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Un viernes de hace dos mil años, un hombre sin pecado ofreció su vida, su
sangre y su muerte en un gesto de suprema obediencia dictada por el amor.
Aquel hombre era el Hijo de Dios, y porque era perfectamente santo, el
Padre le abrió los brazos y lo resucitó en la gloria. Mediante su sacrificio, la
humanidad entera entró en la vida eterna de Dios. Es el sacrificio de Cristo
que nos salva, pero Dios nos respeta tanto que no quiere salvarnos sin
nosotros: es necesario que nosotros nos ofrezcamos junto a Jesús. Y para
esto está la Misa, que es la permanencia de su sacrificio. La Misa es una
presencia, una nueva presencia, un nuevo presentarse Cristo en su único acto
redentor; es un hacer presente aquí y ahora el sacrificio del calvario que
llega a ser una realidad de nuestro tiempo, de nuestra parroquia, de nuestra
vida. Por esto es necesario ir con alegría y reconocimiento.
Es preciso ir con los propios pies, mientras se puede; con la propia boca y
con el propio corazón para comer el fruto de la vida. "Quien come mi carne y
bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día" (Jn
6.54).
El Santo Padre dijo que, en cuanto a la Misa, es fundamental saber que allí
tenemos la gracia “de ser perdonados y perdonar. A veces alguien pregunta:
‘¿Por qué hay que ir a la iglesia, si los que participan regularmente en la Misa
son pecadores como los demás?’. ¡Cuántas veces hemos oído esto!”
“En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque cree o quiere
aparentar más que los demás, sino porque se reconoce siempre con la
necesidad de ser aceptado y regenerado por la misericordia de Dios, hecha
carne en Jesucristo. ¡Si cada uno de nosotros no se siente con la necesidad
de la misericordia de Dios, no se siente un pecador, es mejor que no vaya a
Misa!”
“No debemos olvidar nunca que la Última Cena de Jesús tuvo lugar ‘la noche
en que fue traicionado’. En el pan y el vino que ofrecemos y en torno al cual
nos reunimos se renueva cada vez el don del Cuerpo y la Sangre de Cristo
para la remisión de nuestros pecados. Debemos ir a Misa humildemente,
como pecadores y el Señor nos reconciliará”.
“Me pregunto, todos preguntémonos: yo, que voy a misa, ¿cómo vivo esto?
¿Me preocupo de ayudar, de acercarme, de rezar por ellos, que tienen este
problema? ¿O soy un poco indiferente? O tal vez me preocupo de
chismorrear: ‘¿viste cómo iba vestida aquella, como iba vestido aquél?’.... A
veces se hace esto después de la Misa, ¿o no? ¡Se hace! ¡Y esto no se debe
hacer! Debemos preocuparnos por nuestros hermanos y hermanas que tienen
una necesidad, una enfermedad, un problema”.