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Lunes, 23 de enero de 2017

Recientemente me vino un hombre pidiendo ayuda. Cargaba en su alma profundas heridas, no


físicas sino emocionales. Lo que me sorprendió inicialmente fue que, aun estando profundamente
herido, no había estado severamente traumatizado ni en su infancia ni en su adultez. Parecía que
había tenido que asumir los normales golpes y contusiones que todos tenemos que arrostrar:
menosprecio, acoso, no ser nunca el favorito, insatisfacción con su propio cuerpo, desencanto con
su familia y hermanos, frustración de la carrera, decepción en su lugar de trabajo, sensación de ser
habitualmente ignorado, impresión de no ser entendido ni apreciado, y autocompasión y falta de
autoconfianza que resulta de esto.

Pero era un hombre sensible, y la combinación de todas estas cosas,


aparentemente pequeñas, le dejaron, ahora al final de la mediana edad,
incapaz de ser el adulto afable y feliz que quería ser. En vez de esto,
admitía que estaba habitualmente atrapado en una cierta autoabsorción, a
saber, en una autocentrada ansiedad que le dejaba la sensación de que la
vida no había sido justa con él. Consecuentemente, estaba siempre fijado
de alguna manera en la autoprotección y resentido de los que podían
avanzar abiertamente en autoconfianza y amor. “Me disgusta -decía- ver a
personas como la Madre Teresa y el papa Juan Pablo hablar así con tan fácil
autoconfianza de lo grande que son sus corazones. Siempre me lleno de resentimiento y pienso:
‘¡Dichosos vosotros!’ ¡No habéis tenido que aguantar lo que yo he tenido que soportar en la vida!”

Este hombre había recibido cierta terapia profesional que le había llevado a una más profunda
autocomprensión, pero aún le dejó paralizado para sobreponerse a sus heridas. “¿Qué puedo
hacer con estas heridas?”, preguntaba.

Mi respuesta a él, como para todos nosotros que estemos heridos, es: Lleva esas heridas a la
Eucaristía”. Cada vez que vayas a una Eucaristía, estés cerca de un altar y recibas la comunión, trae
tu desamparo y parálisis a Dios, pídele que toque tu cuerpo, tu corazón, tu memoria, tu amargura,
tu falta de autoconfianza, tu autoabsorción, tus debilidades, tu impotencia. Trae tus doloridos
cuerpo y corazón a Dios. Expresa tu desamparo en palabras simples y humildes: Tócame. Toma mis
heridas. Toma mi paranoia. Sáname. Perdóname. Caldea mi corazón. Dame la fuerza que yo no me
puedo dar.

Reza esta oración, no sólo cuando estés recibiendo la comunión y estés siendo tocado físicamente
por el cuerpo de Cristo, sino especialmente durante la plegaria eucarística, porque es entonces
cuando no sólo estamos siendo tocados y sanados por una persona, Jesús, sino también estamos
siendo tocados y sanados por un acontecimiento sagrado. Esta es la parte de la Eucaristía que
generalmente no comprendemos, pero es la parte de la Eucaristía que celebra la transformación y
curación de las heridas y el pecado. En la plegaria eucarística conmemoramos el “sacrificio” de
Jesús, esto es, ese acontecimiento donde, como la tradición cristiana dice tan enigmáticamente,
Jesús se hizo pecado por nosotros. Hay mucho en esa secreta frase. En esencia: en su sufrimiento y
muerte, Jesús cargó con nuestras heridas, nuestras debilidades, nuestras infidelidades y nuestros
pecados, murió en ellos, y luego por el amor y la esperanza los sanó.

Cada vez que vamos a la Eucaristía se entiende que dejamos que nos toque ese transformante
acontecimiento, que toque nuestras heridas, nuestras debilidades, nuestras infidelidades, nuestro
pecado y nuestra parálisis emocional, y nos lleve a una transformación en sanación, energía, gozo
y amor.

La Eucaristía es el sumo sanador. Hay -creo yo- mucho mérito en diversas clases de terapias físicas
y emocionales, como hay desmesurado mérito en los programas 12-Step y en compartir simple y
honradamente nuestras heridas personas con la gente en la que confiamos. Hay también -creo
yo- mérito en un cierto voluntarioso autoesfuerzo, en el desafío contenido en la advertencia de
Jesús a un hombre aquejado de parálisis: Toma tu camilla y echa a andar. No deberíamos
permitirnos estar aquejados de parálisis por la hipersensibilidad ni la autopiedad. Dios nos ha dado
la piel para cubrir nuestros más crudos nervios.

Pero, aun admitiendo eso, todavía no podemos curarnos. La terapia, la autocomprensión, los
amigos cercanos y el disciplinado autoesfuerzo pueden llevarnos solo hasta aquí, y eso no llega a
sanación completa. La sanación total viene de tocar y ser tocado por lo sagrado. Más
particularmente, como cristianos, creemos que este toque envuelve un toque de lo sagrado en ese
lugar donde ha tocado más particularmente nuestras propias heridas, desamparo, debilidades y
pecado, ese lugar donde Dios “se hizo pecado por nosotros”. Ese lugar es el acontecimiento de la
muerte y resurrección de Jesús, y ese acontecimiento se nos hace disponible, para tocar y entrar,
en la plegaria eucarística y en la recepción del cuerpo de Cristo en la comunión.

Necesitamos traer nuestras heridas a la Eucaristía, porque es ahí donde el amor y la energía
sagrados que yacen en el fondo de todo lo que respira puede cauterizar y curar todo aquello que
en nosotros no está sano

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