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E D I T O R I A L T R O T T A
C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P RO CESO S
S erie C iencias S ociales
A Raquel Quesada
© Fernando Q u e s a d a C astro , 20 0 8
Prólogo..................................................................................................................... 9
1. 1989. ¿Democracia post-liberal? Apuestas finales....................... 27
2. Fin de siglo . La democracia entre la anomia y la violencia social . . . 63
3. Democracia y cultura: ¿es el «choque de civilizaciones» el horizonte
político democrático del siglo x x i? .................................................. 93
4 . Estado de excepción frente a democracia . 11 de Septiembre. El fun-
damentalismo en los Estados Unidos. M ito fundacional y proceso
constituyente 123
5 . Democracia y globalización . Hacia un nuevo imaginario político (1) 165
6 . Procesos de globalización y agentes sociales . Hacia un nuevo imagi
nario político (2) 191
7. Feminismo y democracia: entre el prejuicio y la razó n .............. 217
8. Democracia, ciudadanía y sociedad c iv il....................................... 241
9 . Democracia, ciudadanía y virtudes púb licas................................. 265
Índice........................................................................................................................ 293
PRÓLOGO
6. Ibid.
7. Ibid.
sino asum ir conscientem ente que está ligada a estados de fuerza que, de
m o m en to, son favorables a unos intereses determ inado s Sin em bargo,
m ás allá del «desprestigiado bien com ún», escribe un au to r tan «centra
do» com o B ockenforde (catedrático de D erecho Público y de H isto ria
C o nstitucional y del D erecho en la U niversidad de F riburgo, adem ás de
h aber desem peñado la función de m agistrado en el Bundesverfassungs-
gericht), «desde un enfoque actual [dentro de la dem ocracia com o p rin
cipio constitucional, F. Q .], y sin segundas, se p o d ría hablar de ‘interés
com ún de to d o s’ o de ‘dem andas de la generalidad de los ciudadanos’.
E sta o rientación n orm ativ a no quiere decir sim plem ente que haya que
olvidar los p ro pio s intereses y necesidades Sólo significa que los in te
reses tienen que im plicarse en un proceso de m ediación ten d en te a lo
general, y que ese proceso tiene un p u n to de referencia m ás am plio, que
va m ás allá de esos intereses y necesidades»8 C iertam ente, algo tan ele
m ental y prim ario cuando se habla de u na com unidad o nación que d e
cide convivir regladam ente, de acuerdo con los principios básicos de la
dem ocracia, está m uy lejos de las m edidas que tom ó inm ediatam ente la
señora M argaret T hatcher en la línea m ás p u ra de las recom endaciones
de H ayek: la estabilidad m o n etaria com o m edida esencial, reducción de
gastos sociales, u na lucha sin tregua co n tra los sindicatos y la creación
de u na «tasa n atural de desem pleo», com o ejército de reserva y freno
ante las p retensiones de los sindicatos . La distinción, pues, de G uiller
m o de la D ehesa en tre «buenos y m alos», desde las O N G a los grupos
de ciudadanos que p ro testan co ntra las m edidas globalizadoras, co ntra
u na form a co ncreta de globalización, p retend e revestirse de u na cierta
ingenua reserva p olítico-dem ocrática E sta ladina p o stu ra de im poli-
ticidad im plica — contrariam ente a lo deseado— u na responsabilidad
específica consistente en ocultar las líneas de fuerza que están realm ente
su plantando la realización de la dem ocracia en el E stado social C om o
insiste B ockenforde:
Entre la democracia y el Estado social no existe una relación de equili
brio o de limitación recíproca, sino una relación unilateral de impulso y
apoyo que parte de la democracia En la medida en que en la democracia
la formación de la voluntad política se basa en la igualdad política de to
dos los ciudadanos y, con ello, en el derecho de sufragio universal e igual
así como en una competencia continua y abierta por el liderazgo políti
co, está dada la posibilidad de que los problemas e intereses sociales se
conviertan en cuestiones políticas y sean así los temas sobre los que se
centra la confrontación política Esta posibilidad se vuelve políticamente
ineludible allí donde la desigualdad social existe en una medida relevan
te, donde los afectados por ella no constituyen sólo una pequeña parte
de la población y sin relevancia para la lucha por la mayoría9
8. E. W Bockenforde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Trotta, Ma
drid, 2000, p. 116.
9. Ibid., p.128.
Por to d o ello, resulta aún m ás incom prensible la form ulación que
em plea G uillerm o de la D ehesa en un nuevo artículo, aparecido en el
m ism o m edio de com unicación, el 2 9 de septiem bre de 2 0 0 0 , titulado
«Q uién gana y quién p ierde en la globalización» . En línea con su concep
ción absolutam ente econom icista neoclásica de las relaciones que han
de p red o m in ar en el ám bito global, los ciudadanos son tod os hom oge-
neizados a título de «consum idores», n o de agentes políticos que hayan
de en tend er de la p ro du cció n y del rep arto de riquezas o beneficios En
cuanto «m eros consum idores» se p o d ría h acer u na estadística acerca de
los que com en algo, poco o m ucho El resultado final de su trabajo es
que «son m uchísim o m ás num erosos los que ganan que los que pierden
en la globalización Casi tod os ganan com o consum idores y sólo algu
nos de ellos p ierden com o p roductores»10 E lim inada la idea política de
ciudadano, idea que co m p orta ten er derecho a d isfru tar de derechos,
se deja paso a u na m o ralina apaciguadora del desastre ofrecido global
m ente En to d o caso, la apostilla final p ara que p ued a h aber un rep arto
posible de las excesivas ganancias de los em presarios es un paso adelante
de la posición algo m ás severa de H ayek, precedente de su pensam iento,
quien recom endaba, a este respecto, que «no debem os asum ir tareas que
no nos corresponden» La trilogía sobre la globalización ofrecida p o r de
la D ehesa, que en este m o m ento nos interesa, viene a com pletarse con
un nuevo artículo, de 19 de enero de 2 00 7, titulado «La libertad de los
m odernos Felicidad e ingresos» Puesto que hem os pod id o entretejer
algunas de sus posiciones principales, sólo quisiera atender a esta p ro
puesta sobre la felicidad, sobre la vida particular, de la que ya hablara
el p rim er liberal p ro piam en te dicho: C o nstan t Por u na p arte, de la D e
hesa vuelve a consagrar «la idea del co m p ortam iento egoísta y com pe
titivo» que, si bien «es fundam ental p ara que funcionen la com petencia,
los m ercados y la eficiencia em presarial, no lo es p ara los trabajadores
d en tro de cada em presa [ ] es la p ro du ctivid ad la que es im p ortan te
H ay que ser m ás p ro du ctivo entre otras razones p orqu e, en conjunto,
las em presas pagan de acuerdo con la p ro du ctivid ad colectiva e ind i
vidual de sus trabajadores» D e o tro lado, la felicidad que ello p ued a
rep o rtar a los obreros parece situarse en la m ayor asim etría posible de
las relaciones entre los individuos D e hecho la supuesta vida particular,
privada, feliz de los obreros es la m enos p articular y p ro p ia de los m is
m os . Éstos dependen de los beneficios que el p ro d u cto r considere sufi
cientes según sus p retensiones de ganancias; la decisión del m o nto del
salario, u na vez estipulada la asocial y nefasta acción de los sindicatos,
será to m ad a p o r el em presario o su institucionalización, y la posibilidad
de deslocalización de las em presas som ete a los obreros a u na tensión
n un ca resuelta sobre el lugar d on de p o d rán establecer su privacidad y su
felicidad El m o n to de felicidad y vida privada está expuesto, p o r o tro
10 Ibid.
lado, a la com petitividad, que llega a p ro d u cir «estrés, insatisfacción»,
«reduciendo la calidad de las relaciones entre los trabajadores» N u ev a
m ente, la retó rica llam ada — tras la ren ov ada insistencia en el afianza
m iento de la com petitividad y el co m p ortam iento egoísta— a «prim ar
la cooperación, la confianza m u tua y el trabajo en equipo», se nos an
toja tan co ntrad ictoria con to d o el discurso com o expresión tom ada
de esos sesudos m anuales tan al uso sobre cóm o triu n far en la vida11
Esta discusión crítica sobre la globalización tiene, p o r o tra parte,
un sentido especial en el pró log o de esta obra p orqu e responde a una
doble función En p rim er lugar, al tem atizar m i discusión de la d em o
cracia desde la perspectiva filosófico-política to m a cuerpo un m o do de
p ro ced er que v ertebra el libro Si la posición n orm al de vida es asum ir o
som eterse a las norm as sociales establecidas, la filosofía se distingue p or
el carácter crítico-polém ico con un tú o con un v oso tros . «C orrelativa
m ente — escribe Le D oeuff— la filosofía puede ser considerada com o
u na m anera de afro n tar una situación o una realidad com o si fuera la
d octrina o la tesis de alguien»12 La filosofía, pues, no se presenta com o
un m onólogo, com o un discurso autista, sino que m antiene un reso r
te inconteniblem ente polém ico: es un en frentam iento con alguien que
p resenta el m u nd o com o u na d octrina o una tesis p ro p ia Y es a p artir
de esa construcción de la tesis del o tro com o reflexiona, argum enta,
critica, p ro p o n e el filósofo En el fon do es una garantía, com enta la filó
sofa francesa, p ara las siguientes generaciones que estén dispuestas no a
callar o silenciar sus ideas, sino a pensar cóm o es o debe ser el m undo
Y Sendas de dem ocracia sigue el m éto do de h acer aparecer las o pinio
nes invisibilizadas, d ar voz a los problem as sociales silentes, y p o n er en
cu arentena las doctrinas que se presen tan com o no necesitadas de legiti
m ación Es p o r ello, y p o r otras causas que se explicitarán, u na tentativa
de realizar un esfuerzo continu ad o, tenso, p ara que ninguna d octrina se
exim a de pasar p o r el tribu nal de la razón, p o r im poner, en térm in os de
K am bartel, u na «cultura de razones», fun dam en to de la p ro p ia razón .
Pero hay un segundo aspecto filosófico en la obra: el de m o strar
las insuficiencias epistem ológicas del sistem a económ ico dom inante, la
quiebra o fractura gnoseológica que se encu entra en la base de la su
puesta firm eza de la econom ía neoliberal En este proceso he de tom ar
com o guía la o bra de José M anu el N a re d o 13. C on gran agudeza y estric
ta m etodología, N ared o reconstruye las tres etapas, desde los fisiócratas
hasta los neoclásicos del final del siglo x ix y principios del x x , y las
14. Ibid., p. 6,
15. Ibid., p. 8.
16. Ibid., p.9.
económ ico es al fracaso y a la ru p tu ra de tres m ediaciones gnoseológi-
cas: la relación con el trabajo, la relación con la T ierra y la relación con
las im plicaciones sociales, raíz de tod os los problem as ecológicos, de los
desechos esparcidos p o r la T ierra, de la distribución de la riqueza De
tal m o do que cuando G uillerm o de la D ehesa afirm a, en el tercero de
los artículos citados, que «es la productividad la que es im p o rta n te» [el
subrayado es m ío, F. Q .], en co ntram o s resum idos los problem as p rin ci
pales que nos atenazan; la pieza fundam ental: el capital, la idea de p ro
piedad, absuelta del resto de los elem entos que configuraron en su in i
cio la econom ía; el desastre principal: la explotación sin fin de la T ierra,
olvidando que al ser ésta un sistem a «cerrado en m ateriales que recibe
diariam ente el flujo solar, la vida se desarrolló utilizando esta fuente
renovable p ara enriquecer y m ovilizar de form a cerrada los stocks de
m ateriales disponibles, utilizando con ellos u na cadena en la que tod o
era objeto de un uso posterior»17 Al valorar únicam ente aquello de lo
que u no se puede apropiar, m o netarizand o la econom ía, se oculta no
sólo el cúm ulo de problem as que estam os p adeciendo ya, científicam en
te d em ostrados pese a la negativa de grupos de intereses poderosos, al
tiem po que se oculta que el llam ado «sistem a económ ico» es fruto de
de tres ru p tu ras epistem ológicas constitutivas de su núcleo fuerte y que,
p o r tan to , no sólo ha de revisar su supuesto cientificism o y n aturalidad,
sino que resulta radicalm ente destructivo en sus consecuencias Es cier
to que W eber se abstuvo, p o r razones m etodológicas, de co ncretar su
juicio sobre el capitalism o que ya había aban do nad o el ascético m anto
que contuvo su afán de riqueza Pero n o p ud o dejar de escribir que
la fatalidad hizo que el manto se trocase en jaula de hierro [en traduc
ción exitosa de Parsons]. El ascetismo se propuso transformar el mundo
y quiso realizarse en el mundo; no es extraño, pues, que las riquezas de
este mundo alcanzasen un poder creciente y, en último término, irresis
tible sobre los hombres como nunca se había conocido en la historia.
El estuche ha quedado vacío de espíritu, quién sabe si definitivamente
[. ..] También parece haber muerto definitivamente la rosada mentali
dad de la riente sucesora del puritanismo, la «Ilustración» [. ..] Nadie
sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío [ ] En este caso, los
«últimos hombres» de esta fase de la civilización podrán aplicarse esta
frase: «Especialistas sin espíritu, gozadores de corazón: estas nulidades
se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás
alcanzada anteriormente»18.
Q uisiera destacar que, en o rd en a la interp retació n de esta obra, hay
un hecho decisivo y tan pregn ante histórica e ideológicam ente com o fue
la caída del M u ro de Berlín . Bien es cierto que el proyecto del «socia
17 Ibid. , p 47
18 M Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona,
pp 258-260
lism o real», tal com o se había organizado y p ensado una y o tra vez en
la antigua U nión Soviética y en los países satélites del Este, ten ía una
pretensió n crítico-civilizatoria que no guardaba m ucha relación con la
institucionalización allí im plantad a La reconsideración de aquel tiem po
no tiene nada que ver con la com placencia ni la nostalgia con respecto
de los logros de la U nión Soviética El verdad ero problem a, que se p re
senta con to d o rigo r y com o inapelable sentencia histórica a través de
la caída del M u ro de Berlín, rem itía al en frentam iento civilizatorio que
dos hijos de la M o d ern id ad habían sostenido hasta el final del «corto
siglo xx», al decir de H obsbaw m , que term in a en 1989 con la caída del
M u ro de Berlín, según la tesis sustentada p o r el m ism o au tor
La quiebra de la R evolución rusa de 1917, que d uró sesenta años,
tuvo diversos tipos y m o m en tos de interacción con los pensadores y los
m ovim ientos políticos en E uro pa Lo que nos interesa en este m o m ento
consiste en m ostrar, sintéticam ente, el n ud o gordiano de las discusiones
que tuvieron un referente en el socialism o real, pero que m arcaron posi
ciones claram ente diferenciadas del m ism o: desde los h eterod ox os m ar-
xianos a los teóricos o m ovim ientos que rep lan tearo n de nuevo cuño la
categorización crítico-práctica del «tedio» de aquel m om ento, un signo
de que — en clave hegeliana— nos hallábam os ante la presencia de una
v erdad era crisis epocal El conspecto práctico y sim bólico que venía co
b rand o fuerza respecto de la form a de encarar tal crisis alim entó, hasta
1989, esfuerzos interm inables p o r p arte de filósofos, teóricos políticos,
p artid os y diversos grupos de ciudadanos en to rn o a la posibilidad y a
la plausibilidad de u na alternativa al capitalism o En estas discusiones,
los países llam ados socialistas d ieron lugar a que m uchos pensaran que
una alternativa al o rd en liberal-capitalista era necesaria y, sobre tod o,
«posible», lo que en trañó una expectativa estim ulante p ara la izquierda,
así com o un h orizo nte de posibilidad inq uietante p ara la derecha N o
es ex traño , com o ten drem os ocasión de discutir con y disentir de H obs-
baw m en los capítulos p rim ero y segundo, que este au to r escribiera, a la
caída del M u ro de Berlín:
Todo lo que hizo que la democracia occidental mereciera ser vivida por
su gente [. . .] fue el resultado del miedo [. ..] miedo de una alternativa que
realmente existía y que realmente podía extenderse, sobre todo bajo la
forma del comunismo soviético M iedo de la propia inestabilidad del
sistema
El sujeto de la M o d ern id ad es
«el individuo autovinculante».
H egel
la mala política»: RICS 129 (1991), p. 459. Para esta redefinición de la democracia en relación
con la caída de los países del Este, voy a utilizar los dos trabajos de Sartori (1991 y 1993) que
considero temáticamente más centrados.
7. G. Sartori, Teoría de la democracia, 2 vols., Alianza, Madrid, 1988. El diferente talan
te con que escribió esta obra frente a las citadas anteriormente, que responden al momento de
la quiebra del comunismo real, puede contrastarse leyendo, por ejemplo, estas líneas: «El libe
ralismo se ha depreciado, después de todo, como consecuencia de su éxito [...] quizás recobre
su valor precisamente por no tener éxito actualmente [...] Por el momento, sin embargo, mucha
gente cree aparentemente en una democracia sin liberalismo» (p. 475).
8. G. Sartori, «Una nueva reflexión...», p. 460.
9. Ibid., p. 463.
económ icos». D esde el p u n to de vista em pírico, S artori com pleta su
an terior d eterm inación criteriológica con el siguiente juicio político del
m om ento actual: «El E stado dem ocrático tal com o está estructurado
actualm ente está poco capacitado p ara llevar a cabo la gestión de una
‘econom ía pública’ de m anera económ ica»10.
Estam os, pues, ante u na «refundación», «el m undo-que-vuelve-a-la-
dem ocracia» (vuelve en el sentido de reco no cer sim plem ente que todas
las sustituciones han sido espurias)11. R efundación histórica que reins
taura, con la seguridad que o to rg a el ser vencedor, los pilares de una
sociedad altam ente desarrollada. D esde el p u n to de vista antropológico,
se recu pera — ¡lo que no deja de ser u na ironía!— aquel «individua
lism o posesivo» (según la feliz expresión de M acp h erso n )12 que fuera
utilizado de m odo crítico co n tra el orden establecido, pues — según
parece— se ha hecho evidente que la n oción de h o m o oeconom icus no
sólo es la «noción resultante y m ás am plia [...], sino la que — p o r otro
lado— m u estra el factor dom inante, la ventaja intrínseca que ostenta»
el sistem a económ ico que se ha co nso lidad o 13. El valor intrínseco del
ser pro pietario , del beneficio individual, y la consagración de lo p riv a
do invalidan el h ablar con p ro piedad , ni siquiera «analógicam ente», de
un «hogar público», y m enos aún p erm iten el uso conceptual de «una
filosofía pública que define o redefine el bien com ún»14. Socialm ente, si,
p o r un lado, se consagra la institucionalización de u na econom ía regida
p o r un m ercado au torregulador, p o r el otro la im periosa necesidad de
que los países del Este en tren «en u na sociedad de m ercado» le lleva
a p ostu lar «una gran transform ación» de envergadura sem ejante a la
que ha descrito con m aestría K arl Polanyi15. S intom áticam ente, S artori
(1988) ya había hecho referencia a T he Great Transform ation. Al sentar
su tesis de que «el m ercado es ciego ante el in d ivid u o ; es u na m aquinaria
despiadada de servicio a la sociedad», escribía: «Lo que describió Polanyi
fue la ‘crueldad h istórica’ del m ercado. E sta devastación, estim o, se ha
paliado desde entonces». D e m odo que, p o r segunda vez — ah o ra en los
países del Este y allí donde se haya engendrado un «hom bre protegido»
y, p o r tan to , hostil «a los riesgos y a las incertidum bres de la sociedad
abierta y de su estilo com petitivo»— , es inevitable volver a ex perim en
tar la crueldad y la devastación del m ercado que «destruyó la sociedad
orgánica»16. En definitiva, el valor terap éu tico de esta iniciación viene
exigido históricam ente, insiste, p orqu e «nos enfrentam os u na vez más
26. J. Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993.
27. B. Ackerman, Social Justice in the Liberal State, Yale University Press, New Haven,
1980, p. 368.
28. J. Rawls, Political Liberalism, cit.
29. Ibid., VI, § 8, 4.
lo que estim am os com o uno de sus escollos teóricos capitales, de cuya
solución depende — justam ente— la validez racional y n orm ativ a de su
teo ría sobre la idea de la justicia com o equidad: «Doy aquí p o r supuesto
que la concepción política de la justicia y el ideal de resp etar la razón
pública se refuerzan m utuam ente». ¿Sobre qué pivote está gravitando
aquí su pensam iento? ¿Cuáles son los criterios de validación que están
en la base del crucial «supuesto»? Tal com o lo subraya n uestro autor, se
trata n ad a m enos que de la posibilidad de articular esas dos piezas clave
de su constructivism o: a) u na sociedad bien organizada y regulada p or
la razón pública, b) la rem isión de la m ism a a ciudadanos que asum en
y realizan con tal corrección y diligencia la concepción política de la
justicia que u na y otra, la concepción política de la justicia y el ideal de
resp etar la razón pública, se refuerzan m utuam ente. A hora bien, Rawls
es tan consciente de la idealización y la artificialidad que p o d rían atri
buírsele, que n o puede dejar de advertir, líneas abajo: «Es claro, sin em
bargo, que si fueran erróneos estos supuestos h abría un serio pro blem a
con la teo ría de la justicia com o equidad tal com o la he presentado».
N i tam poco deja de ap u n tar — finalm ente— hacia el núcleo discursivo
que sustenta su edificio: «Q ue esos supuestos, em pero, sean correctos y
p uedan fundarse en la psicología m oral». C orrección y fundam entación
que, tal com o lo señala n uestro autor, rem iten a un nuevo diseño que ha
realizado de la obra, co ncretam ente se refiere al capítulo II, § 7, y cuya
justificación filosófica ú ltim a la form ula en el siguiente p arágrafo 30. Voy
a d etenerm e en este núcleo discursivo p orqu e sospecho que en él se
en cu entra u na de las llaves m aestras de lo que p ud iera calificarse com o
u na insuficiencia in tern a de su concepción de la racionalidad y de la
filosofía políticas, al tiem po que esta perspectiva, p o r o tro lado y en
aparente contradicción, nos ofrece razones suficientes p ara co m p rend er
la am plia y dom in an te recepción de su herm enéutica, com o ex po nd ré
en la p arte final de este artículo.
El problem a, afirm a Raw ls, es de «largo alcance» y de hecho viene
de m uy atrás. La sistem atización de su pensam iento, que hubo de hacer
a pro pó sito de la publicación de A Theory o f Justice, le había obligado
a definir los rasgos, la estructura de los sujetos cuyo horizonte histórico
está m arcado «por conflictos políticos profundos» — situación que ca
racteriza el origen de su planteam iento filosófico-político, al decir del
p ropio Raw ls— , así com o tuvo que explicar la incardinación de dicha
estructura antropológica en la instauración de u na sociedad justa, pues
— com o ha vuelto a insistir— «la filosofía política no se ap arta de la
sociedad y el m u nd o, com o algunos han pensado [...] En este co ntex
to, el hecho de form ular concepciones idealizadas [...] resulta esencial
p ara en co ntrar una concepción política razonable de la justicia»31. En
45. G. W F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, en Werke in Zwanzig Banden
(Theorie Werkausgabe), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1971, § 185.
dia y la contradicción en que se asientan individuo y sociedad civil en su
articulación histórico-liberal. Si, p o r un lado, es la sociedad civil consti
tuid a en estos nuevos tiem pos la que perm itió la afirm ación universal de
los derechos form ales del individuo, el tipo estatuido de relaciones so
ciales estructuradas en to rn o al interés y al beneficio privados (bajo el
supuesto «m etafísico» de que el interés privado g enerará el bien púb li
co) o p era com o estru ctura desinteg rad ora de la au ton om ía y el reco n o
cim iento alcanzados. E sta u nidim ensionalidad de las relaciones sociales
obligó a H egel a «idear» u na articulación teórica m ás sustantiva entre
los intereses dispares y m últiples de los individuos, al tiem po que ap u n
taba hacia u na práctica socio-política en relación a la cual lo particular
«busque y tenga de este m odo su estabilidad»46. Pues, así com o h istó ri
cam ente no fue posible ro m p er las cadenas que im pedían u na «m ayoría
de edad» hasta que n o hubo «una liberación de la conciencia», del m is
m o m o do , ap ostillaría n u estro filósofo, el carácter abstracto y form al
de las libertades liberales no puede plasm arse en un o rd en nuevo, ya
que en tod o caso no «puede h aber revolución sin u na reform a». H egel,
que creía h aber m ostrad o los lím ites y las contradicciones radicados en
la sociedad civil m o derna, rechaza la solución política liberal y sostiene
p rem o n ito riam en te que el n ud o gordiano atado p o r el liberalism o, «esta
colisión, este nudo, este problem a es aquello en lo que se detiene la his
toria y que ésta ha de resolver en tiem pos futuros»47.
55. Desgraciadamente hemos vuelto a sufrir los horrores de la guerra, de las luchas fra
tricidas, y hemos acusado, profundamente, la decepción de comprobar la fragilidad y la li
mitación de los lazos políticos con los que habíamos trenzado nuestra convivencia nacional
e internacional. Hemos tenido que comprobar, especialmente en Europa, la debilidad moral
y las insuficiencias de la llamada sociedad civil, incapaz de dar salida a situaciones que han
venido a reverberar la acción y la pasión de lo radicalmente antihumano. Por todo ello, resulta
absolutamente acrítico, ideológico y falaz desde el punto de vista teórico, cínico e incoherente
desde el punto de vista político, así como radicalmente inmoral, despertar el viejo fantasma de
la «igualdad de inseguridad», del enfrentamiento total, que en otro tiempo intentó saldar las
limitaciones intrínsecas del individualismo posesivo y del perfeccionismo totalitario. En una
mezcla de falta de precisión teórica e indistinción categorial entre cultura y civilización, a medio
camino entre las sospechas infundadas y los intereses no bien justificados, se ha querido recrear
el «enemigo total», se ha dibujado un horizonte de inevitable enfrentamiento entre culturas o
civilizaciones. El choque de civilizaciones, teorizado por un conservador como Huntington
(1993), abandonando y contradiciendo su teoría de la «tercera ola» democratizadora escrita
en los años ochenta, ha servido para que algunos diagnostiquen «el destino de la humanidad»
como una «lucha entre el Islam y el cristianismo» (Buchanan) o planteen la «irracional» pero
inevitable reacción del «rival» de «nuestra herencia judeo-cristiana» (Lewis). Esta perspectiva y
estas actitudes están ligadas a formas antimodernas de pensamiento, y, sin embargo, desde la
desconfiada confianza del liberalismo, autores liberales como Sartori han acusado la dentellada
espectral de teorizaciones de esta índole. No otro sentido parecen tener estas palabras: «Aparte
del islamismo, la democracia liberal es hoy en día el único juego ‘legítimo’ posible, aunque,
claro está, somos libres de no respetar las reglas» (1991, p. 474).
56. J. Gray, El liberalismo, pp. 115 y 142.
desde los años setenta la restauración histórica y la dim ensión n o rm a
tiva de la filosofía p olítica secuestrada p o r el vigor corrosivo y el p ro
tagonism o de la trad ició n analítica57. Tras las prim eras e interesadas
interp retacio nes y acom odaciones transcendentalistas que la am bigüe
dad del u no y la falta de sensibilidad histórica de los m ás pusieron en
curso «filosófico», ha sido el p ro p io R aw ls quien se ha visto obligado
a esclarecer la dim ensión m ás bien «pragm atista» de su pensam iento,
así com o el carácter m eram ente analógico de su contractualism o con
respecto al in ten to y el m éto do de fundam entación filosófica de K ant.
Por últim o, com o síntesis final del esclarecim iento que el p ro p io Raw ls
h a ten id o que realizar acerca de los m alentendidos de su filosofía y, p or
o tra p arte, com o resultado del decurso aclaratorio que el liberalism o
h a ido ejerciendo sobre sí m ism o, el pro feso r de H arv ard ha acabado
p o r elegir ese nuevo cam ino de u na «refundación» del liberalism o: el
liberalism o político. Esta posición que, com o ya lo había explicitado
L arm ore, se establece com o un térm in o m edio entre H o bb es y K ant o
M ill. Liberalism o político que si, definitivam ente, aleja de R aw ls to d a
d ud a acerca de un posible in ten to de «fundam entación absoluta», lo
acerca tan to al contextualism o político que ha acabado haciendo recaer
sobre él tod as las sospechas de u na justificación algo inm ediatista de lo
ya dado. Pero, en segundo lugar, la dim ensión p olítica fundam ental de
este nuevo liberalism o, que cen tra el h orizo nte de su n orm ativ idad en
el «deseo» de p o d er convivir en un co ntex to de p luralidad, parece haber
perdid o los elem entos norm ativos de su p ro p u esta en favor de u na d e
m ocracia justa. E fectivam ente, la idea de tolerancia política, en cuanto
estrategia dependiente del «deseo» de convivencia no violenta, tiende
a suplantar las dim ensiones sim bólicas de u na razón práctica p o r la o p
ción táctica de la cohesión que im pone la experiencia de la inseguridad
com o condición general hum ana. La tóp ica im p ro n ta hobbesiana es tan
m arcada que el p ro p io Raw ls ha sentido la necesidad de defenderse,
de argüir teóricam ente p ara que no se le co nfu nd a con un hobbesiano
renovado. Pero, exam inado m ás de cerca, este liberalism o refu nd ado
no ofrece «razones» que avalen la superación del carácter m eram ente
«prudencial» que se atribuye al «am oral» pro yecto político hobbesiano.
D e hecho, sólo si se asum e, com o es el caso de Raw ls, u na tesis ético-
política fuerte, a saber: que la sociedad vive bajo un supuesto acuerdo
m oral de convivencia dem ocrática, sólo en este caso p o d ría adm itirse
que el overlapping consensus (el gran eje central de la nueva concepción
liberal dem ocrática) supera los angostos lím ites de un am oral acuerdo.
D e lo co ntrario , el «liberalism o político» se nos p resen taría hoy — así lo
parece— com o identificado con un tipo de relaciones sociales incapaces
57. Para una discusión en torno a dicho momento histórico y la renovación de la filosofía
política, cf. F. Quesada, «La filosofía política hoy: recuperación de la memoria histórica»: Arbor
503-504 (1987), pp. 9-48.
de ofrecer p o r ellas m ism as u na adecuada form a de cohesión y obliga
ción políticas; el liberalism o político vend ría a ser u na renovada, una
«nueva igualdad de inseguridad entre los individuos»58.
El in ten to de co rtar el lazo entre justificabilidad y verdad, que filo
sóficam ente subyace en esta filosofía política, tiene com o virtu alidad el
p olarizar la teo ría social liberal. La consecuencia p olítica m ás inm ediata
de esta teoría, según lo ha puesto de relieve Rorty, consiste en ligar la
idea de «derechos», no ya a ningún principio o d o ctrin a m etafísicos,
sino al cuerpo de creencias relativo a un grupo o u na cu ltu ra p articu
lares, tales com o la sociedad o las instituciones liberales. En definitiva,
se trata de acabar con la idea cartesiana de un fundam ento absoluto
de v erdad que, si h ub iera de actuar com o justificación que validaría
un determ inado o rd en político, n o dejaría de m o strar la im posibilidad
de su establecim iento a título de g arantía de u na convivencia política
en una sociedad plural com o la nuestra. F rente a tal tipo de exigencia
filosófica, la concepción pública de la justicia en u na sociedad dem o crá
tica m o d ern a ha de m oldearse, según Rorty, en la m atriz de «aquellas
convicciones sedim entadas» en la época m o d ern a com o resultado de la
tolerancia religiosa y en el rechazo radical de situaciones de su bo rdin a
ción com o la esclavitud. En definitiva, la religión y la filosofía resultan
ser sistem as tan com prehensivos que, aun justificando su existencia en
la idea de perfección del individuo, no p erm iten el alum bram iento del
ciudadano m o derno . Éste se co nform ó, precisam ente, en instituciones
políticas que supieron generar indiferencia pública a tales cuestiones,
al tiem po que señalaban su p ertin en cia respecto del ám bito privado.
En definitiva, aclara R orty parafraseand o a Raw ls, cabe h ablar de una
conveniente articulación filosófica de la dem ocracia liberal, pero no es
necesaria u na fundam entación filosófica. La aplicación, en u na sociedad
dem ocrática, de la idea m ism a de tolerancia a la filosofía nos conduce
a la conclusión de que «cuando se plantea un conflicto entre las dos, la
dem ocracia tom a precedencia frente a la filosofía»59.
El p ro blem a p o d ría parecer lim itado a u na rivalidad de escuelas
filosóficas, pero lo cierto es que afecta directam ente a la construcción,
al desarrollo y a la intelección de u na teo ría dem ocrática. Pues la fuer
te iron ía y la im placable crítica antim etafísica — tan en sintonía con
los nuevos tiem pos— que la form ulación ro rty an a h a sabido p restar a
ciertas perspectivas políticas de Raw ls n o pueden ocultar las carencias
teóricas de su p lanteam iento y los peligrosos lím ites de su concepción
dem ocrática. Por aludir a uno de los m uchos elem entos necesitados de
exam en y discusión quisiera h acer referencia, som eram ente, al problem a
4. J.-P. Sartre, Cahiers pour une morale, Gallimard, Paris, 1983, p. 196.
5. Ibid., p. 185.
derecho están, h istóricam ente, en la base de m uchas dem ocracias actu a
les, las m ism as que ah o ra parecen haberse colapsado, d ando m uestras
de un agotam iento vital, políticam ente hablando.
En este proceso reconstructivo de la violencia, que no puede leerse
sim plem ente com o u na contextualización coyuntural explicativa del
«repentino» h u n dim ien to de nuestras sociedades desarrolladas, hace re
ferencia n uestro au to r al hecho y al significado de la to rtu ra ejercida p or
los países coloniales. Sin duda, llam a la atención esa peculiar relación
entre el colonizado y el colonizador. Éste hace descansar sobre el hecho
de la diferencia étnica la «necesaria» subordinación, la violencia adm i
nistrativa y la to rtu ra frente a quienes, en últim o térm in o, cabe calificar
de inferiores, carentes de las capacidades m ínim as del civilizado, redefi-
niéndolos com o «privados» de lo que p ro piam en te constituye al h o m
bre, al sujeto desarrollado. Se ha hecho n o tar que, en principio, p ara p o
der tra ta r a los «diferentes» com o «carne de cañón», com o «perros»,
para obligarles a realizar una labor cualquiera, han de ser reconocidos p ri
m ero com o hom bres, com o seres hum anos. D e tal m anera que quien
p retend e destruir la h um anid ad de esos «otros» recrea dicha h um anidad
p o r tod as partes. La to rtu ra p retend e solucionar este problem a, que
Sartre form ula com o aquella situación en la que «no hay lugar suficiente
para dos especies h um anas; hay que elegir entre la u na y la otra»6. D es
de esta perspectiva, la to rtu ra no sólo busca q ueb rantar físicam ente al
o tro , sino que — nacida del m iedo— p retend e la traición del colonizado
e im ponerle así el estatuto b uscado: el de sub-hom bre. «Sub-hom bre» es
aquí la trad ucció n m ás clara de la idea de que el colonizador, en cuanto
p retend e m ono po lizar el título de h um anid ad, vive de las m iserias del
o tro al que desea arran car no sólo los bienes m ateriales y su trabajo,
sino igualm ente su v olun tad , su inteligencia, su valor. «Lo que se juega
es el hom bre. En ningún tiem po la v o lu n tad de ser libre ha sido tan
consciente ni tan fu erte; en ningún tiem po, la opresión m ás v iolenta ni
m ejor arm ada»7. Esta situación de ignom inia pon e al colonizado en una
situación lím ite que afecta a su p ro p ia posibilidad de existir. Esto expli
ca que la caída de las colonias haya llevado consigo el rechazo que los
«indígenas» han m anifestado n o sólo co n tra los colonizadores, sino
co ntra su cultura, sus form as de vida y sus valores. D e aquí que resulte
tan im púdica la posición de quienes, desde O ccidente, se han ap resu ra
do — sin asum ir la m em oria histórica de lo acontecido— a pro no sticar
«la g uerra de civilizaciones». Por el co ntrario , ¿no cabría seguir p reg u n
tan do si acaso la situación de violencia antrop ológ ica denunciada no re
m ite a co ntex tos de actuación en los p ro pio s países de origen, contextos
en base a los cuales se fraguaron las estructuras sociales que han co nfo r
8. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno
y la mala política»: RICS 129 (1991), p. 470. Es necesario reseñar que esta petición de una
«gran transformación» ya fue formulada hace años en su Teoría de la democracia y ha vuelto a
reiterarse en La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid, 1993.
p artir de los años trein ta del siglo x ix, p ara establecer ciertos elem entos
de planificación y organización de la econom ía explicaría el h un dim ien
to acaecido con la p rim era G u erra M un dial y el advenim iento de ciertos
m ovim ientos radicalm ente antidem ocráticos. En este sentido, y co ntra
la periodización ofrecida p o r H obsbaw m , Polanyi defiende que «la p ri
m era G u erra M un dial y las revoluciones que la siguieron pertenecían
todavía al siglo xix»9. C om o advierte en su o bra La gran transform a
ción: «La clave del sistem a institucional del siglo x ix se encuentra, pues,
en las leyes que gobiernan la econom ía de m ercado»10, que tiene com o
pilares la im posición del «m ercado autorregulador» y del « patrón-oro
internacional», cuya crisis, jun to a la quiebra política del C oncierto
eu rop eo, son las causas inm ediatas del colapso que llevó a la prim era
G u erra M undial. Es m ás, sus efectos se dejaron sentir en los procesos
posteriores que rev olu cion aron el p an o ram a europeo. C o ncretam en
te, Polanyi llega a sostener que «se puede describir la solución fascista
com o el im passe en el que se había sum ido el capitalism o liberal p ara
llevar a cabo u na refo rm a de la econom ía de m ercado»11.
H ay un segundo aspecto en la o bra de Polanyi, tan paradójicam ente
reclam ada p o r los liberales neoclásicos, que es necesario destacar frente
a las tesis de H obsbaw m . Se trata de las dim ensiones sociales y an tro p o
lógicas que el liberalism o econom icista del siglo x ix llegó a conform ar.
En este sentido, se p o d ría decir que la civilización del x ix es ú nica p or
cuanto descansa en la u tó pica idea de un m ercado que se regula a sí m is
m o, origen de los cataclism os que sucedieron en el siglo x x . Pues la idea
de un m ercado au to rreg u lad o r no se lim ita a ser u na teo ría económ ica
sino que conlleva la creación e institucionalización de u na «sociedad de
m ercado» con las im posiciones jurídicas que ello co m p o rta en el orden
de la p ro p ied ad y de las relaciones sociales: la artificial determ inación
de ám bitos pre-políticos blindados p ara que queden al m argen de la
construcción política de las necesidades que co rresp on de al «espacio
público». A sim ism o, la «sociedad de m ercado» im plica u na tra n sm u
tación del concepto de la política y del quehacer político, los cuales,
ab an do nan do la idea p rim era de p articipación, se convierten en una
neutralización de la idea de ciudadanía y se «valoran» p o r su capacidad
de ren dim ien to cuantitativo de bienes. En esta línea neoclásico-liberal,
se p retend e redefinir la dem ocracia desde los factores de p roducción
de la m ism a (del cuánto cuenta la voz del pueb lo) a su p ro p io p ro du cto
(al cuánto se beneficia el pueblo). La «sociedad de m ercado» determ ina
m uy especialm ente tan to el nivel reflexivo com o el tipo de preferencias
que se pueden dem andar, así com o tam bién configura los intercam bios
29. Ibid., p. 374. El subrayado es mío. El profesor de Ciencias Políticas Sami Naír, francés
de origen argelino, aludiendo a esa satanización especial del islam, interpretación denostativa
que ocupa un lugar tan central en la obra de Huntington como superficial en su argumentación,
insta a «superar un concepto culturalista de la cultura que, en lugar de favorecer las corrientes
de mutuo intercambio entre las culturas, busca establecer guetos civilizatorios explosivos». En
esta línea, denuncia la coalición exclusivista de Occidente que se define «no solamente por sus
intereses económicos, sino también por una unidad religiosa reencontrada por encima de las
diferencias de la cultura latina (católica) y sajona (protestante) [...] Este proyecto es muy fácil de
definir: se trata de una Europa blanca, étnicamente pura, confesionalmente unificada, económi
camente dominante [...] Es la eterna mezcla de la cruz, el hisopo y la bolsa». Este proyecto de
enclaustramiento y de abandono de compromisos se ha vuelto cada día más evidente en función
de la progresiva reducción, a partir del 1981, del tráfico comercial con los países del Magreb y
el Mashrek (S. Naír, Las heridas abiertas. Las dos orillas del Mediterráneo: ¿un destino conflic
tivo?, El País-Aguilar, Madrid, 1998, pp. 201, 196-197 y 194 respectivamente. El subrayado es
mío). No deja de ser sintomática esta necesidad por parte de Occidente de buscar, de designar
en cada momento histórico al «enemigo». El caso más estridente se encuentra en la esperpéntica
decisión de Reagan, como expresión última de la unidad cultural de Occidente por la religión,
de bautizar religiosamente al enemigo, en concreto la Unión Soviética, que pasaría a denomi
narse «el demonio». No lejos de esta posición se encuentran aquellos antimulticulturalistas, teó
ricos de la democracia, que han designado al islam como el «mal», carcoma de Occidente. «La
cultura occidental está cuestionada —escribe Huntington— por grupos dentro de las sociedades
occidentales [... ] inmigrantes de otras civilizaciones [...] propagando los valores, costumbres y
culturas de sus sociedades de origen. Este fenómeno se percibe sobre todo entre los musulmanes
en Europa» (p. 365. El subrayado es mío).
sitúan en un segundo nivel, d epend iend o de los intereses de un tercer
país: la India, que, aprovechando la g uerra en tre los dos colosos, de
cide doblegar a, y apoderarse de, Pakistán. En tercer lugar, los países
m usulm anes no son los que propician n inguna g uerra de anexión de
territo rio o co ntro l de fuentes p rim ordiales de riqueza sino que, com o
el p ro p io H u n tin g to n escribe, se ven atacados, son víctim a de los de
seos im perialistas de la Ind ia y acaban divididos ante el req uerim iento
a que se ven som etidos p o r Pakistán y la India, que consiguen atraerse
respectivam ente a algunos de los países m usulm anes. P or últim o, tras la
g uerra entre C h in a y E stados U nidos, finalizada sin que n inguna de las
partes alcance u na v ictoria clara, los m usulm anes se verán som etidos a
operaciones de desestabilización p o r p arte de Rusia. Estas operaciones
desestabilizadoras ten d rían com o objeto que tan to O ccidente com o R u
sia p ud ieran co n tro lar las ricas zonas de p etró leo de los países de O rien
te y evitar asim ism o la u nión entre tales países o pueblos m usulm anes.
H ay que ten er en cuen ta que, en este juego estratégico diseñado p o r el
au to r n o rteam erican o, Rusia h abría llegado, en la etap a final de la gue
rra p lanetaria, a un curioso pacto con los E stados U nidos, m otivado en
p arte p o r el hostigam iento d entro de tierras rusas y la incitación a sus
h abitantes p ara u na secesión que vendría ejerciendo C hina.
Ind ep end ien tem en te de la verosim ilitud de to d o este juego de aje
drez g uerrero , el dividir m aniquea, arb itraria y apriorísticam ente el glo
bo en dos p artes necesariam ente enfrentadas no g uarda n inguna rela
ción con la «narración» del tex to y, adem ás, contraviene la lógica de las
posiciones de las civilizaciones p rotagonistas del en frentam iento m u n
dial y agonísticam ente perseguidoras de sus intereses, O ccidente, C h in a
y Jap ón , Rusia. M áxim e cuando, en la hipótesis de u na p ró x im a guerra
p lanetaria, los países m usulm anes, según n uestro autor, en trarían en
liza com o víctim as de terceros países o cuartas civilizaciones, divididos
en tre sí ante el aprem io de alianzas cuasi im puestas p o r p arte de países o
culturas diferentes. A un en el caso de que, esporádicam ente y de form a
parcial, algunos E stados m usulm anes llevaran a cabo acciones co ncerta
das, el hecho concreto es que, com o h istóricam ente viene sucediendo y
hasta el p ro p io H u n tin g to n ha de adm itir, no hay datos reales que p u e
dan sustentar argum entativam ente la hipótesis de una u nión del islam ,
com o civilización y religión, frente al resto del m u nd o. Sin em bargo,
co n tra to d a evidencia y co n tra to d o p ro nó stico plausible, el director del
Jo h n M . O lin Institute for Strategic Studies de la U niversidad de H a r
vard estatuye sin paliativos que el m u nd o se divide, en cuanto a peligro
de co nfrontam ientos de destrucción m asiva se refiere, entre «m usulm a
nes p o r un lado y no m usulm anes p o r el otro». «Una guerra p lanetaria
[...] p o d ría producirse a p artir de la intensificación de u na guerra de lí
nea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que m uy
posiblem ente se en contrarían m usulm anes p o r un lado y no m usulm anes
p o r el otro», estableciendo, poco m ás adelante, que la supuesta guerra
FI N D E SI G L O . LA D E MO C RAC IA E N TRE LA A N O M IA Y L A VI O LE N C I A SO C IAL
30. Ibid., pp. 374 y 378. ¿Es realmente este escenario bélico, en torno a la lucha de Es
tados Unidos y China, una línea de fractura provocada por el islam entre «musulmanes por un
lado y no musulmanes por el otro?
31. Ibid., p. 150.
32. Ibid., p. 153.
33. Habría que dar cuenta de que, para Huntington, la posibilidad de una nueva guerra
mundial en nuestros días se relaciona directamente, por un lado, con el ascenso de China, «el
mayor actor de la historia del hombre», y su posible pretensión de potencia dominante en el
este y sudeste asiático. Por otro lado, teniendo en cuenta los recursos naturales vitales de las
zonas citadas, Huntington aduce la Guía de Planificación del Ministerio de Defensa de los Es
tados Unidos, filtrada a la prensa en febrero de 1992, en la cual se escribe textualmente: «[...]
(los Estados Unidos) deben impedir que cualquier potencia domine una región cuyos recursos,
bajo un control consolidado, fueran suficientes para generar una potencia mundial [...] Nuestra
estrategia actualmente se debe volver a concentrar en impedir la aparición de futuros competi
dores potenciales a escala mundial» (ibid., p. 375).
la posibilidad práctica de las propuestas defendidas p o r H u n tin g to n .
M i segunda tesis g uard a u na estrecha relación con dos de los efectos
finales de la h ip otética g uerra planetaria. Según n uestro autor, el efec
to m ás claro y casi inevitable de la m ism a consistiría en la decadencia
del p o d erío dem ográfico y m ilitar de los co ntendientes principales y,
com o consecuencia de esta decadencia, el p o d er «se desplazaría ah ora
del n o rte al sur»34. C om o he advertido an teriorm ente, las secuencias
descritas en este tablero de la g uerra en el m u nd o m uestran un grado de
artificialidad que hace difícil p articip ar m entalm ente en su despliegue y
en las alianzas que p ro p o n e. Sin em bargo, aten dien do ah o ra m ás bien
a la gram ática p ro fu n d a de «los beligerantes» escogidos y distribuidos
en los diversos papeles de ese en frentam iento de consecuencias globa
les, la m ayor p arte de dos grandes continentes h abría quedado al m ar
gen de dicha contienda, con resultados, em pero, de m uy distinto signo
p ara ellos. M e refiero, en p rim er lugar, a to d a L atinoam érica, dada la
am bigüedad que n uestro au to r le o to rg a al considerarla «una subcivili-
zación d entro de la civilización occidental [... ] dividida en cuanto a su
p ertenencia a él (O ccidente)»35. Pues bien, en función de esta m ix tura
cultural, L atinoam érica no se h abría sentido co ncernida p o r la guerra
llevada a cabo entre C hina y Estados U nidos y la p osterio r en trada de las
sociedades occidentales. A unque no se ofrecen datos al respecto, el au
to r supone que este retraim ien to de L atinoam érica le h abría rep o rtad o
un p eríod o de floreciente desarrollo, abundancia de m edios e inm ensas
riquezas. N o atiendo ah ora a las causas de este v erdadero «milagro»
económ ico, que H u n tin g to n vaticina p o r el sim ple hecho de perm anecer
fuera de la contienda. En cam bio, interesa subrayar con to d o énfasis la
tesis del au tor estadounidense según la cual L atinoam érica haría llegar
u na ayuda «del tipo del Plan M arshall» a los hispanos residentes en los
E stados U nidos. El g ru po de los hispanos — que habrían estado en des
acuerdo con las élites WASP (blancas, anglosajonas y pro testan tes), a las
que atribuyen la sangría y la decadencia del país p o r su en frentam iento
con C hina— conseguiría hacerse con el p o d er de los m ism ísim os E sta
dos U nidos36.
El rom pecabezas de enfrentam iento s y alianzas, en ciertos m o m en
tos algo atrabiliario, adobado con algún que o tro «m ilagro» económ i
co-social sin precedentes ni causas inm ediatas que lo avalen, to d o ello
viene a concluir en la hum illación y el destron am ien to de los WASP
p o r p arte de los hispanos. Ind ep end ien tem en te de la o pinión que nos
41. Castoriadis, refiriéndose a los diversos aspectos del racismo, sugiere la posibilidad del
«odio al otro como una faceta del odio inconsciente a sí mismo». Aunque resulta de un espe
cial interés el horizonte que pretende abrir, esta línea de investigación no es relevante para el
análisis propuesto por Huntington. Todo lo más, muestra las carencias teóricas acumuladas por
este autor en orden a la determinación tanto de la cultura como del componente que considera
intrínseco a la misma: la idea de enemigo. Cf. C. Castoriadis, El mundo fragmentado, Caronte
Ensayos, Buenos Aires, 1993, Primera parte: «Reflexiones sobre el racismo».
42. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones..., p. 368.
pación p o r la pureza de la cultura así com o p o r el co ntrol estratégico
necesario p ara no caer en aventuras de guerras de debilitam iento ni en
com prom isos de justicia redistributiva con respecto a los países que,
históricam ente y en función del desarrollo llevado a cabo, u nen su p e
n uria a la pertenencia a otras culturas distintas de las occidentales, lleva
a n uestro au to r a sentenciar de form a m oralizante, en co ntra de lo que
h a sido la globalización de capitales y lo que fue el ejercicio de la co lo
nización, que «los hom bres de negocios hacen trato s con la gente a la
que en tienden y en la que pueden confiar; los E stados ceden soberanía
a asociaciones internacionales form adas p o r E stados de espíritu afín,
a los que entienden y en quienes confían. Las raíces de la cooperación
económ ica están en la coincidencia cultural»43.
El espacio público, la política y el ejercicio p articipativo y resp on sa
ble de la dem ocracia sufren q ueb ranto ante la violencia co n tra la dife
rencia, el m estizaje y el pluralism o, dado que nuestras ciudades, nuestras
naciones son ya m ulticulturales. N o es ex traño que las páginas siguien
tes al ap artad o que hem os exam inado estén dedicadas a reto m ar la idea
de la unicidad y la m ism idad de las culturas, que han de «captar la esen
cia» de las m ism as. Y el ejem plo m ás preclaro viene, u na vez m ás, de
las opciones de los políticos en el ejercicio del poder. Es el caso de Wee
K im W ee, el «presidente del pueblo», quien, en u na especie de decálogo,
cifra lo que han de ser los valores «que captan la esencia de lo que es ser
de Singapur». «La declaración de valores co m un es, escribe H u n tin g to n ,
excluía explícitam ente de su esfera los valores políticos [...] (pero) era
un esfuerzo am bicioso e inteligente p o r definir u na id entidad cultural
de Singapur que sus colectividades étnicas y religiosas co m partían y que
les distinguían al respecto»44. A unque no deja de adm itir n uestro au tor
que tales valores no serían rechazados p o r los occidentales com o «in
dignos», sí reconoce que no p od rían ser asum idos los valores definidos
p o r K im W ee, en cuanto ligados a la «colectividad étnica», p on iend o a
«la sociedad p o r encim a del individuo» y exigiendo «arm onía racial y
religiosa». Q uedarían fuera de ese ám bito de valores los co rresp on dien
tes al individuo, que no puede ser v iolentado p o r el g ru po ; tam poco
son reconocidos los valores corresp on dien tes a la libertad de expresión
y a la v erdad surgida de la discusión y argum entación racionales; no se
registran ni la participación ni la com petencia políticas, com o tam poco
el sentido del im perio de la ley frente al im perio de los gobernantes.
N o obstante, relegando el com prom iso p o r u na defensa resp etu osa de
los principios dem ocráticos, com o había m anifestado en L a tercera ola,
H u n tin g to n pone p o r encim a «la coherencia» de u na cultura basada en
«la esencia» de la m ism a. Es cierto que, en función del relativism o p ro
fesado «interesadam ente» p o r H u n tin g to n y su apego a los políticos de
7. Ibid., p. 15.
8. B. Constant, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en
Escritos políticos, CEC, Madrid, 1989, p. 259.
a la que se refiere H u n tin g to n . El capítulo referido reza así: «La n a
turaleza h um ana en la política». Tras una m uy superficial y un tanto
atrabiliaria interp retació n psico-sociológica de la naturaleza hum ana,
sentencia, con cierto aire de apodicticidad, que, en los individuos h is
tóricos de estos nuevos tiem pos, «la precisión y la racionalidad en el
p ensam iento y en la acción no están garantizados», com o lo suponía la
dem ocracia antigua. D e este m o do , los procesos de constitución de lo
que sean necesidades hum anas y las elecciones políticas p ara su reali
zación p o r p arte de los ciudadanos, lo que en tendem os generalm ente
p o r v o lu n tad general, n o son m ás que «creencias», cercanas al contexto
religioso, artificialm ente creadas al m o do de la p ro p ag an d a com ercial.
Por el co ntrario , enfatiza Schum peter, lo que se deno m in a «la voluntad
del pueblo es el p ro d u cto , no la fuerza del proceso político»9. Lo que
se entiende p o r v olun tad popular, tan to en las m anifestaciones abier
tas com o en las latencias, son propuestas llevadas a cabo siem pre p or
los gobernantes, los rep resen tantes políticos, los líderes. Schum peter
refo rm ula así el concepto w eberiano del «caudillo», aderezado dentro
de la ten den cia econom icista co ntem po ránea que rige la com prensión
tan to de la política en general com o de la dem ocracia en particular. Se
trata de en tend er la profesionalización del político, la com petencia en
la lucha p o r los votos de los ciudadanos y el p ro p io papel del «caudillo»
o líder al m o do del com erciante o del p ro du cto r. D e este m o do , viene
a ser co rrecta la o pinión del viejo p olítico, citado p o r Schum peter, que
afirm aba: «Lo que los hom bres de negocios no co m prenden es que yo
opero con los votos exactam ente igual que ellos o peran con el aceite».
D e donde n uestro au to r concluiría:
Ni un almacén puede ser definido por sus marcas ni un partido definirse
por sus principios. Un partido es un grupo cuyos miembros se proponen
actuar de consuno en la lucha de la competencia por el poder10.
En definitiva, la dem ocracia es, sim plem ente, «el gobierno del po-
lítico»11.
La concepción de la dem ocracia que va a servir a H u n tin g to n de
guía, tan to en el exam en de las olas que extienden su im plantación
en las naciones com o en su interp retació n de las culturas, no es, pues,
neutral. En la línea del liberalism o rep resentativo, refo rm ulado por
Schum peter, la dem ocracia queda absuelta de los elem entos norm ativos
que conlleva la idea h eredada de espacio p úb lico ; la p ro p ia d em o cra
cia pierde su valor intrínseco en cuanto expresión de la libertad y de
la participación de los individuos, así com o se invisibiliza la función
de gran calado en la obra que examinamos así como en El choque de civilizaciones, de graves
consecuencias teóricas y de implicaciones funestas en el orden práctico.
20. Ibid., p. 253. Ante la hipótesis de la decadencia de Estados Unidos, sustentada por
diversos autores durante los años ochenta, Huntington sostiene: «Si esto ocurriera, los fracasos
de Estados Unidos serían vistos inevitablemente como los fracasos de la democracia. El atractivo
mundial de la democracia disminuiría significativamente».
21. Ibid., p. 274.
22. Ibid., p. 276.
cam bio en la estru ctura socio-política. El pro feso r de H arv ard apuesta
p o r que el desarrollo económ ico p ued a v encer en la difícil lucha entre la
vieja cu ltu ra y la nueva p ro sp erid ad en los diversos países, pues, com o
lo hem os citado, «el desarrollo económ ico hace posible la dem ocracia».
La conjunción entre am bos polos, cu ltu ra y econom ía, acabará p ro d u
ciéndose y entonces p od rem o s co m p rob ar si u na nueva oleada d em o
crática es posible en función del «extrao rdin ario crecim iento m undial»,
tal com o sucedió con la tercera oleada, resultado del desarrollo en los
años cincuenta y sesenta. En to d o caso, aten dien do a los cam bios h istó
ricos culturales habidos y al determ inante papel jugado en los últim os
tiem pos p o r el desarrollo económ ico, los im pedim entos coyunturales
de u na d eterm inada cu ltu ra no deberían im posibilitar el reconocim iento
de que «las culturas, históricam ente, son m ás dinám icas que pasivas»23.
Para un lector aten to de la p o sterio r o bra de n uestro au to r puede
so rp ren d er bastante que pued an establecerse diferencias teóricas, acti
tudes prácticas y program as estratégicos tan diferenciados política, co n
ceptual y vitalm ente, dadas las escasas fechas que separan La tercera ola
(1991) y el trabajo «¿El choque de civilizaciones?» (1993), el cual había
de servir de guión p ara su p o sterio r obra: E l choque de civilizaciones.
Es difícil sustraerse a la p regu nta p o r las causas de las actitudes tan
viscerales aparecidas con E l choque de civilizaciones, de la cerrazón en
cuanto a los intereses de grupo o de cultura, así com o de la predicción
de la quiebra de to d o o rd en m undial que im plique la m ultilateralidad24.
En La tercera ola se hace eco de la « interdependencia entre las nacio
nes», la cual genera atracción hacia la dem ocracia p o r p arte de aquellos
países que aún no la disfrutan y, aunque n o hay u na explícita referen
cia a la responsabilidad que suscita el hecho de que no hay obstáculos
culturales insalvables p ara la extensión de la dem ocracia, se crea en el
tex to u na atm ósfera abierta a la co operación en un ciclo histórico en
que «el tiem p o juega a favor de la dem ocracia». Todo ello alentado p o r
la convicción de que las «culturas, históricam ente, son m ás dinám icas
que pasivas». Si bien es cierto que la condición de posibilidad de los
procesos dem ocráticos acaba siendo tan restrictiva com o u nidim ensio
nal resulta su econom icism o, h abría que atender, no obstante, a aq ue
llos ejem plos exitosos com o el de E spaña de 1978, tal com o co ncreta
m ente señala H u n tin g to n , p ara no dejarse llevar de la reiterad a excusa
del supuesto peso cultural insalvable. En el caso de España, argum enta
n uestro autor, la cultura de los años cincuenta y sesenta se describía
com o tradicional, au to ritaria y jerárquica. Esta situación apenas puede
reconocerse en los años setenta y ochenta, en los que se había realizado
un gran vuelco en el ám bito de los valores y las actitudes. En definitiva,
Japón y China. Cf. F. Halliday, «El fundamentalismo y el mundo moderno»: Papeles. Centro de
Investigación para la paz 52 (1994). Del mismo autor: Islam and the Myth of Confrontation,
I. B. Tauris, London, 1995.
31. Ibid. , p. 67.
m iten a los hom bres la elaboración de códigos de significado en los
diversos m o m entos históricos, la posibilidad de actos de entend im ien to
aun en los desacuerdos en to rn o a las form as de las relaciones sociales,
así com o la construcción de im aginarios políticos dispares y alternativos
en u na m ism a tradición cultural. G eertz ha definido las culturas com o
«las form as sim bólicas públicam ente existentes a través de las cuales los
individuos experim entan y expresan los significados». Esta dim ensión
sem iótica y este carácter dinám ico, abierto y de gran plasticidad de la
cultura, en cuanto tram a de significaciones que los hom bres van cons
truy en do , im plica que «la cu ltu ra es esa u rdim bre y que el análisis de
la cultura ha de ser p o r lo tan to no u na ciencia experim ental en busca
de leyes, sino u na ciencia interp retativa en busca de significaciones»32.
E sta concepción de la cultura h a ten id o, inm ediatam ente, un desarrollo
en la sociología p olítica que perm ite d ar un giro im p ortan te. Así, frente
a la concepción objetivista de la cultura, ésta se p resen ta com o u na de
las dim ensiones sociales de interacción y com unicación. D e este m odo,
com o señala M aría Luz M o rán , se p ro du ce un giro m etodológico que
lleva a establecer u na especial relación m ás com prehensiva entre estruc
tu ra social, actores sociales y cultura. Siguiendo a Eder, n uestra au to ra
ap u n ta al hecho de que pasan a un p rim er p lano, com o tem a central de
los análisis de las culturas políticas, «los procesos históricos concretos a
través de los cuales se originan nuevas culturas políticas y sus relaciones
de in terd ep end en cia en la estru ctura social»33. D esde esta perspectiva
resulta falaz el hablar, en u na sociedad m o derna, de cultura política.
La superación del concepto tradicional de la cu ltu ra abre las vías p ara
form ular las preguntas p ertin en tes acerca de quién establece la cultura
política, in terro g an te que deja entrever la plu ralidad de form as cultu
rales políticas en el in terio r de u na m ism a cultura, así com o atiende ya
a las condiciones históricas y sociales a través de las cuales se p ro du cen
las culturas políticas com o resultado de luchas sociales, se instauran y se
m o nopolizan las culturas «oficializadas» com o si fueran las propias y las
p ertin en tes en cada p erío d o histórico. C om o escribe el au to r alem án:
N o todo elemento cultural de significado es relevante [... ] Para explicar
el papel de la cultura se debe plantear la pregunta ¿por qué algunas re
presentaciones culturales cuajan más que otras, son más atrayentes? [... ]
Así pues, la teoría posclásica es aquella que concibe la cultura en térm i
nos de actos y acontecimientos comunicativos [... ] La comunicación no
tiene lugar en aquello sobre lo que se está de acuerdo sino en lo que se
discute. La cultura en el sentido de disociación es, pues, un mecanismo
para la puesta en marcha y el mantenimiento de la comunicación34.
32. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 20.
33. M. L. Morán, «Sociedad, cultura y política: continuidad y novedad en el análisis cul
tural»: Zona Abierta 77/78 (1996/1997), p. 13.
34. K. Eder, «La paradoja de la cultura. Más allá de una teoría de la cultura como factor
consensual»: ibid., pp. 116-117.
3. C ultura, religión y régim en político
Tras las an teriores «concepciones» o form as de intelección con las que
H u n tin g to n ab ord a la cultura y su valor d eterm inante de las diferentes
civilizaciones, ofrece u na últim a m odulación interp retativa según la cual
la religión es aquella dim ensión cultural que, en ú ltim a instancia, viene
a definir y co nfo rm ar las culturas, las civilizaciones. Esta especie de re
ducto últim o de diferenciación m arca, a su vez, la relativa inevitabilidad
de E l choque de civilizaciones. ¿Es posible establecer este vínculo tan
estrecho y definitorio entre religión, cultura y form as de organización
política?
En la línea in terp retativ a de la cu ltu ra en la cual nos hem os situado,
línea interp retativa que recoge en gran p arte el legado sociológico de
W eber, Badie h a desarrollado, desde la atención especial a la relación
entre religión y cultura, la tesis de que la cultura, en lugar de constreñir
o de convertirse en m edida de la historia, se constituye y se delim ita
en la historia. La cultura no es, pues, un reservorio o u na herencia ya
dada en cuyo seno los agentes se en frenten o resuelvan los problem as.
«La cu ltu ra — apostilla— tiene com o función hacer com prensible una
acción social; ella es p o r consiguiente parte integ ran te de la acción y
no puede ser ap rehend ida fuera de tal acción»35. Estos presupuestos
le sirven com o guía p ara un estudio co m parado entre el islam ism o y
el cristianism o en to rn o a la génesis del E stado. Su trabajo de socio
logía política co m p arad a se cierra m o stran do los lím ites intern os de
las posiciones «culturalistas» que se instalan en la hipótesis de que las
culturas son realidades au torreferid as y, com o tales, independientes36.
Por su p arte, el au to r francés, in ten tan d o ir m ás allá de G eertz, acentúa
la capacidad de aprendizaje y cam bio de las culturas no solam ente p or
referencia a sus m atrices propias sino p o r el cuestionam iento a que las
som eten otras culturas y la necesidad de afro n tar los retos que, de for
m a exógena, aparecen en su horizo nte de significados. En el proceso de
adaptación a un nuevo m edio, y ante el req uerim iento y la interpelación
de o tros códigos, los térm inos, las palabras de u na cultura persisten,
p ero reenvían, «rem iten, de hecho, a realidades p ro fu n d am en te dife-
rentes»37. El estudio com parado realizado p o r Badie entre cristianism o
e islam ism o, estudio am pliado a otras grandes religiones, viene a sustan
ciarse en la o bra citada aten dien do a la influencia de las religiones en la
genealogía del E stado m o derno . En un trabajo p osterior, recogiendo los
m ateriales ya elaborados, cen tra sus aportaciones en lo que ah o ra m ás
directam ente nos ocupa, esto es, la relación en general entre religión y
política, y, m ás co ncretam ente, con respecto a la dem ocracia.
38. «Sin embargo, dado que la religión es la principal característica definitoria de las civi
lizaciones, las guerras de línea de fractura se producen casi siempre entre pueblos de religiones
diferentes [...] La frecuencia, intensidad y violencia de las guerras de línea de fractura quedan
enormemente intensificadas por las creencias en dioses diferentes». Para detallar las implicacio
nes de esta tesis, escribe algo más adelante: «Una guerra a escala planetaria es muy improbable,
pero no imposible. Una guerra así, lo hemos indicado, podría producirse a partir de la intensi
ficación de una guerra de línea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que
muy posiblemente se encontrarían musulmanes por un lado y no musulmanes por el otro» (El
choque de civilizaciones..., pp. 304 y 374. El subrayado es nuestro). Estas citas parecen apuntar
a la línea de fractura y de quiebra de su propio discurso.
39. B. Badie, «Democracia y religión: lógicas culturales y lógicas de la acción»: RICS 129
(1991, p. 537. El subrayado es mío.
ap un ta a la existencia y al respeto de la p luralidad, tan opu esta — en
p rin cipio — a las diversas ortodoxias. El resultado final de este detallado
estudio se resum e en el hecho de que la cultura ni d eterm ina ni causa el
desarrollo dem ocrático, sino que contribuye únicam ente a d otarlo de
un sistem a de significación que m o du la su p articularism o. D e este m odo,
nos situam os en el lím ite principal del análisis cu ltu ral: se pued en ex
traer concordancias de significaciones, pero sin que ello p ued a o sirva
jam ás p ara d ar cuenta de los m ecanism os de la invención política40. Los
sím bolos religiosos son, en realidad, de tal am bigüedad y plasticidad
que, p ud iend o ser instrum entalizados p o r las élites en el p o d er o en la
oposición p ara legitim ar u na acción o deslegitim ar un gobierno, no dan
cuenta en absoluto de las estrategias de los juegos de p o d er ni de sus
m odalidades de ejercicio. N o es posible, pues, establecer a p rio ri ningún
tipo de correlación entre religiones y conform aciones concretas de o r
den político. Este pro blem a se agudiza cuando atendem os al caso de las
diversas sectas que fracturan las grandes religiones:
Vectores de orden como de oposición los agentes religiosos ponen, en
realidad, sus símbolos a disposición de estrategias complejas que están
en estrecha dependencia del contexto en el cual actúan. Ello no obsta
para que estos símbolos pesen, por su identidad y su orientación, sobre
la naturaleza de las políticas aplicadas y, en particular, sobre el propio
contenido de los modelos políticos elaborados, otorgando así realidad
y consistencia a los fundamentos culturales de cada tipo de ciudad [...]
Sin embargo, las afinidades no son fijas ni necesarias: ninguna cultura ni
ninguna religión es por definición portadora de democracia41.
La am plitud de los estudios relativos a la cultura, así com o las m o
dulaciones de sus relaciones con respecto a ám bitos determ inado s de la
acción social o política, n o parecen haber ten id o cabida en la o bra de
H u n tin g to n . En este sentido, es difícil obviar el hecho de que este au tor
carece de un ap arato conceptual p ertin en te que asum a las aportaciones
de la antrop olog ía, la sociología cultural o la sociología histórica de los
conceptos p ara apoyar sus «conjeturas», de tan ex trem ad a relevancia en
el o rd en nacional e internacional, acerca del valor de la cultura y su ac
ción d eterm inante o causal en tod os los órdenes de vida, especialm ente
en el político-dem ocrático. D esde este p u n to de vista, y ajustándonos al
g rupo de civilizaciones que identifica, sus análisis de ciertas actuaciones,
de guerras o de algunas tom as de posición en el cam po internacional
adquieren un carácter de p ro n tu ario tan inm ediato com o aleatorio, el
cual no perm ite establecer criterios precisos p ara distinguir entre los
40. Ibid., p. 541. Desde otra perspectiva puede verse mi artículo «Ética y utopía: para una
crítica de la teología política», en J. A. Gimbernat y C. Gómez, La pasión por la libertad, Verbo
Divino, Estella, 1994, pp. 243-285.
41. Ibid., p. 546.
que deberían ser los com ponentes esenciales de las culturas y religiones
y, p o r o tra p arte, aquello que se nos p resen ta en la o bra citada en cuan
to narración o escenarios posibles de hechos políticos, ayunos de una
adecuada fundam entación.
Las alianzas, las fracturas y los procesos de cam bio a que nos hem os
referido no parecen encajar ni en la cartografía política del m u nd o ni
en la concepción esencialista de la cu ltu ra y la p regnante acción de
term in ante de la religión defendidas p o r el pro feso r de H arv ard . Las
debilidades epistem ológicas de H u n tin g to n y las carencias sustantivas
en o rd en a la d eterm inación de la cu ltu ra y sus im plicaciones en un
m u nd o universalizado explicarían, en p arte, su diseño de un h o rizo n
te apocalíptico p ara el siglo x x i . Tales deficiencias y lím ites obligan a
análisis estructurales m ás p ertin en tes y en los cuales, seguram ente, los
elem entos socio-económ icos y las estrategias de p o d er así com o la lucha
p o r el co ntro l de espacios de indudable valor hegem ónico, de ám bitos
relativos a m aterias prim as de p rim er o rd en , etc., ten d rían u na m ayor
relevancia que los aspectos referidos a la religión y a las dem andas de
carácter «culturalista».
58. Como tendencias todavía en fase de elaboración y a veces disonantes, con resultados
provisionales.
59. El choque de civilizaciones... , p. 374.
60. Ibid., p. 369.
na». El ren acim iento y el afianzam iento del p o d er pasan p o r form as de
integración económ icas y políticas absolutam ente exclusivas entre los
occidentales y se concretan n o sólo en rechazar de plano, en el orden
in tern o , los subversivos cam bios p reconizados de form a sed uctora p o r
el m ulticulturalism o sino, igualm ente y aten dien do al plano in tern acio
nal, en rep u d iar «los esquivos e ilusorios llam am ientos a identificar los
E stados U nidos con Asia»61. En definitiva, se trata de elim inar lo que se
considera com o alianzas y pactos «contra natura», esto es, en razón de
la idea de cu ltu ra «única», de rechazar pactos con dim ensiones de inter-
cu lturalidad que p ud ieran tener, com o efecto perverso, n o q uerido, el
refo rzar la existencia de otras culturas. Éstas, a la p ostre, alcanzarían de
este m o do , peligrosam ente, el estatuto de equidad con la occidental y,
en su caso, p od rían alterar, en función de los intercam bios sim bólicos y
del cam bio p ro fu n d o del nivel instituyente p ro pio s de la naturaleza de
la cultura, la pureza, la esencialidad y la «exclusividad» que se p re ten
den p ara esa nueva form ación euro-am ericana. Para un «esencialista» de
la cultura, com o es el caso de H u n tin g to n , la existencia y la relación de
equidad entre culturas equivaldría a carecer de criterios de distinción
y, en tal caso, de criterios de identidad pro pia. En efecto, la «igualdad»
en la «diferencia» y, p o r tan to , la valoración positiva de la p luralidad
(dejando de lado ah o ra el p ro blem a de si cualquier diferencia es p o r ella
m ism a valiosa) avocarían, p ara n uestro autor, a u na situación de anom ia
criteriológica, gnoseológicam ente h ablando, y de indistinción sim bólica
de significados, desde el p u n to de vista cultural.
En nuestra hipótesis — contrafáctica— de un m ulticulturalism o en
trecru zad o, p ro v eed o r de form as m ixtas en la conform ación de id en
tidad de los sujetos, h abría desaparecido el principio cuasi m etafísico
que el p ro feso r de H arv ard establece com o criterio de diferenciación
identitaria: «Por p ro p ia definición y m otivación, la gente necesita ene-
m igos»62. Es decir, según n uestro autor, las diversas culturas se trocarían
en «m ultitud», en u na h eteróclita y uxtaposición, cuya identidad cultural
p ro pia, sin esa especificación del o tro com o enem igo o p eran d o a m odo
de criterio, q uedaría desnaturalizada en u na neutralización valorativa
hom o geneizado ra de tod as ellas. La identidad p ro pia, en este caso, se
tran sform aría en acrítica identificación indiferenciada de tod as las cul
turas. Este incorrecto tratam iento teó rico, que confunde los elem entos
caracteriológicos de algunos individuos o sus com pulsiones personales
con la naturaleza y la estru ctura de la cultura, no le perm ite distinguir
en tre la actitud etn océntrica y colonial, im positiva de u na cultura, y la
apuesta filosófico-política por un m estizaje crítico con las propias dife
rencias, pues éstas no quedarían validadas por el hecho de ser tales. U na
asunción crítica de las diferencias ap u n taría al hecho de que diversos
63. Citado por Carlos Fuentes: «Silva Herzog, ¿por qué?», en El País, 2 de marzo de 1999,
p. 16. El autor completa los datos de esa comparación, que resultan de un interés espacial para
marcar la progresiva desigualdad y la casi insalvable situación de atraso cultural y económico de
zonas enteras de la tierra.
político. T eorizado este co n tra-p o d er m o nopolístico, de m odo especial
en los inicios de los años ochenta, ah o ra m u estra no sólo su desafío al
p ro p io E stado, sino que am enaza con el h u n dim ien to y la quiebra de
las sociedades ante la consternación de m uchos de los neoliberales que
p ro piciaron ese tipo de libertad de m ercado y de E stado m ín im o 64. El
E stado, no obstante y desde un p u n to de vista dem ocrático, sigue sien
do la instancia principal — aun cuando no la única— capaz de atender
las dem andas de los ciudadanos, co ntinú a legitim ado p ara recrear el
espacio de lo público al que aún pued en pertenecer, de form a cada vez
m ás p recaria y eventual, los excluidos de ese nuevo ám bito del m ercado
globalizado. Este tipo de globalización, tan asim étrica com o desarticula-
d ora de las sociedades, incluso de aquellas que, hasta hace poco, el p ro
pio liberalism o consideraba ejem plificadoras de sus benéficas p ro p u es
tas (caso del Sudeste asiático), acaba m arcando la «existencia» de los
individuos en el o rd en social y político. D e hecho, la situación de paro
estructural extend ido y, p o r tan to , de p aro indefinido p ara m uchos in
dividuos hace que éstos queden invisibilizados a efectos de los servicios
sociales, al tiem po que esa situación m ina la p ro p ia consideración p er
sonal de «ciudadano» y socava el supuesto valor social de su v oto y su
participación políticos. C om o resultado de tod os estos efectos perversos
de un sistem a socio-económ ico tan anclado en instancias occidentales,
el peso «crítico» y la dim ensión n orm ativ a de la sociedad occidental, al
h aber adquirido el pondus existencial de ser «única», deberían obligar a
un m ultilateralism o responsable. Por o tro lado, sin em bargo, O ccidente
siente la ten tación y la supuesta necesidad de retracción sobre sí m ism o,
constreñido a p arar el efecto dom inó que p ud iera afectar a su p ro p ia
política internacional socio-económ ica, guareciéndose en la fortaleza de
un in ten to p o r reco brar el m ando m ilitar a escala p lanetaria, am uralla
da frente a los «m ulticulturalism os». En esta línea de exclusión, no es
posible siquiera, p o r lo que al m ulticulturalism o se refiere, h acer valer
la extensión inclusiva del «dem opoder», esto es, el reconocim iento — en
la equidad de diferencias críticam ente validadas— de la igual p articip a
ción dem ocrática en la ciudadanía del E stado o nación p o r p arte de los
diferentes grupos que h abitan en tales espacios geográficos o políticos.
El fundam entalism o culturalista dobla su consideración de valor de la
cultura com o «única» de un entend im ien to práctico de exclusividad, el
cual se trad uce en un co m p ortam iento decisivo de exclusión. Exclusión
que solam ente p uede m antenerse desde la retó rica im posibilidad de es
tablecer puentes interculturales, y, en estas condiciones, las diferencias
se vuelven insalvables. Sacralizada la identidad, en fin, no se toleraría,
se hace im posible la «conversión» y, en consecuencia, se persigue y se
pro híb e el m estizaje. Som os únicos. A sum am os e im pongam os el estar
64. Puede comprobarse parte de este diagnóstico en los escritos del especulador financie
ro Soros, especialmente tras la caída de los países del Sudeste asiático.
m ilitantem ente cabe noso tros, solidariam ente solos en la consolidación
de la fuerza y en el diseño espacial de u na suerte de nuevo im perio, «la
tercera fase euro-am ericana». U na vez m ás, com o escribiera en su tiem
po P latón, quien pon e el nom b re (en este caso, desde el antiuniversalis
m o y el rechazo del m ulticulturalism o), quien establece la «diferencia»,
quien discrim ina y m arca la p ertenencia es aquel que tiene el poder.
5. M. Castells, «El comienzo de la historia»: El futuro del socialismo 1/2 (1990), p. 71.
6. Ibid., p. 71. El subrayado es mío. Desde una perspectiva sociológica sistémica, deudo
ra de su hipótesis metodológica del «sistema-mundo capitalista», Immanuel Wallerstein asume
el problema de la «lucha identitaria» en su artículo «Perspectivas de futuro para el capitalismo
histórico». Para Wallerstein, a partir de la fecha simbólica de 1989, «el nuevo tema geocultural
ya ha sido proclamado: es el tema de la identidad». Desde esta nueva situación de cambio, ya no
revolucionario en sentido clásico, estamos asistiendo a tres opciones igualmente desestabiliza-
doras. La primera es la denominada «opción Jomeini», la cual se define por la alteridad radical,
por el rechazo total de las reglas de juego impuestas por el nuevo sistema-mundo. Una segunda
opción es la liderada por Hussein, de tanta actualidad en estos días, consistente «en la inversión
para crear Estados grandes y fuertemente militarizados con la intención de entrar en guerra con
el Norte». Y, por último, estaríamos asistiendo a la «opción de las pateras», cuyo flujo parece
altamente improbable que pueda controlarlo cualquier Estado del Norte. Cf. artículo citado,
recogido en la obra El futuro de la civilización capitalista, Icaria, Barcelona, 1997, pp. 92-93.
7. Ibid., p. 72.
ha obligado a los estadounidenses a p reguntarse p o r las condiciones
de posibilidad crítico-prácticas de su p ro p ia form a de vida así com o
p o r sus dim ensiones legitim atorias de carácter ético-político. Podem os
afirm ar que se han visto constreñidos a «justificar» y, p o r lo tan to , a «le
gitim ar» la estru ctura constitutiva de su ser com o pueblo o nación. En
definitiva, el 11 de Septiem bre ha desencadenado el cuestionam iento de
los referentes de sentido que han sostenido o, en su caso, pueden m an
ten er hoy su identidad de estadounidenses. Este cuestionam iento de los
referentes de sentido del pueblo estadounidense ha puesto en m archa,
igualm ente, un proceso de co nfro ntació n con el nuevo «desorden», con
el caos advenido. La experiencia de su situación individual así com o la
percepción de su país vienen definidas p o r la vivencia de un desorden
total, del sentim iento de que, rep entin am en te, estarían viviendo en un
m u nd o que se p resen ta com o un m u nd o al revés. El nuevo desorden
p ro vo cad o rem ite a u na vivencia antes desconocida y excepcional, de
contradicciones com plejas. Por un lado, y aten dien do a la inédita ex
periencia del 11 de Septiem bre, cabe destacar la percepción p regnante
de las contradicciones tan radicales que ha generado en el pueblo es
tad ou nid ense el insólito h echo, único en su historia, de ser objeto de
ataques d en tro de sus propias fron teras p o r p arte de grupos externos.
Lo ex traño , p o r o tro lado, es que tales grupos terroristas argum entan,
p ara justificar sus ataques, en base a supuestas razones ético-políticas y
religiosas, y no en función de pretensiones de apropiación de riquezas o
p o r afán de dom inio o de conquista territo rial, com o suelen ser las cau
sas m ás convencionales de las agresiones. Por últim o, los estado un id en
ses, pese a las críticas intern as de algunos de sus intelectuales, habían
asum ido com o p ro p io un supuesto valor canónico universal tan to en
lo que respecta a sus m odos de vida com o a su intervención político-
m ilitar en la m ayoría de los gobiernos del planeta. D e este m o do , la
represen tació n de desorden in tern o pro vo cad a p o r el ex traño e inusi
tad o ataque terro rista co n tra las T orres G em elas y o tro s lugares de los
E stados U nidos, con la consiguiente puesta en crisis del sta tu q u o , en
cuanto o rd en de ser y de valor, ha dado lugar a u na situación de p er
plejidad p ro fun da, de contradicciones im posibles de asum ir p o r p arte
de los ciudadanos, in d ep end ien tem en te de la interp retació n que ofrez
can sobre esos hechos cualesquiera o tros grupos o naciones del m undo.
Tales contradicciones, en cuanto que hacen inviable p ara la sociedad
estadounidense u na rep resentación to talizado ra de su sistem a de vida,
fuerzan, obligan a su superación p ara restablecer el o rd en , p ara que sea
posible vivir con sentido en u na sociedad com o la que venía rigiendo
p ara ellos, que se presente com o lo que debe ser frente a la im posible
realidad del desorden existente. La superación ideológica, sin em bargo,
conlleva ciertas operaciones epistem ológicas que han de p ro p o rcio n ar
la institución del sentido. Estas operaciones, m e atrevo a insinuar ya,
guardan u na estrecha analogía con las que llevaron a cabo, desde un
p rincipio, las sociedades etnológicas a través de los m itos, los cuales
perseguían precisam ente el o rd en en su en to rn o vital y el sentido en la
configuración de sus form as de vida.
D ado el carácter de «superpotencia solitaria» (H u n tin g to n ) que os
ten tan los E stados U nidos en un m u nd o p o r ah o ra unipolar, la ex pe
riencia del caos que rep resen ta el 11 de Septiem bre adquiere dim ensio
nes de universalidad, se refiere y afecta a to d o el universo. La aparición
de esta ausencia total de sentido, en la sociedad p ro p ia así com o p o r lo
que respecta al m u nd o, está obligando a intelectuales, a p arlam entarios
y a m iem bros de la A dm inistración Bush a establecer, d irecta o ind irec
tam ente, un nuevo proceso de au toconstitución sistém ica que haga pen-
sable la superación del m o m en to de confusión y de radical negación que
se ha ap od erad o de la experiencia vital de sus ciudadanos. Es necesaria
la creación de un cuadro categorial, gnoseológico, así com o ético-polí
tico, que fundam ente lo que podem os deno m in ar com o una negación
ideológica de la negación, de esa negación que encarna el desorden
advenido. Pues el ataque de los terroristas es percibido com o si el m u n
do se h ub iera vuelto del revés, com o si el desorden que los fundam en-
talistas han generado h ub iera de ser considerado el o rd en que debería
regir en la sociedad. Por ello es necesario instaurar un nuevo cuadro de
representaciones significativas que posibilite redefinir el m u nd o, volver
a situarlo según el o rd en que existía en la sociedad estadounidense. La
percepción del m u nd o al revés, de caos total y planetario , según el im a
ginario global de los estadounidenses, ha p uesto en crisis las creencias
establecidas, invalidando, m om en tán eam ente, el o rd en social legado
p o r la tradición.
Inm ed iatam en te después de los actos terroristas, en el m ism o 2 001,
el prestigioso novelista D on D elillo escribía un opúsculo titulad o In the
R uins o f the Future. Reflections on Terror, Loss a nd Tim e. In the Shadow
o f Septem ber. La tesis p rim era y central, en o rd en a la interp retació n
de lo vivido en N u eva York, la cifra en la m utación sufrida p o r parte
de la experiencia individual y en lo referido a la construcción de la
id en tid ad : la nueva sensación de vivir p erm an en tem en te en el futu ro,
lo que D elillo deno m in a com o «el relu m bró n utópico del ciber-capital».
En el ciber-capital, escribe, «no existen los recuerdos [...] es ahí donde
los m ercados escapan al co ntro l y d on de el potencial de inversión no
conoce lím ites»8.
Es u na constante p o r p arte de m uchos de los defensores m ás fun-
dam entalistas del dom inio de lo económ ico en los procesos de globa-
lización el estatuir la hipótesis de u na convergencia total de los indivi
duos del m u nd o en form as culturales hom ogéneas. Los m ercados, com o
centro sustancial de las relaciones sociales, no sólo conllevarán la co n
fluencia m undial en el gusto y en las m ercancías a consum ir, sino que
8. D. Delillo, En las ruinas del futuro, Circe, Barcelona, 2002, p. 7.
ejercerán su influencia en u na dim ensión m ás p ro fu n d a de o rd en sim
bólico que afectará a «la concepción del m u nd o, (a) la form a de pensar
e incluso (al) proceso de m editación»9. La erosión de la soberanía de los
E stados y su paralela p érd id a de valor com o instituciones generadoras
de actitudes identitarias arrastran consigo la disolución de las form as
culturales d om inantes hasta el m om ento. En esta situación de reestru c
turación sim bólica total, de disolución de la escritura del palim psesto
que rigió el pasado, los individuos, afirm a O hm ae, se definirán p o r su
proyección en y p o r la construcción del futuro. Es ésta la nueva in ter
pretación n egado ra de la Ilustración, la cual ni com o pasado ni com o
presente es capaz de generar procesos norm ativos, ideales utópicos. En
el co ntex to del aplanam iento total del tiem po, con la desaparición del
pasado, sin referentes de organización de la realidad ni de sentido en o r
den a la conform ación social, los nuevos hom bres, «individuos sin atri
butos», «han en trado en la historia, concluye n uestro autor, clam ando
venganza, y tienen reclam aciones — reclam aciones económ icas— que
plantear»10.
2.2. D e la «Zona cero» al «estado cero»
«El relu m bró n utó pico del ciber-capital», su supuesta p erm anencia
constante en el futu ro, «todo esto cam bió el 11 de Septiem bre. H oy,
u na vez m ás, la n arrativa m undial se halla en m anos de terroristas», sen
tencia D elillo. Las acciones terroristas, advierte n uestro autor, no guar
dan relación alguna con los que p ro testan en G énova, Praga, Seattle y
otras ciudades, quienes p reten d en am in orar las tendencias alienantes
de «un m u nd o en el que las posibilidades de autodecisión dism inuyen
p ro bablem ente p ara la m ayoría de los h abitantes de la m ayor p arte de
los países»11.
Lo que define la nueva situación es el hecho de que «la respuesta del
te rro r es una narrativa que ha ido desarrollándose a lo largo de los años
y que ah o ra p o r fin se to rn a ineludible. Son nuestras vidas y nuestras
m entes las que ah o ra se ven invadidas. Este suceso catastrófico cam bia
n uestro m odo de pensar y de actuar, segundo a segundo, sem ana tras
sem ana, y lo h ará duran te quién sabe cuántas sem anas y m eses m ás,
d uran te años inexorables»12. La acción de los terroristas es considerada
p o r D elillo com o la causa de u na percepción de la realidad p o r p ar
te de la sociedad am ericana que in terp reta el m u nd o com o un orden
trasto cad o radicalm ente, y que, al m ism o tiem po, im plica la ausencia
13. Ibid., p. 8.
14. Ibid., p. 15.
su p ro p ia estru ctura form al u na explicitación de la génesis y del sentido
de lo que hay ah o ra com o lo único posible. Pues, p ara el m ito, lo ah o ra
existente es lo único posible, el único m u nd o o rd en ad o , la única form a
de sociedad con sentido. Esta institución de sentido de lo que hay ah ora
com o lo que debe ser surge com o resultado de u na o peración peculiar.
Se trata de la contraposición absoluta que se o p era a través del m ito
en tre lo actualm ente existente y lo que h abía al principio, el caos, que se
considera com o la im posibilidad absoluta. D e este m o do , lo actualm en
te p resente cobra sentido en función de su radical contraposición a lo
que h abía antes, que es rep resen tado com o algo im posible. D esde esta
perspectiva la narración de cóm o ha llegado a ser lo que existe ah ora, la
narración de la génesis es y constituye la legitim ación del actual estado
de cosas. Las condiciones de posibilidad del sentido son así lo que Am o-
rós deno m in a lógica de la representación co n stitu yen te. La narrativa que
D elillo atribuye al en torn o de Bin L aden g uarda u na relación isom órfica
con la estru ctura de los m itos tal com o la acabam os de ex p o n er: juego
de contraposiciones entre lo que hay ah o ra y su negación, en este caso,
u na sociedad legitim ada y el intolerable caos.
El m ito, pues, viene a instituir u na form a invariante de rep resen ta
ción p ara o to rgar sentido que es com ún a las distintas form as de p en
sam iento: «salvaje» o científico e histórico. D esde esta perspectiva, p o r
ejem plo, la R evolución francesa, en cuanto que rep resen ta el im aginario
dem ocrático de la M o d ern id ad , puede ser tratad a m ediante un análisis
estructural en la m edida en que es teo rizada según ciertos esquem as
básicos que guardan u na analogía significativa con los m itos acerca de la
génesis de sentido en un grupo o m o m en to histórico dados. A p artir del
llam ado «punto cero» de los m itos, del m o m en to p rim ero caracterizado
p o r el caos com o «m undo al revés» p o r la situación de confusión total,
se juega con u na serie de contraposiciones tan to en el orden natural
com o en el h um ano , las cuales trad ucen la necesidad de instaurar de
form a definitiva el o rd en de la cultura. Las contraposiciones explicitadas
serán diferentes según las sociedades: la contraposición hom bre-anim al,
lo crudo-lo cocido, día-noche, el espacio n atural-el lugar de lo sagra
do, etc. «La búsqueda m ítica del ‘estado cero ’ en los m itos am ericanos
— com enta A m orós— resp on de al p ro blem a ideológico de establecer la
definición de la cultura p o r contraposición a la naturaleza»15. Se trata
de la «lógica de la represen tació n constituyente». Lo que en un p rin ci
pio parecería u na sim ple o peración de reducción al absurdo, esto es, la
afirm ación de lo que hay com o lo que debe ser, dado que su negación
no p uede ser sino im posible, se revela com o un ro d eo h erm enéutico
desde el «punto cero» — el «m undo al revés»— hasta el o to rgam ien to de
sentido a la sociedad m ediante el juego sistem ático de contrastes. Pues
en últim o térm in o «el sentido radical, es decir, el salto del n o sentido
15. Ibid., p. 30.
al sentido ha de b ro tar así del contraste radical, la co nfro ntació n del
m u nd o tal com o se m anifiesta con su p ro p ia negación percibida com o
su p ro p ia im posibilidad»16.
La R evolución francesa, según Lévi-Strauss, es el m ito en que ha
de creer el hom b re m o derno p ara p o d er desem peñar el papel de agen
te histórico: «El hom b re de izquierda se aferra tod av ía a un p eríodo
de la h isto ria co ntem po ránea que le dispensaba el privilegio de una
congruencia entre los im perativos prácticos y los esquem as de interp re-
tación»17. Sin em bargo, la p ro p ia concepción e interp retació n de la h is
to ria com o un to d o no p erm itiría h ablar del acontecim iento histórico
com o el resultado de u na totalización que ten d ría un sentido unívoco,
pues el conocim iento histórico construye su objeto m ediante su p ro pio
instru m en tal de codificación y éste es necesariam ente discontinuo. Así,
d eterm inados hechos de n uestra histo ria co ntem po ránea carecerían de
relevancia com o tales hechos si les aplicáram os, p o r ejem plo, los crite
rios de periodización que son p ertin en tes en el nivel de la p rehistoria. Y
no debe creerse que de la superposición de estos códigos se derivarían
operaciones de ajuste gradual, ya que lo que se gana de un lado se p ier
de de o tro . Así, lo que nos aparece com o h isto ria m ás densa y co m p ren
siva resulta ser al m ism o tiem p o la m enos explicativa y viceversa. Podría
decirse que, com o la com prensión y la extensión de los conceptos en la
lógica clásica, varían en p ro p o rció n inversa. Así, la histo ria en tan to que
filosofía de la h istoria sería m odelada en to rn o a la ilusión de la co n ti
n uidad totalizado ra del yo, y u na co ntinu idad tal es p ara Lévi-Strauss
«un espejism o p ro du cid o p o r constricciones de la vida social y no una
evidencia apodíctica». La m u ltitu d de procesos psíquicos individuales y
colectivos en que se resuelven los episodios de u na revolución, así com o
las evoluciones inconscientes que tienen lugar en tales fenóm enos co n
tingentes, ap un tan a que lo que denom inam os «hecho histórico» es el
resultado de u na «selección» de elem entos, sujetos, grupos, etc., que es
tim am os relevantes con respecto a lo que consideram os com o aconteci
m iento histórico. D e o tro m o do , se p ro d u ciría u na regresión al infinito.
En definitiva, la institución de la R evolución francesa com o referente de
sentido que d eterm ina la argam asa ideológica de n uestro presente com o
un salto radical en la h isto ria n o estaría alejada de los procesos co nstitu
yentes de sentido que se instauran en los m itos. «El etnólogo — escribe
el au to r francés— resp eta la historia, p ero no le concede un valor p rivi
legiado. La considera com o u na b úsqueda co m plem entaria de la suya:
la u na despliega el abanico de las sociedades hum anas en el tiem po, la
otra, en el espacio»18. En realidad, el acontecim iento histórico cum ple
30. J. Aranzadi, El escudo de Arquíloco. Sobre mesías, mártires y terroristas, Visor, Ma
drid, 2001, pp. 181-182.
probable que sea, en el peor de los casos, sólo una amenaza a muy lar
go plazo para la salud de la civilización occidental [...] Los principios
políticos son una base poco firme para construir sobre ella una colecti
vidad duradera [...] Sin los Estados Unidos, Occidente se convierte en
una parte minúscula y decreciente de la población del mundo, en una
península pequeña y sin trascendencia, situada en el extremo de la masa
continental euroasiática31.
3.3. L a lógica co nstitu yen te de la contra-narrativa
La «contra-narrativa» sobre el «verdadero» o rd en y sentido de la socie
dad estadounidense, que se había convertido en u na d em anda a causa
del 11 de Septiem bre, llegó a co brar form a en un tex to fundam ental,
editado en febrero de 2 002, conocido com o «C arta de A m érica»32.
El grupo de sesenta intelectuales que lo firm an, p ertenecientes a los
cam pos de la filosofía, de la religión, de la política o de las relaciones
internacionales, son profesores de diversas universidades o m iem bros
de institutos de investigación. La o bra de los sesenta intelectuales está
cen trad a en la reinstauración de sentido en la sociedad advenida tras
los actos terroristas. Es ésta u na sociedad que se agita ante la dificul
tad de en co n trar m ediaciones teóricas o prácticas que p erm itan no ya
justificar los actos terroristas sino co m p rend er el alcance estratégico de
los m ism os, las dim ensiones reales de las fuerzas de destrucción de que
disponen e, incluso, establecer relaciones subjetivas de racionalidad que
expliciten las dim ensiones ideológicas contenidas en dichas acciones.
El v erdad ero im pacto de los m iem bros de Al Q aeda radica en haber
conseguido p o n er en crisis no ya sólo el sentido m ás inm ediato de segu
ridad de la sociedad estadounidense, lo cual es explicable, sino el haber
originado u na situación de auténtico «punto cero», de percepción de un
caos tan radical que causa un vacío p ro fu n d o de sentido, la sensación
de inm ersión en un «m undo al revés». La situación de «perplejidad»
p o r p arte de un pueblo o u na nación ante un hecho histórico, la d e
term inación de la presencia de contradicciones que se m uestran com o
irresolubles en la conform ación de la vida de un g ru po son actitudes y
percepciones que g uardan u na estrecha relación con el im aginario sim
bólico de cada pueblo y con los procesos históricos de inserción en el
m arco de sus relaciones con el exterior. Las interp retacio nes de la gue
rra co n tra Irak, en la p rim era sem ana de febrero de 2 003, m o straro n,
con to d a claridad, la plu ralidad de m arcos categoriales e interp retativo s
de u na m ism a realidad: cuál es la posición geoestratégica y la dim ensión
valorativa del peligro real que en trañ a un régim en com o el de Sadam
31. S. P. Huntington, El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mun
dial, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 365-368. El subrayado es mío.
32. A. Etzioni, F. Fukuyama, S. Huntington et al., «Por qué luchamos: carta de América»:
Instituto de los Valores Americanos, New York, febrero de 2002. Traducción de F. Seguí en
Revista Internacional de Filosofía Política 21 (2003), pp. 243-257.
H ussein, así com o los cauces p ro pio s, en el m arco de las dem ocracias,
p ara u na acción de castigo.
El m o do de insertarse en la realidad histórica, la n arrativa ideológi
ca del origen serían, pues, en n uestro caso, lo que p o d ría h aber m o tiva
do la errática calificación del 11 de S eptiem bre p o r p arte del gobierno y
de los ciudadanos estadounidenses. En los m o m en tos iniciales, se acuñó
el calificativo de «cruzada» p ara calificar la reacción de fuerza que los
E stados U nidos pensaban consagrar frente a los terroristas. Un m ín i
m o conocim iento de la h isto ria no p uede ign orar «los dem onios» que
despierta dicho térm in o a p artir del 1096, fecha de la p rim era invasión
eu rop ea de las tierras árabes. En su reciente libro Las cruzadas vistas por
los árabes, M aalo uf enfatiza la presencia, aún hoy, de aquellas aventuras
occidentales de invasión y saqueo en el im aginario de O riente. Para
O ccidente las «cruzadas» habrían significado u na revolución económ ica
y cultural. Para O rien te, sin em bargo, largos siglos de decadencia y os
curantism o. «Por ello — insiste M aalouf— , seguim os asistiendo hoy en
día a un alternancia con frecuencia b ru tal entre fases de occidentaliza-
ción forzada y fases de integrism o a ultran za fuertem ente xenófobo»33.
La utilización, pues, del térm in o «cruzada» ap un ta hacia un horizo nte
de guerras interm inables de religión y vuelve a encender el rescoldo
de heridas no cerradas. Es m ás, tal p ro p u esta p o d ía generar no pocos
problem as intern os si tenem os en cuen ta el alto núm ero de m usulm anes
creyentes que son ciudadanos estadounidenses. En u na lectura distinta,
diversos rep resen tantes de la A dm inistración, p o r o tro lado, hablaron
de un m u nd o nuevo de terrorism o generalizado. Las consecuencias de
esta interp retació n abrían, a su vez, graves interro gantes desde el p u n to
de vista del derecho intern acio nal y de la soberanía de los E stados. Si
bien el secretario de E stado fue m ás cauto y habló de «nuevas leyes
p ara m ejorar nuestra capacidad de respuesta», algunos p arlam entarios,
p o r su p arte, pid ieron inm ediatam ente el levantam iento de las restric
ciones que im puso C arter a la CIA, la restricción de la «licencia p ara
m atar». P ara tales parlam en tarios, «es necesario ‘ap ren d er’ de Israel y
de su p olítica de asesinar preventivam ente a los palestinos sospecho
sos de organizar ataques terroristas»34. O tro s especialistas en relaciones
internacionales, com o lo explicitó H u n tin g to n en declaraciones inm e
diatas a D ie Z e it, calificaron los sucesos com o «un ataque de vulgares
bárbaros», que llevarían a E stados U nidos a «reforzar decididam ente
la cooperación con los servicios de o tro s países». Finalm ente, com o se
sabe, acabó im poniéndose la in terp retació n de «guerra» p ara caracteri
zar el triple aten tad o terrorista, aun cuando no hubiere país alguno al
que se p ud ieran im p utar tales hechos terroristas. El presidente, G eor-
ge W. Bush, acabaría sancionando la situación generada y la definió
33. A. Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes, Alianza, Madrid, 2002, p. 362.
34. Cf. El País, 17 de septiembre de 2001.
com o «guerra», según la form ulación que se consideró m ás adecuada,
en su «D iscurso en el C apitolio», del 21 de septiem bre, afirm ando que
«en n uestro d olor y en n uestra ira, hem os en co ntrad o nuestra m isión y
n uestro m om en to. La libertad y el tem o r están en guerra [... ] L ibertad y
terror, justicia y crueldad, siem pre han estado en guerra y sabem os que
D ios no es neutral».
La tarea, pues, de los firm antes de la «C arta de Am érica» consistía
en g enerar un nuevo proceso ideológico de o rd en y de legitim ación
p ara el p ueblo estado un id en se com o co ntra-n arrativ a de aquel estado
de cosas que Bush, en su «D iscurso en el C apitolio», categorizó con la
expresión «la n oche cayó sobre un m u nd o diferente». La h isto ria n o ha
conducido a nin gu na form a co ncreta de inteligibilidad últim a, com o
algunos apologetas del sta tu quo habían in ten tad o p ro p ag ar tras los
finales de 1989, sino que, en térm in os de Lévi-Strauss, «es la h isto ria la
que sirve de p u n to de p artid a p ara to d a b úsq ueda de inteligibilidad»35.
D esde esta perspectiva, algunos de los acontecim ientos de la h isto ria
m o d ern a, com o la R evolución am ericana o la francesa, n o p ued en se
guir siendo tratad o s com o la totalización ú ltim a de la h isto ria ni p ro
p o rcio n an el definitivo criterio que oto rgu e «una co ngruencia entre los
im perativos prácticos y los esquem as de interp retació n» . En la «C arta
de A m érica», tras el P reám bulo, el ap artad o p rim ero se abre con los
in terro g an tes ¿Por qué? ¿Por qué quieren m atarnos?, ex p o n ien d o a
continuación:
Reconocemos que a veces nuestra nación ha actuado con arrogancia e
ignorancia hacia otras sociedades. A veces nuestra nación ha llevado a
cabo políticas erróneas e injustas [... ] No podemos urgir a otras socieda
des que obren de acuerdo con unos principios morales sin que, simul
táneamente, admitamos el fracaso de nuestra propia sociedad en actuar
conforme a esos principios.
A unque esta confesión no puede significar n unca la justificación de
la m uerte v iolenta de víctim as inocentes, sí parece expresar la necesaria
revisión ideológica del proceso constituyente, que m u estra ah o ra d i
m ensiones inconscientes en los pro pio s procesos de creación de sentido
y de legitim ación.
D esde esta posición de rein stauración ideológica del im aginario
social y político, la «C arta de A m érica», d ad a la p reten sió n teó rica de
refu nd ació n que alberga, p uede ser leída y ex am in ada en térm in o s de
«m ito de origen», aten d ien d o a los procesos de rep resen tació n que se
han llevado a cabo p o r p arte de la sociedad estadounidense tras los su
cesos del 11 de S eptiem bre. U na vez pasados los p rim eros m o m en tos
de desconcierto y del estado de caos, las élites dirigentes políticas, eco
37. El título bajo el cual se publicaron los doce opúsculos es The Fundamentals: A testi-
mony to the truth.
38. T. Meyer, «El fundamentalismo en la República Federal Alemana»: Debats (junio de
1990), p. 87.
rearm e ideológico, p ero tam bién un afro ntam iento de la m irad a del
resto del m u nd o que, ind ep end ien tem en te de la solidaridad con las víc
tim as, parece p o n er en cu aren tena las dim ensiones civilizatorias de los
E stados U nidos.
¿Cuáles son los valores am ericanos? La respuesta, de un interés
especial, viene determ inada p o r el p rim er p árrafo de la C arta: «A ve
ces u na nación se ve en la necesidad de defenderse haciendo uso de
la fuerza de las arm as». D e este m o do , la reinstitución de los valores
am ericanos vuelve a cobrar u na cierta aura, la de pueblo elegido, que
ha de hacer presente el carácter cuasi sagrado de su fundación en un
m o m en to de dram ática existencia. Por ello m ism o, vuelven a los o rí
genes, a los padres fundadores de los E stados U nidos. Éstos, afirm an
los autores de la C arta, basaron los cim ientos de la nueva nación en la
«convicción de que existen unas verdades m orales universales (que los
fun dado res de nuestra nación llam aron ‘Leyes de la N atu raleza y del
D ios de la N atu raleza’) y a las que tod as las personas tienen acceso». Se
fija así u na legitim ación de linaje frente a la posible in terp retació n de
los terroristas com o creyentes. En el ap artad o tercero , que se estable
ce bajo el in terro g an te «¿Y Dios?», se autodefinen en los térm in os de
«con m ucho som os la sociedad m ás religiosa del m u nd o [... ] ciudadanos
(que) recitan un juram en to de lealtad a u na ‘nación bajo la au toridad
de D ios’ y que pro clam a en sus tribunales e inscribe en su m o n ed a el
lem a C onfiam os en Dios». La resacralización de la vida personal y civil
o to rg a la seguridad de poseer la v erdad, «aunque n uestro conocim iento
individual y colectivo de la v erdad es im perfecto».
La génesis, la form a n arrativa de cóm o llegó a constituirse la n a
ción, se convierte, a su vez, en justificación de la sociedad tal com o está
estru cturada ahora. C on ello, aten dien do a la estru ctura de los m itos,
la form a de n arrar el hecho contingente e histórico del origen, de lo
que sucedió en un principio, adquiere la categoría de un trascendental
que presta sentido y consagra lo que hay ahora, o to rgánd ole la validez
de un deber ser. Lo que existe deviene aquello que debe ser. N o hay,
pues, un proceso de argum entación racional acerca de cuál sea el m ejor
o rd en constitucional o de qué h abría de ser cam biado. La convicción
de origen que asiste a los ciudadanos, p o r o tra p arte, en cuanto que se
rigen p o r las «verdades m orales universales» derivadas de las leyes de la
N atu raleza y el D ios de la N atu raleza, o to rg a al pueblo la naturaleza de
«pueblo de Dios».
La seguridad de la existencia de «verdades m orales universales»,
ligadas a la idea de que «todas las personas han sido creadas iguales»,
garantizadas p o r la trad ició n religiosa que fun dam en ta la legitim idad
de la C onstitución am ericana, perm ite a los sesenta intelectuales de la
«C arta de A m érica» aseverar que «ésa es la razón p o r la que, en p rin ci
pio, cualquiera p uede llegar a ser am ericano». E sta afirm ación que, en
un principio, p o d ría interp retarse com o u na religación de la com unidad
estadounidense con el resto de las personas h um anas en la co rresp on sa
bilidad de hacer posible la existencia de la libertad ha de ser m atizada,
según la declaración de sus p ro pio s gobernantes. En la m ism a C arta
p uede leerse, al final del segundo ap artad o, que lo que se denom inan
«valores am ericanos» no pertenecen sólo a A m érica, sino que «son de
hecho la herencia co m p artid a de la hum anid ad y p o r lo tan to u na p o
sible base de esperanza en u na com unidad m undial basada en la paz y
la justicia». A hora bien, ¿qué clase de co m unidad m undial es la que se
p ro po n e? Puesto que estam os en un m o m en to de «guerra» declarada
p o r los E stados U nidos, a p artir del 11 de Septiem bre, la com unidad
m undial de paz y de justicia será el resultado de las acciones «de los es
tadounidenses, que deben estar p reparado s p ara acciones preventivas»
en cuantos países lo crean necesario, afirm ó Bush en la A cadem ia m ilitar
de W est Point. M ás co ncretam ente, en el D iscurso en el C apitolio, el 21
de septiem bre de 2 00 1, el presidente advirtió que «este país va a definir
nuestra época, no será definido por ella»39. D e este m o do , el avance de
la libertad, y, con ella, la nueva com unidad universal, «el gran logro de
n uestro tiem po y la gran esperanza de cada época, depende ah o ra de
nosotros», volverá a insistir Bush. Y éste es justam ente el p lanteam ien
to de los intelectuales que construyen la co ntra-n arrativa de la «zona
cero». E scriben en su C onclusión:
Nos comprometemos a hacer todo lo que podamos por evitar caer en
las nocivas tentaciones, especialmente las de arrogancia y patriotería [... ]
Confiamos en que esta guerra, al detener un mal tan absoluto y global,
logre acrecentar la posibilidad de constituir una comunidad mundial
basada en la justicia.
La nueva era, la nueva paz, la com unidad m undial, serán, pues,
el resultado de la g uerra generalizada llevada a cabo p o r los Estados
U nidos. N i los intelectuales ni los gobernantes asum en la m ultilatera-
lidad, la confluencia — en el gran espacio público de la O N U — de las
p ropuestas de corresponsabilidad dem ocrática p o r p arte de los Estados.
Es m ás, com o verem os m ás adelante, hay u na radical oposición teórica
y práctica a aplicar al pueblo am ericano el p ro p io tribu nal de la O N U
que E stados U nidos im pulsó tras la segunda G u erra M undial. D e este
m o do , la paz y la com unidad internacionales a las que se alude no son
m ás que la o tra cara de u na p ax am ericana, im puesta p o r la fuerza. La
posibilidad de que tod os pued an ser estadounidenses no refleja sino que
estos últim os, en razón de ser los depositarios de las «verdades m orales
universales», se constituyen en la m edida y en el p ro to tip o norm ativos
de lo que debe ser el dem os universal. A hora bien, la caracterización de
p ro to tip o s norm ativos de ciudadanía n o im plica p ara ellos un co m p ro
43. L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del Estado de derecho»: Revista Internacional de Filoso
fía Política 17 (2001), p. 32.
44. M. Kaldor, Las nuevas guerras, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 32.
45. Ibid., p. 33.
46. La teoría filosófica sobre el cognitivismo referido a la ética es uno de los problemas
más espinosos que hemos venido discutiendo en los últimos cincuenta años. Ahora bien, los au
tores de la Carta no plantean la existencia de «verdades» morales universales como un problema
filosófico expuesto, por tanto, a los problemas de argumentación y validez racionales. Por el
contrario, lo asumen como un dato cuya realidad y fundamento escapan al orden de la discusión
por parte de los individuos. Hace tiempo que el filósofo estadounidense Dewey, eje central de la
mejor parte de la filosofía estadounidense, refiriéndose a la tradición moral de su país, afirmaba
que «la presuposición común en el mundo protestante es que los hombres en tanto individuos
se encuentran dotados de una conciencia, y que esta conciencia trae al mundo actos y relaciones
sociales que pueden aproximarse a sus más altos dictados. En cuanto se reconoce algo objetivo,
algo externo al individuo, normalmente ese algo es de carácter sobrenatural, sea Dios, bien
alguno de esos sucedáneos debilitados del sobrenaturalismo teológico» (J. Dewey, «La moral y
el comportamiento de los Estados», en M. Catalán, Proceso a la guerra. El programa de deslega
lización de la guerra (1918-1927), Alfons el Magnánim, Valencia, 1997, p. 28).
la N atu raleza y del D ios de la N aturaleza. A p artir de esa convicción, y
debido a que «nuestro conocim iento individual y colectivo de la v erdad
es im perfecto», pod em o s establecer un diálogo con o tros p un to s de vis
ta y con argum entos razonables que persigan la verdad. En definitiva,
sólo si participam os de un determ inado ám bito sim bólico, que cobra los
caracteres de un ám bito de naturaleza sacra, podem os luego establecer
u na discusión en to rn o a los desacuerdos prácticos. A hora bien, ni la
fundam entación de tales verdades m orales ni la consiguiente legitim a
ción, a p artir de tales principios, de la g uerra com o justa son objeto de
un proceso de argum entación racional que afecte intrínsecam ente a tal
convicción o que sitúe el orden de la discusión en el ám bito m o derno
de la racionalidad crítica ilustrada. El co ntex to m arcado p o r los id eó
logos de la C arta conlleva la supresión de dos elem entos esenciales de
cualquier p ro p u esta m oral: en p rim er lugar, la libertad de los indivi
duos, quienes se verían constreñidos a com prom eterse con un m undo
objetivo ex terno de verdades m orales. En segundo lugar, al situarse la
fuente de la n orm ativ idad m o ral en un o rd en objetivo superior a los in
dividuos, se elim ina u na de las dim ensiones fundam entales de la m oral:
el carácter de h erm en eu ta, de in térp rete, según el cual es el individuo
p articular — desde la libertad de su conciencia— quien ha de establecer,
a p artir del exam en de la realidad concreta, la actuación práctica que
h a de asum ir. C om o consecuencia de esta cadena de procesos el orden
de la m oral introduce una categorización disruptiva tanto en el orden de
la legalidad com o en el del juicio político. Al establecer esa especie de
m oral sacra com o p ied ra fundam ental de to d a decisión práctica nos si
tuam os en u na cultura p re-m o dern a, distinta a la inaug urad a con el tipo
de legalidad y de construcción política que co rresp on den al im aginario
de la m o dernidad, basado en las im plicaciones que co m p orta la idea del
«contrato social». Y, com o consecuencia de la quiebra de la p olítica y del
orden jurídico m o derno s, nos reinstalam os en el ám bito de la decisión
política soberana, esto es, en u na nueva «excepción» de la legalidad
constitucional.
El p ro blem a así plantead o tiene severas consecuencias en la d eter
m inación de los criterios de decisión política d entro de la p ro p ia nación
de los E stados U nidos, dada la plu ralidad de form as de vida laicas que
adquieren cuerpo d en tro de su territo rio . Los autores de la C arta reco
gen dicha problem ática con la aseveración de que «tenem os un régim en
laico [...] una sociedad en la que la fe y la libertad pued an m archar
co njuntam ente, cada u na dignificando a la otra». A hora bien, los au
tores no dejan de reco no cer que sus ciudadanos «recitan un juram ento
de lealtad a una nación, bajo la autoridad de D ios». El h echo, pues, es
que, aunque se p roclam a la separación entre el E stado y la Iglesia, se
obliga a «que el p ro p io gobierno som eta su legitim idad y sus actos a un
arm azón m oral m ás am plio, que adem ás no h a sido creado p o r él». La
contradicción p o r u na p arte entre la idea de secularización y separación
en tre Iglesia y E stado y, p o r otra, el juram en to de lealtad «a la au to ri
dad de Dios» tan to p o r p arte de sus gobernantes com o p o r p arte de los
jueces no p uede ser m ayor. Los ideólogos de la C arta disuelven tal co n
tradicción in ten tan d o convertirla en «un reto difícil y en un problem a
n un ca resuelto». Este reduccionism o retó rico no puede obviar el hecho
de que, aunque el E stado no se declare representativo de u na confesión
religiosa co ncreta — ten iend o en cuen ta que existen en su ám bito más
de m il quinientas denom inaciones religiosas— , la creencia religiosa se
sustancia en un núcleo ideológico insuperable que im pregna la p ro p ia
conform ación política de la nación47. Este núcleo de verdades religio
sas y m orales rep resen ta siem pre un elem ento disruptivo en el proceso
político de tom a de decisiones así com o u na coacción activa sobre el
im aginario de los ciudadanos48.
La im posición práctica de un im aginario sacro que perm ea y, a veces,
d eterm ina el h orizo nte político cobra u na relevancia y u na dim ensión
nuevas cuando se trata de las relaciones que el gobierno de los Estados
U nidos ha de establecer, en función del interés nacional, con el resto de
las naciones en el m u nd o. Éste es el nivel de reflexión que nos interesa
destacar, m uy especialm ente, en la C arta de A m érica. Este escrito, que
resp on de a la situación terro rista d ram áticam ente vivida p o r los estado
unidenses, se proyecta, de form a esencial, en la legitim ación p ara llevar
a cabo u na guerra preventiva generalizada. La naturaleza de la «guerra
preventiva» conlleva, en este caso, el p ro pó sito de actuar u nilateral
m ente y sin som eterse a las instancias jurídicas de o rd en internacional,
cuando así lo dicte su p ro p io interés nacional. El n u d o gordiano, tan to
teó rica com o prácticam ente, de la actuación g ubernam ental estado un i
dense y de la construcción ético-política de los ideólogos orgánicos se
establece en la justificación de la g uerra caracterizada com o preventiva,
elevada a la categoría de «guerra justa», que, en su m áxim a tensión
patrió tico-m oral, solapa y suprim e — en el lím ite— el o rd en norm ativo
jurídico internacional.
¿Cuáles son los argum entos que se utilizan en la carta p ara justificar
este en tram ad o de conceptualizaciones y de form as de actuación? En
47. Aranzadi distingue, igualmente, entre «una aparente ‘secularización del Estado’, que
no es en modo alguno —como la Declaración de Independencia muestra— autonomía respecto
a la religión y a los principios cristianos y una simple ‘neutralidad’ e independencia formal
respecto a las distintas confesiones y ‘denominaciones’» (op. cit., p. 301).
48. Podría citarse, como una de las últimas denuncias de tal coacción ciudadana, el caso
del físico Michael Newdow. Este ciudadano estadounidense que se siente ateo recurrió ante los
tribunales para que su hijo no fuera obligado a recitar cada mañana, en el colegio, el juramento
de lealtad «a la república que representa una nación ante Dios». Dos de los tres jueces nombra
dos a tal efecto votaron a favor de la reclamación. Las presiones políticas y religiosas, sin embar
go, llevaron a la revisión del proceso, en junio de 2002, forzando al juez Alfred Goodwin, que
había apoyado la demanda, a retirar su voto. De este modo, Newdow perdió el juicio, y su hijo,
de modo obligatorio y sin libertad de elección, habrá de seguir asumiendo «religiosamente» el
contenido del juramento diario.
p rim er lugar, com o escriben en la n o ta 9, sería u na n ovedad histórica
recabar la aprobación de una instancia de justicia internacional, com o
la O N U , p ara o to rg ar al juicio de dicha institución el valor de «últim o
recurso» en la teo ría de la guerra justa. E sta exigencia es juzgada com o
«proposición problem ática», arguyendo lo siguiente: «la aprobación
p o r un organism o internacional n unca ha sido considerada p o r los te ó
ricos de la g uerra justa com o u na exigencia justa». E sta consideración
resulta en extrem o so rpren dente si tenem os en cu enta que fue, precisa
m ente, u na iniciativa de los E stados U nidos la que im pulsó la creación,
en 1945, de la O N U , tras el h orrible m edio siglo de guerras m undiales.
Este organism o intern acio nal h abría de dirim ir, en tod os los conflictos
p lanteados entre las naciones que eran m iem bros de dicha institución, el
tipo de acción que llevar a cabo. ¿C óm o es posible argum entar, en estas
condiciones, que no hay preced ente histórico? La única respuesta p osi
ble estriba en percibir que los autores inten tan arg um entar a favor del
ius ad b ellum , de la «guerra justa». Esta p ro pu esta, desde las instancias
religioso-civiles que asum en sus autores, responde a presupuestos pre-
m o derno s de orden jurídico, m oral y religioso, con los cuales se habían
legitim ado las supuestas guerras justas. D esde la revolución del derecho
positivo m o d ern o , y desde el m ás actual y radical cam bio ex p erim en ta
do p o r el o rd en am ien to jurídico que, en térm in os de Ferrajoli, consiste
en «la subordinación de la ley a los principios constitucionales» no es
posible h ablar en térm inos de «guerra justa». La idea de g uerra justa,
o bien rem ite a un im aginario sacro, al que hem os hecho referencia, o
bien sería d eu d o ra de un sistem a m etafísico que p ud iera dem o strar que
la supuesta g uerra justa resp on de a los fines últim os de la hum anidad.
H aberm as, un au to r tan am pliam ente reco no cid o p o r su o bra cen trad a
en los cam pos de la ética y de la política, p artid ario de la guerra del
G olfo, argum entó, en su día, que la caracterización m ás p ertin en te de
dicha g uerra h abría de ser la de «guerra justificada», de ningún m o do la
de «guerra justa». E stados U nidos y sus aliados h abrían actuado com o
vicarios tem porales de la tarea que com pete a la O N U , necesitada de
u na fuerza policial intern acio nal adecuada. Los autores de la C arta de
A m érica, p o r tan to , parece que p reten d en ignorar, en p rim er lugar, el
p ro p io com prom iso de los E stados U nidos con la O N U . En segundo
lugar, dichos ideólogos ocultan que el nuevo estatuto epistem ológico de
las ciencias jurídicas está en función de que surge ligado al nacim iento
del E stado de derecho com o E stado legislativo de derecho. Las norm as
jurídicas nacionales o internacionales, a las que han de atenerse la decla
ración y la caracterización de la guerra, deben su validez al hecho de ser
dictadas p o r u na au toridad con com petencia norm ativa. La actuación
política que sostiene la idea de una «guerra preventiva» asum ida com o
«guerra justa» estaría invalidando, p o r tan to , la legalidad vigente del
derecho internacional, pese a las lim itaciones que aún tiene p ara consa
grase com o tal. U na vez m ás, se p retend e instaurar la situación de «ex
cepción» com o form a de actuación jurídica y política, su plantando la
validez de las leyes establecidas49. La form ulación de la idea de «guerra
preventiva», que p uede afectar a cuantos E stados crea o p o rtu n o el in te
rés nacional, viene a asum ir, de hecho, la tesis schm ittiana según la cual
u na prescripción jurídica sólo puede establecerse p o r u na decisión p o
lítica absoluta. El pensam iento jurídico de cuño n orm ativista se reduce
así a un valor m eram ente instru m en tal que, en el caso de u na ex trem a
necesidad (extrem us necessitatis casus, en térm inos de Schm itt) pierde
vigencia y valor ante el elem ento decisionista del poder, p o d er soberano
(Bodin) que se sitúa fuera y p o r encim a de la ley. Este proceder, en el
caso de los ideólogos de la C arta, se justifica recu rrien d o a cam pos de
o rd en am ien tos norm ativos objetivos cuyo conten ido y fundam entación
son externos, ajenos, a la argum entación y a la legitim ación política y
jurídica vigentes. La usurpación de la razón p o r supuestos fun dam en
tos últim os, en este caso concreto p o r principios m orales de naturaleza
religiosa o de prescripción «natural», im plica la negación de la libertad
de los individuos, que se verían constreñidos a adm itir un conjunto de
contenidos no sujetos a su co ntro l, y elim inaría el principio ético que
atribuye a los individuos particulares el irreductible papel de herm eneu-
tas de sus propias opciones prácticas. La p ro pu esta de los m entores de
la C arta de A m érica suplanta así el proceso constituyente atribuido a la
razón m o derna. La apuesta p o r la razón, de raíz ilustrada, que hacem os
n oso tros frente a «las leyes de la N atu raleza y al D ios de la N aturaleza»
tiene, y es algo que quisiéram os destacar, unas fuertes exigencias epis
tem ológicas y ético-políticas. «La razón tiene, qué d ud a cabe, un fun da
m ento; su fun dam en to es u na real cultura de la razón»50.
El segundo argum ento utilizado p o r los autores estadounidenses
p ara justificar tan to la denom inación de «guerra justa» com o p ara legiti
m ar la «guerra preventiva» consiste en destacar que la O N U sólo puede
ten er u na m isión h um anitaria. La O N U n o es un tribu nal que expediría
certificados de m o ralidad o de vida religiosa adecuadas. Su relación con
respecto al uso de la fuerza está co ntem plad a en la legislación in tern a
cional con referencia a dos casos específicos: el de legítim a defensa p o r
p arte de u na nación agredida (art. 51 de la C arta de la O N U ) o el de
las situaciones de claro y grave peligro p ara la existencia y convivencia
en tre las naciones. El in ten to de m inusvalorar el papel de la O N U p or
49. El argumento del ius ad bellum, de la «guerra justa» con que se arguye en la Carta de
América, pertenece al mismo tipo de argumentación que llevó a La civiltá cattolica, la influyen
te publicación de los jesuitas italianos, en 1936, a justificar la agresión y colonización de Etiopía
en base al derecho natural de los italianos —que ya eran numerosos y en expansión demográfi
ca— a invadir aquellos territorios africanos, los cuales estaban poco poblados y mal cultivados.
«La expedición colonial —escribe Zolo— debía entenderse como una defensa legítima preven
tiva contra el auténtico agresor: el pueblo etíope, que se negaba a ceder espontáneamente su
país a los italianos» (D. Zolo, Cosmópolis. Perspectivas y riesgos de un gobierno mundial, Paidós,
Barcelona, 2000, p. 134, nota 80).
50. A. Wellmer, Ética y diálogo, Anthropos, Barcelona, 1994, p. 189.
p arte de los autores de la C arta sólo conduce a un debilitam iento de su
difícil papel en el concierto de las naciones o a justificar el uso indebido
de la fuerza en decisiones unilaterales p o r p arte del o de los m ás fuertes.
Es sintom ático, desde esta perspectiva, que la argum entación co n tra la
O N U venga a co brar fuerza en razón del com entario de un funcionario
de dicho organism o, según el cual som eter a la O N U la validez de la
g uerra que se p ro p o n en llevar a cabo «puede llegar a ser un proyecto
suicida», tal com o se lee literalm ente en dicha C arta. El núcleo de este
segundo argum ento ap u n ta a u na de las dim ensiones m ás específicas de
lo que significa la idea de u na com unidad regida p o r u na «religión ci
vil», cuya génesis y cuyos acontecim ientos históricos cobran el especial
papel de datos que evidencian un plan providencialista. Este tipo de
experiencias es lo que p ro du ce la im p ro n ta de ser un «pueblo escogido».
El com prom iso con el arm azón m o ral de un E stado que, según la ex p re
sión de los autores, «no ha sido creado p o r él» sino que se halla «bajo
la au to rid ad de Dios» p ro p o rcio n a, p o r o tra p arte, la argam asa de un
p atrio tism o que n o puede ser dictado m ás que p o r la p ro p ia com unidad
a la que se pertenece. El rechazo, la falta de reconocim iento de la O N U
o de cualquier o tro organism o resp on de a la idea de un pueblo que sólo
se reconoce vinculado a sí m ism o y a su providencial h isto ria y desti-
n o 51. Esta autovinculación p atriótica, m o ral y sagrada, de claros tintes
soteriológicos, constituye el rev erberar de la «religión cívica» que p ro
tagonizó G eorge W Bush en su «D iscurso sobre el E stado de la nación»
(28 de enero de 2 00 3), afirm ando, u na vez m ás, que «lucharem os por
u na causa justa y de m anera justa». El carácter intrínsecam ente valioso
de esta g uerra justa rem itiría a la actitud de sagrada escucha que inspira
la actuación de los E stados U nidos com o pueblo:
No decimos que conocemos todos los designios de la Providencia, pero
confiamos en ellos y ponemos nuestra confianza en el Dios que nos ama,
responsable por toda la vida y por toda la historia.
Este co ntexto explica, p o r un lado, la dim ensión salvífica que se atri
buye a la violencia: «si se nos fuerza a la guerra, lucharem os p o r una
causa justa». Por o tro lado, el entram ado m oral sobre el que se basan las
acciones de guerra convierte a la nación en «una nación fuerte y h o n o
rable en el uso de nuestra fuerza. Ejercem os el p o d er sin conquista y nos
sacrificam os p o r la libertad de desconocidos». Finalm ente, las d im en
siones de inevitabilidad de la g uerra y la excelencia axiológica de tales
acciones se sitúan en el horizo nte de «acontecim ientos históricos» que
trad ucen un cierto m ilenarism o civil que estaría a la espera de u na re n o
51. Desde otra dimensión del problema, a propósito del acuerdo de 1928 para ilegalizar
la guerra, escribía Dewey: «Los efectos moralmente mortíferos de la aserción de una ‘moralidad
más alta’ por parte de una nación residen en su cínico desprecio por la posibilidad de una aso
ciación de naciones donde pudiera darse una regulación moral».
vación p o r parte de la com unidad m undial: «La libertad que estim am os
es derecho de cada p erson a y n o es un regalo de los E stados U nidos al
m u n d o ; es el regalo de D ios a la hum anidad»52.
Los dos argum entos esgrim idos acaban colocando la decisión de la
g uerra fuera de cualquier legalidad. El «estado de excepción» cobra car
ta de naturaleza com o el referente constante de las decisiones políticas.
El m o do de gob ernar se establece a p artir de la total hom ogeneización
ideológica de los ciudadanos que se identifican en el supuesto de «grave
am enaza» y dan lugar al tipo de decisión política soberana, rem edo del
m o narca absoluto. La justificación últim a del proceso que lleva a la idea
de g uerra justa q ueda expuesto en el ap artad o 4 de la C arta, en el cual
puede leerse lo siguiente:
La idea de una «guerra justa» está ampliamente fundamentada y enrai
zada en muchas de las diversas religiones [...] La no consideración de la
moral con respecto a la guerra es en sí misma una posición moral, la que
rechaza la posibilidad de la razón, acepta la ausencia de normatividad en
asuntos internacionales y capitula ante el cinismo.
La insistencia en suplantar el estado legislativo de derecho, la reite
ración en co n trap o n er la justificación soteriológica frente a la nueva o r
ganización estatal de ciudadanos libres que o stenta la idea de soberanía
nacional, la persistencia en m anten er el lem a p re-m o dern o de veritas
non auctoritas facit legem conlleva la quiebra de la au to rid ad d otad a de
n orm ativ idad jurídica: auctoritas non veritas facit legem , que constituye
el E stado dem ocrático m o derno . La consecuencia de esta regresión al
o rd en de lo sacro o de la m o ral n atural p re-m o dern os va acom pañada
53. No creo que esta conceptualización del «mal» en la «Carta de América» guarde nin
guna relación teórica real con la retórica del «eje del mal» empleada por la Administración
Bush.
54. Puede consultarse el detallado estudio y análisis que, sobre tales acciones bélicas, ha
llevado a cabo Johan Galtung, Searching for Peace, Pluto, London, 2002.
El reconocim iento de la plu ralidad de los grupos terroristas h abría de
co m p o rtar el m ayor esfuerzo p o r reco m p o n er las estructuras jurídicas
y políticas de u na organización de los E stados com o es la O N U . La
presencia de los E stados en u na organización de carácter global, estruc
tu ra d a según principios jurídicos que ligaran a tod os los países en to rn o
a los derechos universales de las personas — no en función de los más
restrictivos ligados a la ciudadanía— y con procesos dem ocráticos de
p articipación, sin la existencia de veto p ara ciertos países en función de
su capacidad de destrucción, p ro piciaría el m arco m ás adecuado para
en frentar el reto del terrorism o. Lo sintom ático en este p u n to es que
u no de los firm antes, Sam uel P. H u n tin g to n , ex perto en relaciones in
ternacionales y en form as de co ntro l político de grupos y naciones, for
m uló la idea de u na interrelación de tod as las policías del m u nd o com o
la form a m ás ap rop iada p ara enfrentarse a grupos terroristas extendidos
am pliam ente y dispuestos clandestinam ente según m éto do s de redes y
no jerárquicam ente centralizados. E sta tesis ha cedido ante la decisión
belicista de la A dm inistración.
La justificación de una g uerra que, según el secretario de D efensa
de los E stados U nidos, obligará a levantar y llevar las acciones bélicas a
m ás de sesenta países no parece com padecerse con la idea del unilate-
ralism o total de u na solo nación, la estadounidense, que se arroga, bajo
el supuesto de legítim a defensa, este tipo de g uerra total. En p rim er
lugar p o rq u e, com o argum entan los autores de la C arta en el ap artad o
4, «una guerra justa sólo la puede llevar a cabo u na au toridad legíti
m a y responsable del o rd en público». La cuestión inm ediata es quién
d eterm ina y cóm o que u na au toridad sea legítim a con referencia a los
dem ás. H asta ah o ra la incardinación de los E stados en la O N U o to rgaba
un dudoso reconocim iento de legitim idad a sus m iem bros, m ás de 144
países. A hora bien, si se elim ina a la O N U , ¿qué m ecanism o y qué cri
terio n orm ativo puede o to rg ar la caracterización de E stado legítim o en
un m o m en to en que ha de ser reconocido p o r tod os los dem ás E stados
p ara actuar bélicam ente? ¿Q uién p o d ría asum ir la justeza de la hipótesis
de u na g uerra declarada p o r un país que se atribuye la m isión salvífica
con respecto a to d a la h um anid ad y que se p ro p o n e institu ir «una co
m u nid ad m undial basada en la justicia», com o escriben los ideólogos de
este planteam iento? La radicalidad de esta p ro pu esta tiene su base en la
argum entación p lantead a en la n o ta 9 y p od ríam os especificarla en los
ap artad os siguientes. En p rim er lugar, en o rd en a evaluar racional y crí
ticam ente la p ro p u esta que se form ula, no se p uede soslayar u no de los
elem entos cruciales: en el m o m en to actual existen arm as de destrucción
m asiva, rep artidas entre varios E stados, capaces de destruir el m u nd o en
su totalid ad. En este co ntex to de posibilidades de devastación total, en
segundo lugar, los intelectuales estadounidenses, que defienden com o
«justa» la g uerra em pren did a en prim era instancia co n tra A fganistán y
m ás tarde en los escenarios que estim en o p o rtu n o s, estatuyen que no
hay n inguna institución jurídica internacional ni de ningún o tro tipo
de alcance global que p ued a en tend er y dictam inar sobre la legalidad
y la legitim idad de tal guerra. La existencia de un «tercero» m ediador,
argum entan, n o tiene precedentes históricos y, en la actualidad, no hay
n inguna instancia que p u d iera ejercer tal función. En tercer lugar, h a
bríam os de p reg u n tar quién determ ina, pues, que la guerra en perspec
tiva resp on de a la idea de «legítim a defensa», siendo u na guerra que se
p resen ta com o ilim itada en el espacio e indefinida en el tiem po. C om o,
asim ism o, h abría que p reguntarse quién justifica la interp retació n de
estas acciones bélicas sin térm in o com o «guerra justa» y, en fin, quién
sustenta y cóm o el supuesto de que tal g uerra ha de ser asum ida, p o r el
resto de las poblaciones, com o u na guerra de valores m orales u niver
sales en favor de la hum anid ad, cuyo fin es establecer u na «com unidad
universal justa». Puesto que no hay precedentes históricos de u na ins
tancia que en tiend a de todas estas cuestiones, y tam p oco disponem os en
la actualidad de u na institución adecuada a tales pro pó sitos, ¿qué resta
p ara p o d er razo nar en estos asuntos? Sin duda, la única respuesta se
en cu entra en el p ro p io tex to , y en un co ntex to significativo, de la C arta:
el hecho de que existe un pueblo de tal naturaleza que p uede ser p resen
tad o com o el rep resen tante de la hum anidad. La acción crim inal te rro
rista co n tra un pueblo de esta naturaleza le o to rg a el derecho especial
de establecer que el peligro de no sobrevivir a las acciones terroristas
h abría de ser in terp retad o com o el proceso de desaparición de un orden
de lo h um ano que reviste la cualidad de p o d er ser considerado com o el
estado hum ano superior, en cuanto realidad valiosa, logrado histó rica
m ente p o r la hum anidad. La posibilidad de que las acciones terroristas
pusieran en peligro su existencia significaría, igualm ente, el cam ino m ás
corto p ara acabar con el o rd en norm ativ o que m ás h abría co ntribuido a
generar la existencia de «verdades m orales universales».
El legado de los Padres F undadores alim enta, ciertam ente, esta au-
todesignación m ilenarista, apoyada en la «religión civil» dom inante,
d ecantada en lo que insistentem ente argum enta A ranzadi com o «la ex
periencia am ericana m ism a», interp retad a siem pre de m odo providen-
cialista y que genera «la com unalidad de la fe civil», aquella que no
p ud o realizarse en la «Vieja Ing laterra europea»55. El presidente John
A dam s sentenciaría que «nuestra constitución está hecha sólo p ara una
gente m o ral y religiosa [...] Es absolutam ente inadecuada p ara el gobier
no de o tra clase de com unidad». E sta com unidad es la que, andando
la historia, está dispuesta, p o r fin, p ara la batalla de A rm agedón y la
segunda venida de C risto, en palabras de R onald R eagan. El presidente
Bush, tal com o señalábam os, en el «D iscurso al pueblo de los E stados
U nidos» de 21 de septiem bre de 2 00 1, enfatizaba que su país «defini
rá nuestra época [...] en n uestro d olor y rabia hem os hallado nuestra
55. J. Aranzadi, op. cit., p. 304.
m isión y n uestro m om ento». Los polítólogos estadounidenses, p o r su
p arte, no han dejado de señalar la peculiar característica que subyace a
la idiosincrasia estadounidense y que co m p o rta «la necesidad de definir
su papel en un conflicto diciendo que está en el b ando de D ios contra
Satán, de la m oral co ntra el m al»56. El p ro p io L ipset no deja de so rp ren
derse ante el hecho de lo que deno m in a com o paradojas de la cultura
estadounidense: p resen tar una m ism a base de creencias p ara justificar
tan to los fenóm enos sociales beneficiosos com o los perniciosos. D esde
esta m ism a perspectiva cobra especial interés el hecho de que algunos
de los filósofos estadounidenses m ás críticos con ciertas dim ensiones de
la filosofía p roveniente de la Ilustración, que han ten id o especial énfasis
en la «vieja E uropa», acaben, co n trad ictoriam ente, reivindicando para
E stados U nidos el m ism o o rd en de pensam iento que tan radicalm en
te negaban. Tal es el caso, p o r ejem plo, de R ichard Rorty, un filósofo
am pliam ente trad ucid o y conocido en España. Su crítica m ás co ntinu a
tiene que ver con ciertas interp retacio nes de la M o d ern id ad , que en la
vieja E uro pa se trad u jero n en la defensa de u na concepción de la his
to ria que co m p ortab a un proceso de superación co ntinu a en el orden
del progreso, rep resen tado especialm ente p o r las estructuras sociales y
políticas que preconizaban los países europeos. E sta filosofía de la h isto
ria, que venía a legitim ar las opciones de la vieja E uropa, co m p orta — al
decir de R orty— «la inclinación feudal» de los europeos que piensan sus
actividades tem porales com o si resp on dieran o estuvieran al servicio de
pod eres superiores, atem porales. El rechazo de este tipo de p ensam ien
to, escribe Rorty, «se identifica con el orgullo de los estadounidenses de
ser los últim os hijos e hijas del tiem po, la avanzadilla m ás occidental
del E spíritu»57. La afirm ación ú ltim a resultaría im posible de enunciar si
no se inserta, en contradicción con los p ro pio s supuestos de Rorty, en
u na filosofía de la h istoria que preste sentido a la hipótesis de ser «los
últim os hijos e hijas del tiem po» y la «avanzadilla m ás occidental del
Espíritu». ¿Q uién p uede certificar que los E stados U nidos rep resen tan la
etap a su perio r de E uro pa, la m ás avanzada en el o rd en del p ensam ien
to, m ás allá del irrelevante «conocim iento» de que sean descendientes
biológicos de esta p arte del A tlántico? La contradicción de la posición
ro rty an a no p uede o cultar el nuevo nivel de com prensión del pueblo es
tad ou nid ense que, en la fuerza de su «juventud» y del desarrollo tecn o
lógico, incluido el m ilitar, se percibe tam bién com o el rep resen tante de
un nuevo o rd en de realidad h um ana «de m ayor rango axiológico» en el
o rd en del saber y de la m oral. En u na form a de expresión que tiende a
velar sus «inaceptados» presupuestos histórico-filosóficos, R orty vuelve
a asum ir en form a preform ativa aquello que niega argum entativam ente,
59. Los propios autores de la Carta reconocen, en el apartado 4, que «la idea de una
‘guerra justa’ está ampliamente fundamentada y enraizada en muchas de las diversas religiones
y de las tradiciones morales seculares».
D E M O C R A C IA Y G LO BA LIZA CIÓ N .
H A CIA U N N U E V O IM A G IN A R IO (1)
2. I. Kant, La contienda entre las Facultades de filosofía y teología, Trotta, Madrid, 1999,
p. 4.
un tem a esencial p ara noso tros, a saber, el puesto de la política en el
cam po de la filosofía. ¿Q ué papel juega, cóm o se incardin a la política
en la filosofía? La respuesta m ás inm ediata es que la política se sitúa
en el instante m ism o de la au toconstitución del saber filosófico, com o
el cam po tem ático que actúa de gozne p ara abrir la p u erta de lo que
se h a deno m in ado , a veces, el «m ilagro griego», esto es, la presencia y
el ejercicio fundam entales de la razón. En este sentido p o d ría hablarse
de la p olítica com o un efecto reflexivo que se instituye en y da cuenta
del paso del m itos al logos. P aradójicam ente, esta últim a fórm ula no
está exen ta de co nten ido m ítico, ya que resp on de en cierta m edida a
lo que se h a llam ado «la lógica de la representación constituyente» de
los m itos. E sto es, la p resentación de lo que es com o originado p o r su
contraposición a lo que h abía en un p rin cip io : el desorden, el caos, la
n aturaleza frente a la que em erge la cultura o, en este caso, la razón.
Sin en trar ah o ra en la discusión de los autores y las interp retacio nes
que h an p reten d id o aclarar la em ergencia de la racionalidad, cabe con
siderar al logos com o el tipo de pensam iento que trata de explicar los
hechos o cam pos objetivados p o r causas inm anentes a los m ism os. Se
trataría, p o r tan to , de p o d er explicitar ante o tro , tan tas veces com o
fuera necesario, los procesos teóricos m ediante los cuales doy cuenta
de, explicito argum entativam ente el ser del objeto o de un ám bito de
realidad, su estructura, su m odo de aparecer. E sta p retensió n de uni
versalidad argum entativa d ará lugar a lo que se h a llam ado, an dand o el
tiem po, «cultura de razones».
La filosofía, en cuanto ejercicio crítico autorreflexivo, conocim iento
de segundo grado, significa la posibilidad de p o n er en crisis lo recibido,
ya sea un hecho o u na doctrina, en cuanto cifra su v erdad o su valor
en el sim ple dato de su aceptación tran sm itida p o r la tradición o la au
to rid ad de quien lo form ula. El surgim iento de la filosofía im plica, p or
tan to , la existencia de m utaciones en el o rd en de las prácticas sociales
o en el m o do de presentarse de ciertos fenóm enos que hacen inviable
el que pued an ser asum idos p o r la form a ideológica dom in an te en un
grupo. La tensión lím ite, d esestru cturad o ra de form as de existencia,
que este proceso conlleva, obliga a instaurar nuevas categorías en el
orden del conocim iento y en el de las prácticas sociales. A teniéndonos
al esquem a utilizado del paso del m itos al logos en el m u nd o griego, el
fenóm eno de la em ergencia de la racionalidad y sus im plicaciones no
cabe rem itirlo, com o algunos h an p reten d id o , a la especial capacidad
m ental de los griegos. Tal em ergencia cabría encuadrarla, p o r com pa
ración con las culturas vecinas, en dos procesos paralelos. Por un lado,
el adelgazam iento, la p érdid a, p o r parte de los m itos, de su capacidad
de tran sform ación ante los cam bios sucedidos en grupos o sociedades.
El paño a p artir del cual se h abía venido p ro d u cien d o el m ito ya no
adm itiría, en térm in os de Lévi-Strauss, que se lo p u d iera reto rcer m ás
p ara obten er u na gota m ás de agua, u na nueva variante de la m atriz
de sentido del m ito en cuestión. En segundo lugar, y éste es un dato
especialm ente relevante, en el m u nd o griego se acaba o p eran d o la di
sociación entre m ito y ritual. D esde esta perspectiva, J.-P. V ernant ha
destacado la separación que vino a establecerse entre la conceptualiza-
ción del p o d er político en G recia y en la vecina M esopotam ia. En esta
últim a, el rey, en el ritual del año nuevo, renovaba cada año su p o d er a
través de u na organización sim bólica del cosm os, estableciendo el lugar
de los astros y la cadencia de días y estaciones. El rito recreaba el orden
frente al caos y su p ro p ia puesta en escena legitim aba sim bólicam ente
el dom inio del m onarca sobre el pueblo. La ru p tu ra , en el m u nd o helé
nico, de estos dos elem entos, m ito y ritual, quizás en tiem pos arcaicos,
posibilitó el hecho de que, en función de procesos sociales com plejos
tan to en el o rd en cognitivo com o en el de las form as de vida, el ám bito
de lo político p ud iera ser tem atizado com o u na realidad q ue exigía ca-
tegorizaciones de nuevo cuño debido a las disonancias epistem ológicas
que irrum pen en la vida social, en un orden ideológico ya en crisis. En
el diálogo p erdid o y atribuido a A ristóteles Sobre la filosofía, se n arraba
u na serie de convulsiones que acontecían periódicam ente a los hum anos
y que obligaban a los supervivientes de cada cataclism o a diseñar, o tra
vez, form as de vida y a establecer norm as de organización de vida en
com ún. A este respecto, com enta V ernant que esta narración , contenida
en el tex to aristotélico citado, está claram ente aludiendo a procesos
radicales que estaban afectando intern am ente a las relaciones entre los
h abitantes de la G recia del siglo vil o vi a.C. y que guardan relación con
u na crisis ideológica tan to en el orden social com o en los ám bitos de
la m oral y de la religión. A nte tal estado de cosas, «pusieron sus m iras
en la organización de la polis e inventaron las leyes y tod os los dem ás
vínculos que ensam blan entre sí las p artes de la ciudad; y aquel invento
lo d enom inaron sabiduría; fue de esta sabiduría (anterior a la ciencia
física, la physiké, theoría, y a la S abiduría suprem a, que tiene p o r objeto
las realidades divinas) de la que estuvieron dotad os los Siete Sabios, que
precisam ente establecieron las virtudes propias del ciudadano»3.
La política se presenta, de acuerdo con este relato, com o el efecto
de reflexión de segundo o rd en , asum iendo las disonancias sociales y
cognitivas de un m o m en to histórico d eterm inado , que perm ite instituir
u na nueva perspectiva p ara el o to rgam ien to de sentido a la realidad
hum ana. F orm a de instauración de sentido a la cual se le atribuye un
rango especial p o r encim a de los dem ás saberes teóricos y filosóficos.
La política m arca así la em ergencia de la filosofía política. Así escribe
V ernant:
El punto de partida de la crisis fue de orden económico, que revistió en
su origen la forma de una efervescencia religiosa al mismo tiempo que
3. J.-P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1965, p. 54.
social, pero que, en las condiciones propias de la ciudad, llevó en defini
tiva al nacimiento de una reflexión moral política de carácter laico, que
encaró de un modo puramente positivo los problemas del orden y del
desorden en el mundo humano4.
Lo que a p rim era vista p ud iera asem ejarse a un cam bio de gobierno
o de p o d er deja entrever, no obstante, el verdad ero alcance filosófico de
la reorganización del p ro p io m u nd o de lo hum ano. C om o p uede ap re
ciarse, lo que en un principio fueron problem as sociales y de organiza
ción acaba arrastran d o consigo reajustes de la visión del m u nd o y del
orden de valores. Se tra ta de problem as con capacidad de conm oción,
de intro du cció n de desorden en el p ro p io sistem a, p o r decirlo con p ala
bras de Ryle, y cuyas virtualidades d esestructurantes solam ente pueden
ser dom inadas y rein corp orad as en un nuevo m arco in terp retativ o al
precio de una elevación de conciencia. La elevación a ese segundo grado
de saber es de cuño filosófico. Los efectos p ro du cid os p o r la necesidad
de asum ir tod os los problem as d esestructurantes de un d eterm inado
orden h um ano , histórico, serán ah o ra inteligibles sólo a través de los
esquem as ideológicos que p erm itan u na nueva explicación, en este caso
«laica», del universo físico y social. La resolución de dichos problem as
se trad uce tan to en la determ inación de u na nueva form a de o to rgar
sentido a la realidad com o en un nuevo criterio de organización de la
realidad m ism a. La política es y se constituye, precisam ente, en instan
cia instituyente de sentido y ofrece el aspecto de u na nueva m odalidad
epistem ológica del saber, afectando así tan to al o rd en de lo hum ano
com o al universo en general.
En la o bra an teriorm ente citada5, recoge V ernant un tex to político
que constituye la gram ática p ro fu n d a de lo que podem os ya deno m in ar
el nuevo im aginario sim bólico de la sociedad ateniense. En dicho texto,
H eró d o to da cuenta de cóm o, a la m u erte del tirano Polícrates, el suce
sor que este últim o h abía designado p ara sucederle, M ean d ro , convoca
a u na asam blea y les com unica a los ciudadanos reu nid os lo siguiente:
Polícrates no tenía mi aprobación cuando reinaba como déspota sobre
hombres que eran semejantes a él [...] Por mi parte, depongo la arcké
en mesón, coloco el poder en el centro, y proclamo para vosotros la
isonomía (la igualdad).
Este sencillo relato se h a co nvertido en el referente n orm ativo de
m ayor p regnancia en to d a la cu ltu ra de O ccidente. En térm in os políticos
se p retend e arg um entar que to d o grupo h um ano h a de p o d er decidir,
p o r acuerdo de sus m iem bros, el tipo de relaciones socio-políticas p or
las que regirán sus vidas en com ún. Filosóficam ente, el tex to explicita
4. Ibid., p. 55.
5. Ibid., p. 102.
el nuevo criterio que h a de posibilitar el entend im ien to de lo hum ano
y, p o r extensión, la concepción del universo. La igualdad es el principio
que está en la base de esta nueva epistem ología laica. La isegoría y la
isonom ía trad ucen esa posición del centro frente al cual cada u no es
equidistante. Y es tan to m ás im p o rtan te destacar este criterio de n orm a-
tividad de la p olítica p o r cuanto el solapam iento de la m ism a p o r una
p reten d id a n orm ativ idad universal de la m o ral está creando n o pocos
problem as en n uestro m o m en to actual. V olverem os sobre ello. A hora
nos interesa señalar que, con la nueva estructuración en to rn o a la equi
distancia, a la igualdad sin jerarquías, se rom pe la ordenación cosm oló
gica del m u nd o m ítico jerarquizado, organizado según diversos planos
con valoración en titativa diferenciada. La nueva perspectiva hom oge-
neizadora va a posibilitar la revolucionaria com prensión del universo
de acuerdo con un m odelo geom étrico. N o hay ya raíces, ni soporte, ni
basam ento. El cosm os se convierte en un espacio m atem atizado, que se
conserva com o un equilibrio entre potencias iguales. El ágora es ah ora
el m odelo de com prensión del universo. A m anece así, com o en un juego
de espejos, u na correlación com prensiva entre el saber del m u nd o de lo
h um ano y el criterio epistem ológico p ara un conocim iento del cosm os,
correlación epistem ológica que h a tenido u na larga h isto ria con diversas
variantes.
Para term in ar esta sintética descripción del p rim er im aginario sim
bólico de O ccidente, quisiera llam ar la atención sobre la n arración que
sitúa el hecho de la aparición filosófica de la p olítica en conjunción con
la actuación de los Siete Sabios. Ello viene a significar, a efectos de la
crisis de n uestro m o m en to, que la institución de sentido p o r p arte de
la política sólo parece ten er un éxito total de im p lantanción h istórica si
va aco m pañada del desarrollo de form as culturales y científicas acordes
con la nueva lógica de sentido.
La política, p o r tan to , no es equivalente a lo político ni es u na for
m a m odificada de éste. E ntien do p o r «lo político» las diversas form as
que h an revestido, a lo largo de la historia, el ejercicio del p o d er y sus
instituciones sobre un gru po hum ano. Lo político ha existido siem pre
en las sociedades hum anas m ínim am ente com plejas. La política, por el
contrario, tiene su acta de nacim iento en el proceso por el cual la ra
zón hace acto de presencia en el m u n d o cultural griego. N i ha existido
siem pre ni es coextensiva con las dem ás culturas o civilizaciones. Se
en cu entra ligada a la capacidad de la razón, a la posibilidad central de
autorreflexión crítica con respecto al m u nd o en que se instituye. Así, la
política, en la línea de investigación de C astoriadis, trad uce la co nstitu
ción de un im aginario político-social, com o hem os venido explicitando,
que com prende un denso conjunto de significaciones, no m eram ente
racionales, p o r m edio del cual cobra cuerpo en u na sociedad su p ro pio
m u nd o de vida. Este m ism o im aginario m arca las relaciones con la n atu
raleza y establece las señas de identidad de esta m ism a sociedad.
2. ¿Un nuevo im aginario político-dem ocrático h o y ?
M e situaré, ah ora, in m edias res, en el segundo im aginario creado en la
historia de O ccidente, esto es, el p roveniente de las revoluciones am e
ricana y francesa con La declaración de los derechos del hom bre y del
ciudadano. Lo haré desde la perspectiva que m e sugiere, en nuestros
días, la hipótesis de la form ación de un nuevo im aginario político-de
m ocrático. Si atendem os ah o ra a las convulsiones políticas, económ i
cas, etc., que están sacudiendo, en n uestro tiem po, la vida de diversos
pueblos y que afectan, igualm ente, al tratam ien to de la tierra en que
habitam os, nos podem os p re g u n tar: ¿acaso estas transform aciones no
estarían dem an dand o la recreación, p o r p arte de esos m ism os pueblos
o civilizaciones, de un nuevo im aginario político, com o se p ro du jo en
G recia o en n uestro m u nd o occidental m o derno ?, ¿hay algunos p ro
cesos o cam bios estructurales que apunten a ese horizo nte de cam bio?
P artim os del hecho de que la filosofía p o r sí m ism a no es la p artera de la
historia y, p o r tem o r a la labor despótica de u na filosofía de la totalid ad,
deseam os ejercer, m ás bien, un papel m ás p ró xim o al de la herm en éu
tica de la sospecha. Sospecha que inquiere argum entativam ente, u na y
o tra vez, sobre la adecuación de ciertas prácticas sociales, económ icas y
políticas que gozan de un papel dom in an te en nuestros ám bitos de vida.
Posiblem ente, estas prácticas hayan llegado a tal grado de desestructu
ración de la v ida h um ana y de la naturaleza que estén interp elan do a los
sujetos políticos sobre la necesidad de un cam bio tan significativo com o
el que en trañ a la reflexividad filosófica de la política.
En un estudio p orm eno rizado sobre la delim itación del térm in o «ci
vilización», Lucien Febvre aclara que este concepto no va a ser objeto
de un estudio tem atizado hasta bien en trado el siglo xix. Sin em bargo,
los filósofos de las Luces dejaron ya constituido el núcleo de dicho tér
m ino com o un ideal m o ral de largo alcance. D esde esta perspectiva, y a
p ro pó sito de su trabajo Proyecto de una Universidad para el gobierno de
Rusia, D id ero t consignaba ya que la ignorancia es la línea que separa al
civilizado del esclavo y del salvaje: «instruir u na nación — apostilla— es
civilizarla». Este ideal civilizatorio qued aría pergeñ ad o p o r C o nd orcet,
quien, en un pasaje de su célebre Vida de Voltaire y haciéndose eco de
dicha o bra citada de D iderot, enfatiza que no es la p olítica de los p rín
cipes la que puede traer la paz y evitar la esclavitud y la m iseria, sino
que «son las luces de los pueblos civilizados» las que acarrearán tales
bienes. El desarrollo del conocim iento, la fuerza de las «luces» desde
los diversos cam pos del saber en trañan, pues, u na dim ensión m oral que
se encargará de p o n er de relieve, en esos m ism os años, R aynal, quien
subraya que no p uede h aber civilización sin justicia6. Este ideal m oral
6. L. Febvre, Pour une histoire «a part entiére», École de Hautes Études en Sciences So
ciales, Paris, 1982, pp. 504-505.
cobra u na especial m odulación con la puesta en escena de la R evolución
francesa, que perm ite ya intro d u cir un nuevo horizo nte: el del futuro.
El optim ism o derivado de aquellos hechos, en un m o m en to ascendente
de la euforia revolucionaria, cobra especial relevancia: el progreso, se
afirm ará, será tan ilim itado com o capacidad de perfeccionarse tengan
los hom bres. C iertam ente, la instauración del nuevo im aginario político
no deja de ser apreciado, a la vez, com o un m o m en to lleno de convul
siones, de efectos de m iseria, de h am bre y de m uerte p ara m uchos, in
cluso p ara sus p ro pio s actores. Los navegantes, los h om bres de ciencia,
los exilados no dejan de co nstatar la desaparición de ciertas form as de
vida valiosas que descubren en los pueblos en los que recalan o se dispo
nen a vivir. La civilización que p rego na el progreso no deja de albergar
am bigüedades peligrosas.
En el contexto descrito se introduce, necesariam ente, la voz de R ous
seau. El ginebrino dejó escrita u na obra cuya unidad vuelve a p lantear un
problem a tan actual com o discutido lo fue en su m om ento. H ace n o tar
Starobinski que la lectura de R ousseau suscitó diferentes in terp retacio
nes, com o lo indicaría el caso de Engels. Éste quiso ver en E l contrato
social u na superación de aquella o tra línea de investigación que tuvo
su plasm ación en el Discurso sobre el origen y los fundam entos de la
desigualdad entre los hom bres. Esta últim a obra sistem atiza la idea de
que la civilización que va im poniéndose en su tiem po cobra cuerpo en
un proceso de alienación progresiva del hom bre, que p ara sacar p ro ve
cho «hubo de m ostrarse distinto de lo que era en realidad». «El hom bre
se aliena en su apariencia — escribe Starobinski— , R ousseau presenta el
parecer, al m ism o tiem po, com o la consecuencia y com o la causa de las
transform aciones económ icas»7. La sociedad constituida, en la que entra
el hom bre, le obliga a despojarse de su p ro p ia identidad y a configurar
la ah ora en función de necesidades que lo instrum entalizan. Prim ero,
porqu e tales necesidades son inducidas socialm ente y constituyen una
servidum bre con respecto a su au ton om ía com o sujeto. En segundo lu
gar porque, siendo ilim itadas tales necesidades en función del prestigio y
del poder, acaban instrum entalizando sus propias capacidades hum anas:
Tras haber sido en otro tiempo libre e independiente — escribe Rous
seau—, he aquí cómo, por medio de un sinfín de nuevas necesidades, el
hombre está sometido, por así decir, a toda la naturaleza y, en especial,
a sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en esclavo,
aun en el caso de que se haga señor de ellos8.
E sta visión crítica del proceso histó rico h um ano n o va a ser «supe
rada» en u na nueva rein terp retació n del d esarrollo social con la escri
7. J. Starobinski, Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, trad. de S. Gon
zález Noriega, Taurus, Madrid, 1983, p. 41.
8. Ibid., pp. 41-42.
tu ra de E l contrato social. Éste es escrito desde u n a p erspectiva n o r
m ativa que no g uard a relación genealógica con respecto al D iscurso... ,
cuyo cen tro filosófico-político está referid o a un existente « orden de
la naturaleza». A hora bien, El contrato social n o p reten d e asum ir el
referid o o rd en histó rico de alienación descrito en D iscurso... p ara, en
un sentido hegeliano, su perarlo en un nuevo nivel de consideración
filosófica. N o hay datos que p ued an h acer plausible la existencia de una
única m atriz de reflexividad filosófica que interrelacion e am bas obras
com o p ro d u cto s de un m ism o p ro y ecto 9. Por el co n trario , E l contrato
social, lejos de las convulsiones históricas, p o d ría leerse com o u na o bra
abstracta, guía de un proceso cuasi iniciático, en el cual los hom bres,
al recu p erar su au to n o m ía en el co nstru cto de «la v o lu n tad general»,
p iensan en trar en u n a n ueva A tenas, lejos de los avatares alienantes de
la historia.
El decurso de la h isto ria se ha construido rousseaunianam ente p or
su lado peor, p o r el lado de la alienación y de la explotación del «or
den natural» que tuvo a los individuos, en un p rim er m o m en to, com o
sujetos pacientes. La o bra de Polanyi La gran transform ación, a la que
ya nos hem os referido en o tros capítulos, ha sido considerada com o el
exam en m ás riguroso sobre los efectos económ ico-sociales del in d u s
trialism o en el siglo xix. Pues bien, dicha o bra puede ser leída com o la
h istoria de la suprem a violencia antrop ológ ica en o rd en a crear el tipo
h um ano de la nueva sociedad de m ercado, im puesta p o r la deriva capi
talista de la civilización m o derna. La destrucción de la cultura h eredada
fue tan v iolenta que algunos com paraban los m odos de supervivencia de
la clase o b rera con las form as de vida de tribus africanas. La violencia
se ejerció, com o se sabe, incluso sobre los niños. A p ro p ó sito de este
dato últim o, Polanyi recoge, en el apéndice de su libro, los com entarios
del em inente sociólogo negro C harles S. Jo hn son . Éste escribió sobre
aquellos m o m en to s: «Las racionalizaciones que entonces sirvieron p ara
legitim ar la tra ta de niños eran casi idénticas a las que se utilizaron p ara
justificar la trata de esclavos»10.
Este estado de explotación sum a acabaría actuando sobre la o tra
p arte del «estado natural» a que se refería R ousseau. Si la p rim era ru p
tu ra en el m etabolism o de la hum anid ad con la naturaleza p uede datarse
en el m o m en to del desarrollo del capitalism o (1750-1800), la segunda
revolución tecnológica, en tre 1 93 0-1950, m arca la en trad a en la era
de crisis ecológica global. A p artir de la m itad de los años setenta, de
acuerdo con R iechm ann, se hace ya evidente lo que puede d en o m in ar
se u na crisis ecológica m undial con la expansión de los sistem as so
cioeconóm icos a la globalidad de la biosfera con daños irreversibles,
9. Una visión distinta, más unitaria, es la ofrecida por Rosa Cobo, Los fundamentos del
patriarcado moderno: Jean-Jacques Rousseau, Cátedra, Madrid, 1995.
10. K. Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 442.
con la m odificación de los grandes equilibrios bio-geoquím icos, con la
extensión de m acrocontam inaciones ya no circunscritas a ecosistem as o
regiones determ inadas. El ecologism o, m ás allá del conservacionism o o
el am bientalism o, desarrolla «un discurso crítico que subraya el carácter
destructivo y au todestructivo de la civilización productivista engendra
da p o r el capitalism o m o d ern o , y que esboza el p royecto político-social
de u na civilización alternativa»11.
Las dem andas de u na alternativa civilizatoria han cobrado fuerza
y, sobre to d o , argum entos p ara cam bios radicales y p eren to rio s en la
econom ía «ortodoxa» d om inante, a raíz de la reu nió n, en N airo bi, a
finales de m arzo de 2 00 6, del Panel Interg u bern am ental sobre C am bio
C lim ático (IPCC), creado p o r N aciones U nidas en 1988. En el P ro to co
lo de K ioto, firm ado en 1997, se había ap rob ado , p o r la m ayoría de las
naciones, el respaldo a los científicos que venían trabajando y, al m ism o
tiem p o, estas naciones se com prom etían a asum ir las m edidas que se
derivaran de sus inform es En la reu nió n de N airo b i se ha evaluado el
Tercer Inform e sobre «C am bio C lim ático 2001» (tras los dos anteriores,
publicados en 1990 y 1995). Este últim o Inform e consta de tres parte:
Bases científicas, Im pactos, adaptación y vulnerabilidad y M itigación.
C ada p arte, elaborada p o r unos 2 00 científicos, h a sido co ntrastada
y revisada críticam ente p o r m ás de 4 00 ex perto s independientes. El
objetivo central del inform e tratab a de p o n er de m anifiesto, a p artir
de los gases de efecto inv ern adero p ara el siglo x xi en el m u nd o, los
efectos clim áticos de o rd en global, los im pactos en ecosistem as n a tu ra
les terrestres y m arítim os, etc. Estos datos afectan a los problem as de
la agricultura y sus p ro du cto s, a los recursos hídricos, a las influencias
sobre las zonas costeras y sus alteraciones, a la salud h um ana, etc. D esde
N aciones U nidas, Klaus Toepfer, d irector del PN U M A , ha sentenciado
que «el IPPC ha p ro p o rcio n ad o al m u nd o inform es de p rim era clase
sobre la elevación de tem p eratu ras a la que se en frenta la T ierra, los
devastadores im pactos de este aum ento y las form as en que podem os
tra ta r de evitar los peores efectos del calentam iento global». El inform e,
en efecto, señala, un aum ento de tem p eratu ra de 0,6 grados en el siglo
x x , achacable, en gran p arte, a las actividades hum anas, p reviendo un
calentam iento en to rn o a 5,8 grados p ara el siglo xxi. H ay que tener
en cuenta, p o r o tro lado, que «entre 1970 y 1999 la T ierra ha p erdido
un 3 0 % de su riqueza forestal y acuática, a un ritm o de un 1% anual, al
tiem po que el consum o de recursos (y la subsiguiente contam inación)
ha crecido al 2% anual»12.
11. J. Riechmann, «Una nueva radicalidad emancipatoria: las luchas por la supervivencia
y la emancipación en el ciclo de protesta ‘post-68’», en J. Riechmann y F. Fernández Buey, Redes
que dan libertad, Paidós, Barcelona, 1994, p. 116.
12. J. Riechmann, Un mundo vulnerable. Ensayo sobre ecología, ética y tecnociencia, Ca
tarata, Madrid, 2000, p. 319.
Los datos aportad os, sin em bargo, no im plican u na posición ago
rera inflexible ni p reten d en alim entar un pesim ism o que no tuviera en
cuenta tam bién las pro piedad es an tientrópicas de la naturaleza, con la
recepción de energía del exterior, y las capacidades de las sociedades
hum anas p ara desarrollos especiales y com plejos. A hora bien, la p osi
ción crítica ecológica sí pon e de m anifiesto, p o r un lado, la «ausencia de
u na conm ensurabilidad económ ica» ante la incertidum bre, los h o rizo n
tes tem porales y los tipos de descuento que su po nd ría u na econom ía de
los recursos n aturales y del m edio am biente13. Por o tro lado, com o afir
m a M artínez de A lier a p artir de la an terior observación, la econom ía
o rto do xa, ten iend o en cuenta la incertidum bre sobre el funcionam iento
de los sistem as ecológicos, está incapacitada p ara dar un valor m o n e ta
rio actualizado a las externalidades, así com o resulta arb itrario el valor
que p retend e o to rgar a los recursos agotables, ya que desconocem os
las preferencias de los agentes futuros. D esde esta m ism a perspectiva,
y dado que la econom ía es entrópica, con agotam iento de recursos y
pro du cció n de desechos, «el m ercado no tiene capacidad p ara valorar
con ex actitud esos efectos». En definitiva, frente al carácter tecnocráti-
co, libre de to d o ideología, de m era gestión y uso de los instrum entos
del análisis económ ico convencional con que algunos defensores de la
nueva econom ía de la globalización p reten d en legitim ar el tratam iento
de los «problem as económ icos», la advertencia del «Inform e de C am bio
C lim ático 2001» ap u n ta a un cam bio drástico en el m o do de co nform ar
socialm ente n uestra relación con el m undo, con la naturaleza, con los
grupos sociales a los que se p retend e traslad ar los efectos perversos de
las externalidades generadas. Y, en igual m edida, ap u n ta al ineludible
com prom iso m oral con las generaciones futuras. Es, pues, to d o un cam
bio civilizatorio lo que dem an da un nuevo im aginario político capaz de
asum ir ética y políticam ente aquello que ni el m ercado ni u na técnica
económ ica pued en alum brar.
R esulta difícil obviar el p ro nu n ciam ien to negativo de la A dm inis
tración Bush, justo en estos m om entos, sobre el P rotocolo de K ioto.
Es am pliam ente reco no cid o el hecho real de que E stados U nidos está
jugando el papel de lo co m o to ra de la nueva econom ía, con su fuerza
«ejem plarizante» p ara las dem ás naciones, así com o es, igualm ente, la
p rim era poten cia m ilitar. D e este m odo, su negativa a asum ir las reso
luciones adoptadas form alm ente en N airo bi, tras la firm a an terior del
P rotocolo de K ioto, parece llevar h asta la exasperación los aspectos m ás
sórdidos de esta civilización d ep red ad o ra de la naturaleza y la arb itraria
im posición m ercantilista p o r encim a de los problem as que afectan a la
existencia m ism a de los hum anos. Es m ás cuando ya, a m ediados de los
13. J. Martínez Alier, «La valoración económica y la valoración ecológica como criterios
de la política ambiental»: Arbor CXL/550 (J. Quesada [ed.], Filosofía y economía) (1991), pp.
13-42.
años nov enta, el vicepresidente de los E stados U nidos Al G o re enfatiza
ba públicam ente h aber llegado al convencim iento de que era necesario
«hacer de la salvación del m edio am biente el principio organizativo cen
tral de nuestra civilización».
14. R. Heilbroner, Visiones del futuro. El pasado lejano, el ayer, el hoy y el mañana, Pai-
dós, Barcelona, 1996.
ex traño , m ás alejado de n uestra área de influencia, creando las m ayores
asim etrías y m o stran do , con v erdad era fiereza, que el hecho de vivir,
p ara m illones de seres, es ya casi un m ilagro, u na heroicidad. Por ú l
tim o, escribe, «el espíritu político de liberación y au todeterm inación
h a p erdid o paulatin am en te su inocencia. D e ahí la ansiedad que cons
tituye un aspecto tan palpable del hoy, en agudo contraste tan to con la
resignación del pasado lejano com o con el optim ism o de ayer»15. La
inseguridad tan presente entre n oso tros puede servir de co artad a p ara
tach ar de banales m uchos de los deseos y esfuerzos p o r pensar, im aginar
algo m ejor. La contingencia se ha asentado entre n oso tros de u na form a
radical. Pero eso m ism o da sentido a los esfuerzos aunados p o r asum ir
la política, un co m p ortam iento hum ano consistente en persistir en la
aspiración de alum brar, desde instancias de equidad e igualdad, form as
plurales de vida hum ana. Es u na necesidad ap rem iante que puede fo rta
lecerse com o deseo de m uchos.
La contingencia radical, sin filosofías de la h isto ria que garanticen
cualquier pro yecto em ancipador, nos hace asum ir E l fu tu ro de la civili
zación capitalista16, título de u na o bra de Im m anuel W allerstein, com o
un m o m en to constitutivo de n uestra com prensión del presente. La ci
vilización capitalista, según W allerstein, se en cu entra en el o to ñ o de su
existencia, lo cual significa que es necesario tan to u na labor de análisis
de los procesos que ap untan a la crisis com o establecer algunas de las
orientaciones de los nuevos cursos in fieri. El ocaso de este sistem a,
p ara W allerstein, viene incoado desde algunos de los acontecim ientos
históricos del siglo x x y retrasado p o r la confluencia de ideologías que
lo refo rzaron en los últim os años. Así, p o r ejem plo, el M ayo del 68,
caracterizado p o r Touraine com o un prelud io del siglo x xi, tiene para
W allerstein el sentido de u na conm oción política y cultural que abre
grietas, «bifurcaciones», d entro de n uestra civilización. Sin em bargo, no
está prefigurada en ella la salida co ncreta que p ro vo caro n tales hechos,
desde la ru p tu ra de las form as canalizadoras (los partidos) de las d e
m andas de em ancipación a la crítica radical de las relaciones de d o m in a
ción y jerarquización de las industrias, al cam bio cultural entre trabajo
y ocio o a la crisis de legitim ación que dejó caer sobre las estructuras es
tatales. El año 1989, p o r su p arte, com o segunda quiebra capaz de abrir
o tro tipo de bifurcaciones, tiene la p articularidad de «traer consigo la
desintegración de las estructuras estatales sin los efectos optim istas y es
tabilizadores de las descolonizaciones nacionalistas p osteriores a 1918 y
1945»17. El fin del bipolarism o, p o r su lado, ha sido seguido, a p artir de
los años noventa, p o r la p érd id a p ara los E stados U nidos de la categoría
históricam ente d eno m in ada com o «país hegem ónico», lo cual abre un
3. Ibid., p. 20.
4. Ibid., pp. 36-37.
lización o «nueva econom ía» p o r to d o el p laneta, ten d ien d o puen tes
entre las civilizaciones y p erm itien d o la «igualación», la hom ogenei-
zación de los individuos. La neutralización del en fren tam ien to y la
superación de la co ntrap osició n «am igo-enem igo» estarán ligadas al
h echo de que los individuos, ah o ra ya en tiem p o real a través del hecho
central de las tecnologías de la info rm ació n, p o d rá n enterarse — lo que
es lo m ism o que elegir, según n u estro au to r— «del m o do de vida de
o tro s grupos, del tipo de p ro d u cto s que co m p ran, de los cam bios de
sus gustos y p referencias com o consum idores, y de los estilos de vida
que quieren tener».
P or ú ltim o, el cuarto principio a instaurar, según O h m ae, es el de
los «individuos consum idores», quienes «tam bién han ad op tado una
orientación m undial». M ás allá de las identificaciones y restricciones
de las fronteras nacionales, los individuos sólo aspiran a «los p ro du cto s
m ejores y m ás baratos vengan de don de vengan», al tiem po que im p o
nen sus deseos, rom pien do los inten tos de dem arcación económ ica p or
parte de los E stados, «m ediante sus carteras»5. La posición radical del
au to r japonés no deja de reco no cer las peculiaridades que pueden darse
en diferentes países, com o sucede en la región económ ica fun dada p or
la A sociación de N aciones del Sudeste A siático (ANSA). A hora bien,
las supuestas diferencias culturales y/o religiosas no son óbice p ara las
transacciones tran sfron terizas y, en un proceso ya im posible de co n tro
lar, pierden significado desde el p u n to de vista de la econom ía. A ello
hem os de añ adir que, en v irtu d de la m undialización de la econom ía y
del surgim iento de los sujetos históricos en cuanto consum idores que no
aceptan fronteras, «el E stado-nación es cada vez m ás u na ficción n ostál
gica». Si todavía las diferencias culturales y la m ulticolor com binación
de territo rio s pueden hacer pensar a algunos que, a efectos económ i
cos, las diferentes naciones o territo rio s han de ser tratad os com o una
unidad económ ica, ello no deja de ser un com p ortam iento que se guía
p o r «m edias dem ostrablem ente falsas, inadecuadas e inexistentes. Puede
que sean u na necesidad política, p ero en el cam po económ ico son una
falacia m anifiesta»6. La creciente universalización del «consum idor», p or
consiguiente, pone en jaque la idea perseguida, p o r ejem plo, a través
del T ratado de M aastricht. Pues la pretensión de la U nión E uropea de
instauración de un nuevo ciudadano en u na p luralidad diferenciada eco
nóm icam ente, que se p retend e «unificar» m ediante la centralidad de la
política y del espacio público, significa un esfuerzo fallido, u na atrofia
de las iniciativas y de los intereses especiales que están en juego «en los
m om entos en los que nadie parece saber adónde vam os, o adónde d e
beríam os estar yendo [...] N o obstante, el verdad ero m ensaje proviene
de M atth ew A rn old: vagam os entre dos m u nd os, / uno m u erto , el otro
5. Ibid., p. 21.
6. Ibid., p. 33.
incapaz»7. Este estado de confusión, que p rovoca la ilusión de falsas
«unificaciones políticas», se agravaría p o r el in ten to de «volverse» hacia
la cu ltu ra decan tada h istóricam ente en los diversos ám bitos territoriales
com o si fuera el valor político n orm ativo que funcionaría al m o do de
argam asa social ante las dem andas de los individuos. Por el contrario,
«los ciudadanos bien inform ados del m ercado m undial» no van a vol
ver a confiar ni a los E stados ni a los profetas culturales las «m ejoras
tangibles de su nivel de vida [... ] Por el co ntrario , desean co nstruir su
p ro p io futu ro; quieren asum ir la responsabilidad de crearse un futuro
p ara sí m ism os. Q uieren sus p ro pio s m edios de acceso directo a lo que
se h a convertido en u na genuina econom ía m undial»8. En definitiva, la
cu ltu ra no es «la única red de intereses com unes» p ara los grupos de
individuos que buscan resituarse en un m u nd o en cam bio p rofundo.
«La participación en la econom ía m undial im pulsada p o r la in fo rm a
ción tam bién p uede hacerlo, im poniéndose a las fervientes, p ero vacías,
posturas de cara a la galería del nacionalism o de baja estofa y del me-
sianism o cultural»9.
La radicalidad de las p osturas de O hm ae convierte su tex to en una
de las exposiciones de m ayor claridad ideológica entre las que alientan
la globalización económ ica. Las derivas políticas y culturales de este
pensam iento econom icista, no obstante, van a presentarse con m atices
m ás suaves y, a veces, con ton os m ás grises, que p reten d en velar o m ati
zar la radicalidad de las tesis defendidas p o r el au to r japonés. D e hecho,
tras la caída del socialism o realm ente existente y la im posición de la
globalización económ ica, la progresiva suplantación de la política p o r
la econom ía y la vieja tesis de la «ingobernabilidad» esgrim ida frente a
los que p reten d en una dem ocracia m aterial que busque m odos de co n
tro l político y form as de participación, han cobrado fuerza tan to en las
teorizaciones de los liberales neo-clásicos com o en el adoctrin am ien to
del neoliberalism o m ás inm ediatam ente ligado a la globalización eco
nóm ica. Este últim o es conocido, especialm ente, p o r su consideración
fundam entalista del m ercado en cuanto instancia últim a de la sociedad,
cuya actividad viene m arcada p o r la reinstauración del «sujeto posesi
vo». D esde estos presupuestos, se insta al ab andono de to d a «econom ía
pública» y a u na recuperación del «Estado m ínim o», si bien sólo en lo
económ ico y no en los aspectos coercitivos del E stado. Se trata, pues,
de controlar, com o especifican algunos, el E stado b urocrático, el E stado
industrial y, ante tod o, el E stado em isor de m oneda. La p ro p u esta del
E stado m ínim o, así com o la reiterad a afirm ación sobre las excelencias
7. Ibid., p. 29.
8. Ibid., pp. 37-38.
9. Ibid., p. 37. «Por lo tanto —insistirá poco después en la página 42—, no es la cultura
la que produce las enormes estadísticas entre Japón y Estados Unidos. Son las diferencias de
sus sistemas —impositivos o bancarios... — La cuestión esencial, por supuesto, es que si esos
sistemas cambiasen, ambos pueblos se comportarían de una manera similar».
de las privatizaciones, se basan en el «científico aserto» de que lo p riv a
do siem pre es y se gestiona m ejor que lo público, indep end ien tem en te
de la cascada de em presas privadas eficaces y de rep u tad o co m p o rta
m iento ético, con respecto a sus accionistas, que nos han m ostrad o En-
ron y las grandes em presas que, en estos últim os años, le han seguido
p o r sus m ism os d erroteros.
Por últim o, el p u n to m ás crítico de los efectos políticos que los
discursos p artid arios de los beneficios de u n a econom ía «económ ica»
p reconizan se en cu entra en las propias constituciones. Los logros reco
gidos en las constituciones m ás m odernas, especialm ente los referidos a
los derechos individuales y sociales, han sido fruto de los m ovim ientos
obreros, de diversas luchas (entre otras, el servicio com o tro p a de in
fan tería p restad o p o r las clases bajas en las guerras entre E stados o la
form ación de ejércitos p ara el co ntro l de las colonias) y de acuerdos o
co ntratos sociales largam ente disputados. F rente a tales derechos co n
quistados h istóricam ente, un au to r tan polém ico com o el neoliberal
S artori, al que nos hem os referido en diversas ocasiones, rem em o ra
cóm o el n acim iento de los sistem as constitucionales en el siglo xviii
ten ía com o fin esencial «superar la m aldad de la política». El E stado
m ínim o, el sujeto posesivo, la inexistencia de un supuesto «hogar co
m ún», la cen tralidad o to rg ad a al m ercado no p arecen rep resen tar por
sí m ism os u na fuerte h o rm a p ara los E stados dem ocráticos. N u estro
au to r italiano p reten d e refo rzar el nuevo dogm a de los llam ados p resu
puestos de «déficit cero», tan «caros» p ara algunos gobiernos actuales.
En esta perspectiva com enta, con cierta nostalgia, la naturaleza de los
p arlam en tos del siglo xviii, los cuales «representaban a los que real
m ente pagaban los im puestos, es decir, a los ricos y no a los pobres. De
ahí que los parlam en tos co n tro laran eficazm ente los gastos»10. Las tesis
p artid arias de los procesos económ icos generados p o r la globalización,
que tan radicales parecen en el tex to de O hm ae, se extienden, com o
p uede colegirse, a través de los m ás diversos ám bitos em presariales,
académ icos y de gobierno.
Por o tra p arte, las reiteradas críticas y las revisiones continuas del
constructo histórico que W eber d enom inó «el espíritu del capitalism o»
no han servido p ara frenar la interp retació n, absolutam ente in a p ro p ia
da e incorrecta, según la cual «el capitalism o» h abría sido resultado de la
R eform a y se cim entaría d irectam ente en el nuevo espíritu ético-religio
so de L utero. Y ello p o r m ás que W eber no hablara n un ca de «causas»
ni de «relaciones íntim as» p ara p o n er en conexión el capitalism o con el
ám bito religioso p ro testan te, sino de «afinidades electivas» entre ciertas
m odalidades de la fe religiosa y la ética profesional. C o n tra la v alo ra
ción utilitarista de la dedicación ascética al trabajo, así com o frente a la
del trabajo del ascetism o m onástico m edieval p o r p arte del catolicism o,
10. G. Sartori, «Repensar la democracia...»: RICS 129 (1991), pp. 459-474.
«lo característico de la R eform a en su p rim era fase es, p o r el contrario,
el h aber am pliado la valoración ético-religiosa a toda actividad h um ana
com o consecuencia de desestim ar la distinción católica entre praecepta
y consilia evangélicas»11. W eber persigue en su exposición del «espíritu
del capitalism o», cen trad o en el m o m en to y en el co ntex to históricos
p o r él «reconstruidos», la conceptualización de aquello aparen tem en te
«irracional» d entro del «racionalism o» de la civilización capitalista, que
se d enom inó «profesión». «En to d o caso — escribe— , lo absolutam ente
nuevo era considerar que el m ás noble conten ido de la p ro p ia conducta
m o ral consistía justam ente en sentir com o un deber el cum plim iento de
la tarea profesional en el m u nd o» 12. A hora bien, com o se cuida de enfa
tizar, nada de ello im plica que «en el capitalism o actual, la apropiación
subjetiva de estas m áxim as éticas p o r los em presarios o los trabajadores
de las m odernas em presas capitalistas sea u na condición de su existen-
cia»13. Esta doble confusión: in ten tar fundar el «espíritu del capitalis
m o» en u na supuesta relación íntim a con posiciones ético-religiosas y,
p o r o tra p arte, p reten d er «salvar» el capitalism o con la ad opción sub
jetiva de ciertas pautas éticas p o r p arte de los interesados han cegado
a m uchos teóricos p ara considerar o tra dim ensión histórica de capital
im p ortan cia en cuanto al desarrollo económ ico del capitalism o. Esta
o tra dim ensión, de gran influencia en la validación de este sistem a eco
nóm ico, tiene que ver con los discursos constantes de filósofos y de eco
nom istas de las clases dom inantes sobre el papel b enefactor atribuido
al crecim iento económ ico tan to en lo que se refiere a la m odelación del
carácter de los individuos com o a sus virtualidades p ara la im plantación
de los adecuados regím enes políticos o, en su caso, p ara co n trarrestar el
uso indebido del poder.
2. Un ritorn ello
En u na pequ eñ a o bra m agistral y desde u na posición com plem entaria
a la investigación de W eber se p reg u n ta H irschm an cóm o puede expli
carse que la ignom inia atribu ida al am or p o r el dinero hasta el inicio
del R enacim iento p ud iera trocarse en su contrario. En poco tiem po, el
com ercio, la banca y la ind ustria se co nvirtieron en unas de las activi
dades m ás socialm ente reconocidas. En un rastreo y u na pesquisa de
autores, citas e interpretaciones, H irschm an sostiene que «la difusión de
las form as capitalistas debió m ucho a u na búsqueda igualm ente deses
11. Y. Ruano, La libertad como destino. El sujeto moderno en Max Weber, Biblioteca Nue
va, Madrid, 2001, p. 46. Este libro es una de las lecturas más lúcidas del «legado» weberiano y
de sus implicaciones en las actuales revisiones de la Modernidad.
12. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona,
1979, pp. 88-89.
13. Ibid., p. 49.
p erad a de algún p ro ced im ien to p ara evitar la ruina de la sociedad, p er
m anen tem ente am enazada en su época a causa de los arreglos precarios
del o rd en in tern o y ex terno » 14. Así pues, a p artir del R enacim iento, en
paralelo al cam bio o perad o en la conceptualización de la naturaleza del
E stado, se buscaron nuevas reglas, lejos de las ético-religiosas p re d o m i
nantes en la E dad M edia, p ara m ejorar la n aturaleza h um ana atendiendo
«al hom b re tal com o es», com o lo d irá m ás tard e R ousseau. El carácter
«científico» que preside la investigación del E stado y de las leyes de las
m otivaciones p ara las acciones hum anas abrió un cam po m uy novedoso
referente a los elem entos de orden psicológico que, desde la acción del
E stado al p ro p io juego de las pasiones d entro del individuo, perm itirían
elim inar la m iseria y la destrucción de la que los h om bres se hacen obje
to. En esta b úsqueda se o perarán procesos de redefinición de térm inos
tales com o «interés». Este térm in o, nacido del ám bito de los deberes del
p ríncipe o soberano — el interés de su pueblo o nación— acabará asu
m iendo los efectos políticos de los nuevos cam bios económ icos que se
deben al «interés privado» perseguido p o r los individuos. A principios
del siglo xviii, com enta H irschm an, G iam battista Vico articularía una
p arte de esta nueva corriente «práctica» al afirm ar que «las pasiones de
los hom bres ocupados p o r en tero en la búsq ueda de su u tilidad privada
se tran sform an en un o rd en civil que perm ite a los h om bres vivir en
sociedad h um ana»15. La idea de que se o p era un resultado beneficioso
no ya p o r la represión de las pasiones, sino p o r un especial juego de
contrapeso entre las m ism as, se en cu entra form ulada p o r autores tan
distintos com o Pascal, A dam Sm ith, M andeville o el p ro p io G oethe. El
p aradigm a de los «intereses» acaba ad qu iriend o un valor n o rm ativ o :
«el interés no m entirá», y se convierte así a finales del siglo xvii en un
p roverbio p ositivo : «el interés gobierna al m undo». N o es de ex trañar
que en el xviii, al tiem po que el afán de riqueza es calificado ya com o
u na actividad inocente, tom e carta de naturaleza la idea del com ercio
com o un instru m en to y un vehículo idóneos p ara las relaciones am isto
sas entre las naciones y com o un contrapeso a la coerción ejercida p or
los soberanos. Los efectos del «dulce com ercio» no pasarán desapercibi
dos, sin em bargo, p ara algunos autores com o M arx , «quien al explicar
la acum ulación prim itiva del capital relata algunos de los episodios m ás
violentos de la h isto ria de la expansión com ercial eu rop ea y luego ex
clam a con sarcasm o: «He aquí cóm o se las gasta el d ou x com m erce»16.
La segunda tesis, derivada de la larga h isto ria cen trad a en los benefi
cios políticos de ciertas interp retacio nes econom icistas de la naturaleza
h um ana y de las decisiones sociales que acom pañan al proceso del siste
m a capitalista, es form ulada así p o r el p ro p io H irschm an:
14. A. Hirschman, Las pasiones y los intereses, FCE, México, 1978, p. 134.
15. Ibid., p. 25.
16. Ibid., p. 69.
Las expectativas ilusorias asociadas con ciertas decisiones sociales en el
momento de su adopción ayudan a mantener ocultos sus efectos reales
[...] Resulta curioso que los efectos buscados pero no encontrados de las
decisiones sociales deban ser descubiertos en mayor medida aún que los
efectos buscados en la realidad [... ] Además, una vez que estos efectos
deseados no se producen y se rehúsan a aparecer en el mundo, el hecho
de que originalmente se haya pensado en ellos tenderá no sólo a ser
olvidado sino aun activamente reprimido17.
Las tesis de H irschm an cobran u na especial fuerza en n uestro m o
m ento presente. En su día se refirió B obbio a las «prom esas incum pli
das» al h acer balance del tipo de dem ocracia liberal realm ente existente.
El olvido, cuando no la represión, de las apuestas liberales p o r un de
sarrollo adecuado de los individuos, de su idea de libertad con respecto
a p oderes enajenadores y coercitivos en el o rd en político y económ ico,
acababa, p ara el au to r italiano, tran sform and o la apuesta liberal en una
desesperanzada interrogación acerca de la viabilidad de tales ideales.
El sistem a capitalista se pon e en m archa con las prom esas de establecer
un sistem a social bien regulado y de d ar a la vez satisfacción a las n e
cesidades de los individuos. Por ello, el p ro blem a cobra especial fuerza
cuando se insiste en que este sistem a reviste un carácter de necesidad.
Pues, p o r un lado, ha de h acer olvidar que las prom esas legitim adoras
de su p ro p io desarrollo n o se cum plen, y, p o r o tro , ha de m an ten er su
funcionam iento com o si se tratara de u na dinám ica insoslayable p ara los
sujetos sociales. Pues bien, com o en un juego de espejos podem os co n
tem plar, en n uestro m o m en to, la m ism a ap o ría: m ientras se tom aban
las decisiones político-económ icas que ponían en m archa los procesos
de globalización económ ica, bajo la prom esa de que ningún individuo
ten d ría que p osterg ar la satisfacción de sus necesidades o deseos según
el arbitrio de los gobiernos nacionales, com o argum entaba O hm ae, la
contrastación con la realidad p o n ía de m anifiesto la inexistencia de los
supuestos efectos beneficiosos que validaron las tom as de decisiones
de tan largo alcance. Las diversas prom esas parecen n o h aber tenido
traducción en la supuesta redistribución de las riquezas generadas. Sin
em bargo, los m ás m oderados en la defensa de la globalización argüirán
que, en cualquier caso, son más los que se benefician de ella que los
perdedores. Un conocido financiero, agente él m ism o de la globaliza-
ción, que contribuyó m uy eficazm ente a la caída de la libra esterlina
en 1992, G eorge Soros, ha vuelto a p o n er en evidencia las lim itaciones
internas de la globalización. En p rim er lugar, este proceso ha dejado sin
«ninguna red de seguridad social» a u na enorm e m asa de individuos. La
erosión del E stado de B ienestar se decanta a favor del capital «porque
la gente que necesita de seguridad social no p uede dejar el país, pero
el capital en que se basa el E stado de B ienestar sí puede». En segundo
17. Ibid., pp. 134-135.
lugar, «la globalización h a causado u na m ala distribución de los recu r
sos». En tercer lugar, y este p u n to afecta directam ente a los d octrinarios
de la globalización, «los m ercados financieros globales son proclives a
las crisis»18. La situación económ ica del m u nd o actual, después de tres
décadas de globalización — sin que Soros se atreva a descargar sobre ella
to d a la responsabilidad— es reflejada escuetam ente p o r el financiero en
su o bra citada: el 1% m ás rico del planeta recibe tan to com o el 5 7% de
los pobres. M ás de m il m illones de personas viven con un dólar al día;
cerca de m il m illones de personas carecen de acceso a agua lim pia; 826
m illones sufren de m aln utrició n; 10 m illones m ueren tod os los años a
causa de atenciones m édicas m ínim as19. D esde esta perspectiva, el p re
m io N o bel de E conom ía Jo sep h E. Stiglitz precisa que «la globalización
tal com o ha sido puesta en práctica no ha conseguido lo que sus par
tidarios prom etieron que lograría [...] ni lo que p uede ni debe lograr»,
y, tras afirm ar que las políticas estipuladas han favorecido a la m inoría
a expensas de la m ayoría, concluye: «En m uchos casos los valores e
intereses com erciales han prevalecido sobre las p reocupaciones acerca
del m edio am biente, la dem ocracia, los derechos hum anos y la justicia
social»20.
U na vez m ás, volvem os a descubrir que las ideas que p ro pu g nan
el proceso de globalización económ ica realm ente existente habían sido
puestas en juego en o tro s m uchos m o m entos históricos. El esfuerzo p or
conseguir que los efectos p ro m etid os se b o rren de la conciencia colecti
va lleva a ensayar las m ism as fórm ulas que d ieron lugar a la quiebra de
las sociedades cuyos problem as se p reten d ía rem ediar. En este sentido
hay que destacar la insistencia de O hm ae p o r convalidar el «contexto
histórico», el instante del presente vivido, com o la dim ensión últim a que
o to rga sentido a nuestras acciones. Esta rep resión de la h isto ria acaecida
hace que lo dado, lo m eram ente existente, parezca tan «natural» que los
sujetos, h uérfanos de genealogía, no disponen de recursos, de referen
tes de sentido, que perm itan enfrentarse críticam ente a las decisiones
tom adas. Lo sintom ático es que la desaparición de la conciencia colec
tiva de las fórm ulas ya ensayadas p uede afectar incluso a aquellos que
«profesionalm ente» están m ás fam iliarizados con el o rd en de cosas p or
23. Puede consultarse para algunos de estos aspectos la obra de P. Gowan La apuesta por
la globalización, Akal, Madrid, 2000.
24. M. Castells, en El País-ciberp@is, 2 de septiembre de 1999, p. 7.
25. G. Soros, op. cit., pp. 195 y 210.
3. H acia un nuevo im aginario político
3.1. E l desplazam iento del sujeto revolucionario tradicional
La globalización económ ica, tal com o la conocem os, significa la ruptura
del im aginario político que ha venido construyéndose desde la m oderni
dad. El proceso constitutivo de dicho im aginario está m arcado p o r las
diversas etapas que la idea del «contrato social» abrió desde la m o d ern i
dad y que tiene un reflejo fundam ental en el tipo de constituciones que
se han forjado los pueblos. Así, con el nacim iento del E stado m o derno
se afirm ó el E stado constitucional de derecho con respecto al cual, en la
últim a p arte del siglo x x y en térm inos de Ferrajoli, se h abría pro du cid o
un nuevo avance rep resen tado p o r «la subordinación de la legalidad
m ism a a constituciones rígidas, jerárquicam ente su prao rdenad as a las
leyes com o norm as de reconocim iento de su validez»26. Este últim o paso
afecta fundam entalm ente a la concepción m aterial de la dem ocracia. La
subordinación de la legalidad a los principios constitucionales im plica
que los derechos constitucionalm ente establecidos im p on en lím ites y
obligaciones a los p oderes de la m ayoría, al tiem p o que estos lím ites se
configuran com o otras tan tas garantías de los derechos de todos. D esde
este p u n to de vista «todo el proceso de integración económ ica m undial
que llam am os ‘globalización’ bien puede ser en tend ido com o un vacío
de derecho público p ro d u cto de la ausencia de lím ites, reglas y co n tro
les frente a la fuerza, tan to de los E stados de m ayor potencial m ilitar
com o de los grandes p oderes económ icos privados»27. La quiebra del
E stado social de derecho en función del nuevo m odelo social subordina
do a la acum ulación de capital en térm inos de desregulación to ta l y fun-
dam entalism o del m ercado rom pe la lógica universalista de las garantías
de los derechos sociales. El carácter subsidiario que juegan los Estados,
desprovistos de la soberanía, lleva a la confusión de lo público con lo
privado, a la p érdid a del concepto de ciudadano com o sujeto político
y a la ausencia de un espacio público que reconstruya la dim ensión y
el sentido de la categoría central de la política: la idea de igualdad,
igualdad política, civil y social. La globalización o p era de este m o do en
el sentido de que p ierdan vigencia estos elem entos constitutivos de los
procesos dem ocráticos que han venido configurando las form as de las
constituciones citadas. La confusión entre lo privado y lo público, así
com o la ausencia de la g arantía de la igualdad com o g arantía que origi
na el conjunto de m eta-reglas p o r encim a de los poderes públicos y de
las m ayorías abre la espita p ara la regresión hacia form as de p o d er de
fuerte im p ro n ta absolutista.
26. L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del estado de derecho»: Revista Internacional de Filoso
fía Política 17 (2001), p. 34.
27. Ibid., p. 36.
P odríam os ilustrar esta situación refiriénd o no s a las declaraciones
del p olitólog o y jurista G ianfranco M iglio, senador d u ran te tres le
gislaturas e in sp irad o r ideológico de la Lega N o rd de U m berto Bossi.
U nos m eses antes de constituirse el p rim er gobierno de B erlusconi, la
expresión m ás clara de la confusión en tre lo p riv ad o y lo público, entre
la política y la econom ía, G ianfranco M iglio declaraba al Indipenden-
te, el 25 de m arzo de 1994, que era u na equivocación afirm ar que la
co nstitución h a de ser q uerid a p o r to d o el pueblo. P or el co ntrario ,
afirm aba:
Una constitución es un pacto que los vencedores imponen a los ven
cidos. El camino para cambiar existe, está dentro de la constitución,
dentro del artículo 138 que habla precisamente de modificaciones cons
titucionales. Basta la mitad más uno de los votos del parlamento. ¿Cuál
es mi sueño? Lega e Forza Italia reúnen la mitad más uno. La mitad de
los italianos hacen la constitución también para la otra mitad. Se trata,
pues, de mantener el orden en la plaza28.
La globalización, desde la perspectiva con que la vengo ab ord and o
en este trabajo, se p resen ta com o un p u n to de no reto rn o . En efecto, el
desarrollo del m odelo social excluyente ad op tado p o r la globalización
económ ica se en trecruza históricam ente con o tros procesos y o tro s h e
chos de u na significación social y política decisivas. Todo ello apunta,
en m i opinión, hacia la apertura de un «nuevo im aginario político». En
el capítulo an terior insinuaba, entre interrogaciones, la posible clau
sura del segundo im aginario político, alum brado p o r la M od ernid ad ,
tras el p rim ero, debido al m u nd o griego. La dinám ica excluyente de la
globalización parece que h a acelerado la crisis de ciertas tradiciones, a
la vez que ha obligado a la reconceptualización de ciertas experiencias
históricas fracasadas. Al m ism o tiem p o, en función de las necesidades
tecnológicas ligadas al nuevo m o do de pro du cció n económ ica, la glo-
balización ha fom entado ciertos procesos de creación, especialm ente
de carácter tecnológico. Tales cam bios tecnológicos abren form as de
co m p ortam iento, m odos de vida que ap un tan a nuevos paradigm as de
intelección y a m odelos de relaciones sociales que no tienen p reced en
tes. Ya no se trata sólo de cam bios en los m odos de p ro du cció n sino que
afectan a n uestro p ro p io m odo de pensar y conceptualizar elem entos
esenciales de n uestra h isto ria m ás reciente.
La llam ada «cuestión obrera» debería ser reconceptualizada en la
línea de los constructos sociales y culturales que nos llevan a conside
rar la ap ertu ra de un nuevo paradig m a político Lo que al principio se
in terp retó com o u na m etam orfosis del trabajo, obligada p o r las pautas
im puestas al m ism o p o r la globalización, ha dejado paso a u na consi
39. Ch. Taylor, El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», FCE, México,
1993, p. 43.
m odo, solventar situaciones de injusticia a través de reconocim ientos
culturales, sim bólicos o de p atron es de relación evaluativa; dicho de
o tro m odo, a través de form as de reconocim iento que m arcaran las
«diferencias» sin necesidad de cam bios en o tros órdenes del ser social.
Es m ás, com o tam bién señala Fraser, parecería existir u na co n trad ic
ción entre las luchas económ ico-políticas, que buscan la desaparición
de las diferencias, y las teorías del reconocim iento, que persiguen la
consagración de estas m ism as diferencias, culturales o sim bólicas. Pues
bien, el significado de este giro filosófico, m oral y político tiene que ver
con m i hipótesis sobre la posibilidad y la necesidad de un nuevo im agi
nario político. En concreto, creo que las o rientaciones de la teo ría del
reconocim iento, que disfrutan de cierto consenso en algunos am bientes
filosóficos, im plican u na lim itación de análisis en contraste con su fuer
te p regnancia retórico-m oralizante, así com o u na desactivación de las
dim ensiones políticas, lo cual afectaría negativam ente a la posibilidad
de un nuevo im aginario em ancipatorio. El déficit analítico tiene que
ver con la idea de que «lo nuevo es que la dem an da de reconocim iento
hoy es explícita» p o r p arte de los individuos y los grupos. P ara Taylor,
la prem isa fundam ental de estas dem andas es que el reconocim iento
forja la identidad, p ero «los grupos dom inantes tienden a afirm ar su
h egem onía inculcando u na im agen de inferio ridad a los subyugados»40.
E sta explicación de la injusticia com etida p o r los grupos dom inantes se
inspira en los tex to s de F anon acerca del colonialism o que, a su vez, son
in terp retad o s de u na m anera sesgada. A dem ás, deja fuera de su análi
sis las dim ensiones ontológicas m ás im p ortan tes de las relaciones entre
dom inadores y dom inados, dim ensiones que afectan esencialm ente a la
«diferencia» exigida p o r el dom in ad o o el colonizado. En el análisis que
realiza de la colonización francesa en Argelia, Sartre subraya que «es al
h om b re al que se quiere destruir, con tod as sus cualidades de hom bre,
de valor, la v oluntad, la inteligencia, la fidelidad [...], las m ism as que el
colono reivindica». El colonizador sabe que el lím ite de tal destrucción
es únicam ente la vida del colonizado, al que necesita p ara su servicio.
A hora bien, la línea que los separa es el hecho de que en A rgelia «no
hay lugar suficiente p ara dos especies hum anas; hay que elegir entre la
u na y la otra»41. Lo que se niega no es, pues, la diferencia, sino el hecho
m ism o de que el colonizado sea hum ano. Así, lo que está en juego en el
reconocim iento no es tan to la diferencia cuanto la h um anid ad m ism a.
La construcción de las identidades, el cam bio de las m ism as o su
redefinición han estado estrecham ente vinculados a los procesos h is
tóricos, a las dinám icas de relación n o sólo intern as sino externas. «La
diferencia com o id en tid ad o instru m en to de liberación — escribe Ci-
rillo— tiene que exam inar sus vínculos con la opresión, p orqu e éstos
48. J.-P. Vernant, Mito y sociedad en la Grecia antigua, Siglo XXI, Madrid-Barcelona,
1982, pp. 76 ss. Cf. también su obra Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona,
1983, cap. IV.
49. M. Castells, La galaxia Internet. Reflexiones sobre Internet, empresa y sociedad, Plaza
& Janés, Barcelona, 2001, p. 149.
50. Ibid., p. 161.
F E M IN IS M O Y D EM O CRA CIA :
E N T R E EL PR EJU IC IO Y LA R A Z Ó N
2. Cito por la excelente antología editada por Alicia H. Puleo, La Ilustración olvidada,
Anthropos, Barcelona, 1993, pp. 154-155.
3. I. Santa Cruz, «Sobre el concepto de igualdad: algunas observaciones»: Isegoría 6
(1992), p. 146.
equivalencia o, lo que es lo m ism o, ser reconocido y p o d er actuar com o
quien posee un valor en posición de sim etría con respecto a los dem ás.
D esde esta perspectiva, no se trata ya sólo de que el fem inism o form e
parte de la revolución dem ocrática m o derna. Pues si las dem andas que
plantea no se llevan a cabo — especialm ente las referidas a la igualdad
en la diferencia— , sería la p ro p ia dem ocracia la que m o straría lím ites
insuperables de sus principios, u na insuficiente plausibilidad teórico-
práctica. H asta el m om en to, las críticas fem inistas parecen p o n er en
evidencia que las persistentes relaciones asim étricas instaladas en n ues
tras sociedades no son fruto de sim ples contingencias ni de m altrato s re
m ediables con u na m ayor extensión de la dem ocracia. P or el contrario,
com o argum enta Susan M endus, la teoría dem ocrática, p o r principio,
se ha co m p rom etid o con ideales y form as de relación con el p o d er p o
lítico que son incapaces de p o n er rem edio a los m ales denunciados. La
dem ocracia, escribe n uestra autora, «encarna ideales garantizadores de
que jam ás las cum plirá (las prom esas de igualdad) a m enos que se em
p ren d a un am plio exam en crítico de sus p ro pio s supuestos filosóficos»4.
Así pues, en u na de sus dim ensiones básicas las dem andas fem inistas
rep resen tan «las pruebas de fe» de la dem ocracia tal com o se ha confi
gurado en la m o dernidad. Éste es el sentido político y la razón teórica
que d eterm inan la ubicación filosófico-política del fem inism o en el p ro
ceso de reescritu ra de la M od ernid ad . F rente a otras derivas actuales,
la perspectiva del fem inism o, en cuanto dem an da de «ilustración de la
Ilustración», fun dam en ta la construcción de program as em ancipatorios
que avalen la plu ralidad de form as de vida elegidas p o r los individuos.
Se constituye, de este m odo, en u na co rriente esencial p ara reco m p on er
el sentido de la «universalidad» en la diferencia y, p o r tan to , de la soli
daridad, m ás allá del etnos o la naturaleza.
20. El texto de Tocqueville, correspondiente al tomo II, capítulo XII, dice así: «En Euro
pa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los sexos, pretenden hacer del hombre
y de la mujer seres no sólo iguales, sino semejantes [...] les imponen los mismo deberes y les
conceden los mismos derechos; los confunden en todas las cosas, trabajos, placeres y negocios.
Es fácilmente comprensible que al esforzarse en igualar así un sexo al otro, se degrade a ambos,
ya que esa grosera confusión de las obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles
y mujeres deshonestas [... ] América es el país del mundo donde se ha puesto más atención en
señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción netamente separadas, procurando que los dos
marchen al mismo paso pero por caminos siempre distintos. Si la americana no puede traspasar
el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga a salir de él» (cito por la
edición castellana de D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid, 1980, p. 180. El subrayado es mío).
los géneros y a la especificidad de la política. En oposición al objetivo de
igualdad que persiguen los europeos y las consiguientes deform aciones
socio-políticas a que da lugar esa m ezcolanza grosera de individuos y
grupos, n uestro au to r traza la línea divisoria de la igualdad dem ocrática
a p artir de la form a de vida en los E stados U nidos:
Tampoco han imaginado nunca los americanos que la consecuencia de
los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal e
introducir la confusión de autoridades en la familia. Han pensado que
toda asociación debe tener un jefe para ser eficaz y que el jefe natural
de la asociación conyugal era el hombre [... ] creen que el objeto de la
democracia consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mis
mo que en la gran sociedad pública, en regular y legitimar los poderes
necesarios, y no en acabar con todo poder21.
Es, ciertam ente, llam ativa la enfatización de la desigualdad entre los
géneros en función de un supuesto «orden natural». Pues im plica una
contradicción el suponer que un orden tal escapa a la v irtualidad irracio-
n alizadora de la razón m oderna, base de la nueva dem ocracia, contraria
a tod o aquello que se p retend e im p on er de form a h eteró n o m a a los
p ro pio s principios «críticos» de la razón. Pero aún es m ás significativa la
clara conciencia de que la igualdad de los géneros, en el ám bito social
y en el político, conllevaría to d o un proceso de reconceptualización
de la política y u na reorganización de las relaciones de p o d er tales que
p o n d rían en crisis la dem ocracia establecida. Pues, precisam ente, los
órdenes de ser y de estar que se articulan en to rn o a las pequeñas socie
dades com o la fam ilia, las labores sociales y la dirección de las m ism as,
así com o las reglas del espacio público y sus agentes, form an un co nju n
to de espacios y actividades p erfectam ente delim itados en cuanto a sus
funciones y sus sujetos. El conjunto así constituido, considerado com o
la am algam a n atural de la vida de los hom bres, ha cobrado legitim ación
y valor gracias al tipo de articulación p olítica excluyente a que ha dado
lugar la dem ocracia liberal dom inante. N o se trata, sin em bargo, de
incoar el proceso a las dem ocracias sino de reco no cer que la prom esa
dem ocrática hasta ah o ra no ha ten id o p o r finalidad p rim ord ial ser el
espacio en el que to d o s vivirían juntos con sus diferencias, diferencias
que se desean m últiples y no planificadas p o r nadie [...] «‘Vivir juntos
con nuestras diferencias’ n o es un proyecto pensable en este sistem a, en
el que el agrupam iento se funda en la sim ilitud»22.
La falta de atención a los problem as de raza y género, colectivos ex
cluidos si se tiene en cuen ta los principios que inform an originalm ente
las teorías de la dem ocracia, se relacionan íntim am ente con la conside
ración acrítica de los problem as de la identidad. D esde esta perspectiva,
23. J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996, p. 24 (cito por la traduc
ción de T. Doménech).
24. Ibid., p. 25.
25. Ibid., p. 24.
un 5 0% de los m atrim onios acaba en divorcio; casi u na cu arta p arte de
los niños/as viven en hogares m o no parentales; hay co nform ados n ú
cleos fam iliares de personas de un m ism o sexo con niños a su cargo; la
fem inización de la pobreza, especialm ente en la m in oría negra, es un
dato alarm ante... ¿Q ué clase de justicia establece y p resup on e, pues, en
esta v ariedad de form as de vida? El deseo de que form as específicas de
solidaridad y am or guíen los co m p ortam ientos de los m iem bros de una
fam ilia no em pece p ara que se defiendan los derechos de justicia que co
rresp on den a sus m iem bros en cuanto individuos. E specialm ente cuando
se conocen las situaciones de disim etría que se dan en tales uniones y las
consecuencias graves p ara algunos de sus com ponentes cuando suceden
casos de separación, divorcio, m alos tratos, incluso asesinatos, etc. Este
acriticism o sociológico h un de sus raíces en u na suplantación de la p o
lítica, cuya realidad práctica e institucional se difum ina, debida en gran
p arte a la falta de un adecuado conocim iento de la m ism a, y responde,
igualm ente, a la ausencia de u na valoración p ertin en te de las propias
prácticas políticas. R esulta realm ente difícil de en tend er la detallada
atención que el au to r presta, desde el p u n to de vista filosófico-político,
a los principios doctrinales de algunas de las iglesias im plantadas en los
E stados U nidos26 frente a la total insuficiencia de la m ism a respecto de
los problem as políticos, de derechos sociales y culturales de colectivos
com o el de las m ujeres o los negros. D e este m o do , cuando se conoce la
h istoria de am bos colectivos y el papel que han jugado en su país, resul
ta hiriente al tiem po que im -p ertin en te, desde el p u n to de vista político,
su enfatización de los principios del pasado com o «correctores» de los
m altratos recibidos p o r éstos. Sin em bargo, R aw ls sentencia: «La m ism a
igualdad de la D eclaración de Ind ep end en cia que Lincoln invocó p ara
co nd en ar la esclavitud p uede invocarse p ara co nd en ar la desigualdad y
la opresión sufrida p o r las m ujeres»27.
La p ro p ia au to ra liberal raw lsiana antes citada, Susan M oller O kin,
se ve obligada a pun tu alizar que las leyes surgidas de la R econstrucción
(las enm iendas de la guerra civil) d ecretaban la legalidad de la igualdad
form al de los antiguos esclavos/as. «N aturalm ente aun si la m edim os
p o r este rasero, la R econstrucción falló», escribe, haciéndose eco de la
afirm ación del h isto riad o r Foner, quien estudia la R econstrucción com o
26. Dejamos aquí al margen el papel que juegan las iglesias como «instituciones interme
dias» de cohesión social.
27. J. Rawls, El liberalismo político, p. 25. Dejo aparte, en este momento, las contra
dicciones internas, manifiestas en la misma obra, en cuanto supone que la familia es el núcleo
primario de su concepción política de una sociedad democrática justa, para afirmar, páginas
más adelante, por ejemplo, que «lo asociacional, lo personal y lo familiar son meramente tres
ejemplos de lo no político; hay otros» (ibid., p. 169. El subrayado es mío). Por otra parte, esta
consideración de Rawls parece toda una respuesta al lema, procedente del feminismo, utilizado
en las luchas por los derechos civiles: «lo personal es político», así como el contrapunto a las
consideraciones políticas de los problemas raciales y a la crítica feminista en torno a la conside
ración política de la estructura de poder que remite al patriarcado.
«una catástrofe p ara los negros/as en E stados U nidos». D e este m odo,
la supuesta igualdad con la que R aw ls p retend e em ancipar ah o ra a las
m ujeres no resiste la m ás m ínim a co nfrontación con la realidad, com o,
p o r o tra p arte, p uede colegirse del significado y de la inm ediatez de las
reivindicaciones que alegó el m illón de h om bres negros que desfilaron
ante la C asa B lanca en los días finales de 1995:
Si se hubiera podido predecir que las mujeres estaríamos en la misma
situación en la que se encuentran actualmente los negros/as estadouni
denses, [en la que, F.Q.] están ciento treinta años después de que se hu
biera «solucionado» la desigualdad que padecían, podríamos afirmar sin
duda alguna que estaríamos bastante mejor si no se nos hubiera aplicado
ninguna solución28.
En su in ten to p o r asum ir y com pletar el liberalism o, M acpherson
sitúa los lím ites del pensam iento liberal, p o r lo que a la dem ocracia
se refiere, en el solapam iento de dicho pensam iento con la sociedad
capitalista de m ercado, especialm ente p o r lo que se refiere a los siglos
xvii y xviii y a sus padres fundadores. Si bien el carácter hum anista
y la dim ensión ética del liberalism o, desde m ediados del siglo x ix a
la m itad del siglo x x, vinieron a instaurar sus elem entos m ás p ro p ia
m ente dem ocráticos, no deja de ser cierto que la persistencia de una
econom ía de la escasez hizo que el d em ó crata liberal tuviera que se
guir aceptando la vinculación entre sociedad de m ercado y objetivos
dem ocráticos-liberales:
Pero ese vínculo ya no es necesario; es decir, no es necesario si supo
nemos que ya hemos llegado a un nivel tecnológico de productividad
que permite una vida cómoda para todos sin depender de incentivos
capitalistas. Claro que cabe poner en tela de juicio esta hipótesis. Pero si
se niega ésta, entonces no parece existir ninguna posibilidad de ningún
modelo de sociedad democrática29.
La contradicción de la tesis en unciada p o r M acpherson estriba en
su afirm ación de la inevitabilidad del pensam iento liberal que, en una
m ix tu ra h arto difícil de justificar, ha de asum ir, no obstante, la dim en
sión m arxian a de u na econom ía post-capitalista que signifique el fin de
las clases sociales. Ind ep end ien tem en te de la valoración que cada cual
p u ed a h acer de su p ostura, lo significativo de esta hipótesis tan fuerte
— «si se niega ésta, entonces n o parece existir posibilidad de ningún m o
delo de sociedad dem ocrática»— es la conjunción entre un eticism o u n i
versalista y la inm ediatez de u na u to p ía — la sociedad sin clases— que
se p resen ta com o si estuviera al alcance de la m ano. Pues bien, desde el
28. S. Moller Okin, «Liberalismo político, justicia y género», en C. Castells, Perspectivas
feministas en teoría política, Paidós, Barcelona, 1996, p. 144.
29. C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Alianza, Madrid, p. 33.
p u n to de vista ético, diversas fem inistas han llam ado la atención acerca
de estas éticas universalistas en las que se p resupone que tod os p o d e
m os p on erno s en el lugar del o tro p ara recibir, en tend er y aten der sus
dem andas. En to d o caso, gracias al universalism o ético, siem pre te n
dríam os la posibilidad de p o d er zanjar los conflictos y realizar u na dis
tribución justa en atención a las necesidades presentadas. Sin em bargo,
esta perspectiva universalista conlleva, generalm ente, la im agen de la
au ton om ía del sujeto com o la co rresp on dien te a un individuo in d ep en
diente, el yo m asculino del o brero y del g uerrero, desarraigado de tod o
co ntexto, absuelto de los ám bitos fam iliares, adscritos a las m ujeres,
que no son objeto de pensam iento ni de reflexión. D e este m odo, se han
p o d id o co nstruir m uchas de las actuales teorías en to rn o al sujeto ético
y al político. En el nuevo universalism o dom inante, de clara influencia
kantiana, el «otro», en cuanto sujeto, viene a constituirse a p artir «de
la total abstracción de su identidad. N o es que se nieguen las d iferen
cias; son irrelevantes»30. D esde la perspectiva del «otro generalizado»
quedarían fuera de la consideración m oral tod os los elem entos contex-
tualizadores de la d eterm inación de los fines así com o las condiciones
de las elecciones concretas y particulares. Pero, con esta interp retació n
acerca de la configuración de la identidad personal y de grupo, vuelven
a eludirse los problem as que m ás d irectam ente afectan a las m ujeres. El
m u nd o de los varones iguales, cuyas diferencias se estim an irrelevantes,
conform a un m u nd o sin m ujeres. Éstas, u na vez m ás, quedan fuera de
los canales de actividad en la vida pública, ya que se en cu entran u bica
das en espacios ahistóricos, no som etidos a revisión crítica. D esde estas
prem isas, B enhabib insiste en la necesidad de «instar a un análisis de lo
no pensado p ara im pedir la apropiación del discurso de la universalidad
p o r p arte de alguna particularidad», p ara evitar la colonización de am
plios sectores de la vida m oral y p olítica en favor de grupos dom inantes
ideológicam ente. Por o tra p arte, en función de u na p o stu ra crítica, no
prescriptiva, que ap un ta a desvelar los lím ites de ciertos discursos u n i
versalistas y m o strar la «realidad» de lo «no pensado, lo no visto y lo no
oído de esas teorías», la au to ra nos p ro p o n e la suya de «la constitución
de n uestra naturaleza en térm inos relacionales»31, lo que ella llam a «el
o tro concreto». En definitiva, frente a la tesis indefinidam ente universa
lista de M acpherson, según la cual la dem ocracia liberal, p ara ser viable,
h a de «contener (o d ar p o r descontado) un m odelo de hom bre»32, las
teóricas fem inistas insisten en recu perar las dim ensiones contingentes,
concretas, particulares, la h istoria de las voces calladas, la contextuali-
zación de necesidades, em ociones y fantasías que, al ser propias de las
éste no las compartiera» (La teoría política del individualismo posesivo, p. 219. El subrayado es
mío). Las ideas a que se refiere Macpherson son, por un lado, el supuesto de que los trabajado
res no son miembros con pleno derecho del cuerpo político y no tienen título alguno para ello.
En segundo lugar, que la clase trabajadora no vive ni puede vivir una vida plenamente racional.
Y, a fortiori, ello vale para el caso de las mujeres. Destaco este modo de «comprensión» de las
posturas adoptadas en un momento histórico dado porque se suelen tildar de «ahistóricas» algu
nas críticas a las teorías de autores del pasado. Ciertamente, tal puede ser el caso en ocasiones.
Pero no menos frecuente es que estas críticas de ahistoricismo descansen, por su parte, en la
ignorancia de las fuentes escritas y de las acciones sociales correspondientes a los momentos
históricos considerados. En nuestro caso concreto, resulta verdaderamente inaceptable que se
hable sin más de «prejuicios insalvables» en lo que atañe a la situación de subordinación y
exclusión de las mujeres, especialmente a partir del siglo . A partir de mediados de dicho
X V II
siglo, la abundancia de escritos feministas, la proliferación de ámbitos específicos de discusión
ampliamente conocidos y difundidos, la contraposición enfrentada de autores/as en torno a la
exigencia de la igualdad, así como las discusiones políticas que giran en torno al tema, son tan
amplias que no puede justificarse adecuadamente como «prejuicios insalvables» lo que era una
toma de posición ideológica clara frente a otras argumentaciones y demandas contrapuestas en
aquellos mismos momentos. Más aún cuando, como he insistido en el texto, el momento de
la Modernidad tiene como criterio epistemológico y de orientación práctica la búsqueda de la
episteme, la superación de los prejuicios por la contraposición libre de explicaciones teóricas de
los hechos a partir del expresivo lema «Atrévete a pensar por ti mismo». El encubrimiento de la
historia sólo puede entenderse como una grave toma de postura ideológica interesada. Y ello es
importante porque, hasta hoy, tanto los historiadores del pensamiento filosófico y político como
los teóricos de la democracia con mayor sensibilidad ético-política hacia los planteamientos
feministas acaban justificando las posiciones liberales de la exclusión como fruto de prejuicios
de la época. En este sentido, lo sintomático es que Macpherson sancione la teorización de la
exclusión, referida tanto a los obreros como a las mujeres, como resultado de insuperables pre
juicios, hablando incluso de «deducciones honestas» a partir de ciertos postulados sostenidos. Y
sigue siendo práctica común que una problemática como la de la igualdad referida a la mitad de
la población sea considerada como algo adjetivo, llegando incluso a justificarse académicamente
la ignorancia de la historia y de las tematizaciones feministas como un campo de realidad y
conocimiento del que se podría prescindir a la hora de asumir un legado fundamental para con
formar la conciencia de una época, la de la Modernidad, que es tanto como decir la conciencia
de nosotros mismos.
ello p orqu e la salida de la m in oría de edad a la que habían sido som eti
das n o perm ite la identificación, sin m ediación alguna, con la específica
actividad de la ciudadanía, de u na ciudadanía plural en sus cam pos y
ó rdenes de ser. El salto cualitativo a la nueva época m arcad a p o r la idea
de la razón, com o razón crítica en cuanto que no se atiene ya a la cos
tum bre, a la tradición o al m ero ejem plo sino al «conocim iento cierto»,
usando «en to d o m i razón, p ro p o n ién d o m e n o adm itir jam ás nada p o r
verdad ero que yo no conociera que evidentem ente era tal»41, im plica
u na redefinición del sentido de la identidad y la au ton om ía propios. Se
trata de un ejercicio que, p o r lo que atañe al sujeto político, encuentra
su ám bito de form ación en el espacio público. E sta redefinición práctica
del sujeto, in d ep end ien tem en te de razas o género, ap u n ta a «proyectos»
de em ancipación. N o se trata de volver a «ningún lugar», ni de recu
p erar algo p erdid o o aban do nad o, ni de identificarse con algo ya dado
com o u na esencia o u na realidad n atural. La hipótesis de u na au to n o
m ía «otorgada» a ciertos individuos, negros/as esclavizados o m ujeres,
sin la participación en los procesos constitutivos y contextualizadores
de un im aginario social co m partido, no puede p ro d u cir el surgim iento
de ciudadanos activos. Los dilem as de la lucha fem inista p o r constituir
la igualdad en la diferencia se en cuentran, justam ente, en la especial
situación de «enajenación» histórica de las m ujeres. Pues este colectivo,
com o analógicam ente les viene sucediendo a los negros estado un id en
ses, parece que n o p uede rem itirse a un tiem p o pasado ni al cuadro de
significaciones culturales heredado , socialm ente dom inante. El proceso
de construcción de su identidad pasaría p o r la configuración de p ro yec
tos em ancipatorios de justicia, de fuerte p regnancia política, al tiem po
que la deconstrucción de estereotipos culturales ten d ría que ap un tar
m ás a espacios virtuales de valores que a m odelos originarios. Todo ello
im plica to m ar u na distancia tal de las form as otorgadas de identidad
en el presente que resulta u na tarea ard u a de realizar así com o no fácil
de adm itir de form a generalizada. Sin em bargo, en el difícil p ro b le
m a referido a la identidad, las m ujeres han pro m o vid o ya la necesaria
reconstrucción de la legitim ación contractu al sobre la que la política
m o d ern a fun dam en tó su definición de la dem ocracia. En este sentido, la
construcción de un nuevo co n trato así com o la necesaria reconceptua-
lización de los sujetos y las reglas p ertin en tes obligan p o r igual a todos.
2. M. Walzer, «La idea de la sociedad civil. Una vía hacia la reconstrucción social»: De
buts 39 (1992), p. 35.
3. Ibid., p. 39.
tradas en u na interesad a crítica del E stado de Bienestar, arg u m en tan
do u na supuesta incapacidad del E stado p ara «generar sentim ientos de
solidaridad e identidad colectiva». En concordancia con la posición de
los neoconservadores, afirm a Pérez D íaz, «lo que era exploración de
nuevas vías de integración y actuación estatal es ah o ra experim entación
con nuevos diseños de gobernación e integración del país»4. Se trata
de u na confluencia, de h o n d o calado político, entre neoconservadores,
liberales y las claves argum entativas que sostienen la posición de Wal-
zer, com unitarista, quien, al ab ord ar la política, p retend e m o du lar su
posición liberal con un cierto tinte socialista. En definitiva, los críticos
de la ciudadanía aquí tratad o s vienen a coincidir en el fracaso m o derno
del carácter dom inante atribu ido a la política y a las form as in stitu
cionales de la m ism a. La M o d ern id ad , que se h abría im puesto hasta
nuestros días, albergaba la pretensió n de que la vida social h abía de ser
configurada, de m odo privilegiado, p o r los principios de la vida política
en o rd en a la construcción de u na vida en com ún fundam entalm ente
justa. El sentido del interés general era lo que prestaba unidad a la p lu
ralidad de los individuos, interés general que cobraba form a desde la
concepción central del espacio público y que se sustentaba en la práctica
activa de la ciudadanía. Pues bien, aun cuando las prácticas concretas
p o r desarrollar com o form as alternativas a esa com prensión política de
la m o dernidad divergen en las tres corrientes señaladas, tod as ellas, sin
em bargo, sustentan sus posiciones doctrinales en el declive y en el ab an
dono necesarios de la centralidad de la categoría de ciudadanía. P érdida
de vigencia del papel nuclear del ciudadano debida, p o r o tro lado, al
p ro p io fracaso del E stado, los partid os políticos, etc., cuya asfixiante
burocratización ha p ro piciado la actitud pasiva que reflejan los bajos
índices de participación en las elecciones referidas a tales instituciones.
El resultado final viene a co rro b o rar la incapacidad de las instituciones
políticas p ara generar procesos de cohesión social o form as de id en ti
dad, tal com o se com p rueb a en la d esestructuración que sufren nuestras
sociedades en los ú ltim os tiem pos.
2.1. Sociedades interm edias frente a ciudadanía (neoconservadurism o)
El proceso crítico de las virtualidades m orales y políticas de la ciudada
nía tiene, pues, un largo historial. C om o observaba B loch, lo que parece
nuevo e inm ediato viene, a veces, de m uy atrás. D esde esta perspectiva,
lo que hem os denom inado «el segundo im aginario político», surgido en
la R evolución francesa y que tiene su expresión política m ás densa en la
12. V. Pérez Díaz, «Fin de siglo y final de la historia»: El País, 9 de julio 1989.
13. V. Pérez Díaz, «Sociedad civil: Una interpretación...», p. 29.
m odelo ideal de sociedad civil. Por las m ism as razones, ni la reco n stru c
ción analítica de tal sociedad civil, ni las experiencias determ inantes de
aquella form a de vida pued en co nten er las virtualidades necesarias p ara
p ro po n erse com o u na alternativa de instituciones socio-políticas a la
altura de los tiem pos presentes.
En la m eta-narrativ a que da fun dam en to y legitim ación al tipo de
ciudadano que se p retend e configurar en el neoliberalism o hay u na se
gunda dim ensión filosófico-política y jurídica que ha originado desa
rrollos doctrinales y, p o r o tro lado, actitudes revolucionarias. T anto los
unos com o los o tros están presididos p o r una confusión teórica cuyas
consecuencias histórico-sociales aún p erdu ran. Se trata de u na v erd a
dera o peración política según la cual los derechos pre-políticos del li
beralism o: los derechos de libertad y de autonom ía, los de p ro piedad
privada, etc., to d o s ellos se presen tan com o hom ogéneos en cuanto a
su consideración y a su p rotección jurídicas. D e este m o do nos en co n
tram os con «una operación política de la cu ltu ra jurídica liberal acríti-
cam ente avalada p o r la cultura m arxista — escribe Ferrajoli— , que ha
p erm itido a la p rim era acreditar a la p ro p ied ad con el m ism o valor que
ella asociaba a la libertad, y a la segunda desacreditar las libertades con
el m ism o disvalor que atribuía a la p ropiedad»14. El au to r italiano ha
venido insistiendo con gran acuidad acerca de la llam ativa inclusión de
la p ro p ied ad privada d entro del m ism o gru po de derechos que los de
libertad o autonom ía. E sta inclusión vela algunas de las diferencias m ás
notables entre am bos grupos de derechos. Tal com o lo señala Ferrajoli,
la p ro p ied ad , com o los derechos patrim oniales, no es universal (cada
titular lo es con exclusión de las dem ás personas), al tiem p o que es
«alienable, negociable, transigible». Por el co ntrario , los derechos de la
p ersonalidad y de ciudadanía son derechos universales, indisponibles e
inalienables. Las diferencias entre am bos grupos de derechos im plican,
adem ás, que «corresponden a sistem as sociales y políticos diferentes y
en to d o caso independientes [... ] Los derechos de libertad n o tienen
n ada que ver con el m ercado [... ] y rep resen tan un lím ite no sólo frente
a la política y a los poderes públicos, sino tam bién frente al m ercado y
a los poderes privados»15. C o n u na ad en da de especial interés: los d ere
chos, frente a los criterios del iusnaturalism o, son los p ro du cid os p or
las leyes, tan to constitucionales com o ordinarias. En este sentido, ni
desde el p u n to de vista filosófico ni desde el sociológico se puede tratar
de articular u na teo ría de la ciudadanía que oblitere o p reten d a reducir
arbitrariam en te los derechos positivizados en el cam po jurídico. D e este
m o do , la crítica del neoliberalism o a las actuales corrientes que in te n
tan redefinir el concepto de ciudadanía es d eu d o ra de la genealogía del
m eta-relato liberal, con el presupuesto de un o rd en prepolítico y que
20. M. Walzer, «La idea de sociedad civil. Una vía hacia la reconstrucción social»: Debats
39 (1992), p. 31.
cracia, esto es, servir de m arco adecuado p ara la lucha de clases. La de
m ocracia, así considerada, no goza de ningún valor p ro p io , intrínseco.
D esde o tro p u n to de vista, el tipo de vida digna ligada a la au ton om ía
del m ercado, según los teóricos del capitalism o, q ueda lastrado, para
W alzer, p orqu e «la au ton om ía en el seno del m ercado n o refuerza en
absoluto la solidaridad social». Por ú ltim o, con u na observación de in te
rés p ara las discusiones actuales sobre el nacionalism o21, éste ten d ría su
talón de Aquiles en el p ro p io fervor de los nacionalistas centrado en «el
recu erd o, el cultivo y la transm isión de u na herencia nacional». El esta
tu ir com o la form a su perio r de vida digna la identificación adscriptiva
del individuo con un pueblo y su historia, sin aten der a las dim ensiones
críticas del conten ido p ro p io de esa herencia, da cuen ta de lo parcial e
inadecuado que resulta el nacionalism o.
La alternativa p olítica a estas cuatro corrientes no viene dada, p ara
el au to r estadounidense, p o r la vía de u na «superación sintética» de tales
posiciones sino p o r un desplazam iento del orden de la realidad y de la
actividad h um anas p o r considerar. El cam po de la política, en sentido
fuerte, no p uede ser asum ido en y desde la figura del «ciudadano», con
la carga m oral y de idealidad que tiende a atribuirse a los «ciudadanos».
M ás bien, la actividad político-dem ocrática, ejercida realm ente de un
m o do indirecto p o r la m ayoría de la población, ha de trascenderse en
busca de las form as de vida que le dan soporte y alientan su p erm an en
cia. A m edio cam ino entre las apelaciones a la vida asociativa que m an
tiene el n eoconservadurism o y el liberalism o «com o u na anti-ideología»
que relativiza las cuatro posiciones político-sociales citadas, se perfila la
idea de que la vida digna se vive realm ente en el ám bito de la sociabili
dad de hom bres y m ujeres. É sta ya no es, pues, u na q uinta alternativa
política sino el m arco único en el que se generan y experim entan todas
las versiones de lo b uen o, el m arco en el que se realizan tod os los p a
peles que jugam os cada u no en la vida com ún. En definitiva, se tra ta de
u na nueva reconstrucción de la sociedad civil que sirve com o «correcti
vo de las otras cuatro valoraciones ideológicas» y, en térm in os ideales,
«la sociedad civil es u na base de bases; tod as están incluidas, ninguna
es preferible a otra»22. La dim ensión no-ideológica de la sociedad civil,
la visión m ás realista de las com unidades que transm ite, la n o exigencia
de la excelsitud m o ral que se supone en la teo ría de la «ciudadanía»,
la visión acom odaticia del conflicto que conlleva así com o la plu rali
dad de posiciones que integra, hacen de la sociedad civil el ám bito m ás
ap rop iado p ara llevar a cabo las distintas actividades sociales. Al m ism o
tiem p o, desde las tom as de decisiones en las tram as asociativas, insiste
21. «La facilidad con que los ciudadanos, trabajadores y consumidores se convierten en
nacionalistas fervientes es un signo de la inadecuación de las tres primeras respuestas a la pre
gunta acerca de la vida digna» (art. cit., p. 34).
22. Ibid.
n uestro autor, se «configuran de algún m odo las m ás distantes d eterm i
naciones del E stado y la econom ía».
La estru ctura fundam ental de la tesis sostenida se enm arca en un
cierto espíritu liberal que, en función de la p ro p ia genealogía descri
ta an teriorm ente a través de lo que denom inábam os el m eta-relato de
Locke, m arca significativam ente la ausencia de lo político en el orden
social p rim ero (estado de naturaleza). Este o rd en de lo social se consti
tuye, en su apoliticism o, com o m atriz n orm ativ a del desarrollo p o ste
rio r tan to de la sociedad civil com o del E stado. Esta pretensió n de una
form a de vida social au toactivada y au tosostenida aproxim a la posición
de W alzer a las tesis de los neoconservadores. C om o él m ism o escribe:
Existen buenas razones a favor del argumento neoconservador de que
en el mundo moderno necesitamos recuperar la densidad de la vida
asociativa y volver a aprender las actividades y conocimientos que la
acompañan23.
Al m ism o tiem p o, la devaluación que sufre el espacio público en el
neo-liberalism o y su p ro p u esta de reconstrucción de la sociedad civil
hacen acto de presencia en la interp retació n del liberalism o que sustenta
W alzer: «el liberalism o se p resen ta aquí com o u na anti-ideología, y ésta
es u na p o stu ra interesante en el m u nd o contem poráneo». El supuesto
im plícito en este discurso es pensar que la plu ralidad de relaciones y
determ inaciones de los individuos en la sociedad conform an un espa
cio de actividad h um ana que, aunque no supla absolutam ente la vida
política, sustenta todas las experiencias de la vida digna. Y lo hace sin
el inconveniente de la parcialidad con que se p resen ta la idea de ciu
d adanía d esarrollada p o r las ideológicam ente pregnantes corrientes del
republicanism o, del m arxism o, del nacionalism o, etcétera24.
23. Ibid., p. 39.
24. La dificultad, no obstante, para establecer en sus límites precisos la posición de Walzer
y las tendencias académicas estadounidenses que refleja, radica en la yuxtaposición de tradi
ciones políticas que no siempre es fácil de asumir en un esquema teórico con cierta precisión
conceptual y coherencia. Así, las orientaciones hacia la sociedad civil, en términos de tradición
liberal, se traducen en el hecho de que el liberalismo «acepta todas (las cuatro formas descritas
de vida digna socio-políticas), insistiendo en que cada una deja espacio para otras, por lo que, en
definitiva, no acepta ninguna». Las asociaciones entre los individuos están dotadas de la espon
taneidad y de la capacidad creativa que, según Walzer, se refleja en la recomendación de E. M.
Foster: «simplemente, conectad». Esta posición, sin embargo, acaba en una contradicción: «La
sociedad civil, por sí sola, escribe, genera relaciones radicalmente desiguales, que sólo pueden
ser combatidas por el poder del Estado» (p. 37). De modo que se impone transmutar la natura
leza del Estado liberal, el cual «nunca puede ser lo que parece en la teoría, un simple marco para
la sociedad civil». Es más, el proyecto de la sociedad civil requiere, según nuestro autor, «so
cializar la economía». De ahí que, para él, el buen Estado liberal es socialdemócrata. Los saltos
de planos tan dispares como el comunitarista, el liberal y la socialdemocracia, utilizando cada
uno de ellos con la plasticidad que requiera la función que se les atribuye en el afrontamiento
de un problema, le lleva, a la postre, a hablar de las «aporías» que contiene su concepción de
la sociedad civil. Una concepción tan aporética como desiderativa «se parece, escribe el propio
autor, más a un logro necesario que a una confortable realidad».
El «asociacionism o crítico», tal com o deno m in a W alzer su altern a
tiva al o rd en político en sentido fuerte, tiene el atractivo de ex perim en
tarse com o un cierto alivio del tradicional com prom iso político d em o
crático y la aparente facilidad de la alternativa p ro pu esta, que resum e
en el lem a tom ado de E. M . F o rster: «sim plem ente, conectad». A hora
bien, u na atención precisa a las tram as sociales obligaría a un análisis
m ás ajustado de la naturaleza, de la plu ralidad y de las diferenciadas
características de las m ism as. Así, p o r ejem plo, A rato insiste en que una
herm en éu tica m ás precisa, que se co m p rom etiera conceptualm ente con
los diversos gradientes de las relaciones en el ám bito social, nos lle
v aría a distinguir tres ám bitos distintos25. En p rim er lugar, las redes
sociales latentes surgidas de la au ton om ía social, la sociedad civil com o
m o v im ie n to ; en segundo lugar, en cuanto conjunto de m ovim ientos,
de iniciativas, de asociaciones y públicos au toorganizados — tal com o
se desarrolló en los procesos de cam bio habidos a finales de los años
o chenta del siglo pasado d entro de los llam ados países del Este— , y,
p o r últim o, la sociedad civil institucionalizada tal y com o la conocem os
en O ccidente. La necesidad de un análisis com o el p ro p u esto p o r Ara-
to no sólo resp on de a las norm ales precisiones conceptuales de rigor,
exigibles en la tem atización de un cam po de realidad d eterm inado, sino
que un análisis tal ayuda a descubrir, a desvelar posiciones de personas
y grupos invisibilizados p o r los «hábitos» sociales de co m p ortam ien
to «naturalizados». Las relaciones de solidaridad prim aria, ligadas a las
necesidades m ás inm ediatas, o los m ovim ientos coyunturales en situa
ciones de cierta anom ia social, no pued en confundirse con ni pueden
ser asum idos com o los d eterm inantes epistem ológicos de sociedades
com plejas establecidas institucionalm ente. D e igual m anera, tam p oco se
pued en solapar las relaciones prim arias y los m ovim ientos a que hem os
hecho referencia con los procesos políticos en cuanto reflexión crítica,
en el espacio público, sobre los principios de o rd en am ien to superior de
las sociedades. La supuesta «prioridad natural» que se p retend e o to rgar
a los tipos de relación social m ás alejados del o rd en político y del E sta
do ha p ro du cid o, en nuestra época m o derna, la legitim ación de form as
de subordinación y exclusión entre individuos y grupos. C om o ya hici
m os referencia en el capítulo anterior, Tocqueville, u no de los autores
políticos m ás em blem áticos y que m ayor interés despierta en la actual
recuperación de la sociedad civil, escribía lo siguiente:
En Europa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los
sexos, pretende hacer del hombre y la mujer seres no sólo iguales, sino
25. A. Arato, «Emergencia, declive y reconstrucción del concepto de sociedad civil. Pautas
para un análisis futuro»: Isegoría 13 (1996), p. 7. Arato, juntamente con J. Cohen, publicó en
1992 un reconocido y amplio libro que abarcaba los desarrollos habidos hasta ese momento
en torno a la idea de sociedad civil. Su título: Civil Society and Political Theory, MIT Press,
Cambridge, Mass.
semejantes [...] Es fácilmente comprensible que, al esforzarse en igualar
así un sexo al otro, se degrada a ambos, ya que esa grosera confusión
de las obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles y
mujeres deshonestas [...] América es el país del mundo donde se ha pues
to más atención en señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción
netamente separadas, procurando que los dos marchen al mismo paso
pero por caminos siempre distintos. Si la americana no puede traspasar
el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga
a salir de él26.
Este tex to m uestra cóm o los co m p ortam ientos m ás inm ediatos y
tenidos com o «naturales» p o r la ausencia de m ediaciones políticas o
jurídicas, m ás allá del asentim iento expresado p o r los com ponentes del
grupo, fam iliar o de o tro o rd en , están cargados de y contextualizados
en u na densa red de significados. Los supuestos co m p ortam ientos co n
sagrados p o r esa p rio rid ad de que «som os seres sociales p o r n aturaleza
antes que seres políticos o económ icos» acaban invisibilizando las si
tuaciones de subordinación, de exclusión y haciendo im posible cons
tru ir form as de identidad que no sean las im puestas h eterón om am ente.
A postillando el an terior tex to , Tocqueville argum enta:
Tampoco han pensado nunca los americanos que la consecuencia de
los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal
e introducir la confusión de autoridades [...] creen que el objeto de la
democracia consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mis
mo que en la gran sociedad pública, en regular y legitimar los poderes
necesarios, y no acabar con todo poder. Esta opinión ni es privativa de
un sexo ni combatida por el otro27.
El «carácter natural» que adquieren las form as sociales m ás p ri
m arias acaban im poniéndose en un am plio cam po de relaciones. Esta
«naturalización social» de las relaciones establecidas entre grupos es la
que no sólo im pide a Tocqueville en ten d er y tipificar el p ro blem a del
«racism o» en el trato a los negros en los E stados U nidos, sino que, p or
el co ntrario , le lleva a «com prender» incluso la persistencia de la escla
vitud en el Sur debido a «que tod os los que adm itieron este h o rro ro so
principio antiguam ente no son hoy libres tam poco p ara abandonarlo».
En definitiva, los órdenes de ser y de estar que se articulan en to rn o
a las pequeñas sociedades fam iliares, los referidos a los roles y a los
detentad ores del p o d er en los ám bitos pre-políticos, la asignación del
«lugar» que han de o cupar los individuos en función de sexo o raza
predeterm inan a la vez que resignifican el ám bito de lo público y a sus
agentes, legitim ando jurídicam ente, en ú ltim a instancia, la exclusión y
26. A. de Tocqueville, La democracia en América, tomo II, cap. XII, p. 180. Cito por la
edición castellana de D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid, 1980. El subrayado es mío.
27. Ibid., pp. 180-181.
la subordinación. El o rd en social así instaurado, que subyace al p o líti
co, no en cu entra su posible superación con u na p ro p u esta com o la que
realiza W alzer: «sólo un E stado dem ocrático p uede crear u na sociedad
civil dem ocrática». Y ello p orqu e el p ro p io régim en liberal dem ocrático,
el realm ente existente, es el que ha consagrado las form as de exclusión,
de resignificación política de lo privado frente a lo público, de lo p er
sonal frente a lo político, de lo afectivo frente a lo jurídico. Tocqueville
sí percibió claram ente, y de ahí su negativa a m odificar el o rd en de
lo privado, que cualquier cam bio en los órdenes sociales establecidos
im plicaba la redefinición de las estructuras del poder, de los agentes
del m ism o, la reelaboración del espacio público y sus com petencias,
etc. La «anarquía», consideró el au to r francés, acabaría adueñándose y
arru in an do a la sociedad em peñada en dicha transform ación práctica.
Tan p ro fun das eran las «convicciones» generadas de m o do tan natural.
En definitiva, com enta Le D oeuf, quien ha hecho un p ro fu n d o análisis
de estos textos de Tocqueville, si querem os aten der a los problem as de
las m ujeres, de los negros, de los esclavos y de cuantos sufran m enos
cabo de sus derechos, h abría que rechazar las form as de «asociacio
nes locales» que se cierran ráp idam ente en sus form as de solidaridad,
m anten iend o los idénticos intereses de los grupos. La solución a estos
problem as no se en cu entra en estas asociaciones sino que las co rp o ra
ciones, las fam ilias, las religiones son la causa de tales m ales. En cuanto
al m odo de afro n tar las fracturas sociales o las diferenciadas dem andas
de los grupos p erdedores, «las sociedades llam adas liberales n o difieren
de las del A ntiguo R égim en. N o se trata, pues, de incoar el proceso a la
dem ocracia sino de reco no cer que la pro m esa dem ocrática hasta ah ora
no ha ten id o p o r finalidad prim ord ial ser el espacio en el que todos
vivan juntos con sus diferencias, diferencias que se desean m últiples y
no planificadas p o r nadie [...] ‘Vivir juntos con nuestras diferencias’ no
es un pro yecto pensable en este sistem a, en el que el agrupam iento se
funda en la sim ilitud»28. La necesaria redefinición de la p ro p ia dem o cra
cia p ara hacerse cargo de las nuevas situaciones en que se enco ntrarían
los individuos o grupos, u na vez ab andonados los lugares y las id en ti
dades d eterm inadas h eterón om am ente, g uard a cierta sim ilitud con la
situación de los exilados. El trasp lante a o tro lugar, con otras form as de
vida, con dim ensiones sociales diferentes, etc., im plica la invención de
un nuevo m u nd o de relaciones y de sentido, de significaciones nuevas
que obligan a recrear la p ro p ia idea de identidad. D e m odo sem ejante,
u na salida adecuada de la «sociabilidad naturalizada», resignificada p o
líticam ente p o r las corrientes teóricas d om inantes y legitim ada p o r usos
jurídicos concretos, im plica que han de reconfigurarse los conceptos
de poder, se han de generar los contextos de libertad que p erm itan el
afro ntam iento au tón om o en o rd en a la «recreación» de las identidades.
28. M. Le Doeuf, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, pp. 468 y 464-465.
E stos procesos de identidad, p o r o tra p arte, guardan u na estrecha rela
ción tam bién con el «lugar» que se o cupa en el o rd en de la p ro piedad
y en el de la producción. El tratam iento de las desigualdades n o es, p or
tan to , un p ro blem a m eram ente cuantitativo, de am pliar el m arco p ara
que se incluyan nuevos sujetos o grupos o p ara que se ex tiendan los b e
neficios. T am poco se reduce a la sim plificada fórm ula de tratar a todos
com o personas, pensar que to d o s som os ya de hecho iguales. El p ro
blem a no radica únicam ente en las desigualdades existentes, sino, m ás
bien, en que esas desigualdades son posibles p o rq u e, en el in terio r de las
relaciones sociales, han sido configurados los referentes de sentido, los
de las categorías políticas y los del ord en am ien to jurídico que adscriben
los diversos grupos a su lugar p ro p io , ya sea en el o rd en privado o en el
público. El cam bio exigido es, pues, radicalm ente estructural, afectando
al proceso instituyente de sentido referido a los fines superiores de la
organización social, a la com prensión categorial de la realidad de lo
h um ano , así com o a la situación y distribución del p o d er político.
La p arado ja de la sociedad civil es que la p ro p ia posibilidad de
su existencia e im plantación exige «algún co ntro l o u na determ inada
utilización del ap arato del E stado [...] Aquí, pues, está la parado ja de
la sociedad civil. La ciudadanía es u no de los m uchos papeles que sus
m iem bros rep resen tan, p ero el p ro p io E stado n o se parece al resto de
las asociaciones. E nm arca la sociedad civil a la vez que o cupa un espacio
en su seno»29. Éste es u no de los nudos del p ensam iento liberal-com uni-
tarista y p on e de m anifiesto los lím ites que tal co rriente de pensam iento
p resen ta en o rd en a la com prensión del núcleo constitutivo de la p o
lítica, así com o en lo referido al sentido y al estatus de la ciudadanía.
La herencia del apoliticism o que se en cu entra en «la sociedad natural»,
p u n to de p artid a legitim ador del liberalism o, se ve aquí reforzada p or
la dim ensión com unitarista de la identidad y la pertenencia a la «vida
colectiva», a «las tradiciones com partidas», a la idea de «incrustación
en la com unidad». Las relaciones que conform an tan to la socialización
com o las señas de identidad de los individuos d en tro de la concepción
com unitarista, a través de «los valores com unes», tienen características
predo m inantem ente de o rd en cultural. Se co n trap o n en así a las relacio
nes de o rd en político, que tan p ro fun dam en te afectan a la idea de au to
nom ía de los individuos, o a las de orden económ ico, que determ inan
la alienación de clases o grupos, así com o tam p oco asum e las pecu liari
dades de las «colectividades bivalentes» de N . Fraser30, p o r ejem plo, las
29. Ibid., p. 37. Es más, acabará escribiendo que «La sociedad civil, por sí sola, genera
relaciones de poder radicalmente desiguales, que sólo pueden ser combatidas por el poder del
Estado». Los ecos hegelianos y, desde otra óptica, marxianos de esta afirmación nos llevarían a
contextos hermenéuticos muy opuestos a los de los liberales que sirvan de referencia al autor,
y rechazados más radicalmente por los neoliberales, defensores del retorno de la sociedad civil.
30. Las colectividades «bivalentes», escribe N. Fraser, «se distinguen como colectividades
en virtud tanto de la estructura político-económica como de la estructura cultural-valorativa de
referidas al género o la raza31. Estos lím ites y estas deficiencias hacen
acto de presencia en la teorización de W alzer de dos form as diferentes.
En un p rim er m om en to, n uestro au to r in ten ta reducir el protagonism o
y la centralidad p olítica del ciudadano, según las tradiciones dem ocráti-
co-participativas, estableciendo la afirm ación p rim era y cen tral: «Som os
seres sociales p o r naturaleza, antes que seres políticos y económ icos».
Este carácter de prevalencia de lo social frente a los o tros dos cam pos
citados le lleva a concluir que «la sociedad civil es u na base de bases; to
das [las form as de vida, F.Q.] están incluidas, nin gu na es preferible a la
otra»32. E sta posición o m niabarcante de la sociedad civil le obliga a ab
sorber tam bién los ám bitos de la econom ía y de la política, que acaban
p o r p erd er su especificidad p ro p ia en cuanto órdenes diferenciados de
realidad. D e este m odo, insiste n uestro autor, adem ás de todas las tra
m as asociativas, la sociedad civil puede asum ir «las m ás distantes d eter
m inaciones del E stado y la econom ía»33. Se realiza así u na conjunción
en tre la idea liberal de u na sociedad autoactivada y la perspectiva co-
m u nitarista de u na vida colectiva au tocentrad a y solidaria. En segundo
lugar, y tras las críticas recibidas p o r su o bra de m ayor fuste, Las esferas
de la justicia, W alzer ha ten id o que rein tro d u cir el valor del E stado y
las diversas dim ensiones de su actuación. Su posicionam iento personal
de sim patía hacia la socialdem ocracia h a co ntribuido, igualm ente, a re
co nstru ir el papel del E stado en u na sociedad de asim etrías, que acaba
generand o desigualdades incorregibles desde el m ercado. A hora bien,
la falta de u na adecuada conceptualización de la política, absorbida p o r
el dom inio de las estructuras que m arcan la gram ática p ro fu n d a de un
com unitarism o societario cultural, acaba p o r intro d u cir caracteres de
instru m en talidad en la consideración que hace de lo estatal, pues «no
cabe pensar — escribe W alter en el artículo que venim os citando— en
nin gu na victoria que no im plique algún co ntro l o u na d eterm inada u ti
lización del ap arato del Estado». El E stado dem ocrático, sin em bargo,
es el único que perm ite crear u na sociedad civil dem ocrática, aunque
sólo ésta puede m an ten er un E stado dem ocrático. Lo que en un p rin
cipio puede h acer pensar en u na cierta p reem inencia práctica de la ciu
d adanía cede, nuevam ente, a la idea de que es la sociedad civil la que
posibilita la pro du cció n de ciudadanos cuyos intereses, «por lo m enos a
veces, vayan m ás allá de sí m ism os y sus com pañeros, que cuiden de la
la sociedad [...] Las colectividades «bivalentes», en suma, pueden padecer tanto la mala distribu
ción socioeconómica como el erróneo reconocimiento cultural, sin que pueda entenderse que
alguna de estas injusticias es un efecto indirecto de la otra; por el contrario, ambas son primarias
y co-originarias» (N. Fraser, Iustitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocia
lista», Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes, Santa Fe de Bogotá, 1997, p. 31).
31. Un ejemplo claro de los límites analíticos del comunitarismo se puede contrastar en la
obra de Charles Taylor El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», Alianza, Méxi
co, 1993.
32. M. Walzer, «La idea de sociedad civil...», p. 34.
33. Ibid., p. 35.
com unidad política que prom ueve y p rotege las tram as asociativas»34.
La co ntinu a am bigüedad y las oscilaciones en la relevancia axiológica
y práctica que se o to rg a al cam po sem ántico de la ciudadanía hacen
pensar en u na inadecuada estructuración de los planos de realidad de
lo hum ano que se estatuyen desde la p olítica y desde la sociedad. Esta
am bigüedad n o im pide en ú ltim a instancia que prim e el fervor p o r el
ám bito privado, que se p resen ta com o u na form a de vida placen tera
p ara los individuos y que en cu entra en la actividad d esarrollada dentro
de las tram as asociativas la realización m ás adecuada de lo hum ano. A
esta form a de vida se co ntrap on e el heroísm o, la dedicación p olítica a
tiem po com pleto, la m arginación de lo p articular y p ro p io que atribuye
a la idea m ism a de ciudadanía: «la m ayoría de n oso tros sería m ás feliz
en cualquier o tra dedicación»35.
Ind ep end ien tem en te de la atención m ás específica que hem os de
o to rgar al tratam ien to ú ltim o sobre la ciudadanía que p ro p o n e W alzer,
es necesario hacer algunas observaciones m etodológicas que afectan a
la tensión que se establece entre sociedad civil y E stado. La solución de
esta tensión, tal com o n uestro au to r la zanja, esto es, co nsiderando que
sólo un E stado dem ocrático puede crear u na sociedad civil d em o crá
tica, y sólo u na sociedad civil dem ocrática puede m an ten er un E stado
dem ocrático, nos parece m ás u na tesis retó rica que, p ro piam en te, el
resultado de un análisis de las m ediaciones reales entre am bos espacios
de la realidad. H em os hecho ya m ención al déficit teó rico de que ad o
lecen m uchos p lanteam ientos sobre la sociedad civil al no llevar a cabo
los análisis epistem ológicos, sociales e institucionales que p o n d rían de
m anifiesto las diversas configuraciones de dicha sociedad. Estos análisis,
desde o tra perspectiva y aten dien do nuevam ente a las sugerencias de
A rato, han de referirse al conocim iento real que hem os de p o n er en ju e
go cuando tratam o s de distinguir y valorar la diferenciada legitim ación
política que las distintas fuentes o espacios públicos, que rep resentan
los procesos legales políticos frente a las am plias redes sociales, prestan
a los regím enes dem ocráticos. A sim ism o, es necesario atender, em pírica
y teóricam ente, a los procesos form ales y procedim entales, políticos
y jurídicos, que conform an la representación dem ocrática y, a su vez,
contrastarlos con el valor n orm ativo que pueden generar los «públicos»
de la sociedad civil en o rd en a la form ación de la v olun tad popular.
Por o tra p arte, la p retensió n de W alzer de diseñar u na plu ralidad de
form as asociativas locales ha de contrastarse con los efectos que puedan
p ro d u cir los gobiernos locales y la transform ación política así generada
con respecto a la sociedad civil. A este respecto, hem os «de reco rd ar y
docu m en tar — escribe A rato— los efectos de dos form as de desdiferen
ciación: la polarización p artid ista de la vida civil posible en contextos
1. Introducción
En su artículo titulad o «R etorno de la ciudadanía», K ym licka y N o rm an
dan cuenta de la creciente atención teórica y práctica que, a p artir de
los años n ov enta del siglo pasado, se ha dedicado a la idea, la configu
ración y el conten ido de la m ism a1. C iertam ente, existe un p recedente
ya clásico, el libro de T. H . M arshall Clase, ciudadanía y desarrollo
social, publicado, p o r p rim era vez, en 1950. E sta o bra es, sin duda,
insoslayable en cualquier estudio sobre la h isto ria y la conform ación de
la ciudadanía a lo largo de los dos últim os siglos. A hora bien, los ejes
centrales de la m ism a responden a los problem as de la ciudadanía con
respecto a la teo ría de la clase social, a su inserción en el capitalism o y a
la form a de integrarse en el orden dem ocrático. Los problem as actuales
de la ciudadanía a p artir de los años noventa, argum entan Kym licka
y N o rm an , están relacionados m ás bien con la idea de los derechos
individuales y la noción de vínculo con u na com unidad determ inada,
tal com o lo han venido sustentando en el p rim er sentido los liberales y,
en el segundo, los com unitaristas. Es m ás, la dependencia de u na gran
p arte de personas de los program as de bienestar subvencionados p o r los
E stados, el auge de los nacionalism os y los problem as derivados de la
situación m ulticultural de las sociedades m ás desarrolladas y com plejas
suponen un ard uo desafío p ara p o d er fijar el reconocim iento legal de la
ciudadanía y/o su fo rm a de inserción práctica en la vida socio-política.
U no de los resultados de m ás calado de la dificultad de d ar respuesta a
los problem as enum erados se ha plasm ado en un creciente desistim iento
de los ciudadanos con respecto a la dem ocracia, n o tan to com o régim en
político com o, especialm ente, p o r la fo rm a histórica que h a venido a
7. Ibid., p. 266.
8. Ibid., p. 282.
9. El subrayado es mío.
beranía, está siempre rodeado de precauciones y de trabas, y no hace
otra cosa que abdicar en seguida de ella10.
En definitiva, la dem ocracia rep resen tativa no se com padece con
u n a idea de libertad políticam en te sustantiva. La libertad política es
co nsid erad a in stru m en talm en te com o la g arantía de la libertad in d i
vidual. La riqueza, el d in ero y el com ercio, p ro p io s de un cam bio ci-
vilizatorio, se constituyen en la vida p ro p ia de la sociedad m o derna.
Es m ás, siguiendo el hilo de la justificación ideológica reiterad a del
d in ero com o arm a de paz y de equilibrio con respecto al p o d er estatal,
C o n stan t presum e de que «el p o d er am enaza, la riqu eza recom pensa.
Se escapa al p o d er engañán do le; p ara o bten er los favores de la riqueza
hay que servirla. La riqu eza siem pre gana». N o obstan te, n u estro te ó
rico es sensible al hecho de que la separación radical del d in ero y el
E stado, im plicada en la idea de u n a ciu dad an ía pasiva com o m o d o de
disfrute p articular, acaba p o r lam inar la p ro p ia libertad que defiende:
a la p ostre no cabe m ás que la resignación ante la im p oten cia frente al
poder. Así suenan sus palabras llenas de despecho: «Q ue se resigne el
p o d er a esto : necesitam os libertad y la tendrem os»11. C o n el p ro gram a
de u na dem ocracia su sten tada en la ausencia to tal de virtu des cívicas
sólo cabe esperar esa especie de am arga constatación, llena de im p o
tencia, de que «tendrem os» la libertad. «En la clase de libertad que nos
co rresp on de a n oso tros, ésta nos resu ltará m ás preciosa cuanto m ás
tiem p o libre p ara los asuntos p rivados nos deje el ejercicio de nuestros
derechos políticos».
Por o tro lado, la retó rica de u na sociedad del dinero y el com ercio
don de cada u no se o cupa de sus negocios y de sus em presas, así com o la
prom esa de un m u nd o feliz, en el cual cada u no persigue sus intereses
y tod os disfrutan de los placeres presentes o en vías de obtener, está
encubriendo la inm ensa violencia antrop ológ ica que se ejerció en este
proceso sobre los individuos. La im posición de la estru ctura institucio
nal de u na sociedad de m ercado, tal com o ha q uedado h isto riada en
La gran transform ación de Polanyi, supuso la desarticulación del tejido
social y la form ación de grandes m asas de parados. Un co ntem po ráneo
de C o nstan t, H egel, escribía en esos m ism os años, en 1820, que la co n
figuración de la nueva sociedad civil está p erm itiend o la «acum ulación
de riquezas» al tiem po que está au m en tand o la situación de d ep en d en
cia y necesidad de la clase que trabaja, a la que no llega el goce de los
bienes. Es m ás, «el descenso de u na gran m asa p o r debajo de un cierto
nivel de vida [...] ocasiona la form ación de la plebe». D e este m o do , el
p ro blem a de la sociedad civil, absuelta de u na libertad política sustan
tiva, se m uestra com o el de u na sociedad «que no es suficientem ente
18. «El estado nacional y la política económica alemana», en Escritos políticos I, Folios,
Madrid, 1982, p. 18.
19. Cf. D. Beetham, Max Weber y la teoría política moderna, Centro de Estudios Consti
tucionales, Madrid, 1977, p. 30.
20. Cf., por ejemplo, Escritos políticos I, Folios, 1982 p. 27.
21. Un liberal como Kymlicka afirma el distorsionamiento del pensamiento liberal por su
justificación del colonialismo, llegando a fetichizar el «crecimiento económico» y «el dominio
de la naturaleza» (Ciudadanía multicultural, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 78 ss.).
22. Escritos políticos I, p. 61.
su supervivencia— , ha de p o d er rep resen tar al individuo que, form al
m ente libre, establece un co n trato con el em pleador. W eber reduce el
factu m dem ocrático de la ciu dad an ía a un dato que se im pone, y niega
la p osibilidad de que dichos ciudadanos p ued an asum ir o co nfo rm ar
críticam ente un im aginario socio-político que les p erm ita ten er un p a
pel activo en la actividad política. N o se p ued e negar que hubo diver
sos m o m en tos en los que W eber exigió un p arlam en to fuerte, capaz de
co n tro lar la acción de gobierno y de superar, en tre o tras cosas, el m al
que aqueja a la actividad política en u n a A lem ania dejada en m anos de
los funcionarios En la nueva época que acaba con el p o d er de los ho-
noratiores, p ro p io de los latifundistas p atriarcales, el fun cio nario espe
cializado es tan necesario e indispensable p ara las labores ad m in istrati
vas com o nefasto cuando p reten d e asum ir labores de gobierno. En los
E stados industriales, el sistem a de dos p artid o s23 resu lta ya im posible
p o r la división «de las capas económ icas en burguesía y p ro letariad o
y p o r la im p o rtan cia del socialism o com o evangelio de las masas». La
única salida de la política, si quiere situarse a la altu ra de los tiem pos,
es la de posib ilitar y co n fo rm ar la existencia del líder o dem agogo. La
ciu dad an ía de m asas, el p ro p io p arlam en to y la lab or de los fun cio na
rios centran su relevancia en ser in stru m en to s p ara el surgim iento del
caudillo24. M ás allá, pues, de lo que p o d ría p arecer un análisis socio-
político, W eber establece tales prem isas prescriptivam ente: «Y así debe
ser. D o m ina siem pre la actividad política del p rin cipio del ‘p equeño
n ú m e ro ’, esto es, la su perio r capacidad de m aniob ra de los p equeños
grupos dirigentes. E ste rasgo ‘cesarístico’ es im posible de elim inar (en
los estados de m asas)»25.
Al carácter instrum ental de la concesión del voto a efectos de pod er
llevar a cabo u na guerra, a la consideración de la extensión del voto
com o un hecho que hay que aceptar velis nolis si no querem os intro du cir
nuevas quiebras en el orden socio-político, se une ah ora la descalifica
ción total de las «masas» com o sujetos soberanos y racionales que p u d ie
ran estatuir un orden político. Es m ás, no puede aceptarse que la u n i
versalización del voto a los varones p ued a estar a la altura de la ru p tu ra
que supuso el co ntrato social con respecto al Ancien R égim e. Las masas,
insiste, cualesquiera que sean en su caso particular las capas sociales que
las form an, «sólo piensan hasta pasado m añana». Y ello porqu e «cuando
23. La vieja usanza durante el dominio ejercido por las élites agrarias, como fue el caso de
los junkers en Alemania, era la de establecer dos partidos, de carácter aristocrático, que contra
ponían la parlamentarización a la democracia.
24. Lo esencial en el orden político es la existencia de líderes que persiguen el poder
para la realización de ciertos ideales. Desde esta perspectiva, la pregunta correcta con respecto
al parlamento no es ya su capacidad de actuar sino «la pregunta inversa, en el sentido de si los
partidos permiten o no, en una democracia de masas, el ascenso de personalidades rectoras»
(Escritos políticos I, p. 157).
25. «Parlamento y Gobierno», en Escritos políticos I, p. 102. El subrayado es mío.
se trata de un gobierno de m asas, el concepto de la ‘dem ocracia’ altera
de tal form a su sentido sociológico, que sería absurdo buscar la m ism a
realidad bajo aquel nom bre com ún»26. D efinitivam ente, p ara W eber, la
dem ocracia de los «m odernos», desde su consideración de la sociedad
civil y la asunción del capitalism o realm ente existente, no puede im plicar
que exista un «contrato» realm ente libre entre los habitantes de un E sta
do, es decir, no es posible considerar la soberanía p o p u lar27.
2.3. D e la econom ía de m ercado a la dem ocracia com o m ercado
C iertas dim ensiones del liberalism o consagrado en el siglo x ix sólo ad
quieren su com prensión si enlazam os algunas de sus tesis principales
con la d euda que tod os reconocen ten er con la o bra de Locke. C om o
he señalado en el an terio r capítulo, el au to r inglés construye lo que p o
dem os llam ar un «m etarrelato» que, aunque secularizado y oscurecido
p o r nuevas aportaciones, sigue ten iend o el valor de la fundación de un
nuevo orden económ ico social que d eterm ina el sentido y las funciones
del E stado. Según dicho «m etarrelato» la sociedad, frente a las tesis de
H obbes, ya existía, en el estado de naturaleza, de form a o rd en ada, con
el reconocim iento de los derechos de los individuos p ro pietario s. A hora
bien, dicha sociedad no poseía fuerza coactiva p ara defenderse de los
desm anes de aquellos que, p o r ejem plo, inten tab an anexionarse tierras
o p ro piedad es de los dem ás, aunque estuvieran obligados a «conform ar
se a la ley n atural (que regía), es decir, a la v olun tad de D ios, de la que
esa ley es su m anifestación»28. Los individuos que vivían en la situación
idealizada de las leyes de la naturaleza, articuladas y propiciadas p o r la
divinidad, son, p ro piam en te, sujetos pre-políticos, con sus intereses ya
definidos, sin n inguna cu ltu ra política p ro piam en te tal. La necesidad de
la sociedad civil y del E stado, com o elem ento de coacción, co nstitu i
dos en un «tiem po» y en un «espacio» posteriores, han de p ro teg er la
«norm atividad», los valores y los derechos pre-existentes del h ipotético
estado de la sociedad n atural pre-política. C iertam ente, la construcción
29. V. Pérez Díaz, «Fin de siglo y final de la historia»: El País, 9 de julio de 1989.
30. L. Ferrajoli, Derechos y garantías, Trotta, Madrid, 52006, p. 103. El subrayado es mío.
de la dem ocracia liberal rep resen tativa31. E sta o bra será la teorización
de m ayor im pacto de las últim as décadas del siglo x x p o r lo que a la
teo ría dem ocrático-liberal se refiere. N o s interesa, pues, destacar algu
nos aspectos fundam entales de la m ism a referidos tan to a la dem ocracia
com o a las virtudes cívicas.
La conciencia de que estaba en juego la fundación de un nuevo
orden político h abía llevado a C o nstan t a recu rrir a la estru ctura de
los principios constituyentes del sta tu quo, tal com o lo han hecho los
h um anos desde su elaboración de los «mitos» em ergentes en las socie
dades etnológicas. A hora bien, u na vez asentados, desde el p u n to de
vista liberal, los caracteres del sujeto m o derno , que se presum en univer-
salizables, S chum peter convierte en u na tesis h istó rico-antrop oló gica
fuerte lo que se viene a considerar com o la nueva naturaleza hum ana.
El p ro blem a le parece tan decisivo a n uestro teó rico que establece un
capítulo titulad o «La naturaleza h um ana en la política». En él considera
que, desde un p u n to de vista psico-sociológico, el co m p ortam iento de
los individuos en grupos am plios o de p o d er especialm ente relevante,
com o «todo consejo de g uerra com puesto de u na docena de generales
sexagenarios», m uestra, aunque sea de u na form a atenuada, los rasgos
que aparecen claram ente en el caso de la chusm a, especialm ente un
sentido de la responsabilidad red ucid o, un nivel inferio r de energía in
telectual y u na sensibilidad m ayor p ara las influencias extralógicas»32.
En esta línea de caracterización de la naturaleza hum ana, la actuación
política de los individuos se m uestra tam bién ayuna de capacidad de
volición indep end ien te, de ap titu d p ara deducir de u na m anera clara
y ráp id a las consecuencias racionales de una situación o p ro p u esta p o
líticas. Así está claro que en los individuos históricos de estos nuevos
tiem pos «la precisión y la racionalidad en el pensam iento y en la acción
no están garantizados», com o lo suponía la dem ocracia antigua. La ca
lidad h um ana política es, a la postre, m ás bien fabricada p o r los grupos
políticos. C on frecuencia, el artefacto, creado al m o do de la p ro p ag an
da com ercial, que algunos denom inan la vo lon té générale de la teoría
clásica, m uestra que, realm ente, «la v olun tad del pueblo es el p ro du cto
y no la fuerza p ro p u lso ra del proceso político»33. D e esta m anera, atri
buir a la v olun tad del individuo «una ind ependencia y calidad racionales
es com pletam ente irreal». N o se trata de negar, en general, a los seres
h um anos la capacidad de d esarrollar opciones y opiniones acertadas
en espacios am plios de tiem po y sin p rem u ra. «Sin em bargo, la h istoria
consiste en u na sucesión de situaciones a corto plazo que pued en alterar
el curso de los acontecim ientos». Y, en tales situaciones, bien puede
afirm arse que las cuestiones im p ortan tes y decisivas no son necesidades
45. J. Dunn, «Conclusión», en Íd. (ed.), Democracia, Tusquets, Barcelona, 1995, pp. 300
301.
son tan sutiles com o débiles, y la h isto ria ha m o strad o lo fácil que ha
resultado rom perlas en varias ocasiones d uran te el siglo x x, así com o
el fracaso de instaurar el sistem a en países que cobraban su libertad tras
los períod os de colonización. En cualquier caso, no se ten d ría un juicio
ap rop iado acerca de las posibilidades de la dem ocracia representativa,
h erm an ad a al sistem a capitalista, si no se atiende a los proceso de cam
bio que han generado las dos grandes revoluciones, la n orteam erican a
y la francesa, así com o a los m ovim ientos radicales de 1848 y 1871.
Pese a tod o, no podem os dejar de señalar «el enfriam iento» p o r p arte
de C o nstan t de cualquier p resentación u tó pica referid a a la experiencia
dem ocrática de los antiguos. Pues bien, este «enfriam iento» tiene su
versión m ás estru cturada en la influyente o bra de Schum peter. N uestro
au to r legaría a los liberales de los últim os decenios del siglo x x el apla
n am iento total de aquel im aginario político que albergaba la idea de
autogobierno tan to personal com o público. N o hay m ás que reco rdar
la elim inación de la idea de «pueblo» y la suspensión de los referentes
de la idea de soberanía, que le llevan hasta identificar la política con el
político, agente com ercial en com petencia p o r el n úm ero de los votos
p ara gobernar. C om o lo afirm a taxativam ente, un p artid o n o se puede
definir p o r sus principios. «Si esto no fuera así — concluye— , sería im
posible a p artid os diferentes ad o p tar el m ism o p ro g ram a exactam ente
o casi exactam ente», siendo así las prácticas de los asociados las m ism as
que co rresp on den a los com erciantes46. N o hay, pues, principios que
m arqu en la form a específica de afro n tar la realidad política, no hay
p rogram as de actuación, los sujetos electores no intervienen en la eluci
dación de ningún p ro blem a y los contendientes, en cuanto líderes o cau
dillos, son los que d eterm inan los votos en juego a través de su capaci
dad de atracción personal. En definitiva, «la psicotecnia de la dirección
de un p artid o y la p ro pagan d a del p artid o, las consignas y las m archas
m usicales no son sim ples accesorios. Son elem entos esenciales de la p o
lítica. Tam bién lo es el boss (cacique) político»47. Pertenece, pues, a la
esencia del gobierno el que los ciudadanos sean absolutam ente pasivos,
que no p royecten ningún tipo de ideas, de principios ni de form as de
vida que h abrían de ser asum idos p o r el m ism o. La consideración de las
posibles virtudes cívicas no tiene lugar en este horizo nte político. N o
deja de ser sintom ático de to d o ello, p o r o tra p arte, que los gobiernos
estadounidenses sean designados con el térm in o «adm inistración»: la
A dm inistración de la C asa Blanca.
D e hecho, el liberalism o ha venido sustentando u na tesis acerca de
la relación entre lo económ ico y lo político que es m uy discutible: la
no interferencia del E stado en las relaciones económ icas. E sta tesis im
plica, en nuestra o pinión, que la organización socioeconóm ica guarda
50. Resulta tan acrítico como ahistórico emplear el término griego de oikos como si pu
diera engarzarse en una economía de mercado, siendo su elemento primero y fundamental.
Véase a este respecto el capítulo «Los límites políticos de la economía premoderna», de J. G. A.
Pocock, Historia e Ilustración, Marcial Pons, Madrid, 2002, pp. 341 ss.
51. Otro elemento distinto de interpretación, que intenta arrojar alguna luz sobre el cam
bio de sentido de la historia medido por la exaltación del «sujeto posesivo» y la demonización
de lo público es el expuesto por Hobsbawm: «fue el resultado del miedo. Miedo de los pobres
y del bloque de ciudadanos más grande y mejor organizado de los estados industrializados, los
trabajadores; miedo de una alternativa que realmente existía [... ] miedo de la propia inestabili
dad del sistema». Artículo «Adiós a todo eso» (en R. Blackburn [ed.], Después de la caída, Críti
ca, Barcelona, 1993, pp. 133-134). No puede uno olvidar el propio miedo de los poderosos en
Atenas cuando, tras la reorganización de los demoi por Clístenes, temían por sus propiedades,
dado que los «muchos», los pobres, dominantes en la democracia existente, podían volcar la
balanza hacia otro lado.
52. G. Sartori, art. cit., p. 467.
53. Como se sabe, el que acuñó el término «sujeto posesivo» en un estudio determinante
sobre el liberalismo fue Macpherson ante lo que consideraba como fracaso de este sistema
para dar cohesión a la sociedad. El término «sujeto posesivo» corresponde a la idea de que «el
individuo —se pensaba— es libre en la medida en que es el propietario de su propia persona y
de sus capacidades. La esencia del ser humano es la libertad de la dependencia de las voluntades
ajenas, y la libertad es función de lo que se posee [...] La sociedad política se convierte en un
artificio calculado para la protección de esta propiedad y para el mantenimiento de una relación
de cambio debidamente ordenada» (C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo
posesivo. De Hobbes a Locke, Trotta, Madrid, 2005, p. 15).
54. G. Sartori, «En defensa de la representación política»: Claves de razón práctica 91
(1999), pp. 2 y 4. Corresponde a un texto leído en las Cortes españolas. Sobre este artículo se
han pronunciado Roberto Gargarella y Félix Ovejero, con los cuales coincido en los asuntos
más graves y «gruesos», pero mi esquema responde a otro planteamiento discursivo. Tampoco
puedo entrar a discutir aquí con algún otro autor que ellos introducen en su trabajo.
que no puede obviar. En p rim er lugar, se p reg u n ta acerca de la crítica a
los elegidos en la dem ocracia rep resen tativa p o r su distancia respecto de
los electores, p o r cuanto no parece que pued an rep resen tar realm ente
a los m ism os, dado el elevado n úm ero de los que particip an en la elec
ción. M áxim e si tenem os en cuenta la total ausencia que m edia entre
rep resen tado s y represen tantes, la falta de ám bitos de discusión, de ins
tituciones que canalizaran los estudios y las aportaciones de grupos de
electores. Pues bien, la respuesta de S artori consiste en atribuir el aleja
m iento a un sim ple «sentim iento subjetivo suscitado p o r el b om bardeo
de o pinión realizado en los últim os trein ta años precisam ente p o r los
enem igos de la dem ocracia representativa» y, en to d o caso «no puede
hacerse n ad a al respecto»55. N o deja de ser sintom ático que, en p rim er
lugar, un asunto tan central de la dem ocracia rep resen tativa sea saldado
con un «no se puede h acer nada», estableciendo la inanidad, la inca
pacidad de esta form a de dem ocracia y su p ro p ia descalificación com o
teó rico de la m ism a, cuya argum entación — en últim a instancia— es la
sim ple denostación del adversario com o necio o infantil. N o m eno r es
la cuestión relacionada con la calidad de los elegidos, única defensa que
le quedaba igualm ente a S chum peter p ara abrazar la ido neid ad de la
dem ocracia representativa. Pues bien, la respuesta de S artori no puede
ser m ás desazo nante: ante el reto de elegir a los m ejores «nos hem os
ren did o com pletam ente p o r esto», refiriéndose n o a los políticos sino
a los estudiosos de la política. Es m ás, llega a escribir, «las elecciones
tenían p o r objeto seleccionar, pero se han convertido en u na form a de
seleccionar lo m alo, sustituyendo un liderazgo valioso p o r un liderazgo
im p rop io. P odría pensarse, com o he señalado, que esta evolución era
inevitable»56. Así, el único red ucto de co ntraarg u m en tación que le resta
a S artori es co n trap o n er la dem ocracia directa, que exigía a los ciuda
danos u na inform ación adecuada de los asuntos, a la dem ocracia rep re
sentativa, que él sustenta y cuyo m érito principal estriba en su fun cio na
m iento «aunque su electorado sea m ayo ritariam en te analfabeto (véase
la India), incom p eten te y esté desinform ado». En sum a, se p retend e
justificar la dem ocracia rep resen tativa p o r la elección cualitativa de los
elegidos, de los m ejores, aunque en n uestro tiem po p resente sea elegido
«lo m alo [...] un liderazgo im propio». Se rechaza, al m ism o tiem p o, la
necesidad de virtudes y conocim ientos en los electores, en cuyo caso
u no se p regunta: ¿cóm o van a elegir lo m ejor los ciudadanos, quienes,
p o r cierto, son analfabetos y están desinform ados p o r las estadísticas y
la televisión? Si no hay fuentes, m ediaciones, foros de interrelación en
tre electores y elegibles, necesariam ente estam os avocados a la p eo r de
las situaciones en el ám bito de la política, fenóm eno que históricam ente
se ha vuelto irreversible.
55. Ibid., p. 5.
56. Ibid.
¿A quién sirve la dem ocracia representativa? Q uizás ten dríam o s que
despedirnos de la dem ocracia en cualquiera de sus form as concretas
de elección p ara situar su garantía, com o p ro p o n ía Schum peter, «en
un estrato social que sea él m ism o p ro d u cto de la política com o cosa
n atural»57. H ab ríam o s llegado así a la contradicción total de u na teoría
de la dem ocracia: se daría paso a u na nueva casta separada del resto de
la ciudadanía, u na casta de políticos que, de «m odo natural», se sucede
rían unos a otros, ya que, en definitiva, el pueblo elige únicam ente entre
aquellos que se presen tan a la elección. El supuesto final de las id eo lo
gías, que alim entan tan to S chum peter com o Sartori, situados entre los
m ás destacados liberales en cuanto cultivadores teóricos de la d em o
cracia, sería justam ente la construcción de la m ayor de las ideologías,
consistente en afirm ar que los hum ano s no actúan, no piensan o no se
com prom eten p o r ningún ideal político, p o r ningún principio ético-
político, p o r ningún proyecto de vida p ro p io y/o ajeno, p o r ninguna
m ejora de lo hum ano.
H asta el m om ento, tal com o se deduce de los presupuestos libera
les de la dem ocracia representativa, lo que se p resen ta com o u na tesis
irreductible en el liberalism o, incluso tratán do se de los autores con m a
yor pathos ético y social, es la negación de bien com ún. Pero, com o lo
argum enta Skinner, cuando usan el térm in o lo hacen con referencia a la
sum a total de bienes individuales. C om o insistentem ente sostienen, su
tesis se «opone, ante tod o, a la posibilidad de que el concepto sea justifi
cadam ente aplicado de m o do tal que oto rgu e p rio rid ad al bien com ún o
al bienestar general sobre el bien — y especialm ente la libertad — de los
ciudadanos individuales»58. La cuestión que viene latiendo en to d a la
discusión sobre la dem ocracia rep resen tativa y la necesidad o el lugar de
las virtudes cívicas radica en saber si las obligaciones políticas im plican
interferencias en la vida de los dem ás y si estas interferencias atentan
co ntra el igual derecho de tod os los ciudadanos a diseñar sus propias
form as de vida y a perseguir las m ism as. Skinner, así com o un am plio
g rupo de profesores entre nosotros, acude a u na trad ició n de p ensa
m iento político, el republicanism o, que quedó varado en un m o m en
to de la historia, p erdien do su visibilidad y virtualidad en función del
triun fo del liberalism o. D espués de hacer m ención a los autores y obras
de dicha tradición, S kinner apela p ara su argum entación a los Discursos
sobre la prim era década de Tito L ivio, o bra de N icolás M aquiavelo. El
au to r inglés in ten ta establecer la relación entre los ideales de la justicia,
la libertad y el bien com ún. Se atiene p ara ello a la afirm ación de M a-
quiavelo según la cual los E stados libres son aquellos que, no estando
sujetos a ningún p o d er externo, pued en vivir y gobernarse a sí m ism os.
60. Montesquieu, Del espíritu de las leyes I, Orbis, Barcelona, 1984, p. 29.
61. Ibid., p. 263.
la libertad y de las capacidades hum anas im plica lo que pod em o s d en o
m in ar «contextos de libertad». La libertad no se activa de igual m odo en
tod os los seres hum anos p o r el hecho m ism o de existir. Un paria, gran
p arte de los habitantes subsaharianos, las m ujeres som etidas al dom inio
del patriarcalism o, los que padecen pob reza severa en el m u nd o, los
parado s estructurales de u na gran m ayoría de países n o disfrutan del h e
cho de la libertad (algunos ni siquiera alcanzan el um bral de la m ism a)
en com paración con los que disponen desde la educación al derecho a
la sanidad, un trabajo rem un erad o dignam ente y que les perm ite ten er
espacios de tiem po p ara un desarrollo plural de sus capacidades62. Se
expresa así la com pleja línea de conjunción de la econom ía y la política.
N o hay un régim en político único que p ued a albergar diversas form as
de econom ía. M on tesq uieu ab ord a con gran agudeza el p ro blem a cuan
do afirm a, en p rim er lugar, que «toda desigualdad en la dem ocracia
debe dim anar de la naturaleza de la dem ocracia y del principio m ism o
de la igualdad». Y com o n o rm a general establece que «en u na buena
dem ocracia no basta que las porciones de tierra sean iguales, sino que
han de ser pequeñas»63.
A ristóteles escribía en su m o m en to que «las suposiciones pueden
hacerse a voluntad, p ero sin im posibles»64. Es decir, el m ero im aginar
un posible m u nd o alternativo se convierte, frecuentem ente, com o en
el caso de P latón, n o ya en la form ulación de u topías sino en el diseño
de m undos contrafácticos, en tend iend o p o r tales m undos los que no
tienen n inguna viabilidad desde los datos de la an trop olog ía de que
disponem os. Así, nadie p o d rá ver en n uestro discurso filosófico-polí-
tico u na p resu n ta alternativa a tod os los m ales señalados o a tod os los
problem as planteados. M ás bien, hem os p reten d id o m ostrar, en p rim er
lugar, los lím ites internos, las incapacidades y hasta las contradicciones
que se dan en el seno de la dem ocracia liberal representativa. Ello es, en
principio, un m o do razonable de ab an do nar ciertos cam inos e indagar
form as alternativas posibles y plausibles. H ab lar de posibilidad im plica
no adm itir la realidad dada com o algo estanco, así com o ap ostar p or
realizaciones que, si bien tienen raíces en la realidad presente, no se
siguen de ella sin m ás. La posibilidad es u na de las form as que m odulan
el pensam iento com o capacidad de alum brar algo nuevo, de traspasar
lo inm ediato En segundo lugar, la p resentación de otras form as de te o
62. Un liberal como Dahrendorf denuncia que, a partir de los años ochenta, se ha confor
mado en nuestros países una «clase baja» que «si se perdona la crueldad de la expresión, no se
necesita de ellos. El resto podría (y querría) vivir sin ellos [...] En consecuencia ellos no pueden
ayudarse a sí mismos». Sus miembros «no pueden siquiera alcanzar a poner sus pies en el primer
escalón» de la estratificación social. Y esta situación «delata una disposición a suspender los va
lores básicos de la ciudadanía». Ello representa la quiebra total de la sociedad (R. Dahrendorf,
«La naturaleza cambiante de la ciudadanía»: La política 3 [1997], pp. 144-145). Esa difícil
coimplicación de economía y política le ha llevado a hablar de «la cuadratura del círculo».
63. Ibid., pp. 63 y 64.
64. Cf. Política, 1265a, 15.
rizar la vida política en com ún tenía com o su horizo nte com prensivo el
hecho de que históricam ente se habían ensayado otras form as políticas
de vida en com ún. A unque no exentas de elem entos de «barbarie», por
seguir con la cita de Benjam in, algunas de las consideraciones m encio
nadas, que guardan relación con el «republicanism o», hacen p atentes
alternativas que se han visto trun cad as históricam ente p o r la im posición
del liberalism o-capitalista — si hem os de adm itir la posición de Schum -
peter, p ara quien «la dem ocracia m o d ern a es un p ro d u cto del proceso
capitalista»65— , o bien en co ntram o s los conceptos em pobrecedores y
econom icistas im plicados en la vuelta del «individualism o posesivo» de
S artori, en cuanto sujeto p ro p io de la dem ocracia realm ente existente.
En tercer lugar, es conveniente aten der a algunos elem entos de la re a
lidad que, al m enos, plausibilizan el em peño de u na teo ría dem ocrática
alternativa o la elaboración de enm iendas, si es que es posible, a la ya
existente, aunque los elem entos ap ortad os sean m odestos. D esde esta
p erspectiva creo im p ortan tes y alentadores los estudios de Jo an Font,
así com o los p ertenecientes a o tro s teóricos incluidos en su obra, sobre
u na renovación dem ocrática de la vida pública66 desde espacios aso
ciativos plurales de o rd en local, m unicipal, con proyección en ám bitos
«autonóm icos», es decir, en los espacios que siguen siendo u na asignatu
ra p end iente de los teóricos de la dem ocracia tan to p articipativa com o
deliberativa. Así escribía F ont en diciem bre de 2003:
La principal conclusión la hemos apuntado ya varias veces: no existe
un mecanismo participativo perfecto, que reúna todas las característi
cas ideales. Tener participantes representativos, informados, que sean
lo más numerosos posibles y que salgan de la experiencia más predis
puestos a participar que antes, todo ello por poco dinero y dando lugar
a una resolución que tenga un fuerte impacto en la toma de decisiones
final, es una cuadratura del círculo quizás excesiva. Incluso mecanismos
que cuentan con más ventaja que inconvenientes, como los presupuestos
participativos o los jurados ciudadanos, tienen problemas indudables.
Sin embargo, ser conscientes de la amplia gama de posibilidades exis
tentes, de que a partir de estas ideas casi todo puede ser inventado y
de cuáles son los déficits que deberemos afrontar según cuál haya sido
nuestra elección, supone ya un gran paso adelante67.
C o nten ido..............................................................................................................
Prólogo ................................................................................................................... 9
1. 1989. ¿D emocracia post-liberal?A puestas finales .......................... 27
1. Sobre la victoria sistémica del liberalismo democrático y social: el
jurado ya no está fuera............................................................................ 27
2. De la democracia sin enemigos a la bondad de la política............. 32
3. ¿Suplantación ética de la política? Los modelos normativos . . . . 34
4. Hacia una reconstrucción filosófico-política de la democracia . . 44
4.1. De «la democracia como forma de vida» a «dejadnos jugar» 44
4.2. La normatividad política como articulación «debida» de las
propias relaciones sociales ........................................................... 49
5. La salida post-liberal será democrática o no será............................. 52
2. F in de siglo . La democracia entre la anomia y la violencia so
cial ..................................................................................................................... 63
1. Del colapso de los países del socialismo real a la barbarización del
capitalismo real ........................................................................................ 63
2. Sobre la «reinstauración» del sujeto posesivo................................. 68
3. Del sujeto posesivo a «las promesas incumplidas» de la democra
cia liberal .................................................................................................... 72
4. Paradojas de la democracia lib era l..................................................... 77
5. Sobre el futuro de la democracia: entre el multiculturalismo y la
violencia. Tesis para una lectura crítica del subtexto de El choque
de civilizaciones: las figuras del musulmán, el hispano y el negro 80
5.1. La demonización del m usulm án................................................. 81
5.2. Una extraña «subcivilización» dentro de la civilización occi
dental .................................................................................................. 83
5.3. La proyección del afroamericano en «el negro» de África .. 86
6. La reificación del concepto de cultura y la hipóstasis de las cate
gorías psicológicas ................................................................................... 88
3. D emocracia y cultura: ¿es el «choque de civilizaciones» el hori
zonte POLÍTICO-DEMOCRÁTICODEL siGLo x x i? ......................................... 93
1. De la interdependencia político-democrática al «choque de civili
zaciones» .................................................................................................... 93
2. El choque de civilizaciones: sobre el uso acrítico del concepto y
naturaleza de la c u ltu ra ......................................................................... 105
3. Cultura, religión y régimen político................................................... 107
4. Fundamentalismo cultural frente a multiculturalismo: la identi
dad en la figura del «enemigo». Sobre la ideología política de la
unicidad nacional ..................................................................................... 110
5. El antiuniversalismo culturalista como exclusión del otro. Impli
caciones en orden a la extensión de la democracia ........................ 113
6. Más allá de una nueva ola democrática: el «antiuniversalismo»
como retracción insolidaria y excluyente de las otras culturas . . 119
4. E stado de excepción frente a democracia. 11 de septiembre. E l
fundamentalismo en los E stados unidos : mito fundacional y
proceso constituyente................................................................................ 123
1. Terrorismos y fundamentalismos como «la guerra del siglo xxi» . 124
2. El 11 de Septiembre: reinstauración del mito fundacional legiti-
matorio ....................................................................................................... 129
2.1. Perplejidad ante «el mundo al rev és» ....................................... 129
2.2. De la «Zona cero» al «estado cero» ............................................ 132
3. Fundamentalismo y proceso constituyente ...................................... 137
3.1. De los problemas de la «génesis» como institución del sentido 137
3.2. Del mito de emergencia al «mito de soberanía» .................... 140
3.3. La lógica constituyente de la contra-narrativa ........................ 143
3.4. Democracia como «religión civil» .............................................. 146
3.4.1. El «pueblo americano» como criterio normativo del
demos universal.................................................................. 147
3.4.2. El «estado de excepción» como forma de gobierno:
moral y religión versus legalidad.................................. 150
3.4.3. Contra el mal absoluto: «la guerra justa» .................... 159
5. D emocracia y globalización . H acia un nuevo imaginario (1 )... 165
1. ¿Qué es la política? La constitución del prim er imaginario políti
co-democrático ........................................................................................ 166
2. ¿Un nuevo imaginario político-democrático hoy? .......................... 171
3. Sobre los dilemas de la civilización occidental. Las nuevas dimen
siones de la globalización ....................................................................... 176
4. Procesos de cambio. Sobre individualidad y ciudadanía............. 184
6. procesos de globalización y agentes sociales. H acia un nuevo
imaginario político (2)................................................................................ 181
1. Un parodójico «contexto histórico» .................................................. 191
2. Un ritornello............................................................................................ 198
3. Hacia un nuevo imaginario político .................................................. 204
3.1. El desplazamiento del sujeto revolucionario tradicional. . . 204
3.2. De las «políticas del reconocimiento» a la emergencia de un
nuevo «paradigma tecnológico»................................................. 209
7. F eminismo y democracia: entre el prejuicio yla r a z ó n ................. 217
1. Sentido y ubicación filosófico-políticos delfem inism o.................. 217
2. De la supresión de las huellas en la historia a la exclusión política
de las mujeres............................................................................................ 221
3. Rapto de la memoria y desaparición histórica de las mujeres . . . 225
4. La pertinencia política del concepto de «patriarcado».................. 236
8. D emocracia, ciudadanía y sociedad civil.............................................. 241
1. Dimensiones de la reconstrucción de la ciudadanía...................... 241
2. Sobre la ciudadanía y (algunos de) sus críticos ............................... 243
2.1. Sociedades intermedias frente a ciudadanía (neoconserva-
durismo) ............................................................................................ 245
2.2. Versus ciudadanía: ¿retorno o disciplinamiento de la socie
dad civil? (neoliberalismo) .......................................................... 247
3. Más allá de la ciudadanía: la reconstrucción social....................... 253
9. D emocracia, ciudadanía y virtudes públicas ...................................... 265
1. Intro du cció n ............................................................................................ 265
2. Democracia sin virtudes cívicas ......................................................... 267
2.1. Constant o la superioridad de la vida privada frente a las
virtudes democráticas .................................................................... 267
2.2. El caudillo o el desplazamiento de la soberanía popular . . . 271
2.3. De la economía de mercado a la democracia como mercado 275
3. En torno a las virtudes democráticas ................................................ 279
Índice........................................................................................................................ 293