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Cuando Zeus, el rey de los dioses olímpicos, era joven y trataba de establecer su gobierno, fue
desafiado por un grupo de feroces titanes que intentaron evitar que ganara poder. Entonces se produjo
una guerra larga y terrible, con todos los dioses olímpicos unidos contra los titanes, que fueron dirigidos
por Cronos y Atlas.
Después de diez años de lucha, y con la ayuda entre otros de los cíclopes, Zeus y sus compañeros
olímpicos derrotaron a los Titanes. Solo unos pocos titanes, incluidos Temis, Prometeo y su hermano
Epimeteo, que lucharon del lado de Zeus contra sus compañeros titanes, y una vez que Zeus ganó les
recompensó.
Pronto, sin embargo, Prometeo hizo que Zeus se enojara mucho al robar el fuego del Monte
Olimpo y entregárselo a la raza de hombres mortales que vivían en la tierra con frío y hambre. Zeus le
había advertido a Prometeo que no le diera el fuego a los hombres y estaba indignado de que alguien
tuviera el valor de ignorar sus órdenes.
Como no podía hacer daño a sus hermanos, pues también le habían ayudado, Zeus decidió vengarse de Prometeo de otra forma aunque igual de cruel.
El nacimiento de Pandora
Un día, Zeus ordenó a Hefesto, el dios de los herreros, que construyera a una mujer hermosa de la tierra y del agua. A la hermosa diosa del amor,
Afrodita, se le pidió que posara como modelo, solo para asegurarse de que la mujer fuera perfecta.
La primera mujer mortal en la tierra debía ser dotada de un encanto y de una belleza incomparables, pues su misión sería la de traer desgracias a la
raza humana. Zeus pidió entonces al resto de dioses que le otorgaran algún regalo a la nueva mujer: Afrodita regaló belleza, gracia y deseo; Hermes, el dios
mensajero, astucia y audacia; Apolo le enseñó a cantar dulcemente y a tocar la lira…Por su parte, Zeus le otorgó la inocencia y la ociosidad. Finalmente, los
dioses la llamaron Pandora, que significa “El regalo de todos”.
Antes de enviarla a la tierra, los dioses celebraron un gran banquete y Hermes, el dios mensajero, le regaló a Pandora una caja hecha a mano adornada
con imágenes maravillosas, advirtiéndola de que nunca debía abrirla. También le dieron ropas plateadas y un velo, y en su cabello colocaron brillantes
guirnaldas de flores frescas y una maravillosa corona de oro. Hermes la tomó entonces de la mano y la acompañó a la tierra, guiándola con seguridad por la
ladera del Monte Olimpo.
Pandora llega a la tierra
Prometeo (cuyo nombre significa “previsión”) había advertido a su hermano Epimeteo que nunca aceptara ningún regalo de Zeus, sabiendo que tenía un
fuerte rencor contra él. Sin embargo, cuando Hermes la entregó a Epimeteo (pues era la orden de Zeus), el estúpido titán se sintió abrumado por su exquisita
belleza, olvidándose de los consejos de su hermano y convirtiéndola en su esposa.
Pandora procuró mantener cada día la bella caja sobre la mesa, a la que cuidaba cada día para que la gente pudiera admirar su belleza. Pero Pandora
se preguntaba qué contendría la caja y su imaginación no dejó de crear respuestas: “seguramente Hermes estaba bromeando cuando dijo que nunca lo abriera,
es un bromista”, pensó Pandora.
Pero en lo más profundo de ella sabía que su promesa no debía romperse, por lo que, desesperada, Pandora tomó la caja y la encerró dentro de un
pesado cofre de madera. Colocó cadenas alrededor, cavó un agujero y enterró la caja en su jardín y, con gran esfuerzo, hizo rodar una gran roca sobre la
“tumba”, decidida a olvidar su obsesión.
Pandora quería obedecer el mandato de los dioses, pero no podía contener su curiosidad. Y así, finalmente, decidió recuperar la caja y ver qué contenía su
interior. Tomando la pequeña llave de oro de alrededor de su cuello, la colocó en el ojo de la cerradura y abrió suavemente la caja y, tan pronto como
Pandora abrió la caja, se dio cuenta de su gran error. Un olor fétido llenó el aire y se podía oír un enjambre y un extraño susurro en el interior, por lo que,
horrorizada, cerró la tapa de golpe.
Pero ya era demasiado tarde, pues todas las plagas y dolores conocidos por la humanidad se liberaron: la vejez, la enfermedad, los celos, las
mentiras…
¡Ojalá Pandora hubiera mantenido la caja cerrada! ¡Quién sabe cómo sería nuestro mundo!
El Oro del Rey Midas
En las altas horas de la noche, cuando todo parece dormido y sólo se escuchan los gritos rudos con que
los boyeros avivan la marcha lenta de sus animales, dicen los campesinos que allá, por el río,
alejándose y acercándose con intervalos, deteniéndose en los frescos remansos que sirven de aguada a
los bueyes y caballos de las cercanías, una voz lastimera llama la atención de los viajeros.
Es una voz de mujer que solloza, que vaga por las márgenes del río buscando algo, algo que ha perdido
y que no hallará jamás. Atemoriza a los chicuelos que han oído, contada por los labios marchitos de la
abuela, la historia enternecedora de aquella mujer que vive en los potreros, interrumpiendo el silencio
de la noche con su gemido eterno.
Era una pobre campesina cuya adolescencia se había deslizado en medio de la tranquilidad escuchando
con agrado los pajarillos que se columpiaban alegres en las ramas de los higuerones. Abandonaba su
lecho cuando el canto del gallo anunciaba la aurora, y se dirigía hacia el río a traer agua con sus tinajas
de barro, despertando, al pasar, a las vacas que descansaban en el camino.
Era feliz amando la naturaleza; pero una vez que llegó a la hacienda de la familia del patrón en la época de verano, la hermosa campesina pudo observar
el lujo y la coquetería de las señoritas que venían de San José. Hizo la comparación entre los encantos de aquellas mujeres y los suyos; vio que su
cuerpo era tan cimbreante como el de ellas, que poseían una bonita cara, una sonrisa trastornadora, y se dedicó a imitarías.
Como era hacendosa, la patrona la tomó a su servicio y la trajo a la capital donde, al poco tiempo, fue corrompida por sus compañeras y los grandes
vicios que se tienen en las capitales, y el grado de libertinaje en el que son absorbidas por las metrópolis. Fue seducida por un jovencito de esos que en
los salones se dan tono con su cultura y que, con frecuencia, amanecen completamente ebrios en las casas de tolerancia. Cuando sintió que iba a ser
madre, se retiró “de la capital y volvió a la casa paterna. A escondidas de su familia dio a luz a una preciosa niñita que arrojó enseguida al sitio en donde
el río era más profundo, en un momento de incapacidad y temor a enfrentar a un padre o una sociedad que actuó de esa forma. Después se volvió loca y,
según los campesinos, el arrepentimiento la hace vagar ahora por las orillas de los riachuelos buscando siempre el cadáver de su hija que no volverá a
encontrar.
Esta triste leyenda que, día a día la vemos con más frecuencia que ayer, debido al crecimiento de la sociedad, de que ya no son los ríos, sino las letrinas
y tanques sépticos donde el respeto por la vida ha pasado a otro plano, nos lleva a pensar que estamos obligados a educar más a nuestros hijos e hijas,
para evitar lamentarnos y ser más consecuentes con lo que nos rodea. De entonces acá, oye el viajero a la orilla de los ríos, cuando en callada noche
atraviesa el bosque, aves quejumbrosos, desgarradores y terribles que paralizan la sangre. Es la Llorona que busca a su hija…
LA LEYENDA DE GUATAVITA
Hace mucho tiempo, antes de que los conquistadores llegaran al país de los Muiscas, los habitantes
de la región de Guatavita, al oriente de la sabana de Bogotá, adoraban a una princesa que, en las
noches de luna llena, salía del fondo de la laguna y se paseaba sobre las aguas en medio de la
espesa neblina.
Cuentan que un gran cacique de los Guatavitas, de la misma dinastía que daría origen al gobierno y
al imperio de los muiscas, estaba casado con la más bella dama perteneciente a su tribu: una noble
princesa a quien todos los pobladores amaban, y su hogar había sido bendecido con el nacimiento
de una bella niña que era la adoración de su padre.
Pasado algún tiempo, el cacique comenzó a alejarse de la princesa: sus muchas ocupaciones en los
asuntos del gobierno como también otras mujeres, lo mantenían lejos del calor de su hogar. La
princesa soportó algunos meses, como correspondía, a una mujer de su rango, las ausencias
prolongadas y las continuas infidelidades de su esposo, pero un día pudieron más la soledad y la tristeza que las rígidas normas sociales, y se enamoró
de uno de los más nobles y apuestos guerreros de la tribu. Para su dicha y fortuna fue enteramente correspondida.
Dicen que los enamorados no pudieron verse tan pronto como hubieran querido, pues el gran cacique estaba por esos días entre los suyos. Pero cierta
noche tras una de las acostumbradas celebraciones del mandatario, la pareja pudo consumar sus amores, mientras el pueblo dormía. Sospechando algo,
el cacique encomendó a una vieja la tarea de vigilar a la princesa. Una noche cualquiera, la anciana descubrió lo que ocurría y le llevó la noticia al jefe.
Al día siguiente, el cacique organizó un gran festín en honor a su esposa. A la princesa le fue servido un sabroso corazón de venado. Apenas ella acabó
de comerse el delicado plato, el pueblo- con el cacique a la cabeza- estalló en una horrible carcajada, que la hizo comprender la verdad; su amante había
sido asesinado, y le habían dado de comer su corazón.
Desesperada, decidió huir del lado de su marido. Algunos días después de la tragedia, tomó a su pequeña y partió hacía Guatavita. Dicen que al llegar,
casi a la medianoche, se detuvo un momento en la orilla para contemplar la laguna, de la que se levantaba una espesa neblina; luego miró
amorosamente a la niña y se lanzó con ella a las aguas.
Al enterarse de la noticia, el cacique corrió hacía la laguna y llamó a su mujer varias veces, sin obtener más respuesta que el silencio de la noche.
Cuentan que ordenó a sus sacerdotes- que la buscaran. Los mohanes o sacerdotes hicieron conjuros y ritos a orillas de la laguna, y uno de ellos
descendió a las profundidades, para averiguar qué había sido de la princesa y de su hija.
Cuentan que al poco rato de buscarla, regresó con el cadáver de la niña y contó que la princesa estaba viva y feliz en el reino de las aguas. Desde
entonces, en las noches de luna menguante aparecía la princesa en medio de la espesa neblina, para escuchar los ruegos de su pueblo, y la laguna se
convirtió en un lugar sagrado.
LA CUEVA DE LOS MIL PESOS