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PRESENTACIÓN

Son muchísimas las personas que se enriquecieron espiritualmente con el trato y la


amistad de Mª Benedicta Daiber: sacerdotes, religiosas y laicos. Por eso se explica que, a los
once años de marcha al cielo, la fama de sus virtudes y santidad, no solo se mantenga, sino que
se haya incrementado, principalmente a través de la Hoja Informativa - que publica la
Asociación de Amigos de María Benedicta Daiber (C/ Gran de Gracia 241, 2º, 08012
Barcelona. Teléf. 93 237 0365) - y del libro “María Benedicta Daiber”, del cual es autora la
colaboradora y continuadora de la obra de los “Cursillos Bíblicos Católicos”, y cuya edición
está ya casi agotada.

María Benedicta celebraba todos los años, con gran gozo, el aniversario de su Bautismo
- su nacimiento a la dignidad de hija de Dios - que tuvo lugar en la fiesta de la Natividad de la
Virgen el 8 de Septiembre de 1923 en Santiago de Chile. Este año, precisamente, se cumple el
75 aniversario de aquel feliz suceso y, con motivo de ello, sus Amigos han querido que se
publicara de nuevo este folleto “Voces que llaman, que contiene el relato de su conversión y la
de sus padres. Detrás de aquella mujer de gran corazón e inteligencia y de una gran cultura, que
fue un don de Dios a la Iglesia, había habido una conversión a lo Saulo, en su camino de
Damasco, y un amor apasionado por el Cuerpo Místico de Cristo y por los sacerdotes.

Este folleto, que describe el itinerario de un alma, desde la experiencia de una vida sin
sentido hasta el encuentro gozoso y sorprendente con Dios, se publicó por primera vez en
Bolivia, en 1943, y, en seguida se multiplicaron las ediciones en diferentes países: Uruguay,
Chile, España, Portugal y Perú. La última edición española se agotó rápidamente a los pocos
días de morir Mª Benedicta el 8 de Febrero de 1987. Posteriormente se incluyó en la biografía,
que hemos mencionado, y últimamente ha ido apareciendo por partes en la Hoja Informativa,
que sale cada cuatro meses y que rápidamente se ha divulgado por casi todos los continentes.

Lector amigo, este folleto se ha publicado con una gran ilusión y estoy seguro que, de su
lectura, sacarás un fuerte estímulo para seguir tu camino en la vida, con la coherencia que da la
fe cristiana y la plenitud con que Mª Benedicta Daiber la vivió. No te aproveches tú solo de su
lectura, dalo a leer a otros. Adquiere varios ejemplares y distribúyelos. Ayudarás a realizar así la
reevangelización de Europa y del mundo entero que el Santo Padre, Juan Pablo II, nos pide con
urgencia.

Dr. Ignasi Segarra, pbro.

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MI CONVERSIÓN

Mi hogar

Vine al mundo el 2 de Diciembre de 1904, en un hogar protestante, más bien dicho ateo.
Fueron mis padres el médico Dr. Alberto Daiber e Hildegarda Heyne, profesora graduada en
Basilea (Suiza). Las familias Daiber y Heyne eran protestantes desde los tiempos mismos de
Lutero. Contaba mi padre que su madre hubiera deseado que él fuera pastor, pero prefirió el
estudio de la medicina; creyente hasta los treinta años, perdió la fe en Dios a esa edad y llegó al
extremo de sostener la teoría de la generación espontánea. Precisamente por aquella época
escribía opúsculos de divulgación científica sobre esas materias, opúsculos que yo a los doce
años ya sabía casi de memoria. Además, en una época anterior a mi nacimiento, mi padre había
sido masón durante once años, pero tuvo el valor de salirse de la masonería y divulgó sus
experiencias en un opúsculo que tituló: "Masón durante once años", lo que le acarreó graves
molestias. Mis padres se hallaban ya en Chile pero, con ocasión de un viaje a Europa, nací en
ésta (en Stuttgart, Alemania, donde entonces residía mi abuela materna) en vez de ver la luz del
mundo en la hermosa ciudad de Valparaiso

Mi madre había adoptado como sistema filosófico un panteísmo que se confundía, en el


fondo, con el ateísmo de mi padre, pero ponía en él la nota de poesía. La gran cultura de mi
madre y su talento poco común, sirvieron también a la difusión de las ideas panteístas. Mientras
esperaba mi nacimiento escribió una novela, titulada "¿Qué es la verdad?", escrita con
convicción profunda y estilo admirable, lleno de poesía, que, durante largos años, fue para mí la
piedra de escándalo que me alejaba de la Iglesia Católica. Se difundió rápidamente y llevó el
veneno de la incredulidad a innumerables almas. Por lo demás, mi hogar hubiera sido un hogar
modelo, si en él hubiera reinado la fe. Los sentimientos elevados de mi madre y la rectitud de mi
padre ejercieron en mi alma desde muy temprano su saludable influencia.

Sin duda por razones de conveniencia, más que por otro motivo, un primo mío, pastor
protestante, me bautizó según el rito luterano en Febrero o Marzo de l905. Este bautismo, que
probablemente fue válido, no dejó, según parece, grandes huellas en mi vida y a los ocho o diez
años era yo una atea consumada. Mi padre repetía continuamente en mi presencia: "No hay
Dios", y como yo admiraba el talento de mi padre, aceptaba sin discusión esta afirmación
monstruosa.

Al toque de las campanas.

Pero la Providencia Divina velaba por mí. Mi padre decidió establecerse de nuevo en
Chile por segunda vez en 1909, y después, definitivamente en 1913. Precisamente ese año
(1913) tuvo lugar el primer toque de la gracia que recuerdo. Un día, me despertaron las
campanas de la Iglesia parroquial del pequeño y pintoresco pueblecito del sur de Chile donde
acababa de establecerse mi padre como médico del hospital. Este pueblecito era Puerto Octay, a
orillas del hermoso lago Llanquíhue. Ese día, domingo, el sol iluminaba mi cuarto y lo llenaba
todo de luz. Al toque de las campanas me senté en mi cama, junté instintivamente las manos y,
movida por un impulso misterioso y con la intención clara y precisa de invocar a la Madre de
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Dios, repetí tres veces su Nombre dulcísimo: "María... María... María..." Y largo rato estuve
como absorta en algo que entonces no sabía definir, penetrada por la inefable suavidad de ese
nombre celestial.

¿Cómo fue posible que yo invocara a María? Es difícil explicarlo. Había llegado a saber
algo de la Madre de Dios de la manera siguiente: jugando un día con otras niñas, una de ellas
me preguntó: "¿Qué eres tú, católica o protestante?" Sorprendida contesté: "No sé; voy a
preguntárselo a mi mamá". "Mamá, ¿qué soy, protestante o católica?". Un poco perpleja, mi
madre replicó: "Hum... bueno, di que eres protestante." "Y ¿cuál es la diferencia?", pregunté.
"Es que los católicos adoran a una tal María, Madre de Jesús" (Los católicos no adoramos a
María, la veneramos). Así llegué a saber que los católicos rendían culto a María Santísima y la
creían Madre de Dios; pero jamás me parece la hubiera invocado, yo que en nada creía, si el
Señor con su gracia no me hubiera impulsado a ello tan dulce y fuertemente.

Desde entonces existía en mi alma el amor a María Santísima, que no tardó en


manifestarse. Como en Puerto Octay la mayoría de los habitantes eran católicos, oía hablar
algunas veces de la Santísima Virgen. Desde que supe que se celebraba con gran solemnidad la
fiesta de la Inmaculada declaré a mi madre, que me instruía en todo para impedir que fuera a un
colegio que no era de su agrado, que yo deseaba tener asueto el 8 de Diciembre. Como estudiaba
mucho, creyó mi buena madre que un día de descanso me vendría bien y accedió a mis ruegos.
Desde entonces, todos los años celebraba ya la fiesta de la Inmaculada en esta forma. Pronto
supe que había otra gran fiesta en honor de María, la Asunción, y quise celebrarla de la misma
manera. Por fin, agregué también la de la Purificación.

Además, demostré gran entusiasmo por una estampa de la Santísima Virgen que había
caído juntamente con otras en mis manos, y desde entonces me complacía en hacer capillitas,
adornarlas con las estampas, hacer un altar y celebrar la primera comunión de mis muñecas. A
nadie le llamó la atención este juego que se repetía casi a diario. ¡María, mi dulce María, velaba
por mí!.

La Biblia en mis manos

Tendría doce años cuando cayó en mis manos una Biblia. Tengo que confesar que
literalmente devoré los Evangelios y por primera vez comprendí el vacío inmenso que deja en el
alma la falta de fe. Acurrucada en un rincón de mi cuarto, lloraba a mares de pena, porque no
podía creer que ese Jesús tan bueno, tan suave y misericordioso fuera el Hijo de Dios. "¡Si no
hay Dios!, me decía, pero ¡qué daría por tener fe!" Desde entonces traté de descubrir la verdad y
todavía me veo, en las tardes de verano, pasearme por el corredor de la casa, contemplando la
puesta del sol y filosofando acerca de la causa primera y fin último de cuanto existe. A los doce
o trece años me atormentaban ya estas preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por qué
existo?. Y la vida me parecía triste, sin sentido, vacía.

Dos Padres Jesuitas tenían a su cargo la parroquia de Puerto Octay. Uno de ellos, de
gran cultura y talento y de criterio amplio, se animó a tratar con frecuencia e íntimamente a mi
padre. Así llegaron a mis manos los primeros libros católicos y algunas revistas. Mi padre no se
interesó por los libros, y en las revistas no leía más que las noticias políticas, pero yo, que lo leía
todo, devoré también los libros del Padre Guillermo.

Y he aquí un nuevo toque de la gracia: encontré en una revista una poesía a María, la
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aprendí de memoria y me repetía incesantemente esos versos que no eran sino un prolongado y
ardiente acto de amor a la Madre de Dios. ¡Yo amaba a María! Un día los recité a mi madre con
entusiasmo y ella exclamó: "¡Un día te harás católica!" Yo hice una mueca de desprecio:
"¿Católica? No creo en nada... Sin embargo, mamá, el día que yo crea en Dios seré católica. No
recuerdo qué respondió mi madre, pero no me cabe duda de que debo mi conversión a María
Santísima

Mi madre quiso entonces enseñarme historia eclesiástica y yo la escuchaba con avidez.


Pero, ¡ay!, era la historia vista a través del odio a la Iglesia y bebí a torrentes ese odio en las
enseñanzas de mi madre. Era el odio al Papa, el odio al Clero, etc. Sin embargo, más de una vez
me declaré a favor de la Iglesia y discutía con ella en una forma original: "Mamá, no me podrás
negar que tal Papa fue hombre de talento. Lo admiro y me entusiasma". Pero el veneno que se
me infundía obraba en el fondo de mi alma y llegué a un odio apasionado, destructor. ¡Quise
combatir a la Iglesia, arrebatar a otros el tesoro de la fe! Mis tentativas, por suerte, fueron
infructuosas: María, mi Madre dulcísima, seguía velando por mí, aunque yo no lo sabía.

El odio a la Iglesia, y sobre todo al sacerdote, se mezclaba con mi amor a la Virgen.


"Los sacerdotes, me decía mi padre, son unos hipócritas que explotan al pueblo y no creen lo
que enseñan". Cuanto me decía mi padre era para mí dogma de fe.

Frente a un cuadro

Una nueva gracia, que no vacilo en calificar de extraordinaria, iba a dejar en mi vida una
huella indeleble. ¡Y fue un acto de odio a Cristo, el que dio margen a esa gracia!. Tenía yo
aproximadamente quince años. Mi padre me había llevado consigo al hospital. Era un pequeño
paseo, pues había que atravesar todo el pueblecito. Siempre acompañé con gusto a mi padre y,
mientras él visitaba a sus enfermos, me quedaba en un saloncito, arreglado con primor por las
religiosas, cuyas ventanas me permitían contemplar el lago y la cordillera.

Había allí un cuadro del Sagrado Corazón, del cual mi padre se burlaba continuamente.
Ese cuadro encarnaba para mí, por decirlo así, todo cuanto odiaba en el catolicismo. Así que,
ese día, me coloqué frente a la imagen de aquel Corazón que tanto ama a los hombres y,
amenazándolo con ambas manos, le dije que le odiaba, que odiaba a su Iglesia, a sus sacerdotes
y, por consiguiente, estaba resuelta a hacer todo el mal posible a esa Iglesia. En ese mismo
instante resonaron en el fondo de mi alma estas palabras: "Y YO TE VENCERE".

Aterrada y presa de espanto, volví las espaldas al cuadro y, por primera vez, comprendí
que un día yo, que odiaba tanto a la Iglesia, sería católica. Experimenté una gran angustia y un
miedo imposible de expresar en palabras. No confesé a nadie lo sucedido, pero durante meses
me negué a acompañar de nuevo a mi padre al hospital. No quería encontrarme otra vez a solas
con Jesús...

Mis deseos de conocer la religión católica se hicieron irresistibles; pero, si deseaba


conocerla, era por odio: hay que conocer a un enemigo para saberlo combatir, me decía. La
ocasión de satisfacer ese deseo se me presentó de la manera siguiente: En Marzo de 1922, a los
diecisiete años, mi padre me llevó a Santiago (Chile), dejándome en casa de una señora, cerca
de la Parroquia de S. Saturnino y del Liceo donde debía terminar mis estudios. Sin saberlo yo,
María me había llevado junto a sí y preparaba mi conversión.

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Llegué a la capital en plena cuaresma y comencé a meditar cómo podría llevar a la
práctica mis deseos de conocer la religión. Observadora hasta el exceso, traté en primer lugar de
estudiar el ambiente del Liceo; ambiente frívolo y hostil a la religión. Quise asistir a la clase de
religión, pero una de las profesoras, sabiendo que yo no era católica, me lo impidió. En vista de
esto resolví escribir al sacerdote que las daba. Al mismo tiempo, manifesté a una compañera
mis deseos de oír Misa, y ella amablemente prometió llevarme el Domingo de Pascua.

El único rincón desocupado

En la mañana de esta fiesta, que será siempre para mí la más amada, porque señaló para
mi alma una verdadera resurrección, me llevó mi compañera a S. Saturnino. Llegamos algo
tarde y no encontramos asiento. ¡Permisión divina! ¡El único rincón desocupado eran las gradas
del altar de María! Era, sin embargo, imposible ver desde aquel oscuro rinconcito el altar mayor
y no pude darme cuenta del Santo Sacrificio. Pero estaba a los pies de María, la "Virgen de los
rayos", como oí llamar después a esa imagen, y por primera vez en mi vida me sentí feliz, con
una felicidad celestial. Salí de la iglesia fortalecida, radiante de felicidad.

El domingo siguiente volví a San Saturnino, pero no me atrevía a apartarme del altar de
María. La miraba y le decía: "yo no creo en Dios, pero creo que tu eres mi Madre”. Cuántas
veces, sin darme cuenta de la contradicción entre mi afirmación y mi ateísmo, le repetía con
apasionada ternura: "¡Madre, Madre mía!".

Dialogando

Entre tanto, el sacerdote contestó amablemente a mi carta y me indicó la casa de una


inspectora del Liceo, mi futura madrina, para una primera entrevista. Naturalmente me presenté
el día indicado, pero llena de desconfianza y resuelta a fingir disposiciones interiores que no
tenía, porque evidentemente no podría confesar al buen sacerdote mi deseo de conocer la
religión para combatirla. Me preguntó si deseaba hacerme católica. "No, señor", contesté.
"Entonces, ¿con qué objeto quiere usted estudiar la religión católica?" "Me interesa conocerla,
como me interesa cualquier sistema filosófico". "Y si la convenzo, ¿se hará católica?" "Es que
usted no me convencerá, señor." "Pero, ¿si la convenzo?" "Ya le he dicho que no me
convencerá." "Pero, dígame, si yo la convenciera, ¿se haría católica?" "Si usted me convenciera
realmente, sí, señor, pero no me convencerá". Y le manifesté que era atea. "Pero ¡si no hay
ateos!", exclamó. "¿Que no los hay?, pues aquí estoy yo para probar lo contrario: soy atea
convencida. ¡Pruébeme la existencia de Dios!", le repliqué. El buen sacerdote tuvo que
resignarse a probarme lo que le pedía y sucesivamente, en una clase semanal, me expuso los
argumentos más convincentes.

Todo fue inútil; refuté todos sus argumentos o, más bien, puesto que los había
irrefutables, me negué a admitirlos. Mayor éxito tuvo mi futura madrina, que se ofreció para
enseñarme las oraciones. Entonces aprendí el Padrenuestro, el Avemaría, la Salve, el
Acordaos... Sólo quería que me enseñara oraciones a la Virgen y, en las tardes, hacía mi visita a
la Madre de Dios, me arrodillaba ante su altar y le repetía una y otra vez las oraciones que había
aprendido.

Conductas contrastadas

Si aquel sacerdote no logró convencerme de la existencia de Dios, obtuvo, sin embargo,


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un resultado que él no sospechó jamás. Mi convicción íntima era que los sacerdotes no creían y
sólo explotaban la credulidad del pueblo. Y pude observar que él se sacrificaba por mí sin que
yo le pagara nada. Apenas terminado su almuerzo, a veces con una lluvia torrencial, a pie, se
dirigía a casa de mi madrina, a pesar del cansancio que sentía y que yo notaba.

Descubrí, además que, siendo él muy nervioso y que se impacientaba a menudo, luchaba
generosamente consigo mismo por vencer este defecto. Lo veía con frecuencia de rodillas en
una iglesia cerca del Liceo, en intensa oración, y todo esto me impresionaba profundamente.
"Tanta abnegación me decía, no puede existir en una persona que no cree. Este sacerdote vive
su fe". Y entonces seguí razonando: no es cierto que todos los sacerdotes católicos sean unos
hipócritas; mis padres me han engañado en este punto. ¿Acaso no pueden haberme engañado,
involuntariamente por supuesto, en lo demás? ¿Será la religión católica la verdadera?.

Entretanto la señora, en cuya casa residía, estaba exasperada al verme simpatizar con la
religión católica. Me exigió que abandonara su casa y, no contenta con eso, declaró que tenía en
su poder "cartas que me habían escrito sacerdotes católicos" y que daría cuenta de todo a mis
padres. Parece que ella me había sustraído la carta del sacerdote y la había leído a escondidas.
Efectivamente escribió a mis padres acusándome de querer hacerme católica, agregando que mi
conducta en el Liceo era pésima. Dios permitió que mezclara lo verdadero con lo falso, para que
mis padres no entraran en sospechas. Un certificado de excelente conducta, que me dieron mis
profesores, les convenció y no dieron importancia a lo que les decía acerca de mis deseos de
hacerme católica.

Pero la tempestad había llegado al Liceo y, por prudencia, el sacerdote se negó a


continuar. Yo estaba, sin embargo, decidida a llevar el asunto adelante y por consejo de mi
futura madrina me dirigí a un profesor del Seminario, de gran talento, que continuó las clases
de religión durante dos meses más. Un día, por fin, ya no supe qué replicar a los argumentos de
terrible lógica que me exponía el sacerdote y él me preguntó si estaba convencida. "Convencida,
sí, pero... no creo." "La fe, replicó, es un don de Dios, y yo no puedo dársela." "Y si usted no
puede darme la fe, ¿con qué objeto (le dije, decepcionada) hablo con usted?". "Usted debe
pedirla a Dios en humilde oración". "¿Cómo pedirla a ese Dios en quien no creo?" "No hay más
remedio: es preciso pedirlo". Así comencé a hacer esta súplica original: Dios mío, si acaso
existes, dame la fe.

¡Ahí está Dios!

En Septiembre de aquel año (1922) se celebró en Santiago el II Congreso Eucarístico


Nacional y, si mal no recuerdo, en el mes de Julio hubo una procesión preparatoria con el
Santísimo Sacramento. Mi madrina, que por enferma no podía seguir la procesión, me llevó a la
plaza Brasil, para que viera pasar a Nuestro Señor. Así vi por primera vez a Jesús Hostia y, al
ver la Hostia Santa, tuve la seguridad absoluta: "Ahí está Dios". Sentí también de tal manera la
presencia de Dios, que arrastré a mi pobre madrina en pos de Jesús Sacramentado hasta la
iglesia a la cual se dirigía la procesión. En aquel instante creí en Dios.

Más fuerte aún fue otro toque de la gracia, pues como seguía repitiendo el "Dios mío, si
acaso existes, dame la fe", un día fue tal la luz que tuve sobre las verdades de nuestra fe, que me
quedé plenamente segura y convencida. Quedaba sólo un punto oscuro, la infalibilidad del Papa,
punto que, además, en las clases de religión no se me había alcanzado a explicar; pero esta
pequeña duda, que era más bien ignorancia, jamás me habría impedido dar el paso definitivo.
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En la mañana del l3 de Agosto, radiante de felicidad, me presenté a mi madrina para
declararle que creía y que deseaba hacerme católica. Ella, buena pero de poca experiencia en la
vida espiritual, quiso precipitar mi conversión: ¡la fiesta de la Asunción de María habría sido tan
hermosa para ella, si yo hubiera comulgado a su lado! A toda prisa comenzó a prepararlo todo, y
yo consentía en cuanto ella me decía, sin contar con mi pobre corazón, tan amante de los míos.

Aquella noche de Agosto me acosté con el rosario en las manos, tranquila y feliz, porque
había encontrado la fe. A las pocas horas desperté, presa de angustia indecible. Pensé en mis
padres; recordé sus ideas hostiles a la Iglesia; se me presentó el profundo dolor que les causaría
mi conversión y cómo interiormente me separaba de ellos. Por otra parte, Dios me atraía, y se
libró en mi alma una lucha formidable que terminó al amanecer con la derrota de Dios. Resolví
no hacerme católica y así se lo comuniqué a mi madrina.

Tenía fe, es verdad, y me daba cuenta cabal de que debía hacerme católica y yo, y no
otros, me decía: o me hago católica o me condeno. Yo sabía que los que están fuera de la Iglesia
de buena fe pueden salvarse, pero éste ya no era mi caso. Durante el año que aún faltaba para el
paso decisivo, tuve constantemente esta convicción: estoy jugando con la gracia y me pongo
temerariamente en peligro de condenación eterna. Pero ante mis ojos se levantaba, formidable,
un gran obstáculo: el amor a mi familia.

Naturalmente, quise justificar mi conducta y me parecía muy incómodo tener fe. Por lo
tanto, traté de perderla. Busqué toda clase de libros que atacaban a la Iglesia para destruir esa fe
que Dios me había dado. A toda costa quise volver al panteísmo pero cuando creía haberlo
logrado en ciertos momentos, siempre de nuevo renacía en mi alma atormentada la fe católica.

Más o menos seis semanas duraron las tentativas por perder la fe. Después de haber
devorado aquellos libros, que yo misma refutaba con suma facilidad, dejé de luchar en contra de
Dios y me entregué a mis angustias íntimas, que se debían al temor de contrariar a mis padres.
Eran semanas y meses de indecible sufrimiento, en que mi solo consuelo era pasar largas horas
de silenciosa adoración a los pies de Jesús Sacramentado, oír todas las Misas que podía e ir de
vez en cuando al Convento de los Padres Capuchinos. Allí, un Padre anciano y venerable trataba
con bondad paternal de sostenerme en mis luchas y consolarme. Así terminó aquel año de 1922
y, en Enero de 1923, agotada y enferma física y moralmente, volví a Puerto Octay a pasar las
vacaciones.

El único tesoro

Uno de los sufrimientos más duros para mí en aquellas vacaciones fue la privación de la
Santa Misa. En ella encontraba luz, consuelo, fuerza y paz. Pero, una vez en casa de mis padres,
tuve que resignarme a estar privada de lo que ya entonces era para mí el único tesoro. Una sola
vez les arranqué el permiso de oír Misa. Pero la gente, que sabía que no era católica, observó
que yo sabía seguir la Misa y comenzaron los comentarios: "¿La hija del doctor se habrá hecho
católica? Parece que ya lo fuera... No, sino que piensa bautizarse..." Naturalmente, llegaron
estos comentarios a oídos de mi padre, que afortunadamente no los tomó en cuenta, pero yo no
me atrevía a repetir la tentativa.

Todas las tardes, desde mi cuarto, hacía en espíritu una visita a Jesús Sacramentado y
miraba por la ventana la torre de la iglesia parroquial. A veces, sin golpear, entraba mi madre y
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yo casi no sabía cómo disimular que había estado de rodillas en intensa oración. Mi madre,
naturalmente, entró en sospechas, pero prefirió callar para no alarmar a mi padre. Yo sufría
terriblemente y me sentía sin fuerzas para seguir viviendo en medio de tantas angustias, de
modo que comencé a pedir al Señor me diera la paz interior, aunque comprendía muy bien que
sin una gracia especial de Dios no podría encontrarla antes de hacerme católica.

Sin embargo, bien veía el Señor que yo había llegado realmente al límite de mis fuerzas,
y tuvo compasión de mí. Una paz inefable, llena de consuelo sensible y de inmensa dulzura
comenzó a invadir mi alma y, bajo su benéfica influencia, recobré poco a poco mis fuerzas
físicas. Me sentía revivir.

Llena de dulce paz, abandoné en Marzo de 1923 el pintoresco pueblecito de Puerto


Octay y volví a Santiago, acompañada de mi padre, que había resuelto establecerse allí. Mi
madre debía seguirnos algunas semanas después. Nueva dificultad: estando con mi padre ¿cómo
oír Misa? Pero me valía de toda clase de estratagemas y pretextos y no falté ningún domingo.
¡Qué momentos de dulzura celestial experimentaba mi alma durante el Santo Sacrificio! Y
como mi alma había encontrado la paz, fui de nuevo ingrata a mi Dios, porque precisamente lo
que buscaba en la religión era la paz y la había encontrado sin hacerme católica. Entonces, ¿con
qué objeto daría yo el paso decisivo?

Una frase
Para encontrar algún pretexto que justificara mi actitud, alegaba la infalibilidad del Papa,
único dogma del cual no estaba convencida. El error entre muchos protestantes, que mi madre
me había enseñado, es pensar que infalible significa a la vez no estar sujeto a ningún error y ser
impecable. ¡Yo había creído que cada palabra salida de la boca del Papa debía aceptarse como
infalible! Una vez que se me explicó el verdadero sentido del dogma, lo acepté sin la menor
dificultad.

Pero no tenía valor de pasar por encima de mis padres, a quienes amaba aún más que a
Dios. Y entonces por primera vez, aquel Padre capuchino anciano y venerable, que había tenido
conmigo una paciencia sin límites y una bondad inagotable, me dijo estas palabras: "Hijita,
ahora estás jugando con la gracia. ¡Acuérdate que la gracia pasa y no vuelve más!" Esta frase
me aterró, porque comprendía demasiado bien su significado, y resolví por fin decir
abiertamente a mi madre que quería hacerme católica.

Fue un domingo del mes de Julio, al volver de Misa, cuando tuve el valor de decirle:
"Mamá, acabo de tomar una resolución irrevocable: me haré católica". La escena no puede
describirse con palabras. Mi pobre madre, tan suave y amable de costumbre, lanzó un grito:
"¿Tú, católica? ¡Primero muerta que católica!" Y gemía y lloraba que partía el alma. "He
perdido a mi hija, mi única hija; me espera una vejez sin consuelo. ¡Degenerada, reniegas de tu
raza y de la tradición de tu familia! Por lo menos espera hasta la muerte de tu padre; porque si él
llega a saberlo será su muerte, ¿Quieres asesinar a tu padre? ¡Jamás te daré permiso para hacerte
católica mientras él viva!"

Pocas veces en mi vida he experimentado un desgarramiento interior semejante al que


sentí entonces. Pero al mismo tiempo experimenté cómo la gracia me sostenía poderosamente y
me mantuve firme e inflexible. Durante seis semanas traté de arrancar su consentimiento y
siempre se repetían las mismas escenas dolorosas. Como no podía hablarle a mi padre, resolví
dar el paso sin esperar más tiempo. Y así, dije a mi madre: "Aunque sea sin tu consentimiento,
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un día saldré protestante de casa y volveré católica."

Me dirigí entonces al Sr. Rector de la Universidad Católica y le pedí hacer los trámites
necesarios para que pudieran bautizarme, bajo condición, el 8 de septiembre, fecha que yo
misma fijé por ser fiesta de la Santísima Virgen que, además, aquel año, por feliz coincidencia,
era sábado.

"Me he hecho católica"

Llegó por fin ese día tan deseado y, a las cuatro de la tarde, en la iglesia del antiguo
"Carmen de San José", que después fue demolido, me bauticé. Terminada la ceremonia,
entonaron las Carmelitas el "Magnificat". Con santa impaciencia exigí que mi primera
comunión tuviera lugar al día siguiente, aunque el Sr. Rector quiso fijarla para la fiesta del
Dulce Nombre de María. "Me he hecho católica para comulgar", le dije, y él accedió a mis
ruegos.

Al día siguiente hice, pues, mi primera comunión en la capilla de la Universidad


Católica. Sin embargo, aunque yo tenía esa tranquilidad que se siente cuando se cumple la
voluntad de Dios, ni el día de mi bautismo, ni el de mi primera comunión, tuve consuelos
sensibles. Solamente al comulgar por segunda vez, el día del Dulce nombre de María,
experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica, y ese sentimiento duró
semanas y meses.

El día de mi primera comunión, por primera vez en mi vida, no tomé desayuno con mis
padres (entonces el ayuno eucarístico obligaba desde las doce de la noche anterior). Aquella
mañana me serví el desayuno y, mirando el reloj, dije a mi padre: "papá, mira que tarde es, aun
he de arreglar mi habitación y me esperan mis amigas. ¿Puedo llevarme a mi habitación el
desayuno?" "Si, hijita", dijo mi padre. (Para disimular habíamos organizado un paseo). Subí a
mi habitación, tiré el café por la ventana, metí el pan en el armario y salí corriendo. Esto bastó
para excitar las sospechas de mi madre. Al volver a casa, me salió al encuentro y sin rodeos me
preguntó: "¿Qué has hecho?" "Me he hecho católica", respondí con firmeza. Y se renovaron las
escenas de los meses pasados... Pero, ¿qué me importaba ya todo esto, cuando nadie podría ya
arrebatarme la felicidad de ser católica? Nadie en adelante podría impedir que comulgara.
Simplemente vi delante de mí una tarea, una misión: la de lograr que también mis padres
participaran de mi dicha y se hicieran católicos.

CONVERSIÓN DE MIS PADRES

Mi madre

Si mi felicidad de ser católica era inmensa, algo sin embargo le faltaba: el que mis
padres la compartieran conmigo. Llena de confianza en Dios, comencé mi apostolado con mi
madre, porque me parecía más fácil conquistarla, ya que mi padre ignoraba aún mi conversión.
Pero, ¡cuán equivocados los cálculos humanos! Todas mis tentativas fracasaron. Es verdad que,
llevada por el amor a su hija única, mi madre aceptó una medalla de la Santísima Virgen y
consintió, ya en Noviembre de 1923, rezar conmigo el mes de María y el Rosario. Es verdad
también que, cada vez que mi padre estaba fuera de Santiago, me acompañaba a Misa y a la
visita a Jesús Sacramentado.
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Por amor mío, mi madre estaba dispuesta a pasar horas enteras en la iglesia, aun en la
noche, pero se obstinaba en su panteísmo y discutía conmigo tenazmente. Ella no aceptaba un
solo dogma. Recuerdo una discusión acerca de la virginidad perpetua de María Santísima. "Es
imposible, me decía, ser madre y virgen a la vez." Yo me esforzaba por probarle que se
equivocaba; todo fue inútil. Al final le lancé un argumento desesperado: "Pero, mamá, ¿de
cuándo acá el Espíritu Santo hace perder la virginidad?" "¡Hum!, en esto no había pensado",
contestó, pero sin darse por satisfecha. Y la virginidad perpetua de María era quizá la duda
menor que tenía...

Sin embargo, y podría esto parecer un cuento, mi madre comenzó a creer en algo
sobrenatural de una manera original. Estábamos en una situación económica muy difícil y
buscaba clases particulares para tener con qué mantener a mi padre, que ya no podía trabajar, y a
mí, que estaba haciendo mis estudios. Pero mi madre parecía tener mala suerte y no encontraba
nada.

Un día, con cierto despecho, me dijo: "Ya que tu eres católica, has de saber también qué
medios debo emplear para encontrar clases". No sé por qué, pues no empleo casi nunca este
medio, le dije que prometiera a las almas del purgatorio una Misa por cada alumno que tuviera.
Como nuestra situación era muy crítica, mi madre prometió, sin pensar más, una Misa al mes
por cada alumno. ¡Cosa notable! Apenas hecha la promesa, comenzó una afluencia tal de
alumnos durante varios años, que mi madre llegó a tener a veces cuarenta y dos horas
semanales. Ella misma contaba este hecho y que se hizo la siguiente reflexión: una vez, dos
veces, hasta tres o cuatro, puede ser una casualidad; pero que la Misa al mes por las ánimas sea
un medio seguro para conseguir clases, no puede ser casual; por consiguiente las ánimas
existen; luego, el alma es inmortal, luego hay Dios.

Mi madre llegó a creer en Dios, pero no en los demás dogmas. Además, afirmaba que no
se haría católica si no se convertía mi padre. Viendo a éste sufrir, enfermo y ateo, quiso
convertirlo, "mas no al catolicismo (me decía) simplemente al cristianismo".

Nueva dificultad: anciano y enfermo, mi padre ya no quería hablar sino el aleman, una
conversación en otro idioma le fatigaba demasiado. Era, pues, preciso hallar un sacerdote que
hablara alemán y dispusiera de tiempo, pero Dios no quiso que lo encontrara. Entretanto
¡cuántas palabras hirientes oí a mi padre! Un Viernes Santo fueron tales sus blasfemias que, no
pudiendo más, me levanté de la mesa y me fui a mi cuarto a llorar. Mi padre no sabía que yo era
católica, aunque acabó sospechándolo.

¡Qué estratagemas tuve que emplear para poder comulgar diariamente! Generalmente
salía con el pretexto de mis clases, pero entonces no podía volver a casa para el desayuno. Dios
me sostenía y a pesar de no tener muy buena salud soporté perfectamente, durante años, el
tomar desayuno a horas inverosímiles, sobre todo algunos días. Cargada de libros y cuadernos,
corría a oír Misa y comulgar e iba directamente a mis clases... A menudo, sólo después de varias
horas de clase, podía tomar en casa de una amiga, un desayuno que casi se juntaba con el
almuerzo. Pero nada me importaban estos sacrificios. Lo único que anhelaba era la conversión
de mis padres, que parecía casi imposible.

Una amiga me dio entonces el consejo de escribir a todos los conventos de Carmelitas,
para solicitar oraciones. Lo hice así, y no contenta con esto, durante las vacaciones recorría casi
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todo Santiago, pidiendo oraciones a las comunidades religiosas. A todos los sacerdotes
conocidos les suplicaba también se acordaran en la Santa Misa de pedir la conversión de mis
padres. Me parecía que el resultado de tantas oraciones debía ser inmediato; pero Dios quiso
enseñarme a ser más paciente y a esperar contra toda esperanza. En apariencia, durante varios
años, las oraciones no producían ningún resultado.

Una conclusión

Mi madre por sus clases y yo por mis estudios, estábamos muy poco con mi pobre
padre, que no tenía otra distracción que estudiar sus libros de medicina. Cosa curiosa: una
primera intervención de la gracia la pude constatar entonces; un día, al estudiar el desarrollo del
ser humano, llegó a la siguiente conclusión: es preciso admitir la existencia de un Ser superior
para explicar el origen de la vida; la teoría de la generación espontánea es falsa. La lectura del
libro “Dios” de Restat lo confirmó en esta convicción, pero su creencia religiosa hasta el
instante mismo de su conversión se limitó a la fe en la existencia de Dios y una vaga simpatía
por los católicos.

En Agosto de l927 hizo mi padre un viaje al Sur, a pesar de sus achaques y la no


pequeña oposición de parte nuestra. Un amigo que vivía cerca de Puerto Octay, en el campo, le
había escrito rogándole con insistencia que fuera a su casa a devolverle la salud a su esposa. Él,
que no ponía límites a su caridad tratándose de sus enfermos, accedió sin vacilar a los ruegos de
su amigo, que era también incrédulo, y emprendió el viaje, largo y pesado. En Noviembre, la
señora había recobrado por completo la salud y mi padre nos escribió anunciándonos que pronto
estaría otra vez con nosotros. Pero Dios tenía otros designios…

Estábamos lejos

Tenía setenta años y llevaba cuarenta en el ateísmo. No encuentro ningún antecedente a


la conversión de mi padre a la religión católica, que él ignoraba por completo, ni hubo
intervención humana alguna. Se hallaba en el campo, distante de Puerto Octay y en casa de
incrédulos. Las que, humanamente hablando, parecíamos llamadas a influir en su alma,
estábamos lejos. Pero habían sido escuchadas las oraciones que se hacían incesantemente por él.
Y me complazco ahora en creer que también preparó, por decirlo así, el terreno en el alma de mi
padre la inmensa caridad que él había tenido durante años con los pobres, sobre todo durante los
diez años pasados en Puerto Octay. ¡Cuántas veces, en lo más crudo del invierno, con lluvia
torrencial, en la oscuridad de la noche, atravesó a caballo bosques y ríos, con peligro de su vida,
por salvar la vida de algún pobre, que no tenía qué ofrecerle a cambio! Cuatro, cinco horas a
caballo y más en tales circunstancias, no bastaban para agotar su caridad; volvía, entonces a casa
radiante de felicidad y nos repetía una y otra vez: "¡Cuán hermoso es aliviar a los que sufren!"
Muchos de sus achaques los contrajo a causa de estas salidas nocturnas. Cuando su salud le
obligó a retirarse a Santiago, acudieron en masa a despedirse de él hombres y mujeres, ricos y
pobres sollozando. Los pobres, sin fijarse en que él no creía, decían a boca llena: "El doctor es
un santo". Sin duda, Dios le inspiró tanta caridad y quiso así preparar su conversión.

Sucedió, pues, que cayó enfermo a fines de noviembre y no quiso decirnos nada. Su
vuelta a Santiago quedaba postergada de una semana para otra y, como era natural, nosotras
comenzamos a sospechar algo extraño. Muchos días pasaron sin noticias, porque estuvo
gravísimo. Apenas un poco restablecido, nos escribió tranquilizándonos. Pero yo presentía su
muerte y quería a toda costa verlo morir católico. Un día, llorando, fui a postrarme a los pies de
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Jesús Sacramentado y le dije: "Señor, o mi padre muere católico o no me conformaré jamás.
¡Mira, pues, lo que haces!" Este ultimátum sin duda fue atrevido, pero el Señor tuvo compasión
de mi.

A los pocos días, un telegrama llamó a mi madre al lado del enfermo, que había tenido
una recaída y estaba gravísimo. Fue el último vierne de diciembre. Yo veía todo perdido e
imposible la conversión de mi padre antes de morir y mi única esperanza era obtener para él la
gracia de una contrición perfecta. Después de acompañar a mi madre a la estación tuve la idea
de pasar por correo y encontré una carta dirigida a mi madre. Por la letra me di cuenta que venía
del Párroco de Puerto Octay, que de vez en cuando escribía a mis padres. Supuse que contendría
alguna noticia de mi padre y la abrí resueltamente y... ¡encontré el relato detallado de la
conversión de mi padre! No pude creerlo. Aquello me parecía un sueño... Leía y releía la carta.
El sacerdote decía, que habiendo ido él, como amigo, a visitar a mi padre, éste espontáneamente
le había dicho: "Sé que voy a morir. No sé nada de la religión católica y estoy demasiado
enfermo para aprender el catecismo, pero quiero morir católico. Padre, bautíceme."

El Padre, en dos ocasiones, creyendo que deliraba por la fiebre, no había hecho caso. Por
fin fue de nuevo a verle, llevando el Santísimo y el enfermo, al ver al sacerdote, le dijo en el
acto en tono suplicante: "Quiero morir católico; Padre, por favor, bautíceme". Era el 26 de
diciembre, cuando vencido por tanta insistencia, el P. Harl bautizó a mi padre, bajo condición, y
le administró los demás sacramentos.

Una dichosa realidad

Pero la noticia era demasiado inesperada para mí y pasé varios días sin darle crédito,
hasta que a principios de enero recibí carta de mi madre en la que me comunicaba que lo
primero que mi padre le dijo al verla fue: "Me he hecho católico. Y tú, ¿qué dices?" A lo que
ella respondió, más por darle gusto que por convicción: "Yo también me haré católica." Sólo
entonces creí que la conversión de mi padre no era un sueño, sino una dichosa realidad.

Mi padre no podía sufrir dilación en la conversión de mi madre y, sin decirle palabra,


mandó llamar al Padre Harl: "Padre, le dijo, aquí está mi mujer; bautícela ahora mismo, aquí,
junto a mi cama, porque quiero verla católica antes de morir." Ella, sorprendida pero deseosa de
dar gusto al enfermo, consintió. Fue para ella un gran sacrificio, pues no estaba convencida
como mi padre. Considerando las cosas humanamente, se le debería haber dejado tiempo para
instruirse más y convencerse. La impaciencia de mi padre, que no quería morir sin ver católica a
la que él tanto amaba, obligó a mi madre a cerrar los ojos y decir: "Creo, con mi voluntad, todo
lo que manda creer la Iglesia"; mi pobre madre, durante más de un año, sintió duramente este
sacrificio, pero jamás admitió su voluntad la menor duda; era incapaz de hacer las cosas a
medias, y era para ella un deber sagrado el creer en todo. Sólo Dios sabe las luchas que sostuvo
por ser fiel.

Hogar católico

La misericordia de Dios es infinita. Yo había hecho con gusto el sacrificio de no estar al


lado de mis padres al realizarse su conversión, que tanto había deseado. Pero el Señor quiso
proporcionarme la alegría de ver a mi padre católico y así, le devolvió la salud suficiente para
hacer el viaje a Santiago a fines de febrero, aunque nunca estuvo lo suficientemente restablecido
para ir a la iglesia. Así es que no conoció la Santa Misa ni fue capaz de estudiar la religión.
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Cuando mi madre asistía a Misa, le preguntaba en seguida, con la ingenua sencillez de un niño,
qué era lo que se hacía en Misa. Su fe, en estas condiciones, fue realmente un milagro de la
gracia. Dos veces tuve la felicidad de prepararlo todo para la visita de Jesús Sacramentado. ¡Qué
felicidad verle comulgar, silencioso y recogido, dichoso con la visita de su Dios! ¡Cómo
compensaban ampliamente estos momentos los cuatro años de angustias y temores por su
salvación, que había pasado!

Sus fuerzas declinaban rápidamente. La última noche que aún tenía claro conocimiento
de todo, la pasó en oración con mi madre. Todavía creo oír a mi pobre madre que, viéndome
agotada, me había obligado a acostarme, decir a mi padre: "Recemos por nuestra hijita: Padre
nuestro que estás en los cielos...". A la mañana siguiente ya no me reconocía. Murió en la
madrugada del 12 de agosto y su rostro expresaba una paz inefable. No pude llorar, entoné un
himno de acción de gracias. Sabía que, un día, lo volvería a ver en el cielo. ¿Podría desear más?
!Me bastaba saber que mi padre vivía en Cristo, la única, verdadera y eterna vida!

ULTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE

Confesarse en regla

Como ya he dicho, mi madre, al hacerse católica, no estaba convencida de todos los


dogmas, pero se propuso aceptarlos firmemente todos, sin distinción. Más tarde me confesó
que, durante más de un año, había tenido la impresión de llevar sobre sus hombros una carga
muy pesada, pero que, con el tiempo y la ayuda de su director, había desaparecido. Conoció a
éste de una manera un tanto singular. Vivía aún mi padre y ella aprovechó un instante libre para
dirigirse a la iglesia de los Padres Jesuitas, con el objeto de "confesarse en regla", como decía
ella. Cuando se bautizó, bajo condición, se confesó también, pero parecíale que aquella
confesión no había sido bastante completa y que el buen P. Harl había sido demasiado
indulgente con ella, porque no había encontrado pecados graves, por lo que quiso confesarse
mejor.

Tímidamente, porque hasta el fin de sus días conservó mi madre cierta timidez y
reserva, preguntó al hermano portero: "¿Está el Padre G.?" "Está en ejercicios." "Y el Padre
R.?" "Anda en misiones". Y nombró uno por uno todos los Padres que yo le había indicado
obteniendo idéntica respuesta. Desconcertada, preguntó quién había quedado en casa. "El
Padrecito ciego, señora, y el Padre M.". Había que oírla contar, con una gracia única, ese
incidente. El Padrecito ciego..., pensó ella, pero si es ciego, ¿cómo podrá ver mis pecados?
"Bueno, hermano, tenga la bondad de llamar al Padre M." Así encontró su director. Pronto mi
madre comulgaba diariamente y se confesaba todas las semanas.

Se le ocurrió mortificarse

Un buen día, en cuaresma, se le ocurrió mortificarse. Era esto en ella tanto más
admirable, cuanto más absurda le había parecido antes toda penitencia corporal. Pero aquella
cuaresma no quiso contentarse con ayunar y comenzó a tomar té con sal en vez de azúcar…

Un día también me preguntó: "¿Qué es un cilicio? Se lo describí como pude. "No, dijo
ella, no me lo puedo imaginar; tráeme uno para verlo". Yo, que nada sospechaba, hice lo que
deseaba y el cilicio desapareció. Algún tiempo después me atreví a preguntar donde lo había
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dejado. "Por ahí está", contestó ella tratando de disimular. Pero tuve mis sospechas y comencé a
averiguarle y sobre todo insistí en que me lo entregara. Entonces tímidamente me confesó que lo
usaba algunas veces y se negó a dármelo.

Todo esto a pesar de sus numerosas clases, que no quiso disminuir nunca y a las cuales
agregaba sus obras de apostolado. Además de clases particulares tenía mi madre a su cargo la
enseñanza de francés e inglés en el colegio “Rosa de Santiago Concha”, de las Religiosas del
Buen Pastor, y solía ir y volver a pie, tanto por la mañana como por la tarde, aunque lloviera o
hiciera un calor insoportable, como sucede en verano en Santiago. Y cada vez tardaba unos
veinte minutos.

Nunca quiso levantarse tarde y antes del amanecer ya estaba en pie, aunque a veces se
sentía agotada. Cuando yo le rogaba mirar por su salud, se limitaba a sonreír y me decía: "He
estado tantos años lejos de Dios, que ahora quiero recuperar el tiempo perdido."

En la mesa casi no hablábamos sino de cosas espirituales y el hambre de mi madre por


instruirse a fondo en la religión era insaciable. De modo que en la mesa me preguntaba todo lo
que deseaba saber y me exponía sus problemas. Muchas veces yo le hacía preguntas, y
preguntas difíciles, y esto le encantaba porque, decía, así la obligaba a pensar y a ahondar más.
En la cena guardábamos silencio; ambas sentíamos la necesidad, después del trabajo del día, de
callar y escuchar a Dios para intensificar nuestra vida interior.

Amor de obras

Mi madre amaba de un modo especial a Jesús Sacramentado. Los domingos y fiestas


casi no salía de la iglesia. El desayuno no le hacía falta, decía, y su confesor tuvo que obligarla a
tomarlo. Cuando podía, asistía a la adoración nocturna de la parroquia, a pesar de su cansancio.
Y su amor a Cristo fue un amor de obras. No tenía límites su caridad con los pobres y, lo que es
mucho más admirable, conservó siempre una inalterable dulzura, aún en circunstancias en las
que ella sabía muy bien que se estaba abusando de su bondad.

Después de la muerte de mi padre fuimos a vivir con una señora viuda que tenía un
único hijo que hacía sus estudios en la universidad. Esta pobre señora probó la paciencia de mi
madre hasta el extremo de cortarnos la luz eléctrica en las tardes y, para economizar, obligó a la
cocinera a servirnos la comida no solo medio cruda y en dosis homeopáticas sino además en tal
forma que muchas veces no la soportaba el estómago delicado de mi madre. Estuvimos cuatro
años en esa casa, hasta establecernos en Valparaiso. Ella se preocupaba de comprar para mí todo
cuanto juzgaba necesario para alimentarme, pero no tocaba nada. Jamás en cuatro años la oí una
protesta; disculpaba a aquella señora y trataba de atraerla a la fe con su inalterable
mansedumbre, lo que por desgracia no pudo conseguir.

Mi madre ofrecía de un modo especial todas sus oraciones y sacrificios por la


santificación del clero; con toda sencillez me había imitado en esto y posponía todas las demás
intenciones. Cuando llegaba, pues, mi día, siempre he celebrado el aniversario de mi bautismo,
ella me decía: "Hijita, lo ofreceré todo por ti en segunda intención, porque en primer lugar están
los sacerdotes". Yo misma se lo recordaba a menudo, para que el amor a su hija no les quitara
nada a los ministros del Señor. Y mi madre fue fiel hasta la muerte. Trabajó activamente por
salvar y hacer bien a todas las almas que podía y a veces lograba resultados admirables.

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Dios recompensó su generosidad

A medida que se iba uniendo a Dios, su mismo cuerpo tomaba un no sé qué de


espiritual, que llamaba la atención a cuantos la conocían de cerca. Irradiaba una dulzura, una
paz, una modestia tales que un día, una religiosa que estaba unida a mi madre por estrechos
lazos de amistad, dijo a su superiora: "Poca vida le queda a esta señora." "¿Por qué?, preguntó
sorprendida la superiora, ¿está enferma?" "Está muy bien de salud, pero tiene algo que ya no es
de este mundo."

En realidad le quedaba apenas un mes de vida. Tenía el presentimiento de su muerte dos


años antes y, para prepararse, pidió a su confesor le permitiera hacer confesión general. A mí
misma me decía con frecuencia que moriría quizás pronto y repentinamente. Deseaba morir de
enfermedad corta y tenía singular predilección por la fiesta de la Purificación.

En Enero de l936 nos trasladamos a Chorrillos, cerca de Valparaiso y esto fue para ella
un gran sacrificio, porque significaba renunciar a cuanto amaba en Santiago. Ya no daría clases
en su querido colegio, ya no tendría a su director espiritual y otros sacrificios que no quiero
enumerar aquí… Ella hizo generosamente el sacrificio que el Señor le pedía y Dios recompensó
su fidelidad.

Con el objeto de pasar el mes de Febrero con mi hermano, volvió a Santiago el 31 de


enero, pensando seguir su viaje los primeros días de Febrero. Gozaba entonces de perfecta
salud, y aquella mañana sucedió algo muy especial. Juntas habíamos oído la Santa Misa y yo
tuve naturalmente la intención de salir con mi madre de la iglesia y darle un abrazo de
despedida; pero no sé en qué momento salió ella calladita en tal forma que nadie se dio cuenta.
Cuando lo advertí, era tarde, y entonces tuve claramente la intuición de que no la volvería a ver.
Quise luchar contra esta impresión, pero fue inútil y al mismo tiempo comprendía que esto era
lo mejor y por eso el Señor disponía las cosas así.

Mi madre llegó a Santiago con perfecta salud y se alojó en su colegio del Buen Pastor.
Al día siguiente se sintió algo indispuesta, pero no le dio ninguna importancia. El domingo, 2 de
Febrero, fiesta de la Purificación, a las tres de la tarde, se me avisó por teléfono que fuera
inmediatamente a Santiago, porque mi madre estaba gravísima.

Durante las dos horas y media de mi viaje no pude pensar sino esto: Dios ha dado gusto
a mi madre. Moría como lo había deseado, de enfermedad corta y en la fiesta que amaba tanto
de la Purificación. ¡Qué “Nunc dimittis” podía entonar ella! Moría después de ocho años
totalmente consagrados a Dios y de haberlo sacrificado todo por su amor; moría rodeada de sus
queridas monjitas, asistida por su director. Y sería eternamente feliz; viviría la única, verdadera
y eterna vida... Y yo misma sentía en mi alma un reflejo de esa felicidad.

Será feliz para siempre

A medida que me iba acercando a Santiago, comprendí que Dios me iba a pedir un
último sacrificio y que encontraría a mi madre muerta. El abrazo y el beso que hubiera querido
darle el día que tomó el tren o por lo menos ahora, quedaría para el día de la eternidad… ¿Qué
importaba? Ella sería feliz, ya no sufriría. Es preciso amar para comprender lo que significa esta
frase: ese ser que tanto amo, será feliz para siempre… la felicidad que aguardaba a mi madre
me embargaba a mí misma.
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Cuando llegué a Santiago acababa de expirar, mientras las religiosas, a insinuación de su
confesor, le estaban cantando las Completas del Oficio divino, que ella acostumbraba rezar casi
todos los días. Al llegar al cántico del anciano Simeón, el “Nunc dimittis”, al Gloria , mi madre
se transfiguró y se durmió en el Señor. Yo estaba como fuera de mí y toda trémula de emoción,
caí de rodillas y entoné desde lo más íntimo de mi alma el Magnificat… Estaba mi madre como
transfigurada y ¿por qué no había de imprimir en su cuerpo el alma al abandonarla, como un
reflejo de su felicidad? La última noche la pasé entre mi madre y Jesús Sacramentado en la
iglesia del colegio, y la pasé cantando. Nadie perturbaba mi dulce soledad, entonaba a media
voz el Magnificat en acción de gracias y el Credo para afirmar que volvería a ver a mi madre
amada. En la pequeña iglesia vacía , en el silencio de la noche, resonaba el canto y me parecía
como que de lejos, de los esplendores de la gloria, me contestaban. Para el alma que vive de fe,
no hay más muerte que el pecado. Lo que el mundo llama muerte es el comienzo de la
verdadera vida. ¿Por qué había yo de llorar a la que viviría eternamente?

La Misa del día siguiente me parecía de gloria. ¡Estaba yo más en el cielo que en la
tierra!

Un solo deseo

Y ahora, al terminar el sencillo relato de la misericordia de Dios, que es infinita, para


con mis padres y conmigo, ¿qué puedo decir? La respuesta a tanto amor es muy sencilla: sé que
debo ser toda de Dios y tengo un solo deseo: darme a El sin reserva, como los santos se han
dado y se sacrifican totalmente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡Que el Señor
me dé su gracia y me basta! Ya sé que, si soy fiel, me espera un día la misma eterna felicidad de
que están gozando mis padres. El cielo es la última palabra del amor de Dios a los hombres y
allí espero cantar un día yo también, eternamente, las misericordias del Señor.

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INDICE

Págs.
Prólogo

MI CONVERSIÓN
Mi hogar
Al toque de las campanas
La Biblia en mis manos
Frente a un cuadro
El único rincón desocupado
Dialogando
Conductas contrastadas
¡Ahí está Dios!
El único tesoro
Una frase
“Me he hecho católica”

CONVERSIÓN DE MIS PADRES


Mi madre
Una conclusión
Estábamos lejos
Una dichosa realidad
Hogar católico

ULTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE


Confesarse en regla
Se le ocurrió mortificarse
Amor de obras
Dios recompensó su generosidad
Será feliz para siempre
Un solo deseo

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ORACIÓN
Para la devoción privada

Padre Santo, te alabamos por las gracias que concediste a tu sierva Mª Benedicta, a la
que descubriste las profundidades y bellezas de la fe Católica. Danos, como a ella, un gran amor
a la Eucaristía y al sacerdocio, un creciente conocimiento de la Sagrada Escritura y un afán de
difundirla entre nuestros hermanos. Recordando su plegaria te pedimos: Da a tu Iglesia más y
más santos sacerdotes. Señor, y si es esa tu voluntad, da a conocer en nuestros días los
ejemplos de vida de Mª Benedicta y concédenos la gracia de verla pronto en los altares.
(Pídase).

Les agradeceremos nos comuniquen las gracias obtenidas por intercesión de Mª


Benedicta escribiendo a:

AMIGOS DE MARÍA BENEDICTA


Gran de Gracia, 241, 2ª
08012 - Barcelona (España)
Teléfono: 93 237 03 65

Si lo desea, podemos enviarle gratuitamente la Hoja Informativa, que sale cada cuatro
meses.

En esta misma dirección pueden adquirir ejemplares de este folleto, así como la
biografía de María Benedicta Daiber.

La biografía se puede adquirir también, al precio de 2 dólares US, incluído gastos de


envío, en P. PABLO VÁSQUEZ VÉLEZ (canónigo). Carrera 50 A - Nro. 61.42. Medillín
(Colombia). Tlf. 254 15 57

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