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Mar Abierto
Editorial
Universidad Eloy Alfaro de Manta
Dedicado a mi querida madre Grace Julieta Iturralde Landires
Por su amor, cariño y comprensión eterna.
Por haber creído en mí desde niño, cuando le regalaba poemas en Navidad y gustosa los
guindaba -y cuidaba- en el Árbol de la vieja casa del Pesebre.
Dedicado a mi querido padre Wilman José Bolívar Ordóñez Valarezo, en palabras del
Rey de la Cantera: todo me lo dicen, todo me lo cuentan, todo me lo chamuyan, nada es
oculto para el Rey. Lo que no sé lo invento. Gracias papá por tu sorprendente forma de
recrear historias.
Con todo mi cariño para mis hermanos Grace (+) -en el mejor de los lugares azules
del tiempo-; Maribel, Karina y Darwin; todos, ex bailarines profesionales de danzas
folklóricas ecuatorianas.
A mi amigo escritor y semiólogo Ubaldo Gil Flores, por tamaña empresa editorial y
lograr ser cómplice de mis escritos. Tú eres el sistematizador de mi pensamiento.
Mujer Porteña
Pasacalle
De Carlos Solís Morán
A la guerra se marchó
Un muchacho bien porteño
Y en su cara se dibuja la alegría
Que tenía de pelear por su Nación
Porteñito que te vas
Tan alegre y vas cantando
No te olvides que en el puente vas dejando
Destrozado el corazón de una mujer.
Puerto hermano…puerto si
De árboles y avenidas
Serás siempre de granito
Para esculpirte en recuerdos.
Parece que las ciencias sociales de la ciudad de Guayaquil temen descubrirse porteña. Son
frágiles las referencias históricas que relatan la ciudad mestiza con una fuerte carga cultural
que habitó -y habita- en torno al Rio Guayas y el Golfo. En torno al mar sin descubrirse
chola. En torno a haber sido primer puerto de la región (cuando en la Colonia fue Provincia
de Guayaquil) y ser puerto de mayor trascendencia económica del país. En torno a la
cultura de este: el puerto, lo porteño, la porteñidad; que la habitó y habita. Cultura
entendida como modo de ser, hacer y crear, de los sujetos en sus imaginarios, relaciones,
hábitos, costumbres, hechos, manifestaciones, etc., sociales, culturales y simbólicas que la
identifican y muestran distinta a otras culturas.
A los literatos y músicos -mulatos- del siglo XX (tres primeras décadas) como Medardo
Ángel Silva, Joaquín Gallegos Lara, Nicolás “el patucho” Mestanza, Alberto Guillén
diablo ocioso, etc., debemos reconocerles que hayan señalado visos de lo porteño.
Francisco Paredes Herrera, Lauro Dávila, Nicasio Safadi -sin ser guayaquileños (el uno
cuencano, el otro orense y el último turco)- recrearon mucho de esta cultura en sus músicas
de habaneras, chilenas, one step, fox trox, tonadas, guarachas, pasodobles, pasillos, valses,
pasacalles, boleros, tangos, rancheras, etc.
Alfredo Pareja, Abel Romeo Castillo (romancero), José de la Cuadra (en sus inicios de
poeta), Demetrio Aguilera, Joaquín Gallegos, Enrique Gil; más tarde Agustín Vulgarín,
Alejandro Velasco Mejía (el último romancero porteño), Rafael Díaz Icaza, Carlos Béjar,
Nazario Román Armendáriz, Fernando Cazón Vera, Miguel Donoso Pareja, Walter
Bellolio, Fernando Artieda, Fernando Nieto Cadena, Carlos Rojas, Wenceslao Paraeja y
Pareja, Pablo Aníbal Vela, los populares Sicoseo (Salazar, Nieto, Ulloa, Velasco, Alvarado,
Paredes, Villavicencio, Ortiz, Vallejo, Martillo, Itúrburo, Balseca -porteñazos todos-,
lectores consumados, bohemios, cabareteros, salsomanos, soneros) Ángel Emilio Hidalgo,
Marcelo Báez, Dalton Osorno, Luis Carlos Mussó, etc., son los otros escritores que sin
pensar lo porteño aluden a ello en sus narraciones sobre la ciudad -como sujeto/objeto- y
versos marineros, de panga, balsilla, canoa de dos piezas, barcos a vapor y de gran calado;
guayacos, nocheros, soneros, muy urbanos.
Entre estas deudas -cognitiva y sociocultural- que tienen los historiadores locales sobre
nuestra cultura porteña está la de entender cuándo y por qué los elementos identitarios de lo
porteño desaparecen de la escena social de la ciudad. O quizás, cuándo y por qué se
esconden. También -los historiadores- nos adeudan una comprensión del traslado del puerto
desde el río hacia “el marítimo” de la zona sur. Es probable que en el traslado (años
cuarenta-cincuenta) se hayan ido los elementos simbólicos que hicieron de Guayaquil una
ciudad porteña.
Entre otras deudas, tampoco encuentro -desde la historiografía- quien defina la cultura
porteña y la porteñidad como esto: como porteña y como porteñidad. No aislada del río
(Guayas y sus afluentes) ni del mar (y la franja costera). No aislada tampoco del centro ni
de las periferias (que asienta el territorio, la sociedad y los sujetos). La ciudad-puerto como
un todo. Integrada por todo y por todos, (-no vaya a ser que algún iluso desee definir lo
porteño y la porteñidad adscrita a una sola clase, cualquiera sea esta-).
Los dos libros (Identidad Guayaquileña/en coautoría con el escritor Miguel Donoso pareja
y Guayaquil: Ciudad, Sociedad, Cultura, Identidad y Globalización) del historiador
Willington Paredes, se acercan a pensar lo guayaquileño y el ser guayaquileño; no así la
porteñidad y el ser porteño en Guayaquil.
Lo porteño es ese ser y hacer cultural, producto de una relación identitaria con lo portuario
(del Río, Golfo y Mar) que crea, reproduce y socializa -desde la Colonia- nuestra ciudad y
sus actores sociales en el hábitat, oralidad, relaciones; que la marcan y definen como tal.
La porteñidad está ligada al resultado del proceso construido desde la identidad y cultura
del puerto como dinámica sociocultural y simbólica que tiene y señala expresiones y
elementos propios en su espacio social, económico, cultural, histórico, estético y político,
acorde a sus necesidades manifiestas.
El ser porteño es el ser social y cultural que nace, crece, se desarrolla y se reproduce en el
puerto-ciudad definido y construido a partir de elementos naturales, simbólicos y culturales
articulados entre sí.
La cultura porteña es todo lo que crea, recrea, produce y sistematiza el hombre y la mujer
guayaquileño/a al relacionarse con su medio social, intelectual y físico, vinculado a la
identidad, costumbres, tradiciones y saberes del puerto que la convergen y atraviesan
transversalmente.
¿Qué son, cuáles son, las expresiones culturales sobresalientes del porteño (guayaquileño)
que las muestran únicas y distintas a otras culturas portuarias de la región y otros puertos
hispanos?
Las expresiones culturales del porteño son un conjunto de manifestaciones que a través del
signo, seña, símbolo o ritual, manifiesta el guayaquileño en su ser y hacer, común,
cotidiano y perceptivo en la ciudad. Entre algunas expresiones culturales está la comida
local, las formas hablantes de comunicarse (oralidad), el fenotipo (genotipo), las fiestas
populares, el folklore social (la música, la danza, el baile), la producción y comercio entre
sí y fuera de sí (artesanal, agrícola o industrial), la religiosidad popular, las formas de
vestirse, los modos, los hábitos, las tradiciones, la literatura y el arte natural (oral) y de
autor, la iconicidad, lo ajeno que se ha asentado y convertido como propio, lo propio que ha
ido a parar a lo ajeno, su historia, sus leyendas, sus mitos, etc.
Detallar cada una de las expresiones culturales del porteño será oficio para otro libro -y
análisis para los historiadores, sociólogos y antropólogos que se atrevan-. Este, que no tiene
pretensiones de serlo, solo desea llegar a la aproximación de su cultura. La mayoría de los
artículos (sobre mi especialidad: la música y bailes; y lo que constituye su universo y
complejo natural, simbólico, oral y cultural) que leerán a continuación fueron publicados
los días domingos en el Suplemento Cultural Séptimo Día del Diario El Mercurio de
Manabí para el cual escribo y colaboro. Algunos de estos artículos fueron publicados en la
Revista El Arado de la Asociación Nacional de Folklore Chileno para la que soy
corresponsal por Ecuador y escribo. Otros tantos son artículos que fueron publicados en las
revistas de investigación y creación literaria Cyber Alfaro de la Universidad Eloy Alfaro de
Manta y en la revista de historia del Archivo Histórico del Guayas. La primera de estas
crónicas aparece (editada) en el libro: Guayaquil universal: entre la historia y la literatura,
de Carlos Calderón Chico.
Se torna necesario y a la vez oportuno movilizar esfuerzos para que los cientistas sociales,
los antropólogos, los folklorólogos y folkloristas, los sicólogos sociales, los sociólogos, los
comunicólogos, los estudiosos literarios, iniciemos proyectos de investigación sobre lo
porteño y la porteñidad en Guayaquil desde su historia, identidad y cultura.
En Guayaquil existe, -y la Costa-, este otro sector cultural del país (el porteño) que espera
ser objeto/sujeto de estudio. Sujeto de análisis. Las pequeñas tareas deben producir prontos
encuentros entre estudiosos que deberán debatir sobre la cultura e identidad porteña. Otros
puertos de la Hispanoamérica se enorgullecen de lo que los acerca y aproxima (he recorrido
El Callao, Veracruz, Acapulco, Mar del Plata, Buenaventura, la Habana, Panamá, etc., y he
constatado su condición cultural del ser y hacer porteño). Otros puertos han recuperado su
identidad como puerto y como cultura. Estudiar el nuestro sin duda enriquecerá el debate y
la condición de sentirnos orgullosos de ser porteños.
Cuando fuimos Provincia de Guayaquil (en la Colonia) nuestro principal referente que
comerciaba con los puertos de Acapulco en México y el Callao en Lima, fue el puerto de
Guayaquil. Una rica historia social y cultural está esperando por redescubrirse y
refuncionalizarse. Muchas de nuestras expresiones culturales porteñas son productos de
estos intercambios comerciales y simbólicos con otras culturas portuarias. Mientras más
cerca estemos de entender esta rica historia social y cultural porteña habremos descubiertos
y comprendido por qué en la historia del puerto de Guayaquil, -México, Colombia y Perú-,
fueron parte importante de nuestras relaciones e intercambios.
“La gente traficaba día y noche en las calles: desde los soportales las picanterías
soportaban vahos calurosos, resonantes de guitarras y de risas, olientes a seco de chivo, a
chicha y a sobaco de zambas”
“Todos los ruidos se fundían en el pecho de Alfonso Cortés: y el puerto era una canción”
“El quejido melódico de la bandurria, les penetraba agudo en el corazón, pasándoles por
la piel un caliginoso escalofrío”
“El arpa fina, fina, cosquilleaba las nucas. A intervalos bailaban, apretándose. Al compás,
Alfredo hundía un muslo entre los de Rosa Elena, se le adhería del bajo vientre al pecho,
como había aprendido en los cabares de la avenida Quito”
Una correría casual para entender está música y baile sería comprender el entorno. El
hábitat. La melopea. Treparse a la metrovía y escuchar al callejero silbo y el cantar del que
vende. Del que grita la última palangana de “sabios” consejos para curar el alma y el
cuerpo desgastado. Caminar la ciudad y mirar con celoso deseo sus barrocas formas. Cada
esquina explota placeres de esquizofrenia. Nuestra ciudad está llena de símbolos. Cda
símbolo canta. Y cada canto de lo cotidiano nos enfrenta a su baile.
Entender nuestra música y baile es entender nuestra trova y danza. Coplas viajeras del
amorfino y del Rey de la Galleta. De la loca Clarita que enferma se palanqueaba el última
pláceme en el Parque Centenario. Del que sube al bus con guitarra de palo e inventa una
canción para orbitar el cuerpo en la estratósfera de la piel y el sentido. Del que amanece
cantando y moviendo las piernas a pesar de la maldita pobreza que lo agobia y atormenta, y
es que los guayaquileños somos guerreros hasta en esto. Nada nos duele. Nada nos hiere.
La música, nuestra música y baile, son los alicientes. Por eso bailamos y cantamos hasta
enloquecer. Hasta que ya no haya música ni baile y terminemos coreando un verso raspado
sin acompañamiento instrumental y saquemos a bailar a la escoba porque la última mujer
que compartía el momento se nos fue. Así locos, así de tarados somos los guayaquileños.
Pero bailamos, sí. Y cantamos, hasta vomitar el calcio de nuestros iracundos huesos.
Bailamos y cantamos esta, la música, nuestra música, que existió y existe en la platonera de
la historia y el encuentro. En el plexo solar del puerto y su andamiaje de barcos y destellos.
En la romántica estancia del verso y el sosiego tropical que cuece y tuesta la piel de los
marineros. De los chulos. Del añiñado de tercera de la clase media que también baila y
canta aunque medio gil pero canta y baila al fin. También en la espuma salina y
enternecedora. En la panga de las cinco de la tarde que aún lame el Guayas hacia la Isla
Santay. Solo los tuertos no se aparcan a la orilla de nuestro río Guayas y miran desde el
Barco-Malecón este ir y venir de pangas y canaletes que temen morir.
¿Quién dice entonces que no existe nuestra música porteña? ¿acaso aquél que nunca bailó
ni bailará en las saloneras? Por no decir Cabaret por si acaso. Los que a mi recuerdo vienen,
son: El No te Agüeves (que estuvo en la octava entre Letamendi y San Martín); La Casa de
las Muñecas (Cuenca y Babahoyo); La Puerta de Fierro (Guerrero Valenzuela y Portete); El
Copacabana (Colón y Victor Hugo Briones); La Naranja Mecánica (Octava entre
Calicuchima y Francisco de Marcos); Tropicana (de Gómez Rendón entre Leonidas Plaza y
la Séptima); Danubio Azul (de Victor Hugo Briones y Sucre); Blanquita (Calicuchima entre
la Novena y la Décima); Cabello (al lado del Blanquita); Saóco (a la altura de Victor Hugo
Briones y Sucre); Grill y sus Muñecas (Tulcán y Pedro Pablo Gómez); La Puerta de Zinc
( Gómez Rendón entre Gallegos Lara y Guerrero Valenzuela); El Gato Negro (Francisco de
Marcos entre Esmeraldas y José Mascote, que después cambió su residencia hacia Bolivia y
Antepara); El Gallo de Oro (Tungurahua y Gómez Rendón); El Gema (Octava y
Maldonado); El Tabarin (Colón entre Pedro Moncayo Quito); El Ivón (Rosendo Avilés y
Esmeraldas); Los Bares Anita y El Encanto (que quedaban por Tulcán entre Ayacucho y
Pedro Pablo Gómez); La Luchadora (famosa prostituta que creó su bar en Vacas Galindo
entre la 34 y la 35). Martínez (34 y Rosendo Avilés, donde la mayoría de las putas eran de
raza negra según los guayaquileños cabareteros) o el bar de La Mamita (Sucre y
Rumichaca). Cabarets de los mares y sus marineros. De los buques Baleares o Gringo Juan
que aparcaban en Guayaquil luego de largas horas viajeras.
Cabaret de los chulos y sus hembrones; mulatas, cholas, morenas, blancas, montubias,
mestizas, dueñas del más grande culo de la época. Por eso siempre me escondo de los que
no bailan y no cantan porque esconden algo de hipócrita y lividinosos. Porque asustan.
Prefiero al que baila y canta porque es mas sensato, mas él, mas costeño. Más rayado mejor
dicho.
Tan cerca tengo a mi padre y a mi abuelo, que cada vez que le pregunto por qué la gente en
nuestra ciudad dice que no tenemos una música del puerto, ellos me contestan “porque
carecen de vida y de recuerdos”, de lo cercano y lejano de la historia y memoria de nuestros
abuelos. Carecen, dice mi padre y mi abuelo, “de una madre que nunca les cantó en el
arrullo o cuando amamantaba a su crío en las frioleras mañanas de invierno”. Yo tuve y
tengo esa madre, se los recuerdo, que en mis horas de sueño y alegría me cantaba canciones
de cuna y ensueños. Me recuerdo niño, escuchando su voz de trino y golondrina.
Ella, mi madre, cantaba:
Señora Santana
Que se le ha perdido
Una cucharita de mi chiquitito
Yo se quien la tiene
Quien se la ha cogido
Esta cucharita la tiene el vecino.
O me cantaba casi al susurro como se canta de verdad las más enternecedoras canciones de
cuna:
María Magdalena
Su pelo cortó
Hizo una cadena
Que al cielo llegó
Santa Catalina
Se fue a la cocina
Se quemó la mano
Por la golosina.
María lavaba
San José tendía
Los lindos pañales
Que el niño tenía.
No llores mi niño
No llores por Dios
Que los angelitos
Velarán por vos.
Niñito bonito
Manojo de flores
Llora pobrecito
Por los pecadores.
Ese nacimiento
A la rrururú
A la rrurruguagua
Ya parió la gata
Cinco burriguitos
Y una garrapata.
Señor San José
Maestro carpintero
Hágame la cuna
Para este lucero.
El Gallo en el parque
Ya se ha despertado
La Virgen se asusta
Y el niñito llora…
Que sabios mi abuelo y mi padre, que dijeron que “quién no baila ni canta es porque carece
de vida y de recuerdos”. Ahora entiendo porque tampoco queremos recordar los amplios
salones de madera. De Casas de Hacienda y de Barroco Guayaco. Donde las antiguas
tertulias eran de Danza y Contradanza. De Minuet y Redova. De Cuadrillas y Lanceros. De
Valses y Polcas. De Chotís y Galopas. Antiguas casas de adobe y guayacán que engarzaron
a más de un guayaquileño de Tostada y Creolina. Y ha su lado, a su derecha, enfrente,
también palpitaba la Tonada montubia. El Amorfino y La Chilena. El Costillar y La
Habanera. La Zamacueca y La Jota. En pequeñas pero hermosas casas de caña guadúa,
guachapelí y bejuco prieto. Chozas de Cade y Bijao que enternecen y producen dulzura.
¿Quién dice entonces que no existe la música y el baile porteño? ¿acaso aquél que no ubica
El Capitán (aunque desaparecido ya), ni Barricaña? o la antigua Calle 7 y ¿el Cabo Rojeño?
¿acaso el que no sabe que nuestra música y bailes porteños se hizo de estas músicas y de
otras? ¿venidas en barcos de gran calado, bajo la manga del marinero o la manga de algún
músico, con partituras, victrolas, rollos de pianola, o discos de pizarra? ¿Y se iban en
nuestros barcos de vapores por la Cuenca Baja del Guayas a insertarse profundos en
nuestros montes de manigua y primitivas selvas? A meterse en los otros puertos de Jelí,
Puná Viejo, Manta, de puerto Bolivar, de Esmeraldas.
Música que se quedó en las montañas y estepas verdes. En las maniguas y manglares. En
las praderas y sabanas color de arroz y palo prieto. O quizá, pronta se quedó en las riveras.
Para amanecer somnolienta, chuchaqueada, en las esquina de los bailejos. Puesta es escena
en el American Park de Guayaquil entrado el siglo XX con las famosas Orquestas de Jazz
como la Dislexing Band Jazz o la Tropical Boys, la Blacio; que hicieron bailar a mas de
uno en sus grandes pistas, en concursos de muchas horas de bailes ¿y grandes borracheras?
Solo el que no baila sabe que no existe la música. ¿Cómo habrá sido en la Colonia?
Bailaban en Chinganas o Chaipes. En Chicherías o Chongos de mala muerte porque la
putería ha existido siempre. ¿Y las niñas bien? ¿Los señoritos? ¿Dónde habrán bailado en
esas Aldeas coloniales? Ocultos, en saraos de la Iglesias organizados por los Curas, o en
casa de Regidores, con dinero del Rey ¿o dinero de los indios? proclives a todo.
Vuelvo al bar de El Capitán (al que llegué ya moribundo y nadie se atrevió a historiar
aunque la crónica si registró sus detalles), donde Julito le cantaba a la madriguera el Vals
La Guayaquileña:
Al volver
Después de un año entero
De haber deseado este momento
Quiero ser
El motivo que llene todo tu pensamiento
Para ver
Si con el tiempo no has olvidado esa promesa
De amarme siempre
Aunque mi ausencia sea tu tristeza
De amarme siempre
Aunque mi ausencia sea tu tristeza
Guayaquileña linda florcita de primavera
De los jardines la más bonita por ser morena
Guayaquileña te entrego toda mi vida entera
Con mi canción también te dejo el corazón…
No puedo olvidar tampoco a otros bares, tan solo bares, donde se tomaba y bailaba, nada
más, como El Paoli (de Panamá y Roca) y El Barquito (pasando el puente Cinco de Junio,
actual ferroviaria). Donde escuchar a Bienvenido Granda, a La Sonora Matancera, a Daniel
Santos, a Julio Jaramillo, a Lucha Reyes, al Cholo Berrocal, a Carmensita Lara, era
esquizofrénico y sabroso. Qué de La Lagartera (Lorenzo de Garaícoa y 10 de Agosto) aún
aguarda que reseñen su memoria musical de tantos encontrones amorosos.
¿Quién dice entonces que no existe la música y el baile porteño? La primera música en la
historia de su Puerto fue la del Pregón veranero y a Capela:
Así cantaba el pregonero, a Capela, a cogote pelado, con voz aguda y nasal como cantan los
montubios sus últimas porros, guarachas y amorfinos. ¡Ay! de aquél que no haya escuchado
porros y guarachas en la voz del mulato Julio Jaramillo reduciéndolo solo al Pasillo, al Vals
o al Bolero, es que nunca ha escuchó al verdadero Julio.
Igual de primera, en la historia de nuestra música y bailes porteños está el Fandango y Las
Mojigangas carnavaleras en la Colonia, prohibidas por la Iglesia, que consideraba a estas
fiestas, fecundas y ruidosas, como “satánicas, hijas de Lucifer”. Hasta juicios levantaban
los Curas en contra de quienes organizaban estos bacanales de jolgorio y alegrías, de
Curifeos, Vejigantes y Diablicos; pero escondidos, encubiertos con máscaras, participaban
de ellas, estos “hijitos de Dios”, metiéndoles las manos, a cuantas mujeres se les ponían en
frente para vivir la música y el baile en sus cuerpos. No lo digo yo, por ateo o por
ocurrencia tonta, lo dice la historia, con solo revisar las Actas del Cabildo, las Cartas de
Visitadores y los Manuscritos de Regidores constatarán esto. Aquí es cuando recuerdo a
Facundo Cabral, que dice que no sabe porque les llaman Curas si son la misma enfermedad.
De todos estos instrumentos, cantos, fiestas, algazaras, se hizo nuestra música y baile del
Puerto y la porteñidad guayaquileña. Al compás del soberano río Guayas que la marca. En
tiempos de guerra y de batallas. De paz, de quimeras, de labranzas. Que hicieron de nuestra
ciudad, la ciudad libre y generosa, amiga y solidaria de otras causas.
Nuestra música y baile porteños también se hizo en la pesca. En el hecho del dolor y la
tristeza. Se hizo en la pobreza y en la abundancia. En la soledad y en la jarana. A punta de
canaletes y de palancas. Hecha de nuestros poetas, compositores y viejos romanceros.
El cemento te ha ganado
Y el auto reemplazó
Al urbano y al tranvía
Testigos de nuestro amor…
¿Cuáles son los elementos que nos ayudan a identificar esta música y este baile porteño?
1.- El pregón, el verso libre, la copla y el romance constituyen su voz tonal y poética.
2.- Su musicalidad, cadencia y voz del tenor y barítono cantor, representan una cuadratura
singular y distinta a otras músicas urbano céntricas.
4.- Si bien la música y el baile porteño es popular (de autor conocido) y de consumo masivo
(aunque los mercaderes de nuestra música digan lo contrario para vender “la desaparición”
de la misma, a los nostálgicos incautos, mayores de 50 años, a quienes les hacen creer, que
los jóvenes no consumen música propia y se dan contra el pecho por ello) como el vals, el
pasacalle y el pasillo, no debe extrañarnos, que una corriente tradicional de influencia
folklórica los esté articulando en el imaginario musical y bailable urbano.
5.- Su forma de bailar es elegante, festiva y abierta. No existe una coreografía definida
(salvo el caso de los grupos de “proyección estética popular” que la componen) por lo que
sus ejecutores-bailarines, demandan mucha creatividad e ingenio al momento de bailar en
parejas, con pañuelos o sin ellos y entradas y salidas sujetas a las palmas y al coqueteo.
6.- En el baile del Vals, el Pasillo y el Pasacalle porteño, aún es evidente el antiguo zapateo,
los giros tangueros y la sensualidad bolerística.
7.- Cuando se ejecuta el baile porteño, las mujeres se muestran sonrientes y llenas de gracia
y donaire. Los hombres muestran un aire de bravura, conquista y buen humor. Cuando
están en parejas sus movimientos son de izquierda a derecha, con brazos levantados y los
mentones elevados.
8.- Se baila de adelante hacia atrás y en círculos. Esto no es constante, pero si el caso lo
amerita y se conocen quienes bailan, los varones cambian sus parejas de una manera lúdica
y campechana.
9.- En los bailes, los ejecutantes marcan compases de 2/4, 3/8 y 6/8. La música casi
siempre se interpreta en tonalidades mayores, lo que le da al baile velocidad y fuerza. Los
pasos del Pasacalle son iguales a los del Pasillo pero este último con más cadencia y
lentitud, propio del ritmo. En cambio en el Vals las piernas se abren contando tres tiempos
por cada lado y el cuerpo pareciera que cayera de un lado a otro. En la Guaracha, la forma
de bailarse es más rumbera y sonera. No obstante, la forma de bailar el Porro y la cumbia
tradicional denota formas rurales y porteñas fusionadas. Sobre todo en los movimientos de
los brazos y las caderas.
Ninguna música olvida su pasado. Esto es cierto. Por ello, la música Porteña está en el
Pasacalle, en el Vals, en el Pasillo, en la Guaracha. En el Son, la Rumba, y en un Latin Jazz
local que está construyéndose en el Puerto. Pero el pasado del Amorfino, está en el campo,
en el monte, en la ruralidad. En los montubios. No podría entenderse la música y el baile
porteño sin lo que los regula, aproxima, y apropia. Estos géneros porteños están sujetos a la
campiña. A las Tembladeras del campo. A las Tabladas campesinas. Lo montubio en la
porteñidad no vacila, no se acobarda, no se acoquina, se acoteja más bien, se enchufa, se
engarza. Como garante solidario de una nueva identidad musical con otras identidades
musicales y bailables.
Tampoco nuestra música y baile porteño ha olvidado su pasado afro y marimbero. En las
maracas, en los bongoes, volvió la tambora y la carraca antigua. El cajón colonial y los
cencerros. Ya que al igual que la música del Amorfino, la música de la negritud se
escuchaba y bailaba en nuestro Litoral con antañonas Sambacuecas y Alcatraces mordaces
y saleros. En los antiguos festejos de los afros, ni el mar, ni el río está ausente. Con solo
recordar que fue el mar quién los trajo y adhirió a nuestra tierra, la música, su música de
ascendencia africana, de tambores y cajas, se estacionó aquí, en el Puerto, para no olvidar
jamás su memoria.
Y es a través de esta música, la música afro, la que permitió que el sujeto porteño mantenga
en su piel, ritmo y movimiento, la alegría del dolor y la ausencia, la alegría de la felicidad y
la paciencia, de los otros afros, que en alguna parte de la historia y de otras tierras,
quedaron a la sazón y el olvido. Para retornar como brujos, luego que se aboliera la carta de
la esclavitud en nuestras tierras. El pasillo lo confirma, sobre todo el que entró como
bambuco por Colombia. Ahí, en el Pasillo, en el Vals y en el Pasacalle fue a parar la música
afro llegada al Puerto. Sin olvidar la música y el baile del Amorfino, claro.
Cada vez que me levanto, me miro al espejo, me veo porteño. A la vez mulato. Porteño, a la
vez montubio. En mis rasgos hay de afro caribeño y montesco. A lo que sumo una porción
de Gitano y Andaluz. Si, pensar en nuestra música porteña es también pensar en lo errante,
en la fiesta permanente, en el Cante Jondo y en el Flamenco, que los Españoles me dieron,
que los Gitanos me legaron. En mi sangre de porteño, hay mucho de Gitano. Lloro cuando
escucho un lastimero canto de Camarón de la Isla. Cuando escucho un fandango, una
bulería, una sevillana. Siento en el Cante Jondo la misma voz, la misma poesía, la misma
música, del Vals, el Pasillo, el Amorfino o El Pasacalle. Cuando la voz larga, gruesa y
rasgada de Carlos Cano canta me siento Gitano. Orgulloso de serlo, como orgulloso de ser
montubio y mulato.
Qué canción llena de imágenes del puerto. Parece el nuestro. Una historia de aquí, inmortal.
También el puerto de Argentina cuenta una historia de amor y de locura, de bandoneón
porteño y música de cabaret:
El vino en un barco
De nombre extranjero
Lo encontré en el puerto
Un anochecer
Cuando el blanco faro
Sobre los veleros
Sus besos de plata
Dejaba caer
Era hermoso y rubio
Como la cerveza
El brazo tatuado
Con un corazón
En su voz amarga
Había la tristeza
Doliente y cansada
Del bandoneón
Y entre dos copas
De aguardiente
Sobre el manchado mostrador
El fue contándome entre dientes
La vieja historia de su amor…
Mira mi brazo tatuado
Con este nombre de mujer
Es el recuerdo de un pasado
Que nunca más ha de volver
Ella me quiso y me ha olvidado
En cambio yo no la olvidé
Y para siempre voy marcado
Con este nombre de mujer.
Poeta como él ninguno, para cantar a la ciudad y abrir el cadalso del puerto sin
remordimiento. Sin angustias. ¡Dejad que entre por el Puerto lo que quiera él puerto
tragar¡ escribía el Poeta. Lo que quiera el Puerto tragar. Y el Puerto tragó la música y el
baile. Y los marineros se tragaron el Puerto. Los dos se abrieron. El uno para amanecer en
sudor en la piel morena de las mulatas. El otro, para quitar las plegarias de la boca de las
olas. Los dos se hicieron carne y hueso. El puerto fue la carne, el marino el hueso. Los dos
fueron uña y mugre. El puerto la uña y el marino el mugre, y el poeta Romeo sin ser uña ni
mugre, tazaba tan cerca y tan lejos, lo que el marino cantaba angustiosamente, en el hecho
del placer y la lujuria.
Así tazaron los guayaquileños, la entrada de todo visitante, que venía cargado de música y
de versos ajenos. Y quién quita, aquí también quedó el esperma, creciendo entre matorrales,
para después y con los hijos paridos de los vientres mulatos crecer la música en el alma del
porteño. Hágase la música dijo el poeta, y él escribió este Cholo Porteño:
Esta primera crónica que me acerca ¿y los acerca? a nuestra música y baile porteño me
obliga a declarar, por honestidad intelectual e histórica, que aún hay mucha lana por cortar.
Por investigar. Que nada está terminado. Que es un proceso en construcción. Que recién
comenzamos a pensar lo que también en la urbana Guayaquil queremos olvidar: la
porteñidad. Que no hay invento en nuestra música y baile porteño. La interculturalidad los
cruza. La Sociedad los manifiesta. Solo es cuestión de abrir el baúl y sentirnos orgullosos
del mulataje que nos determina y define pero deseamos olvidar.
La música y el baile porteño aguardan angustiados en los barrios periféricos de nuestra
ciudad. En el habla y la jerga marginal se esconden ritmos, melodías y canciones que
necesariamente debemos redescubrir.
Se hace necesario volver a las calles. Redescubrir nuestra Ciudad en el trabajo de campo.
Volver a hacer funcionales algunos viejos elementos de la cultura popular. La urgencia, la
premura del tiempo, nos obliga a ligar nuestra piel y ritmo a su cuerpo. A pensar cómo sus
matices, sus dinámicas socio culturales, permiten que logremos crear un discurso sobre la
interculturalidad de su música y baile en su geografía e historia presente. No hacerlo, ahora,
que tenemos todos los elementos para ello, invalida
cualquier trabajo a futuro.
Creo firmemente en el libre albedrío al goce, las estéticas y toda lúdica de esparcimiento
social. En la dinámica de ser uno mismo. En la creatividad. Nuestra ciudad construyó así su
música y su baile. Guayaquil siempre Liberal, portuaria, ha cobijado y cobija culturas y
dinámicas de intercambio y relación socio cultural. No puedo ver a nuestra ciudad de otra
forma. Por ello es importante auscultarla, penetrarla, sacarla del letargo al que la han
sometido por equivocados imaginarios de crearla y pensarla solo comercial.
Una rica historia musical y bailable está en los zaguanes, en el submundo, en las melopeas,
en las esquinas, en las barriadas; es tiempo de recoger estas historias, conservarlas,
preservarlas en su vitalidad, no en un mausoleo o museo de vestigios muertos. Nuestra
Ciudad tiene una cultura viva, diversa, fogosa e inacabable. Entre los divanes y resquicios
de su cuerpo están las sorpresas que aún no sabemos ni conocemos de ella. Los invito a
descubrirla y con ello a descubrir su música y baile porteño propios de cuerpos tropicales
capaces de quebrar los tablados de los mas fuertes escenarios del mundo. No seamos
cómplices. Dejemos que retornen los brujos musicales y bailables a nuestros imaginarios
urbanos. De esto también dependen las identidades. ¿Si o no, mi querido Béla Bartók?
De mojigos, diablicos y gurufaes
La Colonia como pre-texto para entender la música y el baile porteño
Hubo de pasar tres cientos años para des-idiotizarnos -en Guayaquil- de una forma de
ser absurda, servil y mojigata. La Colonia no tiene mis afectos cuando trato de volver a
mi memoria musical y bailable tradicional de la ciudad de Guayaquil (Puerto principal).
Sucede que en el tiempo que duramos entre dictas clericales y del rey; corregidores,
tenientes políticos y la Iglesia Católica, -confabularon-, para que nuestras fiestas
públicas, -con bailes de chamba, ferengo y candil-, no se dieran, o pasaran
desapercibidas, entre macarrones de Minuet y Cracovianas y una solapada práctica
morbosa del terrateniente.
Perdimos con estas prácticas invisibilizadoras mucho de las músicas y bailes propios de
una ruralidad o Aldea a la que estábamos sujetos los guayaquileños en el periodo
colonial.
Los relatistas antiguos (cronistas, escribanos públicos, viajeros de los siglos XVII, XVIII Y
XIX) no dejan de extrañarse que entre nosotros existan canciones y bailes tan antiguos
que ellos vieron representar pero que al registrar nombres no quisiéramos siquiera
pronunciar las debidas denominaciones. Tanto, que tuvieron -los relatistas-, que
ingeniárselas para describir las piezas que escuchaban y las coreografías que observaban
en el espacio público o en alguna casa de caña y cade que distanciaba a pobres y ricos
entre lo que se llegó a llamar en Guayaquil Sabana Grande y Sabana Pequeña.
Mucha de esta gente que gobernaba la ciudad en la Colonia era despiadada y poco
sensible a tratar con libertos, cimarrones y montubios conciertos que deambulaban por
las estrechas calles de la ciudad contando episodios fantásticos o cantando canciones
con versos de amor-fino que recordaban la invención de la memoria antigua en la boca
de ellos y de quienes posteriormente después de escucharlas las reproducían.
Los terratenientes eran los únicos que se sentían con derecho al festejo y la recreación
simultánea. Contaban para esto, con el apoyo de quienes dirigían ideológicamente -la
mentalidad colectiva-, el poder y los bienes de producción, relación e intercambio
económico.
Con estas prácticas invisibilizaban las otras formas de festejar, relacionarse, y compartir
versos, canciones y bailes, de mayor uso social y colectivo.
Por ello los relatistas nos hablan que en las casas de los hacendados las familias de
“bien” -educadas en el extranjero-, bailaban sus danzas con estilos de facturas europeas
como las redovas y chotis, que se interpretaban en arpas, organillos, pianos de cola y
chirimías.
Mientras “los de abajo”, zambos y mulatos, cantaban y bailaban sus danzas con cajas de
palo prieto (echas de tronco ahuecados), tamboras de saíno, y cierta forma rítmica de
marcar el compás sonando las palmas y echando puyas en los cambios de tono.
El tiempo, -que todo lo conmina-, borró estas huellas de un pasado colonial en el que
festejamos “libres” las canciones cercanas a nuestra memoria y los bailes que solían
solazarnos y hacernos sentir con cultura e identidad propia.
Si bien de España heredamos el fandango (fiesta pública) dentro de estos, los bailes y
canciones tuvieron nombres y razón de ser ligados al entorno. Perdimos los registros en
partituras. Lo poco que pudo salvarse se encuentra protegido en cartas y manuscritos de
corregidores y en Actas del Cabildo que reposan en la Biblioteca Pedro Carbo de
Guayaquil; en Archivos de Musicólogos, Etnomusicólogos e investigadores de folklore y
cultura tradicional y popular regados entre Quito, Cuenca y Guayaquil.
Se dice que estos personajes que deambulaban por calles y festejos fueron el tormento
de los terratenientes. Las túnicas y máscaras “diabólicas” que utilizaban eran diseños
parecidos a los que usualmente se utilizan en carnavales y “aquelarres tribales”. Los
diablicos y gurufaes salían para divertirse, mofarse y parodiar a los representantes de
estas dictas, normas y reglamentos.
Por ello ciertos moralinos prohibían la salida de los mojigos, diablicos y gurufaes. Hasta
bien entrado el siglo XIX (apuntados en algunas Ordenanzas del Cabildo) se dice que
tales festejos no se podrán llevar a cabo por “atentar a la honra de buenas familias y
visitantes de buena ley”.
Los relatos y crónicas de la época señalan a estos personajes como burdos, atentatorios
y grotescos. Resultado de la “inmoralidad” de gente “baja”, “supersticiosa” y “sin
orientación espiritual cristiana”. Lo que suponemos como falso. Puesto que es esta
misma gente (la que organizaba con plata y bienes materiales) la que armaba el coso y
ponía a los toros y toreros, quienes solían dispendiar el dinero con tal de aprovechar
que los mojigos, diablicos y gurufaes, “diviertan” a los invitados y contribuyentes
(auspiciantes).
Existen sumarios y folios de juicios en contra de la gente que practicaba los fandangos
en la ciudad. La última fiesta religiosa de la cual se tiene registro donde participaron los
mojigos, diablicos y gurufaes, en Guayaquil, son las Fiestas de San Pedro y San Pablo,
Virgen de las Mercedes y Virgen de la Candelaria (29 de Junio, 24 de Septiembre y 2 de
Febrero)
Debimos esperar hasta entrada la Independencia para que los mojigos, diablicos y
gurufaes puedan mostrarse sin restricciones ni penas de ex comunión o juicio que se le
parezca.
En el Cantón Jújan de la Provincia del Guayas sobrevive una Fiestas de Mojigos en honor
al patrono del lugar San Agustín que celebran en el mes de agosto y está recogida y
registrada en mi libro Alza que te han visto: historia social de la música y baile
tradicional montubio de pronta aparición.
Sería interesante poder ver refuncionalizadas estas prácticas culturales del pueblo de
Guayaquil que fueron el asombro y la novedad en las festividades públicas del Puerto.
Toca intentarlo. Nada más.
Es posible que el amorfino el negro y la blanca haya sido parte de los bailes de
fandangos que se representaron en la Colonia. Este, que fue recogido por Segundo Luis
Moreno en Guayaquil sobrevivió el tiempo.
“La gente traficaba día y noche en las calles: desde los soportales las picanterías
soportaban vahos calurosos, resonantes de guitarras y de risas, olientes a seco de chivo, a
chicha y a sobaco de zambas”
“Todos los ruidos se fundían en el pecho de Alfonso Cortés: y el puerto era una canción”
“El quejido melódico de la bandurria, les penetraba agudo en el corazón, pasándoles por
la piel un caliginoso escalofrío”
“El arpa fina, fina, cosquilleaba las nucas. A intervalos bailaban, apretándose. Al compás,
Alfredo hundía un muslo entre los de Rosa Elena, se le adhería del bajo vientre al pecho,
como había aprendido en los cabares de la avenida Quito”
“El puerto era una canción”. La metáfora del escritor Joaquín Gallegos Lara nos indica que
Guayaquil y el río producían y recreaban una música y baile en torno a una cultura
portuaria que habitaba en ellos y se extendía desde el norte a los arrabales del Astillero que
también festejaba y se divertía en comunidad despertando el interés de propios y extraños
que veían en ellos vestigios de lo africano, andaluz y caribe-antillano.
Los primeros años veinte asentó y reprodujo en la ciudad-puerto piezas y formas de bailar
panameñas, mexicanas, colombianas, peruanas, cubanas; con sones y prácticas de zapateos
que calaron fácilmente en el oído, cuerpo y sensibilidad del porteño y su territorio; puesto
que éste, estuvo considerado como último reducto portuario del Pacífico donde atracaba
barcos de gran calado.
La literatura (montubia y chola) de los años diez, veinte y treinta (José Antonio Campos,
Rodrigo de Triana, José Acebedo, Medardo Ángel Silva, José de la Cuadra, Gallegos Lara,
Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera, Gil Gilbert) da cuenta de hechos y acontecimientos
que tienen relación a lo que estos barcos traían de otros puertos y dejaban en el nuestro
como seña de intercambio y relaciones de comercio.
Entre lo que dejó estos barcos de gran calado se cuenta a músicos, bailarines, cantantes y
comediantes que representaron sus obras en los desaparecidos teatros Parisina, Olmedo,
Edén, Colón, Ideal, Bolívar, Victoria, etc. Muchos de estos artistas se quedaron e hicieron
prole, plata y academias. Las academias de danzas españolas se inauguran a inicios del
siglo. Fue fácil para el porteño responder a las sandungas y palmas de corte andaluz; puesto
que sus anteriores vínculos están diseminados desde la Colonia. Y es la ruralidad la que
conservó elementos hispánicos parecidos a los llegados en el siglo XX.
Es bien sabido -en cambio- que la República, nos vinculó con lo europeo parisino, francés e
inglés. Donde se refugiaron nuestros aristócratas criollos. Y de allá éstos trajeron a nuestro
puerto Minuetos, Cracovianas, Chotis, Danzas, Contradanzas, Valses, Mazurcas, Polcas,
Cuadrillas, etc., que bailaron en amplios salones del crochet burgués guayaquileño.
Los escritores enunciados no pudieron ser esquivos a lo que penetraba a través del puerto.
Por ello la literatura se anticipó en recoger estas músicas y bailes. Sin embargo -los
escritores- no registraron nombres de piezas y bailes que debieron saberse como propias o
extranjeras. Labor que debió hacer la historia -e historiadores- que no tuvieron la
sensibilidad de los literatos. No obstante, se habla de manera general. Con ello, la historia,
puede recrear lo que pudo haberse quedado y mimetizado entre nosotros.
Uno de los viejos cancioneros que tuvo Guayaquil (1920) como ciudad-puerto es El
Mosquito de Rafael Cucalón. Este puso en la lectura cotidiana viejos boleros, tangos,
amorfinos, pasillos, cuecas, zamacuecas, son, guarachas, entre otros que fueron populares y
de consumo masivo. Este bolero (del repertorio del cantor Guillermo Medina) se cantaba y
bailaba en el Guayaquil de los años veinte:
Soy como soy/y no como tú quieres/qué culpa tengo yo/de ser así/si vas a
quererme/quiéreme/no intentes hacerme/como te venga a ti/no trates de amargar mi
vida/yo a ti te quiero/lo juro por ti/pero soy como soy/y no como tú quieres/qué culpa tengo
yo/de ser así.
Al bolero porteño los montubios lo denominaron El Horcón “porque ahorca pué y aprieta
tan juerte, que hasta los elásticos de las calzonarias de las jembras uno se las arrancaba
cuando bailaba un bolero”.
Es posible que el puerto, -a distancia entre las clases, que sólo el río aparcaba y los
acoquinaba-, hayan compartido Amorfinos que del amor cortés mucho se hablaba y
convenía. Así estuvo en la oralidad este, muy sobrio y soberbio:
Periquita, pericona
Que en un árbol te vidé
No me niegues tus encantos
Que yo no me negaré.
No encontré la contestación de estos versos pero me parece que -quizás- se haya ocultado
en esta canción que mi madre solía cantar cuando niño:
Yo soy la periquita
Traigo trigo y traigo miel
Que serán para otros encantos
Más no para tu piel.
Unos versos parecidos los escuché en un Cante de Camarón de la Isla (lo que quiere decir
que estos versos sean muy españoles o muy nuestros):
Según algunos musicólogos (Pablo Guerrero entre ellos), de encontrarse unas partituras
desaparecidas, del músico guayaquileño Casimiro Arellano, el puerto pusiese reconstruir
este significativo proceso musical ecuatoriano. Cosa casi imposible. Lo más cercano que
tenemos al nacionalismo fue la gran labor y tarea que se impuso el historiador y folklorista
guayaquileño Rodrigo Chávez González que al influjo de los Ismos (panamericanismo,
comunismo, socialismo, trotskismo, mexicanismo) logró una refuncionalización de lo
montubio en nuestra ciudad aún a costa de extremistas que no entendieron su campaña.
Después de El Mosquito, otros fueron los cancioneros que dieron luz a letras de músicas, ¿y
bailes? que llegaron por nuestro puerto en discos de pizarra auspiciados por reconocidos
sellos discográficos como RCA VICTOR. Entre este cancioneros está El Porteño; El
Cancionero del Guayas; El Autopianista; Ritmolandia; Cancionero del Trópico y El
Costeñito.
Letras y músicas que en boca de los artistas de la Rondalla Safadi, Los Campiranos
(Guillén, Fernández y Arauz), Dúo Guayaquil (Ibáñez-Antepara), Trío Guayas (liderado
por el riosense Custodio Sánchez), Trío Juventud Porteña (Murillo, Elizalde, Gavilánez),
se extendieron cuando La Voz del Litoral (famosa radio) les abrió sus micrófonos y
señales.
El muy porteño músico Alberto Valdivieso (diablo ocioso) escribió y cantó en la radio La
Voz del Litoral esta portentosa canción:
El Porteño
A la guerra se marchó
Un muchacho bien porteño
Y en su cara se dibuja la alegría
Que tenía de pelear por su nación
Porteñito que te vas
Tan alegre y vas cantando
No te olvides que en el puente
Vas dejando destrozado el corazón de una mujer
Desde entonces Isabel
La vida pasa llorando
No se olvida que el porteño
Iba cantando
La canción que tantas veces le cantó
Desde entonces a Isabel
No se la ha visto pasar
Hoy se dice que más vive en el convento
Rezando una oración que ella inventó
Virgencita ten piedad
De aquel hombre que yo quiero
Pon tu mano que es coraza
Ante el hacer
Que una bala acabaría con los dos
Virgencita ten piedad
De aquel hombre que yo quiero
Hoy mi vida está ligada con la suya
Que si muere moriría yo también.
Entre estos años de 1900 a 1930 también se escuchó, bailó y creó, otros ritmos foráneos
llegados por el río que tuvo su puerto, como el One Step; Two Step; Shimmy Step; Fox
Trox; Canción, etc., que orquestas como la Mestanza y Dislexing Band Jazz; luego la
Blacio, recogieron y animaron en la tropical ciudad de Guayaquil. Las conocidas
Rondallas de señoritas (interpretes de Guitarra, Bandolina y Bandurrias) recreaban parte de
estas músicas.
Mi abuelo (Manuel Iturralde Rivera) cuenta que en la década del veinte se daban saraos y
grandes jornadas bailables que terminaban después de tres días en cuyas horas de pasión y
diversión corporal se daban también competencias de maratones bailables que acababan
cuando una de las últimas parejas que terminaban en la pista caían en brazos de Morfeo.
Mi abuelo me recuerda una Tonada Campirana (Mi Barrio) del porteño Alberto Guillén
Navarro que las radios del puerto ponían y de la que disfrutaron bailando:
Mi bisabuela cuenta (entiéndase contó) que vio bailar el Saca tu pie en una casa de caña y
cade en la Hacienda La Victoria de la Provincia del Guayas (entre Salitre y Samborondón).
Sus padres tuvieron una fuerte vinculación con los hacendados de la época. Puso mi
bisabuela su manta a la antigua de un borde y bailó. Ejecutó pasos de un antiguo baile de
danzón portuario. Al verla zapatear parecíame verla bailando el alza que te han visto.
Alzaba su falda hasta las rodillas y doblaba unos centímetros su cuerpo.
Pedí a mi bisabuela que me coja como “su babéelo” para el baile y me indique la forma
coreográfica de bailar el Saca tu pie y ella me indicó que era sencilla, muy sencilla:
“Se cogen -dijo mi bisabuela- hombre y mujer en el centro. Luego este y ella se abren
hacia el centro y abren las dos manos con pañuelos y sombreros en la mano y bailan como
si fueran escribiendo una S en el centro pasando los dos a los lados contrarios y
seguidamente volviendo” (…) “Una vez concluida la primera parte los dos se juntan al
centro y zapatean fuerte como si fueran a romper el piso” (…) “Termina el baile cuando el
hombre pone sus manos en las rodillas remedando las formas de coger su falda la mujer”
(…) “Creo -sigue contando mi bisabuela- que esto de cogerse las faldas era un remedo
como burla a los curas que suelen cogerse la sotana antes de la respectiva misa”.
Fíjense, el canto más o menos tarareaba así:
Tatatatatata
Tatatatatatatata
Tatatatatatatata
Tatatatatata…
Del baile montubio Saca tu pie tengo una sola referencia; la misma fue relatada (sin
tarareo, ni formas de bailarse) por Rodrigo Chávez González (Rodrigo de Triana) en uno de
sus escritos de A través de mi lupa que apareció en la Monografía de Guayaquil de
Editorial Cima del año 1970. Más, no está contada por los cronistas de la ciudad como
Modesto Chávez Franco ni Gabriel Pino Roca (Siglo XX). No tenemos conocimiento de
otros relatos sobre este baile ni en la Actas del Cabildo de Guayaquil ni en las crónicas de
los viajeros del Siglo XIX. Recurrí a mi bisabuela puesto que ella siempre fue mi primaria
fuente de información de una Ciudad como Guayaquil y una Provincia como El Guayas que
desapareció sus antiguas formas de bailar producto de algunos factores que definieron las
crisis políticas, sociales y económicas en el Siglo XIX y primeros años XX.
Sin duda mi bisabuela vio bailar el Saca tu pie y escuchó su melodía de boca de mi
bisabuelo Sixto Landires Rodríguez (carpintero de rivera y músico) el mismo que
convocaba en su casa a cantores e instrumentistas de lo urbano y rural para celebrar los
cumpleaños de sus hijas y parientes. Mi bisabuelo interpretaba Guitarra, Violín, Bandolina,
Arpa y Piano, según narra mi abuela Emma Landires Maffuelo. Nada quedó de los vestigios
(instrumentos) musicales de mi bisabuelo. Todo se destruyó en un incendio grande
(domingo 2 de Octubre de 1943) que consumió su casa ubicada en Guayaquil en las calles
Rumichaca y Noguchi.
El incendio ocurrido en la casa (de tres pisos según narra diario El Universo el lunes 3 de
octubre de 1943) de mi bisabuelo arrasó con los instrumentos de propiedad del músico y
muchas de las partituras que éste poseía.
El Saca tu pie debemos refuncionalizarlo. Con los versos y la melodía que recogí de boca
de mi bisabuela podríamos reponerlo en la oralidad, lo festivo y la escena urbana. Solo es
cuestión de tiempo. Y de músicos que se interesen por la música de tradición oral. Nada
más.
El Gallinacito
Un baile y una canción que nos acerca a Guayaquil, la memoria popular y los sujetos
Baile y música colonial (mestiza) que sobrevive en cierta manera de ser guayaquileño. Me
explico: por costumbre los porteños tenemos formas folklóricas de movernos, andar y
comunicarnos. Esto, que sobreviene cargado de genuinas maneras (lenguaje coloquial,
besos y abrazos, liberados de todo prejuicio) de aproximarnos al otro, construye entre los
sujetos, abreviaciones erógenas que salpican suspicacias cuando bailamos, cantamos, o
echamos pajas (mentiras, cachos, chistes) a quienes nos ven, escuchan y se vuelven
cómplices.
Todo, en nosotros (-porteños-), está diseminado. Por ello cantamos y bailamos abiertos y
ligeros. No tenemos reglas. En nuestros movimientos no hay nada simétrico. Nada
estático. Somos invencibles hasta en el tiempo que utilizamos para bailar, dialogar y beber
hasta morir. Coreográficamente inventamos pasos y contoneos. Cadencias. Posiciones.
Bailamos como reímos. Reímos para que nos escuche la otra esquina. Bailamos hasta
quebrar el piso. La música que escuchamos la escuchamos en alto volumen.
No podemos callarnos. Somos imprudentes. Así es nuestra música y nuestro baile. Sin
nada que las calle. Sin nada que nos anime a dejarlas ver de otra manera. Somos natura
en estado embrionario y procaz. Zambos y mulatos. Cuerpos de varios colores. Relatos
mordaces que juegan a bailar y cantar como si mañana fuésemos a morir tempranamente.
La expresión de “no nos aguevamos y somos arrechos” nació en nuestras barriadas. En el
Goce de la esquina. En la precoz sensibilidad de asumir nuestro cuerpo y el ejercicio oral
de nuestras palabras:
Ya viene el gallinacito
Con su cuerpito amolado
Donde fue que tú estuviste
Gallinazo colorado.
Aún no encuentro, (¿le interesa al folklore?), indicadores que me aproxime notar cuándo y
cómo este baile y canción pudo llegar al Puerto (desde el campo) y quedarse como propia.
Manabí (entre sus piezas del corro tradicional de los chigüalos) cuenta con una canción
muy antigua, la que se conoce como juego de tres similar al gallinacito nuestro
denominada Señor Gallinazo. La melodía es muy parecida. ¿Sería tal vez que del Puerto
fue a dar a los chigüalos? ¿Cómo y cuándo puede haberse producido esto? El chigüalo
Señor Gallinazo conserva estos versos:
Compadre Gallinacito
Le gusta ser vaquero
Apenas pare la vaca
Le brinca por el ternero.
La melodía del Gallinacito porteño es así: lalalalalalalala/lala lala lalala/lala lala lalala/la la
la la
La melodía del Señor Gallinazo en cambio es más lenta:
laralararalarara/lalaralaralala/laralararalarara/lalaralaralala.
Parte de esta forma de ser porteño: mal hablado, bailarín, gritón, dicharachero, erótico,
arrecho, bravucón, solapado y burlón, literalmente está manifiesto en nuestro baile El
Gallinacito. Que en su forma de bailarse se resume como:
a) Movimientos parecidos al ave de rapiña. Es decir: los brazos sostenidos atrás (por
la espalda) y un arco de jarra entre los hombros y los puños. Golpeando fuerte el
piso. Simulando atacar un contrario.
b) El paso característico es el de tonada. Cadencias de la cintura de un lado a otro
como cayendo hacia los costados.
c) La coreografía se baila en círculos y en S.
La señorita de al frente
Que baila con arrebato
Zapatea bien el tono
Remolando el garabato.
Zapateamos, zapateamos
La puerca, puerca raspada
En la fiesta de don Pancho
En la casa de la Amada.
Lalala/Lalala/Lala/Lalala/Lala/Lala/Lalala/Lala/Lalala/Lalala/lalalala…
Recuerdo a mi tía abuela recoger la falda de su pollera y golpear el piso con la planta de
sus zapatos de taco ancho y pequeño. La bisabuela la acompañaba con las palmas. No
tengo recuerdos de lo que hacían mis hermanos quienes también asistían a las clases y las
visitas. Una de mis hermanas -Maribel- que bailó danzas folklóricas, recuerda bien estos
sucesos. Mi hermana mayor -Grace-, quien también bailó danzas folklóricas, solía
relatarme cómo bailaban nuestras bisabuelas los bailes de golpe de piso. En cuanto
terminaban las clases (martirio para mí) nos daban rosquitas y galletas con miel y queso. Y
las bisabuelas bailaban, quizás, viendo en nosotros, sus custodios más próximos.
Cuenta mi madre que su abuela le narraba largas historias de bandidos (héroes populares
de la ruralidad) y aparecidos en la Provincia de Los Ríos. Es posible que la voz -soprano
alto- de mi madre fuese heredada de su abuela quien cantaba a diario mientras tejía,
daba clases, cocinaba o atendía a su único hijo que fue mi abuelo Manuel Iturralde Rivera.
Ellas llegaron a la ciudad ya mayores. Mi abuelo, muy poco recuerda de ello.
Existe otro paso tradicional de puerca raspada que fue recogido en Catarama (Los Ríos)
por el folklorista e historiador Rodrigo Chávez González (Rodrigo de Triana) entre los años
1923-1925. Este paso se ejecutaba cruzando las piernas y moviendo las caderas junto con
los hombros (y los brazos cruzados por la espalda) de izquierda a derecha. He visto a
montubios cercanos a Guayaquil ejecutar los pasos de puerca raspada en fiestas públicas
para el mes de octubre cuando celebramos el día 12 su Fiesta Regional.
La variante de este paso de puerca raspada -según Rodrigo de Triana- era que “el varón y
la mujer que bailaban toparan los empeines de sus pies con la pantorrilla contraria". Es
decir: el empeine derecho con la pantorrilla izquierda y el empeine izquierdo con la
pantorrilla derecha. Al momento de hacer esto, el cuerpo caía casi inclinado de lado a
lado.
Ni Gallegos Naranjo, ni Chávez Franco, ni Chávez González, nos hablan de la música y letra
de la puerca raspada. Esta, la que recuerdo, debe inventariarse. Grabarse, además. Cómo
Er Tábano, la Cucaracha, El Saca tu Pie y otras, de las que hablaremos oportunamente.
Nada más.
Mamá, dime ¿qué cantabas cuando niña?
Esta pregunta debe ser elemental en todo sujeto con identidad que desee que su
memoria musical no desaparezca. A mi madre (Grace Julieta Iturralde Landires) cada vez
que puedo se la planteo. Con esto contribuyo a que ella -y yo- no perdamos lo que nos
acerca a la ciudad desde una parte de su cultura.
Así -entonces- siempre me cantó canciones de cuna y del corro folklórico infantil de sus
años de niña. Las de cuna las tengo recogidas en mi libro Alza que te han visto: historia
social de la música y el baile tradicional montubio; que la Editorial Mar Abierto de la
Universidad Eloy Alfaro de Manta está imprimiendo. Las del corro, sus juegos, están aquí,
con afectos:
Yo soy la viudita/del Conde Laurel/que quiere casarse/y no haya con quién/con este sí/con
este no/con este me caso/me caso yo/luna, luna, luna/que alto llegó/mi amor por el
joven/que quiero yo/papá, mamá, me quiero casar/con ese niñito de San Nicolás/casate,
casate, casate nomás/que yo te daré/zapatos café/rompope y mistelas/un baile de diez.
Aserrín, aserrán/los maderos de San Juan/piden pan/no le dan/piden queso/le dan hueso/
Tengo una muñeca vestida de azul/zapatito blanco delantal de tul/la saqué a paseo se me
constipó/la llevé a la cama/con mucho dolor/esta mañanita yo llamé al doctor/que le dio
un jarabe con un tenedor/dos y dos son cuatro/cuatro y dos son seis/seis y dos son ocho/y
ocho diez y seis.
Mambrú se fue a la guerra/que dolor que dolor que pena/mambrú se fue a la guerra/no
sé cuando vendrá/do, re, mi, do, re, fa, no sé cuando vendrá/vendrá para la pascua/o para
noche buena/vendrá para la pascua/o para navidad/do, re, mi, do, re, fa, no sé cuando
vendrá.
Cada vez que recorro Barricaña me encuentro con estas sorpresas. He revisado algunas
fotos antiguas y lo que cuenta mi madre es cierto. Mi abuelo (Manuel Iturralde Rivera)
tuvo su casa y tienda de abarrotes en la antigua casa de los carpinteros. Donde (desde el
balcón) antiguos guitarreros y voces musicales porteñas representaban canciones
rumberas y campesinas que nos unían y socializaban.
Los recuerdos de mi madre son mis recuerdos. Los recuerdos de todos los hijos son los
recuerdos de sus madres. Nada más hermoso que esto. De nuestra madre, de nuestros
recuerdos, nunca debemos olvidarnos.
¡¡Maldita Suerte!!
El Chongo y la Rocola en el imaginario montubio:
resignificaciones de lo popular en los sujetos de la periferia.
Cuando escribo sobre la periferia entiendo la misma como un espacio del suborden. De los
desclasados. De los habitantes testigos de relaciones sociales insurrectas. De los moñudos,
cholos, zambos, mulatos, negros, montubios; mestizos hechizados. Brujas de mala muerte.
Apestosos. Patalsuelos. Piojosos. Etc.
No puedo pensar distinto. La periferia solo habita a los pobres. A hombres y mujeres que
imaginan una mejor suerte. Familias enteras comiendo chicharrón sin chancho. Caldo sin
pata. Arrosito exclavo (arroz con huevo y papas). Gloriados hasta ponerse verdes. Esta es la
periferia. “Anchura de la mierda” como la predijo mi padre. “La chamba del amor” como la
predijo mi abuelo. Y sobre esta, la periferia, habita triste la canción del olvido. La rocola.
El chongo. Las palabras punzantes que hieren el dolor de los muertos. La leche derramada
de las tetas de las negras que no beberían ni los chivos por su sabor salobre.
Quizá ustedes imaginen la periferia desde el suburbano poblado de la ciudad. Y está bien.
Piensen en cualquier periferia. Pero esta, la que duele más, es del monte, de la manigua. De
la ruralidad costeña de los montubios. La que un día me cantó estos versos, en un miserable
salón, olor a gallinas de cuelga, pero con peste:
Aquí conocí a don Sigifredo. Prieto como la carne de iguana. Alto. A quien aún faltándole
tres dedos de su mano derecha, interpretaba la guitarra soberbiamente. Este, don Sigifredo,
me relató su historia:
“Nací muerto según dijo mi madre. En la Angostura. ¿Ya lo sabe verdad? Fui quinto de 16
hermanos. Éramos tan pobres que mi amá nos mandaba a cazar guantas a la montaña. Mi
apá era agricultor y buen domador de fieras. Montaba a caballos en el rodeo. Vaqueaba
como buen chalán y vaquero. A él, a mi padre, que llamó Hermenegildo Sigifredo, le
escuche cantar la primera canción que produjo en mi solo penas. ¿Se la canto parcero? Me
dijo, y yo, -bien, claro-, lo que produjo una extraña sensación de la pérdida en el viejo, pero
cantó, y estos son sus versos:
Lloraba don Sigifredo. Contó que después de escuchar cantar a su padre esta canción, él
abandonó la choza y al siguiente día lo encontraron muerto en una mancha de caña. Parece,
según la lógica de don Sigifredo, que una amante de este lo engaño con su mejor amigo. La
mujer a la que alude, tuvo por nombre Berlinda. ¿Cómo el bar? le pregunté- y me dijo –sí-,
“como este bar, al que puse su nombre por puta”.
-Oiga parcero- me imprecó el cantor montubio, ¿Y qué tanta preguntadera la suya? ¿Acaso
es periodista? Le dije no, no, soy viajero, paseante, y dijo -güeno, mejor así- entonces,
diviértase amigo y pague dos bielas- pa cantarle la úrtima; y pagué las bielas, y la guitarrá
rasgó la última pena:
“Y en este salón moriré”. Así don Sigifredo dio por culminada la conversa. Al levantarse
sentí su pesar y su tristeza. Caminó hacia el costado, encendió la rocola. Miró fijamente a
una puta y con un guiño de ojo la invitó al cuartucho. La rocola se fue volviendo extensión
de su canto montubio. La rocola, era también don Sigifredo:
¡¡Y en este salón moriré!! Con tamaña sentencia como podré olvidar al hombre. Al
Sigifredo montubio. Cantor carrasposo de versos malditos. Cómo olvidar su salón, su
chongo, su rocola. Su cabaret mejor dicho. De mala muerte. Que atestaba de viejas putas,
pedigüeñas de un mísero centavo de dólar por un coito enfermo de dolor y espanto.
Quise descubrir el significado de chongo de boca misma de los montubios, asiduos clientes
de este tabernáculo de carne prieta y vencida, y me fue imposible. Recurrí entonces al Drae,
quien define chongo como:
Fueron las cintas de carrete y los discos de RCA VICTOR, los que
imprimieron la autenticidad criolla de estos versos. En Guayaquil,
cancioneros como El Mosquito de Rafael Cucalón, El Aviador Ecuatoriano
de Abelardo Ortega, El Autopianista de Feraud Guzmán, EL Teatrofono
Columbia, etc., diseñaron una forma criolla de divulgación de la poesía
del pueblo. El montubio se apropió de esta forma musical antigua del
Perú. Los fáciles armónicos con los que se ejecuta el valse parécele al
montubio sus propios armónicos de tonos y versos tradicionales.
No obstante ser estos versos montubios, del siglo XIX, apogeo del
romanticismo, tienen la gracia del tango y la milonga Argentina. De la
habanera cubana. De la rapsoda española. Esto se entiende por la
influencia hispana, caribeña y centroamericana que definieron a la urbe
y lo porteño hasta mediados del siglo XX.
Por la sabana
Un viejo liberal
Abajo el gobierno
Montubios y negros
Gloria de Alfaro
De románticos guerreros.
Tu voluble corazón.
Es camino a la traición
Es camino a la traición.
De lo que a mi me pasó
No la llamo no le imploro
Ya que a mi me abandonó
Te espero allá en el bar, en el bar de la esquina. Vida mía no te imaginas, lo que tenemos
que hablar. Te tengo que contar lo que me han dicho de ti, que tienes otros amores y a mí
me vas a dejar. El dolor de no tenerte es muy grande, la pasión de besarte es mayor. Por
eso con dolor entre copas y canción, con desesperación me vas a ver llorar. Te espero allá
en el bar, en el bar de la esquina, vida mía no te imaginas, lo que tenemos que hablar.
De una canción de rocola
Ni una pastilla de diazepán con coca cola es tan efectiva como una canción de rocola,-
corta venas-, para matar la amargura, la pena y el dolor que nos produce la desgracia de
haber nacido en la podredumbre de la desdicha.
Wilman Ordóñez Iturralde
No sigas diciendo que un amigo tuyo/Y tu propia esposa vencieron tu hogar/Confiesa
cobarde/Que esa era una deuda/Que tarde o temprano/Habría que cobrar/Esa era mi
novia/Que tanto quería/Una tarde ingenua te la presenté/Sentiste envidia/Al verla tan
linda/Como siendo pobre/Yo la conquisté/Desde aquél instante/A espalda cobarde/Como
tenías plata/Le ofreciste mas/Hasta convencerla/Porque tú eras rico/Mi novia un día por ti
me dejó/El cabo de un tiempo/
La hiciste tu esposa/Con mi propia novia/Fuiste mi rival/Y yo seguí pobre/Sin plata ni
novia/Mientras tú de brazos/Fuiste hasta el altar/No olvides que un día/Fue que me
invitaste/A que yo la viera/En tu propio hogar/Para así humillarme/Y entonces vi
claro/Planear la venganza/
Que habría que cobrar/Al ver a tu esposa/La que fue mi novia/Yo leí en sus ojos/Que no
era feliz/
No bastaba el oro/La riqueza tuya/Y que me deseaba/Se lo comprendí/Volví por la
noche/Cuando tú no estabas/Y efectivamente/Mi plan no falló/Tomé mi venganza/Y me
sorprendiste/Ya que ves que de nada/Tu oro sirvió/Ahora ya puedes/Seguir
pregonando/Que yo fui el amigo/Que te traicionó/Búscala si quieres/Que ya está
cobrada/La deuda entre amigos/Saldada quedó/Tú no eres mi amigo/Amigo de qué eres.
Guayaquil es un frágil cristal. Una ciudad que se bebe todas las botellas del mundo.
Sentimental, borracha. En esto es tan masculina. Femenina cuando alguien la saca a bailar
y festeja. Guayaquil es un cabaret abierto las veinticuatro horas. Una felina. Una gran
puta.
Cuando llegó la rocola a la ciudad-puerto el pueblo bebía guanchaca traída del monte.
Tres diablos, currincho. Bebía agua de río olorosa a lechuguines y carne sudorosa por la
piel de las mulatas que se bañaban en pelotas en el río Guayas. La rocola llego sin
arrogancia. Sin poses de creerse la gran güevada. Sin ser la gran señorona del cacao
exportable. Vino como viajera chira en carga de meretrices adúlteras llegadas desde
puertos caribeños. En barcos drogados por la mar. Vino bendecida por chulos y cabrones
de otros puertos que la habitaban.
Con ella llegó la canción arrabalera. La canción criolla de Lucha Reyes. Jesús Vásquez.
Carmencita Lara. El Cholo Berrocal. Daniel Santos. Los Tres Reyes. Los Kipus. Los
Embajadores Criollos. Lucho Barrios. Chabuca Granda. Los Morochucos, Los Antares. Los
Diamantes. Los Visconti. Alci Acosta. Cecilio Alva. Los Dávalos. Arturo Zambo Cavero.
Felipe Pirela. La Sonora Matancera. Orlando Contreras. Roberto Cantoral. Tito Cortez.
Nosotros pusimos a Olimpo Cárdenas, Pepe y Julio Jaramillo. Pusimos al “mago de la
rocola”, Aladino. Tenemos a Segundo Rosero (de gran popularidad en Perú). En la década
del cincuenta tuvimos el trío Los Trovadores del Puerto integrado por Andrés de Arboleda,
barítono; y los guitarristas Jacobo Mármol y Jorge González. Estuvo constituido también el
reconocido dúo de Olimpo Cárdenas y Carlos Rubira Infante: Los Porteños.
La rocola -como canción- vendría a ser para los guayaquileños “una forma de imaginar,
comprender y sentir la pena, que la razón no podría resolver”. Vendría a ser la
reconstrucción sicoanalítica de su yo quebrado. De su yo que requiere saber “por qué le
pasa o sucede lo que le pasa y sucede”. La rocola -como reproductor- sería la extensión
oral de esta pena. Su interlocutor. Hasta su interpelador. Lugar y fin del depósito de esta
pena.
Perú es el país que más música y cantores nos hizo consumir como un producto mestizo-
criollo que pronto caló en el imaginario social urbano de gente rota, chuchaqueada y
chusma. De gente cargadora de sacas de cacao. De obreros y obreras paridos en sucias
cantinas por viejas parteras mozuelas de los marinos que en ellas dejaron depósitos de
esperma. Depósitos de versos insomnes. De música yerma.
Puerto Rico dejó entre nosotros su más grande corazón arrebujado “el inquieto
anacobero”. Con él entró buena música y buen whisky. México trajo sus tríos de guitarras
y voces de alacranes. Colombia con las corralejas a más de las guarachas y las cumbias de
las abuelas dejó versos de capitanes entre las vencidas brujas de tres pesos que rondaban
la ciudad curando el alma de los embarazadores anónimos.
Cuba y Panamá, trajo las buenas orquestas. El son, el mambo, el cha cha cha y la rumba.
Se impuso la rocola, género maldito; ligado a nuestro espíritu, cruel, melancólico,
sobrado; decepcionado de maldad y falsedades. Lleno de maldad y falsedades. La rocola
fue la niña atrevida, loca, reveladora. La bella mesalina asesina y hiskoniana. Portadora de
puñales versos que atravesaron nuestras amarguras y nuestras gargantas. Que
atravesaron las nalgas de las putas dueñas del más bacán de los culos, por eso uno las
buscaba. Los casados y solteros enamorados las buscaban, ¿y buscan?, por los cachos, ya
que no he visto en el país ciudad más cachuda y puta que la nuestra. En esta ciudad mujer
que no le pone los cachos al marido no es mujer, es hombre. Algo así como “compadre
que no se come a la comadre, no es compadre”. Como no hay ciudad más cabaretera en el
Ecuador que la nuestra. En esto somos campeones.
Era de ver cómo los almacenes de música se abarrotaban cuando llegaba un disco de
pizarra con canciones de rocola que venían populares desde otros países que vendían sus
penas salpicadas de llantos y suicidios de mala muerte.
Famosas industrias de la música como RCA VICTOR aparcaron en el Puerto con
cargamentos de discos de pizarra de 45 revoluciones. Viejos cancioneros (El Mosquito,
Cancionero del Guayas, etc.) de la ciudad reseñaban las canciones que escuchaban
atentos entre Victrolas y las primeras radios locales. En las peseteras rocolas que en países
como México la llaman Sinfonola. En Venezuela, Salvador, Costa Rica la denominan
Gramola.
Mis cercanos sentidos a este género musical -y complejo gramófono: la rocola-, los tuve
cerca de la 18 (triangulis de barrio: putas, cabrones y rocola). Nosotros vivíamos cerca. Mi
primera casa estuvo ubicada en la Calle 11 y Calicuchima. Al lado de ésta había un bar, de
“doña Montse”, al que llegaban cholos cantadores y vagabundos borrachos de la vida y
del puerto (marítimo). Fuera del bar escuchaba atento toda canción “de fuego y llanto”
que salía de su cantina; penosa, sufrida y lastimera.
Veía a los belicosos borrachos pagar cuentas enormes. Provocar escándalos. Mis tíos
(chulos/con caras de Al Capone) les pegaban en masa a los giles que llegaban solos y
hacían relajos. Los otros sentidos están dados por la cercanía de los cabarets. El “No te
agüeves”, el “Roberto” y el “Gema”. Desde la calle Octava hasta Letamendi. Yo caminaba
por las noches solo para ver entrar esos culebrones con bandidos de la ciudad que
llegaban a herir los vasos y las bielas. A herirse entre ellos.
Luego nos cambiamos a las Calles 11 y Gómez Rendón y conocí el Bar Anita (Ayacucho y la
11). Sin dejar de visitar la 18, claro. La 18 vendría a ser mi escuela. Ahí aprendí a sentir mis
mejores deseos. A escuchar atento la rocola y ver como la moneda compraba lagrimas
amargas de sus canciones. Crecí creyendo que pronto tendría una rocola en nuestra casa
hasta que mi padre nos regaló el primer tocadiscos. De largos parlantes. Tendría yo como
14 años cuando le prometí a una puta que le regalaría una rocola para su cumpleaños. La
puta murió muerta por un puñal que la mató por bandida. Nunca conseguí la rocola.
Tampoco a la puta. Esta fue la canción que resume lo que me causó la puta y la rocola:
Años después, cuando el goce fue más racional, vendría nuevamente a la 18 pero esta vez
como investigador. Como sujeto que deseaba aplicar fichas de trabajo etnográfico. Y la
rocola no estaba, había desaparecido. Las putas de aquel tiempo debieron haber muerto.
O estarían vetustas. Entonces llegué a apropiarme de los recuerdos. En esos momentos ya
nadie me robaría la memoria. Hice de mi alma un hechizo. Puse a buen recaudo mis
cercanías con la canción rocolera y la rocola. Puse en recaudo mi mundo erótico y emotivo
que vivió momentos porteños en la estancia puteril de la 18. La música quedó conmigo.
Grabada. Ahora puedo contar mi historia. Este otro Guayaquil. Este pedazo de tiempo.
Este símbolo de lo popular.
CHUPATE LA PLATA
Mándatela perroso…
Los semióticos saben y entienden del valor de cada frase, palabra, concepto; de sus
resultados. Entienden que el sino, signo, seña y símbolo, es resultado de un ser y hacer
del sujeto. La canción de rocola tiene estos elementos. Sus significados hablan de este ser
y hacer. De esta dación y emoción reflexiva. De estos “malestares de la cultura”
arrabalera, putañera y violenta. De estas relaciones intrafamiliares. De estos jotos que no
salen del closet. De los mandarinas en ciernes. De las humilladas. De los trashumantes
seres de unicornios perdidos. De daños colaterales de los hombres y mujeres que cantan,
se embriagan y matan por celos, infidelidades o traiciones.
Debemos estudiar y analizar esta transición. La rocola de los cuarenta, cincuenta y sesenta
no es la rocola de hoy. La anterior nacía de la pena del compositor. La de ahora nace a
través de las industrias. Las industrias miran y miden los éxitos por la cantidad de dinero
que les ingresa. De ahí esta expresión de “chúpate la plata”. La canción criolla-mestiza
anterior no era farandulera. No estaba pensada para lo mediático. La de ahora es parte
del comic, del show, de la violencia televisiva rosa que todo lo convierte en mierda. Que
todo lo que produce es mierda.
Para la televisión rosa Aladino es su ídolo. Esta forma de hacer televisión ve el pueblo
como maldito e ignorante, a quien debe dársele basura, mierda, mucha mierda cagada
por el mismo pueblo. Para ello Aladino es el nexo, el gancho, su tirante. Ellos hicieron el
Aladino actor a más de cantante. La industria ya no es musical, esta, en nuestra ciudad-
puerto desapareció. La industria ahora es televisiva. Es industria de la imagen, La anterior
era la industria de la voz y el talento de los artistas. La industria de sus creaciones
musicales y poéticas.
La industria televisiva manda a matar con este “chúpate la plata”. La televisión rosa que es
puro excremento necesita excremento. El excremento está en la mediocridad, en los que
no piensan, en la vida de pobre diablo que llevan los asesinos de tercera; las domésticas
chismosas; las vagos.
Volver a la canción de rocola antigua es la tarea. Debemos buscar maneras para percibir y
escribir pronto un largo y juicioso estudio sobre lo popular en Guayaquil. Un estudio sobre
la canción rocolera y la rocola como construcción sicológica, semiótica, lingüística y
sociológica. Un estudio que nos permita saber sobre el ser guayaquileño y el hacer
porteño.
Vacilan su patín vestidos de blanco. Son cabrones con mesadas de putas. Paran en la 18.
En los chongos tempraneros fuera de la ciudad. En el Imperio. En El Gato. Vacila todavía su
patín por bares de la calle Colón. Bares de la Calle Pedro Moncayo. El nuevo chulo anda
con celular. Tarjetas de crédito y promocionales de sus putas. Anda con más prisa. Busca
billete hediendo a licor chichero. No tiene afectos. A este no lo mueve el sentimiento.
Quiere plata, aunque esta venga con sida. El chulo de décadas anteriores tenía afectos. Se
unía a su hembra. Peleaba por ella si alguien le faltaba el respeto. La dejaba temprano en
la cantina o en el puterío cercano y regresaba a verla tarde de la noche. Le declaraba su
amor y le mentía diciéndole que la amaba y porque la amada la dejaba que tire con sus
clientes, así ganaba el amor de las putas y su dinero. Este tipo de chulo se extingue. El
nuevo chulo es incapaz de recordar el cumpleaños de su puta. De amarla. De formar
familia con ella.
Estos nuevos chulos son muchos más jóvenes. Bailan. No el bolerazo o el tango del
Guayaquil de antes. Bailan perreo y reggaetón. Bailan batucada. Es más salsero. Más
rapero. Más sonero. Es una mezcla de inútil con aires de grandeza. Desea la rocola pero
como bachata, la bachata del grupo Ventura. No le da el mate para percibir y bailar la
bachata de Juan Luis Guerra. El chulo de las cantinas antiguas escuchaba y bailaba rocola
como la bachata de Juan Luis Guerra. Sentía la rocola. Bailaba con su puta suavecito,
delicado, como enseñándole el movimiento. Bailabale solo, cantando en su oído las penas
y los olvidos. La trataba como reina.
El hidalgo señor del sombrero macho. El chalán del verso cortado y de la iguana. El juglar
de la balada tradicional de nosotros la chusma de Guayaquil que en él depositamos nuestro
corazón de mestizo y de guerreros. El sin par cantor del alza que te han visto. Del galope.
Del corre que te pincho, del amorfino, de la caminante, de el sombrerito y del moño. El
artista de Torcuato y Nicanora. De Viva Vargas Torres. De Así somos los montubios. De
Machete, garabato y corazón. De Pedro Vinces: el bandolero romántico. De Los Lanceros
del Daule. El poeta del aguardiente de caña de Guabito Marcillo pedido en el Barricaña
más bajo y profundo del arte del pueblo. El luchador de una estética casi extinta. El
desprendido. El viejo-joven rebelde del pelo cano y largo como Sansón sin Dalila para
decirle a los que se bañan con Coco Chanel que también el agua florida huele a jazmín y
poma rosa. A palo prieto y guasango. A guachapelí y mate ancho. A dulzura montubia
mejor dicho del campo litoralense que nos da el orgullo de mofarnos de la idiotez y de los
idiotas que creen que lo popular es sinónimo de grosería y vulgaridad lumpesca propio de
su conciencia.
Ha muerto el viejo folklorista. El amigo. El cantor de lo montubio en el Guayaquil herido
por la incomprensión y la ignominia. El centauro sin caballo que paseaba su cotona y su
sombrero de paja toquilla por las calles que lo vieron crecer y robarle el aromo de su
amante piel color de río. Se murió el pana. El parcero. El de la palabra precisa para decir
que solo los torcidos de alma y de espíritu hacen plata de la sencillez humana de los
campesinos rotos viandantes del sol y la luna quemada y quebradiza del trópico.
Has muerto Guido. Y el ladrido del galgo llora las penas de nosotros. El gallero llora. La
hamaca llora. La guacharaca llora. La espuela y el garabato lloran. El ollero llora. Llora la
abuela campesina montubia que faja su vida entre el fogón y la leña que corta solitaria en el
monte. Llora Primitivo. Llora Serafia. Llora Cristófano. Llora Crisantemo. Llora la panga y
el maizal. Llora la mancha de caña. Llora el cade. Llora el tabaco de pierna y lloro yo que
te llevó la maldita muerte cuando no debía.
Guido querido. Fuiste perla que surgiste para aquel bizarro quijote al que también le
debemos mucho. ¿Lo recuerdas Guido? Estás con él. Bebiendo mañana de flores. Junto al
machete. “Lenguaje montubio en su bohío. Símbolo de coraje, en un historial bravío”. Los
dos. Entre compadres. En alguna rivera del campo florido de la sabana del cielo. Entre un
cigarro y una canción. Con acordeón y bandolina. Con guitarra. Con tamboras de cuero de
saíno y flautas de caña guadúa. Bailando un valsecito del monte con doña Aída y doña
María Piedad. Columna y corazón de sus locuras.
Que has muerto Guido dicen los diarios. La televisión como vena aorta reseñó tu labor y tu
aporte. El chismoso habló entre los zaguanes y los tugurios. Todos dicen su pedazo/todos
gritan como rana/er lagarto da er colazo/cuando le pica la iguana o cuando se le echa er
lazo.
Que has muerto dicen. Que no volverás. Que te fuiste por siempre. Y en tu velorio un
sombrero y un pañolón alfarista. Un retratro y una foto. Amigos y los que nunca fueron tus
amigos pero quisieron la foto del momento para a río revuelto pescar un poco de tu fama.
Esos, los que nunca fueron tus amigos los vi Guido y los señalo. Hubieras visto como te
miraban, una cosa decían sus ojos y otra sus negras almas. Aplaudieron, hablaron,
chismearon, dijeron lo que nunca conocieron de ti, pero no importa, bien que no los hayas
visto.
Otros, en cambio, tus amigos, lloraban en silencio tu despedida. Amigos verdaderos de esos
a quienes siempre uno quisiera cultivar, ahí estaban querido Guido, contigo, hasta la muerte
ingrata que te llevaba perdido para ese oscuro hábitat del cementerio. Esos si eran tus
amigos. Los vi y los sentí cerca de tu cuerpo. Sentí la energía sana y noble de ellos
cuidando de ti. Cuidando tu heredad. Cuidando tus afectos. Los que siempre estarán
custodiados en sus ternuras y amables atardeceres y procesos.
Te fuiste hermano, jinete de la bravura, montubio de Manabí, del Guayas, de Los Ríos, de
El Oro, de Esmeraldas. Te fuiste porteño, te fuiste elegante, te fuiste hidalgo. Siervo de la
montaña. Con el poncho ondulante sobre la espalda. Y un guardamano por si acaso
¿Verdad?
Te fuiste y el sol de las mañanitas de mi tierra se fue contigo. De la sangre montubia se fue
contigo. De la casita lejana se fue contigo. De las sombras de poncho se fue contigo. Del
alma montubia se fue contigo. De mancha negra mi poncho se fue contigo. El montubio se
fue contigo. Contigo se fue lo que el hombre de la ciudad nunca más debe olvidar: sus
raíces montubias. Su matapalo. Sus tortillas de verde y su ayampaco. Su seco de pato y su
aguado. Sus tortillas de yuca y su café de mujer poblana no de machona de la urbe. ¿Que
cuál es la diferencia? ¿Recuerdas Guido que junto a mi padre, a Enrique, a Isidro, nos
moríamos de la risa en la escuela de la Fundación Retrovador una tarde de carnes (de
parrilla) y cervezas heladas? ¿Y tú y mi padre nos daban clases de café de colar en chuspa
y no de tapa y frasco de industrias? Ahí está la diferencia.
Sabes Guido, acabé de terminar mi libro: la historia social de la música y el baile
tradicional montubio. ¿Te acuerdas que decías que una vez publicada esta historia dará que
hablar? Y te lo dediqué, pero sé que lo leerás desde allá, junto a Rodrigo, a Manuel de
Jesús, a tus pares. Me duele amigo que la noche de presentación no estés conmigo, en la
silla que siempre tuve para ti cuando presenté los otros libros. Te propongo algo Guido, ahí
te espero, la silla estará vacía, pero tú llegarás y compartirás conmigo. Luego iremos a
Barricaña, con Germán, con Sergio, con Carlos, con Ramón, con Robespierre, con Enrique,
con Orlando, con el manaba maldito, con Isidro, con Retrovador, con mi padre, nos
emborracharemos, y gritaremos ¡Viva Guido! ¡Viva Guido carajo!
Gracias Guido, por tan grande lección de amor hacia lo nuestro. Gracias Ezio por haber
amado y cuidado como se debe amar y cuidar a un gran padre. Gracias Gregory, por haber
amado a un abuelo como se debe. Como se debe amar a quienes saben y nos enseñan con
sus años.
Muerte
Quizás algún día te dé chance.
LA GLORIA
La historia de Guido Garay es la historia de Sancho Panza cuando le pregunta al Quijote:
“maestro, y si en el camino encontramos obstáculos qué debemos hacer; -el Quijote
contesta-, lo que el pueblo demande”. “Seguramente demandará que por ellos nosotros
seamos quienes libremos la mas dura de las batallas, que es la batalla contra la ignorancia”.
Y Sancho vuelve a preguntar, “sí maestro, pero, hablo de los otros obstáculos, los de las
guerras que libraremos contra nuestros enemigos”. El Quijote mira al ingenuo gordo y le
dice: “esas, de esas no te preocupes, que para librar esas batallas contamos con nuestro
ingenio y aún con nuestra adarga al brazo”.
Con eso contaba Guido Garay cuando le preguntó a su maestro Rodrigo de Triana que
dónde estaba la música y el baile que ellos debían representar. El maestro le dice: “Guido,
vamos a la Biblioteca Municipal y verás”. “Verás, cuanto de verdad hay en un documento”.
Guido lo siguió y claro, todo ahí estaba recogido en un folleto: los “Estudios folklóricos
sobre el montuvio y su música” del manabita Manuel de Jesús Álvarez Loor, impreso el
año de 1929 en la Imprenta La Esperanza de Chone. ¿El resto? El resto vino por añadidura.
Esta historia es real, sucedió 20 días antes del 23 de noviembre de 1965. Vísperas de
celebrarse en Guayaquil los V Juegos Deportivos Bolivarianos. Rodrigo y Guido.
Destinados. Vieron posible una representación local y regional de nuestro folklore musical
y bailable montubio para recibir al visitante bolivariano con un arte que sea propio, más
nuestro. Que llevara el sello de autenticidad litoralense. Un sello de ser distintos a otros
mestizos de la diversidad étnica sociocultural del Ecuador. Y encontraron en lo montubio
sus raíces. Su mestizaje del cual sentían respeto. Orgullo. Honda esperanza para mostrar
algo que acercara a los deportistas a nuestro ser costeño. A nuestra ruralidad que la
teníamos tan cerca. Que estaba y era inherente a la ciudad de Guayaquil. A su puerto.
Así fue, y lo que vino después, nunca más les fue esquivo. El pueblo reconoció estos
hechos como su verdad; una verdad identitaria que reflejaba su mestizaje. Su
guayaruraregionalidad.
Fue un gran (pre-texto) (el) acontecimiento deportivo. Bolivia, Panamá, Perú, etc., trajeron
con sus delegaciones la música y danza de sus regiones que los caracterizaban. Conjuntos
estéticos de canciones y bailes populares que los hacían sentirse orgullosos y altivos de sus
costumbres y tradiciones. Faltábamos nosotros; en Guayaquil, sin duda, era imposible
pensar en sanjuanitos, en danzantes, en bombas, en yaravíes, en pendoneros, en aruchicos,
-entre otras, y muy respetables por cierto, culturas y expresiones andinas-, puesto que
somos nacidos en la Cuenca Baja del Guayas y crecidos y amamantados en sus afluentes.
Significaba entonces que aquí había una cultura ¿O múltiples culturas? A las que debíamos
recurrir urgente para mostrar lo que éramos y ¿Y somos? En nuestro mestizaje.
Evidenciando así lo montubio, lo afroesmeraldeño, lo cholo, lo mulato; que al mimetizarse
lo hispano y lo africano, evidenciábamos estos híbridos con identidades definidas.
Con estos antecedentes nace el Decano de los Conjuntos Folklóricos en la Ciudad: El
Cuadro Folklórico Montubio. Perteneciente en sus inicios a la Asociación de Arte Lírico
Guayaquil. Y participamos, inexpertos, con voluntad y estoicismo. Es de señalar que los
Conjuntos Bolivarianos eran “profesionales”. Muchos -según reseña Diario El Universo del
24 de Noviembre de 1965- tenían más de 20 años conformados y habían recorrido gran
parte de América y el mundo. Frente a ellos, nosotros, el Cuadro Montubio. Sus lideres,
Guido Garay y Rodrigo de Triana, eran lo más granjeados de esta lides. Los dos eran por
demás valorados y reconocidos en Guayaquil y el País. Guido por su carrera artística de
cantante lírico (barítono) desde la década del cuarenta y Rodrigo por sus investigaciones y
escritos de periodista desde la década del veinte. Ambos eran galardonados y reconocidos.
Tuvieron el apoyo de los medios. Aunque Filosofíto (seudónimo de un periodista que
escribía la Columna La Linterna de Diógenes en diarios de la ciudad) los hacía “hacía leña”
por su inexperiencia como grupo de bailes y teatro criollo. Aplaudía, eso sí, las voces y el
talento de Guido Garay Vargas Machuca, de Alfredo Pinoargoti, de Guido Garay Arellano
y la maestría de los músicos Bolivar Arellano, Zulemma Blacio y Eduardo Alvarado.
No tuvo gran vida este Cuadro Montubio. Su vena aorta los mató en sus primeros cinco
años. Gracias a la iniciativa de doña Aída Pazmiño de Chávez González -corazón y
columna de este cuadro- lograron sobrevivir hasta 1975. La muerte de doña Aída quebrantó
la salud de Rodrigo de Triana e hizo que muchos de sus primeros integrantes se fueran. La
tenacidad de Guido Garay y el inquebrantable espíritu de algunos de sus integrantes como
las hermanas García, las hermanas Delgado, Martha Reyna, Rocío Chávez, las hermanas
Córdova, Brenda Gaínza, Ernesto Chávez, Francisco Pinoargoti, Hipolito “pilungo” León,
Juan Santillán, Carlos Cañizares, Celso Coronel, Miguel Ángel Orellana, Jimmy Lee,
Eduardo Castillo, Guido Garay Jr., entre otros.
EL HOMBRE
Guido Garay Vargas Machuca, folklorista. Nace un 9 de diciembre de 1921, en Guayaquil.
De brazos de la dama Josefina Vargas Machuca Lemenoret. Y del caballero Coronel del
Cuerpo de Bomberos Asisclo Garay Portocarrero. Desde niño gustaba leer historias y
relatos fantásticos de cómo debió haberse formado el mundo. Pedía que le sea contado
como fue el Guayaquil de sus abuelos. La tradición en él nace cuando estas historias se
reproducen en su imaginario. Por estos relatos que después lo convierten en un cronista. En
un tradicionista de sus propias experiencias.
Decía a quienes fuimos cercanos que con mucha facilidad recordaba los acontecimientos de
hace 50 o 60 años atrás, pero de lo que le había sucedido recientemente no. Salvo que haya
sido muy grato, gratísimo, a modo de incressendo musical, como las Arias que cantaba con
timbre de tenor para las operas europeas que representaba en antiguos teatros de la ciudad
ya desaparecidos.
Guido Garay fue amigo de todos. Tanto que no aspeaba en saber si utilizarían su amistad
para fines protervos o económicos. No importaba en él lo que harían con su amistad. Le
embargaba un afán casi niño de vivir y ser auténtico. De ser revolucionario a su forma. De
no dejar pasar un momento de la historia sin que lo conmueva los acontecimientos.
ADIOS AMIGO
Desde lejos te canto y te festejo
En memoria de Enrique Ponce Morán
Montubio, manabita, hijo del Ceibo y la Pomarrosa.
Acto primero:
No había llorado la partida del actor y amigo Enrique Ponce. Necesario resultó salir de mi
ciudad para volver solitario el dolor y la ausencia. La pérdida. El saber que jamás
volveremos a compartir la grandeza de la amistad. De nuestra amistad sellada en el
afecto, el abrazo y el corazón montubio.
Acto segundo:
Duele y no es para menos. Siempre dolerá la muerte de los hermanos. Reconozco mi
pena. Debemos aguantar como machos. Quizás también como hembras. Que de los dos
tenemos los hombres.
Acto tercero:
Intermedio:
Muerte que te quiero lejos. Imprudente. Innecesaria. De mí tan solo tienes el desprecio. Y
es que duele cuando te llevas a un amigo y hermano como Enrique Ponce en su mejor
momento. Que despreciable eres. Desearía detener el tiempo para chiflarte cuando creas
que me llega la hora ¿Me estás oyendo inútil? te estoy hablando a ti no al perro. No te
hagas la sonsa. En esto te pareces mucho a la Llorona aunque no seas Llorona y seas solo
fenestrera llevándote las almas.
Acto cuarto:
Señor, qué pasa, por qué los buenos ¿Por qué no aquél albur de estiércol? ¿Aquél
monarquillo de sabedón que pobrecito se resigna a ser alimaña?
Acto quinto:
Acto sexto:
Acto séptimo:
Acto octavo:
Muchos quisimos que fuese enterrado en la sabana blanca del Puerto. No, dijo. En mi
tierra, en mi mazmorra. En mi chocita de paja. Entre mis vacas, mis perros. Mis gallinas.
Los caballos del tuerto Ovidio sin cabeza. Allá, sí, allá, entre mamita, que aguarda por mí.
Acto noveno:
Así fue y lo llevamos. A la tierra. Su tierra. Del profundo Manabí de las iguanas. Del
profundo Manabí de los cuentos. Del profundo Manabí de los cantos arrieros. Del
Romance testado de viejo. De las bulerías gesánas. De la arboleda de estancias nómadas.
Allá está, allá lo llevamos.
Acto décimo:
Manabí, Lascano, Ponce; si pudiera decir que no son lo mismo; pero lo son, se parecen.
Apostrofe de los rastros. Clorofila y tiempo. Yerbabuena. Candomblé: rito y tatuaje
sagrado de la erótica corpórea de los símbolos.
Escena última:
Esto de ser manaba, montubio, cholo, mulato, mestizo prieto, tiene una condena: amar y
morir, cogidos, coitando, en su frágil piel de mujer conjurada.
Final:
Nada más la calma. Nada más la urdimbre. Viejo zorro, guerrero: al fin puedo llorar tu
partida.
Murió y yo escribo esta nota, mientras viajo al monte de Lascano con los bailarines de
Retrovador (es domingo, 28 de Junio) y recuerdo. Caray, que jodido nos salió este 2009.
En Enero Guido Garay, en Marzo Enrique Ponce, en Junio José Holguín. Si cayeron en
cuenta de los meses, apenas tres, separa el uno del otro. 333. Sumados da 9.
Multiplicados da 9. 33399. Parece número de boleto de lotería. Número de suerte. Si lo
ponemos al revés, los dos primeros dan 66, y si sumo al revés los tres números tres da 9, y
si a este número 9 lo viro, da 6. Significa que tenemos el número occidental -y accidental-
del diablo: 666, ¿no les parece?
El supersticioso dirá que es obra del maligno; el agnóstico que es cuestión de química, de
materia, y frente a eso nada podemos hacer. El cristiano, que en parte es supersticioso,
dirá que es un hecho comprobado que el primero que muere se lleva con él a tres, todos
vinculados, todos de Barricaña, y les juro, los artistas huyeron del café, nadie desea ser el
tercero.
La muerte nos amarga otra vez en Barricaña. Nos vamos quedando deshabitados. Des-
habitados. Ya no podremos escuchar la poesía popular de Víctor Jara, Alí Primera,
Atahualpa Yupanqui, Horacio Guaraní, León Gieco, Víctor Heredia, Alfredo Zitarroza, José
Larralde, etc., en la voz del cholo cantor desaparecido. Pepe era ese compa de luces
musicales.
Ayer domingo fuimos a despedirnos del compañero. Chumichasqui cantó. Alguien dijo un
amorfino. El poema tuvo eco. Los estudiantes del Arízaga Luque lloraban. Los familiares
relataban historias de desaparecidos.
Pronto llegó el café. La rosquita. Un grupo intentó bailar y no pudo. No llegó a tiempo. Sin
duda ya no fue necesario. Al artista lo despidieron con música. La de él. La muerte jugaba
a la baraja. Los barricañeros que habían asistido volvieron a decir: no quiero ser el tercero.
Pepe Holguín. Cantor, artista, folklorista de los buenos (quizás no sea necesario recordar
esto, en vida se lo dije el miércoles en Barricaña cuando bailaba Retrovador, decían
amorfinos Los Compadres y Juan José Jaramillo cantaba canciones costeñas). La guitarra
estampó sus últimas penas. Tú, compañero, jadéate un bailecito montubio con Guido y
Enrique en alguna mesa de palo prieto. No olvides, que así, raspaíto, es el baile montubio.
Wilman nos lleva, más de la memoria que de la mano, a entender que la canción y el baile
porteño no solo son sonidos, letra y expresión corporal. Es invocación y construcción-
reconstrucción del mundo de la vida; de su ser que se hace a través de lo que el cuerpo y la
memoria histórica retienen, de lo que la sociedad es, como ser y experiencia viva. Vida
humana y mundana que se hace desde la cotidianeidad y corporeidad, cuando el espíritu se
toma el cuerpo y el cuerpo se hace vida desde el espíritu. Pues, tu cuerpo y mi cuerpo solo
pueden experimentarse como vida en esa conjugación y síntesis humana y social. Ahí
retiene y queda aquello que los sonidos, la música, la letra y los gestos dijeron ayer y aún
cargamos hoy.
Willington Paredes Ramírez
Historiador
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