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PROHIBIDO HABLAR ESPAÑOL

Francisco Moreno Fernández


Director del Instituto Cervantes de Chicago

En noviembre de 1999 saltaba la noticia: un supermercado del sur de Florida


prohibía a sus trabajadores, de mayoría hispana, hablar en español. El asunto ya se conocía
en el pasado y se ha repetido posteriormente. Cuenta la profesora Vallbona, de la
Universidad de St. Thomas en Houston, que hasta hace poco, a algunos de sus alumnos,
procedentes de Corpus Christi, San Antonio y Laredo, en sus respectivas escuelas se les
había prohibido hablar español hasta durante los recreos y que, si se les pillaba hablándolo,
los castigaban sin misericordia. Hace tan solo unas semanas un hospital de Nueva York
prohibía a sus empleados hablar otra lengua que no fuera el inglés porque los pacientes
piensan que están hablando de ellos. La orden parece manifestarse aquí y allá,
sincopadamente, en los EE.UU.: prohibido hablar español.
¿Cuál es la actitud razonable ante realidades como estas? ¿Cómo se afrontan tales
interdicciones desde la perspectiva del hispanohablante? Como a menudo ocurre, las
reacciones son de lo más variopinto: abarcan desde el clamor al cielo hasta la comprensión,
pasando por la indiferencia. Mi interpretación de los contactos entre dos o más lenguas
nunca ha sido catastrofista ni confrontacionista: no me parecen adecuadas las metáforas
bélicas - lenguas bien armadas que presionan y atacan a otras más débiles – ni creo
apropiado valorar las consecuencias del contacto como desvíos o deturpaciones de un locus
amoenus en el que las lenguas coexisten en idílica hermandad y donde ninguna se atreve a
rozar siquiera el manto de la vecina. Las fronteras, las convivencias y los contactos -
sociales y lingüísticos – por naturaleza provocan consecuencias de dinamismo, de
compromiso, de pugna. Evitarlo es sencillamente imposible.
La situación de la lengua española en los Estados Unidos lleva años adquiriendo
unos perfiles bien definidos, sobre todo en los territorios del Sudoeste, Florida y Nueva
York. Tanto, que hoy ya no puede entenderse el español como una lengua (segunda o
extranjera) más. Quien asimile el estado del español al del francés, el italiano, el coreano o
el chino, sencillamente no ha dado con las claves del panorama lingüístico actual. Estamos
ante el mayor grupo étnico del país y el de mayor proyección de crecimiento: la población
negra ya no ocupa ese lugar en muchos de los estados de la Unión. Además la nueva
“primera minoría” tiene como marca de grupo una lengua que no es el inglés, aunque eso
no significa que no quiera o no deba hablarlo. Puede decirse que el español está buscando
las grietas por donde escabullirse de las consecuencias del efecto “melting pot”.
Los medios de comunicación en español son cada vez más y, sobre todo, más
poderosos e influyentes; los políticos ven el español como un instrumento que han de
manejar con destreza porque “decir algunas frasecitas en español y gastar millones de
dólares en publicidad no es suficiente para atraer el voto hispano”, según la directiva del
“Consejo Nacional de La Raza”. Hablando de publicidad, es significativo que en los
Estados Unidos existan 25 grandes agencias de comunicación dirigidas al mercado hispano
y que se gasten 2400 millones de dólares en este mercado, según la “Asociación de
Agencias de Publicidad Hispanas”. No, el español no es una lengua extranjera más, sino
que identifica a un grupo sociológico de poderío creciente
Dibujado este paisaje, ¿cómo es posible prohibir hablar español en la sociedad
norteamericana actual sin entrar en una contradicción flagrante, sin lesionar los derechos de
millones de ciudadanos, sin provocar una fractura social? La reacción a la fuerza del
español y a los conflictos que se generan queda bien resumida en la filosofía del
movimiento “English-only”. Hoy son veintisiete los estados con una legislación en la que
se declara el inglés como lengua oficial, entre ellos – obviamente – se encuentran aquellos
en los que la dimensión cuantitativa y cualitativa del español es mayor: California y
Florida. “A grandes males, grandes remedios”.
Las prohibiciones tajantes, venidas de arriba abajo, complican y no resuelven. El
uso del español rebasa con mucho la esfera de lo individual en los Estados Unidos, pero no
por ello las soluciones tienen que venir siempre en forma de mandamientos conminatorios.
Los pacientes de los hospitales de Nueva York tienen todo el derecho del mundo a que se
les hable en inglés; las directivas de las escuelas tienen derecho, si los padres lo aceptan, a
seguir unas pautas de educación lingüística en las que se privilegie el inglés; los clientes de
los supermercados tienen derecho a que sea en inglés cualquier comunicación en la que
participen. Todo ello es más que obvio, como obvias son también las libertades
irrenunciables de la población hispanohablante: ¿por qué no van a poder conversar
particularmente en español dos empleados de un hospital en Nueva York? Ni el campo ni el
cielo tienen puertas.
A veces los problemas difíciles tienen las más fáciles soluciones. En los casos que
analizamos, tal vez no haga falta la prohibición: tal vez baste con cultivar la buena
educación. En los libros de urbanidad y buenos modales se dice que no es adecuado utilizar
ante otra persona una lengua que no sea capaz de entender. ¿Eso se sabe? A lo mejor hay
que enseñarlo en las escuelas para evitar, de un modo sencillo, mayores complicaciones, sin
recurrir a los “prohibidos”. Personalmente, opino que tiene más razón de ser una norma que
diga “prohibido hablar español ... mal”.

“Prohibido hablar español”, Arena Cultural (Chicago), 44, noviembre, 2002, p. 8.

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