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Garolera, Carolina

Filosofía y dolor / Carolina Garolera. - 1a ed . - San Miguel de Tucumán : Mariana


Salvatore, 2020.
40 p. ; 23 x 14 cm.

ISBN 978-987-86-4104-1

1. Antropología Filosófica. I. Título.


CDD 142.78
1er Encuentro Meta Pensá:

Filosofía y Dolor

(Por Caro Garolera)

1- ¿Hacer filosofía viendo los Simpson?

Vemos a la filosofía entretejida con las prácticas cotidianas de la vida. Si tenemos en cuenta
esta perspectiva y, el hecho de que las series hoy son parte de nuestra vida, no resultara
descabellado abrir nuestros encuentros filosóficos con el episodio de alguna serie. Esta decisión
se fundamenta a partir de algunas preguntas acerca de nuestras prácticas ordinarias. Pensemos
por ejemplo: ¿de qué hablamos cuando estamos los domingos en la mesa con la familia?, ¿de
qué hablamos cuando nos reunimos con amigos?, ¿cuáles son aquellas recomendaciones o
consejos que sí o sí están presentes en cada encuentro? Muchos de nosotros pedimos y damos
sugerencias acerca de las series que más nos convocan, justamente porque éstas han tomado
buena parte de nuestro tiempo y su empleo. Son precisamente aquellas cuestiones que más nos
interesan las que se llevan toda nuestra atención, aquellas que nos dan que hablar.

Ahora bien, si desnaturalizáramos aquello de lo que hablamos e interrogásemos nuestro


interés por estos temas, descubriríamos seguramente que muchos de los supuestos que
sostienen nuestras conversaciones, ya han sido de interés filosófico. Es decir que la filosofía
tiene ya alguna perspectiva sobre el asunto o, al menos, es capaz de proporcionar alguna
herramienta para su esclarecimiento y comprensión.

Desde ya, decir que el episodio de una serie puede ser abordado filosóficamente porque hay
allí cuestiones que nos invitan a pensar, es un perspectiva filosófica entre otras. Y tener una
perspectiva filosófica acerca de algo implica una decisión ético-política. No da igual ver a la
filosofía como el asunto de unos pocos, reservada para los claustros eruditos y las voces
especialistas, que abrir el juego filosófico e invitar a pensar a más voces que están por fuera de
los claustros académicos o que sencillamente traspasan sus muros.

Los intentos por hacer dialogar a la filosofía con la realidad de su propio tiempo no son
nuevos, de hecho, buena parte de los sabios de la antigüedad se concentraron en pensar
situaciones de la vida cotidiana filosóficamente. Una perspectiva dialógica de la filosofía, fue la
que tuvo Sócrates, por ejemplo, quien decidió salir a la calle e interpelar como un tábano
incansable a la Atenas de su tiempo a través de preguntas. Lamentablemente, su final no es muy
alentador para quienes trabajamos con jóvenes y no siempre estamos alineados con los “dioses”
que propone la sociedad de estos tiempos.

Más cercana a nuestros días es la perspectiva dialógica y dinámica de la filosofía que nos
ofrece un filósofo contemporáneo como es Richard Rorty. Este pensador entiende a la filosofía
como una voz más de la cultura, no como visión privilegiada de unos pocos, sino como una
perspectiva más entre otras. Por ello, su tarea consiste en dialogar e interactuar con otras
actividades humanas como pueden ser la historia, la sociología, la antropología, pero
fundamentalmente con la literatura. Esta reivindicación que él hace de la literatura implica una
confianza en la ficción que da cuenta de otras formas de hacer filosofía. Rorty es deudor de un
pensador clave para la filosofía contemporánea como es Nietzsche. De él hereda, entre otras
cosas, su interés por el lenguaje y su comprensión de la filosofía como un quehacer que recupera
la dimensión sensible del ser humano, su capacidad de mímesis, su creatividad. La literatura, el
arte, son vías regias para lucir la expresividad humana y sus posibilidades de creación.

Las ficciones que ofrece la literatura, en la medida en que reconocen alguna conexión con
lo real, pueden resultar muy útiles para construir conciencia individual y colectiva. Esto no es
menor si pensamos que vivimos con otros. Hay ciertos relatos, ciertas narraciones que pueden
ayudar a reinventarnos, a pensarnos de otras maneras, a fundarnos y re fundarnos como seres
humanos. Algunos relatos nos ofrecen la posibilidad de ser más críticos con nosotros mismos,
con nuestro modo de comportarnos con quienes nos rodean, con los animales, con la
naturaleza. Otros relatos que apelan a la memoria colectiva pueden contribuir a evitar que se
cometan injusticias que tuvieron lugar en el pasado para que nunca más se repitan. A su vez,
habrá narraciones que interpelen nuestra identidad de un modo muy íntimo y nos inviten
incluso a pensar el sentido de nuestra existencia y su relación con el universo.

En los tiempos que vivimos, muchas de las funciones que antes cumplían ciertas novelas hoy
las cumplen algunas series, los comics o algunos productos de la cultura de masas. Respecto de
esto último, es importante aclarar que puede ser interesante pensarnos, no sólo a través de los
productos de la alta cultura a la que sólo algunos sectores pertenecen, si no, a través de aquello
que consumimos en tanto alguna pista nos da sobre nosotros mismos.

Los Simpson son el ejemplo de una serie que siempre da la impresión de estar diciendo algo
de nuestras vidas. Su arrasadora popularidad se hace manifiesta en las distintas generaciones
que han sido marcadas por ellos. No es casual que arranquen en los 90´ y sigan siendo vistos
hasta hoy. Hay en ellos ironía, irreverencia, incorrección y eso nos agrada y nos convoca. Lo que
parece superficial y banal no es más que una máscara tras la cual encontramos la profundidad
de una crítica que sólo se logra con ideas. Muestra de esa profundidad es la que se luce en los
diferentes niveles de lenguaje que utiliza la serie.

¿Qué significa que hay diferentes niveles de lenguaje? Algo muy sencillo, que cuando vemos
Los Simpson nos reímos todos. Se ríen los niños, los jóvenes, los adultos, los ricos, los pobres,
los letrados, los ignorantes. Seguramente reímos de cosas distintas porque, aunque todos
vivamos en el mismo planeta, habitamos mundos diferentes. Si bien vamos a profundizar más
adelante la idea de que los seres humanos tenemos mundo y que ese mundo no tiene por qué
ser el mismo para todos, bastará ahora con señalar que los mundos que habitamos tienen que
ver con horizontes de sentido. Estos, sólo son posibles entre seres hablantes inmersos en una
trama de relaciones y de prácticas. Dicho rápidamente, los mundos que habitamos están muy
vinculados a las palabras que usamos y los hábitos que tenemos.

Ahora bien, volvamos a la idea central: hay inteligencia en los Simpson porque podemos
disfrutarlos desde los distintos mundos que habitamos. Hay doble sentido, hay ironías, hay
alusiones que se dirigen tanto a la cultura popular, como a la cultura culta. Con ello se advierte
la multiplicidad de interlocutores con los que ésta serie dialoga. Se trata de una producción que
puede ser atravesada por diferentes interpretaciones, por diferentes preguntas, por diferentes
miradas. Su impacto y llegada los hace aptos para estimular interesantes discusiones filosóficas
en diferentes públicos.

Creo que la marca de la filosofía está en la actitud crítica y creativa con la que miramos algo,
puede ser un texto, una película, una canción, una situación de la vida cotidiana, una noticia,
una obra de arte, etc. Pero son las miradas con las que abordamos esos objetos las que le dan
una dimensión filosófica. Lo que hace a un texto susceptible de ser mirado filosóficamente no
es que haya sido escrito exclusivamente por filósofos, sino la actitud, la perspectiva desde la
que se lo mira. Entonces, los Simpson pueden ser interrumpidos filosóficamente, podemos
abrirlos como a los textos que leemos, dialogar con ellos, plantearles preguntas, hacerles
objeciones. Salirnos del formato tradicional de los textos filosóficos para encontrar aquí voces,
personajes, escenas que merecen análisis, reflexión, debate, crítica es el desafío que hoy les
propongo, es una invitación a pensar.

Vamos a “leer” entonces en clave filosófica el episodio 6 de la 1ra temporada de Los


Simpson: La Depresión de Lisa. Para ello les dejo algunas reflexiones previas construidas en
base a las ideas de algunos filósofos en torno al dolor y luego en relación con la apertura del ser
humano al mundo. A partir de estas “herramientas teóricas” nos acercaremos al “texto” que
propone el episodio de Los Simpson para abrirlo e interrumpirlo desde una óptica que lo haga
fecundo para una reflexión filosófica.

2- Seres Humanos. La condición de apertura al mundo

Somos seres abiertos al mundo diría Heidegger, en la medida en que no estamos prisioneros
de una naturaleza que determine lo que somos ni lo que hacemos. Un perro nace y a los días ya
está en condiciones de abrir sus ojos, de caminar, de manejarse con relativa independencia de
la madre. De hecho, logra en cuestión de meses separarse de “mamá-perro” sin tener que pagar
ningún costo “psicológico” por ello.

La naturaleza, ha sido sin duda muy generosa con él porque lo ha equipado muy bien para
enfrentar pronto los desafíos del medio en que le tocará vivir. Pero esa misma naturaleza, que
lo ha amparado de un modo incondicional, es la que le hará pagar el precio de su amparo. Los
animales quedan fuertemente programados por ella y por esta razón no hay lugar para la
novedad o la sorpresa. Un perro nace y muere perro con un repertorio bastante acotado de
conductas a desarrollar a lo largo de toda su vida: ladrar, sacar la lengua, mover la cola, “dar la
patita”, comer, reproducirse, dormir. En fin, la lista no se hace más larga sencillamente porque
no podemos imaginarnos muchas más opciones para la vida de un perro o de cualquier otro
animal. Aun no tenemos noticia de perros que se hayan rebelado contra el imperativo biológico
de mover la cola, o de salivar intensamente frente a la comida. Esa naturaleza que gobierna
imperante es la que decide antes del perro, y con independencia de él, qué será de su vida. Esto
es lo que podemos llamar “entorno animal”, de la mano de pensadores como Heidegger. O
también podemos llamarlo “pobreza de mundo” si seguimos a autores como Agamben. Los
animales se hallan en una conexión inmediata con su medio, no hay intermediarios, no hay
apertura porque no hay discontinuidad. Son seres en perfecta continuidad con su
medioambiente. No hay interpretaciones posibles que hagan que algunos renieguen de su
“existencia”, ni mucho menos aún que puedan aburrirse de ella, no hay apatía ni hay
incomodidad. No hay palabra, no hay preguntas.

Ahora bien, en el caso de los seres humanos, cuando nace un bebé, vemos la indefensión y
la fragilidad hecha carne. Venimos desnudos al mundo, insignificantes, pequeñitos, llorones.
Casi como si pudiéramos presentir cuán cerca nos ronda la muerte si no somos recibidos por
otros seres humanos. Y así, hijos de esa vulnerabilidad implacable, andamos un rato sin siquiera
ser capaces de erguir la propia cabeza y, menos aún, de arrastrarnos con alguna autonomía por
el suelo.

La naturaleza no ha sido tan generosa con nosotros como lo ha sido con el perrito que
mencionábamos recién. Una especie de desamparo perverso nos arroja al mundo
completamente desprotegidos y, la dependencia absoluta de quienes asumirán el rol de padres,
nos da esta certeza.

Adquirimos independencia de la naturaleza demasiado pronto, en un gesto tan expulsivo de


su parte como inesperado. Así, apartados de su seno abruptamente sin ningún consentimiento
previo, andamos errantes. Y henos ahí, tan indefensos, tan prematuros, tan venidos al mundo
antes de tiempo.

Ese desamparo silencioso es un corte, una ruptura, un duelo que no vamos a enfrentar
mirando de reojo la relación armónica entre los animales y su medio, para luego quejarnos ante
la naturaleza como ante una madre indolente que nos ha descuidado. Nuestros hermanos los
animales, nunca serán extranjeros, siempre estarán en casa, no hay desamparo posible ahí.
Nosotros en cambio, siempre a la intemperie. Pero no habrá quejas, todos sabemos el precio
que pagan los hijos predilectos, a veces conviene ser el menos mirado, aquél del que la
naturaleza se pudo haber olvidado.

Al respecto, recuerdo el mito de Prometeo en un bello diálogo Platónico llamado Protágoras.


Cuenta el relato que en los tiempos del advenimiento de las especies mortales al mundo, los
dioses le indican a dos hermanos, Prometeo y Epimeteo, distribuir convenientemente entre
todas ellas diversas facultades que les permitan la supervivencia. Así es como a unas les tocará
la fuerza, a otras más débiles la rapidez; las de cuerpos pequeños tendrán alas para escapar más
rápidamente o se les proporcionarán lugares donde esconderse. Otras, recibirían garras, pelo
espeso, piel gruesa para defenderse de las inclemencias del clima. De este modo, todas lograrían
sobrevivir a partir de estas “facultades” o dones que representaban lo que hoy es para nosotros
el equipamiento biológico de las especies que habitan determinado medio.

En aquél reparto memorable Epimeteo gasta todas las facultades que tenía para distribuir y
se olvida del hombre que queda desnudo, descalzo y sin dones. Cuando Prometeo revisa la tarea
de su hermano, advierte la situación del ser humano, quien había quedado como el más
desprotegido de todos los seres y el único condenado a extinguirse por su extrema
vulnerabilidad. Por ello, decide robar a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes y el fuego
para ofrecérsela, a modo de enmienda, al hombre. Éste, recibe entonces de la mano de la
cultura, la capacidad de sobrevivir que le había sido negada en un principio por la naturaleza.

Uso libremente este mito platónico para poder mostrar cómo el hombre a causa de aquella
desprotección biológica, comparado con el resto de las especies, logra emanciparse
rápidamente de un entorno natural al que no queda pegado. No obstante, deberá sortear las
dificultades de instalarse precariamente en un mundo que, a pesar de ser suyo, de pronto puede
resultarle ajeno y hostil. No por estar “desprendidos” de la naturaleza las cosas serán más
fáciles. De hecho el hombre tiene que asumir la responsabilidad de hacerse quien es a pesar de
los embates de una existencia que puede resultarle profundamente dolorosa. Deberá entonces
enfrentar el vacío de sentido, el dolor, el arrojo, la muerte, construyendo los puentes necesarios
para atravesar estas distancias tan íntimas a sí mismo.

Cuando alguien nace, no podemos llegar a dimensionar quién será, que le gustará hacer,
que tipo de música escuchará, que alimentos preferirá, cuáles no, qué le entusiasmará
sexualmente, etc. Es más, probablemente conozcamos personas ya grandes, con determinadas
ideas, determinado aspecto, determinado modo de vida que, al cabo de un tiempo, no ven las
cosas del mismo modo. Y por eso, tampoco se ven a sí mismas de igual manera. “Algo le pasó”
decimos, para dar cuenta de que no siempre fue así. Pero lo cierto es que estamos en
permanente devenir, en continuo cambio, y esto ocurre justamente por la apertura de los seres
humanos al mundo. Porque hoy podemos escuchar una canción, ver una película, oír un relato,
descubrir una obra de arte, tener una experiencia tal que trace un nuevo perfil a la existencia.
He ahí nuestra condición de apertura, en la posibilidad constante de ser siempre una posibilidad.
Nadie sabe exactamente qué será de su vida antes de haberla vivido y, tal vez nunca llegue a
saber de un modo acabado sobre ella aun cuando le llegue la muerte.

Debería llamarnos la atención creer que seguimos siendo idénticos a quienes éramos en el
pasado, como si nada nos hubiera pasado. A los seres humanos nos pasan cosas, pero esto que
nos pasa, justamente siempre tiene que ver con nosotros. Las cosas no pasan con independencia
de nuestra vida cuando las cosas “nos pasan”.

3-El dolor nos hace pensar

Quisiera compartir una imagen de la historia de la filosofía, de esas que nos dan que
pensar, de esas que una vez que ocurren no pueden olvidarse tan fácilmente porque son
elocuentes, porque nos dicen cosas de nosotros mismos.

En algún lugar del Fedón, que es un diálogo platónico donde se relata el último día de
la vida de Sócrates antes de beber la cicuta; el filósofo, recién desencadenado, se sentó en la
cama, flexionó la pierna, se la frotó con la mano y mientras se daba un masaje dijo:

“-¡Que extraño amigos suele ser eso que los hombres denominan “placentero”! cuan
sorprendentemente está dispuesto sobre lo que parece ser su contrario, lo doloroso, por el no
querer presentarse al ser humano los dos a la vez; pero si uno persigue a uno de los dos y lo
alcanza, siempre está obligado en cierto modo, a tomar también el otro (…) algo así me ha
sucedido también a mí. Después de que a causa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, ya
parece que llega siguiéndolo el placer” (Fed, 60b en adelante)

Yo no sé exactamente si es ese el orden en el que siempre se nos presentan el placer y


el dolor, pero por la experiencia de mi propia vida, entiendo que en algún sentido, Sócrates tiene
razón cuando plantea la cercanía indisoluble entre el dolor y el placer. Esa misma cercanía que
hay entre el placer de devorar unos chocolates y el dolor estomacal que puede aparecer
después. O entre las risas y los vasos de cerveza con amigos -una noche entre otras- y el dolor
de cabeza insoportable en la mañana siguiente.

Las escenas de la vida cotidiana nos encuentran disfrutando y sufriendo, y a veces, peor
aún, disfrutando de lo que nos hace sufrir...o sufriendo de aquél mal que también nos hace
disfrutar. La condición humana está atravesada de paradojas y contradicciones que nos hacen
ser quienes somos y el dolor forma una parte ineludible de esa existencia paradojal.

Eso que le paso a Sócrates una vez que le quitaron las cadenas que aprisionaban
dolorosamente sus piernas, puede pasarnos a cualquiera de nosotros. Por el solo hecho de estar
encarnados, de ser seres sensibles, estamos expuestos continuamente a vivir experiencias de
dolor, y por la misma razón, también somos propensos al placer.

El dolor que somos capaces de experienciar a través del cuerpo, nos da noticia de la
muerte, nos da a probar algo de su sabor anticipándola. El dolor nos revela la condición de
seres vulnerables, frágiles y desprovistos. Pero además, ese dolor cuya presencia puede iniciarse
en nuestros cuerpos, puede también alcanzar honduras insondables que excedan la
materialidad de la existencia. Porque el dolor puede tener otros rostros, otros nombres que lo
deslocalicen del cuerpo como un territorio. En ese caso, su dimensión se hace inaprehensible,
intocable. Ese dolor que algunos llaman angustia, es el que se le escapa al doctor, al anatomista,
al fisiólogo y a todos aquellos que pretenden encapsularlo en un rincón del cuerpo o remitirlo
directamente a un órgano. Y es que ese dolor, que no se puede poner bajo la lupa, que no se
puede delimitar redondito y acabado ante los ojos, es un dolor que se resiste a ser tratado como
un problema, diría Gabriel Marcel. Porque no es algo que esté más allá del que sufre, sino que
lo atraviesa de un modo tal, que puede resultar difícil distinguirse de él.

Un dolor así, poco claro, poco distinto, es aquél que se mete con el sentido o con su
falta, un dolor que no se explica, ni se mide, un dolor que no se aclara con un discurso objetivo.

El dolor del que puede dar cuenta quien sufre implica, tal como señala Le Breton, una
relación profundamente íntima entre el que lo padece y aquello que lo aqueja. Esa intimidad se
construye a partir de las significaciones vigentes en cada trama social, situacional a la que
pertenecen los sujetos.

Con esto quiero decir algo que me parece sumamente relevante aunque poco
novedoso: aun cuando mi dolor sea mío, por mucho que a veces así me parezca, jamás se trata
de un asunto privado. No estamos solos con nuestras perspectivas acerca del dolor y lo que
sentimos. Nuestras formas de apropiarnos de lo que nos pasa, siempre están mediadas por una
trama de significados que nos recorre. Nuestro dolor no es un asunto privado, desde el
momento en que, para elaborarlo, para comunicarlo, para expresarlo, debemos echar mano de
un acervo común de sentidos: el lenguaje.

Es por eso que el dolor tiene su marca social, tiene su vínculo con lo social y no puede,
como todo asunto que interpela lo humano, escapar de ella. Pretender situarlo solamente por
fuera de la anécdota subjetiva y social que cada ser humano es capaz de contar, sería ofrecer
una versión muy chiquita, muy simplificada y reduccionista de las dimensiones que el dolor
puede tomar. Pero además, esta versión simplificadora del dolor, simplifica también y acota el
menú de opciones para tramitarlo.

Si el dolor es sólo asunto de un flujo sensorial que nos remite directa o indirectamente
a una red neuronal y a su territorio de descargas, tiene sentido el elevado uso de calmantes y
antálgicos de consumo diario. Nuestras prácticas cotidianas respecto del dolor nos dicen mucho
acerca de cómo lo concebimos y de las formas en las que procuramos enfrentarlo. Ya no se trata
de calmarlo o menguarlo, antes bien, se busca erradicarlo de la existencia. Borrarlo de un
plumazo en tanto se presenta como ajeno a la existencia misma. No obstante, conviene señalar
que, sin el afán de convertirnos en los mártires del SXXI, podríamos al menos preguntarnos si
hay alguna relación entre esta concepción que desconoce al dolor como parte de nuestra
condición y los discursos que como sociedad construimos a su alrededor.

A esta altura, asoman algunas inquietudes: ¿Hasta qué punto el excesivo uso de
medicamentos, y anestesiantes se presentan como la respuesta última a las preguntas que nos
abren experiencias y situaciones dolorosas? ¿Acaso no puede una experiencia dolorosa echar
raíces en fracturas del ser humano con su mundo, con los demás, consigo mismo?¿Dónde está
la pastilla que enmiende ese dolor?¿Qué ortopedia medicinal podrá corregir esas fracturas?

El dolor como una marca invisible, en tanto no podemos localizarlo espacio-


temporalmente -pero podemos reconocernos en él como seres padecientes- se abre a múltiples
interpretaciones y es por esto que le atribuimos dimensión simbólica. Desde esta perspectiva
el dolor puede ser lo que abre y lo abierto a la vez, un punto de fuga que nos salva del
automatismo de estar estando. Un intersticio por donde mirar más allá, una puerta hacia otro
lado.

Si ampliamos los modos de alojar discursivamente el dolor- teniendo en cuenta que


somos seres discursivos- si somos capaces de complejizar y ensanchar los horizontes desde
donde lo abordamos y lo comprendemos, probablemente también seamos capaces de
interpretarlo y tramitarlo desde múltiples perspectivas. Es así que el dolor puede abrirnos a la
búsqueda de sentidos, puede plantearnos preguntas cuyo destino final no sea naufragar en
respuestas clausurantes y definitivas. Puesto que no se trata de una búsqueda de explicaciones
y definiciones acerca de qué sea el dolor, ni mucho menos aspiramos a construir instrumentos
capaces de medir el dolor. No buscamos fabricar dolorómetros fehacientes que ratifiquen lo que
las personas dicen sentir. Proponemos una búsqueda filosófica capaz de plantearle preguntas al
dolor que nos permitan atribuirle sentidos; incorporar las situaciones de sufrimiento en una
trama más amplia en la que nos interpretemos en relación con otros capaces, a su vez, de
ayudarnos a redimensionar la propia existencia.

Esta posibilidad de narrar el dolor, de relatarlo como parte de quienes somos y de lo


que hacemos es un intento reflexivo de comprensión y de elaboración de aquellas fracturas que
nos fundan. La discontinuidad, la apertura, la ruptura son las marcas que como seres humanos
nos identifican, y es el dolor una de las vías por las cuales registrarnos abiertos, discontinuos.

4-Si hay dolor hay apertura al mundo: La depresión de Lisa

¿Cómo se ve el dolor desde Lisa?

El día comienza y encuentra a la niña amarilla en el baño. Está trepada en un banquito


que le permite llegar con más dignidad al espejo que cuelga por encima del lavabo. Su mirada
triste se refleja opaca pero insistente. ¿Qué busca Lisa en ese espejo? ¿Acaso hay algo de ella
que se ha perdido? ¿Cómo saberlo? Una pista para sortear el extravío podría ser la máxima
délfica, en una versión más actual: Conócete a ti misma. ¿Pero es posible hacerlo a través de un
espejo? ¿A dónde la conduciría ese camino? ¿Se trata de una vuelta sobre sí sin más?

Los golpes en la puerta, a tiempo para responder nuestras preguntas, interrumpen esa
búsqueda silenciosa y solitaria en la que se ha embarcado. Homero y Bart presionan por usar el
baño. Hay urgencias cotidianas imposibles de eludir. En cuestión de segundos la familia entera
está en pie a la espera del desayuno. Todos van y vienen por la casa con el apuro matinal de los
que salen corriendo al trabajo y de quienes llegarán tarde a la escuela. En esa imagen se
condensa buena parte de la vida y las preocupaciones cotidianas. Homero ha perdido las llaves
y lucha obstinadamente por encontrarlas. Bart desayuna entretenido por los infructuosos
intentos de su padre y hace de la burla sostenida, su primera ocupación del día. Magui es un
objeto más al que Homero, incansable, desplaza tras la pista de lo que se le perdió. Marge
lamenta haberse quedado sin panquecitos para darles a todos. Lisa, a pesar de no haber
probado bocado, renuncia sin lucha alguna al suyo: “Tomen el mío, un simple panquecito no va
a cambiar nada”.

La fuerza implacable de la rutina otorga a cada quien un rol en ese escenario teatral que
nos ofrece la vida cotidiana. Nadie queda exento de su papel o de una tarea a desempeñar
porque, es esa ocupación que llevamos adelante, la que muchas veces nos salva de mirar a la
cara el abismo de la propia existencia.
Buscar llaves, hacer panquecitos, reírnos de los demás, ir a la escuela, ir al trabajo; todos
velos de Maya que constituyen lo que para algunos es ilusoria realidad. Pero basta correr el velo
para ver algo del borde del abismo. Algo de la falta de sentido siempre a punto de filtrarse,
siempre a punto de aparecer. Lisa espía en la mañana a través del espejo, con apenas 8 años.
Algo ve de lo que no debería y no disimula aquello que ha visto.

Ya en la escuela el maestro de música les hace practicar el himno nacional, he ahí


nuevamente un velo que se le vuelve a interponer: la pertenencia a un país, el sentimiento
patriótico, la identidad nacional. El ser una niña que debe obedecer a la autoridad. No obstante,
ella desentona una vez más, así como lo hizo en la mañana mientras acontecía el cuadro familiar.
Ahora el malestar que la embarga quiere tomar forma y desconcierta con un exabrupto de jazz
en medio del ensayo. Pero a la fuerza de su inquietud interior la espera fuera la contra- fuerza
contenedora de la quietud y la disciplina escolar. ¿Quién podrá alguna vez ofrecerles auténtica
resistencia? Se necesita más de uno para esa empresa imposible. La escuela, vista desde una
perspectiva menos complaciente, es también el lugar que no distribuye equitativamente los
saberes. Ya Foucault nos enseñó a mirarla con ojo más crítico. En la escuela se fabrican las piezas
que un sistema necesita para echar a andar. Orden y disciplina serán fundamentales en la
educación de esos cuerpos eficaces y obedientes que saldrán más tarde al mundo a producir. La
educación ejerce así una tarea fundamental en el teatro de la vida, nos enseña a comportarnos,
a dominar nuestros excesos, a ponernos dentro de la norma. Después de todo, ¿de qué otro
modo sería posible interpretar el papel funcional que nos toca? La escuela, su normalidad y su
disciplina, construyen muros altísimos que hacen muy difícil el intento de superarlos y mirar por
encima de ellos. Incluso a veces es mejor no mirar.

¿Qué ve Lisa que otros no?, ¿qué le provoca aquello que ve? ¿Comparte con otros el mal
que la aqueja? Su inquietud es muy profunda y, por ello, también muy solitaria. “No hay lugar
para sonidos jazzeros o bluseros en un himno nacional”, la aleccionará su maestro. Pero ella
intentará defenderse dando argumentos no musicales de su lenguaje musical. Las voces que
salen de su instrumento representan a otros que no han sido incluidos en ese himno y ella
necesita convocarlos: “es el canto de mi país, el lamento de la familia sin hogar que vive en un
auto, el granjero despojado de su tierra por burócratas insensibles, el minero de Virginia…”. Hay
en su intento por recordarlos una vocación de justicia, un acto de enmienda, lo que hoy
llamaríamos una decisión por visibilizar a los que son invisibilizados por el sistema en el que
vivimos. Pero no será la escuela a la que va Lisa, ni la educación formal que recibe, el lugar donde
eso ocurra.

El dolor sordo en el que se sumerge, crece con el paso de las horas y la dispone en actitud
reflexiva. Sentada al momento de almorzar en el comedor escolar repite en voz alta su rutina:
“Todos los días a las doce suena la campana y pasamos al comedor, nos reunimos como ganado
a rumiar y luego lo inevitable… ¡guerra de comida”!- grita Bart. Y todos los niños juegan a
arrojarse lo que comen.

Ella denuncia una vez más la automatización de la rutina que con su pase mágico, vuelve
necesario lo contingente, imposible lo novedoso, inmóvil lo que puede cambiar. Quienes viven
de ese modo se parecen a los animales, lo dice claramente, cuando habla del “ganado” y de
“rumiar”. Así como ellos quedaron pegados a la naturaleza, nosotros quedamos pegados a las
rutinas y a las reglas que nosotros mismos construimos. Hábitos y costumbres programan
exitosamente nuestros comportamientos diarios.
Podríamos interrumpir esta afirmación con una exhortación socrática que a Lisa le
gustaría: Una vida sin examen no merece ser vivida. Pero ¿qué significa examinar la propia vida?
¿Es acaso siempre soportable advertir el absurdo de la existencia?

En la clase de educación física aparece nuevamente la resistencia. Lisa se niega a


esquivar las pelotas y recibe todos los pelotazos. La maestra le pide una explicación, ¿por qué
no hace lo que hace el resto? ¿Por qué no se divierte? ¿Por qué no muestra entusiasmo ante el
juego como el resto de los niños? ¿Por qué no sigue las reglas? La respuesta a esas preguntas,
en su versión más simple y acotada, llegaría ese mismo día a través de una nota de parte de la
escuela: “Lisa se rehúsa a jugar quemados porque está triste”.

Esto que al resto entretiene, es decir, que a todos mantiene ocupados, o por decirlo de
otro modo “anestesiados”, insensibles, contrasta con lo que le genera a Lisa. Ella se abstiene,
no participa porque no encuentra ahí sentido, porque lo que no encuentra es el sentido de su
propia vida: “Pienso que nada tiene objeto…Todo sería igual si yo no hubiera nacido, ¿cómo
podemos dormir habiendo tanto sufrimiento en el mundo?” (Lisa Simpson).

Desnaturalizar una práctica, a través de la reflexión nos interrumpe, y se hace imposible


seguir actuando del mismo modo. El velo va desgarrándose inevitablemente. Pero el precio de
ese desgarro no es la apatía ni el aburrimiento sino el dolor. Lisa no está aburrida, algo le duele
en la existencia misma, está angustiada.

Aparece por fin la pregunta, en medio de esta angustia, que funcionará como una
brújula capaz de orientarla en su periplo filosófico. Lo que la traía incómoda, inquieta, dolorida,
se muestra esta vez contundente a través de palabras que formulan preguntas. Se trata de
auténticas inquietudes que abren una trama compleja de comprensión hacia adentro y hacia
afuera. Porque estas preguntas suyas, no se agotan en Lisa, interpelan a los demás, funcionan
como señales para aquellos que la rodean, en este caso, la escuela, la familia, etc. Preocuparse
por el sufrimiento del mundo es ser capaz de trascender el propio dolor para alcanzar el ajeno.

¿Cómo se ve el dolor desde Homero?

Homero en este episodio tiene una sola preocupación que, a simple vista, resulta
sumamente banal y superficial, si consideramos que es un adulto. Se lo ve intensamente
comprometido con un juego de video cuyo objetivo central consiste en ganar una pelea de
boxeo. Los contendientes que aparecen en el ring son él y Bart, de modo que se trata de una
competencia entre padre e hijo. Mal momento elige Marge para comunicarle que han recibido
una nota de la escuela informando el desacato de Lisa porque él está embobado con la pantalla
y el deseo de ganar. No obstante, cuando Homero presta atención observa con actitud de
médico a Lisa y dice: “A mi no me parece que esté triste, no veo lágrimas en sus ojos”. (Homero
Simpson).

He aquí una aproximación explícita al malestar de Lisa, pero aún se trata de una
comprensión que reduce la tristeza a un síntoma visible, y por todos palpable: el llanto. ¿Acaso
no hay dolores que se escapan del llanto? ¿Acaso no hay lágrimas que no denuncian dolor? La
mirada lineal y pobrísima en la interpretación que hace Homero es rápidamente denunciada por
su hija cuando le señala: “No es esa tristeza, perdona papá pero no entenderías”. Homero insiste
otra vez: “Claro que sí, yo también tengo sentimientos como cuando digo: me duele el estómago
o me estoy volviendo loco” (en un tono excesivamente dramático). En ese mismo instante la
invita a sentarse en sus rodillas para que le cuente todo.
Llama la atención la perspectiva fisicalista de Homero, todo dolor, toda tristeza, todo
sentimiento puede ser reducido a la materialidad de lo físico, a un lugar del cuerpo, visto éste
como un conjunto de partes, de órganos articulados entre sí. Él intenta ejemplificar los
sentimientos con un dolor de estómago. Con esta manera de ver es imposible tramitar el dolor
desde un lugar ajeno a las píldoras, los antálgicos o los tratamientos que se enfocan en
determinadas partes del cuerpo entendido este como una materialidad biológica. No obstante,
nosotros sabemos que lo que le pasa a Lisa no se resuelve con una pastilla.

El mismo Bart con apenas 8 años le dice: “Vaya Homero parece que tienes un gran
problema en las manos” a lo que Homero responde tomando una medida drástica que consiste
en que el hijo haga la limpieza de la casa. No es curiosa su reacción si se advierte que Homero
atraviesa una circunstancia intolerable. Se siente amenazado por Bart que es quien lo vence de
manera permanente en el juego de video.

Homero tiene un pesar, pero sus recursos para advertirlo son muy escasos, sus maneras
de entender el dolor de Lisa lo ponen en evidencia. El mismo destino irreflexivo corre su propio
dolor. No se trata solamente de una incapacidad para empatizar con los demás, sino que es un
padecimiento que le impide leer su propio malestar. No obstante se atempera esta excesiva
incomprensión a través de un sueño que aparentemente lo sensibiliza para ver algo de su propia
realidad. En el sueño Bart le pega, lo llama tonto, débil, despreciable, y Homero le ruega que
tenga consideración. Al despertar le confiesa a Marge finalmente su dolor: “hacerse viejo es
horrible”, incluso recuerda que el día más triste de su vida fue cuando vio que podía vencer a su
padre, y él teme que ahora Bart pase por eso.

Es interesante pensar cómo a partir de la vivencia física de un golpe y del dolor que éste
causa, en medio de un juego de boxeo, se abre la posibilidad de interpretar el dolor de un modo
más complejo. El dolor de Homero excede ahora su locus en el cuerpo y se deslocaliza al punto
que ya no es sólo suyo sino que teme que sea el dolor de Bart. Su comprensión de lo doloroso
toma vuelo en este punto, casi como el dolor de Lisa que se pregunta por el otro cuando se
refiere al sufrimiento del mundo reclamando que podemos dormir en paz a pesar suyo. Este
dolor de Homero, que a su vez él imagina que es el de Bart, le interrumpe el sueño, ya no
duerme tranquilo, ahora tiene pesadillas.

Su interpretación acerca de ese sueño perturbador lo pone en acción, va a buscar a


alguien que le enseñe a jugar para poder vencer al hijo, para poder torcer el destino
irrenunciable en el que lo pone la vejez. A simple vista se trata solamente de ganar un juego de
video, pero hay profundidad en esa competencia que lo remite a la experiencia con su propio
padre. El redescubre a partir de su malestar la vivencia de ser el hijo vencedor y ahora el padre
vencido. Hay complejidad en esta identidad camaleónica en la que se es y no se es a la vez. Ser
vencedor y vencido, en este caso, representa la desilusión de vencer a quienes nos han
protegido y han cuidado de nosotros alguna vez y quedarnos finalmente desamparados. Se trata
una vez más de asumir el dolor como una fractura de la existencia que, por ello mismo, siempre
involucra a otros. Como señalábamos en el apartado sobe el dolor, no hay dolor privado sino
que éste siempre tiene relación con los demás.

El malestar de Homero nos sugiere la pregunta: ¿Quiénes podrán protegernos ahora?


Hay un dolor nostálgico en él. Hay dolor que es duelo. La angustia por la existencia puede
hacernos recordar aquél parágrafo 125 de la Gaya Ciencia en el que Nietzsche relata cómo un
loco entra a un mercado buscando desesperadamente a Dios. Con cierta nostalgia denuncia la
muerte de Dios y dice claramente que nosotros los hombres lo hemos matado, somos nosotros
sus asesinos. No obstante, el mismo que anuncia su muerte y es su propio asesino, no renuncia
a su búsqueda absurda. Seguir buscando lo que “se ha vencido”, aquello que se ha matado,
muestra lo difícil que será darnos consuelo.

De búsquedas y hallazgos: Encías sangrantes, el dolor, la amistad y la música

Lisa inicia una búsqueda con inquietudes metafísicas. El dolor puede verse en ella como
un origen del filosofar al estilo que proponía Jaspers. Hay asombro, hay duda, hay situación
límite, pero también hay una demanda de amor que se enmascara en dolor. En un momento,
ella y Bart discuten por el amor de Magui y le exigen elegir entre uno de los dos. Lisa dice a su
favor: “no te dejes deslumbrar, busca lo esencial”, a lo que Magui responde abrazando la
televisión.

Esto que recomienda a su hermanita es lo que ella misma hace cuando se resiste a jugar
quemados, cuando se niega a participar de la guerra de comida, cuando acelera el saxofón en la
clase de música. Mientras se consuela de la tristeza en su cuarto tocando un blues, Homero grita
exasperado que deje de tocar porque sólo puede encontrar allí ruido y molestia. Hasta ahora,
su búsqueda de lo esencial ha tenido por hallazgo la incomprensión de los suyos y una profunda
soledad. Tal vez, dejarse “deslumbrar por las apariencias” no le costaría tan caro.

Al doloroso quejido que sale de su saxofón herido, le llega de lejos una respuesta de otro
saxofón que la mantendrá en vigilia aquella noche. Tomada por la locura poética, que sólo las
musas inspiran, sale corriendo al encuentro de aquél posible interlocutor. Así es como se da con
un hombre a quien le pregunta por qué toca y él le presenta el blues al que llamó: nunca tuve
un traje italiano. Esa noche, hacen música juntos y le confiesa su apodo: Encías Sangrantes,
merecido por no haber visitado nunca a un dentista. Supone que debería ir a ver a uno, pero a
la vez asume que ya hay mucho dolor en su vida como para sumar más apremios físicos. Lisa le
responde que ella también tiene problemas, buscando tal vez un oído más para su queja. Él pone
un límite aclarándole que no puede ayudarla porque sencillamente es un saxofonista con mucho
sentimiento que sólo puede ofrecerle tocar algo y esta vez improvisan juntos: Second Grade
Blues. A través suyo, hacen canción el dolor, hacen música el dolor.

Él sufre de soledad, de mal de amores y de falta de dinero. Ella se queja de haber estado
tan sola desde que nació, del hermano malcriado que la molesta a diario, de su madre sin
panquecitos suficientes que termina dando el suyo, de su padre cuyo comportamiento es el de
un animal, y de ser la niña más triste de 2do grado. Apenas terminan, él le señala que toca muy
bien para no tener problemas de verdad. Esta última afirmación dispara algunas preguntas: ¿es
necesario el dolor para que haya música? ¿O al menos para que haya determinados estilos
musicales?, ¿hay relación entre la calidad de lo que el artista produce y las necesidades por las
que éste pasa? ¿Con qué se vincula mejor el arte, con la necesidad o con la excedencia?, ¿hay
más autenticidad en las obras cuando la música funciona como expresión de las propias
vivencias que cuando lo hace como expresión de vivencias ajenas?, ¿es requisito de un buen
artista decir algo de lo real, o se trata de fabricar nuevas realidades? ¿O tal vez la obra no deba
mostrar lo que algo es, sino intervenir eficientemente en su transformación?

Quizás no tengamos una respuesta para todas estas inquietudes, pero sí creemos que
este encuentro con un desconocido, que vendría a encarnar el valor del arte, de la música y de
la expresión estética, es fundamental en el capítulo para tramitar el dolor de Lisa. Puesto que
se problematiza incluso el valor transformador, transfigurador del arte, como una creación
humana que ayuda a lidiar con la existencia. A pesar de que Lisa diga que no se siente mejor
después de tocar, vemos en este episodio la inminente necesidad de producir algo que nos
ayude a darle un sentido a la vida. Y el arte puede ser la opción que algunos toman, además, en
el caso de Lisa se presenta como una oportunidad de hacer algo con otro y dejar a un lado la
queja inconducente.

El músico con ironía le dice: “El Blues no es para sentirse mejor, es para hacer que otros
se sientan peor ganando algunos dólares con ello”. Tal vez ella ha idealizado demasiado lo que
podía hacer con su saxofón, tal vez ha idealizado demasiado lo que podía lograr con su propia
vida y de ahí viene este dolor que la mantiene alerta. Más allá del cuestionado valor catártico
de la música, o de su valor funcional y utilitario a la hora de permitirles a algunos ganarse la vida,
la aparición de Encías Sangrantes en el episodio representa también un hallazgo para Lisa. El
valor del encuentro con toda su profundidad filosófica y el lugar de aquellos que pueden
volverse nuestros amigos. Este hallazgo nos transporta al contacto con lo esencial. No sabemos
si es la amistad o la música, o ambas, lo cierto es que Lisa y también nosotros queremos
permanecer allí.

En ese instante aparece Marge y grita: “aléjate de ese músico”. La lucha por quedarse
junto a la amistad y junto a la música termina siendo infructuosa, su madre insiste angustiada
en que se han preocupado por ella, en que deben macharse. No obstante, antes de partir Marge
le aclara al músico que no es nada personal, que se trata apenas de un temor a los desconocidos.
Ahora bien, si en verdad era sólo un temor a los desconocidos, ¿por qué no le indica alejarse de
los “desconocidos” en vez de pedirle que se aleje de ese “músico”?

El hallazgo de Lisa puede ser peligroso para quienes lo real no cambia, aunque las
apariencias así lo indiquen. El contacto con el arte, con la música, siempre resultó amenazante
desde una perspectiva ultra racional. Ya Platón se encargó en su momento de correr a los poetas
de La República porque con su saber de imágenes no hacían más que alejarse de la realidad o
deformarla con representaciones engañosas: ¿hasta qué punto el contacto de Lisa con Encías
Sangrantes pone en peligro la permanencia de lo que es?

¿Cómo se ve el dolor desde Marge?

Cuando llega la nota de la escuela a casa, quien la recibe es Marge. Ante la angustiante
declaración de Lisa, su madre le sugiere que vaya por un baño caliente y señala que eso hace
ella cuando esta triste. En un principio parecería que se puede paliar esa tristeza, ese dolor
reconfortando el cuerpo de alguna forma, sin embargo, algo de esa respuesta que la madre da
a su hija no la deja tranquila. Marge da vueltas en la cama porque sigue tratando de entender
qué le pasa a Lisa. Por un lado dice que se está convirtiendo en una “mujercita” sin aclarar
demasiado qué signifique esto y mucho menos qué conexión pueda tener con la tristeza y el
malestar que la niña siente. Todo indicaría que ese malestar tendría alguna conexión con un
sentir adolescente, que además parece ser exclusivamente femenino, según una conversación
que mantiene con Homero. Por otro lado, resultaría insuficiente la hipótesis de una supuesta
adolescencia femenina, que pondría a Lisa en el centro de la escena como la única responsable
de su dolor; antes bien se trataría de un asunto más complejo que debería involucrar al menos
a más miembros de la familia. Por ello acude a Bart y le pregunta si quiere o no a su hermana,
incluso le pide que le demuestre su afecto, que sea bueno con ella.

Desde esta perspectiva, el dolor se muestra fuertemente ligado con lo afectivo, distinta
de la perspectiva que ensayó por primera vez Homero. En este sentido Marge intuye la
profundidad del dolor que significa el desgarro de la existencia y planea suturar esa herida con
el afecto familiar, con la contención. Su rol como mediadora e interlocutora permanente de
todos los miembros, activa el interés de Bart por hacer sonreír a Lisa, a pesar de fracasar
rotundamente en su empresa. Marge vuelve a insistir, pero esta vez será ella misma quien hable
con Lisa:

Marge: “(…) escúchame, esto es importante, quiero que sonrías el día de hoy”

Lisa: “No tengo deseos de sonreír”

Marge: “Bueno, no importa cómo te sientas lo que cuenta es lo que muestras a los demás
(…) toma tus sentimientos negativos y empújalos hacia abajo hasta que casi los pises y entonces
te adaptarás y te invitarán a fiestas y agradarás a los chicos y llegará la felicidad”.

Marge aconseja a Lisa desde su historia personal, recuerda a su madre enseñándole a


sonreír, a pesar del dolor, como un indicador ante los demás de lo buena que era ella en su rol.
Mantener las formas, guardar la compostura con celoso disimulo, son maneras de adaptarse al
resto, aun cuando lo que ocurra nos incomode. El imperativo aquí es seguir los usos y las
costumbres a fin de garantizar el contacto con los chicos y, más tarde, la llegada de la felicidad.
Se pone en juego toda una mirada acerca de la mujer, de su rol en la sociedad y de sus
posibilidades de ser feliz. Merecería un análisis aparte el rol de lo femenino en Marge, quien con
su figura maternal y abnegada cuida permanentemente el equilibrio de los lazos familiares y con
ello contribuye a sostener el statu quo. Cabe la pregunta: ¿hasta qué punto el dolor puede ser
un factor desestabilizante? ¿En qué medida el dolor puede poner a temblar las estructuras
cuando trasciende un malestar individual para convertirse en una sensación colectiva de
injusticia? ¿A los ojos de quién sería tan amenazante el dolor de Lisa? ¿Qué habría que temer?

La niña amarilla, al menos, pone en evidencia sin escatimar esfuerzos que no teme
mostrar su malestar. Llama la atención por eso, que ante el insistente pedido de su madre,
ensaye una mueca, similar a una sonrisa que merezca la felicitación de Marge. Tal vez por ironía,
tal vez por cansancio, sólo expresa resignada: “ya me siento más popular”.

Marge observa una escena en la que Lisa se encuentra con niños de su edad que elogian
su “nueva sonrisa”, mientras que a otro le llama la atención que hablen con ella, si seguramente
puede decir algo extraño en cualquier momento. Lisa incluso se apresura a aclarar que no dirá
nada extraño. De inmediato se vuelve condescendiente y amable. De pronto, alguien le pide que
haga las tareas por él; por su parte, el profesor de música insiste con doblegar nuevamente su
creatividad y le advierte que no vuelva a excederse como la vez anterior y Lisa una vez más,
acata. Esta sucesión de momentos que se vuelven contra ella y la dejan endeble y frágil resultan
de seguir la exhortación materna que la desprotege y la vulnera. Adaptarse permanentemente
a las circunstancias, a las múltiples expectativas ajenas, renunciar sin conflicto alguno a las
propias percepciones y convicciones frente a lo real, pueden hacer que una vida pierda
perspectiva y se torne insulsa, hipócrita o mediocre.

Marge también carga con un dolor que probablemente sea aquél de no haber sido
escuchada por su madre, quien antepuso su deseo de ser bien vista frente a los demás y enseñó
el disimulo y el silencio frente al dolor y la tristeza. Es su turno como madre de elegir entre dar
herramientas para enfrentar el dolor, o hacer como si este no existiera. Finalmente toma por el
brazo a Lisa y le dice:

-“Siempre sé tu misma, ¿quieres estar triste? Está triste y estaremos contigo y cuando
termines de sentirte triste seguiremos contigo, de hoy en adelante yo voy a sonreír por las dos.”
Finalmente la madre logra distinguir su deseo de aquél de su hija y entiende que si es
ella la que quiere sonreír, puede hacerlo por dos en vez de exigir a otros a sonreír frente a las
dificultades. Marge le da permiso a esa tristeza, que algunos llamarían dolor de alma, y con ello
le da sostén y herramientas para enfrentarla. Ha entendido perfectamente que no se trata de
un dolor cuyo terreno se gane con remedios de esos que ofrece la medicina, ni mucho menos se
alivia con un “baño caliente” como aquél que le propone suponiendo que es algo del orden de
lo físico.

Ha decidido incorporar ese dolor del que nada sabe, pero del que sospecha que es una
desgarradura, un corte, una herida; en un orden de sentido capaz de sanarlo, al menos
provisoriamente. Esta incorporación, opera como una sutura que le impide crecer y generar
estragos. Ha puesto los vínculos y la calidez familiar como un límite de contención donde la
palabra, que ordena y resignifica el mundo, puede ser la vía para enfrentar lo que aqueja a su
hija. Ya no se trata de esconderlo bajo la alfombra de la conciencia de todos los adultos que
miran hacia otro lado, sino de darle una dimensión afectiva y por ello también colectiva. El dolor
ya no es un padecimiento privado y ajeno al que es fácil destratar como si fuera un asunto que
solo le concierne a quien lo padece. Ahora todos los actores que rodean a Lisa pueden ser
significativos para tramitar su malestar porque juntos comparten un horizonte de sentidos. Lisa
no está sola, como ninguno de nosotros, la existencia propia siempre se entreteje con la de los
demás.

Para seguir pensando…

Hemos iniciado estas reflexiones justificando nuestra decisión de hacer filosofía a partir
de un episodio de Los Simpson, con lo cual pretendimos reivindicar la actitud filosófica como
aquella que se dispone a mirar de otra forma lo que la rodea, en este caso, las ficciones y por
qué no, la propia vida. Nos acercamos, a su vez, a perspectivas no biologicistas sobre el ser
humano para pensar juntos la responsabilidad de la construcción de la propia vida en relación
con la de los demás. Tras advertir el desarraigo del hombre respecto de la naturaleza señalamos
esta condición de apertura como una posibilidad de ir haciéndonos y transformándonos.
Instalarnos en el mundo humano implica lidiar con la existencia a sabiendas de que no está todo
ya previsto por la biología ni la genética. El dolor, la angustia, forman parte de esos episodios de
nuestra vida que sacuden el precario mundo que habitamos. Pero lo interesante es que hay
formas de mirar el dolor y en consecuencia de tramitarlo. La modernidad, con el avance de la
medicina ha iniciado una campaña sin marcha atrás en contra del dolor a través de
medicamentos y anestesiantes que, hasta el día de hoy, consumimos compulsivamente. Esta
manera de encarar el dolor supone no vincularlo con otras dimensiones de la vida misma ni con
padecimientos morales, ni afectivos. En este sentido el dolor se vuelve fácilmente localizable y
por ello fácilmente extinguible. No resulta un síntoma que nos da que pensar como el signo de
un proceso que no tiene por qué ser privado, sino más bien, se presenta como una anomalía
que conviene erradicar sin tener en cuenta su relación con otros padecimientos exclusivamente
humanos. En este contexto La depresión de Lisa nos llama a la reflexión porque se presentan
diversas comprensiones del dolor de la mano de distintos personajes que intentan aproximarse
a lo que le pasa a Lisa. La niña de 2do grado no puede sonreír, no puede jugar, no puede seguir
con su vida, porque ha descubierto algo de aquella existencia desgarrada, ella siente algo
quebrado, está en juego lo social y una trama de sentidos en la que no está integrada; su
sufrimiento está por fuera del sentido común. Lisa, por fuera de los sentidos compartidos, está
lejos de casa, sin morada, es una extranjera que no tiene dónde descansar. Tal vez, la amistad,
la música, el amor, sean aquellos inventos humanos a través de los cuales sea posible tramitar
el dolor que conlleva vivir, tal vez, sean estos bálsamos los que le muestren el camino de regreso
a casa.

Después de haber compartido la experiencia de ver juntos este episodio y de abrirlo a


nuestras intervenciones y preguntas, creemos que vale la pena experienciar la vida, los textos,
las series, con las herramientas que la filosofía nos acerca porque de ese modo es posible
ampliar horizontes de comprensión, enriquecer el modo que tenemos de ver el mundo, a los
demás y a nosotros mismos. La filosofía nos permite así ensanchar la imaginación, ensanchar el
pensamiento, ensanchar la existencia, tanto la propia, como la ajena. Este ensanchamiento del
mundo significa también un ensanchamiento de nuestras capacidades de disfrutar de lo que nos
rodea.

Carolina Garolera

Integrantes Meta Pensá´

Agustina Utrera Vargiu

Carolina Garolera

Ezequiel Braunstein

Ezequiel Salum

Federico Escobar

Iván Gavriloff

Mariana Salvatore (Simona)

Mercedes Lizondo

Sebastián Díaz

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