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La esencia de la chilenidad

Preprint · December 2018


DOI: 10.13140/RG.2.2.21752.70408

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José Tomás Alvarado


Pontifical Catholic University of Chile
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La esencia de la chilenidad

José Tomás Alvarado Marambio
Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile
Av. Vicuña Mackenna 4860, Macul – Santiago, 7820436, Chile
jalvaram@uc.cl / jose.tomas.alvarado@gmail.com


Nada que tenga historia, tiene una esencia, me ha dicho un amigo. Parecen ser unas
palabras de Nietzsche, pero no he buscado la referencia exacta. Este ensayo va
directamente contra la lección metodológica recomendada por el adagio, y ello
requiere cierta justificación. La justificación es simplemente la indicación de ciertas
circunstancias que hacen especialmente favorable la descripción de un problema. Soy
chileno y he vivido –hasta ahora- siempre en Chile. Ahora, me encuentro en Escocia
por unos meses como investigador visitante y en la distancia he constatado como una
serie de intuiciones dispersas comienzan a tomar sentido y unidad. Esto no sería más
que anécdota si no fuese porque existe un motivo de principio para que esta súbita
claridad haya surgido. Es frecuente la experiencia, por ejemplo, del hablante de un
idioma que llega a tomar consciencia de él sólo cuando se toma el trabajo de tratar de
comprender un idioma ajeno. La perspectiva que uno se ve obligado a adoptar al
tratar de hacer propio un lenguaje, modos de expresión, modos de formulación del
pensamiento, resonancias afectivas e imágenes recurrentes ajenas, facilita también
que se comience a utilizar una perspectiva semejante respecto de la lengua materna.
Entonces, las cosas que siempre se han dicho, quizás de manera irreflexiva, comienzan
a perfilarse como verdaderas formas de comparecer el mundo ante una cultura y
como formas –también- de la auto-comprensión de seres humanos en su cultura.
La cuestión admite la siguiente formulación general: el fenómeno de la
comprensión se produce normalmente en una suerte de dialéctica de extrañeza y
familiaridad en la que ambos momentos son necesarios, complementarios y se dan en
conexiones recíprocas. En aras a la precisión, es posible caracterizar la noción de
comprensión como el estado de hacerse inteligiblemente con algo. No pretendo que
ésta sea una definición especialmente iluminadora. De hecho, simplemente juega con
viejas metáforas del comprender como “tomar”,”abrir”, “ver”, “oir” que tratan de hacer
más cercano el fenómeno remitiendo a experiencias cotidianas en interacciones con
objetos físicos. Piénsese ahora en qué es lo que significa comprender a una persona.
Hay un ser humano frente a nosotros, lo sabemos por sus contornos físicos y por su
comportamiento observable. En tanto ser humano, postulamos en él un universo de
creencias, deseos e intenciones que hacen explicable su conducta. Sin embargo, al
mismo tiempo, ese ser humano al hacérsenos familiar como un ser humano, esto es,
como un miembro de la especie humana, se torna algo frente a lo que estamos
indiferentes. Es sólo un ser humano más. Ahora bien, el siguiente paso es que ese ser
humano que es familiar en cuanto humano, se nos torne súbitamente extraño. ¿Por
qué? Porque comenzamos a considerar todo lo que no sabemos de su universo
interior de creencias, deseos e intenciones. Sabemos que tiene creencias, deseos e
intenciones, pero no sabemos qué es lo que cree, por qué cree lo que cree, qué desea,
qué quiere. La persona que antes era sólo uno más, indiferente, anodino e insípido,

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sólo un cuerpo con el que hay tratar de no chocar en la calle, se convierte en un ser
humano “extraño”, un misterio que nos invita a ser resuelto. Sólo desde esta extrañeza
respecto de algo que nos resulta familiar, puede destacarse la nueva familiaridad
cuando ese universo comienza a ser explorado.
Considérese ahora lo que sucede con una persona que nos resulta familiar
porque tenemos cierto conocimiento de sus creencias, deseos e intenciones. “Éste es
NN, tiene n años de edad (o algo así), trabaja en esto, tiene esta religión, éstas son sus
ideas políticas. Sí, es buena persona.” NN no es ningún misterio para nosotros. NN nos
es familiar. Al mismo tiempo, NN se torna algo desconocido, precisamente por ser tan
familiar, pues llegamos a suponer que nada más hay que necesite ser explorado o que
sea interesante de ser explorado. Su presencia se comienza a tornar algo dispensable
(también puede tornarse molesta, una suerte de impertinencia continua). En este
punto, lo familiar desaparece porque es familiar, lo vemos siempre y, por eso, no lo
vemos. Está tan cerca de los ojos todo el tiempo que nunca reparamos en ello y puede,
por esto, llegar a ser el más importante desafío. Más importante que descubrir
galaxias lejanas o una nueva ley de la naturaleza. Es obvio que el tipo de entidad
respecto de la cual cada uno de nosotros más se encuentra en esta situación de
familiaridad y desconocimiento, de cercanía y ocultamiento, somos nosotros mismos.
Estructuralmente, cada uno de nosotros para sí mismo es lo que puede ser mejor
conocido, en algún sentido, pues es lo más familiar, pero es también estructuralmente
lo más desconocido, pues se oculta con tanta más fuerza como que es familiar. No en
vano la sabiduría délfica ha propuesto el conocimiento de sí mismo como una tarea
que debe ser conseguida con esfuerzo. Si fuese obvia, no merecería ser recomendada
(imagínese la recomendación: “respire”).
Normalmente, esta situación de cercanía y ocultamiento se resuelve con un
momento de extrañeza: la persona que nos es familiar nos comienza a resultar
súbitamente extraña. No la conocemos enteramente, hay ahí tesoros escondidos que
no imaginábamos. Esto sucede habitualmente con experiencias particularmente
negativas o –por el contrario- con experiencias particularmente positivas. Penas y
alegrías son índices de resonancias interiores. De hecho, son nuestros tipos de
resonancia para lo que nos resulta importante de la realidad. La persona familiar que
nos provoca alegrías o tristezas, se nos torna también extraña. La extrañeza es
condición de posibilidad para una nueva comprensión.
En resumen: todo aquello que llega a ser comprendido, llega ser comprendido
sólo en tanto nos resultaba extraño. Todo aquello que nos resulta familiar, no nos
resulta extraño y, por tanto, no existe la condición de posibilidad para un nuevo
evento de comprensión. Esto es lo que los autores clásicos han llamado “admiración”.
No quiero decir aquí que la familiaridad es “inconveniente”, “negativa” o “mala”.
Simplemente trato de describir los rasgos más simples de cómo llego a comprender
algo. Pues bien, es obvio que todo esto es aplicable al caso de una nación. Estando lejos
de Chile, comencé a verlo como algo muy extraño y esa ha sido la ocasión para un
evento de comprensión. Esa comprensión no es fácil; todo lo contrario, puede ser lo
más difícil para un ejercicio de hermenéutica histórica y sociológica.

Esencia e historia

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¿Por qué razón la posesión de una historia precluye la posesión de una esencia? Existe
un tipo de explicación bastante tradicional para esta separación. La esencia de X es el
conjunto de notas conceptuales que hacen que X sea X. Esto es, es el conjunto de notas
conceptuales que permiten reconocer a algo como un X y tal que, si ese algo no
poseyera tales notas, entonces no sería un X. No conviene aquí y ahora hacer
asociaciones entre la esencia (entendida de este modo) y el significado de las palabras,
ni tampoco hacer asociaciones sobre el tipo de conocimiento que puede tenerse de la
esencia de algo. El conocimiento de las esencias no tiene por qué ser a priori. Ahora
bien, consideramos que la historia de X es el conjunto de acontecimientos que han
afectado a X –o en los que X ha afectado- a lo largo del tiempo. Pueden ser parte de
este conjunto los acontecimientos que han llegado a hacer aparecer X de no-X, pero
obviamente también incluye los acontecimientos en que X ha intervenido y que ni
hacen que X aparezca por primera vez, ni hacen que X desaparezca para siempre. Algo
que posee historia, esto es, que es susceptible de recibir una descripción de sus
acaecimientos en el tiempo, es algo que debe estar en el tiempo. Una nota conceptual
no es algo que se encuentre en el tiempo, aunque puede describirse cómo es que a lo
largo del tiempo hemos llegado a comprender cierto concepto, pero el concepto en sí
mismo no es un tipo de entidad respecto del que la aplicación de las categorías
temporales tenga sentido. Luego, no tiene sentido hablar de la historia de una
concepto, más que de manera muy derivativa e impropia. Pero la esencia de algo es su
concepto. Luego, no puede haber historia de la esencia.
Sin embargo, esa no fue nuestra pregunta. Nuestra pregunta no fue por qué no
puede haber historia de un concepto, sino por qué no puede haber esencia de algo que
tiene historia. Esto sí resulta curioso, pues es perfectamente concebible la existencia
de una entidad, sea un X, tal que ese X posee una historia, pues se encuentra en el
tiempo, y al mismo tiempo existe un conjunto de notas conceptuales que hacen que
ese X sea X. Por ejemplo, mi gato Micifuz es un gato, y en tanto gato posee una
naturaleza de gato que hace que sea gato y no otra cosa. Esto no impide que el gato
Micifuz posea una historia y que sea posible describir cuándo y dónde nació, quiénes
fueron sus padres (el Gato con Botas y la Gata Carlota) cuáles han sido sus principales
cualidades y defectos, sus mejores cacerías, etc. Esto es obvio. Sin embargo, lo que
probablemente pretende decir Nietzsche (o quien sea) es que aunque en cuanto
entidad de una cierta clase X, el X del que se habla, posee una esencia que puede ser
descrita, en tanto es este individuo particular, no posee esencia. Es ese individuo
particular el que se ve envuelto en el tiempo, el que afecta y es afectado, y aquel de
quien puede ser relatada una historia.
En otras palabras, de lo que hay historia no hay esencia, porque lo que tiene
historia es siempre un singular y sólo hay ciencia de lo universal. La posición filosófica
que sustenta el principio de Nietzsche es una sofisticada elaboración metafísica sobre
el modo de ser de un ente particular. La esencia es el conjunto de notas conceptuales
en virtud de las cuales puede ser descrito, identificado y conocido algo como tal algo.
Para esta posición metafisica, la indicación de aquello que hace que un individuo
singular sea tal individuo singular y no otra cosa distinta no puede ser la indicación de
ciertas notas conceptuales. No existe –para el principio Nietzscheano- un conjunto de
notas conceptuales tales que sean necesarias y suficientes para definir un individuo
singular X, en tanto es ese individuo singular X. Sólo hay esencia de lo universal. La

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indicación y comprensión del individuo singular, por otra parte, tiene que proceder no
mediante notas conceptuales sino con una paciente descripción de rasgos
individuales, lugares, tiempos, sucesos: historia. Nótese que esta tarea de descripción
funciona normalmente no mediante la indicación de notas conceptuales universales,
sino con la referencia a lugares, tiempos y sucesos singulares, tan singulares como el
individuo que pretende ser descrito. En otras palabras, la historia procede poniendo al
individuo en un tejido de relaciones con otros individuos y al hacer esta posición
logra, con más o menos éxito, describir al individuo singular.
Lo que todo esto significa es que el proyecto de hallar la esencia de lo chileno es
un proyecto utópico y condenado al fracaso desde su mismo nacimiento. La esencia de
lo chileno, tendría que ser el proyecto de indicar el conjunto de notas conceptuales en
virtud de las cuales Chile es Chile. Por derivación, este conjunto de notas permitirá
comprender por qué si algo o alguien posee ciertas notas conceptuales
(adecuadamente relacionadas con la esencia de Chile) es chileno y por qué si carece
de alguna de ellas no es chileno. De acuerdo al principio de Nietzsche, lo más que se
puede esperar es hacer indicaciones del tipo: Chile es una república, posee un
ordenamiento jurídico y una república es esto y un ordenamiento jurídico es esto otro.
También podemos decir que Chile es una nación, y una nación es esto. Sin embargo, si
se pretende avanzar un poco más allá, entonces nos encontraremos con que no se
puede decir nada más que lo que los historiadores dicen. Chile es nada más por sobre
y por detrás del conjunto de sucesos que –de hecho- han acaecido a eso que llamamos
Chile y que han hecho que Chile sea Chile. Chile es nada más que su historia. ¿Quiéres
saber cuál es la esencia de lo chileno? Pues bien, la respuesta del nietzscheano es: ve a
los grandes historiadores chilenos que han sido la voz de la auto-consciencia de Chile.
Chile es el conjunto de lo que ha acaecido a Chile y en Chile a lo largo del tiempo. Nada
más.

Esencias singulares

No estoy de acuerdo con el principio nietzscheano. Este desacuerdo no puede tener su
origen sino en una forma diferente de concebir una “esencia” y la naturaleza del
pensamiento aplicado a lo singular. Aunque no es posible entrar a detallar aquí los
motivos del desacuerdo, la idea central de la tesis que aquí se propone es que, aunque
no resulta posible (en principio) indicar una serie de notas universales que
especifiquen de manera necesaria y suficiente aquello que es ser un individuo
determinado, sin embargo, no está adecuadamente justificado que los recursos que
posee nuestro aparato teórico para tratar con lo singular no sean suficientes para una
especificación de la esencia de un individuo. Probablemente, la referencia a ciertas
relaciones constitutivas con otras entidades singulares sea completamente
irreductible. Esto no es realmente una dificultad. Si existe de verdad tal referencia
irreductible a lo concreto, entonces la tarea teórica consistirá en determinar con
precisión de qué tipo de entidades se trata, cuáles entidades exactamente y cuál es el
modo de conexión. En otras palabras, el principio nietzscheano que prohibe de
manera general la existencia de un núcleo inteligible para un ente singular en cuanto
tal, puede ser tomado como una veda para el ejercicio de nuestra comprensión. Y esto
es incorrecto. El hecho de que no parezcan existir notas generales para determinar la

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esencia de, por ejemplo, Chile no puede tomarse como razón para pretender que todo
lo que acaece es accidente, anécdota y finalmente se encuentra nivelado
cualitativamente con todos los restantes hechos históricos.
Mi alegato de fondo es que existe una esencia de Chile, que todos los chilenos
obramos en cuanto tales con una comprensión, implícita si se quiere, de esta esencia,
que esta esencia puede ser descrita mediante un lenguaje finito y culturalmente
situado (¿qué otra cosa?) y que esta comprensión se manifiesta de manera crucial en
las diferencias y preferencias sobre lo que Chile debe ser. Es obvio, por lo demás, que
todas estas consideraciones son perfectamente generalizables para todo tipo de
objeto de estudio de las ciencias sociales. Mi argumentación central es que hay una
concepción de fondo de lo que Chile realmente es y lo que Chile –en consecuencia-
debe ser. La posesión o la manifestación de esta concepción de fondo es un rasgo
decisivo de aquello en que consiste el ser chileno. Lo que viene a continuación, si se
quiere, es una primera contribución a la dilucidación de esta cuestión capital. Es
posible que mi análisis sea incorrecto, que mi juicio esté nublado por la pasión y el
orgullo. Es posible también que mi conocimiento histórico y mi conocimiento de las
condiciones culturales, sociales y políticas de Chile sea muy inexacto. En todo caso,
todos estos no son motivos para abandonar el proyecto teórico de contestar la
pregunta: qué es Chile.

¿Qué es Chile?

Hay ciertos aspectos del ser de Chile que parecen encontrarse muy en la superficie.
Son rasgos genéricos, pero que permiten ir discriminando el sentido y la dirección que
debe tener esta indagación. Chile es una sociedad política y un tipo de sociedad
política conocida ordinariamente como un estado ligado a una nación. Para especificar
estas ideas un poco más, la teoría tradicional acude a ciertas nociones
complementarias: un territorio, una población, un sistema jurídico que articula el
funcionamiento de un gobierno y que es articulado –a su vez- en buena medida por las
vicisitudes que acaecen al poder político. Cuando la teoría tradicional hace apelación a
estos elementos está básicamente en lo correcto. No se pretende aquí la reforma de
este tipo de respuesta, sino su complementación con una intuición más profunda. La
enumeración de estos elementos frecuentemente varía entre distintos autores, pero la
concepción de fondo sigue siendo siempre la misma. Las condiciones de identidad de
una sociedad política dependen conjuntamente de las condiciones de identidad de
territorios, población y sistema jurídico-poder político. Esto es, el criterio que existe
para pensar que estamos en presencia de una misma sociedad política son que
estemos en presencia de un mismo grupo de personas humanas, en un mismo
territorio y con un mismo sistema jurídico-poder político.
Resulta curioso constatar cómo la aplicación demasiado restrictiva de estos
criterios –bastante aceptados- llevan a la desagradable conclusión de que no es éste el
mismo país que existía en 1810, que no existe debida continuidad histórica entre ellos.
La conclusión que debe sacarse de este estado de cosas es que: (i) los criterios
requieren reforma, naturalmente. Debemos aferrarnos a la intuición histórica de que
existe continuidad entre el Chile de 1810 y el Chile de 2010, de que son el mismo
Chile, la misma sociedad política; (ii) esta reforma motivada por nuestra intuición

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histórica muestra también que no son las consideraciones de territorio, población y
sistema jurídico-poder político, las que se han tenido realmente en vistas para pensar
que Chile en 1810 es lo mismo que Chile en 2010, como una semilla es –en cierto
sentido- lo mismo que el árbol que luego crece de la semilla. La articulación de esta
intuición histórica es lo que dará la clave para poner de manifiesto nuestra
comprensión de la esencia de Chile.
Si se atiende a los criterios más plausibles para identificar un territorio, estos
consisten en sus límites espaciales. Pues bien, obviamente Chile poseía un territorio
diferente en 1810 del que posee ahora. Si se atiende, por otro lado, a la población,
obviamente las personas que habitaban Chile en 1810 son distintas de las que la
habitan en 2010. Si se aplica este criterio de manera demasiado estricta, entonces
cada vez que nace o muere un habitante, se modifica la sociedad política. Parece más
razonable pensar que conforman una población todos aquellas personas que poseen
un origen biológico común, esto es, que descienden de un conjunto determinado de
personas. Pues bien, la introducción continua (aunque no masiva) de personas
extrañas a la población de Chile hace que este criterio falle. Por último, si se atiende a
la identidad del sistema jurídico, no es necesario recordar aquí las vicisitudes de
nuestra historia constitucional. Todos estos criterios son insuficientes para dar
sustancia a la idea de que Chile es una unidad política desde el siglo XIX, por lo menos,
y hasta la actualidad. ¿Qué es Chile, entonces?
Pienso que puede ser más fructífero considerar las cosas desde esta otra
perspectiva. Chile es una sociedad política. Una sociedad política es un cierta
comunidad de personas para la consecución mediante los esfuerzos conjuntos de un
bien o finalidad que sólo se puede alcanzar mediante estos esfuerzos conjuntos. Este
bien común, o bien en el que participan todos los miembros de la comunidad y que es
constituido por el bien de cada uno de los miembros de la comunidad, es el bien de la
sociedad. No se trata de un bien por encima y al margen del bien de las personas que
integran la sociedad política, sino que se trata del mismo bien de las personas que
integran la sociedad política y que sólo se puede conseguir como parte de esa
sociedad. La sociedad política es constituida por la posesión común de un bien y existe
para la consecución, conservación y promoción de ese bien común. La idea nuclear es,
entonces, la siguiente: la respuesta a la pregunta de qué es Chile es la respuesta a la
pregunta sobre cuál es el bien que participamos en común y que constituimos en
común y que ha sido continuo desde 1810 a 2010 (por ejemplo). Todo esto requiere,
naturalmente, un poco más de explicación.
Piénsese en un artefacto cualquiera, por ejemplo, en un lápiz (como éste que
tengo ahora en frente mío). ¿En qué es lo que consiste el ser lápiz para este lápiz? Por
supuesto que existe un componente importante en aquello que explica el ser del lápiz
y que tiene que ver con los materiales de que está el lápiz hecho: éste es de plástico,
muy barato, y tiene una pasta líquida con una bolilla que la dispersa sobre el papel
formando trazos relativamente continuos. Sin embargo, es decisivo para el ser del
lápiz en tanto lápiz la configuración de todos estos materiales para que el conjunto o
agregado sea apto y adecuado para la función que el lápiz está llamado a cumplir. Esta
misión del lápiz es su esencia. El lápiz está para escribir y es por referencia a todo el
plexo de realidades que vienen implicadas en el escribir que el lápiz tiene sentido. Si
no hay escritura, entonces sencillamente no hay lápiz. La finalidad estructura el

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conjunto de elementos de manera que posean una determinada configuración. Esta
finalidad es también decisiva para comprender el obrar del agente o de los agentes
que han establecido esta configuración. En un sentido muy preciso, el ser y la esencia
del lápiz son la escritura. Pues bien, es este modelo de análisis el que se va a desplegar
para comprender la esencia de Chile.
Una sociedad política es, en algún sentido, un artefacto constituido por el
designio libre de sus integrantes, renovado a cada instante en su perseverancia en el
proyecto de consecución de bienes comunes. La sociedad está constituida para la
consecución de bienes, como son los bienes materiales básicos requeridos para la
supervivencia y la paz pública en la que es posible la realización de las actividades y el
establecimiento de las instituciones que aseguran esta supervivencia. Sin embargo,
una sociedad política también está constituida para otro tipo de bienes que están por
encima de los requerimientos básicos. Muchos autores han hablado de que las
comunidades más básicas están constituidas para vivir, mientras que las comunidades
más desarrolladas están constituidas para vivir bien. Ese vivir bien supone la
alimentación, la protección respecto del clima y la defensa de agresiones físicas
abiertas, pero existe además para otro tipo de realizaciones. Los bienes comunes más
importantes son bienes especialmente comunes, pues poseen una vocación intrínseca
a la comunicación. Son bienes que no se agotan porque alguien participe de ellos. En
cambio, los bienes más materiales no admiten esta participación compartida, un trozo
de pan que come un hambriento es un trozo de pan que otro hambriento no puede
comer. Pero, un poema apreciado por un hambriento es un poema que más fácilmente
podrá apreciar otro hambriento.
Los bienes comunes de la amistad, el conocimiento de la verdad, la experiencia
estética de la belleza y el juego son bienes que no se agotan porque alguien participe
de ellos. Si escucho un concierto, el hecho de que yo lo escuche no impide que otros lo
escuchen. Si aprecio un hermoso teorema matemático, el hecho de que yo haya
llegado a comprenderlo no es impedimento para que otros también puedan
comprenderlo. Es más, como yo he llegado a comprenderlo, las posibilidades de que
otro llegue a comprenderlo son ahora mayores. Los bienes comunes son bienes que
tienen de por sí la vocación de comunicarse. Son bienes que poseen intrínsecamente
una estructura cooperativa, pues la participación de los otros en ellos está trabajando
para la mía y mi participación trabaja para los otros. Una sociedad política está
constituida para la participación de estos bienes y está además constituida por la
participación de estos bienes.
No se trata de que la sociedad política esté ya hecha por ciertos vínculos
“externos” –si es posible llamarlos así- entre sus miembros, los que además, ahora
podrán participar de bienes comunes más altos. No. Se trata de que la comunidad es
forjada por bienes que se participan en común. La común participación en cierta
verdad es lo que conforma una comunidad de maestros y discípulos, por ejemplo. La
común participación en el bien de la amistad es lo que conforma, por ejemplo, una
familia. Una sociedad política no es ni un territorio, ni un conjunto de personas, ni un
montón de códigos amarillentos, ni un ejército de funcionarios afanados en cubiles de
grises edificios. Una sociedad política es el evento de participación de un bien común,
en el que todos contribuyen dando y recibiendo, y luego –de manera derivativa y por

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extensión- las instituciones, lugares, tiempos, cargos, reglas y medios técnicos que
permiten y facilitan este evento.
Un buen símil es el de una fiesta. Piénsese qué es lo que constituye la fiesta. Se
puede poner un bonito lugar, ni muy fresco ni muy caluroso. Comida y bebida ricas y
abundantes. Buena música. Un conjunto de personas. Y todo esto puede ser
perfectamente aburrido, terrible y mortalmente aburrido. Todas esas son condiciones
materiales que pueden facilitar el evento de una fiesta, pero no lo constituyen. La
fiesta surge porque hay gente celebrando, alegre y manifiestamente alegre. La gente se
alegra porque hay una fiesta y esta alegría es lo que constituye la fiesta. ¿Cómo se
contribuye a una fiesta? ¿Con un saco de comida? Pues sí, esa es una contribución. Sin
embargo, la mejor contribución es la propia alegría y buen humor, pues esto es lo
verdaderamente indispensable que nadie podrá aportar por nosotros. Dicho en otros
términos: ¿es posible hacer una fiesta en la mitad del desierto, sin comida ni bebida ni
música ni bonitos espacios? Definitivamente, sí. Para una buena fiesta bastan
compañeros con alma liviana. El punto, entonces, en lo que a nosotros concierne es el
siguiente: Chile es algo así como una gran fiesta.
La pregunta por el ser de Chile, entonces, es una pregunta que adopta ante
nosotros una forma cada vez más precisa: ¿qué bien común es el que participamos en
Chile y el que constituye a Chile como la sociedad política que es?

Rastros de la esencia

La cuestión de la esencia de Chile tiene que ver con un designio, idea o concepto cuya
posesión hace que las personas, instituciones y eventos adquieran un sentido. La idea
o designio en que Chile consiste ordena los lugares y los tiempos, e impone un ciclo
para el círculo de las actividades humanas. Esa idea o designio consiste en la
participación de un cierto bien. Ese bien no puede ser concebido como un bien cuya
participación no sea cooperativa. Los bienes que constituyen a Chile y que llenan de
contenido su idea son bienes que pueden ser participados por muchos al mismo
tiempo, engendran auténticas comunidades entre todos aquellos que tienen parte
conjunta y cooperativamente en él y tienen una vocación comunicativa intrínseca.
La esencia de Chile debe ser una esencia única, no un simple conglomerado de
bienes, de acuerdo a la unidad del fenómeno histórico chileno que se pretende hacer
inteligible. No puede ser la esencia de Chile un conjunto de momentos de plenitud y de
florecimiento que de hecho tienen chilenos y en el territorio de Chile. Debe ser la
consumación de la idea en el evento, la plenitud humana alcanzada como
consumación de la idea. Varias consideraciones críticas pueden surgir en este
momento que requieren aclaración: no se entiende bien en qué sentido ha de haber un
bien constitutivo de Chile, a menos que sea en el sentido trivial de que es la
denominación de cualesquiera bienes son participados en Chile y por causa de Chile.
No parece claro, tampoco, el tránsito súbito y, aparentemente no motivado, entre un
cierto bien y una “idea” sobre la participación de tal bien. Parece razonable imponer
una distinción entre el proyecto de participar en un cierto bien y la participación
efectiva en él. Se tratarán estas cuestiones por parte, comenzando con la segunda que
parece una objeción más seria.

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Se ha dicho aquí que una comunidad de seres humanos se constituye para la
consecución de una finalidad, que puede ser de las más simples, básicas y pedestres o
de las más sofisticadas o las más fundamentales. Existen comunidades constituidas
para jugar un partido de fútbol, para celebrar una fiesta, para hacer una clase, para
formar una empresa, pero también para la vida buena de una nación como Chile, o la
salvación religiosa en la vida eterna. Es obvio que, en todos estos casos, proviniendo la
comunidad de cierta voluntad libre de sus integrantes, puede decirse que la esencia de
la comunidad está constituida por el motivo objetivo que justifica su formación, esto
es, por cierto proyecto de consecución de un bien, sea un buen partido de fútbol o una
vida plena o feliz. Se dice aquí “motivo objetivo” porque un integrante de una
comunidad puede adherir a ella con motivaciones extrañas que oscurecen la finalidad
de la empresa común que da sentido efectivo a esa comunidad. Si las motivaciones
extrañas del sujeto van contra la motivación objetiva de la comunidad, parece más
razonable decir que ese miembro no es realmente un miembro de la comunidad (un
jurista diría, tal vez, “la incorporación es nula”). Por ejemplo, si me enrolo en el
ejército para conseguir información y transmitirla al enemigo, en realidad, no soy
parte de esa comunidad, aunque externamente no parezca así. Es más, la apariencia de
participación hace ese acto de oposición mucho más ruin y despreciable que la
enemistad abierta. Ese acto es llamado traición. Pues bien, el proyecto que es la
esencia de una comunidad puede ser concebido como la anticipación del bien que será
participado, pero ello no es el bien participado. ¿No es más razonable mantener estas
dos cosas separadas?
En algún sentido, existe una diferencia fundamental entre el proyecto y su
ejecución, pues si el proyecto está ya ejecutado, entonces el proyecto como tal –como
despliegue de energía para conseguir un objetivo- no tiene ningún sentido. En otras
palabras, constituimos comunidades para la consecución de diversas clases de bienes,
porque necesitamos participar de ellos y porque solos no lo haríamos. Es la distancia
entre proyecto y bien lo que explica toda la realidad de la vida humana en sociedad.
Todo esto es cierto y atendible, sin embargo, existe otro respecto en el que conviene
también situar las cosas, especialmente, para comprender la esencia de Chile. Aunque,
el proyecto no es aún su ejecución, existe cierta semejanza fundamental entre el
proyecto y su ejecución, esto es, el proyecto de llegar a constituir X es precisamente el
proyecto de llegar a constituir X. En otras palabras, la concepción de qué es el
proyecto depende desde un punto de vista conceptual de la comprensión de qué es
aquello que se pretende constituir mediante él. La finalidad que reúne los esfuerzos
comunes en una comunidad es el núcleo de la concepción de qué es lo que esa
comunidad realmente es. Es efectivo que esa finalidad se da aquí bajo cierta
modalidad: es una finalidad todavía no concretada, todavía no efectiva, pero la misma
idea de proyecto sólo vive porque es tendencia a lo concreto y efectivo de lo
proyectado. Por ejemplo, la construcción de una casa es inteligible por la casa, aunque
todavía no esté construida. Es la casa completa, acabada en sus detalles lo que da
sentido al movimiento incansable de los albañiles, los cálculos del ingeniero y las
indicaciones del capataz. El plano de la casa que se está construyendo no es todavía la
casa, evidentemente, pero –en algún sentido- el plano como expresión y formulación
del pensamiento creativo del arquitecto es lo más cercano a la manifestación de la

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casa íntegra y real y, tal vez, lo más apropiado para la comprensión de todo el
fenómeno de una construcción.
En el caso de una sociedad política este tipo de concepción también es
aplicable, pero reviste aquí una complejidad considerablemente mayor. Esta mayor
complejidad tiene que ver con la naturaleza de lo que se pretende constituir. Piénsese
en la diferencia de una casa y la vida plena de un ser humano. La casa es una cierta
obra que se va constituyendo por etapas espaciales acumulativas, una junta a la otra,
hasta completarla por entero. Una vez que la casa está constituida ya no requiere
constituirse de nuevo (a menos que sea positivamente destruida). La situación es muy
diferente con un ser humano, pues un ser humano ve constituida su vida por ciertas
instancias que no se acumulan una junta a la otra, sino que siempre –por decirlo de
alguna manera- se ve enfrentado al imperativo de construirse de nuevo. El bien
propiamente humano no es un bien que se vaya a poseer de manera estable, no es
posible “jubilarse” o “retirarse” de la propia humanidad para gozar de rentas
acumuladas. No hay acumulación posible que pueda sufrir el transcurso del tiempo y
la muerte constante que éste trae consigo. El gozo que provocan el conocimiento, la
amistad, la contemplación de la belleza o el juego no son ciertas “cosas” que quedan de
una vez ya constituidas, sino que son eventos que se alcanzan luego de un ejercicio de
la libertad y que sólo pueden sostenerse en el tiempo mediante un esfuerzo siempre
renovado una y otra vez. Es efectivo que el transcurso del tiempo engendra sendas
familiares por las que discurre la libertad muchas veces ejercitada en los eventos de
participación del conocimiento, la belleza o la amistad, pero estas sendas familiares
son sendas que deben ser una y otra vez recorridas. El camino a Roma está hecho por
las muchas pisadas de muchos viajeros, pero yo no estoy en Roma sólo porque hay un
camino, sino que porque he caminado. Del mismo modo, la existencia de hábitos –
virtudes- y de instituciones que facilitan la consecución repetida de estos eventos de
participación en el bien, no son el bien que es alcanzado en estos eventos.
Es propio de un ser humano una estructura de existencia en la que los actos
mediante los cuales se constituye la participación en el bien, requieren una repetición
continua. Es más, la vida se presenta para todo ser humano siempre bajo el carácter
de ser una exigencia. Es la exigencia de alcanzar el bien que aquí y ahora se ofrece y
que no se puede conseguir sino en la atención al aquí y al ahora, a la perfección de mi
actividad libre y racional ahora. Una persona puede decidir “abdicar” de su propia
vida y de todos los bienes, permanecer en la cama para siempre sin querer obrar, ni
pensar, ni desear, pero todas estas cosas ya son una decisión. No existe opción entre
decidir o no decidir. Estamos condenados a ser libres y éste es nuestro sino del que no
puede se puede escapar. Nuestra propia vida tiene tal carácter que se fragua a cada
instante por nuestras decisiones libres y este carácter no se encuentra bajo nuestro
alcance. Decidimos y nos decidimos a cada momento, lo queramos o no. Piénsese
ahora que una sociedad política no está constituida para algún bien que sea menos
que la plenitud humana de sus partícipes. Una sociedad política está constituida para
la consecución repetida de los eventos de participación en los bienes más altos de
conocimiento, amistad y belleza. No se trata de que debe solamente facilitar su
consecución repetida, con instituciones, tiempos, lugares, caminos y fiestas, con
educación de virtudes y paz pública. Se trata, además, de la efectiva participación en

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los eventos de la aparición de la verdad, de la contemplación de la belleza y la
consumación de la amistad.
Siendo las cosas así, una comunidad política no tiene la estructura de una
empresa que ha de disolverse una vez que esté ejecutado el proyecto, porque es parte
esencial del proyecto que nunca podrá acabarse. Sin embargo, tal es el carácter de las
cosas humanas, aunque estructuralmente el proyecto nunca pueda “terminarse” de
manera definitiva, el mejor modo de malograrlo de manera definitiva es dejándolo
pasar, porque eso es dejar pasar nuestra propia humanidad. Ser hombres para
nosotros es estar sometidos a la tarea de construirnos cada instante mediante nuestra
libertad. Libertad es la forma que adopta para nosotros el ser humanos.
Consideradas las cosas desde esta perspectiva, no debe resultar ahora extraño
que la distancia entre proyecto de participación de un bien y bien participado tienda a
cero, cuando se trata de una sociedad política constituida para la vida plena de sus
miembros. La idea o designio de lo que debe ser participado en virtud del
acabamiento del fin de la comunidad tiene como contenido los bienes de conocimiento
de la verdad, apreciación de la belleza y amor de amistad que han sido ya
participados. El ser de la comunidad se alimenta de los eventos de participación
conseguidos de los bienes fundamentales y es una proyección a la renovación
permanente de eventos con el mismo contenido. Una comunidad política vive de la
amistad, la verdad y la belleza y vive para continuar viviendo de la verdad, la amistad
y la belleza.
Ahora bien, en cuanto a la unidad del bien que constituye el proyecto que es
Chile, no tiene ningún sentido utilizar los criterios de población, territorio y
ordenamiento jurídico como criterios de identidad para especificar mediante ellos los
bienes constitutivos de Chile si es que tales criterios precisamente son incapaces de
dar cuenta de la unidad del fenómeno histórico chileno. Es necesario, por el contrario,
utilizar la unidad del proyecto como criterio de identidad para la determinación de la
unidad de territorio, población y ordenamiento jurídico en cuanto asociados al
fenómeno histórico unitario que es Chile. Como se ha indicado más arriba, la
indicación a un territorio concreto, largo y angosto, poblado de desiertos, valles,
montañas, fiordos y canales, la indicación de un grupo humano concreto habitando
este territorio y la indicación de un ordenamiento jurídico como dotado de validez
para este grupo humano y este territorio parecen, prima facie, elementos que tienen
directa relevancia para la esencia de Chile. Sucede, sin embargo, que tomados por sí
solos son insuficientes para dar cuenta del hecho simple de que Chile es un fenómeno
histórico idéntico desde 1810 (por lo menos) y hasta ahora. La intuición de todo
chileno, en cuanto chileno, es que Chile posee continuidad temporal desde entonces y
esta intuición básica la que debe ser explicada. Si ni el territorio, ni la población, ni el
ordenamiento jurídico son suficientes para dar cuenta de la identidad de un único
fenómeno histórico, entonces, ¿qué otra cosa queda sino la identidad de una única
idea o proyecto?
Poseemos intuiciones sobre esta idea o proyecto en los eventos en los que se
manifiesta como participación actual en bienes de verdad, belleza y amistad, pero
normalmente estos eventos de plenitud humana no son específicamente distintivos de
la esencia de lo chileno. Chile es una sociedad política constituida por y para la
participación en ciertos bienes cooperativos, vive de la amistad, la belleza y la verdad

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alcanzadas en momentos luminosos y se constituye en el espacio y el ámbito donde
estos actos de participación pueden ser una y otra vez repetidos y perpetuados. Una
fiesta, un momento de claridad al estudiar un problema, la contemplación de un
paisaje hermoso, la súbita intuición del cariño de otros y hacia otros, todas éstos son
eventos de cierta plenitud de humanidad que son posibles en el espacio engendrado
por Chile y –a su vez- constituyen a Chile como sociedad política. Sucede, sin embargo,
que no son especialmente indicativos de la esencia de Chile, porque sus condiciones
de identidad como eventos constitutivos de la chilenidad dependen de la existencia
previa de Chile como espacio en el que se generan y al que revierten. En otros
términos, la alegría de un instante de conversación con un amigo a quien queremos
bien, en una tarde tibia bajo la sombra de un viejo parrón, es un evento de plenitud de
humanidad que manifiesta –en alguna medida- la esencia de Chile como proyecto o
idea, pero sólo en el sentido de que ese evento de participación en el bien de la
amistad ha sido abierto por su inserción en Chile como sociedad política. Tal evento
de amistad no manifiesta de manera específica que es lo propio de Chile como
proyecto. Se requiere, por tanto, afinar la indagación hacia cierto tipo más particular
de fenómenos.

Guerras, héroes y batallas

El problema sobre la esencia de Chile presenta, entonces, el siguiente aspecto: qué
clase de eventos de participación en bienes y qué clase de bienes participados en estos
eventos son manifestativos de la unidad de la idea, designio o proyecto que es Chile.
Sabemos que Chile es una sociedad política y sabemos, por ello, que está constituido
en cuanto comunidad por eventos de plenitud de humanidad de sus partícipes y para
la perpetuación de estos eventos. Sabemos que estos bienes que son participados no
son nada menos que la vida plena de cada uno de los chilenos. Sabemos que, por la
estructura de estos bienes, se requiere que el proyecto de su consecución esté siempre
en marcha, nunca terminado aunque siempre consiguiendo su objetivo. No se puede
aspirar a nada distinto de esto, si el bien de que se trata es el bien de seres humanos.
Ahora bien, lo que no sabemos es qué es lo específico de la idea, designio o proyecto
de Chile tal que lo hace distinto de muchas otras sociedades políticas. Ya se ha
destacado que la mera indicación de elementos singulares como territorio, población
y ordenamiento jurídico son insuficientes, porque estos mismos elementos no son
capaces de dar cuenta de la unidad del fenómeno histórico. Una única idea, designio o
proyecto presta los criterios de identidad para determinar territorio, población y
ordenamiento jurídico. En otras palabras, el territorio de Chile es el territorio de Chile
porque es el territorio asociado con la idea, designio o proyecto de Chile, y no sucede
que la idea, designio o proyecto de Chile es tal porque es el proyecto asociado a este
territorio. Lo mismo vale respecto de población y ordenamiento jurídico.
Se requiere encontrar, entonces, el ámbito de fenómenos en el que lo específico
de la idea, designio o proyecto se haga patente. Para esto, creo que la vía más sensata
es apelar a lo que siempre ha resultado relevante para la historia de una sociedad
política. Muchas veces es posible encontrar cierta queja en los historiadores, en
especial de este siglo y del pasado, que los distancia de la historiografía tradicional. La
historiografía tradicional, para ellos, ha estado demasiado apegada a sucesos de

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historia política, dejando a un lado cuestiones que no tienen que tenerse por menos
importantes como la estructura económica y social, la mentalidad, la moda, la vida
privada o la cultura en general. Es obvio que todos estos otros aspectos son
susceptibles de ser tratados historiográficamente, pero no es menos obvio que la
historia de una sociedad política –que es lo que habitualmente hace un historiador-
debe dar cuenta de los eventos políticos relevantes para esa sociedad. ¿Qué otra cosa
podría ser? La historiografía, como las viejas sagas y poemas épicos, habla de grandes
gobernantes y, en especial, de guerras, batallas y héroes. Podría pensarse que esto no
es más que el reflejo del deseo de “cosas entretenidas que contar” propio de mentes
faltas de cultivo y de profundidad para la comprensión de las realidades sociales. La
importancia otorgada a guerras, batallas y héroes, para esta forma de apreciar los
fenómenos históricos, es poco más que una sublimación de los cuentos de hadas que –
solían- contar las abuelas. Me temo, sin embargo, que toda esta concepción
desmitificadora es un error.
Me siento inclinado a pensar que seguimos y seguiremos interesados en saber
de guerras, batallas y héroes, a pesar de las prohibiciones de mentes ilustradas,
porque seguimos y seguiremos interesados en saber qué es Chile. ¿Por qué nuestros
niños siguen escuchando los relatos de Arturo Prat y el combate naval de Iquique?
¿Por qué nuestros niños siguen aprendiendo la fecha de la batalla de Maipú? ¿Es sólo
porque no hemos alcanzado a modificar viejos textos de estudio para incluir, ahora,
gráficos con la producción de guano en el siglo XIX? ¡No! Se trata de que la mejor
manera de que nuestros niños sepan qué es aquello a lo que pertenecen, lo que fue de
sus padres y lo que ellos legarán a sus propios hijos, su patria, es a través del
conocimiento de eventos históricos muy precisos, con hombres y actos, virtudes y
debilidades, sangre, fuego y muerte, pero también la vida y la fuerza de una idea,
designio o proyecto que es más fuerte que la misma muerte.
¿Qué es especial acerca de las guerras? Pues bien, muchas veces sucede que
una guerra constituye el punto de inflexión en el que se juega el futuro de una
sociedad política como un todo. La derrota o la victoria son vida o muerte para esa
forma de participación en la plenitud humana. No todas las guerras poseen este
carácter. En la historia clásica posiblemente lo posean sólo las guerras médicas y las
guerras púnicas. En la historia de Chile no hay momentos tan graves sino en la
independencia y la guerra del Pacífico. El punto es que, de algún modo, cuando el
espacio de posibilidades de plenitud humana en el que siempre nos movemos, que
siempre alimentamos y que siempre nos alimenta, se pone en peligro, ese ámbito que
normalmente nos resulta opaco y no tematizado salta al primer plano. Los griegos
eran griegos antes de las invasiones persas, pero después de Salamina, el proyecto que
era Grecia se hizo patente como algo real y por lo que valieron muchos esfuerzos. Los
romanos eran romanos, naturalmente, mucho antes de la campaña itálica de Aníbal,
pero después de Metauro y Zama se manifestó esta identidad con sangre en el campo
de batalla. Cuando en una sociedad política muchas madres entregan la sangre de sus
jóvenes hijos –mucho más preciosa para ellas que su propia sangre- para que vaya a
ser gastada en una guerra, es que en esa sociedad hay una percepción muy fuerte de
un ámbito de posibilidades, de eventos de participación en el bien, que valen la pena
de tamaño esfuerzo. El plus que hace inteligible la entrega de esa madre, eso es la
patria.

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Vistas las cosas de este modo, probablemente los instantes en los que se ha
manifestado de manera más clara la esencia de Chile son la batalla de Maipú y el
combate naval de Iquique. Por supuesto, debe ser posible señalar muchos otros
eventos históricos, pero estos parecen muy indicativos. En Maipú se hizo patente un
proyecto fundacional de esta sociedad política. En Iquique se hizo patente el valor de
este espacio abierto de posibilidades de eventos de plenitud humana con la entrega
heroica del capitán Prat. No pretendo con esto hacer un discurso edificante,
simplemente quiero avanzar en la respuesta a la pregunta de qué es Chile. Y Chile es lo
que se ha manifestado en Maipú y en Iquique, lo que ha hecho tener sentido al
sacrificio de Prat, lo que ha hecho valer la pena entregar la sangre y la vida: los
instantes de claridad, la amistad, la belleza, la verdad, lo que alimento la vida de mis
padres y lo que alimentará la vida de nuestros nietos, eventos y sendas de plenitud de
humanidad que deben ser preservados. La sangre de soldados, su sudor y sus
penurias, son la contracara del bien una y otra vez participado en Chile y que
constituye a Chile. Mientras más severo el sacrificio, más valor tiene el delicado
espacio de amistad, verdad y belleza que se ha preservado con ese sacrificio.
¿Tienen relevancia en esto el territorio, la población y un ordenamiento
jurídico? Evidentemente, pero no constituyen el proyecto. El proyecto, por el contrario
los toma a ellos para vivir y realizarse en ellos. Chile no depende de sus valles llenos
de luz junto a las montañas para ser la idea que es, porque la búsqueda de plenitud
humana que lo constituye podría ser proseguida también en planetas distantes o en
peregrinación errante por lejanos desiertos. Chile tampoco depende de algún
patrimonio genético, una raza o una población determinada, pues lo que constituye a
alguien como chileno es que ha hecho propio el designio de Chile y para esto no
importa el origen biológico y ni siquiera el origen cultural. Los hijos de Abraham son
los hijos de la promesa y no los hijos de la carne. Podrían morir todos los chilenos,
pero hombres de lugares distantes podrían tomar el estandarte y proseguir en la
brega. Los proyectos no se pueden matar por falta de hombres que pongan el hombro
en ellos, sino que sólo se pueden matar por su intrínseca imposibilidad de realización.
¿Qué es Chile? Diría que es cierta alegría serena que es objeto de esperanza, la
alegría serena contemplando esa misma alegría en todos los chilenos, que es causa de
la alegría de todos y que es producto de esta misma alegría. Éste es un evento muy
delicado y frágil. Se consigue con muchísima dificultad, y cuando se ha alcanzado se
vuelve a oscurecer por acción del tiempo hasta que otra vez pueda aparecer. La
dificultad no significa que ese evento no valga la pena. Chile es esa alegría y esa
esperanza conformada por momentos de alegría semejantes y lo decisivo y paradójico
es que sin Chile, esa alegría –que es lo más alto que puede ser esperado en esta vida-
tampoco es posible.

El voto a la Virgen del Carmen

Existe, sin embargo, todo otro ámbito que resulta fundamental para la comprensión
del sentido de una vida humana y que obliga a refinar un poco más las
consideraciones de este trabajo. El sentido de la acción humana, esto es, la continua
participación libre en bienes que constituye a una vida humana como tal, requiere de
cierto horizonte que remite a algo más allá de las condiciones espacio-temporales de

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la vida común. El requerimiento de este horizonte no es simplemente un objeto de
“creencia religiosa privada” no susceptible de objetivación racional, sino que es un
aspecto sistemático indispensable simplemente para que cualquier vida humana sea
inteligible como tal. La cuestión de fondo es la siguiente: el conjunto de bienes que
pueden ser participados en una vida espacio-temporalmente distendida, esto es, una
vida en el espacio y el tiempo, son bienes intrínsecamente finitos. La estructura de
espacio-tiempo hace posible nuestra participación en tales bienes, pues es en un lugar
y en algún momento que, por ejemplo, llegamos a contemplar algo bello, pero esa
misma estructura requiere que el acto de participación sea limitado, que la
participación sea sólo en un cierto grado y también que el mero transcurso del tiempo
nos robe tal participación. Los bienes que se nos dan en esta vida son bienes que
tienen la marca de su propia muerte. Ahora bien, son estos bienes los que dotan de
sentido una vida humana, esto es, una vida humana está constituida por la
participación en estos bienes y subsiste para una más plena y continua participación.
Sin embargo, al ser estos bienes dados en el espacio-tiempo, no pueden satisfacer la
plenitud humana. No existe ningún punto del espacio-tiempo en el que la humanidad
pueda decirse en plenitud y esto por la misma estructura intrínseca de los bienes que
le son dados.
Ésta es una cuestión muy delicada que no puede ser debidamente tratada aquí
con detención, pero baste con decir que la misma inteligibilidad de la acción requiere
la existencia de ese punto de plenitud de humanidad. Es la existencia de este punto lo
que mantiene todo el engranaje de nuestro mundo funcionando. Si no existe este
punto, el engranaje, todo el conjunto de acciones, palabras, deseos, instituciones,
lugares y tiempos de cada vida humana y de cada sociedad política, son
completamente vanos. Todo esto se transforma en un signo del absurdo y de la
muerte. Es, entonces, una simple exigencia de la inteligibilidad de la vida y la acción
humanas y, por lo tanto, es una simple exigencia de la inteligibilidad de una sociedad
política, que exista este punto de plenitud en condiciones trascendentes al espacio y al
tiempo, al menos como posibilidad abierta. El ser finito vive de la esperanza. El modo
como se da esta posibilidad de un punto de plenitud trascendente a las condiciones de
la vida presente es la religión.
Con “religión” se quiere indicar el conjunto de fenómenos que tienen que ver
con el reconocimiento por personas, sociedades y culturas de su dependencia
respecto de algo –la divinidad- que queda, por motivos sistemáticos ineludibles, fuera
de las posibilidades de nuestra acción racional y deliberada. Es parte del sentido de
una vida humana la petición de un don como algo gratuito, el reconocimiento de la
dependencia absoluta, el reconocimiento de que somos criaturas. El conjunto de actos
de oración y de sacrificio, ya sean públicos o privados, dirigidos a la divinidad, es la
religión. Como se ve, no se trata simplemente de un “invento” cultural, sino de un
rasgo esencial de qué es poseer una cultura.
Es natural que esta dimensión también debe encontrarse en la esencia de la
chilenidad y no como un accidente, sino como el verdadero punto crucial en el que se
pone en juego toda la plenitud de una sociedad política. Una sociedad política posee
una dimensión religiosa intrínseca en la misma medida en que el evento de
participación en el bien de la plenitud humana, que es su sentido, no puede darse
últimamente sino como una gracia inexplicable desde el punto de vista empírico. Toda

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vida feliz es un milagro. En la sociedad chilena, ese acto de dedicación, de entrega y
esperanza, parece ser el voto que se hiciera a la Virgen del Carmen, antes del triunfo
de la batalla de Maipú. Con esto no se quiere decir algo así como que la religión
católica es la religión verdadera, sino que –aunque estoy convencido de la verdad
universal que profesamos- se quiere simplemente hacer notar que la sociedad política
que es Chile encuentra su acta de nacimiento en un acto religioso y una batalla, y no es
nada de extraño que sea así. ¿Qué es Chile? Cierta alegría hecha de todas las alegrías,
objeto de esperanza, confiada a la gracia de Dios Omnipotente, por intercesión de la
Bienaventurada Siempre Virgen María, Reina del Carmen.

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