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AL PRINCIPIO ERA LA COMUNIDAD

En la época más lejana, aquella en que empezó el proceso de


hominización, lo primero que hubo fue la horda, desprendida del
seno de la Naturaleza e integrada sólidamente para la supervivencia
de sus miembros.

Sólo un bloque, en el que se diluía la individualidad, entonces


poco menos que inexistente como categoría humana, podía
atender a la satisfacción de las necesidades fundamentales y a la
defensa común frente al peligro de otros grupos, de las bestias
feroces y de los fenómenos naturales.

No había, por tanto, una diferencia notable entre esa horda,


acosada por la agresividad circundante, y la horda animal. «En su
origen –dice Paul Chauchard– la sociología humana no es nada
más que un capítulo de la sociología animal»(15).

He aquí por qué es importante el estudio, ciertamente


fascinante, del proceso de hominización, no sólo desde el punto de
vista individual sino comunitario.
Se ha destacado, casi exclusivamente, el efecto que tuvo la
posición erecta y la utilización de la mano en ese proceso, pero no

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se ha insistido mucho, que sepamos, en la transformación de la


horda primitiva en la sociedad, tal como la vemos hoy.

Algunos autores se refieren a agregados humanos como la


gens, la fratria, la tribu y la federación de tribus, como etapas de la
evolución comunitaria a nivel mundial.

Engels ha destacado este proceso, basándose en una


investigación de Morgan, en su obra Origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado (según la edición de Progreso,
Moscú).

Es discutible el paso de una etapa a otra de desarrollo social,


como si se tratase de un mecanismo inevitable en todos los casos.

La distinción de etapas, que obedece más bien a una


apreciación cuantitativa de las organizaciones sociales, debe
ceder el paso a la admisión de un proceso mediante el cual la horda,
entregada, en gran parte, a una vida instintiva, que se deslizaba
entre reacciones e impulsos, y el sub-hombre, desprendido apenas
de la animalidad, ascendía al pensamiento, la racionalidad y la
normatividad.

Importa mucho, en primer término, la diferencia que hay entre


comunidad y sociedad, como lo señala Thönies en una obra cuyo
título está dado, precisamente, por estas dos palabras.

Esa comunidad primitiva que iba en pos de alimentos dentro de


un espacio determinado al cual consideraba como propio, y que se
refugiaba en una caverna, era el requisito indispensable no sólo para
la supervivencia del grupo sino para que en él se cumpliera el
proceso de hominización.

Cuando surgió la agricultura, tuvo la virtud de fijar al grupo en la


tierra. Seguramente, la comunidad se mantuvo y la propiedad que
fue común, constituyó un vínculo más.
Hasta entonces, el trabajo había sido una obligación de todos.
¿Por qué no había de seguir siéndolo cuando la vida sedentaria
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reemplaza a la vida nómada y ya no hay que vagar en pos de


alimento, sino sembrar y cosechar, a medida que la experiencia
proporciona los conocimientos y aconseja cuándo hay que actuar,
de qué manera y con qué instrumentos, que es preciso construir
como prolongación de los brazos y las manos?

El nacimiento de la agricultura es uno de los capítulos más


importantes, si no el más importante de la historia.

Por primera vez, el hombre se afinca en la tierra. Por primera


vez, la comunidad permanece estable en una parcela. Por primera
vez, esa posesión es tangible en la relación que hay entre ese trozo
de la Naturaleza y el trabajo, entre el rendimiento y el esfuerzo, en
una suerte de comunión cotidiana entre el hombre y la tierra.

Así, pues, al troglodita sucede el agricultor que no sólo siembra


y cosecha, sino que domestica animales y plantas, que aprende a
distinguir entre hierbas benéficas y nocivas, que trabaja de acuerdo
con las estaciones, que utiliza el agua, que acopia productos, que
construye viviendas, que inventa utensilios y en las noches
despejadas mira el cielo y se asombra ante la Luna y las estrellas.

La posesión de la tierra, el trabajo y el beneficio común,


constituyen la base de la comunidad antigua.

Lo que hay, en primer término, es el miembro de la comunidad,


no el individuo. Ese bloque humano es absorbente, hasta el punto
de configurarlo todo y permanecer inmerso en cada uno de sus
componentes, con su tradición, sus costumbres, sus
convenciones, sus tabúes, en suma, con su cosmovisión y su
carácter.
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II

UN CASO CONCRETO

Seguramente, el examen de una comunidad real, vigente en la


historia, y cuya continuación, ya desvaída y menos vital ha llegado
hasta nosotros, es más ilustrativo que cualquier suerte de
consideraciones.

Una comunidad capaz de perdurar durante siglos, aun bajo el


dominio extranjero, empeñado en imponer un régimen semifeudal,
fue el ayllu del antiguo Perú.

En este caso, la necesidad de mantener la cohesión del grupo,


se vio acrecentada por las dificultades del medio geográfico.

El Perú es un país que conjuga el desierto con las altas


montañas y la selva interminable, como si se hubiesen reunido por
un designio extraño, al decir de algunos, la aridez del Sahara, la
elevación del Himalaya y los cálidos bosques de una región
africana.

Generalmente, la comunidad, instalada en una parcela que es


exclusivamente suya, vive del fruto de la tierra y apenas si se ve

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pertubada, a veces, por las inclemencias del tiempo o por la


agresión de un grupo vecino. En el Perú, en cambio, había que
luchar con un medio difícil, construir andenes en las faldas de los
cerros, abrir canales en la roca viva, domesticar plantas y animales;
en suma, transformar en un oasis ese trozo agresivo de la
Naturaleza.

Quizá por esta causa, el hombre se vinculó profundamente a la


tierra. Él no la vio objetivamente, como la ve un agricultor con un
propósito exclusivamente utilitario.

La Tierra, así, con mayúscula, fue para él la Madre primera,


única, universal.

El hombre andino, inmerso en su comunidad, se sentía también


inmerso en la tierra. Él era un trozo de la Naturaleza, actuante y
pensante. En cierto modo, no estaba desvinculado de las
montañas, los manantiales y los ríos. Los veía casi como seres
animados, a los cuales había que rendir el homenaje cotidiano de
la reverencia y el amor.

Así, pues, nos encontramos con la comunidad total, la


comunidad de los hombres y la tierra. Los frutos de la Pacha Mama
benefician a todos. El trabajo es común y la solidaridad no es un
nombre sino una forma de vida. Los ancestros son comunes,
también, como los dioses protectores. En cierto modo, los padres
lo son de todos y los hijos son hermanos entre sí.

Este no es un asunto exclusivo de sociólogos y antropólogos.


Es una vivencia profundamente humana que se expresa en normas,
costumbres, fiestas y ceremonias.

La comunidad se gobierna por sí misma. La autoridad de los


ancianos es respetada, y cuando se reunen los comuneros es para
resolver problemas y adoptar decisiones.

La comunidad, por tanto, es un mundo. Su símbolo podría ser


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la esfera. Su signo, las manos que se unen o que hunden la taklla


en la tierra. En todo caso, la multitud que fluye del suelo como una
fuente humana.

El ayllu, naturalmente, tuvo un origen y se desenvolvió


gradualmente hasta constituirse como una comunidad sólida y
estable que después sufrió el embate de la conquista y el régimen
de la Colonia, que la obligó a replegarse en sí misma y a perder parte
de sus características.

En 1924, Hildebrando Castro Pozo publicó su libro Nuestra


Comunidad Indígena. ¿Qué había ocurrido en el seno del ayllu
durante la Colonia y la República? ¿Cuáles habían sido los cambios
impuestos por los regímenes que siguieron al Tahuantinsuyo?

El autor informa que «cada comunidad conserva los recuerdos


de su ascendencia y usan un solo patronímico». Según él, hay
cuatro tipos de comunidades: agrícolas, agrícola-ganaderas, de
pastos y aguas y de usufructuación, de las cuales la más numerosa
es la primera.

«La asamblea comunal compuesta de todos los indígenas


comuneros con exclusión de los niños y adolescentes, en algunas
comunidades, y de éstos y las mujeres casadas y solteras en
otras, es el cuerpo deliberante, resolutivo y consultivo en que reside
la soberanía del ayllu, cuyos mandatos o decisiones se
encomiendan a los personeros que aquella nombra, a fin de que
sean cumplidos», con lo cual funciona aquí la democracia directa,
superior a la democracia representativa.

Castro Pozo elogia la comunidad de Muquiyauyo, en el valle del


Mantaro, como el prototipo de la comunidad andina que ha
conservado «en toda su plenitud, las normas y prácticas
institucionales de los ayllus agrícola-ganaderos», lo que no ha
impedido su adaptación a una nueva realidad que se ha traducido
en una actividad múltiple y fecunda, no sólo para sí misma, sino
para los pueblos aledaños.

«Dueño de una magnífica instalación o planta eléctrica en las


orillas del Mantaro –dice el autor– por medio de la cual proporciona
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luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias, a los distritos de


Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y
Muquiyauyo, se ha transformado en la institución comunal por
excelencia».

«La comunidad ha construido edificios para escuelas, favorece


la educación de los niños y proporciona becas a los mejores
alumnos»(16).
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III

CARÁCTER DE LA COMUNIDAD

De la variedad de comunidades ha surgido el concepto de


comunidad. Se la considera como un arquetipo, estática y perfecta.
En realidad, está sometida a un proceso de cambio, porque nada
ni nadie puede evitarlo y, además, las condiciones y circunstancias
otorgan a cada caso una fisonomía particular.

Los hombres primitivos que ambulaban en pos de alimentos,


que recurrían a la piedra para forjar sus herramientas, que se
defendían de la intemperie con la piel de un animal y el refugio de
una caverna, mantenían, sin duda, una vigorosa cohesión,
indispensable para sobrevivir.

Cuando la agricultura, a la que nos hemos referido antes, fijó al


hombre en la tierra, la cohesión del grupo no sólo se mantuvo sino
aumentó por el influjo de la vida sedentaria y por el vigor de un nuevo
vínculo, superior a cualquier otro: el sustento y la fuente de los
alimentos al alcance de la mano.

Es comprensible que en aquella época de iniciación y


aprendizaje, el trabajo haya sido comunitario. Alrededor de él fue

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perfilándose un mundo de costumbres, de creencias, de ritos, de


tabúes y de una cosmogonía.

La parcelación de la tierra y la sustitución de la propiedad


colectiva por la propiedad individual restó vigor a la comunidad, pero
ella se pudo mantener mientras hubo un equilibrio entre las diversas
parcelas.

El peligro de la parcelación reside en el hecho de que uno u otro


de los pequeños propietarios empieza a acumular tierras en
desmedro de sus vecinos.

La pérdida de la igualdad económica y social, el nacimiento y


desarrollo del latifundio, la distinción de los hombres en amos y
siervos, ponen término a la comunidad que es, fundamentalmente,
una integración de iguales.

La estructura social, de la que se habla tanto hoy, tiene raíces


muy lejanas. Recurriendo a la historia, es posible distinguir algunas
características de la comunidad que podríamos llamar «pura»,
independientemente de su inserción en un medio rural o urbano y
de las variantes y vicisitudes propias de cada caso.

La primera de las características de la comunidad es la


naturalidad. Ella surge como un haz, al conjuro de necesidades
fundamentales, de acuerdo con determinadas condiciones.

La comunidad es una suerte de organismo, anterior a la teoría,


a las decisiones de grupos o personas y a las prescripciones
contenidas en un plan o un programa.

Esta naturalidad se manifiesta en la organización, que ha ido


surgiendo con la comunidad misma, en las costumbres y en las
modalidades de la vida colectiva.

La segunda característica es la vitalidad. Hay, a este respecto,


dos tipos de agregados humanos: de una parte, el caos y la
confusión de una etapa primaria en aquellos casos en que han
confluido diversos elementos, cada uno con sus particularidades de
sociedad y de cultura, elementos dispersos y, a veces,
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contradictorios entre sí, que alternan y chocan los unos con los
otros, aunque tienden a confundirse, impelidos por una fuerza
universal que tiende hacia la unidad; y del otro lado, un conjunto de
seres atados a una vieja rutina, que constituye un «pueblo fósil»,
según Arnold Toynbee, cuyo destino es desaparecer.

La tonalidad es evidente en el vigor, en las iniciativas, en las


obras, en la creatividad.

La tercera característica es la unidad.

La auténtica comunidad es un bloque humano, con mayor


integración de sus miembros que nunca.

No sólo predomina el esprit de corps, que es evidente aun en


sociedades marcadas por el individualismo y la toma de conciencia
colectiva, sino la presencia viva de la totalidad en cada ser, hasta
el punto de que la palabra integración queda desbordada por un
fenómeno que empieza por el conjunto, con el máximo vigor, y no
al contrario.

La cuarta característica es la igualdad. No se trata, por


supuesto, de una igualdad biológica y mental, que no existe.

Cada ser humano es un individuo, singular entre los seis mil


millones de habitantes de la Tierra, que después serán más.

La única excepción está dada por los gemelos, idénticos o


univitelinos.

De acuerdo con esta realidad, que marca, en lo esencial, el


destino de cada ser, la comunidad le ofrece una variedad de
oportunidades para su realización personal.
Se trata, por tanto, de una igualdad desde los puntos de vista
económico, social y jurídico. La riqueza de unos y la pobreza de
otros es inadmisible, así como el hecho de que por una parte haya
un conjunto de privilegiados y que más allá se encuentran aquellos
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a quienes se han recortado sus posibilidades.

La quinta característica es la solidaridad, implícita en la unidad


y la igualdad.

La solidaridad es, como ya se ha dicho, una manera de vivir en


relación con los demás. Hay, de una parte, el aislamiento individual
que, en algunas sociedades, ha llegado al extremo del encierro y
la incomunicación. Cada familia es una isla. Cada ser humano es
un solitario. Y aun en el torrente de las grandes avenidas, en medio
de la multitud que ambula apresurada, cada uno está reducido a su
soledad.

En 1948, un comité de la Universidad de Yale recibió el encargo


de efectuar un estudio a base de encuestas con ciudadanos de
diferentes edades, sexo y estrato social en diferentes partes del
país.

El título de la obra que siguió a este estudio es significativo:


The Lonely Crowd. Literalmente: La multitud solitaria.

En los países que se citan con frecuencia como ejemplos de


vida democrática, en el nivel de la más alta cultura, la
incomunicación, manifiesta en las películas de Bergman, va a la par
de la soledad.

El individualismo exacerbado, en una sociedad que ha llegado


a la cima y sigue la línea inevitable de la declinación; en una
sociedad donde todo ha sido hecho y previsto y ya no hay lugar para
la iniciativa, los intentos, los ensayos, la creatividad, y en la que,
además, el refinamiento es como los colores irisados en una pompa
de jabón a punto de estallar; allí no existen y, lo que es más grave,
no pueden existir, el espíritu comunitario, la solidaridad y el afecto
mutuo que unen más a los seres que todas las reflexiones
filosóficas, los estudios científicos y el aparato de las leyes.

De otro lado, existe la igualdad impuesta desde lo alto, en


desmedro de la individualidad y la libertad.

Ninguno de los dos extremos es conveniente. Aquél, porque se


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identifica con la vejez y la esterilidad; éste, porque impone un molde


y pretende detener el curso de la historia.

Así, pues, el reto para una sociedad vieja es rejuvenecerse.


Esto es posible. No lo es en el caso individual.

El Fausto de hoy invocaría en vano a Mefistófeles y sólo podría


acariciar a Margarita en el mundo de los sueños.

Hay dos caminos para el rejuvenecimiento de una sociedad: la


emigración y la revolución. El primero de ellos se pudo efectuar en
el siglo XVI, el siglo de las conquistas y los imperios coloniales. En
la época actual, esa vía no existe.

En cambio, el segundo es siempre posible. Bastaría citar el


caso de China. Ayer, el Imperio Celeste, corroído por la
arterioesclerosis secular; hoy, la joven China socialista.

Cuando una sociedad ha tenido que entrar en un molde, el


recurso aconsejable es salir de él poco a poco para respirar el aire
a pulmón lleno y estirar los brazos y las piernas, para poder andar
y discurrir por los caminos del mundo.

Es lo que intentaron hacer Hungría y Checoslovaquia. Es lo que


ha llevado a cabo Gorbachov, seguramente el político más
importante a nivel mundial.
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IV

LA COMUNIDAD POSIBLE

La conclusión es lamentable: La comunidad, tal como la


entendemos nosotros, no existe en la mayor parte de los casos.
Quizá no exista en ninguno.

La realidad mundial es multiforme y cambiante. Alternan


pueblos viejos y jóvenes; vertebrados y caóticos; vigorosos y
débiles; igualitarios y estratificados; solidarios y desunidos.

En cada uno de ellos se cumple una suerte de sino histórico.


Los pueblos jóvenes llegarán a ser viejos; los caóticos irán
integrándose poco a poco y alcanzarán, en un momento
determinado, la vertebración necesaria; los débiles se tornarán
vigorosos. Pero en medio de estos cambios afortunados, es
probable que se pase de la igualdad, todo lo relativa que se quiera,
a la estratificación, y de la solidaridad a la incomunicación y la
soledad.

¿Hasta qué punto es compatible la comunidad con el Estado


moderno? Al Estado-ciudad de Grecia y Roma ha sucedido esta
vasta extensión de pueblos y ciudades, cada uno con su

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individualidad, que, sin embargo, tienen el mismo gobierno y


obedecen las mismas leyes.

Por otra parte, es notorio un proceso que tiende a la unidad. Los


países pequeños tienen que ceder a los gigantes el papel
protagónico en el escenario de la Historia. Rusia, Canadá, Estados
Unidos, Brasil, sin olvidar a la China y la India tradicionales, se nos
presentan como anticipos del Estado Universal.

Si la comunidad es compatible con la desmesura, también lo


es con un sistema político que exalta la individualidad y, con ella,
el egoísmo, aun sin pretenderlo; un sistema que propicia la
competencia y permite la hostilidad; que, en la práctica, erige el
valor económico sobre los demás y favorece la acumulación de
riqueza en pocas manos, lo cual deriva en la pobreza de la mayor
parte de los habitantes.

La masificación y el sistema liberal que, en el campo de la


economía, concede el predominio al capital a costa del trabajo, son
contrarios a la existencia de la comunidad.

¿La favorece, en cambio, el socialismo marxista? Allí donde se


ha aplicado este sistema, invocando «la dictadura del proletariado»
que es, en realidad, la dictadura del partido comunista, la
concentración del poder, bajo la advocación del Estado, ha
permitido la nivelación de la sociedad y, por tanto, la eliminación de
los privilegios tradicionales, así como de la riqueza y la pobreza,
características de la organización social durante toda la historia. En
suma, ha sido posible la igualdad desde los puntos de vista
económico, social y jurídico.

Sin embargo, el peso de la totalidad ha gravitado


considerablemente sobre los individuos. La masa, que se invoca
con frecuencia por algunos políticos, constituye un firme punto de
apoyo para aquéllos que han podido desprenderse de ese bloque
humano para dirigirlo de acuerdo con intereses públicos o privados.
Pero en la masa se diluye la individualidad.
En general, el sistema socialista (del que hay variantes como
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el marxismo puro, el marxismo-leninismo, el maoísmo, el


trotskismo, el polpotiano, el social demócrata, el social cristiano,
etc.) puede permitir una aproximación mayor o menor a la
comunidad, sobre todo si alcanza a eliminar los estratos sociales,
la competencia y la hostilidad mutuas y la acumulación de riqueza
y poder como meta de la actividad humana.

Es fácil situarse en un extremo u otro. Lo difícil es conciliar las


dos categorías, al parecer, opuestas. Sin embargo, ambas son
constitutivas de la misma totalidad, hasta el punto de que es
inconcebible considerarlas aisladamente. El individuo no existiría
sin la comunidad, ni siquiera como ser humano, y la comunidad es
la suma de individuos y algo más.

Sin lugar a dudas, lo primero es la comunidad, pues constituye


la totalidad, el medio, el sustento y la fuente de humanidad. Fuera
de ella no hay la posibilidad de existir. El niño-lobo es una prueba
del fenómeno que ocurre cuando, a falta del medio humano, se cae
en la animalidad.

Los individuos nacen y mueren. La comunidad se mantiene a


lo largo del tiempo y, si se la puede llamar así, a pesar del orden
natural que ha sufrido modificaciones mayores o menores en cada
caso, es porque ella otorga una forma y un vínculo comunes a todos
los que la integran.

La conclusión es que la comunidad humana, aquella que


merece este calificativo no sólo por su constitución tradicional sino
por la conciliación inteligente de las categorías extremas, se
esfuerza por acrecentar el vigor de sí misma, adaptándose a las
condiciones cambiantes y las circunstancias fortuitas que afectan
también a las otras comunidades.

Debemos confiar en la evolución natural de las cosas. Es


previsible la liberación progresiva del socialismo marxista que tuvo
brotes infortunados en Hungría y Checoslovaquia, que defendió su
autonomía y la autogestión en Yugoslavia, que acude a la
perestroika en Rusia, Polonia, Hungría, Checoslovaquia y
Alemania Oriental; con un nombre u otro; y es previsible también la
socialización lenta pero segura en numerosos países cuyo sistema
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es la democracia liberal.

El sistema socialista tiene que recurrir a la iniciativa privada, en


algunos casos, y permitir que se abran prudentemente las puertas
y ventanas para que circule el aire; y el sistema liberal se verá
obligado a frenar el egoísmo, a cerrar la brecha que separa a los
pobres y los ricos (la riqueza y la pobreza son enfermedades de la
sociedad) y a favorecer al máximo la participación solidaria de los
ciudadanos en los asuntos que competen a todos y que no deben
ser tratados sólo por un puñado de dirigentes, con el peligro del
aislamiento, el abuso y la corrupción.

El imperativo de hoy es la síntesis: la conciliación de la


comunidad y la individualidad; de la solidaridad y la libertad; de los
intereses de todos y los intereses de cada uno.

¿Qué hacer para alcanzar alguna aproximación a la


comunidad? ¿Qué hacer para retornar al ejercicio de la democracia
directa, por lo menos en las bases, y culminar el proceso de la
elección de los más capaces y honestos por medio de los
delegados investidos de una auténtica representación popular?

En la Edad Media europea era indispensable pertenecer a un


gremio. En nuestra época debería ser necesario integrar un grupo,
sea cual fuere, por razones de profesión, oficio u ocupación.
Convertido en un requisito legal, hasta el punto de que en los
documentos oficiales figuren los datos de rigor y, a la vez, el relativo
al grupo que integre el interesado, se podría partir de la base misma,
mediante el ejercicio de la democracia directa superior a la
democracia representativa, que sólo se llevaría a cabo al culminar
el proceso.
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FORMAS DE LA SOCIEDAD Y DEL PODER

No hay una explicación racional para la constitución de formas


propias de la coexistencia humana. La más ligera indagación
acerca de la causa de tal o cual morfología nos llevará a la
imposición despótica, a la superstición o la creencia desligada del
conocimiento.

La nota que encontramos con frecuencia en las organizaciones


primitivas es el imperio de la tradición. Ella puede llevarnos muy
lejos, tanto que acaso nos permita aproximarnos a la horda sub-
humana, desprendida de la horda animal.

Paul Chauchard nos alcanza algunos datos acerca de este


tema: «Los animales tienen su dominio dentro del cual viven, y la
exclusividad de la propiedad es obtenida mediante la fuga refleja del
intruso». El autor se refiere también a la jerarquía, a la dominación
del déspota y a las manadas dirigidas por un jefe.

Hay, sin embargo, una contradicción entre este aserto: «Como


lo hemos dicho varias veces, la sociedad no es nada y el individuo
lo es todo», y este otro: «Los dos hechos en que todo sociólogo

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debería meditar incesantemente son la total deshumanización del


niño-lobo y la total humanización del primitivo cultivado. Lo
específico del hombre, ese espíritu del cual está tan orgulloso, se
lo debemos a la sociedad que nos transmite la adquisición de las
generaciones pasadas».

Ahora bien, en la horda sub-humana es posible advertir también


la reserva de un territorio, la autoridad del jefe y una probable
jerarquía.

Se habla con frecuencia de «la condición humana», referida


muchas veces a los menos dotados, a aquéllos que sólo ven el lado
menos atractivo de las cosas y que están prontos a señalar los
fracasos en vez de los aciertos, a negar cualidades y a poner
piedras en el camino.

Se podría hablar también de la condición sub-humana, que


hubo cuando la mente estaba nublada y eran imposibles la visión
y la perspectiva y, mucho menos, la comprensión de las cosas y
la previsión del futuro.

El grupo dependía entonces de todo, menos de sí mismo. La


necesidad de ser llevado y traído, de seguir el camino indicado al
abrigo de peligros, y de enfrentarlos con posibilidades de éxito, sólo
podía ser satisfecha por un jefe al que era preciso seguir a ciegas,
porque de él, de su sagacidad y valor, dependía la supervivencia del
grupo.

En buena cuenta, la única individualidad era la del jefe.

En él se encarnaba todo el grupo, con sus necesidades, sus


deseos, sus temores. Junto a él había algunos allegados, embrión
de una jerarquía. El brujo, que no tardó mucho tiempo en aparecer,
completó el staff de esa organización primitiva.

Puesto que el jefe encarna al grupo, lo preside y lo dirige, hay


una brecha entre él y los miembros de la tribu. Es la separación
marcada por el poder.
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Por lo que se ve, el poder es consustancial al grupo, que gusta


verlo encarnado en una persona. Esta posesión del poder, pasado
ya un largo período desde la época cavernaria, tuvo, en muchos
casos, un límite marcado por la muerte, sin que fueran raros la burla
y el escarnio, en torno a un fantoche.

En el prefacio del compendio de La Rama Dorada, su autor, Sir


James George Frazer, se refiere a la costumbre «de condenar a
muerte a los reyes, ya al término de un plazo fijado o cuando su
salud o energía empieza a decaer». «En el poderoso reino medieval
de los jazares, en la Rusia del Sur, los reyes eran condenados a
muerte, ya a la terminación de un plazo determinado, ora cuando
alguna calamidad pública, como sequía, carestía o derrota en la
guerra, indicaba una quiebra de sus poderes naturales. En Bunyoro
(África) se escogía un rey de burlas en el que se suponía encarnaba
el rey difunto que cohabitaba con sus viudas y después de reinar
una semana era estrangulado. En el antiguo festival babilonio de
Sacaea vestían con el ropaje real a un rey de burlas, le dejaban
gozar de las concubinas del verdadero rey y después de reinar cinco
días, le desnudaban, azotaban y mataban».

Sin embargo, como dice Frazer, «Los reyes fueron


reverenciados en muchos casos, no meramente como sacerdotes,
es decir, como intercesores entre hombre y dios, sino como dioses
mismos capaces de otorgar a sus súbditos y adoradores los
beneficios que se creen imposibles de alcanzar por los
mortales»(17).

El jefe primitivo alcanza, con el desarrollo del grupo, hasta


convertirse en una vasta comunidad, un poder omnímodo que lo
convierte en un déspota. Ya no es el jefe al servicio de la comunidad.
Es, más bien, la comunidad al servicio del rey.

La separación entre el gobernante y su pueblo es completa.

Como dios que es o, por lo menos, elegido por Él y, en cierto


modo, su representante, pertenece a una estirpe que debe
mantenerse incontaminada. La transmisión hereditaria del poder es
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una consecuencia lógica y lo son también la dignidad de la familia


real, la aristocracia, los privilegios, también hereditarios, y
numerosos patrones sociales y culturales.

Es posible observar que la hinchazón del poder encarnado en


una persona es parte de un mundo de relaciones, de convenciones
y costumbres que van parejas con la mentalidad reinante.

Se piensa y se procede así porque está establecido de esa


manera por la tradición que cuenta con el apoyo de la rutina y la
inercia moral.

El imperio de la Naturaleza en el ser humano, especialmente


en el aspecto sexual, es disimulado con reglas tan variadas como
los pueblos, que se complacen en los requisitos y las ceremonias.

Cuando ese poder, aún embrionario durante la infancia, se


revela en la pubertad, pórtico de la adolescencia, y nos empuja
hacia otro ser, el deslumbramiento, la desazón y el deleite que
sentimos nos dicen que no estamos solos, que somos parte del
cosmos, que nuestra vida fluye de una fuente inagotable, circula
con nuestra sangre, alienta nuestro pensamiento y está en la raíz
de la poesía, de la literatura, del arte y de la floración humana capaz
de atraer y de perdurar.

La actitud que asume, las formas que adopta y las medidas que
aplica la sociedad frente al poder de la Naturaleza que la rebasa,
puesto que actúa en la raíz de sí misma, son tan variadas y a veces
arbitrarias y aun absurdas, según los pueblos y el grado de su
desarrollo, que distan mucho de la racionalidad, aunque se advierte,
en la mayor parte de los casos, una inclinación creciente hacia ella
y la estabilidad.

A este respecto, es preciso decir que hay, en primer término,


el poder de la Naturaleza, superior a cualquier otro, que actúa dentro
del hombre y fuera de él; en segundo lugar, el poder de la Especie,
continuación de aquél, que se identifica con el conocimiento, como
lo dijera Francis Bacon hace cuatrocientos años, poder que se
concreta en la ciencia y la tecnología (18); el poder económico que
gobierna a los pueblos y a los individuos y que actúa muchas veces
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entre bambalinas; y, por último, el poder político, que arraiga con


la educación.

Era natural que, al principio, hubiese una promiscuidad casi sin


limitaciones y, como consecuencia lógica, la filiación materna.

Posteriormente, la promiscuidad cesa y la unión de hombres y


mujeres se sujeta a determinadas normas. En muchos países,
sobre todo en aquellos de clima cálido, cubiertos de bosques y
bordeados por el mar, el amor se manifiesta sin trabas durante la
adolescencia y sólo después se cumplen las reglas que rigen el
matrimonio. Quizá se encuentre allí «la vida natural», la felicidad
que perseguía Bentham, al abrigo de las turbulencias del mundo.

Sin embargo, la ilusión de un paraíso escondido se esfuma


cuando leemos las descripciones y los relatos de algunos viajeros
que han visitado las islas del Pacífico.

Robert Louis Stevenson, que eligió finalmente la isla de Samoa


para vivir y morir en ella, nos habla de la transición de la belleza
seductora del cielo y el mar a los tabúes, las preocupaciones y el
temor a la muerte de los habitantes: «A las tres de la madrugada,
el aire era suave y perfumado. De cuando en cuando, una polea
chirriaba como un pájaro. Del lado del océano, el cielo brillaba con
tantas estrellas y el mar aparecía iluminado por sus reflejos».
Cuando se vuelven los ojos a la tierra, surgen los problemas de la
despoblación, las prohibiciones absurdas pues las mujeres no
debían comer tocino ni cocinar en el fuego encendido por el varón.
Además, el hombre vive angustiado con la idea de la muerte y su
impotencia ante las enfermedades y su extinción progresiva(19).
Paul Gauguin abandona sus comodidades y el ambiente
refinado de París, para entregarse a pintar en Tahití. Es la
obediencia a una poderosa voz interior.

El artificio de una sociedad que indignaba a Rousseau había


terminado por fatigar a Gauguin, ansioso de la paz, la belleza y las
costumbres sencillas de los habitantes en una isla lejana.
116

Él permanece fiel a su destino, pero no puede escapar a «la


condición humana» en la isla encantada o en la ciudad
deslumbrante, en condición que es la nuestra, la de todos y no sólo
de los menos dotados, que nos exalta y nos deprime, que nos aflije
con enfermedades y temores, que acuna a la muerte hasta que un
día y una hora, entre los días y las horas innumerables, se cierra
el ciclo al poner el punto final.

El acatamiento de este género de reflexiones y,


posteriormente, la admisión de una doctrina como la verdad
revelada, habría de llevar a muchos a una renunciación de las
satisfacciones corporales y aun a la mortificación del cuerpo para
alcanzar la salvación del alma.

Desde luego, el cuerpo debe sustraerse a las miradas del


propio sujeto y el baño queda poco menos que excluido.

Cuando los españoles reconquistan Córdoba, una de sus


primeras medidas es la clausura de no menos de cincuenta baños
públicos.

El ascetismo es incompatible con la limpieza corporal y los


anacoretas recurrían al agua sólo para beberla. Bertrand Russell
nos refiere que «San Abraham el eremita, en los cincuenta años que
vivió desde su conversión, se rehusó terminantemente a lavarse la
cara o los pies. Se dice que era una persona de singular belleza,
y su biógrafo, algo extrañamente, cuenta que su rostro reflejaba la
pureza de su alma. San Amón nunca se vio desnudo. Una famosa
virgen llamada Silvia, aunque había cumplido sesenta años y pese
a que sus enfermedades eran consecuencia de sus hábitos, se
negó resueltamente a lavarse parte alguna de su cuerpo excepto los
dedos. Santa Eufrasia ingresó en un convento de 130 monjas que
nunca se lavaban los pies y que temblaban ante la sola mención del
baño»(20).

Havelock Ellis hace notar que «el cristianismo fue


esencialmente una rebelión contra el mundo clásico, contra sus
vicios y virtudes concomitantes, contra sus prácticas, sus
117

costumbres y sus ideales. Fácilmente hubieron de convencerse los


cristianos que el culto del baño era en realidad el culto de la carne.

Por profunda que fuera su ignorancia en materia de anatomía,


fisiología y psicología, tenía motivos innegables para saber que es
una zona fronteriza sexual, y que todo aquello que produce su
pureza y su brillantez, es una apelación directa, más fuerte o más
débil, según los casos, a las pasiones con que luchaban
tenazmente»(21).

Desde la aparición del cristianismo hasta hoy, la lucha entre el


imperio carnal y el ascetismo religioso no ha tenido tregua. La
historia de santos y monjes, de tentaciones y demonios, es
interminable.

Muchas veces, este poderoso impulso natural, sofrenado día a


día por una convicción religiosa y una voluntad vigilante, encuentra
una forma de evadir el cerco, por una de aquellas «trampas de la fe»
a la cual se refiere Octavio Paz en la poesía de Sor Juana Inés de
la Cruz y que se puede hallar también en San Juan de la Cruz.

Cuando Sor Juana dedica un poema a Cristo Sacramentado, el


amor ambiguo, ya que el alma no puede sustraerse al imperio de
la carne en que está presa, se diluye en términos apasionados, no
por espirituales menos humanos:
Amante dulce del alma,
bien soberano a que aspiro,
tú que sabes las ofensas
castigar a beneficios

divino imán en que adoro:


hoy que tan propicio os miro,
que me animáis la osadía
de poder llamaros mío.

Aunque otras veces la confesión de amor es transparente:


118

Amor empieza por el desasosiego,


solicitud, ardores y desvelos;
crece con riesgos, lances y recelos;
susténtase de llantos y de ruegos.

doctrínale tibiezas y despegos,


conserva el ser entre engañosos velos,
hasta que con agravios o con celos
apaga con sus lágrimas su fuego.

¿Quién que lea a San Juan de la Cruz no sentirá arder dentro


de sí la dulce llama del amor, aquí, en esta tierra, apenas
imaginadas la serenidad del cielo y la transparencia del alma?

Entrádome ha la esposa
En el ameno huerto deseado
Y a su sabor reposa,
El cuello reclinado
Sobre los dulces brazos del Amado.

¡Oh noche que guiaste


Oh noche amable más que el alborada,
Oh noche que juntaste
Amado con Amada
Amada en el Amado transformada!
El aire del almena
Cuando yo sus cabellos esparcía
Con su mano serena
En mi cuello hería
Y todos mis sentidos suspendía.

El conflicto está planteado, pues las religiones rechazan,


generalmente, las complacencias de la carne, que se oponen a la
pureza del espíritu.

Cuando Sócrates y Platón se desprenden de ese mundo


poético poblado por Zeus, el omnipotente; Hera, «la de los brazos
de nieve»; Iris, la dulce mensajera; Atenas, «la diosa de los ojos
glaucos»; un mundo en que aparecía en su cuna de brumas, la
Aurora «de rosados dedos», y Apolo disparaba sus flechas de oro
119

(basta leer la Ilíada y la Odisea); cuando los filósofos se alejan del


gimnasio en el que se contempla la belleza corporal y se reverencia
a Homero, para concebir a Dios, sobre la pluralidad de los dioses,
y al ser humano como una dualidad de cuerpo y alma, en ese
momento se hiere de muerte al mundo clásico, del que habría de
salir otro mundo, diverso y aun opuesto, en un juego dialéctico
penoso pero inevitable.

Esta conversión que lamentaba Nietzsche, señalándola como


un signo de decadencia de la cultura griega, había de extenderse
y arraigar y fructificar hasta hoy, en que la dialéctica se impone otra
vez ya no como antítesis sino como síntesis.
120

VI

LA SOCIEDAD IMPERFECTA

La Naturaleza no crea sociedades sino individuos. Cada ser


humano es el eslabón de una cadena, ciertamente, pero es un
eslabón único.

Nos asombra el hecho de que entre seis mil millones o más de


seres, no haya dos iguales, salvo en el caso de los gemelos
idénticos, como ya lo hemos hecho notar. El cuerpo, la psique, el
espíritu, tienen, en cada caso, un carácter singular.

Cuando la mirada se extiende más allá del ámbito humano, si


es que fuera de él se puede hablar así, nos encontramos también
con individuos, palabra cuya significación extendemos a las cosas.
Cada ser, cada objeto, cada minucia, es única. No hay dos galaxias
iguales. No hay dos astros iguales. No lo son dos montes, dos ríos,
dos lagos, dos gotas de agua, dos granos de arena.

Sin embargo, la individualidad no es sinónimo de aislamiento.


Hay entre las cosas y los seres una relación y una coordinación
ineludible y todo lo que es, está sujeto a un orden universal.
En cada hombre, en cada mujer, vive y alienta la esencia de la

[120]
121

humanidad. Esta esencia se transmite de ser a ser. Cuando se


reunen dos o más, cuando son una multitud, lo que tienen en común
es su condición humana.

Así, pues, cada uno debería comprender que está unido a los
otros, puesto que todos han brotado de la misma fuente y llevan en
sí la misma materia; que la carne, los huesos y la sangre son
comunes, así como las necesidades, los sufrimientos y las
alegrías; que en todos brota la vida a borbotones y subyace, crece
y alienta la muerte.

Es evidente que nadie puede vivir aislado y es un lugar común


la afirmación de Aristóteles en su Política: «El hombre es un animal
político o social»(22).

Incidentalmente, la lectura de Aristóteles nos muestra la


diferencia radical que hay entre su perspectiva de las cosas y la
nuestra.

Distinguimos, por ejemplo, entre ciudad, Estado y comunidad,


que él reune en un solo concepto; discrepamos de su exaltación del
Estado, al que considera como «la comunidad superior a todas y
que incluye en sí todas las demás», y nos asombra y desagrada
profundamente cuando afirma que «por naturaleza, bárbaro y
esclavo es una sola y misma cosa».

En todo caso, la sociedad, que ha desbordado el núcleo de la


comunidad para extenderse y complicarse a sí misma, es
imperfecta, a veces hasta bordear la arbitrariedad y caer en el
absurdo, con la nota frecuente de la injusticia.

El desequilibrio social se manifiesta en el hartazgo, la frivolidad


y el tedio de los dominantes, y las penurias, la humillación y el odio
de los dominados. Los testimonios son muchos y no hay que ir muy
lejos para dar con ellos. Nosotros mismos somos testigos del
maltrato constante a millones de seres, mientras un grupo
minúsculo atesora riquezas y despilfarra dinero sin medida.

La sociedad o, por lo menos, la parte de ella que decide y


domina, piensa y actúa sujeta al egoísmo que la inclina a la
122

indiferencia ante la desgracia ajena y a la crueldad.

Por otra parte, la sociedad está integrada por gentes diversas,


con apetitos, intereses, intenciones y mayor o menor capacidad
para comprender, juzgar y decidir.

Stendhal habla de la asfixia moral que reina en los salones del


París de Luis XVIII. El conde Altamira, uno de los personajes de
Rojo y Negro, dice: «En Francia, todo lo que vale, todo el que
descuella por su talento, va a pudrirse en la cárcel; el pueblo
aplaude. ¿Por qué? Porque vuestra sociedad decrépita (el conde es
un extranjero en ese país) no piensa más que en las conveniencias.

Un hombre que hablando demuestra inventiva, pronuncia con


facilidad una frase poco prudente, y el dueño de la casa en que está,
se considera deshonrado».

Manuel González Prada vivía asqueado de la Lima de su


tiempo. Horas de Lucha es un libro de ira, de imprecaciones y
desprecio. Para él, «Lima es la zamba vieja que chupa su cigarro,
empina su copa de aguardiente, arrastra sus chancletas fongosas
y ejerce el triple oficio de madre acomodadiza, zurcidora de
voluntades y mandadera del convento».

Los conservadores del Perú son, según el autor, «tardígrajos a


los que le falta la cabeza»(23).

González Prada termina por renegar de todo, desde la Patria,


«sanguinario mito», hasta la humanidad. El último de sus poemas
en Trozos de Vida, el libro que siguió a Minúsculas y Exóticas, es
de un desesperado clamor que va de la decepción al asco y el
dicterio sin medida:
¿Qué me importa si mi cielo
Obscurece ya la noche?
No te amé jamás, oh mundo,
Negro charco de vibriones.
Al puede ser de la tumba
Voy sin pena ni temores,
Con el asco por la vida
Con el desprecio a los hombres.
123

VII

PLURALIDAD EN LA UNIDAD

Vivimos en un mundo de conceptos. Nuestro tejido intelectual está


hecho de abstracciones y generalizaciones.

Hablamos de la sociedad, del hombre, del ciudadano,


ignorando muchas veces que son innumerables las sociedades, los
hombres, los ciudadanos, cada uno distinto de los demás.

Es verdad que nuestro pensamiento se desenvuelve en una


esfera de la teoría, barajando los conceptos alrededor del tema
propuesto. La filosofía y la ciencia misma se ciernen sobre la
realidad, con la diferencia de que la primera se mantiene en las
alturas, avizorando la Tierra y sus habitantes reducidos a una parte
del Cosmos y al ser, en tanto que la ciencia parte de cada caso y
de cada individuo. La investigación, las ratificaciones,
rectificaciones y descubrimientos son parte de su obra, que le
permite reunir y coordinar los conocimientos en una estructura
suficientemente autónoma de otras estructuras, como un eslabón
más de una cadena o como una sección añadida a un edificio
interminable.
Los sociólogos ven, preferentemente, el conjunto; las formas
que adoptan los grupos humanos; las corrientes y los movi-mientos

[123]
124

que se efectúan en su seno; la dinámica social, los hitos del


desarrollo colectivo; y por supuesto, las leyes que se pueden
desprender de los casos particulares para extenderlos a todos
ellos, con una aplicación rigurosa del método inductivo que permite
a la Sociología aspirar a la categoría de ciencia.

Los políticos se dirigen a la colectividad en su conjunto.

La palabra masa, concepto en que se diluye la individualidad,


está en labios de muchos de ellos. La palabra pueblo, que en la
política adquiere una significación protagónica, es más rica de
contenido.

El vocablo masa se usa como referencia, como totalidad –re-


cordemos el poema Masa de César Vallejo– pero no como
categoría política. En cambio, la palabra pueblo está en los labios
de oradores, de estudiosos y del común de las gentes, aunque no
la usen los sociólogos porque carece de una concreta acepción
científica.

La masa es un asunto de magnitud. El pueblo lo es de conjunto,


de conciencia, de poder inmanente y decisión final, aunque sea por
intermedio de un grupo o de una persona.

Desde la antigua Psicología de las Multitudes de Gustave Le


Bon y el inconsciente colectivo de Jung, nos hemos habituado a
considerar y apreciar el hecho de una multitud que protesta o
aplaude o ruge, según los casos, como si se tratase de un cuerpo
y no de una reunión de individuos.

¿Es un contagio colectivo? ¿Las gentes que gritan y aplauden


obedecen a un estímulo que los agita sin poder evitarlo o están
unidos por una fuerza que viene de lejos?

Los huelguistas que llevan pancartas y gritan al unísono y


marchan hacia una repartición pública; los aficionados que
atruenan el espacio y lanzan exclamaciones de júbilo o decepción
ante las incidencias de un espectáculo deportivo; los asistentes a
un mitin político que tienen la mirada puesta en su líder, son, en
125

cierto modo, grupos homogéneos, y no se necesita, por tanto,


recurrir a la venerable Psicología de las Multitudes de Gustavo Le
Bon (que después de describir «el alma de las razas», se dedicó
a estudiar «el alma de las muchedumbres»), ni al inconsciente
colectivo de Jung (menos antiguo pero sobre el que han caído
innumerables tratados).

La sociedad, amplia hasta constituir la totalidad; permanente,


a pesar del tiempo y de la sucesión de las generaciones; unida por
el espíritu de cuerpo, las formas de vida y las costumbres, es cierta
y paradójicamente, una unidad plural.

Esa pluralidad, sin embargo, no está dada, fundamentalmente,


por la posición de cada uno en determinado estrato social, por la
ascendencia y el apellido, por la ocupación, por la riqueza o por la
pobreza, la cultura o la ignorancia, sino por la constitución bio-
psíquica y, con ella, por la personalidad.

Lo que importa, en definitiva, no son las clasificaciones, las


casillas, las fórmulas habituales. Es preciso admitir que la
sociedad está constituida, en el fondo, por gentes de capacidad
mayor o menor; de aptitudes diversas, algunas de ellas
sobresalientes, otras mediocres y otras de menor utilidad; que
alternan activos y pasivos, responsables e irresponsables,
exigentes y acomodaticios, generosos y mezquinos, sinceros e
hipócritas, leales y desleales, entusiastas e indiferentes, etc.

Si tratamos con alguien, si lo incorporamos al círculo de


nuestros amigos, si confiamos en él, lo hacemos porque lo merece.
Nos es indiferente el título que tenga, el apellido que lo distinga, la
actividad que ejerza. Es inteligente, comprensivo, bondadoso,
honesto. ¿Se puede pedir más?

La política no repara en estas diferencias. La masa lo cubre


todo. El pueblo es un conglomerado humano. La educación sí se
esfuerza por tratar a cada uno según las características de su
individualidad.

Es cierto que, según Schopenhauer, la educación es poco


menos que impotente porque no puede modificar el carácter de las
126

personas. No puede convertir, por ejemplo, a un ser lento en


dinámico, a un flemático en apasionado, a un avaro en filántropo.
Pero sí puede favorecer –diríamos nosotros– el desarrollo de las
aptitudes, la personalidad, la socialización y la preparación para el
ejercicio de una determinada actividad.

Desde luego, el acento puesto en el hombre y su riqueza


genética, mayor o menor, no tiene ninguna relación con el fascismo
que aplasta al hombre con el Estado, ni con el nazismo y sus
galimatías de la «raza aria», contrarios a la naturaleza y la dignidad
humanas.

Por otra parte, vivir es, para cada hombre, hacer. Ortega y
Gasset ha tocado este tema: «La vida humana es una realidad
extraña de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad
radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las
demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen
de uno u otro modo que aparecer en ella».

«La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida


humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo
algo para sostenerse en la existencia».

«La vida nos es dada, puesto que no nos la damos nosotros


mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber
cómo».

«Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que
necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es
quehacer».

Las líneas que siguen se refieren, sin duda, al común de las


gentes, no a un grupo de escogidos que son, precisamente, los que
hacen la Historia.
Ortega dice: «Y lo más grave de estos quehaceres en que la
vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo,
lo contrario, quiero decir que no nos encontramos nunca
estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es
impuesto éste o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su
127

trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene


cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer.
Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas
convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros
hombres, él mismo. Sólo en vista de ellas puede preferir una acción
a otra, puede en suma, vivir»(24).

En muchos casos, que son los más ilustres, sin duda, la


Naturaleza no sólo echa los hombres al mundo, sino que los echa
con una vocación y un destino.

Pintar es para el pintor, escribir para el escritor, bendecir y


confesar para el sacerdote, educar para el educador, «una manera
de vivir».

Así, pues, alternamos con gentes que han brotado con un


pincel en la mano, o con un lápiz para llenar con fórmulas
matemáticas alguna páginas y cambiar el rumbo de la Historia o
con gargantas prodigiosas hechas para deleitar a los oyentes o con
sílfides capaces de poner de pie, como si fuese lanzadas por un
resorte, a una multitud de asombrados espectadores.

Es conocido el caso de escritores que han dado al mundo obras


extraordinarias, como si obedeciesen al demonio interior de
Sócrates, en un estado cercano al sonambulismo.

Goethe se refería al Fausto, en una conversación con


Eckermann, como «algo inconmensurable y cuantos intentos se
hagan por acercarlo más a la inteligencia, serán baldíos».

«Hay que hacer cuenta de que la primera parte surgió de un


estado de alma individual, bastante oscuro». En otro momento dijo
a su interlocutor que «en poesía no se puede forzar mucho las
cosas, y hay que aguardar a que la inspiración quiera venir, lo que
no se puede lograr por la fuerza de la voluntad».

«El espíritu –según Amiel– es el medium plástico, el principio


y el resultado de todo, la tela, el laboratorio, el producto, la fórmula,
la sensación, la expresión, la ley, el que es, el que obra, el que
sabe. No todo es espíritu, pero el espíritu está en todo y lo contiene
128

todo».

Cuando Borges dice que «Todas las cosas le han sido dadas
(al escritor, a todo hombre) para un fin y esto tiene que ser más
fuerte en el caso de un artista», suscribe que las afinaciones, los
bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla,
como material para su arte.

«Esas cosas nos fueron dadas para que las transmitamos,


para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida,
cosas eternas o que aspiren a serlo».

Para Ernesto Sábato, «los mediocres pueden elegir el tema».

«Cuando se escribe en serio, es al revés: es el tema el que lo


elige a uno. Los fantasmas que suben desde nuestros antros
subterráneos, tarde o temprano se presentarán de nuevo, y no es
difícil que consigan su trabajo más adecuado para sus condiciones.
Lo que dice Platón no es otra cosa que lo que pensaban los
antiguos: que el poeta inspirado por los demonios, repite palabras
que nunca habría dicho en su sano juicio, describe visiones de sitios
sobrenaturales, lo mismo que el místico»(25).
129

VIII

LA SOCIEDAD Y LA VIDA INSTINTIVA

Cada uno de nosotros vive su vida y, con ella, acuna su muerte.


Hemos brotado por un designio cósmico y se nos ha dado la vida
como a todos los seres que pueblan este mundo y que van y vienen
y acaban su ciclo en un día o en meses o en años, aunque hablar
de esta medida sea impertinente, pues se trata de un fenómeno
extraordinario que está por encima de medidas y clasificaciones,
del que somos expresión pero que, por eso mismo, no podemos
explicar satisfactoriamente.

Una necesidad científica se satisface merced a la aplicación de


la técnica apropiada, pero la vida es un flujo como el agua de una
fuente y un río, en la infinita variedad de los seres que nacen y
mueren, al impulso de una renovación interminable.

César Vallejo se eleva, a veces, para mirar su cuerpo o el del


vecino, consciente de esta realidad.

Y está bien y está mal haber mirado


de abajo para arriba mi organismo.
Tienen su cabeza, su tronco, sus extremidades,
tienen su pantalón, sus dedos metacarpos y un palito.

[129]
130

Ahora, entre nosotros, aquí,


ven conmigo, trae por la mano a tu cuerpo.

La vida, de la que somos hechura y órgano, es instintiva y


sensual. Su imperio lo abarca todo. Su flujo no se interrumpe nunca.
Las formas que genera varían pero su sino es prolongarse
indefinidamente.

La vida perdura en cada especie y en cada ser y, por tanto, cada


individuo actúa impulsado por esa fuerza interior que es parte de su
mundo.

En algunos casos, cuando se trata de la unión íntima de dos


seres, las ceremonias sobran.

En Asiria, el adúltero, hombre o mujer, era ahogado en el río.


En Israel, según el Levítico, «si un hombre cometiere adulterio con
la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente
serán muertos». En el Tahuantinsuyo, según Guamán Poma,
citado por Luis E. Valcárcel, las mujeres adúlteras eran
condenadas a muerte, ejecutándolas a pedradas en el sitio
Uimpillay. Si la mujer no había consentido, su castigo eran 200
azotes con soga de taclla y encierro en el Acllahuasi, y pena de
muerte para el varón responsable.

He aquí dos mundos frente a frente: de un lado, el cosmos, la


Totalidad Suprema y Absoluta; del otro, la sociedad, ciertamente
pequeña y miserable, atada a costumbres, convenciones y modas.

El ímpetu de la vida se manifiesta a plenitud en las zonas


tropicales donde crecen y se enmarañan las plantas, se multiplican
las alimañas y obliga al hombre a adaptarse a ese mundo potente
y dominante para poder subsistir.

El grupo primitivo vive a merced de esas fuerzas misteriosas a


las que trata de aplacar merced a prácticas diversas, a sacrificios
y conjuros. Los brujos desempeñan un papel importante y, a veces,
decisivo. El antropomorfismo, el animismo, el mito, el tabú,
131

permanecen en escena.

Se habla, con razón, de una mentalidad primitiva. El conocido


libro de Lévi-Bruhl que hemos citado antes, lleva este título.
Espiguemos en él: Si la muerte sobreviene «es porque una fuerza
mística ha entrado en Juego». «Cuando un hombre muere, es
debido a que ha sido condenado por un hechicero». «Los muertos
viven, por lo menos durante un cierto tiempo». «El presagio predice
y produce el acontecimiento». «A los ojos de los primitivos, nada
hay fortuito». «Todos parecen creer firmemente en la adivinación
como un método de inferir el curso de los sucesos por venir» (en
referencia a los habitantes de la costa occidental de África).

«La ordalia parece ser un procedimiento mágico, destinado a


demostrar si el acusado es inocente o culpable».

«En casi todas las sociedades primitivas, la enfermedad,


cuando es grave y prolongada, toma el aspecto de una mancha o
de una condenación». «La disposición de la mentalidad primitiva es
a considerar como real y ya presente un acontecimiento futuro del
que está seguro por razones místicas». «La mentalidad primitiva,
como la nuestra, se preocupa por las causas de lo que ocurre. Pero
no las busca en la misma dirección. Vive en un mundo donde
innumerables potencias ocultas siempre presentes, están obrando
constantemente o listas para obrar».

Con la superación de este estado y la desaparición del hombre


primitivo ocurre un cambio profundo, pero quedan todavía rezagos
importantes en la mentalidad y las costumbres de pueblos
posteriores, aun de la más alta cultura.

Griegos y romanos acuden a la adivinación frecuentemente y


los sacrificios preceden a la toma de decisiones, sobre todo cuando
se trata de la proximidad de una batalla. Aquiles recurre a Calcas,
«él más grande adivino que conocía el pasado, el presente y el
porvenir», para que diga cuál es la causa de la cólera de Apolo. El
Oráculo de Delfos era famoso y la Pitonisa era requerida
fervorosamente para que comunicara sus augurios. En Roma,
donde había «más dioses que hombres», según Petronio, el culto
132

se reducía generalmente, a una suerte de contrato entre ambas


partes, el hombre y el dios.

Desde luego, los sacrificios son universales en la historia


antigua. Se trata de aplacar a los dioses o de obtener sus favores.

¿Qué hace la sociedad ante el poder formidable de la vida


instintiva? Pues, defenderse. Hombres y mujeres se sienten
atraídos mutuamente. Esta atracción podría ejercer un dominio
total y la sociedad dejaría de ser, entre otras cosas, una
organización, un cuerpo sometido a normas, un sujeto del orden,
una suma de convenciones.

En la mayor parte de los casos, si no todos, las normas


establecidas fijan condiciones para que un hombre y una mujer
puedan unirse.

Ante todo, ¿cómo ven ciertos pueblos los cambios o las


manifestaciones de este poder oculto pero presente en todo
momento? «En la aldea de Bajoeng Gedé –dice Margared Mead–
el hombre que no se casa no puede gozar de todas las prerrogativas
sociales. El hombre que no tiene hijos no llega nunca a la posición
suprema dentro de la jerarquía».

«El matrimonio es una formalidad que la sociedad impone, un


medio para tener los hijos necesarios a fin de ser una persona
completa desde el punto de vista social».

«Ciertas sociedades creen que el parto es por naturaleza


peligroso. Otros pueblos lo consideran un hecho tan sencillo que
sólo la madre calcula esperanzada si el niño va a nacer en el
campamento donde puede sobrevivir o si ha de nacer durante la
jornada de la marcha, muriendo, entonces, seguramente, de frío».

«La primera menstruación da lugar a una importante ceremonia


entre los austeros manus, que a partir de entonces ocultan la
menstruación hasta el matrimonio».
133

IX

LOS CONFLICTOS INEVITABLES

Ante el impulso de la Naturaleza, que no encuentra obstáculo en la


fauna y la flora, la sociedad actúa para detenerlo, desvirtuarlo o
someterlo a ciertas condiciones.

Desde luego, la religión que marca una línea de separación


entre la carne y el alma y que remite a una vida ultraterrena la
realización plena del hombre, no sólo desdeña el cuerpo sino lo
señala como una fuente de incitaciones peligrosas, contra las
cuales hay que mantenerse en guardia.

Los santos viven en lucha permanente con las tentaciones y van


más lejos al atormentar la carne, al mortificarse con el ayuno y las
incomodidades.

Sería inútil detenerse en algunos casos ilustrativos que todos


conocen, sin olvidar otros, diversos y aun contradictorios.

En un estudio de Robert Briflault sobre el sexo en la religión, se


nos recuerda la licencia en los ritos de Babilonia, la libertad
predominante en Grecia y aun en Roma, la vinculación entre las

[133]
134

faenas agrícolas y el libertinaje en muchos pueblos y la


representación de actos sexuales en los templos de más de un país
oriental de alta cultura(26).

«Los hombres ven en la sexualidad –nos dice Alain Daniélou–


el principal instrumento con que la Naturaleza trata de
esclavizarnos. Los templos se cubren de imágenes eróticas porque
el hombre debe ser puro, debe estar libre de inhibiciones antes de
poder captar los secretos del conocimiento. Las representaciones
eróticas que ornan los templos hindúes tienen un valor mágico y
educativo. Toda la evolución y todas las formas de la vida erótica
aparecen en estas esculturas».

En la China antigua, las niñas no eran bienvenidas, a diferencia


de los varones, y no era raro que los padres las pasaran a otras
manos, como si se tratase de una carga inútil.

En numerosos países, la joven era prácticamente vendida,


puesto que para obtener el asentimiento de los padres, había que
prodigar los obsequios, tanto más valiosos cuanto eran mayores
los méritos del bien requerido.

La subordinación de la mujer al hombre era universal y aún lo


es en menor medida actualmente.

En pueblos de la más alta cultura como Grecia, el fenómeno se


mantuvo en desmedro de la mujer. Como se sabe, en Atenas ella
fue relegada al gineceo. Su misión era casi exclusivamente
maternal. Aristóteles advertía acerca del peligro de despertar su
sensualidad. Además, no le estaba permitido asistir a la comedia.

En la refinada sociedad francesa de Luis XIV, la subordinación


de la mujer al hombre se mantuvo, hasta el punto de que los padres
decidían todo lo referente al matrimonio de sus hijas.

En el teatro de Molière, el amor contrariado por la autoridad


paterna se repite con frecuencia y es casi un leit motiv en la historia
familiar de la sociedad europea y de gran parte del mundo.
135

La moral victoriana impuso la represión sexual y la gazmoñería


como una nota infalible en las relaciones entre hombres y mujeres.

Durante el largo reinado de la reina Victoria, todo un mundo


social y cultural debió vivir bajo el imperio de rígidas normas morales
en abierta contradicción con la naturaleza humana.

D.H. Lawrence irrumpió en ese mundo pacato con El Amante


de lady Chatterley, al que escandalizó por su audacia erótica, pero
al que fue convenciendo poco a poco de la letigimidad de esta
insurrección de una naturaleza contrariada sistemáticamente por
una acumulación de prejuicios.

Sigmund Freud abrió de par en par las puertas de una estancia


hasta entonces cerrada contra viento y marea, llena de supuestos,
de convenciones y de cosas imaginarias.

Freud reveló nuestra naturaleza, específicamente, nuestra


naturaleza animal. Somos ante todo un organismo, ahíto de
sensualidad. Sentimos antes que pensamos. El dolor, el placer, el
gusto, el disgusto, el deseo, el rechazo, la simpatía, la antipatía,
alternan en nosotros. Somos impulsados con fuerza irresistible
hacia el otro sexo, sin que falten las desviaciones y variaciones, y
un mundo subterráneo permanece firme y pertinaz en cada uno de
nosotros, con mayor poder que la esfera iluminada de la conciencia.

La reacción inmediata ante la revelación de este mundo invívito


en cada uno de nosotros, fue el escándalo, la condena, la negación.
El hombre ideal había desaparecido. Los niños ya no eran los
pequeños ángeles de las oraciones y las leyendas. La mujer y el
hombre se inscribían en un mundo de instintos y apetitos, de
deseos, de impulsos, de reacciones. La cultura era un tejido de
contrarios en el cual se podía advertir el acicate de la necesidad
y el esfuerzo de la imaginación. Al amor platónico sucedió la
atracción sexual, y al mundo de las ideas el de las cosas concretas.

Por supuesto, Freud significó un descubrimiento, una


revelación y una posición extrema. Posteriormente, los estudios,
136

los análisis, las críticas, se multiplicaron, pero quedó en pie la tesis


fundamental y el método surgido con la tesis: el psicoanálisis.

La «sublimación» freudiana en el campo psicológico es


semejante a la superestructura marxiana en el campo social.

Si el paralelo pudiese continuar, el psicoanálisis como método


debería ir acompañado con el análisis social.

El Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea de Erich


Fromm debe ser citado a este respecto.

El conflicto entre la Naturaleza y la sociedad se revela en los


casos innumerables de la historia y de neurosis que conocemos
gracias a especialistas en la materia. Freud considera «los
síntomas históricos como efectos y restos de excitaciones que han
actuado en calidad de traumas sobre el sistema nervioso». «Hemos
hallado, en efecto, y, para sorpresa nuestra, al principio
–dice Freud– que los distintos síntomas histéricos desaparecieron
inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía despertar con
toda claridad el recuerdo del proceso provocador, y con él el efecto
concomitante, y describía el paciente, con el mayor detalle posible,
dicho proceso, dando expresión verbal al efecto»(27).

Wilhelm Stekel que cultivaba, según él, un psicoanálisis activo


«enteramente distinto del psicoanálisis ortodoxo iniciado por
Freud», nos ha proporcionando una larga casuística al respecto.
En general, ocurre que el niño o el adolescente, inmerso en el
seno de un hogar y una comunidad con sello propio, realiza diversas
actividades y siente de pronto que un poder superior así mismo lo
impulsa hacia otro ser, al cual se entrega con el deslumbramiento,
el arrobo y el goce que sería inútil buscar en otra parte.

Sin embargo, el mundo en medio del cual vive, es demasiado


complejo. En él pululan, como parásitos y virus, los prejuicios, las
supersticiones, los malentendidos, los temores, las prohibiciones.
137

Ante el impulso superior que mueve a unos y otros, la


comunidad toma algunas precauciones y establece las reglas del
juego.

Esas reglas varían de pueblo a pueblo y no están siempre de


acuerdo con la realidad. En numerosos casos rige la tradición con
su cortejo de convenciones y costumbres, aunque no tengan un
sustento racional.
138

SIMONE DE BEAUVOIR Y LA MUJER

El libro de Simone de Beauvoir El Segundo Sexo, merece un

capítulo especial, tanto por su formidable erudición, la solidez de


algunos de sus argumentos y su fama como escritora, cuanto
porque, al asumir la defensa de la mujer y acumular dicterios contra
el macho, vocablo que la autora prefiere para designar al hombre,
entran en juego la Naturaleza y la Sociedad que corresponden a
nuestro tema.

¿Por qué contra el macho? Porque él es, según la autora, el


culpable de la situación de inferioridad y dependencia en que se
encuentra la mujer: él ha organizado la sociedad con sus altibajos,
ha relegado a la mujer a una situación subalterna y, lo que es
intolerable, ha multiplicado los denuestos contra ella y son
numerosos los insultos proferidos por personajes notables que
registra la Historia.

Empecemos por una afirmación de Simone de Beauvoir: «Todo


el organismo de la mujer está adaptado a la servidumbre de la
maternidad y es, por tanto, la presa de la Especie»(28).
Para la autora, la maternidad no es una gracia sino una
servidumbre. El advenimiento de nuevos seres, el amor de la madre
a los hijos y de los hijos a la madre, la hermandad que florece en

[138]
139

el seno del hogar y el flujo incesante de la vida universal,


constituyen una ¡maldición!

La realización de la mujer –realización suprema– no es, por


tanto, la maternidad sino la frustración y la soledad. Por extraño que
parezca, la autora se rebela contra la Naturaleza. La maternidad no
debe existir, aunque la Especie, tan maltratada en esta obra,
desaparezca de la faz de la tierra.

Si la mujer es «la presa de la Especie», ¿no lo es también el


hombre? ¿Y los animales y la plantas, no son también «presas» de
la naturaleza? ¿Y los astros y la galaxias?

La maternidad no es una servidumbre sino para quienes han


caído en el seno de una sociedad deshumanizada, a fuerza de
intelectualismo, decadencia y frivolidad.

Para muchas mujeres, que no hembras, es una gracia.

Para quienes ven en un hijo una versión nueva y fresca de sí


mismas, es un don que se expresa en el amor compartido.

«Ya desde su nacimiento –dice la autora– la especie se ha


apoderado de ella. En el momento de la pubertad la especie
reafirma sus derechos».

Hombres y mujeres o, si se quiere, mujeres y hombres, somos


hechuras de la Especie y, por ello, de la Naturaleza. A cada uno de
nosotros se nos ha asignado un papel y debemos cumplirlo sin
protestas ni quejas.

Como hombres o mujeres podemos disfrutar de esta


maravillosa riqueza que se nos ofrece a manos llenas en una planta,
en una hoja, en un grano de arena, en un poema, en una sonata, en
un cuadro, en una estatua, en un diálogo. La vida es un milagro.
¿Acaso hemos perdido la capacidad de asombrarnos, de admirar,
de permanecer absortos ante un prodigio de la Naturaleza o del
genio humano?

Recurramos a un poeta: Enrique González Martínez.


140

A veces una hoja desprendida


de lo alto de los árboles, un lloro
de las linfas que pasan, un sonoro
trino de ruiseñor, turban mi vida.

Vuelven a mí medrosos y lejanos


suaves deliquios, éxtasis supremos;
aquella estrella y yo nos conocemos,
ese árbol, esa flor, son mis hermanos.

¡Divina comunión!... Por un instante


son mis sentidos de agudeza rara...
Ya sé lo que murmuras, fuente clara;
ya sé lo que dices, brisa errante.

Por eso en mis ahogos de tristeza,


mientras duermen en calma mis sentidos,
tendiendo a tus palabras mis oídos
tiendo a cada rumor, naturaleza.

Después de esa alegada «independencia», la poesía convierte


el desierto en un oasis.

Como una muestra más de esta rebelión contra la Naturaleza,


la autora enumera los males que aquejan a la mujer: «Las crisis de
la pubertad y de la menopausia, la ‘maldición’ mensual, el
embarazo largo y a menudo difícil, los partos dolorosos y a veces
peligrosos y las enfermedades y accidentes son las características
de la hembra humana».
La pubertad es el pórtico de la adolescencia. ¿Quién que haya
sido generosamente dotado no añorará este deslumbrante
momento de vida interior, de impulso cierto y de ensueños vagos,
de revelaciones infinitas, de sentimientos profundos y de anhelos
sin medida?

Los males que enumera la autora, ¿no son el precio que es


preciso pagar por el advenimiento y el amor de los hijos, la creación
141

de un pequeño mundo humano en el que la llama del amor prodigue


la luz y mantenga el abrigo para paliar el frío de las noches
invernales?

La contradicción en que incurre Simone de Beauvoir es


evidente. Por una parte, afirma que «la vitalidad de las mujeres tiene
sus raíces en el ovario»; enumera los males que la Especie ha
acumulado sobre ella y habla de una servidumbre que le ha sido
impuesta; y por la otra, sostiene que «la Naturaleza no define a la
mujer». Esta contradicción va acompañada de un aserto
insostenible: «Definiendo el cuerpo a partir de la existencia, la
biología se convierte en una ciencia abstracta».

El cuerpo sólo se puede definir a partir de sí mismo y no de la


existencia, asunto muy importante para los filósofos existencialistas,
pero no para nosotros, pobres seres humanos que debemos
alimentarnos, caminar, no incurrir en excesos, cuidar el normal
funcionamiento de nuestros órganos y acudir al médico cuando sea
necesario, porque los filósofos, por eminentes que sean, no podrán
curar nuestros males.

Además, si hay algo concreto, es una ciencia, todas las


ciencias, entre ellas la Biología, sólidamente asentada en el
conocimiento científico.

La autora dice: «La historia de la mujer –por el hecho de que aún


se encuentra encerrada en sus funciones de hembra– depende
mucho más que el hombre de su destino fisiológico».
Nuevamente nos encontramos con el reconocimiento de que
nuestro destino es, en gran parte, fisiológico, y para redondear el
término, natural. Cuando se afirma que la mujer se encuentra «aún
(subrayamos) encerrada en sus funciones de hembra», se insinúa
que ¡llegará el día en que ella alcance la liberación de ese destino
fisiológico!

La autora quisiera que la mujer abandone su cuerpo (pues no


hay otra manera de escapar a su destino natural), mientras
142

máquinas inventadas para sustituirla se dediquen a fabricar robots


en serie para sustituir a los seres de carne y hueso.

Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, escrito como una sátira


contra el totalitarismo y la utilización bélica de la bomba atómica
(pues no se podía prever entonces la Perestroika y el término de la
guerra fría), podría sustituir a nuestro mundo natural, hecho de
madres y de niños, de amor y ternura.

El Capítulo I se inicia con este párrafo: «Un edificio gris,


achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas.

Encima de la entrada principal las palabras: Centro de


incubación y Condicionamiento de la central de Londres, y, en un
escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad,
Estabilidad.

–Y ésta –dijo el director, abriendo la puerta– es la sala de la


Fecundación.

Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores


se hallaban entregados a su trabajo».

Aunque este mundo feliz no es muy agradable, sigamos


espigando en él.

«Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Una


producción de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se
conseguía uno, Progreso.
– ¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis
máquinas idénticas! –La voz del director temblaba de entusiasmo.

Guardería infantil. Sala de condicionamiento Neo-Pavlotiano,


enunciaba el rótulo de la entrada.

– Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas


sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño.
Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo
de toda la vida. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones!
143

El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a


sus hijos en su pecho la sonrojó (a Lenina, del Centro Incubación)
y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás
indecencia como aquella. [Tememos que lo mismo le habría
ocurrido a la autora de El segundo sexo]. Lo peor era que, en lugar
de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular
comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.

Los manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro


mil salas del Centro de Blomsbury señalan las dos y veinte minutos.
La ‘industriosa colmena’, como el director se complacía en
llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Bajo los
microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los
espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y
fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskivicados,
echaban brotes y constituían poblaciones enteras de
embriones»(29).

Apartemos la mirada de este «mundo feliz» y retornemos al


nuestro con un poema de Gabriela Mistral:

Como escuchase un llanto, me paré en el repecho


y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho.
¡y una ternura inmensa me embriagó como un vino!
La madre se tardó, curvada en el barbecho;
el niño, al despertar, buscó el pezón de rosa
y rompió en llanto...yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa...

Por la ventana abierta la luna nos miraba.


El niño ya dormía, y la canción bañaba,
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...

Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta,


me vería en el rostro tanta ventura cierta
¡que me dejó el infante en los brazos dormido!
144

Continuamos con la obra de Simone de Beauvoir.

Para ella, la familia y la propiedad privada son culpables de la


situación de la mujer. «Cuando la familia y el patrimonio privado –
dice– son las bases de la sociedad, sin oposición, la mujer
permanece totalmente enajenada».

Insiste la autora: «Desde el feudalismo hasta nuestros días, la


mujer casada ha sido sacrificada deliberadamente a la propiedad
privada». Y algo más: «La mujer ha sido destronada por el
advenimiento de la propiedad privada». Ergo: la familia y la
propiedad privada deben desaparecer para que la liberación de la
mujer sea un hecho.

«Todo socialismo arranca a la mujer de la familia y favorece su


liberación –prosigue la autora–. Con la inseminación artificial
termina la evolución que permitirá a la humanidad dominar la función
reproductora. En el siglo XIX la mujer se ha liberado de la naturaleza
y conquistado el dominio de su cuerpo».

Ortega y Gasset creía advertir signos de la deshumanización


del Arte. No hemos encontrado en ninguna otra parte nada
semejante al deseo, reiterado en esta obra, de que se alcance
como una culminación en la Historia, algo monstruoso: «La
deshumanización de la Humanidad»(30).
El comunismo integral sería, entonces, la condición sine qua
non para la liberación de la mujer. Imaginemos un mundo en el que
haya sido abolida, la propiedad privada y no exista la familia, bajo
un poder absoluto; la mujer «liberada» de la maternidad y del hogar,
convertida en un ser anónimo, como una oveja más en el rebaño.
No dependería de nadie, en particular, sino del Estado, como el
rebaño depende del pastor.

La alegría del amor compartido, de los hijos, del pequeño


mundo propio, no existiría para ella. La maquinaria como en el
«mundo feliz» de Huxley funcionaría, no, desde luego, para la
mujer, sino para el Estado. Reducida a la soledad, sin marido y sin
hijos, sin familiares, sin afecto, rumiando su «liberación», le
quedaría el recurso de anhelar la muerte.
145

Afortunadamente, el socialismo está rectificando muchos de


sus errores, advertidos por la experiencia, y no pretende «arrancar
a la mujer de la familia», porque, al hacerlo, la arrancaría de sí
misma.

La inseminación artificial es un recurso desesperado, pues el


camino natural es la unión íntima de hombre y mujer y el
advenimiento del hijo, producto del amor y de la integridad de
ambos.

«Liberarse de la naturaleza» es un absurdo, pues cada ser


humano es parte de la Naturaleza, lo que no impide que sea dueño
de su cuerpo.

Para la autora, «la participación en la producción y la liberación


de la esclavitud de la reproducción, explica la evolución de la
condición de la mujer».

La participación de la mujer en la producción (téngase en


cuenta el poder devorador de la industria, el ritmo agobiante del
trabajo, la organización y la disciplina férreas, la conversión de la
mujer y del hombre en un obrero o empleado o gerente) y se podrá
comprender entonces, cuál es la «independencia» que la autora
anhela para la mujer. Como una contradicción más, ella admite que
«las trabajadoras eran [es verdad que habla en pasado] más
esclavas aún que los trabajadores machos».

¿La esclavitud de la reproducción? ¿Liberarse del hogar para


caer en la fábrica? ¿Pasar de lo personal a lo colectivo? ¿Cambiar
el pequeño mundo humano por la acumulación del artificio?
¿Renunciar a la maternidad para caer en la producción industrial?

¿La esclavitud de la reproducción? Y, por qué no, ¿la dulce


esclavitud del amor fecundo? ¿La reproducción artificial? ¿La
esterilidad, la soledad, la frustración, la amargura? ¿La existencia
de solteronas deshumanizadas a las que se ha pretendido
«liberar», arrojándolas a un mundo sin amor y sin ilusiones?

Simone de Beauvoir deja, por un momento, su paradójica


146

defensa de la mujer a la que pretende arrebatarle la probabilidad de


ser feliz en nombre de una absurda liberación, al decir «que en el
cielo de la dueña de casa la utilidad reina a mucho mayor altura que
la verdad, la belleza y la libertad. Por eso adopta la moral
aristotélica del justo medio, de la mediocridad». Y admite también
que «sólo en el amor la mujer puede conciliar su erotismo con su
narcisismo».

La «utilidad» en el hogar es la satisfacción de las necesidades


elementales (Primun vivere, deinde philosophari).

¿Es que alguien, por elevada que sea su posición intelectual


puede vivir sin alimentarse, sin protegerse de la intemperie, sin
reposar? Esa «utilidad», por tanto, no debe ser lo primero?

Retornamos al hogar después de las diligencias inevitables.

Columbramos el muro querido, la plantas que florecen sobre la


puerta, hurgamos en el bolsillo en pos de la llave. ¡Oh prodigio!
Henos aquí. El jardín, ¿no es un portento? Subimos la escalera. ¿A
quién debo agradecer este milagro? Cinco mil libros al alcance de
la mano. Me basta tomar uno de ellos y ¿con quién me encuentro?
Con genios portentosos, con maravillas humanas. Pero tengo
apetito y encuentro lo que mi cuerpo me pide. Esta es la «utilidad».
Me quedo con ella.

¿La verdad? Está aquí, en este suelo donde afirmo los pies, en
la sonrisa de mi mujer, en el abrazo de mis hijos.

La verdad es que vivo y viven los míos. Que al pasear me he


encontrado con hermanos desconocidos. La verdad es que
pertenezco a un pueblo al que amo profundamente y al que me he
esforzado en servir.

¿Y la belleza? ¿Hay alguna mayor que los juegos de los niños,


que la silueta móvil de una mujer, que esa flor que abre sus pétalos,
esa mariposa que surca el aire, esa avecilla que canta, ese cielo
azul, esa armonía lejana?

¿Y la libertad? Salí en el momento que quise. Retorno al hogar


147

cuando me place. Leo, escribo, medito, a mi albedrío.

Trabajo, ciertamente, trabajo. ¿No debemos trabajar todos?

También son libres mi mujer y mis hijos, pero todos debemos


cumplir ciertas normas. No hay libertad total.

El anarquismo ya está pasado de moda.

Así, pues, la belleza, la verdad y la libertad no son aquí


palabras, abstracciones ni entelequias para elucubraciones de
intelectuales, sino categorías que se viven día a día.

La verdad –diríamos quienes hemos podido crear y mantener un


verdadero hogar– es que nos amamos; la belleza alienta y se
expresa en nuestro ritmo de vida, en nuestro afecto y nuestro
comportamiento; la libertad, en la conciliación del carácter y de los
intereses de cada uno con los caracteres y los intereses de quienes
alternan con nosotros.

Después de haber arremetido contra la Naturaleza, o sea,


contra la Totalidad a la que pertenecemos y de la que dependemos,
hasta el punto de que la llevamos dentro de nosotros mismos; y de
haberse enfrentado a la sociedad con menos vigor, Simone de
Beauvoir se refiere a la Mujer en sí.

Al principio, lo hace en el aspecto somático. «Tiene [la mujer]


menos capacidad respiratoria; los pulmones, la traquea y la laringe
son también menores; la diferencia de la laringe entraña también la
de la voz. El peso específico de la sangre es menor en las mujeres;
hay menor fijación de hemoglobina; por lo tanto, son menos
robustas y están más dispuestas para la anemia; se ruborizan
fácilmente. La inestabilidad es un rasgo asombroso de su
organismo en general».

A pesar de esta descripción, la autora afirma, como ya lo


hicimos notar y para asombro nuestro: «La naturaleza no define a
148

la mujer». ¿Quién, entonces? ¿La sociedad? ¿Ella misma? ¿Los


infortunados machos?

«Biológicamente –continúa– los dos rasgos esenciales que


categorizan a la Mujer son los siguientes: su aprehensión del
mundo es menos amplia que la del hombre; la mujer está sujeta
más estrechamente a la especie».

¿Por qué, biológicamente? ¿No habíamos quedado en que la


biología era una ciencia abstracta, mirada desde el punto de vista
de la existencia? ¿Admite Ud., que esas dos características le han
sido dadas a la Mujer por la Naturaleza? ¿Y que, mientras sea
mujer, ella nacerá y morirá con ellas como cualidades de su ser?

Cuando la autora afirma que «el destino de ella [la mujer] es ser
sometida, poseída y explotada como lo es también la Naturaleza,
cuya mágica fertilidad encarna», las reflexiones que suscita son
numerosas.

En primer lugar, la referencia al Destino, que podría fijar la


situación general de la Mujer y de cada una de las mujeres, y, por
qué no, de cada uno de los hombres también; el Destino fatal e
irrenunciable, la Moira griega; entonces, las palabras sobran y los
hechos no pueden escapar a esa Ley inexorable.

¿La Naturaleza, explotada? Si ella es la Totalidad y nosotros


somos parte y hechura suya, ¿cómo podremos poseerla y, aún
más, someterla? ¿Explotarla? ¿Podrían los granos de arena
transformar al desierto o a las gotas de agua influir sobre el mar?

Por otra parte, esas mujeres que van y vienen, que salen y
entran a su antojo por doquiera, que hablan y deciden y trabajan o
estudian o se dedican a su hogar, son, ciertamente, sometidas,
poseídas y explotadas?

En verdad que las diferencias entre los pueblos son muchas y


muy grandes y no podemos olvidar las regiones en que aquellas son
víctimas de un sistema político opresor o de una secta religiosa o
149

de un cúmulo de supersticiones y prejuicios.

Debemos estar en guardia para no asombrarnos durante la


lectura de esta obra porque, por ejemplo, en ella se asegura que «la
desvalorización de la mujer representa una etapa necesaria en la
historia de la humanidad, porque su prestigio no provenía de su valor
positivo, sino de la debilidad del hombre».

Si se trata de una etapa «necesaria», no hay que echarle la


culpa a nadie de lo que ha ocurrido. Si el prestigio de la mujer no
provenía de ella misma, la conclusión es lamentable porque la mujer
no ha cambiado ni puede cambiar en lo fundamental, puesto que es
hechura de la Naturaleza. Si su prestigio provenía de la debilidad del
hombre, la conclusión es la misma, porque esa debilidad no ha
desaparecido, aunque caben las preguntas: ¿Debilidad ante la
atracción de la mujer? ¿Debilidad en el trato con ella? ¿Debilidad
del sexo masculino, en general, ante el sexo femenino?

Si se habla de la desvalorización de la mujer es porque antes


fue valorada. ¿En general? Imposible, los pueblos son muchos y
muy diferentes entre sí. ¿Dónde? ¿En Egipto? ¿En Esparta? ¿En
Roma? En el mejor de los casos fueron hechos aislados que no
comprometieron a la humanidad en general.

Una afirmación más que llama al asombro: «La mujer se vuelve


impura desde que es capaz de engendrar».

Así, pues, ¿todas son impuras porque son capaces de


engendrar? ¿Y el hombre? ¿No le toca a él también esta impureza
puesto que es capaz de engendrar? Esta tesis, ¿no se parece
mucho al «pecado original» del cristianismo?

Hombres y mujeres hemos sido hechos, entre otras cosas,


para engendrar. ¿Somos culpables, por eso? ¿Cumplir una función,
seguramente la primera dictada por la Naturaleza, es un acto
impuro? ¿Estamos manchados por unirnos hombres y mujeres y
tener hijos? Para salvarnos de la impureza ¿habrá que renunciar al
amor, a la unión íntima y a la perduración de la Especie?
150

Y, en todo caso ¿por qué culpar sólo a la mujer de un acto que


no podría realizarse sin la participación del hombre?

La autora incluye muchas citas de diatribas contra la mujer, de


las que tomamos algunas:

De Aristóteles: «El esclavo carece totalmente de la libertad de


deliberar; la mujer la tiene, pero de manera débil e ineficaz».

Un aserto parcial que parte de la esclavitud, inconcebible en


nuestra época, y que ignora la riqueza afectiva de la mujer que
limita, quizá, la capacidad de deliberar.
De Simónides de Amorga: «Las mujeres son el mayor mal que
Dios ha creado».

De Menandro: «La mujer es un dolor que no nos deja».


De Tertuliano: «Mujer, eres la puerta del diablo».

Y, sin embargo, sin la mujer ellos no habrían existido. ¿Y la


mujer, convertida en madre? ¿No los llevó en su seno, no los
amamantó, no los defendió de los males del mundo?.

La mujer, según Simone de Beauvoir «es un falso Infinito, un


Ideal sin verdad, se descubre como finitud y mediocridad, y al
mismo tiempo como mentira. En verdad, ella representa lo
cotidiano de la vida, y es tontería, prudencia, mezquindad y
fastidio».

El Ideal es una edificación aérea y el Infinito, un anhelo


imposible, pero muchas veces la mujer es la fuente de inspiración,
la Musa por antomasia. Ciertamente, hay un círculo tendido a sus
pies, tocado por el hogar, pero no es encierro.

La visión despiadada no tiene reposo: (la mujer) «está siempre


ocupada, pero nunca hace nada. Esa dependencia respecto de las
cosas, consecuencia de la que soporta respecto de las
cosas,explica su prudente economía y su avaricia. Su vida no se
dirige hacia finalidades, sino que produce o mantiene cosas que
nunca son más que medios: alimentación, vestido, intermediarios
151

inesenciales entre la vida animal y la libre existencia».

Por más aéreos o impalpables que sean el Ideal y el anhelo de


Infinito, necesitan un punto de apoyo que nos lo pueda ofrecer una
bella mujer silenciosa.

Es imposible evitarlo: nosotros, hijos de la Tierra, vivimos de


ambas cosas: una expresión de la dualidad humana en la unidad
de carne y espíritu.
Por otra parte, si la mujer toma a su cargo un conjunto de cosas
sin el que nadie puede vivir, habrá que agradecérselo.

«La mujer se ha consagrado por entero a su propia familia;


–continúa la autora– por tanto, no se puede esperar de ella que
trascienda hacia el interés general».

En el Perú, agobiado por las Siete Plagas, la Mujer cumple una


labor de salvavidas. En los barrios marginales, llamados Pueblos
Jóvenes, los Clubes de Madres, las Asociaciones del Vaso de
Leche, las Cocinas Familiares, la Defensa común tienen como
protagonistas a la Madres. «Ellas trascienden» hacia el interés
general, no con ideas ni especulaciones filosóficas, sino con una
acción cotidiana y abnegada que vale más que todos los libros de
filosofía.

Además, ¿puede haber una ocupación más noble que


mantener ese pequeño mundo humano que es el hogar? ¿Hay algo
que supere en importancia y trascendencia a la crianza, la
alimentación, la educación y la protección y defensa de los hijos?
¿Vivir por ellos y para ellos no excede a toda obra humana? La
abnegación sin reposo y sin medida, no es una virtud maternal más
valiosa que una obra escrita, aunque su fama sea mundial?

Hay mujeres que trascienden hacia el interés común y que son


capaces de cumplir, a la vez, su papel de madres.

Las hay que sacrifican su destino esencial por el servicio a los


demás.
152

La autora nos dice que «la mujer no encarna ningún concepto


fijo; a través de ella que cumple sin tregua el pasaje de la esperan-
za al fracaso, del odio al amor, del bien al mal, del mal al bien».

Al parecer, no es pertinente hablar de «conceptos», en este


caso, sino de vivencias. Y, al mismo tiempo de un predominio
afectivo, de totalidad cambiante por su propia naturaleza, sobre la
elativa estabilidad natural.
«La mujer –continúa la autora– piensa que ‘toda la culpa’ la
tienen los judíos o los masones o los bolcheviques o el gobierno.
Siempre está contra alguien o contra algo. Busca un responsable
contra quien pueda indignarse concretamente: la víctima elegida es
el marido. Cuando vuelve, por la noche, se queja a él de los hijos,
de los proveedores, del costo de la vida, de su reumatismo y del
tiempo que hace, y quiere que él se sienta culpable de ser hombre».

«A la mujer –continúa la autora– le han asignado un papel


parásito y todo parásito es un explotador. La mujer miente para
retener al hombre».

Lo cierto es que hay mujeres y mujeres, pueblos y pueblos,


realidades múltiples y diversas.

Hay un abismo entre la mujer aristocrática y adinerada, que vive


en el seno de una capa social decadente y frívola, y la mujer del nivel
medio que multiplica sus actividades para seguir viviendo en
compañía de los suyos y, aún más, la mujer innumerable de las
zonas pauperizadas que cubren la mayor extensión de la Tierra y
que, en muchos casos, mantiene viva la llama del amor, ausente en
gran parte de las mansiones deshumanizadas.

«La mujer –son palabras de la autora– no tiene el sentido de LO


UNIVERSAL. El mundo se le presenta como un conjunto de casos
singulares y por eso cree más fácilmente en los chismes de una
vecina que en una exposición científica. Respeta el libro impreso sin
aferrar su contenido.
153

Tiene el gusto de la gracia acordada: el comerciante le hará una


rebaja y el agente de la policía la dejará pasar de contramano».

El círculo en que actúa la mujer coincide con el hogar, en que


viven y alientan los seres queridos. Ese círculo se traslada con
ella, por decirlo así, a una u otra parte, y las relaciones de carácter
familiar superan a las normas establecidas por el Estado, un ente
impalpable, inventado por los hombres.

«Ella –dice la autora– se precipita con tanto gusto hacia la


religión porque así colma una profunda necesidad».

Si la necesidad es profunda, hay que satisfacerla.

¿Cuál es esa necesidad? ¿Metafísica? Muchos de nosotros


sentimos que este mundo tangible en el que afirmamos nuestros
pies, está animado por el Espíritu. El poder que hace circular a los
astros a la par que nuestra sangre, se expresa, para muchos, en
figuras concretas, desde que el mundo es mundo. Con ellas se
establece una relación familiar. A ellas se recurre cuando las
dificultades superan la capacidad de dominarlas. En este caso, el
hogar se dilata y los seres queridos se multiplican.

Las «damas» son tratadas con dureza: «Su vana arrogancia, su


radical incapacidad y su ignorancia obstinada hacen de ellas los
seres más inútiles y nulos que haya producido la especie humana».

Sin comentarios.

Quizá, como una continuación de la diatriba anterior, la autora


dice: «Mientras la mujer siga siendo un parásito, no puede
participar en la formación de un mundo mejor».

La mujer que no aporta nada a la comunidad, que aun en su


hogar se limita a dar órdenes o satisfacer caprichos; que consume
su tiempo en visitar y recibir visitas; en asistir a cocteles y
reuniones frívolas; en llevar y traer chismes; en fingir y agradar, es,
ciertamente, un parásito.
154

«Si es charlatana o escritorzuela –dice la autora– es para


engañar a su ociosidad, pues sustituye con palabras los actos
imposibles. Es cierto que, por lo general, carece de verdadero
orgullo».
Cuando la autora se refiere a la adolescencia, lo hace también
con su habitual actitud de rebeldía ante la Naturaleza y, por
supuesto, incurre en un error. «Durante toda su infancia –dice– la
niña ha sido mutilada».

¿Mutilada? ¿Por qué? Ella nos da la respuesta: «por la falta de


pene».

Esta afirmación, ¿tiene un sustento científico? En una


conferencia de Wilhelm Stekel sobre el Psicoanálisis (París, 1932)
hubo una referencia a este tema: «Se supuso pronto –dijo– que la
mujer cree que originariamente era hombre, castrado por su madre
y por su padre, y privado de su virilidad durante el primer período de
existencia».

Stekel añade lo siguiente: «Se han escrito muchos libros sobre


la construcción del carárter femenino por la influencia de ese
famoso ‘complejo de la castración’, al que se da una importancia
ridícula en los análisis freudianos. La verdad es que se le encuentra
muy raramente si se le quiere encontrar, y si no se sugiere ese
pensamiento al paciente, dispuesto fácilmente a extraviarse por
una falsa pista».

Encontramos un alivio en otras páginas referentes a la mujer:


«Lo más valioso de la mujer es que algo de ella escapa a todo
abrazo. El vientre femenino es el símbolo de la inmanencia, de la
profundidad. Transporta al hogar el calor y la intimidad de la matriz.
Ella es el alma de la casa, de la familia y del hogar. Ella es la Gracia,
que conduce al Cristianismo hacia Dios; ella es Beatriz que guía a
Dante; es Laura que llama a Petrarca. Se presenta como la Armonía
, la Razón, la Verdad: Entonces la mujer ya no es carne sino cuerpo
glorioso».

«La mujer es fisis y antífisis al mismo tiempo; encarna a la


Naturaleza tanto como a la Sociedad. Ella es la Vida y la Muerte,
155

la Naturaleza y el Artificio, la Luz y la Noche».

Si la Mujer es todo eso –y lo es– ¿por qué arrebatarla del hogar,


que desaparecería con ella? Si el hogar es, en cierto modo, una
prolongación de la matriz, ¿por qué pretender su eliminación en
nombre de una absurda independencia, concebida en una estancia
cerrada a la luz y el aire? ¿Por qué arrebatarles a todos, mujeres
y hombres, el amor y, con él, la felicidad? ¿Se ignora que la etapa
de la vida infantil es decisiva en el curso de la vida humana? ¿Hay
algo más tierno y profundo que el amor maternal?

El hogar es un pequeño mundo, es nuestro Mundo. En medio


de la multitud anónima que se desborda por las calles, de los ruidos
incesantes, de los conflictos cotidianos, de la delincuencia, del
narcotráfico, de los negocios de la buena o mala ley, del tráfico de
mercancías y de conciencias, existe un refugio al que nos es
posible acogernos después de la lucha diaria.

El hogar es la llama sagrada: el amor de la Madre. «La mujer


equilibrada, sana y consciente de sus responsabilidades –continúa
la autora– es la única capaz de llegar a ser una ‘buena madre’».

Precisamente, la «responsabilidad» de la mujer, sin grados y


sin atenuantes, es ser buena madre. De ella, de su estatura moral,
de su capacidad de amor y de ternura, de su abnegación y su coraje
dependen la tónica del hogar, el respeto y la colaboración del
compañero, la felicidad y el desarrollo normal de los hijos.

Aún más:

«Hacia los 35 años la mujer alcanza su pleno desarrollo erótico.

En la mujer que envejece es un sentimiento de


despersonalización que le hace perder toda señal objetiva.

De cada diez erotómanos nueve son mujeres y casi todas


tienen entre 40 y 50 años.
La coqueta, la enamorada o la disipada se vuelven devotas en
el momento de la menopausia.
156

En el hijo [la madre] busca un dios, pero en su hija encuentra


un doble.

La lamentable tragedia de la mujer de edad: se sabe inútil. De


coqueta se transforma en comadre.

Por lo general, la mujer vieja encuentra la serenidad total hacia


el final de la vida».

La enumeración de estas variantes, manifiestas en un buen


número de casos, constituye una prueba más, por si hiciera falta,
del imperio que la Naturaleza ejerce sobre nosotros.

No es por la propia voluntad que la mujer alcanza su pleno


desarrollo erótico a determinada edad, ni el cambio de la coqueta
por lo devota, ni la serenidad antes del punto final.

Es por un imperativo al que estamos sometidos y que se


cumple en todos los seres. Sólo cambian las formas, los grados y
los plazos, pero es inevitable seguir la curva impuesta por la
Totalidad.

La autora se refiere al hombre, o al «macho», como ella se


complace en llamarlo, y lo hace brevemente, puesto que la obra
está dedicada a la mujer.

La primera afirmación que encontramos al respecto, es


discutible: «El gran Pan empieza a marchitarse cuando repercute
el primer martillazo y se inicia el reinado del hombre, que se entera
de su poder».

Si con Pan se quiere referir a la edad agraria, sin componentes


mecánicos, en la cual se pretende sugerir que hubo el predominio
de la mujer, la objeción es que esa afirmación no tiene sustento
histórico, si, por otra parte, con el «primer martillazo» comienza el
uso de los más variados instrumentos, antecedentes inmediatos de
la artesanía y, más adelante, de la industria, y el formidable
desarrollo que se manifiesta en la electrónica, la robotería y los mil
157

inventos que están transformando al mundo, habrá que admitir que


se trata de un proceso histórico que favorece a todos, siempre que
se mantenga permanente al servicio de la especie humana.

«La vida del hombre –dice la autora– no es nunca ni plenitud ni


reposo, sino carencia y movimiento, lucha. El hombre encuentra a
la Naturaleza enfrente de sí; tiene poder sobre ella e intenta
apropiársela. Pero a él no le gustan las dificultades, y tiene miedo
al peligro. Aspira, contradictoriamente, a la vida y al reposo».

La primera parte de esta afirmacíon es comprensible.

Lo que viene en seguida es discutible. Lo importante es aquí la


idea que se tiene de la Naturaleza. Si ella es la Totalidad, como lo
venimos repitiendo; si somos parte de la misma y la tenemos
dentro, es aventurado hablar de un enfrentamiento y, mucho menos
de un poder que no existe y de un intento que sería absurdo.

Cuando la autora afirma que al hombre no le gusta las


dificultades y aspira al reposo, incurre en una contradicción, pues
al principio dice que la vida del hombre no es plenitud ni reposo, y,
además, cae en un error que la historia y la más ligera observación
lo demuestran con una sucesión de casos innumerables.

Nos encontramos, en este punto, con una diferencia notable


entre el hombre y la mujer, considerados ambos a plenitud,
verdaderos y representativos.

La Mujer aspira, fundamentalmente, a la maternidad y el hogar.


El Hombre aspira, fundamentalmente también, a la realización de
su obra.
He aquí un párrafo inquietante:

«Él [el macho] es un niño, un cuerpo contingente y vulnerable,


un cándido, un aberrojo importuno, un mezquino tirano, un egoísta
y un vanidoso, pero es también el héroe liberador, la divinidad que
dispensa los valores. Su deseo es un apetito grosero y sus abrazos
un yugo degradante. Cuando una mujer dice en éxtasis: ¡Es un
hombre!, evoca a la vez el vigor sexual y la eficacia social del macho
158

a quien admira».

Todos somos vulnerables, unos más que otros. No todos


somos cándidos ni mezquinos, ni tiranos ni egoístas ni vanidosos.

Nuestro deseo no es apetito grosero, puesto que fluye de


nuestro ser, y nuestros abrazos no son un yugo degradante sino
una comunión de dos seres nacidos para amarse y estrecharse,
pues no sólo abraza el hombre a la mujer sino la mujer al hombre.
En suma: se abrazan los dos.

¿El abrazo, un yugo degradante? El abrazo, el amor, el hogar,


como yugos degradantes, tiene un antecedente en Les Femmes
Savantes de Molière.

Armanda reprocha a Enriqueta su inclinación al matrimonio:


«¡Dios mío, de qué baja condición es vuestro espíritu! ¡Qué
personaje más inferior representáis en el mundo, reduciéndolos a
los usos del hogar, no vislumbrando más placeres conmovedores
que los de idolatrar a un marido y a unos rorros! Dejad a la gente
ordinaria y a las personas vulgares las groseras diversiones de esa
clase de asuntos. Llevad vuestros deseos a más altos objetos,
pensad en gozar de placeres más nobles, y tratando con desprecio
a los sentidos y a la materia, entregaos, como yo, por entero, al
espíritu».

Naturalmente, esto es ridículo. Molière escribió su obra para


anonadar con ella a las sabiondas. Que hoy tome alguien en serio
este tema, es doblemente ridículo.
«También para el hombre –dice la autora– el matrimonio es una
servidumbre, y es entonces cuando cae en la trampa tendida por la
Naturaleza por haber deseado a una joven fresca durante toda su
vida, el macho ha de nutrir a una matrona gorda, a una vieja reseca;
la delicada joya destinada a embellecer su existencia se convierte
en un fardo odioso».

Nuestro destino es ése: El mundo maravilloso de la infancia


deja el paso a la inseguridad y la vida interior del adolescente, al
despertar del amor, a la unión íntima con otro ser, a la conjunción
de caracteres, a la embriaguez romántica, a la aventura del
159

matrimonio, a la edificación del hogar, al advenimiento de los hijos,


que vienen, literalmente, a reemplazar a sus progenitores; a la
belleza que se esfuma y –debería ocurrir– a la admisión de un
cambio inexorable, porque hemos nacido para crecer y decrecer,
para amar y desamar, para nacer y morir, pues para todo hay un
momento, como lo dice el Eclesiastés.

La autora dedica pocas líneas a las relaciones entre hombres


y mujeres. «Los machos y las hembras –dice– son dos tipos de
individuos que se diferencian en el seno de la especie con vistas a
la reproducción, no es posible definirlos sino correlativamente».

Si hemos nacido para reproducirnos –y algo más–; si


permanecemos en el seno de la Especie, a la cual pertenecemos,
por tanto, cualquier conato de «independencia», frente a la totalidad
de la que somos parte, es ridículo, otra vez.

Hombre y mujer o mujer y hombre, somos inseparables. No se


trata, en consecuencia, de la mujer independiente del hombre y del
hombre independiente de la mujer. Somos interdependientes.
Somos miembros de la Naturaleza y del mundo creado por nuestros
antecesores y mantenido y disfrutado por nosotros mismos. En un
amplio espacio o en nuestro pequeño reducto, vivimos y
continuamos tejiendo la interminable tela de la Historia.
«Tiene razón Hegel –continúa la autora– cuando ve en el macho
elementos subjetivos, en tanto que la hembra es la presa de la
especie».

Los términos son discutibles, pero la verdad, repetida aquí


numerosas veces, implica el reconocimiento que la Naturaleza es
el principio y la razón suprema de todas las cosas. Constituye, por
tanto, una actitud errónea y aun ridícula, la rebelión contra ella,
partiendo de una sociedad y una cultura determinada, menos de
una gota de agua en el mar insondable del Universo.

«Si se la compara con el macho (a la mujer) –son sus palabras–


éste se presenta como infinitamente priviligiado. Término medio,
las mujeres también viven más que él, pero se enferman mucho más
a menudo».
160

Hay una cita de Lévi-Strauss: «La autoridad pública o


simplemente social pertenece siempre a los hombres».

Continúa la autora: «El hombre busca en la mujer al Otro como


Naturaleza y como su semejante. Ella es la tierra y el hombre la
simiente».

Y algo más:

«Un hijo es una riqueza y un tesoro, pero también es una carga


y un tirano».

«Por lo general, la maternidad es un extraño compromiso de


narcisismo, altruismo, sueños, sinceridad, mala fe, devoción y
cinismo».

El deslumbramiento del primer amor, la sorpresa del primer


goce carnal, el arrebato de las uniones íntimas, ocurren porque uno
entra en el Reino de la Naturaleza, atractivo, misterioso y
dominante, ante el cual sólo cabe el abandono de sí mismo y la
entrega total.
En la maternidad ocurre algo semejante. La concepción, el
desarrollo del nuevo ser en el vientre de la madre, el nacimiento, la
lactancia, exceden los límites de la individualidad porque
pertenecen al Reino del que hablábamos antes.

Al término de este capítulo dedicado a Simone de Beauvoir y


sus opiniones sobre la mujer, es preciso hacer notar que, aparte de
los errores ya señalados, hay otros, manifiestos, como cuando ella
afirma: «No hay madres ‘desnaturalizadas’ porque el amor maternal
no tiene nada de natural, pero, precisamente por eso hay madres
desnaturalizadas».

¿Que el amor maternal no es natural? ¿Podrá afirmarlo así un


hombre de ciencia? Para empezar, ¿no somos nosotros naturales,
hombres y mujeres? Naturales siempre, aunque la sociedad y la
cultura nos vayan revistiendo incesantemente.

Los animales –y nosotros lo somos, fundamentalmente–


protegen a sus crías, hasta el sacrificio, si es necesario.
161

Las mujeres enteras y verdaderas (los adjetivos son de


Unamuno) también lo hacen y muchas de ellas sólo viven ya para
sus hijos. También hay animales hembras desnaturalizadas, pero
constituyen la excepción que confirma la regla.

Cuando la autora afirma: «A decir verdad, no se nace genio:


llega uno a serlo», su error es mayúsculo. Por tanto, Platón,
Leonardo, Goethe, «se hicieron» genios? ¿Por qué no, los demás?

¿Qué es un genio? Es una revelación de la divinidad.

Cuando, a la muerte de Hugo, ocurre una apoteosis


multitudinaria, Barrés ve que «el inmenso oleaje humano avanza
delirando de asombro por haber hecho un dios» y Romain Rolland
dice que «el dios dormía vencedor sobre el campo de gloria».

Máximo Gorki contempla a Tolstoi y dice: «Parece un dios, ni


hebreo ni griego, pero sí, un dios ruso ‘sentado sobre un trono de
arce bajo un tilo dorado’ sin gran majestad pero más sutil que todos
los otros dioses».
162

XI

RECTIFICACIONES

Una mujer escribe sobre la Mujer. Esta palabra representa a

todas la mujeres. A las mujeres «sabias» de Molière; a las mujeres


de una tribu de África, de la Amazonía, de los barrios marginales de
la América Latina; a las señoras de medianos recursos de países
en vías de desarrollo, a las de vida precaria; a las mujeres
maternales y a las casquivanas; a las finas y a las burdas; a las
intolerantes y a las agresivas; a las comprensivas y a las tercas.

Cuando se trata de un estudio de esta naturaleza, que pretende


abarcar no sólo la mitad de la población mundial, o sea alrededor
de los 3 000 millones de seres, sino las más variadas
organizaciones sociales y los más diversos ambientes y
condiciones en cada caso, es preciso encontrar los puntos
comunes y partir, sobre todo, de aquél que es el primero,
fundamental y único, a fin de continuar sin desvíos por el buen
camino.

¿De dónde partir, entonces, para llevar a cabo el estudio con la


mayor objetividad posible? No, desde luego, de la sociedad, en
general, que se concreta en una determinada organización, en gran
parte, distinta de la otras, a la que pertenece el observador, con
todas sus particularidades que niegan la generalidad y la
163

objetividad.

El punto de partida único es nuestra naturaleza. Hombres y


mujeres somos, ante todo, un organismo maravillosamente hecho
para vivir y reproducirnos.

En el advenimiento a este mundo, no nos diferenciamos


fundamentalmente de los animales y aun de las plantas.

La obra de Edgar Morin, Le paradigme perdu: la natuare


humaine, es excepcionalmente ilustrativa a este respecto.

El primer capítulo empieza con un párrafo que debería ser el


primero también, al abordar el tema del hombre y la comunidad, sea
cual fuere el campo de que se trate:

«Nosotros sabemos que somos animales del grupo de los


mamíferos, del género homo, de la especie sapiens; que nuestro
cuerpo es una máquina de treinta mil millones de células,
controlada y producida por un sistema genético, el cual se
constituyó en el curso de una evolución natural a lo largo de dos a
tres miles de millones de años; que el cerebro con el cual
pensamos, la boca con la cual hablamos, la mano que nos sirve
para escribir, son órganos biológicos, pero este conocimiento es
también inoperante como aquel otro que señala el carbono, el
hidrógeno, el oxígeno y el nitrógeno como elementos constitutivos
de nuestro organismo»(31).

Hemos sido echados, literalmente, a este escenario, sin


decisión de nuestra voluntad, que no existía entonces y que fue
afirmándose con el desarrollo de nuestro ser, gracias a un Poder
superior que lo ha dispuesto así y que cumple en nosotros uno de
sus designios.
Por uno de ellos, también, la humanidad está integrada por
hombres y mujeres. Hemos nacido como tales y ese es nuestro
destino.
164

A nuestra condición de mujer o de hombre debemos añadir las


dotes con las cuales hemos sido agraciados; las vocaciones más
disímiles, las aptitudes mas variadas.

Así, pues, la elección precede a nuestro nacimiento y nosotros


somos comparsas en «el gran teatro del mundo».

Hay algo mas grande que esta división del ser en hombres y
mujeres, dos estructuras orgánicas y dos destinos.

Nacemos para vivir y morir. En la mayor parte de los casos,


dejamos antes de la partida final, un hijo o más.

Hay quienes dejan, también, obras filosóficas, científicas,


literarias, artísticas. Los hay que perduran en la Historia por la
fecundidad de su vida misma, hecha fuente de acción heroica, de
servicio eminente, de meditación profunda o de sabiduría.

El cordón umbilical que se corta, no aparta al recién nacido de


la madre, y este otro, invisible y misterioso que nos ata al Universo,
no se extingue sino con nosotros mismos.

Cada una de las etapas de nuestras vidas nos permite gustar


las cosas de distinta manera. Al deslumbramiento de la infancia
sucede la vida interior del adolescente, la plenitud de la edad juvenil,
el equilibrio de la madurez y la sapiencia o la inutilidad de la vejez.

Hemos dado millones de vueltas con nuestra Madre Tierra, sin


sentirlo, y, acaso, sin saberlo. Hemos pasado de una estación a
otra y nuestro sentimiento y respuestas han variado con la
Primavera y el Verano, el Otoño y el Invierno.
¿Por qué hemos de combatir mujeres y hombres? Somos
partícipes de una comedia y un drama interminables, mientras el
mundo continúa dando vueltas alrededor del Sol.
165

Alternamos y dependemos los unos de los otros. Mujeres y


hombres convivimos y son nuestros los prodigios de la vida
universal que apreciamos y gustamos según la sustancia de que
estamos hechos.

Mujeres y hombres nos necesitamos naturalmente. Hemos


nacido no sólo para vivir sino para convivir.

El hombre en el que alienta una rica vida interior, se aproxima


a la mujer, seducido por el misterio que se transparenta en ella. Es
el mismo ser y es otro ser. Hay entre ambos una continuidad y una
ruptura, una semejanza y una oposición, en este mundo de
contrarios, un destino común.

En Ana Karenina de León Tolstoi, Levin «no había vuelto a ver


a Kitty desde aquella noche memorable en que se encontrara con
Vronsky, excepto en el momento en que se cruzaron en el camino
real. En el fondo de su alma sabía que la vería aquella noche. Ahora,
al oír que Kitty se hallaba allí, sintió de repente tal alegría y a la vez
tal temor que se le cortó el aliento y fue incapaz de pronunciar lo que
se había propuesto».

Kitty «parecía temerosa, tímida, avergonzada y, por tanto, más


encantadora que antes. Vió a Levin en el mismo instante en que
entraba al salón. Lo esperaba. Se alegró y quedo turbada de su
contento hasta el punto que hubo un instante en el que Levin se
acercaba a la dueña de la casa y la miraba de nuevo que tanto ella
como él y Dolly, que lo estaba observando todo, creyeron que no
podrían contenerse y se echarían a llorar».

Es un instante, una alborada, un milagro.

Sin embargo, nuestra vida es cambiante como todo lo que nos


rodea. Al día sucede la noche, al deslumbramiento, la depresión.
«En general, pensaba Dolly –otro personaje de la novela–
repasando su vida durante los quince años de su matrimonio, todo
se reduce a embarazos, mareos, torpeza mental, indiferencia hacia
todo y, principalmente, fealdad.
166

Kitty, la joven y bonita Kitty, también se ha afeado, y yo, durante


los embarazos, me vuelvo horrorosa, lo sé. Los partos, los terribles
sufrimientos del parto, y este último momento. Después, las
noches sin dormir, esos terribles dolores...»

En La Guerra y la Paz, el príncipe Andrey aconseja a Pierre:...


«No te cases, amigo mío. Te lo aconsejo de todo corazón».

«Al menos no lo hagas hasta que puedas decir que has hecho
cuanto has podido, y hasta que no dejes de estar enamorado de la
mujer que vayas a elegir; hasta que la veas tal como es, pues de
otro modo te equivocarás irremediablemente».

Y un poco después: «La sociedad estúpida sin la cual no puede


vivir mi esposa; esas mujeres...! Si al menos supieras lo que son
toutes les femmes distinguées y las mujeres en general».

«Mi padre tiene razón: egoísmo, ambición, estupidez, nulidad


en todo, he ahí lo que son las mujeres cuando se muestran tal y
como son».

Y mucho más tarde, ese mismo príncipe Andrey confiesa a


Pierre que está enamorado: “Nunca lo hubiera creído; pero ese
sentimiento es más fuerte que yo. Antes no vivía. Ahora es cuando
vivo, pero no puedo estar sin ella. ¿Podrá amarme?».

Es Natacha Rostova, bella, inquieta, apasionada.

El príncipe muere en la guerra y Pierre alcanza la felicidad al


casarse con ella.

Los casos podrían multiplicarse, pero las conclusiones del más


ligero análisis serían las mismas.

Cuando un hombre y una mujer se sienten poderosamente


atraídos, esa atracción no es obra de él ni de ella sino de algo que
está por encima de ambos. El misterio se revela en esa fuerza
superior que mueve a los seres a unirse y que se convierte por ellos
en poemas, en canciones, en danzas, en cuadros, en estatuas, con
167

el final inevitable de la unión misma.

La sociedad actúa como si fuese la protagonista y fija las


reglas, mantiene las convenciones y guarda las costumbres.

La segunda parte está constituida por el advenimiento de los


hijos, que era, precisamente, el fin impuesto por el Imperio, éste sí,
permanente y total, sobre los imperios fugaces que registra nuestra
historia, desde que el mundo es mundo.

La continuación de estos dos hechos fundamentales: la unión


íntima de una mujer y un hombre y el advenimiento de los hijos, se
traduce en la constitución del hogar y en la crianza y la educación
de quienes vienen a sustituir a sus predecesores.

El matrimonio es, por tanto, un hecho social con base jurídica,


a partir del cumplimiento de un imperativo de la naturaleza.

Aquellos que protestan por este hecho que aspiran a la


liquidación del hogar en nombre de un socialismo trasnochado y de
una independencia artificial y estéril de la mujer, incurren en una
aberración.

Naturalmente, a la poesía del noviazgo sucede la prosa del


matrimonio. La mujer y el hombre que se sentían impulsados a
unirse, lo alcanzan hasta el punto de que ésa es su nueva
condición. La juventud se esfuma, la belleza se opaca, la pasión
disminuye o desaparece. Y, a pesar de todo, esos dos seres deben
permanecer juntos. Los hijos pasan de la niñez a la juventud y de
ésta a la edad madura. Y la historia se repite indefinidamente.

Por encima de las fórmulas sociales se cumplen


inexorablemente los mandatos de la Naturaleza. Nacimiento,
desarrollo juventud, amor, hogar, hijos, edad madura, vejez y
muerte, son etapas fatales para todos los hijos de la Tierra.

Es cierto que la mujer está limitada, fundamentalmente, por el


hogar; que en ella predomina el sentimiento sobre la razón; que se
inclina a personalizar las cosas; que no se aventura por la esfera de
las ideas generales y que se complace en el detalle y la minucia;
168

pero es verdad también que le ha sido confiada la vida misma, a la


que ella se entrega con entereza y sacrificio; y como la vida es lo
primero (Primum vivere...) le debe ser reconocida la más alta
jerarquía en este mundo humano.

Si su centro es el hogar, debe ser allí la reina, y no hay autoridad


más dulce y afectiva que la autoridad de la madre, cuando ella es
digna de su misión, cumplida más con actos que con palabras.

Por otra parte, la mujer no está obligada a dedicarse


exclusivamente a su misión maternal, ni siquiera a cumplirla, si no
lo desea, y deben estar abiertos para ella todos los caminos por
donde transita el hombre y que puede recorrer al asumir los cargos
y funciones que correspondan a su capacidad y sus
merecimientos.

Para muchas mujeres, la concepción es un infortunio, y el


aborto, un recurso desesperado. Para otras, el hijo es un carga que
se soporta entre quejas y reniegos. Para algunas, es un juguete.
Para la verdadera madre, el hijo constituye la razón de ser y el fin
de su existencia.

Isadora Duncan, excepcionalmente dotada, alumbra un hijo.


Sufre los horrores del parto, pero experimenta un júbilo sin medida
cuando contempla a su bebé. «¡Ah, y que bebé! –dice–. Era
sorprendente. Tenía las formas de Cupido, los ojos azules y una
cabellera oscura que luego cayó y se convirtió en bucles de oro. Y
–milagro de los milagros– aquella boca buscó mi pecho y aspiró mi
leche. ¿Qué madre es capaz de decir lo que se siente cuando brota
la leche de su teta y la boquita de su nene muerde el pezón? Esta
cruel boquita que muerde se parece a la boca de un amante, y la
boca de nuestro amante recuerda, a la vez, la del bebé».

«¡Oh mujeres –agrega esta mujer admirable–. ¿Para qué


aprendeís a ser abogadas, pintoras o escultoras, si existe este
milagro? Conocí, por fin, el gran amor que sobrepasa al amor del
hombre. Estaba tendida y sangrante, destrozada y sin fuerzas,
mientras que una criatura mamaba y lloraba. ¡Vida, vida, vida!
¿Dónde estaba mi arte? Sentía que yo era un dios, superior a todos
los artistas».
169

He aquí lo que ocurre cuando una Mujer, con mayúscula,


alumbra un hijo. Los párrafos de Isadora Duncan cuando se
convierte en madre y siente junto a ella un nuevo ser, al que le ha
dado vida, no sólo valen muchísimo más que los dos gruesos tomos
de El Segundo sexo de Simone de Beauvoir, sino que los anulan por
completo.

Isadora Duncan es la misma mujer que cuando se encuentra de


pronto ante una dolorosa procesión con los féretros de obreros,
fusilados la víspera, desarmados e inermes, en la Rusia de los
zares, llora profundamente conmovida y confiesa: «Si yo no hubiera
presenciado aquello, mi vida habría sido diferente. Allí, junto a aquel
cortejo que parecía interminable, frente a aquella tragedia, me hice
a mí misma el voto de consagrar mis fuerzas al servicio del pueblo
y de los oprimidos. ¡Oh! ¡Cuán pequeños, cuán fútiles, me parecían
ahora todos mis deseos y todos mis sufrimientos y todos mis
amores personales! ¡Cuán vano me parecía mi arte mismo, si mi
arte no podía combatir aquello!»(32).

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