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«Y antes de que la ciencia hubiese destruido la leyenda,

la leyenda devoraría la ciencia y todo lo demás.»


Richard Matheson, Soy Leyenda.
Vamos a examinar uno de los problemas más importantes de la actualidad: la relación del
mercado con la sociedad. Mucho de lo que afirmamos al respecto es transmitido en forma de
leyenda al modo moderno, esto es, negando la existencia de lo fantástico, pero usándolo de hecho
como piedra fundamental del edificio conceptual. Es que, sin elementos fantásticos, difícilmente
estas corrientes tendrían la acrítica aceptación masiva de las que gozan. Entonces, para intentar
comprender esta relación, podríamos pararnos en el punto de vista del cuento folclórico y partir
desde su estructura para descubrir la realidad subyacente. Particularmente, nos interesa la leyenda
del dragón que se asienta en el reino.
En todas las culturas, existe una leyenda donde un reino es preso de la codicia de algún
monstruo, por lo general, un dragón. Este ser maligno pide algún tipo de tributo, habitualmente
algo intolerable desde el punto de vista moral, como las vírgenes más nobles, a cambio de no
asolar al país por vandalismo o pillaje, es decir, generar hambre y caos. La leyenda sigue con la
llegada de algún héroe singular, llámese San Jorge, Beowulf, Sigfrido, Teseo o Bilbo que, con una
combinación de astucia, fuerza, suerte o valor, vence a la bestia y libera al reino.
Si examinamos en un segundo nivel de sentido la leyenda, notamos que el dragón ofrece un
seguro de "protección", contra sí mismo u otras bestias, dentro del reino, que es más o menos el
funcionamiento de la mafia. Pero a diferencia de esta última, es legal. Es el rey con su autoridad
que exige a los súbditos, a veces hasta a sí mismo, el tributo, que luego formaliza mediante algún
rito o ceremonia solemne y, finalmente, realiza el delivery al dragón. A pesar de ser un tributo
inmoral, es legal. Aquel del reino que no cumpla con su parte, será castigado, no por el dragón
sino por el rey. Los que se sometan serán glorificados en vida mediante el rito previo; y en muerte
con alguna fiesta o efemérides. La bestia y el reino, a través del rey, llegan a un equilibrio de mutua
conveniencia. El dragón satisface su sensualidad o aumenta su lujo y riqueza con poco o nada de
esfuerzo. El rey conserva el poder y evita la muerte inminente; salvo para los entregados al dragón
que, en contrapartida, obtienen una gloria nada desdeñable. Ni al dragón ni al reino le convienen
el caos. El caos decanta en pérdidas para todos. Este equilibrio adquiere su máxima eficiencia,
cuando la creencia en la relación de fuerzas es tal que evita la lucha por la hegemonía, basta la
amenaza implícita.
En este contexto, el dragón puede instaurar distintas configuraciones para ejercer el dominio:
• Un dragón estúpido llevará sus beneficios al límite, hasta provocar el hambre terminal o la
rebelión del reino. Probablemente muera o se marche para atormentar otro reino.
• Un dragón algo más inteligente mantendrá un equilibrio estático con un prudente vivir y
dejar vivir, pero no engordará, ni tendrá más beneficios. Su buen tino lo hace débil frente a
otros dragones más despiadados y posiblemente sea reemplazado por uno de ellos.
• Un dragón utópico crecerá dejando que el reino crezca manteniendo un equilibrio dinámico.
Esto hasta podría ser una estrategia mejor frente a dragones más despiadados. Admitiendo
por un momento que esto sea posible, lo que es bastante discutible desde lo teórico, un
poderoso, en la práctica, no se comporta así. Nunca se verifica la difusión automática de la
riqueza.
Lamentablemente, la estupidez y la codicia son los patrimonios de la humanidad más
cuidados. Cada año que pasa el dragón es más poderoso y el reino menos; por ello, los tributos
deben ser mayores, mientras los medios para producirlos se hacen menores. Entonces, todo
decanta hacia la Paradoja del Dragón: Un dragón cada vez más gordo en un reino cada vez más
flaco, hasta la destrucción de ambos.

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En este punto, es lícito preguntarse: ¿qué tiene que ver el dragón de los cuentos con el
mercado? La razón es sencilla, el dragón es partícipe necesario del capitalismo, pero nuestros
amigos divulgadores no lo incluyen en sus cuentos, sea porque viven en reinos demasiado
afortunados, sea porque nos quieren convencer de mudarnos a Mejorlandia sin movernos de
nuestra tierra. No es buena estrategia de venta contar que viviríamos en un reino de porquería,
lleno de dragones hambrientos de nuestra sangre virgen. Un rápido vistazo, permite sospechar
que no buscan desarrollar pichones de dragón, sino alimento barato. Pero los dragones son
inocultables, ahí están; aunque no los veamos o se vistan de hada buena, debemos pagar el pesado
tributo. Nuestros divulgadores, entonces, no nombran a los dragones, sino que buscan un
enemigo difuso, inaprensible en el plano ideológico. Por lo general, nos presentan algún brujo que
les resulta odioso, a quien culpan de los desmanes y vandalismos draconianos.
Pero antes, para comprender cabalmente el asunto, deberíamos recorrer los cuentos
capitalistas en sus tres principales vertientes. Los invito a volver a un corazón de niño, que escuche
las historias como lo hacía de labios de su madre antes de dormir:
La leyenda liberal clásica: Había una vez un reino gobernado por un rey muy bueno, donde
todos producían lo que necesitaban para sí. Un pastor llamado Friedman muy inteligente dijo:
«Criaré más cabras de las que necesito y las llevaré al pueblo para venderlas». Lo que resultó un
éxito porque consiguió unas bellas telas para su esposa, que dejó de vestir cueros de cabra. Hasta
su hija, ataviada primorosamente, pudo casarse con un señor feudal. Enterado el pueblo de la
boda, decidió hacer lo del pastor. Al poco tiempo, en lugar de producir cada uno todo lo que
necesitaba, se especializó en algo y, por intercambio, consiguió todo lo demás. A este lugar de
intercambio, lo llamaron mercado. Cada uno tenía la facultad de vender lo que quería al precio
que quería, porque el rey muy bueno no imponía leyes ni cobraba impuestos. Sólo cumplía las
misiones de: proporcionar monedas de oro puro para el intercambio y evitar que los ladrones
robaran la propiedad de los súbditos honestos. Todo era maravilloso porque el precio de las cosas
no era un problema, el mercado se regulaba solo y siempre era justo, era una ley de la naturaleza
como el ritmo de las mareas. Si alguien vendía caro, el mercado no le compraba. Si alguien vendía
barato, no era sustentable y quebraba. Así, todos los exitosos eran muy perspicaces y no se
abusaban de nadie. Pero se dio una cosa más beneficiosa aún, algunos mejoraron su eficiencia,
produjeron más riquezas a menor costo y con menor mano de obra. Las riquezas fluyeron y
fluyeron, hasta llegar al día en que podían prender un cigarro con una cabra, si lo deseaban.
Entonces, el rey organizó el Festival del Burro Clodomiro para felicidad de las gentes. A pesar de
que algunos bribones y vagos cayeron en la pobreza, la riqueza en conjunto aumentó. El rey se
preocupó porque hordas de vagos andaban por el país sin nada que hacer, y amén que puso leyes
muy duras, como cortar manos y cabezas, no logró que esa gente hiciera nada útil. Recordó que
había un pastor muy inteligente llamado Friedman y lo convocó. Cuando el pastor estuvo frente
al rey, ya no era un pastor sino un mago poderoso llamado economista, que había obtenido toda
su sabiduría de los viejos magos Ricardo & Smith. «Yo te diré lo que está mal y cómo solucionarlo»,
le dijo. El mago hizo un movimiento de manos que generó una explosión de luces, luego reveló
al rey que el secreto era bajar los costos laborales, que pronto se solucionaría todo por sí mismo.
Y sucedió como el mago predijo, la mayoría de los vagos dejaron la delincuencia para vender sus
brazos muy barato y comprar comida, esto trajo la baja de costos de producción. La riqueza volvió
a aumentar y todos fueron más felices todavía. Cuando estaban cerca del paraíso, llegó el brujo
Keynes al reino. El malvado inventó el populismo, el intervencionismo y la inflación, unos
conjuros muy potentes pero muy, muy malos para el mercado. Por esta magia negra los pobres,
que primero fueron favorecidos, al rato, cayeron en una pobreza más mísera que antes. El
malvado había dado riquezas a la chusma que no merecía, y cobró impuestos a los mejores, que

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se hartaron y fueron a otro reino más justo, llamado paraíso fiscal. Afortunadamente Friedman,
que ahora era un poderoso campeón, cacheteó al malvado brujo y lo mandó al tercer mundo,
donde hace estragos entre los salvajes.
La leyenda keynesiana: Había una vez un reino con un rey muy bueno. Un día el rey bueno
se levantó y vio que sus súbditos se quejaban por la desigualdad, mientras muchos tenían poco,
pocos tenían mucho, pero no sabía cómo hacer para solucionarlo. Desde pequeño había
aprendido, por Friedman, que el mercado era justo y eficiente, favorecía a los más aptos y
optimizaba la riqueza del reino. No se podía intervenir, era una ley de la naturaleza como la salida
del sol cada mañana. Un día entró al reino un viejecito amable y humilde, que había recorrido el
mundo aprendiendo una nueva magia llamada economía. Sabía cómo se habían estragado muchos
países por culpa del insaciable Friedman. Se compadeció del estado deplorable del reino y fue a
ver al rey. «Yo te diré lo que está mal y cómo solucionarlo», le dijo. El anciano hizo un movimiento
de manos que generó una explosión de luces, luego reveló al rey que el secreto no consistía en
atesorar monedas sino en gastarlas. Cuando el pueblo gasta genera demanda de cabras, ovejas,
telas, sillas y todo, por lo tanto, hay más trabajo, que generará más demanda y así al infinito. Pero
el rey no se daba cuenta de cómo hacer que la gente gaste. El sabio le explicó que era de lo más
sencillo. Podía crear dinero de la nada y repartirlo a las gentes. No hacía falta que extrajera oro, lo
podía multiplicar aleando el metal de las monedas con otros más burdos. Lo que daba el valor era
lo que rezaba el cuño con su cara. Además, debía percibir impuestos para emprender grandes
obras cómo construir una calzada al norte, agrandar el castillo y organizar el Festival del Burro
Clodomiro a todo trapo, lo que empujaría la economía. La gente con dinero en la bolsa fue muy
feliz. Algunos hasta quemaban cabras para prender un cigarro. Cuando estaban por alcanzar el
paraíso, empezaron a subir los precios. El rey rebajó más aún las monedas, pero subieron aún más
los precios. Muy triste, le preguntó al buen viejecito la causa. Este le respondió que debía regular
el mercado, que la autorregulación era otra mentira del brujo Friedman que le jugaba en contra.
El rey se aterrorizó, aprobó 1254 leyes que regularan el mercado fijando el precio de las gallinas,
los cabritos, las vacas y todo. Fue tal el éxito, que se generó un círculo virtuoso, donde nadie
ahorraba y crecía y crecía la riqueza. Todos fueron más felices y el rey desterró a Friedman al
tercer mundo, donde hace estragos entre los salvajes.
La leyenda anarcocapitalista: Había una vez un reino con un rey muy bueno. El rey bueno un
día se levantó atribulado, supo que habían desaparecido las gallinas, las cabras, las vacas y todo del
mercado. Cuando le dio dos monedas a su senescal para que comprase para la cena una cabra; el
senescal se rio. Una cabra valía 75 arcones llenos de monedas en el mercado negro, si se conseguía.
Le dijo que ya nadie quería una moneda que se proclamaba de oro, del que no tenía siquiera el
color. Añadió que la gente no quemaba más cabras para prender cigarros, como en los viejos
tiempos, ahora comía ratas porque no se conseguía otra cosa. El rey muy ofuscado quiso desterrar
al brujo Keynes del reino, pero ya había muerto hacía tiempo, aunque nadie se había enterado.
Hizo un conjuro numérico y supo que había mucha desigualdad, que muchos tenían poco y que
pocos tenían mucho. Un cortesano, que lo vio abatido con el pergamino de cálculos en la mano,
le habló de un sabio hippie de tierras lejanas llamado Rothbard que decía abjurar de los brujos.
Arribó el sabio desde tierras lejanas y fue ante el rey. «Yo te diré lo que está mal y cómo
solucionarlo», le dijo. El sabio de tierras lejanas hizo un movimiento de manos que generó una
explosión de luces, luego reveló que el secreto no consistía en gastar monedas sino en acumularlas.
El rey no entendía cómo hacerlo. Rothbard le explicó, debía dejar de inundar el mercado con
dinero. Si quería ser más rico, simplemente debía esconder el oro para que se valorice, porque era
la única riqueza fiable. La moneda barata creaba burbujas de bonanza que al explotar dejaban al
pueblo peor. Si los ciclos se repetían terminaban todos arruinados. Para evitar las burbujas debía

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dejar de percibir impuestos y parar las obras que tenía en mano. Lo sentía por el burro Clodomiro,
este año no habría festival. Es más, debía dejar de gastar en cosas como el ejército, la policía, las
escuelas y los hospitales. El mercado se iba a organizar solo, era una ley de la naturaleza como la
llegada del invierno cada año. Y así fue. Pronto se superó la crisis, la inflación desapareció, y la
gente volvió a prender cigarros con cabras y fueron muy felices. Al tiempo, el rey bueno notó que
no era necesario, abdicó y se volvió banquero, pues poseía la mayor cantidad de oro. A los mejores
de sus viejos soldados los contrató como ejército privado, para cuidar sus bienes. Es que, a pesar
de los principios hippies de no agresión de Rothbard, tenía miedo de que la turba entrara en sus
arcas y lo desplumaran. Los demás soldados consiguieron trabajos similares. Los ricos obtuvieron
la protección que merecían, pues la propiedad privada es el derecho por excelencia. Justo cuando
estaban por alcanzar el paraíso, las cosas dejaron de andar como esperaban. Llegaron rumores de
que el brujo Keynes había sido resucitado por uno de sus maestros de magia negra llamado Marx.
Los dos envenenaron las mentes de las gentes, principalmente los pobres, con la idea de que un
estado fuerte y la igualdad económica eran necesarios. Las masas salieron a las calles a reclamar,
no se sabe a quién porque no había rey. Luego rompieron el antiguo trono. La facción más nefasta
formó un gobierno en el castillo. En el poder, suprimieron el mercado y tomaron el control
absoluto de la economía, que planificaron con obsesión. Pero, como todos saben, la economía no
se puede planificar. En poco tiempo, no había ni para comer ratas. Por fortuna, el sabio Rothbard,
contrario a toda violencia, habló y fumó la pipa hippie de la paz con los comunistas que, entre risas
de camaradería, aceptaron irse al tercer mundo, donde hacen estragos entre los salvajes.
Volvamos al corazón adulto para realizar el análisis. En principio, vemos profundas
diferencias entre un relato u otro, no tanto en como entienden la realidad sino como pretenden
abordarla. Lo común es la reverencia por el mercado, libre para los liberales y libertarios,
controlado para los keynesianos, aunque no impedido. Todos concuerdan en el mercado como
fuente de valor directa y en la moneda como instrumento de valorización indirecta -el dinero al
tener un cierto valor de cambio fluctuante, impacta en el valor de todas las cosas–. Todo se rige
por la inexorable ley de la oferta y la demanda, que es la única forma de valor efectiva, es decir
real y conforme a la naturaleza, amén de su origen subjetivo. Lo que no comprenden, o
comprenden y ocultan, es que hay dragones.
Los que mueven la economía son los capitalistas, y los capitalistas exigen un tributo llamado
ganancia. Si esa ganancia es superior a la capacidad de producir riqueza excedente de la sociedad
al momento del pago; alguien la solventa con su pauperización, por lo general, los que no tienen
más capital que sí mismos. O sea, muchos se hacen más pobres para que pocos se hagan más ricos.
En tal sentido, el mercado no es más que el rito donde se formaliza la entrega de las vírgenes. De
ninguna forma, es un autómata que hace justicia a la eficiencia.
Veamos la teoría del valor de mercado para comprenderlo mejor. En el último cuarto del siglo
XIX, se actualizaron fuertemente ideas sobre el valor de las cosas que determina el precio. Este
precio dependería de cierta valoración subjetiva acordada entre el que compra y el que vende. El
mercado al adoptar un precio corriente objetiva, en un momento dado, el valor subjetivo de los
intercambios individuales. Los precios, entonces, son como la temperatura de las transacciones,
dan orientación de lo que la gente está dispuesta a pagar por un producto; es decir como lo valora.
En un mercado ideal, esto es con muchos vendedores y muchos compradores, funciona la
competencia perfecta, ningún vendedor o comprador tiene ventajas –fuera de la relación
precio/calidad– sobre otro. En el mercado ideal, todos los compradores tienen un conocimiento
perfecto de lo que desean adquirir, es decir, son capaces de castigar los excesos y premiar los
aciertos obteniendo, a cambio, la mayor calidad al menor precio posible. El mercado ideal es una
mano invisible que sopesa todo portando la balanza ciega de la eficiencia.

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Pongamos algunos contraejemplos para este mundo feliz. Por empezar, hay muchos
productos inelásticos, es decir, cuyo precio es muy poco sensible al subconsumo. Un ejemplo es
el de los productos esenciales como el agua, el pan, la leche, etc. que no registran grandes caídas
en la demanda, a pesar del aumento de los precios. En este rubro, entran también los monopolios
coactivos como los servicios públicos: gas, electricidad, telefonía, transporte, etc. Entonces, un
inescrupuloso podría bajar su calidad o subir su precio, sin ninguna justificación, con mayor
probabilidad. Un segundo contraejemplo se da cuando los compradores son muchos y
atomizados, los oferentes pocos y concentrados, o viceversa, por lo cual tendrán mayores
posibilidades de fijar los precios. Llegado el caso, pueden realizar distintas maniobras, legales o no,
que tiendan a fijar un precio de mayor rentabilidad como, por ejemplo: restringir la oferta, vender
en el mercado negro o llegar a un acuerdo sectorial. Como tercer contraejemplo, raramente un
comprador sabe si está comprando la mejor de las alternativas, normalmente la información de la
que dispone no es perfecta, sino aquella que el oferente le presenta. Esto incluye la propaganda,
donde los que manejan un mayor presupuesto pueden imponer sus productos de menor calidad
o peor precio. Vemos, entonces, que la competencia perfecta es un mito. Queda claro, por
definición, el establecimiento del valor de mercado de un producto depende del poder para
imponer la voluntad propia de los intervinientes. Si la diferencia es abrumadora, la temperatura
que miden los precios es aquella que a los más poderosos le conviene. Volvemos, así, a la idea del
mercado como mero rito validador de la apetencia de los dragones.
Dentro de los capitales están los financieros. Los capitales financieros son tan necesarios para
la economía moderna como lo fueron las tierras en la antigüedad. Toda nuestra economía se
sostiene sobre ellos. Los capitales financieros tienden a crecer por medio de alianzas, fusiones y
conquistas, de modo que cada vez tienen un peso mayor en la economía. Claramente, pasan a ser
dueños mayoritarios de ella. Lo más gracioso es que lo hacen poniendo en riesgo dinero de otros,
en general, de la misma comunidad en la que operan. Los reyes-estado son cada vez más débiles
frente a los dragones-financistas que imponen condiciones que aseguren, por el medio que sea, su
tributo. Como la mayoría de los financistas son estúpidos y glotones, funciona la paradoja del
dragón. Es fácil de verlo, hay una evidente transferencia constante de riquezas de los pobres a los
ricos, muy estudiada desde hace décadas. Los dragones se hacen cada vez más gordos y los países
más flacos.
Pero ¿cómo se consigue el sometimiento del rey respecto del dragón? Mencionamos que el
precio de la moneda, esto es el interés de los créditos, impacta directamente en el valor de las
demás mercancías, que usan la moneda como factor de intercambio. No sólo eso, sino que
determina en qué se destina el ahorro e invierte la comunidad. Pero si el mercado, planteado en
términos del capitalismo ideal, es una mera entelequia, bastaría influir lo suficiente en el crédito
para controlar lo más esencial de la economía. En otros términos, se podría generar escasez o
abundancia, más o menos, operando el mercado financiero. Es así, como hemos visto la paradoja
de países que se desmoronan, estando totalmente activas sus fuerzas productivas. Catástrofes
económicas se han desatado porque artificialmente se induce el cambio de la tasa de interés o una
devaluación brutal de la moneda local. No ignoramos que este análisis mira ingenuamente la
acción de los propios estados, que contribuyen activamente con la situación. Es que no
pretendemos abarcar tanto; analizar la corrupción e ineptitud interna de los reinos, no hace al
fondo de la cuestión. La corrupción es un mero facilitador de la paradoja, pero no su causa,
siempre hay un beneficiario privado, dragón, detrás.
Los keynesianos vieron la falacia del mercado ideal de los liberales, por eso propusieron el
control de este y de la moneda. El problema no es el mercado o la moneda, que son meros
instrumentos, sino el poder que es el verdadero generador de valor. Si un dragón es lo

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suficientemente poderoso, el rey poco puede hacer, sino ungir y entregar víctimas, validándolo
con una serie de leyes inmorales.
Pero entonces, ¿un poder absoluto permitiría evitar el tributo? No parece ser así, salvo en el
terreno ideal. Para contestar esta pregunta, nos quedará analizar una posibilidad más, que no
exploramos porque nos enfocamos en la escuela capitalista. Sin embargo, podríamos pensar en:
• Un dragón rey que controla todo. Pero esto no es más que una variación llevada al absoluto,
es decir la creación de un monopolio de fuerza, bienes y servicios. Los tres modos anteriores
siguen aplicando en este nuevo contexto.
Esta visión da origen a los mitos del socialismo en sus vertientes varias, que van desde el
progresismo ambientalista al comunismo. Estas leyendas omiten los dragones de plano, a pesar de
ser, con toda propiedad, reinos-dragones.
En general, los dragones no suelen ser afectos a este modelo. Resulta más barato y con menor
esfuerzo que alguien lidie con los problemas cotidianos. Los reyes pueden cambiar, la obligación
del tributo no. Asumir el gobierno, implica un cierto compromiso con el bien común, que un
dragón en su natural no desea.
Creo que se comprenderá bastante mejor, ahora, la pertinencia de la paradoja del dragón, y
algunos de los mitos fundantes del capitalismo. Está claro, que la solución está dada por la misma
leyenda. Necesitamos romper el círculo con una combinación de astucia, fuerza, suerte o valor
que derrote a la bestia.

Adrián Bet, extraído de Inconsciente Colectivo. Marzo de 2020.

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