Sei sulla pagina 1di 2

Los calumniadores del cielo

Creo que no voy a olvidar nunca aquel sermón de misa del gallo. Me ocurrió hace ya muchos años, cuando
yo era capellán de un colegio de niñas. Aquella noche, después de la cena, fui a la capilla un rato antes de la
hora prevista para la misa, y mientras me preparaba para celebrarla, llegaban hasta mis oídos las canciones
que las niñas, agrupadas en torno a una guitarra, tarareaban después del jolgorio de la cena navideña.
Cantaban alegre e ingenuamente, mezclando canciones religiosas y tonadas de moda. Y, de pronto, llegó a
mis oídos la letra de una antigua balada que había puesto de moda aquel año Atahualpa Yupanki. La letra
decía:

Que Dios se acuerde del pobre,


puede que sí, pué que no;
pero es seguro que almuerza
a la mesa del patrón.

Sentí como un latigazo en mis carnes. Y, de pronto, percibí cómo volaba de mi cabeza todo el sermón que
había preparado y surgía, vertiginosa, la tremenda homilía que minutos después predicaría. Creo que lloré al
decirla y que lloraron también las niñas al escucharla. No las reñí por cantar aquello. Pero sí les grité que
aquello era una enorme mentira y una terrible verdad.

Una enorme mentira porque nosotros sabíamos bien que la única vez que Dios comió en carne viva en este
mundo no lo hizo precisamente en las mesas de los patrones. Aquella noche era el gran testimonio. Nació en
una gruta. Tembló de frío. Había elegido la más dramática pobreza. Se había acordado tanto de los pobres
que nació como ellos, peor que la mayor parte de ellos.

Pero aquello era también una terrible verdad, porque el Dios que nosotros predicábamos y vivíamos era
precisamente ese Dios que se olvida de los pobres y que muy poco tiene que ver con el Niño de Belén.

Yo sé que los indios peruanos que compusieron esa canción veían a Dios representado por unos misioneros y
unos obispos que eran, tal vez, muy pobres en sus vidas, pero que cuando iban a predicar a sus aldeas
residían en la casa del rico, hablaban y pensaban con lenguaje de ricos, situaban al patrón en el primer banco
de sus iglesias. Y lo mismo habría sucedido si esa canción la hubieran compuesto los pobres campesinos de
cualquier país del mundo. ¿Cómo podían ellos entender que quizá Dios no almorzaba en las mismas mesas
que sus representantes?

Éramos, sí, nosotros los calumniadores de Dios, más que sus predicadores. Éramos sus falsificadores, no sus
propagandistas.

Pero ¿sólo los curas? Cada vez que llega la Navidad me pregunto qué pensaría de Cristo un indio, un asiático
o africano que nunca hubiera oído su nombre y que llegara a nuestras ciudades las vísperas de Navidad.
¿Podría entender qué fiesta celebrábamos y en honor de quién nos reuníamos? ¿No se imaginaría que eran
el pavo, el turrón o el champaña los protagonistas de la jornada? ¿Cómo entenderían que nuestras calles
iluminadas, nuestros comercios rebosantes de compradores, nuestras mesas refulgentes, tengan algo que
ver con la pobreza de la gruta de Belén? ¿Acaso no se preguntarían cómo podemos celebrar con un
crescendo del egoísmo y del despilfarro lo que fue un estallido de la generosidad de Dios hacia nosotros?

No estoy criticando —Dios me libre— la alegría navideña, el sueño esperanzado de los niños, los abrazos
familiares, la mesa jubilosa, las casas iluminadas. Pero sí estoy diciendo que cuando una cena navideña tiene
abundancia pero no amor, se convierte en una simple comilona. Estoy diciendo que cuando un regalo se
queda en puro deslumbramiento, pero es desposeído del cariño que significa, se vuelve simple ostentación.
Sí estoy diciendo que una familia que va a la misa del gallo tras una cena en la que al abuelo se le ha hecho
cenar solo en su cuarto porque el pobre está un poco pelma y el año pasado en la cena hizo tres tonterías,
esa familia es simplemente una colección de farsantes.

La alegría de los niños el día de Reyes me parece algo sagrado y yo temblaría antes de recortarla. Pero me
pregunto si un país con dos millones de parados podrá permitirse el lujo de gastar sólo en juguetes esos
25.000 millones de pesetas que nos gastamos el año pasado, sobre todo si se piensa que el 90 por 100 de
esos juguetes no llegarán sanos al último día de enero. Lo mismo que me pregunto si es lógico que un
cotillón de fin de año pueda costar el doble de la pensión mensual que cobran varios millones de ancianos
españoles.

Algo no funciona en una civilización que ha convertido la Navidad en los días de la locura gastronómica. Y no
puedo menos de entristecerme pensando que los Reyes Magos que llevaron a Belén sus ofrendas de oro,
incienso y mirra tendrían que venir trayendo, a quienes hoy celebramos pantagruélicamente esa fiesta, un
bote de bicarbonato. Para que digiramos, además del pavo, el olvido de la pobreza que Belén significa.
P. José Luis Martín Descalzo, Razones para la esperanza, Madrid, Sociedad de Educación Atenas, 1991, pp. 149-151.

Potrebbero piacerti anche