita enem igos: co m p etid o ­
res en los negocios, rivales en el ren dim ien to académ ico, opo nen tes en
la política»40. Lo discutible es que establece com o im pulsos naturales
lo que son pautas sociales de u na d eterm inada sociedad d en tro de las
diversas civilizaciones, de u na sociedad que ha ido evolucionando hasta
ad o p tar h istóricam ente su form a actual. Se trataría de la sociedad esta­
dounidense de hoy, v ertebrad a en to rn o a la idea de com petitividad. Por
el co ntrario , cientos, m illones de hom bres de las m ás diversas culturas y
civilizaciones no tienen ni siquiera hoy la m ás m ínim a o p o rtu n id ad de
ejercer esa com petitividad académ ica, ni m enos aún derechos de ciu­
d adanía política. Porque la p olítica no es un hecho n atural ni se debe a
m eras pulsiones, ni el m ercado es un dato universal de todas las culturas
y to d o s los tiem pos, com o lo p usieron en claro los trabajos de Polanyi.
D efend er la «ubicuidad del conflicto» com o un cuasi existencial h u ­
m ano, en tercer lugar, n o perm ite distinguir la p ertin en cia o n o p ertin en ­
cia, la legitim idad o ilegitim idad de un conflicto, no establece elem entos
diferenciadores desde un p u n to de vista ético-político de tales en fren ta­
m ientos. Así, tod os los conflictos serían igualm ente válidos, tod os igual­
m ente hum anos: los de carácter ex term inado r o los que se pro po n gan
fines liberadores. E sta neutralidad valorativa nos deja expuestos siem pre
al m ás fuerte, al m ás belicoso, al de m ayor capacidad de destrucción. Por
otro lado, al no establecerse elem entos de n orm atividad que califiquen
los conflictos, no h abría razón alguna p ara detenerlos o dejar que se d e­
sarrollen conform e a los intereses particulares de individuos o grupos.
H u n tin g to n p retend e subsanar estas deficiencias radicales de su análisis
con su afirm ación central: «Es hum ano odiar». U na vez m ás, es necesa­
rio advertir que lo que p ud iera ser este supuesto instin to prim ario sólo
cobra inteligibilidad y atribución com o acción h um ana en cuanto está
redefinido p o r el im aginario sim bólico de cada sociedad o cultura. D es­
de esta últim a perspectiva no se entiende, n o es ind ep end ien te el acto
de odiar de su p ro p ia articulación significativa ni de su cualificación
norm ativa. En esta m ism a línea de interp retació n, debem os observar
que lo que im plica el sentim iento del odio resulta p ara n oso tros inteli­
gible, podem os en tend er individual y colectivam ente lo que es el odiar
cuando lo situam os d entro de u na red significativa que perm ite d istin­
guir y establecer diversos niveles de aceptación o rechazo del o tro o los
o tros en cuanto anim adversión, enem istad, etc. D e hecho, distinguim os
y clasificam os el odiar, su m otivación y su valoración de m uy distinta
m anera según se refiera a los seres hum anos p o r el hecho de ser tales, o
bien tenga com o objeto la acción de la esclavitud ejercida p o r o tro s o se
40. Ibid., p. 153.
dirija a la actuación de un d ictado r que sacrifica a un pueblo. El odiar
cobra, pues, significados y valoraciones diferentes de acuerdo con los
referentes de sentido que le presta el im aginario sim bólico de cada cul­
tura. N o es inteligible el odiar com o hecho pulsional valorativam ente
n eutral en el ám bito de la actividad h um ana p ro piam en te dicha41.
La indiferenciada y h om o geneizado ra calificación valorativa de la
o ntológica ubicuidad del conflicto, y su enfatización con la idea del
odio com o co m ponente prim ario del co m p ortam iento h um ano , le lleva
a v er en el «otro» siem pre al enem igo, p o r definición irreconciliable. N o
cabe la «conversión» a m odos de interrelación m ediados p o r el ap ren ­
dizaje m u tuo de form as de com unicación no violentas ni el m estizaje
de gram áticas de significado com partidas: «por p ro p ia definición y m o ­
tivación la gente necesita enem igos». Esta p rim era caracterización del
sujeto hum ano se une a la consideración esencialista de la cu ltu ra que
convierte a tod as las culturas y civilizaciones en realidades identitarias
dotadas de tal unicidad que las hace absolutam ente inconm ensurables.
D e ahí que la m ulticulturalid ad sea el enem igo in tern o m ás letal porqu e
h o rad a los cim ientos pro pio s de la unicidad de u na cultura, dejándola,
p o r tan to , carente de su identidad pro pia. D esde estos presupuestos,
H u n tin g to n p uede ya elaborar la gran falacia que subtiende su obra.
D ad a la reducción pulsional-psicologizante del sujeto y la absoluta u n i­
cidad inconm ensurable de to d a cultura, la afirm ación del valor de una
cu ltu ra d eterm inada conlleva necesariam ente el carácter de ser la ex­
presión exclusiva del valor. Al m ism o tiem po, todas las dem ás aparecen
com o el no-valor. D e ahí que cualquier m estizaje haya de ser rep ud iado
com o expresión de la devaluación y la negación de la p ro p ia cultura p or
o bra del «enem igo». El enem igo, con el cual no son perm itidas m ixturas
culturales de ningún tipo , son tod as las dem ás culturas o civilizaciones
«por definición». Y el enem igo in tern o es la m u lticulturalidad, la gan­
grena de O ccidente en general y de E stados U nidos en particular, que
«puede(n) d añar e incluso destruir esa relación (con O ccidente), pero
no puede(n) reem plazarla»42. A hora bien, sólo cabe u na excepción en la
relación con otras culturas, sin caer en la herejía, aunque con exigencias
m uy concretas. D icha excepción tiene que ver, curiosam ente, sólo con
relaciones «en el ám bito económ ico», siem pre que acepten el tipo de
la llam ada «cultura com ún», que trad uce la concepción de la econom ía
capitalista de m ercado im puesta p o r O ccidente. La obsesiva p reo cu ­

41. Castoriadis, refiriéndose a los diversos aspectos del racismo, sugiere la posibilidad del
«odio al otro como una faceta del odio inconsciente a sí mismo». Aunque resulta de un espe­
cial interés el horizonte que pretende abrir, esta línea de investigación no es relevante para el
análisis propuesto por Huntington. Todo lo más, muestra las carencias teóricas acumuladas por
este autor en orden a la determinación tanto de la cultura como del componente que considera
intrínseco a la misma: la idea de enemigo. Cf. C. Castoriadis, El mundo fragmentado, Caronte
Ensayos, Buenos Aires, 1993, Primera parte: «Reflexiones sobre el racismo».
42. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones..., p. 368.
pación p o r la pureza de la cultura así com o p o r el co ntrol estratégico
necesario p ara no caer en aventuras de guerras de debilitam iento ni en
com prom isos de justicia redistributiva con respecto a los países que,
históricam ente y en función del desarrollo llevado a cabo, u nen su p e ­
n uria a la pertenencia a otras culturas distintas de las occidentales, lleva
a n uestro au to r a sentenciar de form a m oralizante, en co ntra de lo que
h a sido la globalización de capitales y lo que fue el ejercicio de la co lo ­
nización, que «los hom bres de negocios hacen trato s con la gente a la
que en tienden y en la que pueden confiar; los E stados ceden soberanía
a asociaciones internacionales form adas p o r E stados de espíritu afín,
a los que entienden y en quienes confían. Las raíces de la cooperación
económ ica están en la coincidencia cultural»43.
El espacio público, la política y el ejercicio p articipativo y resp on sa­
ble de la dem ocracia sufren q ueb ranto ante la violencia co n tra la dife­
rencia, el m estizaje y el pluralism o, dado que nuestras ciudades, nuestras
naciones son ya m ulticulturales. N o es ex traño que las páginas siguien­
tes al ap artad o que hem os exam inado estén dedicadas a reto m ar la idea
de la unicidad y la m ism idad de las culturas, que han de «captar la esen­
cia» de las m ism as. Y el ejem plo m ás preclaro viene, u na vez m ás, de
las opciones de los políticos en el ejercicio del poder. Es el caso de Wee
K im W ee, el «presidente del pueblo», quien, en u na especie de decálogo,
cifra lo que han de ser los valores «que captan la esencia de lo que es ser
de Singapur». «La declaración de valores co m un es, escribe H u n tin g to n ,
excluía explícitam ente de su esfera los valores políticos [...] (pero) era
un esfuerzo am bicioso e inteligente p o r definir u na id entidad cultural
de Singapur que sus colectividades étnicas y religiosas co m partían y que
les distinguían al respecto»44. A unque no deja de adm itir n uestro au tor
que tales valores no serían rechazados p o r los occidentales com o «in­
dignos», sí reconoce que no p od rían ser asum idos los valores definidos
p o r K im W ee, en cuanto ligados a la «colectividad étnica», p on iend o a
«la sociedad p o r encim a del individuo» y exigiendo «arm onía racial y
religiosa». Q uedarían fuera de ese ám bito de valores los co rresp on dien ­
tes al individuo, que no puede ser v iolentado p o r el g ru po ; tam poco
son reconocidos los valores corresp on dien tes a la libertad de expresión
y a la v erdad surgida de la discusión y argum entación racionales; no se
registran ni la participación ni la com petencia políticas, com o tam poco
el sentido del im perio de la ley frente al im perio de los gobernantes.
N o obstante, relegando el com prom iso p o r u na defensa resp etu osa de
los principios dem ocráticos, com o había m anifestado en L a tercera ola,
H u n tin g to n pone p o r encim a «la coherencia» de u na cultura basada en
«la esencia» de la m ism a. Es cierto que, en función del relativism o p ro ­
fesado «interesadam ente» p o r H u n tin g to n y su apego a los políticos de

43. Ibid., p. 159.


44. Ibid., p. 383.
corte au to ritario , la universalidad virtual de los valores de la Ilustración
pierde to d a su vigencia e ido neid ad interp elan tes en la relación con
otras culturas, convirtiéndose en un reservorio de O ccidente. El resto
de las culturas a las que n o se considere com o totalm ente indignas serán
bien celebradas, aunque p ued a argum entarse críticam ente que violan
los supuestos derechos universales reconocidos a tod os los ciudadanos
del m u nd o en el p arlam en to de la O N U . Las culturas, asum idas acríti-
cam ente com o un to d o hipostasiado en las form as que reciban de sus
pod eres políticos dom inantes no pued en ni deben adm itir dem andas
surgidas en la interrelación de los pueblos o en el pluralism o realm ente
existente en sus propias fronteras. El m ulticulturalism o, el m estizaje, el
pluralism o y las diferencias son solapadas p o r la «violencia» que puede
ejercer cada cu ltu ra que perciba la exigencia de posibles cam bios de su
esencia en función de lo que se ha llam ado «una cu ltu ra de razones»
(K am bartel). En este sentido, u na vez m ás, la intelección de lo que sea
el espacio público, la plu ralidad de los individuos com o la form a más
h um ana de vida (A rendt) y los referentes de valor y sentido de la d em o ­
cracia han de ceder a favor de «un o rd en basado en las civilizaciones»45,
sea cual fuere lo que se en tiend a p o r tales46.
En u na suerte de filosofía de la historia de carácter organicista,
spengleriano, que co ntem pla el nacim iento, la evolución y la m uerte
de las culturas, H u n tin g to n p retend e establecer un conjuro, a través de
m edidas de pureza de sangre cultural, exclusivistas y excluyentes, que
evite el ocaso de la civilización occidental. E sta p retensió n de salvar la
cu ltu ra occidental le lleva a establecer, pese a sus retóricas culturalis-
tas sobre la represen tació n del valor único de dicha civilización, que el
m érito de esta ú ltim a reside, p ro piam en te, en la capacidad de co ntro lar
m ilitar y económ icam ente un am plio espacio de influencia sin arriesgar
la vida de sus ciudadanos.

45. Ibid., p. 386.


46. Algo más atemperado en sus juicios sobre las civilizaciones y con un conocimiento su­
perior de lo que suponen las culturas del Extremo Oriente, Amartya Sen escribe: «La interpreta­
ción monolítica de los valores asiáticos como elementos hostiles a la democracia y los derechos
políticos no resiste un examen crítico. No debería, supongo, ser demasiado severo ante la falta
de rigor científico de los que sostienen estas creencias, debido a que la fuente de las mismas no
se encuentra en el mundo universitario, sino en líderes políticos, a menudo portavoces oficiales
o extra-oficiales de gobiernos autoritarios» (A. Sen, El valor de la democracia, El Viejo Topo,
Barcelona, 2006, p. 86).
D EM O C R A C IA Y CULTURA: ¿ES EL «C H O Q U E
D E C IV ILIZA CIO N ES» EL H O R IZ O N T E
P O L ÍT IC O -D E M O C R Á T IC O D EL SIGLO XXI?

1. D e la interdependencia político-dem ocrática


al «choque de civilizaciones»
El cam bio de perspectiva que persigue asum ir el pluralism o cultural
com o «norm atividad» en las interrelaciones entre personas, grupos y
naciones no obvia la dificultad ni ignora los com ponentes de « extraña­
m iento» que to d a cultura conlleva en cuanto lenguaje particular. Todo
«reconocim iento», intersubjetivo o de naciones, im plica, generalm ente,
un esforzado ejercicio cuya conceptualización se rem ite — en el lím ite—
a la hegeliana relación de am o-esclavo, relación esta últim a d eu d o ra de
señas d eterm inadas de culturas e inflexiones históricas concretas. Sin
em bargo, p osp on iend o ah o ra la discusión debida en to rn o a los p ro ­
blem as que genera el m ulticulturalism o, habrem os de p artir del dato de
que, en función de la universalización del com ercio y la globalización de
los capitales financieros, las sociedades de los E stados m ás desarrollados,
am én de las consecuencias de su papel de países colonizadores, en una
gran p arte son ya sociedades m ulticulturales. Es éste un dato irrebasa-
ble. D esde la perspectiva que adoptam os en este m o m en to, la p regu nta
p o r realizar, sin em bargo, m ás allá del p ro blem a del m ulticulturalism o,
es «por qué ciertas sociedades generan rasgos de identidad excluyentes
de o tro s rasgos de identidad, p o r qué eventualm ente ciertas prácticas
m o nopolizan la pertenencia al grupo. El pro blem a no es la convivencia,
sino el rechazo; no la variedad, sino la fobia hacia lo ex traño » 1. En el
caso de los países occidentales, ciertam ente, el en cu entro y la relación
con otras m últiples culturas hacía m ucho tiem po que se habían p ro d u ­

1. E. Lamo de Espinosa, «Fronteras culturales», en Íd. (ed.), Culturas, Estados, ciudada­


nos. Una aproximación al multiculturalismo en Europa, Alianza, Madrid, 1995, p. 29.
cido, y los lazos de «dependencia» p erm anecerían hasta los com ienzos
de los años cincuenta del siglo XX. E sta secuencia histórica h a configu­
ran d o , eso sí, u na experiencia radical p ara m uchas naciones m arcada
p o r el ejercicio de la «colonización». H asta el final de la segunda G uerra
M un dial tres cuartas p artes de la hum anid ad, tres cuartas partes de la
geografía de la T ierra, habían sufrido el colonialism o de O ccidente. D e
este m o do , la interiorización de las form as de dom inio y el ejercicio de
relaciones de d ependencia im puestas a las diversas culturas colonizadas
parecen h aber dejado su p en etran te huella en las posiciones actuales de
m uchos pueblos occidentales, de teóricos de la política y especialistas en
«transitologías» a la dem ocracia. Así, recu erd a H u n tin g to n :
Occidente conquistó el mundo no por la superioridad de sus ideas, va­
lores o religión (a los que se convirtieron pocos miembros de las otras
civilizaciones), sino más bien por su superioridad en la aplicación de la
violencia organizada. Los occidentales a menudo olvidan este hecho; los
no occidentales, nunca2.
E l choque de civilizaciones, o bra del estadounidense Sam uel P. H un-
ting ton , reconocido teórico de la dem ocracia y especialista en relaciones
internacionales, se h a constituido, desde la perspectiva enunciada, en
la o bra de m ayor referencia y m ás rep resen tativa del nuevo horizo nte
político del m u nd o em ergente al final del «corto siglo XX». Esto es, tras
la G u erra Fría, arg um enta en su o bra H u n tin g to n , dom in a la política
«m ultipolar y m ulticivilizacional»; es m ás, el «poder se está desplazan­
do, de O ccidente [...] a las civilizaciones no occidentales». Este supuesto
inq uietante desplazam iento del poder, unido a la hipótesis, defendida
en últim a instancia p o r n uestro autor, de la inconm ensurabilidad de las
culturas y de un relativism o total, alim enta el prejuicio de que el «otro»
es, en últim o térm in o, «el enem igo». E insiste:
En este nuevo mundo la política local es la política de la etnicidad; la po­
lítica global es la política de las civilizaciones [...] La gente usa la política
no sólo para promover sus intereses, sino también para definir su identi­
dad. Sabemos quiénes somos sólo cuando sabemos quiénes no somos, y
con frecuencia sólo cuando sabemos contra quiénes estamos3.
La ren un cia a cualquier universalism o en trañ a las dificultades para
u na política del reconocim iento y de la responsabilidad en tre naciones,
com unidades y culturas, así com o el «extrañam iento» sustituye a cual­
quier ética, siquiera tenue, entre las poblaciones p ara relacionarse en­
tre sí. El ensim ism am iento y el enclaustram iento de culturas presagian

2. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial,


Paidós, Barcelona, 1997, p. 58.
3. Ibid., p. 22.
la indiferencia cuando no la enem iga abierta co n tra el «otro», pues la
gente acaba co m p artiend o el enem igo com ún en m ayor m edida que la
p ertenencia o la adhesión a u na cultura.
Lo cierto es que, sólo dos años antes de ex po ner su interp retació n
«cultural» del nuevo o rd en político m undial, el p ro feso r de H arv ard h a ­
bía publicado una o bra de especial relieve en o rd en a configurar lo que
p o d ría ser el horizo nte dem ocrático de n uestro tiem po, tras la caída del
M uro de Berlín. D icha obra, aparecida en 1991, se titulab a La tercera
ola. La dem ocratización a finales del siglo xx. En este trabajo de historia
y prospección de la dem ocracia afirm aba enfáticam ente:
La dialéctica de la historia se impuso sobre las teorías de las ciencias so­
ciales [...] el movimiento hacia la democracia parece adquirir el carácter
de una marea universal casi irresistible, que avanza de triunfo en triunfo4.
A com pañaba este análisis y esta prospectiva de dos advertencias im ­
p o rtan tes tras el final de la G u erra Fría. En p rim er lugar, la de que las
dem ocracias, con algunas excepciones, n o llevan a cabo guerras entre
ellas. Y, lo que es m ás im p ortan te, en la m edida en que el fenóm eno
de las transiciones a la dem ocracia continúe y se extienda, ten iend o en
cuenta la experiencia del pasado, «un m u nd o decididam ente d em o crá­
tico es casi un m u nd o relativam ente libre de violencia internacional»5.
En segundo lugar — lo que resulta de sum o interés en n uestro co n tex ­
to — esta ola de dem ocratización no supone ningún sim ple determ i-
nism o histórico, «pero cuando líderes hábiles y decididos la em pujan,
siem pre se m ueve»6.
H u n tin g to n precisa las fechas de lo que, en un m o m en to d eter­
m inado, considera el m ovim iento hacia la paulatin a dem ocratización
del universo. C ad a fecha ten d rá, p o r su p arte, un segundo m o m ento
de resaca que ten d erá a b orrar, en p arte, los logros dem ocratizadores
alcanzados en un p rim er m om ento. Así, entre 1828 y 1926 tiene lugar
la p rim era gran ola de extensión de la dem ocracia, p ero, entre 1922 y
1942 se p ro du ce h istóricam ente un retroceso en cuanto al núm ero de
países en los que se había establecido el sistem a dem ocrático. La segun­
da gran ola de ap ertu ra política se sitúa entre 1943 y 1962. Y, p o r fin, la
tercera ola, a la que estábam os asistiendo en los años noventa, se p ro d u ­
jo el 15 de abril de 1974, con el golpe de m ilitares jóvenes en Portugal, a
la que seguirían España, G recia, etc. D e este m o do , si en 1922 había 22
E stados dem ocráticos entre los 64 E stados establecidos, en 1990 sum a­
rían 58 entre los 129 existentes, aun cuando no h ub iera au m entado la
p ro p o rció n de E stados dem ocráticos alcanzada en 1922. N o cabe duda,
4. S. P. Huntington, La tercera ola. La democratización a finales del siglo xx, Paidós,
Barcelona, 1994, pp. 32-33.
5. Ibid., p. 39.
6. Ibid., p. 282.
sin em bargo, de que el hecho de que la India sea dem ocrática tiene un
im pacto su perio r al de la sim ple constatación estadística del n úm ero de
países dem ocráticos.
El acercam iento a la tercera ola dem ocrática p retend e realizarlo
H u n tin g to n desde posiciones m ás analíticas que doctrinarias. Él m is­
m o lo form ula así: «H e inten tad o m anten er m i análisis tan distanciado
com o fuera posible de m is p ro pio s valores; esto ocurre p o r lo m enos en
el 9 5% de este libro»7. ¿Se p o d ría asum ir esta supuesta neutralización
doctrinal en la in terp retació n dem ocrática de los procesos de cam bio
político en los diversos países del m undo? El m éto do em pírico que p a ­
rece sustentar la recogida de datos y su clasificación estadística aboga
p o r un establecim iento de sus tesis «fuera de to d a form ulación tras­
cendental y ahistórica». Su papel personal quedaría, en cualquier caso,
circunscrito al de «científico social», relevado sin em bargo en cinco oca­
siones a lo largo de la obra, en los cuales ejerce la función de «conse­
jero político», u na especie de «dem ocrático aspirante a M aquiavelo»,
según sus propias palabras. El p u n to de p artid a, ¿qué se entiende p or
dem ocracia?, rem ite, p o r el co ntrario , a u na posición absolutam ente
ideológica y p artidista, que condiciona tan to la intelección de la d em o ­
cracia y su valoración de las «olas» dem ocráticas com o especialm ente,
en función de n uestros intereses en este trabajo, su com prensión de
las diversas culturas y su afinidad política con la p ro p ia dem ocracia.
C o ncretam en te, su definición de la dem ocracia, en la genealogía abierta
p o r C o nstant, atiende a los cam bios de com prensión de la m ism a «por
los m o derno s frente a los antiguos». Esta posición liberal-representativa
no está ex enta de «prejuicios», algunos casi m etafísicos, acerca de la
dim ensión n orm ativ a del espacio público y su relación con los agentes
im plicados en este sistem a político. D e hecho, com o detallo en el capí­
tulo 8 de esta obra, B enjam in C o nstan t, en la inauguración del tiem po
del liberalism o p ro piam en te dicho, se plantea la nueva com prensión
de la dem ocracia frente a los griegos, o el m u nd o antiguo en general,
a p artir de u na tesis de calado m etafísico, a saber, un cam bio de la
«naturaleza hum ana»: «la situación de la especie h um ana en la A ntigüe­
dad, p o r o tra p arte, n o perm itía intro d u cir o establecer u na institución
de esta naturaleza»8. H u n tin g to n se reclam a de la com prensión de la
dem ocracia d irectam ente de Schum peter, quien h abría explicitado «la
m ás im p ortan te form ulación m o d ern a de este concepto». N o deja de
ser so rp ren d en te, sin em bargo, que, p ara el m ism o Schum peter, h u ­
biera que recurrir, igualm ente, a un análisis de la «naturaleza hum ana»
com o fuente explicativa del nuevo concepto de dem ocracia que incluye
en un capítulo de su obra C apitalism o, socialism o y democracia (1942),

7. Ibid., p. 15.
8. B. Constant, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en
Escritos políticos, CEC, Madrid, 1989, p. 259.
a la que se refiere H u n tin g to n . El capítulo referido reza así: «La n a ­
turaleza h um ana en la política». Tras una m uy superficial y un tanto
atrabiliaria interp retació n psico-sociológica de la naturaleza hum ana,
sentencia, con cierto aire de apodicticidad, que, en los individuos h is­
tóricos de estos nuevos tiem pos, «la precisión y la racionalidad en el
p ensam iento y en la acción no están garantizados», com o lo suponía la
dem ocracia antigua. D e este m o do , los procesos de constitución de lo
que sean necesidades hum anas y las elecciones políticas p ara su reali­
zación p o r p arte de los ciudadanos, lo que en tendem os generalm ente
p o r v o lu n tad general, n o son m ás que «creencias», cercanas al contexto
religioso, artificialm ente creadas al m o do de la p ro p ag an d a com ercial.
Por el co ntrario , enfatiza Schum peter, lo que se deno m in a «la voluntad
del pueblo es el p ro d u cto , no la fuerza del proceso político»9. Lo que
se entiende p o r v olun tad popular, tan to en las m anifestaciones abier­
tas com o en las latencias, son propuestas llevadas a cabo siem pre p or
los gobernantes, los rep resen tantes políticos, los líderes. Schum peter
refo rm ula así el concepto w eberiano del «caudillo», aderezado dentro
de la ten den cia econom icista co ntem po ránea que rige la com prensión
tan to de la política en general com o de la dem ocracia en particular. Se
trata de en tend er la profesionalización del político, la com petencia en
la lucha p o r los votos de los ciudadanos y el p ro p io papel del «caudillo»
o líder al m o do del com erciante o del p ro du cto r. D e este m o do , viene
a ser co rrecta la o pinión del viejo p olítico, citado p o r Schum peter, que
afirm aba: «Lo que los hom bres de negocios no co m prenden es que yo
opero con los votos exactam ente igual que ellos o peran con el aceite».
D e donde n uestro au to r concluiría:
Ni un almacén puede ser definido por sus marcas ni un partido definirse
por sus principios. Un partido es un grupo cuyos miembros se proponen
actuar de consuno en la lucha de la competencia por el poder10.
En definitiva, la dem ocracia es, sim plem ente, «el gobierno del po-
lítico»11.
La concepción de la dem ocracia que va a servir a H u n tin g to n de
guía, tan to en el exam en de las olas que extienden su im plantación
en las naciones com o en su interp retació n de las culturas, no es, pues,
neutral. En la línea del liberalism o rep resentativo, refo rm ulado por
Schum peter, la dem ocracia queda absuelta de los elem entos norm ativos
que conlleva la idea h eredada de espacio p úb lico ; la p ro p ia d em o cra­
cia pierde su valor intrínseco en cuanto expresión de la libertad y de
la participación de los individuos, así com o se invisibiliza la función

9. J. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelona, 1984, p. 329.


10. Ibid., p. 359.
11. Ibid., p. 362. El subrayado es mío.
constitutiva de la dem ocracia en lo que se refiere a las necesidades h u ­
m anas p ro piam en te dichas, en térm inos utilizados p o r A m artya Sen.
La dem ocracia, a la p ostre, sólo m antiene un valor instru m en tal y su
existencia resp on de a instancias económ icas. Tal es, co ncretam ente, la
concepción de la dem ocracia que H u n tin g to n asum e e in terp reta. Es
m ás, frente a la com plejidad que acom paña históricam ente la concep-
tualización ap ro p iad a de la dem ocracia, p ara el p ro feso r de H arv ard «el
acercam iento a la dem ocracia según los pro ced im ien tos concuerda con
el uso de sentido com ún del térm ino»12. D e este m odo, m ás allá de la
plu ralidad de las form as interp retativas y las argum entaciones debidas,
«la palabra ‘d em ocracia’ (es) m enos u na palabra triunfalista que un tér­
m ino de sentido com ún». La inm ediatez y la sim plicidad del térm ino,
cuya estru ctura significativa y sim bólico-norm ativa es resuelta, desde la
ausencia teórica, en favor de un supuesto sentido com ún, co m p o rta la
reducción drástica de la dem ocracia a su función form al instrum ental:
la elección de líderes. Por o tro lado, de acuerdo con la dim ensión eco-
nom icista p restada, se establece u na relación de causalidad entre eco­
n om ía y dem ocracia: el desarrollo económ ico d eterm ina los procesos
de conform ación de la m ism a. D esde esta perspectiva, «la m ayoría de
las sociedades pobres seguirán siendo no dem ocráticas m ientras sigan
siendo pobres». D e este m o do , consecuente con su p u n to de p artida,
H u n tin g to n puede establecer com o conclusión de su trabajo e investi­
gación la siguiente tesis:
Las posibilidades futuras y de expansión de la democracia son el desa­
rrollo económico y el liderazgo político [...] Flotando sobre una crecien­
te marea de progreso económico, cada ola avanzó más allá y retrocedió
en el reflujo menos que sus predecesoras13.
A este respecto, no h abría m ás rem edio que m atizar dicha tesis con
las posiciones argum entadas p o r el Prem io N o bel de econom ía A m artya
Sen, p ara quien «la hipótesis de que n o existe u na relación clara entre
crecim iento económ ico y dem ocracia en cualquier dirección parece bas­
tan te plausible [...] N o sólo debem os aten der a las relaciones estadísticas,
sino tam bién exam inar los procesos causales inherentes al crecim iento y
el desarrollo económ ico»14. Es decir, las «políticas eficaces» en m ateria
económ ica requieren el ejercicio de los derechos civiles y políticos; las
exigencias propias del crecim iento incluyen la necesidad de seguridad y
estabilidad, tan to económ ica com o social:
Un país no tiene que considerarse adecuado o preparado para la demo­
cracia; en lugar de eso, tiene que volverse adecuado mediante la demo­

12. La tercera ola... , p. 21.


13. Ibid., pp. 281-282.
14. A. Sen, El valor de la democracia, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, p. 65.
cracia [...] la democracia no es un lujo que pueda esperar la llegada de
la prosperidad general15.
Este giro tan significativo de perspectiva histórico-m etodológica, en
cuanto a la necesidad de d esarrollar regím enes dem ocráticos sin desli­
garla de los procesos de desarrollo económ ico, in tro d u ciría cam bios de
gran calado en orden al significado de la in terd ep end en cia entre países,
a la necesidad de extensión de la dem ocracia y en to rn o a la responsabi­
lidad política con respecto a las poblaciones m ás pobres. Las propuestas
dem ocráticas, su im plantación y su extensión resp on den a las necesi­
dades m ás p erento rias de cualquier sociedad, p ob re o desarrollada, sin
que las form as apropiadas hayan de atenerse a los cánones occidenta­
les. Incluso en la situación de pobreza, es consustancial a la lim itación
pandém ica de la m ism a la posibilidad que tengan los pueblos de exigir
responsabilidades a sus gobiernos, así com o d isponer de m edios de ex­
presión que im posibiliten el o cultam iento de situaciones de crisis y p u e ­
dan convertirse en altavoces de alternativas distintas. Al m ism o tiem po,
frente a la idea de «sobrecarga política» de la dem ocracia que subtiende
a to d a la o bra de H u n tin g to n , lim itándola estru cturalm ente en cuanto
a los aspectos participativos de los agentes políticos, la co-im plicación
entre la dem ocracia y la econom ía, p o r parte de Sen, recu pera el valor
n orm ativo del espacio público, la función constitutiva del debate y el
inextricable co ntrol del p o d er p o r p arte de los ciudadanos:
Si interpretamos la democracia no sólo en función de las elecciones, sino
bajo la forma más general del debate público, entonces lo que necesita­
mos es el fortalecimiento de la democracia, y no su debilitamiento [...]
El debate público, insiste Sen, desempeña un papel crucial en la form a­
ción de nuestra idea de viabilidad (particularmente, viabilidad social).
Los derechos políticos, incluyendo la libertad de expresión y discusión,
no son sólo cruciales por inducir respuestas sociales a las necesidades
económicas, sino que son centrales en la conceptualización de las nece­
sidades económicas en sí mismas16.
En La tercera ola, ligado al p ro blem a de la im plantación y la ex ten ­
sión de la dem ocracia, u na vez establecido que «el futuro de la d em o cra­
15. Ibid., pp. 58 y 81. En una entrevista realizada para La Vanguardia (29 de junio de
2004) le preguntaba Lluis Amiguet a Amartya Sen por las recetas del hambre, a lo que contes­
taba el autor indio:
«—Democracia. Sólo las urnas vacunan contra el hambre. La democracia combate el sub-
desarrollo con eficacia. Y la prueba la tiene, por ejemplo, en cómo China sin democracia tiene
cada vez más millonarios, pero está perdiendo la ventaja que llevaba a India en esperanza y
calidad de vida. El desarrollo económico no es posible sin democracia.
»— Los tecnócratas decían que en España sólo sería posible la democracia cuando consi­
guiéramos 3.000 dólares de renta per cápita.
»— Es una solemne estupidez. También se dijo la misma barbaridad de Pinochet: que el
dictador era bueno para la economía».
16. Ibid., pp. 41 y 77.
cia d epende del futu ro del desarrollo económ ico»17, H u n tin g to n desta­
ca algunos de los elem entos coadyuvantes o retard atario s de las oleadas
dem ocráticas, clasificándolos en tres apartados: políticos, económ icos y
culturales. Es este últim o, el ám bito cultural, el que nos interesa desta­
car p o r las características de n uestro trabajo. En efecto, las dim ensiones
de la cu ltu ra serán las que, de un m odo d eterm inante, van a configurar,
a través de E l choque de civilizaciones, el h orizo nte de n uestro actual
m o m en to político y dem ocrático. El ám bito de la cultura es tratad o b re­
vem ente en La tercera ola, con claras diferencias con respecto a su o bra
p osterior, pero contiene in nuce algunas de las posiciones adoptadas
m ás tarde. Así, p o r ejem plo, expone brevem ente las peculiaridades de la
civilización occidental, la cual se distingue del resto de las civilizaciones
p o r ser la cuna de la dem ocracia e identificarse m uy especialm ente con
dicha form a de vida y de régim en político. C om o com ponentes esen­
ciales de la cu ltu ra occidental han de m encionarse el p ro testan tism o y
el catolicism o, con posiciones am bivalentes, no obstante, en el tem a de
la dem ocracia. D e hecho, aten dien do a la form a de religión, se atreve
a trazar la m ism a divisoria que utilizará en E l choque de civilizaciones
con respecto a la línea de fractu ra que divide E uropa, y que especifica
p o r la p ertenencia de sus naciones al cristianism o occidental frente a la
religión o rto d o x a y el islam ism o. E sta línea de fractu ra traza u na fro n ­
tera desde los lím ites entre F inlandia y Rusia y llega hasta Yugoslavia,
separando a E slovenia y C roacia de las otras repúblicas. «Esta línea, es­
cribe, p o d ría separar las zonas don de la dem ocracia p o d ría arraigar de
aquellas d on de no p o d ría hacerlo»18. La tesis, pues, de la peculiaridad
única de la cu ltu ra occidental ten d rá im plicaciones decisivas en to rn o
a la posible dem ocratización de los Balcanes y Rusia, así com o p ara el
islam y las culturas asiáticas en las cuales p redo m ine el confucianism o.
E sta p rim era aproxim ación al o rd en de las culturas com o elem en­
tos favorecedores, retard atario s o negadores absolutos de la dem ocracia
tiene, no obstante, u na lectura m ás m o du lad a y m enos d eterm inista en
La tercera ola que en E l choque de civilizaciones. En efecto, el confucia-
nism o, al negar la separación entre lo p ro fan o y lo sagrado, tal com o lo
in terp reta H u n tin g to n , pone en crisis la legitim ación del p o d er político,
haciendo inviable un régim en dem ocrático. D e este m o do , se establece
la tesis de que «la dem ocracia confuciana p o d ría ser u na contradicción
en sus térm in os» 19. Por el co ntrario , afirm a, lo que no parece co ntrad ic­

17. S. P. Huntington, La tercera ola..., p. 77.


18. Ibid., p. 267.
19. Ibid., p. 277. Quisiera llamar la atención sobre un problema fundamental en los tex­
tos de Huntington referido a su interpretación de las culturas. Pues lleva a cabo un uso indiscri­
minado de las opiniones de líderes autoritarios para caracterizar el corpus del confucianismo,
con la consiguiente mixtificación ideológica de los legados simbólico-normativos realizada por
los gobiernos dictatoriales o autoritarios, así como es flagrante la ausencia de fuentes de prime­
ra mano para referirse tanto al confucianismo como al islam. Éste es un déficit fundamental y
torio es la existencia de la dem ocracia en u na sociedad confucianista.
O tro tan to cabe establecer en el caso del islam , tan to m ás cuanto que
la afinidad de la «alta cultura» islám ica parece ser congruente con la
m o dernidad o la m odernización (G ellner) y p o r tan to m ás afín con la
dem ocracia. La viabilidad de esta segunda situación, la existencia de
sociedades confucianistas o islám icas dem ocráticas, hay que explicarla
aten dien do tan to al funcionalism o econom icista que rige la h erm en éu ­
tica de la dem ocracia en esta p rim era o bra com o a la ausencia de un tra ­
tam iento específico de los conceptos de civilización y de cultura. En este
m o m en to cabe destacar, en p rim er lugar, el m edido escepticism o que
parece pro fesar H u n tin g to n en to rn o a la invariabilidad de las culturas,
alim entado p o r el co ntex to de optim ism o histórico d en tro del cual se
fragua la teo ría de las oleadas dem ocráticas. Así, d entro de este o ptim is­
m o contex tual que p ro picia un cam bio relativo de las culturas, se citan
el p o d er de atracción de la U nión E uro pea sobre los países de la E uro pa
del Este, la retirad a del p o d er soviético de los países de su influencia, la
labor dem o cratizad ora de los E stados U nidos o el com prom iso social y
político de la Iglesia católica en los años sesenta y setenta, aunque «hacia
1990 el ím p etu católico p o r la dem ocratización se h abía agotado en gran
m edida»20. Por o tro lado, la com paración con la p ro p ia cultura occiden­
tal perm ite establecer cóm o el o rd en político ha cobrado cuerpo h istó ri­
cam ente en co n tra del fundam entalism o religioso, cristiano en nuestro
caso. En el caso del islam , pese a la excepción de lo que su po nd ría su
«alta cultura», éste «tam bién ha rechazado siem pre — advierte nuestro
au to r— la distinción entre la com unidad religiosa y la com unidad p o ­
lítica [...] (en esta m ism a m edida) los conceptos islám icos de la política
difieren y co ntradicen las prem isas de las políticas dem ocráticas»21. N o
obstante, así com o, de h echo, la dem ocracia en O ccidente superó la
oposición de principio que rep resen tó el fundam entalism o cristiano con
respecto a la concepción dem ocrática de la política, cabe pensar, igual­
m ente, que la aparente contradicción en el caso del islam sea superable
del m ism o m odo. D esde tales p resupuestos, llega a adm itir que «habría
que ver con un cierto escepticism o los argum entos que plantean que
ciertas culturas son obstáculos perm anentes p ara el desarrollo en una
dirección o en otra»22. En segundo lugar, acorde con el funcionalism o
aún dom in an te en m uchos m edios políticos estadounidenses, el desa­
rrollo económ ico es considerado com o elem ento d eterm inante de un

de gran calado en la obra que examinamos así como en El choque de civilizaciones, de graves
consecuencias teóricas y de implicaciones funestas en el orden práctico.
20. Ibid., p. 253. Ante la hipótesis de la decadencia de Estados Unidos, sustentada por
diversos autores durante los años ochenta, Huntington sostiene: «Si esto ocurriera, los fracasos
de Estados Unidos serían vistos inevitablemente como los fracasos de la democracia. El atractivo
mundial de la democracia disminuiría significativamente».
21. Ibid., p. 274.
22. Ibid., p. 276.
cam bio en la estru ctura socio-política. El pro feso r de H arv ard apuesta
p o r que el desarrollo económ ico p ued a v encer en la difícil lucha entre la
vieja cu ltu ra y la nueva p ro sp erid ad en los diversos países, pues, com o
lo hem os citado, «el desarrollo económ ico hace posible la dem ocracia».
La conjunción entre am bos polos, cu ltu ra y econom ía, acabará p ro d u ­
ciéndose y entonces p od rem o s co m p rob ar si u na nueva oleada d em o ­
crática es posible en función del «extrao rdin ario crecim iento m undial»,
tal com o sucedió con la tercera oleada, resultado del desarrollo en los
años cincuenta y sesenta. En to d o caso, aten dien do a los cam bios h istó ­
ricos culturales habidos y al determ inante papel jugado en los últim os
tiem pos p o r el desarrollo económ ico, los im pedim entos coyunturales
de u na d eterm inada cu ltu ra no deberían im posibilitar el reconocim iento
de que «las culturas, históricam ente, son m ás dinám icas que pasivas»23.
Para un lector aten to de la p o sterio r o bra de n uestro au to r puede
so rp ren d er bastante que pued an establecerse diferencias teóricas, acti­
tudes prácticas y program as estratégicos tan diferenciados política, co n ­
ceptual y vitalm ente, dadas las escasas fechas que separan La tercera ola
(1991) y el trabajo «¿El choque de civilizaciones?» (1993), el cual había
de servir de guión p ara su p o sterio r obra: E l choque de civilizaciones.
Es difícil sustraerse a la p regu nta p o r las causas de las actitudes tan
viscerales aparecidas con E l choque de civilizaciones, de la cerrazón en
cuanto a los intereses de grupo o de cultura, así com o de la predicción
de la quiebra de to d o o rd en m undial que im plique la m ultilateralidad24.
En La tercera ola se hace eco de la « interdependencia entre las nacio ­
nes», la cual genera atracción hacia la dem ocracia p o r p arte de aquellos
países que aún no la disfrutan y, aunque n o hay u na explícita referen ­
cia a la responsabilidad que suscita el hecho de que no hay obstáculos
culturales insalvables p ara la extensión de la dem ocracia, se crea en el
tex to u na atm ósfera abierta a la co operación en un ciclo histórico en
que «el tiem p o juega a favor de la dem ocracia». Todo ello alentado p o r
la convicción de que las «culturas, históricam ente, son m ás dinám icas
que pasivas». Si bien es cierto que la condición de posibilidad de los
procesos dem ocráticos acaba siendo tan restrictiva com o u nidim ensio­
nal resulta su econom icism o, h abría que atender, no obstante, a aq ue­
llos ejem plos exitosos com o el de E spaña de 1978, tal com o co ncreta­
m ente señala H u n tin g to n , p ara no dejarse llevar de la reiterad a excusa
del supuesto peso cultural insalvable. En el caso de España, argum enta
n uestro autor, la cultura de los años cincuenta y sesenta se describía
com o tradicional, au to ritaria y jerárquica. Esta situación apenas puede
reconocerse en los años setenta y ochenta, en los que se había realizado
un gran vuelco en el ám bito de los valores y las actitudes. En definitiva,

23. Ibid., p. 277.


24. Sobre algunos de estos interrogantes volveremos más tarde, analizando los aspectos
correspondientes a la obra citada.
concluye, «las culturas evolucionan, y, com o en España, probablem ente
la causa m ás im p o rtan te de cam bio cultural sea el desarrollo económ ico
p o r sí m ism o»25.
El optim ism o histórico y el h orizo nte de responsabilidad que había
en treab ierto la actitud política defendida p o r H u n tin g to n en 1991 vie­
nen a quebrase poco después. En aparente contradicción con las p o stu ­
ras m antenidas hasta el m o m en to, en el v erano de 1993 y editado p o r la
revista Foreign Affairs, apareció un artículo suyo con el ró tu lo «¿El ch o ­
que de civilizaciones?». C on este m ism o título, esta vez sin interro gacio ­
nes, aparecería, dos años m ás tard e, la o bra ya m encionada: E l choque
de civilizaciones y la reconfiguración del orden m undial. La apuesta que
había form ulado a favor de los procesos dem ocratizadores y el co m p ro ­
m iso intern acio nal que p o d ría deducirse a favor de los m ism os cedieron
paso, con cierta rapidez, al pesim ism o y a u na reacción vehem ente co n ­
tra el hecho histórico inapelable de que la cu ltu ra occidental era, es, ya
u na entre otras y de que som os u na m in oría entre otras m inorías. Este
pathos de ex trañam iento y crisis de identidad grupal, am én de intereses
estratégicos y económ icos, están en la base de este nuevo horizo nte de
«enfrentam iento cultural» que nos aparece com o casi inevitable. C ierta­
m ente, el pro feso r de H arv ard no postu la explícitam ente la tesis fuerte
de un en frentam iento de culturas. Incluso concluye su ú ltim a o bra con
la afirm ación siguiente: «En la época que está surgiendo, los choques
de civilizaciones son la m ayor am enaza p ara la paz m undial, y un orden
internacional basado en las civilizaciones es la p rotección m ás segura
co ntra la g uerra m undial». A hora bien, tan to en el desarrollo de su obra
com o en el subtexto que se delinea, ten iend o en cuenta especialm ente
su apasionada llam ada al «rearm e» social y religioso de «una» supuesta
u nidad de la tradición occidental, se ap un ta perform ativ am ente a ese
escenario de inevitable confrontación. «El futu ro de los E stados U nidos
y el de O ccidente — afirm a— dependen de que los norteam erican os re ­
afirm en su adhesión a la civilización occidental». Esto equivale a «recha­
zar los diversos y subversivos cantos de sirena del m u lticu ltura lism o »26.
E l choque de civilizaciones, en su form a asertórica, conlleva una
exigente carga de pruebas em píricas, que resultan prácticam ente im p o ­
sibles de ap ortar, así com o de análisis de tendencias, igualm ente difíciles
de unificar especialm ente en este m o m en to de fuerte anom ia. D el m is­
m o m o do , no hay lugar p ara u na articulación tal de dichas tendencias
que posibilitara argum entaciones universalizables, ni tam poco p ara el
establecim iento de estructuras generalizables a p artir de las cuales fuera
posible generar discursos referidos a variables fuertes que p ud ieran ser
identificadas. C onstatam os, p o r o tra p arte, insuficiencias conceptuales
en su p ro p ia p ro p u esta gnoseológica, que identifica estru ctura y p a ra ­

25. Ibid., p. 277.


26. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones... , p. 368. El subrayado es mío.
digm a com o esquem a in terp retativ o de su p ro p ia obra. Así, el p ro pó sito
de «explicar con detalle, clarificar, com p lem en tar [... ] el futu ro de O cci­
d ente y de un m u nd o de civilizaciones»27 se nos antoja irrealizable des­
de la posición analítica que ad o p ta y en función del ap arato conceptual
que utiliza. M ás en concreto, su p ro p io p royecto sería ininteligible si no
se advierte que, necesariam ente y en razón de su propuesta totalizadora
de tendencias en gran parte anóm icas, asum e las culturas com o realid a­
des absolutam ente conform adas, de carácter esencialista, sin m estizaje y
dotadas de u na total u nicidad significativa. Por ejem plo, al referirse a los
griegos com o u na de las culturas m ás em blem áticas, identifica la cultura
con «sangre, lengua, religión, form a de vida», p ara acabar sentando una
de sus tesis capitales: «Las principales civilizaciones de la h isto ria h u ­
m ana se han identificado estrecham ente con las grandes religiones del
m undo»28. Esta afirm ación le sirve de base p ara p o d er enunciar páginas
m ás adelante que, «espoleada p o r la m odernización, la p olítica global se
está reconfigurando de acuerdo con criterios culturales. Los pueblos y
los países con culturas sem ejantes se están uniendo»29. A dem ás de p o n er
de m anifiesto la escasa verosim ilitud de dicha afirm ación, capital en este
m o m en to histórico, que sirve de base a la o bra de n uestro au to r30, m e
27. Ibid., p. 13.
28. Resulta realmente difícil aceptar dicha identificación. Si nos referimos a la época clá­
sica, el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles parece contradecir abiertamente la
definición de Huntington. Dice Pericles: «La grandeza de nuestra ciudad es tal que hasta aquí
llegan cosas de toda la tierra, y con el placer que de ellas sacamos reivindicamos para nosotros
lo bueno que producen otras partes del mundo tanto como lo que nos da nuestro país al respec­
to [...] Nuestra ciudad está abierta a todos, nunca expulsamos a los extranjeros [... ] cada uno de
nosotros personalmente desarrolla una personalidad autónoma que acepta con elegante flexibi­
lidad las más diferentes formas de vida». Esta experiencia de libertad y autonomía de los indivi­
duos alcanzada en torno a la construcción de la polis y su proyección hacia la persona en forma
de autarquía son los elementos que parecen traducir el modo de ser griego. Así lo reconocía
ya Isócrates, quien escribió: «El nombre de los griegos ha llegado a ser, más que denominación
de una ascendencia, denominación de una actitud espiritual, de tal manera, que más se llama
griegos a aquellos que participan de nuestra cultura, que a aquellos que tienen con nosotros
una ascendencia común». Estamos más allá, pues, de la sangre, la tierra, la lengua y los dioses.
29. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones..., p. 147.
30. Fred Halliday, catedrático de Relaciones Internacionales de la London School of Eco-
nomics, ha criticado severamente la aleatoriedad y falta de rigor histórico de Huntington a la
hora de intentar probar empíricamente o de justificar tendencias claras en esas afinidades entre
civilización o cultura y alineamientos políticos. Así, por ejemplo, Halliday se refiere al epígrafe
titulado «Repercusión: las sangrientas fronteras del Islam» (cuarta parte, apartado 10 de El
choque de civilizaciones) para hacer notar que no son precisamente los musulmanes, sino sus
antagonistas, quienes crean los conflictos. Así, han sido los serbios quienes han perseguidos
a los musulmanes bosnios y albaneses; los israelíes los que habrían alentado y hasta creado
el nacionalismo palestino; y son los hindúes, a través de los partidos BJP y el RSS, quienes
fomentan actualmente el chovinismo antimusulmán. De igual manera, insiste Halliday, podría
comprobarse cómo en nuestros días las posiciones políticas no se solapan con las culturas, sino
que traspasan dichas barreras. Así, el Irán fundamentalista apoya a la Armenia cristiana orto­
doxa contra el Azerbaiján chiíta, al tiempo que —en este momento— se enfrenta a los talibanes
fundamentalistas de Afganistán; el mundo árabe musulmán apoya al Chipre ortodoxo griego
en contra de la Turquía musulmana; los Estados cristianos de la OTAN defienden a la Bosnia
musulmana, etc. Tampoco parece que pueda establecerse la unión política de los «confucianos»
interesa p o n er de relieve lo discutible de los solapam ientos que se p ro ­
ducen en la o bra de H u n tin g to n entre cultura y religión, p o r un lado, y
política p o r o tro , y que vendrían a determ inar afinidades electivas entre
sistem as políticos concretos.

2. El choque de civilizaciones: sobre el uso acrítico del concepto


y naturaleza de la cultura
D esde su rechazo del m ulticulturalism o com o expresión de p luralidad
y m estizaje y, p o r tan to , de corrupción, H u n tin g to n v ertebra su o bra a
p artir del concepto de cu ltu ra en tend ida com o realidad estanca en la
to talid ad de sus referentes e inm une a cam bios p ro fu n d o s que, debidos
a la influencia exógena de otras culturas, pued an afectar a la estru ctura
de sus significados. Pese al intercam bio técnico y cultural que se está
llevando a cabo en n uestro m u nd o actual, «las innovaciones en una
civilización — escribe n uestro au to r— son asum idas ord inariam en te por
las dem ás. Sin em bargo, dichas innovaciones son, o técnicas carentes
de consecuencias culturales significativas, o m odas pasajeras que vienen
y se van sin alterar la cultura subyacente de las civilizaciones recepto-
ras»31. Esta concepción esencialista de la cu ltu ra ligada a la «sangre, a
la lengua o a la religión» no atiende a nin gu na de las aportaciones de
las diversas ciencias hum anas. Sigue, en p arte, la concepción descriptiva
de la cu ltu ra de Taylor en cuanto la considera com o u na m era sum a de
elem entos diversos sin que n unca se ofrezca la posibilidad de u na in te­
lección in tern a de su naturaleza, de su estru ctura y de su desarrollo. Por
su p arte, desde aquella concepción de la cultura política behaviorista,
sicologizante e ideológicam ente identificada con determ inado s d esarro ­
llos de la dem ocracia que A lm ond y Verba expusieron al final de los
años sesenta, con u na revisión crítica en el año 1980, los estudios an tro ­
pológicos, sociológicos y políticos han g enerado to d o un acervo de co­
nocim ientos en to rn o a la idea de cu ltu ra que, sintom áticam ente, no se
ven reflejados en n inguna de las páginas de E l choque de civilizaciones.
En esta línea, y en contraste crítico con lo que se expone en esta últim a
obra, la cultura n o puede identificarse de ningún m odo, com o p retend e
nuestro au to r en varios pasajes, con sangre, etnia o fam ilia. Pero tam ­
poco equivale a tradición, costum bres, pautas de co nd ucta o creencias,
com o ap u n ta en o tro s co ntex tos de discusión. La cultura se define por, y
se refiere a, sistem as de sím bolos que rem iten a reglas y a «program as»,
p o r em plear un térm in o tan pregn ante en n uestra época, los cuales per-

Japón y China. Cf. F. Halliday, «El fundamentalismo y el mundo moderno»: Papeles. Centro de
Investigación para la paz 52 (1994). Del mismo autor: Islam and the Myth of Confrontation,
I. B. Tauris, London, 1995.
31. Ibid. , p. 67.
m iten a los hom bres la elaboración de códigos de significado en los
diversos m o m entos históricos, la posibilidad de actos de entend im ien to
aun en los desacuerdos en to rn o a las form as de las relaciones sociales,
así com o la construcción de im aginarios políticos dispares y alternativos
en u na m ism a tradición cultural. G eertz ha definido las culturas com o
«las form as sim bólicas públicam ente existentes a través de las cuales los
individuos experim entan y expresan los significados». Esta dim ensión
sem iótica y este carácter dinám ico, abierto y de gran plasticidad de la
cultura, en cuanto tram a de significaciones que los hom bres van cons­
truy en do , im plica que «la cu ltu ra es esa u rdim bre y que el análisis de
la cultura ha de ser p o r lo tan to no u na ciencia experim ental en busca
de leyes, sino u na ciencia interp retativa en busca de significaciones»32.
E sta concepción de la cultura h a ten id o, inm ediatam ente, un desarrollo
en la sociología p olítica que perm ite d ar un giro im p ortan te. Así, frente
a la concepción objetivista de la cultura, ésta se p resen ta com o u na de
las dim ensiones sociales de interacción y com unicación. D e este m odo,
com o señala M aría Luz M o rán , se p ro du ce un giro m etodológico que
lleva a establecer u na especial relación m ás com prehensiva entre estruc­
tu ra social, actores sociales y cultura. Siguiendo a Eder, n uestra au to ra
ap u n ta al hecho de que pasan a un p rim er p lano, com o tem a central de
los análisis de las culturas políticas, «los procesos históricos concretos a
través de los cuales se originan nuevas culturas políticas y sus relaciones
de in terd ep end en cia en la estru ctura social»33. D esde esta perspectiva
resulta falaz el hablar, en u na sociedad m o derna, de cultura política.
La superación del concepto tradicional de la cu ltu ra abre las vías p ara
form ular las preguntas p ertin en tes acerca de quién establece la cultura
política, in terro g an te que deja entrever la plu ralidad de form as cultu­
rales políticas en el in terio r de u na m ism a cultura, así com o atiende ya
a las condiciones históricas y sociales a través de las cuales se p ro du cen
las culturas políticas com o resultado de luchas sociales, se instauran y se
m o nopolizan las culturas «oficializadas» com o si fueran las propias y las
p ertin en tes en cada p erío d o histórico. C om o escribe el au to r alem án:
N o todo elemento cultural de significado es relevante [... ] Para explicar
el papel de la cultura se debe plantear la pregunta ¿por qué algunas re­
presentaciones culturales cuajan más que otras, son más atrayentes? [... ]
Así pues, la teoría posclásica es aquella que concibe la cultura en térm i­
nos de actos y acontecimientos comunicativos [... ] La comunicación no
tiene lugar en aquello sobre lo que se está de acuerdo sino en lo que se
discute. La cultura en el sentido de disociación es, pues, un mecanismo
para la puesta en marcha y el mantenimiento de la comunicación34.
32. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 20.
33. M. L. Morán, «Sociedad, cultura y política: continuidad y novedad en el análisis cul­
tural»: Zona Abierta 77/78 (1996/1997), p. 13.
34. K. Eder, «La paradoja de la cultura. Más allá de una teoría de la cultura como factor
consensual»: ibid., pp. 116-117.
3. C ultura, religión y régim en político
Tras las an teriores «concepciones» o form as de intelección con las que
H u n tin g to n ab ord a la cultura y su valor d eterm inante de las diferentes
civilizaciones, ofrece u na últim a m odulación interp retativa según la cual
la religión es aquella dim ensión cultural que, en ú ltim a instancia, viene
a definir y co nfo rm ar las culturas, las civilizaciones. Esta especie de re ­
ducto últim o de diferenciación m arca, a su vez, la relativa inevitabilidad
de E l choque de civilizaciones. ¿Es posible establecer este vínculo tan
estrecho y definitorio entre religión, cultura y form as de organización
política?
En la línea in terp retativ a de la cu ltu ra en la cual nos hem os situado,
línea interp retativa que recoge en gran p arte el legado sociológico de
W eber, Badie h a desarrollado, desde la atención especial a la relación
entre religión y cultura, la tesis de que la cultura, en lugar de constreñir
o de convertirse en m edida de la historia, se constituye y se delim ita
en la historia. La cultura no es, pues, un reservorio o u na herencia ya
dada en cuyo seno los agentes se en frenten o resuelvan los problem as.
«La cu ltu ra — apostilla— tiene com o función hacer com prensible una
acción social; ella es p o r consiguiente parte integ ran te de la acción y
no puede ser ap rehend ida fuera de tal acción»35. Estos presupuestos
le sirven com o guía p ara un estudio co m parado entre el islam ism o y
el cristianism o en to rn o a la génesis del E stado. Su trabajo de socio­
logía política co m p arad a se cierra m o stran do los lím ites intern os de
las posiciones «culturalistas» que se instalan en la hipótesis de que las
culturas son realidades au torreferid as y, com o tales, independientes36.
Por su p arte, el au to r francés, in ten tan d o ir m ás allá de G eertz, acentúa
la capacidad de aprendizaje y cam bio de las culturas no solam ente p or
referencia a sus m atrices propias sino p o r el cuestionam iento a que las
som eten otras culturas y la necesidad de afro n tar los retos que, de for­
m a exógena, aparecen en su horizo nte de significados. En el proceso de
adaptación a un nuevo m edio, y ante el req uerim iento y la interpelación
de o tros códigos, los térm inos, las palabras de u na cultura persisten,
p ero reenvían, «rem iten, de hecho, a realidades p ro fu n d am en te dife-
rentes»37. El estudio com parado realizado p o r Badie entre cristianism o
e islam ism o, estudio am pliado a otras grandes religiones, viene a sustan­
ciarse en la o bra citada aten dien do a la influencia de las religiones en la
genealogía del E stado m o derno . En un trabajo p osterior, recogiendo los
m ateriales ya elaborados, cen tra sus aportaciones en lo que ah o ra m ás
directam ente nos ocupa, esto es, la relación en general entre religión y
política, y, m ás co ncretam ente, con respecto a la dem ocracia.

35. B. Badie, Culture et politique, Economica, Paris, 1986, p. 78.


36. Ibid., p. 149.
37. Ibid., p. 148.
N u estro interés, en este m om ento, tras la atención prestada tan to al
concepto de cultura com o a su relación con la actividad social, se dirige a
u na tercera vertiente del concepto de cultura, esto es, a la relación entre
la religión — en cuanto com ponente determ inante de la cultura y de la
civilización— y las form aciones políticas en su dim ensión práctico-cul­
tural. La tesis fuerte de H u n tin g to n reza que las fracturas políticas, las
guerras y las alianzas entre civilizaciones son m ediadas p o r la religión38.
Pues bien, en el inicio m ism o del artículo «D em ocracia y religión: lógi­
cas culturales y lógicas de la acción», B ertran Badie identifica la h ip ó ­
tesis de trabajo que preside tan to las tesis de autores tan «culturalistas»
com o H u n tin g to n , com o las de u na gran p arte de los teóricos occiden­
tales de la dem ocracia:
Las religiones extraoccidentales, y en particular el islam y las religiones
de Asia, son erigidas por simple postulado en obstáculos a la democrati­
zación, en tanto que ésta se halla estrechamente asociada a la hipótesis
cada vez más ambigua de la secularización de la sociedad. En este con­
texto, «el despertar religioso», analizado y bautizado de manera por lo
demás sumario, es presentado como forzosamente antidemocrático39.
D e este m odo, bajo el supuesto de que la cultura es una variable de
valor causal, se escondería una carencia analítico-conceptual de las es­
tructuras constitutivas de la religión y de la p olítica. La falta absoluta de
rigo r crítico y conceptual viene a encubrir, legitim ándolas esp úream en ­
te, las lógicas de poder, las estrategias generadoras de las conform acio­
nes políticas. A dem ás de ten er que probarse em píricam ente, al m enos,
el conjunto de tesis m ínim as necesarias, enum eradas p o r Badie, que p o ­
drían avalar la relación entre religión y dem ocracia, tesis que aún no
han sido probadas, el au to r francés pasa a exam inar los cinco p rin cip a­
les niveles que, hasta ahora, han sido aducidos p ara sostener la afinidad
en tre cu ltu ra cristiana y dem ocracia. Estos niveles atienden a la incita­
ción, p o r p arte de las religiones, al actuar o no sobre la tierra, sobre el
m u nd o de los hom bres, a la construcción de la legitim idad, a la indivi­
dualización de las relaciones sociales, a la pro blem ática de la delegación
y a la que está ligada al ám bito de la rep resen tació n, esto es, la que

38. «Sin embargo, dado que la religión es la principal característica definitoria de las civi­
lizaciones, las guerras de línea de fractura se producen casi siempre entre pueblos de religiones
diferentes [...] La frecuencia, intensidad y violencia de las guerras de línea de fractura quedan
enormemente intensificadas por las creencias en dioses diferentes». Para detallar las implicacio­
nes de esta tesis, escribe algo más adelante: «Una guerra a escala planetaria es muy improbable,
pero no imposible. Una guerra así, lo hemos indicado, podría producirse a partir de la intensi­
ficación de una guerra de línea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que
muy posiblemente se encontrarían musulmanes por un lado y no musulmanes por el otro» (El
choque de civilizaciones..., pp. 304 y 374. El subrayado es nuestro). Estas citas parecen apuntar
a la línea de fractura y de quiebra de su propio discurso.
39. B. Badie, «Democracia y religión: lógicas culturales y lógicas de la acción»: RICS 129
(1991, p. 537. El subrayado es mío.
ap un ta a la existencia y al respeto de la p luralidad, tan opu esta — en
p rin cipio — a las diversas ortodoxias. El resultado final de este detallado
estudio se resum e en el hecho de que la cultura ni d eterm ina ni causa el
desarrollo dem ocrático, sino que contribuye únicam ente a d otarlo de
un sistem a de significación que m o du la su p articularism o. D e este m odo,
nos situam os en el lím ite principal del análisis cu ltu ral: se pued en ex ­
traer concordancias de significaciones, pero sin que ello p ued a o sirva
jam ás p ara d ar cuenta de los m ecanism os de la invención política40. Los
sím bolos religiosos son, en realidad, de tal am bigüedad y plasticidad
que, p ud iend o ser instrum entalizados p o r las élites en el p o d er o en la
oposición p ara legitim ar u na acción o deslegitim ar un gobierno, no dan
cuenta en absoluto de las estrategias de los juegos de p o d er ni de sus
m odalidades de ejercicio. N o es posible, pues, establecer a p rio ri ningún
tipo de correlación entre religiones y conform aciones concretas de o r­
den político. Este pro blem a se agudiza cuando atendem os al caso de las
diversas sectas que fracturan las grandes religiones:
Vectores de orden como de oposición los agentes religiosos ponen, en
realidad, sus símbolos a disposición de estrategias complejas que están
en estrecha dependencia del contexto en el cual actúan. Ello no obsta
para que estos símbolos pesen, por su identidad y su orientación, sobre
la naturaleza de las políticas aplicadas y, en particular, sobre el propio
contenido de los modelos políticos elaborados, otorgando así realidad
y consistencia a los fundamentos culturales de cada tipo de ciudad [...]
Sin embargo, las afinidades no son fijas ni necesarias: ninguna cultura ni
ninguna religión es por definición portadora de democracia41.
La am plitud de los estudios relativos a la cultura, así com o las m o ­
dulaciones de sus relaciones con respecto a ám bitos determ inado s de la
acción social o política, n o parecen haber ten id o cabida en la o bra de
H u n tin g to n . En este sentido, es difícil obviar el hecho de que este au tor
carece de un ap arato conceptual p ertin en te que asum a las aportaciones
de la antrop olog ía, la sociología cultural o la sociología histórica de los
conceptos p ara apoyar sus «conjeturas», de tan ex trem ad a relevancia en
el o rd en nacional e internacional, acerca del valor de la cultura y su ac­
ción d eterm inante o causal en tod os los órdenes de vida, especialm ente
en el político-dem ocrático. D esde este p u n to de vista, y ajustándonos al
g rupo de civilizaciones que identifica, sus análisis de ciertas actuaciones,
de guerras o de algunas tom as de posición en el cam po internacional
adquieren un carácter de p ro n tu ario tan inm ediato com o aleatorio, el
cual no perm ite establecer criterios precisos p ara distinguir entre los

40. Ibid., p. 541. Desde otra perspectiva puede verse mi artículo «Ética y utopía: para una
crítica de la teología política», en J. A. Gimbernat y C. Gómez, La pasión por la libertad, Verbo
Divino, Estella, 1994, pp. 243-285.
41. Ibid., p. 546.
que deberían ser los com ponentes esenciales de las culturas y religiones
y, p o r o tra p arte, aquello que se nos p resen ta en la o bra citada en cuan­
to narración o escenarios posibles de hechos políticos, ayunos de una
adecuada fundam entación.
Las alianzas, las fracturas y los procesos de cam bio a que nos hem os
referido no parecen encajar ni en la cartografía política del m u nd o ni
en la concepción esencialista de la cu ltu ra y la p regnante acción de­
term in ante de la religión defendidas p o r el pro feso r de H arv ard . Las
debilidades epistem ológicas de H u n tin g to n y las carencias sustantivas
en o rd en a la d eterm inación de la cu ltu ra y sus im plicaciones en un
m u nd o universalizado explicarían, en p arte, su diseño de un h o rizo n ­
te apocalíptico p ara el siglo x x i . Tales deficiencias y lím ites obligan a
análisis estructurales m ás p ertin en tes y en los cuales, seguram ente, los
elem entos socio-económ icos y las estrategias de p o d er así com o la lucha
p o r el co ntro l de espacios de indudable valor hegem ónico, de ám bitos
relativos a m aterias prim as de p rim er o rd en , etc., ten d rían u na m ayor
relevancia que los aspectos referidos a la religión y a las dem andas de
carácter «culturalista».

4. F undam entalism o cultural frente a m ulticulturalism o:


la identidad en la figura del «enemigo». Sobre la ideología
política de la unicidad nacional
U na de las posibles claves de E l choque de civilizaciones estribaría, según
puede colegirse a través del discurso sostenido, en el hecho de haberse
organizado com o un proceso reactivo frente a los fundam entalism os,
especialm ente el achacado al islam , y que supuestam ente pro vo caría el
enclaustram iento «m ilitar y cultural» de la civilización occidental. C om o
en un juego de espejos, viene a desarrollarse una dialéctica de posiciones
y actitudes am pliam ente tem atizadas desde instancias fenom enológicas
y psicológicas. Así, el que m ira al espejo, en el cual se p royecta la figura
del o tro , au tom áticam ente se siente visto y, en un p rim er m o m en to, ese
ser visto se trad uce en la experiencia de ser un «objeto» p ara o tro , con
la consiguiente sensación de sentirse am enazado p o r ese o tro que lo fija
y co ntro la a través del espejo. Este ser constituido p o r la m irad a del otro
pro yectaría dicha experiencia objetivante com o alienación de sí m ism o
que, en cuanto sujeto, p ierde su identidad y se trueca en «objeto» y,
com o tal, incluso en objetivo de posesión o dom inio del que se en frenta
a uno. La irresistible p recaried ad en que parece instalarse el observado,
alienado en cuanto a su autoconciencia de yo-sujeto, le hace ad op tar
u na actitud defensiva frente al que, desde ahora, aparece com o su «ene­
m igo». D e ahí ese flujo cuasi irresistible de expresiones, p o r p arte de
H u n tin g to n , ligadas a la dram atización de un escenario plural com o el
rep resen tado p o r el m ulticulturalism o.
El m ulticulturalism o se presenta, es percibido com o el «peligro m ás
inm ediato y grave» p orqu e ataca «la identidad nacional estadouniden-
se»42. Y ello en dos aspectos fundam entales. En p rim er lugar, «en nom bre
del m ulticulturalism o, atacaban la identificación de los E stados U nidos
con la civilización occidental». En segundo lugar, p orqu e «los m ulticul-
turalistas tam bién cuestionaban un elem ento del credo estadounidense,
al sustituir los derechos de los individuos p o r los derechos del grupo».
Para concluir en u na tesis tan ideológica com o acrítica y fundam enta-
lista desde el p u n to de vista cultural: en u na sociedad no hay lugar m ás
que p ara «un núcleo cultural y definido por un solo credo político »43.
Esta unicidad y totalización de la cu ltu ra occidental (sólo E uro pa y Es­
tados U nidos) está ligada a un rearm e social y espiritual que pasa p o r la
lucha co ntra la co nd ucta antisocial, p o r la superación de la decadencia
fam iliar debida al creciente n úm ero de divorcios y em barazos de ad o ­
lescentes, com o igualm ente conlleva la recuperación de la «ética del
trabajo» y, sobre tod o, el restablecim iento de la experiencia y práctica
religiosas, ligado al im pulso del cristianism o com o catalizador, en ú lti­
m a instancia, de la cultura occidental. C on u na p o std ata que justificaría
el hecho de que «sin los E stados U nidos, O ccidente se convierte en una
parte m inúscula y decreciente de la población del m u nd o, en u na p en ín ­
sula p equ eñ a y sin trascendencia»44. C om o co n trap u n to a la advertencia
de que entre los europeos son pocos los que «observan prácticas de
u na religión y p articipan en sus actividades», la referid a post-data, que
hace alusión al papel tan decisorio com o providencial y m esiánico de
los E stados U nidos, se fun dam en ta en el dato siguiente: «los estado un i­
denses, a diferencia de los europeos, creen m ayo ritariam en te en Dios,
se consideran gente religiosa y asisten a la iglesia en gran núm ero»45.
La organización de este discurso cuasi paroxístico de id entidad ci-
vilizatoria, discurso articulado en to rn o a la dem an da de «hacer creer»
a cuantos habiten el espacio geográfico-cultural de O ccidente, desliza
p eligrosam ente a H u n tin g to n hacia aquel m al ante el cual reaccionaba
y que estaba rep resen tado denostativam ente p o r el islam : el fundam en-
talism o religioso. Éste se convierte, a la p ostre, en el único revulsivo de
que disponem os p ara co nten er la p érdid a de identidad, p ara tap o n ar la
h em o rragia que supone el m ulticulturalism o. Pues si, ciertam ente, «los
elem entos fundam entales de cualquier cu ltu ra o civilización son la len ­
gua y la religión», dada la variedad de lenguas que son utilizadas en el
espacio occidental, hay que asum ir que, en últim o térm in o, «la religión
es u na característica definitoria de la civilizaciones»46. D e este m odo, los

42. El choque de civilizaciones... , p. 366.


43. Ibid., p. 367. El subrayado es mío.
44. Ibid., p. 368.
45. Ibid., p. 365.
46. Ibid., pp. 69 y 53.
m ulticulturalistas son p resen tado s com o los despojadores de la cultura
considerada com o «creencia», apareciendo así sus reivindicaciones com o
«el choque en tre los m ulticulturalistas y los defensores de la civilización
occidental y el credo estadounidense»47. D en tro del juego de espejos a
que nos referíam os líneas arriba, «el o tro en cuanto enem igo» es in terio ­
rizado hasta el p u n to de que se da u na identificación total con los roles
que consagran la elim inación del u no com o la form a de p erm anencia
en su ser del o tro . La «construcción» del o tro com o el fundam entalista
sin concesiones, al que se atribuye ese supuesto co m p ortam iento atávi­
co, con im pregnaciones racistas, que no to lera siquiera que su enem igo
p u ed a «convertirse», se traduce en u na concepción co nsp iratoria de la
h isto ria según la cual el o tro , los o tros en cuanto gru po , p rep aran y m a­
quinan sistem áticam ente m i «desfiguración», la p érd id a de la p ureza de
sangre civilizatoria. Se refiere así a «un violento ataque, co ncentrad o y
continuo», sin im p o rtar ya ni el n úm ero ni la despro po rció n absoluta de
m edios y fuerzas p ara llevar a cabo la supuesta acción d estructo ra. Este
ataque se lleva a cabo «por parte de un núm ero p equeño p ero influyente
de intelectuales y publicistas. En nom b re del m ulticulturalism o, ataca­
ban la identificación de los E stados U nidos con la civilización occiden­
tal, negaban la existencia de u na cultura estadounidense»48. Se o pera
así un peligroso deslizam iento consistente en atribuir a la cu ltu ra — ya
en el lím ite de la ten sión — u na validez y un significado soteriológicos
que deslizan el discurso hasta la apelación inquisitorial a un co ntro l del
pensam iento del m ás ru d o fundam entalism o.
El m ulticulturalism o, de acuerdo con la p ro p u esta interp retativa de
la o bra de H u n tin g to n , señalaría el p u n to de n o reto rn o en cuanto a la
posibilidad de definir la id entidad y la existencia h istórica de u na cultu­
ra. La aceptación de un estado y de u na sociedad m ulticulturales conlle­
v aría el asum ir la equidad com o form a de interrelación en tre los grupos
diferenciados. A hora bien, según el au to r estadounidense, esta posición
anularía en el lím ite el principio de id entidad en la diferenciación que
co m p o rta to d o in ten to de construcción p ro p ia : la existencia del o tro en
cuanto enem igo y com petidor. Las tres pregu ntas clave de estos años
noventa, m arcados p o r «la explosión de una crisis de identidad a escala
planetaria», com en ta el pro feso r de H arv ard , son: «¿Q uiénes som os?,
¿adónde pertenecem os? y ¿quién no es de los nuestros? [...] Lo que
cuen ta p ara la gente es la sangre, y las creencias, la fe y la fam ilia»49. En
esta intransigencia de nuevo signo, los problem as del m ulticulturalism o
han m ostrad o la debilidad y la desorientación de los líderes estado un i­
denses: «En los años noventa, los líderes de los E stados U nidos no sólo
lo p erm itían, sino que pro m o vían asiduam ente la diversidad del pueblo

47. Ibid., p. 368.


48. Ibid., p. 366.
49. Ibid., pp. 47-48.
al que gobernaban, en lugar de su unidad», lo que supone «el rechazo
del credo y de la civilización occidental» y, con ello, «el final de los Es­
tados U nidos de A m érica»50.
¿Cuál es el im aginario cultural que está en la base de estos p lan ­
team ientos? En p rim er lugar, la idea de que u na cu ltu ra no puede esta­
blecer «relaciones de equidad» con o tra cultura p orqu e eso significaría
instaurar la «indiscernibilidad», la no existencia de un criterio de in d i­
viduación y reconocim iento p articular entre culturas. Así, p o r ejem plo,
p ara un m usulm án — si se aceptara esa equidad intercultural con resp ec­
to a los occidentales— n o ten d ría sentido observar sus preceptos, p or
ejem plo el de com er carne o no, puesto que, al situar en pie de igualdad
el reconocim iento del cristianism o, h abría p erdid o la p ro p ia referencia
crítica de su identidad: la del o tro com o distinto, com o diferente y,
en cuanto tal, enem igo. La existencia de la «diferencia» — según esta
posición— únicam ente p o d ría ser aceptada si, p erdien do to d o carácter
vindicativo, fuera reducida — p o r la vía de la asim ilación— a las diso­
nancias superficiales que pued an darse en el m arco de u na legalidad
absolutam ente hom ogeneizadora. La diferencia, en el co ntex to de la
asim ilación cultural y de la hom ogeneización legal, sólo es perceptible
com o m era plu ralidad en la identidad. N o asum e la idea abstracta ilus­
trad a de igualdad com o hom ologación en un m ism o rango valorativo
de aquello que, desde el p u n to de vista de su co nten ido concreto, es
p erfectam ente susceptible de ser discernido com o identidad/diferencia
irreductible. Así, la reacción de H u n tin g to n ante el m ulticulturalism o se
traduce en la apelación a asum ir intereses «superiores» que trascienden
los de clase, gru po o raza y que ocultan los problem as reales que afectan
a ciertas conform aciones culturales. F rente a la tensión in tern a generada
p o r form as culturales de exclusión, los supuestos intereses integradores
de la to talid ad anulan las diferencias con la puesta en práctica de la po-
litical correctness. Para n uestro autor, com o única respuesta al m ulticul-
turalism o, no cabe m ás que esa especie de fusión tribal: «unám osnos»,
n uestra nación — en cuanto tal— no perm ite que haya diversidad de
ideologías, «sino ser una»51.

5. E l antiuniversalism o culturalista com o exclusión del otro.


Im plicaciones en orden a la extensión de la democracia
El hecho de que detengam os n uestra atención en la o bra de H u n tin g to n
en orden a detallar algunos de los problem as plantead os p o r el m ul-
ticulturalism o se debe no sólo al im pacto de su ú ltim a o bra entre los
estudiosos de las relaciones internacionales, sino igualm ente al hecho de

50. Ibid., pp. 366-367.


51. Ibid.
que rep resen ta to d a u na co rriente de pensam iento y de práctica política
en to rn o a la concepción y los m odos de im plantación de la dem ocracia.
Así, p o r ejem plo, H u n tin g to n es u no de los teorizadores, desde la teo ría
de dem ocracia, de lo que se denom inó, en los años sesenta, la interven­
ción preventiva, referid a a la actuación que los E stados U nidos debía
ad o p tar con aquellas dictaduras que les eran favorables p ara «confor­
m ar el curso político [... ] antes de que la situación llegue a ser tan grave
que plantee la cuestión de la intervención m ilitar»52. C om o m iem bro de
u na de las com isiones, form adas p o r la T rilateral, que redactó un tra ­
bajo de investigación y prospectiva en to rn o a la situación de la d em o ­
cracia, contenido en el fam oso inform e publicado p o r la T rilateral en el
año 1975 T he Crisis o f D em ocracy, p o n d ría en circulación el concepto
y el co nten ido de lo que llam ó «gobernabilidad de la dem ocracia». De
acuerdo con este p u n to de vista, las expectativas de la dem ocracia ins­
titucionalizada se ven peligrosam ente superadas y puestas en crisis p o r
los excesos de dem andas de los ciudadanos y de la política de m asas que
siguen los partidos. En consecuencia, sería necesario co rtar la extensión
indefinida a que parece avocada la dem ocracia política:
La viabilidad efectiva de un sistema político democrático habitualmente
requiere alguna medida de indolencia y desapego por parte de algunos
individuos y grupos [... ] la fortaleza de la democracia plantea un proble­
ma a la gobernabilidad de la democracia53.
U na posición y u na teorización tales de la dem ocracia subtendían,
tal com o hem os ten id o ocasión de com entar, a su an terior obra, La ter­
cera ola dem ocrática. A p artir de su p uesto de asesor de varios gobiernos
republicanos estadounidenses y m iem bro activo de diversas com isiones
52. Para atender, con más detalle, lo que esta doctrina significó en la era de Franco, cf.
J. E. Garcés, Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y es-pañoles, Siglo XXI,
Madrid, 1996, pp. 162 ss.
53. S. P. Huntington, «IV. Conclusions: toward a democratic balance», en M. J. Crozier,
S. P. Huntington y J. Watanuki, The Crisis of Democracy, Columbia University Press, 1975,
pp. 114-115. Pronto se instituyó el término y el concepto de «ingobernabilidad» por parte del
pensamiento conservador y, especialmente, por los neoconservadores, para aludir a la necesaria
descarga de las demandas de participación y control democráticos por parte de la ciudadanía.
Frente a esa insuficiencia participativa, se fomentó la creación de «instituciones intermedias»,
que habrían de asumir la función de «cobijo» con respecto a los individuos despojados de su
carácter y valor políticos: desde la parroquia a los clubs de deportes, a la casa de caridad o a las
más diversas fundaciones. Puede consultarse, a estos efectos, la obra de H. Dubiel, ¿Qué es el
neoconservadurismo?, Anthropos, Barcelona, 1985, especialmente pp. 61 ss. Igualmente, cabe
hacer mención al trabajo de C. Offe, «Ingobernabilidad. Sobre el renacimiento de teorías con­
servadoras de la crisis», en Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid,
1988, pp. 27-54. Por su parte, Norberto Bobbio recogería toda esta problemática en El futuro
de la democracia, FCE, Madrid, 1985. Concretamente formularía lo que denominaba «la encru­
cijada» de la democracia en la sintética fórmula «de la democratización del Estado, a la demo­
cratización de la sociedad» (p. 70). Aduce, a este respecto, que el juicio de la democratización
de un determinado país «no debe ser ya el de ‘quién’ vota, sino el de ‘dónde’ se vota». Y hasta
el momento —sentencia—, «la democracia se ha detenido a las puertas de las fábricas...».
relacionadas con la p olítica ex terior y la defensa, H u n tin g to n term in a
de configurar su pensam iento de largo reco rrid o en u na suerte de nueva
filosofía de la historia, ligada a la teorización de las culturas y las civi­
lizaciones, tal com o aparece en E l choque de civilizaciones. Esta obra
se escribe a la som bra de ciertos autores que, tras la G u erra Fría, teo ri­
zaban sobre el ocaso del p o d er hegem ónico d etentad o p o r los Estados
U nidos (1 9 4 5 -1 9 9 0 ), en la considerada com o «la era post-am ericana»
y en un m o m en to en que se está trab ajand o con la hipótesis de que «la
econom ía-m undo capitalista ha en trado ah o ra en u na crisis estructural
en cuanto sistem a histórico» (W allerstein). N o es ajena a este contexto
su posición ú ltim a en to rn o al necesario repliegue de O ccidente sobre
sí m ism o, tildan do de «falsa, inm oral y peligrosa» la tesis sostenida p or
algunos teóricos políticos según los cuales la cu ltu ra occidental debe
universalizarse. La posición interesadam ente relativista, p o r p arte de
H u n tin g to n , le lleva a sentar el núcleo de su elaboración últim a:
Ni el internacionalismo ni el aislacionismo [... ] adoptar en cambio una
postura occidental de estrecha cooperación con sus socios europeos para
proteger y promocionar los intereses y valores de la civilización única
de Occidente54.
¿Q ué significado últim o reviste un rechazo tan radical com o el
asum ido p o r H u n tin g to n frente al tradicional afán de O ccidente p or
ex tend er su cultura? Lo que puede visualizarse en su nueva profesión
de m o derado relativism o civilizatorio ¿im plica un reconocim iento del
valor positivo de la diferencia en cuanto tal, referida a las culturas?
En este cuestionam iento y sondeo últim os de la citada o bra de nuestro
autor, a la vez que se p on e de m anifiesto cóm o hay culturas que p ro ­
ducen no la convivencia o la variedad, sino el rechazo y la fobia hacia
lo ex traño , se ofrece u na últim a «figura» o, m ejor, la clave central de
su anti-universalism o, tan ciego al reconocim iento del diferente com o
nulo en las dim ensiones de responsabilidad o de solidaridad con el o tro .
Este anti-universalism o rem ite al esencialism o que, estipulativam ente y
al m argen de cualquier conocim iento científico, o to rg a H u n tin g to n a la
concepción de las culturas o, eventualm ente, a algunas de ellas.
A tendiendo a las dim ensiones de pensam iento contenidas en el
anti-universalism o de n uestro au to r55, p ro p o n g o distinguir dos niveles
o ám bitos de p roblem aticidad, que generan o tros tan to s tipos de dis­
curso diferenciados. Esta p ro p u esta m etodológica creo que posibilita
un entend im ien to m ás ap rop iado del nuevo espacio de pensam iento

54. El choque de civilizaciones... , p. 374.


55. Lo entendemos aquí como la otra cara de la imposibilidad de hacerse realidad el
multiculturalismo, tal como es teorizado y profesado por Huntington en esta obra y ahora, en
estos tiempos, tiempos que no parecen abonar la supuesta inocencia de ciertos cambios bruscos
de actitudes teóricas y compromisos políticos.
al que se adscribe H u n tin g to n en v irtu d de lo que deno m in a «tiem pos
de turb ulen cia m ulticultural». N o s m o strará, p o r o tro lado, la em er­
gencia de ciertos «dem onios» de un inconsciente que rechaza la idea
de ciudadanía dem ocrática p articipativa y viene de m uy atrás, ha rea­
lizado un largo reco rrid o histórico. A sim ism o, servirá p ara disponer
de un criterio de discernim iento adecuado p o r lo que se refiere a sus
pro pu estas de p olítica práctica con im plicaciones m undiales, que ah o ra
ya no guardan m em oria de su apuesta an terio r p o r u na «tercera ola de
dem ocratizaciones».
En p rim er lugar, a la «falsedad, a la inm oralidad y al peligro»56 que
en trañ a el in ten to de universalizar la cultura occidental, el p ro feso r de
H arv ard co ntrap on e la peculiaridad y el carácter singular de esta ú l­
tim a, que la convierten en única: «la civilización occidental es valiosa
no p orqu e sea universal, sino p orqu e es única»57. Para él to d a cultura
es u na to talid ad au to rreferid a y su desarrollo sólo es debido a factores
endógenos, pues las variaciones proced en tes de instancias ex teriores no
afectan al núcleo significativo fundam ental. Si se tiene en cuenta, p o r
o tra p arte, según hem os venido señalando, el carácter esencialista que
atribuye a las culturas (lo que las convierte en inconm ensurables, d i­
ferenciadas de m o do absoluto, dotad as de una identidad inm une a las
influencias), entonces todas ellas se presen tan con esa inalienable p ro ­
p iedad de ser «únicas». D esde este p u n to de vista, la cultura occidental
sería única, p ero única com o u na m ás entre otras m uchas únicas. ¿Es
cierto, sin em bargo, que la p ro p ia estru ctura de las culturas las hace im ­
perm eables a las dem ás, o que la «apelación» de unas a otras conllevaría
siem pre u na relación de «im perialism o» inm oral y peligroso? Un estu­
dio y unas respuestas m ás fundadas y com prensivas de este núcleo de
problem as llevarían, sin duda, a un tipo de reconocim iento y valoración
de las culturas que diferiría del sostenido en E l choque de civilizaciones,
al tiem p o que m o du laría el relativism o conten ido en dicha o bra. D e
m o do tangencial a tales cuestiones y a los efectos m ínim os co ncernien ­
tes a nuestra argum entación, pod em o s convenir en que, históricam ente,
el en cu entro de las culturas entre sí ha g enerado, en m uchas ocasiones,
relaciones de dom inio o de d estrucción, p ero es difícil n egar igualm en­
te la perm eabilidad , el en riqu ecim ien to y los cam bios acaecidos en la
g ram ática p ro fu n d a de las culturas. El p resen te, p o r o tra p arte, desde
la m undialización de diversos niveles que afectan al m o do de en ten ­
d er la p ro p ia ind ivid ualid ad y sus m o do s de p erten en cia a grupos o
naciones, ap u n ta a la lucha creciente p o r la construcción de relaciones
interculturales regidas p o r norm as de equidad y no de violencia o de
sim ple colonización. Se perfilaría así la asunción de un m estizaje ligado
a los p ro pio s desarrollos de los individuos «inm igrantes» y «em igran­

56. El choque de civilizaciones... , p. 372.


57. Ibid., p. 373.
tes», que ap un tan a nuevos órdenes de n orm ativ idad ética y política58.
N o tom am os en consideración, en este caso, los fenóm enos m ás ex ter­
nos de hom ogeneización de diversos hábitos: desde el vestir a la m úsica
u o tros aspectos que acom pañan a las referidas interrelaciones. El m es­
tizaje intercultural, la conform ación plural de los sujetos individuales
o las nuevas variaciones de carácter político constituyen un proceso
abierto a form as de dem ocratización que han de asum ir la proliferación
de identidades plurales d en tro de espacios «nacionales» m últiples y que
rem iten a configuraciones nuevas de desarrollo y a ccountability. Tales
procesos de dem ocratización están ligados a form as de perm eabiliza-
ción intercultural, de aprendizaje de otras «gram áticas de pensam iento»
y de aceptación de norm as de intercam bios significativos no coercitivos,
que acaban p o r im plicar u na tran sform ación p ro fu n d a de los im agina­
rios sociales en el in terio r de las diversas culturas y civilizaciones.
La p reg u n ta que, inm ediatam ente, hace acto de presencia es: ¿por
qué se m u estra H u n tin g to n tan reacio a estas tendencias de interrela-
ción interculturales que alteran, sin duda, p ero que pueden enriquecer
la u rdim bre de significados presente en to d a cultura instituida? U na
lectura de su defensa de la cu ltu ra occidental ap u n ta inm ediatam ente
a u na parado ja singular. En el nuevo co ntex to de las tendencias dem o-
cratizadoras que n uestro au to r presen taba en La tercera ola, su deseo
de «preservar, p ro teg er y ren ov ar las cualidades únicas de la civilización
occidental» no está en consonancia con el proceso de reconocim iento
plural que profesaba en dicha obra. Por el co ntrario , en este tiem po
inm ediato — E l choque de civilizaciones— viene a concluir que el valor
intrínsecam ente positivo de la civilización occidental la convierte en
única, en cuanto que es capaz de «m antener la su perio ridad tecnológica
y m ilitar sobre otras civilizaciones»59. Y así, p o r ejem plo, sostiene que
los tratad o s firm ados p ara el co ntrol de arm am ento, con pretensiones
de activar — en el m arco del pluralism o de las naciones— com prom isos
de corresponsabilidad en un o rd en de paz y de respeto a los ciudadanos
de to d o s los países, habrían de ser in terp retad o s m ás bien com o torp es
m ovim ientos debidos a los cantos de sirena de un pacifism o que, ah o ­
ra, en «estas m areas culturales y de civilización», nos deja indefensos
ante ataques de «terroristas y dictadores irracionales». La caracteriza­
ción de ser «única» acaba m o stran do , pues, su peculiaridad, p ero p or
su lado peor, el de su posición de exclusión de los o tro s y su actitud
de dom inio. C onsecuente con estos presupuestos, H u n tin g to n insta a
restablecer «el p o d er de O ccidente a los ojos de los líderes de las otras
civilizaciones»60, lo cual ha de significar u na «tercera fase euroam erica-

58. Como tendencias todavía en fase de elaboración y a veces disonantes, con resultados
provisionales.
59. El choque de civilizaciones... , p. 374.
60. Ibid., p. 369.
na». El ren acim iento y el afianzam iento del p o d er pasan p o r form as de
integración económ icas y políticas absolutam ente exclusivas entre los
occidentales y se concretan n o sólo en rechazar de plano, en el orden
in tern o , los subversivos cam bios p reconizados de form a sed uctora p o r
el m ulticulturalism o sino, igualm ente y aten dien do al plano in tern acio ­
nal, en rep u d iar «los esquivos e ilusorios llam am ientos a identificar los
E stados U nidos con Asia»61. En definitiva, se trata de elim inar lo que se
considera com o alianzas y pactos «contra natura», esto es, en razón de
la idea de cu ltu ra «única», de rechazar pactos con dim ensiones de inter-
cu lturalidad que p ud ieran tener, com o efecto perverso, n o q uerido, el
refo rzar la existencia de otras culturas. Éstas, a la p ostre, alcanzarían de
este m o do , peligrosam ente, el estatuto de equidad con la occidental y,
en su caso, p od rían alterar, en función de los intercam bios sim bólicos y
del cam bio p ro fu n d o del nivel instituyente p ro pio s de la naturaleza de
la cultura, la pureza, la esencialidad y la «exclusividad» que se p re ten ­
den p ara esa nueva form ación euro-am ericana. Para un «esencialista» de
la cultura, com o es el caso de H u n tin g to n , la existencia y la relación de
equidad entre culturas equivaldría a carecer de criterios de distinción
y, en tal caso, de criterios de identidad pro pia. En efecto, la «igualdad»
en la «diferencia» y, p o r tan to , la valoración positiva de la p luralidad
(dejando de lado ah o ra el p ro blem a de si cualquier diferencia es p o r ella
m ism a valiosa) avocarían, p ara n uestro autor, a u na situación de anom ia
criteriológica, gnoseológicam ente h ablando, y de indistinción sim bólica
de significados, desde el p u n to de vista cultural.
En nuestra hipótesis — contrafáctica— de un m ulticulturalism o en­
trecru zad o, p ro v eed o r de form as m ixtas en la conform ación de id en ­
tidad de los sujetos, h abría desaparecido el principio cuasi m etafísico
que el p ro feso r de H arv ard establece com o criterio de diferenciación
identitaria: «Por p ro p ia definición y m otivación, la gente necesita ene-
m igos»62. Es decir, según n uestro autor, las diversas culturas se trocarían
en «m ultitud», en u na h eteróclita y uxtaposición, cuya identidad cultural
p ro pia, sin esa especificación del o tro com o enem igo o p eran d o a m odo
de criterio, q uedaría desnaturalizada en u na neutralización valorativa
hom o geneizado ra de tod as ellas. La identidad p ro pia, en este caso, se
tran sform aría en acrítica identificación indiferenciada de tod as las cul­
turas. Este incorrecto tratam iento teó rico, que confunde los elem entos
caracteriológicos de algunos individuos o sus com pulsiones personales
con la naturaleza y la estru ctura de la cultura, no le perm ite distinguir
en tre la actitud etn océntrica y colonial, im positiva de u na cultura, y la
apuesta filosófico-política por un m estizaje crítico con las propias dife­
rencias, pues éstas no quedarían validadas por el hecho de ser tales. U na
asunción crítica de las diferencias ap u n taría al hecho de que diversos

61. Ibid., p. 368.


62. Ibid., p. 153.
elem entos de las culturas se integ raran en la categoría de la «posibili­
dad» aten dien do al orden de lo universalizable. U na interrelación cu ltu ­
ral no coactiva de este tipo señala y caracteriza lo que, en o tros escritos,
he d enom inado com o la «capacidad de interpelación intercultural».
El «partidism o geográfico-cultural» a favor de la civilización «única»
p o r o tra p arte, concretado en la necesidad del co ntro l de los centros
económ icos vitales y en el dom inio fundado en la m ayor fuerza p o lí­
tico-m ilitar, com o lo sostiene H u n tin g to n , trad ucen — a lo que p a re ­
ce— intereses m uy distintos a los de la p ro cu ra y el m anten im ien to de
la cultura y la p iedad religiosa occidentales. Sin olvidar que u na de las
guerras m ás durad eras en el tiem p o y m ás feroces en sus form as se dio
en el in terio r de dicha cultura occidental y en función de la religiosidad
que la distingue: La guerra de los treinta años. En cualquier caso, no
hay necesidad de rem on tarse a tales tiem pos p ara co m p rob ar cóm o las
guerras m ás recientes se han dado d entro de los ám bitos de u na m ism a
religión y/o de u na m ism a cultura, o entre culturas sim ilares. M e estoy
refiriendo a la p rim era y segunda G uerras M undiales, a la g uerra entre
C hina y Jap ó n o a la de Irán co n tra Irak, al in ten to de exterm inio entre
tutsis y hutus, am bos de religión católica. T am poco la id entidad religio­
sa católica h a im pedido la secesión, en este caso pacífica, de checos y
eslovacos.

6. M ás allá de una nueva ola dem ocrática: el «antiuniversalism o»


com o retracción insolidaria y excluyente de las otras culturas
El subtexto de E l choque de civilizaciones parece apuntar, pues, a p lan ­
team iento s ideológicos de signo m uy distinto. Así, el valor positivo ú n i­
co de la civilización occidental acaba m o stran do su característica m ás
p ertin en te y tiene su expresión m ás significativa cuando lo referim os
a la nueva situación que h a ido co bran do cuerpo hasta m ostrarse con
to d a claridad en la ú ltim a década. La nueva situación alude al fraca­
so acaecido al p re ten d er ex tend er a tod os los habitan tes de la tierra
el «éxito» del neoliberalism o. Este fracaso, am pliam ente com p artid o
sobre to d o tras la caída de los «D ragones del Este», ha m arcado los
lím ites, m uy discutidos, acerca de la capacidad de esta nueva faz del
liberalism o realm ente existente p ara m antenerse en los p ro pio s países
desarrollados y extenderse al resto del m u nd o. La lim itación p o líti­
co-cultural del liberalism o pareció h aberla asum ido el p ro p io Raw ls,
y así lo h a m o strad o el fracaso de su teorización sobre un «derecho
de gentes». Significativam ente, o tro liberal, Francis F ukuyam a, h a afir­
m ado que la h isto ria ha llegado a su fin, ya que, cuando inten tam o s
en carar los p roblem as socio-políticos surgidos en n uestro tiem p o, no
hay alternativas, no existen p lanteam iento s posibles al m argen del libe­
ralism o. Todo lo cual viene a revelar el v erdad ero ro stro y el «denso»
co nten ido de la actitud de H u n tin g to n tildan do de «inm oral y pelig ro ­
sa» la p retensió n de universalizar la cu ltu ra occidental. El relativism o
a que avoca vela el significado m ás real y directo de su pro gram a: se
tra ta de que n o podem os, n o debem os asum ir actitudes de solidaridad
respecto del «resto» del m u nd o, ni tenem os p o r qué aten d er las res­
ponsabilidades que se nos reclam an p o r n u estra constante intervención
en to d o s aquellos espacios que hem os considerado, y seguim os h acién ­
dolo, com o «ám bitos prim ordiales» de nuestro interés. El aten der a las
dem andas citadas nos obligaría a h acer p artícipes de n uestro s m edios
y avances técnicos, de los beneficios, de las ganancias y del bienestar a
m uchos, a «los otros», los cuales, sin em bargo y p reviam ente, ya han
sido estigm atizados com o «enem igos», y, p o r tan to , sería co n trad icto rio
estatuir algún tipo de responsabilidad que nos forzara a coadyuvar a su
perm anencia, a su d esarrollo y a su felicidad.
El «antiuniversalism o» constituye el segundo ám bito de problem a-
ticidad del culturalism o de H u n tin g to n , de acuerdo con m i p ro pu esta
de diferenciar dos niveles de discurso presentes en su obra. Si el p rim er
ám bito exam inado se refería a su enfatización de la unicidad identita-
ria de la civilización occidental hasta convertirla en la «única valiosa»
y, p o r tan to , estigm atizando a las dem ás civilizaciones com o enem igas
irreconciliables, en este segundo nivel atendem os p ro piam en te a su con-
ceptualización del «antiuniversalism o».
El «antiuniversalism o», que parecía en trañ ar un halo de respeto y
reconocim iento hacia los dem ás, incluso p o r la vía del relativism o, se
m uestra com o la co artad a político-cultural p ara no ten er que «atender»
ni esforzarse en «com prender» al resto del m u nd o. N o puede olvidarse
que entre el 18 o el 20% de la población de la tierra dispone del 80% de
la pro du cció n m undial, situándose esos h abitantes en el hem isferio n o r­
te. Ese 20% ha visto crecer p ro po rcio nalm ente su p articipación en los
bienes producidos: si en los años sesenta poseía u na ren ta trein ta veces
su perio r al 20% de los m ás pobres, hoy, con respecto a estos últim os, es
o chenta y tres veces superior. Si hiciéram os u na com paración a escala de
los h abitantes del m u nd o, guard and o las p ro po rcio nes de las variables
p ertinentes, situándolos en u na población de cien habitantes, «la m itad
de la riqueza total del m u nd o estaría en m anos de sólo seis personas.
Las seis serían de nacionalidad am ericana»63. Esta situación de creciente
desigualdad genera efectos perversos en el o rd en político y dem ocrático
si tenem os en cuenta, adem ás, que las veintitrés em presas m ás im p o r­
tan tes del m u nd o co ntro lan el 70% del com ercio m undial, lo cual im ­
plica que se h a hecho realidad el co n tra-p o d er económ ico en frentad o al

63. Citado por Carlos Fuentes: «Silva Herzog, ¿por qué?», en El País, 2 de marzo de 1999,
p. 16. El autor completa los datos de esa comparación, que resultan de un interés espacial para
marcar la progresiva desigualdad y la casi insalvable situación de atraso cultural y económico de
zonas enteras de la tierra.
político. T eorizado este co n tra-p o d er m o nopolístico, de m odo especial
en los inicios de los años ochenta, ah o ra m u estra no sólo su desafío al
p ro p io E stado, sino que am enaza con el h u n dim ien to y la quiebra de
las sociedades ante la consternación de m uchos de los neoliberales que
p ro piciaron ese tipo de libertad de m ercado y de E stado m ín im o 64. El
E stado, no obstante y desde un p u n to de vista dem ocrático, sigue sien­
do la instancia principal — aun cuando no la única— capaz de atender
las dem andas de los ciudadanos, co ntinú a legitim ado p ara recrear el
espacio de lo público al que aún pued en pertenecer, de form a cada vez
m ás p recaria y eventual, los excluidos de ese nuevo ám bito del m ercado
globalizado. Este tipo de globalización, tan asim étrica com o desarticula-
d ora de las sociedades, incluso de aquellas que, hasta hace poco, el p ro ­
pio liberalism o consideraba ejem plificadoras de sus benéficas p ro p u es­
tas (caso del Sudeste asiático), acaba m arcando la «existencia» de los
individuos en el o rd en social y político. D e hecho, la situación de paro
estructural extend ido y, p o r tan to , de p aro indefinido p ara m uchos in ­
dividuos hace que éstos queden invisibilizados a efectos de los servicios
sociales, al tiem po que esa situación m ina la p ro p ia consideración p er­
sonal de «ciudadano» y socava el supuesto valor social de su v oto y su
participación políticos. C om o resultado de tod os estos efectos perversos
de un sistem a socio-económ ico tan anclado en instancias occidentales,
el peso «crítico» y la dim ensión n orm ativ a de la sociedad occidental, al
h aber adquirido el pondus existencial de ser «única», deberían obligar a
un m ultilateralism o responsable. Por o tro lado, sin em bargo, O ccidente
siente la ten tación y la supuesta necesidad de retracción sobre sí m ism o,
constreñido a p arar el efecto dom inó que p ud iera afectar a su p ro p ia
política internacional socio-económ ica, guareciéndose en la fortaleza de
un in ten to p o r reco brar el m ando m ilitar a escala p lanetaria, am uralla­
da frente a los «m ulticulturalism os». En esta línea de exclusión, no es
posible siquiera, p o r lo que al m ulticulturalism o se refiere, h acer valer
la extensión inclusiva del «dem opoder», esto es, el reconocim iento — en
la equidad de diferencias críticam ente validadas— de la igual p articip a­
ción dem ocrática en la ciudadanía del E stado o nación p o r p arte de los
diferentes grupos que h abitan en tales espacios geográficos o políticos.
El fundam entalism o culturalista dobla su consideración de valor de la
cultura com o «única» de un entend im ien to práctico de exclusividad, el
cual se trad uce en un co m p ortam iento decisivo de exclusión. Exclusión
que solam ente p uede m antenerse desde la retó rica im posibilidad de es­
tablecer puentes interculturales, y, en estas condiciones, las diferencias
se vuelven insalvables. Sacralizada la identidad, en fin, no se toleraría,
se hace im posible la «conversión» y, en consecuencia, se persigue y se
pro híb e el m estizaje. Som os únicos. A sum am os e im pongam os el estar

64. Puede comprobarse parte de este diagnóstico en los escritos del especulador financie­
ro Soros, especialmente tras la caída de los países del Sudeste asiático.
m ilitantem ente cabe noso tros, solidariam ente solos en la consolidación
de la fuerza y en el diseño espacial de u na suerte de nuevo im perio, «la
tercera fase euro-am ericana». U na vez m ás, com o escribiera en su tiem ­
po P latón, quien pon e el nom b re (en este caso, desde el antiuniversalis­
m o y el rechazo del m ulticulturalism o), quien establece la «diferencia»,
quien discrim ina y m arca la p ertenencia es aquel que tiene el poder.

N . B. El 11-S y las guerras de A fganistán y co ntra Irak han conver­


tido la o bra de H u n tin g to n en u na m ás de las que integran el am biguo
reconocim iento trib u tad o a aquellos trabajos convertidos en profecías
que se cum plen a sí m ism as. A hora bien, ni el terrorism o ni tam p oco el
h o rro r de la g uerra preventiva e «infinita», com o respuesta al p rim ero,
hacen m ás plausible ni, p o r supuesto, m ás encom iable E l choque de
civilizaciones.
ESTADO D E E X C E P C IÓ N F R E N T E A D EM O CRA CIA .
11 D E SEPTIEM BRE. EL FU N D A M E N T A L ISM O E N LOS ESTADOS
U N ID O S: M IT O FU N D A C IO N A L Y PR O C E SO C O N ST IT U Y E N T E

El 11 de Septiem bre de 2 001, con el ataque a las T orres G em elas de


N u eva York, m aterializaba los peores augurios de E l enfrentam iento de
las culturas. Este tex to , con tan abom inable acto terrorista, hacía reali­
dad el apotegm a de «la profecía que se cum ple a sí m ism a», tal com o lo
señalé en el an terio r capítulo de esta obra. Los efectos, a nivel m undial,
han sido u na nueva era de «guerra infinita», que ha ah orm ado los p rin ­
cipios políticos y las prácticas dem ocráticas en los lím ites de u na nueva
ép oca de «guerra fría», cuando los b árbaros ya no existen. Y ahora,
¿quién se h ará cargo de tantas esperanzas e ideales pospuestos?
D esde las preocupaciones que m arcan la o rientación y el tipo de
h erm en éu tica de n uestro trabajo, m e interesa destacar los aspectos re ­
lacionados con el m u nd o sim bólico-norm ativo de la política, especial­
m ente aten dien do al co m p ortam iento de la ciu dad an ía; los relacio na­
dos con las prácticas dem ocráticas, p restan do u na atención específica al
tipo de legitim ación política invocado desde la «A dm inistración» Bush,
ya que la m ayoría de las dem ocracias del m u nd o se sitúan «a la som bra
del Im perio», así com o deseam os aten der las pro pu estas p ara encarar la
nueva situación p lanteadas p o r los estam entos de los partid os y las ins­
tancias académ icas. E sta tren zad a tem ática constituye la urd im b re del
presente capítulo, que, p o r o tra p arte, adquiere el valor de argum ento
con respecto a la tesis ya conocida que sostengo sobre el valor científico
y la carga ideológica de E l choque de civilizaciones. Por o tra p arte, es
difícil im aginar n uestra nueva situación en el m u nd o sin apreciar el g ra­
do de fundam entalism o, tan violento com o reaccionario, que preside
las actuaciones de u no y o tro lado. Pero esto ú ltim o nada tiene que ver
con el en frentam iento de civilizaciones, no p ertenece a la n aturaleza
de las m ism as. La apatía, la indolencia y el desapego que algunos, en
concreto H u n tin g to n , teo rizaron com o ingredientes de u na b uena d e­
m ocracia, han pro piciado la asunción del poder, en cuanto com petencia
del caudillo o líder, p o r p arte de quienes han acabado revistiendo su
m and ato de u na suerte de m isión soteriológica que ni siquiera se atiene
a la legalidad vigente. Los pueblos, pese a las protestas y a las enorm es
m anifestaciones en m uchas naciones, han visto reco rtad a su capacidad
real de influir en la p olítica de sus países, así com o de exigir las resp o n ­
sabilidades p ertin en tes a sus políticos. El rito de d epositar el voto cada
cuatro años h a p erdid o su m agia y su virtu alidad real.

1. Terrorismos y fundam entalism os com o «la guerra del siglo xx¡»


L a p ro fu n d a carga em otiva de solidaridad con las víctim as y, p o r o tra
p arte, de inapelable condena de los actos terroristas p erp etrad o s en d i­
versas ciudades de los E stados U nidos p o r m iem bros de la red Al Q aed a
m arcó los días que siguieron al 11 de Septiem bre de 2 001. Un diario tan
poco proclive a la actitud com placiente con los E stados U nidos com o
es el caso del parisino L e M o nd e escribió inm ediatam ente: N o u s som -
m es tous des am éricains. U na expresión de solidaridad que ya utilizara
el presidente K ennedy en el Berlín dividido: Ich bin Berliner, y cuyo
v alor sim bólico ha vuelto a ser asum ido, hace relativam ente poco, p or
p arte del estadounidense E dw ard Said en busca de un cam ino p ara la
paz en O rien te M edio: «Todos som os palestinos». Pues bien, la sorpresa
p o r los lugares de elección p ara la acción terrorista, la m agnitud de la
destrucción y la m asacre del 11 de Septiem bre, localizadas especialm en­
te en las T orres G em elas, así com o la sofisticación de los m edios para
tales acciones d ieron lugar a interp retacio nes políticas y polem ológicas
tan plurales com o radicales. Q u izá las o piniones m ás llam ativas fueron
aquellas que fo rm u laro n , sin am bages, que se tratab a del inicio de la
tercera G u erra M undial.
La experiencia, tan pregn ante com o inq uietante p ara los estado ­
unidenses, al co m p rob ar que habían sufrido, d entro de su territo rio ,
los efectos del terrorism o intern acio nal nos obliga, m ás allá de la re ­
tórica y de la catarata de interp retacio nes precipitadas, a in ten tar una
aproxim ación algo m ás crítica tras el tiem po ya tran scu rrid o. Se trataría
de establecer u na perspectiva que, aun en form a sintética, asum iera de
un m o do m ás aten to los contextos políticos, sociales y de o rd en in ter­
nacional que, d irecta o ind irectam ente, están en la base del 11 de Sep­
tiem bre. C o m o es obvio, no se trata de p restar una justificación del acto
terrorista, sino de un esfuerzo de com prensión del m o m en to histórico
en el que se incardina. D esde esta perspectiva sería conveniente atender,
brevem ente, a tres tipos de procesos socio-históricos y políticos que han
m arcado lo que hoy se dibuja ya com o el inicio de u na nueva era. Esta
nueva era parece distinguirse, a su vez, com o in ten taré indicarlo m ás
adelante, p o r la secuencia de dos derivas de distinta naturaleza. Am bas
derivas o procesos de conform ación sim bólico-políticos, que han tenido
com o sujetos a los ciudadanos y al gobierno estadounidenses, son, el
u no , de carácter nacional-cultural, y el o tro , de fuerte calado político
intern acio nal.
D e los tres procesos socio-históricos que se han p uesto de m anifies­
to en la segunda p arte del siglo x x y que considero relevantes a la h ora
de aten der al significado del 11 de Septiem bre, el p rim ero de ellos hace
referencia al final de la G u erra F ría. El dato p ertin en te en n uestra arg u ­
m entación se relaciona con u no de los efectos perversos originados p or
la p ro p ia dinám ica estructural de aquella g u erra. Se trata, en este caso,
de la m u ltitu d de E stados que, considerados com o legales desde el p u n to
de vista internacional, no tienen, sin em bargo, legitim idad dem ocrática
in tern a. L a existencia bip olar de un radical en frentam iento ideológico y
m ilitar entre la ex tin ta U nión Soviética y los E stados U nidos favoreció
el hecho de que lo p olíticam ente relevante con respecto a los E stados
existentes fuera el alinearse con u no u o tro de los bandos enfrentad o s.
El final del bipolarism o, con la caída del M u ro de B erlín, nos ha p erm i­
tido co m p rob ar la existencia del sinnúm ero de «Estados fracasados». En
dichos E stados han persistido unas élites que, tiem po atrás, dirigieron
la política de los m ism os, pero n o han llevado a cabo ni la inclusión de
sus ciudadanos en el ám bito del gobierno ni han realizado los cam bios
dem ocráticos que p arecía exigir su p ro p ia pertenencia al organism o de
las N aciones U nidas. E sto explicaría, en p arte, el hecho de que dentro
de tales «Estados fracasados» hayan surgido grupos organizados m ili­
tarm ente que le disputan al E stado una p arte del ám bito geográfico al
que p retend idam en te extiende su soberanía, así com o el crecim iento
de las bandas crim inales dedicadas al tráfico de drogas, la aparición de
los «señores de la guerra», el en frentam iento étnico históricam ente no
resuelto, etc. N o es difícil en tend er que tales E stados pued an apoyar
o tengan que so p o rtar la existencia de diversos grupos terroristas con
posibilidades de o bten er arm as o m edios de g uerra sofisticados. C on
to d o , lo m ás p reocu pante es que el nuevo o rd en intern acio nal que p a ­
rece q uerer abrirse cam ino está dand o m uestras de rep etir los m ism os
errores al buscar aliados sin aten der a las estructuras de gobierno o a
las form as de legitim ación dem ocráticas. U na vez m ás, la dem ocracia se
dibuja com o la gran p erd ed o ra.
E n segundo lugar, la caída del M u ro de Berlín vino a significar el
agotam iento de figuras del pensam iento ilustrado que in ten taro n tan to
la plausibilidad com o la posibilidad de u na nueva época, concibiendo el
presente com o un proceso de innovación en referencia al pasado, a la
A ntigüedad. La ru p tu ra con respecto a la tradición n o dejó de conside­
rar a esta últim a, especialm ente p o r lo que se refiere a la G recia clásica,
com o un m odo de vida axiológicam ente norm ativ o e inspirad or de un
nuevo im aginario político «a la altura de los tiem pos». A lgunos autores
se han p ro nu n ciado p o r u na clausura de la capacidad in n o v ad o ra y u tó ­
pica de la idea de cam bio y felicidad que alim entó la Ilustración. Tales
parecen ser los efectos de la fuerte im p ro n ta del «realism o político», en
cuanto proceso de burocratización que anula el sentido del espacio p ú ­
blico, y de la violencia an trop ológ ica llevada a cabo p o r la concepción
de u na sociedad de m ercado com o la fo rm a n atural de desenvolverse los
individuos, definidos com o «sujetos posesivos». La parálisis del E stado
de Bienestar, en cuanto paliativo a las leyes del m ercado, ha reforzado la
experiencia de la «im penetrabilidad» del presente (H aberm as). La caída
del M uro de Berlín, ind ep end ien tem en te del carácter de «econom ía de
guerra» con que algunos han caracterizado al socialism o real, h a servido
p ara liberar a los defensores del m ercado irrestricto del m iedo siem pre
presente ante u na posible alternativa social. «Todo lo que hizo que la
dem ocracia occidental m ereciera ser vivida p o r su gente — la seguridad
social, el E stado de B ienestar...— fue el resultado del m iedo. M iedo de
los p obres y del bloque m ás grande y m ejor organizado de los Estados
industrializados, los trabajadores»1. Lo paradójico es que el m iedo ha
vuelto a instalarse en los rep resen tantes del nuevo sistem a globalizado
neoliberal ante la incapacidad de hacer realidad sus siem pre incum pli­
das prom esas de un futuro m ás justo2. En el capítulo sexto de este libro,
haciendo recu en to histórico de «las prom esas incum plidas», p o r tom ar
de nuevo la célebre expresión de B obbio, hablo de un ritornello. Con
ello m e refiero a que pertenece a la gram ática p ro fu n d a del desarrollo
económ ico del sistem a capitalista el h aber apostado ideológicam ente
p o r hacer desaparecer del im aginario social las prom esas en base a las
cuales se «forzaron» cam bios desgarradores del tejido social. Al p ro p io
tiem p o, dicho sistem a se esforzó p o r seguir el cam ino de violencia ini­
ciado, com o si de un hecho n atural se tratara, tras b o rrar de la m em oria
las huellas de to d o cuanto hacía referencia a un futu ro m ejor. N o deja
de ser sintom ático que, en estos días tan cargados de m iedo, las voces
m ás representativas de la U nión E uro pea hayan hablado de la «guerra»
com o de una acción y u na expresión cuyo único sentido legítim o sería
la lucha co n tra el ham bre.
En tercer lugar, aten dien do a los contextos socio-políticos d entro
de los cuales se enm arcan fenóm enos activos de d esestructuración social
tales com o los de carácter terrorista, es necesario aten der al cam bio tan
radical que conlleva la globalización tan to en el orden económ ico com o
en el político. N o es posible pensar u na reorganización económ ica u n i­

1. E. Hobsbawm, «Adiós a todo eso», en R. Blackburn (ed.), Después de la caída, Crítica,


Barcelona, 1993, pp. 133-134.
2. En la reunión de Davos del año 2000, lugar de encuentro de las élites económicas más
agresivas en el proceso de globalización, en los momentos finales de dicho congreso, tras hacer
constatar sus fracasos en las predicciones de bonanza y desarrollo mundiales (véanse la crisis de
México, las del Sudeste asiático, etc.), se decidió dar entrada también a los temas políticos. En
la clausura de enero de 2003, se apostó por tender puentes hacia aquel otro foro, hasta ahora
tan denostado, que es Porto Alegre.
versal, com o la que co rresp on de a la globalización, sin que tenga en su
base un o rd en político que la sustente. La o bra de Polanyi La gran trans­
form ación es u na de las m uestras históricas de m ayor alcance teórico-
analítico p ara ejem plificar n uestra aseveración. D e este m o do , no tienen
m ucho sentido los co ntinuos debates sobre la p érd id a de soberanía de
los E stados o sobre la desaparición de los m ism os com o si se tratara de
u na cuestión m etafísica en to rn o a la n aturaleza del E stado. La discu­
sión h abría de centrarse, m ás bien, sobre la vo lu n ta d de ciertos Estados
para diseñar el cam po y la fun ción de la acción de los E stados así com o
la aceptación de los nuevos roles a jugar por parte de otros E stados, los
cuales acaban por preferir — frente a la posibilidad de exclusión— la
función subsidiaria del E stado con respecto al orden económ ico-social
im pla nta do . Serían im pensables los «m ercados globales de capitales»,
los sistem as financieros internacionales, los tipos de sistem as m o n e ta­
rios, la existencia de los sistem as bancarios privados, etc., sin el acuerdo
y el sostén de los E stados nacionales y las instituciones in tern acio n a­
les que éstos apoyan y defienden a través de orden am ien tos jurídicos
sancionados internacionalm ente. Ya en 1973, aten dien do a los cam bios
económ icos en m archa, H u n tin g to n escribía que el pro blem a no residía
en la desaparición de los E stados sino en la reorganización de su fun ­
ción: «La inm ensa m ayoría de los países europeos y del Tercer M un do
juzgaron que las ventajas del acceso transnacional tenían m ás peso que
los costes involucrados en in ten tar detenerlo»3. N o en vano u na de las
dim ensiones m ás d eterm inantes de la globalización realm ente existente
radica en su carácter excluyente: excluyente de individuos y de grupos
de ciudadanos d en tro de las propias naciones y excluyente de aquellas
naciones que no son funcionales p ara su desarrollo y su éxito. En este
sentido, no se trata p ara los E stados de estar o no integrados en la glo-
balización. N o son ellos sino el proceso globalizador m ism o el que m ar­
ca los lím ites, los confines, las fronteras de la inclusión. Este reo rd en a­
m iento de los E stados h a afectado d irectam ente, p o r o tra parte y com o
cabía esperar, a la práctica y al alcance de la actividad dem ocráticos. Se
h a p ro d u cid o , así, u na p érdid a creciente del valor n orm ativo de la p o ­
lítica y el consiguiente alejam iento de los ciudadanos con respecto a los
p artid os políticos, situación que se ha venido agravando hasta nuestro
presente. A m ediados de los años noventa, en un balance político so­
bre la actuación de la dem ocracia liberal realm ente existente, S chm itter
destacaba lo que d enom inó «desdem ocratización», esto es, los Estados
liberales han establecido com o criterio de «buen gobierno» u na supues­
ta su perio ridad de la actuación económ ica con respecto a la política. La
p érdid a de n orm ativ idad de la política, p o r su p arte, ha originado una
doble consecuencia. Por un lado, la dism inución de las expectativas p o ­

3. S. P. Huntington, «Transnational Organizations in World Politics»: WorldPolitics 25/3


(1973), p. 344. Citado por P. Gowan, «El cosmopolitismo neoliberal»: NLR 11, p. 161.
pulares en cuanto a las elecciones públicas, con porcentajes de hasta un
6 0% de abstención en las dem ocracias m ás desarrolladas. Por o tro lado,
la práctica im posibilidad de desbancar a las m inorías bien atrincheradas
en u na dem ocracia «econom icista» de g obernabilidad apática4.
La p érdid a de relevancia de la dem ocracia, incluso p ara los supues­
tos adalides de la m ism a, com o se m o stró en el p eríod o de la G u erra
F ría y com o estam os constatand o en n uestro presente m ás in m ed iato ;
el cam bio de la dim ensión n orm ativ a de la p olítica p o r el valor su­
p erio r o to rgado al éxito económ ico, así com o el carácter subsidiario
del E stado de acuerdo con el sistem a de econom ía global establecido,
rechazando la opción del «contrato social» ad op tado en o tro s p eríodos
históricos, constituyen tres dim ensiones de n uestra realidad político-
económ ica y del o rd en intern acio nal naciente. N o obstante, dichas co n ­
form aciones históricas distan m ucho de p o d er asentarse com o si de
realidades n aturales se tratara, especialm ente ah o ra que la «m ano invi­
sible» h a dejado de p o d er actu ar al am paro de su supuesta «inocencia»:
la ciencia económ ica y, de m o do general, la razón se han hecho cargo
de la constricción que supone asum ir tan ideológica form a de explicar
la in terrelació n social de los individuos.
N ing u no de los tres procesos exam inados puede ser in terp retad o
com o la causa determ inante ni, m enos aún, com o alegato justificativo
de los hechos ocurrid os el 11 de Septiem bre. Sin em bargo, a través
de ellos se constituyen las estructuras socio-económ icas y políticas ex­
plicativas del surgim iento, el desarrollo y la actuación de los nuevos
m ovim ientos terroristas, especialm ente los de carácter fundam entalista.
El fenóm eno de la exclusión de la econom ía y de la capacidad de desa­
rrollo genera o tro nivel de segregación: sería la heterodesignación del
«otro», del excluido, com o un individuo, grupo o nación con «defor­
m aciones» o «patologías», lo que obligaría a su segregación. En cuanto
los excluidos albergan pretensiones de integrarse en la corriente ya de­
term in ad a de interés globalizador se acaban convirtiendo en «agentes
desacoplados», en problem as disruptivos de efectos paralizantes p ara
la sociedad, en objeto de tratam ien to altruista, pero disfuncionales en
su p ro p ia existencia. M anu el Castells, en un artículo de 1990, se hacía
eco de o tro nivel, ya inq uietante p o r aquellas fechas, resultado de la
dinám ica de segregación: el que se sitúa, com o efecto reactivo ante la
exclusión, en el ám bito de la identidad cultural, étnica o religiosa. E sta
actitud reactiva cobra su form a m ás ex trem a en las diferentes figuras
del fundam entalism o. Y sentenciaba, once años antes del 11 de Sep­
tiem b re: «El terrorism o fundam entalista será (es ya) la g uerra m undial

4. P. Schmitter, «Democracy’s Future: More Liberal, Preliberal or Postliberal?»: Journal


of Democracy 6/1 (1995). En esta misma perspectiva: C. Offe y P. C. Schmitter, «Las paradojas
y los dilemas de la democracia liberal»: Revista Internacional de Filosofía Política 6 (1995),
pp. 5-30.
del siglo xxi»5. N o se tratab a de ninguna intuición, profecía o visión
futurista. Señalaba el resultado inapelable de «la lógica de la exclusión
que responde a la lógica de la exclusión». La irrelevancia y la segregación
que el nuevo sistem a m undial crea con respecto a individuos o a grupos,
a los que se califica, prácticam ente, de sub-hum anos, obligan a estos ú l­
tim os a «responder con la redefinición au tón om a de los criterios de h u ­
m anidad y declaran no-hum anos, ‘infieles’, ‘satánicos’ o ‘ex plo tado res’ a
quienes se integran en el nuevo sistema». Así p lanteada la relación de la
no-relación, la consecuencia lógica es la resistencia suicida o la guerra de
exterm inio, la alteridad total llevada hasta sus últim as consecuencias, es
decir, el terrorism o indiscrim inado y generalizado com o arm a últim a del
excluido. «El terrorism o fundam entalista (repito enfáticam ente la cita)
será (es ya) la guerra m undial del siglo xxi»6. En aquellos com ienzos de
la década de los noventa Castells visualizaba esperanzadam ente un h o ri­
zonte de cam bio, «desde el reino de la necesidad al reino de la libertad»,
que situaba en el p u n to arquim édico de la «política de la transición his­
tórica [...] el tiem po de la Política, de la gran política, de la política com o
capacidad de acción colectiva p ara tran sform ar n uestro destino y el de
las generaciones futuras»7. Pero de m o m ento parece haberse im puesto
el tiem po del m iedo, de la angustia. Un arte éste del m iedo que algunos
están m anejando con astucia y profusión. El tiem po de «El com ienzo de
la historia» estaba grávido de otro deseo: el de ap rend er la esperanza
«com o capacidad de acción colectiva p ara tran sform ar nuestro destino».

2. E l 11 de Septiem bre: reinstauración del m ito fundacional


legitim atorio
2.1. Perplejidad ante «el m u n d o al revés»
A través de los procesos que venim os analizando, lo determ inante p o ­
líticam ente y lo decisivo ideológicam ente es que el 11 de Septiem bre

5. M. Castells, «El comienzo de la historia»: El futuro del socialismo 1/2 (1990), p. 71.
6. Ibid., p. 71. El subrayado es mío. Desde una perspectiva sociológica sistémica, deudo­
ra de su hipótesis metodológica del «sistema-mundo capitalista», Immanuel Wallerstein asume
el problema de la «lucha identitaria» en su artículo «Perspectivas de futuro para el capitalismo
histórico». Para Wallerstein, a partir de la fecha simbólica de 1989, «el nuevo tema geocultural
ya ha sido proclamado: es el tema de la identidad». Desde esta nueva situación de cambio, ya no
revolucionario en sentido clásico, estamos asistiendo a tres opciones igualmente desestabiliza-
doras. La primera es la denominada «opción Jomeini», la cual se define por la alteridad radical,
por el rechazo total de las reglas de juego impuestas por el nuevo sistema-mundo. Una segunda
opción es la liderada por Hussein, de tanta actualidad en estos días, consistente «en la inversión
para crear Estados grandes y fuertemente militarizados con la intención de entrar en guerra con
el Norte». Y, por último, estaríamos asistiendo a la «opción de las pateras», cuyo flujo parece
altamente improbable que pueda controlarlo cualquier Estado del Norte. Cf. artículo citado,
recogido en la obra El futuro de la civilización capitalista, Icaria, Barcelona, 1997, pp. 92-93.
7. Ibid., p. 72.
ha obligado a los estadounidenses a p reguntarse p o r las condiciones
de posibilidad crítico-prácticas de su p ro p ia form a de vida así com o
p o r sus dim ensiones legitim atorias de carácter ético-político. Podem os
afirm ar que se han visto constreñidos a «justificar» y, p o r lo tan to , a «le­
gitim ar» la estru ctura constitutiva de su ser com o pueblo o nación. En
definitiva, el 11 de Septiem bre ha desencadenado el cuestionam iento de
los referentes de sentido que han sostenido o, en su caso, pueden m an ­
ten er hoy su identidad de estadounidenses. Este cuestionam iento de los
referentes de sentido del pueblo estadounidense ha puesto en m archa,
igualm ente, un proceso de co nfro ntació n con el nuevo «desorden», con
el caos advenido. La experiencia de su situación individual así com o la
percepción de su país vienen definidas p o r la vivencia de un desorden
total, del sentim iento de que, rep entin am en te, estarían viviendo en un
m u nd o que se p resen ta com o un m u nd o al revés. El nuevo desorden
p ro vo cad o rem ite a u na vivencia antes desconocida y excepcional, de
contradicciones com plejas. Por un lado, y aten dien do a la inédita ex­
periencia del 11 de Septiem bre, cabe destacar la percepción p regnante
de las contradicciones tan radicales que ha generado en el pueblo es­
tad ou nid ense el insólito h echo, único en su historia, de ser objeto de
ataques d en tro de sus propias fron teras p o r p arte de grupos externos.
Lo ex traño , p o r o tro lado, es que tales grupos terroristas argum entan,
p ara justificar sus ataques, en base a supuestas razones ético-políticas y
religiosas, y no en función de pretensiones de apropiación de riquezas o
p o r afán de dom inio o de conquista territo rial, com o suelen ser las cau­
sas m ás convencionales de las agresiones. Por últim o, los estado un id en ­
ses, pese a las críticas intern as de algunos de sus intelectuales, habían
asum ido com o p ro p io un supuesto valor canónico universal tan to en
lo que respecta a sus m odos de vida com o a su intervención político-
m ilitar en la m ayoría de los gobiernos del planeta. D e este m o do , la
represen tació n de desorden in tern o pro vo cad a p o r el ex traño e inusi­
tad o ataque terro rista co n tra las T orres G em elas y o tro s lugares de los
E stados U nidos, con la consiguiente puesta en crisis del sta tu q u o , en
cuanto o rd en de ser y de valor, ha dado lugar a u na situación de p er­
plejidad p ro fun da, de contradicciones im posibles de asum ir p o r p arte
de los ciudadanos, in d ep end ien tem en te de la interp retació n que ofrez­
can sobre esos hechos cualesquiera o tros grupos o naciones del m undo.
Tales contradicciones, en cuanto que hacen inviable p ara la sociedad
estadounidense u na rep resentación to talizado ra de su sistem a de vida,
fuerzan, obligan a su superación p ara restablecer el o rd en , p ara que sea
posible vivir con sentido en u na sociedad com o la que venía rigiendo
p ara ellos, que se presente com o lo que debe ser frente a la im posible
realidad del desorden existente. La superación ideológica, sin em bargo,
conlleva ciertas operaciones epistem ológicas que han de p ro p o rcio n ar
la institución del sentido. Estas operaciones, m e atrevo a insinuar ya,
guardan u na estrecha analogía con las que llevaron a cabo, desde un
p rincipio, las sociedades etnológicas a través de los m itos, los cuales
perseguían precisam ente el o rd en en su en to rn o vital y el sentido en la
configuración de sus form as de vida.
D ado el carácter de «superpotencia solitaria» (H u n tin g to n ) que os­
ten tan los E stados U nidos en un m u nd o p o r ah o ra unipolar, la ex pe­
riencia del caos que rep resen ta el 11 de Septiem bre adquiere dim ensio­
nes de universalidad, se refiere y afecta a to d o el universo. La aparición
de esta ausencia total de sentido, en la sociedad p ro p ia así com o p o r lo
que respecta al m u nd o, está obligando a intelectuales, a p arlam entarios
y a m iem bros de la A dm inistración Bush a establecer, d irecta o ind irec­
tam ente, un nuevo proceso de au toconstitución sistém ica que haga pen-
sable la superación del m o m en to de confusión y de radical negación que
se ha ap od erad o de la experiencia vital de sus ciudadanos. Es necesaria
la creación de un cuadro categorial, gnoseológico, así com o ético-polí­
tico, que fundam ente lo que podem os deno m in ar com o una negación
ideológica de la negación, de esa negación que encarna el desorden
advenido. Pues el ataque de los terroristas es percibido com o si el m u n ­
do se h ub iera vuelto del revés, com o si el desorden que los fundam en-
talistas han generado h ub iera de ser considerado el o rd en que debería
regir en la sociedad. Por ello es necesario instaurar un nuevo cuadro de
representaciones significativas que posibilite redefinir el m u nd o, volver
a situarlo según el o rd en que existía en la sociedad estadounidense. La
percepción del m u nd o al revés, de caos total y planetario , según el im a­
ginario global de los estadounidenses, ha p uesto en crisis las creencias
establecidas, invalidando, m om en tán eam ente, el o rd en social legado
p o r la tradición.
Inm ed iatam en te después de los actos terroristas, en el m ism o 2 001,
el prestigioso novelista D on D elillo escribía un opúsculo titulad o In the
R uins o f the Future. Reflections on Terror, Loss a nd Tim e. In the Shadow
o f Septem ber. La tesis p rim era y central, en o rd en a la interp retació n
de lo vivido en N u eva York, la cifra en la m utación sufrida p o r parte
de la experiencia individual y en lo referido a la construcción de la
id en tid ad : la nueva sensación de vivir p erm an en tem en te en el futu ro,
lo que D elillo deno m in a com o «el relu m bró n utópico del ciber-capital».
En el ciber-capital, escribe, «no existen los recuerdos [...] es ahí donde
los m ercados escapan al co ntro l y d on de el potencial de inversión no
conoce lím ites»8.
Es u na constante p o r p arte de m uchos de los defensores m ás fun-
dam entalistas del dom inio de lo económ ico en los procesos de globa-
lización el estatuir la hipótesis de u na convergencia total de los indivi­
duos del m u nd o en form as culturales hom ogéneas. Los m ercados, com o
centro sustancial de las relaciones sociales, no sólo conllevarán la co n ­
fluencia m undial en el gusto y en las m ercancías a consum ir, sino que
8. D. Delillo, En las ruinas del futuro, Circe, Barcelona, 2002, p. 7.
ejercerán su influencia en u na dim ensión m ás p ro fu n d a de o rd en sim ­
bólico que afectará a «la concepción del m u nd o, (a) la form a de pensar
e incluso (al) proceso de m editación»9. La erosión de la soberanía de los
E stados y su paralela p érd id a de valor com o instituciones generadoras
de actitudes identitarias arrastran consigo la disolución de las form as
culturales d om inantes hasta el m om ento. En esta situación de reestru c­
turación sim bólica total, de disolución de la escritura del palim psesto
que rigió el pasado, los individuos, afirm a O hm ae, se definirán p o r su
proyección en y p o r la construcción del futuro. Es ésta la nueva in ter­
pretación n egado ra de la Ilustración, la cual ni com o pasado ni com o
presente es capaz de generar procesos norm ativos, ideales utópicos. En
el co ntex to del aplanam iento total del tiem po, con la desaparición del
pasado, sin referentes de organización de la realidad ni de sentido en o r­
den a la conform ación social, los nuevos hom bres, «individuos sin atri­
butos», «han en trado en la historia, concluye n uestro autor, clam ando
venganza, y tienen reclam aciones — reclam aciones económ icas— que
plantear»10.
2.2. D e la «Zona cero» al «estado cero»
«El relu m bró n utó pico del ciber-capital», su supuesta p erm anencia
constante en el futu ro, «todo esto cam bió el 11 de Septiem bre. H oy,
u na vez m ás, la n arrativa m undial se halla en m anos de terroristas», sen­
tencia D elillo. Las acciones terroristas, advierte n uestro autor, no guar­
dan relación alguna con los que p ro testan en G énova, Praga, Seattle y
otras ciudades, quienes p reten d en am in orar las tendencias alienantes
de «un m u nd o en el que las posibilidades de autodecisión dism inuyen
p ro bablem ente p ara la m ayoría de los h abitantes de la m ayor p arte de
los países»11.
Lo que define la nueva situación es el hecho de que «la respuesta del
te rro r es una narrativa que ha ido desarrollándose a lo largo de los años
y que ah o ra p o r fin se to rn a ineludible. Son nuestras vidas y nuestras
m entes las que ah o ra se ven invadidas. Este suceso catastrófico cam bia
n uestro m odo de pensar y de actuar, segundo a segundo, sem ana tras
sem ana, y lo h ará duran te quién sabe cuántas sem anas y m eses m ás,
d uran te años inexorables»12. La acción de los terroristas es considerada
p o r D elillo com o la causa de u na percepción de la realidad p o r p ar­
te de la sociedad am ericana que in terp reta el m u nd o com o un orden
trasto cad o radicalm ente, y que, al m ism o tiem po, im plica la ausencia

9. K. Ohmae, El despliegue de las economías regionales, Universidad de Deusto, Bilbao,


1996, p. 37.
10. Ibid., pp. 17-18.
11. D. Delillo, op. cit., p. 9.
12. Ibid., pp. 8-9. El subrayado es mío.
de u na estru ctura que p ro p o rcio n e y/o justifique la categorización de
la génesis com o fuente de sentido p ara la sociedad estadounidense. El
novelista abre su trabajo, justam ente, aludiendo a este hecho: «A lo
largo de la ú ltim a década el auge de los m ercados de capital ha d o m i­
nado las corrientes de o pinión y ha co nform ado la conciencia global».
En contraposición, «la respuesta del te rro r es una narrativa que ha ido
desarrollándose a lo largo de los años y que ah o ra p o r fin se to rn a inelu-
dible»13. La contraposición, pues, no se establece com o el resultado de
u na argum entación racional que buscaría m o strar las contradicciones
o los lím ites de u na organización social com o la estadounidense. «El
A pocalipsis — escribe el novelista— no tiene lógica [...] A quí se trata
de cielo y de infierno, de un concepto de m artirio arm ado en tan to que
dram a incom parable de la experiencia hum ana». En efecto, p ara los
terroristas, que quieren traer de vuelta el pasado, la contraposición y la
negación sim bolizadas en la caída de las T orres G em elas se sitúan en el
nivel de «unas convicciones ultrajadas» p o r causa de la p repo tencia de
quienes se atreven a o cupar sus espacios sagrados. La narrativa, larga­
m ente elaborada, h a dado lugar a form as de id en tid ad y de herm an dad
que no guardan relación con la política. «Som os ricos, privilegiados y
fuertes, p ero ellos están dispuestos a m orir. H e ahí su ventaja: la llam a
de unas convicciones ultrajadas». La dim ensión de unas creencias, de
unas convicciones, de unas acciones justicieras, m ás allá de la consi­
deración concreta de las vidas concretas de los h om bres y las m ujeres
concretos que se les co ntrap on en , «ese sentido de disociación que d e­
tectam os en la expresión ‘n oso tros y ellos’ n un ca había resultado tan
llam ativo desde u na y o tra perspectiva»14.
La o rientación religiosa de carácter islam ista y fundam entalista ha
sido el referente de sentido de la narración que trad uce la percepción
del m u nd o p o r p arte de los terroristas que llevaron a cabo las acciones
en los E stados U nidos. La n arración que han elaborado los terroristas
duran te los últim os tiem pos g uarda u na relación form al absolutam ente
estrecha con el m o do según el cual se instituyeron las sociedades etn o ló ­
gicas a través de los m itos. Los «m itos de génesis» p reten d en dar cuenta
del o rd en y de la dim ensión de sentido que h a alcanzado u na form a
concreta de organización social. N o es u na explicación racional de los
posibles m undos que p o d rían em erger a p artir del origen. La form a de
n arración p ro piam en te m ítica es aquella que in ten ta explicar cóm o lo
ah o ra existente, el tipo de sociedad instituida, es el resultado de unos
hechos históricos acaecidos en dicha sociedad a p artir de un m o m ento
originario de desorden y caos. Este tipo de narración , que justam ente da
form a a u na representación del origen com o un m u nd o al revés, de algo
que no p o d ía ser en cuanto que rep resen taba el desorden y el caos, es en

13. Ibid., p. 8.
14. Ibid., p. 15.
su p ro p ia estru ctura form al u na explicitación de la génesis y del sentido
de lo que hay ah o ra com o lo único posible. Pues, p ara el m ito, lo ah o ra
existente es lo único posible, el único m u nd o o rd en ad o , la única form a
de sociedad con sentido. Esta institución de sentido de lo que hay ah ora
com o lo que debe ser surge com o resultado de u na o peración peculiar.
Se trata de la contraposición absoluta que se o p era a través del m ito
en tre lo actualm ente existente y lo que h abía al principio, el caos, que se
considera com o la im posibilidad absoluta. D e este m o do , lo actualm en­
te p resente cobra sentido en función de su radical contraposición a lo
que h abía antes, que es rep resen tado com o algo im posible. D esde esta
perspectiva la narración de cóm o ha llegado a ser lo que existe ah ora, la
narración de la génesis es y constituye la legitim ación del actual estado
de cosas. Las condiciones de posibilidad del sentido son así lo que Am o-
rós deno m in a lógica de la representación co n stitu yen te. La narrativa que
D elillo atribuye al en torn o de Bin L aden g uarda u na relación isom órfica
con la estru ctura de los m itos tal com o la acabam os de ex p o n er: juego
de contraposiciones entre lo que hay ah o ra y su negación, en este caso,
u na sociedad legitim ada y el intolerable caos.
El m ito, pues, viene a instituir u na form a invariante de rep resen ta­
ción p ara o to rgar sentido que es com ún a las distintas form as de p en ­
sam iento: «salvaje» o científico e histórico. D esde esta perspectiva, p o r
ejem plo, la R evolución francesa, en cuanto que rep resen ta el im aginario
dem ocrático de la M o d ern id ad , puede ser tratad a m ediante un análisis
estructural en la m edida en que es teo rizada según ciertos esquem as
básicos que guardan u na analogía significativa con los m itos acerca de la
génesis de sentido en un grupo o m o m en to histórico dados. A p artir del
llam ado «punto cero» de los m itos, del m o m en to p rim ero caracterizado
p o r el caos com o «m undo al revés» p o r la situación de confusión total,
se juega con u na serie de contraposiciones tan to en el orden natural
com o en el h um ano , las cuales trad ucen la necesidad de instaurar de
form a definitiva el o rd en de la cultura. Las contraposiciones explicitadas
serán diferentes según las sociedades: la contraposición hom bre-anim al,
lo crudo-lo cocido, día-noche, el espacio n atural-el lugar de lo sagra­
do, etc. «La búsqueda m ítica del ‘estado cero ’ en los m itos am ericanos
— com enta A m orós— resp on de al p ro blem a ideológico de establecer la
definición de la cultura p o r contraposición a la naturaleza»15. Se trata
de la «lógica de la represen tació n constituyente». Lo que en un p rin ci­
pio parecería u na sim ple o peración de reducción al absurdo, esto es, la
afirm ación de lo que hay com o lo que debe ser, dado que su negación
no p uede ser sino im posible, se revela com o un ro d eo h erm enéutico
desde el «punto cero» — el «m undo al revés»— hasta el o to rgam ien to de
sentido a la sociedad m ediante el juego sistem ático de contrastes. Pues
en últim o térm in o «el sentido radical, es decir, el salto del n o sentido
15. Ibid., p. 30.
al sentido ha de b ro tar así del contraste radical, la co nfro ntació n del
m u nd o tal com o se m anifiesta con su p ro p ia negación percibida com o
su p ro p ia im posibilidad»16.
La R evolución francesa, según Lévi-Strauss, es el m ito en que ha
de creer el hom b re m o derno p ara p o d er desem peñar el papel de agen­
te histórico: «El hom b re de izquierda se aferra tod av ía a un p eríodo
de la h isto ria co ntem po ránea que le dispensaba el privilegio de una
congruencia entre los im perativos prácticos y los esquem as de interp re-
tación»17. Sin em bargo, la p ro p ia concepción e interp retació n de la h is­
to ria com o un to d o no p erm itiría h ablar del acontecim iento histórico
com o el resultado de u na totalización que ten d ría un sentido unívoco,
pues el conocim iento histórico construye su objeto m ediante su p ro pio
instru m en tal de codificación y éste es necesariam ente discontinuo. Así,
d eterm inados hechos de n uestra histo ria co ntem po ránea carecerían de
relevancia com o tales hechos si les aplicáram os, p o r ejem plo, los crite­
rios de periodización que son p ertin en tes en el nivel de la p rehistoria. Y
no debe creerse que de la superposición de estos códigos se derivarían
operaciones de ajuste gradual, ya que lo que se gana de un lado se p ier­
de de o tro . Así, lo que nos aparece com o h isto ria m ás densa y co m p ren ­
siva resulta ser al m ism o tiem p o la m enos explicativa y viceversa. Podría
decirse que, com o la com prensión y la extensión de los conceptos en la
lógica clásica, varían en p ro p o rció n inversa. Así, la histo ria en tan to que
filosofía de la h istoria sería m odelada en to rn o a la ilusión de la co n ti­
n uidad totalizado ra del yo, y u na co ntinu idad tal es p ara Lévi-Strauss
«un espejism o p ro du cid o p o r constricciones de la vida social y no una
evidencia apodíctica». La m u ltitu d de procesos psíquicos individuales y
colectivos en que se resuelven los episodios de u na revolución, así com o
las evoluciones inconscientes que tienen lugar en tales fenóm enos co n ­
tingentes, ap un tan a que lo que denom inam os «hecho histórico» es el
resultado de u na «selección» de elem entos, sujetos, grupos, etc., que es­
tim am os relevantes con respecto a lo que consideram os com o aconteci­
m iento histórico. D e o tro m o do , se p ro d u ciría u na regresión al infinito.
En definitiva, la institución de la R evolución francesa com o referente de
sentido que d eterm ina la argam asa ideológica de n uestro presente com o
un salto radical en la h isto ria n o estaría alejada de los procesos co nstitu ­
yentes de sentido que se instauran en los m itos. «El etnólogo — escribe
el au to r francés— resp eta la historia, p ero no le concede un valor p rivi­
legiado. La considera com o u na b úsqueda co m plem entaria de la suya:
la u na despliega el abanico de las sociedades hum anas en el tiem po, la
otra, en el espacio»18. En realidad, el acontecim iento histórico cum ple

16. C. Amorós, «Mito», en M. Á. Quintanilla, Diccionario de filosofía contemporánea,


Sígueme, Salamanca, 1979, p. 321.
17. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, FCE, México, 1994, pp. 368-369.
18. Ibid., p. 371.
en tre n oso tros las funciones que asum e el m ito en las sociedades etn o ­
lógicas. La lógica de la represen tació n constituyente interviene tan to en
el pensam iento llam ado salvaje com o en el histórico. En analogía con
la contraposición de elem entos con que o peran los m itos de la génesis,
en la p ro p ia R evolución francesa nos en co ntraríam o s con la secuencia
que p arte de un supuesto «estado cero», de un m o m en to en el cual actúa
la hipótesis del m u nd o al revés. Así podem os advertir cóm o juegan un
papel fundam ental algunas contraposiciones que se dan en el co n tex ­
to exam inado, contraposiciones tales com o trad ició n-fu nd am entació n,
gobierno absoluto-dem ocracia, creencia-saber, dogm a-crítica, irracio ­
nal-racional, etc. Lévi-Strauss había advertido, al inicio de su o bra El
p ensam iento salvaje, que los agrupam ientos de cosas y seres llevados
a cabo p o r las sociedades etnológicas tienen com o objeto «introducir
un com ienzo de orden en el universo». D e este m o do , la estru ctura
constituyente de sentido a través de los m itos rep resen ta u na especie de
invariante del pensam iento hum ano. El au to r francés cita a este respec­
to las palabras del au to r de Principles o f A n im a l T axonom y: «Los sabios
so po rtan la d ud a y el fracaso p orqu e no les q ueda m ás rem edio que h a­
cerlo. Pero el desorden es lo único que no pueden ni deben to lerar [... ]
En su p arte teórica, la ciencia se reduce a un p o n er en orden...». Este
tex to le sirve a Lévi-Strauss p ara concluir: «A hora bien, esta exigencia
de orden se en cu entra en la base del pensam iento que llam am os p rim i­
tivo, pero sólo p o r cuanto se en cu entra en la base de to d o pensam ien-
to»19. D e esta m anera, el pensam iento salvaje es recu perado p orqu e no
sólo se nos ofrece com o un tipo de pensam iento que se rebela co n tra la
azarosa disposición de los hechos, acontecim ientos y experiencias sino
p o rq u e, adem ás, no se resigna ante el no sentido. D e este m o do , cabe
en tend er el co m p on ente m ítico que acom paña, según Lévi-Strauss, a la
represen tació n de la R evolución francesa en cuanto referente ideológi­
co fundam ental p ara el hom b re m o derno . Pues o pera a título de tal al
definir la separación radical del p u n to cero, del m o m en to p rim ero de
desorden rep resen tado p o r el A ncien R égim e, que en carna lo irracional
con respecto al o rd en de la razón rep resen tado p o r la R evolución. En
este caso, «el paradigm a absoluto con respecto al cual se define com o
racional el estado de cosas constituido es la razón constituyente, que, a
su vez, se define a sí m ism a com o el fun dam en to de un o rd en racional.
En este sentido, su au toconstitución en la represen tació n ideológica de­
term in a u na especie de salto en el vacío que n o deja de ten er afinidades
con el ‘estado cero ’ de los m itos am ericanos»20.

19. Ibid., p. 25.


20. C. Amorós, «Mito», p. 320. Desde esta perspectiva quizá la formulación más canónica
de la razón constituyente en la Modernidad sea la ofrecida por Kant en el Prefacio a la Crítica de
la razón pura: «Ynuestra época es la propia de la crítica, a la cual todo ha de someterse. En vano
pretendan escapar de ella la religión por santa y la legislación por majestuosa, que excitarán
La hom ología entre el «estado cero» y la «zona cero» no puede pasar
inadvertida. A unque, sin el ap arato herm enéutico de los m itos al que
hem os hecho referencia, ni el pro pó sito de com prensión de los hechos a
través de las estructuras form ales de la narrativa m ítica de génesis y legi­
tim ación, D elillo p ro p o n e, exactam ente, la creación de u na «contra-na­
rrativa»: «La narrativa concluye con los escom bros, y a n osotros nos co­
rresponde la tarea de crear una contra-narrativa»21. La contra-narrativa
intenta, m íticam ente, reordenar, proveer de sentido a un E stados U nidos
al «que le gusta pensar que inventó el futuro [...] pero esta vez estam os
inten tan do darle un nom bre al futuro, no al uso habitual y esperanzado
sino guiados p o r el tem or». La co ntra-narrativa es, así, la expresión de la
angustia de vivir en una sociedad que parece haber p erdido los códigos
significativos de su p ro p ia historia, los códigos referidos a la construc­
ción solidaria durante el triple ataque terrorista, así com o hacen m en ­
ción de las historias de heroísm o y de los relatos lum inosos. La invarian­
te del pensam iento p ara o to rgar sentido que se contiene ya en los m itos,
sin em bargo, la estructura p ro fun da, inconsciente, que está en la base
de los m ism os, integra tam bién los hechos inventados, las lecturas id eo ­
lógicas, la fuerza de im ágenes n unca vividas, el recuerdo de am igos que
no existieron. «También eso, esa historia fantasm agórica de recuerdos
falsos y pérdidas im aginarias, form a p arte de la contra-narrativa»22. Las
cenizas, el polvo, el caos, el radical desorden de la «zona cero» rep resen ­
ta el p u n to de p artid a de una co ntra-narrativa que, p o r contraposición
radical a esa situación y com o en un salto cualitativo a o tro orden de
ser, tiene p o r objeto instituir el necesario sentido que ha de albergar una
sociedad bien o rdenada, situada, en este caso, entre el pasado y el futuro.

3. F undam entalism o y proceso co nstituyente


3.1. D e los problem as de la «génesis» com o institución del sentido
Los efectos inm ediatos del triple aten tado del 11 de Septiem bre tuvie­
ron u na p rim era reacción, cuya dinám ica sim bólica e ideológica hem os
reflejado parcialm ente en los denom inados procesos isom órficos con los
m itos de la génesis. La situación de desconcierto total e indefensión es
la reflejada p o r la conocida «C arta de A m érica», firm ada p o r sesenta in ­
telectuales: «¿Por qué? ¿Por qué hem os sido el objetivo de estos odiosos
ataques? ¿Por qué quieren m atarnos?»23. E stam os ante u na percepción
entonces motivadas sospechas y no podrán exigir el sincero respeto que sólo concede la razón
a lo que puede afrontar su examen público y libre».
21. D. Delillo, op. cit., p. 19.
22. Ibid., p. 23.
23. A. Etzioni, F. Fukuyama, S. Huntington et al., «Por qué luchamos. Carta de América»:
Instituto de los Valores Americano (Nueva York) (febrero 2002), p. 1. Traducción de F. Seguí.
de sentido del m u nd o com o de un m u nd o al revés. G. W. Bush, en el
p rim er discurso oficial en el C apitolio tras el 11 de Septiem bre, se refie­
re a tales hechos afirm ando: «Todo nos llegó en un solo día y la noche
cayó sobre un m u nd o diferente, un m u nd o en el que la libertad m ism a
está bajo am enaza»24. En palabras de p arecido ten o r con las que Lévi-
Strauss recoge en los m itos indios, Bush dibuja el m u nd o com o sum ido
en las tinieblas («oscura am enaza de violencia»), sin que rija la cadencia
tem p oral del día y de la n oche, sum ergido en un caos total. Un m u n ­
do, p o r o tra p arte, que quiere ser im puesto frente al o rd en que regía,
en o tro tiem p o, a la sociedad estadounidense. Los terroristas habrían
trasto cad o el orden del universo: «estos terroristas no m atan sólo p ara
extinguir vidas — insiste el presidente— , sino p ara in terru m p ir y p o n er
fin a u na m anera de vivir»; p ara socavar, al m ism o tiem po, los cim ientos
de la p ro p ia sociedad estadounidense que se legitim aba p o r «un gobier­
no d em ocráticam ente elegido [... ] n uestra libertad de religión, nuestra
libertad de expresión, n uestra libertad de v o tar y congregarnos y de
estar en desacuerdo con nosotros»25.
Fue sintom ático que el presidente tard ara tiem p o en d eterm inar el
sentido y el valor de los ataques a las T orres G em elas, así com o en hacer
públicos sus v erdad ero s proyectos de g uerra y las dim ensiones de la m is­
m a en relación con el resto del m undo. Así, si en el m o m en to p rim ero
de la acción terro rista convocó a sus ciudadanos p ara llevar a cabo «una
cruzada» co n tra «los m alhechores», los asesores del presidente p idieron
excusas p o r «por h aber usado ese térm ino», dadas las connotaciones
históricas que contiene. Pero ese m ism o día, y a p ro pó sito de la visita
de Jacques C hirac, quien antes de la visita a Bush había m anifestado sus
reservas sobre la term inología bélica, el presidente de los E stados U ni­
dos se refirió ind istintam ente y sin precisión alguna «al conflicto», «la
lucha» o «la situación». K aren H ugues, la influyente asesora de prensa
de la C asa Blanca, arg um entaría que la m ultiplicidad de los térm inos
tuvo p o r objeto infu nd ir tran q u ilid ad en la población. D e m o do que,
pasados esos instantes, decidió consagrar el térm in o «guerra», acción
reactiva ante los actos terroristas, com o un m odo de «inflam ar el senti­
m iento p atriótico»26.
El presidente de los E stados U nidos en su p rim era alocución oficial,
el día 21 de septiem bre de 2 00 1, diseñó u na estrategia m ilitar que, aun
en los térm in os universalistas y de dim ensiones civilizatorias en los que
la exponía, estaba o rientad a a «derro tar al terrorism o com o u na am e­
naza a n uestra vida». La reacción p rim era de sus conciudadanos, sin
em bargo, estuvo d om inada, com o hem os venido insistiendo, p o r la idea

24. G. W. Bush, «Discurso en el Capitolio», Washington, 21 de septiembre de 2001. Hay


varias traducciones en la Red.
25. Discurso citado.
26. Cf. El País, 20 de septiembre de 2001.
y la necesidad de construir u na nueva n arrativa que, desde el «punto
cero», rep resen tara el proceso de constitución de sentido, trib u tario del
orden que se p reten d ía adjudicar a su p ro p ia sociedad. A hora bien, lo
que en un p rim er m o m en to, es decir, en la reacción ante el acto terro ris­
ta del 11 de S eptiem bre, hem os in ten tad o asociar a la estru ctura form al
de los «m itos de génesis» ha acabado p o r traspasar los lím ites de la «de­
fensa» p ro p ia p ara en trar en el ám bito de lo que V ernant, refiriéndose al
m u nd o griego, d enom inó «m itos de soberanía». V ernant co ntrap on e el
m ito de la génesis, el cual p reg u n ta cóm o ha surgido un m u nd o o rd en a­
do a p artir del caos, del «punto cero», al m ito de soberanía, el cual, p or
su p arte, responde m ás bien a la p reg u n ta de quién es ah o ra ya «el dios
soberano». «El establecim iento de un p o d er soberano y la fundación del
orden aparecen com o los dos aspectos inseparables de un m ism o dram a
divino, com o el trofeo de u na m ism a lucha, com o el fruto de u na m is­
m a victoria»27. D esde esta perspectiva interp retativa lo que estaba en
cuestión, al año siguiente, casi en las fechas que habían corresp on did o
al golpe terrorista, no era ya la d eterm inación categorial de la razón
constituyente que inspirara la fundación de un o rd en al nivel del grado
de autoorganización y de autop ercep ción corresp on dien tes a la nueva
sociedad estadounidense. El 25 de septiem bre de 2 00 2, la C asa Blanca
dio a conocer un escrito titulad o «La estrategia de seguridad nacional
de los E stados U nidos». Este escrito m arca un nuevo nivel de p ercep ­
ción de sí y del m u nd o que se define p o r la decisión, p o r la volun tad
de establecerse y legitim arse no sólo com o un p o d er absoluto, el m ayor
del globo, sino que se instituye al m ism o tiem po com o el p o d er de o r­
ganizar, de establecer el lugar que corresponde al resto de los E stados en
el m u nd o realm ente existente. D iversos analistas políticos, politólogos
e internacionalistas han deno m in ado esta nueva deriva estadounidense
«Im perialism o». Éste es el sentido, p o r o tra p arte, que se sustancia en el
d ocum ento «Estrategia de seguridad nacional...»: la creación de nuevo
orden intern acio nal instaurad o en y desde el p o d er que o stentan hoy
los E stados U nidos. «La estrategia de seguridad nacional de los Estados
U nidos — se lee en el d ocum ento citado— estará basada en un claro
internacionalism o am ericano que refleje la u nión entre nuestros valores
y n uestros intereses nacionales». E stados U nidos se siente interpelado
para llevar a cabo la defensa de la justicia y la libertad de cualquier p er­
sona en cualquier p arte del m undo. El resultado de esta concepción so-
teriológica au to-atribu ida es form ulado, sin am bages, en las líneas fina­
les del A partado III en los siguientes térm inos: «Estam os im pulsando un
nuevo tipo m ás p ro du ctivo de relaciones internacionales y redefiniendo
las existentes de m anera que asum an los retos del siglo xxi».
V ernant, en su o bra L os orígenes del p ensam iento griego, hacía n o tar
que esta concepción del p o d er soberano y de la adjudicación del d ere­
27. J.-P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1979, p. 89.
cho a establecer el orden en el resto del m u nd o no se com padecía con
la idea de arjé que los prim eros filósofos griegos habían acuñado. La
idea de arjé, en cuanto fun dam en to, ten ía su origen en el ám bito abierto
p o r la filosofía política que h abía situado el p o d er en to m esón , en el
«centro». Esta expresión cifraba la gran revolución p olítica y del p ensa­
m iento inaug urad a en O ccidente: el p o d er ya no depend ía del soberano
sino que, situado en to m esón , estaba ligado a los ciudadanos, los cuales,
desde ahora, se enco ntrab an tod os a «igual distancia» de dicho poder.
D e este m odo se inauguraba un nuevo m o do de pensar y de llevar a
cabo la política, esto es, a través del «espacio público», el nuevo arjé, el
nuevo fu n d a m en to de la ciudad. La p olítica q uedaba ligada, a p artir de
este m o m en to, a la opinió n, a la discusión, a la argum entación y a la de­
cisión dem ocrática p o r p arte de los ciudadanos. Por contraposición, «el
m ito de soberanía» cerraba el paso a la secularización del p o d er llevada
a cabo p o r la filosofía y no perm itía el ejercicio p ro piam en te político.
La instauración del p o d er absoluto, sin la legitim ación que o to rg a la
o pinión co ntrastada dem ocráticam ente p o r parte de los ciudadanos o
p o r los grupos concernidos, no se atiene a leyes sino que im pone arbi­
trariam ente su voluntad. La m arginación de las leyes, legitim adas p o r la
vo lu n tad p o p u lar o p o r las instituciones internacionales representativas,
da paso a una de las perversiones de m ás largo alcance en la política:
el adversario político es suplantado p o r el «enem igo», lo cual perm ite
crim inalizar tan to al g obernante com o a su pueblo. El resultado de este
proceso de anulación de los principios de la p olítica fun dam en ta y jus­
tifica la destrucción total de «los otros» en v irtu d de la defensa de los
principios m orales y de la justicia, ya que n o existen ni la política ni las
leyes p ro piam en te dichas.
Por n u estra p arte, tratam o s los dos niveles de p ensam iento d eri­
vados del 11 de S eptiem bre, que hem os o p tad o p o r rep resen tar en los
dos tipos de m itos, el «m ito de génesis» y «el m ito de soberanía», en
sendos trabajos diferenciados. En este trabajo p rim ero nos aten drem os
a los procesos de co nform ación de sentido y de id en tid ad que, reactiva­
m ente, se p lan tearo n el pueblo estadounidense, las instancias de p o d er
y las académ icas tras el estu p o r y el desconcierto sim bolizados en la
caída de las T orres G em elas.
3.2. D el m ito de emergencia al «m ito de soberanía»
Las condiciones herm enéuticas que nos están perm itiend o in terp retar
las dem andas de id entidad y de sentido p o r p arte de los ciudadanos
estadounidenses las hem os tom ado prestadas del pensam iento que vino
a form ular Lévi-Strauss en su revolucionaria concepción de los m itos. El
núcleo central de n uestro trabajo reside en hacer p atente lo que Am o-
rós, rein terp retan d o el pensam iento del an trop ólog o francés, ha d en o ­
m inado la lógica de la representación constituyente. Se tra ta de la form a
ideológica que está en la base de la estru ctura narrativa m ediante la cual
los pueblos tran sm u tan u na serie de hechos que les han acontecido, a
p artir de un m o m en to de crisis total o de desorden radical, hasta inser­
tarlos «en un sistem a coherente y totalizado r de representaciones»28.
Los hechos o los datos que son relevantes p ara un pueblo d eterm inado
com o expresión del desorden o la crisis radical son algo privativo de
las percepciones de cada u no de ellos. Los actos terroristas del 11 de
S eptiem bre tienen, sin duda, u na lectura m uy distinta p o r p arte de los
europeos, m uchos de cuyos países los han so p o rtad o o luchan aún co n ­
tra ellos. Y com o deriva de tal lectura cam bian, igualm ente, las form as
de hacerles frente, los instru m en tos p ara com batirlos. A hora bien, la
actitud de perplejidad, la categorización de unos hechos com o absolu­
tam ente inasim ilables en el im aginario p ro p io son específicas de grupos
h um anos determ inados.
La au toconstitución del sentido, desde lo irracional o el desorden a
lo racional o al estado de cosas actual que se define com o lo que real­
m ente debe ser, se o p era a través de un paradig m a absoluto, que en el
caso exam inado de la R evolución francesa fue la razón constituyente.
En la M o d ern id ad , la razón sirvió de referente fundam ental en la lógica
de la represen tació n constituyente que dio lugar a lo que Lévi-Strauss
— lo citam os de nuevo— , refiriéndose a la R evolución francesa, consi­
deró com o el m ito con relación al cual «el hom bre de izquierda se aferra
todavía a un p erío d o de la h isto ria co ntem po ránea que le dispensaba el
privilegio de u na congruencia entre los im perativos prácticos y los es­
quem as de interp retació n» 29. ¿Cuál es, en n uestro caso, el referente que
actúa com o categorizador fundam ental de la necesaria congruencia que
dem andan los ciudadanos estadounidenses entre el o rd en de la práctica
y el m u nd o sim bólico que ha generado dicha sociedad? Sin duda, com o
herencia europea, la referencia ideológica principal de los blancos am e­
ricanos se estru ctura en to rn o a la idea de razón m o derna, com o puede
verse, p o r o tro lado, en los m entores políticos de la nueva nación, com o
es el caso privilegiado de Locke. A hora bien, adem ás de sus variantes en
la in terp retació n de la razón m o derna, los creadores de la nación esta­
dounidense asum ieron un rasgo de carácter religioso que establece una
distinción fuerte en la gram ática p ro fu n d a que info rm a tan to la política
com o la concepción de la sociedad y del p ro p io individuo. El rasgo p e­
culiar tiene que ver con la relación entre razón y religión, cuya interre-
lación d eterm ina el tipo de política p ro p ia y la actitud g enerada con res­
pecto al resto del m u nd o. En E uro pa la M o d ern id ad trajo consigo que la
razón se constituyera en tribu nal de lo que debía ser convalidado com o
v erdad ero o valioso, incluyendo la religión. El resultado fue el proceso
de radicalización en la concepción secularizada de tod as las form as de

28. Ibid., p. 320.


29. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, pp. 368-369.
vida social y política, frente al dom inio an terio r ejercido p o r la religión,
así com o u na reconceptualización filosófica del fenóm eno religioso des­
de K ant a H egel, D avid Strauss, B runo Bauer, F euerbach, M arx o N ietz-
sche, etc., que afectó tan to a la h istoricidad del cristianism o com o a sus
supuestas relaciones de su perio ridad con respecto a las religiones vete-
rotestam en tarias, etc. Por el co ntrario , el exam en y la crítica filosóficos
de la religión, en la línea de u na interp retació n secularizadora de la m is­
m a, estuvo ausente del im aginario sim bólico que inspiró la R evolución
am ericana. C om o acaba de m o strar A ranzadi, en su p orm eno rizado es­
tud io sobre los orígenes de los diversos E stados que d ieron lugar a los
E stados U nidos, la labor constitucional de los padres fun dado res estuvo
m arcada p o r la presencia difum inada, pero decisiva, del puritanism o.
Juan A ranzadi destaca cuatro aspectos im p ortan tes de la cultura p o ­
lítico-religiosa que han m arcado hasta ahora, a m o do de inconsciente
m ítico, los criterios prácticos de actuación política in tern a y los que
han ten id o com o objeto el o rd en internacional. En p rim er lugar, la p re ­
sencia en el p ro p io co n trato p olítico, de inspiración lockeana, de una
supuesta alianza con D ios que se traduce en la alusión a las leyes del
«Dios de la naturaleza» o en la in tro du cció n de dim ensiones religiosas
en la p ro p ia concepción de los derechos hum anos, al insertarlos d entro
de la referencia de los «dones del C reador». La restricción p rim era de
los derechos políticos a u na m in oría de p ro pietario s que, p o r influencia
del puritanism o, rep resen taban al grupo de los elegidos p o r D ios sería
el segundo de los aspectos, de carácter religioso, presente en los padres
fundadores. En tercer lugar, escribe n uestro autor, «la concepción lim i­
tativa del gobierno dem ocrático de la C onstitución am ericana es una
herencia del pesim ism o an tropológico de los puritanos». Por últim o,
la huella m ás destacada y perdu rable se en cu entra en «la concepción
del nuevo m u nd o com o un ‘nuevo Israel’ y del pueblo estadounidense
com o un ‘pueblo elegido’, con un D estino M anifiesto im puesto p o r la
Providencia D ivina»30. N o deja de p ro vo car u na cierta perplejidad, de
p lantear casi u na aporía, el hecho de que una inm ensa m ayoría de los
estadounidenses se confiesen creyentes, incluso que han ten id o co ntac­
tos con la divinidad, y, sin em bargo, sólo acudan a v o tar en to rn o a un
4 0% de ciudadanos. Este dato cobra especial relevancia hoy en día. El
p ro p io H u n tin g to n ha fun dam en tado , com o escribíam os en el an terior
capítulo, el posible socavam iento de la civilización occidental en la es­
casa práctica religiosa de los europeos:
Los estadounidenses, a diferencia de los europeos, creen mayoritaria-
mente en Dios, se consideran gente religiosa y asisten a la iglesia en
gran número [... ] El desgaste del cristianismo entre los occidentales es

30. J. Aranzadi, El escudo de Arquíloco. Sobre mesías, mártires y terroristas, Visor, Ma­
drid, 2001, pp. 181-182.
probable que sea, en el peor de los casos, sólo una amenaza a muy lar­
go plazo para la salud de la civilización occidental [...] Los principios
políticos son una base poco firme para construir sobre ella una colecti­
vidad duradera [...] Sin los Estados Unidos, Occidente se convierte en
una parte minúscula y decreciente de la población del mundo, en una
península pequeña y sin trascendencia, situada en el extremo de la masa
continental euroasiática31.
3.3. L a lógica co nstitu yen te de la contra-narrativa
La «contra-narrativa» sobre el «verdadero» o rd en y sentido de la socie­
dad estadounidense, que se había convertido en u na d em anda a causa
del 11 de Septiem bre, llegó a co brar form a en un tex to fundam ental,
editado en febrero de 2 002, conocido com o «C arta de A m érica»32.
El grupo de sesenta intelectuales que lo firm an, p ertenecientes a los
cam pos de la filosofía, de la religión, de la política o de las relaciones
internacionales, son profesores de diversas universidades o m iem bros
de institutos de investigación. La o bra de los sesenta intelectuales está
cen trad a en la reinstauración de sentido en la sociedad advenida tras
los actos terroristas. Es ésta u na sociedad que se agita ante la dificul­
tad de en co n trar m ediaciones teóricas o prácticas que p erm itan no ya
justificar los actos terroristas sino co m p rend er el alcance estratégico de
los m ism os, las dim ensiones reales de las fuerzas de destrucción de que
disponen e, incluso, establecer relaciones subjetivas de racionalidad que
expliciten las dim ensiones ideológicas contenidas en dichas acciones.
El v erdad ero im pacto de los m iem bros de Al Q aeda radica en haber
conseguido p o n er en crisis no ya sólo el sentido m ás inm ediato de segu­
ridad de la sociedad estadounidense, lo cual es explicable, sino el haber
originado u na situación de auténtico «punto cero», de percepción de un
caos tan radical que causa un vacío p ro fu n d o de sentido, la sensación
de inm ersión en un «m undo al revés». La situación de «perplejidad»
p o r p arte de un pueblo o u na nación ante un hecho histórico, la d e­
term inación de la presencia de contradicciones que se m uestran com o
irresolubles en la conform ación de la vida de un g ru po son actitudes y
percepciones que g uardan u na estrecha relación con el im aginario sim ­
bólico de cada pueblo y con los procesos históricos de inserción en el
m arco de sus relaciones con el exterior. Las interp retacio nes de la gue­
rra co n tra Irak, en la p rim era sem ana de febrero de 2 003, m o straro n,
con to d a claridad, la plu ralidad de m arcos categoriales e interp retativo s
de u na m ism a realidad: cuál es la posición geoestratégica y la dim ensión
valorativa del peligro real que en trañ a un régim en com o el de Sadam
31. S. P. Huntington, El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mun­
dial, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 365-368. El subrayado es mío.
32. A. Etzioni, F. Fukuyama, S. Huntington et al., «Por qué luchamos: carta de América»:
Instituto de los Valores Americanos, New York, febrero de 2002. Traducción de F. Seguí en
Revista Internacional de Filosofía Política 21 (2003), pp. 243-257.
H ussein, así com o los cauces p ro pio s, en el m arco de las dem ocracias,
p ara u na acción de castigo.
El m o do de insertarse en la realidad histórica, la n arrativa ideológi­
ca del origen serían, pues, en n uestro caso, lo que p o d ría h aber m o tiva­
do la errática calificación del 11 de S eptiem bre p o r p arte del gobierno y
de los ciudadanos estadounidenses. En los m o m en tos iniciales, se acuñó
el calificativo de «cruzada» p ara calificar la reacción de fuerza que los
E stados U nidos pensaban consagrar frente a los terroristas. Un m ín i­
m o conocim iento de la h isto ria no p uede ign orar «los dem onios» que
despierta dicho térm in o a p artir del 1096, fecha de la p rim era invasión
eu rop ea de las tierras árabes. En su reciente libro Las cruzadas vistas por
los árabes, M aalo uf enfatiza la presencia, aún hoy, de aquellas aventuras
occidentales de invasión y saqueo en el im aginario de O riente. Para
O ccidente las «cruzadas» habrían significado u na revolución económ ica
y cultural. Para O rien te, sin em bargo, largos siglos de decadencia y os­
curantism o. «Por ello — insiste M aalouf— , seguim os asistiendo hoy en
día a un alternancia con frecuencia b ru tal entre fases de occidentaliza-
ción forzada y fases de integrism o a ultran za fuertem ente xenófobo»33.
La utilización, pues, del térm in o «cruzada» ap un ta hacia un horizo nte
de guerras interm inables de religión y vuelve a encender el rescoldo
de heridas no cerradas. Es m ás, tal p ro p u esta p o d ía generar no pocos
problem as intern os si tenem os en cuen ta el alto núm ero de m usulm anes
creyentes que son ciudadanos estadounidenses. En u na lectura distinta,
diversos rep resen tantes de la A dm inistración, p o r o tro lado, hablaron
de un m u nd o nuevo de terrorism o generalizado. Las consecuencias de
esta interp retació n abrían, a su vez, graves interro gantes desde el p u n to
de vista del derecho intern acio nal y de la soberanía de los E stados. Si
bien el secretario de E stado fue m ás cauto y habló de «nuevas leyes
p ara m ejorar nuestra capacidad de respuesta», algunos p arlam entarios,
p o r su p arte, pid ieron inm ediatam ente el levantam iento de las restric­
ciones que im puso C arter a la CIA, la restricción de la «licencia p ara
m atar». P ara tales parlam en tarios, «es necesario ‘ap ren d er’ de Israel y
de su p olítica de asesinar preventivam ente a los palestinos sospecho­
sos de organizar ataques terroristas»34. O tro s especialistas en relaciones
internacionales, com o lo explicitó H u n tin g to n en declaraciones inm e­
diatas a D ie Z e it, calificaron los sucesos com o «un ataque de vulgares
bárbaros», que llevarían a E stados U nidos a «reforzar decididam ente
la cooperación con los servicios de o tro s países». Finalm ente, com o se
sabe, acabó im poniéndose la in terp retació n de «guerra» p ara caracteri­
zar el triple aten tad o terrorista, aun cuando no hubiere país alguno al
que se p ud ieran im p utar tales hechos terroristas. El presidente, G eor-
ge W. Bush, acabaría sancionando la situación generada y la definió

33. A. Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes, Alianza, Madrid, 2002, p. 362.
34. Cf. El País, 17 de septiembre de 2001.
com o «guerra», según la form ulación que se consideró m ás adecuada,
en su «D iscurso en el C apitolio», del 21 de septiem bre, afirm ando que
«en n uestro d olor y en n uestra ira, hem os en co ntrad o nuestra m isión y
n uestro m om en to. La libertad y el tem o r están en guerra [... ] L ibertad y
terror, justicia y crueldad, siem pre han estado en guerra y sabem os que
D ios no es neutral».
La tarea, pues, de los firm antes de la «C arta de Am érica» consistía
en g enerar un nuevo proceso ideológico de o rd en y de legitim ación
p ara el p ueblo estado un id en se com o co ntra-n arrativ a de aquel estado
de cosas que Bush, en su «D iscurso en el C apitolio», categorizó con la
expresión «la n oche cayó sobre un m u nd o diferente». La h isto ria n o ha
conducido a nin gu na form a co ncreta de inteligibilidad últim a, com o
algunos apologetas del sta tu quo habían in ten tad o p ro p ag ar tras los
finales de 1989, sino que, en térm in os de Lévi-Strauss, «es la h isto ria la
que sirve de p u n to de p artid a p ara to d a b úsq ueda de inteligibilidad»35.
D esde esta perspectiva, algunos de los acontecim ientos de la h isto ria
m o d ern a, com o la R evolución am ericana o la francesa, n o p ued en se­
guir siendo tratad o s com o la totalización ú ltim a de la h isto ria ni p ro ­
p o rcio n an el definitivo criterio que oto rgu e «una co ngruencia entre los
im perativos prácticos y los esquem as de interp retació n» . En la «C arta
de A m érica», tras el P reám bulo, el ap artad o p rim ero se abre con los
in terro g an tes ¿Por qué? ¿Por qué quieren m atarnos?, ex p o n ien d o a
continuación:
Reconocemos que a veces nuestra nación ha actuado con arrogancia e
ignorancia hacia otras sociedades. A veces nuestra nación ha llevado a
cabo políticas erróneas e injustas [... ] No podemos urgir a otras socieda­
des que obren de acuerdo con unos principios morales sin que, simul­
táneamente, admitamos el fracaso de nuestra propia sociedad en actuar
conforme a esos principios.
A unque esta confesión no puede significar n unca la justificación de
la m uerte v iolenta de víctim as inocentes, sí parece expresar la necesaria
revisión ideológica del proceso constituyente, que m u estra ah o ra d i­
m ensiones inconscientes en los pro pio s procesos de creación de sentido
y de legitim ación.
D esde esta posición de rein stauración ideológica del im aginario
social y político, la «C arta de A m érica», d ad a la p reten sió n teó rica de
refu nd ació n que alberga, p uede ser leída y ex am in ada en térm in o s de
«m ito de origen», aten d ien d o a los procesos de rep resen tació n que se
han llevado a cabo p o r p arte de la sociedad estadounidense tras los su­
cesos del 11 de S eptiem bre. U na vez pasados los p rim eros m o m en tos
de desconcierto y del estado de caos, las élites dirigentes políticas, eco ­

35. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, p. 380.


nóm icas y culturales h an in terp retad o los hechos h istóricos acaecidos
desde la altu ra de la nueva conciencia que la sociedad h a to m ad o de sí
m ism a, del nuevo o rd en en que se in ten ta estructurar. En cu an to «ne­
gación de la negación» del terro rism o com o «el desord en total», «cuya
m eta es recrear el m u nd o e im p o n er sus creencias radicales» (B ush), el
nuevo sta tu quo se define, al m ism o tiem p o, com o u n a sociedad en
g uerra, la cual se ex tiend e a to d o el orbe: «ésta es u na lucha del m u n ­
do», afirm ó Bush. La percep ción que ha alcanzado la n ueva sociedad
de sí m ism a com o la ú nica form a posible de vida legitim a, p o r o tra
p arte, la indefinición de dicha g u erra en el tiem p o y en el espacio: «el
curso de este conflicto n o se conoce». La lógica, en fin, de esta re p re ­
sentación constitu yen te instituye a la n ueva sociedad en u na sociedad
justiciera: «Ya sea que llevem os nuestro s enem igos a la justicia o la jus­
ticia a n uestro s enem igos, así lo cum plirem os», en palabras de su
presidente.
3.4. D em ocracia com o «religión civil»
¿Cuál es el estatuto del referente de sentido al que rem ite la rep resen ­
tación constituyente que va a ser objeto de los m entores de la «C arta
de Am érica»? La fuerte im p ro n ta de lo que h a venido a denom inarse
com o la «religión civil» estadounidense se reinstituye com o el sustrato
significativo, de carácter ideológico e inconsciente36. E sta m atriz, reac­
tivada en la «C arta de Am érica», es la que nos perm ite caracterizar el
in ten to racionalizador del nuevo nivel de conciencia de la sociedad esta­
dounidense, tras los hechos del 11 de Septiem bre, com o representación
constituyente fundam entalista. La tóp ica d eno m in ada fundam entalista
tiene su origen en doce opúsculos, publicados en los E stados U nidos a
com ienzos del siglo x x. En ellos viene a confluir la preocu pación de un
gru po de creyentes, alineados en el pro testan tism o estadounidense, que
se o po nen a las diferentes herm enéuticas m o dernas en to rn o a la Biblia.
Los «fundam entalistas», así llam ados p o r el nom b re con que publicaron

36. Haciéndose eco de la afirmación de Eisenhower «La democracia es la expresión políti­


ca de una religión profundamente sentida», Aranzadi destaca la vasta dimensión de la «religión
civil» propia de los Estados Unidos, la cual, y en la senda teorizada por Bellah, permitiría que
un negro fuera presidente de la nación, pese a la dificultad que representa tal suerte de aconte­
cimiento. Pero lo que resulta imposible, en cambio, es que un ateo o un agnóstico lo puedan ser.
Las fuentes de esta «religión civil» las sitúa Aranzadi, en primer lugar, en los textos sagrados, en
la Biblia. En segundo lugar, la fuente más inmediata de la «religión civil» se encontraría en la
propia historia del nuevo continente. Muchos de los hechos históricos relacionados con la inde­
pendencia y la guerra civil estadounidenses son «juzgados como ‘reveladores’ en la medida en
que revelan el plan salvífico de Dios en relación con su ‘pueblo escogido’, la nación americana,
convertida en Nuevo Israel». De este modo, así como los textos bíblicos actúan como arqueti­
pos, los acontecimientos de la experiencia americana se convierten en los acontecimientos inme­
diatos de la nueva revelación, por medio de los cuales «los fieles de la ‘religión civil’ interpretan
el significado de su vida nacional y los propósitos de Dios en la historia» (J. Aranzadi, op. cit.,
pp. 303-304).
los doce opúsculos37, rep resen tan un m ovim iento, d en tro del cristianis­
m o, que defienden una interp retació n literal de la Biblia, incluso en sus
aspectos m ás m íticos, com o las narraciones del G énesis. La vivencia y
la relación con D ios las sienten am enazadas p o r los avances científicos
y las ideas ilustradas. D esde el p u n to de vista filosófico, político o cul­
tural, el fundam entalism o puede ser definido com o «la creencia de que
la p ro p ia posición en el discurso es, al m ism o tiem po, u na m eta-po si­
ción m ás allá de sus reglas»38 . El «fundam entalism o», pues, se inserta
en un o rd en categorial de interp retació n del m u nd o que no deja lugar
p ara la discusión y contrastación racionales de sus principios. El discur­
so fundam entalista p on e cabe sí y elim ina los elem entos del discurso
de la m o dernidad, tales com o el carácter de h erm en eu ta insoslayable
que adquiere el individuo o la dim ensión argum entativa que im pone
la razón, guiada p o r las exigencias form ales de to d o discurso con «pre­
tensión» de universalidad, fundada en el conocim iento p ro p o rcio n ad o
p o r las diversas ciencias. En definitiva, lo que se ha llam ado «la cultura
de razones». N u estra tesis, en este m o m en to, ap un ta al hecho de que
el «fundam entalism o», com o u na estru ctura de p ensam iento ideológ i­
co e inconsciente, está en la base de los procesos de racionalización
del im aginario social estadounidense que está siendo instituido desde
las instancias del p o d er y de la cultura dom inantes. Este im aginario es
am pliam ente com p artid o p o r los blancos, am ericanos, angloparlantes.
D esde esta perspectiva y en función de los nuevos tiem pos recién in ­
augurados, la «C arta de Am érica» ofrece el esfuerzo m ás sistem ático y
preciso p ara fun dam en tar y legitim ar dicho im aginario. Por ello, pues,
pasam os a detallar algunos de los elem entos m ás relevantes de dicho
p ro n tu ario , en el co ntex to de la recreación del o rd en m undial que se ha
in ten tad o a p artir del 11 de S eptiem bre de 2001.
3.4.1. El «pueblo am ericano» com o criterio norm ativo
del dem os universal
La «zona cero», sus escenas de h o rro r, la im previsibilidad de tal ataque
y la destrucción de ciertos sím bolos de la vida estadounidense han m ar­
cado, definitivam ente, la reorganización del im aginario de este pueblo.
Tras el breve p reám bulo del escrito que analizam os, se p regu ntan en el
segundo p un to : «¿Cuáles son los valores am ericanos?». Se trata tan to de
u na resim bolización de sus ideales que sirve de co ntra-n arrativa frente
a los que aducen actuar en función de un o rd en de valores superiores
a los rep resen tado s p o r el pueblo am ericano. La p regu nta, pues, es un

37. El título bajo el cual se publicaron los doce opúsculos es The Fundamentals: A testi-
mony to the truth.
38. T. Meyer, «El fundamentalismo en la República Federal Alemana»: Debats (junio de
1990), p. 87.
rearm e ideológico, p ero tam bién un afro ntam iento de la m irad a del
resto del m u nd o que, ind ep end ien tem en te de la solidaridad con las víc­
tim as, parece p o n er en cu aren tena las dim ensiones civilizatorias de los
E stados U nidos.
¿Cuáles son los valores am ericanos? La respuesta, de un interés
especial, viene determ inada p o r el p rim er p árrafo de la C arta: «A ve­
ces u na nación se ve en la necesidad de defenderse haciendo uso de
la fuerza de las arm as». D e este m o do , la reinstitución de los valores
am ericanos vuelve a cobrar u na cierta aura, la de pueblo elegido, que
ha de hacer presente el carácter cuasi sagrado de su fundación en un
m o m en to de dram ática existencia. Por ello m ism o, vuelven a los o rí­
genes, a los padres fundadores de los E stados U nidos. Éstos, afirm an
los autores de la C arta, basaron los cim ientos de la nueva nación en la
«convicción de que existen unas verdades m orales universales (que los
fun dado res de nuestra nación llam aron ‘Leyes de la N atu raleza y del
D ios de la N atu raleza’) y a las que tod as las personas tienen acceso». Se
fija así u na legitim ación de linaje frente a la posible in terp retació n de
los terroristas com o creyentes. En el ap artad o tercero , que se estable­
ce bajo el in terro g an te «¿Y Dios?», se autodefinen en los térm in os de
«con m ucho som os la sociedad m ás religiosa del m u nd o [... ] ciudadanos
(que) recitan un juram en to de lealtad a u na ‘nación bajo la au toridad
de D ios’ y que pro clam a en sus tribunales e inscribe en su m o n ed a el
lem a C onfiam os en Dios». La resacralización de la vida personal y civil
o to rg a la seguridad de poseer la v erdad, «aunque n uestro conocim iento
individual y colectivo de la v erdad es im perfecto».
La génesis, la form a n arrativa de cóm o llegó a constituirse la n a ­
ción, se convierte, a su vez, en justificación de la sociedad tal com o está
estru cturada ahora. C on ello, aten dien do a la estru ctura de los m itos,
la form a de n arrar el hecho contingente e histórico del origen, de lo
que sucedió en un principio, adquiere la categoría de un trascendental
que presta sentido y consagra lo que hay ahora, o to rgánd ole la validez
de un deber ser. Lo que existe deviene aquello que debe ser. N o hay,
pues, un proceso de argum entación racional acerca de cuál sea el m ejor
o rd en constitucional o de qué h abría de ser cam biado. La convicción
de origen que asiste a los ciudadanos, p o r o tra p arte, en cuanto que se
rigen p o r las «verdades m orales universales» derivadas de las leyes de la
N atu raleza y el D ios de la N atu raleza, o to rg a al pueblo la naturaleza de
«pueblo de Dios».
La seguridad de la existencia de «verdades m orales universales»,
ligadas a la idea de que «todas las personas han sido creadas iguales»,
garantizadas p o r la trad ició n religiosa que fun dam en ta la legitim idad
de la C onstitución am ericana, perm ite a los sesenta intelectuales de la
«C arta de A m érica» aseverar que «ésa es la razón p o r la que, en p rin ci­
pio, cualquiera p uede llegar a ser am ericano». E sta afirm ación que, en
un principio, p o d ría interp retarse com o u na religación de la com unidad
estadounidense con el resto de las personas h um anas en la co rresp on sa­
bilidad de hacer posible la existencia de la libertad ha de ser m atizada,
según la declaración de sus p ro pio s gobernantes. En la m ism a C arta
p uede leerse, al final del segundo ap artad o, que lo que se denom inan
«valores am ericanos» no pertenecen sólo a A m érica, sino que «son de
hecho la herencia co m p artid a de la hum anid ad y p o r lo tan to u na p o ­
sible base de esperanza en u na com unidad m undial basada en la paz y
la justicia». A hora bien, ¿qué clase de co m unidad m undial es la que se
p ro po n e? Puesto que estam os en un m o m en to de «guerra» declarada
p o r los E stados U nidos, a p artir del 11 de Septiem bre, la com unidad
m undial de paz y de justicia será el resultado de las acciones «de los es­
tadounidenses, que deben estar p reparado s p ara acciones preventivas»
en cuantos países lo crean necesario, afirm ó Bush en la A cadem ia m ilitar
de W est Point. M ás co ncretam ente, en el D iscurso en el C apitolio, el 21
de septiem bre de 2 00 1, el presidente advirtió que «este país va a definir
nuestra época, no será definido por ella»39. D e este m o do , el avance de
la libertad, y, con ella, la nueva com unidad universal, «el gran logro de
n uestro tiem po y la gran esperanza de cada época, depende ah o ra de
nosotros», volverá a insistir Bush. Y éste es justam ente el p lanteam ien ­
to de los intelectuales que construyen la co ntra-n arrativa de la «zona
cero». E scriben en su C onclusión:
Nos comprometemos a hacer todo lo que podamos por evitar caer en
las nocivas tentaciones, especialmente las de arrogancia y patriotería [... ]
Confiamos en que esta guerra, al detener un mal tan absoluto y global,
logre acrecentar la posibilidad de constituir una comunidad mundial
basada en la justicia.
La nueva era, la nueva paz, la com unidad m undial, serán, pues,
el resultado de la g uerra generalizada llevada a cabo p o r los Estados
U nidos. N i los intelectuales ni los gobernantes asum en la m ultilatera-
lidad, la confluencia — en el gran espacio público de la O N U — de las
p ropuestas de corresponsabilidad dem ocrática p o r p arte de los Estados.
Es m ás, com o verem os m ás adelante, hay u na radical oposición teórica
y práctica a aplicar al pueblo am ericano el p ro p io tribu nal de la O N U
que E stados U nidos im pulsó tras la segunda G u erra M undial. D e este
m o do , la paz y la com unidad internacionales a las que se alude no son
m ás que la o tra cara de u na p ax am ericana, im puesta p o r la fuerza. La
posibilidad de que tod os pued an ser estadounidenses no refleja sino que
estos últim os, en razón de ser los depositarios de las «verdades m orales
universales», se constituyen en la m edida y en el p ro to tip o norm ativos
de lo que debe ser el dem os universal. A hora bien, la caracterización de
p ro to tip o s norm ativos de ciudadanía n o im plica p ara ellos un co m p ro ­

39. El subrayado es mío.


m iso de corresponsabilidad con respecto a las situaciones de asim etría o
injusticia en el resto del globo. En la C um bre U nión E uropea-A m érica
L atina, celebrada en m ayo de 2 00 2, el entonces presidente de Brasil,
E nrique C ardoso, advertía de las distorsiones y de las prio ridad es que
se había m arcado la C asa Blanca: «Los países que no p restan utilidad
en la lucha an titerro rista — afirm aba el rep resen tante brasileño— son
considerados com o m arginales y, en consecuencia, no se les ayuda». La
p reem inencia de la g uerra y de la im posición de un nuevo o rd en esta­
d ounidense volvió a estar presente en la X II C um bre Iberoam ericana
de jefes de E stado y de G obierno celebrada en la R epública D om inicana
(16 y 17 de noviem bre de 2 00 2), que sirvió p ara co nstatar cóm o el
4 3% de la población sigue siendo p ob re, y se habló de o tra década más
perdida. Y en el co ntex to de p ax am ericana al que nos hem os referido,
M argarita Iglesias, encargada de la A cción C iud ad ana de la CEPAL, afir­
m aba que el 11 de Septiem bre «ha servido de p retex to p ara m ilitarizar
los conflictos sociales, condenándolos com o favorables al terrorism o»40.
M ás explícito se ha m ostrad o Javier Solana en el artículo publicado
en la H arvard International R eview , invierno de 2003. El A lto R ep re­
sentante de la U nión E uro pea p ara la Política E x terio r y de Seguridad
C om ún advierte sobre los peligros del unilateralism o creciente de la
política estadounidense tras el 11 de Septiem bre y cen tra su atención
sobre el significado de la nueva arq uitectu ra geopolítica. El nuevo orden
universal, la nueva paz m undial, escribe, fue diseñada tiem po atrás p or
C ondoleeza Rice, A sesora de Seguridad N acional, quien escribió: «La
p olítica ex terior será con to d a seguridad internacionalista, p ero tam ­
bién p ro ced erá de la firm e base de los intereses nacionales, no de los
intereses de u na com unidad intern acio nal ilusoria». El valor ecum énico
que se o to rg a a la nación estadounidense p o r p arte de sus m entores
conlleva un elevado grado de escepticism o y de exclusión respecto al
resto de las naciones. «Los E stados U nidos — sentenciaría Bush— son el
único m odelo superviviente del progreso hum ano»41.
3 .4.2. El «estado de excepción» com o form a de gobierno:
m oral y religión versus legalidad
U no de los fenóm enos m ás acusados en la política occidental ha sido el
constante solapam iento entre la construcción del E stado liberal y la re­
caída p eriód ica en el uso del «estado de excepción» com o form a política
práctica. Se trata de un problem a con el que ha ten id o que luchar co n ­
40. Cf. El País, 17 de noviembre de 2002. A este respecto, el International Herald Tribune,
de 13 de febrero de 2002, según datos aportados por Skolsky y McMillan, escribe que la opción
de Estados Unidos con respecto a los 750 millones de dólares destinados a la ayuda internacio­
nal era la de aplicar 500 millones a entrenamiento militar y 52 millones para construir un centro
de formación antiterrorista.
41. C. Fuentes, «El poder, el nombre y la palabra»: El País, 9 de octubre de 2002.
tinu am ente el E stado de derecho en el p ro p io desarrollo de sus form as
institucionales. El p en etran te p ero parcial e interesado estudio de Carl
Schm itt, realizado en su o bra Teoría de la C onstitució n , en un inten to
de persuasión que perseguía d inam itar los elem entos dem ocráticos m ás
pregnantes, aprovecha las num erosas grietas del E stado m o derno p ara
hacer aparecer en su base aquello m ism o que decía h aber superado: la
presencia del p o d er absoluto de la M on arqu ía, el hecho de la decisión
política soberana42. La realidad histórica, pese a las quiebras de m uchos
m om entos, es afo rtu n adam en te m ás rica y esp eranzadora en el orden
dem ocrático. Pero no puede negarse la existencia de los diversos ó rd e­
nes de teorización que vienen a paralizar el m o m en to dem ocrático de
los E stados m o derno s, las prácticas sociales, de inspiración religiosa o
pro ced en tes de tradiciones m orales pre-m o dern as, que in ten tan quebrar
la validez de las leyes em anadas de los parlam en tos o vaciar de co n te­
nido la fuerza p olítico-racionalizadora que co m p orta la institución del
espacio público, ya sea nacional o de alcance internacional.
La perspectiva argum entativa de los autores de la «Carta», hay que
insistir en ello, viene dada p o r la necesidad de convalidar com o «justa»
u na g uerra reactiva a los actos terroristas al tiem p o que han de legitim ar
su carácter de guerra generalizada y preventiva. El grueso de su escri­
to está determ inado p o r esta construcción d octrinal, que se especifica,
igualm ente, en las notas 7 y 9 del tex to de dicha «Carta». En la n o ta 7,
precisam ente, los autores presen tan cuatro enfoques «sobre la guerra
com o fenóm eno hum ano». D e las cuatros escuelas, que resp on den a
los enfoques respectivos, nuestros autores se adscriben a la cuarta, «que
suele denom inarse g uerra justa: la creencia en que la razón m oral u n i­
versal, o lo que tam bién se deno m in a ley m o ral n atural, puede y debe
aplicarse a to d a acción de guerra». Los autores se p ro nu n cian aquí in ­
depend ientem ente de to d a la estru ctura conceptual en el orden jurídico
y polem ológico que co m p orta la discusión de la «guerra» hoy. El subra­
yado de la expresión de la «guerra» hoy obedece a la notable analogía
que pod em o s en co n trar entre la justificación que p retend e hacerse de
la g uerra en el escrito que venim os com en tand o y la clase de guerras a
las que se aplicó en el pasado la supuesta ley m oral n atural. D icha ley
natural, inspirad ora de los p rincipios m orales que profesan los intelec­
tuales de la C arta, rem ite al conjunto de las instituciones del derecho
p rem o d ern o , que se alim entaba de fuentes y o rd en am ien tos varios: el
Im perio, la Iglesia, los príncipes, los m unicipios, las corporaciones. El
paradigm a jurídico, que daba am paro a ese conglom erado del derecho
natural, ten ía su expresión suprem a en el axiom a veritas non auctoritas

42. Es imposible atender, en el espacio otorgado a un trabajo como éste, la concepción


técnico-jurídica de la teoría del «estado de excepción» de Schmitt, que, aunque de clara per­
tinencia en el contexto de nuestra reflexión, excedería con creces la disponibilidad del texto
presente.
facit iudicium . La validez de las elaboraciones doctrinales y ju risp ru d en ­
ciales, en dicho paradigm a iusnaturalista, no depend ía de quién ni de
cóm o se p ro d u cen las leyes, sino «de la intrínseca racionalidad o justicia
de sus contenidos»43. Las guerras a las que resp on día el p aradigm a de la
ley n atural eran llevadas a cabo p o r agentes diversos: la Iglesia, los se­
ñores feudales, tribus bárbaras, ciudades-E stados, los cuales em pleaban
desde levas feudales hasta m ercenarios o p iratas44. La guerra, en cuanto
instru m en to racional p ara perseguir el interés del E stado, constituyó, en
térm in os de M ary K aldor, u na secularización de la legitim idad, paralela
a la evolución, d uran te el proceso de la M o d ern id ad , en o tro s cam pos
prácticos y teóricos. En esta m ism a línea de análisis, observa Ferrajoli
que el positivism o jurídico, nacido al am paro de los E stados, m odificó
sustancialm ente el concepto de ley. U na n o rm a jurídica, en este caso, no
es válida p o r ser intrínsecam ente v erdad era y justa, sino exclusivam ente
p o r h aber sido establecida p o r u na au to rid ad que goza y está d o tad a de
com petencia norm ativa. «Iusnaturalism o y positivism o jurídico — sen­
tencia el au to r italiano— , derecho n atural y derecho positivo, bien p u e­
den entenderse com o las dos culturas y las dos experiencias jurídicas
que están en la base de estos dos opuestos paradigm as»45.
La afirm ación de que existe u na ley m oral n atural que perm ite es­
tablecer verdades m orales universales, válidas p ara tod os los hom bres,
im plica, en p rim er lugar, u na concepción cognitivista de la m o ral46. La
p reg u n ta sobre el acceso a tales verdades de orden m o ral y la funda-
m entación de las m ism as no g uarda p ara nuestros autores u na relación
inm ediata con procesos racionales que p o d rían establecer su validez
intersubjetiva. N o hay, p ro piam en te, u na respuesta articulada racio nal­
m ente, sino que los firm antes rem iten a la n arrativa de la génesis de la
nación. Los padres fundadores, según esa narrativa, p artiero n de la con­
vicción de que existían tales principios m orales, en v irtu d de las leyes de

43. L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del Estado de derecho»: Revista Internacional de Filoso­
fía Política 17 (2001), p. 32.
44. M. Kaldor, Las nuevas guerras, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 32.
45. Ibid., p. 33.
46. La teoría filosófica sobre el cognitivismo referido a la ética es uno de los problemas
más espinosos que hemos venido discutiendo en los últimos cincuenta años. Ahora bien, los au­
tores de la Carta no plantean la existencia de «verdades» morales universales como un problema
filosófico expuesto, por tanto, a los problemas de argumentación y validez racionales. Por el
contrario, lo asumen como un dato cuya realidad y fundamento escapan al orden de la discusión
por parte de los individuos. Hace tiempo que el filósofo estadounidense Dewey, eje central de la
mejor parte de la filosofía estadounidense, refiriéndose a la tradición moral de su país, afirmaba
que «la presuposición común en el mundo protestante es que los hombres en tanto individuos
se encuentran dotados de una conciencia, y que esta conciencia trae al mundo actos y relaciones
sociales que pueden aproximarse a sus más altos dictados. En cuanto se reconoce algo objetivo,
algo externo al individuo, normalmente ese algo es de carácter sobrenatural, sea Dios, bien
alguno de esos sucedáneos debilitados del sobrenaturalismo teológico» (J. Dewey, «La moral y
el comportamiento de los Estados», en M. Catalán, Proceso a la guerra. El programa de deslega­
lización de la guerra (1918-1927), Alfons el Magnánim, Valencia, 1997, p. 28).
la N atu raleza y del D ios de la N aturaleza. A p artir de esa convicción, y
debido a que «nuestro conocim iento individual y colectivo de la v erdad
es im perfecto», pod em o s establecer un diálogo con o tros p un to s de vis­
ta y con argum entos razonables que persigan la verdad. En definitiva,
sólo si participam os de un determ inado ám bito sim bólico, que cobra los
caracteres de un ám bito de naturaleza sacra, podem os luego establecer
u na discusión en to rn o a los desacuerdos prácticos. A hora bien, ni la
fundam entación de tales verdades m orales ni la consiguiente legitim a­
ción, a p artir de tales principios, de la g uerra com o justa son objeto de
un proceso de argum entación racional que afecte intrínsecam ente a tal
convicción o que sitúe el orden de la discusión en el ám bito m o derno
de la racionalidad crítica ilustrada. El co ntex to m arcado p o r los id eó ­
logos de la C arta conlleva la supresión de dos elem entos esenciales de
cualquier p ro p u esta m oral: en p rim er lugar, la libertad de los indivi­
duos, quienes se verían constreñidos a com prom eterse con un m undo
objetivo ex terno de verdades m orales. En segundo lugar, al situarse la
fuente de la n orm ativ idad m o ral en un o rd en objetivo superior a los in ­
dividuos, se elim ina u na de las dim ensiones fundam entales de la m oral:
el carácter de h erm en eu ta, de in térp rete, según el cual es el individuo
p articular — desde la libertad de su conciencia— quien ha de establecer,
a p artir del exam en de la realidad concreta, la actuación práctica que
h a de asum ir. C om o consecuencia de esta cadena de procesos el orden
de la m oral introduce una categorización disruptiva tanto en el orden de
la legalidad com o en el del juicio político. Al establecer esa especie de
m oral sacra com o p ied ra fundam ental de to d a decisión práctica nos si­
tuam os en u na cultura p re-m o dern a, distinta a la inaug urad a con el tipo
de legalidad y de construcción política que co rresp on den al im aginario
de la m o dernidad, basado en las im plicaciones que co m p orta la idea del
«contrato social». Y, com o consecuencia de la quiebra de la p olítica y del
orden jurídico m o derno s, nos reinstalam os en el ám bito de la decisión
política soberana, esto es, en u na nueva «excepción» de la legalidad
constitucional.
El p ro blem a así plantead o tiene severas consecuencias en la d eter­
m inación de los criterios de decisión política d entro de la p ro p ia nación
de los E stados U nidos, dada la plu ralidad de form as de vida laicas que
adquieren cuerpo d en tro de su territo rio . Los autores de la C arta reco ­
gen dicha problem ática con la aseveración de que «tenem os un régim en
laico [...] una sociedad en la que la fe y la libertad pued an m archar
co njuntam ente, cada u na dignificando a la otra». A hora bien, los au ­
tores no dejan de reco no cer que sus ciudadanos «recitan un juram ento
de lealtad a una nación, bajo la autoridad de D ios». El h echo, pues, es
que, aunque se p roclam a la separación entre el E stado y la Iglesia, se
obliga a «que el p ro p io gobierno som eta su legitim idad y sus actos a un
arm azón m oral m ás am plio, que adem ás no h a sido creado p o r él». La
contradicción p o r u na p arte entre la idea de secularización y separación
en tre Iglesia y E stado y, p o r otra, el juram en to de lealtad «a la au to ri­
dad de Dios» tan to p o r p arte de sus gobernantes com o p o r p arte de los
jueces no p uede ser m ayor. Los ideólogos de la C arta disuelven tal co n ­
tradicción in ten tan d o convertirla en «un reto difícil y en un problem a
n un ca resuelto». Este reduccionism o retó rico no puede obviar el hecho
de que, aunque el E stado no se declare representativo de u na confesión
religiosa co ncreta — ten iend o en cuen ta que existen en su ám bito más
de m il quinientas denom inaciones religiosas— , la creencia religiosa se
sustancia en un núcleo ideológico insuperable que im pregna la p ro p ia
conform ación política de la nación47. Este núcleo de verdades religio­
sas y m orales rep resen ta siem pre un elem ento disruptivo en el proceso
político de tom a de decisiones así com o u na coacción activa sobre el
im aginario de los ciudadanos48.
La im posición práctica de un im aginario sacro que perm ea y, a veces,
d eterm ina el h orizo nte político cobra u na relevancia y u na dim ensión
nuevas cuando se trata de las relaciones que el gobierno de los Estados
U nidos ha de establecer, en función del interés nacional, con el resto de
las naciones en el m u nd o. Éste es el nivel de reflexión que nos interesa
destacar, m uy especialm ente, en la C arta de A m érica. Este escrito, que
resp on de a la situación terro rista d ram áticam ente vivida p o r los estado ­
unidenses, se proyecta, de form a esencial, en la legitim ación p ara llevar
a cabo u na guerra preventiva generalizada. La naturaleza de la «guerra
preventiva» conlleva, en este caso, el p ro pó sito de actuar u nilateral­
m ente y sin som eterse a las instancias jurídicas de o rd en internacional,
cuando así lo dicte su p ro p io interés nacional. El n u d o gordiano, tan to
teó rica com o prácticam ente, de la actuación g ubernam ental estado un i­
dense y de la construcción ético-política de los ideólogos orgánicos se
establece en la justificación de la g uerra caracterizada com o preventiva,
elevada a la categoría de «guerra justa», que, en su m áxim a tensión
patrió tico-m oral, solapa y suprim e — en el lím ite— el o rd en norm ativo
jurídico internacional.
¿Cuáles son los argum entos que se utilizan en la carta p ara justificar
este en tram ad o de conceptualizaciones y de form as de actuación? En

47. Aranzadi distingue, igualmente, entre «una aparente ‘secularización del Estado’, que
no es en modo alguno —como la Declaración de Independencia muestra— autonomía respecto
a la religión y a los principios cristianos y una simple ‘neutralidad’ e independencia formal
respecto a las distintas confesiones y ‘denominaciones’» (op. cit., p. 301).
48. Podría citarse, como una de las últimas denuncias de tal coacción ciudadana, el caso
del físico Michael Newdow. Este ciudadano estadounidense que se siente ateo recurrió ante los
tribunales para que su hijo no fuera obligado a recitar cada mañana, en el colegio, el juramento
de lealtad «a la república que representa una nación ante Dios». Dos de los tres jueces nombra­
dos a tal efecto votaron a favor de la reclamación. Las presiones políticas y religiosas, sin embar­
go, llevaron a la revisión del proceso, en junio de 2002, forzando al juez Alfred Goodwin, que
había apoyado la demanda, a retirar su voto. De este modo, Newdow perdió el juicio, y su hijo,
de modo obligatorio y sin libertad de elección, habrá de seguir asumiendo «religiosamente» el
contenido del juramento diario.
p rim er lugar, com o escriben en la n o ta 9, sería u na n ovedad histórica
recabar la aprobación de una instancia de justicia internacional, com o
la O N U , p ara o to rg ar al juicio de dicha institución el valor de «últim o
recurso» en la teo ría de la guerra justa. E sta exigencia es juzgada com o
«proposición problem ática», arguyendo lo siguiente: «la aprobación
p o r un organism o internacional n unca ha sido considerada p o r los te ó ­
ricos de la g uerra justa com o u na exigencia justa». E sta consideración
resulta en extrem o so rpren dente si tenem os en cu enta que fue, precisa­
m ente, u na iniciativa de los E stados U nidos la que im pulsó la creación,
en 1945, de la O N U , tras el h orrible m edio siglo de guerras m undiales.
Este organism o intern acio nal h abría de dirim ir, en tod os los conflictos
p lanteados entre las naciones que eran m iem bros de dicha institución, el
tipo de acción que llevar a cabo. ¿C óm o es posible argum entar, en estas
condiciones, que no hay preced ente histórico? La única respuesta p osi­
ble estriba en percibir que los autores inten tan arg um entar a favor del
ius ad b ellum , de la «guerra justa». Esta p ro pu esta, desde las instancias
religioso-civiles que asum en sus autores, responde a presupuestos pre-
m o derno s de orden jurídico, m oral y religioso, con los cuales se habían
legitim ado las supuestas guerras justas. D esde la revolución del derecho
positivo m o d ern o , y desde el m ás actual y radical cam bio ex p erim en ta­
do p o r el o rd en am ien to jurídico que, en térm in os de Ferrajoli, consiste
en «la subordinación de la ley a los principios constitucionales» no es
posible h ablar en térm inos de «guerra justa». La idea de g uerra justa,
o bien rem ite a un im aginario sacro, al que hem os hecho referencia, o
bien sería d eu d o ra de un sistem a m etafísico que p ud iera dem o strar que
la supuesta g uerra justa resp on de a los fines últim os de la hum anidad.
H aberm as, un au to r tan am pliam ente reco no cid o p o r su o bra cen trad a
en los cam pos de la ética y de la política, p artid ario de la guerra del
G olfo, argum entó, en su día, que la caracterización m ás p ertin en te de
dicha g uerra h abría de ser la de «guerra justificada», de ningún m o do la
de «guerra justa». E stados U nidos y sus aliados h abrían actuado com o
vicarios tem porales de la tarea que com pete a la O N U , necesitada de
u na fuerza policial intern acio nal adecuada. Los autores de la C arta de
A m érica, p o r tan to , parece que p reten d en ignorar, en p rim er lugar, el
p ro p io com prom iso de los E stados U nidos con la O N U . En segundo
lugar, dichos ideólogos ocultan que el nuevo estatuto epistem ológico de
las ciencias jurídicas está en función de que surge ligado al nacim iento
del E stado de derecho com o E stado legislativo de derecho. Las norm as
jurídicas nacionales o internacionales, a las que han de atenerse la decla­
ración y la caracterización de la guerra, deben su validez al hecho de ser
dictadas p o r u na au toridad con com petencia norm ativa. La actuación
política que sostiene la idea de una «guerra preventiva» asum ida com o
«guerra justa» estaría invalidando, p o r tan to , la legalidad vigente del
derecho internacional, pese a las lim itaciones que aún tiene p ara consa­
grase com o tal. U na vez m ás, se p retend e instaurar la situación de «ex­
cepción» com o form a de actuación jurídica y política, su plantando la
validez de las leyes establecidas49. La form ulación de la idea de «guerra
preventiva», que p uede afectar a cuantos E stados crea o p o rtu n o el in te­
rés nacional, viene a asum ir, de hecho, la tesis schm ittiana según la cual
u na prescripción jurídica sólo puede establecerse p o r u na decisión p o ­
lítica absoluta. El pensam iento jurídico de cuño n orm ativista se reduce
así a un valor m eram ente instru m en tal que, en el caso de u na ex trem a
necesidad (extrem us necessitatis casus, en térm inos de Schm itt) pierde
vigencia y valor ante el elem ento decisionista del poder, p o d er soberano
(Bodin) que se sitúa fuera y p o r encim a de la ley. Este proceder, en el
caso de los ideólogos de la C arta, se justifica recu rrien d o a cam pos de
o rd en am ien tos norm ativos objetivos cuyo conten ido y fundam entación
son externos, ajenos, a la argum entación y a la legitim ación política y
jurídica vigentes. La usurpación de la razón p o r supuestos fun dam en ­
tos últim os, en este caso concreto p o r principios m orales de naturaleza
religiosa o de prescripción «natural», im plica la negación de la libertad
de los individuos, que se verían constreñidos a adm itir un conjunto de
contenidos no sujetos a su co ntro l, y elim inaría el principio ético que
atribuye a los individuos particulares el irreductible papel de herm eneu-
tas de sus propias opciones prácticas. La p ro pu esta de los m entores de
la C arta de A m érica suplanta así el proceso constituyente atribuido a la
razón m o derna. La apuesta p o r la razón, de raíz ilustrada, que hacem os
n oso tros frente a «las leyes de la N atu raleza y al D ios de la N aturaleza»
tiene, y es algo que quisiéram os destacar, unas fuertes exigencias epis­
tem ológicas y ético-políticas. «La razón tiene, qué d ud a cabe, un fun da­
m ento; su fun dam en to es u na real cultura de la razón»50.
El segundo argum ento utilizado p o r los autores estadounidenses
p ara justificar tan to la denom inación de «guerra justa» com o p ara legiti­
m ar la «guerra preventiva» consiste en destacar que la O N U sólo puede
ten er u na m isión h um anitaria. La O N U n o es un tribu nal que expediría
certificados de m o ralidad o de vida religiosa adecuadas. Su relación con
respecto al uso de la fuerza está co ntem plad a en la legislación in tern a­
cional con referencia a dos casos específicos: el de legítim a defensa p o r
p arte de u na nación agredida (art. 51 de la C arta de la O N U ) o el de
las situaciones de claro y grave peligro p ara la existencia y convivencia
en tre las naciones. El in ten to de m inusvalorar el papel de la O N U p or
49. El argumento del ius ad bellum, de la «guerra justa» con que se arguye en la Carta de
América, pertenece al mismo tipo de argumentación que llevó a La civiltá cattolica, la influyen­
te publicación de los jesuitas italianos, en 1936, a justificar la agresión y colonización de Etiopía
en base al derecho natural de los italianos —que ya eran numerosos y en expansión demográfi­
ca— a invadir aquellos territorios africanos, los cuales estaban poco poblados y mal cultivados.
«La expedición colonial —escribe Zolo— debía entenderse como una defensa legítima preven­
tiva contra el auténtico agresor: el pueblo etíope, que se negaba a ceder espontáneamente su
país a los italianos» (D. Zolo, Cosmópolis. Perspectivas y riesgos de un gobierno mundial, Paidós,
Barcelona, 2000, p. 134, nota 80).
50. A. Wellmer, Ética y diálogo, Anthropos, Barcelona, 1994, p. 189.
p arte de los autores de la C arta sólo conduce a un debilitam iento de su
difícil papel en el concierto de las naciones o a justificar el uso indebido
de la fuerza en decisiones unilaterales p o r p arte del o de los m ás fuertes.
Es sintom ático, desde esta perspectiva, que la argum entación co n tra la
O N U venga a co brar fuerza en razón del com entario de un funcionario
de dicho organism o, según el cual som eter a la O N U la validez de la
g uerra que se p ro p o n en llevar a cabo «puede llegar a ser un proyecto
suicida», tal com o se lee literalm ente en dicha C arta. El núcleo de este
segundo argum ento ap u n ta a u na de las dim ensiones m ás específicas de
lo que significa la idea de u na com unidad regida p o r u na «religión ci­
vil», cuya génesis y cuyos acontecim ientos históricos cobran el especial
papel de datos que evidencian un plan providencialista. Este tipo de
experiencias es lo que p ro du ce la im p ro n ta de ser un «pueblo escogido».
El com prom iso con el arm azón m o ral de un E stado que, según la ex p re­
sión de los autores, «no ha sido creado p o r él» sino que se halla «bajo
la au to rid ad de Dios» p ro p o rcio n a, p o r o tra p arte, la argam asa de un
p atrio tism o que n o puede ser dictado m ás que p o r la p ro p ia com unidad
a la que se pertenece. El rechazo, la falta de reconocim iento de la O N U
o de cualquier o tro organism o resp on de a la idea de un pueblo que sólo
se reconoce vinculado a sí m ism o y a su providencial h isto ria y desti-
n o 51. Esta autovinculación p atriótica, m o ral y sagrada, de claros tintes
soteriológicos, constituye el rev erberar de la «religión cívica» que p ro ­
tagonizó G eorge W Bush en su «D iscurso sobre el E stado de la nación»
(28 de enero de 2 00 3), afirm ando, u na vez m ás, que «lucharem os por
u na causa justa y de m anera justa». El carácter intrínsecam ente valioso
de esta g uerra justa rem itiría a la actitud de sagrada escucha que inspira
la actuación de los E stados U nidos com o pueblo:
No decimos que conocemos todos los designios de la Providencia, pero
confiamos en ellos y ponemos nuestra confianza en el Dios que nos ama,
responsable por toda la vida y por toda la historia.
Este co ntexto explica, p o r un lado, la dim ensión salvífica que se atri­
buye a la violencia: «si se nos fuerza a la guerra, lucharem os p o r una
causa justa». Por o tro lado, el entram ado m oral sobre el que se basan las
acciones de guerra convierte a la nación en «una nación fuerte y h o n o ­
rable en el uso de nuestra fuerza. Ejercem os el p o d er sin conquista y nos
sacrificam os p o r la libertad de desconocidos». Finalm ente, las d im en ­
siones de inevitabilidad de la g uerra y la excelencia axiológica de tales
acciones se sitúan en el horizo nte de «acontecim ientos históricos» que
trad ucen un cierto m ilenarism o civil que estaría a la espera de u na re n o ­
51. Desde otra dimensión del problema, a propósito del acuerdo de 1928 para ilegalizar
la guerra, escribía Dewey: «Los efectos moralmente mortíferos de la aserción de una ‘moralidad
más alta’ por parte de una nación residen en su cínico desprecio por la posibilidad de una aso­
ciación de naciones donde pudiera darse una regulación moral».
vación p o r parte de la com unidad m undial: «La libertad que estim am os
es derecho de cada p erson a y n o es un regalo de los E stados U nidos al
m u n d o ; es el regalo de D ios a la hum anidad»52.
Los dos argum entos esgrim idos acaban colocando la decisión de la
g uerra fuera de cualquier legalidad. El «estado de excepción» cobra car­
ta de naturaleza com o el referente constante de las decisiones políticas.
El m o do de gob ernar se establece a p artir de la total hom ogeneización
ideológica de los ciudadanos que se identifican en el supuesto de «grave
am enaza» y dan lugar al tipo de decisión política soberana, rem edo del
m o narca absoluto. La justificación últim a del proceso que lleva a la idea
de g uerra justa q ueda expuesto en el ap artad o 4 de la C arta, en el cual
puede leerse lo siguiente:
La idea de una «guerra justa» está ampliamente fundamentada y enrai­
zada en muchas de las diversas religiones [...] La no consideración de la
moral con respecto a la guerra es en sí misma una posición moral, la que
rechaza la posibilidad de la razón, acepta la ausencia de normatividad en
asuntos internacionales y capitula ante el cinismo.
La insistencia en suplantar el estado legislativo de derecho, la reite­
ración en co n trap o n er la justificación soteriológica frente a la nueva o r­
ganización estatal de ciudadanos libres que o stenta la idea de soberanía
nacional, la persistencia en m anten er el lem a p re-m o dern o de veritas
non auctoritas facit legem conlleva la quiebra de la au to rid ad d otad a de
n orm ativ idad jurídica: auctoritas non veritas facit legem , que constituye
el E stado dem ocrático m o derno . La consecuencia de esta regresión al
o rd en de lo sacro o de la m o ral n atural p re-m o dern os va acom pañada

52. La decantación, en el presente, del pueblo estadounidense en la milenarista actitud de


pueblo escogido, de exaltado patriotismo y de depositario de su «religión civil» ha creado desa­
zón y, en ocasiones, xenofobia en y frente a las minorías multiculturales de muchos de sus ciuda­
danos. Una de las voces hispanas más respetuosas con las virtualidades integradoras de la nación
estadounidense, aun en medio de crisis periódicas, es la que corresponde a Luis Rojas Marcos,
ex presidente del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York. Tras una dilatada
inserción como siquiatra en la vida neoyorquina, durante treinta y cinco años, escribía en el
mismo día en que finalizaba este trabajo lo siguiente: «A raíz de los espantosos sucesos del 11 de
septiembre de 2001, los sentimientos generalizados de miedo, incertidumbre y vulnerabilidad
que se instalaron dentro de los Estados Unidos transformaron de golpe esta sociedad. Como
consecuencia, se revitalizó la exaltación del orgullo nacional, se disparó el espíritu patriótico
y se avivó el ánimo de filiación y de unidad. Mas, simultáneamente, se fomentó el apoyo ciego
a políticas autoritarias y represivas que en condiciones normales no hubieran sido toleradas.
Casi sin oposición, los gobernantes nacionales han impuesto medidas hostiles y discriminatorias
que recortan las libertades democráticas y los derechos humanos de grupos foráneos. De esta
forma, la terrible tragedia que supuso el 11-S fue pronto entrelazada con actitudes mezquinas,
suspicaces y deshumanizantes hacia los inmigrantes, ‘los otros’. Hoy, las minorías, incluida la
hispana, corren el riesgo de servir de chivos expiatorios y convertirse en espejos en los que los
líderes de la sociedad mayoritaria reflejen sus frustraciones, sus terrores y sus fobias sociales.
Cada día somos más los convencidos de que este brote xenófobo que afrontamos representa un
grave peligro para la armonía multicultural de Estados Unidos» (L. Rojas Marcos,«Hispanos en
Estados Unidos: una convivencia en peligro»: El País, 17 de febrero de 2003).
de una deriva de especial gravedad: «crim inalizar», en cuanto hereje o
«inm oral», a to d o el que se considere adversario o enem igo. La crim i-
nalización acaba ex tendiéndose a las poblaciones respectivas de los Es­
tados «dem onizados», lo que co m p o rta la justificación de la destrucción
m asiva «hum anitaria». La recuperación, p o r p arte de la A dm inistración
Bush, del concepto de «Estados canallas» — denom inación que, p o r in ­
ap rop iada, ab an do nó la A dm inistración C linton en junio de 2 0 0 0 — , así
com o su utilización arb itraria e indiscrim inada, m ina la idea de so bera­
nía estatal y acaba afectando, en el lím ite, a los m ism os que los desig­
nan, es decir, a la soberanía de los que guerrean. Los que llevan a cabo
la g uerra y los que la padecen, u na vez ro to el derecho internacional,
tod os serían de facto «Estados canallas».
3.4.3. C o n tra el m al absoluto: «la guerra justa»
La tercera línea arg um entativ a de la C arta, que deseo destacar, es la que
establece la razón p o r la cual la g uerra que se inicia co bra la caracteriza­
ción de «guerra justa». El escrito se cierra con el núcleo argum entativo
de to d a la teorización: se tra ta de llevar a cabo u na lucha contra el m al,
en este caso, contra el m a l abso luto 53. «C onfiam os en que esta g uerra
— escriben— , al d etener un m al tan absoluto y global, logre acrecentar
la posibilidad de construir u na co m unidad m undial basada en la justi­
cia». Es difícil obviar el hecho de que tales afirm aciones tienen la g ra­
vedad y la certeza de u na sentencia p ro n u n ciad a bajo la inspiración de
claros tintes religiosos y con el m archam o de u na cruzada universal de
orden salvífico. Y resulta, posiblem ente, excesiva esta identificación del
bien universal con la actividad guerrera de los E stados U nidos, en cuan­
to sujeto liberado r del m al total y absoluto, si atendem os a los datos que
nos ofrece la historia. En el ú ltim o siglo, m ás concretam ente, de 1890 a
2 001, E stados U nidos h a sostenido 134 actuaciones bélicas en 53 esce­
narios diferentes, u na cifra no superada p o r n in gu na o tra nación 54.
¿Cuál es ese «mal absoluto» del que se habla en la C arta? Hay, sin
duda, un dato cierto y que nos h a de hacer reflexionar. Este d ato, o fre­
cido p o r los autores, es el n úm ero m asivo de m uertos p o r la acción te ­
rro rista en N u eva York y la posibilidad de que tales acciones se rep itan,
dados los m edios técnicos sofisticados, en o rd en a p erp etrar m uertes
de grupos de personas, que pued en ad qu irir ciertos grupos terroristas.
A hora bien, resulta a todas luces d espro po rcio nad o identificar a estos
grupos terroristas y sus acciones com o la q uiebra total de la hum anidad.

53. No creo que esta conceptualización del «mal» en la «Carta de América» guarde nin­
guna relación teórica real con la retórica del «eje del mal» empleada por la Administración
Bush.
54. Puede consultarse el detallado estudio y análisis que, sobre tales acciones bélicas, ha
llevado a cabo Johan Galtung, Searching for Peace, Pluto, London, 2002.
El reconocim iento de la plu ralidad de los grupos terroristas h abría de
co m p o rtar el m ayor esfuerzo p o r reco m p o n er las estructuras jurídicas
y políticas de u na organización de los E stados com o es la O N U . La
presencia de los E stados en u na organización de carácter global, estruc­
tu ra d a según principios jurídicos que ligaran a tod os los países en to rn o
a los derechos universales de las personas — no en función de los más
restrictivos ligados a la ciudadanía— y con procesos dem ocráticos de
p articipación, sin la existencia de veto p ara ciertos países en función de
su capacidad de destrucción, p ro piciaría el m arco m ás adecuado para
en frentar el reto del terrorism o. Lo sintom ático en este p u n to es que
u no de los firm antes, Sam uel P. H u n tin g to n , ex perto en relaciones in ­
ternacionales y en form as de co ntro l político de grupos y naciones, for­
m uló la idea de u na interrelación de tod as las policías del m u nd o com o
la form a m ás ap rop iada p ara enfrentarse a grupos terroristas extendidos
am pliam ente y dispuestos clandestinam ente según m éto do s de redes y
no jerárquicam ente centralizados. E sta tesis ha cedido ante la decisión
belicista de la A dm inistración.
La justificación de una g uerra que, según el secretario de D efensa
de los E stados U nidos, obligará a levantar y llevar las acciones bélicas a
m ás de sesenta países no parece com padecerse con la idea del unilate-
ralism o total de u na solo nación, la estadounidense, que se arroga, bajo
el supuesto de legítim a defensa, este tipo de g uerra total. En p rim er
lugar p o rq u e, com o argum entan los autores de la C arta en el ap artad o
4, «una guerra justa sólo la puede llevar a cabo u na au toridad legíti­
m a y responsable del o rd en público». La cuestión inm ediata es quién
d eterm ina y cóm o que u na au toridad sea legítim a con referencia a los
dem ás. H asta ah o ra la incardinación de los E stados en la O N U o to rgaba
un dudoso reconocim iento de legitim idad a sus m iem bros, m ás de 144
países. A hora bien, si se elim ina a la O N U , ¿qué m ecanism o y qué cri­
terio n orm ativo puede o to rg ar la caracterización de E stado legítim o en
un m o m en to en que ha de ser reconocido p o r tod os los dem ás E stados
p ara actuar bélicam ente? ¿Q uién p o d ría asum ir la justeza de la hipótesis
de u na g uerra declarada p o r un país que se atribuye la m isión salvífica
con respecto a to d a la h um anid ad y que se p ro p o n e institu ir «una co­
m u nid ad m undial basada en la justicia», com o escriben los ideólogos de
este planteam iento? La radicalidad de esta p ro pu esta tiene su base en la
argum entación p lantead a en la n o ta 9 y p od ríam os especificarla en los
ap artad os siguientes. En p rim er lugar, en o rd en a evaluar racional y crí­
ticam ente la p ro p u esta que se form ula, no se p uede soslayar u no de los
elem entos cruciales: en el m o m en to actual existen arm as de destrucción
m asiva, rep artidas entre varios E stados, capaces de destruir el m u nd o en
su totalid ad. En este co ntex to de posibilidades de devastación total, en
segundo lugar, los intelectuales estadounidenses, que defienden com o
«justa» la g uerra em pren did a en prim era instancia co n tra A fganistán y
m ás tarde en los escenarios que estim en o p o rtu n o s, estatuyen que no
hay n inguna institución jurídica internacional ni de ningún o tro tipo
de alcance global que p ued a en tend er y dictam inar sobre la legalidad
y la legitim idad de tal guerra. La existencia de un «tercero» m ediador,
argum entan, n o tiene precedentes históricos y, en la actualidad, no hay
n inguna instancia que p u d iera ejercer tal función. En tercer lugar, h a ­
bríam os de p reg u n tar quién determ ina, pues, que la guerra en perspec­
tiva resp on de a la idea de «legítim a defensa», siendo u na guerra que se
p resen ta com o ilim itada en el espacio e indefinida en el tiem po. C om o,
asim ism o, h abría que p reguntarse quién justifica la interp retació n de
estas acciones bélicas sin térm in o com o «guerra justa» y, en fin, quién
sustenta y cóm o el supuesto de que tal g uerra ha de ser asum ida, p o r el
resto de las poblaciones, com o u na guerra de valores m orales u niver­
sales en favor de la hum anid ad, cuyo fin es establecer u na «com unidad
universal justa». Puesto que no hay precedentes históricos de u na ins­
tancia que en tiend a de todas estas cuestiones, y tam p oco disponem os en
la actualidad de u na institución adecuada a tales pro pó sitos, ¿qué resta
p ara p o d er razo nar en estos asuntos? Sin duda, la única respuesta se
en cu entra en el p ro p io tex to , y en un co ntex to significativo, de la C arta:
el hecho de que existe un pueblo de tal naturaleza que p uede ser p resen ­
tad o com o el rep resen tante de la hum anidad. La acción crim inal te rro ­
rista co n tra un pueblo de esta naturaleza le o to rg a el derecho especial
de establecer que el peligro de no sobrevivir a las acciones terroristas
h abría de ser in terp retad o com o el proceso de desaparición de un orden
de lo h um ano que reviste la cualidad de p o d er ser considerado com o el
estado hum ano superior, en cuanto realidad valiosa, logrado histó rica­
m ente p o r la hum anidad. La posibilidad de que las acciones terroristas
pusieran en peligro su existencia significaría, igualm ente, el cam ino m ás
corto p ara acabar con el o rd en norm ativ o que m ás h abría co ntribuido a
generar la existencia de «verdades m orales universales».
El legado de los Padres F undadores alim enta, ciertam ente, esta au-
todesignación m ilenarista, apoyada en la «religión civil» dom inante,
d ecantada en lo que insistentem ente argum enta A ranzadi com o «la ex­
periencia am ericana m ism a», interp retad a siem pre de m odo providen-
cialista y que genera «la com unalidad de la fe civil», aquella que no
p ud o realizarse en la «Vieja Ing laterra europea»55. El presidente John
A dam s sentenciaría que «nuestra constitución está hecha sólo p ara una
gente m o ral y religiosa [...] Es absolutam ente inadecuada p ara el gobier­
no de o tra clase de com unidad». E sta com unidad es la que, andando
la historia, está dispuesta, p o r fin, p ara la batalla de A rm agedón y la
segunda venida de C risto, en palabras de R onald R eagan. El presidente
Bush, tal com o señalábam os, en el «D iscurso al pueblo de los E stados
U nidos» de 21 de septiem bre de 2 00 1, enfatizaba que su país «defini­
rá nuestra época [...] en n uestro d olor y rabia hem os hallado nuestra
55. J. Aranzadi, op. cit., p. 304.
m isión y n uestro m om ento». Los polítólogos estadounidenses, p o r su
p arte, no han dejado de señalar la peculiar característica que subyace a
la idiosincrasia estadounidense y que co m p o rta «la necesidad de definir
su papel en un conflicto diciendo que está en el b ando de D ios contra
Satán, de la m oral co ntra el m al»56. El p ro p io L ipset no deja de so rp ren ­
derse ante el hecho de lo que deno m in a com o paradojas de la cultura
estadounidense: p resen tar una m ism a base de creencias p ara justificar
tan to los fenóm enos sociales beneficiosos com o los perniciosos. D esde
esta m ism a perspectiva cobra especial interés el hecho de que algunos
de los filósofos estadounidenses m ás críticos con ciertas dim ensiones de
la filosofía p roveniente de la Ilustración, que han ten id o especial énfasis
en la «vieja E uropa», acaben, co n trad ictoriam ente, reivindicando para
E stados U nidos el m ism o o rd en de pensam iento que tan radicalm en ­
te negaban. Tal es el caso, p o r ejem plo, de R ichard Rorty, un filósofo
am pliam ente trad ucid o y conocido en España. Su crítica m ás co ntinu a
tiene que ver con ciertas interp retacio nes de la M o d ern id ad , que en la
vieja E uro pa se trad u jero n en la defensa de u na concepción de la his­
to ria que co m p ortab a un proceso de superación co ntinu a en el orden
del progreso, rep resen tado especialm ente p o r las estructuras sociales y
políticas que preconizaban los países europeos. E sta filosofía de la h isto ­
ria, que venía a legitim ar las opciones de la vieja E uropa, co m p orta — al
decir de R orty— «la inclinación feudal» de los europeos que piensan sus
actividades tem porales com o si resp on dieran o estuvieran al servicio de
pod eres superiores, atem porales. El rechazo de este tipo de p ensam ien­
to, escribe Rorty, «se identifica con el orgullo de los estadounidenses de
ser los últim os hijos e hijas del tiem po, la avanzadilla m ás occidental
del E spíritu»57. La afirm ación ú ltim a resultaría im posible de enunciar si
no se inserta, en contradicción con los p ro pio s supuestos de Rorty, en
u na filosofía de la h istoria que preste sentido a la hipótesis de ser «los
últim os hijos e hijas del tiem po» y la «avanzadilla m ás occidental del
Espíritu». ¿Q uién p uede certificar que los E stados U nidos rep resen tan la
etap a su perio r de E uro pa, la m ás avanzada en el o rd en del p ensam ien­
to, m ás allá del irrelevante «conocim iento» de que sean descendientes
biológicos de esta p arte del A tlántico? La contradicción de la posición
ro rty an a no p uede o cultar el nuevo nivel de com prensión del pueblo es­
tad ou nid ense que, en la fuerza de su «juventud» y del desarrollo tecn o ­
lógico, incluido el m ilitar, se percibe tam bién com o el rep resen tante de
un nuevo o rd en de realidad h um ana «de m ayor rango axiológico» en el
o rd en del saber y de la m oral. En u na form a de expresión que tiende a
velar sus «inaceptados» presupuestos histórico-filosóficos, R orty vuelve
a asum ir en form a preform ativa aquello que niega argum entativam ente,

56. M. Lipset, American Exceptionalism, W W Norton, New York/London, 1997.


57. R. Rorty, «Norteamericanismo y pragmatismo»: Isegoría 8 (1993), p. 18. El subrayado
es mío.
a saber, que ellos rep resen tan hegelianam ente el últim o estadio de la
h istoria que había form ulado E uropa: «la occidentalización del espíritu,
com o el nuevo paso evolutivo m ás allá de E uropa»58.
Pero ¿en qué consiste «el m al absoluto» que justifica u na guerra g lo ­
bal y que adem ás se presenta, rem em o rand o tiem pos ya pasados, com o
u na «guerra justa»? La reconstrucción últim a, que hem os llevado a cabo
en el an terio r p árrafo, ha vuelto a explicitar la gram ática p ro fu n d a de
sentido del inconsciente que prom ueve los procesos constituyentes de
las diversas representaciones a través de las cuales se h a constituido el
pueblo estadounidense. El reto rn o a «los orígenes» nos ha p ro p o rcio n a­
do, adem ás, nuevos niveles de com prensión que actúan en el im aginario
vigente. Así se ha m o strad o la enfatización de u na «com unalidad» que
se proyecta, m ás allá de su en to rn o , en acciones bélicas de influencia en
am plios y plurales espacios geográficos, que dibujan lo que hoy p o d e­
m os apreciar com o «una v o lu n tad de Im perio». Estas intervenciones se
recrean continu am ente en los m arcos de unas interp retacio nes m orales
y religiosas que confieren un cierto apresto ético-utópico a sus in ter­
venciones bélicas y a sus im posiciones económ ico-políticas. Es m ás, la
últim a dim ensión filosófica consistente en rep resen tar un nuevo paso
evolutivo en el o rd en del E spíritu y constituir la avanzadilla de la h isto ­
ria p retend e justificar su incon tin en cia y su arb itrariedad en el forzado
in ten to actual de im p on er coercitivam ente «una com unidad m undial
basada en la justicia». U na v o lu n tad im periosa de justicia, sin em bargo,
que se nos aparece com o u na negación de aquello m ism o que afirm a.
El lenguaje de la g uerra y de la seguridad está segando las sim ientes
del Prem io N o bel de la Paz o to rgado a las N aciones U nidas en 2001
y que presagiaba la posibilidad de u na cooperación y u na co rresp o n ­
sabilidad m o ral y política de los pueblos de la tierra. Un alto cargo
gubernam ental, en el v erano de 2 00 2, con m otivo de la presentación
del Inform e de A m nistía Internacional, afirm aba: «El papel que ustedes
desem peñaban se h a v enido abajo jun to con las T orres G em elas de N u e ­
va York». M ichael Ignatieff, director del C en tro C arr de Política sobre
D erechos H u m an os de H arv ard , se h a m o strad o m ás taxativo aún: «El
pro blem a — escribe— es saber si tras el 11 de Septiem bre la era de los
derechos hum anos ha llegado a su fin». Irene K han, secretaria general
de A m nistía Internacional, escribía en junio de 2 00 2, en el pró log o a su
inform e anual, que «a m edida que la ‘g uerra co ntra el terro rism o ’ fue
dom in an do el discurso de la prensa m undial, los gobiernos em pezaron
a rep resen tar a los derechos hum anos com o un obstáculo p ara la segu­
ridad y a los activistas de derechos hum anos com o idealistas rom ánticos
en el m ejor de los casos, y en el p eo r com o defensores de terroristas». Y
a ello colabo raro n las prim eras disposiciones de los gobiernos de Ingla­
terra y de los E stados U nidos acerca del co ntro l y del encarcelam ien­
58. Ibid., p. 9.
to tem p oral de m uchos m iem bros p ertenecientes a diversas m inorías,
especialm ente árabes o de adscripción m usulm ana. En la línea de los
acontecim ientos generados p o r y a p artir de la interp retació n de la gue­
rra ya iniciada, llam a la atención la escasa, la carente delim itación del
sentido del «mal absoluto» a com batir, p ara lo cual se nos convoca en la
C arta. M e interesa destacar de nuevo la nula atención que los autores
de la C arta, desde sus supuestos m orales y religiosos, prestan al hecho
de que las constituciones m odernas al establecer los derechos fun da­
m entales adscriben a las personas y no a los ciudadanos solam ente los
denom inados derechos p olíticos. Los derechos políticos, lo que algu­
nos llam an derechos civiles, tienen ya un reconocim iento universal en
función del hecho de ser personas. E ntre estos derechos se en cuentran
los de libertad de expresión, los de libertad de creencias, los derechos
a obten er justicia, etc. Por tan to , n o se p uede su plantar ni la v olun tad
de los individuos ni las form as institucionales que pued en defender y
garantizar tales derechos, h istóricam ente conquistados, en función de
los valores hum anos universales «verdaderos». E sta decisión, suplan-
tad o ra de to d o s los órdenes políticos y jurídicos, conlleva el supuesto
de que existe u na au to rid ad o tribu nal m o ral con legalidad universal
y con p o d er coercitivo p ara im ponerlo. El m o m en to histórico en el
que se instituyó la idea de la «guerra justa» respondía, realm ente, a la
existencia de una au to rid ad m oral, con p o d er legal internacional, com o
fue el caso de la Iglesia católica d uran te la E dad M ed ia59. C om o señala
Z olo , en sus observaciones sobre la idea de «guerra justa», cualquier
g uerra em pren did a co n tra la au to rid ad cosm opolita de la Iglesia era
declarada «guerra injusta», así com o aquellos que se alzaban co n tra la
cristiandad eran considerados infieles, pro scrito s o crim inales. D e este
m o do , venía a establecerse este círculo: la Iglesia y sus intereses eran los
que determ inaban tan to la guerra que había de llevarse a cabo com o su
caracterización de «guerra justa», in d ep end ien tem en te de los individuos
que llevaran a cabo la g uerra y sin aten der a sus objetivos. En este m is­
m o sentido creo que la p reg u n ta sobre el «mal absoluto» que se in ten ta
errad icar y el bien absoluto que se p retend e im p on er viene determ inada
p o r aquel o aquellos que deciden la realización de u na g uerra y que la
deno m in an «guerra justa». U na vez m ás hay que afirm ar, con P latón en
el C ratilo, que quien tiene el p o d er im pone el nom b re, designa a las
cosas y les p resta su significado.

59. Los propios autores de la Carta reconocen, en el apartado 4, que «la idea de una
‘guerra justa’ está ampliamente fundamentada y enraizada en muchas de las diversas religiones
y de las tradiciones morales seculares».
D E M O C R A C IA Y G LO BA LIZA CIÓ N .
H A CIA U N N U E V O IM A G IN A R IO (1)

D esde com ienzos del siglo x x la filosofía se vio privada de u na gran


parte de sus influencias epistem ológicas en el cam po de las ciencias,
com o, p o r o tra p arte, lo exigía el desarrollo histórico y au tón om o de
las m ism as. P érdid a de influencia que tuvo un segundo aspecto, a saber,
el acoso de la filosofía p o r p arte de las m ism as ciencias independizadas,
las cuales pusieron en cuaren tena la sustantividad y el valor del co no ­
cim iento filosófico. En o tro frente, esta situación crítica se agravaría
con el hecho histórico del H olocausto, que, desde diferentes ángulos,
se in terp retó com o expresión del fracaso de aquella idea de «progreso»
gestada p o r la Ilustración. E sta idea de progreso estuvo ligada al m ito
de u na civilización que acabaría expulsando la barbarie de la faz del
planeta. C iertam ente, no cabe establecer u na relación de causalidad,
pero, com o señala B aum an, sí pod ríam os tra ta r el H o lo causto «como
una prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades o cul­
tas de la sociedad m oderna»1. A m ediados de los años cincuenta, algún
teórico declaró el final de la filosofía política justo en el m o m en to en
que, al decir de B erlin, m ás falta hacía su presencia. C o ntrap on iénd ose
a los inten tos devaluadores de la fuerza de la razón alum brada en la
Ilustración, la filosofía política m antuvo, d uran te la segunda m itad del
siglo x x , la necesidad de los procesos de racionalización en orden a
fun dam en tar las o rientaciones políticas y legitim ar las form as de go­
bierno. Igualm ente sostuvo el valor, incoativam ente em ancipatorio, de
las p retensiones de universalidad de algunos principios form ales de la
política. En definitiva, la teo ría de la dem ocracia y el valor de la m ism a
en el orden social han recibido un apoyo m uy especial de la filosofía
política frente a quienes p retend ían ten er que elegir entre la filosofía y
una dem ocracia absuelta de argum entación racional.
1. Z. Baumann, Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid, 1998, p. 15.
C abe señalar que la filosofía ha ten id o que realizar, necesariam ente,
un ajuste en sus pretensiones de ser un m odo de saber capaz de captar
el p ro p io tiem p o en el o rd en del pensam iento, que se h a saldado en
la atribución al filósofo de la m isión de «guardián de la racionalidad».
A hora bien, la au tocrítica p o r p arte de la filosofía es consustancial a su
m ism a fuerza racio nalizado ra. C on un símil político, cargado de una
crítica radical a la filosofía h eredada, com enzaba K ant a establecer las
piedras angulares de la nueva filosofía m o d ern a. E n efecto, el p rim er
pró log o a la Crítica de la razón pura le sirvió al p ro feso r de K onigsberg
p ara hacer un ajuste de cuentas crítico con la filosofía de su tiem po. En
p rim er lugar, da cuen ta de cóm o la m etafísica, an taño m atro n a d ogm á­
tica, fue rechazada y ab an do nad a a causa del ejercicio despótico que
venía ejerciendo. El resultado, tras la secuencia de guerras intestinas,
se saldó «en u na com pleta anarquía». «Los escépticos — escribe K ant— ,
especie de nóm adas que aborrecen to d o asentam iento d urad ero, des­
truían de vez en cuando la unión social». Tras un in ten to fallido de
resolver tod os los problem as acum ulados, la m etafísica vino a recaer,
en el tiem po de K ant, en lo que éste d enom inó com o «el anticuado y
carcom ido dogm atism o [...] A hora reina el hastío y el indiferentism o».
Es inútil, sin em bargo, fingir indiferencia frente a tem as y objetos de
investigación de la filosofía que atañen tan intrínsecam ente a la n a tu ra ­
leza hum ana. La autocrítica, pues, no se exim e del reconocim iento del
valor y del sentido de la filosofía, p ara la cual, en La contienda entre las
Facultades de filosofía y teología, p edía n o u na su perio r consideración
jerárquica con respecto a las llam adas Facultades m ayores, sino libertad
p ara el terren o «en el que la razón debe ten er el derecho de expresarse
públicam ente [...] dado que la razón es libre conform e a su naturaleza
y n o adm ite la im posición de tom ar algo p o r verdad ero (no adm itiendo
credo alguno, sino tan sólo un credo libre)»2. La autorreflexión en el
o rd en epistem ológico acerca de los lím ites del conocim iento, así com o
en to rn o a la au ton om ía de los sujetos en el o rd en práctico constituirá
los cim ientos de la época m o derna, cuya expresión m ás em blem ática,
acuñada p o r el p ro p io K ant, h a venido guiando el quehacer filosófico:
«Atrévete a pensar p o r ti m ism o». Valga, pues, esta in tro du cció n para
resitu ar el p ro blem a y la razón de ser de la filosofía.

1. ¿Q ué es la política? La constitución del prim er im aginario


político-dem ocrático
Al abrir K ant el pórtico de la m o dernidad, en el o rd en filosófico, con
el citado símil político de su p rim er P rólogo, no hace sino intro du cir

2. I. Kant, La contienda entre las Facultades de filosofía y teología, Trotta, Madrid, 1999,
p. 4.
un tem a esencial p ara noso tros, a saber, el puesto de la política en el
cam po de la filosofía. ¿Q ué papel juega, cóm o se incardin a la política
en la filosofía? La respuesta m ás inm ediata es que la política se sitúa
en el instante m ism o de la au toconstitución del saber filosófico, com o
el cam po tem ático que actúa de gozne p ara abrir la p u erta de lo que
se h a deno m in ado , a veces, el «m ilagro griego», esto es, la presencia y
el ejercicio fundam entales de la razón. En este sentido p o d ría hablarse
de la p olítica com o un efecto reflexivo que se instituye en y da cuenta
del paso del m itos al logos. P aradójicam ente, esta últim a fórm ula no
está exen ta de co nten ido m ítico, ya que resp on de en cierta m edida a
lo que se h a llam ado «la lógica de la representación constituyente» de
los m itos. E sto es, la p resentación de lo que es com o originado p o r su
contraposición a lo que h abía en un p rin cip io : el desorden, el caos, la
n aturaleza frente a la que em erge la cultura o, en este caso, la razón.
Sin en trar ah o ra en la discusión de los autores y las interp retacio nes
que h an p reten d id o aclarar la em ergencia de la racionalidad, cabe con­
siderar al logos com o el tipo de pensam iento que trata de explicar los
hechos o cam pos objetivados p o r causas inm anentes a los m ism os. Se
trataría, p o r tan to , de p o d er explicitar ante o tro , tan tas veces com o
fuera necesario, los procesos teóricos m ediante los cuales doy cuenta
de, explicito argum entativam ente el ser del objeto o de un ám bito de
realidad, su estructura, su m odo de aparecer. E sta p retensió n de uni­
versalidad argum entativa d ará lugar a lo que se h a llam ado, an dand o el
tiem po, «cultura de razones».
La filosofía, en cuanto ejercicio crítico autorreflexivo, conocim iento
de segundo grado, significa la posibilidad de p o n er en crisis lo recibido,
ya sea un hecho o u na doctrina, en cuanto cifra su v erdad o su valor
en el sim ple dato de su aceptación tran sm itida p o r la tradición o la au­
to rid ad de quien lo form ula. El surgim iento de la filosofía im plica, p or
tan to , la existencia de m utaciones en el o rd en de las prácticas sociales
o en el m o do de presentarse de ciertos fenóm enos que hacen inviable
el que pued an ser asum idos p o r la form a ideológica dom in an te en un
grupo. La tensión lím ite, d esestru cturad o ra de form as de existencia,
que este proceso conlleva, obliga a instaurar nuevas categorías en el
orden del conocim iento y en el de las prácticas sociales. A teniéndonos
al esquem a utilizado del paso del m itos al logos en el m u nd o griego, el
fenóm eno de la em ergencia de la racionalidad y sus im plicaciones no
cabe rem itirlo, com o algunos h an p reten d id o , a la especial capacidad
m ental de los griegos. Tal em ergencia cabría encuadrarla, p o r com pa­
ración con las culturas vecinas, en dos procesos paralelos. Por un lado,
el adelgazam iento, la p érdid a, p o r parte de los m itos, de su capacidad
de tran sform ación ante los cam bios sucedidos en grupos o sociedades.
El paño a p artir del cual se h abía venido p ro d u cien d o el m ito ya no
adm itiría, en térm in os de Lévi-Strauss, que se lo p u d iera reto rcer m ás
p ara obten er u na gota m ás de agua, u na nueva variante de la m atriz
de sentido del m ito en cuestión. En segundo lugar, y éste es un dato
especialm ente relevante, en el m u nd o griego se acaba o p eran d o la di­
sociación entre m ito y ritual. D esde esta perspectiva, J.-P. V ernant ha
destacado la separación que vino a establecerse entre la conceptualiza-
ción del p o d er político en G recia y en la vecina M esopotam ia. En esta
últim a, el rey, en el ritual del año nuevo, renovaba cada año su p o d er a
través de u na organización sim bólica del cosm os, estableciendo el lugar
de los astros y la cadencia de días y estaciones. El rito recreaba el orden
frente al caos y su p ro p ia puesta en escena legitim aba sim bólicam ente
el dom inio del m onarca sobre el pueblo. La ru p tu ra , en el m u nd o helé­
nico, de estos dos elem entos, m ito y ritual, quizás en tiem pos arcaicos,
posibilitó el hecho de que, en función de procesos sociales com plejos
tan to en el o rd en cognitivo com o en el de las form as de vida, el ám bito
de lo político p ud iera ser tem atizado com o u na realidad q ue exigía ca-
tegorizaciones de nuevo cuño debido a las disonancias epistem ológicas
que irrum pen en la vida social, en un orden ideológico ya en crisis. En
el diálogo p erdid o y atribuido a A ristóteles Sobre la filosofía, se n arraba
u na serie de convulsiones que acontecían periódicam ente a los hum anos
y que obligaban a los supervivientes de cada cataclism o a diseñar, o tra
vez, form as de vida y a establecer norm as de organización de vida en
com ún. A este respecto, com enta V ernant que esta narración , contenida
en el tex to aristotélico citado, está claram ente aludiendo a procesos
radicales que estaban afectando intern am ente a las relaciones entre los
h abitantes de la G recia del siglo vil o vi a.C. y que guardan relación con
u na crisis ideológica tan to en el orden social com o en los ám bitos de
la m oral y de la religión. A nte tal estado de cosas, «pusieron sus m iras
en la organización de la polis e inventaron las leyes y tod os los dem ás
vínculos que ensam blan entre sí las p artes de la ciudad; y aquel invento
lo d enom inaron sabiduría; fue de esta sabiduría (anterior a la ciencia
física, la physiké, theoría, y a la S abiduría suprem a, que tiene p o r objeto
las realidades divinas) de la que estuvieron dotad os los Siete Sabios, que
precisam ente establecieron las virtudes propias del ciudadano»3.
La política se presenta, de acuerdo con este relato, com o el efecto
de reflexión de segundo o rd en , asum iendo las disonancias sociales y
cognitivas de un m o m en to histórico d eterm inado , que perm ite instituir
u na nueva perspectiva p ara el o to rgam ien to de sentido a la realidad
hum ana. F orm a de instauración de sentido a la cual se le atribuye un
rango especial p o r encim a de los dem ás saberes teóricos y filosóficos.
La política m arca así la em ergencia de la filosofía política. Así escribe
V ernant:
El punto de partida de la crisis fue de orden económico, que revistió en
su origen la forma de una efervescencia religiosa al mismo tiempo que

3. J.-P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1965, p. 54.
social, pero que, en las condiciones propias de la ciudad, llevó en defini­
tiva al nacimiento de una reflexión moral política de carácter laico, que
encaró de un modo puramente positivo los problemas del orden y del
desorden en el mundo humano4.
Lo que a p rim era vista p ud iera asem ejarse a un cam bio de gobierno
o de p o d er deja entrever, no obstante, el verdad ero alcance filosófico de
la reorganización del p ro p io m u nd o de lo hum ano. C om o p uede ap re­
ciarse, lo que en un principio fueron problem as sociales y de organiza­
ción acaba arrastran d o consigo reajustes de la visión del m u nd o y del
orden de valores. Se tra ta de problem as con capacidad de conm oción,
de intro du cció n de desorden en el p ro p io sistem a, p o r decirlo con p ala­
bras de Ryle, y cuyas virtualidades d esestructurantes solam ente pueden
ser dom inadas y rein corp orad as en un nuevo m arco in terp retativ o al
precio de una elevación de conciencia. La elevación a ese segundo grado
de saber es de cuño filosófico. Los efectos p ro du cid os p o r la necesidad
de asum ir tod os los problem as d esestructurantes de un d eterm inado
orden h um ano , histórico, serán ah o ra inteligibles sólo a través de los
esquem as ideológicos que p erm itan u na nueva explicación, en este caso
«laica», del universo físico y social. La resolución de dichos problem as
se trad uce tan to en la determ inación de u na nueva form a de o to rgar
sentido a la realidad com o en un nuevo criterio de organización de la
realidad m ism a. La política es y se constituye, precisam ente, en instan ­
cia instituyente de sentido y ofrece el aspecto de u na nueva m odalidad
epistem ológica del saber, afectando así tan to al o rd en de lo hum ano
com o al universo en general.
En la o bra an teriorm ente citada5, recoge V ernant un tex to político
que constituye la gram ática p ro fu n d a de lo que podem os ya deno m in ar
el nuevo im aginario sim bólico de la sociedad ateniense. En dicho texto,
H eró d o to da cuenta de cóm o, a la m u erte del tirano Polícrates, el suce­
sor que este últim o h abía designado p ara sucederle, M ean d ro , convoca
a u na asam blea y les com unica a los ciudadanos reu nid os lo siguiente:
Polícrates no tenía mi aprobación cuando reinaba como déspota sobre
hombres que eran semejantes a él [...] Por mi parte, depongo la arcké
en mesón, coloco el poder en el centro, y proclamo para vosotros la
isonomía (la igualdad).
Este sencillo relato se h a co nvertido en el referente n orm ativo de
m ayor p regnancia en to d a la cu ltu ra de O ccidente. En térm in os políticos
se p retend e arg um entar que to d o grupo h um ano h a de p o d er decidir,
p o r acuerdo de sus m iem bros, el tipo de relaciones socio-políticas p or
las que regirán sus vidas en com ún. Filosóficam ente, el tex to explicita

4. Ibid., p. 55.
5. Ibid., p. 102.
el nuevo criterio que h a de posibilitar el entend im ien to de lo hum ano
y, p o r extensión, la concepción del universo. La igualdad es el principio
que está en la base de esta nueva epistem ología laica. La isegoría y la
isonom ía trad ucen esa posición del centro frente al cual cada u no es
equidistante. Y es tan to m ás im p o rtan te destacar este criterio de n orm a-
tividad de la p olítica p o r cuanto el solapam iento de la m ism a p o r una
p reten d id a n orm ativ idad universal de la m o ral está creando n o pocos
problem as en n uestro m o m en to actual. V olverem os sobre ello. A hora
nos interesa señalar que, con la nueva estructuración en to rn o a la equi­
distancia, a la igualdad sin jerarquías, se rom pe la ordenación cosm oló­
gica del m u nd o m ítico jerarquizado, organizado según diversos planos
con valoración en titativa diferenciada. La nueva perspectiva hom oge-
neizadora va a posibilitar la revolucionaria com prensión del universo
de acuerdo con un m odelo geom étrico. N o hay ya raíces, ni soporte, ni
basam ento. El cosm os se convierte en un espacio m atem atizado, que se
conserva com o un equilibrio entre potencias iguales. El ágora es ah ora
el m odelo de com prensión del universo. A m anece así, com o en un juego
de espejos, u na correlación com prensiva entre el saber del m u nd o de lo
h um ano y el criterio epistem ológico p ara un conocim iento del cosm os,
correlación epistem ológica que h a tenido u na larga h isto ria con diversas
variantes.
Para term in ar esta sintética descripción del p rim er im aginario sim­
bólico de O ccidente, quisiera llam ar la atención sobre la n arración que
sitúa el hecho de la aparición filosófica de la p olítica en conjunción con
la actuación de los Siete Sabios. Ello viene a significar, a efectos de la
crisis de n uestro m o m en to, que la institución de sentido p o r p arte de
la política sólo parece ten er un éxito total de im p lantanción h istórica si
va aco m pañada del desarrollo de form as culturales y científicas acordes
con la nueva lógica de sentido.
La política, p o r tan to , no es equivalente a lo político ni es u na for­
m a m odificada de éste. E ntien do p o r «lo político» las diversas form as
que h an revestido, a lo largo de la historia, el ejercicio del p o d er y sus
instituciones sobre un gru po hum ano. Lo político ha existido siem pre
en las sociedades hum anas m ínim am ente com plejas. La política, por el
contrario, tiene su acta de nacim iento en el proceso por el cual la ra­
zón hace acto de presencia en el m u n d o cultural griego. N i ha existido
siem pre ni es coextensiva con las dem ás culturas o civilizaciones. Se
en cu entra ligada a la capacidad de la razón, a la posibilidad central de
autorreflexión crítica con respecto al m u nd o en que se instituye. Así, la
política, en la línea de investigación de C astoriadis, trad uce la co nstitu ­
ción de un im aginario político-social, com o hem os venido explicitando,
que com prende un denso conjunto de significaciones, no m eram ente
racionales, p o r m edio del cual cobra cuerpo en u na sociedad su p ro pio
m u nd o de vida. Este m ism o im aginario m arca las relaciones con la n atu ­
raleza y establece las señas de identidad de esta m ism a sociedad.
2. ¿Un nuevo im aginario político-dem ocrático h o y ?
M e situaré, ah ora, in m edias res, en el segundo im aginario creado en la
historia de O ccidente, esto es, el p roveniente de las revoluciones am e­
ricana y francesa con La declaración de los derechos del hom bre y del
ciudadano. Lo haré desde la perspectiva que m e sugiere, en nuestros
días, la hipótesis de la form ación de un nuevo im aginario político-de­
m ocrático. Si atendem os ah o ra a las convulsiones políticas, económ i­
cas, etc., que están sacudiendo, en n uestro tiem po, la vida de diversos
pueblos y que afectan, igualm ente, al tratam ien to de la tierra en que
habitam os, nos podem os p re g u n tar: ¿acaso estas transform aciones no
estarían dem an dand o la recreación, p o r p arte de esos m ism os pueblos
o civilizaciones, de un nuevo im aginario político, com o se p ro du jo en
G recia o en n uestro m u nd o occidental m o derno ?, ¿hay algunos p ro ­
cesos o cam bios estructurales que apunten a ese horizo nte de cam bio?
P artim os del hecho de que la filosofía p o r sí m ism a no es la p artera de la
historia y, p o r tem o r a la labor despótica de u na filosofía de la totalid ad,
deseam os ejercer, m ás bien, un papel m ás p ró xim o al de la herm en éu ­
tica de la sospecha. Sospecha que inquiere argum entativam ente, u na y
o tra vez, sobre la adecuación de ciertas prácticas sociales, económ icas y
políticas que gozan de un papel dom in an te en nuestros ám bitos de vida.
Posiblem ente, estas prácticas hayan llegado a tal grado de desestructu­
ración de la v ida h um ana y de la naturaleza que estén interp elan do a los
sujetos políticos sobre la necesidad de un cam bio tan significativo com o
el que en trañ a la reflexividad filosófica de la política.
En un estudio p orm eno rizado sobre la delim itación del térm in o «ci­
vilización», Lucien Febvre aclara que este concepto no va a ser objeto
de un estudio tem atizado hasta bien en trado el siglo xix. Sin em bargo,
los filósofos de las Luces dejaron ya constituido el núcleo de dicho tér­
m ino com o un ideal m o ral de largo alcance. D esde esta perspectiva, y a
p ro pó sito de su trabajo Proyecto de una Universidad para el gobierno de
Rusia, D id ero t consignaba ya que la ignorancia es la línea que separa al
civilizado del esclavo y del salvaje: «instruir u na nación — apostilla— es
civilizarla». Este ideal civilizatorio qued aría pergeñ ad o p o r C o nd orcet,
quien, en un pasaje de su célebre Vida de Voltaire y haciéndose eco de
dicha o bra citada de D iderot, enfatiza que no es la p olítica de los p rín ­
cipes la que puede traer la paz y evitar la esclavitud y la m iseria, sino
que «son las luces de los pueblos civilizados» las que acarrearán tales
bienes. El desarrollo del conocim iento, la fuerza de las «luces» desde
los diversos cam pos del saber en trañan, pues, u na dim ensión m oral que
se encargará de p o n er de relieve, en esos m ism os años, R aynal, quien
subraya que no p uede h aber civilización sin justicia6. Este ideal m oral

6. L. Febvre, Pour une histoire «a part entiére», École de Hautes Études en Sciences So­
ciales, Paris, 1982, pp. 504-505.
cobra u na especial m odulación con la puesta en escena de la R evolución
francesa, que perm ite ya intro d u cir un nuevo horizo nte: el del futuro.
El optim ism o derivado de aquellos hechos, en un m o m en to ascendente
de la euforia revolucionaria, cobra especial relevancia: el progreso, se
afirm ará, será tan ilim itado com o capacidad de perfeccionarse tengan
los hom bres. C iertam ente, la instauración del nuevo im aginario político
no deja de ser apreciado, a la vez, com o un m o m en to lleno de convul­
siones, de efectos de m iseria, de h am bre y de m uerte p ara m uchos, in ­
cluso p ara sus p ro pio s actores. Los navegantes, los h om bres de ciencia,
los exilados no dejan de co nstatar la desaparición de ciertas form as de
vida valiosas que descubren en los pueblos en los que recalan o se dispo­
nen a vivir. La civilización que p rego na el progreso no deja de albergar
am bigüedades peligrosas.
En el contexto descrito se introduce, necesariam ente, la voz de R ous­
seau. El ginebrino dejó escrita u na obra cuya unidad vuelve a p lantear un
problem a tan actual com o discutido lo fue en su m om ento. H ace n o tar
Starobinski que la lectura de R ousseau suscitó diferentes in terp retacio ­
nes, com o lo indicaría el caso de Engels. Éste quiso ver en E l contrato
social u na superación de aquella o tra línea de investigación que tuvo
su plasm ación en el Discurso sobre el origen y los fundam entos de la
desigualdad entre los hom bres. Esta últim a obra sistem atiza la idea de
que la civilización que va im poniéndose en su tiem po cobra cuerpo en
un proceso de alienación progresiva del hom bre, que p ara sacar p ro ve­
cho «hubo de m ostrarse distinto de lo que era en realidad». «El hom bre
se aliena en su apariencia — escribe Starobinski— , R ousseau presenta el
parecer, al m ism o tiem po, com o la consecuencia y com o la causa de las
transform aciones económ icas»7. La sociedad constituida, en la que entra
el hom bre, le obliga a despojarse de su p ro p ia identidad y a configurar­
la ah ora en función de necesidades que lo instrum entalizan. Prim ero,
porqu e tales necesidades son inducidas socialm ente y constituyen una
servidum bre con respecto a su au ton om ía com o sujeto. En segundo lu ­
gar porque, siendo ilim itadas tales necesidades en función del prestigio y
del poder, acaban instrum entalizando sus propias capacidades hum anas:
Tras haber sido en otro tiempo libre e independiente — escribe Rous­
seau—, he aquí cómo, por medio de un sinfín de nuevas necesidades, el
hombre está sometido, por así decir, a toda la naturaleza y, en especial,
a sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en esclavo,
aun en el caso de que se haga señor de ellos8.
E sta visión crítica del proceso histó rico h um ano n o va a ser «supe­
rada» en u na nueva rein terp retació n del d esarrollo social con la escri­
7. J. Starobinski, Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, trad. de S. Gon­
zález Noriega, Taurus, Madrid, 1983, p. 41.
8. Ibid., pp. 41-42.
tu ra de E l contrato social. Éste es escrito desde u n a p erspectiva n o r­
m ativa que no g uard a relación genealógica con respecto al D iscurso... ,
cuyo cen tro filosófico-político está referid o a un existente « orden de
la naturaleza». A hora bien, El contrato social n o p reten d e asum ir el
referid o o rd en histó rico de alienación descrito en D iscurso... p ara, en
un sentido hegeliano, su perarlo en un nuevo nivel de consideración
filosófica. N o hay datos que p ued an h acer plausible la existencia de una
única m atriz de reflexividad filosófica que interrelacion e am bas obras
com o p ro d u cto s de un m ism o p ro y ecto 9. Por el co n trario , E l contrato
social, lejos de las convulsiones históricas, p o d ría leerse com o u na o bra
abstracta, guía de un proceso cuasi iniciático, en el cual los hom bres,
al recu p erar su au to n o m ía en el co nstru cto de «la v o lu n tad general»,
p iensan en trar en u n a n ueva A tenas, lejos de los avatares alienantes de
la historia.
El decurso de la h isto ria se ha construido rousseaunianam ente p or
su lado peor, p o r el lado de la alienación y de la explotación del «or­
den natural» que tuvo a los individuos, en un p rim er m o m en to, com o
sujetos pacientes. La o bra de Polanyi La gran transform ación, a la que
ya nos hem os referido en o tros capítulos, ha sido considerada com o el
exam en m ás riguroso sobre los efectos económ ico-sociales del in d u s­
trialism o en el siglo xix. Pues bien, dicha o bra puede ser leída com o la
h istoria de la suprem a violencia antrop ológ ica en o rd en a crear el tipo
h um ano de la nueva sociedad de m ercado, im puesta p o r la deriva capi­
talista de la civilización m o derna. La destrucción de la cultura h eredada
fue tan v iolenta que algunos com paraban los m odos de supervivencia de
la clase o b rera con las form as de vida de tribus africanas. La violencia
se ejerció, com o se sabe, incluso sobre los niños. A p ro p ó sito de este
dato últim o, Polanyi recoge, en el apéndice de su libro, los com entarios
del em inente sociólogo negro C harles S. Jo hn son . Éste escribió sobre
aquellos m o m en to s: «Las racionalizaciones que entonces sirvieron p ara
legitim ar la tra ta de niños eran casi idénticas a las que se utilizaron p ara
justificar la trata de esclavos»10.
Este estado de explotación sum a acabaría actuando sobre la o tra
p arte del «estado natural» a que se refería R ousseau. Si la p rim era ru p ­
tu ra en el m etabolism o de la hum anid ad con la naturaleza p uede datarse
en el m o m en to del desarrollo del capitalism o (1750-1800), la segunda
revolución tecnológica, en tre 1 93 0-1950, m arca la en trad a en la era
de crisis ecológica global. A p artir de la m itad de los años setenta, de
acuerdo con R iechm ann, se hace ya evidente lo que puede d en o m in ar­
se u na crisis ecológica m undial con la expansión de los sistem as so­
cioeconóm icos a la globalidad de la biosfera con daños irreversibles,

9. Una visión distinta, más unitaria, es la ofrecida por Rosa Cobo, Los fundamentos del
patriarcado moderno: Jean-Jacques Rousseau, Cátedra, Madrid, 1995.
10. K. Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 442.
con la m odificación de los grandes equilibrios bio-geoquím icos, con la
extensión de m acrocontam inaciones ya no circunscritas a ecosistem as o
regiones determ inadas. El ecologism o, m ás allá del conservacionism o o
el am bientalism o, desarrolla «un discurso crítico que subraya el carácter
destructivo y au todestructivo de la civilización productivista engendra­
da p o r el capitalism o m o d ern o , y que esboza el p royecto político-social
de u na civilización alternativa»11.
Las dem andas de u na alternativa civilizatoria han cobrado fuerza
y, sobre to d o , argum entos p ara cam bios radicales y p eren to rio s en la
econom ía «ortodoxa» d om inante, a raíz de la reu nió n, en N airo bi, a
finales de m arzo de 2 00 6, del Panel Interg u bern am ental sobre C am bio
C lim ático (IPCC), creado p o r N aciones U nidas en 1988. En el P ro to co ­
lo de K ioto, firm ado en 1997, se había ap rob ado , p o r la m ayoría de las
naciones, el respaldo a los científicos que venían trabajando y, al m ism o
tiem p o, estas naciones se com prom etían a asum ir las m edidas que se
derivaran de sus inform es En la reu nió n de N airo b i se ha evaluado el
Tercer Inform e sobre «C am bio C lim ático 2001» (tras los dos anteriores,
publicados en 1990 y 1995). Este últim o Inform e consta de tres parte:
Bases científicas, Im pactos, adaptación y vulnerabilidad y M itigación.
C ada p arte, elaborada p o r unos 2 00 científicos, h a sido co ntrastada
y revisada críticam ente p o r m ás de 4 00 ex perto s independientes. El
objetivo central del inform e tratab a de p o n er de m anifiesto, a p artir
de los gases de efecto inv ern adero p ara el siglo x xi en el m u nd o, los
efectos clim áticos de o rd en global, los im pactos en ecosistem as n a tu ra ­
les terrestres y m arítim os, etc. Estos datos afectan a los problem as de
la agricultura y sus p ro du cto s, a los recursos hídricos, a las influencias
sobre las zonas costeras y sus alteraciones, a la salud h um ana, etc. D esde
N aciones U nidas, Klaus Toepfer, d irector del PN U M A , ha sentenciado
que «el IPPC ha p ro p o rcio n ad o al m u nd o inform es de p rim era clase
sobre la elevación de tem p eratu ras a la que se en frenta la T ierra, los
devastadores im pactos de este aum ento y las form as en que podem os
tra ta r de evitar los peores efectos del calentam iento global». El inform e,
en efecto, señala, un aum ento de tem p eratu ra de 0,6 grados en el siglo
x x , achacable, en gran p arte, a las actividades hum anas, p reviendo un
calentam iento en to rn o a 5,8 grados p ara el siglo xxi. H ay que tener
en cuenta, p o r o tro lado, que «entre 1970 y 1999 la T ierra ha p erdido
un 3 0 % de su riqueza forestal y acuática, a un ritm o de un 1% anual, al
tiem po que el consum o de recursos (y la subsiguiente contam inación)
ha crecido al 2% anual»12.

11. J. Riechmann, «Una nueva radicalidad emancipatoria: las luchas por la supervivencia
y la emancipación en el ciclo de protesta ‘post-68’», en J. Riechmann y F. Fernández Buey, Redes
que dan libertad, Paidós, Barcelona, 1994, p. 116.
12. J. Riechmann, Un mundo vulnerable. Ensayo sobre ecología, ética y tecnociencia, Ca­
tarata, Madrid, 2000, p. 319.
Los datos aportad os, sin em bargo, no im plican u na posición ago­
rera inflexible ni p reten d en alim entar un pesim ism o que no tuviera en
cuenta tam bién las pro piedad es an tientrópicas de la naturaleza, con la
recepción de energía del exterior, y las capacidades de las sociedades
hum anas p ara desarrollos especiales y com plejos. A hora bien, la p osi­
ción crítica ecológica sí pon e de m anifiesto, p o r un lado, la «ausencia de
u na conm ensurabilidad económ ica» ante la incertidum bre, los h o rizo n ­
tes tem porales y los tipos de descuento que su po nd ría u na econom ía de
los recursos n aturales y del m edio am biente13. Por o tro lado, com o afir­
m a M artínez de A lier a p artir de la an terior observación, la econom ía
o rto do xa, ten iend o en cuenta la incertidum bre sobre el funcionam iento
de los sistem as ecológicos, está incapacitada p ara dar un valor m o n e ta­
rio actualizado a las externalidades, así com o resulta arb itrario el valor
que p retend e o to rgar a los recursos agotables, ya que desconocem os
las preferencias de los agentes futuros. D esde esta m ism a perspectiva,
y dado que la econom ía es entrópica, con agotam iento de recursos y
pro du cció n de desechos, «el m ercado no tiene capacidad p ara valorar
con ex actitud esos efectos». En definitiva, frente al carácter tecnocráti-
co, libre de to d o ideología, de m era gestión y uso de los instrum entos
del análisis económ ico convencional con que algunos defensores de la
nueva econom ía de la globalización p reten d en legitim ar el tratam iento
de los «problem as económ icos», la advertencia del «Inform e de C am bio
C lim ático 2001» ap u n ta a un cam bio drástico en el m o do de co nform ar
socialm ente n uestra relación con el m undo, con la naturaleza, con los
grupos sociales a los que se p retend e traslad ar los efectos perversos de
las externalidades generadas. Y, en igual m edida, ap u n ta al ineludible
com prom iso m oral con las generaciones futuras. Es, pues, to d o un cam ­
bio civilizatorio lo que dem an da un nuevo im aginario político capaz de
asum ir ética y políticam ente aquello que ni el m ercado ni u na técnica
económ ica pued en alum brar.
R esulta difícil obviar el p ro nu n ciam ien to negativo de la A dm inis­
tración Bush, justo en estos m om entos, sobre el P rotocolo de K ioto.
Es am pliam ente reco no cid o el hecho real de que E stados U nidos está
jugando el papel de lo co m o to ra de la nueva econom ía, con su fuerza
«ejem plarizante» p ara las dem ás naciones, así com o es, igualm ente, la
p rim era poten cia m ilitar. D e este m odo, su negativa a asum ir las reso ­
luciones adoptadas form alm ente en N airo bi, tras la firm a an terior del
P rotocolo de K ioto, parece llevar h asta la exasperación los aspectos m ás
sórdidos de esta civilización d ep red ad o ra de la naturaleza y la arb itraria
im posición m ercantilista p o r encim a de los problem as que afectan a la
existencia m ism a de los hum anos. Es m ás cuando ya, a m ediados de los

13. J. Martínez Alier, «La valoración económica y la valoración ecológica como criterios
de la política ambiental»: Arbor CXL/550 (J. Quesada [ed.], Filosofía y economía) (1991), pp.
13-42.
años nov enta, el vicepresidente de los E stados U nidos Al G o re enfatiza­
ba públicam ente h aber llegado al convencim iento de que era necesario
«hacer de la salvación del m edio am biente el principio organizativo cen­
tral de nuestra civilización».

3. Sobre los dilem as de la civilización occidental.


Las nuevas dim ensiones de la globalización
La dim ensión crítico-norm ativa de u na ecología no m eram ente am bien­
talista apuesta, claram ente, p o r un cam bio civilizatorio de gran alcan­
ce, al tiem po que rom pe con el carácter n eutral, no ideológico, que
p retend e p ara sí la econom ía o rto d o x a que está en la base de la nueva
form a de capitalism o realm ente existente. Es cierto que, desde el últim o
cuarto del siglo x x , tan to la crisis de los m ovim ientos em ancipatorios,
especialm ente desde la caída del M u ro de B erlín, com o el cam bio drás­
tico en la organización y las dim ensiones de la «nueva econom ía», han
servido p ara reestru ctu rar las form as que el capitalism o había asum ido
desde los inicios del siglo x x y, fundam entalm ente, desde los cam bios
operad os en los veinte años de bonanza tras la segunda G u erra M u n ­
dial. La reorganización del capitalism o, especialm ente a p artir de la cri­
sis del 73 y con la conform ación m ás clara que asum ió a p artir de los
años ochenta, lo que ha dado lugar a la deno m in ada «globalización»,
no sólo ha consolidado las características m ás letales de la civilización
occidental, sino que ha afectado tan to a las form as de vida com o a la
percepción de n uestro futuro.
R obert H eilb ron er, quien, jun to a W illiam M ilberg, ha analizado La
crisis de visión en el pensam iento económ ico m o derno , tom a de nuevo,
p o r su p arte, la difícil tarea de hacerse cargo de las Visiones del fu tu ro 14.
Sin pretensió n alguna de futu rólo go , sí destaca, sin em bargo, aquellos
elem entos que, a la p ostre, parecen ap ostar p o r un cam bio del im agina­
rio político hasta ah o ra vigente. En prim er lugar, resalta cóm o se han
p erdid o las esperanzas de un tiem po m ejor que, duran te m ucho tiem po,
alim entaron tan to la idea de progreso com o la ilusión de un capitalism o
refo rm ad o. Por el co n trario , hoy el futuro se nos ha vuelto inescrutable
cuando no cargado de crespones negros. E n segundo lugar, la confianza,
o tro ra d epositada en la conjunción beneficiosa de ciencia y técnica p ara
asegurar un rum bo histórico que perm itiera u na «vida buena», co ntrasta
en los últim os años en varios escenarios históricos con u na posibilidad
real de destrucción m asiva del hom b re y de la naturaleza. El o rd en eco­
nóm ico, com o la capacidad de pro du cció n y distribución idó nea para
revolucionar las situaciones de m enesterosidad, se nos ha vuelto m ás

14. R. Heilbroner, Visiones del futuro. El pasado lejano, el ayer, el hoy y el mañana, Pai-
dós, Barcelona, 1996.
ex traño , m ás alejado de n uestra área de influencia, creando las m ayores
asim etrías y m o stran do , con v erdad era fiereza, que el hecho de vivir,
p ara m illones de seres, es ya casi un m ilagro, u na heroicidad. Por ú l­
tim o, escribe, «el espíritu político de liberación y au todeterm inación
h a p erdid o paulatin am en te su inocencia. D e ahí la ansiedad que cons­
tituye un aspecto tan palpable del hoy, en agudo contraste tan to con la
resignación del pasado lejano com o con el optim ism o de ayer»15. La
inseguridad tan presente entre n oso tros puede servir de co artad a p ara
tach ar de banales m uchos de los deseos y esfuerzos p o r pensar, im aginar
algo m ejor. La contingencia se ha asentado entre n oso tros de u na form a
radical. Pero eso m ism o da sentido a los esfuerzos aunados p o r asum ir
la política, un co m p ortam iento hum ano consistente en persistir en la
aspiración de alum brar, desde instancias de equidad e igualdad, form as
plurales de vida hum ana. Es u na necesidad ap rem iante que puede fo rta­
lecerse com o deseo de m uchos.
La contingencia radical, sin filosofías de la h isto ria que garanticen
cualquier pro yecto em ancipador, nos hace asum ir E l fu tu ro de la civili­
zación capitalista16, título de u na o bra de Im m anuel W allerstein, com o
un m o m en to constitutivo de n uestra com prensión del presente. La ci­
vilización capitalista, según W allerstein, se en cu entra en el o to ñ o de su
existencia, lo cual significa que es necesario tan to u na labor de análisis
de los procesos que ap untan a la crisis com o establecer algunas de las
orientaciones de los nuevos cursos in fieri. El ocaso de este sistem a,
p ara W allerstein, viene incoado desde algunos de los acontecim ientos
históricos del siglo x x y retrasado p o r la confluencia de ideologías que
lo refo rzaron en los últim os años. Así, p o r ejem plo, el M ayo del 68,
caracterizado p o r Touraine com o un prelud io del siglo x xi, tiene para
W allerstein el sentido de u na conm oción política y cultural que abre
grietas, «bifurcaciones», d entro de n uestra civilización. Sin em bargo, no
está prefigurada en ella la salida co ncreta que p ro vo caro n tales hechos,
desde la ru p tu ra de las form as canalizadoras (los partidos) de las d e­
m andas de em ancipación a la crítica radical de las relaciones de d o m in a­
ción y jerarquización de las industrias, al cam bio cultural entre trabajo
y ocio o a la crisis de legitim ación que dejó caer sobre las estructuras es­
tatales. El año 1989, p o r su p arte, com o segunda quiebra capaz de abrir
o tro tipo de bifurcaciones, tiene la p articularidad de «traer consigo la
desintegración de las estructuras estatales sin los efectos optim istas y es­
tabilizadores de las descolonizaciones nacionalistas p osteriores a 1918 y
1945»17. El fin del bipolarism o, p o r su lado, ha sido seguido, a p artir de
los años noventa, p o r la p érd id a p ara los E stados U nidos de la categoría
históricam ente d eno m in ada com o «país hegem ónico», lo cual abre un

15. Ibid., pp. 128-130.


16. I. Wallerstein, El futuro de la civilización capitalista, Icaria, Barcelona, 1999.
17. Ibid., pp. 89-90.
fuerte interro gante sobre la co ntinu idad del sistem a-m undo m oderno,
o, lo que es igual, no sabem os si continu arán o variarán los actores que
se h an desarrollado a través del sistem a-m undo: las naciones, los g ru ­
pos étnicos, los hogares, «com o tam bién las dos divisiones centrales del
sistem a: el género y la raza».
En relación con n uestros intereses del m om ento, la peculiaridad de
los exám enes, p o r p arte de W allerstein, de sistem as históricos de lar­
go reco rrid o histórico se sitúa en la caracterización de n uestro sistem a
m u ndo-capitalista com o el único sistem a histórico que se expandió al
m u nd o entero. Es m ás, acabó conform ándose com o u na civilización, o,
m ás precisam ente, la civilización que estatuye la idea de la H um anidad.
D esde esta perspectiva, la m undialización del capitalism o llevada a cabo
desde O ccidente adquiere las características de un sistem a valioso en sí
m ism o y que debe ser ad o p tad o p o r el resto de las naciones. Los lazos
de tal civilización con el desarrollo de la ciencia acaban decantando
la dim ensión del progreso com o núcleo central de esta civilización y
que supuso la asunción de sus logros incluso p o r p arte de su m ayor
enem igo: el m arxism o. El desencantam iento que h a acabado instalán ­
dose en el m odo civilizatorio im puesto tiene su co rrelato en los dilem as
del sistem a capitalista exam inados y se p ro yecta en la desestructuración
p olítica del p o d er d en tro de naciones o de regiones del m undo. Las
bifurcaciones que se han ido abriendo tras la quiebra de p arte de los
elem entos estructurales de la civilización capitalista han hecho em erger
a algunos de los agentes históricos absorbidos p o r dicha civilización y
que ah o ra cobran form as inquietantes. Así, hem os asistido a la opción
por la alteridad radical, rep resen tad a p o r Jom eini, que estableció el re­
chazo total del sistem a-m undo com o m odo de existencia y organización
de nuevos E stados y con repercusiones m ás am plias de o rd en regional.
D esde o tra disposición en orden a estru cturar u na oposición frontal al
sistem a-m undo — com o ya nos referim os a ello en un capítulo an te­
rio r— , H ussein escogió «el cam ino de la inversión p ara crear E stados
grandes y fuertem ente m ilitarizados con la intención de en trar en gue­
rra con el N o rte» 18. O pción difícil de m antener, p ero m ás peligrosa aún
si se am plia a la región y que, com o h a p o d id o com probarse, ni la d erro ­
ta ha elim inado del tod o. Finalm ente, estam os asistiendo a la opción de
la patera. La situación de postración absoluta de países em pobrecidos,
cuyo núm ero h a au m en tado en los últim os años, hace m ás intolerable la
discrim inación de los m ovim ientos de personas frente al pro teg id o m o ­
vim iento de los capitales financieros que, en los últim os años, h a asola­
do rep etidam ente a países enteros. Sin dejar de reco no cer la necesidad
de ciertos criterios que organicen los flujos que pued an desencadenar
los m ovim ientos de pueblos, no parece que el m ás elem ental derecho
a la vida y ciertos criterios de justicia pued an ser sustituidos p o r m uros
18. Ibid., p. 92.
legales o reales. La civilización ha com enzado a enfrentarse a sus bifu r­
caciones y a sus quiebras estructurales interm itentes.
Las dim ensiones del futuro visualizadas, la crisis de la civilización
capitalista reseñada y las bifurcaciones que han cobrado cuerpo en el o r­
den político parecen, sin em bargo, encontrarse estancadas en sí m ism as,
sin capacidad de extensión, sin consistencia p ara un en frentam iento real
con el p ro p io o rd en que niegan. Los dilem as sociales y políticos ap u n ta­
dos serían aspectos de u na realidad social m undial que, p o r el contrario,
parece afirm arse com o un o rd en devenido necesario, y que, en v irtu d de
su ser ineluctable, ha conseguido ser considerado valioso en sí m ism o.
Así, desde ese nuevo pensam iento político débil, elaborado a la som bra
del laborism o inglés, su teórico m ás influyente, A nthony G iddens, esta
vez en com pañía de H u tto n , describe de la siguiente form a el nuevo
siglo que am anece:
El poder y el impulso de las transformaciones contemporáneas reside en
el cambio económico, político y cultural resumido en el término «globa-
lización». Se trata de la interacción entre una extraordinaria innovación
tecnológica, un alcance mundial y, como motor, un capitalismo de di­
mensión mundial que da su carácter peculiar a la transformación actual
y hace que tenga una velocidad, una inevitabilidad y una fuerza que no
tenía antes19.
Se trata, insisten los autores a continuación, de u na reinvención to ­
tal de la percepción cultural del m u nd o de la em presa y del capitalism o
que ha venido a convencer a los gobiernos de la eficacia y b o n d ad de
la iniciativa privada frente al sector público. Lo que se trad uce p o líti­
cam ente en que «el gobierno tam bién debe reinventarse y hacerse m ás
em prendedor». A unque los p obres viven en situaciones tan duras com o
en los p eríodos m enos regulados del siglo x ix, sin em bargo, «hasta los
pobres se resisten a que se les califique de pobres»20.
¿Cuál es el sentido últim o de esta interp retació n de la nueva co nfo r­
m ación m undial? D e un m o do directo, G iddens, en un trabajo del 98,
hacía balance de los filósofos de la Ilustración, m o to r de la m o dernidad,
quienes h abrían p atrocin ado la idea de que «cuanto m ás logrem os saber
del m u nd o, m ás p od rem o s m odelarlo de acuerdo con los intereses y
fines hum anos [...] C reo que éste h a sido el tem a dom in an te gran parte
de este siglo. N o h a resultado falso, p ero ha resultado engañoso». Este
supuesto fin de la filosofía ilustrada se une a su diagnóstico político: «En
m i opinió n, el m arxism o ha m u erto y no volverá. El socialism o creo que
tam bién ha m u erto com o filosofía p olítico-económ ica viva». La quiebra
de la filosofía y de los paradigm as que habían rep resen tado el m o m ento

19. A. Giddens y W. Hutton, En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets,


Barcelona, 2001, p. 7. El subrayado es mío.
20. Ibid., pp. 9-10.
em ancipatorio dan paso a u na nueva etap a del saber: «D ebería ser, si se
quiere, la o p o rtu n id ad de un nuevo nacim iento de la Sociología, com o
in ten to de integ rar los cam bios que están orientando nuestra sociedad
de form a inexorable»21. En definitiva, lo que se nos presenta, desde la
lectura de u no y o tro tex to , com o en el resto de sus consideraciones so­
bre la Tercera Vía, es un proceso social de carácter m undial ineluctable,
sancionado «científicam ente» p o r la sociología com o u na reinvención
total, p ro d u cto inevitable a su vez de n uestro p ro p io m u nd o social, pero
sin que haya posibilidad de enfrentarse sociológica o políticam ente a las
fuerzas reales que lo sustentan y lo dinam izan, así com o tam p oco cabe
hacerse cargo críticam ente, en sentido kantian o, de la dim ensión valo-
rativa de sus elem entos estructurales, de su orientación o de sus fines.
La nueva sociología ejercería de m anual de instrucciones p ara el conoci­
m iento de las p artes que com ponen la globalización, los m ovim ientos y
sus usos posibles. Pero en ningún caso p o d ría encontrarse en tal m anual
indicaciones acerca de cóm o o rientar en un sentido u o tro ese proceso,
cóm o m arcar rum bos nuevos o abrir cam inos distintos a los ya previs­
tos. Se carece de alternativas, m ejor aún, no tiene sentido plantearlas.
En un debate abierto en la p rensa española sobre los problem as de
la globalización, con la participación de varios profesores de econom ía
y sociología, hem os p o d id o co m p rob ar cóm o el presidente del C enter
for E conom ic Policy R esearch, el español G uillerm o de la D ehesa, p ro ­
m o to r de dicho debate, sacaba las conclusiones de un discurso com o el
de G iddens. Para n uestro econom ista, «protestar co ntra procesos ge­
nerales inherentes al desarrollo de la econom ía m undial com o el capi­
talism o o la globalización actuales, com o si se tratase de ideologías a
las que hay que adherirse o rechazar, no tiene ningún sentido práctico
ya que dependen de m illones de decisiones individuales». Y afirm aba
en un artículo posterior: «No es práctico p ro testar co n tra un proceso
general inh eren te al desarrollo de la econom ía m undial, sino que es m ás
efectivo luchar co n tra situaciones concretas de desigualdad, injusticia
o m arginación que desencadena la globalización»22. C iertam ente, cabe
que diversos individuos se adhieran a este proceso económ ico, com o
afirm a G uillerm o de la D ehesa, p ero, com o parece deducirse de sus
razonam ientos, tales adhesiones no son constitutivas de la naturaleza de
esta econom ía ni validan su pertinencia.
A tendiendo al infocapitalism o con rostro hum ano de la «Tercera
Vía», y asum iendo el m ejor escenario económ ico con la confluencia del
Banco C entral E uro peo, el F M I y el Banco M undial, M anuel Castells
viene a concluir que, aun en el caso hip otético excepcional en el cual
confluyeran to d o s los agentes favorecedores de la globalización, m ás de

21. A. Giddens, Un mundo desbocado, Departamento de Sociología III, UNED, Madrid,


1998, pp. 4-6. El subrayado es mío.
22. El País, 14 de noviembre de 2000 y 21 de abril de 2001.
dos tercios de la h um anid ad q uedarían excluidos, en gran p arte, de la
m ayoría de sus beneficios, adem ás de la enorm e cantidad de gente que
sería relegada de la sociedad en los países avanzados. En los propios
E stados U nidos, insiste n uestro autor, alred ed or de un 15% vive por
debajo del um bral de la pob reza y cinco m illones y m edio de personas
están som etidas al sistem a de justicia penal. N o es posible, tam poco,
dejar de considerar los graves problem as de im plosión de los m ercados
financieros ni los referidos al estancam iento de la dem an da solvente
co m parada con la capacidad p ro du ctiva generada p o r la innovación tec­
nológica, la organización en redes y la m ovilización de capital. E n ten ­
dem os que es éticam ente discutible la fantasía de sociedades al estilo de
Silicon Valley, rod ead as de áreas de pobreza y subsistencia en la m ayor
p arte del planeta. Pero, adem ás, la tendencia descrita del actual infoca-
pitalism o, incluso en el m ejor de los escenarios, si se tiene en cuenta lo
«más im p o rtan te p ara n uestro objetivo [lo referido a n uestro sentido
de la hum anid ad, F.Q .], política y socialm ente (es) insostenible». Las
consecuencias sociales, desde las nuevas epidem ias a la expansión de la
econom ía crim inal m undial, las políticas (com o las referidas p o r W aller­
stein), las concernientes al m edio am biente y «la destrucción de lo que
es n uestro p ro p io sentido de la hum anid ad, son posibles consecuencias
(algunas, ya en activo) de ese m odelo dinám ico p ero excluyente de ca­
pitalism o global»23.
En u na reedición del fin de las ideologías, se h a querido caracterizar
la globalización económ ica, que abarca hoy tod os los cam pos capaces
de ren d ir beneficios m ercantiles, com o un proceso necesario, no sujeto
a grupos especiales de fuerzas, sin afiliación política, dependiente de la
creatividad técnica. Es difícil olvidar, sin em bargo, señala el director de
estudios del C onsejo de R elaciones E xteriores de N u eva York, E than B.
K apstein, «cóm o la decisión b ritánica de 1846, de abolir los derechos
aduaneros del trigo, es un ejem plo clásico de una política consciente­
m ente destinada a globalizar la econom ía a favor de intereses específi­
cos», del m ism o m o do que «la econom ía global p osterio r a la segunda
G u erra M un dial se derivó de u na serie de decisiones políticas conscien­
tes, a las que se llegó en la creencia de que el aum ento de los in tercam ­
bios económ icos p o d ría ser u na fuerza favorable a la paz y p ro sp eridad
del m undo»24. D esde esta m ism a perspectiva, ya en 1987, al analizar
el im pulso p rim ero de la globalización, señalaba Castells que «es útil
com o reco rd ato rio de que un m odelo económ ico n unca es in d ep en ­
diente del proyecto político subyacente que lo im pulsa. Es m ás, en una

23. M. Castells, «Tecnología de la información y capitalismo global», en A. Giddens y


W Hutton, op. cit., pp. 100-102.
24. E. B. Kapstein, «Trabajadores y la economía mundial»: Política Exterior X/52 (1996),
pp. 21 y 22. Puede consultarse a este respecto su libro Governing the global economy: interna-
tional finance and the State, Foreign Affairs, julio-agosto de 1996.
econom ía internacional tan estrecham ente intercon ectad a, el triu n fo de
dicho m odelo en países clave im pone de hecho su lógica en el resto del
m u n d o »25. En u na caracterización política m ás precisa, afirm a n uestro
au to r que el nuevo capitalism o es cualitativam ente diferente al anterior,
aplica principios económ icos y alianzas radicalm ente distintos, y que,
p o r consiguiente, redefinen y tran sform an el m apa prospectivo de los
proyectos políticos. El nuevo m odelo de globalización económ ica, in ­
siste C astells, es el resultado de luchas políticas en el tratam ien to de la
crisis económ ica y que conducen al triun fo de las fuerzas conservado­
ras, lo que lleva al desarrollo de un p ro gram a d eno m in ado , con cierta
incorrección, «reaganeconom ía». C om o com pensación p o r la reducción
social y territo rial del ám bito de la acum ulación, «se trata de un m odelo
que es, a la vez, económ icam ente dinám ico, socialm ente excluyente y
funcionalm ente planetario»26.
La deriva de este m odelo capitalista-civilizatorio significa, pues, la
ru p tu ra de aquella reorganización socio-económ ica a la que se llegó tras
la prim era G u erra M un dial, d ando lugar a lo que G abriel T ortella ha
designado com o el hecho m ás im p ortan te del siglo xx: «la revolución
socialdem ócrata». E sta revolución se caracteriza p o r la generalización
en tod os los países del voto universal y la participación creciente de
los p artid os de izquierda, así com o p o r la intro du cció n del E stado de
B ienestar27. C on ello no sólo se quiebra el acuerdo social al que se llegó
tras la segunda G u erra M un dial y se pierde el apoyo político de los
diversos agentes sociales que habían suscrito el pacto, sino que se crea
un p eríod o de inseguridad que g enerará liderazgos de o tro s grupos, los
cuales esperan su o p o rtu n id ad . E nfatiza K apstein:
Puede que el mundo esté avanzando inexorablemente hacia uno de esos
trágicos momentos que hará que los historiadores del futuro se pregun­
ten: ¿por qué no se hizo nada a tiempo?, ¿eran inconscientes las élites
económicas y políticas de los profundos trastornos que el cambio eco­
nómico y tecnológico causaba a los trabajadores?, ¿qué les impidió dar
los pasos necesarios para evitar una crisis mundial?28.
El carácter inexorable que se atribuye a la globalización en su aspec­
to dom inante de «nueva econom ía», así com o sus éxitos en ciertas áreas
del p laneta, conllevan u na reducción creciente de la experiencia social
y política p o r p arte de los sujetos hum anos. Lo dado o existente es el
único orden de realidad posible, lo que hay se p resen ta com o el único
referente de elección y de pensam iento. La hom ogeneización creciente

25. M. Castells, «El modelo mundial de desarrollo capitalista y el proyecto socialista», en


VV.AA., Nuevos horizontes teóricos para el socialismo, Sistema, Madrid, 1987, p. 259.
26. Ibid., p. 262.
27. G. Tortella, La revolución del siglo xx, Taurus, Madrid, 2000, p. 45.
28. Ibid., pp. 20-21.
que se deriva de este nuevo capitalism o supone la elim inación de las
m ediaciones sim bólicas a través de las cuales se llevan a cabo los deseos
de los individuos. H ay u na clara expulsión de la subjetividad, que se d o ­
bla de u na p érd id a de la m em oria histórica. Parece que no es posible dar
u na o p o rtu n id ad a los m o m entos históricos de cam bios sociales, que no
cabe d o tar de p rotagonism o a los agentes de procesos revolucionarios
ni asum ir la conjunción de grupos que coincidieron h istóricam ente en
la decisión de superar situaciones de dom inación. Parece que es tan
acentuada esa falta de m em oria histórica, y tan m arcada la ru p tu ra con
las prácticas sim bólicas de reconocim iento y actuación políticos, que la
p ro p ia actividad convencional de votar, en países de tradición d em o ­
crática, se vuelve cuasi enajenada y aparecen figuras realm ente «im po­
líticas» elegidas p ara dirigir las naciones. Es, justam ente, esta situación
de aplanam iento de la realidad lo que hace tan difícil que la teo ría y
la filosofía políticas en cuentren socialm ente referentes de significado y
de valor norm ativos que p erm itan su incardinación en los procesos de
reflexión y de decisión políticos. Esta situación se dibuja con perfiles
tan lisos y llanos, tan carentes de aristas en el cam po de lo social-polí-
tico, que parece que n ad a nuevo p uede visualizarse en el h orizonte. Un
au to r de izquierdas com o Perry A nderson, ed ito r de la N e w L e ft Re-
view , ha llegado a escribir que el único p u n to de p artid a p ara cualquier
m ovim iento em ancipatorio «es u na lúcida constatación de u na d erro ta
histórica [...] Sólo u na depresión de p ro po rcio nes n o m uy distintas de
la del períod o de entreguerras estaría en condiciones de zarand ear los
p arám etro s del consenso actual»29.
El grado de d esencantam iento político y de desafección d em o crá­
tica no h a pasado desapercibido p ara algunos de los grandes re p re ­
sentantes del p ro p io sistem a capitalista. Justam ente, con el título de
D em ocracias desafectas: ¿qué es lo que está conturbando a los países de
la Trilateral?, se h a editado p o r la P riceton U niversity Press, con fecha
del año 2 0 0 0 , un volum en sobre las tribulaciones que están padecien ­
do los países de la Trilateral. E sta fundación, un club selecto frente
al m asificado D avos, encargó a Susan J. P h arr y R o bert P utnam , con
la colaboración de dieciséis p rofesores, el chequeo de las dem ocracias
m ás im p o rtan tes del m u nd o. Los resultados, pese a las lim itaciones que
p ueden aducirse en este tipo de inform es, son expresivos: la desafec­
ción con respecto a las dem ocracias existentes es creciente, y no hay
ningún gru po de naciones que m arque u na diferencia en lo referente
a u na p érd id a tal de legitim ación política. El futu ro estaría m arcado,
com o ap u n tab a K apstein, p o r la incógnita de quién o quiénes tom arán
el relevo de los liderazgos actuales.

29. P. Anderson, «Renovaciones»: New Left Review 2 (2000), pp. 7 y 16.


4. Procesos de cam bio. Sobre individualidad y ciudadanía
La prosecución de los elem entos em ancipatorios hum anos enunciados
en las dos grandes revoluciones de la M o d ern id ad ha sufrido un p ro ce­
so de desrealización o desfallecim iento en el p ro p io pensam iento filo­
sófico. Un pensam iento ilustrad o, de carácter universalista, que apuesta
p o r los principios de u na razón que sólo concede su aprobación «a lo
que puede afro n tar su exam en público y libre» se h a ten id o que co ntras­
tar con los em bates de lo que, en térm inos de L yotard, p ara los p o st­
m o derno s es claro: los juegos de lenguaje son h eterom orfo s y p roceden
de reglas pragm áticas heterogéneas. D e ahí que la finalidad del diálogo
no p u ed a ser puesta en el consenso sino «más bien (en) la paralogía».
Lo que con ello desaparece es la creencia de que «la h um anid ad com o
sujeto colectivo (universal) busca su em ancipación com ún p o r m edio de
la regularización de ‘jugadas’ p erm itidas en to d o s los juegos de lengua­
je»30. E sta o rientación resp on de, insiste L yotard, a la evolución de las
interacciones sociales, donde el co n trato tem p oral suplanta de hecho la
institución perm an en te. N o h a faltado quien, com o Gray, atribuya a la
Ilustración, con su p retensió n de p ro greso, el hecho de la globalización
com o el últim o episodio del recu rren te utopism o de u na civilización que
p reten d ió ser universal. La quiebra de las dem ocracias tard om o dernas,
p o r tan to , p erm itiría recu perar las form as propias de los individuos,
esto es, la plu ralidad de form as de vida que se m u estran incon m en sura­
bles entre sí. La au ton om ía de los individuos exige la inserción en una
sólida cultura pública, lo que sólo es posible en com unidades reducidas.
Este rechazo de la universalidad se encuentra, igualm ente, en la base de
autores que, com o Taylor, han hecho u na interp retació n de la «diferen­
cia» desde u na perspectiva culturalista que obvia, com o en el caso de
su interp retació n de Fanon, las dim ensiones m ás políticas y económ icas
de las luchas de los pueblos. La idea de «nuevas m odernidades», com o
posibilidades distintas de co nfo rm ar los ideales de em ancipación frente
a las form as desarrolladas p o r la civilización occidental, está cobrando
significados m uy dispares y g uarda relación, com únm ente, con el re­
chazo de la p retensió n de universalidad que contienen las categorías
políticas de n uestra m o dernidad.
En estos m o m entos se han precipitad o diversos procesos que ata­
ñen a la dim ensión política de nuestras naciones: desde los problem as
referidos a u na época «post-nacional», la p érd id a de referentes incluso
geográficos p ara h acer viable la idea de justicia en u na sociedad, la ubi­
cación «local» de las nuevas instancias de poder, la desasistencia que
sufren m uchos individuos en cuanto ciudadanos pasivos, desprovistos
de u na inserción social y económ ica, así com o el p ro blem a del «otro»
en la form a concreta de u na inm igración tod av ía no m uy significativa
30. J.-F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1984, p. 117.
entre nosotros, p ero que ya h a dado pruebas de la dificultad de asum ir
el pluralism o cultural, etc. Estos problem as, en cuanto disonancias epis­
tem ológicas e injusticias insoportables, constituyen los referentes m ás
inm ediatos de lo que p o d ría resultar la gestación de ese nuevo im agina­
rio político sobre el cual, en form a negativa, he inten tad o preguntarm e,
aten dien do a tendencias y latencias que no h an cobrado aún form a o
cuya form a definitiva estaría en gestación. N o obstante, en estas últim as
páginas quisiera h acer m ención a algunas de las dim ensiones de ciertos
p lanteam ientos que tienen lugar en el o rd en político e incluso son lega­
dos no resueltos del pasado m ás inm ediato.
En p rim er lugar, quisiera referirm e al p ro blem a de la distinción en ­
tre subjetividad y ciudadanía com o dos ám bitos distintos, el personal
y el político, difícilm ente conciliables. Un aspecto de este p ro blem a ha
cobrado u na form a m ás co ncreta ante la pregunta, tras la caída del so­
cialism o real, sobre el valor y el significado del m arxism o. La u to p ía
m arxista de u na época en la que «un h om b re individual real vuelva a
reto m ar en sí al ciudadano abstracto y al h om b re individual» no sólo se
h a m o strad o im posible, tras el fracaso de la U nión Soviética, sino que
h a p uesto de m anifiesto que la densidad de la cu ltu ra pública exigida
para su realización conllevaría la negación de la m ism a individualidad
perseguida: el p ro p io ideal im plica la negación de su objetivo. Por otro
lado, desde el m arxism o, que en la U nión Soviética se p resen taba com o
la realización del sueño de u na h u m an id ad d ueña de sus destinos, se
h a puesto en evidencia aquello m ism o que negaba: la necesidad del
ám bito político. Si no cabe la planificación central, hem os de asum ir
radicalm ente aquello que conllevaría no la supresión del m ercado, sino
la adecuada posición del m ism o frente a las necesidades hum anas: la
form a de realización práctica a que ap un ta la dem ocracia.
La difícil relación entre la libertad del sujeto y su dim ensión de
ciudadano h a recibido u na form ulación m uy distinta que va, desde el
contextualism o m ás denso ya referido, a la funcionalidad de form as
de «solidaridad entre extraños» que, en palabras de H aberm as, pudo
generar el E stado-nación y que, hoy, p o d ría perfilarse com o salida a la
conjunción de E stados d en tro de la U nión E uropea. A tendiendo a la re ­
ferida relación entre la libertad del sujeto y su dim ensión de ciudadano
voy a to m ar de nuevo la interp retació n que he hecho, en este trabajo, de
la o bra de R ousseau, ciertam ente discrepante de otras m uchas. Señalé
que E l contrato social h a venido siendo el ideal de la concepción de
la p olítica p ara la izquierda, com o en el caso de Engels, y, en nuestros
días, p ara un liberal com o H aberm as, con la salvedad, p o r p arte de este
últim o, de h aber in tro d u cid o un elem ento nuevo: el proceso arg um en ­
tativo d en tro de la determ inación de la «voluntad general». Pues bien, y
a los efectos que aquí nos conciernen, el individuo de E l contrato social
es aquel que ab an do na to d a identidad adscriptiva para, constituyéndose
en subjetividad p ura, insertarse com o m iem bro de la v o lu n tad general.
Así lo exigía la oposición al A ntiguo R égim en, esto es, el rechazo de
u na sociedad estam ental, jerarquizada según el estatus, de acuerdo con
la id entidad de sangre, etc. Por tan to , el nuevo ciudadano era un igual
p ara el o tro pero en cuanto que n inguno de ellos ten ía identidad social:
tod os ellos eran iguales p o r negación de sus identidades, las cuales, p or
su carácter adscriptivo, eran facciosas, tal com o se había m o strad o en
la sociedad del A ntiguo R égim en. N o puede tolerarse m ediación alguna
en tre el individuo y el E stado. Si nadie, pues, ha de d epend er de o tro
debido a sus condiciones socio-económ icas, la hum anid ad h ab rá to m a­
do su destino en sus m anos. Todos som os iguales en la h om ogeneidad
de los que no tienen n ad a idiosincrático, nin gu na identidad, ni la que
o to rg a el dinero ni la del estatus social. D e igual m anera, podríam os
co nfo rm ar u na com unidad ideal de diálogo p orqu e en la absoluta subje­
tividad, sin identidad facciosa, alcanzaríam os el acuerdo epistem ológico
de los que llegan, sin m ediación, a un consenso que, autom áticam ente,
sería la verdad. La subjetividad, sin determ inación identitaria, acaba
situándonos en un p u n to de vista universal, sin interferencia de p articu ­
laridad alguna. E ntendem os, p o r el co ntrario , que los problem as de la
libertad y del ciudadano han de replantearse ten iend o en cuen ta aquella
definición hegeliana de la individualidad com o subjetividad autovincu-
lante. U na subjetividad tal p erm itiría hoy — tras la experiencia de la de­
m ocracia— el funcionam iento de la libertad subjetiva com o m o m ento
constituyente tan to de la autorreferencialid ad prim aria, libertad n egati­
va, com o de su dim ensión referencial a los otros. E sta últim a, en calidad
de tal, ha de ser asum ida igualm ente com o el principio que hace posible
y da cuenta del ám bito de lo público. Es decir, lo público n o p uede ser
estatuido com o un m arco de principios de actuación y com unicación
que ten dría, p o r su p arte, un fun dam en to, en este caso jurídico, distinto
de la p ro p ia libertad del individuo.
Éste es el m o m en to p ara volver sobre la observación p rim era en la
cual yo señalaba la tensión entre ética y política. D esde el p u n to de vista
de la política el criterio de n orm ativ idad es el de la igualdad. Sucede que
el p u n to de vista de la m oral es aducido cuando el individuo o el grupo
no gozan de hecho, frente al o tro , de u na equipotencia, de igualdad.
La invocación a la m oral alude, en m uchas ocasiones, a la situación de
«serialización» en la cual los individuos no se han constituido en grupos,
con conciencia de tales, p ara actuar p olíticam ente, desde la asunción de
su identidad, com o iguales a o tros grupos. D e ahí que la m oralización
indiscrim inada de las situaciones tenga efectos paralizantes en cuanto
a la determ inación política de las posiciones de los individuos o los
grupos. Q uisiera ap o rtar al respecto, com o ejem plo, algo que ha ten i­
do lugar en estos días. A p ro p ó sito de la ley de inm igración, el día 27
de m arzo aparecían sendos artículos de constitucionalistas españoles en
dos diarios distintos, los dos de ám bito nacional. Por un lado, Jorge de
E steban, catedrático de D erecho C o nstitucional, aludía al hecho de que
los diversos recu rren tes, especialm ente el PSOE y el PNV, co n tra la ley
de inm igración, n o se basaban «en fundadas razones de constitucionali-
dad y de defensa de los derechos hum anos». La posición del G obierno
es estrictam ente constitucional aunque p ud ieran tach arla de «reaccio­
n aria o realista». U na p o stu ra de restricción en cuanto a la inm igración,
en estos m om entos, p o d ría ser tildad a de «no realista y hasta de in h u ­
m ana». F rente a esta argum entación de estricto corte constitucionalista,
Ju an José Solozábal, tam bién catedrático de D erecho C onstitucional,
argum entaba que la juridificación de la C onstitución, valiosa en sí m is­
m a, puede desconstitucionalizar la vida política. M ás concretam ente:
«el exam en de la constitucionalidad de los derechos de los inm igrantes
es inabordable sin rep arar precisam ente en que estam os h ablando de
derechos m orales, de v erdad ero s derechos hum anos que la C o n stitu ­
ción, o al m enos u na lectura abierta de la m ism a, no p uede m enos de
reco no cer a tod os con independencia de la nacionalidad». El día 30 de
m arzo «m edio cen ten ar de inm igrantes irregulares ‘to m an ’ la sede del
D efensor del Pueblo», según un titular de un diario, con quien dialogan
duran te cuatro horas p ara que sirva de interm ediario con el G obierno.
E ra un gru po de inm igrantes que llevaban varios días de encierro tan to
en u na iglesia de Vallecas com o en la Facultad de M atem áticas de la
C om plutense. M ás allá del derecho estricto y de la m o ralidad , tras un
p eríod o de p uesta política en com ún de sus problem as, decidieron ac­
tu ar políticam ente com o iguales. C oreaban: «¡Sin papeles, sin papeles!».
En realidad, habían decidido en trar en el espacio público inten tan do
m arcar quién y qué es político o no, am pliando el espacio del im agina­
rio político. C om o, p o r o tro lado, ha venido o currien do a lo largo de
la historia. Esta afirm ación no debería ser en tend ida com o u na p ro v o ­
cación política. Se trata, u na vez m ás, de dinám icas sociales que, desde
la h eterodesignada ilegalidad, am plían los cam pos de la política, de la
vida política. La h isto ria del m u nd o obrero h a sido u na lucha incesante
p o r llevar al cam po de lo político m uchos de los derechos sociales que
se inten tab an red ucir al cam po de lo privado.
Las figuras del «otro», de los excluidos, de los incluidos p ero no
asum idos crítica y filosóficam ente, com o es el caso de los negros en
E stados U nidos y las m ujeres en general, constituyen o tra de las d im en ­
siones de un necesario cam bio de im aginario político. A este respecto,
y p o r lo que se refiere al grupo de las m ujeres, no ha sido un azar que,
tras los días tu rb u len to s con form as claras de racism o en El Ejido, sólo
el gru po de «M ujeres progresistas» haya seguido aten dien do a y ten dido
alianzas con los inm igrantes. La alianza entre las figuras de los situados
en el b orde del im aginario político de la m o dernidad no ha cesado hasta
el m om en to. Esta alianza, siem pre ruinosa p ara las m ujeres, com o han
destacado diversas teóricas fem inistas, tuvo su m o m en to m ás significa­
tivo en la lucha co njunta de negros y m ujeres en E stados U nidos. «Es
posible — escribió A ngelina G rim ké— liberar a los esclavos y dejar a la
m ujer en el estado en que se en cuentra; lo que n o es posible es liberar a
las m ujeres y dejar a los esclavos en su estado». A la postre, los negros
v arones liberados, ab an do nan do a las m ujeres blancas que habían lucha­
do con ellos p ara o bten er el derecho al v oto, p ud ieron ser integrados en
la dem ocracia liberal, con el consiguiente rechazo de las dem andas de
las m ujeres. A hora bien, el problem a de la dem ocracia liberal no es m e­
ram ente histórico. N o radica en ciertas circunstancias m alhadadas que
h abrían retrasado la incorp oració n de la m ujer a la vida política. Por el
co ntrario , com o señala Susan M endus, la m arginación de las m ujeres
del ám bito del p o d er político y las prom esas no cum plidas con respecto
a ellas se deben a que la dem ocracia liberal «encarna ideales garantiza-
dores de que jam ás las cum plirá a m enos que se em pren da un am plio
exam en crítico de sus p ro pio s fundam entos filosóficos»31.
Las relaciones entre el liberalism o y el fem inism o, h a destacado Ca-
ro l Patem an, son tan p ro fun das com o com plejas. A hora bien, el p u n to
crítico se en cu entra en la interp retació n que am bas corrientes otorgan
a la idea de los individuos com o seres libres, iguales, em ancipados de
los lazos designados y jerarquizados que pued an darse en la sociedad.
La reivindicación del derecho a la igualdad m arca, precisam ente, el lí­
m ite irrebasable p ara el liberalism o: universalizar el liberalism o es tan to
com o cuestionar el liberalism o m ism o. En efecto, si bien es cierto que
no existe división alguna d en tro de la sociedad civil, que es el reino de
la vida pública, no se acostum bra a desarrollar en absoluto «cóm o esta
concepción de la esfera pública-política está relacionada con la vida
dom éstica»32. El individualism o liberal está situado en u na perspectiva
p atriarcal que abstrae al individuo varón de la esfera privada, todavía
o cupada p o r las m ujeres en régim en de subordinación al h om bre, y
generaliza, a p artir de esa idea de individuo varón, el espacio público.
Q uizás u no de los autores m ás representativos hoy del liberalism o tal
com o lo teoriza Patem an sea Raw ls. Así, en un p rim er m o m en to, afirm a
que «de alguna m anera presum o que la fam ilia es justa»33. El acriticism o
de su afirm ación, en p rim er lugar, invisibiliza la realidad de la fam ilia
del p ro p io co ntex to cultural sobre el que edifica su obra: desde hechos
com o el de que el 5 0% de los m atrim onios acaban en divorcio, casi una
cu arta p arte de los niños/as viven en hogares m onoparentales, la alar­
m ante fem inización de la pob reza ligada a los efectos del tipo de fam ilia
que presum e justa [...] P recisam ente la fem inización de la pobreza, en
u no de sus aspectos, da cuenta claram ente del hecho de que el espacio
privado, ocupado p o r m ujeres, sigue siendo lo que posibilita al varón la

31. S. Mendus, «La pérdida de la fe: feminismo y democracia», en J. Dunn, Democracia,


Tusquets, Barcelona, 1995, p. 223.
32. C. Pateman, «Críticas feministas a la dicotomía público/privado», en C. Castells, Pers­
pectivas feministas en teoría política, Paidós, Barcelona, 1996.
33. J. Rawls, El liberalismo político, Paidós, Barcelona, 1996, p. 24.
actuación en el espacio público [... ] Sin em bargo, la reivindicación fem i­
nista de la igualdad queda trad ucid a, en el caso de Raw ls, a u na sim ple
am pliación del espacio político p ara que quepan ellas tam bién. N o hay,
com o indicaban M end u s y P atem an, n inguna consideración crítica ni
filosófica de los p resupuestos que están en la base de esa sociedad d e­
m ocrática cuyos criterios de justicia él m ism o establece. Es m ás, insiste
en que «la m ism a igualdad de la D eclaración de Ind ep end en cia que
L incoln invocó p ara co nd en ar la esclavitud puede invocarse p ara co n ­
d enar la desigualdad y la opresión sufrida p o r las m ujeres»34. La teórica
M oller O kin, seguidora en gran p arte del constructivism o raw lsiano,
después de co ntrastar los resultados históricos de la solución aplicada
al tem a de la exclusión de los negros y que Raw ls reclam a p ara las m u ­
jeres, escribe que «podríam os afirm ar sin d ud a que estaríam os bastante
m ejor si no se nos h ub iera aplicado n inguna solución»35.
Se p lantea, pues, un problem a teó rico, de gran calado práctico, en
relación con el in ten to co ntinuado de invisibilizar o de suprim ir las h u e ­
llas de las m ujeres en la conform ación de la sociedad política m oderna.
M e refiero a la form a, constante a lo largo de la historia, p o r la cual
los que p retend en o detentan el p o d er usurpan la m em oria colectiva
privatizándola en favor de sus intereses. Es com ún, p o r o tra p arte, que
los deseos de legitim ación del p o d er frente a o tro s grupos lleven a los
interesados en dicha operación a la creación de genealogías específicas
para justificar su dom inio.
La confiscación de la m em oria de un grupo o de varios grupos socia­
les en favor de u na élite, con genealogías m anipuladas, fue lo que m otivó
que R anger pro pu siera, en el caso de África, «desarrollar investigacio­
nes sobre la m em oria del ‘hom b re com ún’ [...] (sobre) tod o aquel vasto
com plejo de conocim ientos no oficiales, no institucionalizados [...], con­
trap on iénd ose a un conocim iento p rivado y m onopo lizad o p o r grupos
precisos en defensa de intereses constituidos». Le G off, quien m e ha
servido de fuente de los escritos de R anger, se hace eco, igualm ente, de
los estudios de M ansuelli según los cuales la desaparición de la nación
etrusca estaría ligada al hecho de que su aristocracia había convertido
en p atrim on io p ro p io y singular la m em oria y las historias nacionales.
D e este m o do , cuando la nación etrusca «cesó de existir com o nación
au tón om a, los etruscos p erd iero n , parece, la conciencia de su pasado,
esto es, de sí mism os».
En paralelo con la situación descrita en relación a los etruscos, las
m ujeres, si atendem os tan to a las fem inistas com o a histo riado res y te ó ­
ricos de la dem ocracia, se en co ntrarían con dificultades p ara identificar­
se com o gru po , en la m edida en que han sido privadas de la m em oria de
sus referentes em ancipatorios a lo largo de las últim as centurias. La he-

34. Ibid., p. 25.


35. S. Moller Okin, «Liberalismo político, justicia y género», en C. Castells, op. cit., p. 144.
terodesignación, p o r p arte de los varones, del lugar y de los contenidos
que com peten a las m ujeres hacen inviables las soluciones culturalistas
que, com o las de C harles Taylor, cifran en la idea de «reconocim iento»
la superación de la injusticia histórica. C om o le replicara en su día Su-
san W olf:
La cuestión de saber hasta qué punto y en qué sentido se desea ser reco­
nocida como mujer es, en sí misma, objeto de profundas controversias
[...] porque no hay una herencia cultural separada clara o claramente de­
seable que permita redefinir y reinterpretar lo que es tener una identidad
de mujer [...] ya que esta identidad está puesta al servicio de la opresión
y la explotación36.
La filosofía política y la sociología histórica de los conceptos ad ­
quieren aquí u na dim ensión especial. Pues el sentido de la política y,
en ella, la estru ctura y el significado de la dem ocracia se juegan en esa
dem an da de ilustración de la Ilustración que asum a críticam ente, desde
la igualdad, a la m itad de los sujetos hum anos excluidos. C om o escribe
Patem an:
Una vez que se ha contado la historia, se dispone de una nueva perspec­
tiva desde la cual determinar las posibilidades políticas [...] Cuando la
historia reprimida de la génesis política se saca a la superficie, el paisaje
político ya no puede ser otra vez el mismo.
H e ahí el reto , he ahí las lindes p ara un cam bio de im aginario p o ­
lítico.
C oncluyo. C on H egel no tengo m ás rem edio que reco no cer que
«es insensato pensar que alguna filosofía p u ed a anticiparse a su m u nd o
presente, com o que cada individuo deje atrás su época y salte m ás allá
sobre sus Rodas». Pero esta vez, con B loch, quisiera decir que n ad a está
decidido sino que estam os aún en un laboratorium salutis. Es v erdad
que la turb ació n y u na h o n d a preocu pación se hallan en m edio de n o ­
sotros. «Sin em bargo, ha llegado el m o m en to — si se prescinde de los
autores del m iedo— de que tengam os un sentim iento m ás acorde con
n osotros. Se trata de ap ren d er la esperanza».

36. S. Wolf, «Comentario», en Ch. Taylor, El multiculturalismo y la «política del recono­


cimiento», FCE, México, 1993, pp. 109-110.
PR O C ESO S D E G L O B A L IZ A C IÓ N Y A G EN TES SOCIALES.
H A CIA U N N U E V O IM A G IN A R IO P O L ÍT IC O (2)

1. Un paradójico «contexto histórico»


En el últim o cuarto de siglo hem os sido testigos y sujetos de diversos
procesos en el o rd en histórico, en la investigación teórica y en lo que se
refiere a las dim ensiones de la práctica h um ana que ap untan a lo que p a ­
rece configurarse com o un nuevo orden sim bólico. Este o rd en sim bólico
im plica un cam bio de referentes de sentido tan to en la concepción de lo
h um ano com o en lo concerniente a legitim aciones del p o d er así com o
a norm atividades jurídicas em ergentes. Los cam bios vienen m otivados,
en gran m edida, p o r la crisis de ciertas «ideas m adre» que auguraron un
progreso indefinido con carácter redistributivo, p o r los avances cientí­
ficos que abren posibilidades p ara atender dem andas hum anas — a la
vez que alertan ante cam inos im posibles de seguir— , especialm ente los
referidos a la ecología y al desarrollo sostenible, así com o p o r el carácter
sustantivo con que la técnica ha venido a insertarse en nuestras p ro ­
pias conceptualizaciones de la realidad hum ana y natural. A to d o ello
hay que añadir la perm anencia y la redefinición de ciertos m ovim ientos,
com o el fem inista, que acusan cóm o las m ujeres han sufrido especial­
m ente los efectos «perversos» del actual tipo de desarrollo económ ico
de dim ensiones m undiales: de cada diez pobres en el m undo, siete son
m ujeres. H an surgido asim ism o nuevos grupos con perfiles diferencia­
dos, algunos de ellos com o reacción al tipo de globalización dom inante,
los cuales se sitúan, no obstante, en la línea de u na tradición em ancipa-
to ria de ond a larga en la historia, en u na nueva sintonía con autores que
se consideran ya clásicos. M i apreciación, pues, de la llam ada «globaliza-
ción» no se atiene ni se lim ita a lo que sería un diagnóstico u nidim ensio­
n al: nueva econom ía m ás nuevos instrum entos tecnológicos. C aeríam os
así en un reduccionism o interp retativo que p o d ría llevar, com o algunos
quisieran, a infravalorar la diversidad de los m ovim ientos que se en tre­
lazan en n uestro presente. N o p reten d o en este capítulo llevar a cabo la
explicitación de cada u na de las hipótesis que m e atrevo a aventurar. H e
titulad o así m i trabajo, «Procesos de globalización», com o u na señal del
carácter abierto, de la dim ensión plural y de la condición inconclusa de
lo que h oy denom inam os con el térm in o «globalización».
N u estra negativa a considerar la globalización com o un proceso
objetivo de carácter únicam ente económ ico no im plica que asum am os
que este fen óm eno resp o n d a exclusivam ente a un p lanteam iento ideo­
lógico. La globalización económ ica es u na realidad objetiva, de una
fuerza incalculable en cuanto a la extensión y al co ntro l ejercido p o r
los grandes flujos financieros, el núcleo m ás activo e im p o rtan te de la
nueva econom ía. Se ha p o d id o co nstatar que, entre 1970 y 1997, las ad ­
quisiciones de acciones extranjeras p o r p arte de inversores de los países
industrializados se m ultiplicaron p o r 197. E sta cifra da idea del proceso
que se abrió en el rearm e del sistem a económ ico tras la crisis de 1973,
y que está llevando a u na interp en etració n de los m ercados financieros
del p laneta bajo el co ntro l de grupos económ icos privados. Por o tro
lado, m ientras los intercam bios de m ercancías, a m ediados de los años
noventa, rep resen taban tan sólo el 3 % del total de las transacciones
en los m ercados internacionales, los m ercados financieros, que ya se
habían m ultiplicado p o r 10 en los años ochenta, habían alcanzado, a
m ediados de los noventa, el valor equivalente al PIB de los siete grandes
países. A ello h abría que añ adir el hecho de que, ya en 1995, se dejó
constancia de que el 30% del total de la inversión directa en el ám bito
m undial se concentraba en cien grupos. M anu el C astells, quien ha des­
tacado el grado de concentración de los flujos financieros, ha llegado a
h ablar de un v erdad ero «A utóm ata» p ara hacer referencia a la capacidad
de co ntro l de las econom ías p o r p arte de estos flujos, de cuya gran v o ­
latilidad en función del uso de redes electrónicas se deriva su p o d er de
desestabilización de las econom ías de países enteros o zonas, así com o
a su fuerza p ara escapar de cualquier in ten to de co ntro l p o r p arte de
los Estados. «El resultado de este proceso de globalización financiera
— escribe— es quizás que hem os creado un ‘A u tó m ata’ que está en el
corazón de nuestras econom ías y condiciona nuestras vidas de form a
decisiva. La pesadilla de la hum anid ad, ver que nuestras m áquinas se
ap od eran de n uestro m undo, parece estar a p u n to de volverse realidad
[...] en un sistem a electrónico de transacciones financieras»1.
Los teóricos y los defensores de la globalización económ ica, p o r su
p arte, trataro n de generar, paralelam ente al m ovim iento objetivo del
cam bio en la estru ctura organizativa de la econom ía, u na «narrativa»
épica de la m ism a, que asum ió su form a m ás beligerante en los años
noventa. La trabazón ideológica de este nuevo «com ienzo de la historia»

1. M. Castells, «Tecnología de la información y el capitalismo global», en A. Giddens y


W. Hutton, En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 87.
estuvo ligada, en p rim er lugar, a la defensa de «la creación y la em ergen­
cia de los E stados región», teorizadas com o u na alternativa a los d efen­
sores de la hom ebased, es decir, los que aún apoyaban una internacio-
nalización de la econom ía ligada a los E stados. La p érdid a de soberanía
p o r p arte del E stado, con el consiguiente debilitam iento de las naciones
en cuanto al co ntro l sobre los flujos financieros, es u na de las tesis más
reiterad am ente «argum entadas». Al m ism o tiem p o se abre un m arco
teórico de carácter com prensivo, que in ten ta redefinir ideológicam ente
tan to la organización social com o la económ ica y la p ro p ia concepción
de la «cultura». La cultura, p ara los apologetas de la globalización eco ­
nóm ica, está llam ada a jugar el papel configurador de las identidades
individuales y de gru po a la «altura de los tiem pos». Se trata de u na co n ­
cepción de la cultura que reniega tan to de la dim ensión política plural
del p ro p io concepto de cultura com o del pondus histórico en el que se
inscriben ciertas tradiciones culturales de carácter em ancipatorio. Por
o tra p arte, los cam bios sociales y económ icos p ro pu esto s, algunos de
ellos m uy radicales, eran p resentados com o la consecuencia ineludible
de u na «fuerza profunda» que los im pulsaba. E sta fuerza generaba efec­
tos desestructuradores de políticas y de derechos ligados a form as de
justicia red istributiva en el ám bito nacional, de m anera que tales cam ­
bios — aunque rechazados p o r algunos— revestían un carácter de n ece­
sidad en función de las dem andas insoslayables de la «nueva econom ía».
K enichi O h m ae, presidente de R eform a de H eisei y d uran te m ás
de seis lustros m iem bro de la dirección de la co nsu ltora M cK insey &
C om pany, Inc., escribía, a p ro pó sito de la nueva épica atribu ida a la
globalización económ ica, que n ad a p o d ía salvar el in ten to de persis­
tencia de las políticas que venían practicándose hacía cien años. «Hay
que cam biar — escribe— los principios»: desde la concepción de los
E stados independientes y soberanos de las dem ocracias liberales a la
p ro p ia idea de soberanía política, la función de los políticos o la co n ­
cepción de los ciudadanos. F rente a la idea del «final de la historia» de
Fukuyam a — arguye— , el hecho real es que grupos de personas, cada
vez m ás num erosos, han irrum pido en la historia, «han en trado en la
h istoria clam ando venganza y tienen reclam aciones — reclam aciones
económ icas— que plantear»2. El final de la política viene exigido por
la configuración de un nuevo m u nd o reco nstitu ido económ icam ente a
p artir de cuatro principios, los cuales responden a su teo ría de las cua­
tro «íes». En p rim er lugar, la inversión, de carácter fundam entalm ente
privado, actividad que h abía de realizarse sin el concurso ni el co ntrol
de los gobiernos en cuanto a su localización y m ovim iento. Los Estados
no sólo se convierten en fuerzas retard atorias y superfluas sino tam bién
la p ro p ia O N U , pues ¿qué es la O N U sino «una reu nió n de naciones»?

2. H. Ohmae, El despliegue de las economías regionales, Universidad de Deusto, Bilbao,


1996, p. 18.
D e este m odo sólo cabe h acer en trar en juego las «agencias específica­
m ente económ icas».
El segundo principio de este m u nd o reconfigurado es la «industria».
Las industrias cobran u na o rientación m ás m undial, pero sin estar « pre­
ocupadas en to d o m o m en to p o r los intereses de los gobiernos [... ] sino
p o r el deseo — y la necesidad— de aten der a los m ercados atractivos allá
don de se encuentren»3. El tercer principio, la tercera «i», responde a la
«tecnología de la inform ación». É sta consiste en la capacidad de cual­
q uiera de estar en red p ara ser usado en tiem po real o cuando se desee,
sin necesidad, p o r o tra p arte, de «trasladar a un ejército de ex perto s;
ya no hace falta form ar a un ejército de trabajadores». La tecnología de
la inform ación, m ás allá de la división entre culturas o civilizaciones
teo rizada p o r H u n tin g to n , se convierte en el hecho central del nuevo
m u nd o. Es decir, el «contexto histórico», la inm ediatez del p resente, es
lo que realm ente vincula a los individuos de los m ás diversos países o
civilizaciones. La densidad de la «identidad» o las exigencias norm ativo-
culturales que pued en distinguir a organizaciones sociales y regím enes
políticos acaban siendo solapadas p o r la fuerza del «contexto histórico».
La inm ediatez en el tiem po, sin la fuerza de tradiciones ya decantadas,
sin el referente de sentido determ inado por «el co ntexto histórico» — ¡pa­
radójico!— del instante vivido no es obstáculo para generar la figuración
sim bólica de un nuevo tipo de su jeto . Se trataría de un sujeto libre de las
lim itaciones de las genealogías históricas, un tipo de sujeto sim plificado
en su identidad, en el que se ha aplanado to d a jerarq uía de valores,
caracterizado p o r lo que el au to r japonés califica com o la «californiza-
ción» del gusto:
En la actualidad, sin embargo, el proceso de convergencia es más rápido
y más profundo. No se limita a afectar sólo al gusto, sino que profundiza
hasta la más fundamental dimensión de la concepción del mundo, la
forma de pensar e incluso el propio proceso de la meditación4.
E sta tran sform ación «que se p ro du ce en un nanosegundo», este
fen óm eno de co nstrucción del nuevo tipo de sujeto, h om o géneo y u n i­
versal, que ejerce sus «reclam aciones económ icas» y que h a p o d id o en ­
tra r en «la h isto ria clam ando venganza», ro m p e — p o r o tra p arte— con
la teo rización del final del b ipolarism o tras la caída del M u ro de Berlín
com o hecho capital de los años n o v en ta así com o de sus influencias en
el éx ito del sistem a liberal-capitalista. El v alor y el alcance de la d isolu­
ción de las dos superpotencias, en lo que se refiere a la reorganización
socio-política del m u nd o, n o se habrían m aterializado, p ro piam en te,
«sino en 1990», insiste O h m ae, m o m en to de la extensión de la globa-

3. Ibid., p. 20.
4. Ibid., pp. 36-37.
lización o «nueva econom ía» p o r to d o el p laneta, ten d ien d o puen tes
entre las civilizaciones y p erm itien d o la «igualación», la hom ogenei-
zación de los individuos. La neutralización del en fren tam ien to y la
superación de la co ntrap osició n «am igo-enem igo» estarán ligadas al
h echo de que los individuos, ah o ra ya en tiem p o real a través del hecho
central de las tecnologías de la info rm ació n, p o d rá n enterarse — lo que
es lo m ism o que elegir, según n u estro au to r— «del m o do de vida de
o tro s grupos, del tipo de p ro d u cto s que co m p ran, de los cam bios de
sus gustos y p referencias com o consum idores, y de los estilos de vida
que quieren tener».
P or ú ltim o, el cuarto principio a instaurar, según O h m ae, es el de
los «individuos consum idores», quienes «tam bién han ad op tado una
orientación m undial». M ás allá de las identificaciones y restricciones
de las fronteras nacionales, los individuos sólo aspiran a «los p ro du cto s
m ejores y m ás baratos vengan de don de vengan», al tiem po que im p o ­
nen sus deseos, rom pien do los inten tos de dem arcación económ ica p or
parte de los E stados, «m ediante sus carteras»5. La posición radical del
au to r japonés no deja de reco no cer las peculiaridades que pueden darse
en diferentes países, com o sucede en la región económ ica fun dada p or
la A sociación de N aciones del Sudeste A siático (ANSA). A hora bien,
las supuestas diferencias culturales y/o religiosas no son óbice p ara las
transacciones tran sfron terizas y, en un proceso ya im posible de co n tro ­
lar, pierden significado desde el p u n to de vista de la econom ía. A ello
hem os de añ adir que, en v irtu d de la m undialización de la econom ía y
del surgim iento de los sujetos históricos en cuanto consum idores que no
aceptan fronteras, «el E stado-nación es cada vez m ás u na ficción n ostál­
gica». Si todavía las diferencias culturales y la m ulticolor com binación
de territo rio s pueden hacer pensar a algunos que, a efectos económ i­
cos, las diferentes naciones o territo rio s han de ser tratad os com o una
unidad económ ica, ello no deja de ser un com p ortam iento que se guía
p o r «m edias dem ostrablem ente falsas, inadecuadas e inexistentes. Puede
que sean u na necesidad política, p ero en el cam po económ ico son una
falacia m anifiesta»6. La creciente universalización del «consum idor», p or
consiguiente, pone en jaque la idea perseguida, p o r ejem plo, a través
del T ratado de M aastricht. Pues la pretensión de la U nión E uropea de
instauración de un nuevo ciudadano en u na p luralidad diferenciada eco­
nóm icam ente, que se p retend e «unificar» m ediante la centralidad de la
política y del espacio público, significa un esfuerzo fallido, u na atrofia
de las iniciativas y de los intereses especiales que están en juego «en los
m om entos en los que nadie parece saber adónde vam os, o adónde d e­
beríam os estar yendo [...] N o obstante, el verdad ero m ensaje proviene
de M atth ew A rn old: vagam os entre dos m u nd os, / uno m u erto , el otro

5. Ibid., p. 21.
6. Ibid., p. 33.
incapaz»7. Este estado de confusión, que p rovoca la ilusión de falsas
«unificaciones políticas», se agravaría p o r el in ten to de «volverse» hacia
la cu ltu ra decan tada h istóricam ente en los diversos ám bitos territoriales
com o si fuera el valor político n orm ativo que funcionaría al m o do de
argam asa social ante las dem andas de los individuos. Por el contrario,
«los ciudadanos bien inform ados del m ercado m undial» no van a vol­
ver a confiar ni a los E stados ni a los profetas culturales las «m ejoras
tangibles de su nivel de vida [... ] Por el co ntrario , desean co nstruir su
p ro p io futu ro; quieren asum ir la responsabilidad de crearse un futuro
p ara sí m ism os. Q uieren sus p ro pio s m edios de acceso directo a lo que
se h a convertido en u na genuina econom ía m undial»8. En definitiva, la
cu ltu ra no es «la única red de intereses com unes» p ara los grupos de
individuos que buscan resituarse en un m u nd o en cam bio p rofundo.
«La participación en la econom ía m undial im pulsada p o r la in fo rm a­
ción tam bién p uede hacerlo, im poniéndose a las fervientes, p ero vacías,
posturas de cara a la galería del nacionalism o de baja estofa y del me-
sianism o cultural»9.
La radicalidad de las p osturas de O hm ae convierte su tex to en una
de las exposiciones de m ayor claridad ideológica entre las que alientan
la globalización económ ica. Las derivas políticas y culturales de este
pensam iento econom icista, no obstante, van a presentarse con m atices
m ás suaves y, a veces, con ton os m ás grises, que p reten d en velar o m ati­
zar la radicalidad de las tesis defendidas p o r el au to r japonés. D e hecho,
tras la caída del socialism o realm ente existente y la im posición de la
globalización económ ica, la progresiva suplantación de la política p o r
la econom ía y la vieja tesis de la «ingobernabilidad» esgrim ida frente a
los que p reten d en una dem ocracia m aterial que busque m odos de co n ­
tro l político y form as de participación, han cobrado fuerza tan to en las
teorizaciones de los liberales neo-clásicos com o en el adoctrin am ien to
del neoliberalism o m ás inm ediatam ente ligado a la globalización eco­
nóm ica. Este últim o es conocido, especialm ente, p o r su consideración
fundam entalista del m ercado en cuanto instancia últim a de la sociedad,
cuya actividad viene m arcada p o r la reinstauración del «sujeto posesi­
vo». D esde estos presupuestos, se insta al ab andono de to d a «econom ía
pública» y a u na recuperación del «Estado m ínim o», si bien sólo en lo
económ ico y no en los aspectos coercitivos del E stado. Se trata, pues,
de controlar, com o especifican algunos, el E stado b urocrático, el E stado
industrial y, ante tod o, el E stado em isor de m oneda. La p ro p u esta del
E stado m ínim o, así com o la reiterad a afirm ación sobre las excelencias
7. Ibid., p. 29.
8. Ibid., pp. 37-38.
9. Ibid., p. 37. «Por lo tanto —insistirá poco después en la página 42—, no es la cultura
la que produce las enormes estadísticas entre Japón y Estados Unidos. Son las diferencias de
sus sistemas —impositivos o bancarios... — La cuestión esencial, por supuesto, es que si esos
sistemas cambiasen, ambos pueblos se comportarían de una manera similar».
de las privatizaciones, se basan en el «científico aserto» de que lo p riv a­
do siem pre es y se gestiona m ejor que lo público, indep end ien tem en te
de la cascada de em presas privadas eficaces y de rep u tad o co m p o rta­
m iento ético, con respecto a sus accionistas, que nos han m ostrad o En-
ron y las grandes em presas que, en estos últim os años, le han seguido
p o r sus m ism os d erroteros.
Por últim o, el p u n to m ás crítico de los efectos políticos que los
discursos p artid arios de los beneficios de u n a econom ía «económ ica»
p reconizan se en cu entra en las propias constituciones. Los logros reco ­
gidos en las constituciones m ás m odernas, especialm ente los referidos a
los derechos individuales y sociales, han sido fruto de los m ovim ientos
obreros, de diversas luchas (entre otras, el servicio com o tro p a de in ­
fan tería p restad o p o r las clases bajas en las guerras entre E stados o la
form ación de ejércitos p ara el co ntro l de las colonias) y de acuerdos o
co ntratos sociales largam ente disputados. F rente a tales derechos co n ­
quistados h istóricam ente, un au to r tan polém ico com o el neoliberal
S artori, al que nos hem os referido en diversas ocasiones, rem em o ra
cóm o el n acim iento de los sistem as constitucionales en el siglo xviii
ten ía com o fin esencial «superar la m aldad de la política». El E stado
m ínim o, el sujeto posesivo, la inexistencia de un supuesto «hogar co­
m ún», la cen tralidad o to rg ad a al m ercado no p arecen rep resen tar por
sí m ism os u na fuerte h o rm a p ara los E stados dem ocráticos. N u estro
au to r italiano p reten d e refo rzar el nuevo dogm a de los llam ados p resu ­
puestos de «déficit cero», tan «caros» p ara algunos gobiernos actuales.
En esta perspectiva com enta, con cierta nostalgia, la naturaleza de los
p arlam en tos del siglo xviii, los cuales «representaban a los que real­
m ente pagaban los im puestos, es decir, a los ricos y no a los pobres. De
ahí que los parlam en tos co n tro laran eficazm ente los gastos»10. Las tesis
p artid arias de los procesos económ icos generados p o r la globalización,
que tan radicales parecen en el tex to de O hm ae, se extienden, com o
p uede colegirse, a través de los m ás diversos ám bitos em presariales,
académ icos y de gobierno.
Por o tra p arte, las reiteradas críticas y las revisiones continuas del
constructo histórico que W eber d enom inó «el espíritu del capitalism o»
no han servido p ara frenar la interp retació n, absolutam ente in a p ro p ia­
da e incorrecta, según la cual «el capitalism o» h abría sido resultado de la
R eform a y se cim entaría d irectam ente en el nuevo espíritu ético-religio­
so de L utero. Y ello p o r m ás que W eber no hablara n un ca de «causas»
ni de «relaciones íntim as» p ara p o n er en conexión el capitalism o con el
ám bito religioso p ro testan te, sino de «afinidades electivas» entre ciertas
m odalidades de la fe religiosa y la ética profesional. C o n tra la v alo ra­
ción utilitarista de la dedicación ascética al trabajo, así com o frente a la
del trabajo del ascetism o m onástico m edieval p o r p arte del catolicism o,
10. G. Sartori, «Repensar la democracia...»: RICS 129 (1991), pp. 459-474.
«lo característico de la R eform a en su p rim era fase es, p o r el contrario,
el h aber am pliado la valoración ético-religiosa a toda actividad h um ana
com o consecuencia de desestim ar la distinción católica entre praecepta
y consilia evangélicas»11. W eber persigue en su exposición del «espíritu
del capitalism o», cen trad o en el m o m en to y en el co ntex to históricos
p o r él «reconstruidos», la conceptualización de aquello aparen tem en te
«irracional» d entro del «racionalism o» de la civilización capitalista, que
se d enom inó «profesión». «En to d o caso — escribe— , lo absolutam ente
nuevo era considerar que el m ás noble conten ido de la p ro p ia conducta
m o ral consistía justam ente en sentir com o un deber el cum plim iento de
la tarea profesional en el m u nd o» 12. A hora bien, com o se cuida de enfa­
tizar, nada de ello im plica que «en el capitalism o actual, la apropiación
subjetiva de estas m áxim as éticas p o r los em presarios o los trabajadores
de las m odernas em presas capitalistas sea u na condición de su existen-
cia»13. Esta doble confusión: in ten tar fundar el «espíritu del capitalis­
m o» en u na supuesta relación íntim a con posiciones ético-religiosas y,
p o r o tra p arte, p reten d er «salvar» el capitalism o con la ad opción sub­
jetiva de ciertas pautas éticas p o r p arte de los interesados han cegado
a m uchos teóricos p ara considerar o tra dim ensión histórica de capital
im p ortan cia en cuanto al desarrollo económ ico del capitalism o. Esta
o tra dim ensión, de gran influencia en la validación de este sistem a eco­
nóm ico, tiene que ver con los discursos constantes de filósofos y de eco­
nom istas de las clases dom inantes sobre el papel b enefactor atribuido
al crecim iento económ ico tan to en lo que se refiere a la m odelación del
carácter de los individuos com o a sus virtualidades p ara la im plantación
de los adecuados regím enes políticos o, en su caso, p ara co n trarrestar el
uso indebido del poder.

2. Un ritorn ello
En u na pequ eñ a o bra m agistral y desde u na posición com plem entaria
a la investigación de W eber se p reg u n ta H irschm an cóm o puede expli­
carse que la ignom inia atribu ida al am or p o r el dinero hasta el inicio
del R enacim iento p ud iera trocarse en su contrario. En poco tiem po, el
com ercio, la banca y la ind ustria se co nvirtieron en unas de las activi­
dades m ás socialm ente reconocidas. En un rastreo y u na pesquisa de
autores, citas e interpretaciones, H irschm an sostiene que «la difusión de
las form as capitalistas debió m ucho a u na búsqueda igualm ente deses­
11. Y. Ruano, La libertad como destino. El sujeto moderno en Max Weber, Biblioteca Nue­
va, Madrid, 2001, p. 46. Este libro es una de las lecturas más lúcidas del «legado» weberiano y
de sus implicaciones en las actuales revisiones de la Modernidad.
12. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona,
1979, pp. 88-89.
13. Ibid., p. 49.
p erad a de algún p ro ced im ien to p ara evitar la ruina de la sociedad, p er­
m anen tem ente am enazada en su época a causa de los arreglos precarios
del o rd en in tern o y ex terno » 14. Así pues, a p artir del R enacim iento, en
paralelo al cam bio o perad o en la conceptualización de la naturaleza del
E stado, se buscaron nuevas reglas, lejos de las ético-religiosas p re d o m i­
nantes en la E dad M edia, p ara m ejorar la n aturaleza h um ana atendiendo
«al hom b re tal com o es», com o lo d irá m ás tard e R ousseau. El carácter
«científico» que preside la investigación del E stado y de las leyes de las
m otivaciones p ara las acciones hum anas abrió un cam po m uy novedoso
referente a los elem entos de orden psicológico que, desde la acción del
E stado al p ro p io juego de las pasiones d entro del individuo, perm itirían
elim inar la m iseria y la destrucción de la que los h om bres se hacen obje­
to. En esta b úsqueda se o perarán procesos de redefinición de térm inos
tales com o «interés». Este térm in o, nacido del ám bito de los deberes del
p ríncipe o soberano — el interés de su pueblo o nación— acabará asu­
m iendo los efectos políticos de los nuevos cam bios económ icos que se
deben al «interés privado» perseguido p o r los individuos. A principios
del siglo xviii, com enta H irschm an, G iam battista Vico articularía una
p arte de esta nueva corriente «práctica» al afirm ar que «las pasiones de
los hom bres ocupados p o r en tero en la búsq ueda de su u tilidad privada
se tran sform an en un o rd en civil que perm ite a los h om bres vivir en
sociedad h um ana»15. La idea de que se o p era un resultado beneficioso
no ya p o r la represión de las pasiones, sino p o r un especial juego de
contrapeso entre las m ism as, se en cu entra form ulada p o r autores tan
distintos com o Pascal, A dam Sm ith, M andeville o el p ro p io G oethe. El
p aradigm a de los «intereses» acaba ad qu iriend o un valor n o rm ativ o :
«el interés no m entirá», y se convierte así a finales del siglo xvii en un
p roverbio p ositivo : «el interés gobierna al m undo». N o es de ex trañar
que en el xviii, al tiem po que el afán de riqueza es calificado ya com o
u na actividad inocente, tom e carta de naturaleza la idea del com ercio
com o un instru m en to y un vehículo idóneos p ara las relaciones am isto­
sas entre las naciones y com o un contrapeso a la coerción ejercida p or
los soberanos. Los efectos del «dulce com ercio» no pasarán desapercibi­
dos, sin em bargo, p ara algunos autores com o M arx , «quien al explicar
la acum ulación prim itiva del capital relata algunos de los episodios m ás
violentos de la h isto ria de la expansión com ercial eu rop ea y luego ex ­
clam a con sarcasm o: «He aquí cóm o se las gasta el d ou x com m erce»16.
La segunda tesis, derivada de la larga h isto ria cen trad a en los benefi­
cios políticos de ciertas interp retacio nes econom icistas de la naturaleza
h um ana y de las decisiones sociales que acom pañan al proceso del siste­
m a capitalista, es form ulada así p o r el p ro p io H irschm an:

14. A. Hirschman, Las pasiones y los intereses, FCE, México, 1978, p. 134.
15. Ibid., p. 25.
16. Ibid., p. 69.
Las expectativas ilusorias asociadas con ciertas decisiones sociales en el
momento de su adopción ayudan a mantener ocultos sus efectos reales
[...] Resulta curioso que los efectos buscados pero no encontrados de las
decisiones sociales deban ser descubiertos en mayor medida aún que los
efectos buscados en la realidad [... ] Además, una vez que estos efectos
deseados no se producen y se rehúsan a aparecer en el mundo, el hecho
de que originalmente se haya pensado en ellos tenderá no sólo a ser
olvidado sino aun activamente reprimido17.
Las tesis de H irschm an cobran u na especial fuerza en n uestro m o ­
m ento presente. En su día se refirió B obbio a las «prom esas incum pli­
das» al h acer balance del tipo de dem ocracia liberal realm ente existente.
El olvido, cuando no la represión, de las apuestas liberales p o r un de­
sarrollo adecuado de los individuos, de su idea de libertad con respecto
a p oderes enajenadores y coercitivos en el o rd en político y económ ico,
acababa, p ara el au to r italiano, tran sform and o la apuesta liberal en una
desesperanzada interrogación acerca de la viabilidad de tales ideales.
El sistem a capitalista se pon e en m archa con las prom esas de establecer
un sistem a social bien regulado y de d ar a la vez satisfacción a las n e­
cesidades de los individuos. Por ello, el p ro blem a cobra especial fuerza
cuando se insiste en que este sistem a reviste un carácter de necesidad.
Pues, p o r un lado, ha de h acer olvidar que las prom esas legitim adoras
de su p ro p io desarrollo n o se cum plen, y, p o r o tro , ha de m an ten er su
funcionam iento com o si se tratara de u na dinám ica insoslayable p ara los
sujetos sociales. Pues bien, com o en un juego de espejos podem os co n ­
tem plar, en n uestro m o m en to, la m ism a ap o ría: m ientras se tom aban
las decisiones político-económ icas que ponían en m archa los procesos
de globalización económ ica, bajo la prom esa de que ningún individuo
ten d ría que p osterg ar la satisfacción de sus necesidades o deseos según
el arbitrio de los gobiernos nacionales, com o argum entaba O hm ae, la
contrastación con la realidad p o n ía de m anifiesto la inexistencia de los
supuestos efectos beneficiosos que validaron las tom as de decisiones
de tan largo alcance. Las diversas prom esas parecen n o h aber tenido
traducción en la supuesta redistribución de las riquezas generadas. Sin
em bargo, los m ás m oderados en la defensa de la globalización argüirán
que, en cualquier caso, son más los que se benefician de ella que los
perdedores. Un conocido financiero, agente él m ism o de la globaliza-
ción, que contribuyó m uy eficazm ente a la caída de la libra esterlina
en 1992, G eorge Soros, ha vuelto a p o n er en evidencia las lim itaciones
internas de la globalización. En p rim er lugar, este proceso ha dejado sin
«ninguna red de seguridad social» a u na enorm e m asa de individuos. La
erosión del E stado de B ienestar se decanta a favor del capital «porque
la gente que necesita de seguridad social no p uede dejar el país, pero
el capital en que se basa el E stado de B ienestar sí puede». En segundo
17. Ibid., pp. 134-135.
lugar, «la globalización h a causado u na m ala distribución de los recu r­
sos». En tercer lugar, y este p u n to afecta directam ente a los d octrinarios
de la globalización, «los m ercados financieros globales son proclives a
las crisis»18. La situación económ ica del m u nd o actual, después de tres
décadas de globalización — sin que Soros se atreva a descargar sobre ella
to d a la responsabilidad— es reflejada escuetam ente p o r el financiero en
su o bra citada: el 1% m ás rico del planeta recibe tan to com o el 5 7% de
los pobres. M ás de m il m illones de personas viven con un dólar al día;
cerca de m il m illones de personas carecen de acceso a agua lim pia; 826
m illones sufren de m aln utrició n; 10 m illones m ueren tod os los años a
causa de atenciones m édicas m ínim as19. D esde esta perspectiva, el p re­
m io N o bel de E conom ía Jo sep h E. Stiglitz precisa que «la globalización
tal com o ha sido puesta en práctica no ha conseguido lo que sus par­
tidarios prom etieron que lograría [...] ni lo que p uede ni debe lograr»,
y, tras afirm ar que las políticas estipuladas han favorecido a la m inoría
a expensas de la m ayoría, concluye: «En m uchos casos los valores e
intereses com erciales han prevalecido sobre las p reocupaciones acerca
del m edio am biente, la dem ocracia, los derechos hum anos y la justicia
social»20.
U na vez m ás, volvem os a descubrir que las ideas que p ro pu g nan
el proceso de globalización económ ica realm ente existente habían sido
puestas en juego en o tro s m uchos m o m entos históricos. El esfuerzo p or
conseguir que los efectos p ro m etid os se b o rren de la conciencia colecti­
va lleva a ensayar las m ism as fórm ulas que d ieron lugar a la quiebra de
las sociedades cuyos problem as se p reten d ía rem ediar. En este sentido
hay que destacar la insistencia de O hm ae p o r convalidar el «contexto
histórico», el instante del presente vivido, com o la dim ensión últim a que
o to rga sentido a nuestras acciones. Esta rep resión de la h isto ria acaecida
hace que lo dado, lo m eram ente existente, parezca tan «natural» que los
sujetos, h uérfanos de genealogía, no disponen de recursos, de referen ­
tes de sentido, que perm itan enfrentarse críticam ente a las decisiones
tom adas. Lo sintom ático es que la desaparición de la conciencia colec­
tiva de las fórm ulas ya ensayadas p uede afectar incluso a aquellos que
«profesionalm ente» están m ás fam iliarizados con el o rd en de cosas p or

18. G. Soros, Globalización, Planeta, Barcelona, 2002, pp. 23-24.


19. En el mismo día en que escribo este artículo, 19 de diciembre de 2002, los Estados
Unidos, Suiza y la Unión Europea han impedido un acuerdo en Ginebra, en la reunión de la Or­
ganización Mundial del Comercio, sobre el acceso de los países pobres a medicamentos básicos,
especialmente referido a los países africanos. Esta reunión debía encontrar el acuerdo al que
emplazó la reunión de Doha en 2001. Si bien se acepta la producción de genéricos en emergen­
cias sanitarias, reduciendo con ello el número de enfermedades a afrontar de ese modo por los
Estados pobres, no se permite —en cualquier caso— que los países más pobres, que no tienen
capacidad ni siquiera para producir tales genéricos, puedan importarlos de Brasil o la India, por
ejemplo, que sí los producen. Cf. Miguel Bayón, en El País, 20 de diciembre de 2002.
20. J. E. Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 2002, p. 46. El subraya­
do es mío.
considerar. Así lo hace n o tar H irschm an cuando recu erd a que «resulta
casi doloro so ver a un K eynes recurrir, en su característicam ente tenue
defensa del capitalism o, al m ism o argum ento em pleado p o r el d octo r
Jo h n so n y otras figuras del siglo xviii: «Es preferible — escribe Keynes—
que un hom b re tiranice su saldo en el banco que a sus conciudadanos;
y aunque se dice algunas veces que lo p rim ero conduce a lo segundo,
en ocasiones, p o r lo m enos, es u na alternativa»21. Tan doloro so com o
lo es, p ara quienes vivim os tiem pos de d ram ática espera de guerra, leer
en S chum peter que el capitalism o n o p uede favorecer ni la conquista
ni la guerra, dado su carácter racional, calculador y, p o r tan to , reacio a
la g uerra y otras reliquias heroicas. Por to d o ello, resulta sorpren dente
leer en Soros, tras las propuestas utópicas que se habían ligado a la glo-
balización realm ente existente, que «ha llegado un m o m en to en el que
nadie confía en la invocación de principios m orales [... ] La principal ca­
racterística del fundam entalism o de m ercado y del realism o geopolítico
es que am bos son am orales (la m o ralidad no en tra en sus definiciones).
Ésa es la razón p o r la que hem os ten id o tan to éxito. N o s ha seducido el
hecho de pensar cuántas cosas p od ríam os conseguir sin consideraciones
m orales [... ] Los m ercados son am orales, la persecución sin lím ites del
interés personal no sirve necesariam ente al interés com ún y el p o d er
m ilitar no es necesariam ente la solución»22. El financiero, ciudadano
estadounidense aunque de origen hún garo , acaba p ro p o n ien d o u na de
sus tesis m ás estim ulantes: la econom ía, así com o las estructuras socia­
les, pued en ser m odificadas en función de la capacidad pensante de los
individuos y de sus prácticas políticas. Este grado de reflexividad, que
afecta a los órdenes económ ico y político, explica sus pro pu estas de
co ntro l de los m ercados y sus tesis acerca de la necesaria actuación del
E stado p ara im pedir la quiebra total de las sociedades. U na vez m ás, con
H irschm an y a p ro p ó sito de las sentencias de Soros, p od ríam os pedir
a críticos y defensores de la globalización económ ica, tal com o ha sido
desarrollada, que tengan en cuenta en sus argum entaciones la historia
vivida y la histo ria intelectual generada p o r los procesos que ellos m is­
m os m agnifican. Si no pueden ofrecer soluciones, que, al m enos, eleven
el nivel del debate.
E ntre las condiciones p ara la elevación del nivel de ese debate se
en cu entra la necesidad de no seguir pensando la globalización com o el
resultado de un m ovim iento p ro fu n d o de la realidad económ ico-social
que exigiría, p o r su p ro p ia dinám ica intern a, la instauración del orden
existente que padecen m illones de seres hum anos. Es cierto que la crisis
de estancam iento de los años setenta, sin en trar ah o ra en la discusión
sobre las causas de tal crisis, explica los procesos de cam bio en el orden
económ ico. A hora bien, el tipo de respuesta a esta crisis, el m odelo

21. A. Hirschman, op. cit., p. 137.


22. G. Soros, op. cit., pp. 194 y 196.
social que co rresp on de a tal respuesta, las decisiones en to rn o a las
relaciones m onetarias y financieras de o rd en in tern acio n al que co n d i­
cionan la co nform ación de las sociedades, el papel subsidiario de los
E stados, etc., corresponden a una, entre otras, de las posibles salidas a
la situación de los años setenta23. Por o tra p arte, com o vienen a co in ­
cidir en ello tod os los analistas, no hay m odelos económ icos que no
tengan en su base un p ro yecto político. Por tan to , la globalización eco ­
nóm ica ha sido llevada a cabo ro m p ien d o el co n trato social, el acuerdo
socio-político que hizo posible el m o delo del E stado de Bienestar. En
su lugar se ha im puesto, p o r el co ntrario , un m odelo social de carácter
excluyente tan to en el in terio r de los p ro pio s E stados com o respecto
a los E stados entre sí. Incluso d en tro de las sociedades estatales, la ex ­
clusión se hace sentir especialm ente p o r algunos colectivos: es m ayor,
p o r ejem plo, entre las m ujeres, que en n u estro país so p o rtan el doble
de índice de p aro y m en o r salario p o r h o ra trabajada, así com o sobre
la juv en tu d o sobre los m ayores de cu aren ta y cinco años. Los datos
ap u n tan a que sólo u na q u in ta p arte de los trab ajado res h a salido b e­
neficiado con este nuevo m o delo socio-económ ico. La exclusión ha
llevado, a su vez, a u na co ncentració n de los beneficios que im plica,
com o asum e Soros, que el 1% m ás rico del p lan eta reciba tan to com o
el 5 7 % de los pobres. E sta exclusión parece avocar a u na insalvable
separación creciente entre países d en tro del planeta. H acien d o balance
de las tendencias económ icas d om inantes, escribía M anu el C astells que
«contando con que E u ro p a y Jap ón se integ ren , el 5 7 % de la población
m undial (la m ayoría, p ero n o tod os los habitan tes de los países n o d e ­
sarrollados) q ued a fuera del sistem a, avocado a u na eco n om ía inform al
y de supervivencia»24. La ru p tu ra de los lazos m ínim os de co rresp o n sa­
bilidad d en tro los grupos, de las com unidades y de las naciones ha sido
tan radical que, com o escribe Soros, las ganancias se han d ecan tado en
función de un éxito
sin consideraciones morales [... ] Ahí es donde nos hemos equivocado.
Ninguna sociedad puede existir sin moralidad [... ] Cuando hablo de mo­
ralidad quiero decir aceptar las responsabilidades que tienen que ver
con pertenecer a una comunidad global [... ] Es el fundamentalismo del
mercado [... ] lo que es una perversión de la naturaleza humana. Como
dije previamente, considero que el capitalismo global es una forma dis­
torsionada de la sociedad abierta25.

23. Puede consultarse para algunos de estos aspectos la obra de P. Gowan La apuesta por
la globalización, Akal, Madrid, 2000.
24. M. Castells, en El País-ciberp@is, 2 de septiembre de 1999, p. 7.
25. G. Soros, op. cit., pp. 195 y 210.
3. H acia un nuevo im aginario político
3.1. E l desplazam iento del sujeto revolucionario tradicional
La globalización económ ica, tal com o la conocem os, significa la ruptura
del im aginario político que ha venido construyéndose desde la m oderni­
dad. El proceso constitutivo de dicho im aginario está m arcado p o r las
diversas etapas que la idea del «contrato social» abrió desde la m o d ern i­
dad y que tiene un reflejo fundam ental en el tipo de constituciones que
se han forjado los pueblos. Así, con el nacim iento del E stado m o derno
se afirm ó el E stado constitucional de derecho con respecto al cual, en la
últim a p arte del siglo x x y en térm inos de Ferrajoli, se h abría pro du cid o
un nuevo avance rep resen tado p o r «la subordinación de la legalidad
m ism a a constituciones rígidas, jerárquicam ente su prao rdenad as a las
leyes com o norm as de reconocim iento de su validez»26. Este últim o paso
afecta fundam entalm ente a la concepción m aterial de la dem ocracia. La
subordinación de la legalidad a los principios constitucionales im plica
que los derechos constitucionalm ente establecidos im p on en lím ites y
obligaciones a los p oderes de la m ayoría, al tiem p o que estos lím ites se
configuran com o otras tan tas garantías de los derechos de todos. D esde
este p u n to de vista «todo el proceso de integración económ ica m undial
que llam am os ‘globalización’ bien puede ser en tend ido com o un vacío
de derecho público p ro d u cto de la ausencia de lím ites, reglas y co n tro ­
les frente a la fuerza, tan to de los E stados de m ayor potencial m ilitar
com o de los grandes p oderes económ icos privados»27. La quiebra del
E stado social de derecho en función del nuevo m odelo social subordina­
do a la acum ulación de capital en térm inos de desregulación to ta l y fun-
dam entalism o del m ercado rom pe la lógica universalista de las garantías
de los derechos sociales. El carácter subsidiario que juegan los Estados,
desprovistos de la soberanía, lleva a la confusión de lo público con lo
privado, a la p érdid a del concepto de ciudadano com o sujeto político
y a la ausencia de un espacio público que reconstruya la dim ensión y
el sentido de la categoría central de la política: la idea de igualdad,
igualdad política, civil y social. La globalización o p era de este m o do en
el sentido de que p ierdan vigencia estos elem entos constitutivos de los
procesos dem ocráticos que han venido configurando las form as de las
constituciones citadas. La confusión entre lo privado y lo público, así
com o la ausencia de la g arantía de la igualdad com o g arantía que origi­
na el conjunto de m eta-reglas p o r encim a de los poderes públicos y de
las m ayorías abre la espita p ara la regresión hacia form as de p o d er de
fuerte im p ro n ta absolutista.

26. L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del estado de derecho»: Revista Internacional de Filoso­
fía Política 17 (2001), p. 34.
27. Ibid., p. 36.
P odríam os ilustrar esta situación refiriénd o no s a las declaraciones
del p olitólog o y jurista G ianfranco M iglio, senador d u ran te tres le­
gislaturas e in sp irad o r ideológico de la Lega N o rd de U m berto Bossi.
U nos m eses antes de constituirse el p rim er gobierno de B erlusconi, la
expresión m ás clara de la confusión en tre lo p riv ad o y lo público, entre
la política y la econom ía, G ianfranco M iglio declaraba al Indipenden-
te, el 25 de m arzo de 1994, que era u na equivocación afirm ar que la
co nstitución h a de ser q uerid a p o r to d o el pueblo. P or el co ntrario ,
afirm aba:
Una constitución es un pacto que los vencedores imponen a los ven­
cidos. El camino para cambiar existe, está dentro de la constitución,
dentro del artículo 138 que habla precisamente de modificaciones cons­
titucionales. Basta la mitad más uno de los votos del parlamento. ¿Cuál
es mi sueño? Lega e Forza Italia reúnen la mitad más uno. La mitad de
los italianos hacen la constitución también para la otra mitad. Se trata,
pues, de mantener el orden en la plaza28.
La globalización, desde la perspectiva con que la vengo ab ord and o
en este trabajo, se p resen ta com o un p u n to de no reto rn o . En efecto, el
desarrollo del m odelo social excluyente ad op tado p o r la globalización
económ ica se en trecruza históricam ente con o tros procesos y o tro s h e ­
chos de u na significación social y política decisivas. Todo ello apunta,
en m i opinión, hacia la apertura de un «nuevo im aginario político». En
el capítulo an terior insinuaba, entre interrogaciones, la posible clau­
sura del segundo im aginario político, alum brado p o r la M od ernid ad ,
tras el p rim ero, debido al m u nd o griego. La dinám ica excluyente de la
globalización parece que h a acelerado la crisis de ciertas tradiciones, a
la vez que ha obligado a la reconceptualización de ciertas experiencias
históricas fracasadas. Al m ism o tiem p o, en función de las necesidades
tecnológicas ligadas al nuevo m o do de pro du cció n económ ica, la glo-
balización ha fom entado ciertos procesos de creación, especialm ente
de carácter tecnológico. Tales cam bios tecnológicos abren form as de
co m p ortam iento, m odos de vida que ap un tan a nuevos paradigm as de
intelección y a m odelos de relaciones sociales que no tienen p reced en ­
tes. Ya no se trata sólo de cam bios en los m odos de p ro du cció n sino que
afectan a n uestro p ro p io m odo de pensar y conceptualizar elem entos
esenciales de n uestra h isto ria m ás reciente.
La llam ada «cuestión obrera» debería ser reconceptualizada en la
línea de los constructos sociales y culturales que nos llevan a conside­
rar la ap ertu ra de un nuevo paradig m a político Lo que al principio se
in terp retó com o u na m etam orfosis del trabajo, obligada p o r las pautas
im puestas al m ism o p o r la globalización, ha dejado paso a u na consi­

28. Citado por Ferrajoli en su artículo «Democracia y constituciones», 1998.


deración m ás p ro fun da, que afecta a la idea m ism a que tenem os de los
cam bios sociales. Así, p o r ejem plo, el sociólogo francés R obert C astel ha
analizado lo que califica de «declive de la clase obrera», sin que atisbe un
sustituto equivalente de la m ism a29. H ay que ten er en cuenta que, desde
m ediados del siglo x ix hasta la m itad del x x , com o el p ro p io au to r hace
notar, las posibilidades de cam bio, las principales encrucijadas sociales
y políticas gravitaron sobre el lugar que debía o cup ar esta clase en la
sociedad. «Así pues — enfatiza— , la cuestión social era esencialm ente
la clase obrera»30. La hipótesis del au to r francés acerca de las causas
de este declive de la clase o b rera se cifra en la «superación» de dicha
clase p o r la «transform ación sociológica p ro fu n d a de la condición sala­
rial». La diversificación y la p ro m o ción de categorías laborales habrían
acabado rom pien do la u nidad de acción de la clase obrera. A p artir de
1975, coincidiendo con el lanzam iento de la globalización económ ica,
se h abría p ro du cid o un desarrollo de cuadros m edios y superiores que
acabaron p o r privar de su posición central al núcleo de asalariados del
desarrollo industrial, iniciado a m itad del siglo xix. La estratificación
de los asalariados, con sus diferentes niveles, ap un taría a la p érdid a de
solidaridad en el conjunto m ás hom ogéneo, aunque n unca totalm ente,
d en tro de la categoría general de los asalariados. Y esta «superación»
desde dentro , en función de las escalas salariales, acabaría debilitando
y p rivando de fuerza a la unidad anterior, la cual había pro tag on izado
la lucha y la conquista de derechos sociales, garantías en el trabajo y el
h orizo nte del pleno em pleo. E sta «descolectivización de las condiciones
de trabajo y de los m odos de organización», afirm a C astel, es de tal im ­
p o rtan cia que puede p o n er en cuestión la p ro p ia noción de «clase». Los
procesos económ icos de la globalización, con su en frentam iento con los
sindicatos y sus reglas de desregulación, han situado a los asalariados en
u na situación de «reindividualización, u na reindividualización que hace
rep osar sobre el trab ajado r la responsabilidad principal de asum ir en su
carne los avatares de su p ro p ia tray ectoria profesional»31. La p érd id a de
la colectividad afecta, principalm ente, a los obreros n o cualificados, a
los de trabajo precario y a los de tiem p o parcial, sin que — hasta el m o ­
m en to — se visualice n inguna alternativa global a esta desestructuración
de la llam ada «cultura obrera». El vacío del sujeto que tradicionalm ente
ha venido rep resen tand o «la cuestión social», las posibilidades de cam ­
bio, h a puesto en crisis u no de los pilares del discurso y del proyecto
em ancipatorios vigentes hasta el final del «corto siglo veinte», con la
caída del socialism o realm ente existente. E ste vacío apunta a una crisis
en la configuración del im aginario político heredado de la M odernidad.

29. R. Castel, Las metamorfosis de la cuestión social, Paidós, Barcelona, 1997.


30. R. Castel, «¿Por qué la clase obrera ha perdido la partida?»: Archipiélago 48 (2001),
p. 37.
31. Ibid., p. 45.
A la crisis del sujeto em ancipatorio hay que sum ar la caída de aquel
o tro ideal que, com o alternativa am enazante al capitalism o, se p ro p o n ía
establecer la adm inistración racional de las cosas com o un m edio de
satisfacer las necesidades hum anas, recu erd a Przew orski. El fracaso de
la E uro pa del Este ha ten id o diversas lecturas, m uchas de las cuales han
recreado el carácter de im aginario sim bólico utó pico que siem pre m an ­
tuvo el ideal com unista, pese al conocim iento que se ten ía de sus reali­
zaciones concretas. El p ro p io B obbio, después de afirm ar el fracaso del
com unism o histórico y dejando constancia de que los problem as «que la
u to p ía com unista señalaba» siguen existiendo, acababa rem em o rand o al
poeta: «A hora que ya no hay bárbaros, ¿qué será de n oso tros sin ellos?»
(junio de 1989). En la línea del au to r italiano escribía H obsbaw m :
El efecto principal de 1989 es que por ahora el capitalismo y los ricos
han dejado de tener miedo. Todo lo que hizo que la democracia occiden­
tal mereciera ser vivida por su gente [... ] fue el resultado del miedo [... ]
miedo de una alternativa que realmente existía y que realmente podía
extenderse, sobre todo bajo la forma del comunismo. M iedo de la pro­
pia inestabilidad del sistema32.
M ás resolutivo en el juicio sobre el significado del hecho histórico
del 8 9 , Fred H alliday sentenciaba:
Esto significa nada menos que la derrota del proyecto comunista tal
como se lo ha conocido en el siglo xx, y el triunfo del capitalismo.
F rente a un juicio, tan term in ante, de u no de aquellos jóvenes rad i­
cales que habían em pujado a E dw ard T h o m p so n fuera de la dirección
de la N e w L eft R eview , el viejo luchad or pacifista p reten d ía m anten er
la esperanza de que, ah o ra m ás que nunca, es posible abrir un nuevo
paradigm a socio-político. La caída de la U nión Soviética p o d ía verse
com o «la conclusión de u na era histórica y el inicio de otra». El en fren ­
tam iento de las dos grandes potencias en la segunda G u erra Fría, según
T ho m p son , no fue un enfrentam iento intersistém ico, com o lo había in ­
terp retad o H alliday, sino que era una guerra de opuestos «que jugaban
conform e a las m ism as reglas». Se tratab a, pues, de u na g uerra vuelta «so­
bre sí m ism a», « auto rrepro du ctora», intrasistém ica, que sólo buscaba la
elim inación del contrario. N o era, p o r tan to , un proceso que h ub iera de
ser visto dialécticam ente com o la oposición de dos sistem as que buscan
validarse p o r el desm o ron am ien to del co ntrario . Pues al ser u na guerra
« autorreproductora» que buscaba sim plem ente la aniquilación, la caída
de u na de las p artes co ntendientes, en este caso de la ex tin ta U nión So­
viética, arrastraría a la otra, «de la m ism a m anera que un luchad or que

32. E. Hobsbawm, «Adiós a todo eso», en R. Blackburn (ed.), Después de la caída. El


fracaso del comunismo y el futuro del socialismo, Crítica, Barcelona, 1993, pp. 133-134.
de rep ente pierde a su antagonista se puede caer al suelo». El fin, pues,
de la G u erra Fría p o d ía ser el m o m en to de ap ertu ra de u na nueva era,
de un nuevo ciclo, en el que la idea de «aniquilación» daría paso a m ovi­
m ientos reales y a prácticas de índole política que p od rían en carnar los
ideales de racionalidad y de universalidad heredado s de la Ilustración.
E ra tan grande su fe en las prácticas dem ocráticas desarrolladas d entro
de los m ovim ientos pacifistas, que él alentó, y fue tan fuerte su co m p ro ­
m iso con los grupos pacifistas existentes en los países del Este que pidió,
en nom b re de tales hechos históricos, un com pás de espera antes de ce­
rrar los p lanteam ientos teóricos y prácticos de esa nueva vía que había
in ten tad o abrir. Su esperanza, desgraciadam ente, resultó ser vana tras
los cinco años de reflexión y de práctica que se había m arcado com o
lím ite p ara establecer u na v aloración adecuada de los hechos discutidos.
La interp retació n del significado de la G u erra Fría y de su final que
había in ten tad o d ar el socialista T ho m p son fue, aún m ás radicalm ente,
negada p o r algunos teóricos socialdem ócratas. El co m p ortam iento de
ciertos gobiernos socialdem ócratas europeos y las tensiones vividas en
el in terio r de los p artid os co rrespondientes dejaron abierto el cam ino
p ara que Przew orski llegara a afirm ar que «el p royecto socialista fracasó
tan to en los países del Este com o en O ccidente»:
Cierto es que los valores de la democracia política y de la justicia social
siguen inspirando a los socialdemócratas como yo, pero la socialdemo-
cracia es un programa encaminado a mitigar los efectos de la propiedad
privada y la asignación de recursos a través del mercado, no un proyecto
alternativo de sociedad33.
Antes, sin em bargo, de la caída del M uro de B erlín, y en función
de la desestructuración social y la p érd id a de la o rientación política
causadas p o r la globalización económ ica, H aberm as h abía detectado,
desde el p u n to de vista filosófico-político, los elem entos de ru p tu ra con
el proyecto em ancipatorio heredado de la M od ernid ad . «La M o d ern i­
dad — escribió en 1985— ya no puede pedir prestadas a otras épocas
las pautas p o r las que h a de o rientarse [...] El presente auténtico es,
desde hoy, el lugar d on de tropiezan la co ntinu idad de la tradición y la
innovación»34. C on la erosión del E stado de Bienestar, arro llado p o r
la globalización económ ica, cae tam bién «el co nten ido utópico de la
sociedad del trabajo». Es decir, vienen a desaparecer dos ilusiones gene­
radas con la M od ernid ad : la felicidad y la em ancipación, que confluían
«con las de au m ento del p o d er y de la producción». En segundo lugar,
de form a todavía m ás definitiva, se pierde «la ilusión m etodológica que
iba u n id a a los proyectos de u na to talid ad concreta de posibilidades
33. A. Przeworski, Democracia y mercado, Cambridge University, Cambridge, 1995,
p. 11.
34. J. Habermas, Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988, p. 113.
vitales futuras»35. A unque p ued a argüirse que lo que se esfum a es la
u to p ía co ncreta de «la sociedad del trabajo», lo cierto es que con ella
desaparece el E stado social y, lo que es m ás grave, se p ierden las bases
que lo habían sustentado. Lo que ya no existe, enfatiza, es «la capacidad
de form ular posibilidades futuras de alcanzar u na vida colectiva m e­
jor y m ás segura»36. ¿Se tra ta de que realm ente «se han consum ido las
energías utópicas»? ¿O acaso «la nueva im penetrabilidad» p ertenece a
la necesaria ru p tu ra con el pasado, ru p tu ra que, paradójicam ente, hoy
cobra nuevos perfiles de creatividad, com o la única form a de co n tin u i­
dad con el m ism o?
3.2. D e las «políticas del reconocim iento» a la emergencia
de un nuevo «paradigma tecnológico»
La década de los años n ov enta fue bautizada p o r algunos autores com o
«la época del post-socialism o» p ara asum ir así «la ausencia de un p ro ­
yecto em ancip ad or am plio y creíble, a pesar de la proliferación de fren ­
tes de lucha»37. En efecto, tras el decaim iento de «la cuestión social
ligada a la cuestión obrera», cobran relevancia en la esfera social y en la
política otros tipos de injusticia y hacen acto de presencia diversos g ru ­
pos de sujetos que luchan p o r su reconocim iento. La idea de «recono­
cim iento» ha sido, precisam ente, u no de los m otivos de reivindicación
en sociedades plurales tal com o han venido a conform arse, en v irtu d de
las m igraciones, la m ayoría de las sociedades de nuestra geografía occi­
dental. Ju nto a los nuevos grupos étnicos recién llegados han vuelto a
cobrar fuerza las luchas p o r las identidades llevadas a cabo p o r d iferen ­
tes grupos, algunos con u na larga h isto ria reivindicativa. Los problem as
provenientes del m ulticulturalism o, las dem andas del com unitarism o,
las luchas de grupos subordinados frente a la dom inación cultural, etc.,
acaban m o deland o lo que ha venido a denom inarse «la lucha p o r el
reconocim iento». Se trata, en térm inos de u no de sus teóricos, «de una
teo ría crítica de la sociedad, en la que los procesos de cam bio social d e­
ben explicarse en referencia a p retensiones norm ativas, estru cturalm en ­
te depositadas en la relación del reconocim iento recíproco»38. Se abre
paso, de este m odo, u na filosofía m o ral y p olítica de corte m ás cultural
y sim bólico. Por su p arte, la corriente del post-socialism o, de fuerte ra i­
gam bre n orteam ericana, se p resen ta com o un in ten to crítico de paliar
la falta de un paradigm a englobante de las distintas construcciones y
prácticas políticas liberadoras. El post-socialism o asum e la centralidad

35. Ibid., pp. 133-134.


36. Ibid., p. 119.
37. N. Fraser, Iustitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista»,
Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes, Santa Fe de Bogotá, 1997, p. 7.
38. A. Honneth, La lucha por el reconocimiento, Crítica, Barcelona, 1997, p. 8.
de los nuevos problem as de econom ía política, p retend e d ar cuenta,
con cierta u nidad teórica, de las dim ensiones críticas y em ancipatorias
de los procesos que confluyen en el espacio abierto p o r la globalización,
tales com o la plural constitución de nuevos sujetos socio-políticos y las
respuestas a las diversas form as de injusticia que em ergen en el tipo de
sociedades com plejas y m ulticulturales del m om ento. En este sentido,
se tienen en cuenta las alternativas que, com o el com unitarism o, el m ul-
ticulturalism o y la teo ría del reconocim iento p reten d en p ro po n erse en
sustitución del p ro gram a del E stado social, que se había alim entado de
la u to p ía de la sociedad del trabajo. D esde el post-socialism o se atiende
especialm ente a la teo ría del reconocim iento, y se le atribuye un m eno r
interés crítico-político tan to al com unitarism o com o al m ulticultura-
lism o, en las form as en que am bos han hecho acto de presencia en los
E stados U nidos. La teo ría del reco no cim ien to, p o r su p arte, tiende a
constituirse en u na nueva form a de teo ría crítica de la sociedad, que
vincula las experiencias históricas de m enosprecio a u na lógica m oral
de los conflictos sociales. En función de m is intereses, en este m o m ento
orientad os hacia el horizo nte de un cam bio de im aginario político, voy
a ser algo breve al respecto.
C harles Taylor representa, de form a privilegiada, la corriente d en o ­
m inada «teoría del reconocim iento». S intéticam ente, el au tor canadien­
se argum enta que el no reconocim iento o el reconocim iento equivocado
puede ser u na form a de opresión, de m odo que «el debido reconoci­
m iento no es sim plem ente una cortesía, sino u na necesidad hum ana».
El reconocim iento conceptualizado en su teo ría es ex tend ido p o r igual
a m ovim ientos nacionalistas, a grupos m in oritarios o «subalternos»,
a algunas form as de fem inism o y a lo que hoy se deno m in a política
del «m ulticulturalism o». Lo llam ativo de estas derivas filosófico-polí-
ticas estriba, al decir de N ancy Fraser, en el hecho de establecer las
distinciones culturales, tal com o las considera la teo ría del reco no ci­
m ien to, com o absueltas, al m enos de m o do directo, de im plicaciones
económ icas y políticas. La crisis de la identificación de la econom ía
p olítica com o el ám bito privilegiado de las luchas sociales parece haber
o to rgado un grado excesivo de independencia a las form as culturales
de alienación ligadas a la etnia, a la raza o al sexo. N in g u n a de ellas
ten dría, en su dim ensión evaluativo-sim bólica, incardinación d irecta en
la situación socio-económ ica de los individuos o grupos a que hem os
hecho m ención. Taylor ha argum entado que las exigencias de justicia,
en estos casos, están referidas al daño que pueden sufrir un individuo
o un grupo de personas en función de la aprobación o el rechazo «a la
interp retació n que hace u na person a de quién es y de sus características
definitorias fundam entales com o ser hum ano»39. Se p o d rían , de este

39. Ch. Taylor, El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», FCE, México,
1993, p. 43.
m odo, solventar situaciones de injusticia a través de reconocim ientos
culturales, sim bólicos o de p atron es de relación evaluativa; dicho de
o tro m odo, a través de form as de reconocim iento que m arcaran las
«diferencias» sin necesidad de cam bios en o tros órdenes del ser social.
Es m ás, com o tam bién señala Fraser, parecería existir u na co n trad ic­
ción entre las luchas económ ico-políticas, que buscan la desaparición
de las diferencias, y las teorías del reconocim iento, que persiguen la
consagración de estas m ism as diferencias, culturales o sim bólicas. Pues
bien, el significado de este giro filosófico, m oral y político tiene que ver
con m i hipótesis sobre la posibilidad y la necesidad de un nuevo im agi­
nario político. En concreto, creo que las o rientaciones de la teo ría del
reconocim iento, que disfrutan de cierto consenso en algunos am bientes
filosóficos, im plican u na lim itación de análisis en contraste con su fuer­
te p regnancia retórico-m oralizante, así com o u na desactivación de las
dim ensiones políticas, lo cual afectaría negativam ente a la posibilidad
de un nuevo im aginario em ancipatorio. El déficit analítico tiene que
ver con la idea de que «lo nuevo es que la dem an da de reconocim iento
hoy es explícita» p o r p arte de los individuos y los grupos. P ara Taylor,
la prem isa fundam ental de estas dem andas es que el reconocim iento
forja la identidad, p ero «los grupos dom inantes tienden a afirm ar su
h egem onía inculcando u na im agen de inferio ridad a los subyugados»40.
E sta explicación de la injusticia com etida p o r los grupos dom inantes se
inspira en los tex to s de F anon acerca del colonialism o que, a su vez, son
in terp retad o s de u na m anera sesgada. A dem ás, deja fuera de su análi­
sis las dim ensiones ontológicas m ás im p ortan tes de las relaciones entre
dom inadores y dom inados, dim ensiones que afectan esencialm ente a la
«diferencia» exigida p o r el dom in ad o o el colonizado. En el análisis que
realiza de la colonización francesa en Argelia, Sartre subraya que «es al
h om b re al que se quiere destruir, con tod as sus cualidades de hom bre,
de valor, la v oluntad, la inteligencia, la fidelidad [...], las m ism as que el
colono reivindica». El colonizador sabe que el lím ite de tal destrucción
es únicam ente la vida del colonizado, al que necesita p ara su servicio.
A hora bien, la línea que los separa es el hecho de que en A rgelia «no
hay lugar suficiente p ara dos especies hum anas; hay que elegir entre la
u na y la otra»41. Lo que se niega no es, pues, la diferencia, sino el hecho
m ism o de que el colonizado sea hum ano. Así, lo que está en juego en el
reconocim iento no es tan to la diferencia cuanto la h um anid ad m ism a.
La construcción de las identidades, el cam bio de las m ism as o su
redefinición han estado estrecham ente vinculados a los procesos h is­
tóricos, a las dinám icas de relación n o sólo intern as sino externas. «La
diferencia com o id en tid ad o instru m en to de liberación — escribe Ci-
rillo— tiene que exam inar sus vínculos con la opresión, p orqu e éstos

40. Ibid., p. 97.


41. J.-P. Sartre, Colonialismo y neocolonialismo, Losada, Buenos Aires, 1965, pp. 64-65.
señalan los m árgenes en los que la diferencia puede reivindicarse sin
convertirse en idealización»42. C uando la defensa del reconocim iento
enfatiza la diferencia en la posición m ás inm ediata y acrítica, sin atender
a las estructuras de su construcción, hem os visto reclam ar — p o r p ar­
te de los grupos «diferenciados»— la p ro p ia situación de inferioridad
hasta la exasperación, haciendo de la necesidad v irtud, convirtiendo en
excelencia el aspecto m ás folklórico o el rasgo m ás superficial. El reco ­
n ocim iento de la diferencia n o consiste, únicam ente, en la evaluación
positiva del «otro». Este tipo de análisis y de actitud tiende a hipostasiar
la diferencia en cuanto diferencia. A hora bien, p ertenece a la estructura
p ro fu n d a de la diferencia, com o insiste C irillo, el que la m ism a h aya sido
d eterm inada p o r p arte de los sujetos individuales de u na com unidad
política que, en un m o m en to histórico d eterm inado, reivindican unos
derechos y establecen la existencia de unas necesidades concretas.
O tra de las insuficiencias de la teo ría del reconocim iento estaría
en que no rep ara en el hecho de que ciertas identidades de gru po son
conform adas h eterón om am ente. C om o vino a argum entarle Susan W olf
a Taylor, la cuestión, p o r lo que a las m ujeres se refiere, es saber en qué
m edida y en qué sentido desean ser reconocidas com o m ujeres:
Pues resulta evidente que las mujeres han sido reconocidas como muje­
res en cierto sentido — en realidad, como «nada más que mujeres»— du­
rante demasiado tiempo, y la cuestión de cómo dejar atrás ese tipo espe­
cífico y deformante de reconocimiento es problemática en parte porque
no hay una herencia separada clara o claramente deseable que permita
definir y reinterpretar lo que es tener una identidad de mujer43.
El verdad ero p ro blem a de las m ujeres en cuanto a su identidad,
insistió Susan W olf, es la incapacidad del reconocim iento p ara asum ir­
las «com o individuos» cuyos intereses o deseos p uede que estén m uy
alejados de los roles que les han sido asignados, así com o que no se les
p erm ita y se les posibilite utilizar sus capacidades y valores en cualquier
ám bito social.
La utilización del térm in o post-socialista, pues, h a servido a Fraser
p ara establecer, en ausencia de un plan englobante de cam bio social,
líneas de interp retació n crítica de algunas posiciones filosóficas y socio­
lógicas que p reten d en escindir de la econom ía política diversas políticas
culturales, sim bólicas o evaluativas de identidades diferenciadas. Las
corrientes m ercantilizadoras de la política, propias de la globalización
económ ica realm ente existente, han fom enta do estos intentos de cam bio
de los ejes centrales de las tradiciones em ancipatorias de la M odernidad.
La categoría de la «igualdad» ha llegado a ser el principio d eterm inante
de la filosofía política, del im aginario político derivado de las revolucio­
42. L. Cirillo, Mejor huérfanas, trad. de L. Posada, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 103.
43. Ch. Taylor, op. cit., pp. 109-110.
nes am ericana y francesa. Al asum ir esta idea com o reguladora, Fraser
establece lo que deno m in a «colectividades bivalentes» p ara indicar el
carácter tran sfron terizo que adquiere la econom ía p olítica al atrav e­
sar las diversas form as de identidad exigidas desde la raza, la etnia,
la sexualidad o el género. Así, «colectividades bivalentes» son aquellas
que, com o la raza o el género, se verían afectadas a la vez p o r un déficit
de reconocim iento y u na deficiencia redistributiva. El «enfoque bifo ­
cal» de la justicia p ro p u esto p o r Fraser aten dería de este m o do a dos
dim ensiones interrelacionadas que u na concepción cabal de la m ism a
no p o d ría eludir: la de la distribución y la del reconocim iento. F rente
a las posiciones de corte hegeliano ensayadas p o r Taylor u H o n n eth , la
au to ra estadounidense establece las m ediaciones que se entrelazan entre
los diversos ám bitos de reconocim iento:
Las normas culturales injustamente parcializadas en contra de algunos
están institucionalizadas en el Estado y la economía; de otra parte, las
desventajas económicas impiden la participación igualitaria en la cons­
trucción de la cultura, en las esferas públicas y en la vida diaria44.
La econom ía política se instituye, de nuevo, en la instancia central
para analizar los procesos sociales, jun to a la «deconstrucción» de la
cultura. Pues el horizo nte de un nuevo im aginario, al que ap u n ta esta
corriente crítica del au tod eno m in ado post-socialism o, im plica procesos
de cam bio que afectan a la identidad de los p ro pio s individuos o g ru ­
pos: «Para que este escenario sea plausible sicológica y políticam ente,
es preciso que todas las personas se desprend an de su apego a las cons­
trucciones actuales de sus intereses e identidades»45.
H em os identificado, pues, p o r u na p arte, los problem as p lanteados
p o r el agotam iento de lo que p od ríam os llam ar el paradigm a em ancipa-
torio tradicional, que ha sido el dom in an te con respecto a la concepción
de los cam bios socio-políticos radicales. Por o tra p arte, hem os m o stra­
do la dificultad de establecer, hasta este m o m en to, un proyecto em an-
cipatorio plausible y d otad o de la u nidad necesaria p ara su realización.
H aberm as había afirm ado que el caudal de las energías utópicas parecía
h aber llegado a su fin: así «el horizo nte del futuro ha cam biado fu n d a­
m entalm ente». La p reg u n ta que él m ism o se form ulaba, en el tex to que
hem os citado, consistía en saber si sería posible establecer alguna co n ti­
n uidad entre la trad ició n y la innovación. La tesis que parecía asum ir en
ú ltim a instancia era la de la ausencia de «la capacidad de form ular p o ­
sibilidades futuras de alcanzar u na vida colectiva m ejor y m ás segura».
D esde u na p o stu ra m ás sociológica que filosófica, M anuel Castells
presen ta u na de las concepciones teóricas m ás p enetrantes y sistem áti­

44. N. Fraser, op. cit., p. 23.


45. Ibid., p. 52.
cas en to rn o a los procesos de globalización. En el co ntex to de crisis e
indeterm in ació n políticas que hem os venido expo nien do , ha realizado
un trabajo de com prensión del presente que resp on de a un nuevo tipo
de reflexión m ás idóneo en o rd en a superar los lím ites del paradigm a
anterior, «el industrialism o». El pensam iento y el debate políticos, a
p artir de la M od ernid ad , ya no pued en retro ced er a fuentes de nor-
m atividad y de sentido an teriores o distintas al cam po de reflexividad
que alum bró la Ilustración. N i la tradición, en cuanto lo ya dado, ni el
recurso a n inguna instancia h eteró n o m a con respecto a las capacidades
de la razón pued en d ictar los cam bios que depend en de n oso tros com o
agentes históricos. La idea de progreso, de cam bio y de innovación, fue
el criterio epistem ológico de distinción que «los m odernos» establecie­
ro n con respecto a la concepción de la h isto ria que habían m antenido
«los antiguos». D e este m odo, cuando hablam os en n uestro tiem p o de
un nuevo im aginario, entendem os que la ru p tu ra im plica que el p resen ­
te se hace cargo, recoge y rep lan tea los problem as que el pasado nos ha
legado sin p o d er superarlos. Los ideales de la Ilustración, en su form ula­
ción abstracta, siguen o rien tan d o las realizaciones concretas, históricas.
Pues bien, desde la asunción de tales ideales y desde la consideración
de su p ro p io pensam iento com o perteneciente a la tradición socialista,
n uestro au to r p lantea la superación del pasado a p artir de una intelec­
ción nueva de n uestro presente. A dem ás de tod as sus obras anteriores,
sin las cuales n o se explicarían los trabajos a los que m e voy a referir,
Castells sintetiza u na gran p arte de su investigación en el «Epílogo» a
la o bra de H im an en 46. Castells sitúa los problem as de la evolución y
del cam bio social d en tro de lo que deno m in a «el inform acionalism o»,
que rep resen ta p ara n uestro sociólogo un nuevo paradigm a tecnológi­
co . Este p aradigm a «se basa en el aum ento de la capacidad h um ana de
p rocesam iento de la inform ación en to rn o a las revoluciones parejas en
m icroelectrónica e ingeniería genética»47. D efinido el nuevo paradigm a
tecnológico p o r tres características, a las cuales n o p u ed o ya dedicar la
atención que m erecerían, m e interesa destacar únicam ente que este n u e­
vo paradigm a afecta tan to a la realidad y a la definición de las relaciones
sociales com o a la p ro p ia concepción ontológica del sujeto, así com o a
las nociones del espacio y del tiem po. M ediante la caracterización de la
«sociedad red», co rresp on dien te a este nuevo p aradigm a tecnológico,
da cuen ta de las disposiciones organizativas de los seres hum anos que
resp on den al m odelo interactivo de «nodos interconectados», pues la
sociedad red carece de centros. E sta nueva sociedad «es sim plem ente
u na nueva y específica estru ctura social» cuyos efectos de carácter p olí­
tico, de pro du cció n y de felicidad «dependen del co ntex to y del p ro ce­

46. P. Himanen, La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, Destino,


Barcelona, 2004.
47. M. Castells, «Informacionalismo y la sociedad red», en P. Himanen, op. cit., p. 173.
so», de la p rogram ación que efectúen los actores y las instituciones. N o
vam os a d ar cuenta aquí de las im plicaciones y las secuencias del p a ra ­
digm a que instituye el inform acionalism o. Pero no podem os dejar de
reco rd ar la tesis de V ernant, de acuerdo con la cual la diferenciada d eri­
va tecnológica y la distinta organización de la agricultura de los griegos
con respecto a C hina conform ó u no de los elem entos que posibilitaron
el salto a la institución del pensam iento racional y, con él, la em ergencia
de la nueva concepción filosófico-política que supuso la polis48.
El proceso que ha posibilitado el cam bio tecnológico tal com o lo
reconstruye Castells es fruto de varios m ovim ientos m uy dispares que
van desde los intereses originados a p ro p ó sito de la G u erra F ría a la
experiencia libertaria que abrió el M ayo del 68. U na de las expresio­
nes m ás im p ortan tes del cam bio tecnológico lo constituye Intern et, el
m edio en que se com unican am plios grupos sociales, que constituye un
código de com unicación específico que debem os co m p rend er si q ue­
rem os cam biar n uestra realidad. Intern et, desde o tro ángulo, viene a
«corresponder a un sistem a de valores y creencias que configuran el
co m p ortam iento y que está arraigado en las condiciones m ateriales del
trabajo y el sustento en nuestras sociedades»49. N o son ajenos a la m a­
nera com o se ha co nform ado In tern et los diversos colectivos que lo
hicieron posible en su form a actual de libertad de com unicación y de
estru ctura descentralizada. Es m ás, la in tercon exió n entre m ovim ientos
sociales que buscan la tran sform ación de valores y estructuras sociales
y el uso de In tern et com o m edio de organización ap rop iado da pie a
Castells p ara enfatizar que «Internet no es sim plem ente u na tecnología:
es un m edio de com unicación (com o lo eran las tabernas) y constituye
la infraestructu ra m aterial de u na form a organizativa concreta: la red
(com o antes lo fue la fábrica)»50. D e este m o do , de m edio tecnológico,
inseparable no ya de los grupos que lo han co nvertido en p arte de su
cultura m aterial sino de los grupos que determ inaron su form a a ctual,
In tern et pasa a im plicar to d a u na concepción, en la form a organizativa
de red , que p retend e abarcar desde la pro du cció n a las instituciones
políticas, así com o resp o n d er al proceso de «individualización» que co­
rresp on de a u na de las transform aciones de nuestra concepción de las
relaciones personales.
¿Estarem os, pues, ante u na de las form as tecnológico-culturales que
nos están obligando a rem od elar nuestras estructuras de pensam iento y,
con ello, abriendo u na vía del nuevo im aginario político?

48. J.-P. Vernant, Mito y sociedad en la Grecia antigua, Siglo XXI, Madrid-Barcelona,
1982, pp. 76 ss. Cf. también su obra Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona,
1983, cap. IV.
49. M. Castells, La galaxia Internet. Reflexiones sobre Internet, empresa y sociedad, Plaza
& Janés, Barcelona, 2001, p. 149.
50. Ibid., p. 161.
F E M IN IS M O Y D EM O CRA CIA :
E N T R E EL PR EJU IC IO Y LA R A Z Ó N

1. Sentido y ubicación filosófico-políticos del fem inism o


C o rren tiem pos de «finales» en m uchos órdenes: filosóficos, políticos,
culturales, e incluso de final de la p ro p ia historia, h ip otecada en lo que
se considera su ú ltim o p aradigm a político-cultural: el liberalism o. Sin
em bargo, la teo ría crítica fem inista no parece haberse co ntam inado es­
pecialm ente de dichos talantes letales. Por el co ntrario , y en razón de
u na larga h isto ria en co ntinu a reelaboración, el fem inism o ha conse­
guido articular un nuevo proceso, especialm ente en lo concerniente al
orden de la dem ocracia. Este proceso, de p ro fu n d o calado crítico-polí­
tico, ha tenido lugar desde hace tres décadas. Se trata de un hecho tan
relevante que, m ás bien allende nuestras fron teras, el fem inism o ha sido
asum ido com o u na de las corrientes de pensam iento m ás innovadoras
y de m ayor alcance filosófico-político. Es m ás, sus virtualidades tran s­
form ad oras y su capacidad de interpelación de la realidad socio-política
de nuestros días han sido equiparadas a las de los grandes m ovim ientos,
a las de los sistem as políticos clásicos, desde el liberalism o al m arxis­
m o. Así, p o r ejem plo, Kym licka, en su Filosofía política contem poránea
(1995), intro du ce el fem inism o d en tro de las seis grandes corrientes del
p ensam iento actual cuya contrastación es obligada p ara cualquier form a
de pensam iento político que intente co nstru ir u na teo ría plausible acer­
ca de la sociedad justa, h orizo nte de la p olítica desde la M o d ernid ad .
Es difícil entender, en u na p rim era aproxim ación, el alcance del
reconocim iento actual obten id o p o r el fem inism o así com o su am plia
repercusión incluso en el ám bito de la política práctica. D esde esta p ers­
pectiva, m erecen especial atención su presencia en la organización de
los p artid os así com o sus dem andas en la determ inación del ejercicio del
p o d er político frente a la persistente asim etría en la com posición de los
órganos de gobierno, asim etría n um érica entre hom bres y m ujeres no
d eterm inada precisam ente p o r la aleatoriedad de los procesos de selec­
ción. C iertam ente la reestru ctu ración herm en éu tica del pensam iento de
la política y la consiguiente redefinición de la condición, la distribución
y la n orm ativ idad de lo político p o r p arte del fem inism o im plican cam ­
bios, perspectivas y actitudes que no afectan sólo a las m ujeres sino que
p o n en en cuestión, entre otras cosas, la «distribución» de los espacios
de p o d er en los que se «obliga» a ubicarse a los individuos, los grupos o
las clases. N o se com p rend ería bien, p o r o tra p arte, las dim ensiones del
p lanteam iento filosófico desde u na perspectiva fem inista si no se advir­
tiera q ue la n aturaleza m ism a del p ro ced er del fem inism o está enraizada
en el p ro p io proyecto de la M o d ern id ad . Pues este pro yecto conlleva el
nacim iento fundacional del im aginario sim bólico p erteneciente a «una
nueva aetas» de la dem ocracia, herencia del in n o v ad o r sentido de la
cu ltu ra alum brado p o r el m u nd o griego. El fem inism o rep resen ta así,
justam ente, un m o m en to especial de la m o dernidad, la cual estatuyó la
razón com o principio universal y criterio fundante del valor y el reco ­
n ocim iento de los individuos frente al carácter estam ental y discrim ina­
to rio del A ncien Régime.
La perspectiva filosófico-política del fem inism o se incardina, pues,
en la m atriz de pensam iento que, especialm ente desde el R acionalism o
y la Ilustración, estatuye la razón com o criterio de v erdad y principio
de legitim ación política. Se aban do na así la m etafísica tradicional je-
rarq u izad o ra del ser y el carácter h eteró n o m o del poder, cuya legiti­
m ación se o to rgaba a la religión. El exam en de la estru ctura form al de
la racionalidad resp on de a las dem andas epocales de u na nueva form a
de identidad, cuyo presupuesto, com o afirm a K ant, «sólo (lo) concede
la razón a lo que puede afro n tar su exam en público y libre». La M o ­
d ernid ad será definida, precisam ente, com o «la salida del hom bre de su
m inoría de edad autoculpable. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de
tu propio entendim iento!». La radicalidad de nuestra época consiste,
pues, en pensar a los individuos com o legisladores autónom os. E sta
apelación a la razón y a la individualidad responsable no es el resultado
de nin gu na ligereza, com enta el p ro p io K ant en el prefacio a la Crítica
de la razón pura, sino que es fruto del «m aduro juicio de la época que no
quiere seguir conten tánd o se con un saber aparente y exige de la razón
[...] que [...] establezca un tribu nal que al m ism o tiem p o que asegure sus
legítim as aspiraciones, rechace tod as las infundadas». Se trata, pues, de
u na época nueva que se abre con el proceso histórico m arcado p o r la
autoconciencia de la au ton om ía de los individuos en cuanto referentes
políticos y epistém icos con los cuales h a de contrastarse to d o lo que
se p ued a en tend er com o conocim iento verdad ero . Los individuos se
reconocen, asim ism o, com o legisladores de sus estructuras y form as de
vida socio-políticas, las cuales han de hacer posible la au ton om ía radical
de cada p erson a hum ana. D esde esta perspectiva, el «atreverse a pensar
p o r u no m ism o» niega de suyo to d o in ten to de racionalización absoluta.
El carácter absoluto de u na racionalización tal equivaldría a totalizar la
h istoria en u na suerte de «religiosa» reconciliación final al tiem po que
p erm itiría «dictar» de m o do totalitario las opciones de pensam iento y
de vida de los individuos.
C om o cara co m plem entaria de la revolución p olítica en m archa,
estaría la necesidad de en tend er la actividad individual com o la insusti­
tuible posición del h erm en eu ta particular, incluso en la «negación» ejer­
cida p o r un sujeto concreto co n tra la racionalidad p ro pu esta. Es esto lo
que, m ás allá del p ro p io K ant, nos p erm itiría suscribir su afirm ación en
el prefacio citado:
Y nuestra época es la propia de la crítica, a la cual todo ha de someterse.
En vano pretendan escapar de ella la religión por santa y la legislación
por majestuosa, que excitarán entonces motivadas sospechas y no po­
drán exigir el sincero respeto que sólo concede la razón a lo que puede
afrontar su examen público y libre.
D e este m odo, la reconstrucción del conocim iento que reco rre las
obras de los filósofos no debe interp retarse com o «un sistem a de la
ciencia» sino m ás bien com o el in ten to m ism o de la razón de trascen ­
derse p ara la construcción de su dim ensión «práctica». D eberá atenerse
p ara ello a las conform aciones norm ativas de los diversos órdenes en
los que las dem andas socio-políticas, las interpelaciones valorativas de
los diversos ám bitos de realidad, así com o el significado contenido en
la idea de «la dignidad hum ana», que se abren con la M od ernid ad , han
de plasm arse.
El fem inism o, en su dim ensión m ás em ancipatoria, asum ió e hizo
p ropia, de la form a m ás radical, la p ro p u esta de la m o dernidad, yendo
a la raíz de la m ism a: la dem an da de la igualdad valorativa y la equi-
p oten cia de los individuos. Igualdad en la diferencia, p o r o tro lado,
p uesto que las determ inaciones em píricas o peculiares de individuos o
grupos, tales com o el sexo, la raza o la lengua, n o son p ertin en tes com o
criterios que haya de ten er en cuen ta la razón, en cuanto capacidad de
abstracción universalizadora, en orden a d eterm inar la idea y estable­
cer el reconocim iento de la igualdad. Pues bien, en las prem isas de la
adscripción de la racionalidad universal a la com petencia h erm en éu ti­
ca de los individuos se en cu entra incoativam ente el nom inalism o1. El
nom inalism o, com o concesión a los individuos de realce ontológico,
afecta progresivam ente a nuestra sociedad: desde la reestructuración
de las form as de fam ilias a la idea de u na ciudadanía, m ás allá de la
n acionalidad o la lengua, desde la asunción de las diferentes form as de
sexualidad a las redefiniciones de la id en tid ad de acuerdo con procesos

1. El nominalismo no ha sido entendido ni adecuadamente analizado por el post-moder-


nismo.
constructivistas, que se están im p on iend o a p artir de las opciones más
particulares [...] D esde esta perspectiva, el fem inism o ha hecho valer la
necesaria discusión «política», y no m eram ente social, de la diferencia,
sin que dicha defensa crítica de la diferencia im plique p o r ello ni la
hipótesis ni la necesidad de u na supuesta esencia ya definida de la cual
h ubieran de p articip ar los individuos o los g rupos. E sta identidad, com o
en el caso de los colonizados liberados, no supone la m era negación
del o tro ni, reactivam ente, la vuelta a u na supuesta form a de vida p re­
existente, p erdid a, que h abría que recuperar. Así se debería en tend er
la defensa de la igualdad y la vindicación de la ciudadanía que, desde
el inicio del nuevo o rd en dem ocrático dibujado, fueron los centros de
interés político p lanteados p o r el fem inism o ya desde finales del siglo
xvii. U na de sus form ulaciones m ás em blem áticas se p uede leer en el es­
crito sobre «Los derechos de la m ujer y de la ciudadana» que O lym pe de
G ouges publicara en F rancia, en p lena efervescencia revolucionaria. El
escrito se abre con la p regu nta «H om bre, ¿quién te ha dado el soberano
p o d er de o prim ir a m i sexo?»:
Sólo el hombre se fabricó la chapuza de un principio de esta excepción
[...] quiere mandar como un déspota sobre un sexo que recibió todas las
facultades intelectuales y pretende gozar de la revolución y reclamar sus
derechos a la igualdad, para decirlo de una vez por todas2.
Las «quejas» y las «denuncias», m ás propias de épocas anteriores,
m edievales, aunque persistan en el tiem po, se refieren a la h o n ra y el
d ecoro que invisten a la m ujer com o esposa y m adre. Tales actitudes
dejaron paso a los tiem pos de «la vindicación», de las luchas p o r la
igualdad. D e un m o do ah o ra ya m ás preciso, la igualdad preconizada
p o r el fem inism o no equivale a la «reproducción» ni a la im itación de un
m odelo supuestam ente valioso, en este caso el del hom b re o ser m ascu­
lino. La igualdad, com o señala Santa C ruz, no h a de ser en tend ida com o
identidad, u niform id ad u hom ogeneización. Los iguales, no los id én ti­
cos, son aquellos que, p o r un lado, m antienen entre sí u na sem ejanza
recíproca establecida a nivel horizontal: pertenecen , pues, a un m ism o
nivel. Por o tro lado, son iguales sólo «respecto de esa característica o
características idénticas com partidas»3.
Santa C ruz resum e las cuatro características que lleva consigo la
idea de igualdad: la a uton om ía , com o posibilidad de elección y deci­
sión ind ependientes; la autoridad en cuanto ejercicio real de p o d er; la
equifonía, que equivale al uso libre de la palabra y su tom a en considera­
ción en los procesos argum entativos que hacen plausible u na decisión;

2. Cito por la excelente antología editada por Alicia H. Puleo, La Ilustración olvidada,
Anthropos, Barcelona, 1993, pp. 154-155.
3. I. Santa Cruz, «Sobre el concepto de igualdad: algunas observaciones»: Isegoría 6
(1992), p. 146.
equivalencia o, lo que es lo m ism o, ser reconocido y p o d er actuar com o
quien posee un valor en posición de sim etría con respecto a los dem ás.
D esde esta perspectiva, no se trata ya sólo de que el fem inism o form e
parte de la revolución dem ocrática m o derna. Pues si las dem andas que
plantea no se llevan a cabo — especialm ente las referidas a la igualdad
en la diferencia— , sería la p ro p ia dem ocracia la que m o straría lím ites
insuperables de sus principios, u na insuficiente plausibilidad teórico-
práctica. H asta el m om en to, las críticas fem inistas parecen p o n er en
evidencia que las persistentes relaciones asim étricas instaladas en n ues­
tras sociedades no son fruto de sim ples contingencias ni de m altrato s re ­
m ediables con u na m ayor extensión de la dem ocracia. P or el contrario,
com o argum enta Susan M endus, la teoría dem ocrática, p o r principio,
se ha co m p rom etid o con ideales y form as de relación con el p o d er p o ­
lítico que son incapaces de p o n er rem edio a los m ales denunciados. La
dem ocracia, escribe n uestra autora, «encarna ideales garantizadores de
que jam ás las cum plirá (las prom esas de igualdad) a m enos que se em ­
p ren d a un am plio exam en crítico de sus p ro pio s supuestos filosóficos»4.
Así pues, en u na de sus dim ensiones básicas las dem andas fem inistas
rep resen tan «las pruebas de fe» de la dem ocracia tal com o se ha confi­
gurado en la m o dernidad. Éste es el sentido político y la razón teórica
que d eterm inan la ubicación filosófico-política del fem inism o en el p ro ­
ceso de reescritu ra de la M od ernid ad . F rente a otras derivas actuales,
la perspectiva del fem inism o, en cuanto dem an da de «ilustración de la
Ilustración», fun dam en ta la construcción de program as em ancipatorios
que avalen la plu ralidad de form as de vida elegidas p o r los individuos.
Se constituye, de este m odo, en u na co rriente esencial p ara reco m p on er
el sentido de la «universalidad» en la diferencia y, p o r tan to , de la soli­
daridad, m ás allá del etnos o la naturaleza.

2. D e la supresión de las huellas en la historia a la exclusión


política de las mujeres
En el inicio de este trabajo aludíam os a la so rpren dente extensión y
fuerza del fem inism o en los últim os años. Es, pues, difícil de en tend er
cóm o u na corriente tan am plia y p ro fun da, con u na presencia teórica
y u na práctica tan articulada a lo largo de los tres últim os siglos com o
la rep resen tada p o r el fem inism o, ha p o d id o ser ign orada de m o do tan
craso y general. H ab ría que atender, no obstante, al hecho de que el
p ro p io proceso capitalista y el m u nd o burgués que lo lideraba, en la
transform ación y en el abism o que abrieron con respecto al A ncien Régi-
m e, vinieron a paralizar to d o in ten to de traspasar el p ro p io cam bio que

4. S. Mendus, «La pérdida de la fe: feminismo y democracia», en J. Dunn (dir.), Demo­


cracia, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 223.
ellos habían propiciado. E ncon tram os aquí un callejón sin salida que
«lleva a la represión de lo descubierto», en palabras de B loch. Se p ro d u ­
ce así, de acuerdo con el m ism o autor, la hipóstasis del m u nd o «llegado
a ser» com o si fuera un m u nd o ya concluso, hipóstasis p ro p ia de una
m entalidad «idealista considerativa». Para esta m entalidad, cualquier
consideración im aginativa que traspase lo dado sólo es posible com o
«un m u nd o im aginado, en el que sólo se refleja lo efectivam ente dado».
Lo que Bloch estim aba com o la actitud filosófica de los grandes autores
de la m odernidad: la actitud considerativa, se trad ucía así en el peso de
lo ya sido, de lo ya realizado o acontecido. C om o sucede en la dialéctica
h istórica de H egel, «lo ya sido subyuga a lo que está en tran ce de ser, la
acum ulación de lo que ha llegado a ser cierra el paso totalm ente a las
categorías de futuro, de frente, de n o v u m »5. En consecuencia, el m u nd o
en treab ierto en la M o d ern id ad com o posibilidad histórica se presenta,
al m ism o tiem po, com o invariable en la «ordenación» estructural de la
realidad social, p erm an en te en la distribución de los espacios, org an i­
zados según lo exige la nueva conceptualización de la realidad política
y sus funciones. Así ocurre, p o r ejem plo, en el caso de los varones, que
son reconocidos com o sujetos agentes del ám bito social, en la variedad
de sus form as de interrelación, de acuerdo con la hipótesis racional de
un «contrato social». Los varones adquieren así el reconocim iento de su
hum anid ad en u na sociedad libre, sociedad de m ercado que se articula
en to rn o a u na serie de relaciones contractuales interesadas con los de­
m ás, en térm in os de M acpherson. El p ro feso r canadiense, u no de los
histo riado res y teóricos de la dem ocracia m ás im portantes, construye
u na de las narrativas m ás transitadas p o r los estudiosos de la M o d er­
n id ad co nfo rm ad a p o r el liberalism o. Según n uestro autor, la sociedad
m o d ern a se constituyó com o u na sociedad posesiva de m ercado, cuya
cohesión de intereses egoístas se soldaba gracias a la obligación política
que, p o r su p arte, era justificada p o r la existencia del v oto p ara la elec­
ción del gobierno. C iertam ente, d uran te m ucho tiem po, ese derecho al
v oto estuvo reservado a los «propietarios». F ueron éstos quienes adm i­
n istraron el equilibrio entre las fuerzas centrífugas d eterm inadas p o r
el egoísm o de u na sociedad, de suyo beneficiosa p ara unos pocos, y la
«creencia» p o r p arte de los obreros en la obligación de m an ten er dicha
sociedad posesiva de m ercado que había pro piciado la indep end en cia y
el reconocim iento de los individuos en cuanto p ro pietario s de su p erso ­
na. A hora bien, el desarrollo de u na nueva conciencia de dignidad h u ­
m ana p o r p arte de la clase obrera, alternativa tan to respecto a la igual­
dad en la sum isión al m ercado com o a la m in oría de edad en cuanto al
derecho de ciudadanía activa, serían p ara M acpherson las causas de la
crisis surgida en la p rim era sociedad m oderna. Esta crisis, aunque ap u n ­
ta a órdenes de realidad que superan la unilateralidad de la focalización
5. E. Bloch, El principio esperanza I, Trotta, Madrid, 22007, p. 31.
en el p ro blem a de la extensión del v oto, se in ten tó salvar con el recurso
al sufragio general, m ás exactam ente, sufragio «lim itado», ya que no
abarcaba la to talid ad de la sociedad, dada la exclusión de las m ujeres. La
crisis de cohesión social fue contenida, pues, en p arte, p o r la extensión
del derecho de ciudadanía a instancias de las luchas y las exigencias de
la clase o b rera industrial. M ás tard e, hasta las prim eras décadas del si­
glo pasado, la necesaria rearticulación social tuvo un nuevo m edio para
tap o n ar los centros hem orrágicos de u na crisis sin cerrar: las guerras.
Pues «en n uestro p ro p io siglo la guerra, a veces, h a p ro p o rcio n ad o un
sucedáneo tem p oral p ara la cohesión antigua»6. D e este m o do , si los
obreros co nquistaron el reconocim iento de su individualidad d en tro de
las reglas de m ercado, en función del co n trato social firm ado con los
p ro pietario s, ello se debió a que estos obreros, convertidos ah o ra en
guerreros, en soldados defensores de la p atria, v inieron a ad qu irir un
nuevo estatus de ciudadanía m ás activa y de m ayor com prom iso con esa
en tidad generada que fue la nación, recam bio de la d eterio rad a unidad
lim itada a y p o r el m ercado.
A hora bien, si la «sociedad de m ercado», esa m ix tura entre capita­
lism o y liberalism o, no parece com padecerse con la libertad y la igual­
dad de los seres hum anos, el estado de guerra, paliativo tem p oral de
la crisis p o r su función inclusiva de «nuevos ciudadanos» (en cuanto
g uerrero s) y p o r su virtu alidad p ara servir de am algam a de u na socie­
dad atom izada, no puede extenderse ni m antenerse indefinidam ente. Es
m ás, dado el progreso y el cam bio tecnológicos, con la nueva capacidad
de destrucción m asiva del p laneta, hem os desem bocado en «una nueva
igualdad de inseguridad entre tod os los individuos; y no sim plem ente
d entro de la nación sino en to d o el m undo»7.
M acp herson , en cuanto defensor crítico del liberalism o, ha de
afro n tar así su p ro p ia paradoja: la de seguir apostando p o r los p rin ci­
pios del liberalism o a la vez que reconoce la crisis de legitim ación del
m ism o y la situación de «inseguridad m undial» a la que se ve avocada la
sociedad m o d ern a8. E sta «igualdad en la inseguridad», frente a la p rim e­
ra p ro p u esta de igualdad en la hum anid ad, generada p o r el liberalism o,
sitúa a n uestro au to r ante una aparente contradicción. Se tra ta de una
p arado ja teórica referida a la dem ocracia y de u na contradicción p o lí­
tica que guardan u na estrecha relación con la h erm en éu tica utilizada
p o r él p ara el estudio de los procesos históricos a través de los cuales
se constituyeron los conceptos que alum braron el nuevo sentido de la

6. C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Trotta, Madrid,


2005, p. 267.
7. Ibid., p. 268.
8. Para una valoración crítica de algunas de las paradojas a las que conduce la teoría de­
mocrática de nuestro autor puede verse mi trabajo «C. B. Macpherson: de la teoría política del
individualismo posesivo a la democracia participativa», en J. M. García y F. Quesada, Teorías de
la democracia, Anthropos, Barcelona, 21991, pp. 267-310.
política. Pues bien, creem os que n uestra línea de análisis de la h erm e­
n éutica utilizada no sólo p o r M acpherson, sino p o r u na gran p arte de
los liberales actuales p ara in terp retar a los clásicos y p ara asum ir los
orígenes socio-culturales del liberalism o, cobra u na especial relevancia
a la h o ra de determ inar la estru ctura p ro fu n d a sobre la que se asienta
la dem ocracia actual, el m odo de h ablar y de en tend er el sentido de
la política. Es justam ente la «narrativa» co nstru ida p o r estos teóricos,
referente al significado y a la interp retació n de la genealogía de la de­
m ocracia actual, la que obliga a plantearse el lugar de las m ujeres en
este tipo de dem ocracia. Y ello p o rq u e, si nos tom am os en serio la tesis
de Susan M endus, la dem ocracia establecida desde la fundam entación
conceptual a que hem os hecho referencia conllevaría, en base a sus p ro ­
pios principios, la im posibilidad de integ rar en pie de igualdad a más
de la m itad de la población, co ncretam ente al colectivo de las m ujeres.
A su vez, la teo ría de la dem ocracia, tal com o la conocem os, habría
de ser rechazada al en trar en contradicción con sus pro pio s principios.
Pues no h abría hecho un uso correcto ni p ertin en te de la idea de u n i­
versalidad en la igualdad a la que obligaba el lugar central, tan to en el
sentido epistem ológico com o práctico, en que situó a la razón frente al
absolutism o y la arb itrariedad de los fundam entos del p o d er político en
el A ntiguo R égim en. En efecto: en el im aginario social construido en la
M o d ern id ad , articulado especialm ente en to rn o a la idea de co ntrato , la
razón tiene un puesto central que debe norm ativizar el uso de la m ism a.
Así, el uso coherente de la abstracción que estaba en la base de la idea de
co ntrato : la libertad, la relación igualitaria conllevaba el rechazo de los
elem entos «no pertinentes» a efectos del reconocim iento de la ciudada­
nía, com o lo serían, en el caso que nos ocupa, los datos absolutam ente
aleatorios relativos al sexo-género. Pues la igualdad, la idea m ás p ro p ia
y definitoria de la política, se refiere, y determ ina, a los iguales, valga la
redundancia, en función de las características an teriorm ente citadas: la
autonom ía, la au toridad, la equifonía y la equivalencia.
La filosofía política, así com o la sociología h istórica de los concep­
tos políticos adquieren aquí u na dim ensión especial, en la m edida en
que el sentido de la política y, con ella, la estru ctura y el significado de
la dem ocracia se juegan en esa dem an da de una ilustración de la Ilus­
tració n que asum a a la m itad de los sujetos hum anos. D e este m odo,
la «narración» de la M o d ern id ad que han constru ido u na gran p arte
de los teóricos de la dem ocracia, y que está aún vigente, h abría de ser
in terru m p id a y reelab o rada en función de este hecho central: la «invi-
sibilización» de las m ujeres com o agentes políticos. N u estro interés al
respecto, en este m om ento, se cen tra en la tradición de pensam iento
que ha configurado constitucionalm ente nuestras dem ocracias actuales,
las cuales son el referente crítico de las teóricas fem inistas al hablar de
la p érdid a de «fe en la dem ocracia». C o ncretam en te, vam os a destacar
las construcciones epistem ológicas y prácticas que, a través de la for­
m ulación del co n trato social elab orada p o r Locke, han d eterm inado las
bases legitim atorias de la dem ocracia establecida así com o su form ula­
ción institucional. Lo hacem os así en la m edida en que en tendem os que
el origen m arca las señas de identidad de los que son v erdaderam ente
sujetos políticos y configura la red conceptual que perm ite escribir la
historia, un tipo concreto de historia. Esta red conceptual, en definitiva,
es lo que posibilita «ver» la realidad, las personas o las cosas que son
relevantes tan to en el o rd en de los significados com o en los aspectos
norm ativos. A quello que no se som ete o no cabe en esta retícula co n ­
ceptual, co nstru ida a p artir de las exigencias teóricas que h abrían de
legitim ar la organización socio-política derivada del «originario» co n ­
trato social, no cobra relevancia a efectos de ser ten id o en cuenta y, p or
ello m ism o, puede «no aparecer» histórica y socialm ente, aunque posea
existencia real9. D esde este enfoque, ¿qué ha sucedido con las m ujeres
en el proceso político constitutivo de la M o d ern id ad ? ¿D ónde se sitúan
históricam ente las m ujeres en esta narrativa? ¿Cuál ha sido su a p o rta ­
ción a los problem as de las crisis sociales de legitim ación? ¿Cuál es su
p uesto en el nuevo o rd en socio-político advenido? ¿Por qué, a la postre,
han sido excluidas com o teóricas y agentes prácticos en la configuración
de la ciudadanía y la dem ocracia m odernas?
Las respuestas a las cuestiones an teriores pued en encontrarse en el
p ro p io M acpherson. La elección de este au to r com o guía en nuestro
trabajo se debe a que reú ne la doble condición de ser un historiador del
pensam iento político y un teórico de la dem ocracia. Es m ás: su to m a de
p artid o p o r el liberalism o así com o su pretensió n de «com pletarlo» con
u na concepción de la dem ocracia directa, p articipativa y u na reducción
drástica de la desigualdad social y económ ica actual invitan a ver en él
u no de los m ejores exponentes del universalism o ético-político. En esta
m ism a línea, p o d ría considerarse que incluye y tod av ía va m ás allá de
tod os los inten tos «éticos» realizados p o r los autores liberales de n ues­
tros días.

3. R apto de la m em oria y desaparición histórica de las mujeres


En p rim er lugar, debem os aten der d irectam ente a la tem atización his­
tórica de que se h a hecho objeto a esa m itad de la población, que ha
perdid o la fe en u na dem ocracia cuyos principios se han m o strad o hasta

9. He de dejar constancia de la clara influencia por parte de la sociología histórica de la


formación de los conceptos sobre mis últimas líneas y en el tipo de análisis estructural al que
apunto. De modo especial, deseo hacer mención a mi interés por los trabajos de Margaret R.
Somers. Sin embargo, al no estar realizando una aplicación «canónica» de los métodos seguidos
por tal sociología sino un uso libre de algunos de sus elementos, he obviado la referencia a
afiliaciones, puesto que podrían inducir a error.
ah o ra incapaces de asum ir políticam ente la igualdad en la diferencia
que conlleva el ser m ujer frente al varón.
C om o lo escribíam os en el capítulo quinto , la supresión de las h u e­
llas de las m ujeres en la conform ación de la sociedad política m o d ern a
hasta nuestros días p lantea un interesante p ro blem a teórico relativo a la
acción, p o r lo dem ás constante a lo largo de la historia, p o r la cual los
que p reten d en o d etentan el p o d er se ap od eran de la m em oria colecti­
va p rivatizándola en favor de sus intereses. Es com ún, p o r o tra p arte,
que los deseos de legitim ación de estos grupos frente a o tro s lleven a
los interesados en dicha operación a la creación de genealogías espe­
cíficas p ara justificar su dom inio10. La confiscación de la m em oria de
un gru po o grupos sociales a favor de u na élite, m ediante genealogías
m anipuladas, fue lo que m otivó que R anger p ro pu siera, en el caso de
Á frica, «desarrollar investigaciones sobre la m em oria del ‘h om bre co­
m ú n ’ [...] (sobre) to d o aquel vasto com plejo de conocim ientos no ofi­
ciales, no institucionalizados [...], contrap on iénd ose a un conocim iento
privado y m onopo lizad o p o r grupos precisos en defensa de intereses
constituidos»11. Le Goff, quien m e ha servido de fuente de los escritos
de R anger, se hace eco, igualm ente, de los estudios de M ansuelli según
los cuales la desaparición de la nación etrusca estaría ligada al hecho de
que su aristocracia había convertido en p atrim on io p ro p io y singular
la m em oria y las historias nacionales. D e este m o do , cuando la nación
etrusca «cesó de existir com o nación au tón om a, los etruscos p erdiero n,
parece, la consciencia de su pasado, esto es, de sí m ism os»12.
En paralelo con la situación de los etruscos, el pro blem a de las m u ­
jeres, si atendem os a histo riado res y teóricos de la dem ocracia, rad ica­
ría justam ente en su im posibilidad de identificarse com o gru po , puesto
que han sido privadas de la m em oria que h abrían tejido a lo largo de
las últim as centurias. N o deja de ser sintom ático que, en la p rim era de
sus obras citadas, M acpherson no aluda a la existencia de las m ujeres
ni siquiera en form a crítico-negativa. D e este m odo, la «narrativa» de
la m o dernidad a la que nos hem os referido se escribe y se construye
com o u na h isto ria sin m ujeres. M ás precisam ente en el caso del au tor
canadiense, el silencio absoluto sobre la existencia de las m ujeres en su
o bra m ás histórica da paso a u na consideración de las m ism as com o no
p ertenecientes a la sociedad de u na única clase, de acuerdo con su tesis,
que cobra relevancia entre el xvii y el x ix , los asalariados. En su trabajo
titulad o La dem ocracia liberal y su época, adem ás de los v erdaderos
actores del m o m en to constituyente, esto es, los p ro pietario s, cobra re­
levancia histórica únicam ente la clase de los asalariados libres varones.
Las m ujeres son citadas ah o ra com o un g ru po que «no form aba una

10. Cf. G. Balandier, Antropología política, Península, Barcelona, 1976.


11. Citado por J. Le Goff, El orden de la memoria, Paidós, Barcelona, 1991, p. 183.
12. Ibid., p. 182.
clase conform e a ese criterio (la relación salarial, u na relación estricta
de m ercado). C laro que estaban explotadas p o r la sociedad d om inada
p o r los hom bres [...] sin m ás com pensación que la subsistencia. Pero
se las obligaba a ello m ediante unas disposiciones jurídicas m ás p a re ­
cidas a u na relación feudal (o incluso esclavista) que a u na relación de
m ercado»13.
La form a de aparición de las m ujeres en el relato de la m o d e rn i­
dad p o d ría explicar u no de los aspectos m ás significativos de esa fal­
ta de fe en la dem ocracia actual p o r p arte de las teóricas fem inistas.
E fectivam ente, en los principios históricos originarios que han regido
la dem ocracia m o d ern a no tienen cabida las m ujeres sino que son ex ­
plícitam ente excluidas com o g ru po no perteneciente p ro piam en te a la
sociedad. M enos aún son tenidas en cuenta en los principios que rigen
las instituciones gubernam entales. El colectivo de las m ujeres, en cuanto
a su consideración social, perm anece, según M acpherson, anclado, bien
en las reglas del feudalism o ya superado o bien en las de la esclavitud.
Así pues, las m ujeres, sin dim ensiones jurídicas ni políticas de reco no ci­
m iento personal, no figuran d en tro de la red conceptual, de sentido y de
significado, que está en la base de la «narración» de la M od ernid ad . En
concordancia con esta exclusión radical, los histo riado res de la teo ría
dem ocrática pueden establecer las norm as racionalizadoras del régim en
político sin ten er que hacer m ención a ese g ru po que no tiene historia,
p uesto que le ha sido usurpada, ni trad ició n que p u ed a h acer hoy m is­
m o relevante su presencia en las instituciones. Q uizás se encuentre aquí
la clave de u na de las situaciones m ás paradójicas del presente. Si bien
hoy las m ujeres han conseguido la intro du cció n de su existencia en los
órdenes jurídicos y políticos, tod av ía en un exiguo n úm ero de naciones,
sus problem as no tienen resonancia en la vida diaria. Ello es así porqu e
las respuestas posibles que reciba este colectivo, aunque p u ed a plantear
dem andas a la sociedad y a los estam entos políticos, están cercenadas
de raíz: tan to la h isto ria reco no cid a com o la vida diaria, la trad ició n de
form as de vida, etc., ya han establecido las reglas del com portam iento
a seguir con ellas. Esta anóm ala situación rem ite a u no de los estratos
m ás p ro fun do s de la dem ocracia: la desigualdad sexual está inserta en la
p ro p ia gram ática p ro fu n d a del pensam iento de los teóricos m odernos.
El rap to de la m em oria com ún no puede, pues, trascenderse ni su­
perarse con la respuesta m ás co rriente dada p o r m uchos de los liberales
actuales. Estos liberales aplauden y apoyan las posiciones de antidiscri­
m inación que fom entan el desarrollo personal y llevan al éxito indivi­
dual. Los problem as de identidad y reconstrucción de la au ton om ía de
los m iem bros de un grupo, sin em bargo, no pued en ser in terp retad o s ni
resueltos con «tratarlos sim plem ente com o personas» (Anne Phillips).
Por ello m ism o, n o puede plantearse el p ro blem a de la incorp oració n
13. Ibid., p. 31.
de las m ujeres, m ás allá de su represen tació n política, com o si se tratara
«de m altrato previo, que juzgaba y desechaba a las personas p orqu e se
habían desviado de alguna form a prejuiciada [...] El canon liberal insis­
te en que las diferencias entre n oso tros no deberían im portar, p ero en
sociedades conducidas p o r intereses de grupo, es deshonesto p reten d er
que som os lo m ism o [...] La política se ha de reconceptualizar sin los
prejuicios de género, y la dem ocracia debe repensarse con am bos sexos
incluidos en ella. Los viejos conceptos se han de reconfigurar»14.
La necesidad de reescribir la h isto ria y reconceptualizar el cam po de
la p olítica g uarda u na estrecha relación, a su vez, con la co ntinu ad a aso­
ciación que establecen los teóricos de la dem ocracia entre el gru po de
las m ujeres y el de los esclavos negros. Los grandes excluidos de la d em o­
cracia han p rotagonizado una dram ática historia de relaciones y desen­
cuentros entre ellos en su lucha p o r el reconocim iento de la ciudadanía.
C om o es sabido, las m ujeres p articip aro n en la lucha de los grupos an ­
tiesclavistas de las prim eras décadas del siglo xix. A hora bien, el paso de
ese apoyo a favor de la abolición de la esclavitud, especialm ente en los
E stados U nidos, al cam po de las actividades y presiones en el C ongreso
m arcó ya el lím ite de acción de las m ujeres. Es m ás, cuando tuvo lugar
la C onvención antiesclavista de 1840, en L ondres, las rep resen tantes de
los m ovim ientos fem inistas fueron excluidas. Estos m ovim ientos estu­
vieron, igualm ente, en la base de la defensa de la U nión, en la g uerra ci­
vil, apoyando el reconocim iento de los derechos de los negros esclavos.
Sin em bargo, la p ropuesta, p o r p arte de las m ujeres, de u na petición
conjunta con los esclavos liberados del derecho al voto no fue ten id a
en cuenta p o r el m ovim iento antiesclavista. Por el co ntrario , tan to este
últim o com o el P artido R epublicano, que había asum ido la m isión de
realizar las enm iendas necesarias p ara obten er el derecho al v oto a favor
de los esclavos varones liberados, se negaron a aten der las peticiones
de las fem inistas, pese al com prom iso y a la lucha de estas últim as en
apoyo de las leyes antiesclavistas. U na vez m ás, la unión entre las m uje­
res y los esclavos se saldaba trau m áticam ente, y a favor de los últim os.
E sta experiencia d olorosa se repite en los años sesenta en la nueva
lucha p o r los derechos civiles15. En uno de los estudios m ás p enetrantes
sobre la dram ática relación entre raza y sexo, especialm ente en los Es­
tad os U nidos, su autora, S hulam ith Firestone, hace p receder su trabajo
de un p árrafo de la carta de A ngelina G rim ké: «Es posible liberar a los
esclavos y dejar a la m ujer en el estado en que se en cu en tra; lo que no es
posible es liberar a las m ujeres y dejar a los esclavos en su estado»16.
14. A. Phillips, Género y teoría democrática, PUEG/IISUN.AM, México, 1996, pp. 147,
149 y 14.
15. Cf. A. Miyares, «Sufragismo», en C. Amorós y A. de Miguel (coords.), Teoría feminista
I. De la Ilustración a la globalización, Minerva, Madrid, 2006. Asimismo: S. Firestone, La dialé­
ctica del sexo, Kairós, Barcelona, 1976, especialmente el capítulo 2: «El feminismo americano».
16. S. Firestone, La dialéctica del sexo, Kairós, Barcelona, p. 133.
El afro ntam iento de estos problem as en la dem ocracia no puede
saldarse con supuestos im perativos dem ocráticos generales de inclu­
sión, com o lo hace D ahl: «El dem os debe incluir a tod os los m iem bros
adultos de la asociación»17. El p ro feso r em érito de Yale se hace cargo,
ciertam ente, de u na de las consecuencias de la exclusión de los negros y
las m ujeres: quedan letalm ente debilitados en lo tocante a la defensa de
sus intereses; «y es poco probable que un dem os excluyente p ro teja los
intereses de aquellos a quienes ha excluido [... ] Tal vez la p ru eb a m ás
convincente sea la exclusión de los negros sureños de la vida política
en los E stados U nidos hasta fines de la década de 1960»18. Sin em bar­
go, en la p ro p ia reflexión de n uestro au to r se dejan sentir los lím ites
intern os de este im perativo de la inclusión, sin que él lo advierta. Pues
las m ujeres, efectivam ente, serán adm itidas com o «mujeres», es decir,
com o un colectivo que no tiene m ás herencia cultural reco no cid a que
la del som etim iento al varón y su función rep ro d u cto ra. D e esta for­
m a se obliteran los problem as de construcción de identidad m ás allá
de las funciones adscritas trad icio nalm en te; se vuelve a invisibilizar el
pro blem a de la valoración social de estos colectivos; no se atiende al
rechazo social m ostrad o en orden a reco no cer a los individuos de tales
colectivos la capacidad y la au ton om ía p ara afro n tar la construcción de
sus diferencias en igualdad de condiciones; se oculta que m uchas de las
consecuencias de la m inusvaloración se deben, igualm ente, a que tales
grupos no se han insertado y continúan ten iend o trabas p ara p artici­
par en pie de igualdad en el cam po de las relaciones económ icas; no
hay u na igualdad de o po rtu nid ades en la p ro m o ción política, etc. De
este m odo, la sim ple inclusión o la posición de antidiscrim inación no
responde a la reconceptualización de la p olítica que se hace necesaria
para superar los déficits de inclusión en el proceso constituyente de la
dem ocracia m oderna. T am poco se asum e la necesidad de som eter a an á­
lisis «el conjunto de relaciones y com prom isos estru cturado s de acuerdo
con el poder, en v irtu d de los cuales un g ru po de personas q ueda bajo
el co ntro l de o tro g rupo»19.
En relación con este p ro blem a de definición cultural y reconcep-
tualización de las relaciones económ icas y de poder, resulta v erd ad e­
ram ente significativo el in ten to p o r parte de los negros ex esclavos de
E stados U nidos, u na y o tra vez fracasado, p ara n orm alizar sus señas de
identidad. Se despliega en este in ten to to d o un abanico: p o r una parte,
las dem andas de L uther King: p o r otra, desde los énfasis en la identidad
de M alcom X a las form as de lucha de los P anteras N egras o los actos
de violencia reactivos de los años sesenta y p osterio res hasta la especial
m ix tura religioso-cultural in tro d u cid a p o r los H erm ano s M usulm anes.

17. R. A. Dahl, La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1992, p. 158.


18. Ibid., p. 158.
19. K. Millet, Política sexual, Aguilar, Madrid, 1975, p. 32.
Si tenem os en cuenta estos problem as, no es de so rp ren d er la m archa de
un m illón de h om bres negros frente al C apitolio, a finales del año 1 995.
Si tal dem ostración pública es la expresión m ás clara de la p erm anencia
de las categorías de exclusión con respecto a los que an taño sufrieron
ese estigm a social, constituye, p o r o tra p arte, to d a una m u estra de re­
acción m im ética de los explotados o colonizados. E fectivam ente, los
hom bres negros, en un afán de im itar las relaciones fam iliares de los
blancos, condenan a sus m ujeres a un papel de segundo plano, de sub­
o rdinación, sin perm itirles p articip ar en u na denuncia de la co ntinuada
actitud racista de la sociedad n o rteam erican a y de m uchos de sus líderes
políticos. La persistencia de las m arcas acuñadas en el origen de las
genealogías y su traducción en las form as narrativas socio-políticas de
identificación se m antienen en las políticas de m era inclusión.
El problem a p lantead o a la dem ocracia p o r el fem inism o no resp o n ­
de, pues, únicam ente a problem as de desigualdad, sino que afecta a la
d eterm inación política de situar, de adscribir a las m ujeres a relaciones
de d ependencia y subordinación, al tiem po que se les m arca política­
m ente un ubi fuera de la ordenación y de la organización de la vida so­
cial y política. D e ahí que, com o críticam ente destaca M ichele Le D oeuf
a p ro p ó sito de La dem ocracia en A m érica, de Tocqueville, la concesión
de los derechos de igualdad a las m ujeres produce tal quiebra en el im agi­
nario político que m uchos (hom bres) interpretan la igualdad de derechos
com o una «m ezcla», incluso una «m ezcolanza grosera» y un indebido
in ten to de convertir a las m ujeres no sólo en iguales sino, incluso, en
«parecidas» a los h om bres20. Q u eda claro, pues, que la no inclusión de
las m ujeres en el proceso político constituyente y en la organización del
gobierno no im plica sólo un p ro blem a de extensión de derechos. P ro ­
duce, adem ás, form as de identificación personal y de grupo p o r p arte
de los excluidos que afectan tan to a los problem as de valor personal y
de au ton om ía com o a su relación con las posibilidades económ icas de
desarrollo igual de o p o rtu nid ades, y, de este m o do , acaba p o r co n n o tar
im posibilidad «natural» e incapacidad «de género» p ara p articip ar p o ­
líticam ente. D esde esta perspectiva resultan altam ente significativos el
testim onio y la valoración ofrecidos p o r Tocqueville cuando p resen ta el
m odelo de vida am ericano com o el m ás ap rop iado a la «naturaleza» de

20. El texto de Tocqueville, correspondiente al tomo II, capítulo XII, dice así: «En Euro­
pa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los sexos, pretenden hacer del hombre
y de la mujer seres no sólo iguales, sino semejantes [...] les imponen los mismo deberes y les
conceden los mismos derechos; los confunden en todas las cosas, trabajos, placeres y negocios.
Es fácilmente comprensible que al esforzarse en igualar así un sexo al otro, se degrade a ambos,
ya que esa grosera confusión de las obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles
y mujeres deshonestas [... ] América es el país del mundo donde se ha puesto más atención en
señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción netamente separadas, procurando que los dos
marchen al mismo paso pero por caminos siempre distintos. Si la americana no puede traspasar
el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga a salir de él» (cito por la
edición castellana de D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid, 1980, p. 180. El subrayado es mío).
los géneros y a la especificidad de la política. En oposición al objetivo de
igualdad que persiguen los europeos y las consiguientes deform aciones
socio-políticas a que da lugar esa m ezcolanza grosera de individuos y
grupos, n uestro au to r traza la línea divisoria de la igualdad dem ocrática
a p artir de la form a de vida en los E stados U nidos:
Tampoco han imaginado nunca los americanos que la consecuencia de
los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal e
introducir la confusión de autoridades en la familia. Han pensado que
toda asociación debe tener un jefe para ser eficaz y que el jefe natural
de la asociación conyugal era el hombre [... ] creen que el objeto de la
democracia consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mis­
mo que en la gran sociedad pública, en regular y legitimar los poderes
necesarios, y no en acabar con todo poder21.
Es, ciertam ente, llam ativa la enfatización de la desigualdad entre los
géneros en función de un supuesto «orden natural». Pues im plica una
contradicción el suponer que un orden tal escapa a la v irtualidad irracio-
n alizadora de la razón m oderna, base de la nueva dem ocracia, contraria
a tod o aquello que se p retend e im p on er de form a h eteró n o m a a los
p ro pio s principios «críticos» de la razón. Pero aún es m ás significativa la
clara conciencia de que la igualdad de los géneros, en el ám bito social
y en el político, conllevaría to d o un proceso de reconceptualización
de la política y u na reorganización de las relaciones de p o d er tales que
p o n d rían en crisis la dem ocracia establecida. Pues, precisam ente, los
órdenes de ser y de estar que se articulan en to rn o a las pequeñas socie­
dades com o la fam ilia, las labores sociales y la dirección de las m ism as,
así com o las reglas del espacio público y sus agentes, form an un co nju n ­
to de espacios y actividades p erfectam ente delim itados en cuanto a sus
funciones y sus sujetos. El conjunto así constituido, considerado com o
la am algam a n atural de la vida de los hom bres, ha cobrado legitim ación
y valor gracias al tipo de articulación p olítica excluyente a que ha dado
lugar la dem ocracia liberal dom inante. N o se trata, sin em bargo, de
incoar el proceso a las dem ocracias sino de reco no cer que la prom esa
dem ocrática hasta ah o ra no ha ten id o p o r finalidad p rim ord ial ser el
espacio en el que to d o s vivirían juntos con sus diferencias, diferencias
que se desean m últiples y no planificadas p o r nadie [...] «‘Vivir juntos
con nuestras diferencias’ n o es un proyecto pensable en este sistem a, en
el que el agrupam iento se funda en la sim ilitud»22.
La falta de atención a los problem as de raza y género, colectivos ex ­
cluidos si se tiene en cuen ta los principios que inform an originalm ente
las teorías de la dem ocracia, se relacionan íntim am ente con la conside­
ración acrítica de los problem as de la identidad. D esde esta perspectiva,

21. Ibid., pp. 180-181.


22. M. Le Doeuf, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, pp. 468 y 464-465.
es difícil aceptar que las necesidades y los intereses de los sujetos estén
dados de form a inm ediata y que, p o r tan to , la dem ocracia estribe en el
derecho al v oto y en el m o do de m an ten er el o rd en existente, posición
com ún entre los teóricos liberales de la dem ocracia. Solam ente desde la
desatención a los principios históricam ente co nform ados de las d em o ­
cracias puede entenderse esa especie de autocom placencia de los teó ri­
cos que, com o Raw ls, se enfrentan a las dem andas p rovenientes de los
grupos «raciales, étnicos y de género». A la h o ra de co nstruir su teo ría
filosófico-política de u na sociedad dem ocrática justa, n uestro au to r ad­
vierte que «podría parecer que éstos son problem as de naturaleza m uy
d istinta que requiere principios de justicia distintos de los discutidos
p o r la Teoría»23. El acriticism o y el ahistoricism o de sus propuestas p u e­
den colegirse p o r el m odo com o plantea los problem as a los que hem os
hecho referencia: «C reo que es cuestión de en tend er qué viejos p rin ci­
pios requieren las circunstancias actuales y de insistir en que sean resp e­
tad os p o r las instituciones existentes»24. E sta argum entación responde
a su idea de que, u na vez adquiridos las concepciones y los principios
«correctos» p ara en frentarn os a las cuestiones básicas, «esas concepcio­
nes y esos principios deberían p o d er aplicarse am pliam ente a nuestros
p ro pio s problem as». Pasam os p o r alto aquí su concepción objetivista
de la cultura, que conduce al ahistoricism o al que hem os hecho refe­
rencia. Pero, adem ás, Raw ls presup on e que su posición m o ral le otorga
u na especie de salvoconducto que le p erm itiría prescindir del necesario
conocim iento de las estructuras sociales y de las realidades políticas im ­
plantadas. C o ncretam en te, los problem as de la desigualdad sexual en su
p rim era instancia, la fam ilia, son resueltos desde la apelación a ciertos
principios m orales, con u na afirm ación tan acrítica sociológicam ente
com o in ap ro p iad a políticam ente. N u estro au to r viene a co nfundir así
el o rd en de los derechos de los individuos con el m u nd o de los afectos
y con las opciones de convivencia con o tra persona, sea cual fuere la
institucionalización que ello p ued a conllevar. D e este m odo, escribe:
«De alguna m anera presum o que la fam ilia es justa»25. Es difícil situar
esta afirm ación en un co ntex to fam iliar com o el de E stados U nidos y,
de m o do sim ilar, con los tipos plurales de fam ilia en E uropa. ¿A qué
tipo de fam ilia se refiere? ¿Con qué clase de relaciones fam iliares se
identifica? ¿C óm o afro n ta los evidentes problem as de asim etría sexual
en los ám bitos fam iliares? Esta indefinición y la acrítica consideración
de la sociedad en la que vive n o dejan de inq uietar a M oller O kin, una
de los teóricos liberales m ás cercanos al pro feso r de H arv ard . N u estra
au to ra destaca los datos m ás conocidos de esas supuestas fam ilias justas:

23. J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996, p. 24 (cito por la traduc­
ción de T. Doménech).
24. Ibid., p. 25.
25. Ibid., p. 24.
un 5 0% de los m atrim onios acaba en divorcio; casi u na cu arta p arte de
los niños/as viven en hogares m o no parentales; hay co nform ados n ú ­
cleos fam iliares de personas de un m ism o sexo con niños a su cargo; la
fem inización de la pobreza, especialm ente en la m in oría negra, es un
dato alarm ante... ¿Q ué clase de justicia establece y p resup on e, pues, en
esta v ariedad de form as de vida? El deseo de que form as específicas de
solidaridad y am or guíen los co m p ortam ientos de los m iem bros de una
fam ilia no em pece p ara que se defiendan los derechos de justicia que co­
rresp on den a sus m iem bros en cuanto individuos. E specialm ente cuando
se conocen las situaciones de disim etría que se dan en tales uniones y las
consecuencias graves p ara algunos de sus com ponentes cuando suceden
casos de separación, divorcio, m alos tratos, incluso asesinatos, etc. Este
acriticism o sociológico h un de sus raíces en u na suplantación de la p o ­
lítica, cuya realidad práctica e institucional se difum ina, debida en gran
p arte a la falta de un adecuado conocim iento de la m ism a, y responde,
igualm ente, a la ausencia de u na valoración p ertin en te de las propias
prácticas políticas. R esulta realm ente difícil de en tend er la detallada
atención que el au to r presta, desde el p u n to de vista filosófico-político,
a los principios doctrinales de algunas de las iglesias im plantadas en los
E stados U nidos26 frente a la total insuficiencia de la m ism a respecto de
los problem as políticos, de derechos sociales y culturales de colectivos
com o el de las m ujeres o los negros. D e este m o do , cuando se conoce la
h istoria de am bos colectivos y el papel que han jugado en su país, resul­
ta hiriente al tiem po que im -p ertin en te, desde el p u n to de vista político,
su enfatización de los principios del pasado com o «correctores» de los
m altratos recibidos p o r éstos. Sin em bargo, R aw ls sentencia: «La m ism a
igualdad de la D eclaración de Ind ep end en cia que Lincoln invocó p ara
co nd en ar la esclavitud p uede invocarse p ara co nd en ar la desigualdad y
la opresión sufrida p o r las m ujeres»27.
La p ro p ia au to ra liberal raw lsiana antes citada, Susan M oller O kin,
se ve obligada a pun tu alizar que las leyes surgidas de la R econstrucción
(las enm iendas de la guerra civil) d ecretaban la legalidad de la igualdad
form al de los antiguos esclavos/as. «N aturalm ente aun si la m edim os
p o r este rasero, la R econstrucción falló», escribe, haciéndose eco de la
afirm ación del h isto riad o r Foner, quien estudia la R econstrucción com o

26. Dejamos aquí al margen el papel que juegan las iglesias como «instituciones interme­
dias» de cohesión social.
27. J. Rawls, El liberalismo político, p. 25. Dejo aparte, en este momento, las contra­
dicciones internas, manifiestas en la misma obra, en cuanto supone que la familia es el núcleo
primario de su concepción política de una sociedad democrática justa, para afirmar, páginas
más adelante, por ejemplo, que «lo asociacional, lo personal y lo familiar son meramente tres
ejemplos de lo no político; hay otros» (ibid., p. 169. El subrayado es mío). Por otra parte, esta
consideración de Rawls parece toda una respuesta al lema, procedente del feminismo, utilizado
en las luchas por los derechos civiles: «lo personal es político», así como el contrapunto a las
consideraciones políticas de los problemas raciales y a la crítica feminista en torno a la conside­
ración política de la estructura de poder que remite al patriarcado.
«una catástrofe p ara los negros/as en E stados U nidos». D e este m odo,
la supuesta igualdad con la que R aw ls p retend e em ancipar ah o ra a las
m ujeres no resiste la m ás m ínim a co nfrontación con la realidad, com o,
p o r o tra p arte, p uede colegirse del significado y de la inm ediatez de las
reivindicaciones que alegó el m illón de h om bres negros que desfilaron
ante la C asa B lanca en los días finales de 1995:
Si se hubiera podido predecir que las mujeres estaríamos en la misma
situación en la que se encuentran actualmente los negros/as estadouni­
denses, [en la que, F.Q.] están ciento treinta años después de que se hu­
biera «solucionado» la desigualdad que padecían, podríamos afirmar sin
duda alguna que estaríamos bastante mejor si no se nos hubiera aplicado
ninguna solución28.
En su in ten to p o r asum ir y com pletar el liberalism o, M acpherson
sitúa los lím ites del pensam iento liberal, p o r lo que a la dem ocracia
se refiere, en el solapam iento de dicho pensam iento con la sociedad
capitalista de m ercado, especialm ente p o r lo que se refiere a los siglos
xvii y xviii y a sus padres fundadores. Si bien el carácter hum anista
y la dim ensión ética del liberalism o, desde m ediados del siglo x ix a
la m itad del siglo x x, vinieron a instaurar sus elem entos m ás p ro p ia­
m ente dem ocráticos, no deja de ser cierto que la persistencia de una
econom ía de la escasez hizo que el d em ó crata liberal tuviera que se­
guir aceptando la vinculación entre sociedad de m ercado y objetivos
dem ocráticos-liberales:
Pero ese vínculo ya no es necesario; es decir, no es necesario si supo­
nemos que ya hemos llegado a un nivel tecnológico de productividad
que permite una vida cómoda para todos sin depender de incentivos
capitalistas. Claro que cabe poner en tela de juicio esta hipótesis. Pero si
se niega ésta, entonces no parece existir ninguna posibilidad de ningún
modelo de sociedad democrática29.
La contradicción de la tesis en unciada p o r M acpherson estriba en
su afirm ación de la inevitabilidad del pensam iento liberal que, en una
m ix tu ra h arto difícil de justificar, ha de asum ir, no obstante, la dim en ­
sión m arxian a de u na econom ía post-capitalista que signifique el fin de
las clases sociales. Ind ep end ien tem en te de la valoración que cada cual
p u ed a h acer de su p ostura, lo significativo de esta hipótesis tan fuerte
— «si se niega ésta, entonces n o parece existir posibilidad de ningún m o ­
delo de sociedad dem ocrática»— es la conjunción entre un eticism o u n i­
versalista y la inm ediatez de u na u to p ía — la sociedad sin clases— que
se p resen ta com o si estuviera al alcance de la m ano. Pues bien, desde el
28. S. Moller Okin, «Liberalismo político, justicia y género», en C. Castells, Perspectivas
feministas en teoría política, Paidós, Barcelona, 1996, p. 144.
29. C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Alianza, Madrid, p. 33.
p u n to de vista ético, diversas fem inistas han llam ado la atención acerca
de estas éticas universalistas en las que se p resupone que tod os p o d e­
m os p on erno s en el lugar del o tro p ara recibir, en tend er y aten der sus
dem andas. En to d o caso, gracias al universalism o ético, siem pre te n ­
dríam os la posibilidad de p o d er zanjar los conflictos y realizar u na dis­
tribución justa en atención a las necesidades presentadas. Sin em bargo,
esta perspectiva universalista conlleva, generalm ente, la im agen de la
au ton om ía del sujeto com o la co rresp on dien te a un individuo in d ep en ­
diente, el yo m asculino del o brero y del g uerrero, desarraigado de tod o
co ntexto, absuelto de los ám bitos fam iliares, adscritos a las m ujeres,
que no son objeto de pensam iento ni de reflexión. D e este m odo, se han
p o d id o co nstruir m uchas de las actuales teorías en to rn o al sujeto ético
y al político. En el nuevo universalism o dom inante, de clara influencia
kantiana, el «otro», en cuanto sujeto, viene a constituirse a p artir «de
la total abstracción de su identidad. N o es que se nieguen las d iferen ­
cias; son irrelevantes»30. D esde la perspectiva del «otro generalizado»
quedarían fuera de la consideración m oral tod os los elem entos contex-
tualizadores de la d eterm inación de los fines así com o las condiciones
de las elecciones concretas y particulares. Pero, con esta interp retació n
acerca de la configuración de la identidad personal y de grupo, vuelven
a eludirse los problem as que m ás d irectam ente afectan a las m ujeres. El
m u nd o de los varones iguales, cuyas diferencias se estim an irrelevantes,
conform a un m u nd o sin m ujeres. Éstas, u na vez m ás, quedan fuera de
los canales de actividad en la vida pública, ya que se en cu entran u bica­
das en espacios ahistóricos, no som etidos a revisión crítica. D esde estas
prem isas, B enhabib insiste en la necesidad de «instar a un análisis de lo
no pensado p ara im pedir la apropiación del discurso de la universalidad
p o r p arte de alguna particularidad», p ara evitar la colonización de am ­
plios sectores de la vida m oral y p olítica en favor de grupos dom inantes
ideológicam ente. Por o tra p arte, en función de u na p o stu ra crítica, no
prescriptiva, que ap un ta a desvelar los lím ites de ciertos discursos u n i­
versalistas y m o strar la «realidad» de lo «no pensado, lo no visto y lo no
oído de esas teorías», la au to ra nos p ro p o n e la suya de «la constitución
de n uestra naturaleza en térm inos relacionales»31, lo que ella llam a «el
o tro concreto». En definitiva, frente a la tesis indefinidam ente universa­
lista de M acpherson, según la cual la dem ocracia liberal, p ara ser viable,
h a de «contener (o d ar p o r descontado) un m odelo de hom bre»32, las
teóricas fem inistas insisten en recu perar las dim ensiones contingentes,
concretas, particulares, la h istoria de las voces calladas, la contextuali-
zación de necesidades, em ociones y fantasías que, al ser propias de las

30. S. Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto», en S. Benhabib y D. Cornella,


Teoría feminista y teoría crítica, Institució Alfons el Magnanim, Valencia, 1990, p. 139.
31. Ibid., pp. 144 y 146.
32. C. B. Macpherson, op. cit., pp. 13 ss.
m ujeres y su no-espacio social, no se han ten id o en cuenta, hasta ahora,
com o com ponentes de los sujetos políticos autónom os. Estos elem entos
de la experiencia y las prácticas sociales m arcarían, a la p ostre, dife­
rencias insuperables entre hom bres y m ujeres en la discusión a realizar
d en tro del espacio público.

4. La pertinencia política del concepto de «patriarcado»


La d im ensión, em pero, m ás relevante en la tesis de M acp herson se refiere
a la superación de la sociedad de clases, gracias al «nivel tecnológico de
p ro du ctivid ad que perm ite u na vida cóm oda p ara tod os sin depend er de
incentivos capitalistas». E sta situación de desarrollo p erm itiría llevar a
cabo la acción em ancip ad ora del liberalism o en cuanto que el individuo
se vería libre «de las lim itaciones anticuadas de las instituciones estable­
cidas hacía m ucho tiem po [... ] (dando lugar a) la liberación de tod os los
individuos p o r igual, y de liberarlos p ara utilizar y d esarrollar p len a­
m ente sus capacidades hum anas»33. Por un lado, pues, resulta difícil de
establecer com o sujeto m oral y político el constructo hum ano derivado
de u na «identidad definicional» (Benhabib), que ignora la contingencia,
la p articularidad y la plu ralidad de las identidades propias de diferentes
sujetos. Por o tro , no m enos com plicado y com p rom etid o es concebir
que la igualdad económ ica, de realizarse, acabaría p o r zanjar to d o s los
problem as sociales y políticos. Esto es, n o sólo los que atañen a la ex plo ­
tación y la m arginación económ icas sino, igualm ente, los relacionados
con la injusticia cultural o sim bólica, aquellos que tienen que ver con
las prácticas representativas y de com unicación, con la falta de au toes­
tim a individual o de gru po , con la pro blem ática de género y de raza.
H ace ya tiem po, H eidi I. H artm an n tituló «Un m atrim on io mal
avenido» un artículo en el que criticaba la identificación del m arxism o
y el fem inism o com o si fueran u na sola cosa34. D esde esta m ism a p ers­
pectiva, los inten tos p o r h acer d epend er la resolución de los problem as
de identidad, de reco no cim ien to, culturales y, m ás co ncretam ente, de
género, del cam bio de las estructuras socio-económ icas trop ezarían con
lo que algunos p ost-m o derno s han llam ado el «m etarrelato». Pues en
el relato originario fundacional de la m o d ern id ad se asum e im plícita­
m ente que «los varones que (se dice que) hacen el co n trato original
son blancos, y su pacto fraternal tiene tres aspectos: el co n trato so­
cial, el co ntrato sexual y el co n trato de la esclavitud que legitim a el
gobierno del blanco sobre el negro»35. En lo que concierne al co ntrato

33. Ibid., pp. 35 ss.


34. H. I. Hartmann, «Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva entre
marxismo y feminismo»: Zona Abierta 24 (1980).
35. C. Pateman, El contrato sexual, Anthropos, Barcelona, 1995, p. 302.
sexual, insiste Patem an, la crítica m ás reco no cid a de las teorías liberales
del co n trato social, no se discutía el carácter hum ano de las m ujeres:
se asum ía que su diferencia sexual im plica, de m o do n atural, su situa­
ción de subordinación y dependencia, al igual que im pedía reconocerla
com o sujeto libre y au tón om o con capacidad de decidir políticam ente.
Por ello el problem a, p ro piam en te, no estriba en o to rgar a la m ujer las
o po rtu nid ades de acceso a un trabajo n o dom éstico, con ser ello im p o r­
tante. D onde se juega la posibilidad de la em ancipación, pro piam en te,
es en el ám bito del p o d er que decide quién trabaja en un sitio o en otro,
quién o cupa unas posiciones u otras, qué rem uneraciones reciben unos
u otras. En este sentido, el p ro blem a es ya político y ético-político, no
sólo económ ico. Es m ás, el v erdad ero problem a estriba en cóm o debe
expresarse políticam ente la diferencia, puesto que la diferencia sexual
es el p ro d u cto social de u na d eterm inación política.
La construcción política que perm itió u n ir a la m ujer con el trabajo
dom éstico tiene poco que ver con la idea de conservar su «aspecto d e­
licado y unas m aneras siem pre fem eninas» de que hablaba Tocqueville.
M ás bien, se relaciona con la eufem ística consideración del m ism o au ­
to r relativa a que «si la am ericana no puede trasp asar el apacible círculo
de las ocupaciones dom ésticas, tam p oco se la obliga a salir de él». Pues
la construcción social de «la m ujer», sin realidad h um ana particular,
personal, se relaciona claram ente con las posiciones de suprem acía que
ostenta el varón y que ella h a de m anten er y legitim ar continuam ente,
no traspasando el «apacible círculo» de u na privacidad neutralizad a res­
pecto a los órdenes de valor social y político. Esta subordinación estruc­
tural de la m ujer, m ás allá del p ro p io capitalism o y frente a las tesis de
autores com o M acpherson, confiere su sentido p ro p io a la definición de
«sociedad patriarcal». Así pues, «podem os definir el p atriarcad o com o
un conjunto de relaciones sociales entre los hom bres que tiene u na base
m aterial y que, si bien son jerárquicas, establecen o crean u na in terd e­
p endencia y solidaridad entre los hom bres que les perm ite dom in ar a las
m ujeres»36. Son estas relaciones de asim etría jerárquica y de p redom inio
las que caracterizan a u na sociedad patriarcal, ind ep end ien tem en te del
sistem a económ ico establecido.
D esde esta perspectiva, la consideración de la fam ilia com o una
unidad social, sustentada económ icam ente, de m odo fundam ental, p or
el varón, facilita la perm an en cia de las relaciones de dom inio p o r p arte
de este últim o. En esta m ism a línea de p erp etu ar un sistem a de jerarq uía
a favor del h om bre, cobra especial im p ortan cia la posición económ ica
de las m ujeres en cuanto que, en el ám bito de la pro du cció n, realizan
trabajos de m edia jornada, perciben un salario sensiblem ente inferior
al de su com pañero, etc. Todo ello las sitúa en u na relación continua
de dependencia y p recaried ad que refuerza su asim etría con respecto a
36. H. I. Hartmann, art. cit., pp. 94-95.
los hom bres. Esta división sexual del trabajo, que coloca a las m ujeres,
incluso, en u na posición débil con respecto a las luchas reivindicativas
d en tro del capitalism o, pone de m anifiesto que «el p atriarcad o legitim a
el co ntro l capitalista al tiem po que ilegitim a ciertas form as de lucha
contra el capital»37. D e ahí que hacer d epend er la suerte de las m uje­
res de su relación con u na sociedad de clases o sin ellas invisibiliza la
au ton om ía de los elem entos que conform an los lazos «patriarcales» de
dependencia. E lim ina adem ás las experiencias de lucha que se han de­
sarrollado a p artir de la diferencia sexual, así com o tam p oco atiende al
papel que juegan ciertas habilidades p ara ejercer el p o d er que se valoran
especialm ente en la sociedades desarrolladas y que, tradicionalm ente,
son p atrim on io de los hom bres p o r su «especial» au ton om ía con respec­
to a las servidum bres del trabajo dom éstico38. Así escribe Patem an:
La posición de igualdad de las mujeres debe ser aceptada como expre­
sión de la libertad de las mujeres en cuanto mujeres, y no considerarla
como una indicación de que las mujeres deben ser precisamente como
los varones39.
U na de las dificultades m ayores p ara la consideración de la d em o ­
cracia desde u na perspectiva fem inista actual, tal com o lo hem os ve­
nido señalando, deriva de la interp retació n que se hace com únm ente
del derecho al v oto com o si ello conllevara, de form a autom ática, la
instauración de los individuos en un orden de au ton om ía personal. Se
supone, im p lícita o explícitam ente, p o r p arte de m u ch os teó rico s de
la dem ocracia, que la constitución del individuo se realiza al m argen de
la conform ación política y sin u na inextricable relación con la eco n o ­
m ía política. En la h isto ria m o d ern a de la dem ocracia, la au ton om ía del
sujeto autolegislador, en principio, fue reservada a los «propietarios»,
aunque acabó cediendo a favor de la inclusión de los asalariados com o
actores políticos de pleno derecho. Es cierto, sin em bargo, que, a pesar
de la extensión a los varones del derecho al v oto, se siguió in terp retan ­
do que la situación de d ependencia económ ica de los asalariados era
fruto de u na cierta depravación m oral, cuya responsabilidad la tenían
los p ro pio s agentes. A sim ism o, esta d ependencia conllevaba la desigual­
dad en la com petencia del juicio, la diferencia en la capacidad del uso
de la razón, diferencia que no sería inh eren te a los hom bres sino fruto
de las posiciones económ icas alcanzadas p o r cada u n o 40. La ciudadanía,
37. Ibid., p. 104. El subrayado es mío.
38. Cf. C. A. MacKinnon, Hacia una teoría feminista del Estado, Cátedra, Valencia, 1995,
especialmente cap. 2.
39. C. Pateman, op. cit., p. 315.
40. Con un tipo de hermenéutica que no se compadece adecuadamente con el estudio his­
tórico de las prácticas sociales (aunque no puedo argumentar ahora mi crítica) y que es expre­
sión de la concepción objetivista de la cultura que mantiene, Macpherson apostilla que «estas
ideas eran hasta tal punto predominantes en tiempos de Locke que resultaría sorprendente que
a raíz de las presiones reivindicativas ejercidas, quedó ligada, finalm en­
te, a los hom bres en cuanto trabajadores, p articipantes de las leyes del
m ercado, proveedores de la fam ilia. La constitución ciudadana y la au ­
to n o m ía autolegisladora de los varones se vería refren dada, m ás tarde,
en razón de su actuación com o soldados defensores de la patria. En
to d o ese tiem po, la au ton om ía exigida p ara ser un ciudadano cabal, tal
com o acaba de ser expuesta, im plicaba que sus beneficiarios n o tuvieran
que em plear su tiem po en labores referidas a los cuidados del hogar,
de la fam ilia. D e este m o do , en esta narración co ntex tualizado ra de
la dem ocracia m o derna, las m ujeres n o sólo resultan ajenas a to d o el
proceso constitutivo sino que, «situadas» en el ám bito de lo privado, de
lo fam iliar, no p articipan en la «historia» de la em ancipación política,
ni en el diseño de sus instituciones y m ecanism os. La ahistoricidad en
que se sitúa el trabajo y el reconocim iento de las m ujeres, adscritas a
u na actividad ajena a las relaciones de m ercado y relegadas al ám bito
del «cuidado», hace difícil que el m ero im perativo de la inclusión p ued a
situarlas en la condición de ciudadanas autónom as autolegisladoras. Y

éste no las compartiera» (La teoría política del individualismo posesivo, p. 219. El subrayado es
mío). Las ideas a que se refiere Macpherson son, por un lado, el supuesto de que los trabajado­
res no son miembros con pleno derecho del cuerpo político y no tienen título alguno para ello.
En segundo lugar, que la clase trabajadora no vive ni puede vivir una vida plenamente racional.
Y, a fortiori, ello vale para el caso de las mujeres. Destaco este modo de «comprensión» de las
posturas adoptadas en un momento histórico dado porque se suelen tildar de «ahistóricas» algu­
nas críticas a las teorías de autores del pasado. Ciertamente, tal puede ser el caso en ocasiones.
Pero no menos frecuente es que estas críticas de ahistoricismo descansen, por su parte, en la
ignorancia de las fuentes escritas y de las acciones sociales correspondientes a los momentos
históricos considerados. En nuestro caso concreto, resulta verdaderamente inaceptable que se
hable sin más de «prejuicios insalvables» en lo que atañe a la situación de subordinación y
exclusión de las mujeres, especialmente a partir del siglo . A partir de mediados de dicho
X V II
siglo, la abundancia de escritos feministas, la proliferación de ámbitos específicos de discusión
ampliamente conocidos y difundidos, la contraposición enfrentada de autores/as en torno a la
exigencia de la igualdad, así como las discusiones políticas que giran en torno al tema, son tan
amplias que no puede justificarse adecuadamente como «prejuicios insalvables» lo que era una
toma de posición ideológica clara frente a otras argumentaciones y demandas contrapuestas en
aquellos mismos momentos. Más aún cuando, como he insistido en el texto, el momento de
la Modernidad tiene como criterio epistemológico y de orientación práctica la búsqueda de la
episteme, la superación de los prejuicios por la contraposición libre de explicaciones teóricas de
los hechos a partir del expresivo lema «Atrévete a pensar por ti mismo». El encubrimiento de la
historia sólo puede entenderse como una grave toma de postura ideológica interesada. Y ello es
importante porque, hasta hoy, tanto los historiadores del pensamiento filosófico y político como
los teóricos de la democracia con mayor sensibilidad ético-política hacia los planteamientos
feministas acaban justificando las posiciones liberales de la exclusión como fruto de prejuicios
de la época. En este sentido, lo sintomático es que Macpherson sancione la teorización de la
exclusión, referida tanto a los obreros como a las mujeres, como resultado de insuperables pre­
juicios, hablando incluso de «deducciones honestas» a partir de ciertos postulados sostenidos. Y
sigue siendo práctica común que una problemática como la de la igualdad referida a la mitad de
la población sea considerada como algo adjetivo, llegando incluso a justificarse académicamente
la ignorancia de la historia y de las tematizaciones feministas como un campo de realidad y
conocimiento del que se podría prescindir a la hora de asumir un legado fundamental para con­
formar la conciencia de una época, la de la Modernidad, que es tanto como decir la conciencia
de nosotros mismos.
ello p orqu e la salida de la m in oría de edad a la que habían sido som eti­
das n o perm ite la identificación, sin m ediación alguna, con la específica
actividad de la ciudadanía, de u na ciudadanía plural en sus cam pos y
ó rdenes de ser. El salto cualitativo a la nueva época m arcad a p o r la idea
de la razón, com o razón crítica en cuanto que no se atiene ya a la cos­
tum bre, a la tradición o al m ero ejem plo sino al «conocim iento cierto»,
usando «en to d o m i razón, p ro p o n ién d o m e n o adm itir jam ás nada p o r
verdad ero que yo no conociera que evidentem ente era tal»41, im plica
u na redefinición del sentido de la identidad y la au ton om ía propios. Se
trata de un ejercicio que, p o r lo que atañe al sujeto político, encuentra
su ám bito de form ación en el espacio público. E sta redefinición práctica
del sujeto, in d ep end ien tem en te de razas o género, ap u n ta a «proyectos»
de em ancipación. N o se trata de volver a «ningún lugar», ni de recu ­
p erar algo p erdid o o aban do nad o, ni de identificarse con algo ya dado
com o u na esencia o u na realidad n atural. La hipótesis de u na au to n o ­
m ía «otorgada» a ciertos individuos, negros/as esclavizados o m ujeres,
sin la participación en los procesos constitutivos y contextualizadores
de un im aginario social co m partido, no puede p ro d u cir el surgim iento
de ciudadanos activos. Los dilem as de la lucha fem inista p o r constituir
la igualdad en la diferencia se en cuentran, justam ente, en la especial
situación de «enajenación» histórica de las m ujeres. Pues este colectivo,
com o analógicam ente les viene sucediendo a los negros estado un id en ­
ses, parece que n o p uede rem itirse a un tiem p o pasado ni al cuadro de
significaciones culturales heredado , socialm ente dom inante. El proceso
de construcción de su identidad pasaría p o r la configuración de p ro yec­
tos em ancipatorios de justicia, de fuerte p regnancia política, al tiem po
que la deconstrucción de estereotipos culturales ten d ría que ap un tar
m ás a espacios virtuales de valores que a m odelos originarios. Todo ello
im plica to m ar u na distancia tal de las form as otorgadas de identidad
en el presente que resulta u na tarea ard u a de realizar así com o no fácil
de adm itir de form a generalizada. Sin em bargo, en el difícil p ro b le­
m a referido a la identidad, las m ujeres han pro m o vid o ya la necesaria
reconstrucción de la legitim ación contractu al sobre la que la política
m o d ern a fun dam en tó su definición de la dem ocracia. En este sentido, la
construcción de un nuevo co n trato así com o la necesaria reconceptua-
lización de los sujetos y las reglas p ertin en tes obligan p o r igual a todos.

41. R. Descartes, Discurso del método y Meditaciones metafísicas, trad. de M. García


Morente, Tecnos, Madrid, 2005.
D EM O C R A C IA , CIUDAD ANÍA Y SO CIED A D CIVIL

1. D im ensiones de la reconstrucción de la ciudadanía


La disparidad de perspectivas que la tem atización de la ciudadanía
conlleva ha abierto la o p o rtu n id ad p ara interm inables debates sobre
la naturaleza y las características de la m ism a, así com o la posibilidad
de abundantes propuestas sobre los sujetos que habrían de co nform ar
la nueva ciudadanía. En definitiva, el tem a «ciudadanía» parece inago ­
table. Sobre to d o , especialm ente cuando se hace girar en to rn o a él
el afro ntam iento de la d esestructuración radical de m uchas sociedades
tan to d en tro de las propias naciones com o en el tan co ntinuam ente
n om b rad o «nuevo o rd en internacional», sin articulación precisa hasta
el m om ento. A la p ostre, esta plu ralidad de situaciones y de perspectivas
h a convertido la ciudadanía en un cam po sim bólico-político con una
h ip errep resen tació n cuasi irrestricta, en el que han venido a confluir los
dilem as ideológicos de n uestro m om ento. P or o tro lado, estos m ism os
dilem as, pro pio s de un tiem po tan convulso com o el nuevo m ilenio,
han acabado p o r asum ir la fo rm a de aporías. En efecto, el triun fo del li­
beralism o, especialm ente tras la caída de los países del Este, ha venido a
solapar la teo ría política con el liberalism o realm ente existente. Es m ás,
las críticas al o rd en vigente, en función de horizo ntes de em ancipación
h um ana no realizados, se identifican, las m ás de las veces, con aspectos
disfuncionales del sistem a. Se ha interio rizado hasta tal p u n to la insupe-
rabilidad del liberalism o realm ente existente que cualquier alternativa
al m ism o suele leerse en térm inos de ingenuidad teórica o de irresp o n ­
sabilidad práctica. D e ahí la afirm ación an terio r de que, en el ám bito de
la filosofía y de la teo ría políticas, acaben p o r articularse posiciones o
críticas de m arcado carácter aporético. Y ello p o rq u e, en gran p arte y en
función de las consideraciones anteriores, las alternativas al statu quo,
cuando se ofrecen, adolecen de u na falta de plausibilidad que afecta
tan to al o rd en analítico com o al o rd en práctico. En el orden analítico,
en cuanto que asum en la realidad p olítica existente com o lo único real
posible. En el o rd en práctico, en cuanto que las dim ensiones m ateria­
les u objetivas que han de guiar to d o proceso de cam bio vienen a ser
suplantadas p o r im perativos norm ativos sin especificación alguna en lo
referente a las m ediaciones. Esta lim itación práctico-teó rica se refleja en
el apriorism o con que, generalm ente, son establecidos norm ativam ente
los co nto rno s de la nueva ciudadanía. Las propuestas contenidas en los
bosquejos o en los proyectos de ciudadanía sólo pued en ser asum idas,
en el lím ite, com o presuntos im perativos categóricos. El carácter contra-
fáctico y/o academ icista de m uchos de estos trabajos tiene su co n trap u n ­
to en la co ntinu a instrum entalización que hacen los partid os políticos
de las m ás novedosas acuñaciones, com o, p o r ejem plo, el «patriotism o
constitucional», que h a de aco m pañar al nuevo ciudadano, o la idea de
«obligación» que la ciudadanía conlleva. D e este m odo se m argina y se
posterga la realización del conjunto de los derechos sociales y de aq ue­
llos o tros que, positivizados en los o rd en am ien tos jurídicos, constituyen
las condiciones de posibilidad p ara el reconocim iento y el ejercicio de
u na ciudadanía responsable.
El horizo nte de problem as al que in ten to an o tar viene determ inado
p o r lo que H o rk h eim er d enom inaba «pensam iento dogm ático». Un p en ­
sam iento tal se constituye cuando no se establece la p ertin en te relación
en tre la genealogía y la existencia de una d eterm inada teoría. En efecto,
el carácter hip otético que, m ás allá de su incardinación crítico-histórica,
preside m uchas de las perspectivas constructivistas del térm in o ciudada­
nía, absuelto de las co rrespondientes prácticas sociales y políticas que le
darían su sentido, está p ro du cien do u na bibliografía difícil de abarcar.
E sta literatu ra se plasm a, p o r un lado, en u na plu ralidad de lenguajes
políticos sobre la ciudadanía, tod os los cuales vienen a reclam arse de al­
guna tradición, adecuadam ente reciclada, p ara en trar en el juego de las
propuestas. Así, estam os asistiendo a u na ren ov ada ciudadanía liberal, a
ciudadanías liberal-igualitaria, libertaria, com unitarista, com unitarista-
liberal (tras la huella de I. B erlin), liberal-com unitarista. Esta ú ltim a es
el resultado de las discusiones entre liberales y com unitaristas, especial­
m ente en los E stados U nidos. A la lista pod ríam os añ adir la republicana,
la cívica, la n eo-conservadora, la nacionalista, así com o la ciudadanía
m undial que algunos hacen rem ontar, río arriba, hasta nuestros clásicos
del siglo xvi, etcétera.
La reescritura de la ciudadanía, inserta en y revestida con el valor
legitim atorio derivado de su pertenencia a alguna de las tradiciones ya
conform adas históricam ente, viene constituyendo u no de los m odos de
asum ir las dem andas reales surgidas en to rn o a la redefinición legal y
m aterial de la m ism a, así com o a la determ inación de sus sujetos. Pero los
discursos sobre esta tem ática se basan, com o consecuencia de la ru p tu ra
señalada entre genealogía y existencia, en la capacidad estipulativa de
algunos autores p ara diseñar el m odelo que cada cual estim a m ás con­
veniente en función de la perspectiva adoptada. El tipo m ás rep resen ­
tativo de esta últim a form a teórica de p ro ced er se co ncreta en la «cons­
trucción» co ntrafáctico-norm ativa de lo que debe ser la ciudadanía, al
tiem po que, en un segundo m o m en to, se trataría del proceso de su in ­
serción en la realidad. La plausibilidad de esta inserción viene dictada,
en gran m edida, p o r el com prom iso volun tarista que suele aco m pañar a
las construcciones contrafácticas.

2. Sobre la ciudadanía y (algunos de) sus críticos


Los problem as que han p ro vocado la reescritu ra del tem a de la ciuda­
danía son tan plurales com o reales en un tiem p o de cam bio com o éste
en el que estam os insertos. La dem an da nunca satisfecha de igualdad en
la ciudadanía d efendida p o r el fem inism o, la distinción entre nación y
E stado en las sociedades m ulticulturales, la configuración de nuevos n a ­
cionalism os, los problem as de doble n acionalidad en función de los m o ­
vim ientos m igratorios, el h orizo nte de u na ciudadanía m undial ligada a
la p ro p ia dim ensión de la dignidad de la persona, la idea de ciudadanía
com o instancia legitim adora de los E stados, etc., son cuestiones abier­
tas. Estas cuestiones reclam an, ciertam ente, u na reconstrucción de los
elem entos estructurales que pued an resp o n d er h o y a la aparición de las
nuevas dim ensiones y realidades de la vida socio-política. En este sen­
tido, las objeciones expuestas en el an terior ap artad o aluden, m ás bien,
al tratam iento ahistórico de los nuevos problem as de la ciudadanía p or
p arte de ciertos lenguajes de tradiciones plurales así com o a la p re te n ­
sión de resolver algunas de sus nuevas dim ensiones p o r el expediente de
enfocarlas desde perspectivas contrafácticas. A hora bien, nuestras obje­
ciones no im plican la negación de la nueva p ro blem ática surgida en to r­
no al tem a de la ciudadanía ni p reten d en obviar la absoluta necesidad de
establecer «críticam ente» un o rd en conceptual y práctico que asum a las
citadas dem andas, sin d ud a p erentorias. Las objeciones aducidas, pues,
guardan relación con las categorías epistem ológicas em pleadas en tales
construcciones, con el nivel de reflexión ad o p tad o , no siem pre acorde
con su dim ensión histórica, así com o con la perspectiva crítico-p olíti­
ca con que se afro ntan tales problem as. Por m i p arte he in terp retad o ,
tentativ am ente, la nueva situación socio-política, en analogía con otros
m o m entos históricos, com o la condensación de un cúm ulo de p ro b le­
m as con capacidad de conm oción, de intro du cció n de desorden en el
sistem a establecido. Las virtualidades d esestructuradoras originadas p or
n uestra nueva situación política sólo pued en ser dom inadas d en tro de
un nuevo m arco in terp retativ o , al precio de u na nueva elevación de
conciencia1. Se trataría, en definitiva, de la necesidad de u na nueva ins­
1. En esta dirección se mueven los capítulos 5 y 6 de esta obra.
tancia constituyente de sentido, p ro blem a de radical calado filosófico,
que afecta tan to a u na nueva m odalidad epistem ológica del saber com o
a la reestru ctu ración del o rd en m ism o de lo hum ano. E staríam os ante
el surgim iento de un nuevo, de un tercer im aginario filosófico-político
tras el prim ero, configurado en el m u nd o griego y, en segundo lugar, el
articulado en el m o m en to constituyente de la R evolución francesa.
A p ro p ó sito de la relectu ra de la ciudadanía a la que nos hem os refe­
rido, y atendiendo tam bién al significado de la caída del M uro de Berlín
y de los m ovim ientos sociales que aceleraron dicho proceso de cam bio,
cabe destacar algunas p osturas críticas. Estas críticas se articulan, en
gran m edida, com o negación de la enfática tem atización de la ciudada­
nía y su prim acía en el ám bito de la política. Se trata, pues, de u na nueva
form a de asum ir la im portancia, el papel p ro tag on ista y la centralidad
filosófico-política que se p reten d ía o to rg ar a la categoría de la ciudada­
nía desde los inicios de los años n o v enta «del co rto siglo xx», tal com o
lo h a d enom inado H obsbaw m . C onviene advertir que las tres corrientes
de pensam iento que vam os a citar, neoliberalism o, neoconservadurism o
y la interp retació n liberal com unitarista de W alzer, confluyen en su crí­
tica a la centralidad del tem a de la ciudadanía, aunque sus orígenes y sus
m otivaciones resp on den a distintos m o m entos históricos. A hora bien,
el co ntex to de m uchas de las actuales discusiones sobre la ciudadanía
viene m arcado p o r la elaboración que llevan a cabo los neoliberales so­
bre la sociedad civil o los neoconservadores en to rn o a las «estructuras
m ediadoras».
¿C uál es la perspectiva política desde la cual los citados críticos
confluyen en la negación de la especial relevancia dispensada al ám bito
conceptual y al ejercicio práctico de la ciudadanía com o eje central en
la configuración de la vida socio-política? En palabras de M ichael Wal-
zer, au to r liberal-com unitarista: «Una vez incorp orad as a la sociedad
civil, ni la ciudadanía ni la pro du cció n pued en ser absorbentes. T endrán
sus p artidarios, p ero ya no serán m odelos p ara el resto de nosotros»2.
A ntes de pasar a exam inar algunos de los argum entos esgrim idos, y en
o rd en a d eterm inar la articulación teó rica existente entre los diversos
críticos de la ciudadanía en el sentido especificado, conviene precisar la
gram ática p ro fu n d a que está en la base de la an terio r cita del au to r esta­
dounidense. El p ro p io W alzer determ ina su posición en los parágrafos
finales de su artícu lo : «Existen buenas razones a favor del argum ento
neocon servado r de que en el m u nd o m o d ern o necesitam os recu perar
la densidad de la vida asociativa y volver a ap ren d er las actividades y
conocim ientos que la acom pañan»3. Estas posiciones neoconservadoras
vienen a ser refrendadas, esta vez, desde opciones neo-liberales, cen­

2. M. Walzer, «La idea de la sociedad civil. Una vía hacia la reconstrucción social»: De­
buts 39 (1992), p. 35.
3. Ibid., p. 39.
tradas en u na interesad a crítica del E stado de Bienestar, arg u m en tan ­
do u na supuesta incapacidad del E stado p ara «generar sentim ientos de
solidaridad e identidad colectiva». En concordancia con la posición de
los neoconservadores, afirm a Pérez D íaz, «lo que era exploración de
nuevas vías de integración y actuación estatal es ah o ra experim entación
con nuevos diseños de gobernación e integración del país»4. Se trata
de u na confluencia, de h o n d o calado político, entre neoconservadores,
liberales y las claves argum entativas que sostienen la posición de Wal-
zer, com unitarista, quien, al ab ord ar la política, p retend e m o du lar su
posición liberal con un cierto tinte socialista. En definitiva, los críticos
de la ciudadanía aquí tratad o s vienen a coincidir en el fracaso m o derno
del carácter dom inante atribu ido a la política y a las form as in stitu ­
cionales de la m ism a. La M o d ern id ad , que se h abría im puesto hasta
nuestros días, albergaba la pretensió n de que la vida social h abía de ser
configurada, de m odo privilegiado, p o r los principios de la vida política
en o rd en a la construcción de u na vida en com ún fundam entalm ente
justa. El sentido del interés general era lo que prestaba unidad a la p lu ­
ralidad de los individuos, interés general que cobraba form a desde la
concepción central del espacio público y que se sustentaba en la práctica
activa de la ciudadanía. Pues bien, aun cuando las prácticas concretas
p o r desarrollar com o form as alternativas a esa com prensión política de
la m o dernidad divergen en las tres corrientes señaladas, tod as ellas, sin
em bargo, sustentan sus posiciones doctrinales en el declive y en el ab an ­
dono necesarios de la centralidad de la categoría de ciudadanía. P érdida
de vigencia del papel nuclear del ciudadano debida, p o r o tro lado, al
p ro p io fracaso del E stado, los partid os políticos, etc., cuya asfixiante
burocratización ha p ro piciado la actitud pasiva que reflejan los bajos
índices de participación en las elecciones referidas a tales instituciones.
El resultado final viene a co rro b o rar la incapacidad de las instituciones
políticas p ara generar procesos de cohesión social o form as de id en ti­
dad, tal com o se com p rueb a en la d esestructuración que sufren nuestras
sociedades en los ú ltim os tiem pos.
2.1. Sociedades interm edias frente a ciudadanía (neoconservadurism o)
El proceso crítico de las virtualidades m orales y políticas de la ciudada­
nía tiene, pues, un largo historial. C om o observaba B loch, lo que parece
nuevo e inm ediato viene, a veces, de m uy atrás. D esde esta perspectiva,
lo que hem os denom inado «el segundo im aginario político», surgido en
la R evolución francesa y que tiene su expresión política m ás densa en la

4. V. Pérez Díaz, El retorno de la sociedad civil, Instituto de Estudios Económicos, Ma­


drid, 1987, p. 15. Estas posiciones han tenido continuidad hasta el momento en un ambi­
cioso proyecto de trabajo tan coherente como marcadamente ideológico en su contrastación
«científica».
«creación de la ciudadanía» (B rubaker), h a v enido sufriendo operaciones
de desgaste tan profundas com o el surgim iento de los totalitarism os en
el siglo x x. Pero desde contextos y regím enes dem ocráticos se ha llevado
a cabo o tro tipo de anulación creciente de las dim ensiones de la política,
del espacio público, de las virtualidades de la ciudadanía. El neo-co n ­
servadurism o, con u na constante penetración capilar en otras corrientes
políticas, ha construido un cuadro de cam pos sem ánticos y conceptuales
que han propiciado el vaciam iento interio r de los contenidos sustancia­
les de la reflexión filosófica acerca de la política y de la ciudadanía. A
los neoconservadores se deben las elaboraciones de constructos políticos
com o el supuesto «final de las ideologías», que ten dría en la «teoría de la
sociedad industrial» y en el diagnóstico de «ingobernabilidad» de las de­
m ocracias los elem entos teóricos necesarios p ara refu nd ar en categorías
de orden culturalista los endém icos problem as políticos y económ icos
del sistem a establecido. En esta nueva línea interpretativa de la historia,
escribió el influyente n eoconservador K ristol: «El acontecim iento p olí­
tico m ás im p ortan te del siglo x x no es la crisis del capitalism o, sino la
m uerte del socialism o». C onsecuentes con este diagnóstico, los neocon-
servadores, com o N ovak, centran tod o el interés de la reflexión política
en facultar, p ara reconstruir los procesos constituyentes de sentido, a
«otros agentes sociales que no sean el Estado». Ello significa que entre
el liberalism o y el socialism o, entre el individualism o y el estatalism o,
form as que han m ostrad o sus lím ites de capacidad de análisis y de efi­
cacia política, se im pone la introducción de «estructuras interm edias»,
«estructuras m ediadoras», que recom pongan u na sociedad desarticulada
y recreen un nuevo discurso legitim atorio. Las «estructuras interm edias»,
tales com o las iglesias, las asociaciones de barrios, los grupos altruistas
p ara ayuda a los m enesterosos, las fundaciones culturales, las organiza­
ciones de voluntariado, etc., perm itirían la participación de los indivi­
duos, negada en una vida política en crisis, y darían lugar a la confluencia
de grupos que generarían un nuevo sentido de solidaridad o de p erte­
nencia. La debilidad de nuestras sociedades, insistiría N ovak, no está en
la econom ía ni en la política sino «en la pérdid a de sus ideas y principios
m orales indispensables», o com o sentenciaría D aniel B ell: «El problem a
de la m odernidad es el de la creencia»5, y la única fuente que puede pres­
tar unidad a n uestro sistem a se halla en «el reto rn o de la sociedad oc­
cidental a alguna concepción de la religión». La operación de desplaza­
m iento y sustitución de la política, en sentido fuerte, se consum a a través
de los elem entos, de orden cultural, con los que el neoconservadurism o
in ten ta reescribir los procesos históricos e instituir la cohesión social.
En p rim er lugar, la «teoría de la sociedad industrial» establece que
tod as las form aciones sociales se caracterizan p o r som eter su funcio­
n am iento a los im perativos de la tecnología y de la econom ía. D e este
5. D. Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1977, p. 39.
m odo se asienta com o núcleo central la desideologización de to d a in ter­
p retación de la h isto ria que p reten d iera in tro d u cir elem entos de lucha
política o de en frentam iento entre clases sociales com o instancias expli­
cativas y/o co nfo rm ad oras de m odelos sociales. La ciencia y la técnica,
com o elem entos estructurales n eutro s ideológicam ente, cum plen aquí
la función de p arteras de la organización de los m odelos sociales. En
segundo lugar, las exigencias y las dem andas de los ciudadanos en orden
a la participación y al co ntro l políticos del E stado se presen tan com o
no p ertin en tes p ara el éxito organizativo del sistem a, sobrecargando
p eligrosam ente a las instituciones políticas que no pued en aten der las
disfuncionales peticiones de los ciudadanos. Éstos, p o r últim o, han de
recrear las necesidades de solidaridad, de identidad y de pertenencia
a través de las «estructuras interm edias». Estas estructuras m ediadoras
cum plen, pues, u na doble m isión: p aliar y m itigar, en p rim er lugar, los
efectos perversos del sistem a económ ico-político y actuar, en segundo
lugar, com o v erdaderas instituciones de disciplinam iento en orden a
m anten er los desajustes, las desigualdades y las jerarquías que im pone el
sistem a económ ico. La política, el ejercicio de la ciudadanía y las d im en ­
siones norm ativas contenidas en la concepción del espacio público son
retrad ucid os al nuevo lenguaje que hem os expuesto, al tiem po que son
suplantados en térm inos de m atrices culturales. Estas nuevas m atrices
guían y dan form a a lazos de p ertenencia entre los individuos, a hábitos
de co m p ortam iento, alum bran u na constelación de creencias que fun ­
cionan con un fuerte com p on ente de coerción social. Los contenidos y
los fines políticos son sustituidos p o r u na suerte de ingeniería técnica
que ajusta los procesos sociales, determ inado s científicam ente según los
subsistem as correspondientes. En definitiva, la ciudadanía n o sólo pierde
cualquier función central o legitim adora del sistem a político, sino que,
absorbida p o r las prácticas «privadas» co rrespondientes a las «estructuras
interm edias», «ya no será un m odelo p ara el resto de nosotros». El esta­
tu to de la ciudadanía se ha vuelto superfluo en función de su p ro p ia exi­
gencia de convertirse en referente del valor instituyente de sentido a tri­
buido a la política, justam ente cuando ésta parece h aber llegado a su fin.
2.2. Versus ciudadanía: ¿retorno o disciplinam iento
de la sociedad civil? (neoliberalism o)
Lo que en el n eoconservadurism o era exploración de nuevas vías de in ­
tegración se convierte en el neoliberalism o, con los procesos de cam bio
en diversos países, en «una im agen creciente del p o d er de la sociedad
civil, y que am plían la esfera de actuación de los m ecanism os típicos de
integración de esta sociedad, com o son los m ercados y las jerarquías
sociales»6. La paulatin a m arginación de la política com o referente de la
6. V. Pérez Díaz, op. cit., p. 16.
gram ática p ro fu n d a que articula los principios de la sociedad en cuanto
a sus fines generales es ah o ra encarada desde la idea de u na alternativa
rad ical: el re-descubrim iento, la recuperación de la sociedad civil en su
versión v eterotestam en taria liberal. Se trata de «el reto rn o a la trad i­
ción clásica de la teorización de la sociedad civil, y a las intuiciones de
aquella segunda m itad del siglo xviii»7. A las dem andas de u na m ayor
dem ocratización, que venían siendo form uladas desde los com ienzos
de la crisis del E stado de Bienestar, los neoliberales resp on den con la
p ro p u esta de u na alternativa radical, cifrada en la instauración de la so­
ciedad civil com o «un determ inado tipo o carácter ideal de instituciones
sociopolíticas», en térm in os de Pérez D íaz. Este autor, u no de los teó ri­
cos m ás acendrados p o r lo que se refiere a la defensa de la sociedad civil
en su versión neoliberal, especifica, en el ú ltim o artículo citado, que
la nueva reflexión sobre la sociedad civil n o puede entenderse «fuera
del co ntex to de descubrim iento de las sociedades civiles reales que van
em ergiendo a lo largo de los siglos xvii y xviii»8. El interés de esta o b ­
servación estriba en el hecho de que su «vuelta» a los tiem pos fundacio­
nales acentúa u na de las dim ensiones de la p ro p u esta de una alternativa
socio-política institucional, a saber, la separación dibujada ya en Locke
en tre E stado y sociedad civil. E sta últim a, frente a H o bb es, n o busca
establecer un p o d er centralizado absoluto. Por el co ntrario , la sociedad
civil viene determ inada p o r su co ntinu idad n orm ativ a con el estado de
naturaleza, situación previa que busca asegurar los derechos ya exis­
tentes a través de la conform ación civil, que conlleva el nacim iento del
E stado. Éste, a su vez, de form a delegada y lim itada p o r to d o el orden
n orm ativo preexistente, ha de velar p ara que tales derechos sean efec­
tivos. La sociedad civil, pues, está d eterm inada norm ativam ente p o r la
existencia previa de aquellos derechos que ya existían en el estado de
naturaleza: derecho a la p ro piedad , a la vida y a la libertad [...] El E sta­
do, p o r su p arte, está obligado a resp etar y defender tales derechos que
existen «prepolíticam ente». Es m ás, tales derechos previos se basan en la
ley n atural que subsiste «com o n o rm a etern a de to d o s los hom bres, sin
exceptuar a los legisladores...». Todos, pues, están obligados a «confor­
m arse a la ley n atural, es decir, a la v olun tad de D ios, de la que esa ley
es u na m anifestación»9. C abe destacar cóm o ya, en el m o m en to fun da­
cional de la sociedad civil, la existencia de un ám bito prepolítico, no su­
jeto a la decisión política, debilita sustancialm ente el sentido n orm ativo

7. V. Pérez Díaz, «Sociedad civil: Una interpretación y una trayectoria»: Isegoría 13


(1996), p. 23.
8. Quisiera advertir que el propósito de este escrito no tiene como objeto el estudio y la
crítica del concepto de la sociedad civil. Más bien, y a los efectos de contrastar la posición de los
neoliberales con la valoración de la reescritura del tema de la ciudadanía, sólo atenderemos a la
modulación teórica y práctica que supone la introducción de la sociedad civil como alternativa
a la configuración de la ciudadanía como categoría básica de un nuevo orden democrático.
9. J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno, Biblioteca Nueva, Madrid, § 135.
del espacio público. A hora bien, los problem as crítico-epistem ológicos,
los políticos y los de carácter jurídico que subtienden a la p reten d id a
reconstrucción de la sociedad civil neoliberal en nuestros días n o han
sido som etidos a u na crítica p ertin en te p orqu e los autores n eolibera­
les siguen asum iendo, ahistórica y acríticam ente, la m eta-narración que
les sirve de fun dam en to p ara la artificiosa configuración del ciudadano
que p ro p o n en . En efecto, el ciudadano es, pro piam en te, im político, ya
que el orden norm ativ o que m antiene a los individuos en sociedad es,
esencialm ente, el de aquel espacio y aquella situación p rim era natural,
ex terna y previa a la sociedad civil y al E stado. La sociedad natural
situada espacialm ente aparte y previa en el tiem po a to d a organización
institucional jurídico-política futura, se nos p resen ta com o «im personal,
autoactivada p o r m edio de interdependencias objetivas (p o r ejem plo,
los co ntrato s de p ro piedad , la división del trabajo, los m ercados) y n a tu ­
ralista, u na en tidad u n itaria cuyas raíces norm ativas residen en la arm o ­
nía idealizada de las leyes de la naturaleza»10, articuladas y propiciadas
p o r la divinidad. El pueblo no está relacionado p ro piam en te con n in ­
guna cu ltu ra política. E xistía previam ente en u na sociedad autónom a,
ind ep end ien te del E stado. Pues bien, aten dien do a la doble caracteriza­
ción que hem os señalado, espacial y tem poral, de la sociedad natural
con respecto al ám bito p ro piam en te político, aparecen construcciones
de cam pos categoriales, conceptualizadores de los ám bitos norm ativos,
que acaban p o r deslegitim ar la carta de naturaleza jurídica y la d im en ­
sión política que adquiere la ciudadanía tras su creación a p artir de la
R evolución francesa. E fectivam ente, desde la génesis del discurso libe­
ral, aquello que o cupa un lugar distinto del E stado rep resen ta lo valioso
n orm ativam ente desde el p u n to de vista ético, que m ono po lizaría el
ám bito n orm ativo frente a lo político. En segundo lugar, desde el p u n to
de vista tem p oral, aquello que precede a la conform ación del Estado,
realidad basada en la coerción, es asim ism o el pueblo en su acepción
identitaria m ás p reg n an te:
Su identidad espacial como entidad autónoma, cohesionada y prepolíti-
ca hace posible que la gente se defienda a sí misma contra la intervención
legislativa positiva, en donde hay siempre la amenaza de ser obligados a
someterse a la «voluntad injusta» (Locke) de otro11.
Este gran m eta-relato perm anece acríticam ente com o la estru ctura
legitim adora de un sistem a político, el liberal realm ente existente. La
idea de u na sociedad, existente com o sociedad civilizada, sin cultura
política p ro piam en te tal, autoactivada p o r la ley n atural establecida p or

10. M. R. Somers, «Narrando y naturalizando la sociedad civil y la teoría de la ciuda­


danía: el lugar de la cultura política y de la esfera pública»: Zona Abierta 77-78 (1996-1997),
p. 314.
11. M. R. Somers, art. cit., p. 315.
D ios, sigue siendo — p o r encim a de su secularización— la estructura
p ro fu n d a del rechazo hacia u na ciudadanía de cu ltu ra política dem o crá­
tica y participativa. Lo cierto es que la existencia de ám bitos de derechos
«pre-políticos», referidos especialm ente al «orden de la propiedad», ha
configurado, a lo largo de la historia, grupos de poderes privilegiados
que han sustraído al interés general y a la tran sparencia del espacio
público la discusión y la determ inación de tales derechos pre-políticos.
O cu rre así, especialm ente, p orqu e en esta contraposición entre socie­
dad civil y E stado no en tran en juego los elem entos de la racionalidad
p olítica que perm itirían establecer el equilibrio necesario entre lo p ar­
ticular y lo general. Se da p rio rid ad a la estabilidad y al m antenim iento
del sistem a frente a las posibilidades políticas de d eterm inación del bien
general, que ha de p residir las propias relaciones sociales. En este senti­
do se ha hecho notar, p o r ejem plo, la tensión entre los derechos indivi­
duales, elaborados p o r Locke, y la idea de h u m a nid ad . E sta últim a cate­
goría, en su indefinición política, p uede ser utilizada tan to p ara avalar
los derechos pre-políticos com o p ara «poner en suspenso» los derechos,
esta vez, no ya de la hum anid ad sino de todos los individuos. Pérez Díaz,
que reclam a esa vuelta a los orígenes y señala a los colonos n o rteam e­
ricanos com o hacedores destacados de la nueva sociedad civil, no dejó
de reconocer, en un m o m en to, que los espacios abiertos p o r aquella
ideal sociedad civil em ergente «han ten id o som bras de enorm e alcance,
tales com o la esclavitud, la explotación capitalista y la discrim inación
sexual»12. Y ello sin p restar atención al genocidio de los que ya h abita­
ban estos espacios geográficos, así com o al latrocinio y a la elim inación
de los derechos «pre-políticos» y políticos de los grupos o pueblos allí
establecidos que o stentaban la p ro p ied ad del territo rio y tenían su o rga­
nización. El nuevo orden social, teorizado desde instancias «sagradas»
p o r los colonos, contiene estructuras coercitivas excluyentes com o p er­
m anente «negación» del o tro en cuanto p u ed a oponerse a m is intereses
de p ro piedad . Esta acción sistem ática de negación, de ap ropiación for­
zada y de exterm inio es p ro p ia de los colonos, caracterizados p o r Pérez
D íaz com o m ujeres y hom bres «ansiosos de dejar atrás los grandes o
p equeños despotism os de sus países de origen, y ansiosos p o r llegar a
un sitio abierto, donde pud ieran m edir sus fuerzas, y ‘ju g ar’ según re­
glas predecibles»13. En definitiva, en la sociedad civil de los siglos xvii
y xviii, los procesos com unicativos que n orm ativ am ente h abrían de de­
term in ar las relaciones en la sociedad se enco ntrab an de hecho insertos
en prácticas de exclusión y justificaciones de asim etrías en el o rd en de lo
hum ano. A sim ism o, la insuficiente especificación político-racional p ara
conjugar lo privado y lo referente al interés general está incapacitada
en o rd en a ofrecer los elem entos p ara la construcción conceptual de un

12. V. Pérez Díaz, «Fin de siglo y final de la historia»: El País, 9 de julio 1989.
13. V. Pérez Díaz, «Sociedad civil: Una interpretación...», p. 29.
m odelo ideal de sociedad civil. Por las m ism as razones, ni la reco n stru c­
ción analítica de tal sociedad civil, ni las experiencias determ inantes de
aquella form a de vida pued en co nten er las virtualidades necesarias p ara
p ro po n erse com o u na alternativa de instituciones socio-políticas a la
altura de los tiem pos presentes.
En la m eta-narrativ a que da fun dam en to y legitim ación al tipo de
ciudadano que se p retend e configurar en el neoliberalism o hay u na se­
gunda dim ensión filosófico-política y jurídica que ha originado desa­
rrollos doctrinales y, p o r o tro lado, actitudes revolucionarias. T anto los
unos com o los o tros están presididos p o r una confusión teórica cuyas
consecuencias histórico-sociales aún p erdu ran. Se trata de u na v erd a­
dera o peración política según la cual los derechos pre-políticos del li­
beralism o: los derechos de libertad y de autonom ía, los de p ro piedad
privada, etc., to d o s ellos se presen tan com o hom ogéneos en cuanto a
su consideración y a su p rotección jurídicas. D e este m o do nos en co n ­
tram os con «una operación política de la cu ltu ra jurídica liberal acríti-
cam ente avalada p o r la cultura m arxista — escribe Ferrajoli— , que ha
p erm itido a la p rim era acreditar a la p ro p ied ad con el m ism o valor que
ella asociaba a la libertad, y a la segunda desacreditar las libertades con
el m ism o disvalor que atribuía a la p ropiedad»14. El au to r italiano ha
venido insistiendo con gran acuidad acerca de la llam ativa inclusión de
la p ro p ied ad privada d entro del m ism o gru po de derechos que los de
libertad o autonom ía. E sta inclusión vela algunas de las diferencias m ás
notables entre am bos grupos de derechos. Tal com o lo señala Ferrajoli,
la p ro p ied ad , com o los derechos patrim oniales, no es universal (cada
titular lo es con exclusión de las dem ás personas), al tiem p o que es
«alienable, negociable, transigible». Por el co ntrario , los derechos de la
p ersonalidad y de ciudadanía son derechos universales, indisponibles e
inalienables. Las diferencias entre am bos grupos de derechos im plican,
adem ás, que «corresponden a sistem as sociales y políticos diferentes y
en to d o caso independientes [... ] Los derechos de libertad n o tienen
n ada que ver con el m ercado [... ] y rep resen tan un lím ite no sólo frente
a la política y a los poderes públicos, sino tam bién frente al m ercado y
a los poderes privados»15. C o n u na ad en da de especial interés: los d ere­
chos, frente a los criterios del iusnaturalism o, son los p ro du cid os p or
las leyes, tan to constitucionales com o ordinarias. En este sentido, ni
desde el p u n to de vista filosófico ni desde el sociológico se puede tratar
de articular u na teo ría de la ciudadanía que oblitere o p reten d a reducir
arbitrariam en te los derechos positivizados en el cam po jurídico. D e este
m o do , la crítica del neoliberalism o a las actuales corrientes que in te n ­
tan redefinir el concepto de ciudadanía es d eu d o ra de la genealogía del
m eta-relato liberal, con el presupuesto de un o rd en prepolítico y que

14. L. Ferrajoli, Derechos y garantías, Trotta, Madrid, 52006, p. 102.


15. Ibid., p. 103. El subrayado es mío.
h om ologa los diversos derechos. D e este m odo, se trata de im pugnar los
derechos sociales conquistados históricam ente y se p retend e invalidar
los derechos positivizados en los diversos o rd en am ien tos jurídicos.
La insistencia en la reconstrucción de la sociedad civil desde los
postulados ideológicos del neoliberalism o se presenta, p o r tan to , com o
u na continuación de la reacción defensiva del neoconservadurism o
frente a las exigencias de u na radicalización dem ocrática. La separación
nítid a entre E stado y sociedad civil, que ah o ra se reclam a, ap un ta a la
decisión de establecer principios y fun dam en tos no políticos que re­
m itan al ám bito de lo privado, al ám bito del m ercado. Lo privado y el
m ercado se constituyen así en las fuentes de cohesión social, negando,
al p ro p io tiem po, la capacidad de sentido y norm ativ idad que tienen las
instituciones nacidas con el E stado. Así, afirm a Pérez D íaz, se trata de
nuevos diseños de gobernación «que am plían la esfera de actuación de
los m ecanism os típicos de integración de esta sociedad, com o son los
m ercados y las jerarquías sociales». La anunciada re-construcción de la
sociedad civil tiene, pues, m ás bien, com ponentes de vuelta a los ras­
gos m ás específicam ente capitalistas del m o d o de p ro d u cció n : m ercado
y jerarq uía social. D esde esta perspectiva, alejada de p lanteam ientos
norm ativos, p uede in terp retarse su argum entación en to rn o al criterio
ú ltim o que ha de servir p ara juzgar a la clase política, a saber, su co n tri­
bución «a lo que cabe resum ir com o ‘la paz y la p ro sp erid ad ’ de un país,
o red ucir el in fo rtu n io de su desord en y escasez»16. Es u na concepción
de gobierno que lo lim ita a lo que p od ríam os d en o m in ar u na «buena
gestión». E sta m ayor racionalidad atribu ida a la estru ctu ra del m ercado
frente a la racio nalid ad p olítica explica a su vez, com o lo arg um entáb a­
m os en su d ía17, el afán p o r la creación de m esogobiernos y el insistente
recurso al co rp o rativ ism o 18. D esde esta posición neoliberal se facilita­
ría la tom a de decisiones económ icas y políticas conflictivas, eludiendo
un co n tro l m ás directam en te dem ocrático de las m ism as. El p ro blem a
de la legitim ación, según los criterios de gestión aducidos, rem ite a los
ya conocidos «liderazgos con éxito», los cuales exigen com o co n tra­
p artid a el com prom iso, n ad a político, del co n sen tim ien to : «el consen­
tim ien to social im plica un intercam bio o un c o n trato : la obediencia
com o co n trap artid a a un liderazgo con éxito»19. En esta m edida, y a
p ro p ó sito de la creación de m esogobiernos y de la interp retació n de
los m ism os com o una»devolución de la responsabilidad a la sociedad
civil», aducíam os en el artículo citado que los ex perim ento s n eolibe­

16. V. Pérez Díaz, El retorno de la sociedad civil, p. 20.


17. F. Quesada, F. Colom, A. Jiménez, S. Mas y J. Morán, «¿Retorno o disciplinamiento
de la sociedad civil?»: Sistema (1987), pp. 17-36.
18. Los «mesogobiernos son una construcción institucional de la clase política que con­
trola el gobierno (o el Estado) con la colaboración de élites sociales y el apoyo, en mayor o
menor medida, de la población» (V. Pérez Díaz, El retorno de la sociedad civil, p. 48).
19. Ibid., p. 14.
rales de vaciar de co nten ido los ám bitos de la p olítica no conllevan
realm ente un « retorn o de la sociedad civil» m ás activo. Por el contrario,
el re to rn o de la sociedad civil supone su disciplinam iento, la pro m esa
incum plida, u na vez m ás, de la au to n o m ía de los sujetos. La política
q ueda relegada al m ero estatus de referente ideológico que ayuda a la
identificación sim bólica de ciertos com plejos de problem as y facilita así
el autog ob ierno del sistem a. La reescritu ra de la ciudadanía, en térm i­
nos de institución de sentido político-social en el ám bito público, ha
de ser negada, p uesto que las relaciones entre E stado y sociedad civil
quedan p lanteadas, en este « retorno de la sociedad civil», en térm inos
de obediencia y autoridad.

3. M ás allá de la ciudadanía: la reconstrucción social


La atención a algunas de las corrientes críticas en to rn o a la nueva con-
ceptualización de la ciudadanía la hem os centrado en la contraposición
que se p retend e establecer entre las «exigencias» del ciudadano y las for­
m as de actuación hum ana, m ás realistas y m ás autónom as, que se cifran
en una supuesta «reconstrucción social». Esta reconstrucción se aso­
cia tan to a la d em anda de las «asociaciones interm edias» p o r p arte del
neoconservadurism o cuanto a la «reconstrucción de la sociedad civil»
de corte neoliberal, o bien, p o r últim o, a la posición rep resen tad a p or
un W alzer liberal-com unitarista. Este au to r precisa su tom a de posición
a p artir de u na afirm ación central: «som os seres sociales p o r naturaleza,
antes que seres políticos o económ icos»20.
W alzer hace recu en to de las cuatro posiciones que considera m ás in ­
fluyentes en n uestro ám bito político: la teo ría de la dem ocracia radical,
co njuntam ente con el republicanism o, el m arxism o, el capitalism o y el
nacionalism o. Según n uestro autor, tod as ellas rep resen tan perspectivas
parciales de lo que p o d ría aceptarse com o vida digna. Así sucede, p or
ejem plo, con respecto a la posición de los teóricos radicales de la d e­
m ocracia participativa, que im plica u na fuerte carga m oral en la institu-
cionalización de la ciudadanía o, p o r lo que respecta al republicanism o,
con las exigencias heroicas que se im p utan al conjunto de deberes del
ciudadano. En esta p rim era construcción, el sentido y las dim ensiones
de la ciudadanía son caracterizados com o irreales en cuanto a las exi­
gencias que presen tan a los individuos, adem ás de ilusorias p o r lo que
se refiere a la idealización del dem os. El m arxism o, según su in terp reta­
ción, ofrece u na versión unilateral del individuo com o «productor», la
cual q ueda invalidada, a los efectos políticos, p o r el hecho de que sólo
atribuye un valor instru m en tal e históricam ente específico a la d em o ­

20. M. Walzer, «La idea de sociedad civil. Una vía hacia la reconstrucción social»: Debats
39 (1992), p. 31.
cracia, esto es, servir de m arco adecuado p ara la lucha de clases. La de­
m ocracia, así considerada, no goza de ningún valor p ro p io , intrínseco.
D esde o tro p u n to de vista, el tipo de vida digna ligada a la au ton om ía
del m ercado, según los teóricos del capitalism o, q ueda lastrado, para
W alzer, p orqu e «la au ton om ía en el seno del m ercado n o refuerza en
absoluto la solidaridad social». Por ú ltim o, con u na observación de in te­
rés p ara las discusiones actuales sobre el nacionalism o21, éste ten d ría su
talón de Aquiles en el p ro p io fervor de los nacionalistas centrado en «el
recu erd o, el cultivo y la transm isión de u na herencia nacional». El esta­
tu ir com o la form a su perio r de vida digna la identificación adscriptiva
del individuo con un pueblo y su historia, sin aten der a las dim ensiones
críticas del conten ido p ro p io de esa herencia, da cuen ta de lo parcial e
inadecuado que resulta el nacionalism o.
La alternativa p olítica a estas cuatro corrientes no viene dada, p ara
el au to r estadounidense, p o r la vía de u na «superación sintética» de tales
posiciones sino p o r un desplazam iento del orden de la realidad y de la
actividad h um anas p o r considerar. El cam po de la política, en sentido
fuerte, no p uede ser asum ido en y desde la figura del «ciudadano», con
la carga m oral y de idealidad que tiende a atribuirse a los «ciudadanos».
M ás bien, la actividad político-dem ocrática, ejercida realm ente de un
m o do indirecto p o r la m ayoría de la población, ha de trascenderse en
busca de las form as de vida que le dan soporte y alientan su p erm an en ­
cia. A m edio cam ino entre las apelaciones a la vida asociativa que m an ­
tiene el n eoconservadurism o y el liberalism o «com o u na anti-ideología»
que relativiza las cuatro posiciones político-sociales citadas, se perfila la
idea de que la vida digna se vive realm ente en el ám bito de la sociabili­
dad de hom bres y m ujeres. É sta ya no es, pues, u na q uinta alternativa
política sino el m arco único en el que se generan y experim entan todas
las versiones de lo b uen o, el m arco en el que se realizan tod os los p a ­
peles que jugam os cada u no en la vida com ún. En definitiva, se tra ta de
u na nueva reconstrucción de la sociedad civil que sirve com o «correcti­
vo de las otras cuatro valoraciones ideológicas» y, en térm in os ideales,
«la sociedad civil es u na base de bases; tod as están incluidas, ninguna
es preferible a otra»22. La dim ensión no-ideológica de la sociedad civil,
la visión m ás realista de las com unidades que transm ite, la n o exigencia
de la excelsitud m o ral que se supone en la teo ría de la «ciudadanía»,
la visión acom odaticia del conflicto que conlleva así com o la plu rali­
dad de posiciones que integra, hacen de la sociedad civil el ám bito m ás
ap rop iado p ara llevar a cabo las distintas actividades sociales. Al m ism o
tiem p o, desde las tom as de decisiones en las tram as asociativas, insiste

21. «La facilidad con que los ciudadanos, trabajadores y consumidores se convierten en
nacionalistas fervientes es un signo de la inadecuación de las tres primeras respuestas a la pre­
gunta acerca de la vida digna» (art. cit., p. 34).
22. Ibid.
n uestro autor, se «configuran de algún m odo las m ás distantes d eterm i­
naciones del E stado y la econom ía».
La estru ctura fundam ental de la tesis sostenida se enm arca en un
cierto espíritu liberal que, en función de la p ro p ia genealogía descri­
ta an teriorm ente a través de lo que denom inábam os el m eta-relato de
Locke, m arca significativam ente la ausencia de lo político en el orden
social p rim ero (estado de naturaleza). Este o rd en de lo social se consti­
tuye, en su apoliticism o, com o m atriz n orm ativ a del desarrollo p o ste­
rio r tan to de la sociedad civil com o del E stado. Esta pretensió n de una
form a de vida social au toactivada y au tosostenida aproxim a la posición
de W alzer a las tesis de los neoconservadores. C om o él m ism o escribe:
Existen buenas razones a favor del argumento neoconservador de que
en el mundo moderno necesitamos recuperar la densidad de la vida
asociativa y volver a aprender las actividades y conocimientos que la
acompañan23.
Al m ism o tiem p o, la devaluación que sufre el espacio público en el
neo-liberalism o y su p ro p u esta de reconstrucción de la sociedad civil
hacen acto de presencia en la interp retació n del liberalism o que sustenta
W alzer: «el liberalism o se p resen ta aquí com o u na anti-ideología, y ésta
es u na p o stu ra interesante en el m u nd o contem poráneo». El supuesto
im plícito en este discurso es pensar que la plu ralidad de relaciones y
determ inaciones de los individuos en la sociedad conform an un espa­
cio de actividad h um ana que, aunque no supla absolutam ente la vida
política, sustenta todas las experiencias de la vida digna. Y lo hace sin
el inconveniente de la parcialidad con que se p resen ta la idea de ciu­
d adanía d esarrollada p o r las ideológicam ente pregnantes corrientes del
republicanism o, del m arxism o, del nacionalism o, etcétera24.
23. Ibid., p. 39.
24. La dificultad, no obstante, para establecer en sus límites precisos la posición de Walzer
y las tendencias académicas estadounidenses que refleja, radica en la yuxtaposición de tradi­
ciones políticas que no siempre es fácil de asumir en un esquema teórico con cierta precisión
conceptual y coherencia. Así, las orientaciones hacia la sociedad civil, en términos de tradición
liberal, se traducen en el hecho de que el liberalismo «acepta todas (las cuatro formas descritas
de vida digna socio-políticas), insistiendo en que cada una deja espacio para otras, por lo que, en
definitiva, no acepta ninguna». Las asociaciones entre los individuos están dotadas de la espon­
taneidad y de la capacidad creativa que, según Walzer, se refleja en la recomendación de E. M.
Foster: «simplemente, conectad». Esta posición, sin embargo, acaba en una contradicción: «La
sociedad civil, por sí sola, escribe, genera relaciones radicalmente desiguales, que sólo pueden
ser combatidas por el poder del Estado» (p. 37). De modo que se impone transmutar la natura­
leza del Estado liberal, el cual «nunca puede ser lo que parece en la teoría, un simple marco para
la sociedad civil». Es más, el proyecto de la sociedad civil requiere, según nuestro autor, «so­
cializar la economía». De ahí que, para él, el buen Estado liberal es socialdemócrata. Los saltos
de planos tan dispares como el comunitarista, el liberal y la socialdemocracia, utilizando cada
uno de ellos con la plasticidad que requiera la función que se les atribuye en el afrontamiento
de un problema, le lleva, a la postre, a hablar de las «aporías» que contiene su concepción de
la sociedad civil. Una concepción tan aporética como desiderativa «se parece, escribe el propio
autor, más a un logro necesario que a una confortable realidad».
El «asociacionism o crítico», tal com o deno m in a W alzer su altern a­
tiva al o rd en político en sentido fuerte, tiene el atractivo de ex perim en ­
tarse com o un cierto alivio del tradicional com prom iso político d em o ­
crático y la aparente facilidad de la alternativa p ro pu esta, que resum e
en el lem a tom ado de E. M . F o rster: «sim plem ente, conectad». A hora
bien, u na atención precisa a las tram as sociales obligaría a un análisis
m ás ajustado de la naturaleza, de la plu ralidad y de las diferenciadas
características de las m ism as. Así, p o r ejem plo, A rato insiste en que una
herm en éu tica m ás precisa, que se co m p rom etiera conceptualm ente con
los diversos gradientes de las relaciones en el ám bito social, nos lle­
v aría a distinguir tres ám bitos distintos25. En p rim er lugar, las redes
sociales latentes surgidas de la au ton om ía social, la sociedad civil com o
m o v im ie n to ; en segundo lugar, en cuanto conjunto de m ovim ientos,
de iniciativas, de asociaciones y públicos au toorganizados — tal com o
se desarrolló en los procesos de cam bio habidos a finales de los años
o chenta del siglo pasado d entro de los llam ados países del Este— , y,
p o r últim o, la sociedad civil institucionalizada tal y com o la conocem os
en O ccidente. La necesidad de un análisis com o el p ro p u esto p o r Ara-
to no sólo resp on de a las norm ales precisiones conceptuales de rigor,
exigibles en la tem atización de un cam po de realidad d eterm inado, sino
que un análisis tal ayuda a descubrir, a desvelar posiciones de personas
y grupos invisibilizados p o r los «hábitos» sociales de co m p ortam ien ­
to «naturalizados». Las relaciones de solidaridad prim aria, ligadas a las
necesidades m ás inm ediatas, o los m ovim ientos coyunturales en situa­
ciones de cierta anom ia social, no pued en confundirse con ni pueden
ser asum idos com o los d eterm inantes epistem ológicos de sociedades
com plejas establecidas institucionalm ente. D e igual m anera, tam p oco se
pued en solapar las relaciones prim arias y los m ovim ientos a que hem os
hecho referencia con los procesos políticos en cuanto reflexión crítica,
en el espacio público, sobre los principios de o rd en am ien to superior de
las sociedades. La supuesta «prioridad natural» que se p retend e o to rgar
a los tipos de relación social m ás alejados del o rd en político y del E sta­
do ha p ro du cid o, en nuestra época m o derna, la legitim ación de form as
de subordinación y exclusión entre individuos y grupos. C om o ya hici­
m os referencia en el capítulo anterior, Tocqueville, u no de los autores
políticos m ás em blem áticos y que m ayor interés despierta en la actual
recuperación de la sociedad civil, escribía lo siguiente:
En Europa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los
sexos, pretende hacer del hombre y la mujer seres no sólo iguales, sino

25. A. Arato, «Emergencia, declive y reconstrucción del concepto de sociedad civil. Pautas
para un análisis futuro»: Isegoría 13 (1996), p. 7. Arato, juntamente con J. Cohen, publicó en
1992 un reconocido y amplio libro que abarcaba los desarrollos habidos hasta ese momento
en torno a la idea de sociedad civil. Su título: Civil Society and Political Theory, MIT Press,
Cambridge, Mass.
semejantes [...] Es fácilmente comprensible que, al esforzarse en igualar
así un sexo al otro, se degrada a ambos, ya que esa grosera confusión
de las obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles y
mujeres deshonestas [...] América es el país del mundo donde se ha pues­
to más atención en señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción
netamente separadas, procurando que los dos marchen al mismo paso
pero por caminos siempre distintos. Si la americana no puede traspasar
el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga
a salir de él26.
Este tex to m uestra cóm o los co m p ortam ientos m ás inm ediatos y
tenidos com o «naturales» p o r la ausencia de m ediaciones políticas o
jurídicas, m ás allá del asentim iento expresado p o r los com ponentes del
grupo, fam iliar o de o tro o rd en , están cargados de y contextualizados
en u na densa red de significados. Los supuestos co m p ortam ientos co n ­
sagrados p o r esa p rio rid ad de que «som os seres sociales p o r n aturaleza
antes que seres políticos o económ icos» acaban invisibilizando las si­
tuaciones de subordinación, de exclusión y haciendo im posible cons­
tru ir form as de identidad que no sean las im puestas h eterón om am ente.
A postillando el an terior tex to , Tocqueville argum enta:
Tampoco han pensado nunca los americanos que la consecuencia de
los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal
e introducir la confusión de autoridades [...] creen que el objeto de la
democracia consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mis­
mo que en la gran sociedad pública, en regular y legitimar los poderes
necesarios, y no acabar con todo poder. Esta opinión ni es privativa de
un sexo ni combatida por el otro27.
El «carácter natural» que adquieren las form as sociales m ás p ri­
m arias acaban im poniéndose en un am plio cam po de relaciones. Esta
«naturalización social» de las relaciones establecidas entre grupos es la
que no sólo im pide a Tocqueville en ten d er y tipificar el p ro blem a del
«racism o» en el trato a los negros en los E stados U nidos, sino que, p or
el co ntrario , le lleva a «com prender» incluso la persistencia de la escla­
vitud en el Sur debido a «que tod os los que adm itieron este h o rro ro so
principio antiguam ente no son hoy libres tam poco p ara abandonarlo».
En definitiva, los órdenes de ser y de estar que se articulan en to rn o
a las pequeñas sociedades fam iliares, los referidos a los roles y a los
detentad ores del p o d er en los ám bitos pre-políticos, la asignación del
«lugar» que han de o cupar los individuos en función de sexo o raza
predeterm inan a la vez que resignifican el ám bito de lo público y a sus
agentes, legitim ando jurídicam ente, en ú ltim a instancia, la exclusión y

26. A. de Tocqueville, La democracia en América, tomo II, cap. XII, p. 180. Cito por la
edición castellana de D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid, 1980. El subrayado es mío.
27. Ibid., pp. 180-181.
la subordinación. El o rd en social así instaurado, que subyace al p o líti­
co, no en cu entra su posible superación con u na p ro p u esta com o la que
realiza W alzer: «sólo un E stado dem ocrático p uede crear u na sociedad
civil dem ocrática». Y ello p orqu e el p ro p io régim en liberal dem ocrático,
el realm ente existente, es el que ha consagrado las form as de exclusión,
de resignificación política de lo privado frente a lo público, de lo p er­
sonal frente a lo político, de lo afectivo frente a lo jurídico. Tocqueville
sí percibió claram ente, y de ahí su negativa a m odificar el o rd en de
lo privado, que cualquier cam bio en los órdenes sociales establecidos
im plicaba la redefinición de las estructuras del poder, de los agentes
del m ism o, la reelaboración del espacio público y sus com petencias,
etc. La «anarquía», consideró el au to r francés, acabaría adueñándose y
arru in an do a la sociedad em peñada en dicha transform ación práctica.
Tan p ro fun das eran las «convicciones» generadas de m o do tan natural.
En definitiva, com enta Le D oeuf, quien ha hecho un p ro fu n d o análisis
de estos textos de Tocqueville, si querem os aten der a los problem as de
las m ujeres, de los negros, de los esclavos y de cuantos sufran m enos­
cabo de sus derechos, h abría que rechazar las form as de «asociacio­
nes locales» que se cierran ráp idam ente en sus form as de solidaridad,
m anten iend o los idénticos intereses de los grupos. La solución a estos
problem as no se en cu entra en estas asociaciones sino que las co rp o ra­
ciones, las fam ilias, las religiones son la causa de tales m ales. En cuanto
al m odo de afro n tar las fracturas sociales o las diferenciadas dem andas
de los grupos p erdedores, «las sociedades llam adas liberales n o difieren
de las del A ntiguo R égim en. N o se trata, pues, de incoar el proceso a la
dem ocracia sino de reco no cer que la pro m esa dem ocrática hasta ah ora
no ha ten id o p o r finalidad prim ord ial ser el espacio en el que todos
vivan juntos con sus diferencias, diferencias que se desean m últiples y
no planificadas p o r nadie [...] ‘Vivir juntos con nuestras diferencias’ no
es un pro yecto pensable en este sistem a, en el que el agrupam iento se
funda en la sim ilitud»28. La necesaria redefinición de la p ro p ia dem o cra­
cia p ara hacerse cargo de las nuevas situaciones en que se enco ntrarían
los individuos o grupos, u na vez ab andonados los lugares y las id en ti­
dades d eterm inadas h eterón om am ente, g uard a cierta sim ilitud con la
situación de los exilados. El trasp lante a o tro lugar, con otras form as de
vida, con dim ensiones sociales diferentes, etc., im plica la invención de
un nuevo m u nd o de relaciones y de sentido, de significaciones nuevas
que obligan a recrear la p ro p ia idea de identidad. D e m odo sem ejante,
u na salida adecuada de la «sociabilidad naturalizada», resignificada p o ­
líticam ente p o r las corrientes teóricas d om inantes y legitim ada p o r usos
jurídicos concretos, im plica que han de reconfigurarse los conceptos
de poder, se han de generar los contextos de libertad que p erm itan el
afro ntam iento au tón om o en o rd en a la «recreación» de las identidades.
28. M. Le Doeuf, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, pp. 468 y 464-465.
E stos procesos de identidad, p o r o tra p arte, guardan u na estrecha rela­
ción tam bién con el «lugar» que se o cupa en el o rd en de la p ro piedad
y en el de la producción. El tratam iento de las desigualdades n o es, p or
tan to , un p ro blem a m eram ente cuantitativo, de am pliar el m arco p ara
que se incluyan nuevos sujetos o grupos o p ara que se ex tiendan los b e­
neficios. T am poco se reduce a la sim plificada fórm ula de tratar a todos
com o personas, pensar que to d o s som os ya de hecho iguales. El p ro ­
blem a no radica únicam ente en las desigualdades existentes, sino, m ás
bien, en que esas desigualdades son posibles p o rq u e, en el in terio r de las
relaciones sociales, han sido configurados los referentes de sentido, los
de las categorías políticas y los del ord en am ien to jurídico que adscriben
los diversos grupos a su lugar p ro p io , ya sea en el o rd en privado o en el
público. El cam bio exigido es, pues, radicalm ente estructural, afectando
al proceso instituyente de sentido referido a los fines superiores de la
organización social, a la com prensión categorial de la realidad de lo
h um ano , así com o a la situación y distribución del p o d er político.
La p arado ja de la sociedad civil es que la p ro p ia posibilidad de
su existencia e im plantación exige «algún co ntro l o u na determ inada
utilización del ap arato del E stado [...] Aquí, pues, está la parado ja de
la sociedad civil. La ciudadanía es u no de los m uchos papeles que sus
m iem bros rep resen tan, p ero el p ro p io E stado n o se parece al resto de
las asociaciones. E nm arca la sociedad civil a la vez que o cupa un espacio
en su seno»29. Éste es u no de los nudos del p ensam iento liberal-com uni-
tarista y p on e de m anifiesto los lím ites que tal co rriente de pensam iento
p resen ta en o rd en a la com prensión del núcleo constitutivo de la p o ­
lítica, así com o en lo referido al sentido y al estatus de la ciudadanía.
La herencia del apoliticism o que se en cu entra en «la sociedad natural»,
p u n to de p artid a legitim ador del liberalism o, se ve aquí reforzada p or
la dim ensión com unitarista de la identidad y la pertenencia a la «vida
colectiva», a «las tradiciones com partidas», a la idea de «incrustación
en la com unidad». Las relaciones que conform an tan to la socialización
com o las señas de identidad de los individuos d en tro de la concepción
com unitarista, a través de «los valores com unes», tienen características
predo m inantem ente de o rd en cultural. Se co n trap o n en así a las relacio­
nes de o rd en político, que tan p ro fun dam en te afectan a la idea de au to ­
nom ía de los individuos, o a las de orden económ ico, que determ inan
la alienación de clases o grupos, así com o tam p oco asum e las pecu liari­
dades de las «colectividades bivalentes» de N . Fraser30, p o r ejem plo, las

29. Ibid., p. 37. Es más, acabará escribiendo que «La sociedad civil, por sí sola, genera
relaciones de poder radicalmente desiguales, que sólo pueden ser combatidas por el poder del
Estado». Los ecos hegelianos y, desde otra óptica, marxianos de esta afirmación nos llevarían a
contextos hermenéuticos muy opuestos a los de los liberales que sirvan de referencia al autor,
y rechazados más radicalmente por los neoliberales, defensores del retorno de la sociedad civil.
30. Las colectividades «bivalentes», escribe N. Fraser, «se distinguen como colectividades
en virtud tanto de la estructura político-económica como de la estructura cultural-valorativa de
referidas al género o la raza31. Estos lím ites y estas deficiencias hacen
acto de presencia en la teorización de W alzer de dos form as diferentes.
En un p rim er m om en to, n uestro au to r in ten ta reducir el protagonism o
y la centralidad p olítica del ciudadano, según las tradiciones dem ocráti-
co-participativas, estableciendo la afirm ación p rim era y cen tral: «Som os
seres sociales p o r naturaleza, antes que seres políticos y económ icos».
Este carácter de prevalencia de lo social frente a los o tros dos cam pos
citados le lleva a concluir que «la sociedad civil es u na base de bases; to ­
das [las form as de vida, F.Q.] están incluidas, nin gu na es preferible a la
otra»32. E sta posición o m niabarcante de la sociedad civil le obliga a ab­
sorber tam bién los ám bitos de la econom ía y de la política, que acaban
p o r p erd er su especificidad p ro p ia en cuanto órdenes diferenciados de
realidad. D e este m odo, insiste n uestro autor, adem ás de todas las tra ­
m as asociativas, la sociedad civil puede asum ir «las m ás distantes d eter­
m inaciones del E stado y la econom ía»33. Se realiza así u na conjunción
en tre la idea liberal de u na sociedad autoactivada y la perspectiva co-
m u nitarista de u na vida colectiva au tocentrad a y solidaria. En segundo
lugar, y tras las críticas recibidas p o r su o bra de m ayor fuste, Las esferas
de la justicia, W alzer ha ten id o que rein tro d u cir el valor del E stado y
las diversas dim ensiones de su actuación. Su posicionam iento personal
de sim patía hacia la socialdem ocracia h a co ntribuido, igualm ente, a re­
co nstru ir el papel del E stado en u na sociedad de asim etrías, que acaba
generand o desigualdades incorregibles desde el m ercado. A hora bien,
la falta de u na adecuada conceptualización de la política, absorbida p o r
el dom inio de las estructuras que m arcan la gram ática p ro fu n d a de un
com unitarism o societario cultural, acaba p o r intro d u cir caracteres de
instru m en talidad en la consideración que hace de lo estatal, pues «no
cabe pensar — escribe W alter en el artículo que venim os citando— en
nin gu na victoria que no im plique algún co ntro l o u na d eterm inada u ti­
lización del ap arato del Estado». El E stado dem ocrático, sin em bargo,
es el único que perm ite crear u na sociedad civil dem ocrática, aunque
sólo ésta puede m an ten er un E stado dem ocrático. Lo que en un p rin ­
cipio puede h acer pensar en u na cierta p reem inencia práctica de la ciu­
d adanía cede, nuevam ente, a la idea de que es la sociedad civil la que
posibilita la pro du cció n de ciudadanos cuyos intereses, «por lo m enos a
veces, vayan m ás allá de sí m ism os y sus com pañeros, que cuiden de la
la sociedad [...] Las colectividades «bivalentes», en suma, pueden padecer tanto la mala distribu­
ción socioeconómica como el erróneo reconocimiento cultural, sin que pueda entenderse que
alguna de estas injusticias es un efecto indirecto de la otra; por el contrario, ambas son primarias
y co-originarias» (N. Fraser, Iustitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocia­
lista», Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes, Santa Fe de Bogotá, 1997, p. 31).
31. Un ejemplo claro de los límites analíticos del comunitarismo se puede contrastar en la
obra de Charles Taylor El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», Alianza, Méxi­
co, 1993.
32. M. Walzer, «La idea de sociedad civil...», p. 34.
33. Ibid., p. 35.
com unidad política que prom ueve y p rotege las tram as asociativas»34.
La co ntinu a am bigüedad y las oscilaciones en la relevancia axiológica
y práctica que se o to rg a al cam po sem ántico de la ciudadanía hacen
pensar en u na inadecuada estructuración de los planos de realidad de
lo hum ano que se estatuyen desde la p olítica y desde la sociedad. Esta
am bigüedad n o im pide en ú ltim a instancia que prim e el fervor p o r el
ám bito privado, que se p resen ta com o u na form a de vida placen tera
p ara los individuos y que en cu entra en la actividad d esarrollada dentro
de las tram as asociativas la realización m ás adecuada de lo hum ano. A
esta form a de vida se co ntrap on e el heroísm o, la dedicación p olítica a
tiem po com pleto, la m arginación de lo p articular y p ro p io que atribuye
a la idea m ism a de ciudadanía: «la m ayoría de n oso tros sería m ás feliz
en cualquier o tra dedicación»35.
Ind ep end ien tem en te de la atención m ás específica que hem os de
o to rgar al tratam ien to ú ltim o sobre la ciudadanía que p ro p o n e W alzer,
es necesario hacer algunas observaciones m etodológicas que afectan a
la tensión que se establece entre sociedad civil y E stado. La solución de
esta tensión, tal com o n uestro au to r la zanja, esto es, co nsiderando que
sólo un E stado dem ocrático puede crear u na sociedad civil d em o crá­
tica, y sólo u na sociedad civil dem ocrática puede m an ten er un E stado
dem ocrático, nos parece m ás u na tesis retó rica que, p ro piam en te, el
resultado de un análisis de las m ediaciones reales entre am bos espacios
de la realidad. H em os hecho ya m ención al déficit teó rico de que ad o ­
lecen m uchos p lanteam ientos sobre la sociedad civil al no llevar a cabo
los análisis epistem ológicos, sociales e institucionales que p o n d rían de
m anifiesto las diversas configuraciones de dicha sociedad. Estos análisis,
desde o tra perspectiva y aten dien do nuevam ente a las sugerencias de
A rato, han de referirse al conocim iento real que hem os de p o n er en ju e­
go cuando tratam o s de distinguir y valorar la diferenciada legitim ación
política que las distintas fuentes o espacios públicos, que rep resentan
los procesos legales políticos frente a las am plias redes sociales, prestan
a los regím enes dem ocráticos. A sim ism o, es necesario atender, em pírica
y teóricam ente, a los procesos form ales y procedim entales, políticos
y jurídicos, que conform an la representación dem ocrática y, a su vez,
contrastarlos con el valor n orm ativo que pueden generar los «públicos»
de la sociedad civil en o rd en a la form ación de la v olun tad popular.
Por o tra p arte, la p retensió n de W alzer de diseñar u na plu ralidad de
form as asociativas locales ha de contrastarse con los efectos que puedan
p ro d u cir los gobiernos locales y la transform ación política así generada
con respecto a la sociedad civil. A este respecto, hem os «de reco rd ar y
docu m en tar — escribe A rato— los efectos de dos form as de desdiferen­
ciación: la polarización p artid ista de la vida civil posible en contextos

34. Ibid., p. 38.


35. Ibid., p. 37.
m u ltipartidistas y la p enetración de la sociedad política p o r los m ovi­
m ientos y los públicos de la sociedad civil»36. Las form as locales p o líti­
cas y las asociativas han de m edirse, al m ism o tiem po, con los im pactos
que supone la globalización en tod os los ó rdenes societales. Todos estos
cam bios pued en alterar la fuerza n orm ativ a que se ha p reten d id o o to r­
gar, de m o do cuasi apriorístico, a los diferentes «públicos» que concu­
rren en la estructuración de las form as dem ocráticas. Por últim o, los
problem as de o rd en constitucional que tienen capacidad p ara alterar la
configuración de la sociedad civil así com o los que atañen a los m edios
de com unicación y su influencia en la esfera pública son, asim ism o, as­
pectos p o r dilucidar cuando se trata de tem atizar la sociedad civil.
El tem a de la ciudadanía volvió a o cupar a W alzer en un trabajo p o s­
terior, al que contextualiza «en u na sociedad que cam bia»37. La capaci­
dad de sim plificación de los tem as referidos a diversos cam pos teóricos
y la inusual facilidad p ara hacer pro pu estas inteligibles y claram ente
form uladas son v irtudes que se han valorad o, frecuentem ente, en el
quehacer intelectual de n uestro autor. A hora bien, creo que su capaci­
dad de sim plificación conlleva, a veces, la p érdid a de consideración de
dim ensiones esenciales en el tem a de la ciudadanía, objeto de n uestro
estudio. La ciudadanía republicana es considerada p o r W alzer com o el
m odelo tradicional m ás fuerte y enfático de ciudadanía y lo sitúa en
la G recia clásica, aunque después ten d rá form ulaciones m odernas con
R ousseau, a raíz de la R evolución francesa, etc. Es el m odelo de ciuda­
d anía que reiterad am ente es caracterizado com o la form a de identidad
p rim era p ara los individuos que viven bajo ese régim en dem ocrático.
E sta form a de identidad p rim era se p resen ta com o «la ardiente pasión»
de aquellos hom bres, com o un tipo de vida h eroico, u na form a de com ­
p o rtam ien to que exige to d o el tiem po de la existencia, m uy lejos de la
actual apatía política de nuestras dem ocracias occidentales, sin el atrac­
tivo de felicidad total que em bargaba a los atenienses en el ejercicio de
dicha ciudadanía. La p lenitud de esta pasión ciudadana ten d ría varios
factores que, según n uestro autor, la convierten en la identidad prim era.
Así, en p rim er lugar, el hecho de que la ciudadanía era «endogám ica»,
se o to rgaba a aquellos individuos cuyos p ro genitores fueran am bos ciu­
dadanos. La división de clases, aunque existente, q uedaba p aliada p o r
el igual derecho legal que la posesión de la ciudadanía otorgaba. Ésta
cobraba u na m uy especial relevancia com o principio identitario dife­
renciado y excluyente frente a los extranjeros y los esclavos que habi­
taban en A tenas. D e este m o do , esa prim acía «estaba vinculada tan to a
la débil diferenciación de esa form a de ciudadanía com o a su ‘carácter
excluyente’. La ciudadanía antigua era el resultado de la experiencia de

36. Ibid., p. 16.


37. M. Walzer, «El concepto de ‘ciudadanía’ en una sociedad que cambia», en Guerra,
política y moral, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 153-166.
esa prim acía»38, en térm inos del au to r estadounidense. Pues bien, deseo
arg um entar que este p lanteam iento de la ciudadanía, p o r p arte de Wal-
ter, es incorrecto filosóficam ente así com o m uy lim itado en el o rd en p o ­
lítico. N u estra tesis se articula en to rn o a dos líneas básicas. En p rim er
lugar, he insistido en otras ocasiones en la necesidad de distinguir entre
«lo político» y la política. «Lo político» alude a las diversas form as que
han revestido, a lo largo de la historia, el ejercicio del p o d er y sus insti­
tuciones sobre un gru po hum ano. La política, en cam bio, ni ha existido
siem pre ni es coextensiva a tod as las civilizaciones. La política, al m enos
en su form a m ás sustantiva de ‘igualdad’ en la plu ralidad y diferencia,
em erge, se crea en el co ntex to de la cu ltu ra griega, raíz de la civiliza­
ción occidental. Está en la base del llam ado ‘m ilagro griego’ o paso del
m itos al logos. La política, en segundo lugar, aparece com o un proceso,
de carácter reflexivo y filosófico, que da lugar a la reorganización del
p ro p io m u nd o de lo h um ano . Así, la filosofía, puede afirm arse, tiene
su lugar m ás p ro p io en los m o m en tos en que surgen problem as con
capacidad de conm over, de intro d u cir desorden en el p ro p io sistem a y
cuyas virtualidades d esestructurantes solam ente pueden ser dom inadas
y rein corp orad as en un nuevo m arco in terp retativo al precio de una
elevación de conciencia. Reflexiva. La elevación a ese saber de segundo
grado es de cuño filosófico. La política, desde esta m ism a perspectiva,
fue el m o do com o los griegos resolvieron la cadena de revueltas y de
crisis sociales que desem bocó en la necesidad de en contrar, en un acto
de reflexión de segundo grado, u na nueva conform ación del sistem a.
É sta consistió no sólo en un m o do distinto de organizarse sino que
originó u na nueva form a de o to rgar sentido a la realidad hum ana, al
tiem po que ofrecía un nuevo criterio de inteligibilidad referido al orden
de lo físico y lo social. La política, en térm in os de C astoriadis, se cons­
tituye en instancia instituyente de sentido y ofrece el aspecto de una
nueva m odalid ad epistem ológica del saber, afectará tan to al o rd en de lo
h um ano com o al universo en general. D esde esta perspectiva es difícil
asum ir la sim plicidad con que expone W alzer el concepto de ciu dad a­
nía. La ciudadanía es p ro piam en te la form a de expresión socio-política,
p o r p arte de los individuos, de ese nuevo o rd en instituyente de sentido.
La ciudadanía, p o r tan to , no tiene n ad a que ver, en principio, con la
felicidad, el heroísm o o la ardiente pasión. La ciudadanía responde al
nuevo nivel de com prensión de la realidad social que deriva de la in stitu ­
ción de la política. En esta m ism a línea de discurso, la afirm ación básica
de W alzer «som os seres sociales antes que políticos» no reviste ningún
valor analítico ni axiológico especial. E l problem a no radica en el antes
o el después sino en el nivel de reflexión y en el orden de institución de
sentido en que nos situ em o s. El p ro p io A ristóteles reco no cerá que el
h om b re está p o r naturaleza d otad o de arm as, «pero puede usarlas p ara
38. Ibid., p. 158.
las cosas m ás opuestas». D e ahí que la instauración de la política sea
algo m ás que las posibilidades n aturales p ara la m era coexistencia con
los m iem bros de un g ru po hum ano. Pues exige u na actividad, un deseo
y u na elección, que se consagran en el discernim iento del o rd en justo
com o lo p ro p io de la ciudad. La ciudadanía, u na vez m ás, no radica en
su carácter excluyente, endogám ico, ni en la identificación p rim era que
se destaca y v alora en la ciudad de A tenas. L a ciudadanía está, m ás bien,
ligada inextricablem ente a ese nuevo m u n d o de sentido y a la configura­
ción del saber «laico» en el orden de lo hum ano-social, frente al m u nd o
del culto que rige el gobierno de su vecino, M esopotam ia. La dedi­
cación o la clase de v irtu d que ha de aco m pañar al ciudadano que ha
o p tad o p o r la elección de un o rd en justo, com o el principio que ha de
regir el m u nd o social, es un tem a que ha ten id o diversas form ulaciones
históricas. E ntre ellas, y d entro del republicanism o m o d ern o , se teorizó
que la p ro p ia felicidad de u no está ligada a la suerte de los dem ás. Esta
concepción im plica, ciertam ente, un grado de solidaridad activa, pero
difiere notab lem en te de la afirm ación según la cual la m ayor felicidad
se en cu entra en ejercer la actividad pública de ciudadano. La ciudada­
nía, en fin, com o sucedería a raíz de la R evolución francesa, se «crea»
(B rubaker), se inserta en el m u nd o sim bólico de sentido que se origina
com o consecuencia de la deslegitim ación e irracionalización del m u nd o
hum ano significante en el A ntiguo R égim en. C obró su expresión pic­
tórica en el cu adro de D avid E l juram ento de los H oracios, em blem a
del «juram ento cívico en la R evolución francesa. Igualm ente se define
la ciudadanía a p artir de la nueva concepción del «lugar» que co rres­
p on de a cada u no en la relación con el p o d er político, com o principio
su perio r de organización social. En este co ntex to em ergen las ideas de
ciudadanía ligadas a la institución de la soberanía popular — frente a la
idea de m era lim itación del p o d er— , a la conform ación sim bólica de
la ciudadanía política, con su trad ucció n en la existencia del espacio
público o interés general, pues la ciudadanía n o se ciñe únicam ente a
la idea de «seguridad» individual. Y tam bién a la idea de a uton om ía , en
relación con la creación de leyes, así com o al supuesto de la ciudadanía
nacional-estatal. El valor p olítico, la dim ensión n orm ativ a y el criterio
epistem ológico p ara discernir en to rn o al o rd en organizativo de lo h u ­
m ano no pued en confundirse con u na determ inada m edia estadística.
En la m ism a línea, afirm am os que la plausibilidad y la posibilidad de
tales órdenes de ser y estar guardan u na estrecha relación con el m odo
racional de argum entación y la adhesión de los individuos que p artici­
pan en los procesos de argum entación.
D E M O C R A C IA , CIUDAD ANÍA Y VIRTUDES PÚBLICAS

1. Introducción
En su artículo titulad o «R etorno de la ciudadanía», K ym licka y N o rm an
dan cuenta de la creciente atención teórica y práctica que, a p artir de
los años n ov enta del siglo pasado, se ha dedicado a la idea, la configu­
ración y el conten ido de la m ism a1. C iertam ente, existe un p recedente
ya clásico, el libro de T. H . M arshall Clase, ciudadanía y desarrollo
social, publicado, p o r p rim era vez, en 1950. E sta o bra es, sin duda,
insoslayable en cualquier estudio sobre la h isto ria y la conform ación de
la ciudadanía a lo largo de los dos últim os siglos. A hora bien, los ejes
centrales de la m ism a responden a los problem as de la ciudadanía con
respecto a la teo ría de la clase social, a su inserción en el capitalism o y a
la form a de integrarse en el orden dem ocrático. Los problem as actuales
de la ciudadanía a p artir de los años noventa, argum entan Kym licka
y N o rm an , están relacionados m ás bien con la idea de los derechos
individuales y la noción de vínculo con u na com unidad determ inada,
tal com o lo han venido sustentando en el p rim er sentido los liberales y,
en el segundo, los com unitaristas. Es m ás, la dependencia de u na gran
p arte de personas de los program as de bienestar subvencionados p o r los
E stados, el auge de los nacionalism os y los problem as derivados de la
situación m ulticultural de las sociedades m ás desarrolladas y com plejas
suponen un ard uo desafío p ara p o d er fijar el reconocim iento legal de la
ciudadanía y/o su fo rm a de inserción práctica en la vida socio-política.
U no de los resultados de m ás calado de la dificultad de d ar respuesta a
los problem as enum erados se ha plasm ado en un creciente desistim iento
de los ciudadanos con respecto a la dem ocracia, n o tan to com o régim en
político com o, especialm ente, p o r la fo rm a histórica que h a venido a

1. W Kymlicka y W. Norman, «El retorno del ciudadano. Una revisión de la producción


reciente en la teoría de la ciudadanía»: La Política 3 (1996), pp. 5-33.
revestir en los últim os tiem pos p o r el co m p ortam iento de «los p o líti­
cos». La dem ocracia se está viendo som etida a un grado de absentism o
y de ap atía tales que se están ero sion an do los referentes de sentido de la
p olítica en general y de la vida dem ocrática en particular.
D esde la perspectiva a que nos hem os referido de crisis de la de­
m ocracia h an com enzado a p ro liferar diversos m odelos de ciudadanía,
los cuales persiguen reavivar la necesaria participación p olítica de los
ciudadanos en el ám bito de lo público. La conciencia de la necesidad de
u na p articipación activa se ofrece así com o la o tra cara de la m o neda
de m odelos, que hacen referencia a la responsabilidad que com pete a
los individuos en el m anten im ien to de la libertad y el au tog ob ierno ,
u na vez que se h an ad qu irid o nuevas cuotas de p o d er político a través
de los diferentes derechos reconocidos en las constituciones m odernas.
E stos nuevos m odelos de dem arcación legal de la ciudadanía y de com ­
prom iso p olítico, con diferentes variaciones, vienen siendo expuestos
p o r diversas teo rías, si bien con acentos m uy dispares en cuanto a la
conform ación de lo que p od ríam os d eno m in ar «virtud cívica». Es cierto
tam bién que entre el llam am iento a la participación y la insistencia en
la responsabilidad ciudadana en o rd en al desarrollo de la dem ocracia,
tales corrientes dejan am plios m árgenes de am bigüedad, y se echan en
falta m uchas precisiones sobre las m ediaciones necesarias que posibili­
tarían la realización concreta de sus propuestas.
A hora bien, a la h o ra de atender a lo que podem os llam ar «virtu­
des dem ocráticas» com o el pendant de estos m odelos en el orden de
las actitudes y las prácticas de los sujetos políticos, las posiciones de
los teóricos divergen de m odo sustancial. Así, p o r ejem plo, los au to ­
res del artículo que nos h a servido p ara la introducción del tem a de la
ciudadanía, K ym licka y N o rm an , liberales con fuerte im p ro n ta social,
nos alertan sobre la novedosa situación de los ciudadanos en nuestras
sociedades com plejas y desarrolladas. F rente a los supuestos de u na vida
buena ligada a la práctica de las virtudes dem ocráticas, nuestros autores
advierten que la gente tiene depositada su idea de felicidad en ám bitos
alejados de la política. La participación política es vista com o una ac­
tividad ocasional y p o r lo general gravosa, aunque necesaria p ara que
el gobierno respete y pro teja la vida privada de los individuos. «Este
supuesto de que la política es un m edio p ara pro teg er la vida privada
— escriben— es com partido p o r m ucha gente de izquierdas (Ignatieff) y
de derechas (M ead), así com o p o r no pocos liberales (Rawls), teóricos
de la sociedad civil (Walzer) y fem inistas (Elshtain)». D e hecho, define la
concepción m oderna de la ciudadanía2.
La extensión y el énfasis de las posiciones citadas serían sintom á­
ticos de la nueva concepción «m oderna» de la ciudadanía, de la ciuda­
d anía en este siglo xxi. E sta concepción viene a solapar y a sustituir las
2. Ibid., p. 16. El subrayado es mío.
virtudes dem ocráticas, consideradas p o r diversas corrientes históricas
com o im prescindibles p ara la posibilidad de u na vida política en liber­
tad. Y la razón de este cam bio de actitudes, afirm an, no tiene tan to que
ver con el em pobrecim iento de la vida pública com o con el desarrollo
y enriquecim iento de u na vida social y personal «m ucho m ás rica, arg u ­
m entan, que la de los griegos». La felicidad que p ro p o rcio n an los ám bi­
tos privados, la valoración del am or rom án tico y de la fam ilia nuclear,
así com o la creciente p ro sp erid ad que da lugar a to d o tipo de consum o
y diversidad en el ocio, nos separan definitivam ente a los «m odernos»
de los «antiguos». La vida p olítica exige un esfuerzo y u na dedicación
tales que es m ejor dejarla en m anos del gobierno, al que prem iam os o
castigam os con ocasión de las elecciones, las cuales, p o r o tra p arte, nos
p erm iten escoger a los m ejores individuos p ara desem peñar las fu n cio ­
nes políticas. «Los ciudadanos pasivos, insisten, que prefieren las satis­
facciones de la vida fam iliar y profesional a los deberes de la política no
están necesariam ente equivocados»3.

2. D em ocracia sin virtudes cívicas


2.1. C onstant o la superioridad de la vida privada
frente a las virtudes dem ocráticas
Lo sintom ático de la nueva ciudadanía p ro p u esta p ara el siglo xxi, arti­
culada en to rn o al ocio, al consum o y a la felicidad de la vida privada,
estriba en que viene a responder, casi pedísecuam ente, a los térm inos
contenidos en el que se p uede considerar com o el Texto program ático
del liberalism o del siglo xix4, que inaug ura la idea de u na dem ocracia
rep resen tativa fren te a los que defendían u na dem ocracia directa o bien
deliberativa. E fectivam ente, en febrero de 1819, en el A teneo de París,
B enjam in C o n stan t dictaba u na conferencia con el título «De la libertad
de los antiguos co m p arad a con la de los m odernos»5. A ntes de en trar
en el análisis del texto, aten dien do especialm ente a su p ro p u esta de una
dem ocracia rep resen tativa sin virtudes dem ocráticas, quisiera destacar
que tan to los actuales teóricos de la dem ocracia y de la ciudadanía, a los
cuales hem os hecho referencia, así com o los liberales de principios del
siglo xix, dejan traslucir u na cierta nostalgia, u na m elancolía que tiene
que ver con las prácticas de aquellos griegos que hicieron am anecer en
nuestra cultura el im aginario político que, hasta ahora, es el referente
3. Ibid., p. 17.
4. Especialmente si tenemos en cuenta que el término «liberalismo» fue acuñado por
las Cortes de Cádiz en 1812. Antes de esa fecha podemos hablar, sólo y propiamente, de un
liberalismo avant la lettre.
5. Cito dicho texto por la traducción de M.a L. Sánchez Mejía: Benjamin Constant,
Escritos políticos, CEC, Madrid, 1989.
siem pre asum ido p ara su defensa o p ara su negación. E specialm ente
llam a la atención la form a de vida practicad a en la ciudad de A tenas en
los siglos v y IV, en los m o m entos de m ayor p regnancia cívica en la co n ­
form ación de la dem ocracia, inventada en un alarde de autorreflexión
y de fuerza sim bólica que p erd u ran hasta nosotros. Éste es el prim er
im aginario político dem ocrático que conocem os en la historia, y su ca­
pacidad de invención no se ha secado nunca, n o ha dejado de ejercer
u na atracción siem pre en riqu eced ora y creativa.
Benjam in C o nstan t traduce en su escrito, en p rim er lugar, la inq uie­
tan te interpelación que, en silencio, le dirigen sus oyentes. M uchos de
ellos fueron sujetos activos de la R evolución francesa, a la que C o nstan t
deno m in a «feliz a pesar de sus excesos». A hora bien, tras ese elogio
retó rico y de com prom iso, cierra sobre su quicio, de m o do hasta ah ora
p erdurable, la p u erta al in ten to ren ov ado p o r algunos de crear u na n u e­
va A tenas, en los m o m entos de com prom iso revolucionario p o r p arte
de unos, p ero, tam bién, en los de te rro r p o r p arte de otros. Se trata
p ara él de coagular, de congelar el ardiente deseo de un cam bio político
radical, en su form ulación dem ocrática, de lo que podem os deno m in ar
el segundo im aginario político de nuestra h isto ria occidental.
C o nstan t tiene plena conciencia del cam bio que p retend e in tro d u cir
en la v ida dem ocrática a través del disfrute «del gobierno representativo
[...] el único que puede p ro p o rcio n arn o s hoy cierta libertad y tran q u i­
lidad, [que] fue p rácticam ente desconocido entre las naciones libres de
la A ntigüedad». La conciencia de que está en juego la fundación de un
nuevo orden político le lleva, significativam ente, a utilizar los m ism os
principios constituyentes de un em ergente statu quo que, de form a re­
currente, han venido utilizando los hum anos cuando se ha tratad o de
d o tar de legitim idad al nuevo orden en cuestión. Así, los principios que
han de d ar justificación y plausibilidad a la nueva situación que se quiere
im p lantar ten drán la m ism a estru ctura característica de los «m itos em er­
gentes» en las sociedades etnológicas. D e acuerdo con esta estructura,
en p rim er lugar, se arguye que el orden preced ente tiene los caracteres
negativos del desorden, del caos; en sum a, de un «m undo al revés». Así
es com o C o nstan t califica a la sociedad de los griegos: disponían de una
libertad colectiva tal que im plicaba u na com pleta sujeción, es decir, el
«m undo al revés» de los m odernos. F rente a la libertad de elección p ri­
v ada de los individuos m odernos, los antiguos «no eran, p o r así decir,
m as que m áquinas, cuyos resortes y engranajes regulaban y dirigían la
ley [...] el individuo estaba com o diluido en la nación, el ciudadano en
la ciudad»6. Por el contrario, en la m o dernidad, la libertad p ara el ind i­
viduo consiste «en el disfrute apacible de la ind ep end en cia privada». La
vida dem ocrática de los griegos «no ofrecería m ás que incom odidades
y fatigas a las naciones m odernas, d on de cada individuo, ocupado de
6. Ibid., p. 262.
sus negocios, de sus em presas, de los placeres que obtiene o que espera
obtener, no quiere ser d istraíd o de to d o esto m ás que m o m en tán ea­
m ente y lo m enos posible»7. Así pues, frente al o rd en al revés de la
A ntigüedad, o rd en m aquínico en el que se enajenaba la individualidad,
en el que el individuo «era un esclavo en tod as las cuestiones privadas»,
el o rd en válido, «descubrim iento de los m odernos», consiste en la im ­
p lantació n de la dem ocracia rep resen tativa. «El o rd en rep resen tativo
no es o tra cosa que u n a organización que ayuda a u na nación a des­
cargar en algunos individuos lo que no p ued e o n o quiere h acer p o r sí
m ism a»8. La b úsq ueda de legitim ación que in ten ta C o n stan t m ediante
la subversión del o rd en p olítico p ro p u esto p o r los griegos le lleva, in ­
cluso, a p lantearse u na tesis v erd ad eram en te m etafísica: ha h abid o un
cam bio de la naturaleza anterior a la nuestra; «la situación de la especie
h u m an a en la A ntigüedad, p o r o tra p arte, n o p erm itía in tro d u cir o
establecer u na institu ción de esta naturaleza»9. Así es com o se explica
que los pueblos antiguos «no p o d ían ni sentir su necesidad ni apreciar
sus ventajas».
¿Q u é traducción tienen en el o rd en cívico estas tesis, que recurren
tan to a la idea de un o rd en constituyente de carácter m itológico com o
a la m etafísica? C o ncretam en te se desea, en p rim er lugar, instaurar, p or
p arte de los m o derno s, un uso de los derechos civiles que p erm ita el
tráfico com ercial en la sociedad, ám bito p o r excelencia de la indivi­
dualidad libre. En segundo lugar, u na descarga de to d o s los deberes
ciudadanos en el régim en representativo recién inaugurado. En tercer
lugar (C onstant no puede dejar de explicitarlo), u na sustitución de la
idea de «soberanía» personal, in terio r y exterior, de los atenienses p or
la de u na azarosa influencia en la adm inistración del gobierno o por
dem andas a la au toridad, la cual está «más o m enos obligada a tom ar
en consideración». D e este m o do se ven trun cad as todas las corrientes
históricas que habían inten tad o reco nstru ir lo que M on tesq uieu d en o ­
m inó «virtud» en la república, u na v irtu d que no es m oral ni tam poco
u na v irtu d cristiana, «sino u na v irtu d política». El ciudadano pasivo de
la dem ocracia rep resentativa, inaug urad a p o r los «m odernos», no su­
pone ni conlleva la posesión de ningún tipo especial de v irtu d política,
p orqu e el ciudadano es u na abstracción carente de co nten ido político
sustantivo. Escribe C o n stan t:
Entre los modernos, por el contrario, el individuo, independiente en
su vida privada, no es soberano más que en apariencia, incluso en los
Estados más libres. Su soberanía es restringida, está casi siempre en sus­
penso; y si en determinados momentos, poco frecuentes, ejerce esa so­

7. Ibid., p. 266.
8. Ibid., p. 282.
9. El subrayado es mío.
beranía, está siempre rodeado de precauciones y de trabas, y no hace
otra cosa que abdicar en seguida de ella10.
En definitiva, la dem ocracia rep resen tativa no se com padece con
u n a idea de libertad políticam en te sustantiva. La libertad política es
co nsid erad a in stru m en talm en te com o la g arantía de la libertad in d i­
vidual. La riqueza, el d in ero y el com ercio, p ro p io s de un cam bio ci-
vilizatorio, se constituyen en la vida p ro p ia de la sociedad m o derna.
Es m ás, siguiendo el hilo de la justificación ideológica reiterad a del
d in ero com o arm a de paz y de equilibrio con respecto al p o d er estatal,
C o n stan t presum e de que «el p o d er am enaza, la riqu eza recom pensa.
Se escapa al p o d er engañán do le; p ara o bten er los favores de la riqueza
hay que servirla. La riqu eza siem pre gana». N o obstan te, n u estro te ó ­
rico es sensible al hecho de que la separación radical del d in ero y el
E stado, im plicada en la idea de u n a ciu dad an ía pasiva com o m o d o de
disfrute p articular, acaba p o r lam inar la p ro p ia libertad que defiende:
a la p ostre no cabe m ás que la resignación ante la im p oten cia frente al
poder. Así suenan sus palabras llenas de despecho: «Q ue se resigne el
p o d er a esto : necesitam os libertad y la tendrem os»11. C o n el p ro gram a
de u na dem ocracia su sten tada en la ausencia to tal de virtu des cívicas
sólo cabe esperar esa especie de am arga constatación, llena de im p o ­
tencia, de que «tendrem os» la libertad. «En la clase de libertad que nos
co rresp on de a n oso tros, ésta nos resu ltará m ás preciosa cuanto m ás
tiem p o libre p ara los asuntos p rivados nos deje el ejercicio de nuestros
derechos políticos».
Por o tro lado, la retó rica de u na sociedad del dinero y el com ercio
don de cada u no se o cupa de sus negocios y de sus em presas, así com o la
prom esa de un m u nd o feliz, en el cual cada u no persigue sus intereses
y tod os disfrutan de los placeres presentes o en vías de obtener, está
encubriendo la inm ensa violencia antrop ológ ica que se ejerció en este
proceso sobre los individuos. La im posición de la estru ctura institucio­
nal de u na sociedad de m ercado, tal com o ha q uedado h isto riada en
La gran transform ación de Polanyi, supuso la desarticulación del tejido
social y la form ación de grandes m asas de parados. Un co ntem po ráneo
de C o nstan t, H egel, escribía en esos m ism os años, en 1820, que la co n ­
figuración de la nueva sociedad civil está p erm itiend o la «acum ulación
de riquezas» al tiem po que está au m en tand o la situación de d ep en d en ­
cia y necesidad de la clase que trabaja, a la que no llega el goce de los
bienes. Es m ás, «el descenso de u na gran m asa p o r debajo de un cierto
nivel de vida [...] ocasiona la form ación de la plebe». D e este m o do , el
p ro blem a de la sociedad civil, absuelta de u na libertad política sustan­
tiva, se m uestra com o el de u na sociedad «que no es suficientem ente

10. Ibid., p. 261. El subrayado es mío.


11. Ibid., p. 281.
rica, en m edio del exceso de riqueza; esto es, que no posee en la p ro p ia
riqueza lo suficiente p ara evitar el exceso de m iseria y la form ación de
la plebe»12.
2.2. E l caudillo o el desplazam iento de la soberanía popular
En el p rim er tercio del siglo x x u no de los liberales de m ayor influencia
en el pensam iento socio-político de los últim os tiem pos, M ax W eber, da
cuenta de la situación de su m o m en to presente. Tras el siglo tran scu rri­
do desde el anuncio de la «edad de los m odernos», «lo que tenem os ante
n oso tros — escribe W eber— n o es la alborada del estío, sino u na noche
p olar de u na dureza y u na oscuridad heladas, cualesquiera que sean los
grupos que triun fen» 13. A unque en el p árrafo an terio r W eber se refiere
al m o m en to político de A lem ania tras la g u erra del 14, su análisis acaba­
rá ten iend o u na dim ensión m ucho m ayo r: la rein terpretació n de la M o ­
d ernid ad, cuyo tratam iento aún hoy ejerce u na especial influencia. Y lo
que se en cu entra en el centro de sus preocupaciones es la racionalidad
occidental que ha alum brado tan to el capitalism o com o el E stad o: «es
evidente — advierte— , en tod os estos casos se trata de un ‘racionalism o’
específico y peculiar de la civilización occidental»14.
W eber p resta u na dedicación especial a la genealogía de la M o d ern i­
dad y, d en tro de ella, subraya la im p ortan cia del origen del capitalism o.
La atención a este últim o no viene únicam ente exigida p o r el análisis de
sus aspectos form ales sino p orqu e, adem ás, se trata del «poder m ás im ­
p o rtan te de nuestra vida m oderna: el capitalism o»15. En los orígenes de
este m o do de pro du cció n se dio, p o r un lado, u na azarosa interrelación,
u na «afinidad electiva» entre lo que se consideró las virtudes burguesas,
p o r un lado, y, p o r o tro , la intelección religiosa del m u nd o p o r p arte de
la R eform a. Las virtudes burguesas consistían en la práctica de una vida
de carácter ascético y de inten sa relación con el avance de las ciencias
y sus aplicaciones técnicas a las industrias o servicios com erciales. A su
vez, la intelección religiosa del m u nd o p o r p arte de la R eform a conside­
ra el cosm os com o u na realidad a través de la cual no puede establecerse
n inguna m ediación salvífica, en co ntra de la posición del catolicism o.
Lo paradójico es que este rechazo del m u nd o com o instancia m ediad ora
p ara o bten er la gracia de D ios lleva a los calvinistas a considerar que
es necesario racionalizar este m ism o m u nd o com o un m edio de h o n rar
la M ajestad de D ios. Las virtudes ascéticas y el sentido del deber p ro ­
fesional de la burguesía p rim era, p ro m o to ra del capitalism o, llevaron

12. G. F. W Hegel, Filosofía del derecho, 1820, §§ 243-245.


13. M. Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 31972, p. 177.
14. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona,
51979, p. 17.
15. Ibid., p. 8.
a cabo la realización práctica de un trabajo sistem ático y racional de
enorm e u tilidad en el o rd en económ ico. D e este m o do , am plios grupos
de p ro testan tes vivieron la «racionalización» del m u nd o, la profesión
com o u na «vocación», que, a la p ostre, p o d ía ofrecer al individuo signos
de la elección divina. A esta confluencia de actitudes y prácticas en los
orígenes del capitalism o se la d enom inó «el espíritu del capitalism o».
Los p uritano s, en su vida profesional, siem pre habían concebido la crea­
ción de la riqueza com o «un m anto sutil que en cualquier m o m en to se
puede arro jar al suelo» (Baxter). La fatalidad, escribe W eber, hizo que el
m anto sutil de la riqueza del que hablaba B axter se haya convertido en
un «férreo estuche» o «jaula de hierro», en trad ucció n libre y exitosa de
M itzm an. La «jaula de hierro» del capitalism o realm ente existente es­
tru c tu ra y determ ina, com o lecho de P rocusto, los co m p ortam ientos de
los individuos y condiciona la p ro p ia actividad política. Los fun dam en ­
tos m ecánicos del capitalism o han dejado vacío el estuche que contenía
el «espíritu del capitalism o» y ¡quién sabe si n o acabará arrastran d o co n ­
sigo la «ilustración»! El vaciam iento del m u nd o de to d o orden divino,
com o el que sostuvo el puritanism o en p erfecta arm on ía con el interés
económ ico de la burguesía, vino a llenarse — especialm ente a p artir del
R enacim iento— con la diversidad de las ciencias, especialm ente la física
y las m atem áticas («el m u nd o está escrito en lenguaje m atem ático»).
E sta situación de dom inio de las ciencias engendró la idea de progreso,
no sin pretensiones cuasi religiosas, según la cual el m u nd o era u na rea­
lidad de la que p od rían establecerse científicam ente todas las leyes que
lo conform an. D e este m o do , el m u nd o, p aradójicam ente con respecto
al p u n to de vista religioso de los p uritano s, puesto que descansa en sí
m ism o, se vio de p ro n to vacío de D ios y lleno de los dioses que cada
in térp rete o teó rico consideraba p ertinentes. «O dicho sin im ágenes, la
im posibilidad de unificar los distintos p un to s de vista que, en últim o
térm in o, pueden tenerse sobre la vida y, en consecuencia, la im posibi­
lidad de resolver la lucha entre ellos y la necesidad de o p tar p o r u no u
otro»16. El «espíritu del capitalism o» dio paso así al «desencantam iento
del m undo».
En térm inos generales, la defensa clara del capitalism o p o r p arte de
W eber, que de ningún m odo siente nostalgia p o r la «com unidad» tradi-
cional17, se une a u na concepción del E stado, de claro corte nacionalista
y colonial, que reduce y ah orm a la posibilidad de la dem ocracia. A p ro ­
pósito de la econom ía ya hizo ver que la ciencia de la política económ ica
es u na ciencia política [... ] «Y en este E stado nacional el criterio m áxim o
de valor es p ara n oso tros, tam bién desde un p u n to de vista económ ico,

16. M. Weber, El político y el científico, pp. 223-224.


17. Su relación y entendimiento personal con Tonnies es evidente en la consideración
de que las relaciones sociales modernas eran el resultado histórico del capitalismo y las clases
sociales en conflicto y no tenía ningún tipo de nostalgia por la época pre-moderna.
la razón de E stad o »18. M arian ne W eber, su m ujer, dejó constancia a este
pro pó sito de su disparidad de opiniones con su íntim o am igo N au m ann .
«Para N au m ann — escribe M arian ne— , el p o d er nacional del E stado
constituía u na refo rm a social; p ara W eber, p o r el co ntrario , la justicia
social y la p olítica no eran sino un m edio con respecto a la seguridad
de la nación-E stado»19. E sta idea w eberiana de la nación-E stado corre
paralela a su insop ortab le vivencia de fracaso nacional p o r la falta de
«extensión del p o d er alem án» en el m undo, com o la habían ten id o otras
naciones20. El p u n to de vista im perial sufrió diversas inflexiones p or
parte de W eber, rebajando el to n o colonial de la expansión al postular
u na supuesta ayuda cultural a los pueblos21. En esta óptica nacionalista
y de expansión alem ana en cu entra W eber el co ntex to p ara la extensión
del voto. «M e parece — escribe— que nuestra p rim era tarea en casa
consiste en hacer posible que los soldados regresen a reco nstru ir la Ale­
m ania que han salvado con el p o d er del v oto en sus m anos y a través de
sus rep resen tantes electos»22. La extensión del v oto, pues, pasa p o r esta
fuerte im p ro n ta del ciudadano com o soldado, dispuesto p ara la guerra
y p ara la m uerte.
N o se puede negar que m uchas naciones am pliaron el derecho al
v oto en función de las guerras de to d o tipo , especialm ente las que te ­
nían p o r objeto»am pliar» sus fronteras. Pero la «calidad» de este tipo
de v oto se ve m uy m erm ad a a la h o ra de insertarla en u na teo ría de
la dem ocracia, dado el carácter instru m en tal con que se concebía el
ascenso a ciudadano de pleno derecho. Así, en relación con el tem a del
v oto, W eber afirm a que en ú ltim a instancia no le interesa el tem a de
la «dem ocratización en la esfera social». En este sentido, escribe: «más
bien considerarem os al sufragio igualitario com o un hecho, un hecho
que no se puede deshacer sin graves repercusiones». Esta to m a de p o s­
tu ra supone una depreciación de la calidad de la dem ocracia, ya que se
la estim a com o u na concesión h istórica necesaria p o r el desarrollo del
capitalism o y la necesidad de d isponer de soldados p ara llevar a cabo los
planes del E stado. La ciudadanía es la expresión instrum ental, p o r un
lado, de la «razón de Estado». Por o tro , y en función de las condiciones
que im pone el capitalism o p ara su pleno reconocim iento legal, la ciu­
dadanía, com o expresión de libertad — pese a la dependiente relación
del obrero de los m edios de trabajo y la dureza de las posibilidades de

18. «El estado nacional y la política económica alemana», en Escritos políticos I, Folios,
Madrid, 1982, p. 18.
19. Cf. D. Beetham, Max Weber y la teoría política moderna, Centro de Estudios Consti­
tucionales, Madrid, 1977, p. 30.
20. Cf., por ejemplo, Escritos políticos I, Folios, 1982 p. 27.
21. Un liberal como Kymlicka afirma el distorsionamiento del pensamiento liberal por su
justificación del colonialismo, llegando a fetichizar el «crecimiento económico» y «el dominio
de la naturaleza» (Ciudadanía multicultural, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 78 ss.).
22. Escritos políticos I, p. 61.
su supervivencia— , ha de p o d er rep resen tar al individuo que, form al­
m ente libre, establece un co n trato con el em pleador. W eber reduce el
factu m dem ocrático de la ciu dad an ía a un dato que se im pone, y niega
la p osibilidad de que dichos ciudadanos p ued an asum ir o co nfo rm ar
críticam ente un im aginario socio-político que les p erm ita ten er un p a ­
pel activo en la actividad política. N o se p ued e negar que hubo diver­
sos m o m en tos en los que W eber exigió un p arlam en to fuerte, capaz de
co n tro lar la acción de gobierno y de superar, en tre o tras cosas, el m al
que aqueja a la actividad política en u n a A lem ania dejada en m anos de
los funcionarios En la nueva época que acaba con el p o d er de los ho-
noratiores, p ro p io de los latifundistas p atriarcales, el fun cio nario espe­
cializado es tan necesario e indispensable p ara las labores ad m in istrati­
vas com o nefasto cuando p reten d e asum ir labores de gobierno. En los
E stados industriales, el sistem a de dos p artid o s23 resu lta ya im posible
p o r la división «de las capas económ icas en burguesía y p ro letariad o
y p o r la im p o rtan cia del socialism o com o evangelio de las masas». La
única salida de la política, si quiere situarse a la altu ra de los tiem pos,
es la de posib ilitar y co n fo rm ar la existencia del líder o dem agogo. La
ciu dad an ía de m asas, el p ro p io p arlam en to y la lab or de los fun cio na­
rios centran su relevancia en ser in stru m en to s p ara el surgim iento del
caudillo24. M ás allá, pues, de lo que p o d ría p arecer un análisis socio-
político, W eber establece tales prem isas prescriptivam ente: «Y así debe
ser. D o m ina siem pre la actividad política del p rin cipio del ‘p equeño
n ú m e ro ’, esto es, la su perio r capacidad de m aniob ra de los p equeños
grupos dirigentes. E ste rasgo ‘cesarístico’ es im posible de elim inar (en
los estados de m asas)»25.
Al carácter instrum ental de la concesión del voto a efectos de pod er
llevar a cabo u na guerra, a la consideración de la extensión del voto
com o un hecho que hay que aceptar velis nolis si no querem os intro du cir
nuevas quiebras en el orden socio-político, se une ah ora la descalifica­
ción total de las «masas» com o sujetos soberanos y racionales que p u d ie­
ran estatuir un orden político. Es m ás, no puede aceptarse que la u n i­
versalización del voto a los varones p ued a estar a la altura de la ru p tu ra
que supuso el co ntrato social con respecto al Ancien R égim e. Las masas,
insiste, cualesquiera que sean en su caso particular las capas sociales que
las form an, «sólo piensan hasta pasado m añana». Y ello porqu e «cuando

23. La vieja usanza durante el dominio ejercido por las élites agrarias, como fue el caso de
los junkers en Alemania, era la de establecer dos partidos, de carácter aristocrático, que contra­
ponían la parlamentarización a la democracia.
24. Lo esencial en el orden político es la existencia de líderes que persiguen el poder
para la realización de ciertos ideales. Desde esta perspectiva, la pregunta correcta con respecto
al parlamento no es ya su capacidad de actuar sino «la pregunta inversa, en el sentido de si los
partidos permiten o no, en una democracia de masas, el ascenso de personalidades rectoras»
(Escritos políticos I, p. 157).
25. «Parlamento y Gobierno», en Escritos políticos I, p. 102. El subrayado es mío.
se trata de un gobierno de m asas, el concepto de la ‘dem ocracia’ altera
de tal form a su sentido sociológico, que sería absurdo buscar la m ism a
realidad bajo aquel nom bre com ún»26. D efinitivam ente, p ara W eber, la
dem ocracia de los «m odernos», desde su consideración de la sociedad
civil y la asunción del capitalism o realm ente existente, no puede im plicar
que exista un «contrato» realm ente libre entre los habitantes de un E sta­
do, es decir, no es posible considerar la soberanía p o p u lar27.
2.3. D e la econom ía de m ercado a la dem ocracia com o m ercado
C iertas dim ensiones del liberalism o consagrado en el siglo x ix sólo ad­
quieren su com prensión si enlazam os algunas de sus tesis principales
con la d euda que tod os reconocen ten er con la o bra de Locke. C om o
he señalado en el an terio r capítulo, el au to r inglés construye lo que p o ­
dem os llam ar un «m etarrelato» que, aunque secularizado y oscurecido
p o r nuevas aportaciones, sigue ten iend o el valor de la fundación de un
nuevo orden económ ico social que d eterm ina el sentido y las funciones
del E stado. Según dicho «m etarrelato» la sociedad, frente a las tesis de
H obbes, ya existía, en el estado de naturaleza, de form a o rd en ada, con
el reconocim iento de los derechos de los individuos p ro pietario s. A hora
bien, dicha sociedad no poseía fuerza coactiva p ara defenderse de los
desm anes de aquellos que, p o r ejem plo, inten tab an anexionarse tierras
o p ro piedad es de los dem ás, aunque estuvieran obligados a «conform ar­
se a la ley n atural (que regía), es decir, a la v olun tad de D ios, de la que
esa ley es su m anifestación»28. Los individuos que vivían en la situación
idealizada de las leyes de la naturaleza, articuladas y propiciadas p o r la
divinidad, son, p ro piam en te, sujetos pre-políticos, con sus intereses ya
definidos, sin n inguna cu ltu ra política p ro piam en te tal. La necesidad de
la sociedad civil y del E stado, com o elem ento de coacción, co nstitu i­
dos en un «tiem po» y en un «espacio» posteriores, han de p ro teg er la
«norm atividad», los valores y los derechos pre-existentes del h ipotético
estado de la sociedad n atural pre-política. C iertam ente, la construcción

26. M. Weber, Economía y sociedad, FCE, México, 31977, p. 704.


27. En cualquier caso, no se puede negar el carácter verdaderamente dramático con que
se enfrenta Weber a las situaciones límite en que le situaron tanto su estudio del desarrollo
de las sociedades como la experiencia de una guerra perdida. Cabría, por tanto, hacer otras
lecturas más matizadas, aunque aquí nos llevaría demasiado lejos. Quisiera, a fuer de este reco­
nocimiento de la propia complejidad de la obra y del momento, así como de su persona, hacer
mención a un texto que refleja la máxima tensión en que se sitúa Weber: «Es, por el contrario,
infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso
no importa), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias
y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: ‘no
puedo hacer otra cosa, aquí me detengo’. Esto sí es algo auténticamente humano [...] Desde
este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos
absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al
hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política».
28. J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, § 135.
de la nueva sociedad civil, cuya ejem plaridad algunos liberales sitúan
en el co m p ortam iento de los colonos en los E stados U nidos, «ha(n)
ten id o som bras de enorm e alcance, tales com o la esclavitud, la ex plo ­
tación capitalista y la discrim inación sexual»29. Por o tra p arte, dados
los presupuestos que asum en, no son de ex trañ ar las variaciones o re ­
negaciones que, sobre la gram ática p ro fu n d a de la ciudadanía creada
en la R evolución francesa, han venido realizando los teóricos liberales,
algunos de los cuales son aquí objeto de n uestro tratam iento. La ato nía
en el tratam ien to de las virtudes dem ocráticas, las prácticas cívicas o el
valor del espacio público, com o un ám bito político de conform ación
intersubjetiva de las preferencias y su jerarquización, no tienen cabida
en la que hem os deno m in ado «dem ocracia de m ercado», a la que nos
referirem os a continuación. Q uisiera, no obstante, llam ar p rim ero la
atención sobre o tro aspecto del liberalism o: la operación p olítica que
ha venido realizando al m ezclar e igualar los derechos de libertad y
au ton om ía con, p o r ejem plo, el derecho a la p ro p ied ad privada. C om o
lo señala el au to r italiano L. Ferrajoli, la p ro piedad , com o los derechos
patrim oniales, no es universal (cada titu lar lo es con exclusión de las
dem ás personas), al tiem po que es «alienable, negociable, transigible».
Por el co ntrario , los derechos de la person alidad y de ciudadanía son
derechos universales, indisponibles e inalienables. Las diferencias entre
am bos grupos de derechos im plican, adem ás, que «corresponden a sis­
tem as sociales y políticos diferentes y en to d o caso independientes [... ]
Los derechos de libertad no tienen n ad a que ver con el m ercado [... ] y
rep resentan un lím ite no sólo frente a la política y a los poderes públi­
cos, sino tam bién frente al m ercado y a los poderes privados»30. C on una
aden da de especial interés: los derechos, frente a los criterios del iusna-
turalism o, son los p ro du cid os p o r las leyes, tan to constitucionales com o
ordinarias. En este sentido, ni desde el p u n to de vista filosófico ni desde
el sociológico se puede tratar de articular u na teo ría de la ciudadanía
que oblitere o p reten d a red ucir arbitrariam en te los derechos positiviza-
dos en el cam po jurídico. D e este m odo, la crítica del neoliberalism o a
las actuales corrientes que inten tan redefinir el concepto de ciudadanía
es d eud ora de la genealogía del m etarrelato liberal, con el presupuesto
de un orden prepo lítico y que h om ologa los diversos derechos, tra ta n ­
do de im pugnar los derechos sociales conquistados históricam ente y
p reten d ien d o invalidar los derechos positivizados en los diversos o rd e­
nam ientos jurídicos.
D esde las perspectivas liberales reseñadas, y ten iend o en cuenta
la ap ortació n de C o nstan t y W eber, la o bra C apitalism o, socialism o y
dem ocracia de J. A. Schum peter, escrita en 1942, rep resen ta tan to un
ajuste de cuentas con el m arxism o com o el establecim iento del estatuto

29. V. Pérez Díaz, «Fin de siglo y final de la historia»: El País, 9 de julio de 1989.
30. L. Ferrajoli, Derechos y garantías, Trotta, Madrid, 52006, p. 103. El subrayado es mío.
de la dem ocracia liberal rep resen tativa31. E sta o bra será la teorización
de m ayor im pacto de las últim as décadas del siglo x x p o r lo que a la
teo ría dem ocrático-liberal se refiere. N o s interesa, pues, destacar algu­
nos aspectos fundam entales de la m ism a referidos tan to a la dem ocracia
com o a las virtudes cívicas.
La conciencia de que estaba en juego la fundación de un nuevo
orden político h abía llevado a C o nstan t a recu rrir a la estru ctura de
los principios constituyentes del sta tu quo, tal com o lo han hecho los
h um anos desde su elaboración de los «mitos» em ergentes en las socie­
dades etnológicas. A hora bien, u na vez asentados, desde el p u n to de
vista liberal, los caracteres del sujeto m o derno , que se presum en univer-
salizables, S chum peter convierte en u na tesis h istó rico-antrop oló gica
fuerte lo que se viene a considerar com o la nueva naturaleza hum ana.
El p ro blem a le parece tan decisivo a n uestro teó rico que establece un
capítulo titulad o «La naturaleza h um ana en la política». En él considera
que, desde un p u n to de vista psico-sociológico, el co m p ortam iento de
los individuos en grupos am plios o de p o d er especialm ente relevante,
com o «todo consejo de g uerra com puesto de u na docena de generales
sexagenarios», m uestra, aunque sea de u na form a atenuada, los rasgos
que aparecen claram ente en el caso de la chusm a, especialm ente un
sentido de la responsabilidad red ucid o, un nivel inferio r de energía in ­
telectual y u na sensibilidad m ayor p ara las influencias extralógicas»32.
En esta línea de caracterización de la naturaleza hum ana, la actuación
política de los individuos se m uestra tam bién ayuna de capacidad de
volición indep end ien te, de ap titu d p ara deducir de u na m anera clara
y ráp id a las consecuencias racionales de una situación o p ro p u esta p o ­
líticas. Así está claro que en los individuos históricos de estos nuevos
tiem pos «la precisión y la racionalidad en el pensam iento y en la acción
no están garantizados», com o lo suponía la dem ocracia antigua. La ca­
lidad h um ana política es, a la postre, m ás bien fabricada p o r los grupos
políticos. C on frecuencia, el artefacto, creado al m o do de la p ro p ag an ­
da com ercial, que algunos denom inan la vo lon té générale de la teoría
clásica, m uestra que, realm ente, «la v olun tad del pueblo es el p ro du cto
y no la fuerza p ro p u lso ra del proceso político»33. D e esta m anera, atri­
buir a la v olun tad del individuo «una ind ependencia y calidad racionales
es com pletam ente irreal». N o se trata de negar, en general, a los seres
h um anos la capacidad de d esarrollar opciones y opiniones acertadas
en espacios am plios de tiem po y sin p rem u ra. «Sin em bargo, la h istoria
consiste en u na sucesión de situaciones a corto plazo que pued en alterar
el curso de los acontecim ientos». Y, en tales situaciones, bien puede
afirm arse que las cuestiones im p ortan tes y decisivas no son necesidades

31. Cito por la traducción ofrecida por Folio, Barcelona, 1984.


32. Ibid., p. 329.
33. Ibid., p. 336.
d eterm inadas p o r el pueblo sino creadas p ara su ap robación34. Si aún
hay alguien que, sin apoyo em pírico alguno, p reten d a seguir hablando
y atribuyendo al pueblo las virtudes éticas y dianoéticas atribuidas a los
antiguos, h abría que pensar que se trata de posiciones que, en su afán de
seguir defendiendo la «responsabilidad» del pueblo, tienen un valor más
bien cercano a las creencias religiosas. Así pues, «el m éto do dem o crá­
tico es aquel sistem a institucional, p ara llegar a las decisiones políticas,
en el que los individuos adquieren el p o d er de decidir p o r m edio de una
lucha de com petencia p o r el voto del pueblo»35. El significado de esta
concepción estriba en que la dem ocracia im plica un m éto do de lucha
com petitiva y el m éto do electoral es el ap rop iado p ara este fin. A un­
que, de hecho, el pueblo no gobierna nunca, podem os aceptar, afirm a
Schum peter, que gobierna p o r definición.
Las llam adas virtudes dem ocráticas resp on den, pues, a los elem en­
tos de dignidad h um ana, a la satisfacción que procede del sentim iento
de que las cuestiones políticas parecen asociarse a las ideas propias de
cóm o deben ser, a la actitud de confianza de los ciudadanos con res­
pecto al gobierno, así com o al respeto y apoyo del hom b re de la calle.
Y estos elem entos son, justam ente, los que com ponen y dan sentido a
la dem ocracia representativa. La idea de com petencia entre individuos
p ara conseguir los votos del electorado conlleva, claram ente, acabar
con la idea de «pueblo», p o r un lado, y, p o r o tro , a p artir de las p rem i­
sas ya aceptadas, revelar la idea de «bien com ún» com o un anacoluto,
pues, a no ser de m anera fortuita, el bien com ún carecería de u nidad y
de sanción racionales, no ten d ría sentido p o r sí m ism o. C om o se ha ar­
g um entado an teriorm ente, los individuos no se pued en atribu ir u na v o ­
lu n tad que im plicara u na ind ep end en cia y u na racionalidad que llevaría
a tod os a u na conclusión, in d ep end ien tem en te de la presión de los p ar­
tidos y la fuerza de la pro pagan d a. La dem ocracia significa tan sólo que
el pueblo tiene la o p o rtu n id ad de elegir en tre los candidatos que han
decidido co m petir p o r sus votos, aceptar o rechazar a los hom bres que
han de gobernarle. E sta idea de com petencia supone el estrecho lazo
de sentido y de m éto do que la dem ocracia im pone al líder en relación
con el com erciante o el p ro du cto r. D e este m o do , viene a ser co rrecta la
o pinión de un viejo político que afirm aba: «Lo que los hom bres de n e­
gocios no co m prenden es que yo o pero con los votos exactam ente igual
que ellos o peran con el aceite». Por su p arte n uestro au to r escribe que
«ni un alm acén p uede ser definido p o r sus m arcas ni un p artid o definirse
p o r sus principios. Un p artid o es un grupo cuyos m iem bros se p ro p o ­
nen actuar de consuno en la lucha de la com petencia p o r el poder»36.
E sta constatación del sentido de la dem ocracia rep resen tativa ap un ta a

34. Ibid., p. 338.


35. Ibid., p. 343.
36. Ibid., p. 359.
la idea de éxito p o r p arte del gob ernan te así com o a la necesidad de su
profesionalización, es decir, la política «se convierte inevitablem ente
en u na carrera»37. La dem ocracia, en fin, es «el gobierno del político »38.
A través del ro d eo teórico de S chum peter se recu pera así la figura del
«caudillo», de raíz w eb erian a39. La teo ría w eb erian a del caudillaje, es­
cribe n uestro autor, frente a la teo ría clásica40 que atribuía al electorado
un grado de decisión com pletam ente irreal, responde, con m ayor grado
de realism o, al m o do de actuar de las colectividades. U na vez m ás sería
el caudillo, el político, quien p ro p o n d ría los m odos de afro ntam iento
de la realidad, atrayéndose em ocionalm ente al electorado y evitando «la
estam pida» de este últim o ante el reto de ten er que form ular soluciones
a los problem as p olíticos41.

3. E n torno a las virtudes dem ocráticas


El ro d eo que hem os dado a través de tres grandes figuras del liberalism o
político tenía p o r objeto m o strar que el «desafecto» hacia la práctica
dem ocrática, que teorizan y asum en aquellos m ism os que preconizan el
estudio de la ciudadanía hoy, tiene sus raíces p ro fun das y propias en la
llam ada «dem ocracia de los m odernos» o dem ocracia liberal rep resen ­
tativa. D esde esta perspectiva se convalida com o «acertado y adecuado»
el hecho de que «los ciudadanos pasivos que prefieren las satisfacciones
de la vida fam iliar y profesional a los deberes de la política no están
necesariam ente equivocados». El insistente énfasis en los placeres de la

37. Ibid., p. 362.


38. Ibid. El subrayado es mío.
39. Como se sabe, la propuesta del caudillaje por parte de Weber acabó situándose en el
filo de la navaja en función de la subida al poder de gobernantes totalitarios, así como, después,
con la experiencia de la segunda Guerra Mundial y el intento de asimilarlo a Schmitt que, injus­
tamente, algunos pretendieron llevar a cabo.
40. Hay un breve pasaje de sumo interés para calibrar el sentido de «la política» para
Schumpeter. En cierto momento nuestro autor confía en que podría darse una democracia de­
liberativa y/o participativa. Se trata de la nación suiza. «Suiza —escribe— es el mejor ejemplo.
Hay tan poco por qué disputar en un mundo de campesinos que, a excepción de los hoteles
y bancos [...] los problemas políticos son tan simples y tan estables que es de esperar que los
comprenda y esté de acuerdo en cuanto a ello una abrumadora mayoría» (op. cit., p. 342). Lo
curioso es que, en esa supuesta democracia directa que se aproxima a la concepción clásica, no
representa, para Schumpeter, ningún problema político el hecho de que una mayoría, la repre­
sentada por las mujeres, no tenía derecho al voto, concedido ya en varias naciones y reclamado
en su propio país. Las mujeres suizas no votarían hasta la década de los setenta.
41. No hemos hecho mención al problema de las virtudes de los políticos porque pen­
samos tratarlo en el siguiente apartado. Podríamos señalar, no obstante, la contradicción que
supone el estatuto de ciudadanía pasiva de los electores y el desinterés e incapacidad para los
problemas políticos que se les atribuye con la afirmación de que los políticos han de ser de «una
calidad suficientemente elevada» (¿quién y cómo lo determina?), o con el supuesto de que los
electores —tras su descalificación epistémica y moral— así como los parlamentos tienen que
tener un nivel intelectual y moral lo bastante elevado...
vida p rivada frente a los deberes cívicos asum idos p o r los antiguos42 es
característico del liberalism o en cuanto tal desde su conform ación en el
siglo x ix . Incluso en las fuentes de los considerados liberales avant la
lettre en contram os la v aloración del distanciam iento de la política com o
p ro p io de aquellos que disponen de tiem po p ara el ocio así com o de los
que se afanan en u na vida de negocios y com ercio43. El um bral de dife­
renciación con respecto a los antiguos estriba en que estos últim os eran
m eras piezas de un engranaje, la polis, que les hacía consum ir to d o su
tiem p o, aunque los ciudadanos en co ntraran com pensaciones en el au to ­
gobierno de su vida en el ám bito de la política. Éste es un tópico traído
a colación hasta la saciedad, incluso p o r autores de n uestro tiem p o, aun
sin haberlo co ntrastado , p o r ejem plo, con la vida real de los aten ien ­
ses, el m ejor ejem plo de u na polis gob ernad a p o r sus m iem bros. Pues
bien, h abría que reco rd ar aquí, en p rim er lugar, las luchas sociales que
llevaron a cabo los atenienses p o r causa de la absoluta desigualdad en
el rep arto de las tierras y la caída en la esclavitud de quienes no podían
hacer frente a sus deudas. H u b o que esperar a la refo rm a de las leyes
p o r Solón, a finales del 5 09 , p ara acabar con la esclavitud de los ciuda­
danos atenienses m ás pobres. Solón dio paso a u na legislación que quiso
corregir los extrem os m ás sangrantes d entro de los dem os «sin p erm itir
a nadie — com enta— triu n far injustam ente sobre otro». C iertam ente,
estas leyes de p ro tecció n a los ciudadanos m ás p obres n o im plicaron
el apaciguam iento de un pueblo con escasos m edios de subsistencia, ni
la desaparición de las diversas capas de aristocracia y dinero. Lo ex tra­
ñ o, afirm a Finley, es explicar cóm o p ud o d urar tan to la dem ocracia en
A tenas, en una co ntinu a tensión entre los líderes de la élite y el cam ­
pesinado, incluso cuando se decidió au m en tar la participación directa
de los p obres en el o rd en político de la ciudad44. Pues bien, la vida de
los atenienses en los m o m entos de m ayor esplendor de la polis, la que
viene a coincidir con el m ando de Pericles, es reflejada p o r Tucídides en
el discurso que pone en boca de éste, justo en su oración fúnebre:

42. No entro en la cuestión de determinar cuál sería el número de ciudadanos en la tierra


cuya vida privada resultaría tan plena de felicidad y rica en ocio y consumo de bienes que no
tendría sentido para ellos volverse hacia lo público, donde se juega en gran medida su posibili­
dad de vivir con dignidad.
43. Por ejemplo, Locke, en carta de 17 de octubre de 1690, escribe a Edward Clarke: «el
celo y la prestancia de vosotros hace innecesario para nosotros, los que no tenemos ocupacio­
nes, que tan siquiera pensemos en lo público», como les sucede a los que se dedican a sus nego­
cios, quienes «piensan que es superfluo e impertinente mezclarse en ellos o darse de cabezazos
sobre esos mismos asuntos» (cit. por J. Dunn, «La libertad como valor político sustantivo», en
Castro Leyva [ed.], El liberalismo como problema, Monte Ávila, Caracas, 1991, p. 42).
44. M. I. Finley, El nacimiento de la política, Crítica, Barcelona, 1986, p. 113. Cierta­
mente, Aristóteles distinguió la democracia de los pobres de la democracia de los aristócratas.
La diferencia entre estos dos tipos de democracia no estribaba en el uso de la «mayoría» para
tomar las decisiones sino en que una era la democracia de los pobres, de los muchos, y la otra
la de los ricos, o los pocos.
El nombre de nuestra constitución —dice Pericles— es democracia por­
que no entregamos la ciudad a una oligarquía, sino a un sector más am­
plio de ciudadanos; y en realidad, sus leyes dan a todos indistintamente
los mismos derechos en la vida privada [... ] La vida política de nuestra
ciudad se desenvuelve libremente [... ] Puesto que no hay prohibición
alguna en la vida privada [subrayado mío], no transgredimos la ley en
las relaciones públicas, sino que sentimos reverencia hacia ella [... ] He
de decir, en definitiva, que nuestra ciudad, en su conjunto, es la escuela
de la Hélade y que, en mi opinión, cada uno de nosotros personalmente
desarrolla una personalidad autónoma que acepta con elegante flexibili­
dad las más diferentes formas de vida [subrayado mío].
N o obstante, ni los puestos de m ayor relevancia en A tenas fueron
ocupados p o r rotación, sino elegidos entre la clase m ás poderosa, ni las
asam bleas tuv ieron fácil su desarrollo p o r falta de q uó ru m en m uchas
ocasiones, ni las votaciones fueron siem pre tan libres y lim pias com o se
p o d ría suponer. A hora bien, la escuela de dem ocracia y el ejercicio de
las virtudes ciudadanas, especialm ente p o r p arte de la boulé o C onsejo
de los Q uinientos, generó d uran te ciento setenta años u no de los m o ­
m entos políticos de m ayor calado y radicalidad entre los que la h istoria
nos ha ofrecido. En definitiva, fueron m iles de ciudadanos los que se
ejercitaron en la discusión y tom a de decisiones de m o do inm ediato y
directo sobre la guerra y la paz, sobre las alianzas con los extranjeros,
sobre la elección de los m andos, sobre la gestión de los m agistrados,
sobre los que in ten tab an tran sgred ir las leyes, etcétera.
N o es, em pero, la nostalgia de un régim en dem ocrático totalm ente
directo, que n un ca existió, lo que está en la base de nuestras p reo cu p a­
ciones. Son m ás bien los lím ites e, incluso, las contradicciones de la d e­
m ocracia rep resen tativa im p lantad a en n uestro tiem p o y las arg um en ­
taciones sobre su ido neid ad lo que nos m ueve a considerar la necesidad
y la posibilidad de virtudes dem ocráticas de m ayor alcance, m ayor p o ­
tencia y m ayor im plicación de responsabilidad que las exigidas p o r este
tipo de dem ocracia. C iertam ente, u na consideración crítico-norm ativa,
com o la que realizam os desde la filosofía política, no puede ap o rtar los
rem edios concretos p ara las diversas situaciones que se dan en nuestra
vida política. C on tod o, u na p arte im p o rtan te de nuestra discusión se
centra, en p rim er lugar, en m o strar los lím ites y las contradicciones de
u na p ro p u esta com o la de la dem ocracia rep resen tativa y, en segundo
lugar, en dejar en treab ierta la p u erta p ara algunas de las vías prácticas,
em píricas, que se están ensayando en varios cam pos p ara u na p articip a­
ción y u na responsabilidad m ayores en el orden de la vida política.
Las v irtudes dem ocráticas o cívico-políticas resp on den a la d em an ­
da y al com prom iso de los ciudadanos p o r establecer un espacio p úb li­
co, ligado a la defensa del bien com ún, com o constitutivo de la libertad
de todos. Esta definición se aviene con diversas tradiciones que fueron
olvidadas o solapadas, especialm ente a p artir del liberalism o del xix. Se
trata, p o r tan to , de recu perar en p arte orientaciones, prácticas y form as
de concebir la vida política que han quedado com o «sendas perdidas»
en la historia. E sta recuperación no tiene p o r objeto la p ro p u esta de
im p lantar o asum ir u na form a concreta de concebir la dem ocracia en
algún tram o de su tradición. Lo que pretend em o s, m ás bien — en un
m o m en to de cierta «im penetrabilidad», com o el que se ha conform ado
a p artir de los años n o v enta— , es llevar a cabo, realizar tentativam ente
u na reorganización cognitiva y de orientación de valor en el cam po de
la política, u no de los ejes principales de n uestra posición com o suje­
tos en el m o m en to actual. Es, pues, m ás u na tarea p o r realizar, com o
sugiere Skinner, que u na sim ple traslación de u na p arte de la tradición
al m o m en to presente. Se trata de situar a los ciudadanos com o partes
fundam entales de un tipo de dem ocracia que constituya su p ro p ia posi­
bilidad de ser libres. N u estro referente polém ico sería así la dem ocracia
rep resen tativa que, en últim a instancia, deja a los ciudadanos ú nicam en­
te la función de electores, ni bien info rm ad os ni capaces de resp on der
a cuestiones clave de n uestro m o m en to, que solam ente pueden escoger
u na lista u o tra de rep resen tantes políticos.
N o se puede negar que la dem ocracia liberal representativa, espe­
cialm ente a través de las constituciones m odernas, ha conseguido supe­
rar las características del E stado m o d ern o hobbesiano, el cual im plicaba
la alienación al p o d er coercitivo y la im posibilidad de que los «súbditos»
p udieran juzgar y actuar sobre las determ inaciones del E stado. C om o lo
ha indicado D unn, la dem ocracia rep resen tativa ha coadyuvado a «neu­
tralizar» el E stado de dom inio absoluto, abriendo la posibilidad p ara
suponer u na capacidad de los individuos en orden a interv en ir en lo que
p ud iera ser u na form a lim itada y com edida de autogobierno. En segun­
do lugar, ha creado la idea de u na cierta responsabilidad gub ernam en ­
tal hacia los gobernados, aunque esta capacidad n o p ued a asegurar la
p ro sp erid ad y la satisfacción de las necesidades del pueblo. Por últim o,
el tercer servicio de la dem ocracia rep resen tativa h a consistido en m o ­
dificar «tanto a la dem ocracia com o al E stado, elim inando las espinas
de dos ideas extrem as y p otencialm ente peligrosas. En pocas palabras,
salvaguarda a la dem ocracia p ara u na econom ía capitalista m oderna,
p ero tam bién salvaguarda claram ente la seguridad del E stado m o derno
p ara una econom ía capitalista m oderna»45. A hora bien, ni en el orden
del autogobierno ni en el de la econom ía se h a en co ntrad o un térm in o
m edio que p ued a nivelar am bos extrem os.
La relación entre am bos extrem os resulta laxa y no bien fundada.
N adie puede confiar ni en la im plicación sustantiva del E stado en el
bienestar de la población ni en la m esura del capitalism o p ara colaborar
en los inten tos de autogobierno. Las relaciones en tre am bos extrem os

45. J. Dunn, «Conclusión», en Íd. (ed.), Democracia, Tusquets, Barcelona, 1995, pp. 300­
301.
son tan sutiles com o débiles, y la h isto ria ha m o strad o lo fácil que ha
resultado rom perlas en varias ocasiones d uran te el siglo x x, así com o
el fracaso de instaurar el sistem a en países que cobraban su libertad tras
los períod os de colonización. En cualquier caso, no se ten d ría un juicio
ap rop iado acerca de las posibilidades de la dem ocracia representativa,
h erm an ad a al sistem a capitalista, si no se atiende a los proceso de cam ­
bio que han generado las dos grandes revoluciones, la n orteam erican a
y la francesa, así com o a los m ovim ientos radicales de 1848 y 1871.
Pese a tod o, no podem os dejar de señalar «el enfriam iento» p o r p arte
de C o nstan t de cualquier p resentación u tó pica referid a a la experiencia
dem ocrática de los antiguos. Pues bien, este «enfriam iento» tiene su
versión m ás estru cturada en la influyente o bra de Schum peter. N uestro
au to r legaría a los liberales de los últim os decenios del siglo x x el apla­
n am iento total de aquel im aginario político que albergaba la idea de
autogobierno tan to personal com o público. N o hay m ás que reco rdar
la elim inación de la idea de «pueblo» y la suspensión de los referentes
de la idea de soberanía, que le llevan hasta identificar la política con el
político, agente com ercial en com petencia p o r el n úm ero de los votos
p ara gobernar. C om o lo afirm a taxativam ente, un p artid o n o se puede
definir p o r sus principios. «Si esto no fuera así — concluye— , sería im ­
posible a p artid os diferentes ad o p tar el m ism o p ro g ram a exactam ente
o casi exactam ente», siendo así las prácticas de los asociados las m ism as
que co rresp on den a los com erciantes46. N o hay, pues, principios que
m arqu en la form a específica de afro n tar la realidad política, no hay
p rogram as de actuación, los sujetos electores no intervienen en la eluci­
dación de ningún p ro blem a y los contendientes, en cuanto líderes o cau­
dillos, son los que d eterm inan los votos en juego a través de su capaci­
dad de atracción personal. En definitiva, «la psicotecnia de la dirección
de un p artid o y la p ro pagan d a del p artid o, las consignas y las m archas
m usicales no son sim ples accesorios. Son elem entos esenciales de la p o ­
lítica. Tam bién lo es el boss (cacique) político»47. Pertenece, pues, a la
esencia del gobierno el que los ciudadanos sean absolutam ente pasivos,
que no p royecten ningún tipo de ideas, de principios ni de form as de
vida que h abrían de ser asum idos p o r el m ism o. La consideración de las
posibles virtudes cívicas no tiene lugar en este horizo nte político. N o
deja de ser sintom ático de to d o ello, p o r o tra p arte, que los gobiernos
estadounidenses sean designados con el térm in o «adm inistración»: la
A dm inistración de la C asa Blanca.
D e hecho, el liberalism o ha venido sustentando u na tesis acerca de
la relación entre lo económ ico y lo político que es m uy discutible: la
no interferencia del E stado en las relaciones económ icas. E sta tesis im ­
plica, en nuestra o pinión, que la organización socioeconóm ica guarda

46. J. A. Schumpeter, op. cit., pp. 359-360.


47. Ibid., p. 360.
u na relación con lo político caracterizada p o r la p recariedad. Por esta
razón, la ru p tu ra entre lo social y lo político se h a p ro du cid o en diversas
ocasiones. Es m ás: Polanyi llega a afirm ar que la solución fascista puede
ser en tend ida «com o el im passe en el que se había sum ido el capitalism o
liberal p ara llevar a cabo u na refo rm a de la econom ía de m ercado, rea­
lizada al precio de la extirpación de tod as las instituciones dem ocráticas
tan to en el terren o de las relaciones industriales com o en el político»48.
Las relaciones sociales que el cam po de la pro du cció n supone han m ar­
cado las diferentes form as de socialización de quienes poseen los m e­
dios de p ro du cció n y de quienes han de ofrecer obligatoriam ente su
capacidad de trabajo. Las relaciones de jerarquización, de asim etría y la
posibilidad de o rd en ar cam bios en la localización de los puestos de tra ­
bajo influyen decisivam ente en la consideración de «subordinados» que
adquiere el ingente n úm ero de asalariados. Esta situación se m ueve a
co ntracorrien te del desarrollo de las virtudes dem ocráticas que habrían
de aco m pañar a to d o gru po cuyos m iem bros deciden convivir. Es m ás,
si el im aginario político griego sufrió un enfriam iento de sus v irtu alida­
des utópicas en el co ntex to de la dem ocracia de los m o derno s, la fecha
de 1 9 8 9 , con la caída del M uro de Berlín, indujo a m uchos a p erd er la
esperanza de u na alternativa p olítica viable. Para el liberalism o, en cam ­
bio, vino a saldar de u na vez la ideológica denostación de la dem ocracia
liberal y de la p olítica p o r parte del m arxism o.
G iovanni S artori, un liberal neoclásico y especialista en teo ría de­
m ocrática, escribe tras la caída del M u ro de B erlín:
El viento de la historia ha cambiado de rumbo [... ] Pero recordemos que
el vencedor es la democracia liberal. Para nosotros, lo que ello signifi­
ca es la superación de todo orden democrático asentado en principios
cargados de valor normativo y atentos al interés general. Bastará, pues,
para nuestro propósito, enfatiza, con definir la mala política en términos
económicos49.
Así, de nuevo la dim ensión económ ica prevalece sobre los aspectos
que, en d eterm inados m om entos, habían tom ado carta de naturaleza en
la política, com o la im p ortan cia de «lo público» p ara la protecció n de
los ciudadanos. La esencia de u na b uena política, aclara n uestro au tor
italiano, p resup on e la existencia de una «econom ía económ ica». U na
vez m ás, la econom ía im pone su supuesta legitim ación de origen, que
tiene al E stado com o instru m en to de coacción p ara la defensa de la p ro ­
piedad. N o existe, p ro piam en te, el sentido de lo p úb lico : no hay, pues,
u na analogía auténtica entre las expresiones «hogar privado» y «hogar
público». D esde esta perspectiva, lo que sigue siendo esencial en el Es­

48. K. Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 371.


49. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno y
la mala política»: RICS 129 (1991), pp. 459 y 466.
tad o constitucional de «dem ocracia form al» es el h om o oeconom icus50.
Así cierra S artori lo que asum e com o el final de la h isto ria ideológica y
de la crítica p olítica51:
Resulta irónico (habida cuenta de quien inventó la expresión) que el
«individualismo posesivo» sea, en la comparación entre la economía pú­
blica y la privada, el factor dominante, la ventaja intrínseca que ostentan
los sistemas económicos basados en la propiedad52.
Instaurad o el «sujeto posesivo»53 com o centro de to d a política cien­
tífica n o ideológica, S artori califica la crítica de los directistas, los que
instan a u na dem ocracia m ás deliberativa y participativa, com o «fruto
de u na com binación de ignorancia y prim itivism o dem ocrático [... ] Son
niños que juegan con pensam ientos infantiles [...] constitucionalm ente
analfabetos»54. Lo que interesa ahora, en un m o m en to de cam bio d e­
cisivo p o r el p redo m inio de la dem ocracia liberal representativa, es re ­
pensar el no-lugar de las virtudes dem ocráticas que p odrían cohesionar
la sociedad política. El p ro p io S artori, m ás allá de su denostación a los
críticos, se plantea los problem as de la dem ocracia rep resen tativa com o
un m o do de hacer enm udecer a los directistas. El au to r italiano llam a la
atención sobre algunos problem as de la dem ocracia que él rep resen ta y

50. Resulta tan acrítico como ahistórico emplear el término griego de oikos como si pu­
diera engarzarse en una economía de mercado, siendo su elemento primero y fundamental.
Véase a este respecto el capítulo «Los límites políticos de la economía premoderna», de J. G. A.
Pocock, Historia e Ilustración, Marcial Pons, Madrid, 2002, pp. 341 ss.
51. Otro elemento distinto de interpretación, que intenta arrojar alguna luz sobre el cam­
bio de sentido de la historia medido por la exaltación del «sujeto posesivo» y la demonización
de lo público es el expuesto por Hobsbawm: «fue el resultado del miedo. Miedo de los pobres
y del bloque de ciudadanos más grande y mejor organizado de los estados industrializados, los
trabajadores; miedo de una alternativa que realmente existía [... ] miedo de la propia inestabili­
dad del sistema». Artículo «Adiós a todo eso» (en R. Blackburn [ed.], Después de la caída, Críti­
ca, Barcelona, 1993, pp. 133-134). No puede uno olvidar el propio miedo de los poderosos en
Atenas cuando, tras la reorganización de los demoi por Clístenes, temían por sus propiedades,
dado que los «muchos», los pobres, dominantes en la democracia existente, podían volcar la
balanza hacia otro lado.
52. G. Sartori, art. cit., p. 467.
53. Como se sabe, el que acuñó el término «sujeto posesivo» en un estudio determinante
sobre el liberalismo fue Macpherson ante lo que consideraba como fracaso de este sistema
para dar cohesión a la sociedad. El término «sujeto posesivo» corresponde a la idea de que «el
individuo —se pensaba— es libre en la medida en que es el propietario de su propia persona y
de sus capacidades. La esencia del ser humano es la libertad de la dependencia de las voluntades
ajenas, y la libertad es función de lo que se posee [...] La sociedad política se convierte en un
artificio calculado para la protección de esta propiedad y para el mantenimiento de una relación
de cambio debidamente ordenada» (C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo
posesivo. De Hobbes a Locke, Trotta, Madrid, 2005, p. 15).
54. G. Sartori, «En defensa de la representación política»: Claves de razón práctica 91
(1999), pp. 2 y 4. Corresponde a un texto leído en las Cortes españolas. Sobre este artículo se
han pronunciado Roberto Gargarella y Félix Ovejero, con los cuales coincido en los asuntos
más graves y «gruesos», pero mi esquema responde a otro planteamiento discursivo. Tampoco
puedo entrar a discutir aquí con algún otro autor que ellos introducen en su trabajo.
que no puede obviar. En p rim er lugar, se p reg u n ta acerca de la crítica a
los elegidos en la dem ocracia rep resen tativa p o r su distancia respecto de
los electores, p o r cuanto no parece que pued an rep resen tar realm ente
a los m ism os, dado el elevado n úm ero de los que particip an en la elec­
ción. M áxim e si tenem os en cuenta la total ausencia que m edia entre
rep resen tado s y represen tantes, la falta de ám bitos de discusión, de ins­
tituciones que canalizaran los estudios y las aportaciones de grupos de
electores. Pues bien, la respuesta de S artori consiste en atribuir el aleja­
m iento a un sim ple «sentim iento subjetivo suscitado p o r el b om bardeo
de o pinión realizado en los últim os trein ta años precisam ente p o r los
enem igos de la dem ocracia representativa» y, en to d o caso «no puede
hacerse n ad a al respecto»55. N o deja de ser sintom ático que, en p rim er
lugar, un asunto tan central de la dem ocracia rep resen tativa sea saldado
con un «no se puede h acer nada», estableciendo la inanidad, la inca­
pacidad de esta form a de dem ocracia y su p ro p ia descalificación com o
teó rico de la m ism a, cuya argum entación — en últim a instancia— es la
sim ple denostación del adversario com o necio o infantil. N o m eno r es
la cuestión relacionada con la calidad de los elegidos, única defensa que
le quedaba igualm ente a S chum peter p ara abrazar la ido neid ad de la
dem ocracia representativa. Pues bien, la respuesta de S artori no puede
ser m ás desazo nante: ante el reto de elegir a los m ejores «nos hem os
ren did o com pletam ente p o r esto», refiriéndose n o a los políticos sino
a los estudiosos de la política. Es m ás, llega a escribir, «las elecciones
tenían p o r objeto seleccionar, pero se han convertido en u na form a de
seleccionar lo m alo, sustituyendo un liderazgo valioso p o r un liderazgo
im p rop io. P odría pensarse, com o he señalado, que esta evolución era
inevitable»56. Así, el único red ucto de co ntraarg u m en tación que le resta
a S artori es co n trap o n er la dem ocracia directa, que exigía a los ciuda­
danos u na inform ación adecuada de los asuntos, a la dem ocracia rep re­
sentativa, que él sustenta y cuyo m érito principal estriba en su fun cio na­
m iento «aunque su electorado sea m ayo ritariam en te analfabeto (véase
la India), incom p eten te y esté desinform ado». En sum a, se p retend e
justificar la dem ocracia rep resen tativa p o r la elección cualitativa de los
elegidos, de los m ejores, aunque en n uestro tiem po p resente sea elegido
«lo m alo [...] un liderazgo im propio». Se rechaza, al m ism o tiem p o, la
necesidad de virtudes y conocim ientos en los electores, en cuyo caso
u no se p regunta: ¿cóm o van a elegir lo m ejor los ciudadanos, quienes,
p o r cierto, son analfabetos y están desinform ados p o r las estadísticas y
la televisión? Si no hay fuentes, m ediaciones, foros de interrelación en­
tre electores y elegibles, necesariam ente estam os avocados a la p eo r de
las situaciones en el ám bito de la política, fenóm eno que históricam ente
se ha vuelto irreversible.

55. Ibid., p. 5.
56. Ibid.
¿A quién sirve la dem ocracia representativa? Q uizás ten dríam o s que
despedirnos de la dem ocracia en cualquiera de sus form as concretas
de elección p ara situar su garantía, com o p ro p o n ía Schum peter, «en
un estrato social que sea él m ism o p ro d u cto de la política com o cosa
n atural»57. H ab ríam o s llegado así a la contradicción total de u na teoría
de la dem ocracia: se daría paso a u na nueva casta separada del resto de
la ciudadanía, u na casta de políticos que, de «m odo natural», se sucede­
rían unos a otros, ya que, en definitiva, el pueblo elige únicam ente entre
aquellos que se presen tan a la elección. El supuesto final de las id eo lo ­
gías, que alim entan tan to S chum peter com o Sartori, situados entre los
m ás destacados liberales en cuanto cultivadores teóricos de la d em o ­
cracia, sería justam ente la construcción de la m ayor de las ideologías,
consistente en afirm ar que los hum ano s no actúan, no piensan o no se
com prom eten p o r ningún ideal político, p o r ningún principio ético-
político, p o r ningún proyecto de vida p ro p io y/o ajeno, p o r ninguna
m ejora de lo hum ano.
H asta el m om ento, tal com o se deduce de los presupuestos libera­
les de la dem ocracia representativa, lo que se p resen ta com o u na tesis
irreductible en el liberalism o, incluso tratán do se de los autores con m a­
yor pathos ético y social, es la negación de bien com ún. Pero, com o lo
argum enta Skinner, cuando usan el térm in o lo hacen con referencia a la
sum a total de bienes individuales. C om o insistentem ente sostienen, su
tesis se «opone, ante tod o, a la posibilidad de que el concepto sea justifi­
cadam ente aplicado de m o do tal que oto rgu e p rio rid ad al bien com ún o
al bienestar general sobre el bien — y especialm ente la libertad — de los
ciudadanos individuales»58. La cuestión que viene latiendo en to d a la
discusión sobre la dem ocracia rep resen tativa y la necesidad o el lugar de
las virtudes cívicas radica en saber si las obligaciones políticas im plican
interferencias en la vida de los dem ás y si estas interferencias atentan
co ntra el igual derecho de tod os los ciudadanos a diseñar sus propias
form as de vida y a perseguir las m ism as. Skinner, así com o un am plio
g rupo de profesores entre nosotros, acude a u na trad ició n de p ensa­
m iento político, el republicanism o, que quedó varado en un m o m en ­
to de la historia, p erdien do su visibilidad y virtualidad en función del
triun fo del liberalism o. D espués de hacer m ención a los autores y obras
de dicha tradición, S kinner apela p ara su argum entación a los Discursos
sobre la prim era década de Tito L ivio, o bra de N icolás M aquiavelo. El
au to r inglés in ten ta establecer la relación entre los ideales de la justicia,
la libertad y el bien com ún. Se atiene p ara ello a la afirm ación de M a-
quiavelo según la cual los E stados libres son aquellos que, no estando
sujetos a ningún p o d er externo, pued en vivir y gobernarse a sí m ism os.

57. J. A. Schumpeter, op. cit., p. 369.


58. Q. Skinner, «Acerca de la justicia, el bien común y la prioridad de la libertad»: La
política 1 (1996), p. 140.
Los E stados pueden p erd er su libertad bien p o r la ocupación de una
fuerza exterior, bien p o r las intrigas de los políticos locales o bien p o r las
am biciones desm edidas de algunos que m anipulan p ara to m ar el p o d er
de la ciudad. En estas condiciones, sólo el sentido de u na v irtu d pública,
que co m p rom eta al cuerpo político de los ciudadanos, puede h acer de­
sistir a unos y o tros de to m ar la ciudad o de co rrom perla in terio rm en te
p ara acceder al dom inio de la m ism a. Por tan to , en un caso com o en el
o tro la posibilidad de la libertad personal p ara los ciudadanos pasa p o r
establecer y asum ir un espacio público donde p o d er deliberar y decidir,
o p o r estatuir un bien com ún que sea el co ntex to de u na libertad real.
En am bos supuestos — la tom a de la ciudad o su corrupción in tern a— ni
el E stado ni el bien com ún pued en ser pensados com o factores o ins­
tru m en to s de la libertad de todos. N o es la prosecución de la libertad
individual lo que perm ite el m anten im ien to de la ind ependencia de la
ciudad y de la au ton om ía de la libertad, sino, p o r el co ntrario , es el bien
com ún el co ntex to en el que es posible insertar y vivir la libertad. En
térm in os de Jo h n C u rran, citado p o r Skinner: «la condición bajo la cual
D ios concedió la libertad a los hom bres es la etern a vigilancia». El «be­
neficio com ún» de vivir en u na com unidad libre es que cada cual «está
en condiciones de disfrutar en libertad» de sus posesiones y su peculiar
estilo de vida, escribe Skinner parafraseand o a M aquiavelo. M ás co n ­
cretam ente, «la aparen te p arado ja en la cual estos autores depositan su
m ayor entusiasm o se articula entonces de la siguiente m anera: sólo p o ­
dem os disfrutar de la m áxim a libertad individual si n o la anteponem os a
la búsqueda del bien com ún [...] El único cam ino que lleva a la libertad
individual es el sendero del servicio público»59.
Todo d ocum ento de cu ltu ra h a de ser cepillado a contrap elo, afirm a
W. Benjam in, pues tod os ellos son, al m ism o tiem po, un «docum ento
de barbarie» D e ahí que Skinner insista en que, p ara articular u na res­
puesta a los problem as de la ciudadanía y las v irtudes dem ocráticas hoy,
es necesario enfrentarse a ello com o un reto y u na tarea nuevos. N o
pod em o s considerar nin gu na de las tradiciones em ancipatorias com o
un p ro n tu ario en el que estén dadas las v irtudes dem ocráticas de m odo
absoluto. Pero no cabe d ud a de que la defensa de la libertad no puede
ser considerada com o un logro individual, puesto que to d a posibilidad
de ser libres, el sentido de la libertad m ism a, sus referentes de en ten d i­
m iento están m ediados p o r la socialización en el orden de la libertad.
Sin la experiencia social de la libertad, sin la capacidad de «institución»
(C astoriadis) de la sociedad, sin el reconocim iento del o tro , sin la exis­
tencia de la ley, no p o d ría conform arse la au ton om ía del individuo. El
lenguaje, el horizo nte sim bólico creativo, el significado de las form as de
vida nos preceden com o un «cuasi ontológico», en térm inos de W ellmer.
En consecuencia, si querem os p o d er ser y vivir en libertad, hem os de
59. Ibid., p. 147.
asum ir el ám bito de la política, el cam po del espacio público, la p ro p ia
organización política com o u na realidad nuestra, com o un bien com ún
que nos p ertenece y que nos constituye com o seres libres. D esde esta
p erspectiva resulta significativa la «A dvertencia del autor» con la que
hace p reced er M on tesq uieu su o bra D el espíritu de las leyes. N u estro
au to r señala expresam ente que su p o stu ra ante la política inaug ura una
form a de lenguaje y u na serie de conceptos tan nuevos que «he tenido
que buscar palabras nuevas o d ar a las antiguas nuevas acepciones»60.
Pues bien, eso nuevo de que habla es la virtu d , la v irtu d política, un
nuevo cam po n orm ativo que hem os de diferenciar de la v irtu d ética o
de la m o ral religiosa. La v irtu d referid a a la R epública consiste en «el
am or a la p atria, el am or a la igualdad». Es evidente, aclara, que una
m o narqu ía necesita m enos de la virtu d, ya que en este régim en «quien
hace las leyes está p o r encim a de ellas», así com o «las costum bres de
un pueblo esclavo son p arte de su esclavitud, las de un pueblo libre
son p arte de su libertad»61. Hay, pues, u na clara distinción cualitativa
entre lo que son las v irtudes dem ocráticas y las referidas a o tro tipo
de regím enes, en función del grado histórico conseguido en el ám bito
de las libertades. Instalada en el o rd en de la R epública, la virtu d «es el
am or a la p atria, es decir, el am or a la igualdad». El am or a la p atria no
estriba en u na sim ple solidaridad de los individuos en tiem pos difíciles o
circunstancias adversas, com o puede ser la intrusión de un enem igo en
nuestro país. El am or a la p atria trad uce, p o r el co ntrario , las virtudes
que p ro p o rcio n an cohesión social, que asientan y dan conten ido a la
idea de bien com ún com o co ntex to en el que se apoyan y vivifican las
libertades de los individuos. El am or a la p atria tiene connotaciones cla­
ras de la idea que, an dand o el tiem po, elab orará H egel a través del co n ­
cepto de la S ittlichkeit, si bien no contiene la dim ensión ontológica, la
idea de realidad su perio r que está en la base de la form ulación hegelia-
na. La hegeliana S ittlichkeit consiste en la unidad expresiva que alcanzó
la polis griega. Se trata de u na realidad h um ana autosuficiente, com o
puede serlo el E stado. La S ittlichkeit im plica las norm as, la vida activa
y las instituciones que conform an la cohesión social del E stado. Se trata
de u na realidad h um ana expresiva que se m antiene p o r la actividad de
los ciudadanos. En definitiva, se form ula, en o tra clave, la idea de que
lo m ás im p ortan te p ara el hom b re radica en su participación en la vida
pública frente a la p articularidad de la vida privada. En segundo lugar,
la exigencia de igualdad que establece M on tesq uieu com o dim ensión
esencial afecta a la posibilidad de que los ciudadanos se hagan cargo
de sus deberes políticos. La libertad no es u na categoría universalizable
que hom ogeneice a to d o s los individuos en cuanto a la realización de
las opciones o proyectos de vida de los m ism os. El desarrollo activo de

60. Montesquieu, Del espíritu de las leyes I, Orbis, Barcelona, 1984, p. 29.
61. Ibid., p. 263.
la libertad y de las capacidades hum anas im plica lo que pod em o s d en o ­
m in ar «contextos de libertad». La libertad no se activa de igual m odo en
tod os los seres hum anos p o r el hecho m ism o de existir. Un paria, gran
p arte de los habitantes subsaharianos, las m ujeres som etidas al dom inio
del patriarcalism o, los que padecen pob reza severa en el m u nd o, los
parado s estructurales de u na gran m ayoría de países n o disfrutan del h e­
cho de la libertad (algunos ni siquiera alcanzan el um bral de la m ism a)
en com paración con los que disponen desde la educación al derecho a
la sanidad, un trabajo rem un erad o dignam ente y que les perm ite ten er
espacios de tiem po p ara un desarrollo plural de sus capacidades62. Se
expresa así la com pleja línea de conjunción de la econom ía y la política.
N o hay un régim en político único que p ued a albergar diversas form as
de econom ía. M on tesq uieu ab ord a con gran agudeza el p ro blem a cuan­
do afirm a, en p rim er lugar, que «toda desigualdad en la dem ocracia
debe dim anar de la naturaleza de la dem ocracia y del principio m ism o
de la igualdad». Y com o n o rm a general establece que «en u na buena
dem ocracia no basta que las porciones de tierra sean iguales, sino que
han de ser pequeñas»63.
A ristóteles escribía en su m o m en to que «las suposiciones pueden
hacerse a voluntad, p ero sin im posibles»64. Es decir, el m ero im aginar
un posible m u nd o alternativo se convierte, frecuentem ente, com o en
el caso de P latón, n o ya en la form ulación de u topías sino en el diseño
de m undos contrafácticos, en tend iend o p o r tales m undos los que no
tienen n inguna viabilidad desde los datos de la an trop olog ía de que
disponem os. Así, nadie p o d rá ver en n uestro discurso filosófico-polí-
tico u na p resu n ta alternativa a tod os los m ales señalados o a tod os los
problem as planteados. M ás bien, hem os p reten d id o m ostrar, en p rim er
lugar, los lím ites internos, las incapacidades y hasta las contradicciones
que se dan en el seno de la dem ocracia liberal representativa. Ello es, en
principio, un m o do razonable de ab an do nar ciertos cam inos e indagar
form as alternativas posibles y plausibles. H ab lar de posibilidad im plica
no adm itir la realidad dada com o algo estanco, así com o ap ostar p or
realizaciones que, si bien tienen raíces en la realidad presente, no se
siguen de ella sin m ás. La posibilidad es u na de las form as que m odulan
el pensam iento com o capacidad de alum brar algo nuevo, de traspasar
lo inm ediato En segundo lugar, la p resentación de otras form as de te o ­
62. Un liberal como Dahrendorf denuncia que, a partir de los años ochenta, se ha confor­
mado en nuestros países una «clase baja» que «si se perdona la crueldad de la expresión, no se
necesita de ellos. El resto podría (y querría) vivir sin ellos [...] En consecuencia ellos no pueden
ayudarse a sí mismos». Sus miembros «no pueden siquiera alcanzar a poner sus pies en el primer
escalón» de la estratificación social. Y esta situación «delata una disposición a suspender los va­
lores básicos de la ciudadanía». Ello representa la quiebra total de la sociedad (R. Dahrendorf,
«La naturaleza cambiante de la ciudadanía»: La política 3 [1997], pp. 144-145). Esa difícil
coimplicación de economía y política le ha llevado a hablar de «la cuadratura del círculo».
63. Ibid., pp. 63 y 64.
64. Cf. Política, 1265a, 15.
rizar la vida política en com ún tenía com o su horizo nte com prensivo el
hecho de que históricam ente se habían ensayado otras form as políticas
de vida en com ún. A unque no exentas de elem entos de «barbarie», por
seguir con la cita de Benjam in, algunas de las consideraciones m encio ­
nadas, que guardan relación con el «republicanism o», hacen p atentes
alternativas que se han visto trun cad as históricam ente p o r la im posición
del liberalism o-capitalista — si hem os de adm itir la posición de Schum -
peter, p ara quien «la dem ocracia m o d ern a es un p ro d u cto del proceso
capitalista»65— , o bien en co ntram o s los conceptos em pobrecedores y
econom icistas im plicados en la vuelta del «individualism o posesivo» de
S artori, en cuanto sujeto p ro p io de la dem ocracia realm ente existente.
En tercer lugar, es conveniente aten der a algunos elem entos de la re a ­
lidad que, al m enos, plausibilizan el em peño de u na teo ría dem ocrática
alternativa o la elaboración de enm iendas, si es que es posible, a la ya
existente, aunque los elem entos ap ortad os sean m odestos. D esde esta
p erspectiva creo im p ortan tes y alentadores los estudios de Jo an Font,
así com o los p ertenecientes a o tro s teóricos incluidos en su obra, sobre
u na renovación dem ocrática de la vida pública66 desde espacios aso­
ciativos plurales de o rd en local, m unicipal, con proyección en ám bitos
«autonóm icos», es decir, en los espacios que siguen siendo u na asignatu­
ra p end iente de los teóricos de la dem ocracia tan to p articipativa com o
deliberativa. Así escribía F ont en diciem bre de 2003:
La principal conclusión la hemos apuntado ya varias veces: no existe
un mecanismo participativo perfecto, que reúna todas las característi­
cas ideales. Tener participantes representativos, informados, que sean
lo más numerosos posibles y que salgan de la experiencia más predis­
puestos a participar que antes, todo ello por poco dinero y dando lugar
a una resolución que tenga un fuerte impacto en la toma de decisiones
final, es una cuadratura del círculo quizás excesiva. Incluso mecanismos
que cuentan con más ventaja que inconvenientes, como los presupuestos
participativos o los jurados ciudadanos, tienen problemas indudables.
Sin embargo, ser conscientes de la amplia gama de posibilidades exis­
tentes, de que a partir de estas ideas casi todo puede ser inventado y
de cuáles son los déficits que deberemos afrontar según cuál haya sido
nuestra elección, supone ya un gran paso adelante67.

65. Ibid., p. 376.


66. J. Font (coord.), Ciudadanos y decisiones públicas, Ariel, Barcelona, 2001.
67. J. Font, «¿Más allá de la democracia representativa?». Ponencia presentada a las II
Jornadas de Sociología Política, UNED, Madrid, diciembre de 2003.
ÍN D IC E

C o nten ido..............................................................................................................
Prólogo ................................................................................................................... 9
1. 1989. ¿D emocracia post-liberal?A puestas finales .......................... 27
1. Sobre la victoria sistémica del liberalismo democrático y social: el
jurado ya no está fuera............................................................................ 27
2. De la democracia sin enemigos a la bondad de la política............. 32
3. ¿Suplantación ética de la política? Los modelos normativos . . . . 34
4. Hacia una reconstrucción filosófico-política de la democracia . . 44
4.1. De «la democracia como forma de vida» a «dejadnos jugar» 44
4.2. La normatividad política como articulación «debida» de las
propias relaciones sociales ........................................................... 49
5. La salida post-liberal será democrática o no será............................. 52
2. F in de siglo . La democracia entre la anomia y la violencia so ­
cial ..................................................................................................................... 63
1. Del colapso de los países del socialismo real a la barbarización del
capitalismo real ........................................................................................ 63
2. Sobre la «reinstauración» del sujeto posesivo................................. 68
3. Del sujeto posesivo a «las promesas incumplidas» de la democra­
cia liberal .................................................................................................... 72
4. Paradojas de la democracia lib era l..................................................... 77
5. Sobre el futuro de la democracia: entre el multiculturalismo y la
violencia. Tesis para una lectura crítica del subtexto de El choque
de civilizaciones: las figuras del musulmán, el hispano y el negro 80
5.1. La demonización del m usulm án................................................. 81
5.2. Una extraña «subcivilización» dentro de la civilización occi­
dental .................................................................................................. 83
5.3. La proyección del afroamericano en «el negro» de África .. 86
6. La reificación del concepto de cultura y la hipóstasis de las cate­
gorías psicológicas ................................................................................... 88
3. D emocracia y cultura: ¿es el «choque de civilizaciones» el hori­
zonte POLÍTICO-DEMOCRÁTICODEL siGLo x x i? ......................................... 93
1. De la interdependencia político-democrática al «choque de civili­
zaciones» .................................................................................................... 93
2. El choque de civilizaciones: sobre el uso acrítico del concepto y
naturaleza de la c u ltu ra ......................................................................... 105
3. Cultura, religión y régimen político................................................... 107
4. Fundamentalismo cultural frente a multiculturalismo: la identi­
dad en la figura del «enemigo». Sobre la ideología política de la
unicidad nacional ..................................................................................... 110
5. El antiuniversalismo culturalista como exclusión del otro. Impli­
caciones en orden a la extensión de la democracia ........................ 113
6. Más allá de una nueva ola democrática: el «antiuniversalismo»
como retracción insolidaria y excluyente de las otras culturas . . 119
4. E stado de excepción frente a democracia. 11 de septiembre. E l
fundamentalismo en los E stados unidos : mito fundacional y
proceso constituyente................................................................................ 123
1. Terrorismos y fundamentalismos como «la guerra del siglo xxi» . 124
2. El 11 de Septiembre: reinstauración del mito fundacional legiti-
matorio ....................................................................................................... 129
2.1. Perplejidad ante «el mundo al rev és» ....................................... 129
2.2. De la «Zona cero» al «estado cero» ............................................ 132
3. Fundamentalismo y proceso constituyente ...................................... 137
3.1. De los problemas de la «génesis» como institución del sentido 137
3.2. Del mito de emergencia al «mito de soberanía» .................... 140
3.3. La lógica constituyente de la contra-narrativa ........................ 143
3.4. Democracia como «religión civil» .............................................. 146
3.4.1. El «pueblo americano» como criterio normativo del
demos universal.................................................................. 147
3.4.2. El «estado de excepción» como forma de gobierno:
moral y religión versus legalidad.................................. 150
3.4.3. Contra el mal absoluto: «la guerra justa» .................... 159
5. D emocracia y globalización . H acia un nuevo imaginario (1 )... 165
1. ¿Qué es la política? La constitución del prim er imaginario políti­
co-democrático ........................................................................................ 166
2. ¿Un nuevo imaginario político-democrático hoy? .......................... 171
3. Sobre los dilemas de la civilización occidental. Las nuevas dimen­
siones de la globalización ....................................................................... 176
4. Procesos de cambio. Sobre individualidad y ciudadanía............. 184
6. procesos de globalización y agentes sociales. H acia un nuevo
imaginario político (2)................................................................................ 181
1. Un parodójico «contexto histórico» .................................................. 191
2. Un ritornello............................................................................................ 198
3. Hacia un nuevo imaginario político .................................................. 204
3.1. El desplazamiento del sujeto revolucionario tradicional. . . 204
3.2. De las «políticas del reconocimiento» a la emergencia de un
nuevo «paradigma tecnológico»................................................. 209
7. F eminismo y democracia: entre el prejuicio yla r a z ó n ................. 217
1. Sentido y ubicación filosófico-políticos delfem inism o.................. 217
2. De la supresión de las huellas en la historia a la exclusión política
de las mujeres............................................................................................ 221
3. Rapto de la memoria y desaparición histórica de las mujeres . . . 225
4. La pertinencia política del concepto de «patriarcado».................. 236
8. D emocracia, ciudadanía y sociedad civil.............................................. 241
1. Dimensiones de la reconstrucción de la ciudadanía...................... 241
2. Sobre la ciudadanía y (algunos de) sus críticos ............................... 243
2.1. Sociedades intermedias frente a ciudadanía (neoconserva-
durismo) ............................................................................................ 245
2.2. Versus ciudadanía: ¿retorno o disciplinamiento de la socie­
dad civil? (neoliberalismo) .......................................................... 247
3. Más allá de la ciudadanía: la reconstrucción social....................... 253
9. D emocracia, ciudadanía y virtudes públicas ...................................... 265
1. Intro du cció n ............................................................................................ 265
2. Democracia sin virtudes cívicas ......................................................... 267
2.1. Constant o la superioridad de la vida privada frente a las
virtudes democráticas .................................................................... 267
2.2. El caudillo o el desplazamiento de la soberanía popular . . . 271
2.3. De la economía de mercado a la democracia como mercado 275
3. En torno a las virtudes democráticas ................................................ 279
Índice........................................................................................................................ 293

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