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Enrique Araya
INTRODUCCION
CAPÍTULO I
Tenía 19 años y acaba de rendir bachillerato con nota ocho -siendo la máxima diez-, cuando los
periódicos anunciaban con letras inmensas en la tercera guerra mundial, la guerra atómica, era
inminente.
Ya se había ensayado una bomba atómica, y se había llegado a la conclusión de que sus
resultados eran eficaces: la destrucción y la muerte de los tres reinos -mineral, vegetal y animal- en
una extensión de cien kilómetros cuadrados. Para ser la primera bomba fabricada, podía
considerarse como un éxito.
Mi madre estaba separada de mi padre, y yo me había quedado con ella, solos en el mundo. Fácil
es comprender que la pobrecita tratará por todos los medios de impedir que una de esas bombas
cayera sobre mí.
Cuando empezaron a aparecer, pegadas en las fachadas de las casas, grandes hojas de papel con
listas de ciudadanos que debían acantonarse, debo confesar que sentí miedo. Frente a cada una
de estas listas congregábanse individuos buscando sus nombres, o más bien, tratando de no
encontrarlos. Yo preferí no leerlas y comunique mis temores a mamá. Ella se puso pálida,
enmudeció unos instantes y, por fin, exclamó:
-_Era lo que faltaba para hacer más grande mi soledad y tormento: que me llevaran a la matanza al
único hijo, que he criado, cuidado, lavado y educado a costa de mis energías, ya tan agotadas. Tú
no vas a la guerra, hijo mío. Te quedarás en casa.
-Pero, mamá, vendrán a sacarme de aquí a tirones -respondí yo.
-Te esconderé -concluyó mi madre.
A fin de no extender demasiado mi relato, diré que ella se valió de un albañil que vivía muy lejos de
nuestra casa para hacer una falsa muralla al lado de la chimenea, en el hueco de la escalera. Así
obtuvo una pequeña celda de un metro cuadrado, más o menos, que comunicaba por el cañón de
la chimenea con el exterior, de la cual se entraba por una abertura, del diámetro de mi cuerpo, que
daba al hueco de la escalera. Después que hube entrado, mi madre tatuó esa abertura con tablas y
colocó allí cachivaches inservibles, para disimular. Mi pobre madre colocó en el pavimento de mi
celda una piel de ternera holandesa, blanca y negra, y sobre ella un sillón de escritorio, con
balancín, bastante confortable. Convenimos en que no saldría de allí hasta que la guerra hubiese
terminado y estuviera firmado el armisticio. Estuvimos muy de acuerdo en que sería peligroso
empezar a hacer excepciones en cuanto a la continuidad de mi encierro, pues terminaría por pasar
fuera y enjaularme sólo cuando viene el peligro cercano.
Los alimentos no serían entregados por la abertura que comunicaba mi celda con el hueco de la
escalera, y cada vez se cerraría la tapa y se colocarían junto a ella los trastos inservibles.
Un domingo, después de besar mi madre, entré en mi celda.
Constituyan mi indumentaria: un gorro de lana blanca, una camisa, un suéter, un chaleco de lana,
calzoncillos, un pantalón azul de diablo fuerte, calcetines de lana gruesa y botas. Además, llevaba
guantes de lana, tejidos a palillo por mi madre.
Llevé conmigo un solo libro: "tratado de filosofía", de James Klaustky.
Allí no había posibilidad de adoptar la dulce posición horizontal; pero como no haría ejercicio, el
sillón sería suficiente para reposar del día y de noche. Además, llevé conmigo 10 cuadernos de 100
hojas cada uno y 10 lápices.
***
8-julio-1950. Hoy a las 10 A.M. entre en mi celda destinada a proteger me contra la tercera guerra
mundial, que es considerada inminente por la prensa. El día estaba luminoso y la primavera
empezaba a manifestarse en los árboles de reportos del parque cercano a mi casa. Estuve en el
una media hora antes de encerrarme y pude ver cómo los niños jugaban de los prados. Felices
ellos, que podrán seguir viendo las flores, el aire cristalino; que podran caminar, correr y brincar, sin
estar expuestos a que los lleven al regimiento y los equipen para guerrear.
Mi pobre madre sólo me tienen bien en un, y preferible será estar aquí enjaulado, cerca de ella,
quien libertad, distante, y expuesto a perder la vida. He aceptado este encierro para su felicidad y
también-¿por qué no decirlo?- Debido a que sentía un poquito de miedo; más bien, un pánico
espantoso.
Trataré de ser feliz mientras dure esta prisión. Difícil será, más haré lo posible.
Tengo un reloj de oro que es muy exacto en el cumplimiento de su deber; todas las noches le daré
cuerda para saber cómo transcurre el tiempo.
Hace pocos días, mi madre me compró un par de zapatos que me apretaba mucho; me han hecho
algunas rasmilladuras y tengo aún bastante doloridos mis pies. Me consuelo pensar que aquí
sanaré de ellos. Si hubiera tenido que partir al frente, no sé qué habría sido de mis pobres
extremidades.
Cierto es que será un poco aburrida mi vida. No tendré con quien hablar. Mas era poco lo que
habla bastante libre. Desde luego, la conversación con mi madre no me entretenía. Era casi
siempre lo mismo: consejos para evitar los peligros.
A las dos y media sentí ruido en la que cierra la brecha por donde entre a mi celda. Era mi madre
que me traía el almuerzo, una bacinica y una hoja de papel higiénico y constaba de seis hojas.
Siempre disputados por que yo sostenía que tres veces con dos hojas era suficiente para limpiarse,
y yo porfiaba que necesitaba ocho hojas. Ya está imponiéndome sus convicciones. Estoy vencido.
Ara de mi cuanto se le antoje.
El almuerzo fue un huevo duro, un vaso de leche, dos zanahorias y una naranja. Todo venían un
plato. Es una comida que, según ella, contiene todos los elementos nutritivos suficientes.
Después de almuerzo dormí siesta. Soñé que estaba en una trinchera en el frente. Al despertar,
senti la alegría enorme de comprobar que me hallaba muy lejos de la guerra.
Claro que esto no es entretenido.
Por la chimenea se renueva constantemente el aire y no hace ni frío ni calor.
He leído el primer capítulo del "tratado de filosofía", que versa sobre el tiempo y el espacio. He
llegado a la conclusión que nada es más adecuado para mi aislamiento de las disciplinas
filosóficas. Para filosofar no necesito laboratorios, experiencias, viajes, ni nada; le basta la luz de
mi espíritu y la tranquilidad de que disfruto. Pienso que llegaré a ser el primer filósofo del planeta y
que cuando salga de aquí las naciones me ungiran como un profeta me ganaré la vida como tal.
A las ocho de la noche me cansé de creer y escribir y me entregue a un largo sueño.
***
10-julio-1950. Anoche soñé que tenía el extraño poder de matar los hombres con sólo clavar mi
mirada inflamada de odio en sus ojos. Me levantaba muy de madrugada -lo que es contrario a mi
costumbre y naturaleza- y salía por una calle. Individuo que se cruzaba en mi camino, caía
fulminado por el rayo de mis ojos. A las mujeres jóvenes y bellas les miraba las piernas y las dejaba
seguir viviendo. Los ancianos cayeron al suelo al instante. Maté a todos los perros y hombres que
vi.
Llegué a mi casa y le conté a mi madre, sin mirarlo, lo que me sucedía. Ella me reprocho que
dejara vivas a las mujeres y, falsamente, le prometí asesinarlas en el futuro.
Volví a salir, subí al taxi y desde allí, cómodamente sentado, fui asesinando a los transeúntes.
Cuando ya llevaba recorrida casi toda la ciudad, el conductor del vehículo, extrañado, me dijo:
- mire señor, ¿dónde quiere usted ir?
- Siga por donde quiera -le respondí.
- Es que ya es hora de comer y dormir.
Lo llamé para que me dirigiera su mirada y lo asesiné. Tomé el volante y, a gran velocidad, seguí
casando a todos los habitantes de la ciudad. Me dirigí a un aeródromo, me trepé a un avión y
recorrí el mundo sembrando la muerte. Di otra vuelta al planeta, en viaje inspectivo, para
cerciorarme de que ningún individuo del sexo masculino quedara vivo. En efecto, no había ni uno
solo. Entonces volví a mi casa muy satisfecho y le di cuenta mi madre de la tarea realizada. Les
preguntó por qué había dejado vivas a las mujeres, y le respondí:
- porque quiero crear una nueva especie humana a mi imagen y semejanza. Las fecundaré a
todas.
- Te debilitarás, hijo mío -me arguyó.
- No importa, es mi deber.
- ¿Por qué te sientes obligado a ello? -Me preguntó.
- Porque soy el único hombre bueno.
Mi madre se fastidio un poco y me dejó solo para irse a la cocina a preparar el almuerzo.
Tendido en un sofá, me sumí en una dulce somnolencia. ¡Qué bien se sentía siendo el amo del
planeta! Divague mucho rato. Siendo el único, todas las mujeres de la tierra me amarían a lo iban
como Taibo un repaso de haber ya de por. De pronto me pinchó una duda: ¿y si se organizaban
para esclavizarme?
Al despertar emiten ciñes en, sólo, gran congoja me invadió. Pero luego pensé en las mujeres eran
temibles, según había oído decir a mi madre, y me consolé.
Había olvidado consignar aquí que mi madre no sólo sería el germen los horrores que peligros de
la guerra, sino también reservarme de las "asechanzas del mundo", entre las que se contaban las
mujeres, los vicios, desde cigarrillos de la morfina, etc.
El día fue sin novedad. Junto con el plato del almuerzo, mi madre me paso un periódico, en cuya
primera página, con enormes letras rojas, se leía: ES INMINENTE LA GUERRA ATÓMICA
MUNDIAL.
Solo leí algunos títulos; luego me aburrí y arrojé el periódico. Yo estaba muy seguro allí en mi
pequeño dormitorio-living-comedor-toilette. Preferí dedicarme a la filosofía, a escribir mi sueño de
la noche anterior y a consignar mis impresiones del día.
12-agosto-1950. Hoy golpeó con violencia a las puertas de mi mente la duda de si no estaré
equivocado al cambiar la guerra atómica por este encierro. ¿Pero que haría en el frente? Andar,
correr, pasar miedo y matar. No, estoy mejor aquí, tranquilo, meditando, estudiando filosofía y
escribiendo.
Cierto es que andando de un lado para otro Vería muchas cosas. Pero aquí puedo imaginarlas a
voluntad, con la gran ventaja de que selecciono imágenes gratos al espíritu y al cuerpo. ¿que
beneficios me reportaría ver un avión rugiente y amenazador del cual podría caer una bomba?
Preferible es imaginarlo, que caiga la bomba y no me dañe. El mundo es muy peligroso y mejor es
crearlo con imaginación, adaptarlo a nuestro modo de ser solo por curiosidad infantil se contempla
la realidad y se padecen sus crueldades.
¿que estando libre Podría ver una muchacha, enamorarla y hacerla mía? Sí, pero ¿Y las
consecuencias que mi madre me ha señalado?
No Sebastián, no te dejes seducir por los embriagadores cánticos de las sirenas de la realidad. Mi
madre creyó en ellas y sufrió. Yo aprovecharé su experiencia. Seré el único muchacho que siguió
los consejos de los mayores, y así evitaré todo dolor. Seré el único que no necesitó vivir la vida
para conocerla. Prescindiré de alegrías y dolores, porque la experiencia unánime afirma que éstos
son mucho mayores que aquéllas. Todos los tontos dicen, en cuanto tienen uso de razón – si es
que la tienen-: “Yo seré la excepción que, en el balance final de mi vida, obtendré un saldo a favor
de felicidad”. Muy tarde comprueban que en el pasivo están casi todas las partidas y en el Activo
alguna que otra alegría o emoción placentera.
Tengo mi cerebro despejado y me siento feliz de escuchar el torrente sanguíneo que corre seguro
por mis ríos y canales. Yo vivo, existo. ¿Qué más puedo desear? La vida me fue dada y no puedo
rechazarla; pero soy dueño de no correr afanoso tras quimeras inalcanzables. Presiento que mi
espíritu se engrandecerá con esta inmovilidad y llegaré a vivir una súper-realidad imaginativa.
28-septiembre-1950. Sólo llevo ochenta días en este encierro; sin embargo, esta modalidad de vida
ha tenido ya algunas repercusiones en mu cuerpo y en mi espíritu: mi apetito ha disminuido y he
comido menos, ya que nadie ni nada me fuerza a ingerir más alimentos que aquellos que mi
cuerpo solicita; mis excrementos -¿por qué digo excrementos, cuando este diario de vida no lo verá
persona alguna? – mi caca ha mermado; igualmente la orina se ha reducido; mi rostro está eriazo
por las púas de mi barba fuerte y la superficie de todo mi cuerpo está aceitosa debido a la natural
exudación de los poros. Si mi encierro se prolonga por mucho tiempo, ¿seguirán en aumento estas
manifestaciones de la vida sedentaria? Cierto que no es absolutamente sedentaria, porque todos
estos días me he incorporado de vez en cuando y he permanecido de pie algunas horas,
contrayendo todos los músculos de mi cuerpo. Es agradable hacer fuerzas sin necesidad alguna,
nada más que la que se nos antoje. Es muy distinto a la energía que se gasta realizando un trabajo
físico con una meta prefijada. En este sentido soy muy feliz. El individuo en libertad es obligado por
otros, o por su propia voluntad, a realizar esfuerzos corporales que sobrepasan sus más
espontáneos deseos. Yo recuerdo que los días domingos, en que podía libremente dedicarme a la
inmovilidad absoluta, ordenaba a mi cuerpo que se levantara del lecho y fuese de acá para allá en
persecución obsesionada de una vaga posibilidad de alegría, de dicha. El resultado era siempre el
mismo: volvía con el alma seca y con el cuerpo fatigado. Y veía que lo mismo le sucedía a mi
madre, a Eliana, la cocinera, e incluso al gato de nuestra casa.
¿Qué me importa ver disminuir día a día mis desperdicios fecales, mi apetito, etc., si me
libro de participar en esta guerra atómica? ¿Qué llegaré con el tiempo a heder como un chingue, a
estar tullido y barbudo? Muy preferible a ser desintegrado o correr de un lado a otro cazando
hombres como si fuesen ratones. Aquí, inmóvil, apretujado por estas cuatro paredes tan cercanas,
mi espíritu gozará de una paz inefable. Y sólo el espíritu es grande, digno y eterno; más aún, el
cuerpo sólo existe mientras el espíritu lo cohesiona, organiza y guía.
Las uñas me han crecido ostensiblemente. Es probable que ellas se desarrollen más
rápidamente cuando el cuerpo está inmóvil. Lo mismo parece acontecerle a los pelos de la cabeza.
¿Por qué será? He oído que a los muertos les siguen creciendo los cabellos y las uñas. ¿Existe
alguna semejanza entre los muertos y yo? No tengo textos ni persona a quien pedir explicación
sobre este fenómeno. Por otra parte, poco me importa averiguarlo.
Mi madre, por economía, nunca prendió la chimenea que forma parte de mi pequeña
habitación. Quizás por esa causa hay adherido al muro un óvulo sedoso que parece ser el
receptáculo de los huevos de algún insecto. Siento no haber atendido en clase de zoología y no
haber estudiado esta ciencia, pues ahora me habría entretenido en clasificar ese nido y en deducir
por sus formas y características que clase de bichos se incuban allí. De todas maneras, observaré
el proceso evolutivo de esos gérmenes. Ellos, como yo, viven una etapa de preparación en el
silencio y recogimiendo de sus celdas.
Por hoy, dejo mi diario para continuar la lectura del “Tratado de filosofía”. ¡Qué cautivadora
es esta rama del saber humano! Raíz o fuente de todo conocimiento.
30-septiembre-1950 A la orilla del plato que me pasó mi madre al mediodía venía una mosca
comiendo. La ahuyenté y voló. La he observado largas horas. ¡Qué perseverancia tenía para
alimentarse! Por último, cuando me aburrí de ella, le di un manotazo contra mi muslo y la maté.
¡Pobre animalillo! ¿Qué mal hacía? El pobre cumplía con el mandato imperioso de su especie: vivir
y reproducirse. Sí, pero no he procedido mal al darle muerte, pues yo tengo que obedecer mi
propio instinto de conservación, y ella atentaba contra mi vida. Si la hubiese dejado en paz habría
puesto huevos y sus hijos, nietos, biznietos, etc., habrían terminado por desesperarme. Yo tenía
derecho a matarla y estoy exento de responsabilidad, por cuanto he procedido en defensa propia.
Me preocupo de analizar mi situación, porque siempre he considerado que ningún ser tiene
derecho a matar a otro, aunque lo considere de inferior jerarquía, si no atenta contra su vida. Esta
convicción fue la que me llevó a ser vegetariano. Siempre consideré un crimen privar de la vida a
los inocentes animalitos –gallinas, codornices, liebres, terneros, puercos, etc.- por el solo motivo de
que sus carnes nos agradan al paladar. Mientras el hombre se alimente de carnes, no podrá
apagar su instinto bélico y existirán las guerras. Basta observar las costumbres culinarias de las
diversas especies animales para comprender que la mansedumbre guarda directa relación de
causa-efecto en el vegetarianismo. Los leones, tigres, chacales, buitres, etc., todo animal carnívoro
es perverso, cruel y feroz. Los únicos animales que pueden y deben ser exterminados son los
carnívoros. La mosca es carnívora, y por eso tengo limpia mi conciencia.
5-octubre-1950 Otra cosa que he notado desde el día en que entré en mi celda es la
disminución progresiva del sueño. Anoche debo haber perdido la conciencia cerca de las doce y la
recobré a las cuatro de la madrugada. ¿Pero qué importa, cuando no siento sueño? Y si lo sintiera,
me dormiría. Ha de ser porque debido a la inmovilidad no necesito dormir más. Quiere decir que
viviré más horas de conciencia. Por lo demás, el dormir mucho entorpece, embota las facultades
mentales. Cierto es que el sueño es necesario para desintoxicar el sistema nervioso; mas en el
caso mío, seguramente, se produce leve intoxicación, ya que sólo trabajan mis células cerebrales.
Noto que mi imaginación es muy viva, ágil, dinámica. Las imágenes que aparecen en mi
mente tienen más consistencia, más realidad; semejan el objeto que representan con tal fidelidad,
que me siento inclinado a creer que estoy en presencia del objeto mismo.
Anoche, antes de dormirme, la imagen de mi madre apareció en mi mente con tanta nitidez
y relieve que, torpemente, le dije:
Esta agudización de mi fantasía es natural, y no creo por un momento que se trate de una
perturbación mental. Me resulta ventajosa en este aislamiento en que vivo, y si dependiera de mi
voluntad la fomentaría más aún. Es la vigorización de las fuerzas mentales por la atrofia de las
musculares. Si estoy solo y nadie leerá mis anotaciones, ¿por qué no decir francamente que estoy
inteligentísimo? Claro: Estoy genial. Dificulto que haya en el mundo un individuo de veinte años
más inteligente que yo. Soy el campeón del mundo en vigor mental. Si mi capacidad continúa
ensanchándose, llegará un día en que seré capaz de resolver todos los enigmas del universo. Seré
como Dios. Seguramente una vez que se descubre el resorte fundamental del cosmos, toda su
maravilla se desvanece y pasa igual que con el juguete que se desarma.
Ahora comprendo el sentido de mi destino, la misión que me toca cumplir, la razón de este
encarcelamiento voluntario.
13-octubre-1950. Junto al desayuno, silenciosamente, mi madre me pasó un periódico. En
la primera página, con letras rojas inmensas, decía:
Después de leer estos dos títulos, me preocupé de beber mi taza de leche para evitar que
se enfriase. La acompañaban dos galletas de agua. Parece que amanecí con más apetito que ayer.
Tal vez ello sea debido a que la mañana estaba fría y a que dormí bastante mal. Tuve una pesadilla
atroz. Soñé que mi madre se enfermaba, la conducían a un hospital y yo moría de hambre. El
sueño no podía ser más desagradable. Después de muerto, mi espíritu se asomaba por el extremo
de la chimenea y veía mi cuerpo exánime, devorado por gusanos. Entonces yo pensaba: “¡Oh los
gusanos que se alimentan de cadáveres: expresión elocuente de la perversidad de los carnívoros!”
Estaba tan aniquilado con ese fatídico sueño, que no tuve ánimos para leer el periódico y
casi todo el día lo pasé soñoliento, en un estado de semi-conciencia bastante reparador.
-¿Y el progreso?
Una vez allí, mi atención se fijó de lleno en un individuo tan extraño, que era imposible
quitar mis ojos de él. Estaba sentado ante una mesita, un poco distante de las demás gentes y
como absorto en meditaciones. Había poca luz y los parroquianos parecían no haberlo visto. Yo
estaba de pie junto al mesón, en espera de mi pedido. Cuando me trajeron el plato con mi
emparedado de queso y la cerveza en vaso de greda, no pude contenerme, cogí todo y me
trasladé a la mesa del extraño personaje. Antes de solicitad su autorización para sentarme frente a
él, me miró a través de sus gruesos cristales ahumados, semejantes a los fondos de botellas
cerveceras, y me dijo:
Dejé mis cosas en la mesa, tomé asiento, fingí una tos y procuré disculpar mi
intromisión:
Esta taberna no era muy elegante y no llamaba la atención que alguno de los asistentes
estuviera comiendo con el sombrero calado. Así estaba el extraño personaje; además tenía el
cuello de su sobretodo levantado. Parecía tener mucho frío, a pesar de lo calurosa que estaba esa
noche de verano.
Mirándome a los ojos en forma tan extraña que sentí un escalofrío de terror, me dijo:
-Lo he citado…
-Señor, yo he venido sin ser citado por nadie – le interrumpí, a fin de evitar equívocos.
-Lo he citado, porque estoy impuesto de su ideología, tan insólita en esta época, y quería
darle algunos consejos.
Sentí deseos de insistir en que yo había llegado allí por azar o más bien, por hábito; pero
su mirada me anonadó, guardé silencio y bajé la cabeza, confundido.
-He tenido deseos de entrevistarme con usted porque estoy seguro de que es la única
persona en el planeta que puede aprovechar mis experiencias. Pero antes debo hacerle ciertas
aclaraciones indispensables. Es completamente inoficioso que mienta, porque estoy en
condiciones de leer hasta el más oculto o débil de sus pensamientos o sentimientos. No tenga
temor alguno, pues carezco de malas intenciones hacia usted o hacia cualquier otro. No dude de
mis palabras, porque no acostumbro mentir, ni podría hacerlo.
Yo estaba tan aterrado, que quise manifestarle mi propósito de cumplir sus deseos; pero
las palabras no llegaron a mis labios, los pegué al borde de mi vaso y bebí.
-¿Qué le parece que consumamos el pedido y nos vayamos? – me preguntó.
-¿No quedamos en que no mentiría? Si desea permanecer aquí otro rato, así lo haremos.
Usted quiere beber otro vaso de cerveza y comer más emparedados. Muy bien, tiempo habría para
todo.
Tuve deseos de volcar la mesa y huir, pero me sentía como encadenado a ese misterioso
individuo.
-¿Quiere usted comer algo? –le pregunté muy amablemente y significándole con el tono de
la voz que yo pagaría lo que consumiera.
Me sentí ofendido, porque creí entender que despreciaba la taberna que yo frecuentaba.
Pero él desvaneció al instante mi enfado:
-Es natural que le sorprenda, porque usted cree estar con un semejante, pero se equivoca.
Yo aún no existo, en el sentido que usted atribuye al verbo existir. Me explico: yo naceré a la vida
corporal, temporal y espacial el 28 de septiembre del año 20.912. Sin embargo, ahora existo en lo
Absoluto. En realidad, en la fecha indicada, mi actual existencia sufrirá una merma o disminución
por un corto período de tiempo: 42 años.
“Sí, si comprendo su problema – continuó el extraño personaje-. Sucede que usted, por
estar “embarrado” en ese cuerpo que está sentado ahí, no tiene la lucidez necesaria para entender
que pasado, presente y futuro son etapas aparentes –reales sólo para la mente humana- de una
sola entidad: la existencia. Más aún, en su estado le resulta difícil concebir que las existencias de
los diversos seres no son más que apariencias sensoriales del Ser. Usted, ese señor gordo que
bebe, esa señora colorina, el tabernero, ese tubo de luz fluorescente, en fin, todos los seres no son
más que imágenes de la mente universal. Cuando un escritor concibe y crea un personaje, da vida
a un fantasma debilucho. Ese personaje, aunque débil, existe. Es la creación del hombre.
Comprenda usted que los personajes del Ser forzosamente han de ser más consistentes que los
creados por los hombres. A tal punto llega la fuerza de estas imágenes de la Mente Universal, que
ellas se creen autónomas, libres, dueñas de su existencia.
Yo estaba que no podía más escuchando esas complejas teorías y sentía deseos de
ahogarme en cerveza. Me creía loco, alucinado, muerto. Entonces, mi fatídico compañero propuso:
-Muy lamentable.
-Lo comprendo –respondió con aire de satisfacción al ver que yo entraba en vereda al no
mentirle, aun a riesgo que mis pensamientos le ofendieran.
Serían las once de la noche y el parque estaba sumido en un vaho de obscuridad y tibieza.
Cerca de los faroles nadie había. Lejos de ellos se divisaban siluetas de enamorados que daban
muestras ostensibles de su enfermedad.
Mi compañero y yo, sin haberlo acordado, marchábamos lentamente hacia un banco que
resplandecía bajo los rayos de un farol. Aunque poco le miraba, yo comprendía que la temperatura
ambiente le resultaba desagradable. Así lo evidenciaban sus repetidas maniobras para mantener el
cuello de su gabán bien cerrado y leves tiritones de todo su cuerpo menguado. Yo sentía un calor
aplastante y mis pulmones se quejaban de la tibieza del aire.
Ya sentados, creí del caso decir algo y, por ahuyentar ese silencio ingrato, le dije:
Creí que se burlaba de mí. Pensé decirle que me parecía muy bello su nombre; mas al
recordar que era vano mentirle, agregué:
-En el futuro los individuos serán denominados por letras y números. Un sistema idéntico al
que se usa actualmente para individualizar los vehículos. Aunque no del todo igual, pues la patente
de cada persona derivará y dará razón de la que tuvieron sus padres y antepasados. Es un sistema
muy ingenioso que creará un matemático alemán del siglo XXX.
Era tan cordial la entonación de su voz y tan suave el movimiento de sus ademanes, que
una ola de confianza hacia él me invadió y pude mirarle sin tapujos. Volvió hacia mí su rostro, se
quitó el fieltro, bajó el cuello de su sobretodo y me dijo:
Sentí impulsos de huir como animal espantado por sombras extrañas, pero las fuerzas me
faltaron y permanecí sentado con la cabeza entre las manos. Su rostro era inconcebible aun para
un caricaturista. No era simplemente una deformación antojadiza de las facciones normales. Había
en su monstruosidad un sentido, una línea, un espíritu director. Al instante de pasar mis ojos por su
rostro tuve la intuición de que esa extraña conformación facial no era producto del azar, sino que,
por el contrario, era la obra plástica de una evolución larguísima. Resplandecía en el conjunto
fisonómico un alma amasada con siglos de dolor, esfuerzo, esperanzas, desilusiones. Al verlo
comprendí, o más bien creí, lo que en la taberna me dijera: que era un germen del futuro. Calvo
absoluto, la frente alta y vertical, como de dos pisos, carente de cejas, los ojos pequeños, sin
pestañas, hundidos en dos cavernas profundas; la nariz afilada como una hoja de puñal, con las
aletas pegadas al tabique, dejaba ver en su parte inferior dos rasgaduras angostas y largas; las
mandíbulas atrofiadas semejaban, por lo estrechas y por la ausencia de mentón, el pico de un
pájaro. Su cutis albo como la luna parecía tan delgado como la tela de un huevo y no tenía ni el
rastro de un solo vello.
Al ver mi expresión de espanto rió, y pude ver que no tenía dientes; por la forma de sus
encías, parecía no haberlos tenido jamás.
-Usted comprenderá que el pelo de la cabeza, del rostro y del cuerpo dejó de ser necesario
y se conservó por muchos siglos como un estigma ancestral, hasta que, por atrofia gradual, dejó de
crecer. Lo mismo aconteció a la dentadura. Hace ya diez siglos que los S.H. se alimentan
prescindiendo de ella. Natural era que dejaran de crecer los dientes y muelas. Claro es que muy de
tarde en tarde nace un monstruo con uno o dos dientes atróficos.
Hube de dirigir mis ojos hacia su pantorrilla. ¡Algo escalofriante! Desde el pie hasta la
rodilla, un canuto simétrico, amarillento, sin la más leve insinuación de algún músculo. Con razón
había observado que su caminar era muy lento, rígido, sin el ritmo muelle y flexible que permiten
los músculos.
-Yo soy un investigador biológico –continuó- que me he distinguido por mi teoría sobre la
evolución de las especies y por haber demostrado que el S.H. deriva del hombre. Esta entrevista
con usted me resulta sumamente provechosa para apoyar mi hipótesis. ¿Podría enseñarme sus
manos?
Yo he sido siempre considerado como un tipo raquítico. Le extendí mi mano derecha, y dio
muestras evidentes de perplejidad. Luego exclamó:
Uno de mis complejos ha sido el de mis piernas de palillo. Sin embargo, entonces me
sentía un Tarzán. Sin reparos alcé el cañón derecho de mi pantalón, dejando al descubierto mi
pantorrilla velluda. Mi acompañante estuvo a punto de caerse del banco. Llevándose las manos a
los ojos, exclamó:
-¡Oh, qué formidable musculatura! Usted ha de ser uno de los más fuertes de su especie.
Yo estaba tan satisfecho que decidí mentir. Pensé que si afirmaba con énfasis, hasta el
punto de sugestionarme yo mismo, él también se engañaría:
-En realidad, soy uno de los jóvenes de más poderosas piernas de mi patria.
El calló y advertí que me daba fe. Luego dijo como para sí:
Acertó a pasar por el sendero, junto al banco en que nos encontrábamos, una pareja de
enamorados. Él era un cobrador de tranvía y ella, al parecer, una empleada doméstica en su “día
de salida”. La llevaba cogida con una mano por la cintura y con la otra por el mentón. Sobre la
marcha lenta la besaba repetidamente, y ella ponía ojos embobados y reía cuando tenía libre la
boca.
Me sentí muy inconfortable. Tuve deseos de explicar mi situación, de vengar mi honor, pero
al instante comprendí que era mejor callar.
Pensé que se burlaba de mí y le miré. Al ver su rostro comprendí que era posible que sus
preguntas fueran hechas de buena fe y me dispuse a explicarle:
-Cuando un individuo ama a una mujer, tiende a acariciarla, besarla, abrazarla, etc. ¿Me
entiende?
-Nada.
Durante media hora, más o menos, estuve disertándole sobre el amor en su aspecto
espiritual y sexual, sobre la excitación y el beso, hasta que comprendí que por la vía teórica no
llegaría a comprenderme. Entonces pensé en una amiga un tanto desvergonzada que vivía sola a
no mucha distancia del sitio en que nos hallábamos, y en que ella podría ayudarme a hacer
comprender a mi nuevo amigo algo sobre el amor.
-Es de lo más interesante y novedosa, por cuanto no tenía le menor idea que los hombres
de su época padecieran esta clase de fenómenos. En la mía existe una especie muy semejante a
la humana, tanto en su morfología como en sus costumbres, lo que me ha llevado a construir la
hipótesis de que tengan un común origen.
Nos encaminamos hacia la calle Continental. Procuré llevarlo por los sitios más oscuros, a
fin de no ser visto en tan extraña compañía. Traté de apurar el paso para no llegar muy tarde
donde Emiliana, mas vi que era imposible acelerar a mi esquelético discípulo. Luego pasó un
automóvil de alquiler y lo detuve.
Emiliana tardó en abrirnos la puerta, porque ya estaba acostada. Vestía una bata negra y
bien se comprendía que debajo de ella estaba su camisa de dormir y más adentro sus carnes
palpitantes. A mí, la comprobación de este solo hecho me habría instruido sobre la materia, pero a
mi compañero pareció no inmutarle. Emiliana, en cambio, se mostró muy alterada y nerviosa, como
jamás yo la había visto; me llevó a su dormitorio y con la voz entrecortada y las pupilas
ensanchadas me pidió explicación. Me rogó que nos fuésemos al instante. Le expliqué lo mejor que
pude. Su terror no amenguó un ápice. La exhorté a ser valerosa, le rogué… inútil. Le di un
calmante. Poco mejoró su estado nervioso. Por fin, un abundante trago de coñac la dispuso a
cooperar en mis investigaciones.
Le dije a mi discípulo que representara con Emiliana la escena entre el cobrador de tranvía
y la mucama, contemplada en el parque. Con perfecta naturalidad cogió a mi amiga por la cintura
esponjosa, con la otra mano tomó su mentón y la besó en la boca. Todo fue realizado con tal
desenvoltura que tuve la sospecha de haber sido engañado y que tal individuo era un calavera
degenerado que se aprovechaba de mi ingenuidad para gustar los besos de Emiliana. Pero al
instante emergió en mi mente la imagen de su pantorrilla y me convencí que tal fraude era
imposible.
Le pregunté:
-¿Qué cosa?
-¿Cómo gracioso?
Traté de explicarle con mil metáforas y ejemplos la naturaleza de lo erótico, pero fue
imposible. Le aconseje observar actitudes amorosas con Emiliana. No había posibilidad alguna de
hacerle entender, en vista de lo cual le rogué que me esperara en el vestíbulo mientras yo hablaba
en privado con mi amiga. En realidad, no hablé casi nada con ella.
Después, Emiliana me hizo jurar que no volvería con ese monstruo y partimos.
Íbamos caminando por el parque nuevamente. Guardábamos silencio. Una ligera brisa
refrescaba los árboles y el césped de los jardines. La luna en cuarto creciente navegaba serena
por los espacios. El rumor de la ciudad adormecida cruzaba por lo alto del parque y sólo uno que
otro bocinazo se enredaba en las copas de los árboles gigantescos y caía sobre nosotros.
Orillábamos la laguna de aguas quietas, que dormían y soñaban con las estrellas y la luna. De
pronto, sentí que mi amigo se apartaba sigiloso y no quise darme por aludido de su fuga. Miré y lo
vi internarse en un bosquecillo. Se despojó de su sombrero, brilló su albo cráneo, me sonrió con su
rostro de gusano y desapareció.
Con sorpresa angustiosa vi, desde lo alto del cañón de la chimenea, mi cuerpo sentado en
el sillón instalado en la pequeña celda construida por mi madre.
Cuando la luz débil del alba penetraba por las ventanillas del cañón de la chimenea,
iluminando tenuemente mi celda, desperté y vi que la ampolleta estaba encendida. Había olvidado
apagarla.
Pude ver que del ovillo sedoso, suspendido en el muro norte de mi celda, asomo la cabeza
de un bicho y luego todo su cuerpo. Era una pequeña y frágil mariposa de alas multicolores.
Durante algún tiempo había estado encerrada en la oscura celda del capullo viviendo su forzada
etapa de larva. Trepó por el muro un corto trecho y luego emprendió el vuelo, saliendo al espacio
por las ventanillas de la chimenea.
CAPITULO II
1°-Noviembre-1950. Si era posible para mí traspasar los límites del presente, ¿no me sería
dado retroceder en el tiempo? Medité largas horas acerca de las causas de este privilegio que se
me otorgaba tan gratuitamente sin llegar a conclusión alguna. Sin embargo, se me impuso la idea
de que seguramente gozaría de la facultad de revivir los hechos pasados. Derrumbados los
inmensos muros temporales, el espíritu podría deambular libremente en cualquier dirección.
Era tranquilo de temperamento, metódico, sobrio y confiado en sí mismo. Sabía que era un
animal racional, sentía orgullo por ello y en todas las circunstancias de la vida procuraba
conducirse como tal. Atribuía mayor valor al carácter que a la inteligencia y, más que a aquél, al
“buen criterio”. Un hombre de buen criterio y recia voluntad era, para Sebastián Apablaza, el
arquetipo humano. Bien convencido estaba que la cultura o la gran inteligencia llevaban a quienes
la poseían a los extravíos del arte, la ciencia teórica o la soberbia intelectual.
En pintura, sólo Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Rafael le parecían geniales; todos los
demás eran modernistas, cubistas, surrealistas, frutos del “mal criterio” aplicado a lo plástico.
Era ingeniero civil y, aunque nunca ejerció la profesión, sostenía que las matemáticas eran
aplicables a todo, incluso a la resolución de problemas morales. Tenía algunas fórmulas
matemático- sicológicas. Así, F=A/S significaba que la felicidad era igual a la ambición, dividido por
la satisfacción. Y lo explicaba valiéndose de intrincadas ecuaciones algebraicas. El más hermoso y
práctico fruto de los “números” –como denominaba a las matemáticas en el ambiente familiar- era
la estadística. En los Ferrocarriles del Estado, donde trabajaba, estaba a cargo de esta sección y,
según parece, la dirigía con acierto. Gran parte de su orgullo debíase precisamente a la convicción
férrea de que cumplía su función de la mejor manera posible. Los sábados y domingos relataba
uno que otro detalle de su trabajo a mi madre. Ella, sin comprender a fondo lo que oía, prestábale
siempre total aprobación. Esos días y esas horas libres que le quedaban entre la de salida del
trabajo y la del sueño, los dedicaba a “sacar solitarios” y a leer los diarios o alguna ingenua novela
de amor.
Mi madre también ignoraba las reglas del solitario y muchas veces tuvo la duda de si no
sería una estupidez tal juego; pero, convencida como estaba del talento de su marido, muy pronto
la ahuyentó como a maldiciente y envidiosa comadre.
Cuando se hablaba de Sebastián, ella, con los ojos entornados y el rostro hacia lo alto,
como si implorara al cielo longevidad para su esposo, exclamaba: “es el hombre más santo y sabio
que he conocido en mi vida”.
Intuitivamente fundaba la santidad y sabiduría de su marido en el silencio, en la afición al
solitario y a la ópera, la presunta fidelidad y la vida aislada que llevaba.
Un sábado por la tarde, en la salita de casa, estaba mi padre ante una mesa resolviendo
un complejo solitario, a juzgar por la gravedad de su semblante. Mi tía Amelia, que vivía en nuestra
casa, estaba cerca de él, ocupada en tejer a crochet unas mallas para el respaldo del sofá. Ambos
guardaban silencio y sólo se escuchaba en la estancia, alumbrada y entibiada por los rayos del sol
de abril, el chasquido de alguna carta movilizada por la púdica y alba mano de mi padre. De pronto,
escuchó éste el inoportuno y grotesco zurrido de un estornudo violento que irrumpió del venerable
y virginal pecho de doña Amelia. Mi padre, sin alzar la vista, dijo quedamente: “Salud”. En esos
instantes yo estaba allí tomando el sol, y pude que la señora abandonaba su labor de crochet,
doblaba la cerviz y expiraba. Tenía yo entonces dos años, y poco distinguía la muerte del sueño,
por lo que permanecí callado. Sebastián, en cambio, ignorante del triste suceso, continuó su
absorbente juego. Sólo al cabo de cinco minutos, más o menos, acertó a mirar a su hermana para
manifestarle que el solitario estaba resuelto y, al verla inmóvil y excesivamente cabizbaja, se
incorporó trémulo y preguntó:
Tenía controlado el tiempo que empleaba en llegar desde su casa a la oficina o a otros
lugares que frecuentaba y, sin duda, era un tiempo record. Había comunicado a mi madre, y era
verdad, que su paso le permitía cubrir ocho kilómetros en una hora.
Tuvo la paciencia de contar los pasos que daba para recorrer el trayecto que mediaba
entre su habitación y algunos sitios, y, de vez en cuando, hacía una nueva contabilidad para ver si
ellos variaban. Conociendo la distancia, el número de trancos y el tiempo empleado, había
calculado con precisión los segundos que demoraba en dar un paso y, asimismo, que longitud
tenía éste. Estos resultados también le fueron comunicados varias veces a mi madre quien, al
saberlos, hizo aspavientos, sin que en realidad alcanzara a comprender a fondo la magnitud de la
proeza.
Me parece recordar que en cien metros daba solamente noventa y seis zancadas, más no
estoy seguro.
Andar, mientras realizaba sus diligencias, era su deporte, y sostenía que los otros –box,
tenis, fútbol, etc.- eran tonterías propias de ociosos. A fin de facilitar y hacer más placentero el
caminar, usaba siempre zapatos con gruesa suela de goma cruda y un poquito más amplios de lo
que sus pies requerían.
Al llegar frente a la puerta de su oficina, Sebastián leyó en la vieja plancha de bronce, color
orín, las palabras en bajorrelieve, pintadas en negro, “Jefe de Estadísticas”, y pensó: “Soy yo. Al fin
y al cabo, una autoridad. Todo lo que diga en relación con las estadísticas de los Ferrocarriles del
Estado está bajo mi control. Es un cargo de confianza y responsabilidad. Soy un engranaje
indispensable en la enorme maquinaria estatal y puedo estar orgulloso y satisfecho. Por la muerte
de mi bondadosa hermana sí que puedo entristecerme. Sin embargo, ya que soy un hombre de
carácter y con sentido práctico, mi deber es superarme y olvidar”.
Como tenía gran dominio de sus sentimientos, porque era un hombre de voluntad acerada,
al instante su espíritu fue bañado por una brisa de serena conformidad. Entró en la oficina, la
recorrió íntegra con la mirada para comprobar que nada había sido cambiado de lugar durante su
corta ausencia y tomó asiento en su sillón de balancín. Miró su reloj con esfera luminosa, porque
Sebastián lo consideraba de gran utilidad, y vio que aun faltaban diez minutos para la hora
reglamentaria de entrada: las nueve de la mañana. Resolvió dedicar esos instantes, que le
pertenecían, a estudiar las conveniencias y desventajas de abandonar el vicio del cigarrillo,
problema que le preocupaba desde hacía pocos días.
Cogió una hoja de papel y su lápiz de tornillo, trazó en ella una raya perpendicular y anotó
al lado izquierdo: “Ventajas” y, al derecho: “Inconvenientes”. Meditó, cabizbajo, y luego se puso a
escribir.
DEJAR EL CIGARRILLO
VENTAJAS INCONVENIENTES
0 10
Terminados estos cálculos, alzó la cabeza, dejó el lápiz de tornillo sobre la mesa, arrojó el cigarrillo,
a medio consumir, que tenía en sus labios y exclamó:
Siempre que a mi padre le aquejaba algún problema, acudía a este método matemático –
sicológico para resolverlo. No se le escapaba que el correcto resultado dependía, en gran parte, de
la justicia y cuidado con que se asignaran notas a los diversos factores o motivos de “Ventajas” e
“Inconvenientes”. Pero él se concentraba hondamente cuando había que poner notas y estaba
seguro de hacerlo lógica e imparcialmente. Obtenida la conclusión, mi padre no vacilaba en llevar a
la práctica, pues era hombre de recio carácter y racional.
Yo le vi más de alguna vez realizar proezas de fuerza volitiva. Recuerdo que una noche
lluviosa de invierno, cuando él y mi madre ya estaban acostados, le sobrevino un terrible dolor de
muelas. Al saber que en la casa no había calmante alguno, dijo:
Acto seguido se irguió del lecho y empezó a repetir, en voz alta y con tono seguro:
-Este dolor se va pasando. Este dolor se va pasando. Este dolor se va pasando. Cada
momento me duele menos. Cada momento me duele menos. Cada momento me duele menos.
Cada vez me siento mejor y mejor. Cada vez me siento mejor y mejor. Cada vez me siento mejor y
mejor…
-No, lo mismo.
-No hija, está lloviendo. Para algo el hombre es un ser racional y de voluntad.
Y tornó a entonar sus monótonas frases. Yo no pude saber hasta qué hora estuvo
despierto y adolorido, porque me dormí; pero supe que a la mañana siguiente, a primera hora, fue
donde el dentista, que le sacó la muela mortificante.
Para cada cosa tenía su sistema. Nada realizaba por impulso o instinto. Sentía legítimo
orgullo de éste su proceder consciente y solía decir: “el hombre, como ser racional, nada debe
hacer sin el control de su razón”.
Nada hacía por placer, sino por deber. Gustábale mucho aquella frase de algún filósofo:
“soné que la vida era placer, desperté y vi que la vida era deber”.
Lógico era, entonces, que dejara el vicio del cigarrillo, ya que, según sus cálculos de
ventajas e inconvenientes, tal manía resultaba perniciosa.
Comía, no por placer, sino por nutrir su organismo. Había leído que no era saludable comer
hasta sentirse “pletórico” y, después de ingerir unos pocos alimentos, auscultaba su estómago y si
éste informaba no sentir hambre, dejaba al punto de comer. En forma similar se conducía en
materias eróticas.
Con justísima razón sostenía que el cuerpo no debía subyugar al espíritu y, a fin de
impedirlo, continuamente le imponía tareas, muchas veces innecesarias, con el solo objeto de
humillarlo, vencerlo y hacerle reconocer su vasallaje.
Así, estando en cama, agotadas sus energías, su espíritu ordenaba a su pobre cuerpo:
“Levántate, da una vuelta por el dormitorio y vuelve a hundirte en el lecho”. Si el cuerpo
murmuraba: “estoy muerto de cansancio y además tengo frío”, el espíritu le respondía: “¡Ah!
¿Tienes frío? Pues bien, harás desnudo el paseo”. Y aquel pobre cuerpo, extenuado y aterido,
había de levantarse, desnudarse y caminar.
Mi madre, tímida, aprensiva y sin voluntad, estaba totalmente subyugada por mi madre.
Con el transcurso del tiempo, la admiración que ella sentía por él fue menguando; sin embargo, el
vasallaje manteníase igual debido a la impetuosa personalidad de su marido.
Un día ocurrió algo terrible y fatal para la armonía conyugal. Desgraciadamente, me cupo
el papel de causa en la discordia.
Mi padre, hombre de hondas convicciones y de recia voluntad para imponerlas, optó por
abandonar los sistemas persuasivos y puso a correr la ducha. De un golpe, echó hacia atrás las
cobijas del lecho y me levantó en sus brazos. Mi madre lloraba desesperada y yo también. Mi
padre cargó con mi cuerpo entumecido hacia el cuarto de baño. Mi madre, enloquecida, cogió un
jarrón de mayólica y lo quebró en la dura cabeza del autor de mis días. Desplomóse mi padre, y yo
con él. Me cogieron los trémulos brazos de mi madre y volviéronme al lecho ya helado.
Las consecuencias de esta triste escena fueron una pulmonía para mí y la separación de
mis padres.
Yo contaba entonces sólo con seis años de vida, y mi madre treinta y cinco. Desde
entonces, nuestra existencia fue oscura y arrastrada. Mi madre había de hacer costura para
complementar la reducida pensión que el juez le impuso a mi padre a favor de ella. Y muy
rápidamente fue envejeciendo de cuerpo y de alma.
Se tornó medrosa hasta el delirio. Sus cabellos encanecieron y sus labios no volvieron a
dibujar sonrisas. Mi padre –después lo supimos- continuó su vida normal. Siguió siendo el Jefe de
Estadísticas de los Ferrocarriles; no volvió a fumar y siempre se le vio transitar velozmente por las
calles, con su expresión viril y dominante.
Esa escena del baño medicinal, frustrado por el jarrón descargado en el cráneo de mi
padre, se grabó fuertemente en mi memoria y tal vez constituyó un complejo en mi espíritu.
Sólo así se explica que mi madre, por temor a la guerra atómica, me haya encerrado en
una celda estrechísima, sin que ofreciera yo la menor resistencia.
CAPITULO III
15-noviembre-1950. Los días que siguieron a mi separación de X-Z 482 fueron muy monótonos.
¿Qué sería de él? Yo pasaba el lento transcurrir de los días y buena parte de la noche recordando
las escenas vividas en su compañía. Cierto que mientras estuve con él mi ánimo no era muy
apacible; nada de eso, estaba aterrado. Pero después, en la lobreguez y tedio de mi celda, me
parecían horas gratas, emocionantes, no sólo por la sorpresa que me causaron sus extrañas
costumbres, su esquelética figura, sino también por los minutos que pasé a solas con Emiliana. En
realidad, mientras yo vivía en libertad –relativa libertad- me era difícil estar tranquilo junto a mi
amiga. Mi madre llevaba un control minucioso de mis ocupaciones y, por otra parte, un enjambre
de ideas, prejuicios y temores me asaltaban mientras la visitaba. La infinidad de consejos que mi
madre me había dado desde muy pequeño me inhabilitaban para gozar plenamente de cualquier
cosa. “Todo tiene sus peligros”; “una desgracia no cuesta nada”; “un minuto con Venus, toda una
vida con Mercurio”, y mil frases semejantes, repetidas con insistencia, habían horadado mi espíritu
y descompuesto el resorte de mi felicidad. Esa noche, en cambio, ningún sensato aforismo o
consejo empañaba mi placer. Yo y ella, el uno al lado del otro, su juventud y la mía juntas,
empeñadas en la búsqueda de la dicha.
Sentía deseos de volver a encontrarme con X-Z 482, pero no sabía cómo hacerlo, pues la
entrevista anterior fue lograda por quien sabe qué extraño medio. Lo único que recordaba era que
yo me encontraba en un estado de letargo y que una sola idea me poseía: salir fuera de mí mismo.
¿Sería cuestión de sumirse en somnolencia voluntaria y que mi espíritu anhelara intensa y
perseverantemente evadirse del cuerpo? ¿Sería peligroso hacerlo? No importa, me dije, es
necesario arriesgar la felicidad para obtenerla. Poco a poco fue relajando todos mis músculos y
hundiendo mi espíritu en las regiones ignotas del subconsciente. Una sola idea relampagueaba mi
mente: ascender. De pronto llegó a mí –no podría decir que mis oídos lo sintieron- un estampido
diabólico, semejante al que escuchara la otra vez cuando me evadí de la celda. Seguramente era
la detonación de alguna formidable bomba atómica.
De súbito me encontré en un lugar de lo más extraño. Era algo así como una calle. Yo estaba
inmóvil en la acera. Muchos individuos, muy parecidos a X-Z 482, transitaban recostados por la
calzada a gran velocidad. Esto me parecía demasiado raro. Por la acera, en dirección contraria,
venía un individuo. Observé sus piernas y noté que las movía lentamente y en forma semejante a
como lo hacía X-Z 482.
¿De modo que los individuos que estaban en la acerca movían las piernas para desplazarse y lo
hacían lentamente, y los que iban por la calzada no necesitaban desplegar esfuerzo muscular
alguno y se movilizaban velozmente? Quedé perplejo al observar este contrasentido.
-Perdone, pero veo claramente que experimenta desagrado al tener que saludarme –me
observó en tono amable.
Entonces pensé que podía ser X-Z 482. Era difícil reconocerlo, pues todos los sujetos que
transitaban por la calle eran iguales.
Recordé que con este individuo lo más práctico era ser de una franqueza absoluta, y por
ello le dije:
-En realidad, he llegado hasta aquí sin saber cómo, y no fue mi intención pagar su visita
del otro día, sino simplemente combatir el hastío que impera en mi celda. Lo único que hice fue
esforzarme para salir de ella y así poder contemplar algunos lugares de mi ciudad y visitar a
Emiliana. Y sin saber cómo, me encuentro en este lugar tan extraño, rodeado de personajes
desconocidos, salvo usted, naturalmente.
Mi amigo hizo un levísimo gesto de contrariedad y, por darle ocasión de que hablase,
enmudecí.
-Debo rectificar su idea respecto al lugar en que se encuentra –dijo-. Este sitio, esta ciudad
está en la misma ubicación en que se halla la que usted habita. El espacio que ocupa la casa de su
madre, donde está su celda, debe encontrarse a unos doscientos metros de aquí. Lo único que ha
cambiado es el tiempo. Estamos ahora en el año 20.912 y la ciudad –como es natural- ha variado.
Asimismo, los personajes son diferentes, aunque no absolutamente. ¿Me entiende?
-Escuche: usted y yo no somos absolutamente distintos, por la sencilla razón de que soy
su descendiente legítimo a través de 400 generaciones, y llevo, por consiguiente, algo de su
sangre.
-Permítame –me atreví a decir-, pero yo soy soltero y jamás he tenido un hijo.
La cabeza me daba vueltas, tanto por el mareo que me producía el pasar vertiginoso de
individuos por la calzada, como por el desconcierto que me causaban las insólitas razones de mi
presunto descendiente.
-¿Le extraña saber que usted tendrá un hijo? Comprendo su perplejidad. Debe saber
usted, mi querido antepasado, que las cosas en el mundo no suceden por azar. La vida de los
seres y hasta el movimiento de una piedrecilla o una gota de agua están trazados desde la
eternidad. Es decir, que la trayectoria de su vida entera, como la de todos sus descendientes, está
delineada con todo detalle en el Libro del Destino, en lo Absoluto. Siendo así, nada de extraño
tiene que yo sepa que soy su descendiente, por cuanto mi evolución espiritual me permite leer algo
–no todo, naturalmente- del Libro del destino.
Ignoro por qué razón se me vino a la mente el recuerdo de una escena vivida hacía poco
en mi casa. Habíale pedido yo a Eliana, la cocinera de mi madre, un jarro de “agua caliente con
manzanilla y otras hierbas”. Al poco rato, ponía sobre mi mesa de escritorio un jarro con agua
hirviendo y hojas de manzanilla y un plato con un trozo de hielo, y me decía: “Ya le eché un pedazo
de hielo, pero se deshizo. Aquí le traigo más por si quiere echarle”. Recuerdo que yo había
quedado perplejo, meditando sobre las razones que pudo tener Eliana para traerme tan
contrapuestos elementos. ¿Por qué recordé esa escena de mi vida pasada? Tal vez porque había
cierta semejanza entre la oscura mentalidad de Eliana y la mía enfrentada y las razones que X-Z
482 me aducía para demostrar nuestro parentesco.
Pensé: “es posible que él tenga razón, aunque yo no entienda, porque la mentalidad de los
hombres del siglo XX es muy obtusa. Así me obliga a pensar la mentalidad de Eliana,
contemporánea mía”.
-Si todo cuanto haré y pensaré está escrito desde la eternidad, fatalmente he de hacer y
pensar en una forma determinada –repuse.
-Falso concepto, engendrado por su falsa noción del tiempo. Lo que hará no será así o asá
porque esté escrito en el Libro del Destino; sino que está escrito porque el Ser vió, desde el
principio del tiempo, que usted, libremente, pensaría y actuaría de una forma determinada. En ese
sentido debe entenderse el asunto.
-¿Cómo pueden avanzar esos individuos sin mover sus pies? Hace rato que me preocupa
esto.
-Es usted poco observador –me dijo-. Muy sencillo: la calzada es la que avanza, y los
individuos, por estar sobre ella. Esto se hizo con el objeto de impedir la aglomeración de vehículos
en las calles de la ciudad y, naturalmente, para evitar el cansancio muscular de sus transeúntes. Es
una cinta sin fin, de material plástico, que gira por un sistema análogo a las ruedas de los tanques
oruga.
-Imposible. Para esta cinta no pueden existir las esquinas, desde el momento que es sin
fin. Se detiene cada dos minutos, y algunos de los pasajeros quedarán en la esquina, unos antes,
otros después de ella. Se detiene: algunos aprovechan para subir, otros para bajar. Empieza a
moverse lentamente, y poco a poco va acelerando, hasta alcanzar una velocidad de 200 kms. Por
hora. Es una velocidad que no permite mantenerse en pie. Por eso usted ve a los individuos
tendidos sobre la cinta y detrás de una especie de parabrisas. ¿Le gustaría pasear un poco por la
ciudad?
-Conforme –respondí.
Aguardamos algunos segundos, y pude ver que la calzada se movía con menor velocidad.
Cuando se detuvo, algunos individuos aprovecharon para descender y nosotros para subir. X-Z 482
me dijo:
-Tendámonos.
Obedecí. Entonces pude ver que la superficie de la cinta era blanda como una hamaca y
que cada cierta distancia había unos parabrisas, detrás de los cuales nos guarecimos. La calzada
echó a andar con movimiento uniformemente acelerado –como dicen los textos de física-, hasta
llegar a una velocidad extraordinaria. Luego empezó a disminuir, lo que permitió apreciar el aspecto
panorámico de la ciudad.
-Son de un material transparente que permite ver desde adentro, mas no en sentido
contrario.
Permanecimos un breve tiempo sin hablar, y cuando la cinta se detuvo por segunda vez,
propuse bajarnos. X-Z 482 aceptó.
Le pregunté si él vivía cerca del sitio en que nos hallábamos; me respondió
afirmativamente y me invitó a conocer su morada.
Al llegar a la puerta de su casa me llamó la atención el hecho de que aquélla estaba sin
llave y que al presionarla se abrió. Al preguntarle si no temía a los ladrones, no entendió. Hube de
explicarle en qué consistían el robo, el delito, la criminología, pero noté que no entendió muy
cabalmente mis explicaciones.
-En realidad…, créame que resulta muy difícil para mí contestar a su pregunta. Es tan
compleja la vida, tan llena de situaciones antagónicas, de alegría y dolor, de inquietud y
tranquilidad. Ahora llevo una existencia sin emociones, sin dolor, pero también sin alegría. En una
palabra, mi vida, desde hace algunas semanas, es monótona. Casi podría decirse que ella está
suspendida en espera que termine la guerra atómica.
-Claro, estamos en una tremenda guerra, al término de la cual quizás qué irá a quedar en
pie. Es la guerra atómica.
-Alguna noción tengo de esa catástrofe del pasado. Tengo entendido que el planeta quedó
casi absolutamente destruido. ¡Qué lamentable fue que utilizaran así la energía producida por la
desintegración atómica! Ella, aplicada a la industria, reporta un bienestar físico y espiritual enorme.
-No, amigo, la energía atómica influye directamente en el bienestar del S.H. en cuanto
permite la transmisión del pensamiento a largas distancias y otras cosas semejantes. Voy a
explicarle. Pero dígame antes: ¿Le ofrezco algo?
-Un whisky.
-¿Qué?
Pensé que me había excedido y, tal vez, X-Z 482 era un individuo de escasos recursos
pecuniarios y no acostumbraba manejar Whisky en su casa. Resolví enmendar mi petición y
respondí:
-Cualquier trago.
-¿Qué es trago?
-Perdone, señor, yo soy el culpable. Ha sido una distracción incalificable. Olvidé decirle que
nosotros no ingerimos líquido alguno por la boca. Lo que yo le ofrecía era alguna pomada
estimulante o sedante.
-¿Pomada? –interrogué, pasándome la mano por el rostro, pensando que acaso mi cutis
estaba muy seco y agrietado.
X-Z 482 se incorporó y lentamente se dirigió hacia una licorera empotrada en el muro de
cristal. En su interior podían verse numerosos frascos análogos a los que contienen pomadas. De
allí extrajo uno, lo abrió y me lo pasó.
Yo, con el frasquito, parecía un idiota con un tratado de filosofía en las manos. No sabía
qué hacer con él. Tenía deseos de untar un dedo en la pomada y chupármelo enseguida. Por
último, al verle en espera de que yo actuase, metí el índice y me unté el rostro. X-Z 482 me miró
extrañado y dijo:
-No; es preferible untarse las manos; pero en fin, ya lo hizo así; no importa.
Esta noticia de que era indiferente untarse las manos o la cara me desconcertó más aún, y
llegué a la conclusión de que esa pomada no era para embellecer el cutis, ya que el de mis manos
presentaba muy buen aspecto.
-Como le decía –prosiguió mi amigo- la energía atómica nos ha permitido construir ese
aparato –señaló un mueble semejante a un receptor de radio-, que sirve para proyectar el
pensamiento a distancias enormes.
-Sí, los conozco –dijo algo ufano-. Nosotros también tenemos aparatos transmisores y
receptores de radio. Son bastante parecidos.
Le di una larga explicación de lo que hace un locutor para proyectar su voz en el espacio.
Al final de ella, me sentía semidormido. De pronto, X-Z 482 me interrumpió y, con una sonrisa que
me pareció algo despectiva, dijo:
-¡Ah! Ya le comprendo. No, pues; no es lo mismo. Ustedes transmiten la voz, las ondas
sonoras, la palabra, y en ella va el pensamiento, ¿no es cierto?
-Claro –dije-. Yo tenía pegada la expresión “claro”, y mi madre había batallado en vano
para suprimirla o diezmarla en mis conversaciones.
-No pues, nosotros transmitimos solamente las ondas síquicas, el pensamiento mismo.
Nada de sonidos. Es mucho más práctico, por cuanto es absolutamente preciso e inequívoco el
sistema de expresión.
Me explicó que el cerebro emitía ondas síquicas, más sutiles aún que las luminosas; que
con ese transmisor electrónico era posible proyectarlas a distancias enormes y captarlas con un
receptor también electrónico. Me dijo que al poco tiempo de haberse inventado este aparato
transmisor y receptor, habíanse captado las ondas síquicas de seres residentes en otro planeta.
Ellos comunicaron que desde un siglo atrás procuraban entablar relaciones con los S.H. Después,
estas comunicaciones se hicieron regulares y han contribuido grandemente al progreso cultural del
S.H.
Un sueño denso pesaba sobre mí, y, temiendo quedarme dormido mientras él disertaba, lo
que daría la falsa impresión de aburrimiento, le dije:
-Perdone usted, pero ignoro por qué me estoy muriendo de sueño, siendo que sus
palabras me cautivan.
-Es la pomada –respondió. Me dijo usted que su estado era más bien de excitación. Pues
bien, ese ungüento, absorbido por osmosis a través de los vasos capitales de las mejillas, le ha
tranquilizado tal vez demasiado. No se preocupe usted y duérmase tranquilo.
Bastó escuchar esta autorización para que me sumiera en el sueño más profundo.
Alcé lentamente las cortinas de mis ojos y pude ver el muro de mi celda. “He vuelto a mi
encierro sin darme cuenta”, pensé.
Miré el reloj. Eran las ocho de la noche. ¡Cómo era posible! Antes de evadirme de la prisión
había visto la hora, y eran las siete y media; luego, en sólo treinta minutos yo había recorrido tanta
distancia, había visto tantas cosas. Cavilé largamente sobre el asunto. No podía explicármelo; sin
embargo, al fin recordé una frase de X-Z 482 que me sirvió de fórmula para descifrar el enigma. Tal
como él dijera, la ciudad en que vivo yo y en la que él vivirá están en un mismo sitio. Lo único
diferente es el tiempo. Y no existiendo cambio de lugar, ¿por qué habría de tardar en llegar?
Alguien me podría argüir que mucho tiempo se necesitaba para llegar del año 1950 al año
20.912. Sin embargo, yo respondería que el tiempo sólo existe para el hombre y no en el plano de
lo Absoluto. Parece que, al dormirme, salía de mi humana condición, me liberaba de las
contingencias temporales propias de ella y obtenía la visión divina. Es decir, que el pasado,
presente y futuro se me presentaban en el mismo plano. De otra manera, no acierto a explicarme el
extraño fenómeno de que yo coexistiese con los individuos del año 20.912.
Así, también, de modo análogo, sucede al hombre en la alameda de los seres y los
sucesos. Estos y aquéllos existen desde toda una eternidad; pero el hombre, con su limitadísima
visión mental, no puede verlos mientras no se desplaza. Y para él, algunos sucesos acaecieron,
otros acaecen y otros acaecerán. El ejemplo es sólo ilustrativo, análogo, semejante, y no puede ser
exacto, porque me veo precisado a emplear conceptos y formas de expresión humanas.
Extraño y vivo espejismo es la visión del hombre, y no hay razón que pueda forzarle a
creer en otra realidad que aquella que le muestra su ciega inteligencia. Pero créame, Sebastián:
siendo el Ser infinitamente sabio, ha de conocer todo desde una eternidad. Si conoce el futuro es
porque éste existe, pues si conociera lo inexistente, dejaría de ser sabio y sería absurdo.
-Creo, señor X-Z 482, que el Creador conoce el futuro, aun cuando éste no existe en el
presente, porque sabe lo que vendrá – me atreví a objetar, en un supremo esfuerzo de
concentración filosófica y de extraña audacia.
-Según su opinión, el futuro, aquello “que vendrá” es algo externo, que existe fuera del Ser.
Muy bien, dígame usted, entonces, ¿dónde van a parar aquellos entes futuros cuando se
actualizan y llegan al presente o caen en el pasado? –preguntó X-Z 482, mientras en sus ojos
fulguraban dos llamaradas.
-Y por lo tanto lo acrecientan, ¿no es verdad? –dijo, dibujando una sutil sonrisa de ironía
en sus secos labios.
-Según usted, el Ser es un niño que se desarrolla y crece. No, mi amigo. El Ser es
inmutable; no podría ser de otra manera, pues toda entidad que cambia y evoluciona, es para
perfeccionarse o corromperse. Si se perfecciona, quiere decir que nació defectuoso; si se
corrompe, que nunca fue perfecto.
Tras este golpe conceptual me sentí mareado y miré en torno mío como suplicando que me
fuera lanzada una esponja moral, símbolo de knock-out técnico. Pero en esta contienda no había
referee, second, manager, público, nada. Allí estaba yo solo frente a un boxeador ideológico
formidable que se aprontaba a liquidarme con otro recio golpe. X-Z 482 también miró en torno suyo
y atacó nuevamente:
-Sí, por otra parte, “aquello que vendrá”, al llegar a ser presente –un instante fugaz- y
pasar a ser pretérito no se une al Ser, ¿a dónde va?
-¿Cree usted que existe en el Universo un inmenso tarro de basura, donde van cayendo
los desperdicios cósmicos? Dígame: ¿es usted humorista?
-La Nada es sólo una palabra y un concepto negativo, un error, tras el cual no hay
substancia o realidad alguna. He ahí el inconveniente de tener lenguaje. Desde el instante mismo
en que un ser piensa y se expresa con palabras, empieza a errar. Yo mismo he incurrido en mil
contradicciones al expresarme sirviéndome del lenguaje. Todo el sistema pensante de ustedes está
malo desde la partida. No hay posibilidad alguna de conocer la verdad si se la busca con un
sistema ideológico fundado sobre conceptos emanados de sensaciones y envasados en palabras.
¿Me entiende?
-Nada.
-Es muy explicable, ya que su modo de pensar y entender es “palabrero”. No podría ser de
otra manera. Los hombres, a través de siglos de evolución –incurro en otro error, por culpa del
lenguaje, al hablar de transcurso de tiempo-, fueron construyendo ideas con el material de las
sensaciones. Le pondré un ejemplo para ser más claro: el sentido de la vista le mostraba al hombre
primitivo un mundo compuesto de múltiples elementos o partes: piedra, árboles, animales, etc.
Entre unos y otros, “nada”. Con estas apariencias sensoriales, el animal humano amasó varias
ideas: cada piedra era un ser; cada árbol, un ser; cada animal, un ser. Uno, distinto e
independiente del otro, separados por la nada. Otros, que se creyeron más listos, descubrieron que
entre cuerpo y cuerpo visibles y tangibles mediaba un gas, el aire. Pero antes del trascendental
descubrimiento de la atmósfera, el hombre había ya creado el concepto y la palabra “nada” y aun
no ha podido desprenderse de ese fantasma.
Sin embargo, en la realidad absoluta no existen diversos “seres” ni la “nada”; sólo existe el
“Ser”, con infinidad de facetas, apariencias y manifestaciones. El hombre, los árboles, los astros, la
atmósfera y todo cuando vemos, tocamos, olemos o concebimos, no son más que exterioridades
del Ser. ¿Me entiende?
X-Z 482 no había caído en la cuenta de que yo me encontraba tendido cuando largo era en
la lona del ring, y me golpeaba sin piedad, mientras yo estaba absolutamente knock-out. A media
voz, respondí:
-Nada.
¡Qué estrechísimo es el horizonte de mi madre! ¡Qué estúpida es la pobre! No por eso dejo
de amarla entrañablemente. Ella no tiene la culpa de su ignorancia. Su hermano, mi tío Roberto, no
era más inteligente que ella. Se pasó la vida luchando por “sus ideales”, que no pasaban de ser
pequeñas tonterías. Consumió casi todas sus energías abogando por la “comuna autónoma”, la
“descentralización administrativa” y otra serie de pequeñeces. ¡Ah, también dedicó gran tiempo y
palabras a combatir la inflación monetaria! Y creyéndose empeñado en labor trascendental,
adoptaba posturas solemnes y ceño gravísimo. ¡Qué tendrá que ver la comuna autónoma con la
evolución espiritual del hombre! Mientras él se enfrascaba en esos problemas, el Demonio
preparaba afanoso la gran pira de la guerra atómica mundial. No hacía un año que había muerto,
cuando resonaba el estampido diabólico de la primera bomba atómica. ¡Qué estrecha visión del
mundo!
Y así como él, todos sus parientes y amigos parecían topos. Mi tío Rogelio, dedicado a
fabricar pirámides de monedas, vivía aterrado ante una posible crisis, privándose de todo. Mi tía
Elena, pavo real, paseándose de un lado a otro para ostentar su elegancia en trapos y hablando
sólo de su purísima ascendencia. ¡Oh mundo miserable! Mi primo Víctor, atento sólo a logar un
asiento en el Congreso para exhibir su elocuencia de tarros vacíos. Respecto a las ambiciones y
ridiculeces de mi padre, creo haber sido bastante explícito.
CAPÍTULO IV
Por sobre el perfil lejano de la cordillera asomaba su risueño rostro el astro vivificante, y todas las
cosas del valle -árboles, piedras, animales-lo saludaron arrojando sus vestiduras de sombras a la
tierra. El rocío de la noche le rindió homenaje enviando, el ascensional ruta, emisarios, partículas
sutiles de sí mismo. Las aves del cielo entonaron sus cánticos, los animales portadores
suspendieron sus prosaicos afanes alimenticios y modular un incomprensibles voces de júbilo.Ner
-así se llamaba el macho, y lo pude saber por qué la hembra cada vez que lo veía, después de un
rato de ausencia, decía: "Ner" -trepó con simiesca rapidez a una gigantesca higuera y se dio a
comer de sus frutos con gran voracidad. Cuando pareció estar harto, descendió del árbol,
descolgando se derraman rama con lentitud, como si el ir de sus brazos soportando la gravidez de
su cuerpo colgante le sirviera para desperezarse.
Al parecer sin causa, echó a correr por la pradera. Y corrió hasta que sintió incluido en la espesura;
entonces se detuvo, puso en el aire y así permaneció escuchando. Cuando vio aparecer en claro el
matorral a un siervo, Ner trepó un árbol y permaneció en acecho. Encubierto por el follaje, parecía
contener el aliento. Cuando el frágil animalillo pasaba debajo del gancho, el monstruo se dejó caer
sobre él y lo tumbó. La víctima alcanzó a lanzar sólo dos balidos lastimeros que se ahogaron en la
espesa piel del gigante. Dos o tres golpes con los puños, y la víctima quedó exánime. Ner, con
titánicas fuerzas, arrancó una papal siervo y, chorreantes de sangre, la llevó a sus fauces.
Horripilante era verle, con el rostro y el pecho tenidos de rojo, Deborah. Cuando el cuero peludo de
la presa le impedía morder las carnes vivas, cogía con sus dedos poderosos como tenazas el
extremo de la piel y la tironeaba hasta arrancarla.
Arrojó el hueso desnudo y partió con paso lento hacia un arroyo. Se inclinó al borde para beber las
frescas aguas y, por último, como si no lo hubiese proyectado, sumió su cuerpo sanguinolento en
ellas.
Emergió, eliminada, sedosa y brillante su piel, y continuó su marcha reposada, mirando a la tierra,
como si buscase en ella algo perdido. Ligado a la caverna, se tendió cerca de la entrada y luego se
quedó dormido. El débil sol de invierno no parecía molestarle, y así permaneció hasta que las
primeras sombras de la noche lo cercaron. Entonces despertó, asombrado de ver nuevamente el
mundo, que con el sueño parecía haber olvidado. Entre la caverna, y, al ver a su compañero
tendido en la tierra amamantando al hijo, pareció oscurecerse, se lanzó sobre ella, apartó sin
cuidado la criatura y descargó todas sus energías en las entrañas de la hembra. Desde fuera, y a
alguna distancia, podían escucharse los ungidos que emanaban de su pecho encaprichado por la
pasión sexual. Después, silencio, y, luego, el borboteo de los ronquidos en un sueño profundo.
No satisfecho con haber observado las actividades de Ner, su hembra y su cría, un día me
introduje en la mente de aquel. Había allí, en tropel, leones, panteras, tigres, elefantes, cocodrilos y
toda suerte de fieras y víboras. La imagen de su compañera y de la criatura solían aparecer; la de
aquella, más exuberante, sus características específicas -los montes del tórax, la amplitud de sus
carreras y la longitud de su cabellera- exageradas. Por otra parte, el trío aparecía con la boca
cerrada, no en la actitud de quien llora.
Comprendí que estas modificaciones de la realidad operaba en la mente de Ner constituían su
creación espiritual.
Después apareció en el escenario mental de Ner un león con las fauces abiertas y con ostensibles
deseos de atacar; enseguida, un imagen borrosa de miembros peludos que se pensaban en lucha
por la vida, y luego ésta, inerme, tendida en la tierra. Me di cuenta que Ner no tenía una imagen tan
clara de sí mismo como de los demás seres. Muy explicable, ya que no podía verse a sí mismo
cabalmente. Pensé que, por análogas razones, lo que más ignora el hombre es su propia
naturaleza.
CAPÍTULO V