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Hay un tiempo para hablar y un tiempo para hacer silencio. La madurez espiritual está en
saber la diferencia.
01 DE AGOSTO DE 2016
POR MATT WOODLEY
Hace unos cinco años, mi hijo, entonces de veinte años de edad, estaba teniendo unos
misteriosos problemas con su teléfono celular. Yo estaba preocupado por la dirección de su
vida, así que, como cualquier buen padre, lo llamaba con frecuencia para aconsejarlo. Por
supuesto, yo daba por sentado que él estaba agradecido por mis sabios consejos. Pero, en
medio de la conversación, me decía a menudo, y de manera brusca: “Oye papá, me
encantaría seguir hablando contigo, pero la batería de mi celular se está muriendo. Tengo
que colgar”. Después me di cuenta de que también mi hijo de dieciocho años comenzó a
tener el mismo problema con su teléfono celular.
Qué coincidencia, pensé. Mis dos hijos tienen celulares con baterías defectuosas. Eso es un
misterio tecnológico. Finalmente, la verdad afloró cuando una sencilla reunión con mis
cuatro hijos adultos se convirtió en un juicio —para mí. Con el debido respeto, pero con
toda sinceridad me dijeron: “Papá, tú hablas demasiado, y no nos escuchas. Repites tanto
tu punto que nos sentimos aporreados por tus opiniones” eso explica el por qué de las
baterías a punto de apagarse para que ellos se desconectaran de mí. Quedé atónito. Porque
yo pensaba que me comunicaba con mis hijos, que mis palabras eran sabias, claras, útiles y
cautivantes; Y entonces me pregunté ¿Es que acaso hablo demasiado o me excedo en la
conversación? Si mis hijos lo dicen, será por algo y lo voy a revisar.
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En la Biblia también encontré mensajes muy interesantes sobre el tema: “El necio solo
hace alarde de sus múltiples palabras” (Prov,18.2). No sabe cuándo frenar su boca (Prov
21.23). Habla sin pensar (Prov 29.20) y habitualmente es “ligero de labios” (Prov13.3).
Teniendo en cuenta el diálogo con mis hijos y el mensaje de estos hombres sabios, entendí
que la vida requiere un sano equilibrio entre palabra y silencio; entre callar y escucha; entre
asertividad y humildad. Solo callando, podemos escucharnos a nosotros mismos, a los otros
y a Dios. Pero tampoco podemos caer en la indiferencia y la comodidad de no hablar
cuando tenemos que hacerlo; muchas veces por callar hacemos daño al otro, que tal vez
espera una respuesta, una palabra de amor, un te quiero o un estoy contigo. Hoy,
desafortunadamente vivimos en un tsunami de palabras. Estamos inundados de ruidos.
Unos pocos ejemplos rápidos: Cada día, el estadounidense promedio recibe alrededor de
54.000 palabras por medio de las redes sociales. Más de mil millones de tweets son
enviados cada hora. Y para el momento que usted termine de leer esta frase, 20 millones de
nuevos mensajes de correo electrónico habrán sido enviados en todo el mundo. No es de
extrañar que algunos observadores hablen del “síndrome de fatiga informativa” la
sensación de estar agobiado por una gigantesca catarata diaria de ruidos y palabras.
Por alguna razón, estamos convencidos que siempre tenemos que añadir comentarios sin
restricciones a la ya inundación de palabras, y pensamos que de no hacerlo nada importante
pasará. Yo personalmente, creo que tengo que aprender a hacer silencio, a escuchar más, y
a ponerme en los zapatos de los otros; tal vez muchas personas, -incluso mis hijos- solo
necesitan que alguien los escuche, pero no necesitan consejos ni sermones, solo un abrazo.
Definitivamente reconozco que por mi ego, puedo llegar a hacer sentir incómodos a los
demás, al llenarlos con mis ruidos y palabras.
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Por lo anterior cuando se trate de escuchar tal vez sea mejor cerrar los labios, hacer silencio
por más difícil que parezca y humildemente atender en el silencio más respetuoso a la
persona que nos habla. Escuchamos no para dar consejos, ni para buscar ¿Por qué callar es
tan difícil?: Porque nos encanta el ruido, y multiplicar nuestras palabras; buscamos
demostrarle a los demás lo mucho que valemos, lo muy inteligente que somos, y eso lo
hacemos con palabras que generalmente se lleva el viento. A respecto un pensador dice:
El ruido despersonaliza, nos lleva a vivir fuera de nosotros mismos, fuera de nuestra
casa, de nuestra esencia, el ruido es una masificación, una desidentificación. El mucho
ruido desconecta y descontrola la vida . La dignidad humana exige espacios de libertad,
de gracia, donde pueda vivir en su ser auténtico. El hombre silencioso, no huirá del ruido
de la sociedad, pero sabrá pasar por él sin dejarse contaminar.
La práctica de la moderación verbal comienza por reconocer que nuestras palabras no son
la última verdad, la Tierra no cambia del invierno a la primavera, y un arbusto de arándano
no produce sus frutos cuando decimos palabras mágicas. Olvidamos rápidamente que tantas
cosas de la naturaleza —y de la vida espiritual— no requieren de palabras ni de ruidos. El
arte de la moderación verbal implica el largo proceso de educarnos para que nos demos
cuenta que Dios actúa en el silencio, y gracias al silencio. Es Él quien produce el
crecimiento. Como afirma el apóstol Pablo, mientras contemplamos en silencio la gloria del
Señor “somos transformados a su semejanza con más y más gloria”. Y luego añade
enfáticamente: “Por la acción del Espíritu Santo (2 Cor. 3,18).
La base para la moderación verbal es que el crecimiento espiritual viene en definitiva del
Señor, no de nosotros. Implica que nuestra vida y las personas que amamos requieren un
sabio equilibrio entre palabras y silencio; entre trabajo y espera; El Silencio es compañía y
el parlante más seguro para escucharnos, escuchar a los demás y escuchar a Dios. En medio
de este equilibrio, a veces nuestras palabras pueden hacer más daño que bien, ahogando el
trabajo más profundo que echa raíces en silencio. Y este equilibrio crea un espacio propicio
para la comunicación conmigo mismo, con los otros y con Dios.
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TODOS NECESITAMOS AYUDA
Sigue habiendo, por supuesto, un lugar para nuestras palabras (Ecles. 3.7). La Biblia nos
recuerda constantemente que ellas tienen un enorme potencial para el bien. Dios puede
usarlas para sanar heridas, alertar a los descarriados, desenmascarar la falsedad, animar a
los cansados, edificar a la iglesia, luchar contra la injusticia y proclamar la buena nueva. La
Palabra de los sabios puede traer sanidad (Prov.12.18) y esparcir sabiduría (Prov. 15.7). La
lengua apacible es árbol de vida (Prov. 15.4). Para nosotros, como seguidores de Cristo, la
totalidad de nuestra vida, incluyendo nuestras palabras, debe exhalar “el grato y suave olor
de Cristo” (2 Cor. 2.15).
¿Cómo sé qué palabras exhalarán el grato olor de Cristo en cada situación? ¿Cómo puedo
discernir la mejor manera y el mejor momento para hablar o para callar? La respuesta
es no lo sé. Es por esto que puedo identificarme con el conmovedor clamor de Pablo: “¿Y
quién es competente para semejante tarea? (2 Cor. 2,16). Necesito ayuda. No soy
competente. Necesito la “sabiduría y ayuda de lo alto” que Dios está dispuesto a ofrecerme
generosamente (San 1.5; 3.17). Quiero que el silencio que inspirado desde lo alto me ayude
a ser más asertivo con las palabras que debo pronunciar en cada situación.
Así que, esta es mi nueva disciplina: “El silencio”. Estoy tratando de escuchar a Dios y a
los demás, y a dejar que mi “silencio” hable. Inténtelo usted también alguna vez. Podría
quedar maravillado de lo que Dios puede hacer en el silencio.
REFLEXIÓN PERSONAL
1. Luego de la lectura atenta de este texto, escriba en qué aspectos concretos de su
vida, el silencio le puede ayudar a vivir mejor?