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DIOSES DEL CIELO Y DE LA TIERRA

¿Cómo pudo ser que, después de cientos de miles o millones de años de


penosa y lenta evolución, todo cambiara de forma tan abrupta y completa, y, con
tres empujones —alrededor de 11 000-7400-3800 a. C.—, los primitivos cazadores y
recolectores nómadas se transformaran en agricultores y alfareros, en constructores
de ciudades, ingenieros, matemáticos, astrónomos, metalúrgicos, comerciantes,
músicos, jueces, médicos, escritores, bibliotecarios o sacerdotes? Se podría ir
todavía más allá para hacer una pregunta aún más básica, magníficamente
planteada por el profesor Robert J. Braidwood (Prehistoric Men): «Después de todo,
¿por qué ocurrió? ¿Por qué todos los seres humanos no estamos viviendo todavía
como se vivía en el Mesolítico?».

Los sumerios, la gente por la cual vino a ser esta civilización tan repentina,
tenían una respuesta preparada. La resumieron en una de las decenas de miles de
inscripciones mesopotámicas encontradas: «Todo lo que se ve hermoso, lo hicimos
por la gracia de los dioses».

Los dioses de Sumer. ¿Quiénes eran?

¿Eran los dioses sumerios como los dioses griegos, que vivían en una gran
corte, de festín en el Gran Salón de Zeus en los cielos-Olimpo, cuyo homólogo en la
tierra era el monte más alto de Grecia, el Monte Olimpo?

Los griegos ofrecían una imagen antropomórfica de sus dioses, con un


aspecto físico similar al de los hombres y las mujeres mortales y con un carácter
humano. Podían mostrarse felices, irritados o celosos; hacían el amor, discutían y
luchaban; y procreaban como seres humanos, teniendo descendencia a través de la
relación sexual, entre ellos o con humanos.

Eran inalcanzables y, sin embargo, siempre se estaban mezclando en los


asuntos humanos. Podían ir de aquí para allá a una velocidad de vértigo, aparecer
y desaparecer; tenían armas poco comunes y de un inmenso poder. Cada uno tenía
una función específica y, como consecuencia, cualquier actividad humana podía
padecer o beneficiarse de la actitud del dios encargado de esa actividad en
particular; por tanto, los rituales de culto y las ofrendas a los dioses estaban
destinados a ganarse su favor.
La principal deidad de los griegos durante la civilización helénica fue Zeus,
«Padre, de Dioses y Hombres», «Señor del Fuego Celestial». Su principal arma y
símbolo era el rayo. Era un «rey» en la tierra que había descendido de los cielos;
alguien que tomaba decisiones y dispensaba bien y mal a los mortales, pero cuyo
ámbito original estaba en los cielos.

No fue ni el primer dios sobre la Tierra, ni tampoco el primero en haber


estado en los cielos. Mezclando teología con cosmología para crear lo que los
estudiosos llaman mitología, los griegos creían que en un principio fue el Caos;
después, aparecieron Gea (la Tierra) y su consorte Urano (los cielos). Gea y Urano
tuvieron doce hijos, los Titanes, seis varones y seis hembras. Aunque sus
legendarias hazañas tuvieron lugar en la Tierra, se daba por cierto que tenían una
contraparte astral.

Crono, el más joven de los titanes varones, emergió como figura principal en
la mitología olímpica. Alcanzó la supremacía entre los titanes a través de la
usurpación, después de castrar a su padre, Urano. Temiendo a los otros titanes,
Crono los hizo prisioneros y los desterró. Por todo esto, su madre lo maldijo y lo
condenó a sufrir el mismo destino que su padre, y a ser destronado por uno de sus
propios hijos.

Crono se casó con su hermana Rea, con la que tuvo tres hijos y tres hijas:
Hades, Poseidón y Zeus; Hestia, Deméter y Hera. Una vez más, el destino había
marcado que el hijo más joven sería el que depondría a su padre, y la maldición de
Gea se convirtió en realidad cuando Zeus derrocó a Crono, su padre.

Pero parece ser que el golpe de estado no estuvo exento de problemas.


Durante muchos años hubo batallas entre los dioses, y se originó toda una hueste
de seres monstruosos. La batalla decisiva fue entre Zeus y Tifón una deidad con
forma de serpiente. Él combate alcanzó a grandes zonas, tanto de la Tierra como de
los cielos. El lance final tuvo lugar en el Monte Casio, en los límites entre Egipto y
Arabia, parece ser que en algún lugar de la Península del Sinaí.
Fig. 21.

Tras su victoria, Zeus fue reconocido como dios supremo. Sin embargo,
tenía que compartir el control con sus hermanos. Por elección (o, según otra
versión, echándolo a suertes), a Zeus se le dio el control de los cielos; para el
hermano mayor, Hades, se acordó el Mundo Inferior; y al mediano, Poseidón, se le
dio el dominio de los mares.

Aunque, con el tiempo, Hades y su territorio se convirtieron en sinónimo del


Infierno, su ambiente original era algún lugar «por allí abajo» que abarcaba tierras
pantanosas, áreas desoladas y tierras regadas por enormes ríos. A Hades se le
describía como «el invisible» —frío, distante, severo; impasible ante la oración o los
sacrificios. Poseidón, por otra parte, se le veía con frecuencia aferrando su símbolo
(el tridente). Aunque soberano de los mares, se le tenía también por señor de las
artes metalúrgicas y escultóricas, así como por un habilidoso mago o
prestidigitador. Mientras que a Zeus se le representaba en la tradición griega y en
la leyenda como a alguien muy estricto con la Humanidad —hasta el punto de que,
en cierta ocasión, llegó a tramar la aniquilación del género humano—, a Poseidón
se le tenía por un amigo de la Humanidad y un dios dispuesto a hacer lo imposible
por ganarse las alabanzas de los mortales.

Los tres hermanos y sus tres hermanas, todos ellos hijos de Crono y de su
hermana Rea, conformaron la parte más antigua del Círculo Olímpico, el grupo de
los Doce Grandes Dioses. Los otros seis fueron todos descendientes de Zeus, y los
relatos griegos trataban en gran medida de sus genealogías y relaciones.

Las deidades de ambos sexos que tenían por padre a Zeus tuvieron por
madre a diferentes diosas. Casándose al principio con una diosa llamada Metis,
Zeus tuvo una hija, la gran diosa Atenea. Ella era la encargada del sentido común y
de la maniobra, de ahí que fuera la Diosa de la Sabiduría. Pero, además, al ser la
única deidad principal que permaneció junto a Zeus durante su combate con Tifón
(el resto de dioses había huido), Atenea adquirió también cualidades marciales y se
convirtió en Diosa de la Guerra. Era la «perfecta doncella», y no se convirtió en
esposa de nadie; pero algunos cuentos la relacionan frecuentemente con su tío
Poseidón, y, aunque la consorte oficial de este era la diosa que fue Dama del
Laberinto de la isla de Creta, su sobrina Atenea fue su amante.

Zeus se casó después con otras diosas, pero sus hijos no se cualificaron para
entrar en el Círculo Olímpico. Cuando Zeus se puso a darle vueltas al serio asunto
de tener un heredero varón, se empezó a fijar en sus hermanas. La mayor era
Hestia. Según todos los relatos, era algo así como una reclusa; quizás demasiado
vieja o demasiado enferma para ser objeto de actividades matrimoniales, por lo
que Zeus no necesitó demasiadas excusas para dirigir su atención sobre Déméter,
la mediana, Diosa de la Fertilidad. Pero, en vez de un hijo, Deméter le dio una hija,
Perséfone, que acabaría convirtiéndose en esposa de su tío Hades, compartiendo
con él su dominio sobre el Mundo Inferior.

Decepcionado por no tener un hijo varón, Zeus se volvió hacia otras diosas
en busca de consuelo y de amor. Con Armonía tuvo nueve hijas. Después, Leto le
dio una hija y un hijo, Ártemis y Apolo, que entraron inmediatamente en el grupo
de las deidades principales.

Apolo, como primogénito de Zeus, era uno de los dioses más grandes del
panteón helénico, temido tanto por hombres como por dioses. Era el intérprete de
la voluntad de su padre Zeus ante los mortales y, de ahí, la máxima autoridad en
materia de ley religiosa y de culto en el templo. Siendo el representante de la moral
y de las leyes divinas, propugnaba la purificación y la perfección, tanto espiritual
como física.

El segundo hijo varón de Zeus, nacido de la diosa Maya, fue Hermes, patrón
de los pastores, guardián de rebaños y manadas. Menos importante y poderoso
que su hermano Apolo, Hermes estaba más cerca de los asuntos humanos;
cualquier golpe de buena suerte se le atribuía a él. Como Dador de Cosas Buenas,
era el que se encargaba del comercio, patrón de mercaderes y viajeros. Pero su
principal papel en el mito y en la épica fue el de heraldo de Zeus, Mensajero de los
Dioses.

Impulsado por determinadas tradiciones dinásticas, Zeus todavía precisaba


tener un hijo de una de sus hermanas, por lo que se fijó en la más joven, Hera. Al
casarse con ella por los ritos del Sagrado Matrimonio, Zeus la proclamó Reina de
los Dioses, es decir, Diosa Madre. Pero el matrimonio, bendecido con un hijo, Ares,
y dos hijas, se vio zarandeado constantemente por las infidelidades de Zeus, así
como por los rumores de infidelidad por parte de Hera, que arrojó algunas dudas
acerca del verdadero parentesco de otro hijo, Hefesto.

Ares fue introducido inmediatamente en el Círculo Olímpico de los doce


dioses principales, y se convirtió en el teniente jefe de Zeus, en un Dios de la
Guerra. Se le representaba como el Espíritu de las Matanzas, aunque estaba lejos
de ser invencible; combatiendo del lado de los troyanos en la Guerra de Troya,
sufrió una herida que sólo Zeus pudo curar.

Hefesto, por otra parte, tuvo que esforzarse en su camino hasta la cima
olímpica. Era el Dios de la Creatividad; a él se le atribuían el fuego de la forja y el
arte de la metalurgia. Era el divino artífice, creador de objetos, tanto prácticos
como mágicos, para hombres y dioses. Las leyendas dicen que nació cojo, y que,
por esto, su madre, Hera, lo rechazó enfurecida. Otra versión más creíble dice que
fue Zeus el que desterró a Hefesto —por las dudas sobre su parentesco—, pero que
Hefesto utilizó sus poderes creativos mágicos para obligar a Zeus a darle un
asiento entre los Grandes Dioses.

Las leyendas dicen también que, en cierta ocasión, Hefesto hizo una red
invisible para que cayera sobre el lecho de su esposa en caso de que calentara sus
sábanas un amante intruso. Quizás necesitaba esta protección, dado que su esposa
y consorte era Afrodita, Diosa del Amor y la Belleza. Era de lo más natural que
muchos relatos de amor se construyeran en torno a ella; y, en muchos de estos
cuentos, el seductor era Ares, hermano de Hefesto. (Uno de los hijos de este amor
ilícito fue Eros, Dios del Amor).

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