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Aristóteles y el Islam, cuya versión en castellano ve ahora la luz, fue editado en Francia bajo
el título de Aristote au Mont Saint-Michel en 2008. A pesar de lo que enuncian ambos
rótulos, en español y francés, el contenido del libro no trata específica ni particularmente
sobre la figura del filósofo griego Aristóteles, ni siquiera sobre la relación de su obra con el
Islam o con el bello islote de Normandía. El subtítulo de la edición española (ausente en la
edición gala) sí condensa, en cambio, con mayor precisión el valioso estudio que contienen
las páginas de este trabajo. Y es que no nos hallamos, en efecto, ante un texto de filosofía
en sentido estricto, sino ante una investigación de fuste y estilo marcadamente académicos,
una exposición histórica y, por ende, desmitificadora. Sin pertenecer, por tanto, al género de
las obras de divulgación, se trata de un libro que merece atención, muy útil y conveniente, y
no sólo para los especialistas e iniciados en la materia.
Una leyenda dominante que viene propagándose de manera poderosa y casi hegemónica
tanto en medios periodísticos como incluso en los espacios escolares y universitarios, cuenta
que fue merced a la acción cultural del Islam, especialmente en el terreno de la traducción
de textos, que pudo conservarse y extenderse por Europa la producción intelectual de la
antigua Grecia. En otras palabras: la cultura árabo-musulmana estaría en el origen y la raíz
de la cultura occidental. Semejante relato de la Historia, recreado en un même combat por la
labor publicista de intelectuales musulmanes y occidentales, comporta a su vez notorias
implicaciones, no siempre especificadas ni hechas patentes. Por ejemplo, de la premisa
mayor arriba resumida se infiere una muy discutible —por no decir «falsa»— identificación de
los conceptos de arabidad e islamismo; se toma como cosa cierta que fue el pensamiento
musulmán, y no la propia tradición occidental, la fuerza que actuó como motor del
renacimiento cultural y científico en Europa; se da por hecho que el viejo continente,
encerrado en las Dark Ages, fue incapaz por sí mismo de salir de su retraso intelectual; se
proclama, en consecuencia, que el mundo islámico fue superior espiritualmente a la
cristiandad medieval; y, en fin, se lanza el mensaje de que Europa tiene una deuda que
pagar al Islam al deberle nada menos que su identidad, lo que le convertiría en «una especie
de heredera o apéndice del mundo musulmán.» (pág. 18).
Los textos de Platón, Aristóteles, Hipócrates y Euclides fueron escritos en lengua griega, al
igual que los Evangelios. Ambos tesoros culturales, de interés subsidiario para los centros de
saber musulmán, en ningún momento se perdieron ni fueron olvidados en el seno de Europa
durante la Edad Media. Fue, justamente, gracias al trabajo e interés de individuos,
comunidades e instituciones del ámbito cultural cristiano (o al menos no musulmán) que
pudieron ser traducidos primeramente al siríaco y más tarde directamente al latín. En ningún
momento, pues, llegó a perderse el vínculo y el hilo conductor de las dos principales fuentes
espirituales de Occidente: la cultura griega, ampliada por la aportación romana, y la religión
cristiana. En el siglo VII, tras la caída del Imperio romano y el casi inicio del expansionismo
islámico, tiene lugar una fuerte oleada de inmigración de griegos y gentes del Próximo
Oriente que huían de las invasiones musulmanas: «Así pues, cada avance árabe provocó una
emigración, la huida de un sector de las élites.» (pág. 33).
Ciertamente, los pioneros traductores cristianos solían realizar sus traslaciones del griego al
latín sin métodos refinados, normalmente de modo literal, palabra por palabra, de manera
que en la mayoría de los casos abundaban los errores de sintaxis y estilo. Dichas deficiencias
fueron corregidas con el tiempo. Con todo, estas circunstancias hay que confrontarlas con la
tarea traductora musulmana de los clásicos griegos (una tarea, por otra parte, nunca
negada, pero que tampoco debería ser sobreponderada). Sucede que los sabios árabes no
tuvieron contacto directo con los textos antiguos original. Elaboraron sus traducciones a la
lengua árabe sirviéndose de otras traducciones previas del griego original,
fundamentalmente del siríaco. Y esto por una sencilla razón: no dominaban la lengua griega;
incluso Al-Farabi, Avicena y Averroes la ignoraban. En cualquier caso, en la producción
traductora, los omeyas emplearon los servicios de bizantinos y árabes cristianos en Damasco
y los primeros abasidas utilizaron a persas locales, árabes cristianos y arameos.
En realidad, la traducción al árabe del saber antiguo, además del problema indudable que
supone la cadena de traslaciones mencionada a la hora de valorar la calidad del resultado,
adoleció de no pocos inconvenientes: «Uno de los problemas más delicados planteados por
la transcripción al árabe era la ausencia total de términos científicos en dicha lengua: los
conquistadores eran guerreros, mercaderes, ganaderos, no sabios o ingenieros. Por eso
hubo que inventar un vocabulario científico y técnico.» (pág. 80).
Seguir sosteniendo, en suma, que Occidente debe su cultura al Islam, que éste se helenizó
mientras Europa se islamizó, que brilló un «Islam de las Luces» a modo faro espiritual del
viejo continente, son argumentarios, concluye Gouguenheim, que provienen no tanto del
análisis científico y la fundamentación histórica como de un posicionamiento ideológico.
Justamente de ese posicionamiento que ha atacado públicamente en Francia su libro bajo la
acusación de «islamófobo».
Ariodante
Febrero 2010