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De aquí, que desde nuestra mirada como educadoras y portavoces del colectivo
de la Cátedra UNESCO de Educación para la Paz de la Universidad de Puerto Rico,
donde hemos tenido la suerte de poder ejercer aquello que el escritor uruguayo
Eduardo Galeano ha signado como nuestro inalienable “derecho a soñar”,[1] nos
aventuremos en esta presentación conjunta a abordar el significado de la educación,
la investigación y la accióncomo elementos centrales en la construcción de una cultura
de paz y en la creación de una agenda compartida. Nos aventuramos con la
esperanza de que a través de dicha agenda podamos contribuir a la construcción de
ese “sueño” que nos llama - y que llamamos “calidad de vida” - en momentos que
nuestro querido colega el Dr. Manuel Torres Márquez ha signado como “tiempos de
solidaridad”.[2]
No resultará sencillo aproximarnos a ese evasivo y escurridizo ideal que hoy nos
convoca, ya que como magistralmente expuso en la ponencia de apertura el doctor
Fernando Lolas Stepke, “calidad de vida” es un constructo dinámico del “bien ser”,
personal y comunitario, subjetivo e intersubjetivo, complejo y multidimensional, al que
se le ha asignado una pluralidad de significados - y que por lo tanto es sumamente
difícil de percibir, visualizar, cuantificar, medir y estimar a través del tiempo, de culturas
y generaciones. Nuestro modesto aporte girará en realizar algunas precisiones teórico-
valorativas y en dejar sobre la mesa algunos desafíos e interrogantes en términos de
lo que construir calidad de vida nos exige.
Construir calidad de vida nos exige educar para la “paz integral”, la noviolencia y
los derechos humanos en todo tiempo y momento – desde una visión de “equidad
intergeneracional”. Dicha noción ha sido planteada por UNICEF como la “nueva ética
para el nuevo milenio”.[4] Plantea la búsqueda de un nuevo tipo de justicia que
debemos promover junto a la igualdad entre las razas, etnias, géneros y naciones.
Implica la equidad entre generaciones entrantes y salientes, y sitúan a la infancia y a
las nuevas generaciones en un lugar prioritario en toda planificación. Más aún, nos
compromete a edificar explícitamente – a partir de un nuevo modo de pensar y sentir,
un mundo menos violento y más saludable para nuestros descendientes, con la
esperanza de que el llamado “progreso” o “desarrollo” de las naciones recupere su
verdadero significado.
Educar para la paz y la convivencia solidaria, sin embargo, no constituye una tarea
improvisada ni fortuita. Los legados de la noviolencia y la paz - en claro contraste con
los de la guerra y la violencia - nunca han sido tópicos privilegiados por historiadores,
investigadores y educadores. Mucho menos han sido ni tienen muchas posibilidades
de ser, puntos de debate permanente en foros y ámbitos educativos, o contenidos
formales en los currículos escolares y universitarios.[5] Según el profesor David
Riesman de la Universidad de Harvard, la intensidad expresiva de la violencia es tal -
comparada con la auto-restricción de la noviolencia y la paz - que la gente,
queda fascinada ante ella. Este culto a la expresividad de la fuerza ha dado margen
para que la cultura de la violencia sea altamente valorada y ha desencadenado
una espiral de violencias y contraviolencias, cuyas consecuencias funestas presencia-
mos día a día. Sobre esta trágica fascinación por la violencia que ha devenido en
una fatal adicción, expresa el profesor Riesman...
En esta misma línea, el filósofo francés Paul Ricoeur nos habla del “trágico
esplendor” del “imperio de la violencia” en la historia, porque la historia de todos los
tiempos, afirma, ha estado permeada de “estructuras de terror”…
Para ver que la violencia se encuentra siempre presente en todo lugar, sólo
tenemos que observar cómo los imperios suben y descienden, cómo el prestigio
personal se establece, cómo las religiones se desgarran unas a las otras en
pedazos, cómo los privilegios de propiedad y poder se perpetúan e intercambian, o
cómo aún la autoridad de los intelectuales se consolida, cómo los deleites
culturales de la élite dependen de las labores y sufrimientos de los desheredados.[7]
Sólo los centros de enseñanza, y entre ellos sobre todo la universidad, son todavía
lugares de confrontación y discusión recíprocas, en los que podemos encontrar
ideas mejores para un mundo mejor… ¡La universidad (e incluso la escuela…)
como fuerza de paz! En mis sueños más osados veo la imagen de un ambiente
académico en el que se puede hablar pacíficamente incluso de los problemas más
insolubles de nuestro tiempo.[11]
Edificar una cultura de paz significa modificar las actitudes, las creencias y los
comportamientos - desde las situaciones de la vida cotidiana hasta las negocia-
ciones de alto nivel entre países - de modo que nuestra respuesta natural a los
conflictos sea no violenta y que nuestras reacciones instintivas se orienten hacia la
negociación y el razonamiento, y no hacia la agresión.[13]
Implica además, una transición del paradigma de la enseñanza a un paradigma
del aprendizaje. Es decir, dejar atrás los currículos rígidos y los grados disciplinarios
terminales, para asumir un paradigma de aprendizajes interdisciplinarios, cambiantes
y permanentes. Pero, más allá de este aprender a aprender a lo largo de toda la vida,
implica aprender a convivir, aprender a compartir, y aprender a
emprender para aprender a ser y aprender a transformar la realidad y a nosotras y
nosotros mismos. Implica tener siempre presente el por qué y el para qué de nuestro
aprendizaje. Implica, como afirma Freire, desplazar la pedagogía autoritaria por
una pedagogía de la pregunta, por una pedagogía
“problematizadora” y “democratizante” del cuestionamiento, del atrevimiento, del
disenso y de la audacia. Por una pedagogía de la esperanza que, desde el
“imperativo existencial e histórico” contribuya a viabilizar nuestros sueños edificantes.
[14]
Porque no hay dicotomía entre aprendizaje y solidaridad… aunque,
lamentablemente, el enseñar a competir – antes que a compartir es una de
tantas violencias pedagógicas que ejercemos día a día, mutilando así el potencial
solidario del aprendiz.