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Cama 460

(Una médica, sola, la noche en que descubrió


la dignidad y la muerte.)

Daniel Flichtentrei

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“El pájaro caído no se puede tocar el ala herida,
pero algo que no es él mismo se la toca”
Roberto Juarroz

Florencia siempre ha sido alta, con una voz contundente y convicciones


firmes. En el colegio de hermanas aprendió que a veces su figura
resultaba intimidante aunque no fuera esa su intención. Era una alumna
aplicada, una misionera sensible y una amiga leal. Anduvo arropada por
una familia amorosa y una moral estricta hasta que la vida le fue limando
las culpas y abriendo las puertas. Casi sin darse cuenta se encontró un
día siendo médica, que era una de las cosas que más quería en la vida.
Ingresó a la residencia con veinticinco años en un hospital público con
el propósito de entrenarse en Terapia Intensiva. Su primer año lo pasó
en una sala de Clínica Médica para completar el ciclo introductorio. Se
levantaba muy temprano; su mamá le llevaba una taza de café con leche
a la cama como cuando era una nena. Ella la bebía con los ojos cerrados
y el cuerpo en estado de gracia. Tomaba el colectivo cuando el sol recién
se asomaba sobre la avenida. Era de las primeras en llegar al hospital.
Trabajaba con ese ritmo intenso y desalmado con que la medicina recibe
a los novatos. Sabía que era necesario pasar por esa etapa, más como un
rito de iniciación que como un programa de aprendizaje.
Los primeros meses el agotamiento no le permitió reflexionar
acerca de lo que estaba viviendo. Siempre estaba cansada, con sueño, sin
tiempo para ver a sus amigas de la infancia ni para tomarse unos mates

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con la familia. Llegaba a su casa y caía rendida sobre la cama. Casi no
leía las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban, ni los diarios;
ya no miraba películas, ni televisión. Por primera vez en muchos años
tenía las uñas de las manos sin pintar. No recordaba cuándo había sido
la última vez que había ido a la peluquería. Se dormía en el colectivo,
en la cena familiar, incluso un par de veces se había quedado dormida
en el baño. Todo su pequeño mundo pasaba por el hospital. Las tareas
eran tantas, tan nuevas y tan variadas que no le quedaba más remedio
que aprenderlas mientras las hacía. Fue adquiriendo sus primeras
herramientas para comunicarse con los pacientes y con sus familias,
conociendo a personas con distintos lenguajes, costumbres y actitudes.
Le llevó un tiempo asimilar las reglas implícitas de la profesión. Los
códigos tácitos acerca de los que nadie habla pero que funcionan como
una ley dura e inflexible que nadie se anima a nombrar.
Sus compañeras eran casi todas mujeres, también sus jefes. Los
varones eran una minoría. Recorrían la sala todas las mañana pasando
las novedades de la evolución de cada paciente. Los médicos con más
experiencia daban sus opiniones, los más jóvenes tomaban nota de sus
sugerencias. Florencia tenía una obsesión con el orden y la prolijidad
desde que era una niña. Anotaba las tareas en una libreta de tapas duras
rosada repleta de dibujitos de Sarah Kay. Resaltaba lo que escribía con
distintos colores de acuerdo al tipo de actividad y a la prioridad que le
asignaba: rojo el laboratorio, amarillo radiología, verde interconsultas,
azul indicaciones médicas. Nunca se iba hasta completar el trabajo
pendiente. Sabía que si algo no quedaba resuelto no podría soportarlo.
Anticipaba ese malestar que la perseguiría hasta el día siguiente yendo
de un lado para el otro hasta que la lista de su libreta quedaba cerrada.
Durante una de aquellas recorridas se discutió el caso de una paciente
con fiebre prolongada y sin foco infeccioso evidente. Se evaluaron las
posibilidades y se recomendó tomarle muestras para hemocultivos con
el propósito de descartar la circulación de algún microrganismo en su
sangre. Una vez finalizado el pase de sala, Florencia subió al laboratorio
para obtener tubos estériles. Volvió hasta la cama de su paciente, se
higienizó metódicamente las manos, se puso un camisolín, barbijo y cofia
estéril y, con la ayuda de la enfermera, tomó las muestras sanguíneas

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que repartió en tubos de cultivo. Mientras rotulaba el material entró su
residente de segundo año. Se acercó para observar lo que estaba haciendo
y miró los materiales utilizados como si los estuviera fotografiando. Su
disgusto era evidente, aunque Florencia no alcanzaba a comprender el
motivo. Lo miró, interrogándolo, pero él permaneció callado. Terminó
con el trabajo y salió de la habitación. Él la siguió hasta el pasillo.
—¿Por qué tomaste los hemocultivos sola, sin esperarme?
—No sabía que tenía que esperarte.
—Siempre tenés que esperar a un residente superior cuando vas a
hacer un procedimiento por primera vez.
—No es la primera vez. Doy clases de microbiología en la facultad
desde hace años y este es un tema que he enseñado muchas veces. Lo
conozco muy bien.
—Acá no importa lo que sepas. Acá estás para aprender de los que
lo hemos hecho antes que vos.
—Entiendo que eso sea así para lo que no sé hacer, pero no tiene
sentido para lo que ya sé.
—Lo que tiene sentido y lo que no tiene sentido en este servicio no
lo decidís vos. Espero que te quede claro desde ahora.
El residente se fue sin saludarla. Florencia lo siguió con la mirada,
incrédula, hasta que su silueta desapareció por el hueco de la escalera. Se
sintió incómoda y desorientada. Subió hasta el quinto piso para entregar
las muestras en el laboratorio. Cuando volvió a la sala, estaba más furiosa
que confundida. No lo comentó con nadie. Todavía no había aprendido
que allí era mejor no mostrar lo que uno sabía quitándoles la oportunidad
a los más antiguos de mostrar lo que sabían ellos. Muchas de las reglas
tácitas que gobernaban las relaciones en el hospital eran simplemente
gestos confirmatorios de un orden jerárquico y del principio de autoridad
basado en el tiempo que cada uno llevaba en ese lugar. El novato, por
definición, no debía saber, no podía opinar, no tenía que hacer nada
si alguien no lo habilitaba para ello. Desde aquel día algo se tensó en
el vínculo con sus jefes. Sin proponérselo, había desafiado el orden
establecido. Y eso resultaba intolerable.
Algunas tardes Florencia daba clases en una cátedra de la Facultad
de Medicina de la que había sido alumna. Cuando le ofrecieron un

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cargo como jefa de trabajos prácticos, creyó que era una oportunidad
de formación y para adquirir experiencia en la enseñanza con mayor
responsabilidad. Les pidió a su jefa de residentes y a su instructora
autorización para salir un rato antes los martes y los jueves. Les ofreció
devolver esas horas quedándose hasta más tarde los otros días. Se la
negaron. Entendió de inmediato que no había motivos razonables para
impedirle lo que era a todas luces algo de interés, no sólo para ella, sino
para enriquecer su trabajo y, por lo tanto, el de todos. La negativa era una
cuestión de poder, un ejercicio de autoridad minúscula y sin fundamento.
Peleó. Discutió durante varios días con la energía de quien sabe que tiene
razón y que tiene derecho. Los residentes de primer año no discuten,
obedecen. No tienen derechos sino obligaciones. La actitud enturbió el
clima, y la relación con sus superiores se puso áspera y distante. Reclamar
merecía un castigo, y se lo impusieron. Finalmente la autorizaron a
retirarse para ir a la facultad pero la condenaron a hacer guardia los
domingos durante seis meses, sola, sin supervisores ni compañeros. Lo
aceptó con la obstinada tozudez que la acompañaba desde el jardín de
infantes.
El primer domingo le temblaron las piernas antes de entrar al
hospital. La sala de Clínica Médica era un largo pasillo con habitaciones
sobre la derecha y ventanales sobre la izquierda. Las camas se agrupaban
de a dos o de a cuatro en cuartos austeros y helados. El silencio era lo que
más se escuchaba un día feriado. Aunque después de algunos minutos
aparecían los ruidos que lo interrumpían con alarmas de monitores,
quejidos de algún paciente, el soplido de un respirador o el eco lejano de
una radio que anticipaba el fútbol de la tarde.
Se encontró a cargo de cuarenta enfermos con las patologías más
diversas y sin nadie con quien consultar las decisiones que hubiese que
tomar. El jefe de la guardia la recibió con cordialidad:
—No te preocupes, vos hacé lo que haya que hacer y ante cualquier
dificultad no dudes en consultarme.
Eso la tranquilizó un poco, aunque no mucho.
Durante el día el trabajo fue agotador. Pasaron seis ingresos,
controles a pacientes a los que no conocía, análisis clínicos, idas y vueltas a
la guardia general para evaluar urgencias, indicaciones médicas, informes

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a familiares. Varias veces sintió la necesidad de consultar a alguien acerca
de algún caso. La soledad y el desamparo se le hicieron presentes. Había
llevado un grueso tomo del Harrison al que apeló cuando una dosis o
un diagnóstico se le pusieron difíciles. El libro era un mamotreto de más
de mil páginas, ajado, subrayado y repleto de anotaciones. Sus padres se
lo habían regalado cuando ingresó a la Unidad Hospitalaria. Lo habían
comprado en cuotas. Se sentía más segura sabiendo que en esas páginas
se encontraban la mayoría de las respuestas a sus preguntas.
Casi sin darse cuenta, encontró la noche detrás de los ventanales.
No había comido, no había descansado. Tenía los pies hinchados y la
espalda dolorida. Fue a la habitación de médicos, se dio una ducha, buscó
en la mochila un chocolate Milka que le había dejado su mamá (“Por las
dudas”, le había dicho en el umbral de la casa antes de salir hacia el
hospital). Se recostó en la cama vestida y desenvolvió la tableta despacio.
Empezó a sentir el sabor de las almendras antes de llevársela a la boca.
Afuera el silbido del tren cortaba el silencio de la noche. Por primera vez
durante ese domingo tomó conciencia de que había un mundo exterior.
Golpearon la puerta. Entró la enfermera con una historia clínica en la
mano.
—El chico de la cama 460, doctora… lo veo muy mal, creo que se
está muriendo —le dijo extendiéndole una carpeta enorme repleta de
estudios con la información del paciente.
Florencia envolvió el chocolate con el papel metalizado y caminó
detrás de la enfermera sin decir una palabra. Por el pasillo miró de reojo
la primera página de la historia clínica. Reconoció palabras sueltas en la
penumbra: seminoma, metástasis, quimioterapia, terminal.
Llegaron a la puerta de la habitación donde estaban los padres del
enfermo y su hermana. Las dos mujeres permanecían calladas, con los
ojos cerrados, tal vez rezaran. El padre tomó a Florencia del brazo:
—¡Haga algo, doctora! ¡Se puso muy mal, no puede respirar, se está
muriendo…! —El hombre era robusto, maduro, caminaba nervioso en
círculos. Entró al cuarto con paso firme y el corazón saliéndole por
la boca. Antes de ver al paciente, escuchó su respiración forzada, un
quejido prolongado y tenue pero desgarrador. Se detuvo al costado de
la cama y encendió la luz. La cabeza del joven se perdía sobre una serie

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de almohadas superpuestas que lo mantenían semisentado. La boca se
abría buscando el aire con desesperación. Estaba tan adelgazado que le
costó reconocer un rostro sobre los huesos filosos y los ojos hundidos
en las órbitas.
Miró la ficha clínica. Tenía veinticinco años, su misma edad. Se
llamaba Ariel. El chico la miraba con más temor que curiosidad. Florencia
le acarició la cabeza.
—Tranquilo —le dijo—, yo te voy a ayudar. —Lo examinó
sosteniéndole la espalda. No debería pesar más de cuarenta kilos. La piel
era transparente, las conjuntivas pálidas, el abdomen hinchado a tensión
atravesado por venas azuladas en todas direcciones, el ombligo protruía
hacia afuera como una faro sobre una isla desierta. Las piernas eran un
par de huesos sin músculo, las rodillas resaltaban como raíces de un
árbol seco. Los tobillos estaban hinchados. Cada vez que tocaba alguna
parte de su cuerpo la estremecía su frialdad. La enfermera la ayudó a
colocarle una máscara de oxígeno. Revisó las indicaciones y los últimos
estudios. Miró la radiografía del día anterior. Se sentó sobre la cama
tomándole su mano helada.
—Ariel, vamos a tener que hacer algunas cosas. Tenés los pulmones
y la panza llenos de líquido, eso es lo que no te permite respirar. Si lo
evacuamos te vas a sentir mejor.
El padre caminaba alrededor de la cama movido por una ansiedad
que no le permitía quedarse quieto. Hablada sin parar, tosía, abría y
cerraba la ventana, secaba la frente sudada de su hijo con una gasa o le
ponía entre los labios un algodón humedecido con té azucarado. Ariel
miraba a ese hombre desesperado y a Florencia alternativamente. Se
esforzaba por respirar con dificultad pero no perdía su conexión con las
personas que lo rodeaban. Estaba atento a sus expresiones y actitudes.
Tiró del brazo de Florencia para acercarla a su boca. Se quitó la máscara:
—Por favor, basta, basta… Estoy cansado, no quiero más… —le
dijo con un susurro entrecortado por la respiración pero con una firmeza
y determinación que, pese a todo, transmitía al hablar. Se miraron por
primera vez a los ojos. Intensamente.
Eran dos jóvenes de la misma edad. Algo los hizo sentir semejantes.
El chico confiaba en que ella podría entenderlo. Florencia sintió una

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corriente eléctrica en la columna vertebral. Como un destello, se vio a
sí misma abandonada en esa cama. “Podría ser yo”, pensó. “Soy yo”, se
dijo en voz baja. Pasó su brazo por el cuello de Ariel con una seguridad
que nunca había sentido antes. —Tranquilo, primero conversemos hasta
que estés seguro de lo que querés. Voy a explicarte todas las veces que
sea necesario lo que podríamos ofrecerte y a respetar tu decisión.
El padre miraba horrorizado la escena sin comprender del todo lo
que su hijo estaba pidiendo.
—¡Haga algo, doctora! —gritó en tono imperativo. Amenazante.
Florencia le pidió que le permitiera quedarse a solas con su hijo.
—Quiero hablar con él. Necesito saber qué piensa, qué siente, qué
quiere. —Lo acompañó hasta salir del cuarto y cerró la puerta.
Florencia era asmática desde la infancia. Llevaba su enfermedad
sin mayores inconvenientes aunque en algunas oportunidades había
padecido crisis severas. Cuando enfrentaba situaciones extremas o ante el
uso de algunos medicamentos habituales como la Aspirina o la dipirona
experimentaba episodios de falta de aire angustiantes y prolongados. No
pensaba mucho en eso, pero al volver a la habitación sintió que el aire
salía pesado y lento desde sus bronquios; tuvo que hacer un esfuerzo
para vaciar los pulmones. Sabía lo que ese chico estaba sintiendo. Ella
conocía la sed de aire. También en eso se parecían.
Se sentó para leer con detalle la historia clínica antes de conversar
con Ariel. Cinco años atrás le habían diagnosticado un tumor maligno
en un testículo, un seminoma. Había realizado todos los tratamientos
posibles: quimioterapia, cirugía, radioterapia. La evolución había sido
mala por lo que, incluso, se habían ensayado terapias experimentales sin
resultado alguno. Desde hacía dos años tenía metástasis del tumor en
los huesos, los pulmones y en el peritoneo. La sobrevida esperada era
mínima; estaban agotadas todas las instancias. Dejó la historia sobre la
mesita de luz, respiró profundamente dos o tres veces. Trató de recordar
si se había aplicado el aerosol con broncodilatadores esa mañana antes
de salir de su casa pero no pudo asegurarlo.
Se volvieron a mirar durante algunos segundos. Florencia le retiró la
máscara y cerró el flujo de oxígeno. Se hizo un silencio profundo.

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—Ariel, puedo aliviar un poco tu disnea si me permitís hacerte
una punción pleural. Si sacamos algo del líquido de tus pulmones vas a
respirar mejor hasta que vuelva a reproducirse.
El joven la escuchó con atención pero sin esperanzas. Se incorporó
sobre la cama con un esfuerzo tremendo. Florencia lo ayudó a sentarse.
—Doctora, estoy muy cansado, no aguanto más. Por favor déjenme,
no quiero que me hagan nada más. —Parecía tranquilo, lúcido, con una
determinación serena. Todo en él trasuntaba un agotamiento extremo,
estaba exhausto, pero no sólo en su cuerpo. Su mirada y su manera de
hablar dejaban ver una clase de cansancio que excedía la dimensión
física—. Ya luchamos todo lo que era posible, ellos y yo. Por favor, no
me obliguen a seguir. Necesito descansar, no puedo, no puedo más…
A Florencia empezó a faltarle el aire pero se dijo a sí misma que
tenía que sobreponerse a eso y lo logró.
—Ariel, necesito estar segura de que vos entendés lo que significa
hacer lo que me pedís.
El chico le miró las manos de dedos largos y delgados. Tenían
una flexibilidad anómala, lo que le confería un aspecto bellísimo a los
movimientos, como de bailarina flamenca. La tocó rozándola apenas
sobre la palma. Parecía que la consolaba:
—Lo entiendo perfectamente, doctora.
Le explicó con todas las palabras y con detalle las consecuencias que
tendría cumplir con su pedido. Quiso asegurarse de que Ariel tenía plena
consciencia de la situación. Él la escuchó con paciencia, amorosamente.
Le confirmó su deseo.
—Es necesario que vos mismo les digas esto a tus padres antes de
tomar una decisión. —Asintió con un movimiento de cabeza. Antes de
salir, le colocó otra vez la máscara.
—Ariel quiere hablarles. Los dejo solos un rato; cuando terminen,
me llaman. —La familia entró al cuarto, ella volvió a la habitación de
médicos.
Miró la tableta de chocolate sobre la mesa de luz pero ya no sentía
hambre. Se recostó, estiró las piernas. Dejó caer un zapato y luego el
otro. Le pareció que se demoraban en golpear contra el piso un tiempo
inusualmente largo. Pensó en qué era lo correcto. Recordó a sus muertos

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cercanos. Nunca había visto morir a una persona, aunque conocía el
dolor de la pérdida. Pasaron por su cabeza los sermones a los que había
asistido en la parroquia de la escuela. Revivió las reuniones pastorales del
grupo de misioneros. “¿Qué debo hacer?”, se preguntó a sí misma sin
esperar respuesta.
Llamó por teléfono a su jefa de residentes y a su instructora. Les
planteó el caso, pero las dos se mostraron molestas por haber sido
importunadas un domingo a esa hora. Le respondieron con excusas y
evasivas:
—Vos estás de guardia y sos quien tiene que tomar las decisiones
—le dijo una de ellas antes de cortar.
Se sentó y leyó el capítulo sobre seminoma en el Harrison. El
pronóstico era pésimo, la sobrevida a cinco años en las condiciones
clínicas de Ariel era prácticamente nula. Después buscó el capítulo de
sedación y analgesia en el paciente terminal. Tomó notas: fármacos,
dosis, velocidad de la infusión. La enfermera le trajo una taza de té. Le
frotó los hombros.
—Es la primera vez, ¿no?
Florencia levantó la cabeza.
—Sí, nunca me había pasado algo así. —Bebió un sorbo que retuvo
en la boca para sentir el calor de la infusión.
—Hoy te tocó a vos, alguna vez te iba a pasar. Tranquila. —Le
dejó dos galletitas Express untadas con queso blanco antes de salir de la
habitación.
Volvió a la sala donde encontró a los padres y a la hermana rodeando
a Ariel. Las mujeres le frotaban la espalda con colonia de pino. El padre
le hizo señas para que salieran.
—Por favor, doctora, que no sufra, que se vaya en paz, sin dolor.
—El hombre la abrazó. Temblaba. Florencia tuvo que hacer un esfuerzo
para no llorar. Pidió quedarse a solas con el paciente. Volvió a explicarle
lo que podía hacer para respetar su decisión evitándole el sufrimiento.
Una sonrisa se le dibujó enmarcada entre los huesos prominentes de la
cara y un mechón de cabello sobre la frente.

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—Gracias, muchas gracias… —le dijo tomándole la mano. Florencia
salió apurada y se encerró en el baño. Tenía ganas de llorar o de vomitar,
pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Entró al office de enfermería, buscó tres ampollas en la vitrina de los
medicamentos. La enfermera se ofreció a preparar la solución.
—No, gracias, esto tengo que hacerlo yo, sola.
Inyectó el contenido de las ampollas en un frasco de solución
fisiológica, conectó una tubuladura, rotuló la preparación y volvió a la
cama de Ariel. Remplazó el suero anterior por el nuevo y controló varias
veces la velocidad del goteo. Ajustó la máscara de oxígeno y renovó el
líquido del humidificador.
—Te vas a dormir, Ariel… Despacio, tranquilo. Vas a descansar sin
dolor. —El chico volvió a sonreír.
Pocos minutos después, Ariel disminuyó el ritmo de su respiración,
cerró los ojos y se durmió con un sueño profundo y relajado. Su mano
cayó al costado de la cama. Florencia la acomodó sobre su pecho. Parecía
tranquilo, dormido con naturalidad. Salió de la habitación y volvió a
abrazarse con la familia. Todos juntaron sus cabezas sin decir ni una
palabra.
No pudo descansar en toda la noche. Revisó el teléfono para
comprobar si había alguna llamada o algún mensaje de sus jefes, pero
no había nada. Varias veces se asomó en puntas de pie para ver cómo
seguían las cosas. Ariel dormía, su familia lo rodeaba sentada alrededor
de la cama. La habitación estaba a oscuras, apenas se escuchaba el ruido
del oxígeno y el murmullo musical de una plegaria que la madre repetía
una y otra vez de manera automática.
Vio llegar la mañana como una lengua de luz sobre los árboles.
Preparó sus cosas para una nueva jornada de trabajo. Mientras lo hacía,
encontró al padre de Ariel parado en la puerta de la habitación. Lo miró
esperando algún comentario, alguna novedad. El hombre dio dos pasos
hacia el interior. Tenía los ojos rojos e inyectados.
—Mi hijo se fue, doctora, durmiendo, hace unos minutos. —No
supo qué decirle. Se apretaron con fuerza—. Ariel por fin descansa
en paz. Muchas gracias por todo lo que hizo, doctora. —El hombre
le acarició la melena negra. Florencia sintió que era absurdo que él la

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consolara a ella—. Discúlpeme, pero tengo tantas ganas de llorar —le
dijo como una confesión.
Se acercó hasta la cama de Ariel. Vio su cuerpo flaquísimo y su
expresión serena. Cerró el suero que seguía goteando y la válvula del
oxígeno que todavía estaba abierta. Se sentó al lado de su paciente. Le
tocó la frente helada, los párpados transparentes. Pensó que le hubiera
gustado regalarle el chocolate a Ariel pero que no lo había hecho. Que
ya era tarde. Que ya nunca podría hacerlo. Fue ese hecho minúsculo
y secundario lo que le desencadenó un llanto desgarrador. Se tapó la
cara con las manos y lloró. Permaneció a oscuras, sola, junto al cuerpo
durante un largo rato.
Mientras volvía al cuarto de médicos le pareció que algo suyo había
muerto con ese chico. Tal vez su infancia, o su paso por el colegio de
las hermanas o su condición de novata e inexperta. Sintió en la boca
del estómago una trompada sorda y prolongada que le quitaba el aire.
Supo, de esa extraña manera, que aquella mañana, por primera vez, había
comprendido lo que significaba ser médica.
En la habitación se aplicó una dosis doble de su aerosol. Se lavó la
cara, se peinó. Fueron llegando sus compañeros. Le pareció que hacía
mucho tiempo que los había visto por última vez. Entraban felices, bien
dormidos, frescos y descansados después del fin de semana. Un rato
más tarde comenzó el pase de guardia en la misma habitación donde
Florencia había pasado la noche más larga de su vida. Les fue contando
las novedades acerca de cada uno de los pacientes. Cuando llegaron a la
cama 460 hizo una pausa:
—El paciente, portador de un seminoma metastásico terminal,
falleció anoche. —La jefa de residentes, sin levantar la vista de sus
anotaciones, preguntó—: ¿Le informaste a la familia? ¿Hubo algún
problema con ellos? —Florencia hizo un esfuerzo para responderle,
tragó saliva—: Les informé y no hubo ningún problema —No quiso o
no pudo mirarla—. Entonces sigamos adelante, ¿quién se internó en la
cama 461?

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