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21/3/2020 De vuelta a los «no-lugares» - Marc Augé | Revista Fractal

NÚMERO 79

De vuelta a los
«no-lugares»
Las transformaciones del paisaje urbano

Marc Augé

D
esde la publicación de Los no-lugares en Francia, la urbanización del mundo ha seguido
adelante y se ha ampli cado en los países desarrollados, los países subdesarrollados y los
países que ahora algunos llaman «emergentes». Las megalópolis se extienden y en igual
medida —a lo largo de las costas, los ríos y las vías de comunicación— los « lamentos urbanos», para
retomar la expresión del demógrafo Hervé Le Bras, es decir, aquellos espacios que —al menos en
Europa, en donde se cuenta el espacio— ponen mutuamente en cercanía a las grandes
aglomeraciones y acogen a una gran parte de sus habitantes y de su tejido industrial o comercial.

Asistimos así a un triple «descentramiento».

Las grandes ciudades se de nen en primer lugar por su capacidad para importar o exportar a los
hombres, los productos, las imágenes y los mensajes. Su importancia se mide, espacialmente, con la
cualidad y la amplitud de la red de autopistas o de vías ferroviarias que las acerca a sus aeropuertos.
Su relación con el exterior se inscribe en el paisaje en el momento en que los así llamados centros
«históricos» son cada vez más un objeto de atracción para los turistas del mundo entero.

En las propias viviendas, casas o departamentos, la televisión y la computadora son las que ocupan el
lugar del antiguo hogar.* Los helenistas nos enseñaron que la casa griega clásica estaba resguardada
por dos divinidades: Hestia, diosa del hogar, en el centro umbroso y femenino de la casa, y Hermes,
dios del umbral, dirigido hacia el exterior, protector de los intercambios y de los hombres que poseían
su monopolio. Hoy en día, la televisión y la computadora han tomado el lugar del hogar en el centro
de la vivienda. Hermes ha sido sustituido por Hestia.

Finalmente, el individuo se encuentra a su vez descentrado de alguna forma con respecto a sí mismo.
Se equipa con instrumentos que lo ponen en constante contacto con el mundo externo más lejano.
Los teléfonos móviles son al mismo tiempo aparatos fotográ cos, televisiones, computadoras. De esta
manera, el individuo puede vivir de un modo singular en un entorno intelectual, musical o visual
completamente independiente de su entorno físico inmediato.

Este triple descentramiento corresponde a una extensión sin precedentes de lo que yo llamaría los

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«no-lugares empíricos», es decir, los espacios de circulación, de consumo y de comunicación. Pero, en


este punto, hay que recordar que los «no-lugares» no existen en el sentido absoluto del término.
De ní como «lugar antropológico» a todo espacio en el que puedan leerse inscripciones del lazo social
(por ejemplo, cuando unas reglas estrictas de residencia se imponen a las personas) y de la historia
colectiva (por ejemplo, lugares de culto). Estas inscripciones son de forma evidente más extrañas en
los espacios marcados con el sello de lo efímero y del tránsito. No impide que, en la realidad, no
exista, en el sentido absoluto del término, ni lugar ni no-lugar. La pareja lugar/no-lugar es un
instrumento que mide el grado de sociabilidad y de simbolización de un espacio dado.

De forma evidente, algunos lugares (lugares de encuentro y de intercambio) pueden constituirse en


aquello que para otros sigue siendo más bien un no-lugar. Esta constatación no es contradictoria con
la de la extensión sin precedentes de los espacios de circulación, de consumo y de comunicación que
corresponde al fenómeno que designamos hoy con el término «globalización». Esta extensión tiene
consecuencias antropológicas importantes, porque la identidad individual y colectiva se construye
permanentemente en relación y en negación con la alteridad. A partir de ahora, lo que se abre de
forma simultánea a la investigación del antropólogo de los mundos contemporáneos es, por lo tanto,
el conjunto del campo planetario.

Asistimos así a una nueva contextualización de todas las actividades humanas. La globalización es de
igual manera la urbanización del mundo, pero la urbanización del mundo es de igual manera una
transformación de la ciudad que se abre a nuevos horizontes. Este fenómeno inédito nos sugiere que
nos dirijamos nuevamente a un número determinado de nociones.

La dimensión política de la globalización fue puesta en evidencia por Paul Virilio en diversas obras, y
particularmente en La bomba informática. En este libro realiza un análisis de la estrategia del
Pentágono estadounidense y su concepción de la oposición entre global y local. Lo global es el
sistema considerado desde el punto de vista del sistema: es, por consiguiente, lo interior; y, siempre
desde este punto de vista, lo local es lo exterior. En el mundo global, lo global se opone a lo local
como lo interior a lo exterior. Así pues, lo local tiene por de nición una existencia inestable: o bien es
una simple reduplicación de lo global (a veces se habla de «glocal») y la noción de frontera queda
efectivamente borrada; o bien lo local perturba al sistema y es eventualmente susceptible, en
términos políticos, del ejercicio del derecho de injerencia. Cuando Francis Fukuyama evoca «el n de
la historia» para hacer hincapié en que la asociación democracia representativa/economía liberal es
intelectualmente insuperable, introduce al mismo tiempo una oposición entre sistema e historia que
reproduce la de lo global y lo local. En el mundo global, la historia, en el sentido de un
cuestionamiento del sistema, sólo puede provenir del exterior, de lo local. La ideología del mundo
global supone el borramiento de las fronteras y de las oposiciones con ictivas.

Este borramiento de las fronteras es colocado bajo re ectores por las tecnologías de la imagen y por
el ordenamiento del espacio. Los espacios de circulación, de consumo y de comunicación se
multiplican en el planeta, volviendo visible de forma muy concreta la existencia de esta red. La historia
(el alejamiento en el tiempo) se ja en representaciones de diversos órdenes que la vuelven un
espectáculo para el presente y, de una manera más particular, para los turistas que visitan el mundo.
El alejamiento cultural y geográ co (el alejamiento en el espacio) corre con la misma suerte. Las
mismas cadenas hoteleras, las mismas cadenas de televisión ciñen el globo para darnos el
sentimiento de que el mundo es uniforme, en todas partes idéntico, sufriendo cambios únicamente
en los espectáculos, como en Broadway o en Disneyland.

La urbanización del mundo se inscribe dentro de esta evolución, o más bien, es su expresión más
espectacular. El hecho de que la vida política y económica del planeta dependa de centros de decisión
que están situados en las grandes metrópolis mundiales —todas ellas interconectadas y
constituyendo en su conjunto una especie de «metaciudad virtual» (Paul Virilio)— completa este
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cuadro. El mundo es como una inmensa ciudad. Es un mundo-ciudad.

Pero también es cierto que cada gran ciudad es un mundo, e incluso que es una recapitulación, un
resumen del mundo, con su diversidad étnica, cultural, social y económica. Estas fronteras o estas
compartimentaciones, cuya existencia a veces tendemos a olvidar en el espectáculo fascinante de la
globalización, las encontramos, de forma evidente e implacablemente discriminante, en el tejido
urbano que se ve abigarrado y desgarrado de una manera en verdad extraña. A propósito de la
ciudad es cuando la gente habla de «barrios complicados», de «guetos», de «pobreza» y de
«subdesarrollo». Hoy en día, una gran metrópoli acoge y divide todas las diversidades y todas las
desigualdades del mundo. Es una ciudad-mundo. En las ciudades del tercer mundo encontramos las
huellas del subdesarrollo, del mismo modo en que encontramos barrios de negocios conectados a la
red mundial. La ciudad-mundo relativiza o desmiente por su sola existencia las ilusiones del mundo-
ciudad.

Al encuentro del mundo-ciudad y de la ciudad-mundo, se puede tener el sentimiento —que Paul


Virilio expresaba ya en su obra El espacio crítico a comienzos de la década de 1980— de una
desaparición de la ciudad en cuanto tal. Ciertamente, lo urbano se expande por todas partes, pero los
cambios en la organización del trabajo, la precariedad —que es la versión lúgubre de la movilidad— y
las tecnologías que, a través de la televisión e Internet, imponen a cada individuo, en lo profundo de
su intimidad, una imagen de un centro desmultiplicado y omnipresente, remueven toda su
pertinencia a oposiciones del tipo ciudad/campo y urbano/no urbano.

La oposición entre mundo-ciudad y ciudad-mundo es paralela a aquella entre sistema e historia. Es,
por así decirlo, su traducción espacial y paisajística concreta. La preeminencia del sistema sobre la
historia y de lo global sobre lo local tiene consecuencias en los dominios de la estética, del arte y de la
arquitectura. Los grandes arquitectos se han vuelto estrellas o personalidades internacionales y,
desde que una ciudad aspira a gurar en la red mundial, hace el intento de con arle a uno de ellos la
realización de un edi cio que tendrá algún valor de testimonio: demostrará su presencia en el mundo,
es decir, su existencia en la red, en el sistema. Incluso si los proyectos arquitectónicos tienen en
consideración, en principio, el contexto histórico o geográ co, resultan rápidamente atrapados por el
consumo mundial: el a ujo de los turistas que vienen del mundo entero es lo que sanciona su éxito. El
color global borra el color local. Las obras arquitectónicas son singularidades, que expresan la visión
de un autor singular y se liberan del particularismo local. Testimonian un campo de escala. Tschumi
en la Villette, Piano en Beaubourg o en Numea, Gehry en Bilbao, Pei en el Louvre, Nouvel en
Manhattan, es lo local global, lo local con colores de lo global, la expresión del sistema, de su riqueza y
de su a rmación ostentosa. Cada uno de estos proyectos posee sus justi caciones locales e históricas
particulares, pero, a n de cuentas, su prestigio viene del reconocimiento mundial del que son objeto.
El arquitecto holandés Rem Koolhaas ha tenido, a este respecto, una fórmula enérgica y expresiva:
«Fuck the context!». Algunos arquitectos, como Jean Nouvel, insisten por el contrario en la
particularidad de cada proyecto en su lugar. Pero estos alegatos en forma de negativas no impiden
que la gran arquitectura mundial se inscriba globalmente en la estética actual, que es una estética de
la distancia que tiende a hacernos ignorar todos los efectos de ruptura. A decir verdad, es el contexto
el que ha cambiado, es el contexto el que es global.

Y es en este punto que la paradoja se anuda. La arquitectura urbana es en cierto sentido una
expresión del sistema. En ocasiones es su expresión más caricaturesca, como cuando en Times
Square generaliza la estética de los parques de entretenimiento, o como en las ciudades que rivalizan
para construir la torre más alta del mundo. Pero no puede negarse el esplendor espectacular de
ciertas realizaciones arquitectónicas. Si la arquitectura traza en cierto sentido el sendero de las
ilusiones de la ideología del presente y participa en la estética de la transparencia y del re ejo, de la
altura y de la armonía, al igual que en la de la distancia —que, deliberadamente o no, mantiene esas
ilusiones y expresa el triunfo del sistema en los puntos más sólidos de la red planetaria—, toma en el
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mismo instante una dimensión utópica. En este mundo saturado de imágenes y de mensajes, sólo hay
salida y esperanza del lado de la utopía: esto es lo que la arquitectura entendió, a espaldas tal vez de
los arquitectos.

En sus obras más signi cativas, la arquitectura parece hacer alusión a una sociedad planetaria una
vez más ausente. Propone los fragmentos brillantes de una utopía que se ha roto y en la cual nos
gustaría creer de una sociedad de la transparencia que todavía no existe en ninguna parte. Per la al
mismo tiempo algo que pertenece al ámbito de las alusiones, al esbozar a grandes rasgos un tiempo
que todavía no ha llegado, que tal vez nunca llegará, pero que sigue perteneciendo al ámbito de lo
posible. En este sentido, la relación con el tiempo que es expresada por la gran arquitectura urbana
contemporánea reproduce, invirtiéndola, la relación con el tiempo que expresa el espectáculo de las
ruinas. Lo que percibimos en las ruinas es la imposibilidad de imaginar completamente lo que ellas
representaban para aquellos que las observaban cuando todavía no eran ruinas. No dicen la historia,
sino el tiempo, el tiempo puro.

Lo que es cierto del pasado es quizá también cierto del futuro. La percepción del tiempo puro es la
percepción presente de una carencia que estructura el presente orientándolo hacia el pasado o el
porvenir. Pero nace de igual modo tanto en el espectáculo del Partenón como en aquel del museo de
Bilbao. El Partenón y el museo de Bilbao existen de forma alusiva. Así pues, la arquitectura, a
contrapelo de la ideología del presente en la cual se inscribe, parece restituirnos el sentido del tiempo
y hablarnos de un porvenir. Pero el porvenir, hoy en día, tiene algo de vertiginoso. A escala planetaria,
plantea la cuestión de una sociedad humana uni cada de la que dudamos o que tememos, si
tenemos en cuenta todo lo que sabemos de los hombres y de su historia. A escala extra-planetaria,
plantea la cuestión de los otros mundos y del universo del que empezamos a tomar una consciencia
aún incierta y que excede nuestras capacidades de imaginación.
 
En los dominios del urbanismo, de la arquitectura, del arte o del diseño (dominios que se atraviesan y
se recubren parcialmente), el juego con las formas o los objetos lejanos deriva de una elección
deliberada, y toma sentido en los medios privilegiados y conscientes de las posibilidades inmensas
que ofrece teórica e idealmente la apertura del planeta a todas las miradas. Atañe a un eclecticismo
inspirado, con vocación humanista, opuesto a los monopolios culturales y al etnocentrismo. La
di cultad con la que chocan los defensores de este eclecticismo, al igual que todos los artistas hoy, es
la extrema elasticidad del sistema global, que está preparado extraordinariamente para recuperar
cualquier declaración de independencia y cualquier búsqueda de originalidad. Apenas formuladas, las
reivindicaciones de pluralismo, de diversidad, de recomposición, de rede nición de criterios, de
apertura a las culturas diferentes, son aceptadas, proclamadas, banalizadas y esceni cadas por el
sistema, es decir, concretamente, por los medios de comunicación, por la imagen, por las instancias
políticas y de otros tipos. La di cultad del arte, en su sentido más amplio, siempre ha sido la de tomar
distancias con respecto a una sociedad a la que tiene que expresar, no obstante, si es que quiere ser
comprendido por los hombres y las mujeres a los que se dirige. El arte tiene que expresar a la
sociedad (es decir, hoy en día, el mundo), y tiene que hacerlo expresamente. No puede ser
simplemente una expresión pasiva, un aspecto de la situación. Debe ser expresivo y re exivo, si es
que trata de mostrarnos algo más que lo que todos los días tenemos ante los ojos, por ejemplo en los
supermercados o en la televisión. Las condiciones actuales vuelven al mismo tiempo más necesario y
difícil este desfase entre expresión y re exión, que ante todo concierne, evidentemente, al
eclecticismo paradójico de un recurso al exterior, en un mundo donde ya no hay otro lugar que este
mundo.

Hoy en día, los urbanistas y los arquitectos, como los artistas y los escritores, tal vez estén
condenados a indagar la belleza de los «no-lugares», al mismo tiempo que resisten contra las
aparentes evidencias de la actualidad. Por un lado, artistas y escritores se dedican a esto tratando de
encontrar el carácter enigmático de los objetos, de las cosas desconectadas de toda exégesis o de

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todo modo de empleo y, por otro lado, tomando por objeto a los medios de comunicación que
querrían ser tomados como mediaciones, rechazando el simulacro y la mimesis. En cuanto a los
arquitectos, ellos tienen dos escapatorias. Algunos se sienten directamente implicados en la miseria
del mundo y la urgencia del alojamiento, de la construcción o de la reconstrucción; otros tienen la
oportunidad de atacar frontalmente los espacios de la comunicación, de la circulación y del consumo,
los «no-lugares empíricos» que componen los paisajes dominantes de nuestro nuevo mundo. Los
aeropuertos, las estaciones, los viaductos, algunos hipermercados, son imaginados por los más
grandes arquitectos como el espacio común que es susceptible de hacer caer en cuenta a quienes los
utilizan —a título de usuarios, de transeúntes o de clientes— que ni el tiempo ni la belleza están
ausentes de su historia. Fragmento de utopía, aquí todavía, a imagen de nuestra época que se divide
entre la pasividad, la angustia y, a pesar de todo, la esperanza o, como mínimo, la espera.

La ciudad es más que nunca el lugar de esta esperanza y de esta espera. No existe nada más que la
ciudad en este planeta que los hombres recorren y visitan. Sus formas nuevas, por su desmesura
misma, a las que podemos deplorar o admirar lo que nos aparece unas veces como inhumanidad y
otras como grandeza, evocan el doble horizonte de nuestro porvenir: la utopía de un mundo
uni cado y el sueño del universo por ser explorado. La Tierra se convierte progresivamente en una
inmensa nave espacial en la que la vida se organiza cada día más en función del contexto extra-
planetario: primero el sistema solar, después —un día in nitamente lejano, tal vez— la galaxia y —un
día todavía más lejano— otras galaxias. En el mañana, la periferia planetaria (la Luna, Marte) acogerá
formas urbanas que fueron concebidas en la Tierra, y entenderemos que nuestras ciudades más
importantes fueron desde hace mucho tiempo la imagen de nuestro porvenir. Comenzaremos a
hablar nuevamente del género humano. Tal vez nos acostumbraremos a hablar del hombre genérico
y a respetar su presencia en cada individuo. Constataremos que, con respecto a los imperativos de la
ciencia, las desigualdades son irrisorias y nocivas. Volveremos a descubrir el sentido de la historia.

Ésta es al menos la ilusión que podrá despertarse, en los más optimistas de entre nosotros, el
espectáculo de la ciudad en transformación, como la despertaba ya en el siglo XIX entre los pobres del
mundo rural en Europa y como la despierta todavía actualmente en los «condenados de la tierra»,
que pre eren escapar poniendo en riesgo su vida antes que perderla quedándose en casa. Engañosas
o prometedoras, las luces de la ciudad todavía brillan.

Traducción del francés:


Alan Cruz

© Marc Augé, «Retour sur les “non-lieux ”. Les transformations du paysage urbain», en
Communications, núm. 87, febrero de 2010.

BIBLIOGRAFÍA

Marc Augé, Non-Lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité, París, Seuil, 1992.
Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, Londres, Penguin Books, 1992.
Paul Virilio, La Bombe informatique, París, Galilée, 1998.
_________, L’Espace critique, París, Bourgois, 1982.

* Precisemos que la palabra «hogar» deriva del latín focus, lugar central de la casa donde se prepara la
hoguera. [N. del T.].

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SOBRE EL AUTOR
Marc Augé (1935) es un etnólogo francés nacido en Poitiers, Francia. Hizo estudios de Letras Clásicas y Letras y
Ciencias Humanas en la Escuela Normal Superior de París, Francia. De 1985 a 1995 fue presidente de la Escuela de
Altos Estudios Sociales de París. Ha combinado los estudios de campo en Costa de Mari l, Togo, Venezuela, Bolivia o
Chile con observaciones de su entorno más cercano en París y otras zonas metropolitanas. Entre sus obras se
cuentan Génie du Paganisme (1979), Un ethnologue dans le métro (1986), Non-Lieux, introduction à une anthropologie de
la surmodernité (1992) y Pour quoi vivons-nous ? (2003).

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