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¿Cómo logro la paz con Dios?

Querido amigo:

Me alegró mucho oír decir de ti que te reconoces como pecador perdido, en camino a la perdición eterna si
tuvieras que •omparecer ante Dios hoy. También has confesado tus pecados ante Dios, pero no sabes si éstos te
han sido perdonados. Y ahora preguntas si quizás sientes demasiado poco pesar, si ha sido lo bastante profunda
tu conversión. Hay días en que ni siquiera piensas en ello o, de hacerlo, lo haces muy fríamente.

Bien puedo entender tus pensamientos, pues todo eso lo he experimentado yo mismo. Durante muchos años
(era todavía muy joven) sabía yo que estaba perdido. Durante el día no pensaba muy a menudo en ello; pero de
noche, en la cama, me entraba temor: Si esta noche me muero, quedo perdido para siempre. Entonces
confesaba mis pecados ante Dios y le rogaba que me perdonara. Nunca, sin embargo, tenía yo la seguridad de
que me hubieran sido perdonados. Un día, mi hermana mayor me contó que había encontrado la paz. La
escuché hasta el fin de su explicación y de noche lo hice de igual manera, pero, naturalmente, sin resultado.

Cuando tenía diecisiete años, una noche estaba yo sentado en mi cama. No tenía ánimo y pensaba: Después de
todo, esta oración no ayuda para nada. Ya hace tantos años que ruego a Dios que me salve, y nada ha
cambiado.

En ese mismo momento, Dios despertó en mí el siguiente pensamiento: Pero, sin embargo, está escrito: “Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda
maldad” (1 Juan 1:9). ¿Eso, pues, no ha de ser verdad? Naturalmente tiene que ser verdad, pues Dios no
miente, pensaba yo. Pero entonces también el Señor me hizo ver claro lo que aquello significaba para mí.
Entonces, ya estaban perdonados mis pecados cuando con toda rectitud los confesé ante Dios la primera vez.
En ese momento entró la paz en mi corazón o, mejor dicho, mi conciencia encontró la paz. Desde aquella noche
sé que mis pecados están perdonados. De eso no dudé más en ningún momento, ¡ya que es Dios quien lo ha
dicho!

¿Cuánto pesar tiene uno que sentir?

¿De qué dependía, pues, que hubiera yo tardado tantos años hasta tener la paz? Sin duda alguna, uno de los
motivos había sido que mi sentimiento de culpabilidad y mi conciencia del pecado eran demasiado pequeños.
No es que Dios aplique una regla y no perdone cuando nuestra conciencia y nuestro pesar son demasia¬do
débiles. Nunca ningún hombre, en el curso de su conversión, ha tenido bastante pesar y conciencia de pecado.
Sólo después de la conversión aprendemos cuán malos somos.

Pero Dios quiere que tengamos un convencimiento muy concreto de nuestra situación perdida. Cuanto más
profundo es este convencimiento, tanto más completa será nuestra conversión; tanto más reconoceremos el
juicio que merecíamos, y tanto más sincera será nuestra confesión de culpabilidad. Pero también tanto más
profundos serán el descanso y la paz que a continuación experimentaremos. Por eso obra el Espíritu Santo en el
corazón de un pecador e intenta llevar su conciencia a la luz de Dios para que vea su condición perdida y la
multitud de sus pecados y comprenda un poco qué clase de juicio un Santo y Justo Dios se ve obligado a
pronunciar sobre él.

No obstante, no es éste el fondo del asunto. Lo decisivo era que yo me miraba a mí mismo en vez de mirar a
Dios. Su Palabra no me bastaba. Al ver mis pecados y saber que lo había estropeado todo, debí de haber
escuchado la voz de Dios. La Palabra de Dios no carece de claridad: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y
justo para perdonarnos nuestros pecados”. Yo había esperado que ocurriera algo en mi corazón y en mi vida
que me hubiese dado seguridad en cuanto al perdón de mis pecados; pero hubiera debido creer la Palabra de
Dios, la que a cada uno que confiesa sus pecados le asegura que sus pecados están perdonados.

La justicia de Dios

Dios no es ningún juez terrenal con corazón blando, de quien se puede ganar la simpatía para recibir un castigo
menos riguroso, pues el amor y la gracia de Dios jamás pueden actuar en contradicción con su justicia. Es eso lo
maravilloso del Evangelio, a saber, que el mismo Dios que algún día manifestará su justicia en juicio sobre cada
pecador, ahora muestra su justicia en esto: que perdona y borra todas las culpabilidades de cada pecador que
con le en el Señor Jesús viene a El. “Porque en el evangelio la justicia ilc Dios se revela por fe y para fe” (Rom.
1:17). “... con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al
que es de la fe de Jesús” (Rom. 3:26).

Inslificación

I I hecho es que Dios sólo puede obrar en justicia, sólo en f‘ituM i! i ancia con su justicia. Por eso el hombre
estaría perdido, sin {msibiliclnd de salvación, si el Señor Jesús no hubiera cumplido la nlii ¡i il.- redención en el
Gólgota. El amor de Dios quería salvar al

!it i mil ii de la condenación eterna; pero esto no era posible porque jjuMiein requería el castigo del pecador. Y
nunca puede el amor •!i? iHn>. din ,ii' en contradicción con su justicia.

I mi i iiire-. lavo lugar lo maravilloso, de lo cual leemos en is Id, Salmo 40, etc. La voluntad de Dios era salvar a
todos ¡I |e< mimes (1 J im. 2:4). El Señor Jesús vino a ser hombre y wM||t< nqtií que vengo, oh Dios, para
hacer tu voluntad”. El fue Mft i s» i e .nlvei allí, para nosotros, la cuestión del pecado. Allí ue hecho pecado y el
juicio de Dios sobre el pecado fue cargado sobre El, de modo que la justicia de Dios fue enteramente satisfecha
en este juicio.

Pero no a causa de sí mismo soportó el Señor el juicio. Pues era el Santo, el Puro, el que no conocía pecado.
Llevó el pecado como sustituto de cada uno de aquellos que con fe le aceptaron como su Salvador.

Ahora puede Dios decir a cada pecador: “Reconciliaos con Dios” (2 Cor. 5:20). Y no solamente su amor, sino
también su justicia exige que cada uno que viene a El con fe en el Señor Jesús, reciba el perdón.

La resurrección, prueba de la justicia de Dios

Quiero entrar en este detalle con un poco más de precisión. El Señor Jesús fue a la cruz y allí tomó sobre sí
todos los pecados de aquellos que le han aceptado y de los que aún le aceptarán, llevándolos en su cuerpo (1
Pedro 2:24). También fue hecho pecado y fue juzgado como tal (2 Cor. 5:21; Rom. 8:3). “La paga del pecado es
la muerte” (Rom 6:23), es estar alejado de Dios (Apoc. 20:14, 15). Esto lo tuvo que sufrir el Señor Jesús en la
cruz. Fue, durante las horribles horas de tinieblas, abandonado por Dios, y al final murió. Pero pudo decir en la
cruz: “¡Consumado es!”
¿Podía quedarse el Señor en la tumba, después de haber cumplido la obra de redención? La justicia de Dios,
que primero había traído sobre El el juicio, ahora exigía que no se quedase más tiempo en la muerte. Como
estaba cumplida la obra, el juicio de Dios había sido perfectamente aplicado y la justicia de Dios completamente
satisfecha. Por eso Dios lo levantó de entre los muertos (Ef. 1:20). Esto es, ante el mundo y para nosotros, la
prueba de que Dios ha aceptado la obra sustitutiva del Señor Jesús y de que, por medio de ella, ha quedado
satisfecho (Juan 16:8, 10). Si el Señor no hubiese resucitado, sería esto la prueba de que la obra no se había
consumado. Tampoco entonces existiría ninguna redención para nosotros (1 Cor. 15:17, 18). Eso, pues, nos
permite reconocer que el centro del Evangelio es la resurrección, y que cada ataque en contra lo desvirtúa. Por
eso dice Romanos 4:25: “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación”.

En la época de la gracia en que vivimos, resulta que Dios dice a cada hombre: “Por cuanto todos pecaron, y
están destituidos de la gloria de Dios”. Pero también dice: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia,
mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su
sangre” (Romanos 3:23-25).

El mensaje viene «hacia» todos (los hombres), pero tan sólo «sobre» todos los que creen (Rom. 3:22).
Solamente aquellos que aceptan el juicio divino — a saber, que están perdidos — y al mismo tiempo, por la fe,
aceptan al Señor Jesús, participan de ese mensaje.

Ahora, pues, el Espíritu Santo ha obrado en tu corazón y has visto tus pecados y tu condición perdida. Fuiste
con ello a Dios y ante El reconociste lo que eres y lo que hiciste. Dios te refirió al Señor Jesús y dijo: «El murió
por pecadores; si le aceptas, te acreditaré su obra». Tú has aceptado al Señor Jesús. Ahora tienes que creer
también que lo que Dios dice es verdad y que, por lo tanto, tus pecados son perdonados. No se trata de si tus
sentimientos te dicen que todo está en orden, sino que Dios lo ha dicho, y exclusivamente es eso lo que cuenta.
Cuando en la noche de Pascua (Exodo 12) el ángel de destrucción atravesó todo Egipto, pasó de largo todas
aquellas casas donde vio la sangre. Que si el primogénito o los suyos lo vieron con sus propios ojos o no, era
igual. Si sencillamente hacían lo que Dios había dicho, entonces quedaba todo arreglado; pero, para obtener la
paz, tenían que creer en el hecho de que estaban a salvo porque Dios lo había dicho.

Lo maravilloso en todo esto es que, por todos conceptos, Dios es glorificado cuando recibe a un pecador. Que
en ello se ven su misericordia, gracia y amor, queda sin duda patente; pero no es eso lo único. Si un pecador
viene a Dios con fe en el Señor Jesús, Dios le acredita a su favor la obra del Señor Jesús. Pero, como el Señor
Jesús cargó perfectamente con el juicio que pesaba sobre el pecado, eso significa para él: Dios me ve
absolutamente sin ningún pecado que estuviera aún por juzgarse. Dios, pues, es justo cuando a tal hombre le
absuelve de cualquier juicio y le justifica. Así se glorifica la justicia de Dios, pero también su Verdad, pues ha
dicho en su Palabra que lo iba a hacer. Entonces llega a estar claro para nosotros el sentido de lJuanl:9: “Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiamos de toda maldad”.

Dios sabía quiénes éramos nosotros


Ahora dices: «Pero es que no puedo comprobar ningún cambio. Hago aun más cosas equivocadas que antes».
Estoy muy dispuesto a creer que ahora ves muchos más pecados en ti mismo que antes. Eso no puede ser de
otra manera, pues el Espíritu Santo te ha iluminado los ojos. Pero cuando viniste a El, Dios ya te conocía. El
conocía tu corazón, tu vida, todos los pecados que habías cometido y los que todavía cometerás. El sabe y sabía
mucho más de lo que tú jamás te darás cuenta sobre la tierra. “Se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador, y su amor para con los hombres” cuando todavía éramos de aquellos de quienes está dicho: “Porque
nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y
deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3:3 y 4).
“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos... Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:6, 8; 2 Cor. 5:20). ¡Cuando éramos
enemigos fuimos reconciliados con Dios! Tenemos paz para con Dios

De modo que, aunque Dios sabía perfectamente quién eres, El entregó al Señor Jesús para que, si crees en El,
tengas la vida eterna. El ha dicho que vas a ser justificado gratis, si tú, con fe en la sangre del Señor Jesús, vienes
a Dios (Rom. 3:23-25). El ha dicho que te absolvería de toda culpabilidad si te acercabas a El de esta manera,
por lo que El sería tan sólo justo. Esto evidencia, pues, que El ya no tiene nada en contra de ti, desde que tú
viniste a El con la confesión de tu culpabilidad. A partir de aquel entonces, pues, todo queda en orden. ¿Todavía
tienes algo contra Dios? Por supuesto que no. Viniste a Dios precisamente por reconocer que necesitabas el
perdón.

Pero ¿por qué no tienes paz? Paz con Dios significará seguramente: Ya no hay nada que arreglar entre Dios y yo,
todo está en orden. Ahora Dios no tiene nada contra ti; pues El te ha justificado porque has creído en el Señor
Jesús y tienes parte en la redención eterna que el Señor ha adquirido (Heb. 9:12; Rom. 5:1). Y ya no tienes nada
contra El; estás reconciliado con Dios (2 Cor. 5:20). ¡Por lo tanto tienes paz para con Dios! Romanos 5:1 también
dice: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios.”

¡ Pero yo no tengo paz!

Sin embargo, ahora dices: ¡ Pero yo no tengo paz! — Es exacto, pues aún no has aceptado que hace mucho que
está hecha la paz. Es el Señor Jesús quien ha hecho la paz. El es nuestra paz. Y El nos proclama esta paz (Ef.
2:14,15,17). “Haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:20). Desde que tú le aceptaste, tienes
participación en esta paz. Pero, para disfrutar de ella, tienes que creer que es así. Tendrás paz en cuanto creas
que Dios dice la verdad cuando afirma que el Señor Jesús hizo la paz en la cruz. Lo estás haciendo como
aquellos soldados japoneses en una pequeña isla del Pacífico: cinco años después del fin de la guerra vivían
todavía en pie de guerra. Esperaban ataques enemigos, etc., como lo habían hecho en la guerra, y ¿por qué?
Porque estaban en la creencia de que la guerra seguía, pues no creían los mensajes de paz. Tu falta de paz tiene
su más profundo motivo en esto, a saber, que no crees la Palabra de Dios incondicionalmente. Esto te ocasiona
un perjuicio grandísimo. Pero, ante todo, mucho deshonras a Dios si no das crédito a su Palabra, ¡ “Dios no es
hombre, para que mienta”! (Números 23:19).
Tan pronto como en este punto también creas a Dios, podrás darle gracias por todo lo que El te ha dado, por su
maravillosa gracia. Y entonces sentirás la paz en tu corazón, no antes. El hombre dice: «Primero ver, luego
creer», Dios dice: «Primero creer, luego ver».

Con afectuosos saludos, tu amigo, H. L. H.

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