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EDITORIAL GRIJALBO. S.A.
MÉXICO. D. F. BARCELONA BUENOS AIRES
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
ÍNDICE
Taylor Caldwell....................................................................................................................................1
Introducción..........................................................................................................................................6
ALMA PRIMERA...............................................................................................................................9
ALMA SEGUNDA............................................................................................................................24
ALMA TERCERA.............................................................................................................................39
ALMA CUARTA...............................................................................................................................51
ALMA QUINTA................................................................................................................................62
ALMA SEXTA..................................................................................................................................80
ALMA SÉPTIMA..............................................................................................................................94
ALMA OCTAVA.............................................................................................................................107
ALMA NOVENA............................................................................................................................121
ALMA DÉCIMA..............................................................................................................................137
ALMA UNDÉCIMA........................................................................................................................149
ALMA DUODÉCIMA.....................................................................................................................166
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Introducción
Muchos años han pasado desde que el viejo John Godfrey, el abogado
misterioso, construyera su santuario en una gran ciudad, para los desesperados,
los dolientes, los incrédulos, los cínicos, los derrotados, los agonizantes y
afligidos, los traidores y los traicionados, los agotados por su carga, los viejos, los
jóvenes y los perdidos. Aquí, en el santuario, espera el hombre que escucha, que
espera y escucha constantemente, pacientemente, las angustiosas historias que
van a relatarle en el silencioso ambiente de azul y mármol. No hay experiencia que
no haya escuchado ya. No hay dolor con el que no esté familiarizado. No hay
crimen contra Dios o el hombre que no haya sido visto con sus propios ojos. Ha
oído las blasfemias de los que se sienten satisfechos de sí mismos. Ha oído el
llanto de todos los padres, de todos los hijos. Ha escuchado todas las plegarias y
todas las excusas. Las experiencias de todos los hombres son suyas. Nada le
turba, excepto el odio y la violencia. Pero los conoce también.
No se halla confinado en el santuario construido por el devoto John Godfrey
hace tantos años. Puede hallársele en cualquier lugar del mundo... si se le busca, si
se desean sus consejos. Nunca se apartará de ningún hombre, por depravado que
éste sea. No hay nadie que pueda decir que ha sido rechazado por él. Su
paciencia jamás se agota, su amor nunca se consume. Él escucha a todos, pues
dispone de todo el tiempo del mundo.
El santuario espera a todos, pero especialmente a los que jamás han
buscado al hombre que escucha en otro lugar. Se alza en medio de varios
hermosos acres de tierra como un parque en el corazón de la gran ciudad,
rodeado de casas de apartamentos, teatros, tiendas, edificios comerciáis. Es un
sencillo edificio de mármol que sólo tiene dos habitaciones: una sala de espera y
otra en la que nos aguarda el oyente. Nada se ha añadido allí a través de los años,
a no ser una simple placa de mármol blanco en la pared de la sala de espera:
"Todo lo puedo en Aquel que me conforta", y una o dos fuentes en el césped.
Aquí vienen las ovejas cuyos pastores no han conseguido hallar, o aquellas que
no tienen fe en sus pastores o que jamás los han conocido. A veces los
pastores vienen también, para aprender lo que han olvidado. Algunos acuden al
hombre encolerizados, disgustados, ultrajados, acusándole de "medievalismo".
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Así ocurrió ayer, y por eso tenemos hoy una generación joven que jamás ha
aprendido el dominio propio, la buena voluntad, la paz verdadera, la serenidad,
la fidelidad y la virtud.
Estos jóvenes son los auténticamente perdidos. Sólo el hombre que escucha
puede rescatarlos ahora. ¿Quién los llevará a él? Éstos son los pobres en verdad,
aunque no pidan pan, ni refugio ni consuelo. Les hemos dado amor, pero no el
auténtico amor. Les hemos dado "slogans" y palabrería estúpida, pero no la
palabra viva. Les hemos abandonado en su desolación y por eso son violentos y
sin Dios, sin respeto por sí mismos, ni por su país, ni por sus vecinos.
Pero el hombre sigue esperando. Para escuchar, para amonestar, para
enseñar, para amar, para aconsejar.
Y te espera también a ti. ¿Te contestará cuando le llames a gritos? Jamás ha
fallado. Sólo exige una cosa: que tú escuches también.
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ALMA PRIMERA
EL CENTINELA
ALMA PRIMERA
Fred Carlson había tomado un excelente almuerzo con sus futuros jefes. Éstos
se habían separado de él con expresiones de gran cordialidad, pues respetaban a
los hombres buenos, trabajadores e inteligentes. Su título de licenciado en Artes, su
trabajo de posgraduado en el gobierno y las ciencias aplicadas les habían
impresionado favorablemente, aunque se sentían algo divertidos y desconcertados
ante las razones que el había aducido para elegir este trabajo actual, en particular
en esta ciudad. Como se trataba de hombres tan corteses, agudos y sofisticados,
él no les había dicho toda la verdad. Les había dejado creer que había sufrido un
período de romanticismo en su vida, pero que ya consideraba llegado el momento
de levantarse y actuar. Podían olvidar su romanticismo; todos los jóvenes eran
románticos, se decían con indulgencia, y Fred Carlson sólo tenía treinta y dos
años, aunque fuera ya un hombre casado con dos niños pequeños. ¡Algunos de
nosotros incluso queríamos ser soldados!", había dicho uno de los caballeros, "¡O
maquinistas en trenes antiguos, o bomberos!" Con ello implicaban, sin embargo,
que Fred se había dejado ir durante demasiado tiempo, y éste había enrojecido.
No le gustó aquel caballero en particular y eso fue lo que le impidió decir toda
la verdad. Temía que le juzgaran sentimental o un poco falto de ambición, defectos
terriblemente graves e indignos en un hombre de más de treinta años.
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cuestión de aceras!— y a ambiente cálido y, sí, era gracioso, a fruta. Decidió que
le gustaba.
El tráfico era muy rápido, observó con sus ojos experimentados, y la gente
parecía menos malhumorada que en su propia ciudad y menos beligerante,
aunque también había una gran multitud. Las ciudades estaban abarrotadas en
estos tiempos. El tráfico era un poco menos alocado y los peatones menos
groseros. En resumen, sería "más fácil" vivir allí. Vio un policía de pie en una
esquina, alerta, vigilante, y Fred, involuntariamente y por costumbre, se acercó a
él en seguida.
—Hola —dijo—. Soy un extraño en esta ciudad y...
El policía era joven pero se volvió inmediatamente a mirarle, y Fred vio en su
rostro lo que siempre percibiera en el rostro de la policía en su ciudad: intensa
vigilancia y una rápida sospecha, todo inconsciente, pero allí por desgracia.
Se sintió algo decepcionado, pues había pensado que esta ciudad no se
parecía a la suya. Dijo rápidamente:
—También yo soy policía. Me hicieron sargento sólo hace tres años. Fred
Carlson es mi nombre. Vengo de...
Extendió la mano. El joven policía aún parecía sentirse dudoso, pero aceptó
con rapidez la mano de Fred y, con la misma rapidez, la soltó.
—¿Sargento? —repitió.
Fred sacó la cartera y su tarjeta y se las mostró al agente con la misma
cortesía con que deseaba que se identificara cualquier ciudadano corriente. El
policía examinó las credenciales que se le ofrecían con una minuciosidad que
habría sido innecesaria hacía diez años y estudió la fotografía. Luego se la
devolvió, se llevó la mano a la gorra con aire juvenil y sonrió.
Y ¿qué hace aquí, sargento? ¿Buscando un criminal?
No —Fred vaciló—. Busco otro trabajo —añadió—, y lo he encontrado,
precisamente aquí.
—¿Trabajo policial?
—No. Voy a entrar en la industria privada. Con la Clinton Research Associates.
El joven policía le examinó con curiosidad pero no hizo comentarios.
—Un hombre ha de pensar en su futuro —dijo Fred.
—Sí.
—Además, ser policía en estos tiempos no es lo que era antes... ¿Cómo se
llama?
—Jack Sullivan.
—Un auténtico nombre de policía. No, ya no es lo que era, y lo que yo pensé
que debía ser.
Los ojos de Jack Sullivan se estrecharon.
—Alguien ha de ser policía —dijo—. Así es como yo lo pensé. Es lo único que
siempre deseé hacer.
—Yo también —dijo Fred.
Se miraron y luego Jack Sullivan añadió:
—He de seguir con mi ronda.
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se les ocurra a los astutos enemigos de la sociedad con vistas a sus fines
definitivos. Nos hemos hecho afeminados y... ¿cómo dicen ellos en su jerga?,
alarmados. Todo es alarmante ahora, desde una amenaza de guerra o un show
de la televisión. ¿Qué clase de gente somos?... Imbéciles. ¡Afeminados imbéciles!
¡Invertidos en más de un sentido!"
Pensó en la última vez, hace un mes, en que asistiera al desayuno tras la misa
de la Sociedad del Santo Nombre de la que era socio. Había visto antiguos y
envejecidos policías retirados allí, hombres viejos a los que nadie confundiría
jamás con viejas. Tenían rostros firmes y resueltos, aquellos hombres que habían
guardado la seguridad pública y habían luchado durante más de cincuenta años, y
habían exigido y recibido respeto de su pueblo. Habían sido el terror de los
criminales.
—Dime, Tim —había preguntado Fred a uno de ellos durante el desayuno—,
¿cómo es que ahora la gente ya no respeta a los policías?
—La culpa es de las mujeres —repuso Tim con su rudo acento irlandés—. Nos
ha entrado miedo de las mujeres y de sus grandes bocazas, y de que metan las
narices en la política y en todo. Y hemos dejado que hagan mujeres de nuestros
chicos también. Dios se apiade de nosotros.
Fred hizo la misma pregunta a otro viejo patrullero retirado.
—Bien, te diré, sargento —había contestado el viejo—. Es la decadencia general
en la religión y la moral pública, y ¿a quién podemos echar la culpa? Durante los
pasados cuarenta años yo lo he visto por mí mismo. No digo que no hubiera gentes
malas en los viejos tiempos. ¡Claro que las había! Pero la gente trabajaba
demasiado tiempo y demasiado duro para oír las suaves mentiras de los
embusteros, y tenían mano dura con los chicos, y si era preciso los arrastraban a
la iglesia. Pero ahora mis nietos se ríen de la religión y siguen su camino. ¿Quién
tuvo la culpa? No lo sé, hijo, no lo sé. Creo que hay demasiadas mujeres en todas
partes, deseando demasiadas cosas para sus críos antes de que lo hayan ganado.
Eso los hace débiles y blandos, sin músculos en sus cuerpos ni en sus almas.
—Bien —dijo Fred con gratitud—, mi Connie les da una paliza a los niños si no
obedecen las normas de casa, y tiene razón. Nada de "democracia" en nuestra
casa, ni que los pequeños tengan "el mismo voto". ¿Qué saben los críos?
—Nada —contestó el viejo prontamente—. Pero oyendo a las mujeres y a las
maestras uno pensaría que cada vez que un crío abre su estúpida boca está
pronunciando palabras de la Sagrada Escritura en vez de m... Y por eso los críos se
creen los amos del mundo. Te digo, Fred, uno de estos días va a haber un
auténtico estallido... y no será demasiado tarde.
—Les siguen llamando "niños" cuando son lo bastante mayores para estar
casados y tener familias propias —intercaló otro viejo policía—. Por una parte te
dicen que los críos son más maduros estos días, que saben más de lo que
sabíamos nosotros a su edad, y por otra parte les llaman "nenes" y derraman
estúpidas lágrimas cuando alguna putita tiene un bastardo y dice que "no lo
sabía". ¡Qué demonios!, ¿cómo no había de saberlo con todo tan explicado en los
periódicos y revistas, y en los anuncios y en la televisión? Sólo que se figuran que
alguien les sacará del lío en vez de meterlas en la cárcel como solía hacerse antes
c u a n do se ha bía n c orrid o una jue rga a s í.
"Todo está permitido ahora", pensó Fred. ¿Qué había escrito Lenin? Quitad la
moral a un pueblo y no tendrá coraje para resistir. Bien, ¡la moral del pueblo
americano se había reducido ya todo lo que era posible! Una generación adúltera y
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el primer hogar que realmente había tenido lo que le hacía sentirse deprimido, y la
idea de dejar los lugares familiares, los viejos amigos. Sí, eso era todo. En un par de
meses sería feliz de nuevo, o al menos estaría contento, pues ¿quién puede ser
feliz en este mundo?
Se detuvo en el amplio y bajo escalón para leer las palabras doradas, en arco,
sobre las puertas de bronce magníficamente trabajadas: EL HOMBRE QUE
ESCUCHA. "Yo podría decirte muchas cosas, hermano", pensó Fred con tan potente
amargura que él mismo se sintió asombrado. "¡Pues claro que sí! Pero ¿me
escucharías tú? ¿O te limitarías a susurrar consuelos, como esos consejeros
neutros, para aplacarme con palabras imbéciles y con tópicos? ¿O me dirías que yo
estaba haciendo exactamente lo mejor... cuando sé que no es cierto?"
Quedó atónito ante aquella vehemente traición de sus propios pensamientos.
¡Pues claro que tenía razón! ¿Por qué había pensado por un segundo que no la
tenía? ¿Qué cosa, oculta en su interior, le había traicionado? Estaba tan turbado
que sintió odio por el hombre que esperaba en aquel santuario blanco, el
embustero de palabras suaves que probablemente carecía de virilidad y sólo
tendría la asquerosa y afemina-de "buena voluntad" que reemplazaba el
sentimiento auténticamente cristiano en estos días. Probablemente acariciaba
las mejillas y las manos de los desgraciados que acudían a él en busca de consejo
en su desesperación, y les lanzaba una jerga psiquiátrica al rostro y les decía
que la "sociedad" les había tratado mal, y que merecían y tenían su "compasión”.
"Compasión, "¡un cuerno!", pensó Fred Carlson. Lo que la gente necesitaba era
auténtica comprensión, la de hombres que les dijeran, como Dios dijo a Job, que se
sujetaran los lomos y fueran hombres y no pseudo hombres asustados.
"¡Hermano!", pensó mirando las puertas de bronce, "¡Apuesta a que jamás oíste
las quejas de un auténtico hombre en tu vida! ¡Me gustaría decírtelas!" No era
un doctor, ni un psiquiatra, ni un asistente social, ni un abogado, había dicho
aquella muchacha. Entonces debía ser un clérigo, uno de aquellos tan brillantes de
la nueva ola, llenos de sofisticación y muy preocupados por los "problemas
modernos, tan complejos" y por "nuestro deber para con el mundo", ¡y que
jamás tenían una palabra sobre los firmes deberes del hombre para con su Dios y
del imperativo de ser un hombre, y no una mujer con pantalones!
La furia hizo que Fred Carlson empujara bruscamente las puertas, tan
fuertemente que casi fue catapultado a la fresca sala de espera, en penumbra.
—¡Perdón!
Pero sólo había un viejo allí, en medio de mesas de cristal, lámparas de
agradable y tenue luz, y sillas cómodas. El viejo le sonrió. Tenía un rostro muy
oscuro, marcado por los años, y un casco muy viril de pelo blanco. Su aspecto y
sus ropas le revelaban como un hombre del campo.
—¡Muchacho! ¡Vaya si debes tener problemas —dijo con afectuosa sonrisa—
para entrar corriendo de ese modo!
El sombrero nuevo de Fred le había caído casi sobre la nariz en su prisa. Se lo
echó atrás.
—No —dijo—. No tengo problemas. Soy forastero en esta ciudad.
—Eso es lo que todos somos, hijo —asintió el viejo. Forasteros en la ciudad.
Siempre lo fuimos, siempre lo seremos. Recuerdo algo que oí una vez...
a mi esposa le gustaba mucho leer, y sobre todo poesía..."Forasteros que se
encuentran en una tierra extraña y a las puertas del infierno." Jamás pensé
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mucho en eso hasta hace poco, pero ahora sé lo que significa. Sí, señor; ya lo
creo que lo sé.
Fred se sintió tan interesado por esto que descubrió que ya se estaba
sentando y quitándose el sombrero. El viejo le estudiaba con ojos cansados pero
muy agudos.
—Dijo usted que no tenía problemas. Hijo, si es así, es que no tiene mucho
sentido común, o muchos sentimientos. Cuando alguien me dice que es
"terriblemente feliz" siempre pienso: "O es usted un embustero, o un loco." No es
posible vivir en este mundo y ser feliz después de cumplir los tres años.
—¿Por eso está usted aquí?
—Exactamente. He llegado al fin del camino y no sé qué hacer. Me han dicho
que el hombre de ahí dentro puede darme algún consejo. Nadie más puede
hacerlo.
"Debe tener al menos setenta años —pensó Fred— y ha trabajado duramente
toda su vida, como hicieron mi padre y mi abuelo. Ha trabajado en la tierra y,
por el aspecto de sus manos, todavía sigue trabajando." Tenía un aire solitario!
Probablemente sería viudo también.
—Espero que ese hombre le ayude —dijo Fred cortésmente.
Se oyó una suave campanada y el viejo se puso en pie.
—Eso es para mí —dijo. Se detuvo, mirando agudamente a Fred—. Hijo, sería
mejor que usted también le hablara. Parece como si lo necesitara. Puedo oler los
problemas, lo mismo que huelo la lluvia y la nieve antes de que vengan.
Se dirigió a la puerta más alejada, agitando la cabeza. Fred se sintió enojado.
Vio como la puerta se cerraba tras el viejo sin sonido. Se arrellanó en la silla.
Era agradable estar allí, tan fresco, un lugar tan bueno como cualquier otro
para descansar antes de volver a su hotel. Cogió de la mesita una revista de
actualidad y empezó a pasar las páginas llenas de fotografías. Había una en color
de cierto famoso evangelista, de rostro fervoroso y excitado, el pelo blanco
flotante al viento y las manos alzadas, dirigiéndose a un numeroso público. Bajo
la fotografía, a doble página, se leían estas palabras:
¡CENTINELA! ¿QUÉ HAY DE LA NOCHE?
Las inquietas manos de Fred se detuvieron. Miró las palabras impresas que
parecían saltar hacia él: ¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
De la Biblia, naturalmente. Las recordaba vagamente de hacía años. En la
antigüedad los centinelas patrullaban por los muros de la ciudad y por sus puertas,
con el farol, durante toda la noche, la espada al cinto y la trompeta de alarma.
Bajo la gran luna plateada o las lejanas estrellas, el centinela seguía su lenta y
resuelta ronda, guardando la ciudad mientras dormía, buscando con sus ojos a
enemigos y criminales, asesinos y ladrones. Ése era su deber, su sagrado deber.
Sin el centinela, la ciudad caería...
Fred lanzó la revista con furia vengativa al otro lado de la habitación y la rabia
de siempre le dominó de nuevo. ¡Oh, iba a mencionarle todo eso al santurrón y
mentiroso de ahí dentro!
Le preguntaría lo que pensaba de una nación que atacaba a sus centinelas y
se burlaba de ellos y los acusaba de brutalidad. "¿Qué opina de una ciudad —le
diría— que desprecia tanto a sus centinelas que no les paga un salario con el que
puedan vivir y los ataca y se burla de ellos con desprecio?" Y además, sí, le diría:
"¡Bien, pues yo dejo mi puesto, y sólo espero que un infierno de vándalos los
asesine a todos en sus sudorosos lechos y queme sus casas en torno a ustedes!
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expulsados de la escuela una y otra vez. Eran delincuentes antes de los trece años.
Jamás iban a la iglesia. Terminaron siendo unos ladrones, uno de ellos asesino
además, y el otro condenado por molestar a las niñas. Su padre jamás les dio una
paliza, jamás les enseñó disciplina. Hablaba a mi padre de "amar a los hijos” pero
¡si alguna vez un hombre odió a sus hijos ese fue él! ¿Cómo lo sé? Los informes de
la policía lo demuestran. Aquel hombre les dejó hacer cuanto querían les dio todo lo
que pudo sin pedir nada a cambio, V jamás les explicó lo que significaba ser un
buen ciudadano y un buen americano. No tenían otro deber que satisfacerse a sí
mismos a expensas de la sociedad. Si eso no es odio, me gustaría saber lo que es.
"Uno de ellos mató a un policía. E intentó matarme a mí.
Tembló con el recuerdo de aquella noche, sólo hacía un mes. Continuó:
—Recibimos el aviso de que estaba asaltando una joyería. Era un robo más de
toda una serie. Fui allí con cuatro de mis hombres. Acorralamos a tres ladrones,
pero no antes de que uno de ellos nos disparara, matara a uno de mis mejores
muchachos y casi me diera a mí. Pronto los llevarán a juicio. Pero el blando del juez
ya les ha designado a uno de los grandes abogados de la ciudad. Si los condenan a
cinco años a cada uno, incluido el asesino, me sorprenderá mucho. Pues el criminal
ha dicho ya que la confesión le fue "arrancada mediante la brutalidad de la policía".
¡Y le cogimos con la pistola humeante en la mano! Yo conozco a ese abogado.
Presume de que siempre consigue la libertad para sus clientes. Y esta vez también lo
conseguirá. Los asistentes sociales están ocupándose de ello. Han reunido
informes completos sobre los criminales, en los que consta que se vieron "privados
de cultura y de privilegios", y todas esas palabras estúpidas, nauseabundas y
sucias.
Golpeó el brazo del sillón con el puño.
¡Y cuando esos criminales vuelvan a cometer los mismos crímenes la gente
escribirá a los periódicos y preguntará dónde estaba la policía!
El hombre tras la cortina no habló, pero Fred seguía.
—Toda mi vida deseé ser policía. Mi padre sentía gran respeto por la policía y
nos enseñó ese respeto también. Dijo que él mismo había querido ser policía.
Para él no había mejor ocupación que ser el guardián de la ciudad, de la paz y
seguridad de la ciudad. ¡Vaya, era la cosa más importante del mundo para él! Y
lo fue para mí. Me iba a pasear con los policías, jóvenes y viejos, que hacían su
ronda, y hablaba durante horas con ellos. Entonces se sentían orgullosos de ser
policías. La gente los admiraba y respetaba. A una madre le bastaba con decir: La
próxima vez que hable con Mr. Mullaney le hablaré de ti; y el pequeño se portaba
bien. El policía era la autoridad legal, después de Dios, y debía ser obedecido y
honrado. También el sacerdote nos lo decía.
"Pero nadie lo dice ahora. Los niños se burlan de la policía, insultan a los
agentes, bailan fuera de su alcance. Son los "pies planos". Son los miembros
despreciados de la sociedad.
"Así que sé que es inútil. Y me voy. Dejo el trabajo de la policía. Quiero vivir
un poco antes de la inevitable decadencia de mi país. Me largo.
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
Fred asintió sombríamente:
—Sí, ¿qué hay? Todos los centinelas serán asesinados o desarmados, o
humillados. No quiero ser uno de ellos. No me diga, como me dijo el jefe la
semana pasada, que la policía local es la única defensa que tiene el pueblo, no
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sólo contra los criminales, sino contra los mismos tiranos. Sé que tiene razón.
Pero estoy harto de la burla y el desprecio. Estoy harto de la paga miserable
por arriesgar mi vida y tratar de mantener la ley y el orden contra toda la
estúpida voluntad del pueblo, que prefiere el caos y la tiranía. Pues que lo
disfrute, digo yo ahora. Mientras tanto quiero vivir un poco, respetado,
razonablemente seguro de que no me asesinarán
¿Qué hay de la noche?
—Bien, ¿qué hay? Que ya llega la noche, de eso podemos estar condenadamente
seguros. Y yo dejo los muros y las puertas de la ciudad, y mi farol solitario, v mis
armas y mi trompeta. Que algún otro pobre imbécil lo recoja, si quiere, y que le
maten mientras cumple con su deber.
De pronto vio el rostro del joven patrullero Jack Sullivan, y la mirada peculiar de
sus ojos: "Yo no soy más que un estúpido policía." Y luego se había alejado de él.
—Un estúpido policía —murmuró Fred Carlson—. Un centinela en la noche.
Miró la cortina de nuevo.
—¿Adonde iremos para estar seguros? —preguntó—. Pronto no habrá
seguridad en el mundo para nadie.
—¡Centinela...!
—¡No me llame eso! —gritó furioso—. ¡He terminado con ello, se lo aseguro! Ya
no soy su centinela.
Se puso en pie de un salto y se enfrentó con la silenciosa cortina con rabia
creciente.
—Usted no dice nada, ¿verdad? Usted es uno de ellos, ¿no? Llorando por todos
los criminales, ladrones y desplazados, lleno de amor por ellos.., ¿Qué le importan
las personas decentes, los niños pequeños, las mujeres indefensas, los ciudadanos
trabajadores? Dígame, ¿qué le importa?
Vio un botón junto a la cortina y lo golpeó con el puño, maldiciendo entre
dientes.
Las cortinas se corrieron silenciosamente y, a la luz que inundaba la alcoba,
vio al hombre que le había escuchado en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró retirándose.
Se sentó y se cubrió los ojos con las manos. Sintió la luz que rodeaba al hombre.
Sintió su silencioso reproche, y escuchó sus preguntas. Comprendió después que
había estado sentado mucho tiempo en el sillón, los ojos ocultos y un débil
temblor recorriendo todos sus nervios.
Al fin dejó caer las manos y él y el hombre se contemplaron en intenso silencio.
Sé lo que realmente estás diciendo dijo el policía—. Me recuerdas que tú
jamás dejaste los muros y las puertas de la ciudad, y que nunca los dejarás. Tú
no entregarás a los hombres a sus tiranos y asesinos, dejándoles sin esperanza.
Tú patrullarás constantemente con tu luz, y nunca dormirás. Tú harás sonar la
alarma. Siempre estás haciendo sonar la alarma, ¿no?
"Supongo que no importa que en estos días las personas se rían de ti también,
y se burlen de tus centinelas en la noche. Tú sabes como yo que la noche se
acerca para todos nosotros. Y que alguien ha de estar vigilando para guardar al
pueblo...
"Alguien. Supongo que eso significa que también yo, ¿no es cierto?
Agitó la cabeza.
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ALMA SEGUNDA
EL SADUCEO
ALMA SEGUNDA
—¿Es eso todo lo que puede decirme? —preguntó aquella mujer desolada.
"Y ¿qué es lo que quiere que le diga? —se preguntó el hombre a sí mismo—.
¿Quiere un canto anticuado y sentimental en el que no creo, y que resulta absurdo
en estos días ilustrados y sofisticados? Yo no soy un párroco, mi querida señora,
lleno de consoladores tópicos y suaves aforismos. Soy un profesor, un líder, un guía
para mi congregación. ¿Acaso espera que la tranquilice con alguna historia
evangélica, o que invoque a algún dios tribal? Los católicos no son los únicos que
han ido a buscar el "aggionarmento". Nosotros lo hemos estado procurando
desde Lutero. La religión es ahora intelectual y apela a los intelectuales y a la
razón moderna.
El doctor Edwin Pfeiffer miró desde lo alto del último piso del lujoso edificio
de apartamentos y vio el suave cimbrearse de los árboles bajo el viento
primaveral. ¡Aquel maldito "santuario" allá abajo! Podía ver el tejado rojo del
edificio, blanco y alargado entre la masa de follaje y flores, encantadores tulipanes
rojos y macizos de dorada forsitia, y aquellos grupos de lilas y capullos de
jeringuilla. Recordó un antiguo y estúpido himno de su infancia, en la iglesia donde
su padre era ministro. ¡La religión de la antigüedad! Vio a los fieles de su padre,
hombres y mujeres sencillos, que cantaban fervorosamente y de corazón, los
hombres con sus ropas de domingo, las mujeres con vestidos baratos de algodón,
sombrerito y guantes. Amaban los himnos algo tontos, apasionados y antiguos que
apelaban a las emociones y no a la mente, pero después de todo, eran personas
emocionales que creían con sencillez y aceptaban las cosas con sencillez y tenían
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un ¿total? temor del diablo y de todas sus obras. El doctor Pfeiffer suspiró y
sonrió. Sí, ellos aceptaban todas las cosas, incluso su vida tan dura, con
mansedumbre. Pero sus hijos e hijas, gracias a Dios, creían en la perfección de la
naturaleza del hombre, y en una sociedad en transformación para adaptarse a las
nuevas necesidades y exigencias, con objeto de satisfacer el legítimo deseo del
hombre moderno de confort, satisfacción y algunos de los goces del mundo
material "¡Aquellas pobres personas que nada pedían, de los tiempos de su padre!
No tenían mucho en cuanto a placer y satisfacción mundanos, a excepción de su
religión que, aunque les enseñaba antiguos valores religiosos, también les
mantenía demasiado industriosos y demasiado dóciles ante las injusticias sociales.
De pronto le pareció ver sus rostros serenos, amables, fuertes y llenos de paz.
Una repentina inquietud le dominó. Se rascó la barbilla pensativamente. ¿Por
qué no veía rostros semejantes en su propia iglesia, en estos tiempos? ¿Por qué no
los veía desde hacía años? Bien, los hombres ahora eran más conscientes, más
exigentes. ¿No era mejor así?
—¿Nada en absoluto? —insistió la mujer, sentada tras él en el largo sofá de su
elegante sala de estar.
Pero el doctor Pfeiffer no la oyó. La ética, la razón, la conducta civilizada. Eso
es lo que nosotros enseñamos ahora, y no el sentimentalismo ilógico del
pasado. El hombre que avanza mental y espiritualmente hacia un estado de
supravirilidad, bajo la guía del maestro, un evolucionado supracristo.
Chardin. A él realmente le gustaba Chardin. Ahí había habido un sacerdote, un
auténtico místico, con una visión dé. mundo completo aquí en la tierra. Un
intelectual. Pero todos sus antiguos compañeros de sacerdocio estuvieron
firmemente en su contra, y la jerarquía no permitió que se publicaran sus libros
durante su vida. ¡Qué prejuicios, en verdad! ¡Y en esta época moderna! ¡Estatuas de
yeso y corazones sangrantes! ¿No se daban cuenta de que...?
Oyó un débil sonido a sus espaldas y se volvió, absorto aún en sus
pensamientos. Habló con auténtica preocupación, sin advertir cuan impotentes
sonaban sus palabras:
—Mi querida Susan...
—No tiene nada que decirme —dijo ella, con el rostro escondido entre sus
manos—. Sólo palabras sin consuelo ni ayuda.
Quedó aterrado. Había hablado con ella más de una hora, como una
persona razonable e inteligente a otra, tratando de inspirarle fortaleza y valor. La
mujer se había limitado a mirarle con un ansia desesperada. ¿Qué es lo que quería?
En nombre de Dios, ¿qué quería? Hacía más de quince años que conocía y trataba
a Susan Goodwin y a su difunto marido Frederick. Era miembro de su
congregación (uno no hablaba de "parroquias" en estos tiempos, como si fuera un
vulgar pastor a cargo de una masa de cerriles ovejas). Ella siempre le había
parecido la auténtica representación de la mujer moderna, controlada, cortés,
educada, segura de sí misma, intelectual. Conocía toda la historia del matrimonio
Goodwin. Habían sido jóvenes inteligentes y educados, aunque horriblemente
pobres. Pero, hacía unos doce años, Frederick había heredado de repente lo que
incluso en estos tiempos podía considerarse una fortuna de un pariente que apenas
conocían. Dos años después, a la edad de treinta y cuatro y treinta y dos años,
respectivamente, habían tenido su primer y único hijo tras una unión de diez
años. ¿Cuántos años tendría el chico ahora? Diez, naturalmente. Todavía no estaba
confirmado. Él había bautizado personalmente al niño, Charles Frederick Goodwin.
25
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Un magnífico muchacho. Una pena lo del padre, que había muerto de un ataque al
corazón cinco años después. Ahora Susan sólo tenía al niño, al que vivía
consagrada. No era probable que se casara de nuevo. La muerte de su esposo la
había dejado muy alterada. Y a los cuarenta y dos años, aun cuando se volviera
a casar, no era probable que tuviese más hijos. Una desgracia, una desgracia.
Pero, después de todo, hay que tener coraje y fuerza de carácter y no caer en el
sentimentalismo llevado por la absoluta desesperación, y no exigir jamás de un
consejero espiritual lo que éste no puede dar con toda honradez... pero ¿qué
quería ella?
—Sólo diez años —dijo Susan, tras sus manos apretadas contra el rostro, contra
los ojos—. Y ahora debe morir. Si no mañana mismo, como mucho dentro de un
año.
—No debemos abandonar toda esperanza —dijo el doctor Pfeiffer mirando
furtivamente su hermoso reloj—. Ya sabe que ahora están avanzando y haciendo
progresos en lo referente a la leucemia. Consiguen que los niños vivan mucho más
tiempo del que era posible hace años. Y tal vez en cualquier momento se descubra
el remedio efectivo. Siempre hay esperanza...
Pero Susan le cortó:
—Ha tenido tres transfusiones esta semana. Quizá ni vuelva a casa del
hospital.
Dejó caer las manos. Su rostro, un rostro generalmente compuesto y
sonriente, estaba dominado por el dolor y el sufrimiento, de modo que parecía
mucho mayor que su edad real. Su cabello castaño claro estaba desordenado,
como si se lo hubiera revuelto repetidamente con dedos nerviosos; su cuerpo
esbelto había adoptado un aire de decaimiento desde que diagnosticaron la
enfermedad del niño, hacía un mes. Pero sus ojos —y en cierto modo esto animó al
ministro— no tenían huellas de lágrimas. Detestaba las lágrimas incontroladas
ante el destino, ante los hechos inexorables. Eso quedaba para las campesinas,
para las mujeres poco civilizadas.
Fue junto a ella y se sentó a su lado gravemente. Un hombre alto y erguido,
con un magnífico traje secular, un rostro inteligente y alerta, agudos ojos oscuros
y pelo oscuro y ondulado. No se sentía demasiado ofendido cuando oía decir a
ciertos jóvenes irreverentes que parecía una estrella de cine. Se sentía orgulloso de
su voz sonora y de su buena presencia. Insistió:
—Susan, hay que enfrentarse a las cosas con valor, ya sabe. Hay algunas cosas
que no pueden... evitarse aunque lo queramos, por muy deseable que ello sea.
Fortaleza. Resignación...
—¿Resignación ante la muerte absurda e inútil de mi hijo? —sus ojos azules le
miraron ahora ardientes, con total angustia—. ¿Por qué tiene que morir? ¿Por qué?
¿Por qué?
-—No lo sé —dijo el doctor Pfeiffer con genuina preocupación—. Son cosas que
suceden constantemente, irrazonables, inexplicables. Sólo podemos enfrentarnos a
ellas como seres humanos, con valor, sin dejarnos dominar en ningún momento por
una desesperación irracional. Eso no es digno de la humanidad. No pasa una
hora sin que alguien grite... ¿por qué? ¿por qué? Nosotros...
—Sí, ¿por qué? —insistió Susan.
—No lo sé —repitió, sintiendo aquella turbadora inquietud de nuevo, y cierto
resentimiento ante su insistencia infantil—. Pero uno debe ser realista.
26
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
—No lo sabe —dijo Susan, y sus ojos azules le miraban con amargura—. ¡Y
usted se dice ministro!
Se sintió ofendido, pero también lleno de piedad. Por primera vez deseó que
toda aquella jerga viniera a su mente y pudiera decirle con honradez: "Todo
obedece a la misteriosa voluntad de Dios. Sus caminos no son nuestros caminos,
y algún día lo entenderemos; si no aquí, más allá de la tumba.” Pero era un
hombre honrado. Realmente no sabía más que los otros lo que había más allá de la
tumba, si es que había algo. La resurrección de Cristo, naturalmente, era sólo
simbólica. El espíritu de Cristo, naturalmente, había sobrevivido a su muerte, y
había persistido a través de los siglos y, era de esperar, persistiría siempre. Lo
mismo que el espíritu del hombre, el espíritu razonable, civilizado, ilustrado,
sobreviviría a través de sus hijos en todas las generaciones futuras. Uno buscaba la
inmortalidad a través de sus propios hijos.
Mientras tanto, antes de la muerte, vivía una vida ordenada y razona-blemente
disciplinada con ciertos placeres legítimos, gozando en la simple existencia y
haciendo el menor daño posible a los demás. Era la herencia del hombre lo que
sobrevivía, la herencia de un ser histórico, su influencia en el presente. ¿Qué más
podía desear o pedir un ser intelectual?
Todo lo demás eran conjeturas, y en esta época científica ya no se vivía de
conjeturas.
No era la primera vez que viera desesperación y angustia en un rostro
humano. Siempre había ofrecido las mismas palabras de consuelo: valor, fortaleza.
El tiempo sana todas las heridas. La vida sigue. Día a día disminuirá ese tormento,
créanme. Es preciso seguir viviendo y soportando el dolor. Hay que levantarse de
nuevo, alzarse del lugar donde la angustia nos ha hecho caer. Eso es lo que se
espera del hombre. Y el futuro encierra para todos nuevos consuelos, nuevos
placeres... Esperen y verán.
Algunos, por supuesto, eran criaturas poco razonables. Dos hombres y una
mujer se habían suicidado el año anterior, todos de su congregación. No habían
tenido paciencia para esperar el efecto curativo del tiempo, de una vida nueva.
Nunca les había perdonado por ser tan emocionales y por haber turbado así su
existencia ordenada y su misma razón. Pero, naturalmente, los pobres habían
estado psicológicamente enfermos; por tanto, era preciso compadecerlos. ¡Si
hubieran aceptado su consejo y acudido en busca de terapia a un psiquiatra, el
cual les hubiera explicado que aquella angustia terrible tenía sus raíces en alguna
frustración de su infancia y que ellos debían comprenderse a sí mismos y sus
conflictos interiores para poder seguir adelante con serenidad! Pero no habían
aceptado su consejo en su enfermiza angustia, en su auténtica locura. Se habían
limitado a suicidarse. Triste. Un poco molesto también, pero triste sin embargo.
Confiaba en que Susan Goodwin no fuera de esa clase. No, ella era una señora muy
sensata.
Se aclaró la garganta:
—¿Puedo sugerirle algo, Susan? Usted conoce al doctor Snowberry, el psiquiatra.
Acuda a él en seguida. Yo le arreglaré una cita si quiere, es miembro de mi
congregación. Él le explicará que su... tristeza e incapacidad de aceptación están
arraigados en sus frustraciones anteriores, en la época en que usted y Frederick
eran muy pobres. O que, por el hecho de haber carecido de muchos privilegios,
usted se siente profundamente rebelde contra las circunstancias y no quiere
aceptarlas. Él...
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
—¿Un psiquiatra, cuando mi hijo se está muriendo? —la voz de Susan fue casi
un grito.
—Lo sé, lo sé. Le parece muy duro, ¿verdad? Pero créame, Susan, yo sé de lo
que estoy hablando. La experiencia, ya sabe. Usted es todavía una mujer joven
y...
Ella le miró; sus ojos eran como hielo azul.
—Por favor, váyase, doctor Pfeiffer —dijo. Se estrujó las manos. Seguía sin llorar
—. Por favor, váyase.
Ahora sintió él cierta cólera. ¿Qué quería ella? Todo lo que le había dicho
durante una hora había sido recibido con hostilidad, con un desprecio
desesperante... irrazonable en verdad.
Era como aquellas simples mujeres de la parroquia, no, de la congregación de
su padre. Deseaban respuestas sensibles para cosas que no tenían respuesta.
¿No era así? Se puso en pie secamente.
—Visitaré a Charles en el hospital mañana, Susan.
—¡No! ¡No quiero que vaya! ¡Tampoco a él puede decirle más de lo que me ha
dicho a mí! ¿O es que va a decirle al pobre niño, doctor Pfeiffer, que sea valiente?
¿Que se enfrente con los hechos y acepte las cosas de modo civilizado? ¿También
a él le dará una piedra en vez de pan?
¡Cómo se contagiaban los tópicos incluso entre personas modernas! En su
angustia no querían respuestas realistas, no querían que se les hablara valor.
Deseaban ser consolados...De nuevo aquella dolorosa inquietud y un renovado
resentimiento, dominaron al ministro. Hablaría de esto en su próximo sermón. Sus
sermones dominicales siempre se publicaban el lunes en el periódico más
importante de la ciudad, y eran muy admirados por su estilo, su contenido
intelectual y su serena comprensión. Algunos aparecían a veces también en
periódicos de otras ciudades.
—Es usted un fraude —dijo ahora Susan Goodwin—. Usted es un falso pastor.
—¿Porque no quiero mentirle? ¡Susan!
Ella no volvió a hablarle. En realidad dejó la habitación. Inmediatamente
entró la doncella con su abrigo y sombrero. Se sintió muy ofendido. Lo habían
despedido como a un vendedor inoportuno. Salió de la casa al alegre y brillante
aire primaveral. Un hermoso día. Inspiró profundamente. ¿Por qué a los
hombres les resultaba imposible en ocasiones disfrutar del presente, de lo que
tenían a su alcance, de todo lo que un hombre poseía? Porque el hombre siempre
buscaba... ¿qué buscaba el hombre ansiosamente cuando la calamidad le
azotaba? Superstición. Mentiras. A la mayoría de los hombres les resultaba
imposible aceptar lo simbólico. Muy primitivo. La vida tenía tantos encantos,
tantos placeres inocentes, tantos medios de satisfacción, en el trabajo y en la
vida sencilla... Sin embargo, aun después de la Ilustración, muchos corrían
todavía esforzadamente tras nebulosas locuras, insustanciales y míticas. "Yo no
soy un médico brujo", se dijo el doctor Edwin Pfeiffer, disfrutando del sol y del
ambiente cálido y el aroma de la tierra que parecía despertar. “Yo no tengo
encantamiento, ni incienso. Mi deber como ministro es predicar la disciplina, la
virtud y el sentido común a mi congregación, y la fortaleza. Todo lo demás se deja
a..." Miró el gran arco azul sobre el escándalo ensordecedor de la ciudad. ¿A
qué? Por supuesto, estaba lo desconocido, lo eternamente desconocido para el
hombre. Naturalmente estaban las parábolas de Jesús, destinadas a un pueblo
sencillo, en una época sencilla. Pero todo era simbólico. La doctrina estaba bien
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
para la Edad Media, pero no para estos días. Por supuesto, algunos ministros
hablaban de autoridad divina, y de tradición. ¡La autoridad divina tenía cierto
valor en una época atávica, Pero no en estos tiempos! ¡No en los días de la
Ilustración! Las Escrituras no eran superstición, naturalmente. Pero sólo eran
directrices para una conducta civilizada. En las peores circunstancias, mitos
poéticos. El hado del hombre estaba en el presente; su destino estaba en sus
hijos.
La reforma protestante, en su auténtica esencia era eso, protesta contra
el oscurantismo y el sobrenaturalismo absurdo, protesta contra los mitos de la
noche y afirmación de la intensa luz del día de la razón. Protesta contra las
injusticias sociales. Los católicos hablaban de la gracia, pero ¿qué era la gracia,
a no ser la conciencia de los deberes diarios, la responsabilidad para con los
demás y la obediencia a la autoridad civil? ¿Y la necesidad de ser un auténtico
hombre?
Hacía un día tan encantador que el doctor Pfeiffer no fue en seguida al
aparcamiento del lujoso bloque de apartamentos. Decidió pasear un poco. Aún se
sentía resentido contra Susan Goodwin. ¿Qué quería ella? Su iglesia estaba
dispuesta a dárselo todo, su hermosa iglesia moderna con la simbólica Cruz muy
elevada sobre la esbelta aguja. La cruz de la vida. Había que llevarla con fortaleza,
aceptando la existencia humana. Dejarla caer y llorar era indigno del hombre. ¿Y
no era acaso un hombre elevado y completo el animal racional? "La belleza es
todo lo que conocemos", se dijo el doctor Pfeiffer, y en cierto modo —en cierto
modo peculiar— se sintió consolado. Todo lo que conocemos y todo lo que
necesitamos conocer. Keats, sí. Resultaba consolador en cierto modo saber que no
podemos saber... Si existiera el imperativo de saber, ¡qué vida tan horrible sería
ésta, qué turbadora e inquietante! Al hombre no le quedaría tiempo para realizar
su deber en este mundo; estaría demasiado involucrado en abstracciones, deseos
vehementes, controversias. Ya no sería el protagonista de este mundo. Estaría
atrapado en el caótico mundo sobrenatural, una especie de espiritista. Locura.
Falta de realidad.
¿Por qué había reaccionado Susan Goodwin de un modo tan hostil cuando le
mencionara al doctor Snowberry? Una mujer enferma. Una mujer triste y
desgraciada también. Llena de hostilidades. Aberraciones. Era lamentable lo del
pequeño Charles, por supuesto. Sólo tenía diez años, y era su único hijo. Pero
esas cosas sucedían. Verdaderamente era algo absurdo el que Susan le hubiera
dicho ya a su hijo que iba a morir pronto. Cruel, cruel. Podía haberle evitado ese
dolor. Debía haberle dicho alegremente que pronto volvería a casa y estaría bien.
Hubiera sido una mentira compasiva. Las mentiras también tenían su lugar en
esta vida.
Mentiras. Mentiras.
"Yo sólo le dije la verdad", se convenció el doctor Pfeiffer. "¿Por qué se niegan
los hombres a aceptar la verdad? ¡Qué absurdo!" Pensó en Poncio Pilato y en su
cínica observación: "¿Qué es la verdad?
El pensamiento le resulto tan molesto que se detuvo y meditó. Vio grava ante
él, un sendero de grava. Sin querer alzó los ojos. Estaba en un sendero que llevaba
al maldito santuario. Aquello era un escándalo. Adhesión a la interpretación literal
de la Biblia. Un clérigo, en aquel lugar, predicando la religión de los tiempos
antiguos a los desgraciados, sin fe, que acudían corriendo a él en su
desesperación. Él mismo había firmado una petición para que el santuario fuera
entregado a la ciudad, para los niños, o para una escuela. Un escándalo, en estos
29
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
tiempos, en esta época. ¿Quién sería el clérigo que se escondía tras las cortinas
azules? Un gemidor. Una vergüenza. Un charlatán, un embustero.
"¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
“Bien se dijo el doctor Pfeiffer, ¡yo no me lavaré las manos! ¡Ya es hora de
que ese charlatán sea denunciado y avergonzado ante todos! Estoy harto de él, y de
todo lo que se ha escrito sobre él. ¡Sobrenaturalismo! ¡Milagros! Absurdo. Refugio de
las personas como Susan Goodwin, los que no quieren enfrentarse con la realidad,
cuando la realidad es todo lo que existe.” Imaginó el rostro de su padre, aquel rostro
sencillo, y sintió un estallido de pura rabia. Luego quedó atónito ante aquella rabia.
Nunca se había creído tan vulnerable ante pasadas indignidades, pasadas
simplicidades, pasadas aceptaciones jamás discutidas. Y la fe. Oyó la voz de su
padre: "¡Poderosa Fortaleza es nuestro Dios!" Nunca le había gustado su padre en
realidad. Un hombre sin cultura. "Nuestro Señor —le había oído decir en una
ocasión— nunca se graduó en las mejores universidades. Él sólo sabía decir la
verdad." Pero ¿qué podía esperarse de un ministro que había entrado en el
seminario sin más educación que la de la escuela elemental?
Siguió lenta pero decididamente por el sendero de grava. Vio la fuente y las
grutas, y la gran extensión verde de los cuadros de césped, y las masas de
árboles. "Hermoso, hermoso", pensó, aunque a disgusto. Pero ¿por qué no
utilizarlo como un parque público, para los jubilados por ejemplo, que podrían
sentarse en aquellos bancos de mármol y... esperar? ¿Esperar qué, al fin de su
vida? Bueno, de todas formas podían mirar las flores, ¿no?, y sentirse felices por
haber transmitido todos sus conocimientos a sus hijos y nietos. Era un lugar
pacífico. De pronto pensó: "¡Yo sólo tengo cincuenta años! No soy viejo, no tengo
por qué pensar en estas cosas". Se detuvo, asombrado ante la débil náusea que
sentía. Buscó su cajita de tabletas para la digestión. Digestión ácida. Se puso una
tableta en la lengua y la dejó disolverse. Se preguntó si no tendría una úlcera,
después de todo. Sonrió un poco. La mayor parte de su congregación padecía de
úlcera en estos tiempos. La tensión de la vida moderna, por supuesto. La prisa, el
apresuramiento, las constantes exigencias actuales... tanto quehacer.
¿Hacer, qué?, preguntó la nueva e incorregible voz en su mente. ¿Qué hace el
hombre moderno, ni la mitad de bien que lo hicieron sus padres y abuelos?
¿Qué ofrece a sus congéneres? Ahora dispone de interminables ratos de ocio,
pero... ¿qué da de sí mismo? ¿Actividades comunitarias? ¿Y qué son éstas? Sus
padres dieron trabajo, amistad, amabilidad —amabilidad personal, responsabilidad
personal— y auténtica hermandad de hombre a hombre. ¿Qué dan en esta época
tus gentes de sí mismos, de auténtico amor? Firman cheques, hablan de política, se
unen a las organizaciones de beneficencia y se sienten muy puros. La pureza del
fariseo.
Vivimos en una época urbana, se defendió la mente del doctor Pfeiffer.
Y ¿qué es eso?, preguntó la voz que protestaba en él. Siempre ha habido una
época urbana, desde Caldea a Alejandría, y a Jerusalén, y a Atenas, y a Roma, y a
París, y a Nueva York. ¿Qué hay de nuevo en una época urbana? ¿Qué habéis
descubierto vosotros que sea tan único? La desolación de la abominación. La tierra
calcinada.
"Debería haber tenido más sentido común y no pretender consolar a aquella
mujer tan rebelde", se dijo el doctor Pfeiffer. Avanzó por el sendero y su rostro
iba enrojeciendo de furia. Él tenía un deber que cumplir. Se detuvo ante las
puertas de bronce y de nuevo las admiró aun a pesar suyo. ¡No se había
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
escatimado aquí el dinero, desde luego! Un despilfarro. Todo debía haber ido al
fondo de la Comunidad Unida. O a los impuestos. Todo esto estaba exento de
impuestos, naturalmente. Un escándalo. Este mármol maravilloso, esta pacífica
extensión de tierra en medio mismo de la ciudad... Debía ser un parque público,
no administrado por individuos particulares. EL HOMBRE QUE ESCUCHA. Vio las
letras doradas sobre las puertas. Un charlatán, un clérigo que traicionaba su
vocación. El doctor Pfeiffer empujó curioso las puertas y se asomó al interior. ¡Lo
sabía! La sala de espera estaba llena de informes seres humanos, si es que se les
podía llamar así. Viejos. No. También había jóvenes, esperando en silencio. ¿Por
qué habían venido hasta aquí los jóvenes seguros de sí mismos, los jóvenes tan
astutos y llenos de conocimientos, que habían sido tan bien enseñados? ¿Qué
problemas tenían estos chicos y chicas que no podían resolver personas como él
mismo, o un excelente psiquiatra? La gente exigía demasiado estos día si ellos lo
tenían todo; por tanto carecían de problemas en esta sociedad opulenta que
tanto hacía por darles la felicidad. Quiso gritar a los chicos y chicas de la sala de
espera: ¿Qué Puede preocuparos, en realidad, en esta época?
Se sentó en una cómoda silla y contempló con disgusto a cuantos esperaban
con él. Entonces su mirada captó una placa de mármol, en la pared, también de
mármol: Todo lo puedo en Aquél que me conforta.
Bonito sentimiento, pero poco realista. Era preciso apoyarse en los buenos
oficios del gobierno y la buena voluntad por parte del gobierno y no en la caridad
casual. O en el esfuerzo individual. Eso quedaba bien para el pasado, pero no
para estos días. La sociedad tenía la respuesta a todas las cosas, sólo con que las
personas como Susan Goodwin quisieran escuchar, personas infelices y rebeldes
como Susan Goodwin, que exigían respuestas cuando no había respuestas sino
sólo la razón.
Observó con frío interés cuando sonó la campana y, uno a uno, todos
aquellos supersticiosos y pobres de espíritu se levantaron y cruzaron una puerta
al extremo de la habitación. No había el menor sonido. Todo sonido parecía
absorbido por el ambiente fresco y sereno, con una insinuación de aroma de
helechos. No se oía el tráfico, ni las voces. Naturalmente, estaba acondicionado a
prueba de ruidos. Tomó una revista de una de las mesas y se dejó absorber por las
noticias internacionales. Por primera vez pensó, repasando las páginas: "¿Por qué
hay tantos problemas estos días, cuando todo está planeado, cuando disfrutamos
de libertad, cuando tantas naciones emergen con entusiasmo?" Los hombres no
tenían ahora que luchar por la existencia, como sus padres habían luchado. En el
gobierno, en los pueblos del mundo latía la preocupación por todos. La ayuda
exterior. La asistencia pública. La responsabilidad social. El Cuerpo de Paz. Lo que
en tiempos fuera sólo tarea de la religión se había extendido a la vida secular, y
todo el mundo estaba involucrado en la humanidad. Misiones seculares. Era
maravilloso, realmente. Entonces, ¿por qué había tanta miseria y frustración
mental?
"Lo que necesitamos —se dijo el doctor Pfeiffer— es un firme programa de
psiquiatría, psiquíatras internacionales que atiendan, según las necesidades, a
todas las naciones; no misiones religiosas, pasadas de moda, que ya no están a la
altura de las demandas de la sociedad moderna, de la verdad moderna.”
“¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
El doctor Pfeiffer creyó contemplar todo un vasto mar de rostros: su
congregación, ante él, los domingos por la mañana. Personas agradables, bien
vestidas, tranquilas, atentas, silenciosas, escuchándole. Gentes que, con las manos
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
cruzadas, oían cortésmente sus sermones. No, sus conferencias. Que contribuían
adecuadamente a las diversas demandas de la caridad organizada, que se
interesaban por las obras de la iglesia.
¿Se interesaban en verdad? Aquellos tres suicidas... Y las deserciones. Los ojos
repentinamente irónicos de los jóvenes; los ojos interrogantes de los ancianos. Las
cabezas repentinamente apartadas. ¿Aburrimiento? ¡Qué ridículo! Él era famoso
por sus sermones. No, sermones no, conferencias estimulantes. Siempre había allí
al menos un redactor del periódico local, e incluso de periódicos de ciudades
distantes. Escribían a toda prisa en sus pequeños cuadernos. El tenía tanto
que dar...
"¿De verdad?", preguntó la incorregible voz. ¿Qué le diste hoy a Susan
Goodwin? Le di la verdad, contestó.
"¿Qué es la verdad?", preguntó Poncio Pilato, y se lavó las manos.
"Yo no soy un párroco", se dijo el doctor Pfeiffer.
"¿Y ¿qué eres?", preguntó la voz.
"Soy un hombre civilizado y razonable, consciente de la realidad."
"¿Qué significa eso?", insistió la voz.
"Significa", se dijo para acallar aquella voz terrible, "la Caridad".
"¿Oh, sí?", la voz era burlona. "¿No querrás decir Odium humani generis?
“
Se sintió horrorizado. ¿Odio por la raza humana? ¡No! ¡No! ¡De ninguna
manera! Él amaba la razón, y la buena voluntad, y la buena conducta, la
conducta adecuada, y la ilustración para todo el mundo. La perfecta hermandad.
Detestaba las emociones desenfrenadas, y la superstición, y el oscurantismo. Todo
podía explicarse mediante...
"¿Qué?", preguntó la voz.
Le pareció oír al coro de su padre que cantaba con profunda pasión:
"¡Poderosa Fortaleza es Nuestro Dios!"
"¡Oh, la fe sencilla, la fe sin exigencias, la fe de un niño! La fe total."
"¿Qué otra hay?", preguntó la voz.
¡Maldita Susan Goodwin! Ella le había turbado la mente, la razón, su
autodisciplina. Se puso en pie disgustado, dispuesto a salir. Escuchó una
campana y vio que estaba solo. Por tanto el clérigo de allí dentro había hecho
sonar la campana por él. Se sintió repentinamente confuso. Un pensamiento
irrelevante le acudió a la mente: "No preguntes por quién doblan las campanas.
Doblan por ti."
El sonido de la campana pareció despertar ecos en su interior, uno sombrío
y doloroso que apenas murmuraba; otro terrible y lleno de reproches. “Eres un
hombre sin convicción", dijo la voz, "y por tanto impotente ante la tragedia. Ni
siquiera sabes que tú mismo eres un ser trágico, tú, falso pastor".
Nunca, en sus cincuenta años de vida, había surgido una voz tan terrible y
acusadora de lo más hondo de su... ¿qué? Había vivido siempre bien y
virtuosamente, ¿por qué surgía ahora en él esta profunda turbación, este
reproche? Él no era un... pecador. ¡Pecador! ¡Qué palabra más anacrónica! Ahora
no había pecado. Una rabia aún más profunda se revolvió en él. Su padre había
hablado interminablemente de pecado. Sintió odio por su padre. Se dijo a sí
mismo: "Siempre lo odié siempre odié a aquel hombre ignorante.”
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Fue a la puerta del fondo y la abrió de par en par con potente cólera. La
puerta se cerró tras él silenciosamente. No se sintió sorprendido ante lo que vio
en la otra habitación, pues ya se la había descrito, pero miró curiosamente las
espesas cortinas azules que cubrían la alcoba alta, amplia. ¡Charlatán! ¡Idiota
fundamentalista! Era una vergüenza para el clero de esta ciudad. El doctor
Pfeiffer fue al sillón y quedó en pie tras él, uniendo nerviosamente las manos a su
espalda.
—Soy el doctor Edwin Pfeiffer —dijo con voz dura pero controlada—.
Probablemente podrá verme por algún agujero dispuesto para ello, o algo así, y
e
s posible que me conozca, y conozca mi iglesia. He venido para tener una
conversación sincera, de hombre a hombre, con usted, un colega del clero, y para
Pedirle que acabe con esta tontería. ¿Sabe lo que está haciendo a los clérigos, sus
colegas? Nos está poniendo en ridículo, nos está avergonzando. No tiene usted
respeto por sí mismo. Ya no estamos en la época medieval, ya sabe, ni en los días
de los pregoneros de la fe y de las guerras santas y del evangelismo. La mayoría
de nosotros no tenemos una opinión demasiado buena del concilio de Trento. Usted
habrá oído hablar del concilio de Trento, ¿no?
Sonrió con despectiva sonrisa. El hombre tras la
cortina no le contestó. De modo que ya le tenía cogi
do, ¿eh?
—Ya no creemos en Sola Escriptura, excepto como parábolas que refieren
cuentos sencillos y, naturalmente, nosotros... nosotros no creemos en las "fuentes
gemelas" de la verdad, la Escritura y la tradición. Ya no. No es que rechacemos la
idea de la Autoridad Divina, no. Creemos más bien que el hombre ha avanzado
tanto intelectualmente que puede desdeñar sus muletas místicas y sostenerse solo
en pie como criatura racional. No estoy negando la divina fuente; eso sería
absurdo. Pero la divina fuente, según estamos todos ahora de acuerdo, excepto
los católicos, está en el hombre, no externa a él en unas avenidas doradas del
cielo presididas por un patriarca. Ahora no miramos a un futuro sobrenatural, sino
al mundo y la perfección del hombre, pues esto es todo lo que podemos conocer y
con seguridad es el objeto más noble de la lucha del hombre.
Su voz se le volvía a él en sonoros ecos desde los muros de mármol, y se sintió
satisfecho con el sonido. Esperaba haber dejado bien clara la cuestión, aunque
dudaba que el idiota tras aquellas cortinas hubiera entendido una sola palabra. Al
menos debería sentirse condenadamente incómodo.
De nuevo se sintió furioso, ofendido y ultrajado por haber ido siquiera a este
lugar a enfrentarse con el clérigo iletrado de aquella habitación.
—¡He oído hablar mucho de usted! ¿Sabe lo que está haciendo? Dirige
equivocadamente al pueblo. Les engaña con promesas falsas de lo que no existe,
ni puede existir, ni jamás existió. Les habla de milagros, y hasta se supone que
usted los ha hecho. ¿Sabe lo que es blasfemia? Si lo sabe, entonces debe
comprender que es blasfemo además de santurrón. La vida en sí es un milagro,
no necesitamos nada más, y nunca hubo nada más. Usted, probablemente, ha
aprendido algo de psiquiatría y comprende la medicina psicosomática hasta cierto
punto. Mediante estas cosas sin duda consigue dirigir al ignorante e ilógico y al
histérico. Eso es inexcusable en estos días. Tiene que poner fin a este engaño, a
esta superstición, a este acudir y animar el fondo más oscuro de la mente
humana.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Se oía hablar con calor, y reflexionó en lo que había dicho con tanta elocuencia.
Entonces se le ocurrió que en alguna parte, en algún tiempo, los hombres habían
dicho esto mismo a... ¿quién? No podía recordarlo. Pero sintió una extraña
angustia en su pecho, una curiosa sensación de que había traicionado... pero ¿a
quién había traicionado y por qué esta extraña sensación de algo familiar, algo
acosador, una especie de recuerdo de algo que había sucedido hacía mucho
tiempo?
"¿No lo recuerdas?", preguntó aquella nueva voz. "¡Tienes que
recordarlo!"
—En una época menos culta —siguió el doctor Pfeiffer, vagamente temeroso de
aquella voz interior y sintiéndose rechazado por ella— los hombres como usted
habrían sido arrojados de la comunidad religiosa. En días menos ilustrados y más
bárbaros, usted habría sido crucifi...
Algo le golpeó en el pecho como un puño gigante y él se apartó
involuntariamente del sillón. Pero no era hombre que dejara que la fantasía y los
temores extraños se apoderaran de él. Tras un momento continuó:
—Usted resulta absurdo en estos tiempos. Me disgusta llamar fraude a un
hombre, pero me temo que Usted lo es. Ahora le pido que deje este lugar y que
permita que lo cierren. Devuélvanos a nosotros a los que no tienen fe, pues ahí es
donde deben estar. Que vengan a nosotros si están necesitados...
"¿Como Susan Goodwin?", preguntó la voz interior.
—No debe animarse al pueblo a tener necesidades atávicas —siguió el
ministro—, pero usted les anima con falsas esperanzas, más allá de la realidad. Ahí
está la locura. Los hombres ya no viven en una era simplicista; ahora somos muy
complejos en el mundo. Pero cuando se induce al hombre a creer simple y
literalmente... las cosas que sólo son simbólicas y sólo se proponían ser
simbólicas, entonces él encuentra la confusión al verse enfrentado con la
realidad, pues ya no ve la realidad claramente, sino distorsionada y confusa. Y,
en su intento de ajustar estos elementos irreconciliables, puede incluso llegar al
fanatismo, y ya no hay lugar para los fanáticos, aparte, naturalmente, el
manicomio. La cristiandad es una religión verdaderamente sana...
"¿Y qué sabes tú de ello?", preguntó la voz interior, que ahora parecía externa
también y llena de poderosa firmeza.
—El evangelio social —dijo el ministro apresurándose en sus palabras para
alejar aquel temor totalmente irracional— no ha reemplazado exactamente a los
evangelios. Sólo los ha hecho más significativos para nuestros tiempos —se sentía
exasperado, tanto por aquello sin nombre que surgía en él como por el hombre
silencioso tras la cortina—. ¿Ha oído hablar alguna vez de Paul Tillich? ¿No?
Entonces le aconsejo que lo lea. Él habla de las trivialidades en las antiguas
interpretaciones. Pero usted no estaría de acuerdo con él, estoy seguro. Y hay
otros como él, a los que yo admiro mucho, que divorciaron la ética del misticismo y
la colocaron firmemente en el marco de referencia de la vida moderna y las
exigencias modernas. La ética secular, la base misma del buen gobierno y de
la buena voluntad y la responsabilidad. No es que yo sea un ministro
secularista, pero yo entiendo que el reino secular y el espiritual son el
mismo, no dividi dos por el sobrenaturalismo. Ya no somos medieva les,
comprenda. ¿O no lo sabe usted?
El hombre tuvo la astucia de no contestar, pues, naturalmente, no le
entendía.
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—Hay una madre que me espera y cuyo hijo va a morir. Ven conmigo y
ayúdame a decirle tu verdad... que no hay muerte, que Tú eres la vida eterna
y que su hijo le será devuelto. Como tú fuiste devuelto a tu madre.
Se puso en pie y sonrió al hombre:
—En verdad, en verdad "Poderosa fortaleza es Nuestro Dios", en la que estamos
seguros y en la que estamos protegidos. Para siempre.
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ALMA TERCERA
EL AFLIGIDO
ALMA TERCERA
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"Entonces perdimos a nuestra única hija, la única que hemos tenido —la voz se
hizo dura y lenta—. Y el mismo día en que iba a casarse. Diecinueve años. La
muchacha más bonita de nuestra comunidad. Eso fue poco después de perder mi
negocio. Pensábamos que al menos tendríamos un poco de alegría con Pat. Pero
supongo que el Dios de Agnes tampoco pudo soportar eso. Ella era todo lo que
teníamos. Una chica preciosa, graduada con honores en la universidad. Iba a
casarse con un joven que era todo lo que yo hubiera podido desear para mi hija.
Tal vez debería hablarle un poco más de Pat, pero supongo que Agnes ya se lo
dijo todo cuando estuvo aquí, hace un par de semanas. Aunque no sé por qué
diablos tuvo que venir.
"Pat no nos dio un disgusto ni nos causó ansiedad o tristeza a lo largo de
sus diecinueve años. Esto ocurrió hace doce años ya... cuando la mataron en
aquel estúpido accidente de automóvil junto con el chico con quien iba a casarse.
A él no le importaba que yo estuviera arruinado y luchando por levantarme de
nuevo. Un chico magnífico. Casi digno de Pat. Ella era como un rayo de sol en la
casa. Nunca vi a nadie más vivo que mi hija. Mi Pat... Cuando salía de una
habitación, ésta parecía más oscura. Cuando se oía su voz. bueno, era como si
alguien te trajera buenas noticias. Disfrutaba con todo y amaba a todo el mundo
Incluso conseguía hacerme reír en aquellos días terribles en que no sabíamos si
podríamos conservar la casa un mes más. No había nada que ella no pudiera
hacer. Pintar, cantar... Quería dedicarse a la enseñanza por algún tiempo, después
de la boda. Tenía muchos planes...
El hombre se detuvo. Hacía doce años. Y parecía ayer, cuando toda aquella luz,
amor, gozo y esperanza se habían borrado en un instante, dejando sólo un
agujero negro en su vida. Recordaba a su hija en el momento en que le enseñara
su traje de novia, fino, blanco, como una nube, y la larga mantilla de encaje que
Agnes había llevado en su propia boda. Recordaba el brillante nimbo de su cabello
en torno al alegre rostro, y el profundo azul de sus ojos, y la blancura de su
esbelto cuello. Él había sentido —aunque nadie lo creía ahora, excepto Agnes— una
repentina y horrible angustia en su corazón al verla vestida así; una espantosa
premonición, como si la hubiera visto con su mortaja. (Realmente la enterraron
con su traje de novia, incluso con el velo y el ramo blanco entre sus manos
inmóviles.) No, nadie lo creyó cuando lo contó más tarde.
—Era el vivo retrato de Agnes, vestida así ante mí, dando la vuelta y
haciéndome una reverencia —dijo al hombre tras la cortina—. Supongo que debió
ver algo en mi rostro, pues corrió hacia mí y me besó y dijo: "Papaíto, nunca me
separaré de ti, nunca." Pero sí me dejó, sí me dejó. Salió al día siguiente y ya
nunca la vimos de nuevo. No me importa lo que el sacerdote trató de decirnos.
Pat ya no existe. Hace doce años. Ahora ya no será más que polvo, nuestra niñita;
huesos y encajes comidos por los gusanos. Algunas veces, pensando en ello, no
puedo soportarlo.
Se llevó las delgadas manos al rostro, apretándoselo. Los había vencido,
pero ahora ya no podía más. Y venían a regocijarse con su dolor.
Los consoladores. No habían sufrido un desastre financiero que les privara del
trabajo de toda su vida, que les amenazara con la vergüenza, la penuria, la
pérdida total. Como si eso no fuera bastante para matar a un hombre. Y luego...
Pat.
—Resulta fácil consolar a un hombre como yo cuando uno puede irse a su
casa a dormir en paz y hablar con sus hijos. Pero, aparte sus palabras de
consuelo... bueno, el viejo Frank estaba siendo castigado por lo que fuera que
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casual? Les había juzgado únicamente por su aspecto. Y ahora comprendía que
todos los hombres son uno, y sufren lo mismo en diversos grados. Y los que
sufrían muy poco... ¿qué sabían de la vida, de la victoria y la exultación, de una
alegría extraordinaria y del vencimiento triunfante? Ellos eran los verdaderamente
pobres.
—He vivido una vida egoísta —dijo al hombre tras la cortina—. He vivido
amargamente, tercamente. Jamás permití que una herida se curara por sí misma.
La mantuve sangrante. Soy un cobarde_____
En una ocasión Agnes le había dicho, después de un cínico estallido por su
parte a propósito de la religión:
—Yo sé que mi Redentor vive.
Él se había reído y le había dado unos golpecitos en la mano, al modo que un
padre acaricia a un niño que afirma apasionadamente su fe en un lindo cuento de
hadas. ¡La fe de las mujeres! Que las pobrecitas la disfrutaran, si con eso
alimentaban sus sueños y fantasías. Ellas no sabían nada de la realidad.
—Yo era el que no sabía nada de la realidad —dijo—. Ahora sé que yo creía
durante todos estos años. Y pensé que... matando a Agnes y suicidándome, me
vengaría al fin de Dios. Arrojaría nuestras vidas a su rostro y le defraudaría.
Todos los hombres nacen con fe; es parte de nuestra naturaleza. Cuando la
rechazamos realmente rechazamos lo que somos. Insistimos con petulancia
infantil, en que no somos hombres, sólo animales. Estamos tratando de provocar
a Dios...
toda su vida pasó ante él, el hambre el frío, la rabia, la lucha, la impotencia, el
ansia, el dolor, la desesperación; ahora la vio como una vida rica, por la que
debía sentirse agradecido y feliz... pues se le había dado la fuerza necesaria para
vencer a la desgracia. Los que jamás conocían la batalla, jamás conocían la
victoria. ¡Qué vida tan vacía!
Que Dios me perdone rogó. Apretó el botón junto a la cortina. Padre
bendígame porque he pecado.
Las cortinas se separaron y vio al hombre que le había escuchado tan
pacientemente. No se sintió sorprendido ni asustado. Sólo se arrodilló y unió sus
manos, y por primera vez en muchos años se santiguó e inclinó la cabeza.
Sí, tú me das el valor para seguir, como siempre lo hiciste dijo
mentalmente a aquel hombre. Nunca me abandonaste. Yo fui el que te
abandonó, en mi resentimiento infantil. Tu me lo perdonaras todo.
“Ahora puedo volver a casa y a Agnes y decirle que lo sé. Puedo darle el
consuelo que jamás le di antes. Ya no estará sola. Va a ser terrible para mi
cuando ella sufra, pero estaré allí para ayudarla a soportarlo. Trataré de tern su
propia fe y su valor. No será fácil. Los hombres no se transforman en un instante.
Pero, con tu ayuda, perseveraré. Incluso podré vivir con cierta serenidad cuando
Agnes se vaya...contigo. Con tu ayuda.
“Pero tu tendrás que decirme una y otra vez que la separación no será para
siempre. Tu me dirás, como mi esposa trató de decirme, que mi Redentor vive.
Cuando salió a la luz del sol otoñal, quedó anonadado. Ni siquiera se había
percatado de que el verano había terminado ya. Vio los árboles brillantes, aquellos
tonos cobrizos bajo el sol, y la vida entró en sus oídos, y los hombres y mujeres de
la calle ya no le parecieron seres sin vida. Eran humanos de nuevo, parte de sí
mismo, y se preguntó con humildad cuántos de ellos serían valientes y ocultarían
la angustia, la derrota y el dolor bajo un aire enérgico y de seguridad, y cuántos
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sabrían que algunos de sus seres amados estaban a punto de morir, o incluso ellos
mismos...
Si podían soportarlo... si un hombre podía seguir viviendo con aquel horrible
conocimiento de sí mismo... entonces él, Francis Stoddard, lo soportaría también.
Y el hombre que le había escuchado... también había sido un extraño en tierra
extraña, con un acento que invitaba al ridículo. Se habían burlado de él, le habían
despreciado. La multitud se había apartado de él. Había conocido la pérdida
total, el dolor y lo que a muchos parecía la última derrota y humillación. Había
conocido todo lo que los hombres han conocido y conocerán en la vida. Y de su
derrota había venido la victoria... de su muerte la vida. Sobre todas las cosas
había sido valiente, y había perdonado.
"Pat no está perdida para mí —pensó Francis Stoddard caminando de nuevo
bajo el sol—. Y ¿quién sabe? Quizás, al morir tan joven, no tuvo que sufrir todo lo
que yo he sufrido, todo lo que su madre ha sufrido. Si es cierto que no alcanzó su
total realización, tampoco fue nunca traicionada, ni experimentó el dolor. ¿Qué me
dijo Agnes en una ocasión? Que esta vida es sólo como la obertura a la verdadera
vida, que su mejor sonido y armonía no son de este mundo. Pero, obertura o no, la
música es muy hermosa, aunque en ocasiones terrible. No, no estoy reconciliado
con la idea. ¿Cómo podría estarlo? Pero al menos no me siento desesperado
ahora. Soy un hombre completo como nunca antes lo fui. Pues en realidad mi
Redentor vive y, porque Él vive, todo lo que yo amo vivirá, y volveré a estar con
ellas y esta vez no habrá separación. Había pensado ir directamente a casa.
Pero subió a su coche y fue en él a la rectoría del sacerdote.
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ALMA CUARTA
EL DESTERRADO
ALMA CUARTA
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perro al que no comprendían pero que deseaban aplacar, o peor aún, deseaban
seducir con un falso afecto? ¿Serían tan condescendientes con uno de los suyos?
¿Violarían la reticencia con los de su clase, como la violaban con él?
"¿No soy un hombre como tú eres un hombre?" ¡Ja! ¿Acaso era pedir
demasiado el desear que los seres humanos le trataran solamente como un
hombre, no con furioso odio y asco, ni con falso "amor"? Cualquiera de las dos
cosas era un insulto a la humanidad de un hombre, pero esto último era lo peor,
lo peor de todo con mucho.
Paul Winsor, Summa cum laude, Harvard, y la Administración de la Escuela
Comercial de Harvard. Hombre de negocios que, a los treinta y ocho años, valía
medio millón de dólares, cada dólar ganado con sudor y sangre. Cinco pequeñas
fábricas que empleaban a cien personas, más en plena temporada. Una linda
esposa, Kathleen, ejecutivo de su compañía. Dos maravillosos hijos, Timothy y
Ailsa. Orgullosos de él, orgullosos de sí mismos. Ellos no sabían cuánto se
despreciaba él en ocasiones, ni que hubiera algo que despreciar en él, excepto lo
que respondía a la actitud de los otros, especialmente los más patrocinadores.
A partir de hoy debía apartarse de ellos y permanecer entre su propia comunidad,
donde al menos era respetado como un hombre de negocios inteligente y
próspero, y no como un "problema", o una "causa nacional".' Estaba en el Consejo
de la Escuela también, y en el Consejo de su Iglesia, y era el encargado de recoger
dinero para las obras de caridad. Y pertenecía asimismo a los Rotarios. (Eso había
desconcertado a algunos de los Rotarios importantes en el almuerzo de hoy. Podía
verles tratando de discurrir furiosamente alguna salida, intentando mostrarse
complacidos. Tan forzadamente lo intentaban que no se les veía complacidos en
absoluto.) Su nombre figuraba en el Quién es Quién de América por su invento de
la máquina que hiciera posible su negocio. El año anterior, la compañía de la que
era presidente había ganado casi dos millones de dólares. Todo un logro para el
hijo de un pobre ministro.
Sólo el único judío del grupo de invitados le había mirado con amarga
comprensión cuando él preguntara "¿No soy un hombre, como tú eres un
hombre?" Sólo el judío no había asentido con ojos solemnes, la boca torcida hacia
abajo y aire de mansedumbre. El judío había sonreído débilmente, y también con
cierto sarcasmo. Paul Winsor se arrepentía ahora de haberse marchado tan
bruscamente después del almuerzo en el hotel; quizás hubiera podido tener una
conversación irónica y confidencial con el judío. Y probablemente, lo mejor de todo,
alguna amarga risa entre miradas de complicidad. También había habido allí otro
que quizá hubiera tenido algo que decir en privado: un viejo sacerdote irlandés
con un acento que cortaba como un cuchillo. Había pronunciado la oración inicial.
Los miembros del Club del Almuerzo eran muy tolerantes. Traían a un clérigo de
distinta fe para cada almuerzo. El sacerdote, un hombre viejo, grande y rudo, con
rostro de luchador y ojos de místico, tampoco se había sentido demasiado
cómodo. Ante la pregunta de Paul había fruncido el ceño, como si la frase fuera
un desafío y el sacerdote creyera que, en aquel caso, no debía haber un desafío en
absoluto. Pero lo había.
Justo antes del almuerzo se había asomado a la ventana y había visto, en medio
de aquel congestionado vecindario, varios acres verdes de césped
maravillosamente cuidado, a la sombra de unos árboles en sus gloriosos colores
otoñales, dorado, castaño, rojo fiero, pálido amarillo. Un parque encantador. Había
distinguido caminos serpenteantes de fina grava, y grutas, y bancos de mármol
repartidos aquí y allá, y una fuente o dos de agua saltarina. En el mismo centro,
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en una pequeña colina se alzaba un magnífico edificio blanco, bajo y alargado, como
un templo griego. Había preguntado a otro individuo qué era aquello. "¡Oh!", había
contestado éste con despectiva indulgencia, "lo llaman santuario. Una especie de
capilla o ermita, construida por un viejo abogado fanático de antes de mi época.
Creo que mi padre le conoció. Yo nunca le he visto de cerca. Es una especie de
vergüenza para la ciudad, aunque se supone que es algo religioso. Resulta
sorprendente que el clero no ponga objeciones. Podría preguntar al sacerdote que
estará en el almuerzo hoy, ¿cómo se llama?... No lo sé. Siempre traemos un clérigo
distinto. Quizás él pueda decírselo".
Paul había interrogado al sacerdote justo antes del almuerzo. El viejo le había
mirado con sus ojos grises, pequeños, pero muy brillantes. Pareció vacilar. Al fin
había dicho: "No es una ermita, ni una capilla. Nuestra ciudad se enorgullece de él.
Hay unas palabras doradas, en arco sobre la entrada. EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
Se alza ahí desde hace muchos años, incluso antes de que yo viniera a esta ciudad.
Creo que hay... un hombre... que escucha a la gente, sus problemas, sus
preocupaciones. A los desarraigados, también a los que tienen miedo. Gentes
que viven fuera de la religión organizada, algunos de ellos. Muchos han venido a mí
después de visitar el santuario." De nuevo había vacilado. "Algunos habían estado a
punto de suicidarse. Él... el que está ahí... les había ayudado. Luego habían acudido
a mí, o a otro clérigo." El sacerdote se alejó.
El hombre que. escucha. ¿Quién escuchaba en estos tiempos, en estos días
ruidosos, satisfechos, prósperos, opulentos, dinámicos? Todo el mundo hablaba
ruidosamente, pero nadie escuchaba a nadie. Paul Winsor se sentía
intrigado. Había seguido mirando hacia el santuario hasta que llegó la hora del
almuerzo. El hombre que escucha. ¿Un clérigo, un doctor, un psiquiatra? Debe
ser un tipo raro en realidad, si puede dejar de hablar el tiempo suficiente para
escuchar a alguien. Porque en estos tiempos nadie escucha a nadie, sino a sí
mismo.
Paul se había olvidado por completo del santuario cuando empezó el
almuerzo. Se había sentado a la derecha del presidente, un hombrecito
delgado, huesudo, con ojos fríos y acuosos, una boca viciosa, modales
impecables, mirada alerta, cabeza gris y voz aguda y penetrante. Un caballero
muy cortés en todos los aspectos. Paul era el orador del mes. Su tema había
sido "Los problemas del hombre de negocios en una economía controlada". El
presidente había dicho:
—Sí, eso es muy importante, teniendo en cuenta la burocracia de
Washington. Pero, y espero que no se sienta ofendida por ello, nos ha
decepcionado un poco su elección del tema, pues habíamos confiado en que
nos daría una charla sobre la intolerancia racial y los derechos civiles. Desde
su punto de vista, naturalmente.
Paul había fruncido el ceño:
—¿Mi punto de vista? Es un punto de vista humano, eso es todo, con un
amplio marco de opiniones diferentes. ¿Por qué mi punto de vista ha de ser
distinto del de los demás?
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—Sí. Allí tengo mi fábrica, y allí vivo con mi familia —sintió que la frente le
ardía y se le ponía tensa—. Empleo tanta gente blanca como de color, por
supuesto. Y nunca he tenido problemas. Hasta hace muy poco.
Había mirado aquellos fríos ojos azules, y los fríos ojos azules le habían
devuelto la mirada, y fue como si unos luchadores se enfrentaran en mortal
combate.
Hasta que los agitadores profesionales trataron, de arruinarlo todo. Gentes que
tienen su propia misión siniestra. _____
El presidente había dicho, con hielo en la voz:
—Yo no la llamaría siniestra. Permítame un consejo: No se meta con eso en su
conferencia. Limítese a su guión —y la sonrisa que acompañó a sus palabras
había sido sencillamente malévola.
Pero Paul, sintiéndose enojado como pocas veces en su vida, no se había
limitado al guión, y había iniciado la conferencia con las palabras de Séneca
dirigiéndose a todos aquellos defensores del amor fraternal: "¿No soy un
hombre, como tú eres un hombre! ¿Por qué me niegas mi manifiesta
humanidad?
Hacía la mitad de su apasionada y furiosa disertación era ya obvio que
sólo el judío, y probablemente el sacerdote, habían absorbido realmente lo que
les había estado diciendo. Los otros, como de costumbre, habían ido
reinterpretando rápidamente sus palabras mientras él hablaba para adecuarlas
a sus propios prejuicios, ideas y convicciones... ¡sus mentirosas, hipócritas y
egoístas convicciones! Sus astutas convicciones. Ni siquiera le habían oído
porque estaban muy ocupados tratando de adaptar sus palabras a su propio y
férreo marco de referencia, para poderlo digerir y aceptar personalmente en
el contexto de sus creencias adquiridas, tan populares en estos días y tan
ensalzadas en los periódicos y revistas más "liberales".
¿Qué le había dicho su padre en una ocasión?:
"No hay nada que resulte tan odioso como ver su hipocresía públicamente
denunciada, o denunciada incluso sólo ante sí mismo. Evita a los hipócritas,
Paul. Te sacarán los ojos y el hígado sino, andas con cuidado"
Algunos hombres, en aquel almuerzo, habían comprendido al fin lo que él quería
decir. Y le habían mirado con odio, el odio del fariseo que intentaba ocultar su
fariseísmo bajo el espejuelo del amor fraternal y la igualdad. Pero los otros que
habían asentido solemnemente..., ¡malditos sean!, no le habían comprendido en
absoluto. Eso aún le resultaba peor que lo de los fariseos.
No había habido solicitud de coloquio. Incluso los idiotas habían comprendido
con cierta inquietud que las respuestas podían ser demoledoras. Por tanto él se
había separado de ellos con una vaga excusa. Probablemente aún estarían
esperando que volviera del lavabo de caballeros.
Pero allí estaba, caminando lentamente por un sendero de grava hacia el
santuario. El hombre que escucha. Otro hipócrita de charla dulzona y vacía, de
dulces palabras de consuelo y vagas respuestas: "Hijo mío, entiendo tu problema y
lo lamento. Pero recuerda. Todos somos uno en Dios."
"Con que sí, ¿eh?", se dijo Paul, odiando ya al hombre que escuchaba. Si eso
es verdad, entonces hay algo que va terriblemente mal. Con seguridad que Dios
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prefería a sus santos —si es que había Dios, después de todo—, a monstruos en
forma humana, sin importar la raza o el color, o la religión. Con seguridad que
Dios, aunque su padre había dicho que Dios no era un aceptador de personas,
sentía un amor es-
pedal por aquellos que le servían con generosidad y esperanza. ¡Con
seguridad que Él no habría mirado a Hitler o a Stalin o a Khrushchev con el
mismo amor con que miraba a los hombres sanos y justos!
¡Sin duda que Dios habría mirado a un hipócrita con odio! Sí, Él les había dicho
con ira y repulsa: "Mentirosos, hipócritas". O al menos su padre se lo había dicho,
cuando les leía la Biblia a sus hijos cada noche.
Paul quedó ahora en pie ante las puertas de bronce del santuario.
—Hola, hipócrita —dijo—. Te conozco, a ti y a toda la especie de clérigos. Me
darás amor instantáneo y comprensión para acabar, como casi todo el mundo,
demostrando odio y animosidad. Me ofrecerás los mismos tópicos antiguos y
repugnantes, la misma vieja jerga liberal. No me mirarás como a hombre, sino sólo
como un problema. Y arrojarás tu aceite aromático sobre mí hasta que...
Abrió de par en par la puerta. Un viejo con un bastón entre las manos era el
único presente en la sala de espera, un viejo con gafas oscuras, hundido en la
tristeza. La hermosa sala de espera resultaba fresca y acogedora, en contraste
con el cálido día otoñal del exterior. Paul se sentó a distancia del viejo, pero éste
le miró a través de sus gafas de sol. Paul se enderezó. Sabía que era un hombre
joven, alto, delgado, de buen aspecto, de rostro erudito aunque fuera de hombre de
negocios. Pero eso no contaba. Nunca contaba. El viejo dijo:
—Espero que él pueda ayudarme. ¿Cree que lo hará? —su vieja voz temblaba.
Paul quedó sorprendido. Esperaba una observación (siempre escuchaba alguna
observación), pero no aquella. Sintió un estallido de gratitud y contestó:
—Espero que sí.
Hizo una pausa. Luego añadió:
—Por eso estoy yo aquí también —quedó sorprendido ante sus propias palabras.
El viejo inclinó la cabeza.
—Todos tenemos nuestros problemas —dijo.
"Una observación carente de toda originalidad", pensó Paul.
—Ahora bien, mi problema —siguió el viejo— es que estoy casi ciego. Voy a
perder incluso la poca vista que me queda, según dicen los médicos. ¿Cómo podré
soportar el quedarme ciego?
"De modo —pensó Paul—, que ésta es la respues-ta. Ni siquiera me ve."
—Puede haber ceguera de la mente, aparte de la del cuerpo. ;Cuál es la
peor?
El viejo le sonrió amablemente.
—Ya comprendo. Puedo verle, ¿sabe? Aún no he perdido la vista del todo. Y creo
que sé por qué está aquí. No importa. No me parece justo interferir en los
problemas de los demás. Eso es lo que hace todo el mundo en estos tiempos. No
hay forma de que le dejen a uno solo.
Paul no era un hombre emocional. Había heredado una serena reticencia de
sus antepasados ingleses, una helada independencia, un cortés distanciamiento.
(Uno de sus antepasados había luchado con George Washington, y fue más tarde
Secretario del Tesoro.) Pero se sintió profundamente conmovido ante las palabras
del viejo. Ésa era la misma raíz del problema. "En estos tiempos no le dejan a uno
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solo." Interferían, hundían sus dedos descarados en las úlceras más sensibles del
espíritu que sufre todo hombre; curioseaban y curioseaban, exigían, con
insistencia grosera, que uno les contara sus pensamientos más secretos. Se
sentían insultados si uno se reservaba las cosas para sí e insistía en su
aislamiento. Todo el mundo debía compartir en estos días. Había que exponer
indecentemente toda intimidad a los ojos más desvergonzados. Había que ser
acogedor y extrovertido. Especialmente si uno era como Paul Winsor.
El viejo seguía hablando:
—Verá, soy un artista. Yo creo, si se puede llamar así, modelos para alfombras
y tapices. ¿No es eso ser artista, en su opinión? Pero he ganado mucho dinero, de
modo que no tengo que preocuparme por verme en la miseria y sometido a
todos esos que tanto se ocupan en amar a todo el mundo, los asistentes sociales.
Lo que me molesta es que ya no podré ver el color del mundo, ni sus formas.
Cada mañana —confesó con hermosa sinceridad— contemplo el amanecer. Una
mañana vi surgir el sol, en invierno, contra un cielo frío y oscuro. Una corona de
fuego escarlata, una auténtica corona, como la de Titán. Era... bueno, era la
corona de Dios sobre la completa oscuridad. Y, por primera vez en mi vida, dije al
verlo: "¡Buenos días, Padre!" No soy un hombre religioso. Sinceramente, soy
agnóstico, siempre lo fui. Pero algo me sucedió entonces, cuando vi aquella corona
escarlata de fuego. Creo que empecé a creer. Me sentí completamente feliz por
primera vez en toda mi larga vida. Y ahora, con toda seguridad, voy a quedar
ciego y ya no veré nada más.
Paul no recordaba la última vez que había sentido
acudir las lágrimas a sus ojos. Se alegró de que quizás
el viejo no las viera. ¿Qué podía decir? ¿Qué era su
problema comparado con éste, un hombre que amaba
el color y las formas y que jamás los vería de nuevo?
¿Qué podía decirle?
—Me avergüenzo de mí mismo -—fue lo único que se le ocurrió.
¡Qué cosa tan ridícula! Pero el viejo asintió gravemente:
—Supongo que todos podríamos decir eso, si fuéramos honestos.
Sonó una campana. El viejo empezó a levantarse.
luego vaciló. Paul acudió a él inmediatamente, le ayudó y le puso el bastón en
la mano.
—Gracias —dijo el otro—. Aunque no me gusta que me ayuden. Y supongo que
nunca me gustará.
—Miró a Paul con ojos agudos—. Ni a usted tampoco. Pero ¿qué importa? Voy a
entrar allí para preguntar a ese hombre cómo podré vivir cuando quede ciego.
¿No cree que un hombre como yo debería elegir la hora de su muerte en vez de
aguardar sin esperanza?
Paul se había hecho la misma pregunta mil veces con amargura y cólera.
—No lo creo —dijo, sin embargo—. Si hay alguna razón en el universo, entonces
tenemos una razón para estar aquí.
"Embustero, hipócrita —se dijo a sí mismo—. Sólo estás echando sobre él el
mismo ungüento que han arrojado sobre ti."
El viejo se rió brevemente y agitó la cabeza. Pero no puso objeciones cuando
Paul le dirigió hacia la puerta de la otra habitación.
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—Buena suerte —dijo a Paul, y sin saber por qué éste se acordó de la irónica
sonrisa del judío en el almuerzo. La puerta se cerró tras el viejo y Paul se sentó de
nuevo. Experimentaba ahora una curiosa agitación, una agitación sin nombre, una
turbación del espíritu con la que no estaba familiarizado. Como hombre controlado,
como caballero, se sintió enojado. Cogió una revista y empezó a leer. Pero todo lo
que conseguía ver impreso en la página eran las palabras del viejo: "En estos
tiempos no le dejan a uno solo." ¡Oh, malditos, malditos]
Tras un rato la campana sonó suavemente y Paul alzó la vista de su
ensimismada contemplación del suelo. Se levantó y fue a la puerta del fondo. Se
detuvo, vacilante, con la mano en el tirador. ¡Qué estupidez todo esto! Se
preguntó qué palabras de consuelo habrían ido a caer sobre la trágica cabeza de
aquel viejo.
¿Habrían sido tan pobres que ya se había ido a su casa a matarse por puro
disgusto, o se hallaría ahora más sereno? Pero, vamos a ver, ¿para qué había
venido el mismo Paul Winsor? Soltó el tirador de la puerta y casi giró en
redondo. La campana sonó de nuevo como una voz, de modo que abrió la puerta y
entró en la habitación.
No había señales del viejo. No había allí más que blancas paredes de mármol,
un sillón también de mármol, blanco, y una alcoba cubierta con cortinas. Muy
teatral. Fue hasta el sillón y quedó en pie tras él, sus manos sobre el respaldo.
Miró la cortina azul.
—Buenas tardes —dijo con su suave acento meridional.
Nadie contestó. Las cortinas no se agitaron. El blanco silencio de los muros y el
techo le rodeaban. ¿Es que el ministro, o el psiquiatra, se había tomado un
descanso para beberse una taza de café, o quizás una copa a fin de recuperarse
de todas las tonterías que habría dicho al viejo? Bueno, era comprensible. Y
humano. Por muy hipócrita que fuera un hombre habla fomentos en que tenía
como una revelación de sí mismo y le dominaba el asco. O traducía el odio hacia
sí mismo en odio hacia los demás. Paul meditó en el incontable número de
hombres que se habían odiado a sí mismos en él.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
¿Había escuchado un susurro o era sólo el murmullo del acondicionador de
aire? Pero inmediatamente sintió que un hombre aguardaba allí, tras la cortina.
Entonces continuó:
—Soy forastero en esta ciudad y, lo siento, pero no voy a decirle mi nombre,
ni en realidad voy a hablarle mucho acerca de mí. A propósito, ¿puede verme?
Nadie le contestó realmente, pero en su interior pareció que sonaba una
voz, una voz varonil, infinita- mente amable y grave, que decía: "Sí, pequeño".
Ridículo. Sólo se trataba de su imaginación. Kathleen le decía constantemente
que tenía demasiada imaginación. Pero Paul, aunque había anticipado una
respuesta afirmativa, a pesar de la pesadez de las cortinas que lo ocultaban
todo, había imaginado de antemano un patrocinador: "Sí, hijo", o lo que era aún
peor: "Sí, muchacho".
Pero nunca "pequeño". Sólo sus padres le habían llamado así en tono cariñoso,
o cuando le reñían, o cuando se impacientaban con él. "Pequeño". Un niño
pequeño es algo universal, que sufría dolor y ultraje. El ultraje. Eso era peor que
el sufrimiento. De cualquier modo siempre era peor que el dolor, una ofensa a lo
que uno realmente era.
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—Mi problema —dijo Paul sintiéndose a la vez estúpido al hablar de aquel modo
formal— no es realmente nada comparado con el de ese viejo, el que acaba de
salir. Espero que pudiera consolarle.
Sintió una afirmación y una ternura. ¡Oh, aquella imaginación suya! Dejó el
respaldo del sillón, pasó ante él y se sentó. Colocó sus manos, hermosamente
formadas, sobre sus rodillas como si estuviera a punto de dirigirse a su cámara
de directores y, mientras tanto, evitara los ojos divertidos de Kathleen.
—Verá —dijo con aire pedante, escuchando sus palabras mesuradas y
creyendo ver la mirada burlona de su esposa—, nadie me trata como hombre
estos días. En tiempos, algunos lo hicieron. Pero ya no. Ahora me miran con
odio, o con su infernal "amor". Yo creo que prefiero el odio. Al menos es
honrado, y en ocasiones puedo vencerlo. Cuando yo era más joven y estaba en
el colegio, mis profesores me trataban como a todos los demás. Si fallaba en
alguna prueba me reñían. Si pasaba otras, y a la cabeza de la clase, me
felicitaban. Estaba en el equipo de la escuela superior en Georgia, en atletismo, y,
si actuaba bien, pues de acuerdo, era bueno. Si actuaba mal, entonces me
maldecían en términos muy claros.
"Ahora todo ha cambiado. Voy al norte, y cualquier estúpida observación que
salga de mis labios —y yo no soy aficionado a las observaciones estúpidas, puede
creerme— es recibida como si fuera la Sagrada Escritura. Pero no es eso lo que
quería decirle.
Se detuvo, miró la cortina, sin advertir la profunda desesperación en sus
ojos.
—¡Soy un hombre! Es cierto que soy hombre de negocios y que tengo éxito.
¡Pero soy hombre por derecho propio! Eso es lo que se me niega en estos tiempos.
No soy sólo un hombre de negocios. Ésa es mi vocación, pero me interesan
además miles de cosas. Soy músico amateur, toco el piano, estudié música entre
otras cosas. Y mi esposa Kathleen tiene una hermosa voz. Ella canta cuando yo
toco. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puedo hacérselo entender?
Apretó las manos con fuerza, aquellos puños impotentes que tan a menudo
apretaba.
—Amo la escultura. Incluso he probado a esculpir en ocasiones. Amo la
arquitectura. Yo mismo diseñé nuestra casa en Georgia, aunque no soy
arquitecto. Amo los clásicos. Amo el arte antiguo y el teatro, especialmente la
tragedia —se detuvo—. Vengo de un pueblo trágico. La tragedia no es intrínseca
en nosotros, ¿sabe? Son los demás los que nos han hecho trágicos.
"No importa. Verá; yo viajo mucho. No se pueden conseguir vendedores
decentes en esta época de riqueza, así que realizo muchos viajes personalmente.
Conozco personas interesantes —hizo una mueca—. Pero ¿cree que puedo hablar
con ellos de música, de literatura, arte, ciencia, teatro, ballet, los sucesos
humanos, la historia? ¡No! ¡Maldita sea, no! Intento hablar con ellos de hombre a
hombre. ¡Pero no me dejan! O me miran con impaciencia, o se sienten
desconcertados.
Todo lo que quieren discutir conmigo es... la raza. Los problemas raciales. Me
niegan mi identidad de hombre, con las esperanzas y el amor a la belleza, y la
preocupación por la humanidad, y la historia del hombre, y mi futuro como hombre.
¿Se da cuenta de cuan terrible es esto¿.. que le nieguen su identidad de hombre?
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Un débil sonido llegó a él, como un suspiro, como una respiración. "Mi
imaginación de nuevo", pensó. Pero en seguida se sintió comprendido. Se removió
inquieto en el sillón.
—Soy un hombre, con la naturaleza humana del hombre. Pero me niegan esa
naturaleza humana, no aquellos que me odian por ignorancia, sino los que simulan,
o creen, que me aman. Pero no me aman como Paul Winsor, un hombre, con sus
propios órganos y sangre, y huesos y espíritu, y esperanza y desesperación. Me
aman como símbolo. ¡Un símbolo de su propio odio, pervertido o invertido!
"Eso es lo que es en verdad: odio. Usted y yo sabemos que hay poca diferencia
entre el odio y el amor, la divisoria es muy delgada. ¡Pero yo no quiero ser odiado
ni amado! No quiero ser el chivo expiatorio de aquellos que James Baldwin llamó
los "bastardos blancos liberales". No quiero ser su lindo sacrificio por el perverso
odio a sí mismos que llevan en sí, y a través del cual desean purificarse. Amontonan
sus perversidades sobre mí, sus mentiras, sus hipocresías, me tocan con sus
manos obscenas como lo harían con los de su propia clase. ¡Manoseándome,
consolándome! No necesito ser consolado. Quiero que se reconozca mi
naturaleza humana, no con amor, sino con objetividad. ¿Es demasiado pedir?
"No", dijo la grave voz en su oído. Se sobresaltó. ''Pero a casi todos los
hombres les parece demasiado en estos horribles días", siguió la voz de su
imaginación.
"¡Señor, mi imaginación!", pensó Paul Winsor. Miró sus hermosas manos, sus
negras manos, las manos de un artista sensible, firmes, fuertes y bien
formadas.
—¿Por qué resulta tan terrible que en estos tiempos la mayoría de los
hombres tengan que simular que aman a otros? —preguntó—. Nunca careció tanto
el mundo de amor como ahora, nunca estuvo tan degradado, tan lleno de odio.
Sin embargo, no se puede ir a ninguna parte sin oír hablar de amor, amor, amor.
Como si viviéramos inmersos en un baño de vapor de
amor. Una miasma. Algo que resulta especialmente sofocante para mi pueblo. Se
están ahogando en él, especialmente en el norte. Pero no es amor realmente,
¿verdad? Es odio. Es el convencimiento de la propia virtud del cruel fariseo.
Volvió la cabeza como si se ahogara, su fuerte y hermosa cabeza de brillante
piel negra, el pelo crespo, la barbilla hendida y los pómulos brillantes.
Y añadió con voz ahogada:
—Pero ¿quién es. mi pueblo? Toda la humanidad es mi pueblo. Yo soy un
hombre. Si otros son hombres, entonces son hombres conmigo. Los que niegan
mi naturaleza humana, que comparto con ellos, me niegan mis derechos como
espíritu, como mente, como hombre con aspiraciones.
Se puso en pie en creciente agitación.
—¡Pero usted no comprende! ¡Usted me niega, como su propia raza, mi
naturaleza humana, mi naturaleza humana como persona, que es algo precioso
para mí! ¿Qué importa si mi piel es más oscura que la suya, o que yo tenga un
remoto antepasado africano? ¿No soy un hombre, no sangro como usted sangra,
no amo como usted ama y sufro como usted sufre? Soy un hombre. Hasta hace
muy poco fui conocido como hombre. Ahora soy sólo un problema, un símbolo
para aquellos que me aman y que tratan de explotarme y relegarme fuera de la
humanidad por sus propios secretos y perversos objetivos. Como hombre blanco,
¿cómo puedo comprenderme a mí, comprender el ultraje de que se me niegue mi
naturaleza humana?
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ALMA QUINTA
SOLO UN MUCHACHO
ALMA QUINTA
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todas formas, la vida de Tom siempre había sido demasiado seria. Confiaba en
haberle dado con su presencia toda la alegría, toda la risa y gozo que él merecía.
Pero ahora...
En su dolor alzó involuntariamente la cabeza y vio que Johnnie Martin la
observaba con patente disgusto. No se sintió turbada. Sólo pudo compararle con
Tom, que debía ser más joven. Este hombre tendría por lo menos treinta años, si
no más. Pero se vestía y 'actuaba como un crío, un crío sonriente, tontorrón,
indigno. Era un género que ahora abundaba mucho, y ella siempre los comparaba
con Tom. Otoñales aniñados, perpetuos adolescentes, hombres que se negaban a
madurar. ¿Es que no se daba él cuenta de la edad que tenía. Sea quien fuera
Sally, supondría para ella todo un triunfo el librarse de aquel marido. Esperaba
que el hombre que escuchaba allí dentro aconsejara a aquel idiota, que, más
que ir corriera a toda prisa al tribunal de divorcio más próximo por el bien de Sally.
"¡Uf!", pensó, "¿cómo pudo la pobrecilla llegar a casarse con él?"
Johnnie Martin no podía creer lo que veía: ¡los ojos de aquella vieja vaca le
miraban con franco desdén y disgusto! Sus labios estaban entreabiertos y él pudo
ver ahora cuan pequeños y blancos eran sus dientes. Detestaba los dientes
pequeños; en una mujer le gustaban los dientes grandes, húmedos, brillantes.
"Dientes de caballo", había dicho Sally en una ocasión. También ella tenía los
dientes muy blancos y pequeños, como ésta. Se preguntó por qué no lo había
observado antes de casarse con Sally. Tal detalle debía haberle desilusionado desde
el mismo principio. Nada había en Sally de lo que a él le gustaba. No era alta, ni
delgada, ni fascinadora, ni sexy, ni siquiera bonita. Su cabello era sólo castaño, y
sus ojos también. Tenía un rostro sobrio y redondo, con un pequeño hoyuelo en la
mejilla izquierda, y la nariz chata. Había sido muy buena amiga de la madre de
Johnnie, y él estaba convencido de que había sido su madre la que consiguiera
arreglar aquel desastroso matrimonio... su madre, ahora muerta.
—Sally es una chica tan maravillosa —le había dicho en su lecho de muerte—.
Será lo más conveniente para los niños; para ellos será la madre que nunca han
tenido.
Echándole así en cara sus dos matrimonios anteriores, ¡como si hubieran sido
culpa suya! Él sólo era un chiquillo, y ellas le habían forzado prácticamente a
casarse. Sólo un adolescente cuando se casó por primera vez, apenas veinticuatro
años, apenas recién salido de la cuna, y el segundo matrimonio a los veintiocho,
todavía un jovencito, aún no mozalbete, ¿no es eso lo que ahora llamaban los
jueces a los chicos de su edad? Mozalbetes. Algunos de ellos solicitaban Tribunales
de Menores para que se ocuparan de los chicos y chicas hasta la edad de treinta y
un años; comprendían que, después de todo, eran sólo chiquillos. Papá lo había
comprendido muy bien; su padre, tan bajito. Aun cuando su hijo le había
sobrepasado ya en muchos centímetros y estaba ya en segundo año de
universidad, se ponía muy tieso y alzando el rostro para mirar a su hijo a la cara y
le decía riñendo a su esposa; "Es sólo un crío, Ana, sólo un crío. ¿Qué otra cosa
puedes llamarle? Sí, ¿qué otra cosa? Pero su madre había sido como Sally. ¡Vaya
pareja!"
Cuando se librara de Sally y pusiera las manos en todo aquel dinero,
entonces se compensaría realmente del tiempo perdido. Dos años en Hawai. Un
año. en Roma. Quizás una temporada p dos en el sur de Francia y un invierno en
París- Sonrió, y su corazón saltó con la dicha de la anticipación. Lo único que se
interponía entre él y los placeres necesarios a su juventud era Sally, y ella le había
prometido el divorcio si él iba a aquella casa de locos y hablaba con el hombre que
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El sol de agosto entraba a raudales por las altas vidrieras del fondo y los lados.
Todas las puertas estaban abiertas de par en par, pero el aire era sofocante allí y
olía a incienso, a piedra y a cera. El padre Houlihan se volvió, alzó y extendió las
manos. Sus vestiduras blancas y magníficas colgaban sobre su delgado cuerpo.
—Dominus vobiscum —gritó.
—Et cum spiritu tuo —respondió debidamente el pueblo.
Algunos niños lloraban por el sofocante calor. Johnnie cerró los ojos. Odiaba las
duras y agudas voces de los niños, especialmente las voces de los suyos. De pronto
oyó un gozoso gorgoteo infantil, una risita. Volvió la cabeza hacia la izquierda.
Ocupaba el último asiento. El pasillo estaba abarrotado de gente. Junto a él, tan
cerca que casi podía tocarle, había un jovencito esbelto, de apenas más de veinte
años, vestido con ropas bastante pobres y con pesadas botas de trabajador.
Llevaba una camisa blanca muy almidonada y una corbata de color azul oscuro.
No era muy alto, y sus ropas, mal cortadas, le sentaban como si hubieran sido
confeccionadas para alguien mucho mayor. Tenía el pelo rubio, muy abundante, y
un perfil infantil. Parecía un monaguillo. Tenía en brazos a un niñito de menos de
dos años, un chiquillo sonrosado de alegres ojos azules. Era el niño que había
soltado aquella risita feliz e inocente. Ahora le tiraba de la oreja a su padre y de
pronto exclamó gozoso: "¡Papá! ¡Papá!", y besó al joven que lo tenía en brazos.
Éste enrojeció un poco, trató de erguirse, luego miró el rostro de su hijito y
sus ojos se suavizaron, brillando de orgullo y amor. Johnnie se sintió atraído por
aquel orillo, que daba a un perfil vulgar cierta luz santa, tierna. Aquel muchacho
ordinario, poco distinguido, parecía envuelto en un airé de exultación. Johnnie
jamás había sido piadoso o reverente, ni siquiera de niño, los santos le habían
aburrido, nunca había admirado las imágenes, ni se había unido fervorosamente a
las plegarias. Su imaginación jamás había sido extraordinaria. Sin embargo, al
mirar a aquel joven trabajador, con sus ropas limpias y vulgares y su hijo en
brazos, había pensado atónito: "¿Por qué todos los cuadros y estatuas que he visto
sólo muestran mujeres con niños en los brazos? ¿Por qué no un padre joven, como
éste, con su hijito? Pues... ¡hay algo heroico en todo esto, algo bueno, noble, algo
básicamente hermoso! Algo conmovedor, algo insoportable".
Se sintió conmovido por el mismo hecho de sentirse conmovido. Cuando las
lágrimas acudieron a sus ojos sé dijo que realmente era muy bueno, ya que tan
fácilmente se sentía conmovido por la belleza. Sin embargo, a pesar de ello, a
despecho de su orgullo, pudo sentirse honestamente emocionado y un poco triste
y humilde. Se había olvidado de aquel joven trabajador y de su hijito en cuanto el
sacerdote anunciara el fin de la misa, y no había vuelto a pensar en él desde
entonces. Hasta aquel momento, en aquella habitación blanca y fresca, ante las
cortinas azules.
Como si otra vez lo tuviera ante sus ojos, creyó ver a aquel padre con su niño
y de nuevo se sintió profundamente conmovido, y volvió a experimentar aquella
tristeza sin nombre, aquella tristeza mezclada con compasión y con un anhelo
inexplicable. "¡Qué demonios!", se dijo frotándose la mejilla. "Supongo que será
porque resulta algo penoso ver a un jovencito así, casado ya, y con un hijo suyo.
Cuando sólo es un muchacho. Apenas un niño. Pobre infeliz, atado ya a alguna
mujer que le había cargado con un hijo cuando apenas tendría veinte años.
Trabajaba mucho, eso se veía claro por sus manos ya muy gastadas. Sin
embargo, aún tenía toda la brillante inocencia de un niño. Y ¿por qué no? Si no se
hubiera dejado arrastrar al matrimonio por una mujer, si sus padres hubieran
tenido dinero, ahora estaría haciendo sus estudios para graduarse en alguna
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universidad, divirtiéndose y jugando con las chicas y haciendo deporte por todo el
país. Pobre chico. Sólo un chiquillo.
"¿Lo es?"
Johnnie alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué?— tartamudeó—. ¿Qué dice? ¡Pues claro que era un chiquillo I Debería
haber una ley...
Se detuvo en seco. ¿Había oído realmente una voz llena de firmeza, de profunda
serenidad? No. Todo era cosa de su imaginación. El hombre tras la cortina no
podía haber oído sus pensamientos, y él no había pensado en voz alta. Era todo
cuestión de imaginación. Sally decía que él carecía de imaginación, ¡pero no era
más que una embustera! Lo acababa de demostrar ahora, no sólo contemplando
de nuevo tan vividamente a aquel chico con los ojos de su mente sino sufriendo la
extraña alucinación de que el hombre había contestado a sus pensamientos.
—Le hablaba de mis tres hijos —dijo ahora al hombre—. Una vergüenza. Es
ridículo. A veces, ni yo mismo puedo creerlo. No quiero creerlo. Después de todo
soy muy joven y no hay derecho a estropear así mi juventud. Uno no puede vivir
la vida dos veces, y la juventud es todo lo que uno tiene. Sólo tengo treinta... —se
detuvo. Cerró los ojos ante la terrible palabra.
Tenía más de treinta y dos, pero no hallaba vergonzoso insistir en que era
más joven. Se sentía como un chiquillo, como un hombre muy joven. Y lo mismo se
sentía todo el mundo a su edad, y tenían razón. La adolescencia continuaba en
estos días hasta los treinta y cinco por lo menos. Incluso los doctores lo insinuaban
y, fundamentalmente, ellos deberían saberlo. Un hombre no era ni siquiera
maduro ahora hasta que se acercaba a los cincuenta. Y los cuarenta estaban aún
muy lejos de Johnnie Martin, a siglos de distancia.
—Sally, mi esposa, dice que todo es realmente culpa de mi padre. Eso es otra
mentira. ¡Oh!, el viejo no era muy inteligente, excepto en lo que se refería al
dinero, pero él sí que comprendía que la infancia y la juventud son las partes más
importantes de la vida. Él no las había disfrutado realmente. Tenía veintitrés años
cuando se casó con mi madre, y ella diecisiete.
"¿Sólo unos niños...?"
—Era diferente en aquellos tiempos —dijo Johnnie en voz alta y enfática—. La
gente nacía ya vieja y responsable. Mi misma madre lo decía. Aún no había
cumplido dieciocho años cuando nací yo. Papá tenía una ferretería; había sido
suya desde los dieciocho años. Cuando yo tenía como un año, mi padre inventó no
sé qué tipo de herramienta y cuando empezó la guerra —la segunda quiero decir,
¿eh?— vendió la patente a alguna compañía que fabricaba material de guerra, y
de la noche a la mañana se vio rico con los derechos de inventor. Y los derechos no
cuentan como ingresos del trabajo a efectos de impuestos; son como ganancia de
capital. Así que papá lo consiguió rápido y de una vez.
"Ahorró la mitad y se gastó la otra mitad. Desde el principio, antes de que las
cosas se pusieran tan caras, lo tuvimos todo: una casa maravillosa, criados,
coches, todo. Yo fui al parvulario más caro de todos. Papá llenó mi habitación de
juguetes maravillosos. Tuve todo lo que quise. Sólo tenía que chillar un poco y ahí
estaba, y lo más aprisa que pudieran traérmelo. Decía a mamá: "Tú y yo lo
pasamos muy mal, pero el pequeño va a tener todo lo que quiera, todo, para
compensar por lo que nosotros no tuvimos". ¡Y vaya si lo tuve.
Frunció el ceño amargamente, mirando la cortina.
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demasiado. La mayoría de los chicos eran críos como yo que tenían padres como
el mío. Que se ocupaban de todo. Teníamos buenos coches, apartamentos
encantadores fuera del campus, todas las chicas que queríamos, ropas
estupendas y todo el dinero que podíamos gastar.
Johnnie suspiró recordando aquellos gloriosos años de vida fácil.
—La graduación supuso un shock para mí. Mamá no vino a los ejercicios. Dijo
más tarde que mi diploma no significaba nada. "No hay verdad en él", dijo. ¿No es
una observación estúpida? Yo lo conseguí, ¿no? ¿Qué importaba que aquella
universidad no fuera oficial? Un diploma es un diploma, ¿no? Papá pensó que era
maravilloso. Me compró un coche extranjero estupendo para celebrarlo. Yo tenía
veintitrés años entonces, sólo un crío.
Sonrió ampliamente.
—Papá me hizo otro regalo: un viaje alrededor del mundo. Todo un año. No
me perdí nada —dejó de sonreír—. Dos años después de mi regreso murió papá.
Se inclinó ansiosamente hacia la cortina.
—¿Comprende lo que quería decirle? Papá se había estado ganando la vida
desde que era sólo un niño de unos quince años. No es de extrañar que su
corazón estuviera agotado. Murió de un ataque al corazón, ¿sabe? Bueno, ya era
viejo: tenía cuarenta y nueve años.
Un dedo frío como el hielo pareció posarse en la base de su cuello y tembló.
—Demasiada refrigeración —murmuró.
Cuarenta y nueve. Su padre sólo había tenido cuarenta y nueve años al morir y
cuarenta y nueve, en estos tiempos, sólo estaba a... Su madre tenía cuarenta y
dos a la muerte de su marido, sólo diez años más vieja de lo que él era ahora. El
dedo frío pareció oprimirle más el cuello. ¡Y ella había sido una vieja! Cuando él
tuviera cuarenta y dos años (le faltaban siglos) aún sería más joven, casi un
adolescente.
"¿De verdad?"
Alzó su voz para no oír tan horrible pregunta.
—Creo que mamá perdió realmente la razón cuando murió papá. ¡Me acusó de
haberle causado la muerte! Dijo que yo nunca había conseguido realmente engañar
a mi padre. "Él había comprendido", dijo. Y, ¿qué había hecho yo? Nada, sino lo
que papá había querido que hiciera: disfrutar de mi infancia. ¿Es eso un crimen?
No. ¿No es ése acaso el papel de la infancia? Realmente, pensando y recordando
ahora, creo que mi madre estuvo mentalmente enferma toda su vida, con
aquella peculiar y distorsionada visión de la realidad. Lo demostró más tarde. Y
lo que me sucedió después fue culpa suya, no mía. Me refiero a mi primer
matrimonio. Verá, papá me había dejado la mitad de su fortuna, y la otra mitad a
mamá. Eso fue una grave equivocación, considerando el estado de su mente, y
sus ideas extremadamente conservadoras que ella trató de obligarme a
compartir. Aunque yo todavía era sólo un crío cuando papá murió, debía haber
conocido mejor sus síntomas. Debía haber insistido en que se sometiera a
tratamiento. En una ocasión se lo mencioné. ¡Y ella llegó a cruzarme la cara de
una bofetada!
"Entonces, en aquel mismo momento, yo debí consultar con los abogados de
mi padre a fin de que le obligaran a someterse a tratamiento psiquiátrico. La
menopausia y todo eso, ¿sabe? Francamente, había perdido la cabeza.
Constantemente me gritaba, diciéndome que el pobre papá había sido un loco por
dejarme la mitad de su dinero para que dispusiera a mi antojo. No podía
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se había propuesto. ¡Oh, sí!, me dio dinero para mis ropas. Yo le dije que me
dejara ir, que me diera algo de dinero y que más tarde, al cabo de unos años, me
establecería para siempre. Pero ella era como un muro de piedra, sumida en su
enfermedad mental. Me fui a los abogados y hablé de recluirla y de que me dieran
poderes para manejar sus asuntos, pero ellos se me rieron en la cara! Así que
estaba harto. No es justo. La vida nunca fue justa conmigo.
"Ni conmigo."
—¡Eh! Ahora sí que le oí, ¿no? —se sentía muy excitado—. ¿Comprende
entonces que esté harto?
"Sí. El mundo está harto de ti también."
—¡Espere un momento, espere un momento! —dijo Johnnie, herido e
indignado—. ¡Si ni siquiera me conoce!
Pero el hombre guardaba silencio.
"Lo oí, ¿no?", se preguntó Johnnie. ¿O es sólo cosa de este lugar
condenadamente silencioso, sin nada a que mirar, ni nada que oír más que tu
propia voz y tus propios pensamientos? Encerrado conmigo mismo... Me está
dando claustrofobia. Me está haciendo ver y oír cosas..." El corazón empezó a
latirle violentamente, como si estuviera a punto de presenciar una terrible
revelación que no podía soportar ni imaginar siquiera. A fin de retrasarla, pues
tanto temor sentía, siguió hablando a toda prisa.
—Mamá tenía una amiga; la había conocido toda la vida. Y esa amiga tenía
una hija, Sally, mayor que yo. Bueno, un año mayor, pero treinta y cuatro años
es mucho para una mujer. Cuando esa amiga murió, mamá invitó a Sally a que
fuera a vivir con ella y le ayudara con los niños... mis hijos. ¡Santo cielo!,
estábamos abarrotados en aquella casita, ¡la pequeña casa que mamá comprara
después de morir papá! Vendió nuestra antigua y maravillosa casa. Demasiado
cara, decía. ¡Ja! Mamá empezó a decaer de modo alarmante poco después que
Sally se viniera con nosotros. Me llamó a su dormitorio una noche y me dijo que se
moría. Le sugerí llevarla a un sanatorio para enfermos mentales; si conseguía
meterla allí, lo habría arreglado todo. Tendría poderes y podría coger al fin
todo aquel dinero que era realmente mío. Pero ella me sonrió de modo
desagradable, enfermizo en verdad. Y me dijo que me iba a dejar exactamente
veinte mil dólares, y el resto a Sally.
Esperaba un sonido de incredulidad del hombre tras la cortina. Pero sólo le
respondió la serena y fresca quietud del muro y el suelo de mármol.
—Acudí entonces a otros abogados y les conté toda la historia y ellos dijeron
que podía impugnar el testamento si quería, pero que los abogados de Sally
lucharían conmigo y tendrían muy buenos argumentos a su favor. Después de
todo, dijeron, yo había derrochado el dinero que papá me dejara, y podrían
presentar eso en mi contra. ¡Diablos! También dijeron que yo no contribuía en
nada al sostén de mis... de los críos. Todo eso ocurrió después que mamá
muriera, ¿sabe? Murió un mes después de haberme dicho aquello tan insultante, lo
que había hecho con su testamento. Los críos tenían el fondo de mi padre, y yo
nada más que aquel asqueroso legado. No me duró ni un año.
Se pasó las manos patéticamente por el pelo, cerrando los ojos.
—Antes de morirse, mamá me sugirió que me casara con Sally, esa vieja vaca.
No podía soportarla. Bueno, esto no es del todo cierto, al principio era atractiva, al
estilo serio, con lo que yo creí que era un gran sentido del humor. Parecía un ser
humano bastante cálido y acogedor... antes de que me casara con ella. Dulce y
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amable también. Cariñosa. Buena con los niños. Evitaba que me estorbaran y
que me los tropezara a todas horas. Pero a veces —antes y después que nos
casáramos— intentaba acercarlos a mí, como si a mi edad yo pudiera sentir un
afecto paternal.
De nuevo, como una candente visión, contempló a aquel padre joven con su
hijo en brazos, y se removió inquieto.
—¡Oh, son bastante atractivos, el chico especialmente! Todos se parecen a mí. A
veces juego con ellos, cuando no están chillando o pidiendo algo. Pero que me
cuelguen si voy a actuar como un padre con ellos, a mi edad. Ya sabe lo que es
eso. Casado demasiado joven, demasiada responsabilidad antes de ser un adulto.
Sally insiste en decirme que el chico ha hecho ya su primera comunión, y que yo
tengo ciertos deberes con él. Ella, como mamá, quiere que busque un empleo o
que vuelva a la universidad y aprenda algo. Bueno, ella tiene el dinero y yo no.
Pero no voy a dejarle que eche a perder mi juventud, como lo intentó mi madre.
Ahora le subieron a los ojos lágrimas de cólera y desesperación. Sacó un
espléndido pañuelo de magnífico hilo y se sonó. Y dijo con voz ahogada y vengativa:
—He hecho un infierno de la vida de Sally. Ahora llevamos tres años casados.
Estaba decidido a que ella pagara por lo que me había hecho, utilizando indebida
influencia sobre mi madre y robándome mi propio dinero. Durante los últimos
meses no le he hablado apenas, y me niego a hacer cualquier cosa por los niños,
sólo para enojarla. Me mantengo alejado de aquella asquerosa casa todo lo que
puedo... que no es mucho. No tengo dinero, aparte de cien al mes que Sally me
da para dinero de bolsillo. ¿Es justo eso? ¿Con mi propio dinero?
Se sonó de nuevo.
—De todas formas, esto es todo. Hace unas noches Sally me dijo: "Eres
desgraciado porque te niegas a crecer, y casi eres un hombre maduro." ¡Un
hombre maduro yo! Entonces siguió: "Y me estás haciendo horriblemente
desgraciada también. Me casé contigo porque te amaba, a ti y a tus hijos, y no
porque tu madre lo quisiera así. Pensé que podía hacer que te enfrentaras con la
vida antes de que fuera demasiado tarde para ti. Pensé que podía convertirte
en el padre adecuado para tus hijos, que te necesitan. Después de todo, de
haberlo querido, yo podía haberme limitado a heredar el dinero de tu madre y
marcharme después, dejándote con tus hijos para que te ocuparas de ellos como
quisieras. Como su guardián te habrían concedido una pensión de los fondos del
depósito para mantenerlos hasta que llegaran a la edad de veintiún años y
heredaran su propio dinero. Quizá debiera haberlo hecho así. En cierto modo no
ha sido justo para ti el que yo asumiera la responsabilidad de tus hijos, sin exigir
que tú fueras responsable también. Naturalmente no hubieras recibido ni un
penique en cuanto tus hijos heredaran. Creo —dijo— que si he soportado esto tanto
tiempo fue movida por un sentimiento de responsabilidad hacia ti."
—¿Ha oído alguna sarta mayor de estupideces? Yo le dije: "Dame al menos la
mitad de mi dinero y quedaré satisfecho. ¿Qué te parece?" Lo meditó
cuidadosamente. Luego dijo: "Sí. Pero sólo si vas a ese santuario y hablas de ello
con el hombre que escucha allí. Yo lo hice una vez, cuando mi madre murió. Pensé
que no podría soportarlo. ¡Habíamos estado tan unidas! Pero él me hizo
comprender. Bien, haré lo que quieras, incluso dejaré que te divorcies de mí, si
hablas con él."
—Y por eso estoy aquí —acabó Johnnie Martin. De modo que ya he hablado con
usted. Ahora puedo volver a Sally y describírselo todo, y entonces seré libre otra
vez.
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Yo sólo tenía treinta y tres años cuando completé mi obra, parecía decirle
aquel hombre. Sólo en años tenía tu propia edad. Yo no era un niño, ni un joven,
ni siquiera en mi carne humana. Yo no había sido niño desde que cumpliera los
doce años, aunque estuve sujeto a mi familia como tú no lo estuviste jamás. Yo
era un hombre, y tú jamás has sido un hombre.
—Que Dios me ayude —murmuró Johnnie—. No fue sólo mi culpa. Fue la de mi
padre también. No es que le juzgue, no es que le condene. Sólo estoy diciendo la
verdad, como jamás la dije antes. Él estaba equivocado. Él debía haberme
ayudado a ser un hombre y no haberme animado a ser un crío eterno. Pero mi
padre no estaba más equivocado que muchos otros millones de padres en este
país. Están haciendo niños eternos de sus hijos. Les están negando la virilidad y
sus responsabilidades como hombres...
Miró suplicante al hombre, pero los ojos firmes
no parecieron suavizarse ni mostrar simpatía.\
—De acuerdo —dijo Johnnie con una humildad totalmente desconocida antes
en él—. No voy a seguir mintiendo. Creo que yo lo supe siempre, y que fue
culpa mía, aún más que de mi padre. ¡Yo lo quería así! Yo quería ser un
muchacho toda la vida, y divertirme. Sí, creo que lo sabía. Los sacerdotes
intentaron decírmelo, y mi madre, y Sally. Pero... yo tenía miedo. Tenía miedo —
repitió, maravillándose ante el asco que sentía de sí mismo—, tenía miedo de
ser un hombre.
Se contempló tal cual era: grande, maduro, un poco demasiado pesado,
asquerosamente juvenil, peinadito como un bebé de dos años, manicurado,
bañado, sano... e inútil. Un mozalbete de mediana edad, estúpido, de pies
grandes, siempre joven y sonriendo, negando su madurez, negando que llevara
dieciocho años de ser adulto. Pensando en sí mismo como en un adolescente.
¿Quién había inventado aquel término realmente cruel y repulsivo? Después de
la pubertad, un niño ya es un hombre, con todo el poder corporal de un hombre
y con la madurez de un hombre. Después de la Confirmación él había sido
responsable de sus propios pecados y su propia vida... ¿No le habían dicho eso
los sacerdotes? Él sólo era responsable. Y había rehusado la patente
responsabilidad. ¿Por qué? Porque había tenido miedo de ser un hombre. Su
padre debía haber adivinado su terror y, en su amor, había tratado de calmarle y
tranquilizarle. Él se equivocaba, dijo John Martin. Era su deber de padre el
conducirme a la virilidad, el haberme liberado. No fue amable conmigo en
absoluto. Él y yo... entre los dos hicimos lo que soy ahora.
Pero él murió al ver lo que yo era realmente. Sí, ahora lo sé. Lo mismo que mi
madre.
Pensó en sus propios hijos, en el chico, Michael, con su rostro joven y firme,
las pequeñas gemelas, alegres, de ojos azules, siempre de buen humor. Nunca las
había visto antes como las veía ahora, a plena luz de la horrible revelación de sí
mismo. ¡Eran unos chicos estupendos! Necesitaban un padre, no la clase de padre
que él había tenido, sino un hombre que les guiara, enseñara y dirigiera, no que
jugara con ellos como otro crío más, como hiciera él mismo, y con juguetes que
tan pronto le aburrieron. Podía recordar ahora cierta reserva, cierta fría
especulación en los ojos de su hijo. ¿Qué habría llegado a pensar su hijo de él?
John Martin cerró los ojos. Bien lo sé, pensó. Me considera un imbécil, grandote y
estúpido, y eso es lo que soy. Eso es todo lo que soy. ¡Que cosa tan terrible, que
un chico piense así de su padre!
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ALMA SEXTA
EL JUBILADO
ALMA SEXTA
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halló agotadora la constante presencia de su marido. Éste no era del tipo de los
que se disponen a envejecer ante el televisor, ni de la clase de los que se
encierran en "actividades de la comunidad", ni se dedican a remendar y hacer
chapuzas por la casa. No tenía un hobby, ni siquiera jugaba al golf. Nunca le había
interesado el alcohol en exceso, pero ahora bebía demasiada cerveza y bostezaba.
Durante sus días activos y ocupados en la oficina, y las reuniones sociales por la
noche, nunca había sido un gran lector. Había declarado en ocasiones: "Cuando me
retire, leeré todos los buenos libros que me he perdido". Pero era esencialmente
un hombre volcado al exterior, y leer constantemente, durante semanas, le había
cansado. Su educación no había pasado de la escuela superior y muchas de las
alusiones de los mejores libros le resultaban desconcertantes, totalmente
desconocidas para él. Empezó a rebuscar en la biblioteca pública. Pero su cuerpo
muscular se rebelaba ante tanta quietud e inactividad. Además, las obras
clásicas le resultaban desfasadas para la vida moderna. Se trataba de libros
escritos para gentes contemplativas, y Bernard no era contemplativo en absoluto.
Escritos para aquellos que disponían de largas horas de crepúsculo... y Bernard
odiaba los crepúsculos profundamente. Habían sido escritos para aquellos que
serenamente aceptaban la vida, y la vivían serenamente. Pero Bernard no estaba
entrenado en una actitud fatalista, ni era básicamente sereno. No, no le había
gustado su cargo de ayudante del director de personal de su compañía; pero
tampoco le había disgustado. Era un modo de ganarse el pan. Durante la mayor
parte de su vida había considerado eso suficiente; él sólo era un tipo corriente.
Ahora que estaba jubilado no podía protestar de que echara de menos a la vieja
pandilla de la oficina. No los echaba de menos en absoluto. No había vuelto allí ni
una vez de visita.
Económicamente podía vivir bien. Él y Kitty siempre habían ahorrado una suma
fija de sus ingresos, y además le pagaron tres anualidades completas en sus
sesenta y cinco cumpleaños. También tenía su cheque de la Seguridad Social, y su
pensión, que llegaba al cincuenta por ciento de su sueldo. A veces, él y Kitty
hablaban vagamente de tener "una casa en el campo, o en los suburbios, donde
podamos trabajar un poco en el jardín y cultivar rosas de concurso o algo así".
Pero tanto él como Kitty eran gente de ciudad, y ella tenía allí todas sus amigas, y
él también. Además, la misma idea del traslado, del desorden, de las decisiones
que tomar con respecto a los muebles viejos, y la compra de los nuevos, les repelía
a los dos. Eran dueños del agradable apartamento donde vivían y que habían
ocupado durante veinticinco años. Conocían todos sus rincones y puertas. Se
sentían nostálgicos sólo con pensar en dejarlo por un lugar extraño y nuevo en
los suburbios.
Lo que ocurría es que el apartamento se había convertido últimamente para
Bernard menos en un hogar que en una prisión cómoda y abrigada. Mientras
Kitty estaba fuera almorzando con sus amigas él se sentaba en el living e
intentaba leer, pero se sentía consciente de todo el silencio en torno, de la falta de
movimiento, del vacío. Entonces salía de casa y caminaba nerviosamente, mirando
los escaparates, visitando el zoológico en los días de buen tiempo, paseando por la
biblioteca pública, comprando comida, metiéndose en un cine...
Por primera vez empezó a pensar en los años que le esperaban. ¿Cuánto
viviría? Luego se interpuso otro pensamiento: "No mucho. Uno de estos días voy a
morir, tal vez en un par de años, quizá diez, quizá quince. Y ¿siempre va a ser así,
sin más que quedarme sentado, y esperando morir? ¿Qué se ha hecho de mi vida?
Y ¿qué haré con el resto?"
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—¿Por qué no vas a ver si puedes hacer algo útil en el Centro de Jubilados? —
le dijo Kitty hacía una semana.
Había sabido infundir entusiasmo en su voz, y Bernard lo había captado en
seguida. Ya estaba poniendo nerviosa a su mujer, y no la culpaba por ello. También
él se estaba poniendo nervioso. Su cuerpo fuerte y aún joven parecía querer
estallar las costuras. Nunca se había sentido demasiado consciente de sus
pensamientos en todos los años de trabajo. Sin embargo, ahora, en estos días,
dominaban su mente toda clase de inquietas y turbadoras preguntas. Para dar
gusto a Kitty había ido al Centro de Jubilados aquella mañana, y se había quedado
a pasar el día. ¡Qué equivocación más terrible! Bernard no era un hombre de
emociones violentas, pero hoy, contemplando y hablando con hombres y mujeres
de su propia edad en el Centro, o mayores aún, había sentido el primer regusto de
una desesperación activa y poderosa. Lo que fuera simplemente una vaga
inquietud mental durante los pasados meses se había transformado en pánico y
terror. No es que la vista de los ancianos le asustara, sino la complaciente
aceptación de su inutilidad, y la vacía espera de la muerte que parecía
esconderse en las sombras de las muchas habitaciones cómodas del Centro.
Algunos, sentados en mecedoras, charlaban en grupo ante una linda chimenea con
las manos cruzadas en el regazo. Hablaban de sus hijos y nietos, y de los viajes
que hicieran el verano pasado. No hablaban de futuro para ellos mismos;
plácidamente aceptaban ya el hecho de que no tenían futuro. Algunos peroraban
de modo interminable sobre los cargos importantes que habían tenido en el
pasado, y lo mucho que sus superiores lamentaran su retiro. Otros se dedicaban
ahora a pequeños trabajos de artesanía, creando objetos mediocres y torpes que
nadie compraría jamás, ni apreciaría, ni utilizaría. Otros, en fin, jugaban al
pinacle, o al bridge. Había una pequeña biblioteca y mesas cubiertas de revistas.
Cada día, acudían allí jóvenes entusiastas a dar charlas sobre jardinería o cualquier
otro hobby, sobre la salud y el ejercicio, sobre libros de interés, y Bernard supo que
también los clérigos acudían allí una o dos veces a la semana para animar a
"nuestros maravillosos jubilados" y decirles cuan importantes eran aún para el
mundo. "¿Cuánto?", preguntó Bernard a uno de los viejos que había conocido. El
otro no había sabido contestarle. Por supuesto, y esto demostraba mucho tacto
por parte de los clérigos, no se hablaba de la muerte ni de la vida eterna.
Algunas de las jubiladas más jóvenes se dedicaban a trabajos voluntarios en
hospitales, pero pronto lo hallaron fatigoso a su edad. Preferían sentarse allí y
sacar los portarretratos plegables de sus nietos, y presumir de sus hijos e hijas, y
mostrarse ligeramente despectivas para con las nueras y yernos. Nadie las
escuchaba, naturalmente. Las otras señoras también tenían sus portarretratos
plegables y querían hablar de ellos. Algunos jubilados se ocupaban de caridad y
visitaban las casas. Conocían gente tan interesante... Cada mañana acudían al
Centro las asistentes sociales, jóvenes ardientes de rostro intenso, con ayuda
solícita para aquellos cuyo cheque de Seguridad Social era lo único de que disponía
y con su jerga psiquiátrica sobre adaptación, tratando de animar a los indolentes
para que hicieran algún trabajito de artesanía como hobby, o más ejercicio.
"Después de todo", dijeron aquella misma mañana, "han de Continuar Teniendo
Interés en la Vida".
La mayoría asistieron muy complacidos y se volvieron a su siesta, o a sus
cartas, o a las conversaciones sobre los nietos. Unos pocos, muy pocos, miraron
cínicamente a las asistentas sociales que les atendían y suspiraron.
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—Yo creo —dijo el vigoroso Bernard a una de las asistentas sociales— que lo
que la mayoría de nosotros necesita es un empleo.
Recibió aplauso de unos pocos, una mirada de horror de la mayoría y cierta
mirada de desconcierto de las jóvenes.
—Vamos, Mr. Carstairs —dijo una de ellas—. Usted sabe muy bien que, en estos
tiempos, ningún jefe de empresa va a contratar a un hombre de su edad o mayor.
Hay que tener en cuenta los planes de pensión, y la Seguridad Social y las
enfermedades naturales de los viejos, que hacen algo insegura la constancia en el
trabajo, y los beneficios de los empleados que ningún jefe quiere pagar en el caso
de los... bueno, de los viejos. Y luego están los formularios del gobierno, que
exigen...
—¡Ya está bien de tanto maldito gobierno! —había exclamado Bernard,
asombrado de sí mismo, pues siempre había pensado que, en estos tiempos, a
todos les resultaba consolador el saber que el gobierno se cuidaba de sus intereses
—. Quizá si no tuviéramos la Seguridad Social y todos los planes de pensión, y
beneficios extra, la mayoría de los que estamos aquí tendríamos un empleo y
seríamos útiles al mundo, y no una basura que se echa a un lado. Peor aún;
somos una carga para los jóvenes maridos y padres que tienen que pagar nuestros
cheques de Seguridad Social en forma de impuestos.
—Ustedes mismos pagaron por la Seguridad Social —le informó la chica
pacientemente.
—No, en absoluto. Un día me entretuve en sumarlo todo. Supongo que voy a
recobrar lo que pagué en unos seis años. Y ¿quién paga el resto? Los jóvenes, y yo
pienso que es una maldita injusticia.
Su rostro firme y lleno enrojeció ante su nueva indignación. La muchacha
sonrió amablemente:
—Bueno, sus hijos pagarán así por ellos también.
—Y ¿por qué han de hacerlo? ¿Por qué una generación ha de ser mantenida por
otra? Mientras podamos movernos y tener alientos deberíamos mantenernos a
nosotros mismos, y no esperar que los jóvenes nos carguen sobre sus hombros.
Un clamor de ultraje de la mayoría de los viejos había ahogado su voz. Uno de
ellos dijo:
—¡Yo también trabajé mucho tiempo y luego me retiré, y ahora cojo mis buenos
cheques y me voy corriendo al banco a cambiarlos! Y ¿por qué no había de
hacerlo? ¿No lo merezco?
—No —dijo Bernard—, claro que no. No merecemos nada que no hayamos
ganado.
—Yo creé una familia —dijo otro viejo—. ¿No es eso hacer algo por mi país?
—Sí, y por eso sus hijos deberían mantenerle, en vez de permitir que lo hagan
los hijos de otros. ¿Es que ellos no han oído hablar del cuarto mandamiento?
La asistenta social les había interrumpido amablemente, pues, para ese
momento, ya muchos viejos estaban demasiado acalorados y agitados.
—En estos tiempos —añadió— todos nos preocupamos por todos. ¿No es así
mucho mejor?
—No es eso lo que me enseñaron cuando yo era joven —insistió Bernard—. A
mí me enseñaron que cada uno había de sostenerse sobre su propio trasero. Que
no había de ser nunca una carga para nadie. ¿Sabe lo que voy a hacer mañana?
¡Voy a irme a la oficina de la Seguridad Social y voy a decirles lo que pueden hacer
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con sus malditos cheques, y que no me los envíen! Únicamente lo que yo pagué
en realidad.
—Pero es que usted es un hombre afortunado, Mr. Carstairs, muy afortunado
—dijo la joven con tristeza. Parecía haber cierto reproche en su voz por el hecho
de que él fuera afortunado, como si hubiera cometido algún crimen contra la
sociedad y por ello debiera sentirse culpable—. Aquí hay otros que no tienen nada
más que su cheque de la Seguridad Social.
—Y ¿por qué no? —preguntó él descaradamente—. ¿Por qué no ahorraron un
poco? Yo ahorré un dólar a la semana a veces, y eso era todo lo que podía
permitirme cuando era joven, pero ¡por Dios que ahorré! Seguro, tuvimos nuestras
enfermedades, es decir, mi mujer las tuvo. Pero yo me las arreglé para pagarlas, y
encima ahorrar dinero. Era muy poco al principio, luego fue más. Nunca gané
mucho dinero, pero ingresé lo que pude en anualidades, y ahora las he cobrado, y
he pagado más del veinte por ciento de mi fondo de pensión, y quizá deje de
cobrar eso también cuando haya recobrado el dinero que pagué. Después de todo
un hombre ha de sentir respeto por sí mismo, y no puede sentirlo si permite que
alguien le mantenga en la ancianidad. Es uno mismo el que ha de preocuparse de
eso. Cuando uno es joven no debería tener más hijos de los que puede mantener,
de modo que consiga ahorrar dinero durante sus días de trabajo. Mis propios
padres jamás me pidieron un céntimo. No lo necesitaban. Habían ahorrado su
dinero.
Definitivamente a la joven le disgustaba Bernard para este momento, así como
a la mayoría de los jubilados.
—Mr. Carstairs —dijo con reproche—, sus padres vivían en una época muy
sencilla, cuando la gente no tenía tantas exigencias y necesidades, necesidades
legítimamente sentidas, y no había impuestos.
—Exactamente —dijo Bernard—. ¡No había impuestos! Ése es todo el problema.
Los impuestos. Y la gente que exige más de lo que vale, más de lo que ellos
pagaron.
Ahora había caído completamente en desgracia ante la joven. Ésta apartó los
ojos de él como si hubiera pronunciado una blasfemia contra la naturaleza y la
sociedad. Y contra el gobierno. Se lanzó contra él con briosa malicia:
—Y ¿quién es usted, Mr. Carstairs, para decir lo que vale una persona?
—Todo lo que yo sé es lo que me enseñaron. ¿Oyó hablar alguna vez de la
cigarra y la hormiga? La hormiga trabajó todo el verano, preparándose comida,
pero la cigarra cantó y bailó constantemente y, cuando llegó el invierno nada
tenía. Y se quejó, ¡ya lo creo que se quejó! Y ¿cuál fue la respuesta que Dios le dio:
"Mira la hormiga, perezosa, trata de imitarla." No hubo simpatía para los que no
hicieron planes por sí mismos para el futuro.
La joven tosió delicadamente.
—Espero que esta discusión no va a caer en una controversia religiosa.
Bernard se sentía agradablemente consciente de la vida, que ahora latía en
su cuerpo.
—Y ¿por qué no? ¿Por qué todo el mundo evita aquí discutir de religión? ¿Es
que tienen miedo de que les haga pensar en lo que les espera a la vuelta de la
esquina? La muerte, sí señor.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Ésa fue la peor obscenidad de todas. Los viejos temblaron. La chica quedó
muda. Los ojos de Bernard eran un puro brillo azulado. Miró lentamente en torno a
la cálida habitación y vio los rostros decaídos.
—La muerte —repitió—. Eso es lo que todos esperan, eso es lo que todos temen.
Y ¿para qué quieren vivir, después de todo? Son inútiles, no tienen esperanza.
Prefieren tener este Centro y sus ridículas tiendecitas de hobby que enfrentarse
con la vida, ¿no es verdad? Quizás ese sea su problema, que nunca se enfrentaron
a la vida en absoluto, ni cuando eran jóvenes.
Como era un hombre terco y resuelto se quedó todo el día observando y
haciéndose comentarios a sí mismo. Muy pocos le hablaron después de su
anacrónico estallido. La joven le había llamado "anacronismo", lo cual, en su
vocabulario, significaba cualquiera con respeto por sí mismo.
—Sí, ciertamente es una virtud anticuada —había aceptado él.
Pero su aceptación no logró convencer a la joven. Ésta insistió:
—En estos tiempos somos independientes, mís-ter Carstairs —pero no pudo
refutarle más que un desdén silencioso cuando él había comentado:
—Y ¿por qué? Yo no estoy en contra de la caridad. Los que son demasiado
viejos para trabajar, y no tienen dinero, los arruinados, los ciegos, los enfermos,
deben ser atendidos por la caridad particular, como lo fueron siempre, y no ser
una carga para la actual generación. Últimamente he leído muchas noticias de
jóvenes delincuentes que atacan a los viejos en las calles y les llaman inútiles y
quizá ahí tengan una queja legítima.
Esto aún le había rebajado más ante sus ojos. Finalmente la chica había dicho:
—Entonces usted juzga la delincuencia juvenil una protesta adecuada, Mr.
Carstairs...
Él había sonreído.
—Quizá. Quizá debiéramos leer esas pancartas que pasean ante nosotros... y
tratar de descubrir lo que realmente están tratando de decir.
Hacia el fin del día se sentía completamente desesperado en cuanto a sí mismo
y a los demás. Ahora volvía hacia su casa. ¿Qué hallaría allí? La querida Kitty,
naturalmente, con sus libros de cuentas, ya que era presidenta de tantos clubs; la
televisión, quizá las últimas noticias. Tal vez hasta la última película de todas
(estos días no dormía demasiado bien). Y luego la cama. Y luego mañana. ¿Para
qué? "Ya no formo parte de la humanidad", se dijo mientras la fría y acerada
tormenta de nieve le cortaba la cara. "Soy un auténtico anacronismo, y no de la
especie que decía esa chica. No soy de utilidad a nadie. Si me muriera mañana,
Kitty no tendría que preocuparse económicamente. Y tiene muchos amigos, y
actividades, aunque yo crea que la mayoría de esas actividades sólo son pérdida
de tiempo. Lloraría por mí, y luego me olvidaría. ¿No es eso todo lo que merezco?
No me necesita. Nadie me necesita. Y ésa es la horrible respuesta a toda esa
seguridad. Que nadie nos necesite. Que nadie dependa de uno."
La tormenta era realmente espantosa. Él siempre había controlado bien su
respiración. Ahora boqueaba. Se detuvo un momento en la calle vacía para
recuperar el aliento. Miró en torno, envuelto en su buen abrigo de Montenac. Vio
unos senderos de grava muy bien cuidados que llevaban a lo que la gente cínica o
piadosamente llamaba santuario. Sabía todo lo referente a él, y le dejaba
indiferente. Un clérigo allí arriba, o un estúpido asistente social, o un psiquiatra
de aire grave, repartiendo consejos baratos a los preocupados, desesperados e
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gobierno que les garantizan la supervivencia en el mundo estéril que hicimos para
ellos. No es de extrañar que protesten, aun sin saber exactamente contra qué.
Quieren vivir y tener aventuras. Les privamos de la aventura... con unos ingresos
garantizados. Ellos no han tenido inseguridades, ni lucha, ni esperanza, ni victoria.
Como tampoco yo la tuve nunca. ¡Oh!, vivimos más tiempo porque hemos matado
todos los gérmenes. Pero ¿es que acaso la vida hoy en día sólo es cosa de
longevidad?"
Se encontró subiendo por el sendero de grava hasta el blanco edificio cuyo
tejado rojo estaba ahora cubierto de nieve helada. Empezó a apresurar el paso. ¡El
hombre que escuchaba allí tendría que oír ahora, por variar, lo que tenía que
decir un jubilado! Y que le sentara como le sentara. También los jubilados habían
sido traicionados, no sólo los jóvenes.
No había nadie en la sala de espera, pues ya era de noche y todos los
ciudadanos se hallaban tomando una insípida cena y corriendo a ver ia televisión
que tampoco les ofrecería autenticidad alguna. Apenas había cerrado la puerta tras
él cuando Bernard oyó una campana. ¡Cuánta eficiencia, como en el mundo
exterior! Tocaban una campana en el momento en que se abría la puerta
principal. Se quitó el abrigo, cubierto de nieve, y sacudió el sombrero. La campana
sonó de nuevo.
—De acuerdo, ya voy —dijo con impaciencia—. Aunque sólo Dios sabe por qué.
El hombre que escuchaba allí dentro estaría probablemente ansioso de irse a
casa también en esta desagradable noche invernal para tomarse una cena sin
sabor alguno, mirar la televisión, escuchar las últimas noticias e irse luego a la
cama... para enfrentarse con otro día igualmente carente de significado. Otro día
sin nada personal en él. "Lo mismo que yo", se dijo Bernard abriendo de golpe la
otra puerta y entrando en la habitación del fondo con sus cortinas azules sobre
la oculta alcoba y el solitario sillón de mármol con los almohadones azules. Se
sentó en él y se dio cuenta de su nuevo y agotador cansancio. Contempló la alcoba.
—He estado pensando todo el día —dijo secamente, sin saludar al hombre que
aguardaba para oírle—. Lo he pasado en el Centro de Jubilados. Un cementerio
vivo. Todo muy limpio, muy acogedor y pacífico, como una hermosa tumba. Los
cadáveres vivos se sientan en grupo y hablan del pasado como si ya no hubiera
futuro para ellos. De todas formas, ¡que me condene si lo hay! Pero yo... ¡yo
quiero un futuro! Yo no quiero aguardar la muerte como una oveja ante el
matarife. Hasta una oveja es más importante por-
que luego se la comen. Yo no soy comida para nadie, y menos para mí mismo.
El hombre no contestó. Había mucho silencio y paz allí, y una gran serenidad.
No había prisa, ni sonido de apresurados pasos que no iban a ninguna parte.
Decían que el hombre que allí escuchaba tenía todo el tiempo del mundo.
—Pues yo no —dijo Bernard—. Yo no tengo tiempo y, sin embargo, tengo
demasiado. No soy viejo, ni joven tampoco. Soy inútil. Un hombre retirado ya del
trabajo. He sido muy activo toda mi vida, y ahora no puedo contentarme con
juguetes. No quiero hacer trabajitos, ni pretendidas actividades. ¡No soy un
niño! Soy un hombre adulto. Pero ahora todo el mundo ha decretado que debo
retirarme... ¿a qué?
El hombre no contestó.
—Cuando yo era joven e iba a la iglesia —siguió Bernard— el ministro solía hablar
de "la cosecha de la ancianidad". Campos dorados rebosantes de trigo, árboles
cargados de fruta. El trabajo bien hecho. Pero, en estos tiempos, no hay trigo, ni
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
fruta, ni trabajo bien hecho. No hay satisfacción personal, pues no hay vida que
valga la pena vivir. Sólo archivos y papeles. Ni siquiera hay satisfacción para un
obrero en una fábrica, pues jamás ve el producto terminado en el que él sólo ha
tomado parte fabricando una de sus piezas. Dicen que eso es preciso en una
civilización industrial, pero ¿dónde hallar satisfacción personal en ella? ¿Dónde hallar
el gozo de la realización? Vamos, dígame.
El hombre no dijo una palabra. Bernard se agitó en el sillón.
—Quizá no tengamos una auténtica cosecha porque jamás aramos, ni
arrojamos la semilla. ¿Es eso?
Tampoco hubo respuesta.
—Ahora todo está dividido en compartimentos —continuó Bernard—. Usted
hace su trabajito y cientos de otros hombres hacen su trabajito. Jamás llegan a ver
lo que resulta al fin. ¡Hay tantos de nosotros! Quizá sea necesario que sólo
hagamos una parte, sin ver jamás el diseño completo, si la civilización industrial
tiene que florecer. ¡Pero somos hombres también! No nos satisface ser parte de
una máquina. No somos "unidades", aunque algunos oficiales del gobierno nos
llamen unidades. Eso no es tan malo cuando uno es joven. Tiene una familia que
crear, y con quien hablar, y ante los que simular que la vida tiene algún
significado. Pero cuando somos viejos y se nos arroja a un lado, como basura, no
tenemos nada que recordar que hayamos creado por nosotros mismos, nada
sustancial, nada con el sello de nuestras propias manos. Entonces quedamos
reducidos a simples jubilados, entretenidos con un hobby estúpido y tratando de
creer que somos importantes, que alguna vez fuimos importantes para el mundo, y
hablando sólo con seres iguales a nosotros, que fueron, y son, igual de inútiles.
Golpeó de pronto el brazo del sillón con extraordinario énfasis. Se inclinó hacia
la oculta alcoba.
—Si un hombre no puede decir: He vivido, y esto es lo que hice, entonces es
que jamás vivió en absoluto. Y toda la seguridad y los cheques del gobierno no
serán para él más que drogas que serenen su mente desesperada y le dispongan
a morir y dejar un lugar para que lo llene alguna otra "unidad".
El aire cálidamente uniformado de la habitación flotaba en torno suyo y, a
pesar de sí mismo, se fue relajando.
—Míreme —dijo con ansiedad—. La medicina natural, y mi buena salud natural,
me han mantenido vivo y joven para mi edad. Tengo sesenta y cinco años. No
estoy decrépito. Pero me han tirado a la basura, me han rechazado y enviado al
pasto. ¿Qué pasto? ¿Una serie continuada de días inútiles? Algunos se sienten
satisfechos con eso, no desean nada más. Pero muchos de nosotros no queremos
sentarnos y aguar-
dar la muerte en un lugar cómodo y agradable. Algunos buscamos trabajo. Y
no lo hay. Todos prefieren a los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes. No es culpa de los
empresarios. Éstos se sienten apresados por las normas del gobierno, y piensan en
los beneficios, y en los fondos de pensión, y todo eso les impide contratar hombres
como yo, que aún quieren ser útiles y tener alguna esperanza, que aún desean
creer que lo que hacemos es importante.
De repente alzó la voz:
—¿Por qué no nos matan simplemente cuando envejecemos? No hay nada peor
que dejarnos vivir sin tenernos en cuenta, sin más que esperar la muerte. Nos
harta tanto nuestra vida que primero vamos a parar a los sanatorios y luego
desaparecemos, y luego nos entierran. Nosotros, hombres, en la parte más vital
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de nuestra vida... condenados a una muerte lenta. He oído decir que en Rusia se
limitan a matarnos; quizá no sea cierto. Quizá sea solamente que nos permiten
trabajar. Eso es mucho mejor que lo que aquí nos sucede. Cualquier cosa es
preferible a lo que aquí nos ocurre.
El hombre no habló, pero a Bernard no le importó nada. Se arrellanó en la
butaca de almohadones azules. Su mirada se hizo ahora un poco vaga y lejana.
Empezó a sonreír.
—Mi padre era carpintero —recordó—. Tenía su propio taller. Hacía muebles y
construía casas. A veces salíamos a pasear juntos y él me mostraba las casas
que había construido. No eran edificios notables, pero eran casas sólidas y
fuertes. Se sentía orgulloso de ellas. A veces la gente nos permitía entrar en ellas y
me dejaba ver los muebles que mi padre había hecho. Nada de fantasía, o
complicado. Sólo mesas sencillas y buenas sillas y armarios. Pero uno podía
apoyarse en ellas sin que vacilaran. Pulimentadas a mano por mi padre. Solía
construir graneros también, viejos graneros que todavía puedo contemplar cuando
llevo a mi esposa de paseo por el campo.
"Mi padre sólo fue cuatro años a la escuela. Pero dejó algo tras él. Vivió hasta
los ochenta y seis años, y aún seguía trabajando en su taller, haciendo muebles.
Y vendiéndolos también. Tenía más trabajo del que podía hacer. ¡Cómo recuerdo
el taller! Olía a madera sin barnizar, a barniz y a pintura, y el suelo estaba
cubierto de aserrín. Había sierras y martillos en los muros, y barriles de clavos, y
bancos y tornos. Podía ver cómo un mueble de madera basta iba quedando suave,
brillante... Era como un milagro. Los muebles de mi padre durarán casi para
siempre. Había verdad en ellos.
"Me gustaba tanto que sentía hambre de aquel trabajo. Mi padre solía dejarme
que le ayudara después del colegio. Los muebles habían de quedar así, bien
terminados. No se debían ver los clavos, sólo la madera satinada. Yo deseaba
vehemente ser carpintero también.
"Pero mi madre dijo que no. Tenía que ser un empleado de cuello duro. Debía
tener cierta instrucción, no ser casi un analfabeto como mi padre. Entraba en el
taller y me quitaba el martillo y la sierra, y le chillaba a mi padre. Yo sería un
caballero, ¡no trabajaría con mis manos! Y mi padre le decía: "¿Qué hay de malo
en un trabajo honrado? Es algo que se puede ver." Pero mi madre, con un gesto de
desdén, me obligaba a volver a la casa y estudiar. Yo no quería estudiar. Jamás fui
demasiado inteligente. Fui a la escuela comercial después de la secundaria, y
aprendí teneduría de libros. Lo odiaba. ¡Dios mío, jamás supe hasta ahora cuánto lo
odiaba!
"¿Sabe? Yo creo que las mujeres tienen demasiado que decir en estos
tiempos... y en los míos también, sobre el futuro de sus hijos. Quieren que todas
las cosas sean "fáciles" para sus hijos, y que jamás se ensucien las manos. No
piensan en el trabajo del mundo. Sólo piensan en el papel.
"Demasiados viejos de los que vi hoy tuvieron madres como la mía,
mujercitas pretenciosas que creen saber lo que es mejor para sus hijos. Por eso
todos los artículos que compramos en estos días, incluso en las mejores tiendas,
son mecánicos y carecen de personalidad. Nadie se siente orgulloso ya del trabajo.
Por tanto muchos nos vimos condenados a los escritorios, las oficinas y los
archivos, y a cubículos de aire acondicionado, y jamás se nos dejó salir al aire libre.
Sí, incluso en mi tiempo, cuando yo era joven... la gente empezaba ya a pensar
que el trabajo manual era algo vergonzoso.
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ALMA SÉPTIMA
EL PASTOR
ALMA SÉPTIMA
El mes de mayo, el mes de las flores, el mes de la Reina del Cielo. ¿No es así
como le llamaba su amigo, el padre Moran? Sí. Un mes hermoso, lleno de luz y
promesas, dorado y verde y lleno de flores, con el perfume del júbilo y regocijo.
"Pero ¿cuándo me he sentido así por última vez?", se preguntó el reverendo
Mr. Henry Blackstone, meditando sobre sí mismo. "Soy tan viejo como la muerte,
en verdad, en estos días, aunque, según los cálculos modernos, sólo tenga
sesenta años. No estoy in, como dirían mis fieles jóvenes de la parroquia. No, no
estoy in. Es extraño. Yo siempre fui un hombre muy optimista, hasta hace pocos
años. Ahora me hallo totalmente deprimido, camino deprimido, vivo deprimido.
¿Quién está equivocado, el mundo o yo? ¿Soy irremediablemente algo del pasado?
Estoy tan condenadamente confuso, tan desamparado... En tiempos podía hablar
con Dios, pero ahora sólo escucho el más negro y reprobador silencio, como si
hubiera cometido algún pecado terrible. Qué pecado sea, lo ignoro. ¿Es que
también Dios piensa que no estoy in? En ocasiones me gustaría que también
nosotros tuviéramos un confesionario de modo que yo pudiera... pero ¿qué
confesaría? ¿Que en cierto momento perdí el paso y quedé retrasado con respecto
a todas las generaciones, o que algo anda mal con el hombre moderno, algo
demasiado horrible de contemplar? Cuando pienso eso, ¿es que soy culpable del
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pecado de orgullo, por estar convencido de que Harry Blackstone tiene todas las
respuestas? ¿Qué voy a hacer?"
No llevaba cuello clerical, no porque los jóvenes se burlaran de él en estos
tiempos, sino porque se sentía indigno de él. El día de mayo era cálido, claro,
lleno del brillo y el aroma de la santa tierra. Vestía una vieja chaqueta
deportiva. Siempre había creído que le caía mal en los hombros, como toda la
ropa secular. Recorrió lentamente el sendero de grava hacia lo que la comunidad,
en tono de burla o de reverencia, llamaba santuario. Un escándalo para algunos,
un orgullo para otros. El viejo John Godfrey... Deseó haberle conocido. Pero Godfrey
había muerto hacía muchos años, mucho antes de que él, el reverendo Blackstone,
hubiera llegado a la ciudad desde la pequeña y encantadora población donde
naciera, donde fuera ordenado y donde tuviera su primera parroquia. Se detuvo
en el sendero. Midville. No había visitado Midville durante más de quince años,
desde que murieran sus padres. Se sintió dominado por una sensación de
nostalgia tan intensa que le dolieron los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quizá
debería volver a la paz, armonía y silencio de Midville. Luego se le ocurrió otro
pensamiento: quizá Midville habría cambiado también. Tal vez se sentiría un
anacronismo allí si volvía, como se sentía un anacronismo aquí, en esta ciudad.
Anacronismo. Eso es lo que los jóvenes decían de él, e incluso los hombres
maduros, y los de su propia generación. Cierta emoción surgió en su mente, pero
le pareció blasfemo y apresuradamente dedicó su atención al hermoso edificio
blanco al que se aproximaba y a los inocentes colores de los macizos de flores;
tulipanes, dalias, lirios del valle, y, en lugares más retirados, estallantes arbustos
de lilas blancas, azules y púrpura. Una fuente dejaba caer el agua con rumor de
risas y la estatua de mármol en su centro alzaba un rostro ansioso al cielo y se
bañaba en luz.
—¡Qué encantador, qué hermoso! —dijo el ministro, y se detuvo a ver los
pájaros que saltaban de árbol en árbol en la pura excitación de su inocencia, en
su apasionada y sencilla celebración de la vida.
"En alguna parte —pensó— existe la respuesta. Ojalá desaparezca esta
profunda confusión de mi mente, de modo que pueda sentirme seguro de nuevo,
como lo estuviera en tiempos de que había una respuesta, no a Dios, que no
necesita respuestas, sino de lo que le complace a Él y de lo que yo en particular
debo hacer."
Había llegado a las puertas de bronce. El brillante sol venía a caer sobre las
doradas letras que las coronaban: EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
"¿Lo hace, en verdad? se preguntó el ministro—. Y luego, ¿qué dice?
¿Tendrá una respuesta para lo que me está matando? ¿Me dirá por qué he venido
aquí hoy? Mi propia desesperación, mis dudas de mí mismo y de los otros, mi
sentido de pérdida e inseguridad... ¿podrá explicármelos? ¿Me los aclarará en
verdad? Porque debo tomar una importante decisión. Espero que pueda ayudarme.
Porque nadie más, ni siquiera Dios, parece poder hacerlo. ¿Es que siempre hemos
de estar solos, especialmente cuando estamos tan necesitados?"
Vaciló. Luego abrió las puertas de bronce. Dos mujeres maduras se hallaban
sentadas en silencio en la agradable sala de espera, llena de lámparas, pero sin
ventanas. Mr. Blackstone miró cuidadosamente a las mujeres y se sintió aliviado
de que le fueran desconocidas. Contemplaban con desgana unas revistas. Los
ojos de una de ellas brillaban, y ese brillo fue como un dolor angustioso para el
ministro, aunque no supo por qué. La miró con intensidad. ¿Sufriría ella
también? ¿Qué habría llevado allí a aquellas mujeres corrientes y vulgares, gordas,
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
felicidad y sonrió tiernamente. Ahora su madre sería para siempre joven para él, y
dulce y ardiente, y para siempre reiría con aquella suave risa, y aguardaría su
regreso con su padre.
¡Había sido todo tan pacífico entonces! Pero ¿había sido tan pacífico para sus
padres? ¿Era sólo una ilusión de su infancia, o había sido así en verdad? Rebuscó
en los serenos días de sus primeros años, los sonidos de la tarde del sábado, con
el cortador de césped y los silbidos de los muchachos, y el resonar de los
patines de las niñas, y las mujeres preparando a toda prisa las cestas de la
merienda, y el susurro de las mangueras cuando los hombres regaban sus
pequeños cuadritos de césped, y los ladridos de los alegres perros. ¿Era posible que
los niños sintieran hoy la misma serenidad y contento, y que los niños fueran
siempre niños?
¿Acaso sus padres habrían tenido alguna crisis en su vida, como al parecer
ocurría con casi todas las personas en este mundo moderno? Se hundió más en
sus pensamientos. Su padre había sido empleado del ferrocarril, con un pequeño
salario. Siempre se mostraba orgulloso de su visera verde y de los manguitos en
los brazos, que mantenían bien limpia la inmaculada camisa a rayas. Sus horas
de trabajo eran largas y pesadas. Su esposa no tenía un equipo moderno en la
cocina antigua e inmensa. ¡Qué bien recordaba ahora el rumor de la colada de los
lunes en el sótano, y a su madre que estrujaba las ropas cantando y las tendía
luego al sol! ¿Existía otro sonido más consolador? La familia no tuvo automóvil
hasta que ya su padre era de mediana edad, aunque muchos vecinos poseían
automóviles que sólo utilizaban en los fines de semana. Y luego estaba el cine,
naturalmente, películas salvajes y violentas que todos condenaban, en especial los
viejos ministros, que las juzgaban pecaminosas. Pero en todo ello había habido paz.
¿No?
Su padre nunca había mencionado los impuestos. Washington estaba tan lejos
que era casi un mito. El 4 de julio era simplemente la ocasión de reunirse en el
parque y escuchar la banda alemana y luego comer de los grandes cestos de la
merienda y escuchar a los oradores y ponerse en pie para entonar canciones
patrióticas y agitar las banderitas. Y luego el regreso a casa, alegremente cansados
y sobrealimentados con helados y pollo frito, en el cálido atardecer, los pájaros
reuniéndose ya a dormir en los árboles y las ventanas encendiéndose en toda la
calle, y una taza de cacao caliente y galletas en perspectiva, y luego la cama,
resguardadito para la noche. ¿De qué hablaban sus padres?
Del almacén. De los vecinos. Del sermón del ministro del domingo anterior. De
la necesidad de cortar la hierba, del nuevo niño que había nacido en aquella
misma calle, de los compañeros de trabajo, de sus esposas e hijos, de la
preocupación por sus propios padres, de sus esperanzas. Y, sobre todo, de su
inocente fe en Dios y la aceptación de todo lo que Él se sirviera enviarles, fuera
bueno o malo. Le parecía escuchar las voces de sus jóvenes padres con toda
claridad, aun a distancia de tantísimos años. Su madre se enojaba porque el
bizcocho no le había subido hoy y la leche se había agriado. Su padre se reía
cariñosamente de ella y la besaba. Hablaban de la subida de sueldo que él
esperaba para después de Navidad, y de lo que harían con el dinero, aparte de
ahorrar algo. Pero no se hablaba de impuestos ni deducciones, de delincuentes
juveniles en el vecindario, de muchachas incomprendidas que habían cometido
un error. (Uno no mencionaba a tales chicas. Él jamás había conocido a ninguna. No
es que no se pudiera comentar sobre ellas; es que eran inmencionables.) No había
conversaciones frenéticas sobre el nuevo electrodoméstico que un vecino
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
"Mucho te he amado, Señor —pensó el ministro—, pero en algún lugar nos separamos,
¿no es cierto? ¿Fue culpa mía, como dicen ellos? ¿Será por eso por lo que ya no
te oigo?"
Escuchó una campana suave, pero como insistente a la vez. Alzó la cabeza y
miró en torno. Estaba solo. De modo que la campana había sonado para él. Se
puso en pie pero vaciló de nuevo, preguntándose con tristeza si el hombre que allí
aguardaba tendría alguna respuesta para él. ¿Y si era un clérigo también, aunque
de otra fe que la suya? Entonces sólo habría una nueva confusión, más problemas,
mayor inseguridad, más desesperación.
Entró en la otra habitación. No se sintió sorprendido por su austeridad tan
brillante y serena al mismo tiempo, pues alguien, ¿quién?, le había dicho lo que
encontraría: blancos muros de mármol con luz indirecta, un gran sillón de mármol
con almohadones azules, y una gran alcoba tras cuyas cortinas se hallaba el
buen hombre que escuchaba con tanta paciencia y que daba buenos consejos. El
cansado ministro recobró algo de confianza.
—Buenas tardes —dijo con su sonora voz, que no necesitaba amplificadores en
la iglesia.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Nadie contestó a su saludo, pero él tuvo la seguridad de que podía sentir una
presencia tras las cortinas. Sin mostrarse dolido porque nadie le hubiera
respondido, se sentó en el sillón, los ojos fijos en el intenso azul que ocultaba la
alcoba.
—Me han dicho que es usted un clérigo —comenzó—. Así lo espero. Sólo uno de
nosotros puede ayudar al otro, ¿no es cierto? Deberíamos tener alguna clase de
sindicato, ¿verdad? —su voz era profunda y sincera—. ¡Oh!, ¿mi nombre?
Reverendo Mr. Henry Blackstone. O, como me llaman mis jóvenes fieles, "Harry,
fuego del infierno". ¡Sólo este nombre debe revelarle ya muchas cosas!
Se rió de nuevo, pero había más tristeza que alegría en su risa.
—Quizás usted mismo me llame así también. Y tal vez lo merezca. No lo sé, y
ése es el problema. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco... o es que está solo? Yo...
yo tengo algunos amigos en el clero. Inteligentes, agudos, interesados. No tienen
una opinión demasiado buena de mí. Si fueran mucho más jóvenes, o muy jóvenes,
lo entenderían. La juventud siempre es intolerante. Al menos eso es lo que la gente
me dice constantemente con indulgencia, como si la intolerancia fuera una
especie de virtud heroica en sí, cuado no es más que un aburrimiento ante los
hombres de mi edad. Bien, de todas formas, la mayor parte de los clérigos que
tienen mala opinión de mí son de mi edad, o un poco más jóvenes, algunos
incluso más viejos. Eso es lo que me preocupa. El que sean más viejos que yo y
sin embargo estén in, como dicen ahora. Una frase estúpida, ¿no?, pero
sintomática.
"Mire, mi problema es muy sencillo. Betty, mi esposa, está muy disgustada,
harta en realidad. Tiene cincuenta y tres años, y no es elegante, ni joven, ni
moderna, como las esposas de otros clérigos de estos tiempos, eternamente
jóvenes, ¡Dios tenga piedad de las pobrecillas! Ella y yo nos conocemos de toda
la vida. Ambos somos de Midville, a quinientas millas de aquí, casi en Nueva
Inglaterra. Llevamos siempre la misma clase de vida, y tenemos las mismas
opiniones. Durante largo tiempo fuimos razonablemente felices en esta ciudad, a
pesar del hecho de no tener hijos, y a despecho de todas esas malditas guerras
que nos impiden a todos llevar una vida normal, serena, sólida. Cuando las
guerras terminan nadie parece saber por qué comenzaron en realidad, después
de todo, y, lo que es peor, a nadie le preocupa al parecer.
"Pero, volviendo a mi problema. Ya no soy útil a mi congregación, ni a los
viejos, ni a los de mediana edad, ni, especialmente, a los jóvenes. En tiempos
tuve a mi cuidado quinientas almas. Ahora sólo tengo unas doscientas. Mi
congregación va disgregándose de año en año. Mi gente acude a ministros más
listos, que pueden satisfacerles y darles lo que desean. Yo no intento disuadirlos...
Hizo una pausa. De nuevo se sentía dominado por una gran inquietud. Tenía la
sensación de verse rechazado de nuevo, de verse censurado... pero, ¿por qué?
—Después de todo —siguió— hemos de ser libres en la religión, ¿no? A veces,
se lo digo con sinceridad, envidio la autoridad de los sacerdotes católicos. Aunque
quizás ahora ya no tengan tanta autoridad. No lo sé. He visto cómo algunos
sacerdotes viejos, amigos míos, se quedaban de pronto muy quietos y muy
silenciosos cuando hablábamos de nuestras respectivas congregaciones y en
ocasiones parecían perdidos también, como probablemente lo parezco yo. Tengo la
impresión de que muchos de ellos sienten sus dudas ante toda esa puesta al día
de que tanto se oye hablar, como si Dios no fuera el Eterno, que nunca cambia.
Sí, tenemos nuestros problemas, esos viejos y yo. Pero, en cierto modo, ése
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
parece ser un tema del que no se puede hablar con libertad. No sé por qué. Como
si algo demasiado poderoso... demasiado poderoso... ¡Oh, no lo sé! Como si
estuviéramos acosados, por usar una frase anticuada. Ya se dará cuenta de que yo
soy un hombre anticuado.
"En cualquier caso, Betty quiere que yo dimita de mi cargo y me vuelva a
Midville, o a cualquier otro sitio, mientras sea una ciudad pequeña. Creo que fue
Sócrates, ¿no?, el que dijo que los hombres no debían vivir en ciudades grandes
sino en pueblos pequeños; que las almas de los hombres se agostan en el
estruendo de las calles y en la superficialidad de sus vidas, y que la tranquilidad, la
contemplación y el conocimiento de Dios sólo pueden encontrarse en la tierra, a la
vista de los grandes bosques y las nobles montañas y el correr de los ríos. Y en
las pacíficas praderas al anochecer, a la sombra de los altos árboles, cuando ya
se ha acabado la labor del día.
"Mis superiores no me han dicho nada al respecto, pero sé que nadie lamentará
mi dimisión. Betty y yo ... viviremos de nuevo nuestra vida de siempre, en paz y
serenidad, entre pocos amigos, en compañía de los que nos conozcan y
comprendan. Algo que nos resulta imposible en esta jungla de piedra, esta jungla
ruidosa, esta jungla febril, frenética y acalorada donde no hay refugio en una
tierra cansada.
La sensación de reproche le golpeó el corazón tan pesadamente que fue como
un golpe físico. Retuvo el aliento.
—Esta jungla —insistió, y miró las cortinas cerradas. Estaba convencido de
que el hombre le miraba a través de alguna abertura, y ello le enojaba.
—Veo que no comprende —siguió el ministro—. Sin duda está de acuerdo con
mis superiores. Pero no me condene, por favor, hasta que haya terminado. Como
ministro, también debe esperar a oír mi parte de la historia. Repito que, según
dicen, no estoy in. No lo estoy, no. Ni puedo estarlo porque no formo parte de
ello. Jamás fui como ellos. Jamás lo seré. No, no hable todavía. Déjeme que le
cuente y luego lo discutiremos los dos de modo razonable, y quizá pueda darme
algún consejo. Dios sabe que lo necesito.
"¿Por qué no hablo con mis superiores? Ya lo he hecho. Están disgustados
conmigo, lo sé. Después de todo, un ministro no tiene demasiado éxito si su
congregación sigue abandonándole. Uno o dos de ellos han llegado a sugerir que
quizá fuera mejor para mí una congregación pequeña, en alguna ciudad como
Midville. Yo también lo creo. Y Betty está segura. De todas formas con el tiempo
habré de retirarme e irme a descansar. Quizá dentro de unos diez años, aunque hay
ministros viejos que todavía siguen en el pulpito a los ochenta. Si me quedo aquí,
hasta el momento en que me retiren, mi congregación todavía disminuirá más y
más, hasta no quedar nada de ella. ¡A la velocidad con que se están marchando, no
habrá que esperar mucho! Todos se habrán ido en un par de años...
"Sin embargo, sin embargo... Verá, Dios y yo caminamos juntos hasta hace
unos quince años. Yo estaba muy seguro de que Él me oía, y de que nos
comprendíamos. Pero ahora siento a Dios muy lejos de mí. Quizá sea porque ya
no satisfago a mi congregación como debería hacerlo, ni me he modernizado para
ser uno de ellos, como algunos de mis amigos clérigos me han aconsejado. Ellos no
se preocupan tanto ni se atormentan como yo. Viven bien, cómodamente, y hablan
con satisfacción de este mundo como del mejor mundo posible, cuando... —alzó la
voz hasta que ésta fue como un grito—, ¡cuando es obvio que éste es el más
terrible de todos los mundos, y el más perdido!
Se puso en pie.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
—¿No está de acuerdo conmigo? Casi nadie lo está, a excepción del viejo
padre Moran, y algunos otros clérigos. Usted cree que yo debería haberme
puesto al día, y ser como un muchacho más para todos los hombres de mi
congregación, y un confidente indulgente para las muchachas, mujeres y niños,
y que hablara de todas las malditas cosas del mundo menos de la única
verdad: que es el terror de todo inocente que vive en él.
"¡Escúcheme antes de juzgarme como un viejo anticuado que no puede, ni
quiere, comprender este mundo moderno! Se lo pido por favor, escúcheme.
¿Sabe en lo que se ha convertido fundamentalmente el cristianismo en estos
tiempos? En secularismo. No ya uno con el pueblo, como Cristo, sino mundanos,
ocupados en demasiadas cosas excepto en la fe sencilla y en la paternidad de
Dios. ¡Oh, hablan mucho, ya lo creo, sobre la hermandad del hombre, pero
sugiérales, intente sólo sugerirles, que no hay hermandad entre los hombres sin
el reconocimiento de la paternidad de Dios, y recibirán sus palabras con un
embarazoso silencio o con una sonrisa de superioridad!
"No soy sofisticado, lo confieso. No soy un hombre urbano. No comprendo este
mundo que cambia. Eso es lo que dicen ellos. Pero ¿cuándo ha dejado el mundo
de cambiar, desde el mismo instante en que salió de las manos de Dios?
Siempre estuvo en transformación, pero mis gentes no entienden eso. Ellos
creen que hay algo único en este momento, algo que nunca existió antes, algo
tan superior al pasado que éste debería ser olvidado por completo, con todas
las cosas heroicas del pasado. Incluido Dios, por supuesto. ¡Oh, sí!, están
dispuestos a hacer profesión de fe, pero no hay fe en ellos. Por más de un estilo
son en verdad una generación incrédula y adúltera. De clérigo a clérigo, tengo
que ser honrado: una generación incrédula y adúltera. ¿Es falta de caridad el
confesar esta verdad? En estos días se habla mucho de caridad, y del espíritu
del hombre moderno con aspiraciones, pero ya no hay caridad, y las
aspiraciones de los hombres modernos son las frívolas aspiraciones de un
niño eterno.
"¿De quién es la culpa? ¿Del clero? Pero ¿qué podemos hacer, cuando los
hombres se apartan constantemente de nosotros, ocultando una sonrisa? No
podemos prohibirles nada. Ya no tenemos la autoridad secular o espiritual que
tuvimos en tiempos. Ésta es la época de los laicos, dicen algunos clérigos,
abdicando con una sonrisa de su posición de pastores y contentos, incluso
orgullosos, de ser uno más del rebaño. jHermandad! Carencia de autoridad digo
yo, aunque se nos dio autoridad cuando nos ordenaron. ¿Es el pastor menos que
el rebaño? Si es así, ¿quién lo guardará de los lobos?
El sudor caía en grandes gotas de su frente. Agitó pesadamente la cabeza una y
otra vez. Se aferró con ambas manos al respaldo del sillón.
—No me condene todavía. Por favor, déjeme terminar. Contemplo el mundo y lo
veo lleno de cosas, sólo de cosas. Y ni una de ellas con verdad y solidez. Está lleno
de aparatos, de maquinaria, de casas automatizadas, de fábricas y oficinas;
produce un espantoso ruido. El peor ruido es el de las gentes que discuten, gentes
descontentas, sin raíces, exigentes, petulantes, insatisfechas, que desean, que
exigen, que claman simplemente.
"He vivido sesenta años —continuó— y jamás he conocido un mundo así. Viví la
Gran Depresión y fue mejor que esto, créame. Al menos la gente se enfrentaba con
la dura realidad, y no con el desagradable realismo de que hablan ahora. Conocían
las privaciones y el hambre, y el rostro horrible de la desesperación y el profundo
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
temor. Pero ésas eran cosas reales que era posible vencer, pues siempre hubo
esperanza.
"Pero, ahora, todo el mundo tiene de todo. ¿No fue Ibsen el que dijo que
cuando todos tienen de todo ya nadie tiene nada de valor? Nada es real, además,
cuando el hombre ya no tiene necesidad de luchar. Yo he conocido una pobreza
mísera. Pero le aseguro que la prefiero a la comodidad, el lujo y toda la
opulencia que Veo en torno. Al menos, en la miseria yo tenía certeza, y lo mismo
todos los pobres conmigo, Pero los que viven ahora a mi alrededor en medio del
lujo, del maquinista al hombre de negocios, del doctor al plomero, de la
secretaria al ama de casa, no tienen certeza en absoluto, ni raíces, ni calma, ni,
en consecuencia, esperanza...
"Y no desean lo que yo puedo darles. Me reprochan que no les hable de justicia
social y de problemas sociales o de lo que sea la moda estúpida del momento. Una
vez les cité al gran estadista y filósofo inglés, Edmun Burke, que dijo hace casi
doscientos años: "No debería escucharse más sonido en la Iglesia que el de | la
Voz curativa de la caridad cristiana. La causa de la libertad civil y del gobierno civil
ganan tan poco como la causa de la religión con esta confusión de deberes. Los
que abandonan su auténtico carácter para asumir lo que no les pertenece son, en
su mayor parte, ignorantes por completo del mundo en el que tanto les gusta
mezclarse, y sin experiencia en los asuntos mundanos sobre los que se pronuncian
con tanta confianza, o tienen de políticos más que las pasiones que excitan. ¡Con
seguridad que es en la Iglesia donde debería permitirse la tregua de un día entre
las disensiones y animosidades de la humanidad! No necesitamos teólogos
entendidos en política, ni políticos con ideas teológicas."
"Pero ellos no tenían la mínima noción de ese gran hombre, Edmund Burke,
¡aunque la mayoría de los jóvenes saben todo lo que hay que saber sobre Marx!
"Bien, me acusaron de anticuado, ¡como si la verdad hubiera sido alguna vez
un anacronismo! Les hablé de las eternas verdades de Dios, les leí del Evangelio, y
les dije que, cuando los hombres caminan con Dios y su verdad y su justicia y las
practican humildemente en su vida diaria, la justicia social ha de llegar
inevitablemente, y los problemas sociales se resuelven por sí mismos.
"Además, en estos tiempos siempre están hablando de la búsqueda de la
propia identidad, cuando ni ellos mismos saben lo que quieren decir, como no lo
sé yo. Yo les dije una vez que todos tienen identidad desde el momento en que son
concebidos, y que su único deber en esta vida consiste en salvar su alma
individual e inmortal.
"¿Sabe cómo me respondieron? Ofreciéndome sus enfermizas sonrisas
indulgentes. Y recuerdo también un domingo en que les hablé de la sólida realidad
de Satán, y de su gran triunfo que consiste en persuadir a los hombres de que no
existe. Les hablé del pecado... ¡Imagínese, del pecado! ¡Los superiores me dijeron
más tarde que era poco realista al hablar así, que insultaba a la inteligencia de mi
congregación y que el pecado era sólo cuestión de una salud mental defectuosa y
no culpa del pecador! Me sugirieron amablemente que tratara de comprender estos
tiempos modernos, en los que todos tienen una mente tan científica y viven tan
conscientes de la sicología.
"Y estallé. Lo admito y lo lamento, pero me sentí acosado por todas partes.
"Dije a los superiores que sabía perfectamente todo lo referente a la
enfermedad mental, como llaman al pecado, y todas las estupideces que sobre ello
se escriben en la prensa, y todos los solemnes discursos de los que, sin saber de
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ALMA OCTAVA
EL GRANJERO
"Esposa de Bath"
ALMA OCTAVA
comprensivo con personas que viven a mil mi- Has o más; a uno no le cuesta
nada alzar los ojos al cielo y hablar con voz profunda y engolada. Pero
tomarse la molestia de hacer algo por los vecinos, con su propio dinero y su
propio trabajo... ¡Oh, no! Eso no tiene el menor significado ahora. Eso no es
tener sentido... ¿cómo dicen esos bocazas con su estúpida jerga?... de
responsabilidad mundial. ¡Un cuerno!
Se retrepó cómodamente en el sillón y sacó la pipa. La había preparado
fuera, y llevaba el encendedor que le regalara Al, su hijo, y no creía que
importara en absoluto el fumar aquí, porque el acondicionador de aire se
llevaría el humo de todas formas. No se había sentido tan cómodo desde que
muriera Beth, relajado y en paz, hablando con alguien que comprendía.
—Por ejemplo, ese joven que vi ahora mismo, ahí fuera, con sus estrafalarias
ropas de la gran ciudad. Me dice que no tiene problemas. Bueno, ¡si ese joven no
tiene problemas, estoy dispuesto a comerme el sombrero! Porque tiene más
que pelos en la cabeza. Como todas las gentes de la ciudad, y algunas del campo
en estos días. Y todo ese "amor", y toda esa prisa, y el estar "alerta", y el meter
las narices en los asuntos del prójimo —especialmente si el prójimo está
exactamente al otro, lado del mundo—, ¡seguro que no está haciendo feliz a la
gente! Más bien miserable. Jamás vi personas tan tristes en mi vida como
puedo ver ahora, y gentes tan llenas de odio, y tan mezquinas como el mismo
pecado. Algo anda mal. Fumó un poco, reflexionando:
—Cuando Jesús hablaba de amar al prójimo, creo g que Él no quería decir
salir a toda prisa de su propio 1 país para ir a buscar al prójimo en Grecia o
Roma, 1 o donde fuera, para hacerle bien. Él se refería al tipo que vivía en la
casa de al lado, con sus problemas. Por ejemplo, Mrs. Campbell, que vive en una
granja junto a la mía, una granja grande, colectiva, como las de los chinos y los
rusos según he oído. Casi todos los días sale en los periódicos de Fairmont
pidiendo dinero para esto y lo otro, para personas que nunca verá, lo que
nosotros solíamos llamar la China pagana y la misteriosa África, y, trabajando por
las Naciones Unidas y todo eso; y al otro lado de mi casa, en una pequeña granja,
hay una joven viuda con tres pequeños que está luchando sola sin conseguir salir
adelante con una tierra tan pobre y sólo el mayor para ayudarla. Y yo le digo a
Mrs. Campbell: "Ahí tiene a Susy Trendall, que no puede comprar fertilizante este
año. ¿Qué le parece si se le ayuda un poco? Porque apenas recibe subsidios." Y Mrs.
Campbell me dice: "Todo el dinero que estamos recogiendo va a la Asociación para
las Naciones Unidas y las Naciones en Desarrollo, y Mrs. Trendall debería ir a la
Asistencia Pública, si tan pobre es."
"Bueno, vamos a ver, ¿es eso caridad cristiana, es eso ayudar al prójimo? No,
señor. Eso es una falsedad y una crueldad; eso es transformar la caridad en una
fiera. Así que yo voy a casa de Susy y la ayudo con el tractor, y le digo a Mrs.
Campbell que empiece a amar a su prójimo y no busque causas que la hagan
sentirse importante y buena. ¡Buena! ¡Qué hipócrita! Parece que todo el maldito
país está invadido por embusteros e hipócritas ahora, y no por personas buenas y
sensatas como las que yo he conocido siempre, desde que era un crío en la granja
que pertenecía a mi abuelo, y después a mi padre, y ahora a mí. Todos esos
"bienhechores" que vemos por ahí en estos tiempos tienen el corazón más duro
que una piedra y ojos de gatos salvajes. Me hacen sentir náuseas.
La pipa temblaba ahora en su mano.
—Siempre ha habido personas mezquinas que solían ocultarse bajo lo que
llamamos el "manto de la religión", lo que les permitía disimular su mezquindad y
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avaricia y odio por su prójimo, a la vez que citaban las Escrituras y veían crecer
sus cuentas bancarias. Pero esas mismas personas ya no buscan el manto de la
religión para ocultar su dureza de corazón. Ahora buscan algo que los párrocos
llaman el evangelio social. Pero funciona poco más o menos igual: "Guarda tu
dinero, habla en voz muy alta del amor, consigue convencer al prójimo de que
tienes muy buen corazón y tendrás una maravillosa reputación de hombre bueno."
¡Tiene gracia! Cuando las gentes se escondían bajo el manto de la religión, todos
lo sabíamos y nos reíamos de ellos. Pero ahora no podemos reírnos de esos tipos
del evangelio social. Algunos incluso llegamos a creerles, y eso es sólo parte de la
locura general que hace que me duelan hasta los... bien, ya sabe.
Asintió vigorosa y amargamente. Tenía la extraña sensación de que el hombre
tras la cortina estaba de acuerdo con él.
—Y luego está el gobierno, que no deja de interferir en la vida privada de todos.
En otro tiempo habríamos sacado las armas y arrojado a los hombres del
gobierno de nuestras tierras y habríamos echado mano de la Constitución. Bien,
puedo decir, y me enorgullezco de ello, que jamás acepté uno solo de sus malditos
cheques, aunque me los han ofrecido una y otra vez. Acepta un cheque del
gobierno, y es como si te pusieras una cadena en torno al cuello. No, señor. eso
no es para mí. Yo tengo que pagar la Seguridad Social, o como sea que la llamen,
pero eso es todo; y mientras mis piernas me sostengan y pueda caminar, no
acudiré tampoco a la Seguridad Social; no, señor. Y tal vez ni siquiera entonces.
Yo tengo mi orgullo.
"Lo cual me recuerda el asunto que me trajo aquí, a abusar un poco de su
tiempo.
"En tiempos, cuando yo era muy niño, e incluso hasta hace veinte años, había
dieciocho granjas en torno a la mía. Ahora una sola familia las posee todas, ¡los
Campbell! Piense en eso. Los demás tuvieron vender su tierra a esos malditos y
ambiciosos Campbell, con su moderna granja industrial, y se fueron a vivir a la
ciudad, en una de esas cajas que ellos llaman viviendas del desarrollo. Las
ciudades siempre olieron mal. Y ahora huelen incluso peor. Y el olor no es sólo por
el aire sucio y la polución, sino por sus almas. Babilonia. No hay pecados
auténticos que cualquiera puede comprender, pecados del cuerpo; no, ahora son
pecados del alma, pecados enfermizos, demoledores, que le aterran a uno. Agitó
la cabeza.
—¡Maldita sea si no me alegro de tener setenta y cinco años y haber vivido
cuando el mundo era sólido y auténtico, como una buena cosecha de manzanas,
aunque todo el mundo, en la ciudad y en el campo, tuviera que trabajar diez o
doce horas al día! Todo el mundo habla de esta maravillosa era, pero es lo
mismo que esas funciones que se ven en el teatro: todos simulando y corriendo
de aquí para allá, y suspirando, y haciendo un gran espectáculo con sus sonrisas
y sus miradas, y hablando como imbéciles. ¡Qué ocupados están todos! Trabajan
ocho o nueve horas, incluso en las granjas. Y no tienen tiempo. ¡No tienen
tiempo! No tienen tiempo para hacer visitas a los vecinos, para sentarse en
el pórtico y hablar y observar las luciérnagas en el césped y escuchar el
viento. No. Se van rugiendo en los coches a la ciudad, y vuelven rugiendo, y
están exhaustos, y disponen de radios y televisores ruidosos, y jamás leen nada
en la vida después del colegio, pero, ¡maldición!, actúan como si fueran cultos
cuando sólo son estúpidos que nada saben' en absoluto, ni de ellos, mismos ni
del mundo. Si algo leen son libros sucios, y entonces guiñan un ojo y se sien-ten
muy modernos. ¡Demonios!, todas esas palabras se escribían en la parte
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"Papá, yo soy todo lo que tú tienes desde que mamá murió, ¿por qué quieres vivir
ahí completamente solo, cuando tienes una fami- Lo peor de todo es que yo sé
que dicen la verdad. Me quieren, y a mí me gusta verlos cuando vienen, y es casi
como en los viejos tiempos. Pero no me gusta su maldita ciudad, con los coches
corriendo de acá para allá y sin un pedazo de tierra en que poner el pie.
Se detuvo.
—Había olvidado decirle mi nombre, Adam Faith. 1 Mi madre era caprichosa.
Pero ahora sí que me gusta el nombre, aunque la gente solía reírse de él.. No
me importa. La cuestión es que la presión de los impuestos es cada vez mayor y
quizá pierda mi granja. Al dice que me enviará el dinero para completar! lo que
no puedo pagar, pero no me gusta aceptarlo, aunque Al recuerda bien lo de
honrar padre y madre, seguro que sí. Siempre lo tiene presente. ¿Qué cree
usted? ¿Cree que debo vender y venirme a la ciudad?
Siempre tuvo una gran imaginación, solía decir Beth, de modo que sólo sería
su imaginación, pero fue algo espléndido lo que le aseguró que el hombre tras
la cortina le contestaba con un enfático "¡No!".
—En realidad —dijo con voz repentinamente cansada— supongo que no soy
importante en absoluto, sólo un don nadie. Como dice Al, todo lo que conocí en
mi vida fue el trabajo. El trabajo duro. Como dice Al, tampoco fui demasiado a la
escuela, pues la escuela estaba a siete kilómetros y era un infierno llegar hasta
ella en invierno, y además sólo era para chicos de seis y siete años. Me levantaba
al amanecer, en aquel cuartito bajo el tejado que ardía en verano y estaba helado
todo el invierno, y me acostaba en cuanto se ponía el sol y las vacas estaban
seguras en el establo y los cerdos y gallinas habían comido ya. Y me dormía como
un tronco, como si estuviera muerto. Y arriba otra vez, al trabajo, y luego
corriendo a la escuela, y luego corriendo a casa para hacer algo más. Quizás Al
tenga razón después de todo. No tuve la oportunidad de ser nada más que un
estúpido granjero en una granja que va no rinde, con los impuestos y las
restricciones del gobierno. No acepto sus cheques, pero ellos vienen amenazando y
diciéndome lo que puedo o no puedo cultivar. ¿Es que ya no es éste un país libre?
No, no lo es. Pero a muchos granjeros les gusta. Tienen seguridad, dicen. Seguridad
contra los años de mala cosecha, en los que hay que apretarse el cinturón.
Seguridad, dicen, contra los caprichos del tiempo, en los años buenos y malos.
Seguridad para comprarse coches y correr a la ciudad, a los bares y cines, y
comprarse televisores y llevar trajes de fantasía.
"Quizás Al tenga razón. Tengo setenta y cinco años. Ya no puedo permitirme
contratar obreros, como solía hacer en ocasiones. He de hacerlo todo yo mismo. Y
aquello está horriblemente solitario por la noche y los domingos. No hay vecinos
con los que charlar, como solíamos hacer. Vaya, recuerdo la época en que conocí a
Beth...
Los Zimmer tenían una granja junto a la de su padre, alemanes buenos y
trabajadores, que hicieron su casa de piedra sólida, e hicieron fructificar su tierra.
Mrs. Zimmer, como su propia madre, parecía tener tiempo para hacerlo todo.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
1. La palabra faith significa fe. En cierto modo el nombre podría traducirse como Fe de
Adán. (N. del T.)
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Daba el sol en los tejaditos del pequeño pueblo, se reflejaba en las ventanas y
hacía que las vidrieras de la iglesia lucieran como arco iris. Y la gente, en pie,
cantaba con todo su corazón mientras él y su padre esperaban en el atrio. El
párroco se detuvo un momento estirándose la chaqueta, y algunos hombres le
ayudaron a colocarse bien la corbata, a la sombra púrpura de la iglesia y con el
aroma de la hierba cercana. Y él, Adam, sudaba bajo su grueso traje negro de lana, y
le dolían los pies a causa de las botas nuevas, y aún sentía en el cuello el picor del
reciente corte de pelo. Y el corazón le latía como la lluvia de verano sobre un
tejado... Escuchaba los cantos del pueblo, y el laborioso latir del viejo órgano, y no
sabía si estaba asustado o no, y se preguntaba cómo se sentiría Beth.
El párroco entró en la iglesia y, cuando las puertas se abrieron, el sonido del
canto se convirtió en un estallido de gozo, las voces de la fe, de la gloria y la alegría.
Luego Adam escuchó una nota diferente en la iglesia. Un silencio, un silencio
impresionante. Y de pronto comenzó la música de nuevo, la marcha nupcial, un
poco vacilante todavía, y su padre, soltando una carcajada, le cogió el brazo y se
lo llevó a toda prisa al altar que estaba cubierto de crisantemos y helechos. Todos
los hombres entraron en tropel tras él y se apresuraron a colocarse en los bancos
de madera, recientemente barnizados y aún algo pegajosos, y hubo un estruendo
de abanicos entre la congregación, rostros alegres que le miraban con afecto, todos
tostados por el sol. Los niños observaban también. Y en el instante en que la
marcha nupcial sonaba al fin con toda fuerza entró Beth por el pasillo central
con su tío Zimmer, ya que ella era huérfana, envuelta en flotante blancura, un traje
encantador que ella misma se hiciera, y con el velo de encaje de su madre sobre el
rostro. La hermosa Beth, tan fuerte y noble como la tierra. Al contemplarla le
pareció a Adam que su propio cuerpo se expandía, crecía, se fortalecía, y que el
corazón no le cabía en el pecho, y deseó llorar.
Luego estuvo Beth junto a él, su mano cálida en la suya, los ojos mirándole
brillantes a través del velo, y la aureola de sus dorados cabellos enmarcándole el
sonrosado rostro. Tuvo la impresión de que las mujeres lloraban y sonreían, y que
los hombres reían, pero sólo se daba cuenta realmente de Beth y del guiño azul de
sus ojos.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
amable. Regalaron al recién nacido una magnífica vaquilla y un joven ternero que
iniciaron una buena casta, y muchos otros regalos más, dados con alegría y con
gozo recibidos.
—Eso fue antes de la guerra, mucho antes de que entráramos en ella, en la
primera, quiero decir —dijo Adam a la cortina azul sobre la alcoba—. Una época
maravillosa, llena de paz. No había dictadores ni luchas, ni asesinos en el
gobierno, entonces. Vaya, había libertad en el mundo para todos; excepto en
Rusia, donde estaba el zar, y en algunos lugares de las selvas de África. Auténtica
libertad, en la que nadie molestaba a un hombre honrado y temeroso de Dios con
formularios del gobierno, y cada uno se ocupaba de sus propios asuntos,
trabajando toda una jornada de honrada labor y educando a sus hijos para que
fueran hombres y mujeres decentes que amaran a su país y a su Dios, y fueran
a la iglesia los domingos y se cuidaran del prójimo cuando éste estuviera enfermo,
o no pudiera trabajar, o cuando daba a luz, o cuando tenía hambre. No había
bandas juveniles, ni chicas que se metían en líos, ni asistentes sociales corriendo
de un lado a otro y metiendo las narices en los asuntos de los demás, excepto
en los suyos propios. Y no había lucha en las calles. La mujer que trabajaba de
firme en la huerta y en la casa era la que tenía los derechos de que tanto se oye
hablar estos días, y el hombre que se cuidaba de la tierra como nadie y cultivaba
el mejor ganado... era el que la comunidad admiraba. No se oía decir con
demasiada frecuencia que un hombre se diera a la bebida, o que una mujer se
echara a la calle en aquellos tiempos. Estábamos condenadamente ocupados
viviendo y disfrutando de la vida. Y trabajando, como Dios quiso que hombres y
mujeres trabajaran, bajo la limpia luz del sol y la lluvia. Sí, era un mundo libre
entonces, un mundo realmente libre, y no una sociedad acosada por todas
partes con ruidosos burócratas y gente que reparte dinero a costa del público.
Un hombre podía pasear erguido y orgulloso por sus acres de tierra, e incluso por
las calles, y sentirse seguro, y eso es algo que uno ya no puede sentirse en estos
días... seguro.
Suspiró.
—Me da la impresión de que el mundo está ahora lleno de llorones. Todos
tienen miedo de todo, a pesar de sus grandes sueldos y sus coches, y las casas
hipotecadas, y las cocinas llenas de brillantes estupideces. Viven en perpetuo
terror mortal, saltando al menor sonido y leyendo con miedo las noticias del
periódico. ¿De qué tienen miedo? ¿De morir? ¿Es que nadie les ha dicho jamás
que la muerte es tan natural como la vida, y que todas sus vitaminas y sanas
comidas, como ellos dicen, no los mantendrán vivos más tiempo del que
estuvieron sus padres o sus abuelos? Y si es que les mantienen vivos... ¿para qué,
de todas formas? ¿De qué sirven al mundo si son unos gallinas, como los críos
solían llamar a los cobardes? ¡Vaya, si ni siquiera son ya hombres libres! No
libres como nosotros.
De nada servía negarlo: la vida era muy dura en la granja, pero era una
dureza auténtica y maravillosa, I pues estaba relacionada con el viento y la
nieve, la tempestad y las inundaciones, las sequías y las tormentas.
—Recuerdo cuando se desbordó el río —dijo al hombre que le escuchaba—.
Muchos de nosotros quedamos arruinados, pues se llevó el trigo del invierno y
mató mucho ganado y llenó de barro los graneros y casas. Pero nos reunimos
todos y lo construimos todo de nuevo. Se podían oír martillos y sierras en muchos
kilómetros, mientras los hombres trabajaban al sol y las mujeres traían cestos de
comida y jarras de leche fresca, y hasta los pequeñines colaboraban como todos los
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
demás eligiendo clavos y trayendo agua. ¡Todo, quedó nuevo tras la tormenta y la
inundación! El río había arrojado tierra buena y fértil sobre los campos, y nunca
tuvimos cosechas como las de aquel año. Fue como una renovación. Recuerdo. Fue
bueno...
Luego se rió secamente.
—Ahora ya no se ven personas como aquéllas. Sólo gentes falsas. El verano
pasado mi nieto Roger, aquel de que le hablé, vino a quedarse dos meses
conmigo y lo pasamos estupendamente bien. Roger levantó uno de esos puestos
en la carretera y vendimos melones y zumo de fruta y mazorcas de maíz y leche
fresca, y algunas tartas que hizo Mrs. Trendall para vender, tartas muy buenas,
como las de mi Beth. Y pan de verdad. Les pusimos buen precio y lo vendimos
todo. Ella necesitaba el dinero.
"Bien, señor, pues un día aparece uno de esos grandes remolques con una
mujer con tacones altos y una gran mata de pelo ahuecado sobre la cabeza y
una falda corta y estrecha que era un escándalo, con dos chicos gruesos y
mayores que Roger y un marido asustado. "De paseo por el campo", dice ella, con
esa voz dura y descarada que las mujeres tienen en estos tiempos, y con esa
mirada dura y ambiciosa que se gastan, los ojos además todo pintados... Y señala
la leche y pregunta: "¿Es de una vaquería?"
—Bueno. La pregunta me deja desconcertado. ¿De dónde demonios se puede
sacar leche más que de una vaca en una vaquería? Pero ésos de la ciudad... Y va
Roger y le dice, suave como ]a seda: "Señora, está pasteurizada, naturalmente."
Pero ella dice, agitando mucho las manos: "No es eso lo que yo pregunto. ¿Es de
una vaquería?" Yo me rascaba la cabeza atónito, pero Roger estaba tan serio
como un párroco. Entonces dice: "No, señora. La han hecho en una fábrica." Y
entonces ella asiente como si lo supiera todo y grita: "¡Eso es lo que me figuré! No
podéis tomarla, chicos."
"Antes de que yo pudiera decir nada empieza a tocar los melones y a preguntar
si están limpios, y Roger le contesta, tan serio como un párroco: "Pues no, señora,
no tuvieron que ir al lavabo hoy." ¡Y aquí fue cuando oímos por primera vez al
marido asustado! Estalló en una carcajada, cacareando como una gallina, y su
mujer se enfadó con Roger y todos ellos se metieron en el remolque y salieron
zumbando.
"¡Qué gente más estúpida! Ni siquiera saben dónde o cómo crece la comida,
quizá creen que la hacen en las fábricas o sobre los rascacielos. Ni siquiera se
preocupan de dónde viene el agua, esa preciosa agua que mantiene sus indignos
cuerpos limpios y vivos. Creen que sale simplemente de los grifos, y no de las
corrientes, ríos y lagos, ahora todo polucionada con la suciedad de la gente y de
las fábricas, hasta el punto de que es peligroso bebería; no como la de mi pozo,
pura como un diamante.
"Cuando yo era pequeño, la mitad de la gente o más vivía en la tierra, e
incluso los de la ciudad estaban próximos a campos, bosques, ríos y lagos, y
podían salir a pasear sobre su verdor, y oler la buena tierra. Pero ahora apenas
nadie vive en la tierra, ahora todo son granjas combinadas, como fábricas, con tan
poca vida auténtica en ellas como en una lata de conservas. Granjas combinadas,
como la que tienen los Campbell. Quizá sea eficiente. Quizá sea cierto que nosotros
no podríamos seguir alimentando al país con nuestras granjas familiares. ¡Pero no
lo creo! ¡Claro que podríamos!
"De todas formas, ¿qué saben las gentes de la ciudad en estos tiempos sobre el
campo y la tierra? Nada. La mayoría de ellos jamás han visto una vaca. Una
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
mujer de la ciudad, que nos compró algo en el puesto junto la carretera, saltó
auténticamente asustada cuando vio a la vieja "Betsy", nuestra mejor vaca, y
me preguntó si estaba domesticada, y yo le dije, siguiendo a Roger, que no, que
era antropófaga, y la muy estúpida chilló como la sirena de una fábrica y se metió
en el coche como una ardilla. ]Y lo menos pesaba ciento cincuenta kilos! Se lo digo,
párroco, la gente que no conoce la tierra es peligrosa, gente mala, gente falsa,
siempre dispuesta a chillar, a asustarse y a correr como esos animales de los que
se oye hablar, lo leí en el Reader's Digest, que cada año emigran de Europa y se
arrojan al mar y se ahogan.
"Una vez oí esta historia: un científico le pregunta a uno de ellos por qué hacen
esto, y él le contesta: "Bien, señor, nosotros nos preguntamos por qué no lo hace
la raza humana." ¡Pues ya lo creo que tenía razón!
"Bien, de una cosa me alegro. Yo viví mi vida en un mundo de personas reales,
no falsas, con corazones de goma y cabezas de papel y bocas ruidosas, en vez de
sentido común. Viví mi vida en un tiempo de paz y buenos vecinos, de amor y
afecto, de duro trabajo a la luz de la chimenea y las lámparas, con el olor de las
manzanas que se guisaban en grandes vasijas de cobre bajo los robles, y el sonido
de las campanas de la iglesia resonando sobre las colinas, y el rumor del río en
verano, cantando para sí, y el estruendo del viento que arrastra a lo alto las
nubes del invierno. Viví mi vida con una buena esposa a mi lado, con el olor de
su buen pan cociéndose en el horno, oyendo sus plegarias e himnos por la mañana
y sus risas al ver a los chiquillos que jugaban en los campos. Viví mi vida con Dios y
la tierra, con raíces vivas en mis manos, y con el trigo verde en invierno, cuando
las nieves se derretían, y los campos llenos de flores y de abejas en primavera.
Viví mi vida con la vida y la muerte, y era todo tan real y auténtico como un
tazón de bue na leche. Y tan dulce como ella, y tan vivificadora.
"¿Sabe una cosa, párroco? Jesús sabía todo lo de la tierra? ¿Recuerda sus
historias sobre el sembrador y la semilla, y los lirios del campo, y las viñas y
olivos, y la higuera, y las colinas, y las aguas? Era un campesino como yo. Nos
hablaba en nuestro lenguaje! Nosotros le amábamos en el campo. Se necesitó una
ciudad para matarle. ¿Qué saben ellos sobre la vida, de Él, que fue la Vida? Nada.
¿Cómo iban a entenderle, a Él y a sus caminos? No podían. Esas gente siempre
matan la vida. Por eso son tan condenadamente peligrosos, con esas fulanas muy
listas que ellos llaman mujeres modernas, y sus estúpidos hijos llenos de pecado, y
sus hombres asustados. Quizás el gobierno tenga que vigilarlos en verdad.
Cualquier granjero podría decirle que una vaca asustada es una bestia muy
peligrosa, peor que cualquier toro o que una serpiente venenosa. Porque tiene que
matar, una vez está asustada. Como le ocurre a la mayoría de la gente. Están tan
asustados que casi siempre pierden la cabeza. Así que quizás el gobierno tenga que
vigilarlos constantemente, al modo que se vigila a los locos que se han escapado
del manicomio.
Agitó la cabeza una y otra vez.
—Pero no era así hace cincuenta años. Era bueno, recuerdo... Un hombre era
valiente de mente y de cuerpo. Siempre lo era, incluso en las ciudades, a la vista
de la hierba y los árboles.
"Bien, ni siquiera la muerte era tan terrible cuando yo era joven. Ahora le
llaman irse, en su estúpida charla, en su medroso modo de hablar, porque no son
capaces de enfrentarse con la verdad y definirla con palabras valientes. Nosotros
enterrábamos a nuestros muertos junto a sus padres y abuelos, bajo los árboles,
tras la iglesia, y sabíamos de corazón que no estaban perdidos para nosotros. Lo
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
sabíamos con toda seriedad. gu amor estaba junto a nosotros para siempre, y un
día veríamos sus rostros de nuevo y habría un gran gozo en la Ciudad Dorada. Lo
sabíamos con toda seguridad. E íbamos a las tumbas con las flores que crecían en
nuestros propios jardines, grandes rosas rojas, calientes del sol, y puñados de
margaritas, y heliotropo, y lirios del valle, y ramas de manzano. Nos sentábamos
junto a las tumbas y hablábamos a nuestros muertos con el sol, y el Eterno Amor,
sobre nosotros. Las tumbas eran nuestros hogares, lo mismo que nuestras sólidas
casas; ambos nos abrigaban de la tormenta. ¡Oh, claro que llorábamos! Era una
despedida, y una despedida que duraría toda una vida. Pero no para siempre.
Todas las cosas nacen, florecen y dan fruto, y luego se mueren. Un campesino lo
sabe. Es natural, aunque sea triste. Llorábamos. Pero nos rodeaban los fuertes
brazos de nuestros vecinos, y ellos lloraban también, y uno se sentía confortado
pues sabía con seguridad que era amado, y que los muertos eran amados
también, y serían recordados siempre.
"Así ocurrió conmigo cuando Beth murió repentinamente hace diez
años, apenas entre una respiración y otra. Pero me sonrió cuando yo la
cogí y me besó, y luego se durmió como un bebé en brazos de su padre, en
paz. Hasta que Beth murió no empecé yo a mirar las cosas que me
rodeaban y a ver este nuevo mundo en lo que era, y casi morí yo también,
enfermo de corazón y alma.
Inspiró profundamente y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Es curioso. Nunca vi en qué lugar terrible se había convertido el mundo
hasta que Beth murió. Ella era como un tronco de árbol que oculta la vista de un
animal salvaje. Pero entonces lo vi. Sí, señor, rne enfermó, de corazón y alma. No
podría decírselo a Al, él no me entendería. Ahora bien, Al es un buen chico, un
hombre. Ahora tiene cincuenta y dos años y es lo que llaman un hombre de éxito,
y siempre amó a sus padres, y aún me ama, pero no me entendería. Algunos
veces dice que la vida es una carrera de ratas, y supongo que recuerda la granja,
pero realmente nunca la quiso demasiado y por eso no intentamos sujetarle a la
tierra. Parece más viejo a los cincuenta y dos años de lo que parecía mi padre a
los ochenta, y hay en sus ojos una expresión más vieja que la muerte.
"Y lo mismo ocurre con su esposa, una magnífica mujer, con el aspecto elegante
de las de la ciudad. Me dicen que se sienten atrapados. Bien, ¿por qué no se salen
de la cárcel? Que dejen su segunda casa en la costa, y los tres coches que tienen,
y la gran casa de la ciudad, y la criada, y sus clubs campestres. Que hagan menos,
y que vivan con menos. Pero Clara, ése es su nombre, dice: "No sería justo para los
niños. Los niños necesitan y merecen todas las ventajas que podamos darles."
"Bien, pues me gustaría saber —siguió Adam Faith, con su rostro moreno
ardiendo de exasperación y dolor— qué es lo que los niños necesitan, aparte del
amor de sus padres y de saber hacer una buena jornada de trabajo y sentir
respeto por sí mismos y temor de Dios. Y aprender a odiar el pecado y las deudas.
¿Qué necesitan con sus clubs campestres y sus colegios privados, si tienen
buenos colegios con la clase de maestra que era Beth, que sabía meter la
disciplina a los críos y enseñarles y mantenerlos en orden? ¿Para qué necesitan los
coches, y tantos? ¿Qué les pasa a sus piernas? ¡Oh!, podría hablar de eso horas y
horas, de los chicos que tienen ahora, con aire cansado, con aire mezquino,
ambicioso... Niñas vestidas como fulanas callejeras, niños con pantalones largos.
Viejos antes de ser jóvenes. Pero claro, es que no son jóvenes en absoluto ninguno
de ellos. Y sus madres dicen con la cabe-cita inclinada a un lado y una dulce
sonrisa: "Bien, los niños de estos tiempos..." Pero ¿quién ha hecho estos
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
tiempos? Eso es lo que me gustaría saber. ¡Fueron los padres! Y es un negro pecado
en sus almas, este mundo feo, vacío, de piedra, sin vida, lleno de ruido y temor.
Se rió un poco.
—Ahora bien, yo recuerdo cómo era cuando yo era joven. Era maravilloso.
Nadar en agua fría en la primavera, cuando el río era tan verde como la hierba,
corriendo alegre sobre su cauce. Ver salir el sol como una bola de fuego en el
borde de la pradera, como aquel ejército con banderas de que la Biblia nos habla.
Oír el silencio. Y ver ponerse el sol sobre las colinas del oeste, que parecían
encendidas, todo negro abajo, y la tierra callada y en sombras. Recoger las
nueces en otoño, con el aire dorado, humeante, lleno de especias junto a la casa
donde mi padre hacía salsa de tomate. Recorrer las colinas en trineo en invierno,
todo blanco y negro, y brillante como el acero...
Miró la cortina azul con ojos maravillados.
—Sí, lo recuerdo. Era algo espléndido. Usted me hace pensar en todo aquello,
párroco, sólo por el hecho de oírme. Me hace recordar un poema que Beth me
leyó la noche antes de morirse. Ella siempre estaba leyendo poesías. No recuerdo
mucho de él, sólo el final:
"No sabía lo que significaba hasta ahora, gracias a usted, párroco. Eso significa
que yo realmente viví, que tuve un mundo real, y lo disfruté y lo amé, en todos
sus minutos, en todos sus olores y sonidos, incluso en el dolor y la sequía, y el duro
trabajo y las penalidades. "He tenido mi mundo, como en mis tiempos." Lo tuve, y un
mundo maravilloso, lleno de paz, trabajo y satisfacciones. El mundo no me debe
nada. Me lo dio todo. Dios me lo dio todo, un cuerpo fuerte, el amor, unos
extraordinarios vecinos, una maravillosa y buena esposa y un hijo magnífico...
aunque a Al no le guste la tierra es un chico magnífico, Dios le bendiga.
"Quizá Beth sabía que se iba a morir, quizá tuvo una premonición. Intentaba
decirme que también ella había tenido su mundo en su vida, y que estaba
completo, y que nada le debía, ni ella a él. Estaba terminado, como una labor
cuidadosa, pacientemente tejida, pacientemente seguida, rojo, amarillo, verde,
blanco y azul, algunas flores, algunas sombras, dibujos que no podrían explicarse,
algo de primavera, verano, otoño e invierno... toda una vida, reunida y siempre
útil, nueva o vieja. Y cada trozo de aquella labor tenía una historia que contar, y un
lugar que recordar, alegre o doloroso.
"¡Le digo, párroco, que me hace sentirme avergonzado! Venir aquí a usted,
quejándome de cosas perdidas, sin saber qué hacer. ¡Vaya, si tuve una vida
maravillosa, una vida libre! ¿Qué es la vida de hoy comparada con la que yo tuve?
Nada más que polvo y cenizas, como dice el Buen Libro. Le digo que me siento
avergonzado. Quejándome del duro trabajo que hice, como si el hombre no
estuviera hecho para el trabajo duro, con los músculos en los lugares adecuados, y
los huesos también, y los hombros firmes y fuertes. Debería pegarme, sí, señor.
"Pero ¿sabe qué voy a hacer? —se inclinó hacia la silenciosa cortina
ansiosamente—. Voy a conservar mi granja, donde mi abuelo vivió y murió, y mi
padre tras él, y luego Beth. Eso es lo que voy a hacer, así venga el infierno o la
inundación. De algún modo saldré adelante. Contrataré un obrero. Últimamente
no he tenido demasiadas ganas de trabajar duro, y eso es por la edad. Mi abuelo
vivió hasta los noventa y seis, y todos los días en el campo hasta la hora de su
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
muerte. Sólo fue que me desanimé y empecé a pensar que Al tenía razón, y que
yo debería vender e irme a vivir con él y su familia.
"Pero haré algo más que eso por su familia. Conservaré la granja para mi
nieto Roger. Él sí la ama. Él es un campesino de corazón, lo mismo que yo. Y mi
granja será un refugio para él, cuando el mundo se ennegrezca con la muerte y el
terror, y yo sé, tan seguro como que Dios existe, que eso es lo que va a suceder, y
quizá más pronto de lo que la mayoría pensamos. Será un lugar seguro al que ir a
ocultarse, a refugiarse de la tormenta. No importa lo que el hombre haga, la tierra
permanece. Puede ser quemada y destrozada... pero vive, y luego es verde de
nuevo, y llena de vida.
"Nadie va a tener mi granja más que yo y los de mi sangre. Es todo el mundo
para nosotros. Siempre lo fue y siempre lo será. Yo seguiré adelante con la ayuda
de Dios. Recuerdo lo que decía en la placa de mármol de la otra habitación:
"Todo lo puedo en Aquel que me conforta."
Adam Faith se puso en pie, medio sonriendo, medio llorando, e inclinó la
cabeza:
—Sí, es cierto. Hallaré un camino. Conservaré la tierra para el día de la
abominación, de la desolación, como dijo el profeta hace mucho tiempo.
"En estos tiempos un hombre ha de tener un auténtico refugio al que
dirigirse, al que correr, y no será en una ciudad, ni en unas viviendas del
desarrollo, ni en un gran edificio de cristal del gobierno. Será en las granjas en el
campo, bajo los árboles. Tiene que ser en un lugar honrado ante Dios, donde los
hombres Puedan aprender a vivir de nuevo como Dios y la naturaleza quisieron que
vivieran, y no como esos vegetales sintéticos que cultivan en laboratorios y en
agua artificialmente fertilizada. Cuando ese día llegue, no será una retirada. Será
un regreso. A donde el hombre debe vivir.
Recogió su sombrero del suelo, junto al gran sillón de mármol, y alzó vacilante
la mano, sonriendo hacia la cortina azul.
—Ojalá, párroco, pudiese hacer algo especial por usted, que ha sido tan paciente
y me ha escuchado tanto rato, y me ha mostrado exactamente lo que tengo que
hacer, y me ha hecho recordar todas las cosas maravillosas que había olvidado.
Pero supongo que usted tiene todo lo que quiere. Lo que yo pudiera darle, no sería
nada. Pero usted me ha devuelto mi mundo real, y el sol y los campos de nuevo y
toda la esperanza que siempre tuve. Párroco, todo lo que puedo decir es: Dios le
bendiga.
No tocó el botón que le hubiera revelado al hombre que escuchaba, pues no
había leído la inscripción sobre él, ya que no se había acercado a la cortina.
Tímidamente inclinó la cabeza en despedida, luego se enderezó, tan erguido como
un joven, y dejó la habitación.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
ALMA NOVENA
Apocalipsis 3, 17.
ALMA NOVENA
Era ridículo, por supuesto, el que él estuviera allí. No podía comprender qué
le había traído a este absurdo... ¿cómo lo llamada el proletariado?... santuario.
Ése era el nombre que se hiciera tan popular en estos últimos años: santuario.
El hombre tenía ya bastantes santuarios a lo largo de toda su vida, agradables,
cómodos y, al final, la tumba. Primero una cuna encantadora y blanda; y la
transición de la cuna a la cómoda tumba, sobre un colchón de muelles, cortesía de
los enterradores de lujo, apenas era perceptible; no había apenas diferencia. De
la nada a la nada, con la intensa fiebre de la vida en medio, si es que la vida en
estos tiempos tenía algo de fiebre intensa en alguna ocasión, o la había tenido
alguna vez, aparte raros ejemplos en las historias o en las novelas. Del sueño al
sueño, sin más que unas ilusiones agradables y algunas actividades en medio,
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
pero nada que turbara a un hombre bien educado, cuyos padres y abuelos
habían tenido la amabilidad de ganar una fortuna para él.
Aun cuando uno fuera comparativamente pobre, especialmente en esta época
de opulencia, lo grato de la vida difería sólo en grados. Uno lo tenía todo
asegurado, de todo se cuidaban por él, y todo era gozo y alegría... excepto la
muerte, desde luego; pero, después de todo, no resultaba tan poco deseable, ya
que sólo era otro cómodo sueño más.
Lo bastante para que un hombre deseara matarse.
El, John Service, había estado pensando seriamente en ello durante seis
meses. ¿O más tiempo? No podía recordarlo. Estaba aburrido, mortalmente
aburrido de tantas cosas gratas, de la comodidad, la risa, la riqueza, los
cocktails, las oficinas, los hijos bien establecidos ya, los nietos gorditos y
sonrosados, la casa de verano, los inviernos en Florida o en el Caribe, o en
algún lugar lejano y exótico de México o de América Central, o París, o Londres, o
Madrid, o Mallorca. El mundo era realmente pequeño. Al final ya no quedaban
lugares que visitar y explorar. Además, el mundo entero se había hecho
americanizado y estéril, y sanitario, y envuelto en celofán, con excelentes cuartos
de baño, rápidos jet, comidas de gourmet y amables azafatas. Dulce y
encantador. Mientras esperaba en la serena habitación, John Service tarareaba
aquella antigua y popular canción de su juventud. Pero ahora no resonaba
alegremente en su cerebro, sino con una especie de horror y terror, burlona,
como un estribillo demoníaco, un estribillo del mismo pozo negro del infierno.
Dulce y encantador. Epitafio excelente para el mundo... y especialmente para
una vida humana.
La cuestión es que no podía poner exactamente el dedo en la llaga, en el
problema. Con seguridad que este siglo era, a despecho de las guerras y de las
voces que tronaban en las Naciones Unidas y de las pequeñas escaramuzas
aisladas, el sueño de los hombres muertos mucho ha, que habían luchado por la
existencia y dominado el salvaje y terrible ambiente, y navegado por oscuros
mares. Ellos habían soñado con todo esto tan... dulce y encantador. Este paraíso.
Una cuna que era una tumba en realidad, y una tumba que era una cuna,
perfumada y de color de rosa. Especialmente en América. Mientras aguardaba entre
hombres y mujeres desconocidos y silenciosos en la serena y callada sala de
espera, John Service se preguntaba acerca de Rusia, donde todo era aún
comparativamente duro y del color del acero. Pero Rusia contemplaba con envidia
el sueño perfumado y rosa de América y luchaba por conseguirlo para su propio
pueblo. Otros países europeos lo habían conseguido ya. ¿Qué había leído él
recientemente? Que el índice de suicidas crecía rápidamente en las naciones
"felices". En Escandinavia era la que daba mayor número de muertos al año, aparte
del alcoholismo... exactamente lo mismo que en América, si todo se supiera en
realidad. Porque había muchos modos distintos de cortarse el cuello, incluso
contrayendo a propósito una fatal enfermedad: O al menos eso decían los
psiquiatras.
Había venido a este lugar ridículo sin ninguna razón en particular que
pudiera recordar ahora. Pero era otoño, una estación de tonos ocres, dorados,
amarillos, y había un alegre fuego de troncos en la biblioteca en casa, y una mesa
con el té, y una hermosa y serena esposa presidiendo la reunión, y algunos
parientes que murmuraban amablemente entre alegres risas o masculinos
gruñidos. Una típica tarde de domingo en otoño, con la suave luz amarilla
filtrándose por los altos ventanales, y largos rayos de sol poniente sobre los muros
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
menudo había pasado en coche ante aquella área, cuatro acres de parque llenos
de capullos y árboles en flor y pequeñas grutas. Hacía unos cuantos años habían
colocado allí una fuente de mármol, con una estatua en su centro, castamente
desnuda, la cabeza echada atrás y alzada al cielo, una expresión de gozo en el
rostro noble y joven, y los brazos extendidos hacia atrás, como disponiéndose a
volar. Pagano, sí, pero un magnífico ejemplo del arte neoclásico. Las gotas de
agua que brillaban como diamantes saltaban hasta la cima de su cabeza, de
modo que la estatua parecía siempre rodeada de una neblina luminosa. John
Service había llevado allí en ocasiones a algunos amigos que visitaban la ciudad
para que pudieran contemplar maravillados aquel trozo de tierra como un
parque, aquella alfombra verde en medio de los edificios comerciales y de
apartamentos, rechazando el progreso con las ramas de sus frondosos árboles
y la frágil y brillante arrogancia de sus flores. Había mostrado el santuario a sus
visitantes, y éstos habían reído ante su humorístico relato del origen del mismo.
Y él se había reído también. En una ocasión había formado parte de un comité
que tomara una resolución al efecto de que era absurdo dejar que un lugar tan
encantador permaneciera en manos de un grupo particular. "Podríamos —
decía la resolución— establecer un pequeño zoo en beneficio de los niños, o
dejarlo como un lugar al que ir de merienda o construir un music-hall en él, o
asignarlo a las actividades de la comunidad. Incluso una escuela."
"¡Naturalmente, una escuela!", gritaron unos miembros de la P.T.A., que
formaban parte del comité y que nunca se hubieran quedado satisfechos ni aun
disponiendo de aulas de sólo cinco estudiantes cada una en todos los colegios
de la ciudad. Precisamente estos miembros del P.T.A., y el recuerdo de los
elevados impuestos de enseñanza, eran los que habían inducido a John Service,
con gran sorpresa de todos, a votar en contra de la resolución.
Pero siempre se había sentido consciente del hecho de que el santuario era
algo que le avergonzaba a él personalmente y a sus amigos. Era realmente
ofensivo. La gente acudía de todo el país a visitar el santuario, incluso de países
extranjeros. En una ocasión se rumoreó que un grupo de indios de las Naciones
Unidas habían ido allí, exóticos y con sus joyas. John Service siempre se hallaba
disculpándose ante los visitantes: "Es algo sensiblero, naturalmente. Sin gustó, por
supuesto. Fue un viejo, hace años... ¡qué tontería más sentimental! Cediendo al
gusto popular... En realidad resulta muy mortificante. No deben juzgar nuestra gran
ciudad en expansión, y nuestras opiniones realistas y modernas, por este
anacronismo, este absurdo. No, por desgracia no podemos hacer nada al respecto.
Lo dirige un grupo privado, con las rentas de un capital enorme. Ni siquiera
conocemos sus nombres. Sí, he intentado descubrirlos... pero nadie quiere
hablar."
Nunca había llegado hasta sus puertas hasta esta tarde. ¿Qué pensaría la
gente si se viera en aquel lugar al prominente John Service, aunque fuera sólo de
exploración? Podía imaginar la risa de sus amigos, el afectuoso ridículo. Empezó a
silbar suavemente de pie en el blanco escalón de mármol, observando los terrenos,
las manos en los bolsillos de su traje de Saville Row, los hombros echados atrás,
el rostro sin expresión, sus ojos azules muy serenos pero tan sabios y francos
como en su juventud; el pelo, ligeramente gris, removiéndose ligeramente a la
brisa de la tarde.
Luego se sintió consciente de algo terrible. Su mente no le decía nada en
absoluto; aquella mente activa y alerta que era su orgullo, que siempre estaba
discurriendo algo, y vigorosamente. Sentía tan vacío el cerebro como si todo su
124
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
meses .el mismo Presidente se había burlado de él a propósito del santuario! Iba
a presentarse para ser reelegido el año siguiente, y había dicho a John Service: "He
oído que tienen un establecimiento, o santuario, en su ciudad, John, donde hay
alguien que adivina el porvenir. ¡Estoy pensando en ir allí personalmente para que
me lean la mano!" Debía acordarse de citar al Presidente. Pero no citaría al
arzobispo, que le había dicho algo groseramente: "¿Por qué diablos no se mete en
sus propios asuntos, Jack, o visita el lugar personalmente?" A John nunca le habían
gustado los clérigos. Ahora aún le gustaban menos.
Aquella maldita piedra negra bajo el cráneo que había reemplazado a su
cerebro... Sonó una campana y una mujer gruesa se levantó, recogiendo su labor
de punto, y fue a la puerta del fondo. Entró y cerró tras ella. Una vieja estúpida y
gorda. Sin duda iba a pedir consejo para reducir aquella masa grasienta. El
psiquiatra de allí dentro le diría probablemente que dejara de comer. ¡Gente
detestable, la clase trabajadora! Ahora bien, él, John Service, era liberal
naturalmente: pero en algún lado había que marcar un límite. "Marcar un límite,
marcar un límite, marcar un límite", dijo el demonio repentinamente despierto en
su cerebro, que inmediatamente empezó a cantar de nuevo Dulce y Encantador.
Tap, tap, tap... un rumor de pies bien calzados que parecían bailar al son de la
música en su mente. "¡Dulce y Encantador!", chillaba aquella voz demoníaca
entre risas escalofriantes. John Service se llevó las manos a las sienes y apretó.
Estaba seguro de que aquella risa estrepitosa golpeaba sus dedos. "Estoy
perdiendo la cabeza", pensó. "Debo ir a alguna parte. Pero ¿dónde? La muerte."
"Dulce y encantador", chilló la voz infernal en la cámara de su cráneo. Luego se
redujo a un dulce murmullo. Todo siempre tan agradable, tan pacífico, tan
regulado, sereno y satisfactorio... es agradable, ¿verdad? Así es como debe ser la
vida, ¿no?
Alguien le dio con el codo. Fue un codazo muy suave, pero a John Service le
pareció un golpe y se echó atrás en la silla. Una jovencita de rostro compasivo
trató de sonreírle.
—Le toca a usted —susurró con aire de sorpresa en sus ojos cansados ante
aquella extravagante retirada.
Perdone —contestó él con automática cortesía.
No se movió. Tras un instante de vacilación ella señaló la puerta del fondo.
—Es ahí —dijo.
Él miró la puerta.
—¿Yo? —preguntó.
—Sí —dijo la muchacha aún más sorprendida que antes.
Sólo con el fin de escapar a su inminente reconocimiento. John Service se puso
en pie y se dirigió a la puerta pasando ante otros que habían venido y entrado
después de él, sin él percibirlo. Abrió la puerta de modo vacilante, en parte porque
sus piernas temblaban violentamente. Se detuvo en el umbral. No sabía qué debía
esperar, pues nadie se lo había explicado jamás. Quizás una mesa alargada, sobre
un suelo alfombrado, y una tumbona esperando al cliente. Quizás un hombre de
negocios tras la mesa, con un rostro amable y sonrisa forzada; quizás un
psiquiatra. Pero no había nadie allí, ni siquiera el visitante anterior. Altos muros
de mármol blanco, suave y misteriosamente iluminados. Un sillón blanco con
almohadones de terciopelo azul. Y una alcoba totalmente oculta por una cortina,
también de terciopelo azul. Pensó, sin saber por qué, en la placa de mármol de la
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
otra habitación con su inscripción tan clara: Todo lo puedo en Aquel que me
conforta.
De modo que era eso. Un clérigo con conocimientos psiquiátricos. Deseó soltar
una carcajada. Se apoyó contra la puerta que había cerrado tras él y su risa
estalló terrible, ronca, horrorosa incluso para sí mismo. Pero era incapaz de
sofocarla. Surgía de él como algo envenenado, como un vómito. Como un vómito
acre, ardiente, lastimoso, horrible, que saliera de algún lugar secreto de sí
mismo, algún lugar desesperado y horrible. Escuchó el duro eco y se cubrió la
boca con las manos. Pero, tras los dedos, la boca seguía abierta y convulsa.
Finalmente, tras una horrible lucha, pudo dejar de reír.
En nombre de Dios, ¿qué pensaría de él el hombre que escuchara tras
aquella cortina teatral al oír un ruido tan perverso? Un ruido tan indecente. Y
¿de dónde surgía? Él jamás se había dejado ir así, ni siquiera en la infancia.
Dio media vuelta, vencido por la vergüenza, e intentó abrir la puerta por la
que había entrado. Pero no había manilla. Sintió el impulso de chillar como un
niño y golpear la puerta. Sólo se lo impidió el entrenamiento de toda su vida.
Dejó caer el puño, ya cerrado. Al menos no se oía nada en la habitación, ni un
murmullo de consternación, de piedad mortificante. Nada se oía tras la cortina.
El hombre que escuchaba esperaba simplemente. Pero al menos debía conocer
a su cliente, saber si era varón o hembra, y su edad aproximada. Debía haber
un espejo por el que no se viera desde este lado, o un agujerito para
curiosear. John se pasó automáticamente los dedos por el pelo y se enderezó.
"¡Dios mío!", pensó, "¡me reconocerá a mí! Naturalmente, la ética le impedirá
comentarlo. Pero ¡quién es él? ¿Alguien que yo conozco personalmente? Si es
así, entonces veré la burla en muchos rostros en la ciudad".
—Me gustaría —dijo con dignidad— hallar el modo de salir de esta
habitación. Yo vine a hacer una investigación personal, en beneficio de la
comunidad. Ya sabe que este lugar es un escándalo para las gentes de bien. Me
sorprende que un hombre de su categoría tenga que ser cómplice de esta farsa.
¡Oh!, ¿esa puerta al fondo? Muchísimas gracias. Buenas noches. Ya he visto todo
lo que quería ver y, créame, es suficiente.
Se dirigió a la puerta junto a la cortina y la abrió.
Una oleada del fresco aire del anochecer, perfumado con aromas de bosque,
llegó hasta él, aire pacífico, otoñal. Inspiró hasta que la brisa llenó sus pulmones.
Luego pensó en su casa, y en el té, y en la estúpida negrura actual de su mente, y
de nuevo oyó en insidioso susurro: "Muerte". ¡Dulce y Encantador!
La puerta se deslizó de su mano. Dio la vuelta. Sus ojos desconcertados
cayeron sobre el gran sillón de mármol frente a la cortina. Lentamente, paso a
paso, se acercó a él. El cansancio le dominó y se sentó.
—Probablemente le conozco —dijo mirando la cortina—. Puedo confiar en su
discreción, ¿verdad? Después de todo, si alguien supiera... ¡Le aseguro que no
esperaría a oír el final! Mary, mi esposa, ha intentado durante años librarse de este
lugar y de usted. Humillante. Puedo confiar en usted, ¿verdad?
Esperó. Luego se sobresaltó. ¿Había oído realmente una profunda voz,
masculina, que decía: "Si no puedes confiar en mí, entonces no puedes confiar en
nadie"? ¡Qué locura! En verdad no había oído nada. Pero la voz despertaba ecos
en los sombríos corredores de su mente.
Como era cortés por naturaleza, John dijo:
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Los Mármoles Elgin son los frisos del Partenón que se conservan en el Museo Británico de
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
termine? Mi vida dulce y encantadora, mi vida feliz, mi vida tan ocupada, siempre
llena de placer, y comodidad, y serenidad. ¡Mi vida tan ocupada!
Nunca me había sentido tan viejo y cansado como ahora, y en él creció una
alarma como jamás experimentara antes. Había pasado ya el chequeo habitual
del otoño, y los doctores le aseguraban que, biológicamente, tenía diez años menos
que su edad auténtica. Mary estaba aún enamorada de él, y él era tan apasionado
como en los diez primeros años de su matrimonio. Aún la amaba. Sin embargo
estaba tan cansado ahora y se sentía tan viejo y agotado como si hubiera corrido
una larga y ruidosa carrera, cayendo exhausto en la meta. Sí, había sido una
carrera larga y ruidosa, siempre llena de voces alegres y afectuosas, y siempre
aguardándole el premio al final, aunque a él jamás le habían interesado los premios.
Cada carrera había sido un gozo. Si hubiera sido realmente una carrera y no algo
arreglado de antemano con él como ganador inevitable.
—Jamás me he arrepentido de nada de lo que he hecho —dijo frente a la
brillante cortina azul, que le ocultaba al oyente—. ¿No fue Spinoza el que dijo que
era un signo doble de debilidad el sentir remordimiento o compunción? Amo a Mary,
pero he tenido también otras mujeres a lo largo de mi vida matrimonial y me he
divertido con cada una de ellas. Sólo tenía que extender la mano... Jamás le di
importancia... en lo que se refería a Mary, quiero decir. Si ella lo adivinó, nunca
me lo dijo. Es la mujer más serena que he conocido en la vida. ¿Había tenido ella
también algún asunto amoroso? Jamás lo sabré, y realmente no me importa. El
nuestro es el matrimonio más satisfactorio del mundo. Todo un éxito. Eso, al
menos, es lo que dicen ellos.
"Sin embargo, resulta gracioso, pero no recuerdo que Mary y yo hayamos
tenido alguna vez una serena conversación a solas, jamás, ni en la cama. Aunque,
si vamos a ver, no recuerdo haber tenido una serena conversación con nadie, ni
siquiera con mis padres. Ni con mis hijos, naturalmente. Son tan reprimidos y
están tan ocupados como Mary y yo lo estuvimos siempre, y seguimos estándolo.
Siempre ocupados, siempre yendo y viniendo, siempre rodeados por otras
personas, voces, música, acontecimientos sociales... Siempre felices y serenos.
El cansancio que pesaba sobre él era tan agotador que se sentó de nuevo en
la silla.
—Dios mío —murmuró—, ¿por qué estoy tan cansado?
Sacó el pañuelo y se secó el rostro, aunque la habitación estaba fresca y
parecía perfumada con el fresco aroma de los helechos. Recordó la placa de
mármol en el muro de la otra sala y sonrió débilmente. Todo lo puedo en Aquel
que me conforta.
—Bien —dijo—, todas las cosas las hice, v las hago, por mí mismo, y jamás se
me ocurrió que necesitara la ayuda de nadie. Después de todo, un hombre debe
bastarse a sí mismo. Eso es lo que hice... ¡No! ¡Jamás tuve necesidad de bastarme
a mí mismo, ni una sola vez en mi dulzona vida!
Empezó a hablar con tono rápido y desordenado: —La primera vez que me
sucedió fue hace cosa de un año. Ahora lo recuerdo. En estos días se habla
constantemente de la "era espacial". La gente siempre se siente excitada por
alguna "era". Recuerdo la "era del aire" y cómo se nos exhortaba a que
estuviéramos bien conscientes de ello. Luego fue la "era del jet", y antes la "era
atómica". Siempre hay alguna era en marcha. Uno pensaría que la gente debía
recordarlo, pero ellos creen que cada día, o cada acontecimiento, acaba de salir de
su limpia envoltura de celofán.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
"Sí, recuerdo cómo me sucedió. La era espacial, los astronautas. Tuvimos una
interesante conversación en el club sobre el cohete y los jóvenes en la cápsula. Y
luego, cuando me fui a dormir, no conseguía conciliar el sueño, sin saber por qué.
Generalmente me quedo dormido en un minuto o dos, cuanto más, jamás en la
vida me ha impedido el sueño un dolor de cabeza, ni una enfermedad. Pero de
pronto vi ese "espacio" del que siempre nos están hablando últimamente. Lo
exploré con mis ojos. Vi alzarse y caer los mundos, todos los colores del arco iris
contra el negro vacío del espacio. Y mis ojos seguían avanzando más allá de
sistemas y constelaciones, buscando los límites, buscando el punto en que el
espacio había de curvarse, según explicó Einstein. Pero, ¿sobre qué se curva? Sí,
ya he visto esas demostraciones con un trozo de papel que se dobla de cierto
modo, aunque, en realidad, nunca lo entendí, y, si uno sigue en la misma dirección
el tiempo suficiente, da la vuelta al espacio y llega al punto en que empezó sin
haber dado un paso atrás. No, nunca conseguí entenderlo. Después de todo, lo
mismo puede hacerse si uno da la vuelta al mundo. Pero más allá del mundo está
el espacio y otros mundos, y otros sistemas y constelaciones y galaxias...
"De pronto me encontré incorporado en la cama, mirando la oscuridad, y el
corazón me latía desordenadamente, hasta que llegué a sentir un auténtico dolor
en el pecho. No había fin en el espacio, aunque se curvara. Es posible seguir
corriendo a través de la eternidad, a través de interminables universos, y no existe
el fin. Se lo digo, ¡casi perdí la cabeza! Podía sentir cómo vacilaba y se me iba, y me
dominó una horrible sensación, como si me estuviera muriendo. Y supe que uno
no vuelve jamás al mismo sitio.
No sabía que se había puesto en pie, pero ahora se dio cuenta de que
estaba de nuevo ante la cortina, temblando, y que su sombra temblaba en el
muro blanco junto a él.
—El espacio interminable —susurró—, universos interminables, galaxias y
constelaciones interminables. ¿Cuál es el significado de todo ello? ¿Cómo vino a
la existencia? Y ¿a dónde va? Y ¿por qué? Jamás pensé en ello antes, pero
desde que lo pensé he deseado morir, matarme. Abismos y más abismos de
oscuro espacio, salpicado con esos malditos universos brillantes que giran
sobre sí mismos —abismo tras abismo— para siempre. Aun ahora, pensando
en ello, siento cómo mi cerebro vacila y teme. ¿Por qué?
Vio cómo su mano, involuntariamente, se dirigía al botón. Pero de nuevo la
retiró.
—¿Puede entender esto usted, el que está ahí? Un hombre como yo, que ha
tenido una vida serena y agradable, sin problemas, mi vida tan, tan llena, llena de
sucesos cómodos o deliciosos, y serena conversación, siempre superficial, ya sabe,
y viajes y visitas a los hijos y nietos, y visitas a los amigos... una vida
maravillosamente llena. Y de pronto mi vida importante, mi ciudad importante, mi
familia y mi esposa tan importantes, y mi importante lugar en la sociedad y en el
país, ¡se disuelven en la nada y carecen de la menor importancia! Resulta que
vivía en un mundo que apenas si era una chispa incluso en su propio sistema solar,
y ni siquiera una chispa en su lugar en la galaxia, y que nunca sería conocido de
billones de mundos que ocupaban ese maldito, ¡ese maldito!, espació interminable.
Fue el espacio, ya ve, el espacio interminable. Y nada de lo que lo llenaba era
importante tampoco. Todo carecía de significado, como no tiene significado mi
vida, ni lo tuvo nunca, mi vida tan llena, tan ocupada...
Había sudor en su frente y mejillas, y en sus manos. Se lo secaba sin saber lo
que hacía. Su respiración era rápida y alterada en aquella habitación totalmente
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
silenciosa. Había olvidado por qué había llegado hasta allí. Se le había olvidado
todo.
—Yo... yo he tratado de hablar de esto con otras personas. Pero se limitaron a
mirarme sin decir nada. No sabían lo muy asustado que yo estaba. Hablé con Mary.
Y ella dijo serenamente: "Bueno, de nada sirve, ¿verdad?, el pensar tanto en eso.
Podrías llegar a perder la cabeza. Nunca lo sabremos. Así que, ¿por qué no vivir lo
más agradable y serenamente que podamos cada día, y dejar que los científicos
piensen en todas esas cosas? Eso es mejor, ¿no?" Así fue como me habló Mary.
"Pero ahora, Dios me ayude, ¡estoy convencido de que eso no es lo mejor para
mí! No puedo dejar de pensar, y cuando lo pienso odio la vida, y luego me da
miedo morir y dejar todo lo que tengo, que es todo cuanto un hombre podría
desear. ¿Por qué no puedo apartarlo de mi mente y seguir divirtiéndome con mis
amigos y mi familia, con el trabajo tan agradable que llevo a cabo? Sería más fácil
si yo tuviera una religión, porque entonces los tópicos de un ministro quizá
llenaran ese vacío en mi mente. Sería más fácil si pudiera detener el tiempo y
seguir siempre donde .estoy. Pero ya ve, estoy envejeciendo. Dentro de cuatro años
tendré sesenta y... y luego, algún día, llegará el fin, y me iré a esa oscuridad. Ni
siquiera veré esos universos infernales.
Alzó las manos en un agudo gesto de desesperación.
—¡Y no seré nada, como nada es mi vida, tan llena y fecunda! Y ni siquiera
tendré conciencia para saber que no soy nada. Si por lo menos mi familia, en mi
infancia, me hubiera hablado de la religión... ¡Oh, claro! me llevaban a la iglesia
con ellos, por aquello de quedar bien, cuando era muy pequeño. Y,
naturalmente, siempre hubo matrimonios, confirmaciones, bautismos y
funerales a los que asistir, y un ministro muy correcto que decía las palabras
más adecuadas y felicitaba a su Dios por tener una congregación tan bien
organizada y educada a su cargo.
"Sólo eran palabras. Apenas recuerdo ninguna de ellas. Yo me sentaba muy
formal con mis padres, y luego con mi esposa, y más tarde con toda la
familia y amigos, en las ocasiones en que lo más correcto era ir a la iglesia.
Pero sólo eran palabras, y aburridas además. Siempre contaba los minutos
hasta que podía regresar a mi vida tan llena, tan organizada, feliz e
interesante. Una vida que no es nada en absoluto, porque jamás fue nada.
Extendió de nuevo las manos y una de ellas fue a caer sobre la cortina
azul. Ésta tembló como si un viento, un viento sin límites, soplara tras ella.
Quedó aterrorizado.
—¡Ayúdeme! —gritó—. No fui nunca un hombre erudito, un intelectual. Pero
usted debe serlo. Ha oído todas esas historias... Pero no me consuele, por el
amor de Dios, como Mary trató de hacer. No me diga que deje de pensar, que
deje de mirar al espacio y a las estrellas por la noche como hago ahora, y fije
mis ojos únicamente en lo que me rodea, día a día. ¡No me diga eso! Porque
no serviría de nada. No me salvará la vida ni la poca razón que me queda.
¿Quién fue el que dijo: "Mira las estrellas"? Quizá sea de la Biblia... o quizá de
Shakespeare. Si alguien más grande que yo animó a los otros a mirar las
estrellas, entonces no puede ser una tontería, ¿verdad? Debe haber razón, ¿no
es cierto? ¡Dios mío, debe haber una razón! Dígame que es un misterio y yo
creeré lo qué usted me diga, y me servirá de algún consuelo. Pero hasta los
misterios tienen un marco de referencia ¡y ante Dios que... ¿ante Dios?... que
yo necesito un marco de referencia!
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ALMA DÉCIMA
LA NUEVA RAZA
ALMA DÉCIMA
campus. Unos amigos, chi cos y chicas jóvenes, la saludaron a gritos, pero
no contestó porque no los había oído. El calor de aquel día ya de verano caía
sobre su cabeza desnuda y su rostro pálido, y se reflejaba en sus ojos verdes. Era
una chica bonita, sólo de veinte años, pero la desesperación había marcado su
huella en su expresión, una desesperación que crecía en ella desde hacía más de
un año, así como aprendía más y más y cada vez sabía realmente menos y menos.
—Estúpida, estúpida, estúpida —parecía dirigirse a los grandes árboles en
arco sobre el camino del campus que llevaba a la calle.
Una ardilla cruzó el sendero y, sin quererlo, Lucy apretó el acelerador para
atropellada. Pero el animalito, aterrorizado, consiguió saltar a un árbol, y entonces
la muchacha dijo en voz alta, aunque débilmente:
—¡Oh, perdón! No quería hacer eso. Pero, Dios mío, ¿por qué te molestaste en
apartarte? ¿Por qué nos molestamos cualquiera de nosotros?
Estúpida, estúpida, estúpida, cantaban los neumáticos sobre la calle mientras
el coche seguía incansable su marcha. Todo es estúpido, estúpido, muy estúpido.
—Canta, brillante primavera —dijo—. ¡Canta hasta morir, imbécil!
"Imbécil tú", se dijo interiormente. "De todos modos, ¿por qué lo haces? ¿Por
qué te vas a ese refugio de chiflados?"
Llegó a un cruce de mucho tráfico y se detuvo ante el semáforo en rojo. Sus
ojos cayeron sobre los libros de texto en el asiento, a su lado. De nuevo sin
querer, pero con violencia, lanzó los libros al suelo y los pateó con el tacón, una y
otra vez, con creciente falta de control. Alguien apretó el claxon impaciente tras
ella y la chica le lanzó una maldición por encima del hombro. Luego salió de
estampida, sin preocuparse del tráfico ni de los alarmados bocinazos. Su cabello
rojo, largo y liso, flotaba tras ella como una bandera, y el pálido perfil tenía la
expresión de una estatua yacente.
—¡Oh, estúpida, estúpida! —gimió suavemente dando la vuelta a una esquina—.
¡Vete a casa, imbécil, vete a casa y sonríe, sonríe, sonríe, y muéstrate encantadora
con mamá y papá, y atiende a las invitaciones que te hacen por teléfono, y planea,
planea todas las excitantes actividades para este verano!
Sentía un dolor muy agudo en sus esbeltos hombros y en la nuca. Sentía dolor
en la espalda. Buscó en el bolso los tranquilizantes que le diera el doctor Morton
hacía dos meses. Luego lanzó el bolso al suelo del coche también, donde fue a caer
sobre los pateados libros. "No", pensó, "no quiero tranquilizarme por un rato. Esto
hay que afrontarlo alguna vez cara a cara. Pero ¿qué es esto en realidad? ¿Qué
me ocurre de todos modos? Quizá necesito un psiquiatra que me sonría
cortésmente y me diga que no quiero enfrentarme con la madurez, y que sólo
deseo ser una niña toda mi vida. Pero ¿con qué diablos he de enfrentarme?
Quizá sea sólo un exceso de hormonas, después de todo, pero yo no quiero ser
como Sandy y las otras, divirtiéndome y sudando por ahí, y preocupándose por si
Enovid les va a fallar este mes. Quizá no esté adaptada. Abuelita, ¿por qué diablos
me hablaste alguna vez de todas esas supersticiones? Lo que tú me hiciste..."
¡Eh, imbécil! ¿Por qué no mira dónde va?
Se dirigía a un hombre anciano y sereno que conducía su coche con
excesivo cuidado a lo largo de la ruidosa calle en que ella había entrado. El
hombre contempló a aquella joven furiosa en el lujoso deportivo y pensó para sí:
"No hay responsabilidad en estos días. Todo se les ha dado, sin el menor
esfuerzo por su parte. Todo es cómodo y fácil para ellos. No tienen problemas.
Lo que necesitamos es una buena depresión otra vez, que les dé un buen
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susto y les sacuda, y les obligue a ponerse a trabajar. ¡Mira a esa chica, en su
lujoso coche! Un lecho de rosas, como solían decir".
Lucy, cuyos ojos estaban demasiado secos, pensó: "Podría dirigirme con esto
al río y seguir conduciendo hasta... ¡Oh, vamos! Eso no es una respuesta.
¿O sí?"
Pensó en sus alegres y amorosos padres, todavía jóvenes, e
involuntariamente dio media vuelta y se dirigió hacia el río. Luego, en la esquina
siguiente, se lanzó a sí misma un terrible insulto, giró de nuevo el coche y
prosiguió su marcha. "Es una locura", pensó. "No es posible que vaya allí. Pero
¿dónde más puedo ir? ¿Quién me dará la respuesta? ¿Un clérigo? ¿El doctor
Pfeiffer, con su cuello reluciente y sus conversaciones sobre el golf y el problema
racial, y nuestras responsabilidades para con la comunidad, y nuestros deberes
para con los menos privilegiados? De eso es de lo que habla cuando viene a
nuestra casa y se toma una discretita copa de jerez, o quizás un whisky muy
flojo. Sentado en nuestra sala, con todas las hermosas antigüedades a su
alrededor, y el aparato de alta fidelidad sonando suavemente, y los cuadros en
los muros brillantes bañados por el sol poniente, justo antes de cenar. ¿Qué
pasaría si yo le hablara de mí, y de esto que tengo en el pecho y en la mente?
Me diría: «Pero, querida hija, he estado hablando de eso en mi pulpito...» ¿De
verdad, doctor Pfeiffer, reverendo Pfeiffer? ¿De verdad, de verdad, maldita sea?
¡No, claro que no! Quizás usted piense que todo está arreglado, así que no
necesita siquiera mencionarlo. Pues tengo una noticia para usted: Nada está
arreglado. No existe un auténtico conocimiento en la joven generación. ¿Cree
usted que se adquiere por osmosis, reverendo Pfeiffer, o que respiramos en él,
en esta encantadora, dulce y tolerante civilización cristiana, toda llena de
ternura y compasión por los que carecen de ventajas? Doctor Pfeiffer, ¡es usted
un asno! Ha fallado en su trabajo, doctor Pfeiffer. Todos tan civilizados, ¿verdad?
Hoy en día lo que nos preocupa son los derechos civiles, la segregación, la
disgregación, la integración... Doctor Pfeiffer, ¿se le ha ocurrido alguna vez que los
negros no quieran ser amados por nosotros, maldito sea? Sólo quieren ser tratados
como hombres corrientes, reverendo, y ¡al diablo nuestro amor! ¡Al diablo con
todo, doctor Pfeiffer, ya puede volverse a su dulce y sofisticada esposa, y a su golf!
Repítase su himno dominical «Poderosa Fortaleza es nuestro Dios» sin saber nada,
como de costumbre; ¡ni sobre Dios ni sobre ninguna fortaleza en este mundo
maloliente, insensato y maldecido de Dios! ¡Oh, abuela, me gustaría cortarte el
cuello! Si no fuera por ti yo no estaría siempre pensando en el río."
Llegó al lugar del santuario, nombre que las gentes de la ciudad le habían dado
a través de los años. Había un amplio camino cortado por senderos más estrechos
en el inmenso césped verde. Dirigió su coche hacia aquel camino pero un viejo
jardinero que trabajaba allí cerca acudió corriendo.
—¡No puede llegar en coche hasta allí! —le gritó—. ¡No pueden entrar los
coches!
Ella le miró con ojos llenos de fuego verde y sintió el impulso de pasar por
encima de él con el coche, como había intentado hacer con la ardilla. Tragó saliva
con dificultad.
—¿Dónde está el aparcamiento? —preguntó.
—No hay ninguno —agitó la mano con aire vago—. Aparque en algún lado de
la calle.
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—¿Quiere decir que tengo que venir a pie hasta aquí? —señaló incrédula el
brillante edificio blanco sobre la suave colina tras las doradas praderas y los olmos
y los manzanos silvestres en flor.
El viejo le sonrió.
—¿Está inválida? Entonces, ¿cómo puede tener ese coche de carreras?
¿Qué les pasa a sus piernas? Ustedes los jóvenes creen que caminar cien
metros o así les va a romper la espalda. Siga adelante, hermana. Aparque en
la calle, si puede encontrar sitio.
—¿Son ésos los modales que les enseñan en esa '
condenada capillita?
—Yo nunca he estado ahí dentro. Sólo trabajo aquí, en el parque —le sonrió
de nuevo—. Jamás necesité entrar. ¿Para qué? No tengo dolores, ni problemas.
¡Pero usted sí qué parece tenerlos, hijita! Siga adelante, antes de que llame a
los guardias.
—¡Vayase al diablo! —dijo Lucy Marner, a quien | toda la vida le habían
enseñado a ser cortés con los menos privilegiados. Hizo girar bruscamente el
coche y se alegró de que los neumáticos dejaran su huella en aquella hierba
hermosamente cuidada, haciendo chillar de furia al viejo. Siguió adelante. Dio
vueltas a todas las calles adyacentes durante algún tiempo, en aquella sección
comercial y abarrotada, llena de edificios de apartamentos y de tiendas.
Luego, al fin, halló aparcamiento, a un kilómetro por lo menos del santuario, y
se lanzó a él tan aprisa que casi chocó con un coche que salía. El vigilante llegó
corriendo y gritando. Ella bajó del coche sin una palabra, cogió el bolso y echó a
correr sin importarle el ticket que agitaban tras ella.
—Maldita perra —dijo el vigilante, mirando con simpatía a la señora asustada
del coche con el que Lucy casi había chocado.
—Cada vez están peor —respondió ésta—. Demasiado dinero, demasiado tiempo
libre, demasiada comida, demasiada diversión.
—Y que lo diga —contestó el vigilante metiéndose en el coche abandonado por
Lucy—. ¡Mire esto! Por lo menos debe haber costado siete mil dólares.
Lucy bajaba corriendo por la congestionada calle principal, esquivando a los
transeúntes que la miraban con extrañeza. Tenía en verdad un extraño aspecto. Al
fin se dio cuenta de que se reían de ella y redujo la carrera a un caminar rápido.
Gotitas de sudor aparecieron en la frente, el brillo del sol poniente en los edificios
le cegaba los ojos. Buscó sus gafas de sol, y como no las encontrara
inmediatamente empezó a sollozar de amarga frustración. Al fin las tuvo en la
mano y se las puso, y al instante se sintió calmada. Estaba oculta, ya no era
nadie, ya estaba protegida. Se alisó el pelo revuelto con manos temblorosas y alzó
la tela de su traje de lino rosa sobre los húmedos hombros. "Despacio, despacio",
se dijo. "Este hombre no va a echar a correr. ¿Cómo le llaman? El hombre que
escucha. Siempre está allí, de día y de noche. Me pregunto qué pensará su esposa
de eso. Y ¿por qué demonios vas tú allí, estúpida?"
Fue un largo paseo. No recordaba haber caminado nunca tan aprisa por la
ciudad. No tenía que preocuparse por la ansiedad de sus padres, por no llegar a
casa a la hora de costumbre... cuando lo hacía. Sus padres creían firmemente en
la teoría de respetar la intimidad de los hijos y jamás hacían preguntas. Ahora
tenía veinte años, pero sus padres habían estado respetando su intimidad desde
los diez. Y ¿qué significaba eso?, se preguntó. ¿Que realmente no les importaba
ella un pito, y que lo único que querían era que no les molestara? Sus padres y
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desoladamente. Pero había en ella hambre de algo que no sabía qué era, un
hambre rabiosa, como inanición.
Abrió de par en par las puertas de bronce con furiosa impaciencia y entró
violentamente en la habitación, ansiosa sólo de enfrentarse con el hipócrita que le
mentiría como había mentido a multitudes de jóvenes, que le mentiría como le
había mentido toda su vida, con tanta amabilidad, con tan enfermiza
comprensión. Pero sólo vio a tres personas en la sala de espera, dos mujeres
viejas y un chico joven, con un rostro tan desolado e intenso como el suyo. Era
una habitación agradable, serena, hermosamente amueblada. Había una placa de
mármol en uno de los muros, de mármol también. Todo lo puedo en Aquel que me
conforta. ¡Qué estupidez! Y ¿quién era Aquél?
Se sentó en una silla. Nadie la miró, pero ella sí miró a los otros
desafiadoramente, en especial al joven, que llevaba una buena chaqueta sport. El
pelo era demasiado largo y exageradamente arreglado. Lucy estaba acostumbrada
a que los jóvenes la miraran con sonrisa de esperanza. Preparó una expresión
despectiva, pero el joven no se dio ni cuenta de su presencia. Esto la asombró. La
miró con mayor intensidad. ¡Vaya, si era uno de los suyos! Divertido. ¿Acaso se
sentiría también como ella? No, Lucy era un caso único. Tendría otro problema.
Pero sonrió amargamente. No podía ya soportar a los jóvenes de su generación.
Miró furiosa al chico. Era posible que tampoco a él le hubieran dicho jamás nada
de valor. En ese caso, eran iguales. Extraño que se odiara en él y que no sintiera
piedad, ni nada, excepto impotencia. "¡Hay tantos de nosotros!", se dijo. "Quizá yo
no sea única en absoluto».
Cogió una revista, esperando que fuera de tema religioso. Pero estaba llena de
fotografías, gentes entregadas a ocupaciones alegres y apasionantes, y diversiones.
La tiró a un lado. Vió el Wall Street Journal. De modo que también venían aquí
hombres como su padre. Estudió el informe de la Bolsa con vago interés. Su padre
le había regalado un buen bloque de acciones en su último cumpleaños. Luego la
dominó una oleada de asco y arrojó también aquella revista. ¡Ojalá se hubiera
llevado uno de los libros de clase, pues tenía un examen al día siguiente! No había
estudiado realmente desde hacía casi un mes. ¿Para qué?
Vagamente se había dado cuenta del sonido de una campanilla que apenas
llegaba a interferir con sus pensamientos, una suave campana y luego el rumor
de la gente al levantarse e ir hacia aquella puerta del fondo donde aguardaba el
clérigo, o el psiquiatra, o el doctor, o el asistente social, para hablar con los
intrusos. Se permitió el placer de pensar qué le diría al chiflado de allí dentro. Le
gritaría a su estúpido rostro. Estúpido, estúpido, estúpido. Todo el mundo era
estúpido.
Sonó la campana. La ignoró. Sonó de nuevo con amable insistencia. Alzó la
caída cabeza. Estaba sola en la habitación. Así que la campana era para ella.
Vaciló. Luego se levantó, alisó el arrugado vestido de lino y lentamente se aproximó
a la puerta. La habitación estaba fresca, pero ella sudaba de nuevo. A pesar del
delicado desodorante que usaba percibía su propio olor corporal, ácido e insistente.
Y, mezclado con él, el de la colonia que había utilizado esa misma mañana después
de la ducha. Sentíase repentinamente consciente de sí misma como jamás lo
estuviera antes, y aquello era como sentirse desnuda ante todos con sus
sufrimientos, como una niña asustada, una niña perdida que había sido privada sin
el menor remordimiento... ¿de qué? Pero, por extraño que parezca, también era
sentirse plenamente ella misma, algo que no podía recordar haber sentido antes.
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—De acuerdo —dijo furiosa. Volvió a la silla—. De modo que me conoce. ¿Qué
me importa? Dígaselo a todo el mundo. Dígaselo a todo el maldito mundo. Estoy
harta de los de su clase, harta de todo.
El hombre esperaba. Lucy no percibió que estuviera enojado. Se limitaba a
esperar.
—Se lo diré breve y claramente —continuó—. Yo soy lo que los profesores y
sociólogos y el clero llaman con admiración "la nueva generación". Los jóvenes
que hacen preguntas y disienten de todo e insisten en hechos y respuestas
inteligentes. La insatisfecha nueva generación a la que no se puede hacer
callar con viejos tópicos y antiguas explicaciones, y con la antigua teología y
las tradiciones. La generación que, quiere saber por qué. La generación que
quiere res puestas que satisfagan al nuevo mundo, y al mundo del futuro.
El sabor a bilis era más fuerte en su lengua. Se inclinó hacia la cortina.
—¿Sabe lo que ellos contestan ahora? ¡No contestan nada! Sencillamente nos
admiran, ¡malditos sean! Se ponen sencillamente en pie y dicen, asintiendo sus
estúpidas cabezas, "la nueva generación". ¡Y se supone que eso es una respuesta,
y se supone que vamos a admirarnos a nosotros mismos, y a quedar satisfechos!
Era una locura realmente, pero pensó que oía decir a aquel hombre: "Siempre
hay una respuesta para la vieja y eterna pregunta."
—¿Qué? —murmuró—. Pensé que decía algo. Pero no creo que dijera nada,
¿verdad? Sólo estoy hablando conmigo misma. Pensaba en mi abuela, e
imaginaba que ella me hablaba de nuevo. La madre de mi padre. El hombre
nada le dijo. Se limitaba a esperar. Lucy tuvo la impresión de que su rostro la
estudiaba alerta tras la cortina, y que estaba oyendo algo que había oído antes
miles de veces. ¡Qué locura!
Pero el rostro tenso de Lucy empezó a iluminarse suavemente.
—Me gustaría hablarle de mi abuela. Ella no era muy vieja cuando murió.
Menos de cincuenta años. Usted no pudo haberla conocido. Vivía en Cleveland, y
tengo entendido que usted es un hombre más joven y que nunca ha salido de
esta ciudad. ¿Joven? No, no, si dicen que usted es viejo, muy viejo. ¿Es cierto?
¡Oh, qué locura! Pensó que el hombre le contestaba que era mucho más viejo
que el tiempo. Se llevó la mano a la frente.
—Me estoy volviendo loca, sin duda —dijo-Ahora empiezo '¿. imaginar cosas,
cosas que pensé que me decía usted... locuras...
¿Qué había oído? ¿Un suspiro? No, era ella misma la que suspiraba.
—La abuela... —siguió, con voz joven y desesperada—. Yo tenía unos doce años.
Ella vivía en Cleveland. Eso fue el año en que mis padres se fueron al extranjero, y
todos andaban tan prósperos y sobrados de dinero que no pudieron conseguir que
nadie se quedara a cuidarme de modo adecuado aquí, en casa. Yo era una chica
mayor y muy madura. Pero, para mis padres, era una niña. La abuela se ofreció a
cuidarme en su casa de Cleveland mientras mis padres estaban fuera, así que me
llevaron con ella. Sólo la había visto antes en tres ocasiones. No era muy popular,
especialmente con mamá. Mamá decía que era medieval y que no quería que yo
estuviera expuesta a ideas absurdas. Mamá es muy moderna, ya sabe. Es mucho
más moderna que yo. ¡Mamá está ya en órbita!
Estalló en una carcajada. No sabía cuan desesperada sonaba aquella risa
juvenil.
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—En realidad —dijo cuando pudo controlarse— mamá odia lo que llama la
mística femenina. Tiene cuarenta y un años y es como mil años más joven que yo.
Ella cree que una mujer puede hacerlo todo. Si Washington no está alerta, un día
de éstos mamá va a marchar sobre la ciudad y a exigir ser la primera mujer
astronauta. Quizás estoy imaginando y exagerando todo eso, pero mamá es así.
Se enorgullece de ser agresiva y de hacerlo todo bien. Mirándola, uno pensaría
que sólo tiene unos diez años más que yo, y a ella le encanta que se lo diga
todo el mundo, y, claro, lo hacen. En cuanto a papá, parece un muchacho. Más
joven que los jóvenes. Como un crío. Jamás sospecharía que él es el corredor de
bienes raíces más próspero de la ciudad. Más joven que los jóvenes. ¡Y
moderno! ¡Dios mío! Son tan modernos que me hacen sentir más vieja que las
montañas. Y me revuelven el estómago. "Sí", dijo el hombre. "Realmente son
dignos de lástima."
—¿Cómo? —gritó Lucy, adelantándose en el sillón—. ¿Dignos de lástima? ¿Es
eso lo que dijo, o vuelvo a imaginar cosas?
El hombre no contestó, pero Lucy se sintió segura de que había dicho lo que
ella imaginaba que había dicho. Se echó atrás de nuevo en el sillón. Frunció el
ceño. ¿Dignos de lástima? ¿Sus padres tan vitales, jóvenes, animados? ¿Sus padres
tan alegres, serenos, sanos? ¿Qué había de digno de lástima en ellos? Estaban
adaptados en todos aspectos. Eran tolerantes con todo, serios con nada. Le
sonreían cuando ella intentaba hablarles de su desesperación. Le decían que era
una fase. Una tormenta de adolescente. Ellos no sabían que le habían quitado...
¿qué le habían quitado, ellos que se lo habían dado todo, incluido un amor sin
límites?
—La abuela... —empezó de nuevo, y ahora, por primera vez, sus ojos jóvenes
se llenaron de lágrimas—. Yo quería mucho a la abuela, aunque nunca volví a
verla después de los doce años, cuando mis padres regresaron de Europa. Su
casa era tan... tranquila. Es gracioso que yo piense que mi propia casal no es
tranquila como la de la abuela; sin embargo,! nuestro hogar es realmente
pacífico. Nadie levanta' jamás la voz. Todo es buen humor y sensatez, todo
puede discutirse razonablemente. Sin embargo, no es tranquila según lo era la
casa de la abuela. Parecía... parecía haber una presencia en su casa, lo mismo
que hay una presencia aquí. Vamos, ¿no es esto una absoluta locura?
Se estrujó las palmas de las manos fieramente. Las lágrimas le corrían
abundantemente por las pálidas mejillas.
—Yo... yo he hablado con el doctor Pfeiffer. Él es nuestro clérigo, ya sabe. He
intentado preguntarle... cosas. Sobre lo que la abuela me dijo. Y él se limita a
darme un cariñoso golpecito, y dice: "Eso estaba bien para la época de tu abuela,
Lucy. Pero tú eres de la nueva raza. Esta generación vieja os admira mucho.
Vosotros rehusáis aceptar las respuestas circunscritas. Hacéis preguntas más
amplias. Sí, os admiro mucho. Vosotros nos habéis dado mucho."
—¡Y la cuestión —gritó Lucy— es que no nos dan ninguna respuesta! Nos
hablan de la ciencia y de nuevos descubrimientos. Y de problemas sociales. ¡Como
si los problemas sociales se alzaran solos en el espacio, aparte de nosotros! ¡Como
si no tuviéramos ninguna identidad personal en absoluto, como si no estuviéramos
hambrientos de algo que... que diera algún significado a nuestra vida! Yo no creo
que la gente sea sólo como animales en colectividad, como un rebaño de vacas.
Con seguridad que vivimos individualmente, ¿no? Con seguridad que tenemos una
responsabilidad con nosotros mismos en primer lugar, antes de tener una
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responsabilidad para con los demás, ¿no es cierto? Con seguridad que tenemos,
tenemos... ¿cómo lo llamaba la abuela?, ¡almas!
Enrojeció. Aquella tonta palabra. El hombre debía estar riéndose
silenciosamente tras la cortina. Le miró desafiadoramente. El dulce y fragante
silencio en torno a ella pareció envolverla más, como si no quisiera perderse una
palabra de lo que decía. Insensiblemente, su cuerpo, tan tenso, fue relajándose
con gratitud. Sonrió trémulamente y su rostro palideció de nuevo. Empezó a
buscar en el bolso hasta encontrar un arrugado recorte de periódico. Lo extendió
hacia la cortina.
—Tengo aquí algo que explicará mejor que yo lo que quiero decir. Apareció en el
Pravda, el periódico ruso, y fue recogido por nuestra prensa. La chica se llama
Svetlina, según el periódico, y vive en Moscú. De diecisiete años. Escribió al
Pravda. Le leeré exactamente lo que dice, pues es lo mismo que yo quiero decir:
"Considero al mundo estúpidamente concebido, y falto de significado.
Aprendemos y trabajamos toda la vida, y estudiamos, y luego, cuando somos
valiosos a la humanidad y a nuestro país, envejecemos y morimos. ¿Cuál es el
significado de todo esto? ¿No resulta algo indigno y carente de valor? Todo ese
esfuerzo que termina en la nada y la extinción... Nuestros científicos deberían
tratar de hallar la píldora de la inmortalidad para nosotros."
—Ahora bien —dijo Lucy, que no sabía que e taba llorando otra vez—, eso me
suena terriblemente patético. ¡Pero yo sé lo que ella quiere decir! ¿De qué sirve
que vayamos al colegio y escuchemos cuando no hay respuestas a la admiración de
esos idiotas que nos llaman "la nueva raza"? Nuestras preguntas frenéticas sólo
son recibidas con adulación, como si la pregunta fuera importante en sí y la
respuesta tuviera que ser forzosamente estúpida. Estúpida, estúpida, estúpida...
Pero mi abuela tenía una respuesta, aunque mis padres dijeran que era medieval.
No sabía que se había puesto en pie en su agitación extrema y desesperada.
—¡Aquellos cortos meses! No podría decirle lo maravillosos que fueron. Lo que la
abuela dijo puede que sea tonto, según mis padres comentaron, y anticuado, y
supersticioso, y Victoriano, y pasado de moda. ¡Pero significó algo para mí! Ellos,
ellos... bien... es como cuando uno tiene hambre y alguien le lleva a una
maravillosa cocina de suelo de ladrillo, y hay olor a pan cociéndose en el horno, y
se está disponiendo una deliciosa comida y alguien te da un plato y una lo llena,
y se lo come, y desaparece el hambre. Una se siente llena. Se siente satisfecha y
en paz, y maravillosamente feliz.
"¡Tan feliz! —repitió la pobre Lucy—. ¡Tan satisfecha! No recuerdo dónde está
en la Biblia, pero la abuela me lo leyó. "El Señor es mi Pastor, nada me falta. Él
lleva mi alma... mi alma... Él lleva mi alma a los verdes pastos. Tu vara y tu
cayado me confortan. El valle de las sombras de la muerte... No temeré a la
maldad." No lo recuerdo muy bien, ya lo ve. Pero, cuando ella me lo leyó, me sentí
tan tranquila, tan llena, como si alguien realmente me amara. Como si alguien me
escuchara realmente. Como si todo estuviera explicado. Creo que es del Antiguo
Testamento, pero no lo sé. Nunca he visto una Biblia, ni antes ni después.
"Y luego —siguió Lucy, llorando ya sin dominarse— otra cosa que Jesús dijo. La
abuela me lo leyó. Era sobre los niños. Dijo algo de permitir a los niños que se
acercaran a Él, de impedir que los rechazaran. Y había algo que una mujer dijo
después que Él fuera crucificado: "Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han
puesto." Cuando pienso en eso, pienso en mí. ¿Qué han hecho con mi Señor?
¿Dónde le han llevado que yo no sé nada de Él? Si es que hay algo que saber...
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ALMA UNDÉCIMA
LA TEJEDORA DE SUEÑOS
ALMA UNDÉCIMA
El dorado día de primavera no era más fresco que el aire en la sala de
espera de mármol blanco. Hombres, mujeres y jóvenes, inconscientemente
relajados, esperaban que la campana sonara para ellos, como si parte del peso
que les abrumaba, y el dolor y la desesperación, fueran disolviéndose ya en el
suave aire con su aroma de helechos. La mujer que entraba los miró tímidamente,
sus labios, exageradamente pintados, esbozando una sonrisa, sus ojos,
maquillados en exceso observándoles con cierta coquetería, el pelo muy ondeado
en torno a sus viejas mejillas. Era evidente que aguardaba una mirada de interés
de todos los reunidos allí, pero nadie alzó los ojos para mirarla, nadie pareció
darse cuenta de que había entrado. Su sonrisa se desvaneció, se transformó en
un gesto de desagrado. La puerta se cerró silenciosamente tras ella, que quedó
apoyada allí como jadeante y sin aliento, como la jovencita que fuera... hacía
cincuenta años. Suspiró provocativamente, pero nadie alzó la vista. Algunos leían,
hundidos en sus tristes pensamientos.
Sonriendo de nuevo, tras un instante de duda, caminó de modo ostentoso sobre
sus altos tacones hasta llegar a una silla vacía en la que se sentó. Era grande y
gorda, muy gorda, pero iba implacablemente encorsetada. Vestía como una
jovencita, con un alegre traje de seda verde, y una chaqueta verde también,
tensas todas las costuras. Una sarta de perlas, falsas a ojos vistas, rodeaban su
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
garganta, ya muy arrugada. Como había tenido la vaga idea de que se dirigía a
una especie de iglesia se había puesto sombrero, un sombrero bastante ancho de
terciopelo y paja negra adecuado para una chiquilla de catorce años. Sus manos
enguantadas de blanco sostenían un bolso de imitación de piel, que hacía juego
con sus zapatos, también de piel falsa, y los pies, muy gruesos, y enfundados en
medias de nylon, desbordaban de ellos. Exudaba un perfume que alguien
bautizara con optimismo Noches turcas, a un dólar la onza, pero que olía —como
dijera una de sus amigas más crueles— a sudor perfumado. Se suponía que
había de enloquecer a las señoras como Maude Finch.
Algunas de sus amigas más amables le decían que no parecía tener más de
cuarenta y nueve años, pero sus arrugas perfumadas y pintadas proclamaban
descaradamente sus sesenta y cinco años bien cumplidos, y ni un solo artículo de
todo lo que llevaba encima había costado más de veinticinco dólares. Entre las
gentes de su generación estaba considerada como "un tipo raro", pues podía jugar
al poker como un hombre, beber cerveza como un hombre, tenía una risa dura y
estrepitosa, y ganaba sesenta dólares a la semana como vendedora de ropas
en la sucursal de un almacén en el pequeño suburbio donde vivía.
Lo triste es que ella se consideraba muy elegante y estaba convencida —al
menos casi siempre— de que tenía estilo, eclat. (Había leído esa palabra en el
Harper's Bazaar y ahora la usaba a diestro y siniestro» aunque con mala
pronunciación. Nunca había aprendido a pronunciar la mitad de las palabras que
utilizaba dándose aire, pero al menos sabía su significado... hasta cierto punto.)
Llevaba el pelo teñido, y no por un profesional. Sus ojos, pequeños y azules,
parecían agotados de cansancio, a pesar de su eterna sonrisa. Su único rasgo
perfecto eran los dientes, sin fallos, grandes, blancos y sanos. Muy pocas veces
había necesitado al dentista, lo que era una suerte para ella. Cuando sonreía
alegremente, cosa habitual en ella, sus dientes brillaban, parecía más joven y, sin
embargo, mucho más patética que de ordinario.
Se sentó cuidadosamente, arreglándose el vestido y la chaqueta para que no
se arrugaran. Eran de pura seda, y de la talla máxima, y había podido adquirirlos
en la tienda por la mitad de su precio original porque ningún cliente los había
pedido. Se sentía muy orgullosa de su traje. Lo estrenaba hoy. Se tocó el
sombrero, abrió el bolso, sacó la polvera y echó una miradita al espejo. No vio el
cutis lleno de grandes poros. Vio la encantadora chiquilla que nunca había sido, ni
una sola vez en su vida. Sonrió generosamente a la soñada imagen, cerró la
polvera, la volvió a guardar, unió el broche del bolso y miró en torno a ella,
sonriendo.
Pero nadie le lanzó una sonrisa en respuesta. Así que buscó una revista. No
llevaba gafas en público; sólo se las ponía furtivamente tras la caja registradora,
en la tienda y en casa. Por tanto no podía leer nada, aunque simulaba hacerlo y
con profundo interés, la cabeza inclinada a un lado, los labios en gestito de
desprecio como si no estuviera de acuerdo con el escritor.
Aburriéndose de esta actuación, dejó la revista y miró a los compañeros que
aguardaban en la sala. No estaba nada mal el traje de aquella mujer de allí, debía
haber costado al menos cien dólares. ¡Pero negro, en un día tan encantador
como éste! Y la mujer debía tener cáncer o algo, tan pálida estaba. ¿Por qué no
se había pintado las mejillas y los labios? (Nadie iba ya con el rostro limpio estos
días). Era como una granjera. Debía tener unos cuarenta y cinco años. ¡Y tan
delgada! Talla doce todo lo más, pero sin estilo. Los ojos de Maude pasaban con
desaprobación de un rostro a otro, pero todos estaban absortos en su propio
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
dolor o angustia. ¡Qué grupo! Al parecer ella era la única de los reunidos allí que
tenía vida, color, animación. Agitó la teñida melena en torno a su cuello y mejillas.
Era una melena algo alambrosa, pero ella se sintió joven y vital al contacto.
Empezó a preguntarse cómo se le habría ocurrido ir allí a ella, a Maude Finch, con
tanto sentido común, con la vida tan maravillosa que había tenido, y todas las
cosas espléndidas que le habían sucedido.
Sólo era que se encontraba un poquito cansada, eso era todo. La noche
anterior la tienda había estado abierta hasta las nueve y media, y había habido
muchísimos clientes. Por lo menos se había ganado cinco dólares en comisiones.
Eso compensaba otros días, en los que apenas se ganaba el sueldo. Así que ahora
estaba cinco por delante de Nancy, su compañera de trabajo y su mejor amiga.
¡Pobre Nancy, con aquel terrible marido inválido que había de mantener! Maude se
alegraba de no tener que mantener a nadie, más que a ella misma, y de un
modo que apenas gastara dinero. Era mejor tener mucho en el banco, para vivir
como quisiera el resto de su vida. Sonrió generosamente otra vez e inclinó la
cabeza con complacencia, y los ojos azules volvieron a brillar con la luz de los
sueños, jóvenes de nuevo, llenos de vida. Al cabo de algún tiempo consultó su
pequeño reloj de oro y diamantes (sólo seis plazos más que pagar). ¡Las seis y
media! ¿Se habría quedado dormida? Había salido de la tienda a las cinco, había
corrido a casa para vestirse y salido hacia el santuario a las cinco y media, y
llegado aquí mucho antes de las seis... un viaje de sólo quince minutos en
autobús.
Jamás había estado antes en aquel parque, en aquel hermoso césped. Se
había trasladado de la ciudad al adyacente suburbio hacía veinte años, cuando
muriera el querido Jerry dejándola tan resguardada. Desde entonces sólo había
ido al centro de la ciudad un par de veces al mes, a visitar amigos, y siempre por la
noche, y aunque conociera la existencia del santuario desde que era mucho más
joven, nunca había sentido la menor curiosidad por él. "La iglesita de algún viejo
chivo", había dicho en una ocasión. "Metodista o algo así. ¿No? Entonces ¿qué? ¡Oh!
¿El hombre que escucha? Vamos, ¿no es eso idiota? ¿Por qué tendría que hacerlo?
Sí, ya sé que es un lindo lugar, ha estado aquí desde hace siglos... ni siquiera
recuerdo cuándo lo construyeron. Siglos, realmente. He oído decir que millones de
personas vienen a él, incluso del extranjero. Alguien dijo que el gobernador vino
una vez, pero, sinceramente, eso no me lo creo. Bien, al parecer hay más de un
modo de malgastar dinero, y ese viejo —su nombre era Goodwin o algo así— no
tenía hijos ni esposa, y construyó esto porque era católico y ya no podía aguantar
más a los católicos, ¡y se construyó su propia iglesia! Divertido, ¿no? Hay toda
clase de tipos raros en este mundo."
¿Por qué había venido? Porque se había sentido tan cansada anoche. Quería
preguntar al hombre de allí dentro si debía dejar su trabajo por otro menos
pesado. Quizá trabajar sólo parte del tiempo, para prepararse el retiro y una
vida cómoda. La mayoría de sus amigas trabajaban; eso les daba algo en que
ocuparse, ahora que los hijos habían dejado la casa. Todas las mujeres debían
hacer algo, ¡por el amor de Dios!, aparte de ir por la casa colgando cortinas
nuevas, ¿no? El trabajo mantenía a una mujer joven y en plena forma, aunque
realmente su trabajo no fuera muy importante. Sin embargo era divertido. Y no es
que lo necesitara. Jerry había sido muy bueno con ella. Dios mío, estaba cansada. Y
además tenía constantemente aquel extraño dolor, justo bajo el esternón. El
doctor de la Compañía le había dicho que estaba tan sana como el dólar, de modo
que no era el corazón, ni cáncer de los pulmones que era de lo que todo el mundo
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
se moría. Gracias a Dios que no fumaba, así que no tenía que preocuparse. Era
sólo el dolor y el cansancio que le sobrevino la noche anterior. No, estaba cansada
desde hacía mucho tiempo. Había oído decir que el hombre de ahí dentro era un
psiquiatra, y quizá todo lo que necesitara fuera un psiquiatra.
Soltó una risita infantil como una niña de diez años. ¡Maude Finch, que jamás
había tenido un dolor ni una molestia en su vida, ni un minuto de depresión,
acudiendo al psiquiatra! Pero bueno, muchas veces había oído decir que si algo iba
mal en la cabeza uno podía sentirse enfermo... no, cansado. No, enfermo. Seamos
sinceros, chica. A veces tienes dolor de estómago y en ocasiones ni puedes dormir,
y te pasas toda la noche mirando por la negra ventana. Tú... tú tienes ese dolor
ahí, ahí exactamente, exactamente debajo de ese broche maravilloso que
conseguiste en unas rebajas, sólo por cinco dólares, y nadie que lo viera pensaría
que es falso. Las piedras azules parecían turquesas auténticas, y las rojas rubíes.
Había estado en venta por veinte dólares, pero era demasiado grande para las
mujercitas muy femeninas, así que ella lo había comprado directamente del
mostrador, en la tienda, por cinco dólares. ¡Bien podía confiarse en Maude Finch
para encontrar una ganga! Aunque Dios sabía que ella no necesitaba gangas, con
el dinero que tenía. Pero las que tienen vista para las gangas lo hacen siempre. Se
rió cariñosamente de sí misma. Era tan mala como la vieja Mrs. Schlott, de quien
todo el mundo decía que tenía un millón de dólares. Bien, Maude Finch aún no
tenía el millón de dólares. Por lo menos aún no. Soltó una risita de nuevo. Si las
acciones seguían subiendo como ahora ¡ya lo creo que lo conseguiría! Quizá se
comprara entonces una de esas villas en la Ri...viera... ra... que había visto
fotografiadas en el Harper's. E invitaría a todos sus amigos. "Vamos, ¿qué importa
lo que cueste el Jet? Mira, cuando viva allí, te enviaré un billete de ida y vuelta."
Todavía no lo había dicho, claro; la gente era muy envidiosa y ella temía a los
envidiosos. Supersticiosa, eso sí que lo era Maude.
Un caballero anciano que entrara tras ella se inclinó a decirle:
—Creo que esa llamada es para usted, señora.
Alzó los ojos asustada. Aún había mucha gente en la sala, pero los que ella
viera al entrar ya se habían marchado.
—Gracias —dijo con gran cortesía, y se alzó majestuosamente haciendo un
gesto de despedida con la mano.
Había visto ese gesto de despedida en una película extranjera, francesa o algo
así. El viejo sonrió débilmente, tristemente. Con el aire de una modelo, Maude se
dirigió a la puerta del fondo, la abrió y entró en la habitación de mármol con los
almohadones de terciopelo, y una cortina azul sobre una alcoba o algo así. ¿Dónde
estaba el psiquiatra?
Se aclaró la garganta. No se oyó el menor sonido. ¿Se habría ido a tomar café?
Bueno, podía esperar. En verdad se sentía horriblemente cansada. Se sentó en
el sillón y admiró el terciopelo de seda azul sobre los brazos. Terciopelo auténtico,
no sintético. Ella era una experta. Se quitó los guantes, tras una furtiva mirada a la
oculta alcoba, y tocó el terciopelo. Justo como las sillas en casa, cuando ella era
niña, excepto que algunas de aquéllas habían sido de terciopelo rosa y amarillo.
Pero la calidad era tal como ella recordaba; quizá mejor. No. Nada podía ser mejor
que sus sillas y los grandes sofás Imperio que habían llenado el salón de su hogar
infantil. ¿Qué sabía la gente de salones en estos tiempos? Salitas de estar, ¡por el
amor de Dios! Baratas, vulgares. Y aquella gran chimenea de mármol blanco,
exactamente igual que la que salió en Harper's el mes pasado, en sus reportajes
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
sobre el hogar de uno de los Rosemberg en París... no, no era Rosemberg. Era...
vamos, piensa un poco, a veces se te van las cosas de la cabeza. ¡Ya lo tengo!
¡Rockschild! No, no es así del todo. ¡Rothschild! Se sintió triunfante al recordarlo.
Miró con complacencia la enorme piedra brillante de su mano izquierda, su anillo
de compromiso. ¡Cómo se había reído Jerry y lo había besado cuando se lo
pusiera en el dedo para demostrarle lo pequeño que era el aro! Apenas entraba en
la primera falange de su dedo meñique. Nada era demasiado pequeño para Jerry
Finch, que Dios tuviera en su gloria su alma derrochadora. Todo el mundo le
envidiaba aquel anillo. "Tengo más en casa", decía ella alegremente agitando la
cabeza. Pero en seguida añadía: "No, quiero decir en la caja del banco, donde
tengo todas mis acciones y documentos y dinero extra. Nunca me cogerán de
nuevo como en la depresión, allá en la época de Roosevelt. Yo creo en el dinero."
Recordando aquellas observaciones, su rostro arrugado y pintado se abrió en
radiante sonrisa. A veces deseaba haber tenido un hijo o una hija para hacerles
felices. Bueno, sirven para presumir. Algunas los tienen, sobre todo los pobres, y
otras no, como ella. Pero a lo mejor sale mal. Uno nunca sabe.
Luego de pronto se dio cuenta de que todo el tiempo había habido una
presencia con ella en la habitación; que alguien estaba tras la cortina. Pero ¿por
qué no había hablado? ¿Habría entrado quizá por la puerta trasera? Se aclaró
musicalmente la garganta.
—Buenas tardes —dijo—. No le oí entrar. Confío en no haberle tenido
esperando. Dicen que tiene todo el tiempo que hace falta. Eso es muy amable
por su parte. Yo soy Maude Finch, viuda, de cincuenta años, aunque estoy muy
joven para mi edad, incluso más de lo que yo misma creo.
Sintió una dulcísima sensación, como si alguien le hubiera sonreído
comprensivamente. Se sintió tan conmovida que dijo de corazón:
—Oh, uno no debería decirle mentiras al doctor. Realmente tengo sesenta y
cinco años. Pero ¿sería usted capaz de creerlo?
Nadie le habló, pero más tarde hubiera jurado que un hombre había dicho:
"¡No, no lo creo! Eres solamente una niña." Eso lo recordaría siempre, siempre...
Incluso ahora sintió unas lágrimas repentinas en sus ojos. Abrió el bolso, sacó
el pañuelo perfumado con Noches turcas y se sonó.
—Sobre la puerta dice el hombre que escucha. Ése es usted —su voz había
bajado de tono—. Pero debe haber habido otros doctores, o lo que sea, a través
de los años, no sólo usted. ¿Cómo podría haber estado aquí el mismo hombre todo
ese tiempo? Por supuesto, eso es imposible. Habrá distintos tipos... quiero decir
doctores. Perdóneme.
Sin embargo experimentó la increíble impresión de que aquel hombre disentía,
de que trataba de insinuarle que él, y sólo él, había estado allí todos los años, nadie
más.
—¿En serio? —preguntó extrañada, y ahora su voz no era ronca, sino vivaz,
como la de una mucha-chita apenas pasada la pubertad—. ¿En serio? —repitió, y
no supo por qué se sentía tan aliviada.
Tras un instante siguió en un tono discretamente coqueto:
—En verdad no sé por qué vine aquí. Sólo por el cansancio de anoche. No, no,
tengo que decir la verdad. Desde hace mucho tiempo, quizás un par de años. Y
estoy... como enferma del estómago a veces. En ocasiones no puedo comer. Resulta
un poco triste comer sola, aunque se tenga una buena cocinera en la cocina, que te
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
sirve menús franceses. Yo compro Realites, ya sabe, con todas esas recetas
francesas, y Denise, ése es su nombre, siempre las está probando. ¿Sabe lo que
me hizo el mes pasado? Me pidió que le comprara azafrán un sábado, ¡un día que
yo tenía libre! Vaya, ¡si es tan caro como el oro! Compré una onza y Denise dijo:
"Oh, Mrs. Finch, yo sólo necesito un soupçon..." Eso es francés también. Ella quería
decir un poco. Pero lo necesitaba para el arroz con el pollo Mornie. Sí, es muy
triste comer esas magníficas comidas a solas, con una botella estupenda de vino
helado Chateau Two, ésa era la marca. Guardo los vinos en la bodega, como hacen
los Rothschild. Cerrados con llave. Hay otros inquilinos en la casa de apartamentos
donde yo vivo, y uno nunca sabe. A veces los que parecen más ricos son los
pobres. Eso me hace reír en ocasiones. Pero nunca dejo que me oigan. A mí me
educaron muy bien. ¡Queridos mamá y papá! —suspiró—. Bueno, no debería
quejarme —continuó alegremente—, y realmente no debería estar aquí, quitándole
tiempo, con todas esas pobres almas esperando para contarle auténticos
problemas. No como yo. Dicen que uno no debería jactarse, toca madera, pero yo
he tenido todo lo que he deseado en la vida. Nací, como dicen, con una cuchara
de oro en la boca. Y comí en platos de oro también; no, no quiero decir
exactamente eso, quiero decir que era porcelana de Ser... ves, con un borde de
oro como la que vi en el Vogue una vez. No en mi cuartito de juegos,
naturalmente; allí tenía sólida porcelana inglesa, blanca y azul. Pero en el comedor,
en las vacaciones, o para celebrar mis cumpleaños, y en Navidad, mamá y papá
solían usar la primera, con la plata de mamá, pesada como el hierro, que su
madrina le regaló. ¿Le dije que mis padres eran ingleses? Vinieron de Inglaterra
antes de que yo naciera. Mi padre se metió en algún problema con ese
Congreso inglés y a ellos no les gustó lo que les dijo. No, creo que no le llaman
Congreso como nosotros. La Cámara de los Lores.
"Papá no era un lord, aunque tenía derecho a estar allí. Bueno, como sea, no
es que yo esté presumiendo. Lo que ya no existe, ya no existe. No vivíamos en esta
ciudad cuando yo era pequeña, ni siquiera después. Yo sólo llevo en ella treinta
años, desde que Jerry y yo nos casamos. Él era de Nueva York. Pero bueno, usted no
se metió ahí para oírme presumir, ¡por el amor de Dios! Usted sólo quiere saber
por qué tengo este cansancio tan repentino, y este estómago raro, y por qué no
puedo dormir en ocasiones. No lo sé —agitó la muñeca—. Ce... st la guer... Eso
significa así es la vida. Francés. Yo puedo hablar francés como una nativa, y ni
siquiera los "dandies" pueden hablar igual de bien. Los "dandies" significa, ya sabe,
los de clase muy alta. Los tenemos constantemente en nuestro salón.
"¿Es que él nunca dice nada?", se preguntó. "Bueno, estoy segura de que ha
dicho algo. Lo recordaré más tarde, cuando no esté tan cansada."
—No sé su edad —dijo—, pero si ha estado aquí todos estos años debe ser tan
viejo como Dios. Y tan cansado —se rió como disculpándose—. Dicen que también
es usted ministro, además de psiquiatra, y yo espero que no haya... quiero decir
que no le haya insultado. Pero en ocasiones es que digo justito lo que se me
ocurre; todo el mundo comenta que siempre digo lo que pienso. Bien, uno ha de
ser franco, ¿no?, y no hipócrita. Yo no creo en eso de decir cosas que no sean
verdad.
De pronto su rostro se contrajo en cientos de profundas arrugas apretadas, y
las lágrimas estallaron de nuevo en sus ojos.
—¡Oh! —gritó—. Es que me siento enferma recordando mi vida maravillosa con
mamá y papá —que es como llaman a los padres en Inglaterra, y no mami y papi,
como hacen los críos americanos—. Y pienso también en mi maravillosa vida con
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Jerry. Nunca hubo nadie como Jerry, de verdad. Me lo dio todo, aunque yo no lo
necesitaba. Mis padres me dejaron mucho. ¡Mucho! Pero murieron cuando yo
tenía ocho años; no, siete. Y yo, y todo lo que tenía, quedamos bajo la tutoría de mi
tía. Tía Sim, así la llamaba yo. Supongo que su nombre era Simplicity, ¡qué
nombres más anticuados, eh! Y tío Ned. Él era un importante corredor de bolsa en
otra ciudad, no importa dónde, puesto que ahora vivo aquí. Me gustaría
muchísimo hablarle de mi infancia. ¿Puedo hacerlo, por favor?
¿Había oído "Sí"? Estaba segura de ello. Sonrió con cariño a la alcoba e inclinó
la cabeza a un lado.
—Quizás usted sea rico también, así que lo entenderá. Puedo recordarlo con
toda claridad, como si fuera ayer. Nuestra casa tenía un gran jardín a su alrededor,
como un parque. Con verjas. Yo solía columpiarme en ellas. Como esas verjas de
las mansiones ricas que veo en el Vogue y en Town & Country todos los meses, y
en el Harper's Bazaar. Nunca me canso de mirar esas casas y jardines tan
maravillosos como lo que yo tenía cuando era una niña, antes de que murieran
mis padres. Y habitaciones absolutamente fabulosas en el interior, con muros
blancos y cenefa dorada, como las de los Rothschild, y cortinajes. Papá los trajo de
Francia e Italia. ¿Sabe lo que quiero decir?, esas cosas de brocado, con cuerdas
para las campanas de brocado también. Y teníamos el viejecito más divertido del
mundo como jardinero. Leí una vez sobre eso, en una historia inglesa en una
revista: "Señora", decía él. "Usted no tiene que tocar mis rosas". ¡Como si yo fuera
a hacerlo! ¡Mamá me habría matado!
"Leí un libro una vez —y no es que tenga mucho tiempo para los libros, con
tantas obligaciones sociales— que se llamaba West Lynne. O quizás era East
Lynne. Bueno, como fuera, y decía que la protagonista, siempre olía tan dulce y
agradablemente como las sales de baño. Pues así es como olía mamá y toda
nuestra casa, y papá solía oler como el tabaco que anuncian en Squire. Varonil, y
con tweeds. ¡Querido papá! Solía sacarme a pasear en el pequeño cochecito por los
terrenos, y a veces a visitar a los tíos Sim y Ned. ¡Qué encanto! Y luego volvíamos a
casa a tomar el té del domingo, con todas las campanas sonando, y yo comía con mi
nurse.
"Bueno, ésa era la parte más buena, pero a mí me gustaba mucho el colegio.
Mamá quería que yo fuera a un colegio privado, pero papá era democrático,
después de todos aquellos lores... ¿sabe? Así que fui a la mejor escuela pública
de la ciudad, y los chicos envidiaban mis maravillosos vestidos. A mí no me
importaba. ¡Oh, Dios! —gritó con voz crecientemente desesperada—. ¡No me
importaba! ¡De verdad que no! ¿Qué importaba? Lo único que me hería mucho era
ver a las niñas riéndose...
Se detuvo aterrada. Se llevó las manos a la temblorosa boca y miró la alcoba.
Pero nada se movía tras la cortina. El hombre escuchaba. Ella sabía que le
entendía. Aquellas niñas celosas, porque ella tuviera tan lindos cabellos dorados...
Como una princesa, como la pequeña princesa Ana de Inglaterra, con una cinta
sobre la frente.
Al fin pudo hablar con voz temblorosa.
—Mi vida era como un cuento de hadas, ¿sabe? No hace falta hablar tanto de
ello, supongo. Sólo había felicidad, y el alegre sol y unos padres muy cariñosos.
Mamá era como una reina. Se sentaba la mayor parte del tiempo en su cha...
selong, con una manita sobre los pies, como algo que leí en una novela cuando era
pequeña. Pero ¡en cuanto a amor! Ningún niño tuvo jamás tanto amor como yo.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
Y tanta diversión. Debería haber visto nuestras Navidades. Árboles que casi
llegaban al techo —techos de tres metros— y ángeles y bolas de oro, como el que
vi en la ventana de un hotel una vez que celebraban una fiesta para una
debutante. Le digo que me quedé en pie, allí sobre la nieve, soñando en cómo era
cuando yo era niña, con todos aquellos regalos de todo el mundo, un gran caballo
de balancín también y un guardapelo con un brillante en él, como el que vi en una
joyería una vez, y un perrito blanco. Yo le llamaba "Tim". ¡Era tan cariñoso! —
suspiró—. Se perdió un día. Papá ofreció cientos y cientos por él, pero era de
muy buena raza y no lo devolvieron. No era un poodle, como los que se ven en
Harper's. Algo mucho mejor. Tenía un collar de piedras del Rhin y hecho de plata.
"¡Oh! —exclamó; su rostro brillaba como el de una niña maravillada y gozosa
—. ¡No tiene idea de cómo viví cuando era pequeña! Todo tan lleno de paz, de
cariño, ¡todo tan fantástico! Como un sueño, como el cielo. Y los besos que
recibía... mamá y papá se me disputaban, se sentían celosos, ¿sabe? Mire, tengo
una cicatriz, y bastante fea, aquí junto al codo, como una quemadura. Tiraron de
mí tan fuerte que me caí al fuego. ¡Cómo gritaron ellos y me besaron! Tuve una
nurse extra durante un mes. Seguro, era una quemadura, no lo que el doctor dijo,
una especie de herida con algún instrumento. No era muy inteligente. Yo solía leer
mucho cuando era pequeña —dijo bruscamente. Y su rostro cambió—. A mamá le
encantaban las novelas de todas clases, era muy sentimental, ¿sabe? Y teníamos
una enorme biblioteca. Toda llena de novelas... Y supongo que libros de historia y
de poesía para papá. Yo leía toda clase de cosas, pero sobre todo historia de gente
como nosotros, ricos, cariñosos y amables, y que olían bien, y grandes jardines
verdes llenos de flores, y gente con lindos vestidos... tul y seda de China y
tafetán... como los nuestros. Y grandes pieles para envolverme en ellas cuando
salía en trineo en invierno, y a patinar en el pequeño lago cercano.
Desesperadamente gritó:
—¡A veces no puedo soportar el pensar en ello! ¡Dios mío, Dios misericordioso,
no puedo soportar el pensar en ello!
Se cubrió el rostro con las manos y sollozó como si algo se hubiera roto en su
interior. Gemía una y otra vez:
—¡No puedo soportarlo!
Siguió llorando hasta quedar exhausta. No había ventanas en la habitación. La
luz que bañaba los blancos muros se hacía más y más suave y consoladora. Sus
sollozos fueron menguando; al fin pudo enjugarse los ojos enrojecidos. Su rostro
era viejo ahora, desaparecido el maquillaje y los polvos, y se acentuaban sus
arrugas y le temblaba la boca.
—No puedo soportar el pensar en ello —repitió en un tono más sereno—. Yo
sólo tenía ocho años. Entonces murieron papá y mamá. Nunca me lo dijeron. Creo
que estaba patinando. Nunca lo descubrí. Y entonces fui a vivir con tía Sim y tío
Ned.
"No es que me queje. Naturalmente, lloré mucho al principio. Pero ellos fueron
como mis propios padres para mí —tragó saliva—. Y ricos, o más ricos que papá.
No tenían hijos y me adoptaron y mi vida siguió igual que mi vida en casa —sus
manos se aferraron a los brazos del sillón—, ¡como mi vida en casa!
"Sí", dijo el hombre con pena (¿le había oído en verdad?)..., "como tu vida en
casa".
Asintió ansiosamente, con una fiera y terrible sonrisa.
—¡Sí! ¡Como mi vida en casa!
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—Jerry —dijo con voz monótona— era muy sensible. Empezó a beber más y más,
ya sabe, en el departamento de bebidas. ¡Oh, la cuestión del dinero no ifl1"
Portaba! Teníamos mucho. Yo tenía el de mis padres desde que cumplí veintiún
años. No era demasiado malo. No teníamos hijos... de eso me sentía agradecida
en cierto modo. A Jerry no le gustaban los niños de todas formas, y Jerry era mi
vida. Yo casi le ponía la comida en la boca. Estábamos tan enamorados que
nuestros vecinos ricos se sentían celosos. Eso me daba risa —se echó a reír—. Yo
tenía cuarenta años cuando él... bien, tuvo una enfermedad del cerebro, así la
llamaron, reblandecimiento del cerebro o algo así. Y murió, después de aquellos
años tan maravillosos. En ocasiones no puedo soportarlo.
Su voz vaciló. Se cogió a la silla. Se retiró el pelo que le caía ahora sobre sus
ojos y se movió inquieta sobre su enorme trasero.
—No puedo soportarlo —murmuró—, no puedo soportar pensar en ello, ni en
nada. Supongo que me estoy volviendo loca. Quizás voy a tirarme al...
"Tranquilízate", dijo el hombre.
Alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué dijo? ¿Tranquilízate? No, supongo que estoy imaginando cosas de nuevo.
A veces imagino demasiado.
Suspiró y esta vez el sonido salió como un gran gemido de lo más profundo de
su alma angustiada. Sus labios estaban exhaustos y débiles cuando dijo:
—Pero Jerry me dejó muy bien arreglada, maravillosamente. No debería
quejarme. Un seguro. Es cierto que... quiero decir, nunca pensé en el seguro. ¡De
verdad! Sólo quería a Jerry. Él era como un niño para mí, tan indefenso. Incluso le
perdonaba cuando él... quiero decir, cuando se enfadaba y me hablaba con
frialdad. Pero no hablaba sinceramente.
"Y ahora estoy aquí hablando de todas estas cosas... Tengo sesenta y cinco años
y a veces las cosas se me amontonan y no se puede dejar de pensar, aunque una
se diga que de qué sirve, y no se puede dejar de recordar... No era tan malo
cuando era más joven y aún esperaba... pero ahora me miro y... quiero decir, ¡las
cosas deberían haber sido tan diferentes!, pero supongo que no son para personas
como yo. Yo... tengo que aguantar lo que venga...
Se puso en pie de un salto y extendió los brazos y casi chilló:
—Pero ¿por qué tuvo que ser de ese modo? ¿Por qué no pudo haber sido
distinto? ¿Era yo tan mala, tan mezquina, una niña tan repelente que tenía que
sucederme todo así? ¿Qué hice yo? No hago más que pensarlo. ¡Yo no hice nada en
absoluto!
Se volvió con un gesto violento y se lanzó al sillón. Enterró el rostro en el
respaldo y, aferrada a él, lloró como jamás había llorado antes, destrozada,
temblando, ahogando los sollozos, como si su cuerpo se derrumbara por instantes
y su corazón quedara expuesto y desnudo en su angustia. Era ahora una vieja, más
vieja que su edad. Era también una niña desesperada y sola, una niña
aterrorizada, angustiada, una niña que vivía hundida en el terror y la angustia.
—Vine aquí —dijo, con los labios apretados contra el respaldo del sillón, como
una niña aprieta los labios contra el seno de su madre— porque estoy tan cansada
y tengo esos dolores de cabeza y se me revuelve el estómago. Quizá sea la
antigua menopausia. Y pienso, y pienso, y miro a las mujeres en sus lindas casas
con los niños, y los buenos maridos, y un coche... yo jamás tuve coche, ni siquiera
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
una bicicleta... y me pregunto por qué ellas tienen cosas tan buenas, y yo... yo
nunca tuve nada... nada en toda mi condenada vida.
Sus labios se hundieron más profundamente aún en el terciopelo, hambrientos,
como si aquello fuera carne para ella, una carne amada.
—¡Si sólo tuviera algo bueno... algo bueno que recordar!
Dio media vuelta fieramente, desafiantemente, cogida aún a los brazos del
sillón, y miró a la cortina.
—¡Jamás tuve una sola persona con quien hablar, a quien decir nada, nadie
que se preocupara por si yo vivía o moría, nadie que se ocupara o se preocupara
por lo que pudiera sucederme! ¿Sabe algo, usted, el que está ahí detrás, el que
nunca dice una palabra? Le he contado un montón de mentiras. Y ¿sabe por qué?
Porque me obligué a mí misma a creerlas cuando la vida me iba mal, como me ha
ido siempre. Una persona necesita tener algo en que creer, aunque sean mentiras.
¿Sabe por qué? Porque no podría soportar el vivir si no lo hiciera. No podríamos
soportar la verdad de lo que hemos estado viviendo... me refiero a las personas
como yo.
"El único modo de conseguir que la gente me mirara siquiera y me viera como
una persona, alguien que fuera al menos una persona agradable y no una pobre
huérfana, era contarles todas esas historias fantásticas. Quizá no las creyeran, o
quizá las creyeran un poco, o quizá pensaran al menos que algo era verdad, o les
gustara algo.
"Es todo lo que he tenido, lo que yo me obligué a soñar leyendo algunos
libros que encontré y simulando que era yo. Y luego, hace tiempo, solía comprar
revistas, como ésas que le nombré, y soñaba que yo había nacido una Rothschild,
o quizás una Rockefeller, o quizás una princesa inglesa, o alguna chica rica que
tenía padres que la amaban y todas esas maravillosas cosas, y una infancia
encantadora. No era sólo ser rica al principio, sino tener unos padres como los que
veo constantemente a mi alrededor. Uno ha de tener algo de respeto propio,
¿sabe? Como tener parientes agradables...
"¡Míreme! —gritó poniéndose violentamente en pie e inclinándose adelante
sobre su gruesa cintura, en actitud de absoluto desespero y rabia solitaria—. ¡Yo
nunca supe quiénes fueron mis padres! Lo primero que conocí fue el asilo de
huérfanos, hace sesenta años. una porquería. Frío, hambre, y jamás ropas
decentes. La mayoría de los críos tenían a alguien en alguna parte que les
enviaba algunas cosas, aunque fueran de segunda mano. Yo no tenía a nadie. Yo
llevaba harapos que ya eran harapos desde el principio. Nunca estuve caliente, ni
un día en mi vida. ¡Usted, el de ahí! ¿Estuvo alguna vez sin hogar, y tuvo frío y
jamás tuvo una casa propia? ¡Apuesto a que no, usted, psiquiatra rico! ¿Vio en
alguna ocasión que la gente se apartara de usted porque no era guapo, o rico, o
porque estaba asustado, al modo en que yo siempre lo estaba? Todo lo que tenía
eran mis dientes. ¡Menos mal! De no haber sido así, ahora no tendría ni uno, ésa
es la clase de cuidados que recibíamos en aquel viejo y pobre asilo donde yo
estaba, donde Jerry estaba, aunque yo no supe que él había estado allí hasta que
tuve diecisiete años.
"¿Acaso alguien se rió alguna vez de usted, o se burló de usted como hacían
conmigo? Apuesto a que no, ¡no de usted, con toda su educación y dinero!
Cuando yo tenía ocho años una prima de mi madre, tía Sim y su marido,
vinieron por allí y dijeron que yo era propiedad suya y me sacaron. Tía Sim
quería que alguien trabajara por ella en la cocina, ¡la muy perezosa! El asilo de
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
incorporarse después de haber vomitado por beber aquel licor tan bestial
que se tomaba en aquellos tiempos, ¿cómo le llamaban?, ¡ginebra de tina
de baño! No lo recuerdo, yo jamás lo toqué. Y me decía lo muy guapo que
era, y que estaba enfermo, no borracho, y que era todo lo que yo tenía.
“Unos quince años después, cuando ya vivíamos aquí, murió, y yo me
quedé sola de nuevo. Tuvo delirium tremens. Y era en la depresión. Yo aún
tenía mi trabajo, pero me recortaron la paga. No me importó demasiado, las
cosas eran mas baratas. ¡Y ahora disponía de tres mil dólares! Me gaste
ochocientos en el funeral de Jerry. Fue realmente elegante, aunque sólo
estuviera yo y la patrona de la pensión y un par de chicas de la fábrica. Y él
tuvo un nicho también, y una tumba donde los árboles son realmente
bonitos. Él ya estaba arreglado, pero yo estaba sola.
“El resto del dinero me parecía fantásticamente bueno! ¡Y lo era!
Especialmente cuando perdí el trabajo y no tuve otro en dos años. Viví de
ellos, muy apretada, pero me duró, y aún quedaba un poco cuando conseguí un
empleo en otra fábrica, cuando Hitler empezó a salir en las noticias y todo el
mundo pensaba en la guerra, y el gobierno deseaba el rearme para nosotros y para
otros países. Por eso conseguí un estupendo trabajo, treinta dólares a la semana,
y luego cuarenta, y cincuenta, y sesenta... hasta setenta cuando nos metimos en
la guerra.
Sonrió, y su ancha sonrisa cubrió todo el viejo rostro.
—¡Siempre se puede confiar en la pequeña Maudie! ¿Cree usted que perdió la
cabeza como lo hicieron las otras chicas? ¡Pues no, señor! Ahorró la mayor parte
del sueldo. Por eso tengo ahora siete mil dólares en el banco, y eso es bueno,
porque con la paga que tengo ahora y con los precios tan altos, no puedo ahorrar
un centavo. Verá, tengo un minúsculo apartamento en un viejo edificio en los
suburbios, sólo dos habitaciones, y comparto el baño con Nancy, la vecina, ¡pero he
de pagar sesenta dólares al mes por ello, y aparte la comida!
"En todos esos años leía todas las revistas de que le hablé, y soñaba, soñaba,
soñaba... Era el único modo de soportar la vida. Luego Nancy me dice un día:
"La guerra ha terminado, ¿por qué tienes que trabajar en una fábrica con
pantalones? Consíguete un trabajo decente con todo lo que sabes de estilo, y de
ropas y perfumes." Así que busqué por ahí, y, al cabo de algún tiempo, conseguí
trabajo en unos grandes almacenes por treinta y ocho dólares a la semana, que no
es mucho, pero aparte cobraba comisiones, y empecé a hacerlo tan bien con mi
sentido de la elegancia y lo que sé de ropas y cuándo ponérselas, que me subieron
a cincuenta dólares y comisiones, y todas las señoras, algunas de ellas ricas de
verdad, preguntaban por mí personalmente, porque yo siempre les decía la verdad
y a ellas les gustaba oír mis historias sobre mi maravillosa infancia y toda la vida
tan encantadora que había tenido.
Se detuvo, palideció su arrugado rostro y se llevó la mano al pesado seno,
dejándola allí. Suspiró profundamente, un largo suspiro, como un gemido sin
lágrimas.
—Jamás estuve en las casas donde las señoras vivían, las ricas quiero decir. Yo
caminaba por allí de noche, mirándolas y soñando que vivía allí. Me parecía que
podía ver el interior de las casas, y todas las costosas antigüedades, y los cuadros
y cortinajes, y la plata, y las alfombras orientales, y, a veces, de noche, me llegaba
hasta las mismas ventanas y miraba y, ¡ya lo creo!, ¡las habitaciones eran como
las que yo había visto en las revistas! Yo soñaba que vivía allí con un marido rico y
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar
que tenía media docena de niños adolescentes, o quizá mayores ya, y casados y
con niños... ¡Era magnífico!
Dejó caer la cabeza y entonces sus ojos cargados advirtieron el anillo en su
dedo. Alzó la mano y dejó que la suave luz le arrancara destellos.
—Este anillo —dijo medio para sí y sonriendo como disculpándose— es sólo
una falsificación, aunque el oro es oro auténtico. Pagué cuarenta y cinco dólares
por él en unas rebajas, y en verdad no se puede distinguir que no sea un brillante.
Sólo un joyero lo haría. Es hecho a mano, de artesanía, ¿sabe? Todo el mundo
piensa que es bueno. Yo les digo que Jerry me lo dio cuando nos comprometimos.
Un repentino cansancio se apoderó de ella, que se echó atrás en el sillón y tosió
débilmente. Su cuerpo grueso parecía ahora cercano a la disolución y el colapso,
como si se empequeñeciera. Su voz apenas era ahora un susurro.
—Y eso es todo. Todo lo que tuve en mi vida, unos cuantos sueños. ¿Hice mal con
eso a alguien? No. Seguro, eran mentiras, aunque a veces pienso que eran
verdad. No me hizo daño a mí, y no sé si podría haber vivido sin ellos, doctor.
"Pero ahora estoy terriblemente cansada, aunque los doctores de la Compañía
dicen que tengo buena salud. Me pongo a pensar. Tengo siete mil dólares y un
empleo, pero no tendré el empleo mucho más tiempo. Querían que me retirara
este año, pero ¿cómo voy a vivir con ochenta y cinco o noventa dólares al mes
que me dé la Seguridad Social? Así que me van a dejar quedar algún tiempo
más, porque yo se lo expliqué. El psiquiatra de la Compañía me pregunta: "¿No
hay una tía, o prima, o una hija o hermanos con los que pudiera vivir, o una
amiga íntima?" Pero yo me río de él. Le digo que quiero ser independiente, y que
quiero conservar mi nidito. ¡Dios mío, supongamos que me pongo realmente
enferma durante un año o así! ¿Cómo saldría adelante?
"Mucha gente dice que debería haber ahorrado más, pero ahorré todo lo que
pude, y aún no es suficiente, y eso en todos los años antes y después de la guerra,
cuando sólo ganaba lo bastante para ir tirando. Y el dinero sigue haciendo
intereses en el banco. Yo espero que me dejen seguir hasta que tenga unos nueve
mil dólares, pero, según está subiendo todo en estos días, tampoco eso es mucho.
Alguien dijo que podría comprarme una anualidad, ¿sabe lo que quiero decir?
Usted pone todo su dinero y ellos le pagan tanto al mes, y creo que sería como
noventa o quizá cien, y eso en diez años o así de vida, y podría seguir adelante con
la Seguridad Social también, pero ¿y si vivo diez años más, y ya no me pagan? No
me preocupa el morirme antes, pues no hay nadie que quisiera que le dejara mi
dinero, y además la compañía de seguros se quedaría con lo que quedara.
"Pero he llegado a un punto, doctor, en que vivo preocupada constantemente.
Se necesita todo lo que gano para vivir en estos tiempos, y aún podría usar
más. Y luego, después de todos estos años, empieza a obsesionarme el que
realmente nunca tuve a nadie en la vida, y en cuanto me duermo sueño que
estoy de vuelta allí, en el asilo, y que soy una niña de nuevo,' o sueño con mis tíos,
y el modo en que me pegaban y me mataban de hambre, y sueño con Jerry y cómo
me golpeaba, y el asqueroso cuarto en que vivíamos, y todas las horas en la
fábrica, y el frío y el hambre que siempre tuve; y cuando me despierto,
sudando y temblando, estoy completamente aterrorizada. A veces me cuesta un
par de horas empezar a imaginarme que lo tenía todo, como le dije a usted, para
poder soportar otro día más.
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"Y entonces estoy tan cansada que apenas puedo esperar a dejar el trabajo y
volver a casa, y casi no puedo comer en ocasiones, y tengo miedo de acostarme
por los horribles sueños.
"¡Oh, Dios mío, si tuviera a alguien con quien poder hablar, alguien que le
importara yo algo, alguien a quien no tuviera que mentir y simular! ¡Alguien que
se interesara un poco por mí! Cuando tengo un resfriado me aterra morir,
pensando en el doctor, o en quién me cuidaría si no pudiera trabajar por algún
tiempo, o en quién me traería algo de comer, o se preocupara tan sólo... Sólo eso,
sólo que se preocupara. Pero no tengo a nadie, como jamás lo tuve.
Su voz se alzó en un grito débil y lastimero:
—¡Oh, usted puede seguir sentado ahí sin preocuparse! Dicen que escucha,
pero eso ¿de qué sirve? Le he dicho la verdad, y apuesto a que está sentado ahí
riéndose para sus adentros y pensando: "Desde luego que hay tipos raros..."
Seguro que sí, doctor, ¡hasta hay tipos como yo, maldita sea!
Se puso en pie, corrió a la cortina y la miró con ojos febriles. Vio el botón de
plata y recordó lo que había oído, que si uno quería ver al hombre que había
escuchando sólo necesitaba oprimir aquel botón. Nerviosa, sollozando con
profundos sollozos, dio al botón con la palma de la mano, como una niña
golpearía algo en medio de una rabieta.
Las cortinas azules se corrieron flotantes a los lados y la suave luz fue a caer
sobre el hombre que escucha, y Maude Finch, al ver su rostro y sus grandes y
agonizantes ojos, sus ojos amorosos y misericordiosos, se echó atrás con un sonido
ahogado cubriéndose la boca con las manos. Le miró con una mirada intensa,
húmeda, y él le devolvió la mirada amablemente. La mujer dejó caer lentamente
las manos y sus lágrimas fueron disminuyendo. Aún con los ojos en él tanteó con
la mano a sus espaldas y se dejó caer en el sillón, cerrando los ojos. Empezó a
hablar en voz muy baja:
—Nunca me dijeron que fueras así... Cuando oí hablar de ti dijeron que eras
una persona terrible, y eso me asustó. Dijeron que eras el Juez. Sólo oí hablar de ti
unas cuantas veces, y hace tanto tiempo que no recuerdo... pero pensé que tú me
odiarías, por todas las mentiras, y por todo. Dijeron que tú odiabas a los
embusteros o hipócritas, y supongo que yo he sido eso toda mi vida, y quizá no
signifique nada para ti que ése fuera el único modo en que podía vivir,
mintiéndome así a mí misma y a todo el mundo, y simulando. Después de todo, tú
eres el Juez, y eres terrible. Eso es lo que me dijeron hace muchísimos años, y
me asustó.
Abrió los ojos, pero el hombre seguía mirándola con amable sufrimiento y
amor, y ella empezó a llorar de nuevo, pero serenamente.
—Ya veo que me odias por lo que hice, ¿verdad? Y todo eso que pasó en mi
vida... ni siquiera fue tan malo como un día de la tuya, ¿no es cierto? Y tú no
tenías nadie a quien hablar, tampoco, ¿verdad? ¡Oh, sí! Te escuchaban, claro
que sí, pero ¿de qué servía? No te creían. Pero la gente me creyó a mí un poco, y
eso es algo. Ni siquiera ahora creen en ti. "No tuviste nadie con quien hablar
excepto contigo mismo. Y Dios.
Sus ojos brillaron repentinamente maravillados, y se incorporó.
—¡Eso es, tenías a Dios para hablar! ¡Y yo también! Eso es lo que quieres decir,
¿verdad? Puedo hablar contigo cuando quiera y en cualquier parte. Si sólo
hubiera sabido algo más de ti al principio... Ésa fue mi auténtica privación... el no
tener en verdad... el no tenerte a ti todos estos años.
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ALMA DUODÉCIMA
ALMA DUODÉCIMA
La sala de espera estaba casi llena cuando él entró, pero nadie le vio, al
parecer, a excepción de una jovencita de mirada alocada. Se dio cuenta de que ella
le veía y se detuvo, y fue como si una oscura sombra hubiera caído sobre el rostro
torturado de la muchacha. Desde luego que le había visto. Sonrió. Supo en seguida
lo que le preocupaba, y lo que originaba aquella dilatación de sus pupilas, y la
mirada fija. La conocía muy bien. No había piedad en él, ni dolor; sólo desprecio.
Una mujer débil, malvada. Un animal despreciable. Sólo tenía dieciocho años,
recordó, pero su alma estaba podrida, como un capullo que se hubiera secado
incluso antes de abrirse. Anatema, anatema, dijo para sí. No juzgaba un gran
triunfo el haber conseguido aquella alma débil con tanta facilidad. ¡Se había
necesitado tan poca tentación!
—¿Emily? —dijo suavemente.
Los labios grises de la muchacha se apretaron estrechamente y de ellos surgió
un sonido tan débil que nadie lo oyó más que él mismo. Era un gemido, como el
de un cachorrillo herido.
—Pero tú fuiste la única culpable, Emily —dijo con aquella suave voz que no
turbaba a los otros, ni siquiera les hacía alzar los ojos—. Tú sabías lo que hacías, tú
no tenías inocencia, ¿no es cierto? Ni siquiera puedes afirmar ignorancia, aquello
estaba en todas partes. ¿Qué? ¿Vas a quejarte ahora de que fue culpa de tu
ambiente? ¿Esa excusa tan idiota, esa excusa tan pobre, tan falsa? Emily, vete a
casa. El Hombre no puede ayudarte. Ve a casa... y olvida.
Se sentía lleno de odio hacia la muchacha. Era de los suyos, de la clase de
gentes que habían hecho de él lo que ahora era, que le habían reducido a lo que
ahora era, y hacía tanto tiempo que a veces le parecía increíble. Podía ver sus
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—Pero no es éste el que yo quería —se sentó y unió sus blancas manos sobre
las rodillas—. Y tengo el mío propio —añadió—. Únicamente mío. Lo hice yo con
mis propias manos. Tú no tuviste parte en ello.
—No —dijo el Hombre, y su mirada era muy triste al contemplar al desconocido
—. Yo no lo hice para ti.
—Y aún soy su hijo.
—Es cierto. Y para siempre.
El desconocido quedó silencioso por unos momentos. La luz de la habitación
vacilaba como al compás de sus pensamientos. Luego la cólera se apoderó de su
rostro como una convulsión, y era cólera impregnada de sufrimiento.
—Ha pasado algún tiempo desde que tuvimos una de nuestras interminables
discusiones —dijo al fin—. Ahora que todo parece estar totalmente en mis manos,
pensé en visitarte de nuevo.
—No está todo en tus manos —dijo el Hombre—. Y tú lo sabes con certeza. Pero
habla. Confieso que nunca he olvidado tu voz, y que en tiempos le amaste.
—¿Crees que no le amo ahora?
El Hombre quedó callado por un momento. Al fin dijo:
—Le amas, y eso es lo peor de tu castigo. No puedes apartarte de ese amor.
Pero ambos sabemos lo muy estrechamente enlazados que están el amor y el
odio. Sin embargo, Él jamás te ha odiado.
—Lo sé. Pero los hombres le odian con todo su negro corazón, y eso también
lo sabemos los dos.
—No todos —dijo el Hombre, que sonrió con ternura—. Escucha. ¿Es que no oyes
a los que le hablan?
Escucharon juntos. Un confuso pero armonioso sonido pareció emanar de los
muros de la habitación, de todas partes; un murmullo de oraciones, de amor, de
piedad, de valor... Un murmullo fiel. Se escuchaba música, mezclada con las voces,
como hilos de oro y plata, palpitante, alzándose y cayendo. Eran voces de niños,
que oraban con sencillez; eran voces de jóvenes, de almas santas en los claustros,
de almas solitarias en sus luchas particulares, en su angustia secreta; de
ancianos, de gentes vencidas por el dolor... pero fieles. Las voces se alzaban y
caían como el mar, avanzaban y se retiraban, y volvían a avanzar como una
marea que estallara en rocas invisibles, bajo un arco iris también invisible. Pero
las rocas y el arco iris no eran invisibles para el Hombre que escuchaba ni para el
desconocido. Ellos los veían con claridad.
—No es una multitud —dijo el joven.
—Pero es de Él. No tuya.
—Pronto serán silenciados. Tú y yo... conocemos el futuro. Esas voces
inocentes serán silenciadas por silenciadores que, a su vez, serán silenciados para
siempre. ¡Qué pacífica será entonces la órbita de este mundo! Fragmentos que
captarán la luz de la luna y el sol, pero sólo fragmentos, muertos, oscuros y sin
vida.
El Hombre no habló. El desconocido aguardó pacientemente, luego, como no
hubiera el menor sonido en la habitación, dijo:
—Yo no lo elegí. Ellos lo eligieron por sí mismos. No lo planeé yo. Lo planearon
ellos mismos. ¿No estás orgulloso de la parte que tuviste en ello?
El Hombre parecía que sonreía ligeramente, pero con dolor:
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—Sigue siendo el más terrible de los dones. Yo soy lo que soy por culpa de
ello.
—¿Preferirías no haber tenido elección?
El desconocido agitó la cabeza.
—No, pues entonces no habría tenido existencia.
—Cierto. Por tanto este diálogo resulta innecesario.
—¿Sin el libre albedrío no hay verdadera existencia?
—No la hay. Tú lo has dicho.
—Pero no debería haberse dado a la humanidad. Debería haber sido
prerrogativa de los ángeles.
El Hombre agitó la cabeza penosamente.
—Piénsalo tú mismo. Fue tu prerrogativa. Considera cómo la has utilizado. Sin
embargo, tú desprecias a los hombres que son inferiores a ti por su naturaleza, que
tienen menos resistencia a la maldad. Detéstalos si quieres. Pero recuerda que
muchos se arrepienten y vuelven a Él. Los que se rebelaron contigo no vuelven a
Él, no le dicen: "Señor, ten piedad de mí pecador."
—Lo que elegimos es cosa nuestra —dijo el desconocido, alzando su orgullosa
cabeza.
—Y lo que elegiste fue tu orgullo. Tú aceptaste su don, pero lo consideraste
tuyo solo, y se lo hubieras negado al último de sus hijos. ¿Es que eres más grande
que Él?
—Jamás lo creí así, ni en verdad lo deseé realmente. Yo estaba a su lado, y Él
me amaba. Yo protegía su grandeza y su terrible majestad, no por odio, sino por
amor. Yo estaba celoso por Él. Yo no hubiera dejado que nadie se acercara a Él
con las manos sucias, y le llamara "Padre", como yo le llamaba Padre, ni le mirara
con mis propios ojos. Si yo era orgulloso, era orgulloso por Él, y detestaba a los
que se atrevían, en su arrogancia, a conocerle también. Pero tú sabes todo esto
desde hace mucho tiempo.
—Sí, desde hace mucho tiempo —dijo el Hombre con un suspiro.
El desconocido contempló las manos, la frente y el costado del Hombre.
—¿Acaso yo te infligí esa agonía? ¿Fui yo el que te escupió y se burló de ti? ¿El
que se burló de tu tortura?
—Te olvidas de algo. Yo lo elegí por mí mismo.
—Sin embargo, fue el hombre el que lo consumó, y no yo. Ellos siempre eligen
por sí mismos. Yo no hago elección por ellos.
—Pero tú has oído las voces de los que han venido a mí al fin. Ellos eligen por
sí mismo. Yo no elijo por ellos.
—Tú has perdido. ¿No es cierto?
—¡Ah, cómo te gustaría saberlo! Pero no te lo diré, pequeño.
Hubo silencio de nuevo en la habitación. Luego, lentamente, el desconocido
empezó a golpear con los puños cerrados en los brazos del sillón. Así como iba
creciendo su cólera se oscurecía la luz de los muros, pero la luz de la alcoba
aumentaba hasta casi cegarle.
—¡Yo venceré! —dijo—. ¿No soy el príncipe de este mundo? ¡Él habrá de
arrepentirse de nuevo de haberlo hecho! Como se ha arrepentido de otros mundos,
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—No busqué otra cosa —dijo—. No quiero mentirte. Sentía que había algo más,
pero todo el mundo decía que era superstición. Yo... aquello me enfermaba. Tenía
que haber algún lugar donde pudiera ser algo más que Emily Hoyt, siempre a la
búsqueda de la diversión.
—Y viniste a mí. Yo soy el que tú buscabas.
Asintió con desesperada intensidad:
—Yo no sabía... quién o qué. Nadie me lo dijo jamás. Pero ayer, uno de mis
profesores... Todo el mundo se rió de él. Le llaman el "despistado", porque no es
como los otros. Me detuvo en el vestíbulo y me dijo: "Emily, no sé exacta-mente qué
te pasa, pero estás enferma. ¿Por qué no vas a ver al Hombre que escucha, en la
colina, allá en la ciudad?"
—Pensé que bromeaba —siguió la chica, aferrada cada vez más a los pies del
Hombre—, pero luego empecé a pensar. Allí estaba yo, perdiendo mi vida, ésa es
la verdad, matándome. Y luego... —le falló la voz— estaban Charlotte y Bette, más
jóvenes que yo. Era como si las viera por primera vez, seres humanos como yo,
enfermas como yo. Pero lo peor es que yo... yo les había hecho eso. Fue como
cuando una se quita las gafas de sol y lo ve todo con mayor brillo, y eso te quema
los ojos. Y recordé todos los sueños que había tenido la semana anterior. No sueños
hermosos y románticos, ni de diversiones, ni de sentirse importante. Sino sueños
terribles.
Apoyó de nuevo la cabeza en sus pies.
—Sálvame —pidió—. Ayúdame sobre todo a salvar a Charlotte y a Bette
también.
—¡Embustera y despreciable idiota —dijo Lucifer—, tan débil que tienes que
correr a la madera y al marfil a llorar tus pecados!
—Sálvame —rogó Emily, y sus manos temblorosas subieron por el cuerpo del
Hombre y tocaron sus rodillas.
Miró sobre su hombro a Lucifer, y chilló, y tembló.
—¡Dime que él no está ahí realmente, que le estoy soñando! —gritó al Hombre.
—Él existe —repuso éste tristemente— y siempre existirá. No es un sueño.
—Entonces ¡dime qué debo hacer para apartarme de él!
—Piensa en tu corazón lo que debes hacer.
Emily meditó, y la luz estaba en su rostro, pero sus hombros y cuerpo yacían
aún en las sombras del mal. Empezó a temblar de nuevo.
—No, ¿cómo puedo hacer eso? La policía... y hablar con mis padres. Ellos...
quizá me metan en la cárcel. Se lo dirán a todo el mundo. Seré expulsada, quizá.
Soy una criminal. Todos sabrán lo que he hecho, a mí misma y a las otras chicas.
No habrá un lugar al que ir...
—Tú has confesado tus pecados —dijo el Hombre—. Conoces tus pecados. El
camino será amargo y terrible, pero es el camino que debes seguir. Pues ya no
eres una niña, eres un alma humana, una mujer, y has acumulado
responsabilidades sobre tu cabeza. Si no tienes valor ahora, ni fortalezza,
entonces estás completamente perdida y entregada para siempre a la maldad, y a
la muerte, y a la agonía.
La muchacha se encogió como un niño herido.
—Ellos me quitarán la... me quitarán lo que yo necesito. Dicen que es horrible.
Que no puede soportarse.
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—Y, si fue un sueño, fue el mejor que he tenido en la vida. Debo creer en él.
Ahora me voy. Me voy a decir... a decírselo todo a mamá y papá. Será terrible. Pero
debo hacerlo.
"Y sé que tú me ayudarás.
La locura había desaparecido de sus ojos. Había paz en su desgraciado
cuerpo, como jamás la había conocido antes. Salió a la luz del verano y alzó los
ojos al cielo y, por primera vez, vio las estrellas.
FIN
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