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Ahora bien, dicho esto quisiéramos proponer cuatro grandes enseñanzasque nos ha
dejado el Maestro por antonomasia, Aquel al cual todo maestro, que se quiera
considerar auténticamente tal, se debería conformar, o como decíamos hacerse
uno con su corazón.
«¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar
alivia? El «yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a
sus discípulos (cf. Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la
humanidad —sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las
psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar— es una regla de vida
basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es
necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar
posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa.
También por respeto al medio ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo
que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable «mansedumbre».
Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la norma del
respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, es
la que puede asegurar un futuro digno del hombre» (Benedicto XVI, ángelus 3 julio
2011).
«(…) Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el
ejercicio de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere
sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal,
expresión del amor verdadero. Por consiguiente, el educador es un testigo de la
verdad y del bien; ciertamente, también él es frágil y puede tener fallos, pero siempre
tratará de ponerse de nuevo en sintonía con su misión» (Benedicto XVI, mensaje a
la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación).
«La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado
fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo
de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser
nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos
nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en
definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino
bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa,
como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos
a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las
cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la
vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una docena
de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de
inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que
la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad se ha vuelto tan frágil y efímera; en
el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de
Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos
rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de
esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los
sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo
comienzo, transformación entrando en su amor» (Benedicto XVI, homilía Estadio Olímpico
de Berlín Jueves 22 de septiembre de 2011).
«(…)Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad
completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y
del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos
mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la
inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de
amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están
conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la
ejemplaridad que se exige a todo buen educador» (Benedicto XVI, mensaje a la diócesis
de Roma sobre la tarea urgente de la educación).