Sei sulla pagina 1di 4

DIAL

34. DESORDEN Y RECONSTRUCCIÓN

En períodos electorales arrecian las controversias acerca del estado de las cosas en la
sociedad. “Esto es un desorden, un caos – dicen unos – y es preciso reconstruirlo”.
“Todo está en perfecto orden – dicen otros – y lo que aquéllos pretenden es una
modificación inconveniente o aun desastrosa”. ¿Quién está en lo cierto? Los ciudadanos
están llamados a decidirlo; y bien está que así lo hagan, porque, en términos rigurosos,
se trata de una controversia sobre valores antes que sobre cuestiones de hecho.

Un orden, en efecto, es una determinada disposición de los objetos. Pero existen muchos
órdenes alternativos. Una lista de personas, por ejemplo, puede hacerse por orden
alfabético del apellido (o del nombre de pila, como hacen en Brasil), o por fecha de
nacimiento, o por número del documento de identidad, o por orden cronológico de
inscripción o de otras maneras que puedan imaginarse. Cada uno de esos órdenes
constituye un desorden respecto de los demás puntos de vista. Si tenemos una lista
alfabética pero necesitamos conocer la prioridad de inscripción de cada individuo
mencionado en ella, el orden alfabético carece para nosotros de valor: daría lo mismo
que los nombres figurasen al azar, porque en cada caso tendríamos que averiguar el
momento de inscripción y confeccionar según él una nueva lista.

Cuando decimos, pues, que nos hallamos ante una situación de desorden, conviene que
meditemos por un momento. Lo que para nosotros está desordenado, porque no
responde a nuestros valores, intereses o expectativas, ¿no estará ordenado para otros, que
sustentan intereses diversos? Porque, de ser así, lo que se encuentra ante nosotros no es
simplemente una tarea a propósito de las cosas: es también un conflicto con quienes se
ven beneficiados por lo que ellos entienden como orden.

En cualquier caso, enseña la Teoría General de Sistemas, para ordenar lo desordenado


(o, lo que es lo mismo, para ordenar según ciertos criterios lo que se halla ordenado
según otros criterios que no nos satisfacen) es preciso inyectar energía, elemento éste
que se manifiesta en forma de movimiento y de información. Supongamos que el viento
ha echado a volar los papeles que teníamos sobre nuestro escritorio. Tendremos que
recogerlos del suelo y, luego de formar con ellos una pila, examinarlos uno por uno para
distribuirlos y reordenarlos. Esta tarea requiere movimientos físicos, pero está regida por
decisiones que adoptamos ante cada papel y estas decisiones, a su vez, dependen de
criterios clasificatorios que hemos adoptado previamente. Los criterios y las decisiones
son información; los movimientos son energía.

El ejemplo tiene su correlato en la vida jurídica. Las leyes vigentes, los valores que
sustentemos y los intereses que nos motivan son criterios; las sentencias judiciales o los
contratos son decisiones y la acción policial es energía (aunque las normas, los criterios
y las tácticas con los que ella se rige son a su vez información).
En el campo normativo, la falta de criterios generales (o la ineficacia de los existentes)
suele denominarse anomia. En una situación de anomia, las acciones tienden a regirse
exclusivamente por los intereses individuales y, de ese modo, los objetivos comunes se
diluyen, se disipan. Cada persona puede, acaso, ordenar racionalmente sus acciones;
pero, desde el punto de vista colectivo, hay desorden.

Los sistemistas, a su vez, emplean la palabra “entropía” y relacionan este concepto con
la segunda ley de la termodinámica, aquélla que dice que la energía tiende a degradarse,
esto es, a dispersarse de tal modo que no pueda volver a emplearse útilmente. Pongamos
por caso el movimiento de un automóvil. El tanque de nafta está lleno de energía
concentrada bajo la forma de combustible. Con el funcionamiento del motor, el
combustible se transforma en parte en movimiento, en parte en ruido y en parte en calor.
El movimiento (útil) y el ruido (inútil) se agotan en el tiempo. El calor se dispersa en la
atmósfera. Ninguno de esos efectos puede emplearse de nuevo para hacer funcionar un
motor ni para encender una lámpara.

Cualquier sistema, si se lo abandona, cae en un incremento de la entropía. Pensemos en


lo que ocurre con un edificio que no recibe mantenimiento, con un avión que no se
somete a revisiones periódicas o con una oficina cuyo jefe se toma vacaciones
prolongadas: las variaciones internas y externas no son compensadas por reacciones
apropiadas, las estructuras se desgastan y la función se degrada acaso hasta su cese
definitivo. Para evitarlo, hace falta dirigirlo eficazmente; esto es, inyectarle información
(y, si es necesario, un poquito de movimiento) de modo constante. La inyección
salvadora recibe el nombre de entropía negativa, o “neguentropía”. Pero, para aplicarla,
hacen falta tres cosas: saber hacerlo, saber y encontrar dónde aplicarla y disponer de la
energía suficiente para llenar la jeringa.

Los sistemas suelen tener reservas de energía: el tanque de combustible en los


automotores, el tejido adiposo en los animales, el oro y las divisas en los sistemas
monetarios. Un sistema sin reservas se encuentra indefenso frente a las variaciones de la
situación; pero, aun teniéndolas, puede hallarse igualmente indefenso si le fallan los
mecanismos que permiten echar mano de ellas, transportarlas y aplicarlas en tiempo
oportuno donde sea necesario. El conjunto de estos mecanismos recibe el nombre
técnico de “esquema de variabilidad”. Y parece claro que dicho esquema, en un sistema
social, está contenido principalmente en las normas y en las prácticas que rigen la
actividad gubernamental.

Cuando, por una u otra causa, el sistema llega a deteriorarse en el propio esquema
de variabilidad, queda correlativamente debilitado para emplear sus reservas de manera
eficaz. En esas condiciones, incluso un sistema social rico en reservas puede disolverse
o perder su identidad. Afortunadamente, semejante fin no es inevitable. Un sistema
social está compuesto por miembros inteligentes, eventualmente capaces de asumir
algunos de los objetivos comunes y de ejercer acciones que los favorezcan. Si esto
sucede (circunstancia que es casual desde la óptica del sistema mismo pero deliberada
desde el punto de vista de los miembros involucrados), es posible generar, en forma
descentralizada, esquemas de variabilidad suplementarios y autorregulados para
funcionar allí donde las reservas puedan encontrarse. En otras palabras, así como la
iniciativa comunitaria puede reunir esfuerzos para construir una escuela o para dotar
de desagües a una aldea, también puede hacerlo, con un alcance limitado, para mejorar
la representatividad de los mandatarios, para introducir mayor transparencia en los
procedimientos judiciales o administrativos, para confrontar a ciertos grupos de
funcionarios con las normas morales que ellos mismos proclaman, para establecer
comunicaciones más fluidas entre comunidades separadas o para reducir los factores
que favorecen la violencia.

Cada uno de estos centros – comedores escolares, sociedades de fomento, fundaciones


humanitarias, instituciones de control político como Poder Ciudadano o, incluso,
organismos que no han sido alcanzados por la corrupción - se caracteriza por tener, en
alguna medida, organización y reservas operativas propias y relativamente
independientes de los subsistemas deteriorados. En la medida de su funcionamiento
eficaz, constituye una isla de neguentropía. Más tarde, en la medida de su éxito y de su
subsistencia, las islas pueden expandirse, vincularse entre sí y proporcionar nueva
energía y organización a los exhaustos esquemas preexistentes, introduciendo en
ellos las correcciones necesarias.

Desde luego, en este punto se cierne otro peligro: el trazado de nuevas barreras o
fronteras entre los nuevos centros o grupos de centros, a favor de intereses particulares
contrapuestos. La historia muestra innumerables casos de esta clase de tropiezo, que
a menudo frustró las intenciones más nobles. Pero esta reflexión de base político-moral
no nos releva de nuestra responsabilidad por el futuro. Si creemos que el presente es
orden (esto es, si compartimos los intereses que rigen los criterios que lo han dispuesto
del modo en que se halla), es racional que busquemos que el futuro se le parezca. Si
creemos que es desorden (es decir, si su orden actual contraría gravemente nuestras
preferencias), seremos razonables en canalizar nuestras energías, por medio de los
mecanismos de variabilidad, con el objeto de introducir en él un orden que consideremos
mejor. Y si, por último, encontramos que el esquema de variabilidad se halla deteriorado
de tal manera que no es capaz de canalizar la energía de modo eficiente, será preciso que
reconstruyamos entre todos ese esquema o, al menos, sus partes dañadas. Para no
desfallecer en el intento, conviene recordar que la energía no se pierde: sólo se disipa. Y
que nosotros, los individuos, tenemos la información (principios, criterios, voluntad)
necesaria para revertir aquella disipación yendo a buscar la energía allí donde se
encuentre, acumulándola en pos de objetivos comunes e inyectándola en el sistema
enfermo de entropía.

En ese supuesto, cada uno de nosotros enfrenta el desafío de ser parte del problema o
convertirse en parte de la solución. Cada uno puede, si lo desea, constituir su propia y
minúscula isla de neguentropía. A partir de allí, acaso un guiño baste para que las islas
se reconozcan entre sí, se relacionen, unan sus esfuerzos y, si lo intentan con lealtad y
denuedo, logren entre todas lo que ellas mismas definan como reconstrucción. Es
importante, sin embargo, recordar que esas islas, en su expresión más reducida, tienen
nombres y apellidos: somos nosotros mismos. Y que nadie hará por nosotros lo que cada
uno desdeñe hacer por todos.

Potrebbero piacerti anche